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Cuando los cinco hombres armados cruzaron la angosta lengua de tierra y hierba que
daba acceso a la pequeña península y se dirigieron hacia la doncella, entre la gente que
se había agolpado a la orilla del lago para contemplar el espectáculo se levantó un coro
de murmullos.
—Cinco contra una sola. Se creerán muy valientes —masculló Thor, apretando
los puños para contener el impulso de cruzar a zancadas aquel tómbolo y machacar los
cráneos de aquellos cobardes.
—Se nota que es la primera vez que vienes aquí. Descubrirás que no es una
pelea igualada, mas no por las razones que tú crees.
Quien había respondido así a Thor era un joven que destacaba entre los demás
curiosos por su estatura, la distinción de su porte y el lujo de su atavío. Llevaba botas y
guantes de piel de becerro no nato y una gruesa capa con cuello de armiño, abierta sobre
un gambesón de cuero que lucía remaches de plata en cada rombo del acolchado. Los
anillos de hierro de su almófar brillaban como si acabaran de salir del taller del mallero;
sin duda, no los lustraba él en persona, sino algún criado. Un hombre acostumbrado a
que lo sirvieran y, a juzgar por su sonrisa entre ingenua y ufana, a contemplar el mundo
con el optimismo de quien se cree capaz de superar cualquier dificultad.
—Pues yo digo que esa chica va a salir de aquí con los pies por delante. Aunque
no antes de que la obliguen a abrir bien las piernas —intervino un hombretón calvo que
llevaba al hombro un hacha de leñador.
«¿Qué tienes tú contra esa mujer?», estuvo a punto de preguntar Thor. De nuevo
tuvo que reprimir los deseos de aplastar una cabeza, cosa que consiguió clavando los
dedos en el tronco del abedul tras el que permanecía medio escondido. Lo hizo con tanta
fuerza que dejó cinco agujeros en su dura corteza.
Por su parte, el joven de la capa de armiño respondió al leñador con una sonrisa
despreocupada.
—Me juego mi espada contra tu hacha a que la doncella les da una buena lección
a esos cinco.
Como hacía a menudo en sus visitas a otros mundos, el dios del trueno se
hallaba allí ocultando su verdadera identidad. Se había arrebujado en un manto de lana
cuya capucha proyectaba una sombra sobre su rostro y tapaba sus cabellos, tan rojos
como el crepúsculo que estaba cayendo sobre aquellas tierras del norte de Midgard.
Oculta bajo la capa, que aún olía a grasa de oveja, llevaba su arma inseparable, el
poderoso Mjölnir. Gracias a la magia que le habían imbuido los maestros enanos Sindri
y Brok, el martillo de Thor podía encoger de tamaño; ahora lo llevaba cómodamente
colgado del cinturón Megingiord, otra obra mágica que aumentaba su fuerza de por sí
portentosa.
Con todo, el dios del trueno no tenía previsto utilizar el Mjolnir. En esta ocasión
no había viajado a Midgard para matar gigantes, trolls o dragones, sino para observar a
aquella joven alta y rubia sin ser visto por ella. Por eso había procurado fundirse con el
nutrido grupo de curiosos que se habían congregado ante la pequeña península donde
crecía el árbol al que los lugareños habían empezado a llamar Maerareik, «el roble de la
doncella».
Aquel roble era alto, más de cincuenta codos hasta la copa. Pero lo que lo
distinguía era la desmesurada anchura de su copa, pues desde el tronco —tan grueso que
habría hecho falta un corro de veinte personas para rodearlo extendiendo los brazos—
brotaban numerosas ramas que se abrían como los tentáculos de un pulpo. Algunas
pesaban tanto que se inclinaban hasta el suelo y reptaban por él como enormes
serpientes. De este modo, la copa del árbol daba sombra a una superficie mayor que la
de una gran mansión. Los rayos del sol poniente, al colarse entre el ramaje, lo hacían
espejear y arrancaban de él ricos matices de verde —más apagado y oscuro húmedo el
musgo, de un tono entre verdoso y plateado el liquen, más esmeralda el helecho, más
brillantes las hojas del roble— que además se veían teñidos por la pátina purpúrea del
atardecer.
—La clave está en conseguir el muérdago. Pero para ello hay que derrotar en
combate a la doncella, algo que hasta ahora nadie ha conseguido.
