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Patagonia tierra adentro

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Alejandro Aguado

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Patagonia tierra adentro

PATAGONIA
tierra adentro

Crónicas ilustradas del


territorio desconocido

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Alejandro Aguado

Aguado, Alejandro
Patagonia tierra adentro : crónicas ilustradas del territorio
desconocido / Alejandro Aguado. - 1a ed ilustrada. - Comodo-
ro Rivadavia : La Duendes, 2019.
100 p. ; 29 x 20 cm.

ISBN 978-987-3826-12-2

1. Patagonia. I. Título.
CDD 918.27

© 2019. Alejandro Aguado.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

La Duendes editora. Pastor Schneider 848. Comodoro Rivadavia


(9000), Chubut, Argentina

Para comunicarse con el autor: duenche@gmail.com - duen-


che@hotmail.com

Impresión: Buenos Aires.

Quedan reservados todos los derechos del autor.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacena-


miento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este
libro (textos - imágenes), en cualquier forma o por cualquier
medio, sea por Internet, electrónico o mecánico, mediante
fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso
previo y escrito del autor. Su infracción está penada por las
leyes 11.723 y 25446.

1º edición: junio 2019

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Patagonia tierra adentro

PATAGONIA
tierra adentro
Crónicas ilustradas del territorio desconocido

Alejandro Aguado
Textos, ilustraciones y fotos

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Alejandro Aguado

Retrato de Lidia Bohme, compañera de viajes tierra adentro.

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Patagonia tierra adentro

Mi mundo es este mismo, sólo que se encuentra corregido


por la literatura.
“ Baile del artista rengo”, Juan Carlos Moisés, 2012.

Si escribir es una forma de producir realidad, escribir en


Patagonia es una manera de construir identidad… Pocos sa-
ben que Patagonia hace escribir al escritor y no a la inversa”
“El Eco de la letra”, Ángel Uranga, 2011.

Esos hombres saben que el arenal es ajeno a todo sen-


timiento, aunque a veces aparece abrazado por un atávico
fatalismo, como si el recuerdo de otros hombres lo ocupara
todavía.
“Patagonia oculta. Episodios de las arenas”, Hugo Covaro,
2007.

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Alejandro Aguado

Detalle de sitios que refieren las crónicas, en el sur de Chubut (no incluye los de Santa Cruz y norte
de Chubut)

En la gran mayoría de los textos no se indica como ingresar a los lugares, ya que se lo debe hacer
con permiso previo de los propietarios de los campos.

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Patagonia tierra adentro

INTRODUCCIÓN
Si el lector, en este libro espera encontrar textos escritos por un viajero que, apresurado transite los
vastos espacios patagónicos y transmita sus impresiones desde esa perspectiva, o que los escriba
adoptando una mirada sobre Patagonia formada a miles de kilómetros de distancia, se decepcionará.
Los textos no registran un territorio vacío, sino de uno que habla desde miradas que podrían ser em-
parentadas con la antropología, la etnología, la historia, la geografía, la arqueología y la geología. Del
presente, de cientos, miles y millones de años atrás. Un territorio donde las voces del pasado, de la
naturaleza y la humana, dialogan con el presente. Es decir, un espacio donde el paisaje (las mesetas,
cerros, sierras, lagos y lagunas, ríos y arroyos, cañadones, valles) y el registro que los humanos fue-
ron plasmando durante miles de años (picaderos, cementerios indígenas, arte rupestre, pueblos, hue-
llas, rutas, vías de ferrocarril, puestos y cascos de estancias
habitados o abandonados, etc.) tienen algo para decir. Solo
hay que saber escucharlos y leerlos. A diferencia de otros
lugares del mundo, el paisaje de esta región se mantiene
como en sus orígenes, sin que haya sido modificado por el
humano (a excepción de las zonas petroleras y áreas muy
específicas dedicadas a la minería o a la agricultura).
Estas crónicas breves surgieron de la curiosidad y el dis-
frute, del llamado del horizonte, de la intriga de saber qué
atesorarían las distancias. De adentrarse en territorios solo
conocidos por sus habitantes, pero desconocidos para una
gran mayoría, incluidos los propios patagónicos. Son pro-
ducto de miles de kilómetros recorridos durante tres déca-
das. Pero no solo se trata de impresiones de viajes y de
conocer a su gente, sino también de hurgar y reconstruir su
pasado. El haber transitado previamente el proceso de cons-
trucción de mi docena de libros anteriores sobre el pasado
de la región, me permitieron una lectura que de otro modo
se hubiese limitado. Ese proceso me demandó la lectura de
más de cien años de la abultada y muy esquiva bibliografía
referida a Patagonia, en la lectura y análisis de miles y miles
de documentos oficiales, de entrevistar a antiguos poblado-
El autor, en una diapositiva de la década
res y caminar la región. del ´70. Puerta de La Virgen (ex Puerta del
Este libro no estaba en mis planes. Algunos años atrás, Diablo)
compartía en mi muro de Facebook fotos de viajes, acom-
pañados de breves líneas de texto de referencia. De a poco,
comprobando que eran leídos, los fui extendiendo y enriqueciendo con más contenido. A la vez que
crecían en tamaño, la aceptación aumentaba, algo que fue quedando registrado en los “me gusta”,
la cantidad creciente de comentarios, las crecientes solicitudes de “amistad” cada vez que subía un
texto y las veces que los compartían. Es algo que aún me sorprende, ya que supuestamente Face-
book no es un espacio para leer textos extensos, sino para un paseo virtual rápido donde la atención
se dispersa rápidamente. Finalmente la fórmula se invirtió, las fotos funcionaban como complemento
de los textos.
Luego, esos textos, por pedido de la directora, se comenzaron a publicar los días domingo en
DOM, revista dominical (hoy suplemento) del diario Crónica, el principal de la región central de Pata-
gonia. Algunos de esos textos, en este libro, se presentan ampliados.
La interacción con los lectores, también me llevó a visualizar la necesidad que se siente que se
hable de lo propio (para la gente de la región) y de lugares exóticos (para los no patagónicos). Acos-
tumbrados a ser receptores de los contenidos generados en otras latitudes, lo raro, lo desacostum-
brado, es que lo cercano posea contenidos para decir y mostrar. Es algo que le sucede a una amplia
mayoría de los habitantes del llamado “interior” de Argentina. Pero en el caso de los textos de este
libro, lo propio es la cultura patagónica, surgida del cruce de la cultura de los colonos (mayormente
extranjeros) y los pueblos indígenas. Una cultura intensamente viva y visible en las poblaciones de la
Patagonia profunda.

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Alejandro Aguado

Los textos que hablan de Patagonia generados desde fuera de la región (cuentos, novelas, poesía,
textos periodísticos, crónicas, textos académicos, etc) la abordan desde los tiempos de los primeros
navegantes europeos, continuando con la etapa de los Virreinatos y las sociedades nacionales, tras
la creación de los Estados-Nación de América. Continuada a su vez con los relatos de los explora-
dores (viajeros y científicos) y más recientemente en el tiempo con la de los colonos. En esos textos,
el indígena es lo exótico, lo ajeno. En cambio, en la amplia bibliografía desarrollada en Patagonia
desde hace más de un siglo (incluyendo la académica), el indígena es parte de la sociedad y la his-
toria, tanto del presente como del pasado. Es por ello que la historia de Patagonia desarrollada por
patagónicos se remonta a 13 mil años atrás. Algo de ello podrá ser apreciado en los textos de este
libro, ya que al transitar la región su presencia presente y pasada es constante.
Como en mis libros anteriores, este está complementado y enriquecido con las miradas que apor-
tan otros lenguajes, como son las ilustraciones y las fotografías.
Todo el viaje, el tránsito por la región, fue un descubrimiento de paisajes desbordantes de conte-
nido. Paisajes insospechados por el desconocimiento del entorno del espacio que los patagónicos
habitamos. Paisajes con huella humana. Huellas que me fueron guiando, adentrándome en el terri-
torio, desde la costa y cañadones, a las mesetas y las serranías del centro, y las montañas y valles
cordilleranos. También fue un viaje hacia la profundidad del tiempo de los colonos, cuya presencia se
remonta a un poco más de un siglo, y cuyos vestigios se van perdiendo a una velocidad inquietante.
En ese viaje de años, aprendí a leer el paisaje y a partir de esa lectura acceder a los rastros de un pa-
sado más antiguo, silenciado, desconocido. Aquellos lugares que habitaron y transitaron los pueblos
originarios, y sorprenderse con la abundancia de lo que hoy son sitios arqueológicos.
Este libro compila la mayoría de los textos que fui subiendo a Facebook y publicando en papel en
DOM, no todos.
Espero sean del agrado del lector.

Retrato de Don Gerez, pro-


pietario del extinto boliche
situado al norte del lago
Colhue Huapi.

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Patagonia tierra adentro

AVENTURADOR DE HISTORIAS *

Alejandro Aguado lleva el color de la sangre sureña, indómita, libre, mansa


y reflexiva en su ADN originario. Trae también consigo el ansia del gringo en su
pulso aventurero.
Nació en Comodoro Rivadavia en el verano de 1972 y en un viaje de novela
al interior, encontró su rastro; desconfiado como un zorro lo escrutó, y en arte de
cazador lo siguió por la meseta hasta llegar al valle de su pasado. Ya en él, se
dejó alcanzar por los seres fantásticos que lo poseen.
Como signo cuajó la fantasía de una generación atada al continuará… la his-
torieta lo adentraría en los laberintos vertiginosos de la ficción, fugando en trenes
hacia viejas estaciones y misterios de pueblos desaparecidos en la nada. Como
resultado de tal aventura chamánica dejaría rastro de verdad escrita sobre la
historia de un territorio colonizado, que es amplio y vasto, como su pensamiento.

Miguel Escobar

Miguel Escobar, fotógrafo, gestor cultural.

*El texto fue escrito en 2017 para la exposición de cuadros “Sentidos Figurados. Pictografías del ser” de Virginia Nahue-
lanca. El texto acompañaba un cuadro en que la autora retrató a Aguado.

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Alejandro Aguado

Retrato de José María Fernández, compañero de viajes tierra adentro.

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Patagonia tierra adentro

LA VIEJA CAMIONETA APACHE

Algunas personas, hechos, lugares, objetos, etc., por lo que en su momento representaron, se los
recuerda como algo especial en las historias de las familias. Esa valorización tiene entre mis padres
y yo, una camioneta Chevrolet Apache, color verde aceituna. Fue el primer vehículo que, con mucho
esfuerzo, pudo comprar mi padre. Con ella recorrimos, a principios de los años 70, miles de kilóme-
tros de Patagonia, cuando las rutas eran en su mayoría de tierra. Es decir, en tiempos cuando salir a
la ruta, como hecho en sí, tenía mucho de aventura. Podían suceder infinidad de inconvenientes hoy
inexistentes en las rutas de asfalto. También era transitar otra Patagonia, con mayor población rural y
localidades mayormente pequeñas en población, de tiempos más relajados, comparados con los de
hoy en día. La camioneta era de tamaño mediano, de formas redondeadas y atractivas, de mecánica
rústica (comparada con la actual) y muy robusta. Cuando la recuerdo, me veo siempre ocupando el
centro del único asiento de la cabina, situado entre mis padres. Un verano, en un día de mucho ca-
lor, en un tramo monótono de paisaje despojado y estirado, a la camioneta se le rompió la bocha del
diferencial y nos quedamos varados. Días antes le habían hecho el service y habían dejado un tapón
suelto, con lo cual se salió todo el aceite. Se detuvo a ayudar un transporte de pasajeros que volvía de
Coyhaique, Chile, y mi padre le pidió que de aviso para que nos vayan a buscar (eran otros tiempos,
en los que los viajeros se detenían a ayudar a quien lo necesitara). Cuando mi madre no sabía qué

El autor y su
padre, en la
vieja camioneta
Apache.

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Alejandro Aguado

juego inventar para entretenerme y entretenerse durante las horas de espera, vimos aparecer a la dis-
tancia lo que en un principio era un puntito que levantaba una gran polvareda en su andar. De a poco
se fue acercando hasta transformarse en el camión guinche del ACA (Automóvil Club Argentino) que
venía a rescatarnos. Tremendo fue mi asombro y alegría, cuando descendió su conductor: mi tío Blas
García, que había viajado desde Comodoro Rivadavia, desde unos 200 kilómetros de distancia. ¿Qué
hacía él manejando ese camión salvador en esa inmensidad? Muchos años después, circulando por
las planicies del tramo de la vieja ruta que se tiende entre Río Mayo y Los Monos, el recuerdo se me
hizo presente. Había sido ahí. Hoy en día persiste como ruta secundaria y aún es de tierra, con su
típico paisaje abierto y despojado. Otro recuerdo es el de andar horas y horas por lo que me parecían
insoportables rutas polvorientas. Se me hacían interminables de tan monótonas, salvo en momentos
en que cruzábamos vías de ferrocarril y una que otra estación ferroviaria, que me resultaban muy lla-
mativas por estar situadas en lo que percibía como nada. También de grande, viajando por mi cuenta,
entendí que ese tendido era el de la mítica Trochita, entre Esquel y El Maitén. Otro era el panorama
cuando ese camino desembocaba en las boscosas montañas cordilleranas. Me producía emoción y
asombro tanta exuberancia vegetal, en contraste con los paisajes agrestes que habíamos transitado.
El camino se angostaba, trepaba y luego se tendía dentro de un túnel formado por las copas de los
árboles. De tanto en tanto, atravesaba algún correntoso arroyo que se descolgaba de las alturas de
las montañas que dan forma al valle de Epuyén, en el noroeste de Chubut. Sus bosques, ríos y lagos
eran sinónimo de felicidad, paisajes de fantasía.
Un día, la camioneta amiga dejó de acompañarnos. De adolescente, de tanto en tanto, la veía
transitar las calles de Comodoro. La habían pintado de rojo, le habían puesto llantas nuevas y una
jaula antivuelcos. Lo último que se supo es que la habían comprado unos pescadores de Trelew.
Décadas más tarde, en unas cajas de cartón, en la casa de mi madre, encontré unas pocas fotos
impresas en papel donde se nos veía a los tres, viajando con la camioneta. Fue de esos hechos de
la vida cotidiana que disparan recuerdos alegres, reconfortantes. Pero lo que más atrajo mi atención
fueron una serie de enigmáticas cajitas con diapositivas, las que en su momento eran superiores en
calidad de imagen a las fotos. Las guardé años, sin encontrar el modo de transformarlas en fotos, con-
teniendo la intriga de conocer su contenido. Transcurridas más de cuatro décadas desde que fueron
tomadas, el fotógrafo Teo Nürnberg, maestro de generaciones de fotógrafos de Comodoro, digitalizó
gran parte de las diapositivas. Ahí estaba la camioneta viajera, retratada en Copahue y Caviahue en
la cordillera del norte de Neuquén (en una estoy junto a mapuches que pasan a caballo); en los des-
lumbrantes paisajes de Bariloche; transportando hippies en El Bolsón (Río Negro); por las regiones
boscosas de Aysén en Chile (en una foto se ve a Coyhaique, cuando era un pequeño pueblito); en las
playas del entonces pequeño Puerto Madryn, en el paisaje lunar del bosque petrificado de Colonia
Sarmiento (Chubut); en la regionalmente famosa Gruta de la Virgen en Puerto Deseado (Santa Cruz)
y en el entonces casi desconocido y recóndito ventisquero Perito Moreno (Santa Cruz), cuando llegar
hasta allí era una proeza de persistencia. Pronto distribuí copias entre mi familia y todos compartimos
la emoción. Pero para mí significó algo más: el entender de dónde viene el germen viajero que me mo-
tivó y motiva a recorrer incansablemente las distancias patagónicas. Entender que era un legado de la
niñez. La imagen que me resultó más simbólica es una en la que estoy solo, retratado en primer plano,
parado sobre la ruta de tierra, y de fondo un cerro del paraje que se conocía como Puerta del Diablo,
hoy renombrado Puerta de la Virgen. Es un sitio al que regresé de adolescente, por indicaciones de
habitantes de Colonia Sarmiento, ya que por allí se accede a un sitio con arte rupestre. Ese fue un
lugar muy especial, al que regresaba una y otra vez, por el contacto con la historia lejana y lo peculiar
y atractivo del paisaje. Más cerca en el tiempo, a la sierra donde se sitúa, comencé a recorrerla en
detalle descubriendo bellísimos paisajes y sitios arqueológicos desconocidos. El cerro de la foto era
parte de las antiguas sendas indígenas y de los llamados Aikes, situados entre sí a distancias de entre
20 y 30 kilómetros. Mis padres me retrataron allí con tres o cuatro años, sin que ellos o yo imaginá-
ramos, que volvería con frecuencia atraído por los paisajes y la historia de la zona, como cumpliendo
un llamado, para traducirlos en textos, fotos y dibujos. ¿Será verdad que se viene con un propósito a
la vida? Si es así, la vieja Chevrolet apache tuvo mucho que ver con ello.

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Patagonia tierra adentro

“CHU”, EL GUANACO QUE FUE


PARTE DE LA FAMILIA

Desde tiempos inalcanzables para la memoria, cumpliendo su ciclo natural, los guanacos transitan
la geografía de Patagonia. También, desde hace miles de años, resultaron fundamentales para la sub-
sistencia y el modo de vida de los primeros humanos que poblaron la región. Muy esporádicamente,
algún guanaco esquiva una existencia anónima. Una mañana, como otras tantas veces, una tropilla
de guanacos huyó hacia alturas rocosas al ver acercarse un vehículo. Una hembra, al sentirse sin es-
pacio suficiente como para escapar con su cría, intentó protegerla escondiéndola tras una mata. Los
ocupantes del vehículo vieron la escena y siguieron de largo como si nada hubiesen visto, para que la
madre creyera que su treta había dado resultado. Al anochecer, como el chulengo seguía echado en
el mismo lugar, optaron por llevarlo con ellos. Lo llamaron Chu, y se transformó en la mascota exóti-
ca. José, el empleado de la estancia, se ocupó de criarlo y Chu lo adoptó como padre. Era uno más
entre los perros, se pasaba el día en su compañía, se consideraba uno de ellos. Se sabía cuidado y
el centro de atención, y debido a ello actuaba como si fuera un chico consentido. Se movía con total
libertad por el casco de la estancia y entraba y salía a voluntad de la vivienda de José. Cuando se
aburrió de la compañía de los perros, se integró a las tropillas de caballos que deambulaban por el
valle. Al menos, en su aspecto y costumbres, se parecían más a él. Se bromeaba afirmando que tenía
un problema de identidad.
A veces le afloraba la territorialidad típica de los guanacos y se mostraba agresivo con los humanos
que no conocía. Más de un visitante se llevó un buen susto, acosado por empujones o mordiscos.
Cuando alcanzó la edad adulta centró su atención en sus verdaderos pares y se alejó, tal vez para

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Alejandro Aguado

rivalizarle a algún macho el reinado sobre una tropilla de hembras. Se volvió habitual verlo vagar por
las alturas de los contornos del valle, sin acercarse a las casas. Sus visitas se volvieron esporádicas.
Una noche, cuando José ya no trabajaba en la estancia, unos fuertes golpes en la puerta de la que
fuera su vivienda, despertaron al que era su reemplazo. El susto le impidió abrir. Con la luz del día,
encontró muerto a Chu, que había intentado refugiarse en la casa del que fuera su padre adoptivo. En
sus recuerdos, ese era el lugar seguro, el refugio ante el peligro. Hasta allí lo persiguió el puma que lo
mató de un zarpazo. Chu, para los humanos que lo conocieron, fue una excepción, una rareza. Tuvo
nombre y una historia. Estas líneas lo recuerdan.

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Patagonia tierra adentro

TORRES Y LOS VISITANTES NOCTURNOS

Habíamos tardado varias horas en recorrer los 20 kilómetros de la huella en ascenso, nevada y
fangosa, que conduce hasta el casco de una estancia. Sufrimos varias encajadas en la nieve. Está-
bamos en un valle del interior de la Sierra Colorada, junto al lago Ghio, en el noroeste de Santa Cruz.
Un lugar solitario y aislado. Arribados al casco, nos refugiamos en la vivienda de dos habitaciones que
ocupaba Torres, el empleado. El hombre no estaba, pero el ambiente cálido de la cocina nos reconfor-
tó. En la vieja cocina de hierro aún ardían algunos leños y un gran fuentón de plástico desbordaba de
tortas fritas recién hechas. Tiempo después llegó Torres, que se sorprendió de encontrar tanta gente
en su cocina, siempre solitaria. Cuando vio el fuentón casi vacío, abrió los ojos como si fueran dos
lunas y de inmediato apartó la vista, tratando de disimular el disgusto. Pasados de frío, agotados y con
hambre, habíamos saqueado en minutos lo que para él sería la provisión para una semana completa.
Esa noche, ya instalados en la casa principal, algunos nos acercamos al puesto de Torres para
conversar. Entre mates y tortas fritas (que había hecho de nuevo) Torres comentó una anécdota,
como si se tratara de una más entre otras tantas. Semanas atrás algo había iluminado la casa prin-
cipal desde el aire: “Estaba preparando la cena y un aparato se puso arriba de la casa principal y la
alumbró. Parecía de día. Otro iluminó por acá. Después se fueron contra el cerro y pensaba que esos
locos iban a chocar. De golpe se fueron para arriba y se alejaron siguiendo el faldeo de la sierra”. A lo

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que preguntamos: “¿Y qué piensa qué o quiénes fueron?” “Serían los milicos que andaban jodiendo
con helicópteros”, conjeturó buscando una explicación. “¿Y qué hubiese hecho si bajaban?”, “Los invi-
to a tomar mate”, respondió con la lógica hospitalaria del campo patagónico. Como pocos días antes,
en los medios de comunicación había circulado la noticia de la supuesta presencia de ovnis por la
zona, le comenté: “Dicen que pueden ser naves tripuladas por extraterrestres”. Pero como le parecía
imposible que pudieran existir máquinas que viajan por el espacio, le describí los satélites creados por
el hombre que giran en torno al planeta o las naves tripuladas que se envían al espacio. Para que no
quedaran dudas sobre el aspecto de los supuestos visitantes, le hice un dibujo de cómo se los descri-
be: con cara alargada y romboidal, ojos grandes y boca chica. Se lo pasé. Lo miró con detenimiento,
su rostro expresó sorpresa y amenazó: “¡Ah, no, si son así los cago a tiros!”
Para hacer más soportable el frío, a la noche dormimos amontonados en una misma habitación,
cerca de una estufa a leña, cuya potencia resultaba insuficiente para calentar el ambiente. El aire
helado ingresaba por debajo de la puerta, pese a que lo habíamos tapado con diarios y trapos. Afuera
bramaba una tormenta de viento blanco.
Al día siguiente visitamos el casco de una estancia que se sitúa en la margen opuesta del lago.
Jara, el empleado, nos describió cómo las luces habían pasado por allí luego de visitar a Torres, para
luego acoplarse a otra de mayor tamaño. Al igual que con otros tipos de eventos peculiares, lo toman
como algo que sucede, aunque no se pueda explicar.
Esa noche, cuando comenzábamos a subir una cuesta, tras contornear la costa circular del lago,
una enorme luz comenzó a crecer por donde habíamos pasado. Nos pegó el susto de nuestras vidas,
pero esa es otra historia.

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Patagonia tierra adentro

DOÑA BERSABEL

Trudy Bohme me sugirió: “Doña Bersabel es una de las personas de más edad en Facundo. Tiene
muy buena memoria, tenés que entrevistarla”. Vivía en un extremo del pueblo, en una pequeña casa
de ladrillos, situada al pie del faldeo pedregoso. Me recibió un perrito que se acercó con gran dificul-
tad. Me quedé parado dejando que me oliera y que lentamente volviera a recostarse, como para que
se sintiera el perro guardián que alguna vez fue. Doña Bersabel me invitó a ingresar a la cocina y me
sirvió mate, acompañado con bizcochos recién hechos. La pintura de las paredes había adquirido el
color que le confiere el paso de los años, pero el mobiliario y los adornos evidenciaban que su dueña
quería a la casa. El ambiente era confortable. Su nombre completo era Bersabel Eylenstein, y aun-
que su apellido era de origen alemán, sus raíces eran patagónicas, descendiente del cacique tehuel-
che Manikeke. Era una persona cordial, amable, de cálida conversación y notable memoria. Su sola
presencia hacía que uno se sintiera cómodo, como si se compartiera una jornada con una tía o una
abuela entrañable. Desde entonces, cada vez que andaba por la zona, la visitaba. Al tiempo, se mudó
a una casa más espaciosa, que le construyó su hijo. Sin embargo, yo extrañaba la casa original, de
ambiente cálido, cargada de recuerdos, con vista al faldeo, a viejas alamedas y al pastoso valle surca-
do por el río Senguer. La última vez que la vi caminaba por la calle, volvía de visitar la sala de guardia.
Durante el invierno se había caído y fracturado una muñeca. La ruta, cargada de nieve y hielo, había
impedido que la atendieran de inmediato en Sarmiento. Aunque ella ya no sabía quién era yo, charla-
mos con gran cordialidad. Nos despedimos y la vi alejarse lentamente hacia su casa. Poco después
supe que partió para siem-
pre.
Llegué a ella buscando
información de la historia
de Facundo, sus habitantes
y del valle que está tapiza-
do de cascos de estancias;
que funcionan como la ex-
tensión rural del pueblo. Su
historia me llevó a la histo-
ria de mi abuela materna,
a quien conoció de chica y
recordaba con celos porque
sus padres la vistieron con
su ropa. Ambas vivían en
pequeños campos vecinos.
Una visita la hice con mi
abuela Isabel y estuvieron
una tarde rememorando vie-
jos tiempos.
Bersabel vivió en una tie-
rra quieta, una región que
vive volcada en sí misma,
conforme con su existencia,
orgullosa de su identidad de
encuentro entre colonos e
indígenas. Facundo es un
pueblo y un valle con gen-
te buena, un valle donde el
pasado está vivo en el pre-
sente.

Retrato de Bersabel.
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Alejandro Aguado

SACCOMANNO, UN ESCRITOR – HISTORIETISTA EN LA


PATAGONIA PROFUNDA

En los 90, a diferencia de lo que sucede hoy, no existía la posibilidad que brinda Internet de conec-
tarse de forma directa con las grandes figuras de la actividad a la que uno se dedica, con los maes-
tros. La suerte, las circunstancias o la casualidad jugaban un rol fundamental. Por ello, me resultaba
peculiar viajar en mi vehículo con Guillermo Saccomanno, llevarlo a Colonia Sarmiento para que co-
nozca el valle lunar y bosque petrificado Ormaechea, un lugar pleno de belleza exótica. Nos habíamos
conocido el día anterior en una charla que dio, y congeniamos de inmediato.
Por aquellos años, Argentina aún gozaba de una industria de la historieta y desde hacía tres dé-
cadas él era uno de sus principales protagonistas. Era uno de los guionistas de mayor renombre del
país, además de periodista y novelista consagrado. Por mi parte llevaba unos cuantos años publican-
do como dibujante, pero a su lado, lo mío era muy modesto.
Durante el viaje de ida, la conversación giró en torno a las historias de la región, que llegan a
superar la ficción. Como yo llevaba miles de kilómetros recorridos y varios libros publicados, que
rescataban hechos del pasado regional, lo interesé en las historias surgidas del paisaje por el que
transitábamos. La del extinto pueblo Cañadón Lagarto, por su riqueza trágica en contenido, fue la que
más lo atrajo y luego le inspiró un cuento.
En el colorido y reseco territorio del bosque petrificado el viento soplaba con furia. Una ráfaga le
arrancó los anteojos de la cara, que volaron varias decenas de metros hacia una hondonada. Para
probar su fuerza, me paré sobre el filo de un barranco, abrí la campera extendiéndola hacia los cos-
tados y aunque me dejaba caer de espaldas, las ráfagas me lo impedían. Me mantenían como sus-
pendido. Causaba gracia lo irreal de la situación. Durante el regreso, la historieta fue la protagonista.
Rememoró su vasta experiencia de publicar en las revistas Skorpio, Fantasía, D’ Artagnan, El Tony, la
mítica Fierro de los 80, o de su colaboración con los grandes maestros del dibujo, como los Breccia,
Altuna, Solano López, Mandrafina y un extensísimo catálogo de talentosos. En un momento, cuando
la noche nos había alcanzado, sentí que la cabina de la camioneta se había poblado de personajes
nacidos del lápiz y la tinta, viejos amigos, compañeros de lecturas. Para mí, en esa cabina éramos una
entrañable multitud. Para él, el hasta entonces paisaje agreste y vacío, se había poblado de historias.
El desconocimiento solo permite ver
la superficie, las apariencias, pero
los dos ahora veíamos más allá, nos
adentrábamos en mundos que hasta
entonces conocíamos parcialmente.

