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Reconozco que esa cuestión me cogió un poco por sorpresa.

Nicolai Gógol
¿Cómo que qué estoy leyendo, Fomá Grigórievich? Es su re-
lato, son sus propias palabras.
La Noche de San Juan ¿Quién le ha dicho a usted que esas son mis palabras?
(Veladas de Dikanka, 1840) ¿Acaso no basta con verlo aquí impreso? «Narrado por el
sacristán de ***».
¡Escúpale en la cabeza al que haya impreso esas palabras!
Historia verdadera narrada por el sacristán de la iglesia de
¡Miente ese hijo de perra! ¿Cómo voy a decir yo eso? ¡Debe fal-
***
tarle un tornillo! Escuche, voy a contarle ahora mismo la historia.
Fomá Grigórievich tenía una rara particularidad: aborrecía Nos acercamos a la mesa y él dio comienzo a su narración.
contar dos veces la misma historia. Cuando en ocasiones se le
convencía para que volviera a narrar un relato, el oyente advertía Mi abuelo ¡que Dios lo tenga en su gloria! ¡Ojalá en el otro
que introducía en él algún elemento nuevo o lo transformaba hasta mundo sólo coma panecillos de trigo y buñuelos con semillas de
el punto de hacerlo irreconocible. Una vez uno de esos señores a amapola y miel! tenía un enorme talento para contar historias. A
los que nosotros, gentes sencillas, nos cuesta dar un nombre no sé veces, cuando se ponía a narrar algún suceso, daban ganas de pa-
si habría que decir escritorzuelo; en cualquier caso, son como los sarse el día entero escuchándolo, sin moverse del lugar. No era
ropavejeros de nuestras ferias: a fuerza de recoger, mendigar y como esos charlatanes de hoy día que, cuando se ponen a soltar
robar toda suerte de cosas, acaban reuniendo libritos no mayores sus mentiras y lo hacen con un lenguaje como si no hubieran co-
que un abecedario que aparecen cada mes o semana. Uno de esos mido en tres días, le entran a uno ganas de coger la gorra y mar-
señores consiguió esta historia de Fomá Grigórievich, que después charse. Recuerdo como si fuera ayer una larga velada de invierno
se olvidó por completo de ella. Al cabo de algún tiempo llegó de mi difunta madre aún vivía en que el hielo crujía en el patio y el
Poltava ese señor de caftán color guisante al que ya me he referido estrecho cristal de nuestra jata estaba obstruido; ella estaba sentada
antes y del cual quizás hayan leído ustedes algún relato; traía con- ante la rueca y separaba con la mano un largo hilo, al tiempo que
sigo un librito, que abrió por la mitad y nos mostró. Fomá Grigó- mecía la cuna con el pie y cantaba una canción que aún me parece
rievich iba ya a colgarse las gafas sobre la nariz, pero al recordar estar oyendo. Un candil, temblando y oscilando como si se asusta-
que había olvidado componerlas con hilo y cera, me entregó el ra de algo, iluminaba el interior de la jata. El huso zumbaba; los
libro. Como tengo algunas letras y no necesito gafas, me puse a niños nos habíamos reunido en torno al abuelo, tan viejo que lle-
leer. No había tenido tiempo de pasar dos páginas, cuando me de- vaba más de cinco años sin bajarse de la estufa. Pero ni siquiera
tuvo, cogiéndome de la mano. las admirables historias que contaba sobre los tiempos antiguos,
sobre las expediciones de los cosacos zaporogos, sobre los pola-
¡Alto! Dígame primero qué es lo que está usted leyendo.
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cos, sobre los hechos memorables de Podkova, Poltora Kozhuja y dos ni cobertizos en los que guardar el ganado y el carro. Y eso en
Sagaidachni atraían tanto nuestra atención como el relato de algún el caso de los ricos. ¡Había que ver cómo vivían los nuestros, los
suceso extraordinario del pasado, que no podíamos oír sin que un pobres! ¡Sus viviendas eran simples agujeros excavados en la tie-
escalofrío nos recorriera la espalda y los pelos se nos pusieran de rra! Sólo por el humo podía adivinarse que allí habitaban criaturas
punta. A veces el terror se apoderaba de tal modo de nosotros que de Dios. Os preguntaréis por qué vivían así. No se debía a la po-
a la caída de la tarde creíamos ver todo tipo de prodigios. Por la breza, ya que en aquella época casi todos los hombres participaban
noche, cuando teníamos que salir de la jata por alguna razón, en las incursiones de los cosacos y obtenían en tierras extrañas no
pensábamos que al volver encontraríamos a un ser de otro mundo poco botín; más bien se debía a que no se sentía la necesidad de
en nuestra cama. ¡Que no me sea permitido narrar otra vez esta levantar una vivienda decente. En esos tiempos deambulaba por la
historia, si en ocasiones no llegué a tomar de lejos mi propia casa- zona toda clase de pueblos: ¡crimeanos, polacos, lituanos! A veces
ca enrollada en la cabecera por el diablo acurrucado! Pero lo más se reunían bandas para robar a sus propios hermanos. De todo se
importante en los relatos de mi abuelo era que no había mentido veía.
en su vida y que todo lo que contaba había sucedido como él de- En ese caserío se presentaba con cierta frecuencia un hom-
cía. Voy a relataros una de sus historias extraordinarias. Sé que bre, o mejor dicho, un diablo con apariencia humana. Nadie sabía
hay no pocos sabihondos que emborronan cuartillas en los juzga- de dónde venía ni qué buscaba. Participaba en francachelas, se
dos y leen incluso los edictos; a todos esos puedes darles un sim- emborrachaba, luego desaparecía como si se lo hubiera tragado la
ple libro de horas que no comprenderán nada; no obstante, no tie- tierra y no se oía hablar más de él. Poco después volvía a aparecer
nen ningún reparo en reírse de tus palabras. Todo lo convierten en como caído del cielo y recorría las calles de la aldea, de la que ya
motivo de burla. ¡Qué incredulidad hay en el mundo! ¡Que Dios y no queda ni huella, pero que se alzaba a menos de cien pasos de
la Virgen inmaculada me desamparen si miento! Es posible que no Dikanka. En el camino se encontraba con varios cosacos, y enton-
me creáis, pero en una ocasión mencioné a las brujas, y ¿qué cre- ces se oían carcajadas y canciones, resonaban las monedas y el
éis que pasó? ¡Apareció un calavera que no creía en su existencia! vodka corría como agua... A veces cortejaba a hermosas mucha-
Gracias a Dios, he vivido muchos años en el mundo y he visto chas y les regalaba tantas cintas, pendientes y collares que no hab-
bastantes incrédulos a los que resultaba más fácil mentir en confe- ía dónde meterlos. Es verdad que las hermosas muchachas vacila-
sión que a nosotros aspirar tabaco; pues incluso ésos se santigua- ban antes de aceptar los regalos: quién sabe, tal vez procedían de
ban cuando se mencionaba a las brujas. Ojalá vean en sueños... manos impuras. La tía de mi abuelo, que regentaba entonces una
pero dejémoslo ya. ¿Para qué hablar de esas gentes? taberna en la carretera de Oposhniani, en donde solía organizar sus
