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Proyecto Cuentos
Proyecto Cuentos
pesaba la cabeza
1,1
Sobre la mesa se hallaban dispuestos, sin demasiado orden, documentos diversos, cartas,
pisapapeles, una pipa de brezo de color rojo y el busto de algún pensador, científico o artista antiguo
y venerado. El ilustre dueño de todo aquello, un hombre de unos cincuenta años con bigote largo y
canoso, que le cubría casi todo el labio superior, balbuceaba algunas palabras para sí mismo
mientras jugaba con un lápiz. Luego, nervioso, lo arrojó entre los papeles, se levantó y se dirigió a
la puerta. El secretario, que iba hacia algún otro lugar, derramó sin querer un poco de café sobre la
bata del profesor Xeioun. Ambos se disculparon, razonaron, se excusaron y siguieron con sus tareas.
Al salir de la clínica, el profesor miró hacia el cielo plomizo, sin vida y gris, de la gran ciudad.
Luego, como si todo ello le resultara desagradable, se volvió sobre sí mismo y penetró de nuevo en
el edificio.
'Verá, doctor, se trata de un dolor de cabeza fuerte sobre la sien derecha. Es una especie de taladro,
que me impide dormir con normalidad y que me quita también las ganas de comer'. El individuo
que se hallaba frente a él debía tener unos treinta y siete años, era esbelto, muy delgado, de
complexión débil y con una prominente nariz que sujetaba unas gafas redondas y oscuras. Todo en
paciente relataba su historia. Luego le ofreció un cigarrillo y al comprobar que no fumaba, el doctor
Xeioun se encendió la pipa, con la intención de relajarse. Luego apuntó en su pequeña libreta negra,
...hombre de unos cuarenta años, soltero, sin trabajo, que lleva dos meses viviendo en la ciudad.
Anteriormente trabajó en una fábrica de un pequeño pueblo del norte. Estudios de teología en el
La libreta se cerró con violencia sobre la mesa. En el fondo, un cuadro de Klee era anegado en el
humo del fuerte tabaco, haciendo desaparecer los vistosos colores del lienzo. El profesor se volvió a
rascar el cuello. Cuando fue a mirarse en el espejo, notó que la zona había enrojecido con severidad.
Wolendorf caminó unos metros hasta que logró agarrarse a la barandilla del autobús. El sudor le
escurría a través del cuello y anegaba los hombros de su camisa de color gris. Luego suavizó el
nudo de su corbata y tomó aire. El autobús iba lleno de gente, insectos oscuros, grandes y
amenazadores que parecían competir por la supervivencia en medio de una jungla. Sintió entonces
un pinchazo asfixiante, un golpe tremendo en la sien derecha. Por un momento, le pareció que
perdía la visión. Intentando disimular, sacó de su bolsillo el metro y lo pasó de mano en mano, hasta
que volvió a meterlo de nuevo. No, ese no era el sitio adecuado. Cuando bajó, en una calle céntrica
de la ciudad, se dirigió de inmediato a una gran farmacia iluminada con un rótulo de color verde
Se dirigió al baño. Una gran ansiedad lo embargaba. Sacó el metro del bolsillo, y lo estiró. Luego,
se lo colocó en la cabeza. Un par de milímetros, a lo sumo. Quizá ninguno. Bien podía haber
medido mal la otra vez. Pero era evidente que la distancia entre las cejas y los ojos no era la misma,
o eso al menos a él le parecía. Había perdido el papel donde había realizado la última anotación.
había nada anormal. Tomaría de nuevo su libreta y comenzaría a anotar. Ahora sí. Doce centímetros
extraño, sino lo contrario. Una apariencia correcta, un porte serio, decidido, un gesto indefinido en
el rostro. A su lado, una vagabunda arrastra una bolsa de basura con la mano izquierda, mientras
niega con la cabeza. Al fondo, otro hombre ojea el periódico mientras disimula una expresión de
horror en su rostro, aunque no es probable que su causa sea la vagabunda – esta camina en dirección
contraria y el hombre parece estar asistiendo ahora mismo a su objeto de horror-, expresión que
adquiere su máxima intensidad cuando se quita las gafas, las arroja al suelo y se queda tieso, como
una estatua, mirando al vacío. Mientras tanto, el hombre de aspecto oriental come en la barra del
restaurante, algo que aparentemente no tiene nada de extraño, si no fuera porque ya ha devorado
tres y cuatro platos y se encamina al quinto, y luego al sexto, y al séptimo, y además no hay en su
ingestión nada que recuerde a un hombre civilizado, sino que devora con ansiedad, con locura
incluso, plato tras plato, como si no hubiera un mañana, como si el apocalipsis estuviera dando sus
últimos coletazos y él tuviera que saciarse hasta morir. Entonces sucede. La vagabunda se arranca
los ojos y los arroja a la avenida. Un trolebús los aplasta, dejando bajo el motor rastros de la
carnicería. En él viajan unos muchachos que van al colegio, mientras comen sus bocadillos de
ordenador, no se entera absolutamente de nada. Cuando llega a la clínica, se baja, disperso en sus
asuntos, camina hacia el vestíbulo, echa una moneda en la máquina y saca de ella un café caliente.
Luego se introduce en su despacho. Apenas ha cruzado una palabra con el secretario. Afuera llueve.
*
Trece centímetros. Luego era cierto. En ningún caso él había perdido la cabeza. La extraña
percepción que tenía de sí mismo no era sino representación correcta de la realidad. Su cráneo
crecía. Crecía a un ritmo descomunal, y los dolores de cabeza que lo atormentaban debían tener su
razón de ser en ello. Al mismo tiempo, sus facultades mentales parecían estar un tanto disminuidas.
Ya había notado cómo se incrementaba el tiempo que dedicaba a atarse los zapatos. Se había dejado
encendidas las luces varias veces. Cuando intentaba leer, debía comenzar desde el principio la
misma frase, y nunca entendía nada. Intentó colocarse la corbata, pero aquello parecía más bien un
ramo de rosas marchitas. Aún así, como debía salir a la calle, lo hizo como pudo, y se dirigió a la