Guillermo Saccomanno y el autor, en el


Bosque Petrificado de Sarmiento.

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Patagonia tierra adentro

PASEANDO POR EL TIEMPO CON TRUDY BOHME Y


ÁNGEL URANGA

El Museo Los Tamariscos nació de la pasión de Trudy Bohme por el rescate histórico, del amor por
su tierra en apariencia despojada y su gente campera. De grande, para no estar sola, podría haberse
radicado junto a alguno de sus hijos en alguna ciudad vecina. Pero prefería vivir allí, en su boliche
–museo a la vera de la ruta, rodeada de paisaje, de planicies, sierras, valle, longevas arboledas y río.
En la ciudad se hubiese apagado de aburrimiento. En los paisajes el espíritu es libre, se nutre de la
esencia de la tierra.
La gran cantidad de objetos del tiempo de los colonos, de los tiempos históricos y prehistóricos de
los pueblos originarios, y fotos de ella paseando por los campos, evidenciaban que conocía la zona
en detalle. Pero era reservada y muy ocasionalmente, como al pasar, comentaba algo que contenía
valiosa información sobre lugares de importancia para los que apreciamos los paisajes con huella hu-
mana del pasado. Un día develaba algo sobre un antiguo asentamiento de tolderías, otro de un sitio
con arte rupestre, y así. Intercambiábamos información y cuando volvía a visitarla ya había estado en
el lugar que le había indicado. En una ocasión le propuse: “¿Vamos a visitar algún lugar?”, “Sí, vamos
a una vieja comisaría, ahí hay una chata abandonada y un picadero”, dijo sin dudar. Se notaba que por

Retrato de
Trudy Bohme
en Los Tama-
riscos.

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Alejandro Aguado

culpa de su camioneta, que estaba rota, se sentía recluida. Por una huella invisible a los ojos de los
foráneos, bajamos al valle. Llegamos a uno de esos típicos sitios donde el pasado permanecía sus-
pendido. Allí se acumulaban capas de tiempo: un picadero donde los milenarios indígenas fabricaban
sus herramientas de piedra, una enorme chata del tiempo de los primeros colonos y las bases de lo
que fue un destacamento de policía. A pocos pasos, el agónico cauce del arroyo Genoa reverdecía el
suelo. El viejo carro, inmovilizado, al que le colgaban cueros de oveja, transportaba a un pasado que
ninguno de nosotros había vivido, pero que de tanto curiosear, conocíamos como si hubiésemos sido
parte. Los tres, Ángel Uranga, Trudy y yo, disfrutamos gran parte de la tarde vagando por el paisaje,
de su mezcla de presente y pasado. Un paisaje inalterado desde hace miles de años y el rastro de
antiguas presencias humanas, nos hicieron concluir que no hace falta una máquina para viajar por el
tiempo.
Hoy la chata ya no está allí, se la llevaron. Tampoco están Trudy y Ángel, y ese lugar y estas fotos,
para mí son una hermosa nostalgia.

Trudy Bohme y Ángel Uranga.

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Patagonia tierra adentro

CERRO GUACHO, UN MIRADOR HACIA


TIEMPOS GEOLÓGICOS

Al norte del lago Colhue Huapi, en el sur de Chubut, el paisaje es agreste, árido. Pequeñas y al-
tas mesetas con su techo tapizado de piedras filosas y voluminosos cerros con crestas de rocas, se
elevan entre áreas abiertas, arenosas y de greda multicolor, apenas vestidas con vegetación rala y
escasa. Las cimas de piedra de algunos de los grandes cerros son antiguos conos volcánicos, a los
que el incesante azote del viento desvistió de su envoltura terrosa dejando al descubierto lo que fue el
interior de sus chimeneas. Su altura los destaca sobre en el entorno, y a sus siluetas se las reconoce
desde docenas de kilómetros de distancia. Son el resultado de una muy antigua y gran cordillera que,
340 millones de años atrás, estaba pegada a Africa, y cuyos vestigios hoy se despliegan en tres pro-
vincias patagónicas. No es frecuente encontrar volcanes (aunque estén definitivamente apagados) en
el centro del territorio, tan alejados de la cordillera de Los Andes.
En un espacio abierto, cerca de cuatro peculiares chimeneas volcánicas de forma cónica (Las
Cuatro Tetas), se eleva un solitario afloramiento de techo chato, de roca rojiza, conocida como Cerro
Guacho. Parece la base de una gran columna trunca. A la distancia, se la distingue desde los cuatro
puntos cardinales. El centro del territorio de la región, pareciera ir mutando de estepa a desierto y por
ello el agua es el bien más preciado y escaso. En estas regiones áridas las rocas suelen funcionar
como esponjas, almacenan el agua entre los pliegues de sus entrañas. Por ello, en sus inmediaciones
suelen aflorar manantiales. En el faldeo norte del Cerro Guacho, quien fundó la estancia, encontró
uno de los pocos y muy preciados de los existentes en las cercanías. En torno al surgente erigieron

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Alejandro Aguado

las edificaciones, las que conservan y cuidan con cariño los descendientes de los fundadores. Nos
acercamos a uno de los accesos al casco porque una tranquera cerrada, situada a poca distancia,
imposibilitaba circular por una antigua ruta que se tiende cerca de la costa este del lago Colhue Huapi
y desembocaba en Valle Hermoso. Tal vez ellos no facilitarían el acceso. Enterados que éramos via-
jeros disfrutando del paisaje, nos invitaron a ingresar. Hacía poco tiempo que, sin pedir autorización,
habían ingresado al casco con camiones vibrosísmicos; que golpean el suelo generando ondas de so-
nido hacia el interior de la tierra, con la finalidad de buscar de petróleo. Las vibraciones podrían hacer
peligrar la única fuente de agua de la que dependían. Ante la desertificación de la zona, los vecinos
habían visto obligados a despoblar sus campos de ganado. La presencia de la nueva actividad podía
conducirlos hacia el mismo destino.
El centro del casco era un piletón de tierra en el que afloraba el manantial y desde allí, en derredor,
se desplegaban las construcciones, dispuestas en terrazas sobre el faldeo. El conjunto se veía muy
ordenado y cuidado, se notaba el cariño por el lugar. Mientras que a muchos de los cascos de la zona
se los ve castigados por el áspero clima y las consecuencias ecológicas y económicas de la deserti-
ficación, este resplandecía de vida actual. Por el tipo de material de las construcciones más antiguas
(piedra y adobe) y la arquitectura, una de las más llamativas eran el galpón de esquila, del que se
destacaba un portal rematado con un gran arco. Al ser muy antiguo, lo mantenían reemplazando las
uniones y el revoque con nuevas capas de adobe. A la antigua casa principal, que eran tres o cuatro
habitaciones dispuestas una al lado de otra, el fundador de la estancia había pensado en demolerla
cuando sumaron una casa nueva. Sus descendientes optaron por conservarla y la ampliaron cerrando
el frente y con ello creando un amplio living. En cuanto a confort, el lugar dispone de casi todos los
servicios y comodidades con los que se cuenta en las ciudades, incluida TV satelital. Fotos tomadas
a principios del siglo XX, muestran este mismo lugar como un importante lugar de encuentro de fami-
lias y pobladores, que disfrutaban de reuniones al aire libre. Vida social que en los alrededores se fue
apagando, mutando a silencio, pero que sigue vigente en Cerro Guacho.
Todas las vistas desde el casco resultaban sumamente atractivas por lo peculiares. Inmediata a
las construcciones, se eleva la imponente pared de roca rojiza, la que parece hubieran dado forma pe-
gando una columna al lado de otra. Hacia el norte la planicie ocre y despojada que se estiraba hasta la
meseta de Pampa Negra y el Cerro Virgen, cuya silueta oscura sobresalía con su cresta puntiaguda,
como si fuera un castillo fantástico. Hacia el este, los vecinos conos volcánicos y el Pico Onetto, el
coloso cuya presencia todo lo domina. Un paisaje de una belleza despojada, imponente y antigua,
muy antigua. A espaldas del casco, algo hacia el sur, se desplegaban en un avance incesante lenguas
de arena. Dunas formadas por el característico viento de la región, las que arrastraba desde el lecho
del moribundo lago Colhue Huapi.
El paisaje en la zona es muy
particular, se lo percibe antiguo,
como desgastado por el paso
del tiempo. Impacta cuando se
toma conciencia que se transita
por las entrañas de Pangea, de
cuando el planeta Tierra conta-
ba con un único continente. Por
ejemplo, a las formaciones roco-
sas presentes en la zona, tam-
bién se las encuentra en el sur
de África. Cerro Guacho es un
mirador hacia el pasado, no de
cientos ni miles de años atrás,
sino de tiempos geológicos de
millones de años. Adentrarse al
interior de Patagonia puede lle-
var a transitar por los vestigios
de un continente desaparecido.

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Patagonia tierra adentro

EL ÚLTIMO VIAJE A CAÑADÓN LAGARTO

A mitad de los años 90 quedé fascinado con el extinto pueblo Cañadón Lagarto, nacido en 1911
como punta rieles en la desmesurada planicie despojada de una meseta. Se sitúa entre Comodoro
Rivadavia y Colonia Sarmiento. En un principio, despertó mi interés el conocer sobre su olvidada exis-
tencia. Luego, las consultas a esquivos documentos oficiales y entrevistas a los que allí residieron y
aún vivían, me terminaron de atrapar. Me sorprendió constatar que su movimiento económico en las
décadas del ´10 y del ´20, le llegó a competir en importancia a Comodoro Rivadavia; la capital econó-
mica de la región central de Patagonia. A ello se sumó que sus habitantes eran en su mayoría extran-
jeros; el alto grado de violencia entre los viajeros que se arrimaban desde centenares de kilómetros,
para despachar por medio del ferrocarril la producción lanera de los campos de la región, o la prolife-
ración de prostíbulos. Desde 1995 lo visité con frecuencia, no podía dejar de ir los fines de semana.
Era como viajar en el tiempo, ir a hurgar en el pasado para arrebatarle historias al olvido. Redescubrir
sus calles, los trazados de las viviendas y sus cercos perimetrales, descubrir los antiguos basureros
transformados en museos de la vida cotidiana del pasado, accionar los cambiadores de vías que fun-
cionaban a la perfección pese a las décadas fuera de uso, visitar lo que fuera la estación de tren y la
única vivienda que aún quedaba en pie. Era un museo a cielo abierto, del suelo afloraban botellas de
todas las formas y colores, herraduras, latas de todos los tamaños, pavas de metal, estufas a leña,
el asiento de un carreta, etc.,etc. Al cementerio, con sus casi 50 tumbas, con un amigo le dedicamos
una tarde a reacondicionar las cruces de madera, que estaban caídas y rotas. Allí, entre el abandono
y el olvido, reposaban los muertos a balazos y cuchillazos, los congelados en las traicioneras nieves

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Alejandro Aguado

invernales y niños fallecidos por la inexistencia de médicos a los que acudir en busca de auxilio. Todo
me hacía emparentarlo con un pueblo de colonos que avanzan creando nuevas fronteras, típico de
películas del oeste norteamericano. En otro plano, de los petroleros que trabajan en la zona, los hay
quienes evitan circular de noche a causa de las bolas de luz que deambulan por el perímetro del
poblado. Asimismo, con cierta recurrencia, un niño vestido al estilo de los años 20, en las noches
suele visitar los equipos de perforación dispuestos en los alrededores. No es algo que se comente
abiertamente. De todo ello nada experimenté, mis vivencias fueron más terrenales: el acoso de los
característicos vientos tormentosos o alguna nevada en pleno verano. Nada, comparado a lo rudo
que era el clima cuando existió el pueblo, en los que las nevadas podían alcanzar el metro de altura y
perdurar meses. Fríos que los memoriosos recordaban con el dolor de haberlo sufrido. Transcurridos
15 años desde la primera visita, cuando me había resignado a no ubicar fotos del poblado, un antiguo
jefe de estación me facilitó copias de una treintena de imágenes. Era tal cual lo había imaginado y
reconstruido mediante un dibujo, una década antes. Le llevé ese dibujo a una mujer que vio nacer y
morir a Lagarto, y al verlo, dijo: “Ah, una foto del pueblo. ¿Dónde la conseguiste?”. Cuando dejé de
buscar, aparecieron aún más fotos, donde las construcciones chapa se veían frágiles, expuestas a la
blancura de la nieve, en la despojada amplitud de la inmensidad. En ese lugar, sus habitantes no la
habían pasado bien.
A mediados de 2006, los diarios de la provincia informaban que estaba actuando la justicia porque
detectaron que se habían levantando los rieles y durmientes del ferrocarril que había originado la
existencia de Lagarto. Habían detenido camiones repletos con materiales en Trelew y se producían
allanamientos en Comodoro. La intervención de la justicia se originó porque por Ley solo se puede
levantar un ramal para reutilizarlo en otro. Según se informaba, a los durmientes los extraían a un
costo de 20 pesos y los vendían a 200, mientras a los rieles los despachaban a fundiciones en Buenos
Aires.
Intrigado por la situación, un fin de semana partí hacia Cañadón Lagarto. Una vez en lo que fue el
pueblo, me detuve junto al andén de la estación y confirmé mi temor: las vías ya no existían. La vista
del terraplén plano, despojado de las vías y durmientes, me resultó muy chocante. Me invadió una
mezcla de bronca y pesar. Ni siquiera respetaron el tendido en las estaciones, se había perdido parte
del patrimonio histórico. A esos sitios se los podría haber utilizado para estudios de arqueología histó-
rica, o para turismo de aventura. Llevaba años presenciando cómo en el sur de Chubut se perdía el
patrimonio histórico y, salvo algunas excepciones, no se hacía nada para conservarlos.
Tratando de apartar esos pensamientos, me fui acercando al cementerio. Una joven pareja cami-
naba entre las tumbas. Me extrañó su presencia en el lugar, porque no es fácil llegar para quien no
conoce por dónde circular en el laberinto de caminos petroleros. Nos saludamos y les pregunté cómo
habían llegado. La mujer fue hasta su coche y volvió con un libro. “Leímos este libro y quisimos venir
a conocer”, me dijo mientras me mostraba el libro de Cañadón Lagarto. -“Ah, si, lo hice yo”, respondí.
Conversamos un rato y luego cada cual continuó con el paseo. Ellos, contentos, con el libro autogra-
fiado.
Hasta entonces, ni las adversidades del clima ni el abandono habían podido dañar el trazado del
ramal, pese a que casi un siglo atrás, al trabajo lo habían hecho a pico y pala. En los años 90 el Go-
bierno provincial había querido reactivarlo, pero no pudo por falta de fondos. Eran los tiempos de las
feroces crisis económicas y sociales desatadas por las políticas neoliberales del menemismo. Ahora,
otros, lo habían desmantelado.
No mucho después, me invitaron a dar una charla sobre mis libros en una cátedra de la carrera de
Comunicación Social en la Universidad local. Respondiendo a una pregunta sobre mis libros, comenté
que no quería volver nunca más a Cañadón Lagarto. Mi respuesta causó risa, pero cuando expliqué
los motivos, la sala se pobló de silencio. El motivo: al pueblo le habían quitado el alma. Nunca más
volví.

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Patagonia tierra adentro

EL RENACIMIENTO DEL RÍO CHICO


(sur de Chubut)

El río Chico nacía en el lago Colhue Huapi, en el sur del Chubut. Tras un centenar de kilómetros,
luego de atravesar antiguas y elevadas serranías, de tierras estériles y resecas, unía sus aguas con
las del río Chubut. Era el nexo entre las cuencas del sur y norte del Chubut. 77 años atrás se secó,
aunque nutridas lluvias ocasionales lo volvieron a la vida en contadas y efímeras ocasiones.

MARZO DE 2017. Dos tormentas consecutivas de lluvia, con pocos días de diferencia, azotaron
el sur de Chubut. En el lapso de pocos días arreció lo que llueve en cinco años y las consecuencias
en las ciudades de Comodoro Rivadavia, Rada Tilly y Caleta Olivia (Santa Cruz) fueron catastróficas.
Fue cediendo en intensidad en la medida que se alejaba de la costa, internándose unos 150 kilóme-
tros. De igual modo, las consecuencias en los campos también fueron alarmantes: rutas y caminos
con sus trazados borrados o destruidos, cascos de estancias inundados, pobladores aislados. Se di-
bujaron zanjones donde no los había y los antiguos cursos de pequeños arroyos temporales se trans-
formaron en cauces de ríos anchos y correntosos. Remontándose hasta 7 mil años atrás, no existen
registros ni estudios que den cuenta de una situación similar, en la que lloviera tal cantidad de agua
en tan poco tiempo. Las noticias acerca del río Chico comenzaron a circular tímidamente por las redes
sociales: había vuelto a la vida y no solo se había llenado el cauce, sino que el cañadón se cubrió de
lado a lado. Fotos aéreas registraban la magnitud del fenómeno. Transcurridos algunos días, en que

Retrato de Héctor Martinez, en su campo junto al extinto nacimiento del río Chico.

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Alejandro Aguado

se acondicionaron las rutas asfaltadas para que volvieran a estar transitables, no resistí la tentación
de ser testigo del renacimiento del río. Hacia allí fuimos con Hugo Covaro. La huella y antigua ruta
por la que se accede desde Valle Hermoso había sido reparada. Al descender hacia el río, las pano-
rámicas con las primeras sorpresas: el hasta entonces seco lago Colhue Huapi había vuelto a la vida
y el agua de la lluvia había lavado las dunas que cubrían el faldeo, obstruyendo la huella. Algunos
centenares de metros después, la visión que esperábamos, pero que hasta entonces era propia de
la fantasía, un imposible: en las profundidades, el cauce del río con agua, que se internaba hacia la
lejanía zigzagueando entre los elevados y desvestidos paredones del cañadon. Tras una breve de-
tención a tomar fotos, arribamos al primer casco de estancia. Nos recibió un empleado y nos permitió
acercarnos al borde del río. El agua chocaba mansamente contra unas chapas, junto a unos árboles
longevos. Era un sonido de vida, alegre, acostumbrado en tiempos pasados. El hombre nos miraba
sorprendido, de vernos alegres por la presencia del agua. Para él, como para todos nosotros en la re-
gión, los días de la tormenta habían sido días tensos y de ansiedad. Descolgándose de las alturas de
los faldeos, se había formado un violento arroyo que amenazó la integridad de las instalaciones. Un
pequeño declive del camino fue la frágil frontera entre el desastre o la salvación. Luego deambulamos
tomando fotos, por las salientes rocosas dispuestas a espaldas de las viviendas. Nos acompañaron
varios perros amigables que parecían compartir nuestra alegría. En ese tramo, el cañadón cubierto
de par en par, parecía un lago. Al fondo, hacia el oeste, asomaba la arboleda del campo de Martínez,
hacia donde nos dirigíamos. Mi propósito era intentar cruzar al casco y de allí alcanzar un mirador que
da al lago Colhue Huapi. El escurrimiento de las paredes del cañadón habían borrado el camino por
completo. Con unas topadoras lo habían reconstruido parcialmente. En un tramo se interrumpía, y
tuvimos que descender hacia las márgenes del río e ir explorando y adivinando los espacios donde el
suelo arenoso estaba firme. Profundos huellones registraban que varios ya se habían encajado (uno
había sido un cuatri) A paso de hombre, llegamos hasta las arboledas que sobresalían entre dunas,
que formaban una especie de dique en el que la presión del agua había abierto un boquete. Corría en
dirección al lago, al contrario de donde debería ir. En el paso el suelo estaba firme, pudimos cruzar y
llegar a las viviendas de Héctor Martínez.
El clima, la geografía y el sitio donde se sitúa el casco de su estancia (el nacimiento del río Chico),
acostumbraron a Héctor a sacarle pecho a las adversidades: la falta de agua, a las tormentas de are-
na que tapan las edificaciones, voltean alambrados, desertifican el suelo y asfixian al ganado; a los
pumas que avanzan implacables en la medida que los campos vecinos van quedando abandonados.
El retorno del agua, que se arrimó hasta la puerta de su casa como para saludar y rememorar viejos
tiempos, no le resultó útil. No sirve para nada de tan lodosa: no se puede tomar ni sirve para lavar.
Tras décadas de ausencia, ya no da vida a peces de varios kilos, ni a los antiguos y tupidos juncales.
El panorama, décadas y siglos atrás, era muy distinto. La compañía de Héctor son un robusto gato
que llegó exiliado de campos vecinos, gallinas, un piche que rescató de morir de hambre y ahora no
quiere salir de la casa, y se movía entre nosotros rezongando por nuestra presencia (poco tiempo
después le consiguieron una novia) y un trío de astutas ovejas (cosa poco común). Cuando Héctor no
está, una de ellas, la líder, con el hocico mueve el picaporte para abrir la puerta y otra entra a la cocina
para robar comida. Entre tanto, durante nuestra visita, afuera se escuchaba el chapoteo del agua, y
su presencia alegraba la vista, apagando el acostumbrado desierto.
A continuación de las viviendas de Martínez, la pendiente por la que se accedía a las alturas, se
había borrado, por lo que habían improvisado una huella que trepaba casi verticalmente por el faldeo.
En las alturas, lo que había sido una antigua ruta que en tramos se conservaba muy bien, se interrum-
pía por zanjones, que la cortaban a lo ancho o se tendían por su trazado. Esquivándolos, arribamos al
mirador, que era el filo de la meseta. En esa altura expuesta, el viento arremetía con furia, dificultando
respirar y caminar. Una simple mata de ramas huesudas y desvestidas, resultaba un inesperado re-
fugio donde reinaba la quietud. A la distancia, lo que hasta poco tiempo antes era una planicie polvo-
rienta, mostraba el espejo de agua del renacido lago. Una vista gratificante. Gracias a las indicaciones
de Martinez, desandamos el camino sin ningún inconveniente. Retornamos sintiéndonos unos privile-
giados de ser testigos de algo tan inusual: la vuelta a la vida de un río que se había transformado en
desierto, que era solo el recuerdo de antiguos pobladores. Algo positivo se podía rescatar del desastre
generado por las inundaciones. Entre tanto, en los alrededores, como custodios de tiempos idos, los
milenarios habitantes de la región reposan en sus tumbas de piedras, desperdigadas sobre los filos
de las alturas. Todo parecía haber retornado a los tiempos que ellos conocieron.

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Patagonia tierra adentro

LUCIANA WILLIPAN Y EL LEGADO CALCÚ


(brujos indígenas) DE SUS ANCESTROS

Luciana tiene talento natural para narrar. Habla con las palabras, con gestos, con movimientos.
Bien podría ser actriz, asi lo demostró en un documental que se filmó inspirado en uno de mis libros.
Como se dice en el cine: “la cámara la ama”. Pero su día a día poco tiene que ver con las cámaras y
la actuación. Asegura que tuvo una vida dura y que recién de grande la disfruta. Es feliz en su chacra,
en pareja, dedicada a tejer al modo indígena y rodeada de animales: vacas, ovejas, chanchos, galli-
nas, patos, perros y gatos. Todos, de tan mansos, parecen perritos falderos. Los llama con silbidos y

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Alejandro Aguado

en conjunto responden a su llamado. Comen juntos, aunque las vacas, por su tamaño, son las que
se imponen a empujones y pisotones. Con un llamado de atención Luciana impone orden. También
alimenta con biberón a varios corderos. A esa fauna, típica de granja, se suma otra que forma parte
del imaginario fantástico. Recuerda que cuando era chica, mientras cenaban, a la vivienda familiar
la rondaba el Inchimallen, emitiendo su llanto similar al de un bebé. - “No le hagan caso, ignórenlo.
Molesta porque quiere comida”, les decía el padre, como si se tratara de una situación normal. El
Inchimallen es un ser pequeño, petiso, morocho, que solo viste taparrabo. Antiguas leyendas tehuel-
ches narradas por los Quilchamal, hablaban de tribus de estos seres por la zona del lago Fontana.
Hoy, en la región, su presencia sigue siendo habitual y abundan los testimonios. La presencia de este
personaje inquietaba a Luciana, pero terminó por aceptarla. Algo similar vivió de grande, en su granja,
cuando buscaba huevos de las gallinas entre los pastizales. Estaba agachada juntándolos, cuando
se encontró cara a cara con un hombrecito vestido de negro, que la observaba con atención. Era el
Tío Pichú. Dio media vuelta y regresó apurando el paso. Un escalofrío le surcaba la espalda, sentía
que en cualquier momento el hombrecito le saltaría encima. Estima que las recurrentes apariciones se
deben a la actividad y legado de sus ancestros mapuches, que eran Calcú. Entre los mapuches existe
la machi (que está al servicio del bien) y la calcú (al servicio del mal o las artes oscuras). Su abuela
era una de las que optaron por el mal, y para ello la había poseído un demonio. La familia le temía, era
muy mala. El padre de Luciana tuvo que recurrir a la ayuda una machi porque no lo dejaba hacer su
vida. Una noche, mientras la calcú dormía, le colocó en la frente un ungüento que le preparó la machi.
Cuando despertó, dijo: -“Hoy tomo un colectivo, viajo a Trelew”. Al anochecer, en el restorán de un
hotel, murió atragantada mientras tomaba vino. El demonio que la habitaba pasó a su abuelo, quien
al final de su vida, estuvo ocho días y ocho noches muriendo y resucitando. Tuvieron que recurrir a
las artes de un mapuche especialista en expulsar esos demonios, que viajó centenares de kilómetros
para que el final de su abuelo fuera definitivo. Habrá quienes le crean y quienes no, pero la gente de
tierra adentro está acostumbrada a convivir con los seres fantásticos, aunque no exista argumenta-
ción racional que explique su existencia. Luciana nació y se crió en el campo, en un paraje solitario del
centro de Chubut, al que de vez en cuando llegaba algún mercachifle para comerciar sus productos.
En unos arenales cercanos, Luciana y sus hermanos pasaban tardes enteras recolectando flechas
para luego canjeárselas por caramelos al mercachifle. Las visitas del comerciante, para ellos, era una
fiesta. Hoy mantiene vivas sus raíces, participa de las milenarias ceremonias que las comunidades
indígenas realizan en sus campos, pero alejada de las artes de los calcú. Tras una vida de sacrificios,
hoy dedica su presente a lo que le gusta y reconforta, está en paz consigo misma.

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Patagonia tierra adentro

CONECTADOS CON LO ESENCIAL

“Ustedes son buena gente. Los invito a quedarse a comer”, dijo el Lonco de la comunidad ma-
puche de Nahuel Pan, en inmediaciones de Esquel. Nos habíamos acercado con respeto, dispuesto
a escuchar y aprender, y así lo entendieron. Malas experiencias tuvieron muchas, de maltratos, de
despojos de su tierra, de violencias. Maltratos que cada tanto regresan, cuando afloran intereses que
pretenden apropiarse de sus tierras, las que les otorgó el Estado Nacional con títulos comunitarios.
Esa es un poco la historia de la mayor parte de las comunidades originarias de Patagonia, tanto
de mapuches como de tehuelches. Sentados a la mesa, Nahuel contó: “Vivía en la ciudad, andaba
perdido, en la joda, bebía. En sueños se me comenzó a aparecer mi padre. Luego se sumaron mi
abuelo, sus padres y sus abuelos. Me decían que yo tenía que ser el lonco de mi gente, recuperar
las costumbres, los ritos, enseñar a los jóvenes. Me hablaban en lengua y les entendía. Para mí que
lo imaginaba. ¿Cómo podía ser real, si había olvidado hablar la lengua, si había ignorado mis raí-
ces? Le conté a algunos ancianos, se reunieron, lo conversaron y concluyeron que debía aceptar el
mandato de los antiguos. Que ese era su modo de guiarnos, de estar en comunicación. Entonces me
enderecé, con la guía de los ancianos reaprendí la lengua y ritos, convoqué a los jóvenes y pudimos
revivir las ceremonias, que ya no se practicaban. Hoy, cuando las hacemos, nadie falta y hasta en los
más jóvenes se despertó la memoria ancestral”. Para entonces se había creado un clima especial,
todos en silencio, atentos al relato, a sus palabras, que se sucedían lentas, unas a otras. Pero en un
momento tomé conciencia que el anciano Lonco llevaba un buen tiempo hablando en mapudungun.
Me sentí desconcertado y en una pausa del relato, acoté: “Perdone, pero usted me habla en lengua, y
yo no se hablar en mapudungun, pero entendí todo lo que dijo”. Mantuvo la vista baja, en dirección al
plato de comida y le capté una sutil sonrisa. Luego continuó con el relato, pero hablando en español.
En su silencio y su relato estaba la respuesta a mi desconcierto. Una respuesta que no se explica
con palabras, que remite a los orígenes, a lo esencial. Llevaba años conociendo tehuelches y había
aprendido a aceptar que existen prácticas y ritos que conectan con lo esencial. Un entendimiento que
en la cultura occidental se extravió en alguna etapa del pasado, que se entiende como fantástico.

