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Heme aquí.

Soy Francisco,
gran caballero
de sombrías batallas.
Soy Francisco,
diminuto punto sobre la tierra.
Y tú eres el Sol,
gran astro en el firmamento.
Estamos distantes, pero cercanos.
Somos distintos, pero iguales.
Porque yo estoy en ti y tú en mí.
Ésta es mi historia.
Ésta es tu historia.
CUANDO ERA JOVEN

Cuando era joven, hermano Sol, no te conocía.


Oh, sí, sabía que existías. Muchos hablaban de ti.
Decían que eras la vida, que calentabas las piedras frías
de las casas. Que tu calor maduraba el grano en los campos,
la uva en las viñas, la fruta en las ramas.
Bajo tu luz brotaban y se abrían las flores.
Todos hablaban de ti y te buscaban.
Te buscaban sobre todo en los días nublados.
Cuando el grano, la uva, la fruta y las flores escaseaban.
Cuando la lluvia cubría el cielo y la nieve
helaba las calles.
No, no te conocía, hermano Sol, y no te buscaba.
Porque a pesar de la lluvia y el hielo,
yo estaba bien protegido por mis lujosos abrigos.
Siempre caliente a la hoguera que jamás faltaba en mi casa.
La leña ardía y ardía y jamás escaseaba.
Como tampoco faltaba el alimento que hervía o se asaba
en la chimenea. En aquel entonces, no temía al frío.
No temía al hambre. ¡Era rico!
No, en aquel entonces no te conocía, hermano Sol.
De día estaba en el almacén de mi padre,
Pedro de Bernardone, el mercader de Asís.
El mercader de telas, de vestimentas lujosas.
El que siempre estaba de viaje, en busca siempre
de riquezas. Era experto en ello.
Parecía como que las monedas le brotaban de sus manos;
eran tantas, que caían a sus pies y los cubrían.
No, en aquel entonces, no te veía, hermano Sol.
De día vendía en el almacén de mi padre, y al
anochecer… oh, al anochecer, en la oscuridad, me
divertía.
Era el príncipe de las fiestas.
¡Cuántos amigos tenía a mi alrededor!
Se comía, se brindaba, se cantaba.
¡Qué alegres veladas!
Cantaba bajo las ventanas de las muchachas más bellas,
y ellas se quedaban hechizadas. ¡Cómo me admiraban!
¡Y cuántos sueños tenía! Sueños de gloria.
EN LA GUERRA

Soñaba con llegar a ser caballero, con armaduras


resplandecientes, con espadas fulgurantes, con batallas,
con victorias. Sobre todo con victorias.
Yo, Francisco de Bernardone, me imaginaba audaz,
intrépido, un verdadero héroe.
Y a la guerra fui, en efecto.
Pero la guerra era diferente.
Diferente de la que yo había pensado.
No era un sueño, ¡era verdadera!
El silbido perverso de las flechas, de las lanzas,
de las espadas cortantes.
Polvo, alaridos, gritos, blasfemias, caballos enloquecidos,
heridos, muerte, sangre. Muerte y sangre por todas partes.
Y yo, sin gloria, sin victoria, y al final… prisionero.
PRISIONERO

¡Qué extraña es la historia! Pero mi historia,


mi nueva historia contigo se inicia justo aquí,
hermano Sol, en una prisión.
Ya no tengo mi caballo, ni mi espada, ni mi armadura.
Me encuentro casi sin ropa. Con frío, mucho frío.
Y hambre. Y miedo. Tiemblo de frío, de hambre y
de miedo. Y la oscuridad… ¡Cuánta oscuridad
hay a mi alrededor!
De día y de noche siempre está oscuro.
Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Oscuridad por doquier.
Y justamente en aquellos momentos te busqué y te deseé.
¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
¿Dónde estás, hermano Sol?
Me muerdo las manos pero no te veo.
Me rasguño la cara pero no te veo.
¿Dónde estás, hermano Sol?
¡Cuántos días, cuántas noches! Interminables.
Luego, la puerta se abre. Percibo voces. Me levantan.
Me llevan al aire libre. La luz me quema los ojos.
Quema, quema, pero soy libre. ¡Libre!
¡Hete aquí, hermano Sol! Te veo.
Y heme aquí, vengo de ti.
VUELVO A CASA