Hace más de cien años exclamó mi difunto abuelo, nadie juergas Basavriuk así se llamaba ese hombre diabólico, decía jus-
habría reconocido nuestra aldea: ¡era un caserío de lo más misera- tamente que por nada del mundo aceptaría un regalo suyo. Pero
ble! Una decena de pequeñas isbas, sin revoque ni apenas techum- ¿cómo rechazarlo? Cuando fruncía sus pobladas cejas y miraba de
bre, dispersas aquí y allá en medio del campo. No había ni cerca- reojo, todos se aterrorizaban y sentían ganas de salir corriendo; y
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cuando alguna muchacha aceptaba el regalo, a la noche siguiente había conseguido escapar disfrazado de eunuco. En cuanto a las
recibía la visita de un amigo de los pantanos, con cuernos en la jóvenes y muchachas de negras cejas, poco les importaba su pa-
cabeza, que le apretaba el cuello si llevaba un collar, o le mordía el rentela. Sólo decían que si el mozo llevara una túnica nueva ceñi-
dedo si lucía una sortija o le tiraba de la trenza si adornaba su pelo da por un cinturón rojo, un gorro de piel negra con un elegante
con una cinta. ¡Al diablo con el regalo!, pensaba entonces la mu- casquete azul, un sable turco en el costado, un látigo en una mano
chacha. Pero lo malo es que no había manera de desprenderse de y una pipa con bellos engastes en la otra, sobrepasaría con mucho
él: si tiraban al agua el anillo o el collar diabólico, éste salía a la a todos los jóvenes de entonces. Lo malo era que el pobre Pietro
superficie y volvía por sí solo a las manos. no tenía más que una casaca gris en la que había más agujeros que
En la aldea había una iglesia, consagrada, si no recuerdo monedas de oro en el bolsillo de algunos judíos. Aún eso habría
mal, a San Panteléi. De ella se ocupaba entonces el padre Afanasi, podido soportarlo, pero había algo más: el viejo Korzh tenía una
de feliz memoria. Habiendo observado que Basavriuk no acudía a hija tan hermosa como no creo que hayáis visto otra. La tía de mi
la iglesia ni siquiera el domingo de Resurrección, quiso amones- difunto abuelo contaba y una mujer, como bien sabéis, antes prefe-
tarle e imponerle alguna penitencia. ¡Pero no consiguió nada! ¡Y riría besar al diablo, dicho sea sin ánimo de ofender, que reconocer
suerte que pudo escapar! «¡Escucha, señor!», dijo el otro con voz que otra mujer es hermosa que las rollizas mejillas de la joven
tronante, «¡Ocúpate de tus asuntos y no te metas en los ajenos si cosaca eran frescas y sonrosadas como una amapola del rosa más
no quieres que tu garganta de chivo se atragante con ¡zutiá hir- delicado, cuando, lavada por el rocío de Dios, se enciende, extien-
viente!». ¿Qué podía hacerse con ese canalla? El padre Afanasi se de los pétalos y se muestra en todo su esplendor ante el sol nacien-
contentó con anunciar que todo el que tuviera tratos con Basavriuk te; que sus cejas, tan negras como las cintas que nuestras mucha-
sería considerado católico, enemigo de la iglesia de Cristo y de chas compran para enhebrar cruces y ducados a los moshales que
todo el género humano. pasan por las aldeas con sus cajas, se enarcaban regulares sobre
los límpidos ojos y parecían mirarse en ellos; que su pequeña bo-
Un cosaco de esa aldea, de nombre Korzh, tenía un trabaja- ca, ante la cual se relamían los jóvenes de la época, parecía hecha
dor al que la gente llamaba Pietro sin Familia, debido tal vez a que para entonar cantos de ruiseñor; que sus cabellos, negros como ala
nadie recordaba a su padre ni a su madre. Es verdad que el mayor- de cuervo, y suaves como lino joven (en aquel entonces nuestras
domo de la parroquia decía que habían muerto de peste un año muchachas no llevaban pequeñas trenzas adornadas con bellas
después de su nacimiento; pero la tía de mi abuelo no creía esas cintas de brillantes colores), caían en mechones ensortijados sobre
palabras y trataba con todas sus fuerzas de encontrar a sus padres, su vestido bordado de oro. ¡Ah, que no me permita el Señor cantar
aunque el pobre Pietro tenía tanta necesidad de ellos como noso- más el aleluya en el coro si no es verdad que la cubriría de besos
tros de las nieves del año pasado. Decía que su padre aún vivía en aquí mismo, a pesar de que las canas se han adueñado ya del viejo
Zaporozhie, que había sido hecho prisionero por los turcos, había bosque que recubre mi cogote y de que tengo a mi vieja tan cerca
sufrido Dios sabe qué tormentos y, por obra de algún milagro, como un dolor! Bueno, cuando un muchacho y una joven viven
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cerca uno del otro... ya sabéis lo que pasa. A veces aún no había oro, bigotes, sable, espuelas y unos bolsillos que tintineaban como
amanecido cuando ya se veían las huellas dejadas por los tacones el saquito en el que nuestro sacristán Tarás recoge todos los días
de las botas encarnadas de Pidorka en el lugar donde había con- los donativos en la iglesia. Bueno, cuando alguien visita con fre-
versado con su Pietro. Pero Korzh no habría sospechado nada, si cuencia al padre de una muchacha de negras cejas ya se sabe la
en una ocasión y ahí se reconoce la intervención del diablo a Pie- razón. Un día Pidorka, llorando desconsoladamente, cogió a Iván
tro no se le hubiera ocurrido estampar un beso con toda su alma, en brazos y le dijo: «¡Mi pequeño Iván, mi querido Iván! Vete en
como suele decirse, en los rosados labios de la cosaca, sin antes busca de Pietro, tesoro mío. Corre como flecha que parte del arco
asegurarse de que estaban solos en el zaguán; y si el mismo diablo y cuéntaselo todo: dile que hubiera amado siempre sus ojos casta-
ojalá ese hijo de perra vea la santa cruz en sueños no hubiera indu- ños y hubiera cubierto de besos su blanco rostro, pero mi destino
cido al viejo a abrir la puerta de la jata en ese mismo instante. no me lo permite. He empapado más de un pañuelo con mis ar-
Korzh se quedó estupefacto, con la boca abierta y la mano pegada dientes lágrimas. La cabeza me da vueltas. Se me oprime el co-
al picaporte. Ese maldito beso parecía haberle dejado completa- razón. Y mi padre se comporta como mi enemigo. Me obliga a
mente aturdido. Había resonado en sus oídos con mayor fuerza casarme con un polaco al que no amo. Dile que ya están preparan-
que los martillazos en la pared con que los campesinos de nuestros do la celebración, pero que será una boda sin música: en lugar de
días espantan a un cachorro cuando no tienen a mano escopeta y los laúdes y los caramillos, se escuchará el canto de los sacrista-
pólvora. nes... No me levantaré para bailar con mi prometido; otros tendrán
Cuando se recobró, descolgó de la pared el látigo de su que llevarme. Mi morada será oscura, oscura, de madera de arce, y
abuelo y ya se disponía a azotar la espalda del pobre Pietro, cuan- en lugar de chimenea habrá sobre ella una cruz».