—Qué extraño que una joven de aspecto tan delicado sepa pelear —dijo Thor,
fingiendo ignorancia.
—… pero no hay nada de delicado en ella. Es al menos tan alta como yo, y sus
golpes tienen la contundencia del mismísimo Mjölnir.
El dios trató de ocultar una sonrisa, ya que sabía que su boca era de lo poco que
se atisbaba bajo la sombra de la capucha.
Una campesina de rostro agrio como leche cortada se dio la vuelta, examinó a
Thor de arriba abajo y contestó sin que nadie le hubiera dado espetón en aquel
banquete:
—El muérdago sirve para que las mujeres se embaracen y den a luz a buen
término. También cura el dolor de huesos y los abscesos, y aleja el rayo.
«Eso crees tú, mujer», pensó Thor, palpando el bulto del Mjölnir bajo la capa.
—Alguien que pelea como ella no tiene que pedirle permiso a nadie —dijo el
joven—. Pero ¡atentos!
Los cinco hombres habían ido cerrando el semicírculo, que ahora se había
convertido casi en un anillo alrededor de la joven. Sola, ataviada con ropas de varón y
con la rubia cabellera recogida en un moño para estar más desenvuelta, blandía una
lanza con la punta embotada por una gruesa bola de cuero; un arma típica de
adiestramiento y no de combate. Sus adversarios, por el contrario, empuñaban armas de
verdad: un hacha de doble hoja, dos lanzas puntiagudas y dos espadas de filos letales.
El hombre del hacha, que destacaba entre los demás por la anchura de sus
espaldas y lo desafiante de su caminar, se adelantó un poco de la línea y exclamó con
voz ronca:
Aquella grosera amenaza arrancó carcajadas de los otros cuatro hombres. Thor,
por su parte, volvió a clavar en el árbol dedos como cinceles de hierro. Al oír el crujido
de la madera al romperse, el joven de la capa de armiño lo miró un instante de reojo,
para enseguida devolver su atención a lo que ocurría bajo el roble.
Fue un error.
La joven, que un momento antes estaba quieta como una estatua, entró en acción
de repente, tan fulgurante como el rayo que cae de una tormenta seca. De un salto, entró
en la distancia de combate del hombre del hacha, al tiempo que blandía la lanza en un
giro que hizo zumbar el aire. La punta alcanzó a su adversario en la sien, en un golpe
lateral tan potente que, pese a la bola de cuero que la cubría, se pudo escuchar el crujido
del hueso. El hombre soltó el hacha y cayó de rodillas. Antes de que pudiera entender
qué le había sucedido, la joven lo derribó de espaldas con una patada en el pecho tan
violenta que le debió de romper varias costillas.
—¡A por ella! —gritó uno de los cuatro enemigos que quedaban en pie,
levantando la espada sobre su cabeza para descargar un tajo sobre la joven.
La joven se ocupó primero de los dos enemigos cuyas armas tenían más alcance,
los lanceros; uno de ellos se dejó tres dientes y otras tantas muelas sobre la hierba,
mientras que el otro quedó tendido en el suelo, doblado sobre sí mismo y tratando de
recuperar la respiración mientras se agarraba con ambas manos la entrepierna. Aquello
demostraba que la doncella seguía una táctica y no se dejaba llevar sin más por su
agresividad, algo que hizo que Thor aplaudiera silenciosamente. Por lo que se veía, el
año pasado en Midgard no había resultado baldío.
Tras neutralizar a ese par de enemigos, la joven se enfrentó con los dos hombres
de las espadas. Estos intentaron romper la lanza lanzando tajos contra el astil, mientras
que ella los burlaba hurtándoles no solo el cuerpo, sino también la lanza, de manera que
los filos de hierro no encontraban en ningún momento la vara de madera y se limitaban
a morder el aire, de una forma tan ridícula que entre los espectadores empezaron a
escucharse carcajadas. Sus dos rivales se enfurecían cada vez más, lo que hacía que todo
lo que ganaban sus ataques en fuerza lo perdieran en precisión.