Si mis ojos se habían quemado con la luz del sol,


ahora mi cuerpo arde en fiebre.
Sin embargo, vuelvo a casa. A mi casa. A mi ciudad. Asís.
La misma Asís que había dejado.
Cada casa está en su lugar, cada piedra,
cada puerta, cada ventana.
Todo permaneció igual.
Y mis amigos siguen siendo los mismos,
mi padre sigue siendo el mismo. ¿Y yo?
Yo ya no soy yo. Todo es diferente para mí.
¡Te encontré, hermano Sol!
En una prisión fría, oscura, te encontré.
No, ya no soy el de antaño.
Si mi padre quiere que esté abajo, en la tienda,
vendiendo telas, yo permanezco en el techo,
contemplando el cielo y el vuelo de las golondrinas
que lo tornan vivo y alegre.
Si mis amigos me llaman para ir de fiesta,
yo salgo por el otro lado de la ciudad,
hacia los campos amarillos de trigo,
rojos de amapolas, ricos en olivos.
Esos campos llenos de luz. Esos campos llenos de ti, hermano Sol.
Y ahí me dedico a pensar. Y mis ojos miran más allá,
mucho más allá, siempre más allá.
Y más allá hay una vieja iglesia.
Es la iglesia de San Damián. Un buen refugio para mí,
aunque esté llena de grietas. Aquí todo es diferente,
todo es sereno, todo es paz y me siento feliz.
Muchas otras veces me sentí feliz, pero esta felicidad
hace que se me salten las lágrimas.
Qué extraño, antes lloraba cuando estaba triste,
ahora lloro porque soy feliz.
Éste es un lugar verdaderamente extraño.
¿Y aquel crucifijo empolvado y descuidado?
También me parece extraño. Me mira y yo lo miro.
Me habla y yo lo escucho. Y en mis oídos resuena:
“Mira, Francisco, mi casa está dañada. ¡Repárala!”.
Y en aquel instante tú, hermano Sol, resplandeciste en el cielo.
Resplandeciste de luz. Todo es claro en torno a mí.
Mi cuerpo no tiene sombra. La iglesia no tiene sombra,
las plantas, los animales no tienen sombra.
Todo es claro. Todo es luz. Sólo luz.
UN MUNDO NUEVO

Ahora, hermano Sol, lo veo todo diferente.


Antes miraba sólo con mis ojos, y el mundo era pequeño, muy pequeño.
Ahora veo también con tus ojos, y el mundo es grande, enorme.
Tu luz brilla sobre todas las cosas y veo cada cosa.
Y si cierro los ojos, cada cosa está dentro de mí.
Todo es nuevo para mí como lo es para un bebé.
Y a semejanza de un bebé veo las colinas y los campos,
las flores y la hierba por primera vez.
Y por primera vez los veo a ellos, vestidos con harapos,
con la cabeza inclinada. Agotados por el hambre y la enfermedad,
con las vendas que cubren sus llagas. Ellos, los leprosos, a quienes todos
evitan con horror. De quienes todos huyen.
Sin embargo, hermano Sol, tú los iluminas como iluminas cualquier otra
cosa bella del mundo. Los iluminas como a las flores de los campos.
Y yo ahora los veo así: como flores bañadas de límpido rocío.
Y son tantos. Me detengo con ellos. Me siento entre ellos.
Me siento en un amplio prado de flores de colores.
Y los beso.
LA LIBERTAD