do apareció de pronto el hermano de Pidorka, Iván, un niño de seis Inmóvil y como petrificado escuchaba Pietro al inocente ni-
años, que se agarró a sus piernas y gritó asustado: «¡Papá, papá! ño, que balbuceaba las palabras de Pidorka. «¡Y yo que me apres-
¡No pegues a Pietro!». ¿Qué hacer? El padre no tenía el corazón taba, desdichado de mí, a ir a Crimea y Turquía para ganar oro en
de piedra. Devolvió el látigo a su sitio y sacó discretamente a Pie- la guerra y venir con mis bienes a buscarte, hermosa mía! Pero
tro de la casa. «Si vuelvo a verte en mi casa o simplemente junto a nada de eso sucederá. Alguien nos ha echado un maleficio. Tam-
la ventana, Pietro, te quedarás sin tu negro bigote y, en cuanto a tu bién yo, querida mía, tendré mi boda, pero en ella no habrá sacris-
tupé, que ya da dos vueltas en torno a la oreja, que deje de lla- tanes; en lugar de sacerdote el cuervo negro graznará sobre mi
marme Terenti Korzh si no te lo arranco de la coronilla.» Tras cabeza; los suaves campos serán mi morada; la nube gris será mi
pronunciar esas palabras, le propinó un puñetazo tan fuerte en la tejado; el águila arrancará a picotazos mis ojos castaños; la lluvia
nuca que a Pietro se le nubló la vista y cayó al suelo. ¡Así acaba- lavará mis huesos de cosaco y el viento los secará. Pero ¿qué estoy
ron los besos! La tristeza se abatió sobre nuestra pareja de tórtolos. diciendo? ¿De quién, ante quién me quejo? Es Dios quien así lo
Y para colmo, se extendió por la aldea el rumor de que Korzh re- quiere. ¡Si hay que perecer, perezcamos!» Y se fue derecho a la
cibía con regularidad la visita de un polaco con traje bordado de taberna.
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La tía de mi difunto abuelo se sorprendió no poco al ver a la noche. ¡Por fin! Con el corazón a punto de estallarle en el pe-
Pietro en la taberna, a una hora en que cualquier hombre de bien cho, Pietro se puso en camino y bajó con cuidado, a través de un
va a misa de mañana, y miró al muchacho con ojos desorbitados, espeso bosque, a una hondonada profunda conocida como Barran-
como si acabara de despertarse, cuando éste pidió una jarra de co del Oso. Basavriuk ya le estaba esperando. Todo estaba oscuro
aguardiente casi tan grande como medio cubo. Pero se equivocaba como boca de lobo. Cogidos de la mano, avanzaban por pantanos
el pobre al querer ahogar sus penas en alcohol. El vodka le que- cenagosos, agarrándose de los tupidos endrinos y tropezando casi
maba la lengua como una ortiga y le parecía más amargo que el a cada paso. De pronto surgió ante ellos un paraje llano. Pietro
ajenjo. Apartó la jarra y la dejó en el suelo. «¡Basta de lamentarse, miró a su alrededor. Nunca en su vida había visto ese lugar. Ba-
cosaco!», dijo un hombre delante de él, con una tronante voz de savriuk también se detuvo.
bajo. Pietro se dio la vuelta: ¡era Basavriuk! ¡Puf! ¡Menuda jeta! ¿Ves esos tres montículos que se alzan delante de ti? En
Cabellos como cerdas, ojos de buey. «¡Yo sé lo que te falta: mi- ellos crecerán flores de todas clases. Que las fuerzas sobrenatura-
ra!» Y a continuación esbozó una sonrisa diabólica e hizo tintinear les te libren de arrancar una sola. Pero en cuanto brote la flor del
una bolsa de cuero que llevaba colgada del cinturón. Pietro se es- helecho, cógela y, pase lo que pase a tus espaldas, no te vuelvas.
tremeció. «¡Je, je, je! ¡Mira cómo brillan!», bramaba Basavriuk,
Pietro iba a preguntarle alguna cosa... pero el otro ya había
vertiendo las monedas de oro en la mano. «¡Je, je, je! ¡Mira cómo
tintinean! Y sólo te pediría una cosa a cambio de un montón de desaparecido. Se aproximó a los tres montículos. ¿Dónde estaban
estos juguetes!» «¡Diablo!», gritó Pietro. «¡Dame eso! ¡Estoy dis- las flores? No se veía nada. A su alrededor no había más que ne-
puesto a todo!» Pietro y Basavriuk cerraron el trato con un apretón gros arbustos de zarzas salvajes que lo cubrían todo con su espe-
de manos. «Mira, Pietro, has elegido un buen momento: mañana sor. De pronto brilló un relámpago en el cielo y ante él surgió una
hilera de flores, todas extrañas, todas desconocidas; también dis-
es la noche de San Juan, la única del año en que florece el helecho.
tinguió las sencillas hojas del helecho. Pietro se quedó pensativo
¡No dejes pasar el momento! Te esperaré a media noche en el Ba-
ante ellas, con los brazos en jarra.
rranco del Oso.»
¿Qué tiene esto de extraordinario? Plantas como éstas puede
No creo que las gallinas esperen con tanta impaciencia el
uno verlas diez veces al día. ¿Dónde está el milagro? ¿No habrá
momento en que la granjera les arroja el grano como Pietro aguar-
querido burlarse de mí esa criatura diabólica?
daba la llegada de la noche. A cada instante miraba si la sombra
del árbol se había alargado, si el sol había enrojecido al descender En ese momento surgió un pequeño capullo rojo que se es-
sobre el horizonte y, cuanto más tiempo pasaba, más impaciente se tremecía como si estuviera vivo. ¡En verdad era extraordinario! Se
sentía. ¡Qué largo era aquel día del Señor! ¿No habría perdido su movía, aumentaba de tamaño y enrojecía como una brasa. Luego
fin en alguna parte? Por fin desapareció el sol. El cielo, que se brilló una centella, se oyó una suave crepitación y la flor se abrió
había cubierto de púrpura en un lado, acabó también por palidecer. ante él como una llama, iluminando a todas las que había a su al-
Comenzaba a refrescar en los campos. El día declinaba y llegaba rededor.
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«¡Es el momento!», pensó Pietro, y extendió el brazo. Pero jala!», exclamó, entregándole la flor. Pietro le obedeció y, cosa
en ese instante cientos de manos velludas se tendieron hacia la extraña, la flor, en lugar de caer directamente al suelo, quedó un
flor, mientras a sus espaldas algo se removía. Entornando los ojos, buen rato suspendida en la penumbra como una bola de fuego,
tiró del tallo y arrancó la flor. Todo quedó en silencio. Basavriuk flotando en el aire como una barca; finalmente empezó a descen-
apareció sentado sobre un tocón, lívido como un cadáver. No der poco a poco, hasta caer tan lejos de ellos que parecía una cen-
movía ni un dedo. Sus ojos estaban fijos en un punto que sólo él tella no más grande que una semilla de amapola. «¡Allí!», exclamó
veía; su boca entreabierta no dejaba escapar una palabra. A su la vieja con voz sorda y ronca, mientras Basavriuk le entregaba
alrededor nada se movía. ¡Qué terrible era aquello!... De pronto se una pala y le decía: «Cava aquí, Pietro. Verás tanto oro como ni tú
oyó un silbido; Pietro sintió que la sangre se le helaba en las ve- ni Korzh habéis soñado nunca». Pietro se escupió en las manos,
nas. Le pareció que la hierba murmuraba, que las flores comenza- cogió la pala, apoyó el pie en ella y sacó un montón de tierra, lue-
ban a conversar entre ellas con una voz suave, semejante al tinti- go un segundo, un tercero... ¡De pronto topó con algo duro!... La
neo de una campana de plata; los árboles retumbaban como si es- pala tintineó y se negó a seguir adelante. En ese momento sus ojos
tuvieran lanzando injurias... En ese momento el rostro de Basav- distinguieron claramente un pequeño cofre guarnecido de hierro.