Thor sospechaba que no era así. No tardó en comprobarlo. Cuando los dos
adversarios se abalanzaron a la vez sobre la doncella desde lados opuestos, ella giró
sobre sí misma como un trompo y se deslizó entre ambos con gracia acuática,
esquivando sus armas apenas por el grosor de un dedo.
Sin dejarse impresionar por los aparatosos borbotones de sangre que manaban de
la herida del segundo hombre, la joven lo golpeó en la cabeza con un extremo de la
lanza y, aprovechando el giro del mismo movimiento, repitió la maniobra con el otro.
Sus dos adversarios cayeron de rodillas. Por unos momentos, quedaron estribados el
uno en el otro en una imagen casi cómica, hasta que el precario andamiaje que formaban
no aguantó más y ambos se desplomaron sobre la hierba, uno de ellos inconsciente y el
otro agonizante.
De los otros tres rivales, dos se estaban incorporando entre resoplidos y gemidos
de dolor. Mientras ayudaban a sus compañeros caídos a levantarse y tiraban del cadáver
del hombre que había recibido el tajo en el cuello, la doncella se retiró hacia el interior
de la península, agachando un poco la cabeza para pasar bajo una de las ramas más
bajas del roble. Más allá había una pequeña cabaña de tejado de hierba. La joven entró
en ella y cerró la puerta tras de sí, sin molestarse en mirar atrás.
Thor pensó que el duelo había durado menos tiempo del que él iba a tardar en
contárselo a su esposa Sif. Al darse cuenta de que se había clavado las uñas al cerrar los
puños, abrió los dedos y los movió en el aire.
—Al principio hubo quienes lo intentaron, como también los hubo que trataron
de sorprenderla a traición o de prender fuego a su cabaña. Ella no se limitó a
vapulearlos, como ha hecho ahora, sino que los mató a todos.
Aunque no la hubiera visto nunca, Thor se habría dado cuenta de que aquella
joven era una diosa. Sus ojos, más finos y penetrantes que los de los mortales, captaban
el resplandor sutilísimo que iluminaba su piel por dentro como si fuera alabastro.
Aunque ella llevaba ya un año en Midgard sin probar las manzanas de Idún, aquel brillo
no se había apagado todavía.
La hija cuyas últimas palabras dirigidas a él habían sido: «Tú serás mi padre,
pero yo ya no soy tu hija».
Aquel recuerdo era una puñalada que se clavaba un día sí y otro también en su
pecho. Thor no ignoraba que Thrud tenía motivos para estar furiosa con él. Alvis, un
enano que llevaba años visitando Bilskirnir y se había hecho amigo de sus hijos, se
había atrevido a pedir la mano de Thrud mientras el dios del trueno se hallaba ausente.
Al enterarse de que ella había aceptado casarse con el enano sin pedirle permiso a él, ¡a
su padre!, Thor se había presentado en la mansión hecho una furia. Sin embargo, en
lugar de ceder a su primer impulso de aplastar a Alvis con el Mjolnir —¿cómo un
vulgar enano se atrevía a pretender a su hija?—, había decidido recurrir a una treta para
librarse de él. Ya que Alvis se consideraba muy inteligente, Thor lo había desafiado a
un duelo de ingenio. Absorto en resolver las adivinanzas y enigmas que el dios le
planteaba, el enano no reparó en que se hacía de día. Cuando los rayos del sol cayeron
sobre él, se convirtió en una estatua de piedra, muda e inerte para siempre.
¿Era eso lo que quería él? Al principio, estaba convencido de que sí. Lo que más
deseaba era que la joven volviera al redil como una oveja mansa y dócil. Pero ahora se
daba cuenta de que la Thrud que regresara vencida a su hogar no sería la Thrud de
verdad, no sería su auténtica hija, valiente, impetuosa y testaruda, sino un remedo
derrotado y triste. Además, al verla luchar contra aquellos hombres Thor no había
podido evitar sentirse orgulloso de ella.
—¿Te ocurre algo, buen amigo? Muy pensativo te veo, casi cabizbajo.
Thor volvió la mirada hacia el joven de la capa de armiño. Era el único que
quedaba en el lugar. El sol se había puesto y las ramas del roble habían tejido una
espesa red de sombras que ocultaba de vista la cabaña donde se cobijaba Thrud. Un
viento tardío agitó las aguas del lago, cárdeno en el ocaso, e hizo flamear la capa de
Thor contra sus musculosas pantorrillas.