Nota: Para quien


le interese ahondar
en la historia de la
comunidad Nahuel
Pan, existen varios
libros y artículos
que rescatan y re-
construyen su dura
historia. Se los con-
sigue mayormente
en librerías de Es-
quel y Trevelin.

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Alejandro Aguado

RODOLFO, EL TEHUELCHE POLICÍA


Y EL HOMBRE SIN CABEZA

Un poco más de medio siglo atrás, en la época de los territorios nacionales, Rodolfo se desempe-
ñaba como policía. Estaba destacado en el extinto pueblo Paso Moreno, localidad en la que el 90 %
de sus habitantes eran mapuches. Volvía a caballo de Alto Río Senguer, y el día que se apagaba lo
obligaba a apurar el andar. Había demorado la partida más de lo previsto. Al transitar junto al antiguo
cementerio escuchó el sonido de algo que se desplazaba entre las matas. Algún animal, supuso. La
presencia pegó un salto, se sentó en la grupa del caballo y lo abrazó por la cintura. Instintivamente,
Rodolfo tomó su facón. Ni bien giró sobre sí para asestarle un golpe, lo vió: tenía cuerpo de humano,
pero sin cabeza. Le descargó un golpe, pero el filo del facón solo cortó el aire. El ser había saltado y
se alejaba corriendo en cuatro patas, adentrándose en los matorrales. Recién al alcanzar la costa de
Paso Moreno, Rodolfo dejó de galopar. Transcurridas varias décadas desde el encuentro, el recuerdo
de la experiencia no dejaba de perturbarlo.
Hoy, mientras Rodolfo reconstruía lo vivido, su semblante transmitía la conmoción de la experien-
cia. La de ese ser era una presencia, entre tantas otras, de las que no tienen explicación pero cuya
existencia se asume. Agradecía no habérselo encontrado nuevamente, aunque cada tanto, por los
alrededores, tuviera que escuchar el llanto del Inchimallen.

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Patagonia tierra adentro

EL COMBATE DEL CHALÍA Y LA MILENARIA


HISTORIA ORAL

Un gran búho blanco nos recibió en la comunidad tehuelche del Chalia. Nos vigilaba desde el
ramaje de unos árboles. Las viviendas de adobe del cacique Luis Quilchamal se veían solitarias y
antiguas. Como no nos conocía, el cacique se mostró reticente a conducirnos al cementerio de la co-
munidad. Queríamos conocer la tumba de su abuelo, Manuel Quilchamal, el gran cacique que, entre
fines del siglo XIX y principios del XX, fue amigo y guía de reconocidos exploradores, científicos y
viajeros. Como nos vio decididos a encontrarlo por nuestros medios, se resignó a guiarnos. Era un día
gris, de nubes cerradas. Ascendimos en silencio por una empinada ladera del valle. Al ingresar a un
recuadro delimitado por arbustos, se detuvo de improviso, señaló el suelo y dijo: - “ya estamos, esta
es la tumba”. Dentro del perímetro, yacían en el suelo varias decenas de cruces de madera.
Le consulté por un combate sobre el que había escuchado algunos comentarios. -“Ah, sí, fue allá,
cerca de la laguna”, dijo a la vez que extendía el brazo en dirección a una gran laguna que se desple-
gaba sobre el extremo opuesto del valle. En ese momento, como si se tratara de un espectáculo debi-
damente planificado, las nubes se abrieron y los rayos del sol iluminaron el espejo de agua barrosa. A
continuación narró el combate con lujo de detalles: quiénes lo protagonizaron y cuántos eran, el núme-
ro de foráneos que murieron
y dónde fueron enterrados.
Se rió cuando recordó que
los ancestros peleaban con
“piedritas”. Supuestamente
se trató de un combate en-
tre tehuelches y mapuches,
pero otras versiones de infor-
mantes tehuelches, señalan
que fue un enfrentamiento
sucedido en 1886 entre una
columna de “Los Rifleros del
Chubut” y tehuelches. Las
crónicas de dicha expedición
registraron que una columna
se internó en esa zona, pero
sin brindar mayores detalles.
Luego me describió con no-
table precisión los lugares de
Patagonia y el sur de Buenos
Aires por los que se moviliza-
ba la tribu de Kankel. El mun-
do indígena y su memoria, los
que presumía desaparecidos,
vivían en la historia oral. He-
chos desarrollados décadas
o cientos de años atrás, eran
narrados como si hubiesen
sucedido semanas atrás.
Para el joven inexperto en el
tema que era por entonces,
resultó una gran revelación.

Retrato de Luis Quilchamal.

33
Alejandro Aguado

NAMUNCURÁ Y EL VALLE DEL CEMENTERIO INDÍGENA

Con Angel Uranga nos internamos en una sierra por huellas de estancias, en busca de unas ruinas
de piedra. Equivocamos varias veces el camino y arribamos a un angosto valle, en cuyas alturas aflo-
raban formaciones rocosas que parecían pequeños torreones y paredes de fortalezas. A un costado
del bajo se destacaba un casco de estancia. Por las características del paisaje (un valle, agua, abrigo,
matorrales, rocas), me dije: “Acá tiene que haber algo de los originarios”. Nos recibió un cordial Juan
Namuncurá, quien nos invitó a tomar mate, señal que éramos bien recibidos. Llevaba años residiendo
en el lugar y rara vez se ausentaba. No soportaba estar mucho tiempo en los “superpoblados y ruido-
sos” pueblos vecinos de 1.500 habitantes. Para ello recorría a pie la huella hasta la ruta, para esperar
un colectivo que traslade a Gobernador Costa o Alto Río Senguer. Una vieja radio de AM lo mantenía
conectado con el mundo exterior. Por los cerros vecinos deambulaban burros salvajes, descendien-
tes de las tropas de antiguos carreros. Lo debo haber mirado raro cuando lo comentó, extrañado por
la infrecuente presencia de esos animales en la zona, porque agregó como para despejarme de lo
que supuso mi ignorancia urbana: “Son como caballos, pero más chicos, con orejas largas”. Ante la
consulta acerca de la existencia de rastros de los pueblos originarios, aseguró: “No hay nada, solo
tres chenques arriba del cerrito”. Hacia allí fuimos. La cima del cerrito era una plataforma plana, una
afloración de roca volcánica, de 80 x 40 metros. Contenía 18 chenques, en vez de tres. La elección del
sitio como cementerio era la apropiada para la cosmovisión indígena: desde allí la vista dominaba el
valle y se perdía en la lejanía de las montañas nevadas de la cordillera. Varias de las tumbas habían
sido profanadas. Una inespera-
da laguna de aguas profundas y
oleaje inquieto, asomaba entre
bardas de piedra. Al descender
de la cima, pisé una roca suel-
ta y me caí. Namuncurá rió con
sonoras carcajadas, para luego
“gastarme” por mi descuido. Lo
que a la distancia se veía como
un valle fértil, era un supues-
to. Hacía años que el agua no
corría por el antiguo lecho del
arroyo Michiguao y de los ma-
nantiales solo quedaba el re-
cuerdo. Aún así, los propietarios
mantenían la estancia, pese a
todas las contrariedades, con
gran esfuerzo y sacrificio, por
amor a sus ancestros. Al anun-
ciar nuestra partida, Namuncurá
se mostró resignado a retornar
a su condición solitaria. Sin em-
bargo, en ese mundo austero,
mínimo y apartado, era feliz. Allí
quedó en compañía de los anti-
guos indígenas, que yacían en
un sueño eterno.

Retrato de Namuncurá.

34
Patagonia tierra adentro

UN ARBUSTO ANCIANO,
TESTIGO DE OTROS TIEMPOS

La Patagonia que conocieron los pioneros que arribaron a la región, entre fines del siglo XIX y prin-
cipios del XX, no es la que conocemos los patagónicos actuales. Era más verde, con una cobertura
vegetal más abundante. Influyeron en el cambio una sequía en camino ascendente desde décadas
atrás, sobrepastoreo en gran parte de la región, mal uso (y abuso) de algunas cuencas de agua, la
tala para leña (en algunas zonas, hoy áridas, se generaron industrias de hacheros) y la presencia de
diversas actividades industriales que influyen sobre la naturaleza de forma directa e indirecta.
En enero de 2015, en la estancia Cerro Guacho nos sugirieron transitar por una ruta trazada por
una empresa petrolera, que desembocaba en el nacimiento del extinto río Chico. La describieron
como “muy linda”. Hacia allí fuimos. En cada lugar que se instala la industria petrolera, trazan tantos
caminos que para el que las transita por primera vez, resulta como hacerlo por un enigmático laberin-
to. Confundidos por ese entramado vial, estuvimos largo rato transitando perdidos entre profundos ca-
ñadones, el valle del río Chico y el pie de altos cerros con crestas aserradas. Un paisaje muy atractivo
en su peculiaridad despojada y colorida. Finalmente, en una solitaria base petrolera que parecía una
base espacial, nos indicaron el acceso. El camino se desplegaba por el accidentado contorno de un
faldeo, tapizado de grandes rocas sueltas. A la izquierda, un cañadón de tierras peladas y multicolo-
res, descendía de forma abrupta hacia ocultas profundidades. La margen opuesta se elevaba estirán-
dose hasta las lejanas cimas de dos grandes cerros, en cuyas alturas sobresalían moles rocosas. El
trazado en ese tramo resultaba algo desacostumbrado en la zona, era un camino de “alta montaña”,

35
Alejandro Aguado

como los típicos de la precordillera de Los Andes. Al concluir el cañadón, accedimos a una extensa
olla, dispuesta entre colosos de piedra. A nuestra derecha se estiraba una elevada muralla de roca
negra. Recorridos algunos kilómetros, llamó mi atención un gran arbusto y me detuve para verlo de
cerca. Era un ejemplar muy viejo de Molle, como nunca había visto hasta entonces. Se elevaba unos
cuatro metros y, con sus ramas moldeadas por el viento, se expandía cuatro o cinco metros en derre-
dor. Su copa formaba una especie de bóveda y, de no ser por las intimidantes espinas de sus ramas,
resultaría un abrigado reparo. El tronco principal, de un diámetro notable, formaba un arco, moldeado
por su propio peso. Las múltiples tiras de capas de corteza que se superponían unas sobre otras, se
entrelazaban adoptando formas muy peculiares. Al tacto, parecía esponjoso. Por el grosor del tronco
y el tamaño de la copa, se podría suponer que se trataba de un ejemplar de unos 300 años, como
mínimo. Me resultó natural bautizarlo como “El Abuelo”. Inmediato se desplegaba el zanjón seco de
un arroyo temporario, que desembocaba a un centenar de metros después en una gran laguna, tam-
bién seca. Una lengua boscosa de grandes arbustos acompañaba el trazado del curso del arroyo. A
no mucha distancia, se imponía la silueta del pico Oneto. Asediados por el ocaso del día, tuvimos que
seguir viaje. Algunos kilómetros después, debimos palear la arena de una duna que había cruzado el
camino. Algunas semanas más tarde, regresé con Hugo Covaro para conocer el entorno en detalle.
Abundaban los vestigios de los milenarios habitantes de la región. Esquirlas y puntas de flechas aso-
maban del suelo; en parte desvestido por el viento y en partes tapizado de arenales, que el lecho seco
del lago Colhue Huapi erupcionaba hacia las vecindades. Las consecuencias de la desertificación se
notaban a simple vista. Hasta la apertura del camino petrolero, este había sido un paraje escasamen-
te transitado, aislado gracias a su geografía montañosa. Por ello había perdurado ese antiguo man-
chón boscoso. En ese fragmento de tiempos lejanos, que son esas montañas, el paisaje se presenta
en tramos desgastado, horadado, pulido o removido. A la vez que el viento crecía en intensidad, vimos
elevarse una especie de bruma que pronto se desplomó sobre el paisaje. La arena del Colhue Huapi
se nos vino encima y optamos por regresar a Comodoro.
Meses después, con Miguel Escobar y Hugo Covaro, regresábamos de subir al Pico Oneto, y
encaramos hacia El Abuelo para que Miguel lo conociera. Mientras deambulábamos recorriendo los
arbustos y la laguna, la tormenta de tierra que nos había expulsado de la cima del Pico Oneto, se des-
plegaba a un costado, a gran altura. El corte en el cielo era abrupto: de un lado penumbras y del otro
un cielo resplandeciente vestido con nubes algodonadas. Ubiqué varios arbustos de calafate con los
frutos maduros, pero el viento sacudía las ramas con tal intensidad que desistí de seguir comiendo a
causa de los pinchazos de las espinas. En el centro del lecho seco y resquebrajado de la laguna, Mi-
guel se entretenía tirado boca abajo en el suelo, sacando fotos a los restos de un pájaro momificado.
Situada a escasos siete kilómetros de distancia, la silueta del Pico Oneto había desaparecido, borrada
por la espesura de la tierra volada. Parecía como si en su lugar se tendiera una gran planicie. Girando
180 grados, lo mismo sucedía de a ratos con las siluetas de otras grandes moles. De un momento a
otro la nube descendió y el ambiente se volvió opaco, opresivo, como si nos alcanzara una neblina
espesa. Se la sentía al contacto con la piel. Con los dedos se podía sacar lo que se acumulaba en los
pliegues de la orejas, algo que se asemejaba a diminutos granos de sal. A causa del cansancio por la
ascensión, el acoso del polvillo y la molestia que causaba en los ojos, emprendimos el regreso. Tres
días tardó en aliviarse el malestar en los ojos.
La existencia de El Abuelo es un recuerdo vivo de otros tiempos, en que la presencia de estos
ejemplares no resultaban una rareza. Es un ejemplo de un ser curtido a los avatares del transcurrir
del tiempo. Es un aguerrido sobreviviente, una excepción. Sobreviviente de temporadas fúnebres de
sequías, de los vientos perpetuos a los que se adaptó, a los humanos necesitados de leña y a los
trazadores de caminos; como el que tendieron a pocos metros de su raigambre y le costó la vida a un
par suyo. Si no interviene el humano, seguirá allí, hasta que su ciclo natural le dicte el final, que aún
parece lejano. Es una conexión viviente, testigo y protagonista de los tiempos antiguos.

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Patagonia tierra adentro

EL CERRO DE LAS ROCAS HUECAS

Cerro Castillo es una voluminosa masa terrosa que se eleva en un entorno agreste, inmediato a
la costa norte del lago Musters. Es una zona por la que se transita para ir hacia algún otro lugar. A
simple vista no pareciera ser un lugar que invite a quedarse, aparenta ser un cerro entre tantos otros.
Allí se sitúa el hogar de toda la vida de Diego Segundo Cárdenas, en las alturas de una terraza, entre
un faldeo que cae a pique hacia un bajo agreste y una pared de roca de gran altura, que se desplie-
ga por kilómetros como el murallón de una fortaleza. El foráneo llega de casualidad. Tal es el caso
de Lidia Bohme. Viajaba por una ruta vecina con unos familiares y pincharon una cubierta. Como no
tenían rueda de auxilio, se acercaron caminando hasta el casco y los invitaron a pasar la noche. Al
anochecer, la asombró presenciar el encierro de cabras dentro de una gran roca hueca para que no
las maten los zorros.
Décadas más tarde, viajaba por esa misma ruta con Lidia y atrajo mi atención la altura y extensión
del murallón de roca, algo poco frecuente en la región. La anécdota de Lidia me decidió a ingresar.
El propietario no estaba, así que volvimos meses después con su hermana, Hilda Cárdenas. Don
Cárdenas disfrutaba de las visitas y casi nunca estaba solo. Por ejemplo, poco tiempo antes había
albergado durante una semana a un contingente de escaladores extranjeros, que estuvieron filmando
un documental. Dedicamos un tiempo a tomar mate, mientras nos rondaban tres yeguas y un potri-
llo. Una era tan mansa que metía la cabeza por las ventanas para obligarnos a hacerle cariño, o se
paraba a mi lado y ponía su cabeza junto a mi cara, como ordenándome que la acaricie. Hacia las

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Alejandro Aguado

espaldas de las viviendas, el suelo de la terraza estaba tapizado de grandes rocas, antiguos despren-
dimientos del murallón. Lo peculiar es que muchas eran huecas, y en algunas se podía entrar de pie.
Una, que parece un monolito emplazado a modo de monumento, sobre una saliente desde la que se
domina todo el entorno, albergó un esqueleto de indígenas. Unos geólogos se lo habían llevado. En
los alrededores también habían chenques, pero décadas atrás los habían abierto a todos. El entorno
y la vista, que se perdía en la lejanía de la quieta inmensidad del lago, eran los apropiados para que
los milenarios habitantes lo adoptaran como cementerio.
Hilda estaba encantada de regresar a la tierra de su niñez y se notaba que disfrutaba de volver a
visitar cada recoveco, cada roca. La que sirvió de corral se había rellenado de tierra y apenas servía
de madriguera para animales pequeños. Algunos esqueletos de gruesos troncos evidenciaban que el
faldeo se desarrollaron bosques de arbustos. Fueron desapareciendo por la necesidad de leña, tanto
para consumo propio como para estancias vecinas y el regimiento de Sarmiento. La recolectaban con
camiones, por toneladas. Dos años atrás los manantiales se estaban secando, pero habían recobra-
ron el vigor de viejos tiempos y fluían abundantes de las entrañas de la montaña. De las cabras solo
quedaban dos o tres, que se habían vuelto salvajes. Los zorros ya no estaban, se alejaron cuando los
pumas adoptaron al lugar como su hogar.
Al momento del regreso, Hilda cargó varios bidones con agua de manantial: “No vas a comparar el
agua del lago con esta de manantial, el sabor es otro, es más pura”. En el cerro de las rocas huecas
quedó Don Segundo Cár-
denas, un hombre ama-
ble, tranquilo y alegre, sa-
tisfecho con su vida en la
naturaleza.

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Patagonia tierra adentro

PUESTO EMBRUJADO EL MOYANO

La ubicación de este sitio se suele prestar a confusión, ya que en la región central de Patagonia
existen dos parajes bautizados con el mismo nombre. Este hecho, en las redes sociales, ocasionó
más de una discusión (algo que no cuesta mucho que suceda en las redes sociales) para dilucidar
cuál era cuál. Uno, que no está embrujado y era un puesto policial, se sitúa al norte de Santa Cruz,
en la ruta que parte de la localidad de Pico Truncado hacia el sur. El que nos interesa, se sitúa en el
suroeste de Chubut, en la zona del paraje La Laurita y es un puesto de estancia. Debe su nombre a
un empleado llamado Gregorio Moyano, que lo habitó durante años.
El conjunto de edificaciones que componen El Moyano resulta muy peculiar. Por su arquitectura,
tamaño, cantidad e instalaciones complementarias, pareciera más apropiado para casco de estancia
que para un puesto. Pese a ello está deshabitado. Su enclave también llama la atención por estar
situado en un paraje aislado, solitario y con un entorno muy agreste. Tras circular una veintena de
kilómetros por una huella de meseta, se desciende zigzagueando por un faldeo gredoso hacia un
profundo bajo de suelo despojado, que se estira de sur a norte entre cadenas de elevados cerros de
cima chata. Durante la primera visita, en el trayecto descendente, lo pasamos de largo, aunque íba-
mos atentos al paisaje. Cuando encarábamos el regreso, decepcionados por no encontrarlo, alcancé
a ver las edificaciones, situadas en un rincón al pie de un faldeo. Cuando se habla de un “puesto”, se
lo asocia con lo acostumbrado en los campos: una edificación modesta, pequeña, de una o dos habi-

39
Alejandro Aguado

taciones. Este era todo lo contrario: de material sólido, amplios ventanales, con espacio para cocina y
varias habitaciones, con un balcón y escalera. A los lados, algunas instalaciones complementarias y
muchos arbustos de gran tamaño. El “puesto” original, de ladrillos de adobe y en ruinas, se situaba a
las espaldas de la edificación mayor. Un abundante manantial que manaba del faldeo, encausado por
medio de caños de hierro y pequeños piletones de cemento, daba vida a un gran árbol. Detrás de las
casas, sobre el filo de la meseta, se tendía un gran picadero que se evidenciaba muy “rastrillado” por
buscadores de flechas. Solo se encontraban algunas esquirlas y piedras conocidas como núcleos, de
las que se servían para tallar las herramientas de piedra. Algo alejados hacia el nacimiento del caña-
doncito, afloraban varios manantiales que amagaban formar un modesto arroyito que pronto perdía
fuerza y se diluía ahogado en el suelo. El acceso al agua, la abundancia de grandes arbustos, el repa-
ro ante el viento y una vista desde la que se dominaba la totalidad del bajo (y por ello de los animales
que lo transitaban, para cazarlos) resultó un lugar apropiado para la vida de los pueblos indígenas. Se
sabe que los lugares que los albergaron, son los más recurrentes en apariciones de seres fantásticos.
Existe relación directa entre ambos hechos. Llegamos expectantes ante la posibilidad de ver algo, de
presenciar alguna aparición o tener alguna experiencia fuera de lo común. Pero nada sucedió y nos
retiramos algo decepcionados ante la fama del lugar. Antes que tétrico, como correspondería a un sitio
embrujado, el paraje me resultó triste por la desolación del entorno. Pese a que muchos testimonian
que nada les pasó en ese lugar, también son muchos los que cuentan experiencias que les hicieron no
querer regresar. Por ejemplo, se dice que con frecuencia un gaucho fantasmal se acerca al galope,
desciende de su caballo y comienza a limpiar las instalaciones. Según parece, se trata de un espectro
que gusta del orden y la limpieza. Tal vez por ello, pese al abandono, la casa principal se mantenga
en buen estado de conservación.
Otro ser que ronda por el lugar con propósitos poco amigables, es el Viento Vivo. Cuando un grupo
de empleados se encontraban preparando un asado dentro de las ruinas del puesto original, tras una
intensa jornada de esquila, apareció un pequeño Viento Vivo. Ingresó con violencia por la abertura
de la puerta, fue directo al fuego y comenzó a arrojarles brasas ardientes. Mientras se producía un
desbande, el asador recitó unas palabras en mapudungun, a la vez que con un cuchillo garabateaba
dibujos rituales en el suelo. Resultó efectivo y el ser se alejó de inmediato. Allí quedaron los hombres,
sobreponiéndose al susto y las quemaduras.
No estaba en mis planes regresar al Moyano, pero algunos meses después retornamos con Pablo
Villagra y Moisés Calderón para filmar parte de un documental*. Cerca de comenzar el descenso para
acceder al puesto, se notó que el suelo estaba húmedo, por lo cual dejamos los vehículos sobre la
meseta. El suelo era de greda y si nos encajábamos con los vehículos, no habría forma de salir. Con-
tinuamos a pie e ingresamos por las espaldas del puesto. El frío húmedo penetraba los abrigos y los
cerros cercanos estaban blanqueados de nieve. Parte de la filmación se realizó sobre el faldeo, para
conseguir imágenes panorámicas. La firmeza del suelo resultaba engañosa y varios terminamos ca-
yendo de espaldas. Al partir, uno de los vehículos de tracción simple se encajó en un huellón lodoso.
Durante la segunda visita tampoco vimos nada, aunque nos llevamos de recuerdo la sensación de un
frío doloroso y nuestras aventuras con el barro.
Se sabe que, para que algo trascienda y se eleve a categoría de mito o leyenda, necesita el aporte
de las artes o las ciencias: una canción, un texto, una filmación que lo registre y lo difunda. Luego, es
la gente que se lo apropia y hace que circule a nivel sociedad. En el caso de El Moyano, trascendió la
fama local a través de la canción “El Moyano”, del cantautor Lito Gutiérrez, de la que también se gra-
baron varias versiones. Cabe señalar que el tema habla de “el demonio araucano”, aunque la zona
estuvo habitada por los pueblos pre tehuelches y tehuelches. La presencia araucana o mapuche en
la zona, se remonta recién a principios del siglo XX. Puede tratarse de una libertad literaria del autor
al momento de escribir la canción. El sitio, transformado en leyenda patagónica, también inspiró una
puesta escénica que fue presentada en el renombrado festival de Folclore de Cosquín, en la provincia
de Córdoba. Entre tanto, el puesto seguirá despertando la imaginación y generando anécdotas.
*El documental fue filmado por la Dirección de Medios de la Universidad Nacional de la Patagonia S.J.B.

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Patagonia tierra adentro

LAS MORIBUNDAS ISLAS DEL LAGO COLHUÉ HUAPI

Asencio Abeijón, el gran cronista de los tiempos de la colonización de la región central de Pa-
tagonia, en uno de sus libros narra una anécdota sucedida en una isla del lago Colhue Huapi. Que
existieran islas en ese lago de estepa me resultó muy peculiar, ya que su existencia la asociaba con
lagos cordilleranos. En mis incursiones por la zona, cada tanto escuchaba alguna referencia a alguna
de las varias existentes.
Diez mil años atrás, el río Senguer fue capturado a la altura del actual paraje Los Monos (límite
entre Chubut y Santa Cruz), desviando su curso de agua hacia el bajo del actual valle de Sarmiento.
En consecuencia, en el bajo se formó un gran lago que llegó a cubrir un promedio de 60 metros más
de altura que los actuales (se sitúan a 220 mt sobre el nivel del mar). El sedimento que arrastró el
río, unos ocho mil años atrás, fue formando un delta que, a la vez que disminuía el nivel del agua,
culminó en dividir al lago y formar los dos existentes en la actualidad. Los pueblos originarios, a uno lo
llamaron OTRON o Buthron (al que en 1876 el Perito Moreno rebautizó como lago Musters) y al otro
COLHUÉ HUAPI en lengua mapudungun y KOL -nombre original- en una de las lenguas tehuelches
(cuyo significado sería “Pantano o menuco”), en cuya margen este nacía el río Chico. Este último lago,
de 720 kilómetros cuadrados con forma de herradura dispuesta entre serranías, cerros y paisajes lu-
nares, con el agua a pleno, en sus partes más profundas alcanzaba los cinco metros de profundidad.
Registros arqueológicos evidencian que en sus costas y vecindades, seis mil años atrás, habitaban
pueblos originarios. En diferentes etapas: pre tehuelches, un pueblo canoero (provenientes de Lagoa,
Brasil) y tehuelches. Más cerca en el tiempo, desde un siglo atrás, para los colonos representó una
fuente de ingresos o sustento: cazadores de nutrias, pescadores o criadores de chanchos en una de
las varias islas existentes en el brazo oeste.
El lago siempre sufrió grandes bajantes de su espejo de agua, pero entre los años 2015 y 2017,
por primera vez se secó por completo. En ello tuvo que ver el cambio climático, una gran sequía y,
principalmente, la acción del hombre. Pese a lo inusual del hecho, cobró notoriedad cuando a princi-

41
Alejandro Aguado

pios de 2016, en el lecho seco, se encontraron los restos de un avión caído en 1964. Fue difundido
por medios de alcance nacional y recién entonces en la región se comenzó a hablar abiertamente del
tema de la sequía, que por entonces también amenazaba al lago vecino, Musters.