Volví a Asís. Camino. Quien me ve pasar me señala


y se burla. “¿Cómo te has vestido, Francisco?”.
Y se burlan, se burlan todos.
Sólo mi padre y mi madre no se ríen.
“¿Dónde has estado, Francisco? Hace días que no estás”.
“¿No ves cómo has adelgazado? Estás sucio, apestas.
¿Y tus vestimentas? Son harapos.
¡Mírate, pareces un vagabundo!”.
Un vagabundo, un vagabundo. Me gusta esa palabra.
Pero ahora estoy cansado, cierro los ojos y duermo.
Sueño con la iglesia en ruinas de San Damián.
Sueño que los leprosos son flores del campo.
Sueño contigo, hermano Sol.
Amanece. Me levanto, pero mi casa está oscura.
Oscura la tienda, la fábrica de telas, oscuro es el colorido
de los tejidos. Aquí, hermano Sol, tú ya no entras.
¡Cuántos tejidos valiosos sobre las repisas! ¡Cuánto oro,
cuántas monedas en cajas y cajones! ¡Cuántos objetos valiosos
guardados bajo llave, ocultos en la oscuridad! Tampoco aquí
entras, hermano Sol. Bah, saquémoslos de aquí.
Y heme aquí en la calle gritando. “¡Vengan, vengan!
¡Corran, acérquense!”.
En poco tiempo, mucha gente me rodea.
Sus gritos ahogan los míos.
“¡Este insensato vende oro por piedras!”.
“¡Vende tejidos a cambio de pan!”.
¡Cuántas piedras me traen para la iglesia!
¡Cuántos panes me traen para los leprosos!
¡Cuánta confusión, cuántos gritos!
Pero los gritos más fuertes aún no se han escuchado.
Ahora empiezan a oírse. Son los de mi padre.
“¡Loco, desdichado! ¡Mis tejidos, mi oro!
A cambio de piedras, a cambio de pan. ¡Loco, insensato!
¡Te voy a denunciar! ¡Te voy a encerrar!”.
Sentí cómo sus manos me golpeaban la cara,
me arrastraban por la calle, por los callejones hasta la plaza,
frente a la iglesia. Frente a Guido, el obispo de Asís.
Y de nuevo la ira de mi padre, sus gritos. “¡Quiero justicia!
¡Mi hijo es un ladrón! Tomó mis bienes,
ganados con esfuerzo, con años de sudor.
¿Y qué ha hecho? ¡Los vendió a cambio de nada!”.
“¿De nada? No, de piedras, de pan”.
Y nadie entiende, nadie me escucha.
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Sólo escuchan las palabras de Guido.
Sólo quieren entender las suyas.
“Francisco, tu padre quiere justicia,
devuélvele lo que es suyo”.
Entonces levanto la mirada del suelo,
la levanto hacia el cielo.
Y en el cielo estás tú, hermano Sol,
tú que me amparas y me calientas.
Sí, le devolveré todo lo que es suyo, todo lo que tengo.
Los zapatos, la chaqueta, la camisa, los pantalones,
los calzones. Ahora estoy desnudo
como cuando vine al mundo. Y hoy, desnudo, renazco.
Oigo a la gente reír y reír. Se ríen de mí.
Veo a mi madre cubrirse los ojos de vergüenza
y mi padre se cubre la boca de estupor,
mientras el obispo Guido me cubre con su capa.
Veo a un pobre y le cambio la capa por su vestimenta de jerga.
Y te veo a ti, hermano Sol, sonriéndome desde el cielo.
Luego salgo de Asís, mi pequeña ciudad,
y entro en tu gran mundo de luz. Soy libre.
Una vez más salgo de la cárcel.
LA SEÑORA POBREZA

Salí de la prisión de la riqueza.


La riqueza es una celda fría y oscura, mucho más fría y oscura
que aquella en la que viví encadenado hace tiempo.
Las cadenas de la riqueza son mucho más fuertes que las de hierro,
y se llaman preocupaciones.
Cuando estaba en la tienda de mi padre y ganaba una moneda,
tenía una preocupación: perder una moneda.
Si ganaba dos monedas, tenía dos preocupaciones: perder dos monedas.
Si ganaba mil monedas, entonces tenía mil preocupaciones.
Tenía que ocultar mis monedas, porque eran muchas.
Tenía que defenderlas hasta con la espada.
Si la leña se quemaba en mi camino y se volvía ceniza,
yo sólo pensaba en cómo obtener más.
Si mi despensa estaba vacía, sólo pensaba en cómo llenarla.
¡Cuántas preocupaciones, hermano Sol!
Me vendaban los ojos, me cerraban la mente y no te miraba,
no pensaba en ti. Ahora, en cambio, no tengo nada y estoy tranquilo.
Mis ojos y mi mente están libres.
Puedo verte, puedo hablarte.
Hoy tejí cáñamo. Ese cáñamo que tú haces crecer.
Hice un cordel para ceñirme la cintura
y una capucha para protegerme de la lluvia.
Tú me vistes, hermano Sol.
Hoy recogí el grano y la fruta
que tú haces madurar en los campos.
Tú me quitas el hambre, hermano Sol.
Hoy bebí en una fuente que tú creaste.
Tú apagas mi sed, hermano Sol.
Descansé sobre la hierba que has hecho crecer
suave y perfumada.
Tú me das la paz, hermano Sol.
Desde que estás conmigo, nada me falta.
Soy pobre, pero feliz.
¡Feliz, feliz, feliz!
En un tiempo me decían: “Te casarás y serás feliz.
Vivirás con una mujer y la amarás”.
¡Tenían razón!
Hermano Sol, yo quiero ser feliz.
Deseo casarme y tener cerca de mí a mi esposa para siempre.
Sin abandonarla ni un solo instante durante toda la vida.
¡Ésta es mi esposa, hermano Sol!
Mira lo dulce, hermosa y sincera que es.
Ante ti dos nuevos esposos.
Bendice, hermano Sol, a estos enamorados:
a mí, Francisco, y a la señora Pobreza.
MIS COMPAÑEROS

Hermano Sol, hermano mío, volví a la iglesia de San Damián.