riuk se animó; sus ojos centellearon. «¡A duras penas has vuelto, Quiso sacarlo con las manos, pero el cofre empezó a hundirse más
bruja!», farfulló entre dientes. «Presta atención, Pietro, una bella y más en la tierra, al tiempo que se oían detrás de él risas que pa-
muchacha va a aparecer ante ti. Haz todo lo que te ordene; de otro recían más bien silbidos de serpientes. «No, no verás ese oro hasta
modo, estarás perdido para siempre.» Así diciendo, apartó con un que no me hayas procurado sangre humana», dijo la bruja, en-
nudoso palo las ramas de un endrino y ante ellos apareció una pe- tregándole un niño de unos seis años, cubierto con una sábana
queña isba levantada, como se dice, sobre patas de gallina. Basav- blanca, e invitándole con un gesto a que le cortara la cabeza. Pie-
riuk golpeó la pared con el puño y ésta se tambaleó. Un enorme tro se quedó petrificado. ¡Como si fuera poca cosa decapitar así
perro negro salió corriendo a su encuentro y, transformándose en sin más a un ser humano! ¡Y encima a un inocente niño! Furioso,
un gato, se lanzó con un chillido sobre sus ojos. «¡No rabies, no tiró de la sábana que cubría su cabeza, ¿y qué es lo que vio? La
rabies, vieja del demonio!», exclamó Basavriuk, acompañando su cara del pequeño Iván. El pobre niño tenía los brazos cruzados
frase de una palabra que ningún hombre de bien podría escuchar sobre el pecho y la cabeza inclinada... Lleno de ira, Pietro sacó el
sin taparse los oídos. En lugar del gato apareció una vieja con el cuchillo y se abalanzó sobre la vieja, dispuesto a acabar con ella...
rostro tan arrugado como una manzana asada y la espalda toda ¿Qué me habías prometido a cambio de la muchacha? rugió
doblada. Su nariz formaba con el mentón un verdadero cascanue- Basavriuk, y Pietro sintió como si le hubiera alojado una bala en la
ces. «¡Menuda beldad!», pensó Pietro, y un escalofrío recorrió su espalda. La vieja golpeó el suelo con el pie y al instante brotó una
espalda. La bruja le arrancó la flor de las manos, se inclinó y pasó llama azul; las entrañas de la tierra se iluminaron y parecieron
largo rato murmurando sobre ella, rociándola con cierto líquido. convertirse en cristal; todo lo que había debajo de la superficie se
De su boca brotaban chispas; en sus labios había espuma. «¡Arró- hizo visible como si estuviera en la palma de la mano. Monedas de
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oro y piedras preciosas en cofres y calderos se amontonaban bajo maldito! No había ninguna razón para demorar las cosas. Al pola-
el lugar en que ellos mismos se encontraban. Los ojos de Pietro se co le dieron con la puerta en las narices y a continuación iniciaron
inflamaron... Su cerebro se cubrió de niebla... Como un loco, co- los preparativos de la boda: se cocieron pasteles, se confecciona-
gió el cuchillo y la sangre inocente le salpicó los ojos... Una carca- ron toallas y pañuelos, se trajo un barril de aguardiente; los recién
jada diabólica estalló por todas partes. Bandadas de monstruos casados se sentaron a la mesa; cortaron el pan; sonaron las bandu-
horribles brincaban delante de él. La bruja, aferrando con sus ma- rrias, los címbalos, los caramillos, las guitarras. Empezó la diver-
nos el cuerpo decapitado, bebía la sangre como una loba... ¡Todo sión.
empezó a dar vueltas en la cabeza del joven! Reuniendo todas sus Las bodas de antaño no pueden compararse con las de ahora.
fuerzas, echó a correr. El lugar se había cubierto de color rojo. Los Cuando la tía de mi abuelo nos hablaba de ellas, todos nos mara-
árboles, completamente ensangrentados, parecían arder y gemir. villábamos. Las muchachas, que llevaban elegantes adornos en la
El cielo incandescente temblaba... Manchas de fuego, como cabeza, compuestos de cintas amarillas, azules y rosas, coronadas
relámpagos, pasaban por delante de sus ojos. Extenuado, entró por un galón de oro, finas blusas bordadas de seda roja en todas
corriendo en su cuchitril y se desplomó sobre el suelo. Un sueño las costuras y guarnecidas de pequeñas estrellas de plata y botas de
de muerte se apoderó de él. cordobán con altos tacones de hierro, avanzaban con ligeros pasos,
Pietro durmió dos días y dos noches seguidos. El tercer día, como pavos reales, y luego se lanzaban como torbellinos a bailar
cuando se despertó, pasó largo rato contemplando todos los rinco- la gorlitsa. Las mujeres casadas, ataviadas con una toca en forma
nes de la jata, pero no logró recordar nada: su memoria parecía el de barca, elaborada con brocado de oro en toda la parte superior y
bolsillo de un viejo avaro, del que no se puede sacar ni un kopek. con una pequeña abertura en la nuca por la que asomaba una rede-
Cuando se estiró, oyó que algún objeto tintineaba a sus pies. Miró cilla de oro, con dos pequeños cuernos del astracán más fino, uno
y vio dos sacos de oro. Sólo entonces, como a través de un sueño, por delante y otro por detrás, y un manto azul de la más bella seda,
recordó que había buscado un tesoro, que se había encontrado solo guarnecido de adornos encarnados, ponían los brazos en jarra con
en el bosque, que había pasado mucho miedo... Pero no lograba aire de importancia, salían una a una y marcaban rítmicamente el
comprender de qué modo y a qué precio había obtenido ese oro. paso del hopak. Los muchachos, con altos gorros cosacos y casa-
Cuando Korzh vio los sacos, se mostró mucho más amable. cas de paño fino ceñidas por cinturones bordados de plata, con la
«¡Qué buen muchacho es ese Pietro! ¿Acaso no lo he querido pipa entre los dientes, se deshacían en halagos ante ellas y les pro-
siempre? ¿Acaso no lo he tratado como un hijo?», y el viejo le digaban toda suerte de piropos. Al ver a esos jóvenes, ni siquiera
dedicó tales halagos que Pietro sintió deseos de llorar. Pidorka le Korzh resistió la tentación de recordar los buenos tiempos. Con
contó entonces que unos gitanos de paso se habían llevado a Iván. una bandurria en las manos, dando chupadas a la pipa y canturre-
Pero Pietro ni siquiera recordaba el rostro del muchacho. ¡Hasta ando, el viejo, con una copa en la cabeza, ejecutó una danza rusa,
tal punto había perturbado su entendimiento ese suceso diabólico y estimulado por los fuertes gritos de los juerguistas.

