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Javier Suazo Mejía

EL
FUEGO INTERIOR
Una novela de suspenso sobrenatural

1
Javier Suazo Mejía. Tegucigalpa, 1967. Autor de tres novelas
publicadas: Quetzaltli, la lágrima del Creador (2018); El fuego interior
(2018) y De gobernantes, conspiradores, asesinos y otros monstruos
(2005), reeditada con el título Entre Escila y Caribdis (2019); tam-
bién ha publicado la colección Distopía, cuentos de ciencia ficción del
tercer mundo (2020); y el poemario Bajo la curva de la luna (2020).
Realizador cinematográfico con varios documentales, cortometra-
jes y largometrajes, entre ellos: La hora muerta (1989); Toque de
queda (2012) y Cuentos y leyendas de Honduras (2014); Kaha Kamasa,
en busca de la ciudad perdida (2019). Músico compositor y bajista en
la banda de rock Triángulo de Eva con un álbum grabado, Cien
años (1998). En la actualidad asesora en la producción de progra-
mas de TV y realizaciones cinematográficas. Ha ganado diversos
premios y reconocimientos como escritor en las ramas de cuento,
novela y como guionista, ganador de tres concurso nacionales de
literatura y finalista del concurso de nuevos guiones para series de
ficción de la cadena Fox Latinoamérica.

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El fuego interior

2ª edición en Amazon, 2020

Diseño de cubierta y fotografía: Javier Suazo Mejía

© Copyright de arte y fotografías de la cubierta, 2018 Javier Suazo Mejía

© Copyright del texto íntegro de la novela El Fuego Interior, 2010 Javier Suazo
Mejía

Este libro no podrá ser escaneado ni reproducido, ni total, ni parcialmente, por cualquier
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permiso escrito del autor.

Si necesita fotocopiar o escanear un fragmento de esta obra, diríjase a jsuazo67@gmail.com.

Todos los derechos reservados.

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Acta del jurado calificador del Premio Hibueras 2006

«…Sus méritos radican en la originalidad y en el modo


de proponerse; en el tono mágico que lo constituye y
en las visones que lleva a cabo a través del mismo; en
su estructura narrativa: sobria, hermosa y bien lograda;
en su tratamiento de la intriga y en conseguir que lo
complejo se acomode dentro de las dimensiones de lo
inmediato; en la economía de recursos al servicio de la
riqueza imaginativa y en el cierre perfecto con un final
sorprendente.
»…En Tegucigalpa, a los veinte días del mes de abril de
2006.

»Roberto Castillo
PRESIDENTE

Rocío Tábora Héctor M. Leyva


Rolando Kattán José Antonio Funes»

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A Melannie Nabel,
por tu confianza que vale un inmenso tesoro.

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Viens-tu du ciel profond
ou sors-tu de l’abîme, Beauté?
Charles Baudelaire

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Domingo de Ramos, 1951

Escribo en mi diario:
«Vengo a reunirme con un cadáver.
Si no hubiese sido por las llantas ponchadas, habría
llegado mucho antes, a tiempo para el entierro, y eso me duele
aún más: no haber estado con Felicia en los momentos más
duros.
Ha comenzado la tarde y el calor sigue insoportable.
Se niega a soltarnos.
Veo al conductor sacando tuercas, moviendo palan-
cas, lleno de sudor, de polvo, y de grasa, entonces reflexiono:
La vida no es seria, juega con nosotros; este es un viaje urgen-
te y el destino se empeña en frenarme. La baronesa1 se ha
detenido en cuatro ocasiones a causa de los neumáticos desin-
flados.
Mientras anoto estas líneas, contemplo las casas de
Santa Ana desde el cerro de San Cristóbal, veo sus paredes
blancas, los techos rojos, los patios verdes, el ambiente de la
costa. Todo aquí es vida, exuberancia, calor, humedad.
Desde la distancia todavía se escuchan los ecos de la
banda que acompañó la procesión del Domingo de Ramos,
esta mañana. De mis recuerdos extraigo la visión de gente
agitando palmas de coco y vitoreando al Cristo Rey a quien,
en menos de una semana, escarnecerán y crucificarán.
La ingratitud, tarde o temprano, termina por morder
los corazones humanos.
¡Al fin, el conductor ha reparado la llanta!

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F. coloq. Hond. Camión adaptado para llevar pasajeros. RAE.

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Descendemos, tragamos polvo. Ahora la baronesa
avanza con lentitud entre las calles de Santa Ana. Nos ale-
gramos. Me encuentro a unas siete cuadras de casa y me
desespera este movimiento que angustia en su parsimonia.
Pienso en Felicia, ella debió sentir que le comían las
entrañas cuando encontró el cadáver. Aún no logro entender
a qué se refería cuando dijo por teléfono: ¡Se quemó desde
adentro!
El calor se me pega a la garganta, tiene sabor a sal y
esta torpe camioneta no avanza como debiera.
Escribir me relaja.
Todos los tornillos del coche se quejan, parece que se
lamentaran de estar de vuelta en este lugar. Faltan seis cua-
dras. Quiero recordar…»

Una playa, la brisa sopla al atardecer. Félix me mira o,


más que eso, analiza cada uno de mis gestos, absor-
biéndolos para guardarlos en los infinitos archivos de
su memoria y después sacarlos con óleos, espátulas y
pinceles, de los recónditos abismos del recuerdo, para
plasmarlos sobre un lienzo. Yo, confundido, por mo-
mentos deseo ser él: libre, soñador, hijo de la madre
tierra.
—No llevás mi sangre, pero sos mi hermano —la
pasmosa seguridad de su voz tiene el timbre de los cu-
chillos cuando rozan la piedra de afilar—. Si tuviera que
escoger entre dar mi vida por vos o por mi hermana,
no dudaría un sólo segundo en darla por vos.
—Félix, no digás estupideces.

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Ríe, con su risa escandalosa, una avalancha que
se despeña hacia el fondo de un abismo. Se acerca a
mí, me abraza. Saca de su pantalón una navaja de afei-
tar y antes que pueda impedírselo, se ha cortado la
palma de la mano. Mientras observo, estático, me toma
por la muñeca y me hace una incisión igual, luego,
coge de su bolsillo una cinta blanca y anuda con ella
nuestras palmas heridas.
—Ahora estamos unidos. En la vida y en la
muerte.

«…Cuatro cuadras para llegar. Me arrastran mis pensamien-


tos. Hace dos días llegó el telegrama. Hace dos días la vida
era normal y no se me cruzaba por la mente que en un ins-
tante todo puede terminarse. Hace tan sólo dos días no pen-
saba en todas las cosas que hubiera querido decirle a mi her-
mano, dos días nada más me separan entre una nada coti-
diana y el vacío de todo lo que nunca se hizo, lo que jamás se
dijo.
El peor pecado es el que jamás nos atrevimos a come-
ter...»

El camión frena con un quejido, es un viejo elefante


que termina una larga jornada. Levanta una nube de
polvo cuando se estaciona frente a la casa de Felicia, la
casa que era nuestra casa.
Prudencia, la anciana sirvienta, está ya en el za-
guán, esperándome. Me recibe con la alegría de una
madre.
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Cuando cruzo el umbral, una corriente helada,
salida de ninguna parte, trepa por mi espalda y me
hace estremecer. Siempre es sobrecogedor entrar en
este lugar, caminar bajo la arcada de flores dejándose
abrumar por la brillantez y la impúdica exuberancia de
su colorido; luego, la experiencia más inquietante de
todas, el zumbido de cientos de miles de abejas que
revolotean por todo el jardín brindando un concierto
indefinible, penetrante, cuyas vibraciones calan hasta
lo más recóndito de los huesos.
Allá, al final de la vereda está ella, la puedo sen-
tir, Felicia acongojada, Felicia adolorida, Felicia fuego,
Felicia pasión.

«...Felicia está deshecha por la tragedia... Entre llantos y


exclamaciones, me describió con todo detalle lo ocurrido. Cul-
pándose de pecados inexistentes, «Si yo hubiera llegado antes,
si lo hubiese acompañado…», me contó cómo lo había encon-
trado la mañana del viernes, tendido sobre la cama, comple-
tamente carbonizado. Sólo los pies habían quedado intactos y
fue por medio de ellos y la ropa que lograron identificarlo.
Suponía que Félix se había quedado dormido mientras fuma-
ba y que las colillas del cigarrillo lo habían hecho tomar fue-
go. Resulta extraño que nadie lo haya escuchado gritar; ni
Prudencia ni ningún otro empleado de la casa oyeron nada
anormal. También me relató la desequilibrante experiencia de
soportar la avalancha de curiosos, gendarmes, desconocidos y
pordioseros que inundó la casa cuando corrió la voz. Llegaron
el comandante local, el párroco, el doctor, el juez de paz y
una caterva de metiches insoportables que no se fueron sino
hasta después del entierro.
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Se sacrificaron diez gallinas, dijo, una res y dos puer-
cos para alimentar a todos los que estuvieron en el velorio. Se
compraron cincuenta pesos de pan dulce, diez de café y veinte
de aguardiente, todo para celebrar el gesto más digno de noso-
tros los mortales: morirse...»

Felicia, tan bella aún en la tragedia. Al verla compren-


de uno la fragilidad ante el pecado. Puedo intentar
evadirlo en el plano físico, pero la impiedad espera
paciente a mi alma, escondida en uno de esos requie-
bros de la vida, para emboscarla y gozarse de su caída.
Felicia es lo animal, lo espontáneo y anárquico,
todo lo que impulsa a la irracionalidad. Por eso decidí
alejarme de ella poniendo en medio de nosotros un
mar, una sotana, un Cristo y cien mil Avemarías. No sé
a qué le temía más, si al poder seductor de su belleza
carnal o a la patética debilidad de mi voluntad.