Trabajo mucho, aún cuando llueve y nieva. Preparo la mezcla de cal
y arena, y día con día la iglesia está más sólida.
Recorro las aldeas con una cesta pidiendo piedras para la iglesia
y pan para mí y mis hermanos leprosos. Y los bendigo a todos:
a quienes dan y a quienes no dan. Bendigo y agradezco en tu nombre.
Hoy es una tarde muy fría. Estoy buscando limosnas en Asís. Llueve.
No hay nadie en la calle. Estoy cansado, empapado, hambriento.
Pero allá abajo, veo una luz. Se escuchan voces y cantos. Me acerco
y entro. Me observan. Alguno ríe. “Francisco, ¡qué bien vestido estás!
¡Qué elegante!”. “¡Todas las muchachas de Asís enloquecerán por
ti!”. Y ríen, y se burlan. Otros, al contrario, no se ríen. Se acercan,
me hacen sentar y se preocupan por mí. Bernardo, noble rico,
y Pedro, abogado respetado. Fueron mis amigos en una época.
Los alegres amigos de las fiestas nocturnas.
“¿Qué te ha sucedido, Francisco? Tus manos y tus pies están heridos.
Estás sucio y maltrecho”.
“¿Qué me ha sucedido? Pues que soy feliz.
Sepan que en una época mis pies y mis manos estaban cuidados
y aseados, pero mi espíritu estaba sucio y lleno de llagas.
Ahora las llagas están en mi piel, pero mi espíritu está cuidado,
limpio y claro. Lo que en una época tenía fuera,
ahora está en mi interior, y lo que tenía dentro, ahora lo tengo
fuera de mí”. Bernardo y Pedro se observan las manos, luego
miran su alma y lo que ven no les agrada.
Entonces, empiezo a hablar de ti, hermano Sol.
Me subo a la mesa y agito brazos y manos.
Con entusiasmo les hablo de ti, que das la luz y el calor,
de ti que das la paz y la alegría.
De ti. De ti. De ti. ¡Y de nuevo de ti!
Ahora en la habitación sólo se escucha mi voz. Ya nadie ríe,
ni habla, ni canta. Sólo se escuchan mi voz y el silencio.
Después, sólo el silencio. Todos enmudecieron de asombro.
Trato de salir, pero Bernardo y Pedro me detienen.
“Francisco, ¿cómo se encuentra la luz, el calor,
la alegría y la paz del hermano Sol?”.
“Abandonen todo. Entreguen todo a los pobres”.
“¿Todo, absolutamente todo?”.
“Todo”.
Al día siguiente, en Asís, un terremoto habría provocado
menos confusión. Muchos gritaban: “¡A mí, a mí, a mí!”.
Bernardo, noble rico, y Pedro, abogado respetado,
distribuían sus riquezas en las calles llenas de gente
y de agitación. Pobres y ricos, todos querían.
Pobres y ricos, todos tomaban.
Mis amigos son atropellados, desposeídos, menospreciados.
Quedan en calzones. Desde las ventanas, ojos atónitos,
bocas abiertas y rostros escandalizados preguntan:
“Pero ¿qué están haciendo? ¿Qué sucede?”.
Sucede que todo cambia, todo es nuevo.
Que Bernardo y Pedro han entrado en la luz
del hermano Sol.
Que Bernardo y Pedro son mis nuevos hermanos.
Que la iglesia de San Damián tendrá dos nuevos albañiles,
y que piedra tras piedra será reparada.
¡Qué clamor aquel día en Asís!
Bernardo y Pedro se van y vienen conmigo.
Y después de ellos también Silvestre, León, Rufino, Mateo,
Ángel, Egidio. Aquí están mis hermanos.
Aquí están tus hermanos.
¡Mira cuántos somos, hermano Sol!