LA ISLA DE LOS CHANCHOS. En mayo de 2015 regresábamos con Ángel Uranga de un viaje a
Gobernador Costa. Al alcanzar el valle de Sarmiento, me llamó la atención observar que el fuerte vien-
to de ese día desprendía grandes columnas de tierra desde el brazo noroeste del lago. Por entonces
estaba seco en su mayor parte. Nunca había visto que el viento horadara el suelo de ese brazo, ya
que las columnas acostumbraban levantarse desde la planicie de la margen sur. Pese a lo avanzado
de la tarde, nos desviamos para observar el fenómeno. Recorridos unos 15 kilómetros a la par de lo
que fue la costa del lago, me detuve a tomar fotos junto a un molino de viento cuyas aspas giraban
enloquecidas. Emitía un ruido como el del motor de un avión a punto de despegar. El viento rugía con
furia y costaba mantenerse en pie. De improviso, a mi derecha escucho la voz de una mujer que me
dice: “Te voy a tener que cobrar por las fotos”. Me hablaba desde el interior de una camioneta en la
que viajaban cuatro mujeres. Manejaba la propietaria del campo y la conocía de Facebook. Cuando
la saludé amigablemente y le comenté que nos conocíamos de las redes sociales, la sorprendida fue
ella. Me invitó a seguirla hasta lo que era una isla arbolada. Unos quince minutos transitamos por
inestables huellones, en lo que fue el fondo gredoso del lago. De a poco fue ganando presencia la
silueta de una solitaria arboleda, dispuesta en medio de una extensa nada. La isla era un banco de
arena de unos 50 metros de largo por 30 de ancho. Unos grandes sauces, a simple vista muy sufri-
dos, se aferraban con tenacidad al suelo inestable. El viento incesante había dejado al descubierto
sucesivas capas de raíces, que afloraban como raquíticas garras pulidas de tanta interperie. La atra-
vesamos circulando dentro de un túnel
de árboles, hasta su extremo sureste. La
arena volaba a tal velocidad y cantidad,
que el impacto lastimaba la cara y los
ojos. Hacia el este se estiraba una plani-
cie reseca de tierra ocre, que culminaba
abruptamente contra los brumosos con-
tornos azulados de la gran península de
Namuncurá. Un alambrado de seis hilos
se adentraba en el horizonte, en partes
tapado por acumulación de arena. En
tiempos normales, hubo quienes allí se
dedicaron a cazar nutrias. A la dueña del
campo le angustiaba, y con gran razón,
que la desaparición del lago generaba
que los lanares se mezclaran con los de
otras estancias. La frontera natural que
era el agua, ya no estaba, y ahora va-
gaban libremente. Iniciamos el retorno
y nos separamos al alcanzar la ruta de
tierra. El atardecer teñía el ambiente con
un colorido de fantasía.

LA ISLA DE LOS SAUCES. En enero


de 2017, transitando por tierras aleda-
ñas al norte del lago, Lidia Bohme se-
ñaló unos árboles erguidos sobre lo que
parecía un delgado banco de arena, en
el lecho seco. Era lo que quedaba de la
isla de Los Sauces. En marzo de 2017,
con pocos días de diferencia, se suce-

Isla de los Sauces.


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Patagonia tierra adentro

dieron dos tormentas con un caudal de agua tal que no existen registros en siete mil años. El lago
renació en cuestión de días y, sumado al agua que volvió a verter el río Senguer, hicieron que durante
el año se llenara en un setenta por ciento. Observar la expansión del espejo de agua alegraba el
alma. En octubre de 2018, nos cruzamos con el propietario del campo desde el cual se accede a la
isla. Nos permitió el ingreso y nos indicó la huella de acceso. El agua, nuevamente, se había retraído
varios kilómetros hacia el sur. Tras transitar por la antigua costa, nos apartamos de la protección de
una modesta península, adentrándonos a pie en la planicie desvestida de agua. Adelante, una luz
dura iluminaba el banco de arenisca pálida, que se destacaba elevándose algunos centímetros del
suelo negruzco y cuarteado. Al fondo, espesas nubes de tierra volada desdibujaban bajo el manto ne-
blinoso, la gran península de Namuncurá. Algunos troncos sobresalían lejos del perímetro de la isla,
evidencia de sus antiguos márgenes. Alcanzada la isla, avanzamos entre un cementerio de ramas,
raíces y troncos blanqueados de esquelética vejez. Los de mayor grosor habían sido cortados con
sierra eléctrica. Encaramos hacia el más grande de los tres únicos árboles vivos. El tronco seco, tam-
bién cortado, había renacido expandiéndose con un juvenil follaje. El entrechocar de hojas y ramas,
sacudidas por el ventarrón, sonaban como una burla a la muerte que imponía el desierto, un desafío.
De modo incesante, el suelo de la isla se iba horadando, cortando, desgastando, volando, achicando
su superficie. Inmediatos, se situaban varios montículos que acumulaban innumerables botellas de
vidrio. Eran el recuerdo de los numerosos visitantes. De los antiguos y abundantes juncales, nada
quedaba.
Al regreso, nos detuvimos en la punta de la península, expuestos nuevamente a la furia ventosa,
que descendía entubada desde una pendiente que daba paso al lago Musters. Allí, de otra peque-
ña isla que supo albergar tamariscos,
no quedaba nada, se había diluido por
completo.
A diferencia de lo narrado por Asen-
cio Abeijón, conocí las islas en su peor
momento, apenas sobrevivientes. Había
que forzar la imaginación para visualizar-
las en los tiempos en que lo normal era
llegar a ellas a caballo o en bote, atrave-
sando frondosos juncales, abundantes
en fauna. Entre tanto, los tres árboles
sobrevivientes siguen obstinadamente
arraigados a sus islas cada vez más pe-
queñas, las que ellos mismos aportan a
conservar en una lucha desigual con el
clima.
Ya escrito este texto, ampliando fo-
tos del año 2007 en las que se aprecia
Isla de Los Chanchos. el lago a pleno, la descubro anclada en
el agua lechosa, iluminada como si le
apuntaran con un reflector. En su perfil
alcanzo a contar una docena de copas
de árboles vivos.

Isla de Los Sauces a comienzos de


2007, aún arbolada y rodeada de agua.

43
Alejandro Aguado

ENCUENTROS CON LA LUZ MALA

Con José Ángel Uranga vivimos varias experiencias relacionadas con la llamada Luz Mala. Una
mañana dolorosamente fría, paseamos por el paraje Piedra Shotel, que décadas atrás fue un lugar
muy importante. Fue un reconocido paradero tehuelche que posteriormente albergó parte de la Re-
serva del lonco Sayhueque y finalmente a una sede de la cadena alemana Lahusen. Era tal su belleza
que había quienes lo elegían para pasar sus vacaciones o la luna de miel. Hoy es un oasis abando-
nado, con un extenso y frondoso bosque artificial que esconde numerosas ruinas, situado a la vera
del Genoa. No cuenta con acceso desde la ruta vecina y se llega por una huella que se inunda en
tiempos húmedos. Un mes después de nuestra visita, transitando de noche por la ruta, con curiosidad
observamos que allí se destacaba una gran luz de color azul. No muy lejos, contra el faldeo del valle,
otra de color rojo. El comentario fue: - “Ahí no tendría que haber luz, y menos una tan grande”. Al día
siguiente, al comentarlo en una estancia vecina, con toda naturalidad nos aseguraron: -“Ah, sí, es la
Luz Mala, siempre anda por ahí”.
Transcurrido otro mes, regresamos a la zona (inmediaciones de Gobernador Costa) con Uranga,
Moisés y Pablo Villagra para filmar un documental inspirado en uno de mis libros: “Patagonia fantásti-
ca”. Duhalde -empleado de un campo-, nos comentó: - “En una laguna, acá cerca, siempre aparece la
Luz Mala ¿quieren ir a ver si la pueden filmar?” –“ Vamos”, dijimos envalentonados por la curiosidad.

Filmando con Moisés Calde-


rón, Pablo Villagra y Angel
Uranga, las “Luces Malas”,
para documental.

44
Patagonia tierra adentro

Transitamos por los pliegues de unas montañas, hasta un puesto solitario situado sobre un faldeo.
Arribamos con la noche y nos envolvió un doloroso viento helado que bajaba de las montañas, tra-
yendo frío de nieve.
Duhalde, señalando con la mano en dirección a un bajo en penumbras: -“Siempre se las ve en
la laguna de allá abajo… ah, ahí hay una”. A la vez que los cuatro visitantes exclamábamos nuestro
asombro, comenzaron a actuar las cámaras de fotos y filmadoras. En un extremo de la laguna, una
voluminosa bola de contorno rojo y un inquieto interior amarillo, vibraba, se estiraba, se contraía, se
dividía formando dos bolas que luego se volvían a unir. Entre tanto, en el extremo opuesto de la lagu-
na, otra bola de luz blanca, alternativamente, se desplazaba horizontalmente, ascendía y descendía
variando su velocidad a voluntad. Otra luz blanca fue descendiendo de unas montañas para luego
ascender por unos acantilados y finalmente bajar a la laguna y perderse en la oscuridad, según capté
en una serie de fotos. Cerca de una hora estuvimos contemplando a estos seres, hasta que el frío y
la noche nos decidieron a partir.
Al regresar, varios de los empleados de la estancia estaban reunidos en torno a un fogón, poniendo
distancia con la noche helada. Ante nuestros comentarios, nos miraban como diciendo “¿de eso se
asombran?” Al día siguiente me desperté temblando de fiebre. Aún tenemos pendiente regresar al
lugar.
La llamada Luz Mala es una presencia permanente en gran parte de Patagonia. La gente de tie-
rra adentro está acostumbrada a verla, aunque nadie sabe de qué se trata, están acostumbrados a
convivir con sus presencias. Las hay de color rojo, azul, amarillo y blanco, y según el color tienen
comportamientos distintos. La explicación de que se trata de fósforo de huesos de animales, no ex-
plica cómo se mueven a voluntad recorriendo grandes distancias. Cada una tiene un territorio propio,
donde se la ve, se la volverá a ver. Muchos, sin saberlo, las deben haber visto, porque el viajero que
ve una luz en la noche imagina que es un vehículo o una vivienda. Tienen mal puesto el nombre, ya
que no hacen nada.

45
Alejandro Aguado

EN LA CIMA DEL COLOSO PICO ONETO

Llevaba 21 años recorriendo los alrededores de Pico Oneto de forma intermitente, motivado por
la curiosidad de conocer el paisaje. Se trata de una gran mole de roca, que se eleva a pique por sus
caras norte y oeste, y desciende en declive hacia el este. Se lo observa desde los cuatro puntos
cardinales, a decenas de kilómetros de distancia. Es una antigua chimenea de un volcán que, hace
370 millones de años, formaba parte de una cordillera que estaba pegada a África, cuando el planeta
Tierra tenía un único continente: Pangea. Aflora en un área que es como una cuña entre el cañadón
del curso inferior del extinto río Chico y el lago Colhué Huapi, en el sur de Chubut. Allí, el paisaje
alterna altas montañas con crestas y paredones de rocas, con pequeñas planicies y profundos caña-
dones. Una región agreste, árida, gredosa y expuesta a los fuertes vientos del oeste. Una tierra que
fue habitada y transitada por los pueblos pre tehuelches, los tehuelches y un pueblo canoero que fue
bajando desde Lagoa (en Brasil) hasta afincarse y finalmente extinguirse en estas tierras sureñas.
Abundan los vestigios de la presencia de estos pueblos. Alrededor del Pico Oneto se despliegan an-
tiguas rutas de tierra (algunas fuera de uso) y huellas de estancias, a las que en su mayoría no se les
hace mantenimiento desde hace décadas. Otras, que eran públicas, pasaron a ser de uso exclusivo
de empresas petroleras desde fines de los años ´90. Quien intente volver a utilizarlas, verá el paso
impedido. La mayoría de las estancias de la zona están fuera de uso, castigadas por la sequía y las
consecuencias de la desertificación. En un paisaje muy intrincado, con caminos de alta montaña. Por
ello, si no se conoce, se hace imposible sospechar a dónde puede conducir alguna de las huellas. La
presencia de Pico Oneto todo lo domina, y en más de una ocasión me descubrí deseando subir a la
cima, mientras observaba su silueta, que es como un faro que se destaca en la inmensidad. La vista
desde allí debería ser imponente. Siempre faltaba tiempo por las grandes distancias a recorrer, o por
no encontrar una huella de acceso que me acercara lo más posible.
Un día de fines de 2016, al levantarme una mañana, me dije: “mañana voy a subir el Pico Oneto”.
Me comuniqué con Hugo Covaro y Miguel Escobar y les compartí la idea. Al día siguiente partimos
hacia allí desde Diadema, por las rutas de tierra que suben hacia la pampa del Castillo. Unos sesenta
kilómetros después, ascendimos el faldeo por una huella abandonada, fuera de uso. Estaba tapizada
de piedras filosas y la cruzaban grietas y pequeños zanjones. Nada fuera de lo común en los campos
patagónicos. Tras la última cuesta apareció una vieja arboleda y nos detuvimos para pedir permiso.
El casco estaba abandonado. Seguimos viaje, tentando suerte por varias huellas, hasta que una nos
condujo hasta una olla, situada al pie de las paredes verticales. Continuamos el ascenso a pie, con-
torneando el faldeo norte. Al alcanzar las espaldas del Pico, vimos un lugar apropiado para encarar la
subida. Como la cuesta era muy empinada, casi vertical, Covaro desistió de continuar el ascenso. As-
cendimos por una especie de escalera formada por rocas sueltas. En dos tramos tuvimos que escalar
y accedimos a la altura del extremo norte. Al pie, veíamos a Covaro, que buscaba flechas en el suelo
y no oía nuestros llamados. De allí caminamos unos 100 metros por el filo de una cresta angosta. A
nuestra derecha, las paredes caían a pique, de las que sobresalían formaciones que parecían torreo-
nes resquebrajados a punto de derrumbarse. De una grieta colgaba una soga gruesa, de la que usan
los escaladores. En la plataforma despojada de la cima, se destacaban una especie de parapeto de
piedras y una pequeña torre de hierro. La fuerza del viento, que crecía en intensidad desde nuestra
llegada, dificultaba caminar. Por momentos, para escucharnos teníamos que hablar a los gritos. Las
que en un principio eran pequeñas nubes de tierra que se elevaban desde el fondo seco del lago
Colhué Huapi, se habían transformado en una compacta masa de tierra en suspensión. Para nuestra
fortuna, la nube de polvo se estiraba hacia el noreste, para descargarse en el océano Atlántico, a más
de un centenar de kilómetros de distancia.
El espectáculo resultaba impactante. La costa sur de lo que fuera el lago brillaba iluminada por
el sol, con el cielo luminoso, mientras que hacia el oeste y el norte el paisaje había desaparecido
desdibujado por la bruma terrosa. Parecía que ante nosotros se tendía una enorme pared de un gris
ocre. Daba pena ver la gran planicie moribunda que pocos años atrás estuvo cubierta de agua. Nos
entretuvimos tomando fotos y observando el fenómeno ventoso, a la vez que hacíamos frente al azote
del viento furioso y helado. Finalmente cambió la dirección del viento y la nube de tierra nos envolvió.
Fue como si el atardecer cayera de improviso, en cuestión de minutos. En el aire se sentía olor a

46
Patagonia tierra adentro

sal. Transitando por la ruta de asfalto, de o hacia Sarmiento, había visto al Pico Oneto desaparecer
muchas veces tapado por las nubes de tierra. Muy distinto es quedar en el epicentro de la nube, pero
era una gran experiencia, de esas que se viven pocas veces en la vida. En esa cima la inmensidad
lo es todo y uno se siente diminuto, desamparado ante el embate del poderoso viento, que puede ser
despiadado cuando se desboca. Bajo la luz opaca comenzamos el descenso por una pendiente em-
pinada, pero despejada de rocas. Un pequeño resbalón me hizo renguear el resto del camino. Covaro
nos esperaba cerca de la camioneta, tendido en el suelo, entre unas matas. A sus espaldas circulaban
unos violentos remolinos. Estábamos cubiertos de polvillo. Habíamos presenciado el nacimiento de
la tormenta de polvo, que los días de fuertes vientos cubría la ciudad de Comodoro Rivadavia, a más
de 100 kilómetros de distancia. Finalmente había concretado una meta pendiente hacía dos décadas
y me sentía satisfecho.
Tiempo después supe que en una pequeña cueva, situada en una cara de las paredes, habían en-
contrado un arco y flechas, y una especie de corona hecha con cuero y plumas (y tuve en mis manos),
que utilizaban los indígenas para ritos ceremoniales. Un buen motivo para volver a visitar el lugar.

47
Alejandro Aguado

UNA JOVEN FRANCESA EN PATAGONIA y


REENCUENTRO DIBUJADO EN FRANCIA

En abril del año 2015, con Ángel Uranga y Hugo Covaro presentamos libros en la ciudad chilena
de Coyhaique. Siempre me resultó muy grato participar de eventos en la Patagonia chilena, por sus
muestras genuinas de interés en el contenido de los libros y el excelente trato y respeto con el que
me trataron. Al concluir las presentaciones en la Biblioteca pública de la ciudad, un edificio admirable-
mente moderno, amplio y confortable, nos pidieron si al regreso podíamos llevar hasta la frontera a
Noémie; una joven francesa que estaba haciendo una pasantía en la Biblioteca, como ayudante en el
servicio de Bibliotecas Móviles. Pese a sus jóvenes 23 años de edad, era una veterana en viajar por el
mundo. Necesitaba cruzar la frontera y reingresar para renovar el permiso de estadía. A la mañana si-
guiente, bien temprano, nos estaba esperando en la recepción del hotel. Era un día fresco y soleado,
agradable. Nos alejamos de la ciudad por una ruta sinuosa, entre bosques vestidos de belleza otoñal.
En la frontera, en Paso El Triana, los carabineros chilenos y los gendarmes argentinos se sorpren-
dieron por la presencia de la joven europea, acompañada de tres hombres adultos. Ingresados en
Argentina, paseamos por el pequeño lago Las Margaritas, que es una postal. Luego nos internamos
en la estepa, hacia la localidad de Aldea Beleiro. En el paso fronterizo Alto Coihaique (Argentino) nos
informaron que había muy poco tránsito hacia Chile y que no se podían hacer cargo de ella en caso
que nadie la pudiera llevar de regreso. En Aldea Beleiro no encontramos un lugar adecuado para que
se quede. No podíamos dejarla abandonada a su suerte, con lo cual le propusimos llevarla hasta Río
Mayo. Por allí se tiende la ruta Nacional 40 y parten dos de las principales rutas hacia Chile. Tendría
más posibilidades de encontrar quien la lleve. En la ruta le hicimos señas a varios vehículos chilenos
que volvían a su país, pero ninguno se detuvo. Recorriendo los casi 120 kilómetros por la ruta de
tierra, nos alcanzó la noche. Para entonces, la charla fluida y alegre se había apagado y Noémie se
mostraba taciturna. Era entendible: de noche, en marcha lenta por el duro estado de la ruta, en una
región desconocida. En Río Mayo cenamos en la casa del escritor local Rodolfo Montenegro, cuya
familia nos colmó de atenciones. Estábamos muy cansados y nos pudimos relajar. Dejamos a Noémie
en un hotel y recién dos días después supimos que a la mañana siguiente retornó con un camionero
chileno. Al poco tiempo regresó a su país.
Dos años y medio después, en Francia, su país, fue a una librería para comprar una novela gráfi-
ca para trabajar con sus alumnos. Enseña
francés en una escuela para inmigrantes.
Le llamó la atención uno dedicado a Pata-
gonia. Ojeándolo encontró ilustrado, pro-
tagonizando historias y recorridos reales,
al que había sido su chofer dos años an-
tes, el que esto escribe. Dijo en voz alta:
“¡Es él, es él!!” y luego le tuvo que contar
la anécdota del viaje a la vendedora, que
se había acercado intrigada por su excla-
mación. Era el libro Dear Patagonia, ilus-
trado por Jorge González. Se publicó en
España, Francia e Italia, valorizado con
excelentes críticas y premiado en Francia
como la mejor novela gráfica de 2013.
El mundo parece ser más chico de lo
que aparenta y las historias, pese a las
distancias y las culturas, se cruzan de
modos peculiares.

Noemí junto a Ángel Uranga y Hugo Cova-


ro. Dibujos de Jorge González, para el libro
Dear Patagonia. Son versiones previas a las
publicadas.

48
Patagonia tierra adentro

PIEDRA SHOTEL
UN PARAJE HISTÓRICO IGNORADO POR LA HISTORIA

En tiempos pasados, los paisajes de tierra adentro albergaron parajes que fueron vitales para la
vida humana. Sitios que, pese a su riqueza histórica, fueron relegados al más absoluto olvido. Solo
algunos lugareños memoriosos o curiosos por el pasado, saben de su existencia y su ubicación en el
territorio patagónico. Se podría hacer un extenso listado recordándolos. Uno de ellos, cuya historia se
remonta a cientos de años atrás -y posiblemente miles de años- es Piedra Shotel, situado a unos 30
kilómetros al sur de las localidades de José de San Martín y Gobernador Costa. Su nombre original
era Shotel Kaike, que en lengua de los tehuelches del sur (Aoni Kenk o Patagones) significa “paradero
de las flechas”. Es decir, era uno de los paraderos (identificados como Aike, Kaike, Aik) de las rutas
tehuelches, que cruzaban toda Patagonia y se situaban cada 20 y 30 kilómetros entre sí. En ellos dis-
ponían de abrigo, agua, leña y pastizales para sus animales. El topónimo evidencia la antigüedad del
lugar. Allí se fueron acumulando capas de sucesos. Por ejemplo, según se rememora, a mediados de
1820 se enfrentaron tehuelches y manzaneros (hoy mapuches), porque previamente los tehuelches
los atacaron en Nahuel Huapi y les robaron mujeres. En 1884 se desarrolló el último enfrentamiento
de la llamada Conquista del Desierto, en la que soldados y aliados indígenas arremetieron contra
la gente del cacique Foyel, que se encontraba debatiendo en las tolderías si se enfrentarían o no a
las tropas. A comienzos del siglo XX fue parte de las tierras que el Estado Nacional le otorgó al gran
cacique Sayhueque y su gente. Más tarde fue el asiento de una sucursal de Lahusen, una red de
comercios de capitales alemanes. Hay quienes recuerdan que era tal la belleza del lugar por aquellos
años, que había quienes lo elegían para pasar sus vacaciones o la luna de miel.
Con Ángel Uranga visitamos Piedra Shotel una mañana dolorosamente fría del año 2015. Aunque
se sitúa a unos mil metros de la ruta nacional 40, no cuenta con un acceso directo. Se debe ingresar a
una estancia y desde allí acercarse lo que se pueda por una huella que se transforma en una trampa
fangosa, producto de un suelo similar a tundra de tierras gélidas. La arboleda, que desde la ruta se
ve como una pequeña isla verdosa, es un gran bosque artificial de álamos, sauces, algunos pinos y
frutales. Lo desplegaron entre el valle pastoso por el que serpentea perezoso el arroyo Genoa y un

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Alejandro Aguado

solitario afloramiento rocoso, que es una plataforma de unos 5 metros de altura, y 150 metros de lar-
go por 115 de ancho. Donde la roca protege de los vientos del oeste, la vegetación crece vigorosa y
sana. Mimetizado entre un ramerío enmarañado, en un suelo esponjoso por la acumulación de hojas
y ramas, se desplaza mansamente un brazo del arroyo. Fuera del área protegida, los viejos árboles
se muestran castigados, con parte de los troncos caídos, resecos o con la corteza ennegrecida por
la crudeza del clima. En ese sector se emplazan varias plateas de cemento, de gran tamaño, que
albergaron las dependencias de Lahusen. El reguero de ladrillos y trozos de cemento es abundante.
Se destacan los restos de una elegante chimenea de hogar, escaleras que no conducen a ningún
lado, los vestigios de huertos, ruinas de paredes, los huecos de sótanos que miran al cielo. En un
recoveco de la roca lo que pareciera funcionó como una glorieta, y una especie de torreta erigida en
las alturas del extremos norte del afloramiento. En la altura expuesta de la torreta, el frío atroz que
bajaba en andanadas de ráfagas ventosas desde las montañas nevadas del oeste, hacía que la per-
manencia resultara inaguantable. Ni bien uno se sacaba los guantes para tomar algunas fotos, los
dedos quedaban duros, congelados. Pese a tanto escombro y ruinas, en el extremo norte permanece
en pie una gran edificación con techo a cuatro aguas y cuatro amplias habitaciones, interconectadas
entre sí. Gracias al aislamiento del paraje, conserva puertas, ventanas, vidrios, el cielorraso y el piso
de pinotea que, de tan viejo, cuando caminábamos se combaba con nuestro peso. Parecía que de un
momento a otro, las tablas cederían y caeríamos hacia alguna profundidad. Esa construcción es un
museo en sí misma, transporta a otros tiempos.
En el extremo sur, junto a una hilera de álamos, coronando un grueso caño de hierro, una placa
del Ministerio de Agricultura - Yacimientos Petrolíferos Fiscales indicaba que allí se había perforado
en busca de petróleo. Amenaza con cuatro años de prisión a quien la destruya. Por la adscripción
al Ministerio de Agricultura, la deberían haber emplazado en las décadas del ´20 o ´30. Entre tanto,
nuestros pasos eran vigilados desde la altura por medio centenar de aguiluchos, que nos rondaban
continuamente. Intimidaba ver tal cantidad de estas aves juntas rondando sobre nosotros.
Piedra Shotel fue un sitio de esplendor económico, de cuando la población residía mayormente
en el ámbito rural, pero también de tragedias, de enfrentamientos armados y de la impiadosa im-
posición de la sociedad oc-
cidental sobre la indígena.
Fue un oasis en el paisaje
estepario. En su historia se
resume gran parte de la his-
toria humana de Patagonia,
tan ligada a la naturaleza.
Hoy descansa en el olvido.
Tal vez sea mejor así, para
que perdure.

50
Patagonia tierra adentro

RUINAS DE ANTIGUAS ESCUELAS

Impacta andar por los campos del suroeste del Chubut, y en sitios impensados encontrar ruinas
de grandes dimensiones de lo que fueron escuelas. Parajes hoy solitarios, poco poblados, alejados
de los grandes centros urbanos, pero que décadas atrás gozaron de una nutrida población rural. Es
inevitable preguntarse al observar el entorno agreste y despoblado ¿y este edificio qué hace acá? En
el contexto de ese paisaje despojado de estepa, resultan inesperadas. Son ruinas que hablan de un
tiempo no muy lejano (los años 40), en que el Estado Nacional llevaba la educación a los rincones
más apartados del país. Para ello construían y habilitaban edificios que contaban con todos los ser-
vicios y comodidades disponibles en la época: calefacción, agua corriente, agua caliente, baños en
interiores y confortables, electricidad, etc., insertos en paisajes donde la naturaleza domina en su es-
tado más agreste y de climas extremos e intemperie. Épocas en que la educación se entendía como
inversión en capital humano, en brindar herramientas para elevar el nivel de vida de la población.
En esas escuelas estudiaron los hijos de los colonos extranjeros, de los migrantes y los indígenas
(tehuelches y mapuches). Ejemplos de estos edificios se encuentran en El Coyte (pegada a la fronte-
ra con Chile, donde también estudiaron muchos chilenos), en el extinto pueblo Paso Moreno (a unos
30 kilómetros de Alto Río Senguer, donde su población era mayoritariamente indígena), en Pastos
Blancos (población mayormente indígena), de la que perdura la platea (las paredes sucumbieron en
un incendio). En frases escritas en las paredes aún en pie, en Paso Moreno, adultos del presente re-
cuerdan a los niños que fueron, de cuando se educaron allí. Palabras que remontan a lo que fue y ya
no es. A lo que vive en sus memorias, a un tiempo que solo se aleja. Por ejemplo, en Paso Moreno se
lee: “Escuelita de mi aldea, que hoy te encuentras abandonada, doy gracias a ti, lo que he aprendido
y a todos mis maestros, que no se dónde se encuentran. Es uno de tus alumnos que tanto te aprecia.
Escuelita de mi aldea”. Eran tiempos en que el Estado nacional expandía su presencia a parajes hoy
impensados. Entre tanto, las ruinas perduran acalladas, como si fueran los restos de una civilización
extinta, de un esplendor olvidado.