«...No había tenido el valor de pedirle que me llevara a la


habitación de Félix, pero sabía que el propósito de mi viaje
estaría incompleto si antes no veía, con mis propios ojos, el
último aposento de mi hermano adoptivo...»

Yo tenía cinco años, o tal vez seis. Estaba junto a Sor


Matilde, la directora del orfanatorio, en la cocina de
los Villareal, esperando a que doña Aura llegara. Lo
que más llamó mi atención fue el enorme cubo de hie-

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lo que Prudencia picaba para preparar el refresco de
guanábana. Jamás había visto algo similar, era una pie-
dra transparente que sudaba mucho. Sor Matilde se
percató de mi obsesiva mirada hacia aquella masa clara
y húmeda, y me permitió levantarme para ir a estudiar-
la. Con cautela, acerqué mis dedos al bloque; sin ha-
berlo tocado, logré percibir un frío que me parecía
imposible. Me armé de decisión y puse mi piel encima
de aquél cuerpo helado. Sentí un fuego intenso con-
sumiendo mi dedo y lo retiré lleno de espanto. Escu-
ché una risa infantil a mis espaldas; esa fue la primera
vez que vi a Félix. Me miraba desde la puerta que daba
hacia el comedor. Se estaba riendo de mí.

«...La habitación de Félix está alejada de la casa, en el fondo


del patio, escondida entre los árboles de mango y el ciruelo.
Le pedí a Felicia que esperara afuera, pensé que no
tenía caso hacerla sufrir más dolor revolviéndole los recuerdos.
Pero ahora que escribo estas líneas, creo que habría sido me-
jor dejarla entrar conmigo.
Avancé con sigilo, como si adentro estuviese él, dor-
mido. Un enorme vacío llenó mis entrañas. Es extraña la
sensación de estar en el lugar en donde hasta hace poco habi-
taba un ser amado, es como si aún estuviera ahí, agazapado
en cualquier rincón, oculto tras un armario o presto a entrar
en cualquier momento para abrazarnos y contarnos alguna
broma o la más reciente anécdota. Uno se niega a tomar la
realidad por lo que es y tiende a ser llevado por una inercia
mental que se resiste a que ocupemos nuestro lugar en el pre-
sente, manteniendo nuestras posiciones en el pasado. Yo sentí
eso, tenía a Félix a mi lado, susurrándome al oído...»
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Escucho su voz: «Regresaste... Caín ha vuelto a casa».
Trato de convencerme de que el susurro es tan sólo un
juego de mi agitada imaginación, pero el hielo que
quema mis venas es demasiado intenso para que yo
mismo me engañe. Siento un mareo, un desvaneci-
miento, busco a tientas una silla y me desmorono co-
mo un cubo de barro bajo la tormenta. Es difícil respi-
rar, me desabrocho el cuello de la sotana e intento
balbucear un padrenuestro, pero una voz interna me
hace ver lo fútil que es mi oración. Una mano helada
acaricia mi frente y el pánico se apodera de mí, me
inmoviliza, yo espero, resignado.
Siento que han pasado millones de años desde
que entré a esta habitación, el tiempo se ha cuajado
dentro de esta atmósfera caliginosa que huele a encie-
rro, trementina y azufre. El corazón, trémulo, intenta
volver a su estado habitual. Me llevo una mano al pe-
cho mientras la respiración recobra su compás normal,
pero una nueva imagen vuelve a turbar la paz que ape-
nas comenzaba a recuperar: hay sangre sobre mis de-
dos. Pero esta vez, atajo el pavor que flota en el aire
como si fuese una pavesa que amenaza incendiarme en
una llamarada de pánico. Me doy tiempo para aspirar,
buscar la calma y analizar la situación.
Compruebo que no estoy herido, observo con
más cuidado el anormal tono rojizo y la exagerada vis-

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cosidad de la sustancia que mancha mi mano, la acerco
a mi nariz y detecto el aroma del óleo.
Vuelve la paz.

«...Tuve una experiencia muy singular en la habitación de


Félix. Ahora que han transcurrido varias horas desde que
sucedió, la veo como el fruto de una imaginación agotada por
el dolor de la noticia, las horas de desvelo y el largo viaje
desde el interior hasta la costa. Fue como si él aún estuviera
ahí, entre sus cosas, anclado a los segundos retenidos en la
memoria de los objetos, viviendo un tiempo adicional, una
vida que ya no le pertenecía.
Cuando me repuse de aquella impresión comencé a
revisarlo todo con meticulosidad. Los bocetos pegados en la
pared, los libros regados por toda la habitación, las herra-
mientas de trabajo, el ropero, el escritorio y por último reparé
con detalle en el objeto que más temía ver: la cama. Algo en
ella llamó sobremanera mi atención.
Aunque Felicia me había dicho que Félix murió in-
cendiado, había algo absurdo en la disposición de las cosas; si
Félix hubiese tomado fuego, el incendio debió haberse exten-
dido por toda la habitación y sin embargo todo estaba coloca-
do en forma tal que parecía que se acostó como normalmente
lo hacía, y de repente, sin explicación alguna, se quemó sólo
él. Los demás objetos del cuarto estaban intactos. A excepción
de una pequeña mancha de ceniza, sobre la cama no había
trazas de que un ser humano se hubiese incendiado en aquel
lugar.

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Revisé con mayor detenimiento todo lo que rodeaba
el mueble y nada mostraba la más leve seña de fuego, hasta
que fijé mi vista en el lienzo que Félix pintaba al momento de
su muerte. Era un cuadro algo perturbador, parecía una cele-
bración del más allá, una visión garífuna del inframundo.
Las calaveras bailaban con los mortales y copulaban con sus
mujeres en una orgía frenética entre la creación y la extin-
ción, en medio de una mezcla de colores intensos contrastados
con un negro profundo y sombrío, todos alrededor de una
figura ambigua, no se apreciaba bien si era hombre o mujer,
si era viejo o joven, si gozaba o estaba serio; sobre él volaba
un enorme pájaro de vistoso plumaje que debió haber llevado
algo en el pecho pero no se podía distinguir bien lo que era ya
que, en ese punto, la manta estaba quemada. Eso fue lo úni-
co que encontré.
Reflexionando llegué a una conclusión: que las lla-
mas debieron consumir a Félix en segundos y con una intensi-
dad muy por encima de lo normal. El incendio tuvo que ser
como un fogonazo que no le dio tiempo a mi pobre hermano
para reaccionar y que ocurrió en forma tan veloz, que no llegó
a quemar nada más.
Todo eso, por supuesto, es físicamente imposible, un
total absurdo. Así que la respuesta a lo que pasó esa noche
debía tener una explicación más lógica y sencilla. La conclu-
sión a la que llegué entonces me estremeció. La opción más
sensata indicaba que Félix había muerto en otro lugar y sus
restos fueron trasladados desde allí hasta el apartamento; esto
involucraba a, por lo menos, una persona más en la tragedia
de mi hermano.

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Salí apresurado de la habitación. Decidí distraerme
con los viejos recuerdos que deambulaban por la casa y des-
cansar un poco para luego dedicarme a averiguar exactamen-
te lo que había pasado...»

Felicia me ha visto deambulando por la casa. Debe


notar algo extraño en mi rostro o en mi actitud porque
la veo preocupada, insistente en que tome un descan-
so. Me ha obligado a sentarme a la mesa y me ha servi-
do estofado de res, casamiento con coco, guineo coci-
do, ensalada de repollo y refresco de maracuyá. Todos
estos sabores juntos tienen el mágico efecto de trans-
portarme nuevamente a la playa, más de veinte años
atrás, cuando Félix y yo hicimos un pacto de sangre...

Nuestras manos aún estaban entrelazadas cuando Feli-


cia apareció a lo lejos. Era una mancha blanca, contras-
tada con el amarillo que lo inundaba todo. Yo deseaba
más estar con ella que con Félix, quería correr a su
encuentro pero él aún me retenía. Esperó a que Felicia
estuviera más cerca para soltarme. Tomó el lazo con el
que había mantenido unidas nuestras manos y me lo
dio.
—Llevalo siempre y voy a estar a tu alcance —
dijo antes de salir corriendo hacia el mar.

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Se zambulló mientras Felicia seguía aproxi-
mándose. Ella llegó hasta mí, con su ligero vestido de
algodón flotando en la fuerte brisa marina, haciéndo-
me sentir el vuelo de mil palomas entre los muslos.
—¿Qué pasa con ustedes? Prudencia sirvió la
comida hace horas y estamos todos esperándolos —su
voz me aturdió, me dejó sin respuestas ni frases inge-
niosas, sólo sonrisas estúpidas y vacías.
Félix salió del mar, empapado caminó hacia mí,
rodeó mis hombros con su brazo y sonrió a Felicia.
—Él es mío ahora y se irá tan sólo si yo lo per-
mito —el desafío era más en broma que en serio, pero
la fuerza con la que me mantenía en aquel mismo lugar
era firme.
—Mamá los va a poner en su lugar si no se apu-
ran —fue lo único que Felicia agregó al reto de Félix
antes de dar media vuelta para regresar a la casa.
—Atrevete a desobedecer —me susurró Félix—.
Deberías aprender a no separar el bien del mal y deci-
dirte a ser libre de esas farsas de una buena vez —no
entendí el sentido de sus palabras, ni mucho menos su
propósito, tan sólo sabía que si no volvíamos a casa de
inmediato nos reprenderían y nos enviarían a la cama
sin cenar. Él percibió mi inquietud y me liberó de su
abrazo. Echó a correr delante de mí y se volvió para
gritarme:
—¡El último en llegar es una gallina clueca!