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COMO ALONDRAS Y ARDILLAS

Ya no estoy solo, hermano Sol.


Ahora tengo muchos hermanos.
La iglesia de San Damián se restauró. Está terminada.
Como ha concluido nuestro trabajo de albañiles,
ahora vamos a predicar por los campos, las colinas,
las ciudades, las aldeas más perdidas, y hasta las casuchas
de los bosques. Por todas partes hablamos de ti.
Por todas partes llevamos la alegría que viene de ti.
Y trabajamos duro. Ayudamos
a los agricultores en los campos, y a cambio pedimos
un poco de alimento. Jamás dinero. ¡Jamás!
No tenemos ni casa ni convento.
Construimos pequeñas chozas con ramas, hojas y lodo.
Pequeños refugios donde descansar.
Luego, de nuevo en camino, de viaje por el mundo. Libres.
Libres como alondras, libres como ardillas.
A veces caminamos en grupo, y otras
de dos en dos, pero después de algún tiempo nos reunimos
todos, y siempre es una fiesta.
A veces tenemos las manos y los pies congelados,
pero nuestro corazón está caliente.

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LA HERMANA CLARA

Desde hace algún tiempo me siento observado.


Cuando camino, cuando hablo a la gente,
cuando estoy solo y me arrodillo a orar,
percibo una mirada que se dirige a mí,
pero jamás veo a nadie.
Hoy, sin embargo, volteé de improviso
y me topé con esos ojos que me observan.
Es ella. Entre las espigas y las amapolas está ella: Clara.
La del rostro limpio; la de los ojos buenos.
Clara, Clara, Clara. Cuántas veces me la encontré,
pequeña, en Asís. Clara la de los Offreduzzi.
Clara la de noble familia.
“Francisco”, me llama. “Francisco, espera”.
Pero yo sigo caminando.
“Francisco, te escuché hablar de él, del hermano Sol,
con quien siempre he soñado, a quien siempre he amado.
Te he seguido a ti y a tus hermanos, he visto sus vidas
y desearía que así fuese la mía”. Me detengo en el camino.
La miro. ¿Cómo podría una mujer vivir como nosotros,
carentes de todo, con las manos heridas, con el cuerpo
helado? Y los hermanos se acercan.
Clara sonríe y les habla también. “Yo siento que su voz
es mi voz, que su pensamiento es mi pensamiento,
que su oración es mi oración, que sus gestos
son mis gestos, que sus ojos son mis ojos”.
Todos la escuchamos en silencio, hechizados.

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Y miro en los ojos luminosos de Clara,
en sus ojos profundos, y veo dos soles.
Dos grandes soles.
Tú, hermano Sol, estás en los ojos de Clara,
estás dentro de ella.
Entonces sonrío.
Bienvenida, bienvenida entre nosotros.

En Asís nos llaman insensatos, limosneros,


mendigos.
Para nosotros es un bello cumplido,
pero no así para la rica y noble familia de Clara.
No quieren que se le llame insensata, limosnera,
andrajosa. No quieren esta vergüenza.
Pero Clara es fuerte y decidida.
Y esta noche…
Esta noche Clara se escapa, abandona su palacio.
Está oscuro, pero ella ve en la oscuridad.
Tú estás a su lado, hermano Sol.
Aun de noche, cuando no te ve,
estás con ella y alumbras su camino.
Y Clara corre por la calle
sin obstáculos ni temor.

27
Corre hacia nosotros, que la estamos esperando.
Habíamos encendido muchas antorchas, una por cada hermano.
Son pequeñas lucecitas, pero todas juntas forman una grande,
tan grande como de día es tu luz, hermano Sol.
Y la noche desaparece. Clara llega en medio de la luz que la rodea.
Y en la luz se pone un hábito tosco.
Y en la luz corta su bella y larga cabellera.
Y en la luz Clara resplandece.
Y en la luz Clara renace.
En esta noche, noche de luz, nace la hermana Clara.

Ha pasado cierto tiempo.


Ahora Clara, carente de todo,
vive en la vieja iglesia de San Damián.
Cada día canta tus canciones, hermano Sol.
Y su voz suena fuerte como una campana.
Como un fuerte reclamo que atrae a otras hermanas.
Pacífica, Inés, Beatriz, Balbina, Iluminada
y muchas otras más.
Somos cada vez más numerosos.
¡Cuántos hermanos y hermanas!
Somos cientos, miles.
Todos hijos tuyos, hermano Sol, todos aquí por ti.
Los miro y veo brillar tu luz.
Son los diamantes, las esmeraldas, el oro, las perlas,
son mi tesoro, mi riqueza.
LAS CRIATURAS

Soy pobre, pero cuando miro a mi alrededor me siento rico.