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Alejandro Aguado

CERRO DE LAS CALAVERAS


UN LUGAR SAGRADO EN LAS ALTURAS

Como su nombre lo indica, es un antiguo cementerio indígena, dispuesto en dos cimas contiguas.
La sierra, donde el cerro se destaca sobre el entorno con sus 1.065 metros de altura, estuvo poblada
por los pueblos pre tehuelches y abunda en registros de su presencia, de miles de años atrás. Desde
el tiempo en que se movilizaban a pie, en torno a cuevas y aleros, y en pequeños grupos familiares
(entre 20 y 30 personas por grupo). Es de muy difícil acceso por ausencia de caminos. Con ayuda de
algún conocedor y el permiso previo de los propietarios de estancias, se llega a caballo o a pie, trepan-
do empinadas cuestas. Treinta kilómetros al interior de la sierra, tras ascender a velocidad de hombre
por un estrecho cañadón, junto a profundo barranco, continuamos a pie: “Tienen que subir unos 3 mil
metros por este cañadón y cuando alcancen el filo los tienen delante de ustedes”, nos aseguraron.
Una vez alcanzado el filo, esperábamos encontrarnos con las cimas, para comenzar a treparlas, pero
el comentario fue: -“¡Ahh, la que nos espera!” Por delante teníamos 5 kilómetros de lomadas en as-
censo y una abrupta trepada por una pendiente casi vertical, de varios centenares de metros. Pero la
distancia era lo de menos, con José María teníamos en común que durante años habíamos ansiado
poder conocer el cerro. Él había transitado los alrededores arreando ganado y era una meta que tenía
pendiente. Acompañaban nuestra caminata los relinchos de varias manadas de guanacos, que nos
observaban con curiosidad. Su tranquilidad ante nuestra presencia era evidencia de la permanente
ausencia de humanos. “Tal vez se encuentren con pumas”, nos advirtieron. Pero por suerte no fue así,
ya que vimos los que habían cazado en los alrededores y eran enormes. Mejor mantenerse lejos. Al-
canzada la primera de las cimas, todo es inmensidad. Resulta raro, porque es algo desacostumbrado
tal altura en el centro del territorio, sería algo propio de la cordillera de los Andes. El panorama, en
redondo, abarca la mayor parte de la extensión de la sierra; hacia el oeste las planicies, valles y bajos
de la región de Río Mayo – Facundo – Senguer y la cordillera de los Andes (a más de 150 km de dis-
tancia) y hacia el este el lago Musters y el Pico Oneto en el valle de Colonia Sarmiento (a 100 km de
distancia). Ocultas a la vista desde las rutas, se destacaban extensos mallines e innumerables bajos
con lagunas de aguas salitrosas o dulces. La cima más prominente del cerro Las Calaveras es una
gran roca resquebrajada en bloques, huecos y grietas. Algunas de las grietas se conectan formando

José María
Fernández,
junto a chen-
ques en una
de las cimas.

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Patagonia tierra adentro

pasadizos, por los que se cuela el viento, despertando sonidos que parecen cantos del pasado. En
la cara norte, aunque sea un día calmo, el viento se descarga con violencia y cuesta mantenerse en
pie, mientras en la sur reina la quietud. Cinco chinchillones -en apariencia, se asemejan a ardillas de
gran tamaño- nos espiaban alarmadas. Al menor movimiento se perdían adentrándose en las grie-
tas. Las mismas grietas que albergaron numerosos esqueletos humanos, hoy ausentes. Se dice que
a algunos de los cráneos aún los tienen por los alrededores. De ser así, lo esperable sería que en
algún momento se los regrese a su lugar de descanso, por respeto. Tras reponer fuerzas con unos
sabrosos sándwichs artesanales que nos prepararon en el boliche Los Tamariscos, al cual veíamos
a la distancia como un punto diminuto, encaramos la segunda cima. Se trata del extremo superior
de un angosto cordón rocoso de origen volcánico,
que desciende formando un arco hasta perderse
en las entrañas de una montaña gredosa y multi-
color, de origen muy antiguo. En el punto más alto,
antes que el cerro caiga a pique por centenares de
metros, perduran dos grandes chenques. Parecie-
ra que no fueron profanados. En la región, desde
el tiempo en que arribaron los colonos, aunque va
perdiendo fuerza, circula un mito que asegura que
en el interior de los chenques se pueden encontrar
piezas de oro que atesoraban los antiguos origina-
rios. Nada más alejado de la realidad. Eso motivó
que una muy importante cantidad de chenques
y cementerios fueran profanados. De a poco se
toma conciencia que hay que conservarlos intac-
tos. Visitar el cerro es aventurarse en una tierra
muy antigua, solo conocida por la gente del lugar.
Conecta con la memoria de los habitantes origina-
les de la región y paisajes fuera de lo común. Se
trata de una vivencia de aventuras, alternativa y
de conocimiento. Cerro Las Calaveras, al tratarse
de un cementerio, podría considerárselo un sitio
sagrado de los pueblos que dieron origen a los te-
huelches, que aún habitan la zona.

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Alejandro Aguado

LA ANTIGUA “HUELLA DEL MEDIO”

Isabel, mi abuela materna, no solía hablar de su niñez y de sus padres. Sin embargo, sabía que
ella nació y se crió en un lote del valle de Facundo. Se alejaron de la zona cuando su madre y dos
hermanas fallecieron. Tras varios años de recorridas, investigando el pasado de la zona, en el mismo
valle encontré numerosos familiares -que aún la recordaban- y el lote donde ella creció. La experien-
cia quedó plasmada en el libro “El valle de los ancestros”. Fue en esa etapa, cuando le contaba lo que
había averiguado, que comenzó a brindarme detalles. Por ejemplo, cuando ella era niña y viajaban en
carro de Facundo a Colonia Sarmiento, circulaban por una huella que atravesaba la sierra entre am-
bos valles y desembocaba en el paraje Las Pulgas, donde funcionaba un boliche-hospedaje. La actual
ruta de asfalto se tiende junto a ese paraje, hoy en ruinas. Cada vez que pasaba por ahí me acordaba
de la huella: ¿Cómo sería? ¿Aún existiría? ¿Se podría circular por ella? A mediados del año 2001
pude ubicar el trazado completo en una carta topográfica de la década del ´30. Pero como ya no era
utilizada como ruta, sino como camino vecinal que une cascos de estancias, no me aventuraba a re-
correrla sin un conocimiento previo y sin permiso de los propietarios. Podía estar cerrada con tranque-
ras con candados, o bien haberse borrado por falta de mantenimiento o por acción del clima. En 2015
supe que había quienes la utilizaban para ir hasta la localidad de Buen Pasto, que era un atajo para
los que viajaban desde el sur. Otros aseguraban que estaba en muy mal estado, que era un pedrero,
que no convenía arriesgarse.
En enero de 2018, aunque
con otro propósito, finalmen-
te ingresé a Las Pulgas, con
dos compañeros de viaje. Al
otro lado de una especie de
portal, que es un tajo que in-
terrumpe un cordón de altos
cerros coronados por un mu-
rallón de roca basáltica, era
otro mundo, inesperado: una
ruta ancha trazada por una
planicie gredosa que se es-
tiraba entre vistosos cerros
multicolores. Al alcanzar un
casco de estancia, se estre-
cha y asciende serpentean-
do entre lomadas, cerros y
pedreros. A poco de conti-
nuar viaje, una retroexcava-
dora nos obligó a detener-
nos. Era el propietario de la
estancia Dos Hermanos, que

54
Patagonia tierra adentro

había desenterrado una roca y la estaba apartando del camino. En invierno, la nieve la tapaba y de-
bían adivinar dónde estaba para no chocar con ella. En la zona, son los estancieros los que hacen
el mantenimiento de los caminos de acceso. Cuando concluyó, lo llevamos hasta el casco de su es-
tancia. Tomando mate en la casa principal, éste comentó: “Por acá pasaban las tropas de carros que
iban de Facundo a Sarmiento. Esta es la ruta vieja, que se llamaba Huella del Medio. Al pie del cerro
Cachetama, había un boliche donde paraban los carreros. Hoy no quedan ni las ruinas. Ahí la huella
está cortada”. El cerro Cachetama, visto a la distancia desde la vivienda, sobresalía sobre el entorno,
con su voluminosa mole de tierra, de techo rocoso. El cerro debía el nombre al tehuelche Juan Ca-
chetama, quien en invierno residía en un lote cerca de Facundo y en verano utilizaba el cerro como
veranada para pastar su ganado. Como para que no queden dudas acerca de la antigüedad de la
ruta, entre la casa y la ruta descansaba una vieja carreta. Viéndola, se la puede imaginar transitando
la huella al tranco de los caballos. Detuvo su marcha inmediata a las viviendas y allí quedó esperando
el regreso de los pasajeros. Desde entonces sigue ahí, acumulando años. Pocos, si se los compara
con los miles de años en que otra gente realizó los grabados en las rocas situadas en lo alto del cerro,
frente a la carreta. Desde lo alto de ese cerro se apreciaba la huella que se alejaba bifurcándose hacia
el norte y hacia el cerro Cachetama, y de allí a Facundo. Finalmente, sin proponérmelo, transité gran
parte del recorrido, la antigua huella de las carretas. Días después, con el viaje ya digerido, fui cons-
ciente que la espera y el misterio habían terminado, aunque parcialmente. El tramo restante, en gran
parte se había borrado por falta de uso. Pocas semanas después, Isabel partió definitivamente. No
alcancé a contarle que finalmente había conocido la ruta por la que ella transitaba de niña, en carro,
con sus padres y hermanos. La hubiese alegrado, como la alegró cada uno de los descubrimientos
relacionados con su niñez.

Retrato de Isabel
Graña.

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Alejandro Aguado

EN LAS SERRANÍAS
LEYENDO MILENARIA PRESENCIA HUMANA

Una de las tantas huellas que se desprenden de la ruta nacional 40 en el suroeste de Chubut, nos
adentró en un paisaje insospechado desde la chatura despojada de las mesetas: un bajo en cuyo fon-
do se tendía una gran laguna de aguas que variaban de color según el momento del día y el estado
del clima. En ella descargaban sus aguas arroyos temporales y mallines, que descendían desde las
alturas de las voluminosas serranías vecinas. La huella se tendía sobre terrenos resecos y pedrego-
sos, cruzada por cicatrices dibujadas por ocasionales cursos de agua. Por el tipo de suelo, en época
invernal la huella sería un gran pantano. En una especie de portal por el que se accedía a un valle
pastoso y circular, detuvimos la marcha. Afloramientos rocosos en las alturas y presencia de agua en
mallines y manantiales, nos hicieron sospechar la existencia de arte rupestre. Ascendimos una cuesta
empinada y recorrimos los rincones del paredón de piedra, a medida que se estiraba ganando altura
en dirección a la laguna. Desde el pie de un recoveco, nos avisaron a los que andábamos por arriba:
“¡Ey, acá hay rastros de un puma!”. Eran pisadas recientes de un puma de gran tamaño. Había estado
echado en el suelo y se escondió cuando nos oyó u olió. Unos pilquines o chinchillones nos espiaban
desde unas salientes, mientras observábamos las huellas. Vista desde el extremo más alto del fara-
llón, la laguna parecía un pequeño lago. La imagen nada tenía en común con el manchón de tierra es-
téril que recordaba de quince años atrás. Nos alejamos con José María para ascender por una cresta
que nos condujo hacia el punto más alto del cerro. En la cima sobresalían dos voluminosos amonto-
namientos de rocas: dos antiguas tumbas indígenas, intactas. Frente a nosotros, desde las alturas de
un cerro aún más alto, descendían mallines que culminaban en una laguna pequeña. Junto al verdor
se destacaban las viviendas de los Pichún y Tracaleo, en lo que fuera la antigua comunidad indígena
del Lote 4 o El Pedrero, que
se comenzó a poblar hacia
1912 y se conformó como
“Reserva indígena” (otorga-
da por el Estado) hacia 1924.
Algunas arboledas vecinas,
desiertas, quedaban como
registro del antiguo asenta-
miento de otras familias. No
encontramos rastros de arte
rupestre, aunque sí de sus
milenarios ocupantes. Más
tarde y varios kilómetros des-
pués, ascendiendo la sierra,
el propietario de la estancia
nos comentó: “sobre aque-
llas rocas hay otro chenque”.
Fuimos hacia allí. Era una
angosta plataforma de unos
cien metros de extensión,
cubierta de rocas pequeñas
y medianas. Entre tantas ro-
cas costaba distinguir las an-
tiguas tumbas, pero en total
eran nueve, dispuestas junto
al filo de los barrancos. Ex-
cepto una, medio apartada,
todas habían sido removidas.
Desde allí, como era costum-
bre, la vista se perdía en la

56
Patagonia tierra adentro

lejanía. Este antiguo cementerio era muy parecido a otros situados en Cerro de Las Calaveras (a
20 kilómetros hacia el sur), Cerro Ciarlotti y Michiguao (a 26 y 40 kilómetros hacia el norte, respecti-
vamente). La similitud en el lugar elegido y el tipo de enterratorio, evidenciaba que la población que
habitó la sierra era parte de una misma cultura, posiblemente la que dio origen a los tehuelches. Los
estilos de arte rupestre existentes en la zona, registran presencia humana desde al menos 3 mil años
atrás, cuando la cultura tehuelche aún no se había cristalizado. Los estilos de arte rupestre en Patago-
nia son siete, y cada uno se corresponde a un determinado espacio de tiempo. Continuando el viaje,
fuera de lo que fue la Reserva, visitamos un extinto casco de estancia en el que su último ocupante
partió cuarenta años atrás (ver texto “Corral de Piedra, donde nace el agua”, pag. 65). Algo alejado
de las viviendas, sobre un faldeo, se situaban los restos de un cementerio con diez tumbas cristia-
nizadas, aunque todos fueron indígenas. En la única tumba con un texto aún legible, podía leerse:
“José María Catrihuala. Falleció el 12-10 -1948. A los 21 años de edad”. En el sector que recorrimos
de la sierra, tanto los habitantes actuales (Tramaleo, Tracaleo, Pichún, etc.), como los del pasado
cercano (Catrihuala, Cañupe, Millapi, Raillán, Painetul, etc.) y lejano (pre tehuelches) eran en su ma-
yoría indígenas, aunque de épocas alejadas y diferentes culturas. Los manzaneros (hoy simplemente
mapuches), que arribaron a la región en la década de 1890 corridos por la Conquista del Desierto,
provenientes de Neuquén, respetaron los vestigios de los pueblos que vivieron allí antes que ellos.
La presencia humana, aunque transcurran miles de años, va dejando huella en el paisaje. Para quien
circula veloz por las principales rutas, el paisaje de Patagonia está poblado de nada. Para quien pue-
de dedicarle algo de tiempo a explorar tierra adentro y aprende a leerla, es un territorio abundante en
registros recientes y de tiempos milenarios. Esos registros nos hablan con voces provenientes de la
profundidad del tiempo.

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Alejandro Aguado

EL BAJO DEL REFUGIO DE LOS HUELGUISTAS DEL


AÑO 21 Y LOS PUEBLOS ORIGINARIOS

En Santa Cruz, en comparación con la vecina Chubut, las distancias son más grandes, las planicies
de las mesetas más extensas, el horizonte más lejano. Pero esos paisajes estirados camuflan en su
interior cañadones y grandes bajos, de presencia insospechada. Asi se nos presentó el bajo al que
viajamos con Gustavo González y Hugo Covaro. A simple vista, el bajo, que se despliega como una
cuña que parte en dos la margen sur de una extensa meseta de basalto, no tiene nada de particu-
lar. Es profundo, con altos faldeos en los márgenes norte y oeste, de varios kilómetros de ancho y
con una gran laguna. A ese bajo se le adosan otros, situados a mayor altura, con lagunas de menor
tamaño. El suelo es de greda y arenisca, tapizados de pedreros y vestido con bosquecillos de altos
arbustos. Al pie del faldeo norte se tienden las instalaciones abandonadas de una estancia. Las
edificaciones, de chapa y piedra, se conservan en un relativo buen estado gracias al aislamiento de
la zona. La mayor parte de los pocos árboles y tamariscos, están secos o sobreviven agónicos de
sed. El agua que surge de dos manantiales, es escasa en verano y se diluye a pocos metros de su
fuente. Las antiguas quintas solo se adivinan por lo que fueron los cercos perimetrales. Al campo
los poblaron dos españoles en la década del ‘ 10, y tras su muerte lo continuó la sobrina de uno de
ellos. Como establecimiento ganadero resultó muy próspero y allí se hacían fiestas muy concurri-
das, algo difícil de imaginar en el estado actual. Los españoles se plegaron a las históricas huelgas
obreras en la provincia, en 1920 y 1921. Para librarse de la represión y fusilamiento de los huelguis-
tas, por parte del ejército, en un rincón del faldeo oeste, edificaron con rocas un refugio de dos habi-
taciones. A las habitaciones, que se recuestan sobre una pared de roca, se las ve recién a escasos
metros, cuando uno se topa con ellas. Al sitio lo eligieron estratégicamente, ya que desde allí la vista
domina a la distancia la totalidad del bajo y el camino de acceso. Gracias a ello, pudieron observar
sin ser descubiertos, los camiones con tropas que ingresaron al casco de la estancia. Los estaban
buscando. El techo del faldeo, que es el suelo de la meseta, es una capa de unos dos metros de

Grabados y
chenque.

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Patagonia tierra adentro

espesor, de roca de basalto, de origen volcánico. Sobre la margen oeste, en una especie de rincón,
debajo del basalto aflora una formación más antigua, de roca más blanda, de formas alargadas y
redondeadas. Algunos desprendimientos pequeños atesoran conchillas, memoria de algún mar de
tiempos muy antiguos. De entre los pliegues aflora un generoso manantial, que riega un mallín que
se estira hasta una laguna reseca. Al pie del afloramiento y en el techo del faldeo, se sitúan grandes
chenques, tumbas indígenas. Las rocas redondeadas del afloramiento, sobre las que se debe cami-
nar si o si, ya que no hay otro modo de pasar por allí, contienen grabados de pisadas de avestruz y
puma, flechas y morteros cavados en la roca. Una única roca, de forma ovalada, fue adornada con
grabados de puntos y dibujos de significado olvidado, pero que hacen imaginar mapas estelares.
Corresponden a un estilo de arte rupestre que se desarrolló entre 3 y 1.500 años atrás. Todo remite
a que ese rincón fue un sitio cuya función era ser ceremonial y de cementerio. A su vez, evidencias
existentes en el área, entre ellas un huso de piedra utilizado para hilar, remiten al bajo grande como
un sitio de residencia permanente. Estos antiguos habitantes del lugar, las generaciones que lo tran-
sitaron, fueron culturalmente cazadores-recolectores. A su vez, por la zona de Patagonia, correspon-
den a los llamados pueblos pre-tehuelches, los que dieron origen a los tehuelches.
En esta zona, inmediata a la margen sur del río Deseado, se registra la presencia de los primeros
humanos que poblaron Patagonia, 13 mil años atrás. Cuando arribaron, el paisaje era el mismo,
pero más húmedo, con más vegetación y mayor variedad de fauna, entre ellos varios extintos. Tam-
bién, contaron con una amplia variedad de piedras apropiadas para confeccionar las herramientas
necesarias para la vida. Al comenzar a retroceder los glaciares 9 mil años atrás, el paisaje se fue
secando y transformándose en estepa, tal cual lo conocemos hoy.
El gran bajo y sus vecinos de menor tamaño, resumen el cruce de una historia de miles de años,
con la de los colonos occidentales y la dolorosamente trágica historia de las huelgas y fusilamien-
tos de 1921. Aquí, gracias a la geografía del lugar, varios de los protagonistas se transformaron en
sobrevivientes. Pocos lugares contienen tal cantidad de registros de historia y de un peso simbólico
clave en la historia argentina y de Patagonia. Escondido, tal cual fue su función original, 98 años
después aún perdura el refugio de los huelguistas, en compañía de los habitantes de miles de años
atrás.

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Alejandro Aguado

ÁNGEL URANGA, COMPAÑERO DE AVENTURAS


(Escritor patagónico)

Fueron tantos los viajes en los que Ángel Uranga me acompañó por la Patagonia Profunda, que
no recuerdo cuál ni cuándo fue el primero. Una foto de 1996, durante la presentación de mi primer
libro, me recuerda el registro más viejo de su presencia. Yo tenía 22 años, él me llevaba más de 25
años. Pese a la diferencia de edad, nos entendimos bien. Algunos años después comenzamos a
frecuentarnos en la Biblioteca Pública de Comodoro, institución en la que se jubiló. Lecturas y gustos
en común por el territorio que habitábamos, lo llevaron a integrarse a mis frecuentes incursiones por
la Patagonia, por sitios desconocidos hasta para muchos patagónicos. Cada salida era una aventura,
un descubrir, un leer el paisaje, enriquecido con lecturas previas. Y cuando no había bibliografía pre-
via, sabíamos que el paisaje, de todos modos, se transformaría en texto. Las horas de los trayectos
las consumíamos conversando, escuchándonos, intercambiando pareceres. Con Uranga se podía
conversar de música, de literatura, de historia, de poesía, de filosofía, de antropología, de política, de
pintura, etc. etc. Era tremendamente culto, un enorme intelectual, un pensador y escritor. Transcurrió
su infancia entre el campo en Sierra Nevada (sur de Chubut) y el internado salesiano en Rawson. Se
diría que nació con la pasión por la lectura, el conocimiento. De noche, en el campo, leía alumbrado
por la luz de una vela. Su adolescencia fue en Comodoro y su formación intelectual en la Universidad
de Buenos Aires, con los míticos intelectuales de los años 60 y 70, los que hoy son de lectura obligada
en cualquier carrera humanista. En ese sentido fue un privilegiado.
En uno de sus tantos vaivenes, la economía nacional lo obligó a malvender sus bienes. Le alcanzó
para pagar el pasaje de regreso a su mujer, en colectivo, mientras que él volvió haciendo dedo. Luego
trabajó en lo que la vida le ofrecía: remisero, conductor de transporte de personal petrolero, boca de
pozo. La lectura era su sustento espiritual, su compañía, la que lo desperezaba intelectualmente. La
estabilidad le llegó con el trabajo en la Municipalidad. Acumulaba escritos: cuentos, novelas, ensayos.
Pero no le interesaba publicar, lo suyo era el perfil bajo. Su fin era cultivarse y superarse a sí mismo.
Hugo Covaro lo convenció de transformar sus textos en libros (para fortuna nuestra y de los lecto-
res). Como parte de una sociedad joven, afirmaba que los autores patagónicos de nuestro tiempo,
éramos continuadores de unos pocos pioneros y que como tales estábamos abriendo caminos, con
todas las dificultades que eso acarrea. Por ejemplo, en un país centralista como lo es Argentina, los
que residimos en las provincias, acostumbramos leer o ver los contenidos que se generan en Buenos
Aires, por medio de libros, diarios, revistas, TV o cine. De tanto verlos, lo que nos muestran y cuentan
lo sentimos cercano, lo internalizamos y lo hacemos propio. Como si la realidad de Buenos Aires
fuera la de todo el país. Sin embargo, se sabe que quienes generan contenidos, en cualquier rubro
de la cultura o el arte, trabajan con lo que sienten cercano, lo que es parte de ellos. Es decir, lo que
nos llega de lejos lo sentimos como parte de nuestra identidad, pero no solo somos eso, somos algo
más. Los autores pioneros, a los que se refería Uranga, lo somos porque por medio de nuestra obra
aportamos a la identidad estrictamente patagónica. Es algo que de a poco se toma conciencia. No
necesariamente tiene que ver con un “folclore” (palabra que asusta a los intelectuales del centro), sino
con una forma de entender y ver el mundo, desde un lugar periférico con características propias. A su
vez, no excluye otras miradas, sino que las integra a las propias. En palabras del propio Uranga: “Los
patagónicos estaríamos rompiendo el velo paternalista de la identidad nacional; descubriéndonos en
primer término y prioritariamente como patagónicos sin más, es decir, Gente del sur, del Austro, del
Tehuel; y en tal empresa nos convertimos en rastreadores de genealogías en tanto descendientes no
ya de una línea sino definitivamente de todas ellas… Si escribir es una forma de producir realidad, es-
cribir en Patagonia es una manera de construir identidad… Pocos saben que Patagonia hace escribir
al escritor y no a la inversa” (Uranga, 2011, El Eco de la Letra).
Su obra publicada: los relatos “Cuatro relatos patagónicos I y II”, el ensayo – rescate “Fragmentos
de un texto inconcluso. La obra poética de Omar Terraza”, la novela “Desde el Aike”, la novela histó-
rica “Diario apócrifo de un riflero. Chupat, 1885” y el ensayo “El Eco de la letra y Escritos al Margen.
Ensayos patagónicos 1997-2011”. Los que leímos su obra, pero que también conocemos la bibliogra-
fía publicada sobre Patagonia, coincidimos en que “El eco de la letra…” es su obra mayor, su gran

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Patagonia tierra adentro

aporte. Es de tal calidad y profundidad el nivel de conocimiento y análisis plasmado en ese libro, que
es uno de esos libros claves de la extensa bibliografía de o sobre Patagonia.
Muy emocionante resultó ser testigos, durante una de nuestras expediciones tierra adentro, del
regreso a la Sierra Nevada de su niñez. La emoción y la alegría le brotaban del rostro, en cada gesto,
en cada expresión. Él recordaba al lugar como más inaccesible, más perdido en el paisaje, más inal-
canzable. Las rutas por las que transitó la zona, apenas eran precarias huellas que seguían los con-
tornos del paisaje. Pero tanto el entorno como las edificaciones permanecían tal como las recordaba.
Habían transcurrido más de 60 años. Partió en mayo de 2017 y se nos fue el compañero de viajes
de aventuras y conocimiento, el compañero de las ferias, el enorme intelectual y el amigo entrañable.
Nos dejó un vacío imposible de llenar.
Los viajes por la Patagonia profunda siguen, como cuando él era uno de los compañeros de trave-
sías. Sigue presente en los comentarios, en los hechos cotidianos que motivan reflotar su recuerdo.
En más de una ocasión me descubrí pensando: - “A Uranga le hubiese gustado venir acá”. Con Cova-
ro también tenemos en común que seguimos dialogando con él, a través de los libros que nos legó y
que están llenos de anotaciones, lo que era su biblioteca personal. Se lo extraña.

61
Alejandro Aguado

HISTORIETA PATAGÓNICA DE MILES DE AÑOS ATRÁS

Los pueblos originarios que miles de años atrás habitaron el noroeste de la actual Santa Cruz, en
aleros de Cueva de las Manos, narraron con dibujos el modo en que cazaban guanacos. Como no
existía papel, lápiz ni tinta, para dibujar utilizaban como soporte las paredes de rocas y colores que
obtenían de diversos minerales, tierras y plantas, mezclados con sangre, orina, agua o grasa. En
las fotos se aprecia una secuencia de caza que se puede seguir a lo largo de los aleros: la primera
imagen se ve a un hombre persiguiendo un guanaco. En la segunda se observan hombres cercando
guanacos con lazos. En la tercera se ve a los hombres arrinconando guanacos (usaban las formas
de la roca como parte de la narración) y cazándolos con lazos con una bola arrojadiza dispuesta en
la punta (líneas negras con un circulo en la punta o líneas punteadas). En la cuarta, se registra a los
cazadores con la presa cazada.
Lo que sabemos de los pueblos del pasado, se lo debemos a los antropólogos y arqueólogos, pero
también a los propios pueblos originarios. En este caso, gracias a que narraron con dibujos diversos
aspectos de su vida, lo que vivían o veían. Lo peculiar de este caso, es que 9 mil años atrás utilizaron
una narración en secuencia, típica de la historieta.
El arte rupestre es de vital importancia para entender a los pueblos del pasado, ya que resulta un
registro del pensamiento reflexivo frente al mundo físico y social que los rodea. Con ello, mediante
el dominio de los sistemas de
símbolos, podían clasificar,
abstraer, analizar y sintetizar.
A su vez, podían recordar,
transmitir, recibir y compren-
der mensajes.

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Patagonia tierra adentro

EL CHENQUE DEL CACIQUE MANIKEKE

A mediados de 2001, indagando en historias del pasado para uno de mis libros, conocí a los her-
manos Botello, nietos del explorador, colaborador del Perito Moreno y primer colono del sur de Chu-
but. Residían en la casa del abuelo, una robusta reliquia que a principios de los 1900 sería un palace-
te. Se situaba entre el río Senguer y el faldeo del valle, medio escondida en un bosque de arboledas
longevas. Ellos se consideraban tehuelches y mantenían vivas sus costumbres, tradiciones y ritos.
Entre mate y mate, intercalados con prolongados silencios, me adentraron en un mundo inesperado:
éramos parientes lejanos, por intermedio de un bisabuelo gallego que se asentó en ese mismo valle,
cuya mujer pertenecía a la familia tehuelche Manikeke.
El cacique era de la parcialidad norte de los tehuelches (Gününa Kune o pampas), aunque estaba
emparentado con la parcialidad sur (los Aoni Kenk -gente del sur- o Patagones) En 1883, durante la
Conquista del Desierto, por error, fue tomado prisionero junto a su gente. Fueron conducidos a Val-
cheta para ser recluidos en una especie de campo de concentración donde llevaban a los prisioneros.
Finalizada la campaña militar, regresó a su tierra, el suroeste de Chubut. Por allí, entre 1896 y 1902
lo conocieron y tomaron fotos, el Perito Moreno y los exploradores Aaron de Anchorena y el francés
Henry de la Vaulx.
Por los lazos en común, los hermanos Botello me llevaron a conocer la tumba del cacique. Era un
chenque armado con grandes piedras bochas, dispuesto sobre el filo de un alto barranco que caía a
pique en el río. Sentí pena al ver la tumba derruida, con las piedras dispersas y pensé en rearmarlo.
Cada tanto volvía a visitar a los hermanos, era como volver a estar en contacto con raíces muy anti-
guas, hasta que ambos fallecieron.
Pasados unos años regresé, le pedí permiso a la hija de uno de los hermanos y rearmé el chen-
que. Al concluir, siguiendo un ritual tehuelche, encendí un cigarrillo y lo coloqué parado entre las
piedras, para que el antiguo cacique volviera al “vicio” que tanto disfrutaban. Me senté a un costado.