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«...El bochorno de la tarde se unió al agotamiento que llevaba
encima y me quedé dormido. Fue un letargo profundo, oscuro,
sin sueños que lo perturbaran. Sin embargo, ahora, al desper-
tarme, siento un poco de vergüenza por haberme tomado este
descanso, es como si hubiese abandonado a Felicia en su
dolor, yo, quien debía permanecer en una vigilia constante
para mitigar su sufrimiento ante la muerte de nuestro her-
mano.
Pienso visitar al doctor Rojas, deseo conocer más de-
talles sobre lo que pudo haber ocurrido en la noche del vier-
nes. Después iré al cementerio...»

Santa Ana resucita a las cuatro de la tarde, cuando el


sol comienza a desviar su atención de este apartado
rincón del mundo. A esa hora sale de nuevo la gente a
las calles sin temor a los inclementes fuegos del astro.
Sin embargo, y a pesar de la brisa que viene del mar, el
calor se resiste a ceder terreno, ataca a los transeúntes
manteniendo sus cuerpos húmedos y sus gargantas
resecas. Veo más movimiento que de costumbre y su-
pongo que debe ser por la celebración del Domingo de
Ramos. Las calles encierran un aire de ansiedad y ex-
pectativa, parecen inquietas por contar sus secretos a
quien pueda escucharlas.
Por ser domingo y día de fiesta religiosa, tengo
la suerte de encontrar al doctor Rojas desahogado de
pacientes y no me toca aguardar para que me atienda.
Voy de lleno al grano y le pregunto sobre sus observa-
ciones acerca de la muerte de Félix. Su semblante con-
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trolado y frío pierde un poco de la compostura usual.
Va hacia el archivo del que saca una carpeta con varios
documentos. Toma asiento tras su escritorio y comien-
za a darme sus referencias del caso sopesando bien
cada palabra que me dice.
—Existe un parte oficial que declara el asunto
como un suicidio involuntario. Es una explicación que
se adecua muy bien a la comodidad de todos. Su her-
mana tiene una respuesta comprensible de lo que ocu-
rrió, el comandante de policía no tiene que realizar
una enojosa investigación y el padre Nicanor puede
permitir que el cadáver sea enterrado en suelo consa-
grado. ¿Por qué no está conforme, padre?
Lo miro directo a los ojos, tratando de hallar la
puerta de entrada al mundo de sus ideas y le respondo:
—Porque me he hecho las mismas preguntas
que usted y no les encuentro explicación lógica.
Me mide con la vista, tabletea con los dedos la
superficie de la mesa y hace a un lado los documentos.
—La muerte de su hermano es un enredo —el
doctor se quita las gafas y comienza a limpiarlas con su
pañuelo—. Imagino que usted debió observar bien el
lugar de los hechos y a partir de lo que vio, pudo con-
cluir que hay piezas que no encajan de acuerdo a la
explicación oficial. Bueno, hay otras cosas que usted no
ha visto y que desconciertan aún más —saca de la car-
peta una serie de fotografías y las coloca frente a mí—.
Mandé a llamar al fotógrafo porque vi que estaba ante
algo muy fuera de lo común y debía tener documenta-
do ese material.

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Unas fotos muestran la habitación, tal y como
yo la encontré esta mañana, otras, los restos de Félix.
Siento un vorágine en el estómago al verlas. No quedó
nada de él, más que el esqueleto, cenizas y sus pies
desnudos, intactos por la acción del fuego.
—Observe detenidamente los pies y dígame lo
que ve —el doctor trata de ocultar la evidente emoción
que le produce encontrar a alguien que le presta oído a
sus descubrimientos.
—Lo más extraordinario que puedo ver en ellos
es que no se hayan quemado —le respondo sin poder
encontrar nada más que atrape mi curiosidad.
—Vea con calma, fíjese bien en cada detalle —
toma las fotografías de mi mano y me hace prestarle
más atención a una en particular que muestra, en pri-
mer plano, las quemaduras causadas en el interior de
los pies.
Entonces, creo captar qué es a lo que el doctor
se refiere con tanto misterio pero, en su mal disimula-
do ímpetu, me lo revela al quitarme la palabra de la
boca.
—Note la piel. Está intacta, pero en el interior
todo el tejido y los huesos están quemados. Pienso que
él se quemó de adentro para afuera.
El comentario me deja mudo. La situación es
por completo insólita. Él, un doctor, una persona con
mentalidad científica, me sugiere una posibilidad que
es un verdadero absurdo, pero expone su conclusión
con una vehemencia que la hace difícil de objetar.

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—No tengo una explicación clara para determi-
nar las causas que dieron lugar al siniestro, pero las
pruebas que he recabado me indican con precisión
cómo se incendió el cuerpo de su hermano —el doctor
abre una de las gavetas de su escritorio y saca una caja
que coloca frente a mí—. Sobre la cama encontramos
esto, ábrala.
Hago caso y descubro en el interior restos de
cuero cabelludo con el pelo aún intacto.
—Una pequeña porción de la piel de su cabeza
resultó menos dañada por el fuego. Creo que ese seg-
mento de piel corresponde a la coronilla. Mi hipótesis
es que, de alguna forma, se dio lugar a una combustión
muy intensa en la región torácica, la cual se extendió a
gran velocidad por todo el cuerpo, a una temperatura
elevadísima y en un espacio muy breve de tiempo.
—¿Pretende usted decirme que mi hermano se
incendió de adentro para afuera? —trato de conven-
cerme de que estoy despierto y que todo lo que escu-
cho no forma parte de los tejidos surrealistas de mi
mente.
—Y en un lapso de tiempo asombrosamente
breve.
—Pero eso es…
—¿Imposible?... Improbable, tal vez, pero revi-
semos las evidencias. La última persona en ver con vida
a su hermano fue Prudencia, la sirvienta. Eran alrede-
dor de las cuatro de la madrugada cuando ella se levan-
tó para preparar el maíz y el café; pasó frente al cuarto
de él y vio que estaba trabajando en uno de sus cua-

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dros. Dos horas más tarde, su hermana decide ir a ver-
lo y encuentra la habitación cerrada, en ese momento
ella no ve ningún indicio de incendio, tan sólo recuer-
da haber percibido un extraño aroma que no acierta a
describir. Doña Felicia supone que él ha estado pin-
tando hasta tarde y decide dejarlo para que duerma;
regresa a las diez de la mañana, ya que él nunca suele
dormir más allá de esa hora, toca la puerta y no recibe
respuesta. Se siente un poco extrañada pero aún no
tiene motivo de alarma así que vuelve a alejarse; para
entonces, todos en la casa están despiertos y aún nadie
ha visto señales de humo ni de nada que les prevenga
de que hay fuego en la habitación. Pasadas las once,
ella regresa con las llaves, intenta abrir la puerta y al no
lograrlo detecta que el pasador está corrido por dentro.
Siente un temor inexplicable y comienza a golpear con
fuerza para despertar a su hermano, al ver que no res-
ponde, comienza a alarmarse, llama a uno de los mo-
zos, le ordena que derribe la puerta y encuentran los
restos hechos ceniza.
Detengo mi vista en un cuadro sobre la pared
del consultorio, ilustra a un doctor luchando contra
una representación de la muerte. Su cuerpo se tensa
por el esfuerzo de arrancar de manos de la parca el
cuerpo de una hermosa mujer. Vida, muerte, todo es
tan confuso.
—Todo esto es una locura, doctor. Desde las
cuatro hasta las once de la mañana, nadie ha visto el
incendio en el cuarto. La puerta está cerrada con pasa-
dor por dentro y no hay otra manera de entrar sin for-

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zar puertas y ventanas. Lo único que se ha quemado es
el cuerpo de mi hermano, excepto sus pies, a una tem-
peratura increíblemente alta que ha convertido en ce-
nizas sus huesos.
—Esa es la razón del parte final que hemos re-
dactado, no tenemos una explicación más lógica que se
adecue al caso —el doctor comienza a recoger las foto-
grafías y los documentos para guardarlos en orden—.
Usted vino aquí porque deseaba una explicación más
sensata, no puedo darle más que los hechos, lo demás
se sitúa en el terreno de los mitos y las leyendas y ese
no es mi campo.

«...La visita al doctor, en lugar de brindarme respuestas, me


ha sembrado más dudas en torno a la muerte de Félix. Los
hechos son contundentes y, a la vez, por completo ilógicos. Mi
hermano murió en su cuarto a causa de una elevada combus-
tión que en forma repentina y fugaz consumió la mayor parte
de su cuerpo.
No existe una explicación científica para determinar
las causas del hecho. Sin embargo, el doctor Rojas me men-
cionó un caso muy particular que había estudiado en la fa-
cultad de medicina. Se trataba de una dama londinense; la
habían hallado en circunstancias muy similares a las de mi
hermano. El hecho llegó a oídos de la prensa y pronto comen-
zó a especularse sobre el mismo, llegándose a mencionar el
término «Combustión Espontánea». Dada la cobertura que se
le dio, los médicos debatieron por mucho tiempo sobre la posi-

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bilidad de que el cuerpo pudiera liberar, involuntariamente,
una enorme cantidad de energía capaz de consumirlo en cues-
tión de segundos. La opinión científica en general, se oponía
a tal hipótesis, esgrimida por quienes consideraban que el
cuerpo humano almacenaba raudales extraordinarios de ener-
gía y que éstos podían ser liberados a causa de un accidente
neurológico. Los detractores de esta posición decían que era
imposible desde el punto de vista anatómico que tal accidente
ocurriera y que las causas se debían a razones más comunes;
defendían la teoría de que la dama en cuestión había muerto
de un infarto ya que su historial médico mencionaba dos
ataques cardíacos previos al suceso, así que al fallecer, ella
debió haber estado fumando o tenía cerca un cigarrillo, éste
incendió las ropas las cuales, a su vez, hicieron presa del
cuerpo. Los demás objetos de la habitación no tomaron fuego
debido a que el mismo fue similar a la combustión del car-
bón, que si bien no levanta enormes llamas durante períodos
prolongados de tiempo, sí consume las brasas hasta convertir-
las en cenizas. Según ellos, el cuerpo de la señora ardió du-
rante largas horas, sin levantar llamas altas, utilizando la
grasa del cuerpo como combustible.
Esta explicación, me dijo el doctor Rojas, podría ser-
vir para el caso de mi hermano de no ser por un factor que no
coincidía con los demás: El tiempo. Para cumplir la condi-
ción, Félix tuvo que haber estado expuesto a las llamas por
más de quince horas y entre las cuatro de la madrugada y las
seis de la mañana tan sólo hay dos horas de diferencia; a
partir de las seis, Felicia debió detectar el olor del humo y de
la carne quemándose, pero el aroma que percibió no le indicó
para nada ninguno de esos olores.