La tierra con los frutos, las flores y la hierba me hacen rico.
Porque en la tierra, en los frutos, en las flores y en la hierba
te veo a ti, hermano Sol. En el agua, en el viento, en el fuego
te encuentro a ti, hermano Sol. Y cuando te veo,
cuando te encuentro, soy rico.
Entonces canto y rezo. Y cuando canto y rezo, siento que
conmigo cantan los árboles, los animales, los peces. Conmigo
cantan los insectos, las piedras y los metales.
Conmigo cantan la luna y las estrellas.
Todas las criaturas cantan y oran conmigo. Todas.
Las que tienen vida y las que no la tienen.
Todas, todas ellas.
Desde las más grandes a las más pequeñas.
La montaña y el grano de arena,
la encina y la brizna de hierba,
el águila y el gorrión,
la ballena y el pecezuelo,
el mar y el arroyo,
el cielo y la hormiga.
Todos cantan y oran conmigo.
Mi voz se vuelve la de ellos,
y la de ellos se vuelve mía.
Y nuestras voces, juntas,
llenan la totalidad del espacio.
Llenan el silencio.
Llenan el infinito,
cantan acerca de ti, hermano Sol.
De ti que estás en cada cosa
y que siempre estás con nosotros.
Aun cuando la noche te oculta de mis ojos,
sé que estás con nosotros.
Lo estás aun cuando no te veo.
Lo estás aun cuando no estás.
Estás dentro de mí, hermano Sol,
todo en torno a mí.
EL LOBO

En cada cosa que veo y toco, hermano Sol,


te veo y te toco. Estás en la brisa ligera
y en la tempestad violenta.
Estás en la prímula y en la ortiga. Estás en el cordero y
en la bestia feroz. Sí, hermano Sol,
estás hasta en esa bestia feroz de Gubbio: el lobo.
Esa bestia a la que quiero llamar hermano.
Tantas personas lo odian, lo quieren ver muerto.
El lobo es una maldición. Despedaza los rebaños
de ovejas, mata todo lo que encuentra a su paso.
Muchos han intentado detenerlo; han penetrado
en el bosque para matarlo, pero no regresaron.
En Gubbio el miedo se ha pegado a los hombres,
a las casas, a las calles. Esas calles que cruzan mis
pies descalzos. Pero mis pies no tienen miedo.
Se dirigen hacia el bosque. “Detente, Francisco,
¿a dónde vas?”, grita la gente, “no tienes armadura
ni armas. ¡Detente, Francisco! ¿Estás loco?”.
¡Cuántas veces me han llamado loco!
“¿Estamos locos?”, pregunto a mis pies.
“No”, me contestan, y siguen caminando.
Yo y mis pies no tenemos miedo
si tú estás con nosotros, hermano Sol.
Llegamos al bosque. Es un bosque denso, sombrío.
Es una densa red de ramas en la que tus rayos
no logran penetrar, hermano Sol.
Por eso, el lobo es feroz.
“¡Lobo, lobo, lobo! Ven, hermano lobo,
te estoy buscando”. Silencio.
Luego, un ruido lejano. Después un murmullo cercano.
Es el lobo. Helo aquí con los ojos entrecerrados,
rojos, perversos. Helo aquí mostrando sus colmillos,
gruñendo: “¿Cómo me llamaste?”.
“Hermano lobo. Es tu nuevo nombre.
Ven, siéntate a mi lado, estate en paz”.
“¿En paz? Estás loco, hombre. ¿Me has mirado bien?
¡Soy el lobo! ¡Soy el mal, soy el miedo!”.
“Tú eres el mal, eres el miedo porque no conoces al
hermano Sol”.
“¿Quién es ese individuo?”.
En ese instante se levanta un fuerte viento.
Un viento que agita las plantas, que separa
violentamente las ramas entrelazadas,
que desgarra el techo del bosque.
Y en la oscuridad penetran tus rayos, hermano Sol.
El lobo se tranquiliza, se echa, gime,
deja caer su cabeza entre mis manos.
“Hermano lobo, tú has matado por hambre
y por miedo a ser matado.
Pero te aseguro que si me sigues
nunca más tendrás hambre.
Ya no tendrás miedo”.
Y yo y el hermano lobo salimos del bosque.
A paso lento entramos en la ciudad. ¡Cuántos ojos sorprendidos!
¡Cuántos rostros extrañados! “¡Miren! ¡Un lobo dócil
como un cordero!”, gritan todos. La gente corre a su encuentro,
le trae pan, le ofrece tazones de sopa caliente.
Esa sopa calentada gracias a tu calor, hermano Sol.
Ya no hay miedo en Gubbio, las personas, ya no tienen miedo,
ya no temen al lobo. Y los niños lo acarician con ternura,
como se acaricia a un cachorro recién nacido.
LAS HERMANAS DEL CIELO