Emilio Botello en Choiquenilahue, retra-


tado junto a sus familiares tehuelches,
Manikeke.
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Alejandro Aguado

El cigarrillo se fue consumiendo de a poco, como si le dieran espaciadas y lentas bocanadas. Como
si lo saborearan desde el más allá. Al alcanzar la colilla, se apagó. El círculo estaba cerrado, y desde
entonces ya no sentí necesidad de volver.

Nota: Hoy el apellido Manikeke no existe, se extinguió, pero cuenta con una muy amplia descen-
dencia en las provincias de Chubut, Santa Cruz y Buenos Aires.

En el Chenque de
Manikeke.

Retrato de Emilio Botello.

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Patagonia tierra adentro

EL CHACAY, UN ARBUSTO ERMITAÑO

En tiempos en que las tranqueras de las estancias se cierran a los foráneos, toda invitación que las
abra es bienvenida. El motivo de la invitación: conocer un gran chenque, una tumba indígena. Hacia
allí fuimos con Ángel Uranga, guiados por Juan Crespo, el propietario. Partimos de Gobernador Costa
y pocos minutos después trepamos un faldeo que nos condujo al casco de la estancia. Luego, largo
rato transitamos por una huella ganando altura. Las márgenes secas de un mallín, nos acercó a las
cumbres a medida que se angostaba, hasta desdibujarse mutando a pequeños zanjones que bajaban
abruptamente desde las alturas. Por una huella arenosa –que por ello estaba dejando de ser huella-,
empinada y ladeada, trepamos hasta una terraza pedregosa. “Seguí por ahí”, me indicaba Crespo y
yo creía que en cualquier momento la camioneta quedaría encajada. Pero pasamos sin ningún proble-
ma. Continuamos ascendiendo a pie por una cresta, hasta el chenque, que era un cúmulo de grandes
rocas. Tendría cuatro o cinco metros de largo, pero un gran hueco en el centro hacía sospechar que
había sido profanado. El hecho no extrañaba, porque décadas atrás abrirlos era una práctica muy
común. Estábamos a unos mil metros de altura y por donde miráramos, la vista se transportaba hasta
distancias que, de tan lejanos, los paisajes se tiñen de oscuro. Hacia el oeste las cumbres cordillera-
nas, hacia el sur las tierras agrestes de la gran laguna del Toro, que suele ser frecuentada por la mal
llamada Luz Mala. Hacia el este, siguiendo el trayecto descendente amarillo verdoso del mallín, la ruta

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Alejandro Aguado

40 y el valle pastoso del Genoa, que contrastaba con la cadena opaca de cerros que lo encajonaban.
Entre nosotros y la distancia, las ondulaciones de los cerros, cuyas cimas exhibían formaciones roco-
sas. Una de esas formaciones se estiraba ondulando hacia el sur, como si fuera el fósil de la columna
vertebral de un gigantesco dinosaurio. Desde la ruta 40, estos cerros parecen bajos, no se los alcanza
a dimensionar. Colmados de paisaje, emprendimos el descenso. En la huella arenosa nos detuvimos
a observar unos arbustos de unos tres metros de altura, de troncos retorcidos por la acumulación de
años. Sus copas, doblegadas por el incesante azote del viento, caían en cascada hacia el suelo. Eran
ejemplares de Chacay, arbusto que da nombre a varios parajes pero muy poco conocido y difícil de
encontrar. En los alrededores, adentrados al abrigo de varios cañadones, se desplegaban islas de
tupidos matorrales. Sobresalían en altura solitarios ejemplares de Chacay, con forma y dimensiones
de árboles, rústicos, curtidos por la interperie. Todos los arbustos de esta especie se situaban sobre
una línea imaginaria, a una altura de entre 900 y 1.000 metros, en lugares reparados, con suelo y pro-
visión de agua similar. Condiciones tan específicas para su desarrollo, hablaban de su debilidad ante
cualquier cambio brusco. Además, no habían retoños jóvenes, con lo cual su continuidad peligraban.
Por cómo se refería a ellos, se notaba que Crespo los valoraba, apreciaba su presencia. Era cons-
ciente que se trataba de arbustos antiguos, fuera de lo común, escasos. De no contar con su protec-
ción, lo común sería que los hubiesen talado para leña, un elemento escaso en la región. Conocía en
detalle lo que había en su campo y lo cuidaba. Se diría que se trata de un tipo de arbusto de carácter
ermitaño, solitario, habitante de parajes apartados. La luz comenzó a alejarse hacia la distancia, nos
alcanzaron las sombras que proyectaban las cimas, y un aire frío comenzó a reptar entre los arbus-
tos. Regresados a la luz y al calor, desandamos la huella descendiendo hacia el Genoa. La misma
huella que suele frecuentar una Luz Mala de color blanco (las hay de cuatro colores). Generalmente
se muestra cerca de una tranquera, se acerca a los vehículos y se aleja o desaparece antes de hacer
contacto. Se lo comenta como una curiosidad con la que están familiarizados, porque si hay algo que
abunda por estas regiones, es la Luz Mala. Es más fácil encontrarlas que a los Chacay.

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Patagonia tierra adentro

CORRAL DE PIEDRA, DONDE NACE EL AGUA

En la profundidad del cañadón, entre las paredes de piedra volcánica que caían a pique, corría un
angosto pero potente y ruidoso arroyuelo que reverdecía el suelo. Una manada de guanacos pastaba
distraída, confiada, debido a la acostumbrada ausencia de humanos. Nos acercábamos a pie por las
alturas, sin que se enteren de nuestra presencia. Hasta que escucharon las voces de Covaro, que de
improviso comenzó a contar alguna anécdota en voz alta, y no veía nuestras señales indicándole que
hablara más bajo. En consecuencia, los guanacos huyeron relinchando hacia las alturas opuestas.
El cambio en el paisaje era brusco: en lo alto el suelo era reseco y pedregoso, escaso en vegeta-
ción; dentro del cañadón, verde y húmedo. Pronto, cuatro de los siete visitantes, descendimos y es-
tuvimos caminando por una especie de gruesa esponja vegetal, impregnada de agua. Entre el pie de
la pared rocosa y el suelo esponjoso, manaban cuatro o cinco manantiales a corta distancia unos de
otros. Era tal el volumen de agua que de inmediato formaban el arroyo. Adentrándonos en el cañadón,
el suelo se tornaba arenoso. Los restos de un cerco dispuesto con piedras amontonadas, cruzaban el
ancho de una angostura. Desde allí el cañadón se angostaba hasta cerrarse por completo, con pare-
des de cuatro o cinco metros de altura. Era lo que se conocía como Corral de Piedra, que en décadas
pasadas se utilizaba para encerrar ganado. En épocas de deshielo, un arroyuelo temporal descarga-
ba sus aguas en el corral de piedra, descolgándose por una pared que se transformaba en cascada.
Dentro del corral se concentraba el calor y sofocaba como si se estuviera dentro de una caldera. De
regreso al arroyo, el agua helada nos alivió la sed. En estos tiempos, es un lujo poder tomar agua sin

Retrato de
Broglia, Lidia
Bohme, Co-
varo y Liliana
Prieto, en viejo
casco de Co-
rral de Piedra.

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Alejandro Aguado

temer que esté contaminada por la actividad humana.


Luego retornamos a los vehículos y dimos un rodeo por una huella condenada a desaparecer por
falta de uso. Descendimos hasta el hoy abandonado casco de estancia de Cañupe, situado algunos
centenares de metros de las nacientes del arroyo. Allí el cañadón era profundo y ancho, formando un
vallecito que luego volvía a descender angostándose. Al fondo de las paredes de la angostura, en la
lejanía, se veía el descenso aterrazado de la sierra, que culminaba en un extenso bajo. Al fondo, una
gran laguna. Estábamos muy alto y el horizonte era todo quietud. En un rincón del vallecito, longevas
hileras de álamos abrigaban pequeñas chacras y huertas. Un manzano y un peral lucían frutos aún sin
madurar. Entre los árboles, el intenso calor resecaba el suelo, que emanaba un fuerte pero agradable
aroma a matas secas. Dos construcciones de adobe se habían derrumbado, mientras la principal
(de tres habitaciones) se mantenía en buen estado. Conservaba las puertas y las ventanas con sus
vidrios. Algo notable, si se tiene en cuenta que su último ocupante partió hace 40 años. Dentro, mo-
mificados en el tiempo, perduraban un banco de madera, aperos, un adorno de pared para guardar
fósforos y una lámina que ilustró un almanaque. En la lámina, un teléfono de la localidad de Sarmien-
to, con el número “32” era indicativo de su antiguedad. Observamos todo sin alterar nada, porque la
gracia está en que se mantenga así por muchos años más. Mientras algunos de los siete visitantes
tomaban mate o comían a la sombra de un álamo, otros buscaban puntas de flechas o botellas anti-
guas, sembradas en derredor. Los más afortunados encontraron varias puntas de flechas delante de
la casa, para sorpresa de todos.
Hacia el interior de un cañadoncito, sobre el faldeo, se situaba un cementerio. La mayoría optó por
mantenerse a distancia, pero como cada cementerio cuenta historias, le hice una visita. Se destacaba
un panteón erigido ochenta años atrás con ladrillos de adobe, al que se le había volado la mitad del
techo de chapa. Pese al tiempo transcurrido, se conservaba en buen estado. Protegía dos tumbas
con flores de plástico. El cerco perimetral del cementerio estaba caído y apenas se podían distin-
guir diez tumbas y algunas cruces de madera, medio podridas. Eran todos indígenas, pese a ser un
cementerio cristianizado. ¿Los habrán
sepultado siguiendo rituales ancestra-
les, o los impuestos por la sociedad
occidental y cristiana? Uno no podía
dejar de pensar en las pasadas exis-
tencias de esas personas, en las va-
rias generaciones que allí pasaron al
anonimato. En estos lugares el tiempo
no parece transcurrir, sino permane-
cer suspendido. Es el humano, en su
tiempo limitado, el que se rige por un
tiempo medible. Décadas atrás, todo
el campo estaba poblado por perso-
nas y el ganado que introdujeron. Hoy,
muchos de estos rincones se silen-
ciaron de voces. Las historias se aca-
llaron y no hay quien las rememore.
Entre tanto, la naturaleza permanece
como desde hace miles de años, con
el ruidoso arroyito que riega esa sole-
dad que se vuelve a poblar de la fauna
original. Seguirá así, si es que el hu-
mano no los interviene.

Vistas de Corral de Piedra.

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Patagonia tierra adentro

EL CERRO AFRICANO (en Patagonia) DE LOS TRES


NOMBRES Y DE IMPORTANCIA CIENTÍFICA

Como varios de los cerros del centro sur de Chubut, se originó 340 millones de años atrás en el
continente conocido como Pangea. Es decir, estaba pegado a la actual África, cuando existía un úni-
co continente. Hoy se lo conoce con nombres que refieren a tres culturas: tehuelches, sudafricanos
y la nacional. En cartas topográficas de los años 50 figura como Cerro Salpú o Negro. El tehuelche
SALPÚ, quien dio origen al apellido, lideró en Chubut la última sublevación contra las autoridades
argentinas al finalizar la Conquista del Desierto. Era hermano de los renombrados Liempichum y el
cacique Sacamata. NEGRO por su característica silueta oscura, aspecto con el que se lo identifica
desde decenas de kilómetros de distancia. La zona, albergó la colonia Boers (sudafricanos de origen
holandés, portugués, alemán e inglés) que se formó en el sur de Chubut a partir de 1902. Lo llamaban
SKERBERG (Cerro áspero). Por esas paradojas del destino, los Boers partieron hacia Sudamérica
tras perder una guerra con los ingleses y, sin saberlo, se asentaron en una porción de tierra originada
en la misma región de África.
Con sus 615 metros de altura no es un cerro muy alto, pero en el entorno de bajos y mesetas cha-
tas, su contorno se destaca a gran distancia. En la lejanía aparenta ser una especie de fortaleza de

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Alejandro Aguado

altas murallas, con varios torreones, dispuestos en lo alto de una elevación. Debido a la mala econo-
mía y décadas de desertificación, atrás quedaron los tiempos en que estos campos eran destinados a
la ganadería ovina. Hoy abundan las tropillas de guanacos, los choiques (avestruces), maras, pumas
y jabalíes, y de estos últimos puede decirse que nadie sabe cómo se aquerenciaron y prosperaron en
la zona.
Van der Merwe, quien nos permitió acceder al cerro, desciende de los pioneros sudafricanos. Tras
décadas de oficiar diversos trabajos por la región, logró recomprar el campo que fue de sus padres,
en el que hoy reside. El casco se asienta al abrigo de un vistoso cañadoncito pastoso. La belleza del
lugar contrastaba con el paisaje despojado de los alrededores. Al cerro se accede transitando suaves
huellas de greda y pedregullo, que en época invernal o de lluvia funcionan como una fangosa tram-
pa para los vehículos. A la cima se llega ascendiendo por faldeos tapizados de pedruscos filosos y
terrazas en declive. Accedimos a la cima siguiendo el surco de grietas. Allí se situaba una torrecita
de hierro de un 1,25 metro de altura. Al pie, una chapa de bronce empotrada en el suelo, contenía la
siguiente leyenda: “Arco Meridiano Argentino. Punto Trigonométrico. Ley 1203. (año) 1959”. Es decir,
fue un sitio de importancia científica a nivel mundial. En relación a otros sitios similares en el país y
en otros países, fue de utilidad para precisar las formas y dimensiones de la Tierra, además de su
aplicación en el desarrollo de aspectos civiles y militares. La sorpresa fue saber que también existen
investigadores que estudian y rastrean estas señales por todo el país. Esta fue redescubierta en el
año 2016.
El techo amesetado se estiraba trescientos metros hacia el oeste. El día de nuestro ascenso, la
altura expuesta era barrida por una tempestad ventosa cuya velocidad iba de los 120 a 140 km/h.
Dificultaba mantenerse en pie, caminar, ver y respirar. Desde algunas grietas de las paredes el viento
se entubaba y ascendía vigorizado, sumando ferocidad. Allí, Matías se dejaba caer hacia el suelo y las
ráfagas lo sostenían en el aire. El esfuerzo físico de soportar tremendo embate, se compensaba con
la amplitud de la vista panorámica. A la distancia, la tormenta borraba el horizonte con dos colosales
columnas de polvillo que erupcionaban de las áreas secas del lago Colhue Huapi. Una se desprendía
hacia el sureste, ensombreciendo la figura vecina del Pico Oneto. Otra columna de tierra se estiraba
hacia el noroeste borrando por completo las serranías del oeste. Peculiar que el mismo viento, desde
el mismo lugar, originara dos corrientes de aire opuestas. Hacia el este, el faldeo descendía hasta
alcanzar los suaves declives de arroyos pedregosos, que se estiraban hacia las profundidades del ca-
ñadón del río Chico; al que el viento desgastaba volándolo en un trabajo incesante de desertificación.
En el extremo norte de la mesetita ubicamos lo que suponía encontraríamos, la presencia indíge-
na: un gran cúmulo de piedras, una tumba, que había sido profanada en busca de ilusorias riquezas.
Por ser la única y de gran tamaño, debería tratarse de alguien importante para su gente. Debajo, en
afloramientos de la cara norte del faldeo, Van der Merwe nos contó que décadas atrás se encontraban
numerosos chenques y ocasionalmente las lluvias y el viento desenterraban cráneos de niños. Al pie
de la cara sur se situaban las dependencias de un casco de estancia abandonado. De las construc-
ciones más antiguas, de piedra y adobe, perduraban pocos vestigios en pie. Otras edificaciones más
recientes, de material, eran utilizadas como campamento de cazadores. Unas maras, con saltos que
hacen acordar a los de canguros, despidieron nuestra partida. En los alrededores abundaban los ves-
tigios de los habitantes milenarios.
La última parada fue en un bajo que albergaba una gran laguna, cuyas aguas, de un blanco sucio,
se sacudían encrespadas. Un sauce y la pelambre de los pastos de un mallín, flameaban enloqueci-
dos ante el descomunal azote del viento. Al regreso, la fuerza de las ráfagas apenas permitían res-
pirar. Muy peculiar encontrar una laguna de grandes dimensiones repleta de agua en enero, en una
zona que declinaba a desierto. Desde la gran inundación de marzo de 2017, que llenó por algunas
semanas el vecino valle del río Chico, la humedad, la nieve y las lluvias comenzaron a frecuentar la
zona. Una semana antes, transitando por una ruta vecina, la densidad de la lluvia impedía ver al cerro
Salpú.
Grandes tropillas de guanacos corrían hacia los lados de las mesetas y presenciamos la paliza que
un macho jefe de manada le dio a otro que pretendió cuestionar su mandato. Nos alejamos agotados
de tanto viento, pero satisfechos con la agreste experiencia.

70
Patagonia tierra adentro

LOS MUERTOS QUE NO ERAN MUERTOS


y el asentamiento de LA TOLDERÍA

Me afirmaron: “Cerca del puesto, se encuentran esqueletos del combate de Apeleg”. Hacia allí fui
por el antiguo trazado de tierra de la ruta 40, que se tendía entre Piedra Shotel y Alto Río Senguer. En
la zona, en 1883, se había librado el combate de Apeleg, el penúltimo de la mal llamada Conquista
del Desierto. Lo protagonizaron tropas del ejército e indígenas aliados (muchos de forma forzada)
contra tribus manzaneras (hoy simplemente mapuches) provenientes del oeste de los actuales Río
Negro y Neuquén, y algunos tehuelches que casualmente acampaban en la zona. En base a dichos
antecedentes, podía ser cierta la versión que indicaba la presencia de restos humanos, de fallecidos
de forma violenta. De ser así, no alteraría nada, solo verificaría si era cierto o no.
En el puesto que me indicaron, pedí permiso e ingresamos por una huella que se internaba en
una planicie. Aunque el suelo se percibía firme, unos manchones de tierra parda me hicieron sospe-
char de su consistencia, pero ya fue tarde. La camioneta se empantanó en una greda pegajosa que
no superaba los diez centímetros de profundidad. Media hora estuve cavando, tratando de calzar la
cubierta con matas, pero solo conseguía moverla algunos centímetros, hasta que se volvía a encajar.
Regresé caminando al puesto y retorné con unos tablones de madera, acompañado del puestero,
Torres. Transcurrida otra media hora de lucha contra el barro, calcé las cubiertas con los tablones y la
camioneta se liberó. Un mapa de principios del siglo XX, me informó que esa huella era una ruta del
tiempo de los colonos, en que se circulaba con carros, o con los primeros vehículos a motor. Unía Sie-
rra Nevada (hacia el interior del territorio) con el paraje Nueva Lubecka y de allí cruzaba el cañadón
del arroyo Shaman para continuar hacia el oeste, hacia la precordillera y Chile. Todos, parajes que

Retrato de Torres.
71
Alejandro Aguado

fueron muy conocidos e importantes, pero hoy olvidados de la memoria popular.


Continuamos a pie por un terreno plano. Dejamos atrás una zona de matorrales tupidos, y nos
adentramos en una zona de manchones circulares de greda pálida y reseca, que en temporadas
húmedas formarían una red de pequeñas lagunas temporales. Luego, de improviso, arribamos a la
costa de una laguna permanente, de agua cristalina, camuflada con juncos, y abundante en algas y
renacuajos. Resultaba más propia de la pampa húmeda que de una meseta patagónica. No se la ve a
corta distancia, uno se topa con ella cuando se llega a su costa. En torno a la laguna, donde el viento
había removido y volado el suelo, abundaban los registros de presencia indígena: trozos de alfarería,
esquirlas de tallas de herramientas de piedra, manos de morteros, fogones de piedra renegridos por
el fuego y huesos trozados y quemados. Los supuestos huesos humanos, en realidad eran de anima-
les. Donde se debería encontrar evidencias de violencia, los vestigios hablaban de un asentamiento
pacífico, propio de la vida cotidiana.
Debajo de una mata asomó una lagartija con dos colas. “Ah, bicho de porquería, lo voy a matar.
Son jodidos, venenosos”, aseveró Torres. “No, no hacen nada, no lo mate”, le dije. Se quedó calla-
do, no muy convencido, fumando un cigarrillo. Al regresar, apuró el paso apartándose de nosotros.
Prendió fuego una mata y volvió a alejarse. Al llegar al puesto, intrigado, le pregunté por el motivo
del fuego: “Había una lagartija”, dijo, triunfante. Al despedirnos, me invitó: “Venga en el verano, voy a
estar en una estancia por el Apeleg. Búsqueme, así lo llevo a pescar, se pesca muy bien en el arroyo”.
A Torres no lo volví a encontrar. La última vez que pasé por Apeleg, el arroyo estaba seco. Fue algo
triste de ver.
Entre tanto, el lugar exacto del combate de Apeleg sigue esquivo a quienes quieren ubicarlo. Tal
vez, en parte, se deba a que no se trató de un combate en la forma clásica, en que dos fuerzas chocan
entre sí, de frente, en una lucha cuerpo a cuerpo. Antes que ello, se trataron de encuentros dispersos,
desplegados por diferentes puntos del paisaje.

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Patagonia tierra adentro

EN LA TIERRA DEL SHAMAN


(un viaje de 24 años)

Veintidós años y cuatro intentos me llevó acceder al sitio arqueológico Yanquenao. A comienzos de
los años 90 conocí su existencia leyendo un texto del arqueólogo Carlos Gradin, que ubicó el lugar en
1970 y lo estudió en 1979. La noticia de tal cantidad de rocas grabadas, unas 200, me resultó sorpren-
dente, como así también que pudiera existir un lugar con esas características tan cerca de Comodoro
Rivadavia. Para mí, por entonces, existían muy pocos lugares con arte rupestre. Estaba muy equivo-
cado. Durante años, en la localidad de Sarmiento fueron muchos los que me sugirieron conocerlo. El
cerro fue denominado asi adoptando el apellido de la familia que se estableció en el lugar*.

*En plano de 1928 del entonces Territorio Nacional de Chubut, realizado por Lefrancois y Porri, la
zona en torno al cerro aparece como despoblada. Dicho plano registra todos los lotes de la provincia,
tanto con ocupantes como despoblados.

73
Alejandro Aguado

El primer intento fue a mediados de 1995, guiado sólo por vagas referencias y la intuición. Al norte
del lago Colhue Huapi me adentré por una huella pedregosa que conducía hacia tierras altas. A pocos
kilómetros de alcanzar el cerro tuve que dar la vuelta a causa de una repentina y fuerte tormenta de
lluvia. Pronto, el suelo se puso fangoso y temí quedar varado en la huella. Detuve la marcha recién
al alcanzar la localidad de Sarmiento. El barro acumulado en el guardabarros era tanto que rozaba
las cubiertas. Tuve que desprenderlo a golpes de pala. Por entonces, el brazo oeste del lago estaba
casi seco.
El segundo intento fue a mediados del año 2011. Con Ángel Uranga habíamos visitado la por en-
tonces cada vez más desértica zona del nacimiento del río Chico y nos dirigíamos a Sarmiento, por
una ruta de tierra, antigua y desolada. Al acercarnos al acceso que conduce a Yanquenao, decidimos
probar suerte. Alcanzamos un casco de estancia, junto a una laguna, rodeado de cerros de piedra.
Parecía coincidir con lo que nos habían descripto, pero no ubicamos el cerro con las rocas grabadas.
Por entonces, el lago estaba a pleno y parecía ser un mar que se adentraba en la lejanía.
Para el tercer intento, a fines del año 2016, me acompañaban Miguel Escobar y Lidia Bohme, de
admirables 89 años de edad. El propietario del campo había autorizado a Lidia para que visitáramos
el lugar, pero quien tenía las llaves que abrían la tranquera de acceso no estaba en la zona. Debido
a ello encaramos un rodeo de unos 50 kilómetros extras, para ingresar por el norte. Cuando estimé
que estaríamos a espaldas del sitio que buscábamos, tomé una huella que desembocó en un casco
de estancia. Nos aseguraron que el camino se interrumpía allí. Pese a ello, visitamos otros atractivos
de la zona.
Para noviembre de 2017, quien tenía la llave nuevamente había viajado a la cordillera por trabajo.
Pese a ello, decidimos tentar suerte y poco después arribamos al casco de estancia al que había
llegado en 1995. Un empleado nos indicó el camino correcto, cuyo acceso estaba a pocos metros. A
poco de andar apareció una profunda hondonada que contenía una laguna de aguas blancas. A poca
distancia, pero a mayor altura, las edificaciones y arboledas de una estancia. Finalmente accedimos
al cerro Yanquenao. Nos detuvimos en la tranquera de ingreso a las viviendas y Lidia bajó para pedir
permiso. No había nadie. El caserío combinaba edificaciones antiguas de piedra y adobe y varias más
recientes de chapa. A unas longevas arboledas las alimentaba un manantial, por medio de un chorri-
llo de agua cristalina. A espaldas de las viviendas se elevaba el cerrito que nos convocaba. La cima
estaba coronada por las rocas con grabados. Estábamos a 600 metros de altura, y un paisaje pedre-
goso se estiraba en leves ondulaciones. A la distancia asomaban parcialmente los contornos de los
colosos de la zona: El Pico Oneto, El Cerro Pastel y el Cerro Castillo, que parecían asomarse como si
estiraran la cabeza para observarnos. Desde la cima del cerro se veía con claridad que, la huella que
desemboca en Yanquenao, continuaba y
conducía a un casco de estancia situado
unos 20 kilómetros al norte.
En este sitio, el arqueólogo Carlos
Gradín, desenterró un esqueleto de un
hombre de entre 40 y 45 años de edad,
que vivió 1.150 años atrás1. La datación
en el tiempo, sitúa a ese hombre en el pe-
ríodo en que los pueblos pre tehuelches,
dieron origen a los pueblos culturalmente
tehueches. A su vez, su cráneo presenta-
ba una deformación intencional (caracte-
rístico a los antiguos habitantes de parte
de los actuales Chubut y norte de Santa
Cruz), medía 1,66 metros de altura y tenía
una pierna más corta2. Entre los pueblos
cazadores recolectores, como los tehuel-
ches y pre tehuelches, el “distinto” era
especial y por ello tenía la capacidad de
1 García Guraieb Solana; Bernal Valeria; González
Paula; Bosio Luis; Aguerre Ana. 2009.
2 Idem, 2009.

74
Patagonia tierra adentro

comunicarse con las divinidades y los ancestros, o de curar. En la comunidad ocupaba un rol de im-
portancia, especial.
Por su parte, las rocas con pictografías rondan las 200 y comprenden el llamado estilo de graba-
dos, con motivos de grecas -en su mayoría-, los más recientes (lo que las sitúa entre los 3 mil y 1.500
años atrás). Algunos de los motivos grabados: Guanacos, pisadas de pumas, varios Aple (tambores
ceremoniales), el gualicho (ser maligno), punta de flecha, choique (avestruz), hacha ceremonial, una
probable máscara, etc. Por las características físicas del esqueleto y los temas de los grabados, cabe
suponer, que este era el hábitat de un shaman y que este era un sitio ritual. Visto a la distancia, fue
bueno que no pudiera acceder antes, ya que muy probablemente no hubiese podido “leer” debida-
mente todo lo que allí se encontraba, ni relacionarlo con sitios vecinos desperdigados por el paisaje
circundante, que por entonces desconocía.
Algo nos distrajo cuando estábamos dedicados a fotografiar los grabados. A unos cien metros de
distancia, comenzó a rugir un pequeño paredón de rocas situado en la cima de un cerro vecino. Una
única y furiosa ráfaga de viento se descargaba sobre una pequeña porción del paredón. El fuerte ruido
cesó de improviso y comenzó a bramar al fondo de un cañadoncito, al pie del Yanquenao. Enrique y
yo observábamos el fenómeno en silencio, divertidos. Luego el azote ventoso se concentró en un pe-
queño conjunto de rocas, sobre el faldeo. Se iba acercando y sólo podíamos seguir su trayectoria por
el sonido. Ni bien se acalló, una única roca, a pocos metros de nosotros, recibió la última andanada
de aire rugiente. Finalmente se acalló y retiró. Nos miramos con una sonrisa sorprendida. Hay quienes
afirmarían que el Viento Vivo hizo sentir su presencia, sin importunarnos, como sería su costumbre
de haber sido foráneos indeseables. Se diría que saludó nuestra presencia, que nos habló con voz de
viento. Era un viento amigable, con palabras de otros tiempos.
Luego nos acomodamos entre unas rocas para tomar mate, en compañía de la memoria de los
antiguos. Unas lagartijas, grandes, grises, con grandes anillos dibujados en su cuerpo, salían de de-
bajo de las rocas y se exponían para observarnos. Era la primera vez que veía ejemplares de esta
especie, posiblemente de la especie llamada Lagartija Rupestre, infrecuentes por su físico, curiosidad
y temeridad.
No mucho tiempo después, con Covaro pudimos visitar otro sitio situado a pocos kilómetros de
Yanquenao. Después de tantos esfuerzos y búsquedas malogradas, este era de fácil pero descono-
cido acceso. En cuanto a cantidad y calidad, no se quedaba atrás, ya que contamos unas cien rocas
con grabados, en apariencia mucho más antiguas pero de significado indescifrable. Algunos grabados
se estaban borrando y a
muchas rocas las estaba
tapando la tierra. En tor-
no a este sitio, abunda-
ban los registros de nu-
merosos y prolongados
asentamientos humanos.
Compartir la imagen e
información de sitios ar-
queológicos como el de
Yanquenao, aporta a la
construcción del respe-
to y la valoración de los
pueblos originarios, que
están presentes desde
hace miles de años. Res-
peto que viene del cono-
cimiento.