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No encuentro razones ni respuestas, será mejor inves-
tigar con mayor cuidado; mientras tanto, he decidido acom-
pañar a Felicia al cementerio y luego, al rezo por el descanso
del alma de mi hermano Félix...»

«La vida y la muerte son una sola cosa, indisoluble» la


voz de Félix vuelve a mí, del pasado, del presente, no lo
sé, pero la siento a mi lado, susurrando sus inquietan-
tes palabras en mi oído y me desplomo en pleno ce-
menterio, frente a su tumba.
Mi hermano ha muerto y aunque hayamos es-
tado separados durante tantos años, el dolor de saber
que ya no habrá tiempo de reconciliaciones, ni mo-
mentos para decir todo lo que no se dijo, me traspasa
el pecho, me forma un vacío en el cuerpo y me come
con la angustia de lo irremediable y lo irrepetible.
Estoy de rodillas ante la losa que lleva su nom-
bre en la cripta familiar. Felicia trata de confortarme,
pero en este momento ella está muy lejana, perdida
entre las brumas de una realidad que no es la que estoy
viviendo. Siento más cercanos los fantasmas del abuelo
y la abuela, cuyos huesos descansan unos centímetros
más abajo, están más presentes los espectros de mamá
Aura y de Alicia, la pequeña que murió antes que yo
llegara a la casa y a la cual sólo conocí por viejas fotos
en blanco y negro. Todo el mundo de ultratumba está
más vivo en este lugar que Felicia y su mundo real.

29
«El problema, mi querido hermano, es que para
ti sólo existe una cara de la realidad, ves la vida pero
decidís disociarla de la muerte, sólo creés en el bien y
en la luz, tu compromiso es con el cielo y renunciás a
todo lo infernal, para vos lo bueno nada tiene que ver
con lo malo y eso es tan absurdo como pretender una
moneda de una sola cara» esta voz es distinta a la otra,
puedo ubicarla en el pasado, en un día de llovizna,
Félix y yo caminando sobre el muelle. Él insistiendo en
instruirme en su tenebroso catecismo y yo tratando de
alejarme de él, pensando en Felicia, deseándola con la
rabia de no poder tenerla.
Félix creía que yo vivía una sola faz de la vida,
nunca intuyó nada sobre mis tormentas internas y mi
lucha contra las sombras.
Las lágrimas ya no brotan de mis ojos y siento
que regreso al mundo de los vivos. Hay un espanto
persiguiéndome. Froto mis párpados cansados y los
cierro de nuevo tratando de trasladarme otra vez hasta
aquel día en el puerto…

Yo estaba sentado sobre la escollera, absorto en el ir y


venir de las olas. Era octubre, mes de lluvias y huraca-
nes. Las clases estaban por finalizar y luego vendría la
graduación. No había decidido aún qué carrera iba a
estudiar y sentía miedo de escoger, temía que mi elec-
ción me arrastrase como los granos de arena hacia el
inmenso mar de la vida, perdiéndome entre las multi-

30
tudes de fracasados que pueblan el mundo. Contrario
a mí, Félix parecía muy seguro de sí, continuaría sus
estudios en la Academia Superior de Bellas Artes y
llegaría a ser un pintor muy famoso. Hablaba muy en-
tusiasmado sobre la vida, defendía con ardoroso fervor
sus extrañas ideas y decía luchar por salvar mi alma de
la conformidad común, pero halló en mí un mal discí-
pulo. Yo no era nadie especial, era muy distinto a él,
sin un rumbo determinado, sin más aspiraciones que el
amor de Felicia; sin embargo, él me sorprendió un día
con una extraña confesión:
—A veces quisiera ser vos. Sos más sensible que
yo y aunque aún no te des cuenta, podés llegar a tener
lo que yo jamás voy a poseer.
Siempre me fue difícil entender las cosas que él
solía decir. De todos modos hablábamos de continuo
acerca de muchos temas: el bien y el mal, la inexisten-
cia del destino, la determinación humana para vencer
al hado, la concentración necesaria para obtener lo
deseado yendo más allá de lo moral o inmoral. Trataba
de seguir su línea de pensamiento pero era inútil, Félix
era un joven extraordinario, brillante y yo, un chico del
montón, enredado en luchar con sus dudas y temores,
avanzando con torpeza hacia un mundo hostil.
Mientras me hundía en todas esas reflexiones,
absorto en el movimiento de las olas, apareció Félix.
Aún no me había percatado de su presencia hasta que
una extraña sensación me hizo volver la mirada hacia
él.

31
—Las olas no te van a responder —me extendió
la mano invitándome a ponerme de pie—, yo sí tengo
respuestas.
La prepotencia de mi hermano solía irritarme
pero en aquella tarde de vientos y dudas recibí su ofre-
cimiento con gusto. Hablamos o, mejor dicho, habló
durante una largo rato, palabras de todo tipo, algunas
con filo, otras, de roca pura, palabras sedosas, palabras
ásperas, fluidas, enredadas, arenosas, palabras dulces y
palabras como gotas de limón, miles de palabras enca-
denadas en cientos de frases, de las cuales una parte
rebalsó mi entendimiento pero otra, la más importan-
te, caló en lo más profundo de mi razón. Esa fue la
parte en que se refirió a la ambigüedad existente en
todas las facetas de la vida y a la necesidad de aprender
a vivir dentro de esa dualidad para lograr el encuentro
con el camino de cada uno, con el lugar que a cada
cual le corresponde en el mundo. No entendí todo lo
que me dijo pero guardé lo que creí primordial para mi
vida.
—No dejés nada en manos del destino porque
te va a embaucar —Félix concluyó su largo discurso con
un abrazo que me hizo sentir bien, luego me dejó a
solas frente al océano.

«...No pude soportar por mucho tiempo la visita a la cripta


así que regresamos pronto a la casa. Después del rezo decidí
no cenar para irme a la cama temprano. Espero que el ago-

32
tamiento me permita conciliar el sueño; no quiero fantasmas
que vengan a interrumpir mi descanso...
Hay un ambiente extraño alrededor, es como si una
sustancia gelatinosa lo envolviera todo y nos obligara a avan-
zar más lento, a una velocidad que no corresponde al resto del
mundo. Los relojes están locos y marcan su propio tiempo...»

33
34
Lunes Santo

«El sueño no me brindó su misericordia.


Después de una noche de inquietud fui a misa a las
cinco y media de la mañana, a la catedral de Santa Ana. El
sermón fue sobre los mercaderes del templo; a veces siento
serias dudas sobre si no seré yo uno de esos mismos comercian-
tes de la gracia divina.
Estoy cansado, pero he resuelto reconstruir los pasos
de mi hermano en sus últimos días de vida. Quiero saber todo
lo que hizo, a dónde fue, con quién se relacionó. Tuve que
haber hecho las paces con él cuando aún estaba vivo. Anoche
me visitó...»

La ilusión y la realidad son dos caras de la misma mo-


neda. No debería seguir pensando en lo de anoche, es
muy probable que haya sido el resultado de mis culpas,
pero la angustia que me causó el verlo junto a la venta-
na fue indescriptible.
Era él, Félix; estaba frente a mí. La respiración
se me cortó y un frío intenso llenó mi cuerpo ¿Por qué
estaba ahí, mirando hacia la calle? Un ahogo intenso y
doloroso me envolvió cuando sentí el débil murmullo
de su llanto. El fantasma de Félix no dijo nada, ni si-
quiera volvió su vista hacia mí, tenía la mirada fija en
algo que estaba afuera. La melancolía maquillaba su
rostro ¿Cuánto duró aquello? Un disparo de hielo atra-

35
vesó mi corazón y las punzadas en el pecho se volvieron
insufribles. Félix seguía sin moverse cuando, de la na-
da, una mano fría como la muerte acarició mis cabe-
llos. Quise gritar, pero mi voz se vio presa en un vacío,
intenté levantarme y unas cadenas invisibles ataron mi
cuerpo a la cama, luché por sacudirme pero la inmovi-
lidad se había volcado sobre mí, apresándome sin mi-
sericordia. Una voz, envuelta en un vaho escarchado,
susurró mi nombre. En ese momento pensé que mi
muerte era inminente. Un temblor violento estremeció
mi cuerpo de pies a cabeza, mientras el pánico se hacía
dueño de mi voluntad y de mis fuerzas. Entonces, la
puerta de la habitación se abrió y la cálida luz de un
candil ahuyentó a todos los fantasmas. Felicia caminó
hacia mí y al verme desmoronado, en ruinas a causa
del terror, me tomó entre sus brazos y me arrulló sobre
su pecho, me aseguró que todo había sido una pesadi-
lla. Varios minutos después, me quedé dormido, abra-
zado a ella... un alma en busca de refugio me salvó de
las ánimas de la angustia.

«...Las mañanas de lunes en Santa Ana son bulliciosas, azu-


les y frenéticas. Los colores rebotan en todas las aceras al
ritmo del andar de las negras que llevan sobre sus cabezas
canastas de pan de coco, cazabe, budín de banano y hojal-
dres. He recorrido los callejones durante largo rato, tratando
de capturar en mi paseo todos los recuerdos que pueda pescar
de mi pasada adolescencia...»