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¡Qué cosas no inventan los jóvenes cuando están un poco rias! En realidad, antes de que pasara un mes Pietro se había vuel-
achispados! Empezaron por disfrazarse. ¡Dios mío, no parecían to irreconocible. ¿Por qué? ¿Qué le había sucedido? Eso sólo Dios
personas! Aquellas máscaras nada tenían que ver con las que se lo sabe. Se quedaba sentado en un mismo sitio y no decía una pa-
estilan en las bodas de ahora. ¿Qué es lo que hacen en nuestros labra a nadie. Se pasaba el tiempo pensando, como si tratara de
días los muchachos? Sólo se disfrazan de gitanos y moskales. No, recordar alguna cosa. Cuando Pidorka conseguía hacerle hablar,
en aquellos tiempos uno se vestía de judío, otro de diablo; empe- parecía como si de pronto se despertara; pronunciaba unas pala-
zaban besándose y terminaban tirándose de la trenza... ¡Dios mío! bras e incluso se alegraba; pero cuando su mirada se topaba ca-
Daba tanta risa que había que agarrarse el vientre con las manos. sualmente con las bolsas, gritaba: «¡Espera, espera, he olvidado
Había algunos que lucían trajes tártaros o turcos que fulguraban algo!», y de nuevo se sumía en sus pensamientos, tratando de re-
como brasas... Y cuando se achispaban y empezaban a hacer bro- cordar. En ocasiones, cuando pasaba mucho rato sentado en un
mas, aquello parecía el fin del mundo. La tía de mi difunto abuelo, mismo lugar, tenía la impresión de que estaba a punto de recuperar
que acudió en persona a esa boda, fue protagonista de una diverti- el pasado... pero al poco tiempo todo volvía a marcharse. Se veía
da anécdota: vestida para la ocasión con un ancho vestido tártaro, sentado en la taberna; alguien le traía vodka; el vodka le quemaba
iba con una jarra en la mano y ofrecía de beber a los presentes. De la garganta; el vodka le daba náuseas; alguien se acercaba a él, le
pronto uno de ellos (Dios sabe qué le impulso a ello) le roció de daba una palmada en el hombro... pero en ese momento la escena
vodka la parte trasera del vestido, mientras otro una buena pieza, se cubría de bruma. El sudor bañaba su rostro y el hombre, exte-
también hacía saltar chispas con el eslabón y prendía fuego al ves- nuado, se desplomaba sobre una silla.
tido... Brotó la llama y la pobre tía, horrorizada, empezó a desves- Pidorka lo intentó todo: pidió consejo a los curanderos, ver-
tirse a la vista de todos... Uno creía encontrarse en plena feria: la tió el perepoloj, coció la soniáshnitsa... Pero no sirvió de nada. Así
misma algarabía, las mismas carcajadas, el mismo estrépito. En pasó el verano. Muchos cosacos segaron el heno y recogieron el
una palabra, los viejos no recordaban haber visto nunca una boda trigo; algunos otros, más aventureros, se lanzaron a nuevas correr-
tan alegre. ías. En nuestros pantanos aún había bandadas de patos, pero no
Pidorka y Pietro empezaron a vivir como grandes señores. quedaba ni rastro de reyezuelos.
No les faltaba de nada, todo relucía en la casa... Sin embargo, las La estepa había adquirido ya una tonalidad rojiza. Gavillas
gentes honradas sacudían la cabeza cuando veían su género de de trigo, esparcidas aquí y allá, como gorros de cosacos, adorna-
vida. «Del diablo no puede venir nada bueno», decían de manera ban los campos. Por el camino rodaban carretas cargadas de tron-
unánime. «¿Quién sino el tentador del pueblo ortodoxo podía cos y ramas secas. La tierra se volvió más dura y en algunos pun-
haberle procurado esa fortuna? ¿De dónde había sacado ese tos se cubrió de hielo. La nieve empezó a caer del cielo y las ra-
montón de oro? ¿Por qué el mismo día en que Pietro se había enri- mas de los árboles se cubrieron de una capa de escarcha que pa-
quecido Basavriuk había desaparecido como si se lo hubiera tra- recía una pelusa de conejo. En los claros días de frío el petirrojo,
gado la tierra?» ¡Para que luego digan que la gente inventa histo-
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semejante a un altanero hidalgo polaco, se paseaba por los monto- curar todo tipo de enfermedades. Pidorka decidió probar ese últi-
nes de nieve, desenterrando algún grano; los niños, armados de mo recurso y logró convencer a la vieja para que la acompañara a
enormes varas, deslizaban sobre el hielo sus peonzas de madera, su casa. Todo aquello sucedía al atardecer, precisamente la víspera
mientras sus padres pasaban el tiempo tumbados tranquilamente de San Juan. Pietro yacía semiinconsciente en un banco y no re-
sobre la estufa, y sólo salían de vez en cuando, con la pipa encen- paró en la presencia del nuevo huésped. Poco a poco se puso en
dida entre los dientes, para maldecir como es debido nuestro frío pie y la miró con atención. De pronto se puso a temblar con todo
ortodoxo o tomar un poco el aire y desgranar en el zaguán el trigo el cuerpo, como si estuviera sobre el cadalso; sus pelos se pusieron
cosechado. Finalmente las nieves empezaron a fundirse, el sollo de punta y estalló en una carcajada tan espantosa que el terror se
rompió el hielo con la cola. El estado de Pietro, en lugar de mejo- apoderó del corazón de Pidorka. «¡Ahora recuerdo, ahora recuer-
rar, se iba haciendo más sombrío a medida que pasaban los días. do!», gritó Pietro, presa de una espantosa alegría y, tras coger el
Como si estuviera encadenado, permanecía sentado en medio de la hacha, la arrojó con todas sus fuerzas contra la vieja. El hacha se
jata, con los sacos de oro a sus pies. Se había vuelto insociable, le hundió casi diez centímetros en la puerta de roble. La vieja se es-
había crecido el pelo y tenía un aspecto terrible. No hacía más que fumó y en medio de la jata apareció un niño de unos siete años,
pensar y esforzarse en recordar algo, y se irritaba y se enfadaba vestido con una camisa blanca y con la cabeza cubierta... La sába-
ante el fracaso de su empresa. A menudo se levantaba de su sitio na cayó. «¡Iván!», gritó Pidorka, y se abalanzó sobre él; pero el
con gesto destemplado, agitaba los brazos, fijaba su mirada en un fantasma se cubrió de sangre de los pies a la cabeza e iluminó toda
punto como queriendo atraparlo; sus labios temblaban como si la jata de una luz roja. Aterrorizada, Pidorka salió corriendo al
anhelaran pronunciar una palabra largo tiempo olvidada y al poco zaguán; luego, cuando se recobró, quiso socorrerlo. ¡Pero fue en
rato se quedaban inmóviles... La ira se apoderaba de él; se roía y vano! La puerta se había cerrado con tanta fuerza que no fue capaz
se mordía las manos como un loco, y lleno de despecho se arran- de abrirla. Acudieron algunas personas que se pusieron a golpear
caba mechones de pelo, hasta que, apaciguado, se desplomaba la puerta hasta que la derribaron; pero en el interior de la casa no
como privado de sentido; al poco rato trataba otra vez de recordar, encontraron a nadie. Toda la jata estaba llena de humo; en medio
volvía a irritarse, se hundía de nuevo en la desesperación... ¿Qué de la pieza, en el lugar donde debía encontrarse Pietro, había un
castigo de Dios era ése? Aquélla no era vida para Pidorka. Al montón de cenizas que humeaban en algunos puntos. Se acercaron
principio, le daba miedo quedarse sola con él en la jata, pero acabó a los sacos, pero en su interior, en vez de monedas de oro, sólo
habituándose, la pobre, a su desgracia; no obstante, ya no era la hallaron pedazos de barro cocido. Los cosacos se quedaron como
Pidorka de antaño. Ni un rastro de arrebol en las mejillas, ni un clavados al suelo, con la boca abierta y los ojos desorbitados, sin
atisbo de sonrisa en los labios; el dolor la había agotado, la había atreverse a mover el bigote. Tanto les había aterrorizado ese pro-
consumido, y las lágrimas habían borrado el brillo de sus ojos. digio.