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Alejandro Aguado

CASIMIRO SZLÁPELIZ y LAS RUINAS


EN LA MONTAÑA

En lo alto de Payagniyeo quedaban los vestigios de lo que fueron parte de los sueños y vida de
Casimiro. En distintas oportunidades, dos de las hijas y algunos vecinos de Senguer me hablaron
con admiración de las instalaciones de El Solcito, su mina de cobre y hierro, y las ruinas de su casa.
Casimiro Szlápeliz fue un emprendedor inmensamente trabajador, un aventurero y un enamorado
del conocimiento, de las tecnologías de punta de la época y de la aviación. Un hombre que en vida
fue una leyenda regional. Conseguí el permiso necesario para conocer el lugar que tanto me habían
sugerido visitar.
La huella de acceso nacía al pie de la serranía y ascendía por una cuesta despojada y pedrego-
sa. La vivienda se situaba a mitad del faldeo, al abrigo de un suave cañadoncito, en cuyo centro se
desplegaba un mallín. Grandes y viejos árboles, con sus copas camuflaban las ruinas de la vivienda,
construida con piedra y ladrillos. Fue edificada con forma de “L”y de su estructura perduraban algunas
paredes con los arcos para puertas y ventanas. Al techo lo había destruido un incendio que provoca-
ron accidentalmente unos visitantes. Luego se quitaron piedras de las paredes para destinarlas a otra
edificación. Frente a lo que fuera la puerta de ingreso se leía una leyenda que Casimiro transcribió del
Martín Fierro de José Hernández: “Debe trabajar el hombre / para ganarse el pan / pues la miseria
en su afán / de perseguir de mil modos / llama en la puerta de todos / y entra en la del haragán”. Las
habitaciones se distinguían con claridad y en una se destacaban los restos de un sauna. Algunos me-
tros detrás se situaban tres gruesas paredes de lo que fue un taller, donde funcionaba el generador
eléctrico. Allí perduraban una fosa, dos ventanas y una caja de madera para herramientas, empotrada
en la pared posterior. Algo más apartado, un piletón profundo dispuesto con piedras en torno a una
vertiente, aún conducía agua por una cañería hasta los restos de la vivienda familiar. Un constante
chorrito de agua cristalina desbordaba la pileta de la cocina, que estaba cubierta de musgo. Pese al
calor aplastante de ese día de verano, ascendimos a pie hasta una plataforma donde se desplegaba
una antigua quinta. Entre la abundante arboleda que delimitaba y protegía la quinta, se situaba un
manantial con escaso caudal de agua. Retazos de lana de oveja cubrían el suelo. De los túneles de la
mina nada quedaba. El propio Casimiro los había dinamitado, para evitar posibles accidentes cuando
él ya no estuviera. Al pie de la quinta, descendiendo por el faldeo, se desplegaban más ruinas: un
baño para ovejas, una tolva de fundición y desde esta se estiraba un pasillo con paredes de concreto
que culminaba en un galpón de material. Casimiro había invertido años de esfuerzo y un gran capital
en dar forma al conjunto edilicio.
Desde la tolva la mirada abarcaba la inmensidad: la sierra descendía y culminaba de forma abrup-
ta, desde allí se estiraba una meseta, cruzada por los valles planos de los arroyos Apeleg y Genoa, y
el río Senguer. Al fondo, a casi 80 kilómetros de distancia, se elevaba el contorno de la serranía que
se tiende entre la ruta 40 y Buen Pasto-Colonia Sarmiento.
Las 200 hectáreas de la propiedad se recostaban a un lado de lo que fue la reserva tehuelche de
Sacamata y su gente. En la mina trabajaron muchos de los tehuelches vecinos. Sacamata fue uno
de los últimos grandes y famosos caciques que hasta fines del siglo XIX gozó de un poder efectivo.
Luego, él y su gente se establecieron como ganaderos en la tierra que les fue asignada por el Estado
Nacional. Desde la altura de la sierra se observaban las pequeñas arboledas, desperdigadas por el
paisaje circundante, que quedaron como mojón del asentamiento de cada familia indígena. Para en-
tonces, hacía décadas que la Reserva había dejado de existir.
Durante una segunda visita se ubicó el cementerio de la comunidad tehuelche, situado a corta
distancia de las instalaciones de la mina. A las tumbas se las adivinaba por las cruces de madera o
hierro forjado, caídas o tapadas por la vegetación, que todo lo había cubierto. Las pocas inscripciones
legibles las situaban entre las décadas del ´30 y el ´50. Lo que fuera el cerco perimetral, yacía en el
suelo. La tumba de Sacamata se destacaba de las demás, era una combinación del tradicional chen-
que (cúmulo de piedras) con tumba cristiana. La limpiamos de vegetación, en señal de respeto. Daba
pena el estado de total abandono del cementerio, que era también una forma de olvido.
Durante la última visita me condujeron hacia las cimas de la sierra, donde se destacaban esforza-
dos huecos que Casimiro había abierto en el suelo pedregoso para extraer minerales para su fundi-
ción.

76
Patagonia tierra adentro

El de Casimiro fue uno de los escasos emprendimientos mineros en la región, a escala artesanal.
Sin embargo, al contar solamente con su propio capital, tras décadas de esfuerzo, no le resultó ren-
table y en 1964 tuvo que vender la propiedad para retornar a Colonia Sarmiento. “Vine a explotar una
mina y ella me explotó a mí”, dijo con pesar poco antes de la partida. Pese a que no fue un haragán,
que luchó y perseveró, la frase de José Hernández no se cumplió, la economía fue implacable. De su
gran emprendimiento solo quedaban ruinas.
Casimiro fue un personaje y una personalidad mítica, al que los principales medios periodísticos
de la región solían dedicarle notas. Principalmente, se centraban en sus hazañas como aviador y
pionero de la actividad, de la que era un enorme generador de anécdotas. Pero también fue minero,
constructor de escuelas y caminos, contratista del petróleo y descendiente de los primeros colonos de
la región, a la que arribó siendo niño. Tras su muerte, los medios dejaron de hablar de él. En cambio,
el mito perdura silencioso entre los habitantes de Colonia Sarmiento y Alto Río Senguer. Pero son
relatos que perduran separados, independientes y diferenciados unos de otros, como si se tratara
de dos Casimiros. En Sarmiento se rememora su perfil anecdótico. En cambio, en Senguer fue una
personalidad de importancia para la comunidad, aportó a su desarrollo, como jefe comunal, como
forestador arbolando el pueblo y co-creador de chacras, como promotor cultural y por medio de sus
actividades económicas. Su residencia, su domicilio en las montañas, fue algo particular, fuera de lo
común. En muchos lugares del mundo, el conjunto edilicio que generó, por quien lo habitó, por sus
particularidades arquitectónicas, el paisaje en que se sitúa, sería restaurado, conservado y promocio-
nado como un lugar turístico, un lugar de relevancia histórica. Pero en esta parte del planeta, el olvido
pudo más. En otros países, posiblemente ya se habrían filmado películas con sus vivencias. Tal vez
se trata de revalorizar su figura, el entender que se trató de una personalidad única. Entre tanto, las
ruinas siguen allí, sumando tiempo e intemperie

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Alejandro Aguado

LOS PRANE DE NAHUEL PAN

El sitio donde los Prane residían en la comunidad Nahuel Pan, estremecía de belleza: un pequeño
valle de precordillera, generoso en pastizales por los que deambulaban numerosos piños de ovejas.
Pastizales regados por arroyuelos y manantiales que descendían desde las alturas, para desembocar
en una laguna. A lo lejos, donde el valle se iba cerrando, asomaba el macizo nevado de la cordillera
de Los Andes. Sobre la cara oeste del faldeo de las altas montañas, se situaba la vivienda familiar.
Allí prosperaban arboledas artificiales, quintas e islas de bosques autóctonos. Oscar Payaguala, mú-
sico tehuelche, con el que el día anterior habíamos presentado un libro en Esquel, fue quien tomó la
iniciativa y la palabra ante los Prane.
Eran tehuelches en una comunidad mapuche y por ello la lengua indígena que hablaban era el
mapudungun. Payaguala conversaba animadamente con el hijo y la mujer del cacique Prane. Asumí
un rol secundario, de testigo, mientras el mate circulaba amenizando el encuentro. Prane padre se
mantenía al margen, como ajeno a todo, echado en un sillón situado en un rincón. Perdía la vista en
un leño en el que ardía una débil llama. Lamentaba verlo ausente, había llegado con cierta expecta-
tiva de conversar con él y entendía que no iba a ser posible. En un momento, Payaguala se dirigió
a él y le comentó que yo, por vía materna, era descendiente del cacique tehuelche Manikeke*. Era
algo que había descubierto medio de casualidad conversando con los Botello de Choiquenilahue, no
mucho tiempo atrás. Ese comentario lo transformó, lo eyectó del sillón. Entonces, todo se desencade-
nó, como cada vez que pronunciaba lo que parecía una palabra mágica: Tehuelches. Lo que parecía
extinto, dormido en el pasado, salía a la luz, revivía: las historias de su gente, las anécdotas, los pa-
rentescos. Ahora, ante mí, estaba el tehuelche, alto, de largos brazos, enérgico, reviviendo historias
de otros tiempos, de otra forma de vida, de un pasado más vivo que este presente de identidad silen-
ciada, camuflada. “Manikeke, mi pariente, mi gran amigo”, afirmaba Prane, expresando alegría con el
rostro y los brazos. Narró de sus vivencias de cuando ambos deambulaban por el territorio norte de
Chubut, a caballo, de los tiempos de la vida rural, de los tiempos de libertad agreste, ya lejanos. La
última vez que vio a su amigo y pariente Manikeke, se había sentado con un toldo junto a una laguna.
Ese era su ámbito, el campo, la vida en contacto directo con la tierra.
Continuamos la charla en el exterior de la vivienda, disfrutando de la vista veraniega. Prane no me
quitaba la vista de encima, con expresión de satisfacción. Era como si a través de mí observara un
pasado entrañable.
En la paz que transmitía ese bello lugar, costaba imaginar la época dolorosa de la comunidad
Nahuel Pan. La historia dura de cuando quinientas personas fueron desalojadas en 1937, de la tierra
que el propio Estado les había otorgado en 1908 mediante un Decreto Presidencial*. Aunque muchas
familias pudieron retornar en la década del 40, el lote fue destinado para uso del ejército. Inmediata
a la vivienda de los Prane se situaba una especie de destacamento con soldados. Para residir allí,
sin más presencia que la suya, realizaron una rogativa pidiendo ayuda a los ancestros y a entidades
superiores, para que los soldados se retiraran. Pocas noches después, se desató una tormenta vio-
lenta, desacostumbrada, en la que parecía que el mundo se venía abajo. Era como si la lluvia y el
viento hubieran concentrado su furia en el destacamento, que no soportó el embate y se derrumbó.
Los soldados, empapados y agotados de hambre y frío, pasaron la noche en la vivienda de los Prane,

*Manikeke fue un cacique tehuelche de la parcialidad Gününa Kune (Pampas), emparentado con
tehuelches Aoni Kenk (Patagones). Su área de residencia era el suroeste de Chubut. En 1883 quedó
envuelto en el combate de Apeleg y de allí, junto con su familia, fue recluido en el campo de concen-
tración de Valcheta (Río Negro). Luego retornó a Chubut, donde fue retratado y recordado en escritos,
por diversos exploradores de fines del siglo XIX y principios del XX (entre ellos el Perito Moreno). Su
hija Teresa formó familia con el explorador Eduardo Botello, uno de los dos primeros colonos del sur
de Chubut. Su chenque se sitúa en Choiquenilahue (ver texto referido al chenque).
•Díaz Chele. 2003. 1937: El desalojo de la tribu Nahuelpan.
78
Patagonia tierra adentro

que los socorrieron. Desde entonces, recordaban que fueron los únicos en residir allí.
Mi presencia le había revivido recuerdos de tiempos entrañables, de lo que para él fue una buena
vida. Me alegró el haberle sido útil, en traerle un poco de alegría al inspirarlo a revivir lejanas vivien-
cias. Por mi parte, me sentía sorprendido y gratificado de cómo mis raíces patagónicas se adentraban
milenios en el tiempo. Mucho de lo recorrido y vivido en el territorio para hacer mis libros, cobraba
mayor sentido, más arraigo.

Retrato de Emilio Prane.

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Alejandro Aguado

ASCENSO AL CERRO CIARLOTTI

El Cerro Ciarlotti, visto desde el paraje Los Tamariscos, pareciera ser uno más entre tantos y
apenas se destaca algo del entorno por su altura. Se eleva donde la sierra apoya sus bordes sobre
la meseta. Según cómo lo ilumine el sol, su cresta aparenta ser lo que quedó de las paredes de un
antiquísimo cono volcánico. Los que conocimos a Trudy Bohme, quien habilitó el museo de Los Ta-
mariscos, sabíamos que para ella fue un sitio especial. Lo atestiguan una serie de fotos tomadas en
la cima. También se comentaba que allí habían encontrado una momia. Eran motivos más que sufi-
cientes para que despertara nuestra curiosidad, pero demoramos algunos años el concretar la visita.
Durante algunos kilómetros, el día que lo visitamos, nos acompañó un paisaje arrasado por el fue-
go, mutado a una planicie arenosa por la que vagaban dos zorros desconcertados ante tal devasta-
ción. La quemazón arañó los bordes de la serranía. Lo sofocaron afloramientos rocosos del suelo y el
borde húmedo de un mallín, inmediato al casco de estancia sin habitantes. Luego la huella ascendía
zigzagueando, entre faldeos y cerritos de cima chata. Basados en experiencias previas, nos dijimos:
“Por acá deben haber chenques o cementerios indígenas”. Algunos kilómetros después accedimos a
un gran mallín con pretensiones de pequeño valle. Afloraban abundantes manantiales que formaban
riachos y lagunas, que verdeaban el suelo. Centenares de guanacos huyeron hacia los márgenes y
las alturas vecinas. Continuamos el ascenso y nos detuvimos a unos tres mil metros de las espaldas
del cerro Ciarlotti, para continuar a pie. El faldeo del cerro parecía ser la pared de una muy empinada
pirámide. Desde el pie se lo veía despojado, sin ningún atractivo. El viento soplaba desbocado y nos
abrigamos adecuadamente para encarar la subida. De todos los cerros de las serranías que subimos
los últimos años, este fue el que demandó el mayor esfuerzo por la pendiente muy pronunciada, el
suelo arenoso, la gran cantidad de piedras sueltas y el acoso del viento. El tamaño de las piedras,
que parecían de lodo sólido, redondeadas y porosas, no se correspondían con su peso insignificante.
Al alcanzar la meta, nos recibía el turbulento bramido del viento al estrellarse contra unas paredes
de roca. Sobre una saliente, lo que aparentaba ser un corralito de piedra, era una tumba indígena,
profanada. A la cima la coronaba una torrecita de hierro, similar a las dispuestas en varios de los al-
tos cerros agrestes de la franja central de la región. Según anunciaba una placa, fue colocada en los
años 60 por el Instituto Geográfico Militar. La cima era la parte más alta de una cresta de roca que
descendía en arco por la cara oeste, hasta perderse en las entrañas del pie del cerro. Al terminar una
sesión de fotos, en un extremo vimos dibujarse lentamente la figura de Covaro, que arribaba a paso
lento pero constante. Debido a su barba, gorro y campera blancas y el bastón con el que se ayudaba
en su andar, parecía que observábamos el arribo de un profeta y que nosotros éramos sus discípulos.
De inmediato, encaramos una segunda sesión de fotos. Estábamos satisfechos, felices del objetivo
conseguido. Sobre la margen sur, la cresta formaba una insospechada pared de roca de entre 3 y 15
metros de altura. Entre tanto, las nubes se abrían y cerraban, iluminando o apagando las distancias
estiradas, dibujando y coloreando el paisaje.
A nuestros lados observábamos los sitios de exploraciones previas y cerros que habíamos ascen-
dido: Cerro de las Calaveras (a 43 km), El Dobladero (a 13 km), Corral de piedra (a 26 km), Muchi-
guao (a 15 km), Sierra Nevada, etc. Lo único que desentonaba era la superficie herida por el fuego,
que despedía fantasmales nubes de polvo. Desde los 978 metros de altura del cerro, se percibía
un peculiar efecto óptico que modificaba las vistas acostumbradas. Al fondo, elevándose sobre el
horizonte (a 120 km), las montañas cordilleranas semejaban un desordenado amontonamiento de
cerros. El boscoso curso superior del río Senguer parecía escurrirse mansamente sobre la superficie
de la meseta que conduce a Alto Río Senguer. La meseta, que al transitar por ella se percibe plana y
recta, se veía en declive. El descenso lo encaramos por el sureste, bordeando el pie del afloramien-
to, que formaba altas paredes, cuevas, grietas y salientes de formas que invitaban a la imaginación.
Era como el paisaje de una película donde podrían aparecen seres fantásticos. En cambio, eran los
dominios de un gran Pilquín, animal que aparenta ser una ardilla de gran tamaño.
Al retornar al pie del cerro y mirar hacia atrás, de la gran formación rocosa no se percibía nada, sal-
vo un indefinible manchón oscuro. Regresados al vallecito pastoso, nos detuvimos junto a una vieja
arboleda. Allí se situaba la vivienda-boliche del médico italiano Ciarlotti. De él toma el nombre el cerro.
A un lado, se conservaba en buen estado el trazado de una de las antiguas rutas para carros que se
adentraban en la sierra, camino a Colonia Sarmiento y Buen Pasto. Poco quedaba de las construccio-
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Patagonia tierra adentro

nes, excepto un baño para ovejas y algunas piedras que delimitaban las bases de edificaciones. Tras
una rápida comida, nos entretuvimos rastreando lo que perduraba de los rastros de la vida cotidiana
de décadas atrás. Camuflados entre las raíces de arbustos o semi enterrados en la arena, aparecie-
ron: botellas de cerámica y vidrio, un tintero, una bombilla labrada, puntas de flechas, restos de alfa-
rería, etc. Junto a las bases de piedra, se asomaba entre la arena la base de una botella de cerámica.
Removí algo de la tierra que la cubría y pensé en voz alta: “Está entera”. Todos observaron atentos
hasta que la desenterré por completo: Era una botella de cerámica de ginebra Bols, de principios del
siglo XX, con una poco común manija y la inscripción “Erven Lucas Bols. Het Lootsje. Amsterdam”. Mi
hallazgo provocó cierto revuelo y el entorno fue explorado en detalle, hasta que apareció otra, pero sin
manija ni inscripción. Entre tanto, Covaro caminaba ensimismado entre altos arbustos, observando el
suelo en busca de puntas de flechas. Levanté la botella para que la viera, y le dije: “Covaro, vamos
a brindar por lo que encontré”. La vio, dio vuelta la cara y levantó los brazos en señal de un cómico
fastidio. En un viaje anterior, aunque no soy un “buscador de flechas”, había encontrado piezas muy
raras, lo que provocó comentarios acerca de mi repentina suerte. Situación que ahora se repetía.
En los bordes de cimas planas de los cerros que contorneaban el vallecito, con José María ubi-
camos dos chenques de los cuales uno estaba profanado. Por las piezas líticas que íbamos identi-
ficando, resultaba evidente que los antiguos habían hecho un uso intenso del lugar y de sus rocas:

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Alejandro Aguado

morteros, un afilador de astiles (el palo en cuyo extremo se coloca la punta de flecha), etc. Unas
piedras planas, situada junto a un chenque, parecían contener rastros de antiquísima pintura roja y
amarilla. Pueblos del pasado solían pintar de rojo a sus muertos, con lo cual podría suponerse que la
finalidad de esa pintura era funeraria. Entre los “flecheros” las piezas más buscadas son las puntas
de flecha confeccionadas en piedra, por ser visualmente atractivas. Lo que importa es el objeto en sí.
Sin embargo, las que brindan información son esas y muchas otras piezas ideadas para otros fines.
Es como ser un detective que une piezas de un rompecabezas para leer la vida de tiempos antiguos.
Sin entrenamiento y un mínimo de conocimiento, esas piezas resultan invisibles a la vista. En el lado
opuesto donde se situaba uno de los chenques, junto a una pequeña pared, se habían removido ro-
cas hacia un lado. Ese sector despejado parecía un living al aire libre, donde el ambiente se sentía
muy agradable. Un poco más arriba de nuestras cabezas, el viento circulaba inofensivo. El cansancio
y la molestia de viejas heridas físicas, nos disuadieron de extender nuestras exploraciones a cerros
vecinos.
Una gran construcción de piedra era el edificio principal del casco junto al que se detuvo el fuego.
Aunque desde sus espaldas se veía como una única edificación, una parte estaba destinada a galpón
con corrales internos y el restante a vivienda. Tenía un patio interno, techado con un alero y cuatro
dependencias. Excepto la cocina, llevaba años fuera de uso, pero en buen estado de conservación.
A sus espaldas se desplegaban grandes arboledas, un corral de piedra y un gran mallín por el que
corría un arroyito.

Tal como sucede con otros grandes cerros, que vistos a la distancia aparentan ser una masa
uniforme, el Ciarlotti y su entorno atesoraban parajes insospechados. Todos con huella humana, del
tiempo de los pioneros y de los pueblos originarios. Rastros de modos muy distintos de vivir la vida.
Asimismo, es parte de una serie de sitios arqueológicos que se encadenan entre si a lo largo de la
sierra, lo que evidencia que estuvo habitada desde miles de años atrás. En lo personal, para los seis
que transitamos el lugar, fue concretar una meta largamente demorada. Había superado nuestras
expectativas.

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Patagonia tierra adentro

PARADA KM 162, UN SITIO HISTÓRICO


QUE NO LO APARENTA

Medio siglo atrás fue un sitio de cierta importancia, al contar con hoteles-boliches de campaña
para los viajeros que transitaban la ruta que aún se tiende inmediata a lo que fue la estación de ferro-
carril. Más atrás en el tiempo, fue el punto desde el que partiría un ramal del ferrocarril hacia la zona
de Lago Buenos Aires, en la cordillera de Santa Cruz. A su vez, ese ramal se uniría en su punto medio,
al riel que se tendería paralelo a la actual ruta 40 y que nunca se llegó a construir en su totalidad (la
Trochita formó parte de ese proyecto). Asimismo, Parada km 162 fue uno de los parajes más “viejos”
de la zona. A mediados de 1902, cuando solo era conocido como “km 162”, allí funcionaba una oficina
de telégrafo. Es decir, cuando el territorio recién se estaba poblando con colonos. Ese año fue parte
de una anécdota que involucró a los peritos de Argentina (el Perito Moreno), Chile, y el mediador de
Inglaterra, cuando ambos países estaban delimitando su frontera. Supuestamente Moreno engañó al
árbitro inglés para favorecer al país en el dictamen por la cuestión de límites, pero ello no sucedió. Por
esa anécdota, el paraje pasó a la historia.
De regreso de una tarde de disfrute en la costa del lago Musters, en Colonia Sarmiento, me detuve

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Alejandro Aguado

un momento en el antiguo poblado y estación de ferrocarril Parada Km 162 o Enrique Hermitte. Salvo
rieles, durmientes y el tanque de agua que se utilizaba para aprovisionar las calderas de las locomo-
toras, pocas ruinas quedaban de lo que fue la infraestructura de la estación. Desde que había concre-
tado en 1996 la primera edición del libro “Aventuras sobre rieles patagónicos”, sobre el ferrocarril del
sur del Chubut, no la había vuelto a visitar. En los 90, me resultaba una de las menos atractivas para
visitar: era una de las antiguas estaciones con la menor cantidad de registros materiales, y situada en
una planicie poco atractiva, abierta y de escasa vegetación. Con el transcurrir de los años, muchas de
las restantes estaciones siguieron su camino de deterioro y saqueo. En 2006 se levantaron las vías
y durmientes en gran parte del trazado. Se detuvo cuando intervino la justicia, a escasos kilómetros
de Parada km 162. Fue de las pocas que se salvó del despojo. Desde entonces, pasó a ser de las
más atractivas. En comparación, de tener poco y nada, pasó a conservar lo fundamental: el terraplén
con vías y durmientes, el alma, lo que en su momento le dio la vida. Me reconfortó volver a caminar
por allí, sentir la conexión con las décadas pasadas, con los tiempos idos. Un viaje en el tiempo, ca-
minando el presente. Los robustos durmientes de madera asomaban como vértebras de un gigante
sepultado, resistentes al deterioro que imponen décadas de intemperie, con un lado de sus bases
horadadas por el persistente soplo del viento noroeste, o semi cubiertos de canto rodado y pequeños
arbustos espinosos. Sosteniendo los rieles de hierro fabricados en el lado norte del mundo en 1891 y
1910, a los que el tiempo los había teñido de un ocre rojizo. El edificio circular, con sus bases de pie-
dra y paredes de ladrillos cocidos y concreto, aún cumplía su función de sostener el tanque de hierro,
cuyo propósito fue surtir de agua a las locomotoras que hoy sólo eran un recuerdo atesorado en viejas
fotos en blanco y negro. El interior de la construcción servía de reparo y el hueco de la puerta parecía
el lente de una cámara de fotos que centra la vista en la lejanía monótona de las mesetas. En busca
de algo desacostumbrado, vagué por los alrededores, reconociendo antiguas y extintas instalaciones
del ferrocarril y de la actividad petrolera. Caminando sin rumbo hacia la planicie estirada del oeste,
arribé a un desvío de vías al que nunca había prestado atención. Concluía junto a un terraplén eleva-
do, sostenido a los lados por postes y chapas de hierro, sobre el que se erigía una manga de tablas
de madera, para conducir ganado hasta los vagones. Inmediato, un corral dispuesto con alambres de
seis hilos, sostenidos por postes de madera y varillas de hierro, en perfecto estado de conservación.
Era como si lo hubiesen cerrado para volver a utilizarlo pocos días después. Sin embargo, desde el
cierre del ferrocarril en 1978 habían pasado cuarenta años. Arbustos y el terraplén de las vías lo ha-
bían ocultado de la vista desde la ruta vecina. La ruta de tierra que fue la principal del sur de Chubut,
que conducía al antiguo acceso de Colonia Sarmiento, a la cordillera y zonas aledañas. Hoy, relegada
a ruta secundaria, pero muy transitada por los petroleros.
En esa aridez sonó mi celular y, para mi sorpresa, pude mantener una conversación. Algunos
beneficios trae la actividad petrolera, como el poder comunicarse desde el campo. Más tarde descubrí
que el aparato se me había caído en Parada. Volví pocos días después con la intención de recuperar-
lo, pero alguien ya lo había encontrado. Señal que es un sitio visitado, pese a que se supondría que
allí no se detiene nadie por sus aparentes escasos atractivos. Es otro de los tantos sitios históricos
que el olvido, la indiferencia y el tiempo van borrando de la geografía y la memoria.