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—El mal existe porque existe el bien —Félix se había
vuelto más silencioso y reflexivo, se pasaba las horas
contemplando el mar y tan sólo rompía su silencio
para acosarme con ideas que me resultaban oscuras y
enredadas—, vos no podrías distinguir la existencia del
día si no hubiese una noche con qué compararla. Por
eso busco enlazar lo demoníaco con lo divino en mi
arte, porque es allí donde encuentro la expresión esen-
cial de la vida: en dos fuerzas que a pesar de ser insepa-
rables viven en un conflicto eterno.
—Lo que decís es herejía —le respondí resuelto a
confrontarlo—; la fe nos enseña que existen otros pla-
nos de existencia en donde se encuentra el bien abso-
luto y la maldad total, sin tener el más mínimo contac-
to entre sí.
—El paraíso y el infierno —Félix me interrumpió
haciendo evidente el tono de sarcasmo en su voz—.
Como acabás de decir, ese es el argumento de la fe, de
la certeza de lo que es mas no se ve. Mi posición se
basa en lo que vemos, en la vida misma: tenemos frío y
calor, blanco y negro, alto y bajo, nosotros nos move-
mos en la región gris intermedia absorbiendo luz y
sombra sin poder separarlas jamás.
—Yo sólo sé que si una cosa es buena, pues es
buena y no puede ser mala.
—Para empezar, tenés que responder para quién
es buena, porque no todo lo que es bueno para vos, es

37
bueno para otros. Después debés pensar que toda cau-
sa genera efectos, si esa acción es buena en el presente,
sus resultados pueden derivar en una serie de eventos
de los cuales algunos pueden ser malos, aunque proce-
dan del bien.
Esa perorata iba más allá de lo que estaba dis-
puesto a escuchar, no me gustaba el tema, me parecía
demasiado enredado y ya tenía yo mi cabeza demasiado
llena de embrollos como para darle cabida a toda aque-
lla jerigonza del bien y el mal, de diablos y ángeles, así
que le di la espalda a Félix y me perdí entre las callejue-
las de Santa Ana.

«...Al servirme la merienda de media mañana, Prudencia


intentó decirme algo, la noté nerviosa, pero la repentina lle-
gada de Felicia hizo que se contuviera, abandonó la habita-
ción con mucha prisa dejándome en suspenso. Mi hermana se
quedó conmigo, acompañándome a tomar el refresco. Decidí
no comentarle que deseaba visitar al comandante local para
averiguar más sobre la muerte de Félix. Charlé con ella du-
rante una media hora. Deseaba saber más sobre los últimos
días de nuestro hermano pero no me atreví a tocar el tema.
Sin embargo, al final, ella me hizo un comentario que me
llamó la atención, se refirió a que nunca le habían gustado
las personas con las que Félix se había estado viendo desde
hacía varios días. Me comentó sobre un tal Noé Jackson, un
garífuna de la aldea de Guadalupe que seguía a Félix por
todas partes y que, después del hallazgo del cadáver, había

38
desaparecido de Santa Ana. El comandante incluso había
enviado una patrulla a Guadalupe para que lo trajeran a
declarar, pero la búsqueda fue en vano, no encontraron el
más mínimo rastro de él. Picado por esta información salí a
buscar al comandante para pedirle más detalles sobre la
muerte de Félix...»

El calor comienza a reptar por las paredes, va ascen-


diendo poco a poco, despacio y con determinación,
tras él va quedando una estela de sopor y aire húmedo.
Los vestidos de las santeñas se van desprendiendo del
exceso de tela y se vuelven ligeros; los escotes hacen
brillar los rostros de los marineros y los pescadores; los
brazos desnudos de las mulatas se mueven acompasa-
dos con el andar de las torneadas piernas caribeñas, su
ritmo jacarandoso impregna de tonos alegres la media
mañana en el puerto.
Llego al edificio de la comandancia de policía.
Es un caserón ruinoso que agoniza frente al parque
central de Santa Ana. Gendarmes desaliñados entran y
salen entre puestos de yuca frita, tortillas de harina con
frijoles y enchiladas. En el corredor de entrada me de-
tiene el sargento de guardia. Le explico que necesito
ver al comandante para obtener más datos sobre la
muerte de mi hermano; él no me presta atención, está
más interesado en ver las enaguas de dos mujeres que,
entre pataleos y maldiciones, son conducidas hacia las
bartolinas en el interior del cuartel. Por fin deja de

39
verlas y decide hacerme caso. Me indica que me siente
en una destartalada banca de madera mientras él ca-
mina, lo más lento posible, hacia el fondo de la co-
mandancia. Cinco minutos después regresa, trae en
una mano un pocillo con café y, en la otra, varias ros-
quillas de maíz que tritura para echarlas dentro de la
taza. Con una cuchara saca varios trozos del recipiente
y se los come. Con la boca aún llena me dice que ya
puedo pasar, que siga recto, a través del patio y avance
hasta la última oficina del corredor derecho. Murmuro
un Dios te Salve para evitar soltarle al sargento una
andanada de improperios y camino en la dirección que
me ha indicado. No es difícil dar con la oficina. Oculto
de la mejor manera posible mi mal humor, me presen-
tó ante el asistente quien, a su vez, anuncia al coman-
dante mi llegada. Me hace pasar a un despacho desor-
denado, lleno de papeles y mapas. Un fuerte olor a
tabaco se condensa en el lugar. El comandante está tras
su escritorio, es un hombre muy delgado, cadavérico.
Me recibe con cierto enfado, da la impresión que tiene
prisa por deshacerse de mí.
—Su hermano murió a causa de un desafortu-
nado accidente, padre. Eso es todo lo que puedo decir-
le —su voz es hueca y fría. Yo no me dejo desalentar por
la evasiva en su respuesta así que sin rodeos le pregun-
to por Noé Jackson. El reacciona molesto, es más que
evidente que no le gusta ser interrogado.
—Noé Jackson debió conocer las causas del sui-
cidio de su hermano, por eso lo anduvimos buscando
—responde entre dientes.

40
—¿Entonces no cree que fue un accidente? —mi
pregunta lo irrita aún más.
El comandante fija sus ojos en los míos, su ros-
tro está rígido, ni siquiera parpadea. Sin quitarme la
vista de encima se va descongelando. Busca en los bol-
sillos de su uniforme y extrae un habano. Mientras lo
enciende, comienza a responderme:
—El parte oficial ya está emitido, el caso está ce-
rrado —una bocanada de humo azul pálido llena el
espacio entre su rostro y el mío—. El trabajo de policía
es muy duro, padre. Nuestro primer deber es respon-
derle eficientemente al Señor Jefe de Estado; el Gene-
ralísimo Zelaya no tolera la ineptitud; después, el se-
gundo deber es evitar bochinches, no queremos mani-
festaciones bolcheviques de estudiantes ilusos y de
obreros pendejos; finalmente, atendemos los casos
civiles: robos, asesinatos, maridos golpeando en la calle
a sus mujeres, putas peleándose por un rufián. Uno no
se da abasto para atenderlo todo, así que, si hay que
descuidar algo, prefiero descuidar lo último porque los
civiles jamás van a tener los cojones de venir aquí a
fusilarme, mi Generalísimo sí —la tensión en la mirada
del comandante se mantiene a medida me ametralla
con sus palabras—. Su hermano murió a causa de un
infortunado accidente; su relación con Noé Jackson es
puramente circunstancial. El caso está cerrado —el co-
mandante se pone en pie para indicarme con absoluta
claridad que ha llegado el momento de que me vaya.

41
Las palabras sobran así que, sin darle la mano,
comienzo mi andar hacia la salida cuando, de repente,
su voz me detiene.
—Padre, evite abrir heridas y váyase en paz.
No respondo nada y salgo de la oficina. Ahogo
el calor de mi rabia en el bochorno del mediodía. Ace-
lero el paso para abandonar lo más pronto posible este
palacio de la ineptitud y la abulia. Camino tan rápido y
ofuscado que casi me llevo de encuentro al doctor Ro-
jas. Le ayudo a recoger el sombrero mientras le pido
disculpas. Él se muestra amable conmigo y me pide que
lo acompañe a almorzar. No dudo en hacerlo. Me lleva
hacia una desvencijada cabaña, cerca de la playa. Un
rótulo podrido y deslavado por el paso del tiempo
cuelga, de manera precaria, de la herrumbrosa punta
de un arpón. En él aún se puede leer el nombre del
comedor: «Las Sopas de Tim Sambulá».
Las mesas están ubicadas en el corredor que
rodea la casa, no hay ventanas, todo está abierto al ex-
terior y la brisa del mar sopla muy libre por el local.
Nadie nos pregunta qué vamos a ordenar, antes de que
acabemos de sentarnos nos sirven una sopa de coco
con rebosantes mariscos, abundante yuca, plátano ma-
duro y guineo verde.
Mientras comemos, el doctor me hace los co-
mentarios de rigor: que el calor no afloja, que se teme
un nuevo brote de cólera en el Barrio Guadalupe, que
en la Capital no se preocupan para nada de Santa Ana,
que el coronel Obregón, gobernador de la provincia,
no tiene ninguna influencia real en el gobierno central

42
y que por eso tienen tan descuidados estos lugares, que
ya no se aguanta el desorden y la insalubridad de los
morenales. Al oír que menciona las comunidades garí-
funas, aprovecho para preguntarle si conoce a Noé
Jackson. Él guarda silencio por un buen rato, deja la
cuchara dentro de la sopa y apoya la barbilla sobre sus
manos entrelazadas para mirarme con detenimiento.
—Noé Jackson es un tipo de cuidado —la res-
puesta del doctor despierta aún más mi curiosidad so-
bre Jackson.
—¿Se trata de algún delincuente? —le pregunto
para ratificar mis sospechas.
—No se le ha acusado de nada en particular,
nunca ha estado preso, pero es un personaje extraño,
eremítico. Una especie de santón vudú a quien las mu-
jeres acuden para atar maridos infieles, curar empa-
chos, hurgar en el futuro. Pero ese es el lado más claro
de él, hay otras cosas más oscuras que la gente cuenta.
—¿Qué tan oscuras?
—Le atribuyen poderes desde provocar el mal de
ojo hasta levantar cadáveres de sus tumbas para que
trabajen como zombis en las cañeras de la familia Sua-
zo y de otros hacendados ricos. Hay toda una econo-
mía basada en las supersticiones en esta ciudad ¿sabe?
—el doctor renueva su entusiasmo por la comida y
vuelve a pescar camarones en su sopa.
—¿Y usted qué opina?
El doctor deja en suspenso la cucharada de so-
pa que estaba por beber y me mira con leve sarcasmo.