Una vez alguien se compadeció de ella y le aconsejó consultar a No recuerdo lo que pasó después. Pidorka hizo voto de ir en
una bruja que vivía en el Barranco del Oso y que tenía fama de peregrinación; reunió los bienes que le había dejado su padre y
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unos días más tarde desapareció de la aldea. Nadie sabía adónde se mento a otro pediría vodka... Los honrados ancianos cogieron sus
había ido. Las serviciales viejas suponían que se había reunido ya gorras y regresaron a toda prisa a sus casas. En otra ocasión el
con Pietro, pero un cosaco llegado de Kiev contó que había visto propio mayordomo de la parroquia, al que de vez en cuando le
en el convento una monja toda seca, parecida a un esqueleto, que gustaba charlar con la jarra de su abuelo, no había tenido tiempo
no paraba de rezar y a la que nadie había oído pronunciar palabra; de vaciarla dos veces, cuando advirtió que ésta le hacía una pro-
en esa descripción los paisanos reconocieron a Pidorka. Añadió el funda reverencia. «¡Vete al diablo!», le dijo, y empezó a santi-
cosaco que la monja había llegado a pie y que había aportado para guarse. También a su media naranja le sucedió algo extraño: ape-
el icono de la madre de Dios una montura con unas piedras tan nas había empezado a amasar harina en una enorme artesa, cuando
brillantes que no se podía mirarlas sin entornar los ojos. de pronto la harina empezó a dar saltos. «¡Para, para!». ¡Pero ni
Pero esperen ustedes, que no acabó ahí la cosa. El mismo día caso! Poniendo las manos en jarra con aire de importancia, la
que el maligno se llevó a Pietro, reapareció Basavriuk; todos huye- harina se puso a bailar una danza rusa por toda la jata... Podéis
ron de él nada más verlo. Ahora sabían quién era ese pájaro: Sa- reíros, pero a nuestros abuelos no les hizo ninguna gracia. Por mu-
tanás en persona, que había adquirido apariencia humana para cho que el padre Afanasi fue por toda la aldea con el agua bendita
desenterrar tesoros; y como los tesoros son inaccesibles a las ma- y persiguió al diablo por las calles con el hisopo en la mano, la tía
nos impuras, se había dedicado a seducir jóvenes. Ese mismo año de mi difunto abuelo siguió quejándose de que alguien, en cuanto
todos los habitantes abandonaron sus cuchitriles y se trasladaron a anochecía, llamaba en el tejado de su casa y arañaba las paredes.
la aldea; pero tampoco allí el maldito Basavriuk los dejó en paz. ¡Pero para qué hablar! En este mismo lugar en el que se alza
La tía de mi difunto abuelo decía que estaba especialmente furioso nuestra aldea, todo parece tranquilo; pero sabed que hubo un tiem-
con ella porque había abandonado su antigua taberna de la carrete- po mi difunto padre y yo fuimos testigos de ello en que un hombre
ra de Oposhniani, y que trataba con todas sus fuerzas de obtener de bien no podía pasar junto a las ruinas de esa taberna, que una
venganza. En una ocasión los viejos de la aldea se reunieron en la estirpe impura estuvo largo tiempo reparando por su cuenta. Una
taberna y, según se dice, conversaron por orden de ancianidad en columna de humo salía de la chimenea renegrida, se elevaba tanto
torno a una mesa en cuyo centro había un cordero asado, y no pre- que no se podía mirar sin que a uno se le cayera el gorro y esparcía
cisamente pequeño. Charlaron de diversos temas y se ocuparon de brasas por toda la estepa, mientras el diablo ni siquiera habría que
toda suerte de sucesos extraordinarios y prodigiosos. De pronto les mencionar a ese hijo de perra sollozaba de forma tan lastimera en
pareció y no fue sólo a uno, sino a todos que el cordero levantaba su cuchitril que bandadas enteras de asustados grajos levantaban el
la cabeza, que sus ojos extraviados se animaban y se iluminaban, y vuelo de un robledal cercano y atronaban el cielo con sus gritos
que un bigote negro y erizado, que había surgido en un abrir y salvajes.
cerrar de ojos, hacía significativos gestos a los comensales. En la
cabeza de cordero todos reconocieron al momento la jeta de Ba-
savriuk; la tía de mi abuelo llegó a pensar incluso que de un mo-
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ras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en
Gustavo Adolfo Bécquer los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su
campana en la capilla del monte.

El monte de las ánimas [Leyenda soriana] ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país,
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos.
(Leyendas, 1853)
Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el do- dure el camino te contaré esa historia.
ble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos;
mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijonea- caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
da, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve precedían la comitiva a bastante distancia.
tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como
en efecto lo hice. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos térmi-
nos la prometida historia:
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito
Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a
volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir
los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la no-
Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria
che.
a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de co- ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a
pas. sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla
I como solos la conquistaron.
Atad los perros; haced la señal con las trompas para que Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los
se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin,
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde
Ánimas. reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y con-
tribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una
¡Tan pronto!
gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los
A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigue-
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Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbar-
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación ge-
lo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de neral: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un
ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arras- vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el
traron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los
lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita oca- Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos,
sión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos represen-
los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se ente- taban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria
rraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difun- Hermosa prima exclamó al fin Alonso rompiendo el largo
tos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de silencio en que se encontraban; pronto vamos a separarnos tal vez
los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas
una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los cier- y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gus-
vos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horroro- tan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu
sos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las hue- lejano señorío.
llas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carác-
llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él
ter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus
antes que cierre la noche.
delgados labios.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los
Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta
dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad
aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de
por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, des-
otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera
pués de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las es-
que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al
trechas y oscuras calles de Soria.
templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vi-
II niste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi
vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar...
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento ¿Lo quieres?
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No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la di-
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ce- visa de tu alma?
remonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que Sí.
aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela
El acento helado con que Beatriz pronunció estas pala- como un recuerdo.
bras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con
tristeza: ¡Se ha perdido!, ¿y dónde? preguntó Alonso incorporán-
dose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y
Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el esperanza.
tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres
aceptar el mío? No sé.... en el monte acaso.

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la ¡En el Monte de las Ánimas murmuró palideciendo y
mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. dejándose caer sobre el sitial; en el Monte de las Ánimas!

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y vol- Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
viose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciu-
trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las dad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No
ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas. habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra,
tornó a anudarse de este modo: todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi
raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he
Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y
que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu volun- he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y
tad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? dijo él clavando una mira- en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna
da en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como
un pensamiento diabólico. a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué
¿Por qué no? exclamó ésta llevándose la mano al hombro ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la ora-
derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ción ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte co-
ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una menzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las
infantil expresión de sentimiento, añadió: malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede
helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos
¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería,
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blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
III
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a
dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido ex- punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía,
clamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil co-
lores: ¡Habrá tenido miedo! exclamó la joven cerrando su libro
de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber inten-
¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al mon- tado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia con-
te por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difun- sagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
tos, y cuajado el camino de lobos!