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Patagonia tierra adentro

EL PUENTE FERROVIARIO
Y EL ZANJÓN DEL CERRO NEGRO

Nada en el paisaje hace sospechar que al sureste del valle de Sarmiento perdura un gran puente
de hierro del ferrocarril. Para que haya un puente, tiene que haber o hubo agua y, a simple vista, en
esa zona el suelo se presenta mayormente reseco, apenas salpicado por arbustos.
El Zanjón del Cerro Negro y la ruta de asfalto se cruzan a 20 kilómetros al sureste de la ciudad de
Sarmiento. Allí tiene aspecto de ser uno entre tantos canales de desagote del agua que se acumula
en los campos en temporadas húmedas. En realidad es un brazo que se desprende del río Senguer
al suroeste del valle de Sarmiento, y corre en dirección a naciente. En verano disminuye su caudal
o se seca, y si alcanza la ruta de asfalto es con los últimos estertores. Entonces se lo ve pantanoso,
encharcado, al que la greda tiñe de un color lechoso. Tras recorrer casi 40 kilómetros, vertía sus
aguas en la margen sur del lago Colhue Huapi. Hoy casi nunca llega a destino. Una hilera de sauces
acompañan grandes tramos de su cauce. Casi nadie recuerda su existencia, por eso cuando se habla
del afluente que surte de agua al lago se nombra únicamente al “Falso Senguer”, que se tiende 20

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Alejandro Aguado

kilómetros más al norte. En mapas de fines del siglo XIX y principios del XX, se dibujan con claridad
los cauces de los dos afluentes del Colhue Huapi: el Falso Senguer y El Zanjón del Cerro Negro.
La estación de ferrocarril Colhue Huapi es la que más y mejor conserva sus instalaciones, de
todas las del extinto ferrocarril del sur de Chubut. Aunque la visité varias veces mientras realizaba mi
libro "Aventuras sobre rieles patagónicos", desconocía la existencia del puente en las cercanías. Fue
el escritor-poeta y dramaturgo Juan Carlos Moisés quien me habló de él. De chico, con sus amigos,
saltaban desde el puente para nadar en las aguas del Zanjón. La anécdota me llamó mucho la aten-
ción, porque para caer de cierta altura sin chocar contra el fondo y poder nadar, debería tener una
profundidad considerable.
Pude conocerlo varios años después de anoticiarme de su existencia. Paseaba por los alrededo-
res, lo recordé, tenté suerte siguiendo el tendido de las vías y lo ubiqué a un centenar de metros del
cerro Negro. Era un día de verano, poco apropiado para pasear pon el campo. Con casi 40 grados
de temperatura el aire parecía haberse extinguido y obligaba a un caminar pausado, aplastaba. El
terraplén de las vías se estiraba hasta interrumpirse al alcanzar una pared de sauces. En ese punto
se situaba el puente del tipo armadura: diseñado para sostenerse cuando se aplica peso mediante la
tensión de cada una de sus piezas. Matas de calafate y las ramas de los árboles camuflaban al coloso
de hierro. Su estructura descansaba en sus extremos sobre dos robustas bases edificadas con blo-
ques de piedra de basalto negro. El puente no tenía suelo y había que caminar sobre los durmientes.
Debajo, el agua se veía turbia, estancada. Con el cauce taponado, fluía de forma perezosa, expan-
diéndose hacia los lados. Daba la impresión de ser un pantano, de cuya superficie asomaban pastos,
algas y arbustos, y ahogaba los troncos de los árboles. Visto a la distancia, El Zanjón del Cerro Negro
resultaba una línea de un verde intenso, que contrastaba con las elevaciones ocres y desvestidas del
extremo norte del Cerro Negro y sus afloramientos rocosos de forma cónica. De fondo, se recortaban
los paisajes lunares multicolores del faldeo que cierra el valle por el sur.
Según se aprecia en imágenes satelitales, el Zanjón pierde la mayor parte de su agua entre los
kilómetros 6 y 23 de su trayecto. Se lo va desviando para regar chacras, en el sur del valle de Sar-
miento. Ello, sumado a que la ruta de asfalto taponó un antiguo delta que desaguaba en el Colhue
Huapi, contribuyen a parte del achicamiento de la superficie del lago.
Por su parte, el puente, de 21 de largo por 9 de ancho, parece perdurar indiferente al paso de las
décadas. Nació en un tiempo en que las cosas se hacían para que duren para siempre. Fue pensado
para ser fuerte, resistente al paso de las toneladas de peso de cada formación ferroviaria: locomoto-
ras, tender y vagones en todas sus variantes. En el año 2006 se salvó por poco de ser desarmado con
fines inciertos. Ese año la justicia intervino para detener en Parada Km 162 (a unos 20 kilómetros de
distancia) el levantamiento de vías y durmientes del ramal, ya que no se cumplieron con los requisi-
tos estipulados por Ley. Si se lo compara con los existentes en otros ramales del país, su tamaño no
resulta significativo. Sin embargo, representa una rareza para un ramal que se tiende por una región
árida donde el agua es un bien escaso.
Tanto el puente como el Zanjón, hoy no cumplen con su sentido de origen: uno no aporta vida al
lago y el otro no se utiliza para que circule material rodante ferroviario. Ambos quedaron traspapela-
dos, con una presencia relegada, desconocida. Son memorias silenciosas de lo que fueron.

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Patagonia tierra adentro

LAS PINTURAS DE MULANGUIÑEO

Apartándose unos 30 kilómetros de la ruta nacional 40, hacia el interior del territorio, se sitúa
Mulanguiñeo. Se accede circulando alternativamente por una antigua ruta de tierra y luego por una
angosta huella de estancia. El paisaje por el que se accede resulta monótono, con una combinación
de planicies, con cerritos y lomadas onduladas, y pequeños bajos con lagunas secas de suelo gre-
doso, apenas vestidos por matorrales y coironales. “Te vas a dar cuenta cuál es el lugar cuando veas
un casco de estancia junto a unas paredes de roca y una laguna. Atrás, sobre el faldeo, están las
pinturas.”, me indicó Angel Villarroel. De acuerdo a ello, acostumbrado a visitar sitios arqueológicos
con arte rupestre, esperaba arribar a una zona con cerros con altura de cierta importancia, o con
grandes paredes de piedra, pero hacia nada parecido me conducía la huella. Con una elevada serra-
nía de tierras gredosas de color pastel al frente, la huella descendía por cañadoncito que llevaba a
un bajo gredoso. A un lado se divisaba un suave faldeo con discontinuos afloramientos de rocas, que
se extendía por varios kilómetros hasta formar un muro extenso y escasa altura. Daba la impresión
de ser los restos o bases de una antigua fortaleza. En un tramo donde la pared presenta la mayor
elevación expuesta - unos 6 metros de altura-, nacían varios manantiales cuyos cauces diminutos
reverdecían el suelo hasta desembocar en una laguna alargada (de 250 mt de longitud), de aguas
cristalinas. Inmediatas se situaban dos viviendas de ladrillo cocido y adobe, las ruinas de otras más
antiguas, corrales, viejas arboledas y grandes matorrales desplegados al abrigo del murallón. Quien
allí estuviera se había retirado hacía poco porque habían caballos encerrados en los corrales. Era una
especie de pequeño oasis en un entorno abierto, agreste, expuesto al viento del oeste que nace en la
cordillera, de esos parajes que en invierno suelen quedar aislados a causa de nevadas. Medio cente-
nar de pinturas rupestres se disimulaban entre rocas resquebrajadas, en el sector donde el murallón

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Alejandro Aguado

alcanzaba su mayor altura. Correspondian al estilo geométrico de grecas –entre 1500 y 700 años
atrás-. Es decir, al estilo más reciente de los 9 existentes en Patagonia, el que se puede asociar a la
cultura de los pueblos tehuelches. Muchos de los dibujos, pintados mayormente de color rojo, estaban
medio borroneados, desgastados por el clima. Entre el sitio con pinturas y un extremo de la laguna, se
situaba un pequeño cementerio con dos tumbas cristianas, antiguas. De la arenisca del suelo aflora-
ban esquirlas trabajadas miles de años atrás por los indígenas, para fabricar herramientas de piedra.
Siguiendo mil metros el contorno del murallón, afloraba otro manantial que daba vida a otra la-
guna, de menor tamaño. Allí se situaban unas pocas pinturas, medio tapadas por musgo. Inmediato,
adosado al muro, un gran corral de piedra parcialmente derruido. Otros 5 kilómetros después, se
situaba otro paraje muy similar que también contenía pinturas rupestres. Visto desde lo alto, el muro
era el límite exterior de un gran flujo de la lava que formó una planicie de forma ovalada. El origen era
un cerro de 980 metros de altura, situado 5 kilómetros al norte. En los bordes de la planicie se habían
formado varios piletones que embalsaban agua, desde los cuales fluía lentamente entre los pliegues
de las rocas, para aflorar por medio de los manantiales. El piletón más cercano a las casas estaba
poblado de garzas y patos.
Hasta entonces no había conocido un sitio con arte rupestre en paredes tan bajas, dispuesto en
un paisaje sin los grandes atractivos que suelen caracterizarlos. Pese a ello, reunía todos los ele-
mentos necesarios para la vida de los pueblos originarios: leña, abrigo, agua, reparo y animales para
cazar. En terminología de los tehuelches, sería un “Aike”o “Kaike” (allí hay), un paradero. Estos tres
sitios formaban parte de un encadenamiento de sitios arqueológicos dispuestos en la margen oeste
de la sierra, que contenían arte rupestre, cementerios (enterratorios) o talleres líticos (conocidos como
“picaderos”): Cerro Shequen (18 km), El Moyano (25 km), Muchiguao (42 km), Cerro Ciarlotti (57 km),
etc. Sabía que hacia el norte y el oeste existían más, pero aún no los había visitado. La disponibili-
dad de los citados recursos naturales también llevaron a los colonos a establecer los cascos de las
estancias en esos Aikes.
Una vez recorrido el entorno, la paz del lugar invitaba a sentarse a tomar unos mates, junto a una
estufa a leña, y perder la vista en la lejanía. Estos son lugares que invitan a mutarse con los tiempos
lentos del campo, con los horarios regidos por la ancestral posición del Sol.
Poco tiempo después regresamos para filmar parte de un documental y en esa ocasión estaban
los habitantes. Fuimos muy bien recibidos y al concluir la filmación pudimos disfrutar de los mates
pendientes desde la visita anterior. Aunque se situaba a pocos pasos de las viviendas, les producía
cierto resquemos visitar el cementerio, del que conocían su existencia pero nunca habían visitado.
Desde los tiempos milenarios, por medio de su arte rupestre, los antiguos nos siguen mostrando
su admirable conocimiento detallado del territorio, recordándonos su antigua presencia y su forma de
ver el mundo.

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Patagonia tierra adentro

LA PENÍNSULA DEL LAGO FONTANA


una región bonzai

Los lagos Fontana y La Plata se encajonan entre altas montañas, formando en una especie de
túnel transversal por el que el viento se entuba para luego expandirse debocado en dirección a las
mesetas esteparias. Situados a más de 900 metros de altura, la mayor parte del año predomina un
clima frío, áspero. Sus altas montañas se observan a más de 100 kilómetros de distancia. Aparta-
do de los circuitos turísticos tradicionales, siempre fue destino de pescadores o de cazadores (en
cotos de caza), además de los ganaderos que allí tienen establecimientos. También se les dio uso
industrial, como la minería a baja escala y la industria maderera, con varios importantes aserraderos
de los que hoy solo quedan esqueletos de sus maquinarias y edificaciones. Debido a ello, grandes
lanchones surcaban sus aguas transportando rollizos. Hoy se les sumaron hombres de fortunas que
instalaron chalets de fin de semana, buscando aislarse del mundo y, lo más interesante, un parque
natural para la conservación y recría de huemules.
De todos modos, siempre se conservó como una zona agreste, apartada, a la que se debe ir
especialmente. Cuando se llega, pareciera que allí termina todo, que es el fin, que no hay a dónde

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Alejandro Aguado

seguir. La margen sur, que era la más concurrida, con los años ha quedado relegada por la norte y
debido a ello pareciera retornar a su estado agreste original. El comportamiento poco conveniente de
parte de algunos visitantes, provocaron que los lugares de acceso a los lagos y las costas de los ríos
se fueran limitando y cerrando. La península del Lago Fontana, junto a la que nace el río Senguer, es
uno de los sitios donde el acceso está vedado por tranqueras. En 2016, tras asistir a la Feria del Libro
de Alto Río Senguer, viajamos al lugar con Miguel. Está a cargo de un lote y se había ocupado de abrir
una huella hasta la punta de la península. El propósito de la huella era poder circular esquivando los
obstáculos, que se presentaban metros a metro, como grandes rocas, cerros, lagunas, arroyos, bos-
quecillos, pendientes, suelo anegado y la costa del lago donde la península se angosta hasta medir
apenas 100 metros de ancho. Es decir, no se la trazó para transitar lo más cómodo y rápido posible,
simplemente para poder circular. Sobre la cima de un cerro boscoso, a un lado nuestro, alcanzamos a
ver 6 o 7 siervos hembras que pronto se perdieron adentrándose en el follaje. En lo alto de una peque-
ña bahía la huella se abría en dos. Una descendía abruptamente atravesando un bosquecillo que de
tan enmarañado parecía una sólida pared de varios metros de ancho. En la arena de la costa estaban
dibujadas las huellas recientes de una jabalí y sus crías, algo que podía resultar peligroso. Desde
la bahía de aspecto paradisíaco, atravesando el lago en línea recta, se veían los viejos edificios de
Gendarmería. Regresados a las alturas, continuamos a pie en dirección al extremo de la península.
Atravesamos un laberinto de arbustos achaparrados de ñires que de alto apenas nos superaban las
rodillas, atentos a la posible presencia de jabalíes. El paisaje de estepa se entremezclaba con retazos
de bosque. Los arboles de mayor altura se veían moldeados con sus copas orientadas hacia el este,
por el azote constante del viento. Desde la costa la vista era impactante, con el lago abriéndose delan-
te nuestro, rematado con un fondo de tormenta por el cual se colaban los rayos del sol. A los lados, las
laderas boscosas de las altas montañas. Contorneamos la costa pedregosa, en la cual descansaban
rollizos de grandes y antiguos árboles cortados en los extintos aserraderos. Al alcanzar un pequeño
bosquecillo costero, la gran sorpresa: los restos de tres grandes barcazas. Sus estructuras de ma-
dera, de color gris blancuzco, sumamente deterioradas, estaban siendo engullidas por los arbustos.
De una sólo se podía adivinar su largo. Tiempo después supe que habían pertenecido a un extinto
aserradero y que las habían varado allí de forma provisoria, pero nunca más retornaron al agua. Aho-
ra eran olvido que el tiempo iba devorando. Para retornar a los vehículos debimos atravesar la costa
de una laguna contorneada de ñires. El suelo estaba formado por una tundra que ante cada paso se
hundía como si se caminara sobre un colchón. Desandando el camino, al pasar un bosquecillo, nos
encontramos de frente con un ciervo macho con una enorme cornamenta y siete u ocho hembras. Las
expresiones de admiración y sorpresa fueron unánimes. Vigorosos y veloces, pronto se adentraron
en el bosque, sin que darnos tiempo a tomarles fotos. Miguel Escobar no se resignó y salió corriendo
tras ellos, cámara en mano. Pero no consiguió fotografiarlos, imposible alcanzarlos. Los conocía de
verlos en zoológicos, pero encontrarlos en la naturaleza, en su estado salvaje, es una experiencia
conmovedora.
La Península, de apenas 8 kilómetros de extensión, es como un bonzai, una región en miniatura
donde todo está concentrado. En tan poco espacio se cuentan 4 grandes lagunas que parecen pe-
queños lagos y otras 18 de menor tamaño. Con sus costas tapizadas de juncales, tundra o bosques,
y pobladas con una fauna abundante. Asimismo, se elevan 4 o 5 grandes montañas que parecen
pequeñas cordilleras, con sus laderas tapizadas de altos bosques y kilómetros de costa reparada,
entre bahías, caletas y pequeñas penínsulas. La historia también se hace presente en los restos de
las barcazas, recuerdo de lo que fue una industria. Es decir, la península resume casi todo lo que se
puede encontrar y disfrutar recorriendo los lagos Fontana y La Plata: naturaleza agreste, fauna salva-
je, pesca, aventura. Un lugar casi secreto, donde la presencia humana es casi nula.

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Patagonia tierra adentro

MATA AMARILLA, EL EXTINTO PUEBLO MUSEO

La visión foránea sobre Patagonia indica que el paisaje está dominado por la "nada". Es la pers-
pectiva del turista que transita rápido, sin tiempo para detenerse a conocer en detalle, apurado por
recorrer las grandes distancias típicas de la región. En la mayor parte del territorio de Santa Cruz, con
sus paisajes que se adentran en el horizonte sin muestras de interrumpirse, esa visión aparenta ser
exacta. El valle plano del río de nombres tehuelches, Chalía o Shehuen, pareciera ser uno de ellos.
Una que otra arboleda, situadas a gran distancia entre sí, como si fueran pequeñas islas, interrumpen
cada tanto la monotonía amarillenta de los coironales que lo tapizan. A la vera del río, que serpen-
tea por el valle con aspecto de ser un canal angosto y profundo, se sitúa lo que fue el poblado Mata
Amarilla. Nació en el tiempo en que los colonos se adentraban en el territorio buscando tierras para
poblar con ganado. Para ellos fue una pequeña pero necesaria avanzada de la cultura occidental en
un territorio vasto. Mi abuela materna, Isabel, de chica residió en el pueblo durante una temporada.
Su padre trabajaba para una comisión de topógrafos del Instituto Geográfico Militar que relevó la
región. La esposa de uno de los topógrafos, que se encariño con ella, se ocupaba de cuidarla. Ella
recordaba que a la noche los pobladores, viajeros e integrantes de la comisión se reunían en un
boliche a comer, tomar y jugar a las cartas. Cerca se situaba una escuela y la vivienda de adobe de
una familia tehuelche. El valle era un muy antiguo y tradicional sitio de asentamiento y tránsito de los

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Alejandro Aguado

pueblos indígenas (pre tehuelches y tehuelches), y por entonces aún estaban presentes.
16 kilómetros al oeste de Mata Amarilla prosperó el paraje Piedra Clavada y a 21 kilómetros la
aldea Tres Lagos, situada a la vera del trazado de la actual ruta nacional 40. Desde los años ´30, Tres
Lagos perduró y se desarrolló, mientras que Mata Amarilla languideció hasta extinguirse. A comien-
zos de los 2000, transitar la ruta 40 de tierra aún era una aventura por las descomunales distancias
sin poblaciones, el no siempre buen estado del trazado y la escases de combustible. Era ideal para
quien disfruta de la aventura. Para alcanzar Mata Amarilla desde Tres Lagos, había que internarse por
un tramo antiguo y abandonado de la ruta que conduce a la costa. Estaba en pésimo estado, era un
pedrero que obligaba a circular a paso de hombre, con peligro real de romper el vehículo. El extinto
poblado se había conservado como una especie de museo al aire libre. Todo remitía a un pasado
lejano: el viejo y pequeño puente de madera sobre el río Chalía; inmediata, una explanada elevada
respecto del cauce del río, en cuyo suelo asomaban las bases de edificaciones; corrales de madera y
palo a pique junto a los restos de construcciones de adobe y ladrillo y, desperdigadas a su alrededor,
camas, mercaderías aún conservadas en sus envases originales, balanzas, botellones, un lavarropas
manual, una prensa para lana, etc.; entre la explanada y una laguna, las ruinas de una construcción
de material. Detrás de unas frondosas arboledas se situaba un casco de la estancia que, por su in-
fraestructura edilicia, evidenciaba haber gozado de cierta opulencia. Me acerqué para pedir permiso
para caminar tranquilo por el pueblo, pero no había nadie. A simple vista, en el casco se destacaban
un antiguo y desmesurado surtidor de combustible fabricado en Springfield, EEUU, un viejo tractor
con ruedas de hierro, arados de hierro para ser tirados por caballos y varias carretas.
La joya de Mata Amarilla era una elegante edificación de chapa, de gran tamaño, conservada in-
tacta en un extremo de la explanada. Las puertas de madera estaban con llave y desde las ventanas
que no estaban tapiadas se observaba que en su interior atesoraba muebles y los pisos y paredes
revestidas con tablas de pinotea. Dentro, el ambiente se percibía cálido y confortable.
Generosos pastizales, grandes arbustos y sauces que descansaban sus ramas en el agua lecho-
sa, acompañan los márgenes del río. Alejándose pocos metros del cauce de agua, el paisaje se torna
estéril y despojado. Entre el río y el casco de la estancia se desplegaban longevas y abundantes
arboledas, entre los que circulaba agua y se tendía una gran laguna de la que sobresalían islotes.
Varios años después, de regreso de El Chaltén aproveché para una nueva visita a Mata Amarilla.
Habían reacondicionado la ruta y se llegaba sin dificultad. Me acerqué nuevamente al casco de la
estancia pero, como la vez anterior, no había nadie. La gran edificación de chapa del poblado, a dife-
rencia del viaje anterior, tenía dos de sus puertas abiertas. De los muebles, que había visto en el viaje
anterior desde el exterior del edificio, quedaban pocos. En un rincón, se destacaba una estantería
de madera con muestras de haber sido revisada: algunos ejemplares y muchas hojas sueltas y rotas
tapizaban el suelo. Pese a ello, conservaba revistas en buen estado. El conjunto de las revistas con-
formaba un muestrario de las lecturas posibles en el país entre las décadas del ´20 y ´60: las revistas
de historietas Rico Tipo y Patoruzú (de los años 40, que traía notas e historietas de muchos autores),
de actualidad como Leoplan, Confirmado y Panorama (años ´40 a ´60), de deportes como El Gráfico
y Goles (años ´50 y ´60), de temas rurales como La Chacra, Pampa Argentina, Gaceta Campera y
Gaceta Rural (años ´20 a ´50) , femeninas como Para Ti y Maribel, infantiles Billiken (años ´50 y ´60)
Asimismo, Patagonia estaba representada por la revista Argentina Austral. También se contaban ca-
tálogos ilustrados de Harrods, La Imperial y La Iberia, que editaban los grandes firmas comerciales de
Buenos Aires para promocionar y vender sus productos a todo el país por medio del correo.
Encontrar esas publicaciones en un paraje aislado del sur de Patagonia, perdido en el olvido, es
algo infrecuente. Eran ejemplares cuyo destino se supondría al resguardo de alguna biblioteca del
país, o de algún museo. Transcurridos los años, cabe preguntarse ¿Qué habrá sido de las revistas,
alguien las conservará, las habrán rescatado? Quién sabe, se espera que si. Patagonia tierra adentro
siempre depara alguna sorpresa.

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Patagonia tierra adentro

Ejemplos de los textos de este libro publicados


en Facebook y en la revista - suplemento DOM
(diario Crónica)
La buena repercusión
en Facebok

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Alejandro Aguado

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Patagonia tierra adentro

Bibliografía general

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95
Alejandro Aguado

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Patagonia tierra adentro

Gracias a:
Juan Crespo, Ricardo Moralejo, Ángel Larrauri, José María Fernández, Héctor Martínez, Liliana Prie-
to, Oscar Valbuena, Oscar Broglia, Flía Perujo, Renso Mottino, Ángel Villarroel, Alejandro Duhalde,
Enrique Pritchard, Daniela Zamit (por su interés y la publicación de las crónicas) y a todos aquellos
que aportaron información o permitieron que pudiéramos ingresar y circular para conocer los lugares
que posibilitaron escribir las crónicas.
A Rubén Gómez por la revisión de los textos.

Sumario

Introducción 7 Cerro de las Calaveras, un lugar


Aventurador de historias 9 sagrado en las alturas 50
La vieja camioneta Apache 7 La antigua “Huella del medio” 52
“Chu” el guanaco que fue En las serranías, leyendo milenaria
parte de la familia 11 presencia humana 54
Torres y los visitantes nocturnos 15 El Bajo del refugio de los huelguistas
Doña Bersabel 17 del año 21 y los pueblos originarios 56
Saccomanno, un escritor–historietista Ángel Uranga, compañero de
en la Patagonia profunda 18 aventuras (escritor patagónico) 58
Paseando por el tiempo con Historieta patagónica de miles
Trudy Bohme y Ángel Uranga 19 de años atrás 60
Cerro Guacho, un mirador hacia El chenque del cacique Manikeke 61
tiempos geológicos 21 El Chacay, un arbusto ermitaño 63
El último viaje a Cañadón Lagarto 23 Corral de Piedra, donde nace el agua 65
El renacimiento del Río Chico El cerro africano (en Patagonia)
(sur de Chubut) 25 de los tres nombres y
Luciana Willipan y el legado Calcú de importancia científica 67
(brujos indígenas) de sus ancestros 27 Los muertos que no eran muertos
Conectados con lo esencial 29 y el asentamiento de la toldería 69
Rodolfo, el tehuelche policía y En la tierra del Shaman
el hombre sin cabeza 30 (un viaje de 24 años) 71
El combate del Chalía y la milenaria Casimiro Szlápeliz y las ruinas
historia oral 31 en la montaña 73
Namuncurá y el valle del Los Prane de Nahuel Pan 76
cementerio indígena 32 Ascenso al cerro Ciarlotti 78
Un arbusto anciano, testigo de Parada Km 162, un sitio histórico
otros tiempos 33 que no lo aparenta 81
El cerro de las rocas huecas 35 El puente ferroviario y el zanjón del
Puesto embrujado El Moyano 37 cerro negro 83
Las moribundas islas del lago Las pinturas de Mulanguiñeo 85
Colhué Huapi 39 La península del lago Fontana,
Encuentros con la Luz Mala 42 una región bonzai 87
En la cima del coloso Pico Oneto 44 Mata Amarilla, el extinto pueblo museo 89
Una joven francesa en Patagonia La buena repercusión en Facebook 91
y reencuentro dibujado en Francia 46 Ejemplos de algunos de los textos
Piedra Shotel, un paraje histórico, e ilustraciones publicados en DOM 92
ignorado por la historia 47 Bibliografía General 93
Ruinas de antiguas escuelas 49

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Alejandro Aguado

ALEJANDRO AGUADO

Desde 1991, publicó/a en diarios, suplementos, revistas, libros de Patagonia argentina, Argentina,
España, Chile, Colombia, Venezuela, Bolivia, Estados Unidos, Uruguay, Francia e Italia.
Publicó 15 libros, que llevan entre dos y cuatro ediciones cada uno. Se filmaron varios documen-
tales, inspirados en sus libros.
Dirigió/coordinó Duendes del Sur (primera revista de historietas de Chubut), El Espejo de los dibu-
jantes del sur (89 números) y La editorial de historietas La Duendes–Historieta Patagónica (70 títulos
entre 2008 y 2018).
Expuso en muestras individuales y colectivas en Argentina, Ecuador, Colombia, Brasil, España y
Alemania.
Obtuvo premios y diversos reconocimientos en Argentina y el exterior. Obtuvo el 1er premio en
el rubro historieta en la Primera Bienal de Arte Joven de la Patagonia. Participó como guionista del
libro Dear Patagonia, que en Francia la crítica de ese país eligió como mejor libro del año de autor
extranjero de 2013. Participó del libro “Malvinas. El sur, el mar, el frío” que obtuvo el primer premio en
los Premios Nacionales Banda Dibujada 2017, en el rubro “Historietas sobre temas históricos y so-
ciales”. Fue nombrado “Vecino destacado” de la ciudad de Comodoro Rivadavia y “Socio Honorario
Nº1” de la Sociedad de Historia y Geografía de Aysen, Chile.
Colaboró como guionista con los autores Jorge González, Patricia Breccia y Juan Dalfiume, entre
otros.
Su obra fue difundida por medio de entrevistas y notas en medios regionales, nacionales (Página
12, Clarín, La Nación, Revista Ñ, Revista Radar, Crítica, TELAM –por su intermedio en diarios de
todo el país-, Canal Encuentro, Canal 7, ATC, etc.) y extranjeros (España, Italia, Francia, Holanda)

Mail: duenche@hotmail.com

Para contacto por meseenger: Facebook: https://www.facebook.com/alejandro.aguado.73


http://comicsaguado.blogspot.com.ar
aguadolibrospatagonia.blogspot.com
https://www.instagram.com/alejandroaguado72/

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Patagonia tierra adentro

Libros publicados (todas las versiones) de Alejandro Aguado

Dear Patagonia, con dibujos de Jorge González, en versio-


nes de Francia, Italia y España. Participó como guionista y
asesor de contenidos.
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Alejandro Aguado

PATAGONIA
tierra adentro

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También podría gustarte