43
—Soy un científico, padre, para mí eso es pura
charlatanería, pero creo en el poder de la sugestión.
Hace unas tres semanas llegó una mujer a mi consulto-
rio con un fuerte dolor de estómago y fiebre. Decía que
Noé Jackson le había hecho un embrujo por haberle
negado un vaso de agua. Yo más bien creí que se trata-
ba de un caso de disentería o alguna congestión. Pero
en el momento en que me disponía a examinarla, ella
vomitó —el doctor observa su sopa de mariscos y titu-
bea un rato antes de continuar—; no sé cómo explicar-
lo, pero de alguna forma, Noé Jackson había hecho
que aquella mujer se tragara una serpiente viva.
—¿A qué se refiere?
—La mujer arrojó una culebra viva, padre. A eso
llamo poder de sugestión.
Durante el resto del almuerzo no volvemos a
tocar el tema. Hasta llegada la hora de irnos, el doctor
retoma el asunto y me pregunta:
—¿Qué relación tenía su hermano con Noé Ja-
ckson?
—Eso es lo que creí que usted podría aclararme.
—Lo siento pero la verdad es que nunca llegue a
tratar con ninguno de los dos.
—¿La mujer quién era, doctor?
—¿Cuál mujer?
—La de la víbora.
—Se llama Concepción Cruz, vive en el more-
nal. Pero si está pensando en sacarle alguna informa-
ción, permítame dudar que pueda lograrlo. El miedo

44
que le tiene a Noé Jackson es muy grande; no le va a
decir ni una palabra, se lo aseguro.

«...A medida pasan las horas, el calor se va volviendo más


denso. En la casa, los recuerdos se amontonan uno sobre otro,
haciéndome cada vez más difícil caminar dentro de ella. Al
andar por cualquier corredor me topo con una risa del pasa-
do, un aroma o un reproche de días que ya se fueron. En
cualquiera de las habitaciones encuentro viejos sueños, pala-
bras perdidas, colores irrepetibles; y es de la cocina de donde
la producción de recuerdos parece provenir; ahí están siempre
las voces del ayer, los sabores del pasado, los olores de los
momentos que ya se han diluido en el tiempo: este es el ver-
dadero corazón de la casa. Aquí me he refugiado para escri-
bir.
La visita al comandante ha sido un fracaso; no tiene
el más mínimo deseo de investigar la muerte de mi hermano y
con diáfana claridad me ha pedido que yo tampoco lo haga.
Por fortuna, me encontré con el doctor Rojas; almorzamos
juntos. Él me ha comentado algo más sobre Noé Jackson,
según Rojas, se trata de un curandero de fama muy siniestra,
según me dijo tiene el apoyo de los hacendados locales que son
muy supersticiosos. Me ha dado el nombre de una de sus
supuestas víctimas. Es por el momento la pista más clara que
tengo así que voy a visitarla hoy por la tarde, antes de la
misa; algo averiguaré...»

45
La voz de Félix está aquí, junto a mí: «Mirá bien en tu
corazón y decime si estás completamente seguro de ser
quien sos»…
La bóveda del cielo era azul, azul irreal, azul
fantástico, tan azul que creaba un contraste de intenso
dramatismo con la blancura de la arena, era un celaje
tan azul que hería los ojos. Félix recostaba su cabeza
sobre mi estómago y así, tendidos sobre la arena, bus-
cábamos en vano una nube en aquel cielo limpio y
vacío.
—¿Estás seguro vos de ser quien decís ser? —le
devolví la pregunta, más con malicia que con interés.
—Yo quisiera ser vos y vivir más despreocupado
de las cosas terrenales. Zambullirme en los colores co-
mo lo hacés, sin importarme las reglas, ni las variacio-
nes de la luz, ni la realidad en sí.
—Sos mejor pintor que yo, sólo soy un mal re-
medo tuyo así que no digás eso. Tus pinturas son el
más fiel reflejo de la vida que haya visto, las mías son
tan sólo caos —mientras yo decía esas palabras, él se
incorporaba para fijar la vista en el horizonte.
—Pero vos pintás lo que sentís, no lo que ves;
pintás un mundo que está oculto a los sentidos de los
demás, ese es el gran valor de tu trabajo —Félix tomó
arena entre sus manos y comenzó a jugar con ella.
—Sí pero no es lo que la gente compra. ¿Sabés?
Quisiera estar tan seguro como vos de querer seguir en
Bellas Artes —me levanté para apartar la vista de aquel

46
pavoroso azul—. En verdad, quisiera estar seguro de
algo... de cualquier cosa en esta vida.
—Al menos estás seguro de ser quien sos —
agregó Félix con una sonrisa.
—Yo no estaría seguro de eso —le respondí
mientras me dejaba absorber por el azul del mar.

Esos son los recuerdos que chocaron contra mí cuando


vi desde la ventana de mi habitación hacia el intenso
azul del cielo. Sin duda los fantasmas habitan en el
recuerdo, en la frágil memoria del tiempo, escondidos
en las paredes que les vieron vivir, agazapados tras un
viejo sillón, en el cual debieron haber reflexionado
sobre sus vidas sin pensar en la muerte, pues por in-
eludible que sea nuestro destino final, dejamos pasar
ese pensamiento inadvertido, seguros de que es algo
que tan sólo le ocurre a los demás y jamás a nosotros.
Felicia ha entrado en la habitación. Con ella
parece haberse colado aún más calor. Dice que me
extrañó a la hora del almuerzo y yo le brindo una excu-
sa vaga por mi ausencia. Ella me busca, lo puedo oler,
me busca desde anoche pero tan sólo nos hemos per-
mitido un contacto tangencial, ligero, en la superficie
de los sentimientos. No creo que sea el momento ade-
cuado para regresar al pasado, a un ayer que preferí
sepultar tras una sotana y muchos kilómetros de sepa-
ración. Ella habla y en realidad no escucho lo que dice,
porque en verdad no está queriendo decir lo que sale
de su boca sino lo que está oculto bajo su piel, que-
mándola, como me quema a mí este calor pegajoso,

47
asfixiante, que violenta mis poros para hacer surgir las
gotas de sudor que empapan mi cuerpo. El aire que
envuelve sus palabras es cálido, lo puedo sentir, revolo-
tea sobre mi pecho, entra como un delfín inquieto en
mi torrente sanguíneo. Me doy cuenta que no había-
mos estado a solas desde hacía mucho tiempo, pues,
aunque anoche estuvimos juntos, eso no cuenta por-
que era otra situación. Ella no se calla, sigue hablando
sin parar de cosas que no entran en mi mente, yo la
veo parada frente a mí, acercándose cada vez más. Mi
pulso está en aumento y mi garganta seca. Tengo la
vista fija en su cuello, su curva delicada y sensual; aho-
ra me detengo a observar sus orejas, el suave vello que
cubre su piel, su boca llena y jugosa, el aire que exhala,
caliente, su olor: almizcle, sándalo, animal en celo. Ella
sabe lo que está provocando, pero persiste en conti-
nuar este perverso juego de ocultar con palabras el si-
lencioso deseo que hierve en su interior. Yo intento
refugiarme en mi sotana, ocultarme tras mis máscaras,
pero es inútil. Ella lo percibe y ataca sin misericordia y
mientras más procuro esconderme, más se empeña
Felicia en arrancarme de mi guarida. Es un juego peli-
groso, ella quiere desatar la bestia y yo, sin fuerzas ya, la
reprimo con excusas débiles. Esta mujer se acerca aún
más a mí, pega su cuerpo al mío, siento la suavidad de
su seno estrellándose contra mi pecho, el frío de sus
lágrimas deslizándose sobre mi cuello, la tibieza de sus
brazos rodeándome, la súplica de su piel por confun-
dirse con la mía. De su boca escapa un leve sollozo
envuelto en un aliento cálido que me doblega. Estoy

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condenado, no encontraré perdón ni en los cielos, ni
en la tierra, y ni aún el purgatorio podrá soportar el
peso de mis pecados. Perdido por la debilidad de la
carne sucumbo ante el poder de la hembra y dejo que
sus labios, que aletean sobre mi mejilla, acaben por
reposar en mi boca. Estoy temblando, pero a la vez me
consume el calor. Su lengua juega dentro de mí como
solía hacerlo hace años, cuando recién veníamos des-
cubriendo el mundo de la carne, es un beso desafora-
do, impúdico, desesperado. Ella me estrecha con una
fuerza salvaje que no permite mi fuga. Es uno de esos
besos que uno sigue sintiendo en los labios aún varios
días después de que las bocas se han separado. Siento
que nuestras almas transmigran de un cuerpo a otro,
gozosas por la nueva unión de la piel. Este pecado con-
sume, este pecado consume, este pecado consu..., este
peca…, es… Y ahora viene la debilidad del vientre. Si-
guiendo el atronador ritmo de los corazones, nuestras
caderas serpentean en una desesperada unión a través
de los vestidos. Ella se pega más a mí buscando forzar
la materia y anular toda regla de la física. Sus manos,
incontenibles, revuelven mis cabellos, acarician mi
pecho y en su alborotado vuelo comienzan a desabro-
char los botones de mi sotana. No hay escape, la vorá-
gine me arrastra. Las piernas ya son demasiado débiles
para soportar el peso de nuestras ansiedades y sucum-
bimos ante la ley de la gravedad, nuestros cuerpos caen
sobre la cama; estamos al borde del abismo, tocando
las puertas del infierno, pero ahora mi ansiedad ha
comenzado a tornarse en placer y ya nada me importa,