Y heme aquí de nuevo en la calle con los pies descalzos


y con mis hermanos. Esos hermanos que hacen siempre
tantas preguntas, que tienen siempre tantas preocupaciones.
“¿Qué comeremos hoy, Francisco? Tenemos que buscar
alimento”. “¿Dónde dormiremos esta noche, Francisco?
Tenemos que encontrar un refugio”. “¿Y mañana, Francisco?
Si hace frío, ¿cómo nos vestiremos?”. ¡Cuántas preguntas,
cuántas preocupaciones! Levanto los ojos del suelo y veo
muchas aves volando en el cielo. “Espérenme aquí, hermanos,
que voy a hablar con ellas”. Me alejo. Alzo los brazos al cielo
y todas las aves se acercan a mí.
“Hermanas aves, de entre todas las criaturas ustedes
son las más cercanas al hermano Sol. Alábenlo, porque
hace crecer los árboles para que ustedes hagan sus nidos.
Madura el grano que las alimenta, hace manar el agua
que les quita la sed y les ha dado las plumas que son
su vestimenta. No se preocupen, porque nada les falta
y todo lo que necesiten se lo dará. Y ahora váyanse,
hermanas aves, lleven por doquier su canto de alegría”.
Y todas las aves levantan el vuelo
y llenan el cielo de cantos maravillosos.
“Hermanos míos, tenemos que ser como ellas,
como las aves del cielo”. Mis hermanos miran al cielo,
y luego me miran. Juntos emprendemos de nuevo
el camino por las calles del mundo, y en cada sitio
cantamos, cantamos y cantamos. Sin preguntas,
sin preocupaciones. Viajamos veloces.
Casi parece que tenemos alas.
EL BEBÉ DE BELÉN

Caminamos. Yo y mis hermanos caminamos.


Caminamos y dormimos donde la noche nos sorprende.
Aún cuando el hermano invierno es muy frío, y el hermano hielo
nos congela la barba, las manos y los pies. Caminamos, caminamos.
Ya casi es Navidad y caminamos cerca de Greccio, un pequeño pueblo.
Hay hielo en las calles, nieve en los campos y en el cielo. Caen grandes
copos de nieve. Estamos todos ateridos.
“Francisco, sería hermoso tener una casa para el invierno”.
“Francisco, ¿piensas en nosotros? Una bella casa con una chimenea
para calentarnos”. “Francisco, ¿piensas en nosotros? Una bella
chimenea para cocinar la sopa”.
“Y también un buena cama blanda con muchos cobertores”.
El hermano invierno tiene un rostro duro y mis hermanos
sueñan con el calor de una casa. Y yo, ¿con qué sueño? Veo a Greccio,
un pueblito tan pequeño como el Belén de hace tiempo.
Sueño con Belén. Sueño con una gruta y la veo.
Sueño con un burro, un buey, un pesebre y helos aquí, en la gruta.
Ésta es la noche de Navidad. Hay niños en los campos.
“Ustedes serán los ángeles. ¡Corran, vayan a llamar a la gente,
invítenla a la gruta!”.
Y los niños, como otros tantos ángeles, van de casita en casita,
y como en la noche de Navidad de antaño, muchos pastores y aldeanos
salen de sus casas y llegan a la gruta.

38
Llegan con lámparas y antorchas, con canastas y corderos.
Llegan con sus dones. Les hablo a ellos y a mis hermanos.
“En una noche como ésta nació un niño, el niño de Belén. Jesús.
Nació pobre, sin casa, sin chimenea. Nació entre la paja tosca.
Nació en el frío, calentado sólo por un burro y un buey.
Entren a la gruta, adoren al niño y recuérdenlo siempre”.
Los pastores y los aldeanos se detienen en oración. ¿Y mis hermanos?
Mis hermanos están arrodillados en la nieve.
Ya no sueñan con una casa ni con una chimenea.
Su único sueño, su único pensamiento está en el niño pobre de Belén.
Queridos, queridos hermanos. Querida noche de Navidad.