El dios del trueno estaba más acostumbrado a pedir cuentas que a darlas, por lo
que respondió con una pregunta:
—¿Cómo es que sigues aquí cuando todos se han ido? ¿Acaso pretendes desoír
tus propias palabras y arriesgarte a que esa doncella te dé muerte?
Era algo que Thor no podía soportar. Aunque Thrud era más alta que la mayoría
de los mortales que se habían reunido para verla luchar, a ojos de su padre siempre sería
la niña pequeña que corría hacia él agitando sus ricitos rubios y gritando de alborozo, la
misma que saltaba a sus brazos sabiendo que él la cogería y la levantaría sobre su
cabeza.
«Ese es tu problema —le solía decir Sif—. Sigues viendo a nuestra hija como si
fuera una cría, y ya es una mujer hecha y derecha que tiene su propia voluntad».
El joven debió de darse cuenta de que había estado a punto de confesar sus
sentimientos a un desconocido y se ruborizó. Thor quiso pensar que iba a decir «su
corazón» y no «su cuerpo», a sabiendas de que lo primero acababa implicando lo
segundo. Aun así, volvió a sentir cómo la sangre se calentaba en sus venas. ¿Quién era
ese jovenzuelo, quién era nadie para intentar arrebatarle a su hija?
Se dio cuenta de que se había abierto el capote y estaba palpando las tiras de
cuero que recubrían el mango del Mjolnir, forjado en una única pieza con la cabeza.
Volvió a cerrarse la prenda. El joven no cometía ningún pecado enamorándose de su
hija. En todos los reinos humanos no encontraría una mujer que se la pudiera
parangonar en belleza. El mismo Thor se había dejado encandilar por hembras mortales
que no le llegaban a Thrud al dobladillo del vestido.
Por otra parte, si ese muchacho pensaba conquistar a su hija con su apostura o
con el lujo de sus armas y sus ropajes, iba a llevarse una decepción. Antes de renegar de
él como padre, Thrud había declarado: «No tendrás que preocuparte nunca más por
proteger la castidad ni el honor de tu hija. ¡Juro por las llamas abrasadoras de
Muspellheim, por los hielos eternos de Niffelheim y por las mismísimas raíces de
Yggdrasil que jamás me casaré ni me entregaré a varón alguno, ni dios, ni humano, ni
elfo, ni enano, ni gigante!».
Thor conocía a su hija y sabía que había heredado de él una perseverancia en sus
propósitos que algunos, los que lo criticaban como su propia esposa Sif, tildaban de
testarudez. Por eso mismo, dudaba si alguna vez conseguiría recuperar a Thrud.
Thrud terminó su cena, un par de truchas asadas en las brasas del hogar y leche
ordeñada esa misma mañana de las ovejas que pastaban en el extremo redondeado de la
pequeña península, más allá del roble. Allí no le faltaba, pues en el lago abundaba la
pesca: truchas, percas, rutilos y otros peces cuyo nombre desconocía. El único que no le
gustaba era el lucio, pues su carne le parecía muy basta y no merecía la pena el esfuerzo
de sacarse de la boca las espinas. Incluso había aprendido a fabricar queso, recordando
cómo lo hacían las sirvientas de Bilskirnir, y se había acostumbrado al olor agrio de la
leche al cuajarse. Lo que más echaba de menos era el pan; tal vez si hubiera planeado
quedarse más tiempo en Midgard se habría propuesto plantar trigo o cebada, aunque
habría tenido que cercar su pequeño sembrado para protegerlo de las mismas ovejas que
le daban su alimento.
Pero su retiro debía durar un año, por lo que no le merecía la pena convertirse en
agricultora. No se trataba de un plazo aleatorio, sino el que se le había dado para
regresar a Asgard y someterse a una segunda prueba con las valkirias.
Aquel humillante recuerdo seguía escociéndole como si le pasaran una piedra esmeril
por los labios. Para ahuyentarlo, salió de la cabaña a respirar aire fresco. Tras pasar bajo
una de las ramas del gran roble y rozar con los dedos un brote de muérdago, paseó hasta
la orilla. Por el este la luna llena ya había asomado hacía rato sobre las montañas que
cerraban el valle, cuyas cimas habían conservado la nieve incluso en los días de más
calor del verano. El cielo estaba sembrado de nubes aplanadas, de bordes plateados y
centro plomizo, nubes que no presagiaban lluvia sino frío.