49
sólo su calidez, sus manos, remolino alborotador, atre-
vimiento irrefrenable que me toma por mi hombría y
desata todas las huestes de Venus entre mis muslos.
Ante la inevitabilidad del pecado viene una relajación
de los sentidos, un abandono cobarde de la carne a los
placeres sensuales, una entrega ignominiosa a lo mate-
rial. Después viene la tensión que provoca la proximi-
dad de la conquista del objeto deseado, la ansiedad de
sentir aún lejano lo que se sabe próximo, es como la
angustia que nos producen esos sueños en los cuales
uno corre y corre pero no avanza nada. Nos despeña-
mos al vacío, nos hundimos en el caos de la unión de
la carne, la confusión de los individuos en un mar re-
vuelto de sudores, jadeos, piel y saliva. Líquidos sexua-
les que luchan por no explotar en el vientre ajeno, sa-
bor a sal invadiendo las lenguas, olores, calores, hervo-
res, temores, temblores. Demoníacos toboganes de
sensaciones prohibidas que nos abaten desde el pinácu-
lo del éxtasis hasta las profundidades insondables del
pecado y la culpa. Y mientras convertimos la cama en
arena de lucha, en campo de batalla del furor de nues-
tros sexos, el calor aumenta rompiendo cristales, fun-
diendo el metal, haciéndonos pasar de golpe al estado
vaporoso, anunciándonos la proximidad del averno;
calor, calor, calor que se une a la cópula como un per-
verso amante en medio de la pareja y nos abraza en-
cendiéndonos con sus febriles tentáculos, ahogándo-
nos en los aires candentes del bochorno de la tarde.
Los cuerpos se estremecen, las paredes tiemblan horro-
rizadas ante mi apostasía, la tierra se parte para tragar-

50
me, Lucifer abre sus fauces para triturarme con sus
espantosos colmillos y comerme de un sólo bocado. Al
final, la tierra tiembla y surge la erupción de la lava
primordial, el desahogo de las ansiedades ocultas. Am-
bos enterramos los gritos de alivio de las almas libera-
das bajo la complicidad de las almohadas. Nos aferra-
mos a nuestros cuerpos desnudos, frágiles, inciertos.
Cuando los músculos van encontrando la lasitud anhe-
lada, y los humores del coito van evaporándose en el
calor de la tarde, un maligno sentimiento de culpa se
filtra por cada uno de los poros abiertos de la piel y,
como Adán y Eva, nos avergonzamos al descubrir nues-
tra desnudez. Con un movimiento sutil separamos
nuestros vientres el uno del otro y buscamos el refugio
de las ropas. Un silencio acusador pesa sobre nuestras
cabezas mientras escalofríos delatores nos recorren la
superficie del cuerpo. Tengo miedo. Felicia se viste con
prisa y abandona la habitación sin proferir una sola
palabra. ¿Qué he hecho, Dios mío? ¡Perdóname, Padre
Santo! ¡Ten misericordia de esta débil oveja que se ha
alejado de tu rebaño!
«¿Por qué corrés a ponerte la máscara de nuevo
cuando ya te ibas librando de ella?» La voz de Félix,
acusadora, filosa y cruel es un trépano en mi cerebro.
Asustado me lanzo al suelo a gemir, de rodillas, ocul-
tando bajo mis brazos mi atormentada cabeza.
«¿Quién sos?»
De pronto la nada. El silencio que llena la habi-
tación se vuelve abrumador. No entra ningún ruido de
la calle, ruido de mi cuerpo al moverse, ruido de ruido,

51
nada, sólo silencio, es una experiencia desequilibrante.
Es como si el vacío hubiese devorado todo el universo
a mi alrededor, aislándome en una burbuja de insono-
ridad. Pasan los segundos, pasan los minutos, pasan las
horas, no sé cuánto tiempo llevo tendido en el suelo.
Los latidos de mi corazón van retornando a su ritmo
habitual. La cordura toma nuevamente las riendas de
mi desbocada mente. El calor sigue encima de mí.

«...La presencia de Felicia me perturba. Debo evitar su con-


tacto, por el bien de su alma y de la mía. Es posible que me
vaya antes que termine la semana. Voy a visitar a Concep-
ción Cruz para tratar de resolver este asunto lo más pronto
posible. Debo recordar hablar con Prudencia hoy por la no-
che...»

El Barrio de Guadalupe, conocido como el morenal, es


una mezcla de contradicciones. Por un lado, la pobreza
económica de sus habitantes es evidente, las casas cons-
truidas con desechos, hojas de palma y maderas carco-
midas, se yerguen precarias sobre lodazales infestados
de zancudos y culebras. No hay letrinas ni servicios de
salubridad básicos. Es fácil entender por qué el cólera
ha causado tantos estragos entre esta gente. Los niños
corren desnudos sobre las calles de barro y arena, con
sus panzas hinchadas de bichos y hambrunas, luciendo

52
una costra ceniza y eterna sobre la piel. Sin embargo, la
tristeza de su miserable existencia se diluye en el espíri-
tu bravo y tenaz de sus habitantes quienes, a pesar de
las carencias materiales, aparentan una cierta despreo-
cupación, una alegría irresponsable, una musicalidad
eterna. Hay olor a parranda, espíritu de tambor, ecos
de caracol marino por todo el lugar. Aún en los mo-
mentos más dolorosos, como la muerte, los garífunas
expresan su pasión por la vida con música Punta, con
la que acompañan al espíritu del fallecido en su viaje al
más allá y de la que se valen para recordarle a los vivos
las dichas de vivir.
El sol tiñe de malva el cielo en el momento en
que llego a la casa de Concepción Cruz. Afuera, senta-
da en el antiguo asiento trasero de un automóvil, está
una anciana limpiando frijoles. Al ver que me acerco a
ella me sonríe y deja el canasto de granos a un lado. De
manera sorpresiva toma mi mano y la besa. Me llama
«Monseñor» y pide que le dé la bendición. Siento reti-
cencia de concedérsela al recordar mi reciente pecado
de lascivia, mi falta de gracia, pero decido dársela para
ganarme su buena voluntad. Pregunto por Concepción
y la anciana me dice que ella está adentro preparando
la cena. Entro en el rancho y percibo el olor de los
plátanos friéndose.
La casa se compone de tres habitaciones: una
especie de sala en donde cuelgan dos hamacas, un
dormitorio oculto tras un biombo de madera forrado
con periódicos viejos y, al fondo, separada por una
pared de palma, la cocina.

53
Concepción vigila los plátanos mientras carga
un bebé en los brazos. Al verme se inquieta un poco,
pero repara en mi sotana y me invita a que pase a la
cocina. Como hizo la anciana, Concepción me pide la
bendición, tras lo cual me pregunta sin muchos remil-
gos que qué ando buscando. Pienso en la espantosa
historia de la culebra, trato de abordar el tema con
sutileza, pero cuando menciono a Noé Jackson, ella
sufre una repentina transformación, es como si un
resorte oculto en su cuerpo impulsara hacia fuera una
agresividad de animal acorralado.
—¡Con ese demonio no tengo nada que ver! Por
favor, váyase monseñor. No puedo ayudarlo en nada —
sin dejarme agregar ni una jota en mi defensa, toma mi
brazo y con determinación me lleva hasta la puerta del
rancho. La anciana, que se había puesto en pie para
averiguar cuál era la causa de aquel alboroto nos en-
cuentra en el umbral y sin saber con exactitud lo que
pasa, se pone de mi parte y regaña a su hija. Una discu-
sión se arma entre las dos mientras yo trato de mediar
y al final, la casa se ha vuelto Babel. De alguna forma,
la vieja impone su autoridad sobre la joven. El bebé
llora en brazos de Concepción mientras la anciana
convence a su hija de que conmigo puede hablar, pro-
tegida por la bendición del Padre Jesús. La abuela me
hace pasar de nuevo a la casa, me sienta en una de las
hamacas y camina hacia la cocina. Regresa con un poci-
llo de café y lo pone entre mis manos, yo no quiero
beberlo pero de todos modos se lo acepto para no mos-

54
trarme ofensivo. Le quita el niño a Concepción y sale
con él del rancho.
Una vez a solas trato de calmar a la muchacha
diciéndole que lo que me cuente en confesión será un
secreto protegido por Dios. Ella aún está dubitativa
mientras inicio el rito.
—Dios te salve María… —hay algo hueco en mis
palabras que hace eco dentro de mí. Por casualidad
descubro en su tobillo un tatuaje que llama mi aten-
ción, es una mariposa con alas muy bellas. No sé cómo,
pero mi mente divaga hacia el encuentro que tuve con
Felicia esta tarde, sin embargo, las imágenes en mi
mente se distorsionan y en lugar de verme a mí mismo
haciendo el amor con mi hermana adoptiva, me veo
con Concepción quien ha tomado el lugar de Felicia.
La vergüenza corre a través de mis venas y me envene-
na con la certeza de mi debilidad.
—…sin pecado concebida —el temor aún se per-
cibe en su voz. El terror que le provoca Noé Jackson es
inquietante.
—Hace cuanto no te confesás, hija —estoy en
pecado; no debería escuchar confesión.
—Hace cinco meses y trece días, monseñor —
percibo un ligero temblor en su voz.
—Contame, te escucho —yo no debería insistir,
pero ya no puedo hacerme para atrás.
—No me he confesado desde que me topé con
ese hombre.
—¿Vos le negaste un vaso de agua y por eso él te
embrujó?