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las do-
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan es- bles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto,
pecial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga
ligero, nervioso.
ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la ma-
no por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó en-
cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose tre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísi-
a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entretenién- mas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronun-
dose en revolver el fuego: ciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y
doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
Será el viento dijo; y poniéndose la mano sobre el co-
¡Alonso! ¡Alonso! dijo ésta, volviéndose con rapidez; pe- razón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con
ro cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había des- más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido
aparecido. sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las
alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgu- puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden,
llo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y
rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños,
último. el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de áni- distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras inin-
mas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las teligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se

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arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi las ánimas de los difuntos.
se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presen-
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la no-
cia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante che aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora:
en la oscuridad. vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan her-
las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se mosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del
pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de
repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis
una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio
nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y
había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en
cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las
el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
sombras impenetrables.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle
¡Bah! exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza
la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había apa-
sobre la almohada de raso azul del lecho; ¿soy yo tan miedosa
recido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las
como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una
Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos
armadura, al oír una conseja de aparecidos?
a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos,
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros,
hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse muerta; ¡muerta de horror!
más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
IV
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y
unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aque- Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador
llas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acerca- de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo
ban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los
de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria en-
ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento. terrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración
con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corce-
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente
les, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y
lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de
desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando
los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la
gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por
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bleza colonial, un inquisidor, dos canónigos, el superior de los
Ricardo Palma paulinos, el comendador de la Merced y otros frailes de campani-
llas eran los obligados concurrentes a la tertulia nocturna del mar-
qués. Jugaba con ellos una partida de chaquete, tresillo o malilla
Un drama íntimo de compañeros, obsequiábamos a toque de nueve con una jícara
(Tradiciones peruanas, 1876) del sabroso soconusco acompañada de tostaditas y mazapán al-
mendrado de las monjas catalinas , y con la primera campanada de
las diez despedíanse los amigos. Don Honorio, rodeado de sus tres
A don Adolfo E. Dávila hijas y de doña Ninfa, que así se llamaba la vieja que servía de
Ni época, ni nombres, ni el teatro de acción son los verdade- aya, dueña, cerbero o guardián de las muchachas, rezaba el rosa-
ros en esta leyenda. Motivos tiene el autor para alterarlos. En rio, y terminado éste besaban las hijas la mano del señor padre,
cuanto al argumento, es de indispensable autenticidad. Y no digo murmuraba él un "Dios las haga santas", y luego rebujábanse entre
más en este preambulillo porque. . . no quiero, ¿estamos? palomas el palomo viudo, las palomitas y la lechuza.
1 Aquello era vida patriarcal. Todos los días eran iguales en el
hogar del noble y respetable anciano, y ninguna nube tormentosa
Laurentina llamábase la hija menor, y la más mimada, de
se cernía sobre el sereno cielo de la familia del marqués.
don Honorio Aparicio, castellano viejo y marqués de Santa Rosa
de los Ángeles. Era la niña un fresco y perfumado ramilletico de Sin embargo, en la soledad del lecho desvelábase don Hono-
diez y ocho primaveras. rio con la idea de morir sin dejar establecidas a sus hijas. Dos de
ellas optaban por monjío; pero la menor, Laurentina, el ojito dere-
Frisaba su señoría el marqués en las sesenta navidades, y
cho del marqués, no revelaba vocación por el claustro, sino por el-
hastiado del esplendor terrestre había ya dado de mano a toda am-
mundo y sus tentadores deleites.
bición, apartádose de la vida pública, y resuelto a morir en paz con
Dios y con su conciencia, apenas si se le veía en la iglesia en los El buen padre pensó seriamente en buscarla marido, y plati-
días de precepto religioso. El mundo, para el señor marqués, no se cando una noche sobre el delicado tema con su amigo el conde de
extendía fuera de las paredes de su casa y de los goces del hogar. Villarroja don Benicio Suárez Roldan, éste le interrumpió dicién-
Había gastado su existencia en servicio del rey y de su patria, batí- dole:
dose bizarramente y sido premiado con largueza por el monarca, —Mira, marqués, no te preocupes, que yo tengo para tu Lau-
según lo comprobaban el hábito de Santiago y las cruces y banda rentina un novio como un príncipe en mi hijo Baldomero.
con que ornaba su pecho en los días de gala y de repicar gordo.
—Que me place, conde, aunque algo se me alcanza de que
Tres o cuatro ancianos pertenecientes a la más empinada no- tu retoño es un calvatrueno.
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—¡Eh! ¡Murmuraciones de envidiosos y pecadillos de la como en peras, que eres joven, bonita, rica y honrada.
mocedad! ¿Quién hace caso de eso? Mi hijo no es santo de nicho,
Y Laurentina se arrojaba llorando al cuello de su padre, y
ciertamente; pero ya sentará la cabeza con el matrimonio. escondía sobre su pecho la púrpura que teñía sus mejillas al oírse
Y desde el siguiente día el conde fue a la tertulia del de San- llamar honrada por el confiado anciano.
ta Rosa acompañado de su hijo. Éste quedó admitido para hacer la Al fin, éste se decidió a escribir a Baldomero, pidiéndole ex-
corte a Laurentina, mientras los viejos cuestionaban sobre el arras- plicaciones sobre lo extraño de su conducta, y el atolondrado liber-
tre del chico y la falla del rey, y cuatro o seis meses más tarde eran tino
ya puntos resueltos para ambos padres el noviazgo y el consi-
guiente casorio. tuvo el cruel cinismo y la cobarde indignidad de contestar al
billete del agraviado padre con una carta en la que se leían estas
Baldomero era un gallardo mancebo, pero libertino y seduc- abominables palabras: Esposa adúltera sería la que ha sido hija
tor de oficio. Tratándose de sitiar fortalezas, no había quien lo liviana. ¡Horror!
superase en perseverancia y ardides; más una vez rendida o toma-
da por asalto la fortaleza, íbase con la música a otra parte, y si te vi 2
no me acuerdo. El marqués se sintió como herido por un rayo.
Baldomero halló en la venalidad de doña Ninfa una fuerza Después de un rato de estupor, una chispa de esperanza
auxiliar dentro de la plaza; y la inexperta joven, traicionada por la brotó de su espíritu.
inmunda dueña, arrastrada por su cariño al amante, y, más que
Así es el corazón humano. La esperanza es lo último que nos
todo, fiando en la hidalguía del novio, sucumbió. . . antes de que el
abandona en medio de los más grandes infortunios.
cura de la parroquia la hubiese autorizado para arriar pabellón. A
poco, hastiado el calavera de la fácil conquista, empezó por acor- —¡Jactanciosa frase de mancebo pervertido! ¡ Miente el in-
tar sus visitas y concluyó por suprimirlas. Era de reglamento que fame! —exclamó el anciano.
así procediese. Otro amorcillo lo traía encalabrinado. Y llamando a su hija la dio la carta, síntesis de toda la vileza
La infeliz Laurentina perdió el apetito, y dio en suspirar y de que es capaz el alma de un malvado, y la dijo:
desmejorarse a ojos vistas. El anciano, que no podía sospechar —Lee y contéstame. . . ¿Ha mentido ese hombre?
hasta dónde llegaba la desventura de su hija predilecta, se esforza-
ba en vano por hacerla recobrar la alegría y por consolarla del La desdichada niña cayó de rodillas murmurando con voz
desvío del galancete. ahogada por los sollozos:

—Olvida a ese loco, hija mía, y da gracias a Dios de que a —Perdóname. . ., padre mío. . ., perdóname. . . ¡Lo amaba
tiempo haya mostrado la mala hilaza. Novios tendrás para escoger tanto!. . . ¡Pero te juro que estoy avergonzada de mi amor por un
ser tan indigno!. .. ¡Perdón! ¡Perdón!