39
POR EL MONTE, CERCA DE TI

Han pasado muchos años desde que comencé solo y descalzo tu camino,
hermano Sol. He encontrado a muchos hermanos, y ahora
recorren sin mí tu camino. Lejos, lejos, más allá de los montes
y de los mares. Por mi parte, ya estoy muy cansado y enfermo.
Deseo estar solo. Solo contigo. Subo lentamente la montaña,
esa alta montaña llamada La Verna, para estar más cerca de ti.
¡Cuántas calles recorrí, en cuántas ciudades,
en cuántas iglesias hablé de ti!
Siempre he amado las iglesias. Prediqué en iglesias pequeñas y pobres,
en iglesias ricas y majestuosas. Pero mi iglesia preferida
está en esta montaña. Su pavimento es la roca escarpada a la que me trepo,
sus paredes son los árboles que acaricio y su techo es el cielo que admiro.
Y en el cielo estás tú, hermano Sol. Hoy te siento más vivo, más luminoso,
más ardiente, más límpido. Jamás te sentí tan cercano. ¡Cómo quemas,
hermano Sol! ¡Cómo queman tus rayos! Eres demasiado caliente,
hermano Sol, y yo demasiado pequeño para contener todo tu calor.
Entonces caigo sobre la hermana tierra y mis ojos se cierran.
Luego despierto, me levanto de nuevo. Veo tus señales sobre mis manos
y mis pies, sobre mi costado. Me quemaste, hermano Sol,
pero no siento dolor. Más bien río, miro mis heridas y río. Río fuerte.
Jamás como hoy te sentí dentro de mí.
LA ÚLTIMA HERMANA

Ya hace bastante tiempo que estoy enfermo. Cada día más enfermo
y más feliz. Ahora ya estoy ciego, pero veo claramente.
Veo toda mi vida. Veo todas las cosas que me diste, hermano Sol.
¡Cuántas cosas bellas vieron mis ojos!
¡A cuántos hermanos y hermanas vieron!
Pero la más bella, la más hermosa de todas las hermanas la encuentro ahora.
Hela aquí. “Ven, mi dulce hermana, te saludo y te bendigo, ven hacia mí”.
“¡Estás loco, Francisco!”.
También tú. Hasta el final me llaman loco.
“Yo soy la muerte, destruyo, cargo lágrimas y dolor.
Mira dentro de mis ojos lóbregos. Soy el horror, las tinieblas, el final”.
“Tus ojos son lóbregos, pero en el fondo de la oscuridad,
más allá de la tiniebla brilla la luz, y en la luz no hay final.
Yo te veo dulce, te veo hermosa”.
“¿Qué clase de hombre eres, Francisco? Todos me odian, me alejan,
me escupen de frente, me maldicen.
Tú, en cambio, me llamas hermana, me buscas, me deseas.
Tú, entre todos los hombres, sólo tú”.
“Abrázame, hermana mía, abrázame y llévame contigo”.
Y ella me envuelve en su capa, y en el abrazo percibo un sobresalto.
La muerte, la muerte sin piedad… llora.
DENTRO DE TI

Y heme aquí, desnudo sobre la tierra desnuda.


Sobre la tierra fría de octubre.
La tierra de Asís. Soy como una hoja caída del árbol sin fuerzas.
¡Pero no estoy solo!
Conmigo, dentro de mí, están los hermanos, las hermanas,
los leprosos, las plantas, las piedras, los insectos, los peces,
las aves, los reptiles, todos los animales, los mansos y los feroces.
Aquí están todas las criaturas. Esas criaturas a las que tanto amé.
En torno a mí, dentro de mí, está el mundo entero.
El mundo que siempre amé.
Cierro los ojos.
Me acerco a la gran oscuridad.
Pero paso más allá de la oscuridad,
más allá del frío y entro en una luz cálida.
Una luz fuerte, bella, radiante, esplendorosa.
Entro en ti, hermano Sol.
¡Hermano Sol, hermano Sol!
¡Imagen de ti, oh altísimo, altísimo Señor mío!
Heme
aquí.
Yo soy Francisco,
diminuto punto de luz
en tu gran luz.

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