Thrud había perdido la cuenta de las lunas. Sospechaba que el final del plazo que
le había dado Aungrey se acercaba, pero no estaba segura. ¿Faltaba una lunación, dos?
Lo ignoraba.
Sus pasos la habían llevado hasta la orilla oriental. El reflejo plateado de la luna
en el lago se vio quebrado por el salto de un pez, cuyo lejano chapoteo rompió por un
instante la suave melodía del viento en las hojas del gran roble. ¡Qué lugar tan apacible!
Por un momento fantaseó con la idea de quedarse allí para siempre. La soledad creaba
una extraña adicción. Aunque echaba de menos a su madre, y a sus vocingleros
hermanos Magni y Modi, sentía cierta pereza ante la idea de regresar. ¡Qué diferencia
entre el silencio de aquel lugar y la algarabía de los banquetes en las mansiones de
Asgard!
En ese momento algo que no venía del lago volvió a quebrar el silencio. Crujido
de hojas pisadas. Y no por las patas de un animal, sino por los pies de un hombre.
—¿Qué pretendes? —preguntó Thrud—. Sabes bien cuáles son mis normas.
Thrud olfateó en el aire algo más, un aroma almizclado que le hizo dilatar las
aletas de la nariz y que había aprendido a identificar con el deseo. Hasta esa noche, al
captarlo en los varones que la desafiaban pensando en poseerla, aquel olor a lujuria
animal solo le había provocado repugnancia. Ahora, sin embargo, despertó en sus venas
un extraño calor.
—Si lo sabes, ¿por qué has venido? Si quieres morir, ¿no existen formas más
sencillas de suicidarte sin necesidad de molestarme a mí?
«¿Qué estás haciendo, Thrud?», le dijo una voz interior que no era otra sino la
suya. Se trataba de un juego, nada más un juego para divertirse, se respondió a sí
misma.
«Vas a llevarte una buena lección», se dijo Thrud. Pero, para su sorpresa, cuando
estaba a unos cinco pasos de ella, el joven se arrodilló y depositó la espada sobre la
hierba.
—No quiero tu sangre, mi hermosa doncella, sino tu corazón. Por eso, aunque yo
mismo soy señor de hombres a los que dirijo en la batalla, quiero que tú seas mi señora
y pongo mi espada a tu servicio.
Thrud, que llevaba un rato haciendo girar la lanza en su diestra, interrumpió sus
molinetes por un instante.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, porque te conozco como solo pueden conocer los ojos de un
enamorado.
—Por eso mismo te deseo. ¿No consiste en eso el amor, en anhelar aquello que
se encuentra más allá de nuestro alcance?
Thrud no pudo evitar que se le escapara una carcajada. Después, al darse cuenta
de que no había vuelto a reír desde su última conversación con Alvis, antes de que este
se convirtiera en piedra, la invadió una súbita tristeza.
Cuando Snjor se posó en el prado, Aungrey tendió la mano hacia Thrud. Bajo la
luna, sus trenzas y su pálida piel competían en blancura con el pelaje de su yegua.
«No me llames así», estuvo a punto de decir Thrud. Pero una de las cosas que
había aprendido en aquel retiro era a morderse la lengua.
La joven diosa miró hacia la cabaña y las armas que tenía junto al roble. El gesto
de Aungrey parecía apremiante.
La última mirada de Thrud, casi con tristeza, fue para su joven visitante, que la
contemplaba con ojos brillantes de anhelo. Volviéndole la espalda, aceptó la mano que
le tendía Aungrey y montó a la grupa de su yegua, tal como había hecho algo más de un
año antes cuando la misma valkiria la rescató de los gigantes de Jotunheim.
Snjor batió sus alas con tanta fuerza que el aire hizo flamear la capa del visitante
enamorado. Este se quedó allí abajo, cada vez más pequeño conforme ellas ascendían,
agitando una mano para despedirse.
Por alguna razón, Thrud presintió que volverían a verse. Y, aunque debía
reconocer que el joven le había gustado, aquella premonición provocó un nudo de
aprensión en su estómago.