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El magnánimo viejo se enjugó una lágrima, levantó a su dote iba ya a pisar las gradas del altar, y la calle quedó desierta de
hija, la estrechó entre sus brazos y la dijo: pisaverdes.
-—¡Pobre ángel mío!. . . Media hora después salía el brillante concurso, y los jóvenes
volvían a ocupar sitios en las aceras. Baldomero Roldan se colocó
En el corazón de un padre es la indulgencia tan infinita co-
al pie de la cadena.
mo en Dios la misericordia.
El marqués de Santa Rosa vino hacia él con paso grave, re-
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posado, y le dijo:
Y pasó un año cabal, y vino el día del aniversario de aquél
—Joven, ¿está usted ya armado?
en que Baldomero escribiera la villana carta.
—Repito a usted, viejo tonto, que para usted no gasto armas.
La misa de nueve en Santo Domingo, y. en el altar de la
Virgen del Rosario, era lo que hoy llamamos la misa aristocrática. El marqués desenvainó un puñal y lo hundió en el pecho de
A ella concurría lo más selecto de la sociedad. Baldomero. El moderno revólver estaba aún en el Limbo.
Entonces, como ahora, la juventud dorada del sexo fuerte es- 4
tacionábase a la puerta e inmediaciones del templo para ver y ser Don Honorio Aparicio se encaminó paso entre paso a la
vista y prodigar insulsas galanterías a las bellas y elegantes devo- cárcel de la ciudad, situada a una cuadra de distancia de Santo
tas. Domingo, donde se encontró con el alcalde del Cabildo.
Baldomero Roldan hallábase ese domingo, entre otros cas- —Señor alcalde —le dijo—, acabo de matar a un hombre
quivanos, apoyado en uno de los cañones que sustentaban la cade- por motivo que Dios sabe y que yo me callo, y vengo a consti-
na que hasta hace pocos años se veía frente a la puerta lateral de tuirme preso. Que la justicia haga su oficio.
Santo Domingo, cuando se le acercó el marqués de Santa Rosa, y
poniéndole la mano sobre el hombro le dijo casi al oído: El conde de Villarroja, padre del muerto, no anduvo con pies
de plomo para agitar el proceso, y un mes después fue a los estra-
—Baldomero, ármese usted dentro de media hora si no quie-
dos de la real Audiencia para el fallo definitivo.
re que lo mate sin defensa y como se mata a un perro rabioso.
El virrey presidía, y era inmenso el concurso que invadió la
El calavera, recobrándose instantáneamente de la sorpresa, sala.
le contestó con insolencia:
Al conde de Villarroja, por deferencia a lo especial de su
—No acostumbro armarme para los viejos. El marqués con- condición, se le había señalado asiento al lado del fiscal acusador.
tinuó su camino y entró en el templo. A poco sonaron las once, el
sacristán tocó una campanilla en el atrio, en señal de que el sacer- El marqués ocupaba el banquillo del acusado.

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Leído el proceso y oídos los alegatos del fiscal y del aboga- envió con uno de sus deudos al abogado. Ella sabía que el marqués
do defensor, dirigió el virrey la palabra al reo. nunca habría recurrido a ese documento salvador, o por lo menos
atenuante de la culpa.
—¿Tiene usía, señor marqués, algo que decir en su favor?
El virrey, visiblemente conmovido, dijo:
—No, señor. . . Maté a ese hombre porque los dos no cab-
íamos sobre la tierra. —Acérquese usía, señor conde de Villarroja. ¿Es ésta la le-
Esta razón de defensa ni racional ni socialmente podía satis- tra de su difunto hijo?
facer a la ley ni a la justicia. El fiscal pedía la pena de muerte para El conde leyó en silencio, y a medida que avanzaba en la
el matador, y el tribunal se veía en la imposibilidad de recurrir al lectura pintábase mortal congoja en su semblante y se oprimía el
socorrido expediente de las causas atenuantes, desde que el acusa- pecho con la mano que tenia libre, como si quisiera sofocar las
do no dejaba resquicio abierto para ellas. El abogado defensor palpitaciones de su corazón paternal. ¡Horrible lucha entre su con-
había aguzado su ingenio y hecho una defensa más sentimental ciencia de caballero y los sentimientos de la naturaleza!
que jurídica, pues las lacónicas declaraciones prestadas por el
Al fin, su diestra temblorosa dejó escapar la acusadora carta,
marqués en el proceso no daban campo sino para enfrascarse en un
y cayendo desplomado sobre un sillón, y cubriéndose el rostro con
mar de divagaciones y conjeturas. No había tela que tejer ni hilos las manos para atajar el raudal de lágrimas, exclamó, haciendo un
sueltos que anudar. heroico esfuerzo por dar varonil energía a su palabra:
El virrey tomaba la campanilla para pasar a secreto acuerdo,
—¡Bien muerto está!. . . ¡El marqués estuvo en su derecho!
cuando el abogado del marqués, a quien un caballero acababa de
entregar una carta, se levantó de su sitial y, avanzando hacia el 6
estrado, la puso en manos del virrey. La Real Audiencia absolvió al marqués de Santa Rosa.
Su excelencia leyó para sí, y dirigiéndose luego a los mace- Quizá la sentencia, en estricta doctrina jurídica, no sea muy
ros: ajustada. Critíquenla en buena hora los pajarracos del foro. No
—Que se retire el auditorio —dijo— y que se cierre la puer- fumo de ese estanquillo ni lo apetezco.
ta. Pero los oidores de la Real Audiencia antes que jueces eran
5 hombres, y al fallar absolutoriamente prefirieron escuchar sólo la
voz de su conciencia de padres y de hombres de bien, haciendo
Laurentina, al comprender el peligro en que se hallaba la vi- caso omiso de don Alfonso el Sabio y de sus leyes de Partida, que
da de su padre, no vaciló en sacrificarse haciendo pública la ruin- disponen que orne que faga omecillo, por ende muera. ¡Bravo!
dad de que ella había sido triste víctima. Corrió al bufete del mar- ¡Bravo! Yo aplaudo a sus señorías los oidores, y me parece que
qués, y rompiendo la cerradura sacó la carta de Baldomero y la tienen lo bastante con mis palmadas.
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En cuanto al público de escaleras abajo, que nunca supo a
qué atenerse sobre el verdadero fundamento del fallo (pues virrey,
oidores y abogados se comprometieron a guardar secreto sobre la
revelación que contenía la carta), murmuró no poco contra la in-
justicia de la justicia.

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