55
—No, monseñor, eso es lo que le dije a mi ma-
ma y a la otra gente para que no me molestaran con
preguntas —sus ojos comienzan a humedecerse.
—¿Qué fue lo que pasó, entonces?
—Yo estaba sola, lavando en el río, me acababa
de bañar… pero le juro, monseñor, que yo no quería
hacer nada malo —dos gruesas lágrimas corren por sus
mejillas.
—Continuá —la curiosidad me domina.
—Él me estaba viendo desde el zacatal.
—¿Viendo cómo te bañabas?
—No sé cuánto tiempo llevaba ahí, escondido.
—¿Pero, sólo miraba?
—No, cuando lo vi, salió del zacatal y comenzó a
decirme cosas simpáticas. La verdad es que no le tuve
miedo. Yo estaba como Dios me mandó al mundo,
desnudita, monseñor, pero no sentía vergüenza; me
sentía segura con él.
—¿No te asustó?
—Para nada. Me invitó a que me sentara a su
lado. Yo le hice caso y él siguió hablándome de cosas
bonitas. Entonces me entraron ganas de que me abra-
zaran y le pedí que lo hiciera. ¡Monseñor, me da ver-
güenza!
—Seguí.
—¡Ay, no, monseñor!
—Seguí.
—Bueno, la cosa es que acabamos haciendo el
pecado ahí nomás, en la orilla del rio. Pero no fue a la
fuerza, monseñor, él no tuvo que obligarme, yo solita

56
me le entregué. Yo no sé qué diablo se me metió en el
cuerpo para que me alocara tanto, pero, monseñor, yo
no lo hice por maldad, yo no sentí que era pecado lo
que estábamos haciendo, yo sentía bonito. ¡Ay, mon-
señor! ¿Qué estoy diciendo?
—De alguna forma, ese brujo te confundió y se
aprovechó de vos. ¿Y lo de la víbora, como llegaste a
eso?
—A los dos meses que pasó aquello yo sentía co-
sas muy raras en mi cuerpo y creí que estaba embaraza-
da... Monseñor, ya no quiero seguir confesándome.
—Seguí y vas a ver como se te quita de encima
ese peso que has llevado encima por todos estos meses.
—Usted es como él, monseñor.
—¿Cómo quién?
—Como Jackson.
—¿Por qué decís eso?
—Los dos hablan bonito y hacen que una se
sienta confiada.
Sus palabras me producen un leve bochorno
que, junto al creciente calor, hacen que mi piel trans-
pire aún más.
Ella continúa:
—Ese negro me hizo mujer suya. No sólo ese
día, nos encontramos muchas veces más y vivimos pe-
cando bastante tiempo. Entonces un día sentí que mi
cuerpo estaba raro, como cuando me nació el primer
niño. Yo me asusté porque nadie sabía que yo tenía
marido y mi mama me iba a regañar mucho si se daba
cuenta que yo había vuelto a caer con un hombre. No

57
sabía qué hacer y fui a donde Jackson. Él me recibió
muy amable y me oyó todo lo que yo tenía que decirle,
y cuando ya me calmé un poco, él comenzó a hablarme
suavecito otra vez. Después fue adentro y se puso a
hervir un agua como amarilla. Yo estaba allí, viéndolo
todo, y él me hablaba y me hablaba, y entonces sentí
bien sabroso el olor que salía de la olla. Cuando lo
terminó de preparar me lo sirvió en un pocillo y me
hizo que me lo bebiera. «Negra», me dijo, «tomate esto
para que tu panza se tranquilice». Yo le hice caso por-
que no tenía de otra. En ese momento no sentí nada,
pero cuando regresé aquí me empezó una gran basca y
un dolor bien horrible. Yo caí al piso, con retorcijones,
y mi mama se asustó mucho. Ella creía que era otra
cosa y quería llevarme de vuelta para donde Jackson,
pero yo no quise porque tenía miedo de verlo otra vez.
Entonces fue que yo me inventé lo del embrujo.
—¿Recordás lo que pasó en el consultorio del
doctor?
—De eso no me acuerdo para nada. Mi mama
dice que arrojé una culebra viva pero yo estaba casi
desvanecida y no me di cuenta.
—¿Has vuelto a ver a Jackson?
—Sí, pero sólo a la distancia; me da miedo acer-
cármele.
—¿Y él no ha intentado acercarse a vos?
—Para nada, monseñor.
—Te voy a preguntar sobre otra cosa y espero
que me digás todo lo que sabés al respecto —trato de
sentarme lo mejor que pueda dentro de la hamaca

58
mientras, con disimulo, hago a un lado el café—. ¿Has
oído hablar del hombre que se incendió el viernes por
la noche?
Ella se pone en pie como si alguien la hubiera
hecho levantarse de un latigazo.
—Esas cosas no son de mi incumbencia, mon-
señor, yo no tengo que confesar nada sobre esa vaina.
—¿Lo conociste? —aunque trato de disimularlo,
el tono de irritación en mi voz es evidente.
—Ya le dije que no es asunto mío, ya no quiero
seguir con esta confesión —ella también está muy mo-
lesta y por sus actitudes deduzco que quiere salir de
este lugar.
—¿Él era amigo de Jackson? —intento asaltarla
por los flancos.
—Jackson no tiene amigos —cede ella.
—Pero ellos siempre andaban juntos.
—Sí, pero eso no quiere decir que fueran ami-
gos —ella tiembla ligeramente mientras me contesta.
—¿Sabés si ese hombre buscó a Jackson para que
le hiciera algún embrujo?
—¿Por qué insiste en seguirme metiendo en es-
to? —hace el ademán de salir de la habitación pero se
contiene— ¡Monseñor, tengo miedo!
—Tu único temor debe ser hacia Dios.
—Sí, pero Dios está en los cielos y el Diablo
aquí en la tierra.
—Eso que decís es herejía, Dios está en todas
partes. Él está aquí para cuidarte —un silencio similar al
de esta tarde en mi cuarto nos invade. Ni siquiera se

59
escucha la voz de nuestros pensamientos. El mundo se
ha detenido.
La abuela entra a la cabaña con el niño en bra-
zos, el bebé está llorando. Quiero irme lo más pronto
posible de este lugar. Pido disculpas y me despido. La
muchacha, con los ojos llorosos me toma de la mano
para detenerme.
—Monseñor, no se vaya sin darme la absolución
—su voz me conmueve. Es el lamento de un ave herida.
—Ego te absolvo in nomine pater et fili et spiri-
tus sancti… amén. No peques más —una vez pronun-
ciada la absolución, huyo de aquel lugar sintiéndome
como un criminal.

«... Maldito es el hombre que confía en otro hombre, dice la


palabra de Dios. Puse mi confianza en la carne y esta me ha
fallado. Hace más de una hora regresé de la liturgia de la
noche. Mi alma está atribulada. He cometido el peor pecado
de todos, el pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu
Santo. Yo sabía que estaba en pecado mortal y aun así tomé
la comunión. Tenía miedo que al no hacerlo todos se entera-
rán de mi debilidad. He cometido una doble impiedad y la
segunda fue peor que la primera. Tenía que haberme confe-
sado y no tuve el valor de hacerlo. Tengo miedo de que mi
culpa salga a la luz y produzca manchas sobre mi cuerpo,
como la señal de Satanás. Mi espíritu está marcado y temo
que mi cuerpo lo refleje…»

60
Felicia no estaba en el comedor a la hora de la cena.
Debe sentirse tan angustiada como yo. Por ahora pre-
fiero la calma y la soledad del jardín. Me siento prote-
gido por la oscuridad y dejo que los ruidos nocturnos
me inunden para expulsar de mi cuerpo los demonios
que lo atormentan. Divago entre los recuerdos...
Hubo un tiempo en que éramos inocentes y vi-
víamos felices en el jardín de las delicias, pero el de-
monio nos tentó y caímos en las redes del mal. Desper-
tamos al conocimiento y nos gozamos en los placeres
de los sentidos. Dios nos descubrió y dejó caer su ira
sobre nosotros. Nuestro castigo fue la separación; fui
condenado a vagar por la tierra, con la marca de Caín
sobre la frente y con el alma robada a mi hermano co-
mo grillete atado a mis tobillos. Éramos tan jóvenes.
¿Cómo íbamos a saber?
Yo siempre amé a Felicia y sé que ella sentía lo
mismo por mí. Estando tan próximos era obvio lo que
iba a ocurrir. Fue durante unas vacaciones, de vuelta
de la academia de Bellas Artes. Ya habíamos estado
solos antes, pero siempre, cuando mis manos atrevidas
se arriesgaban a explorar el calor de las suyas, y nues-
tros labios se acercaban al momento culminante del
beso, aparecían Félix o Prudencia. Sin embargo, aque-
lla noche, igual a esta, caliente, melancólica, parecía
como si estuviéramos solos en el mundo y nada nos
importó. Confiados en la oscuridad comenzamos por
tomarnos de las manos y así, con timidez, nos fuimos

61
acercando hasta llegar al momento de aquel primer
beso inocente, inexperto, desesperado, que convulsio-
nó nuestros corazones, haciéndonos temblar. Yo no
quería dejar de besarla y ella también se aferraba con
fuerza a mí. Entre caricias y jadeos, la curiosidad se
abrió paso y ésta, a su vez, abrió las puertas del deseo.
Antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que ocu-
rría, ya habíamos perdido el control de la situación.
Nuestros cuerpos corrían desbocados por una llanura
que parecía no tener fin. Poco a poco, junto a la última
prenda de ropa, fueron cayendo los restos de inocencia
que aún quedaban, hasta que nos hallamos desnudos
los dos, sin saber con exactitud qué hacer hasta que la
naturaleza hizo su aparición y nos ayudó a encontrar el
camino. Esa neófita unión despertó nuestros deseos
más feroces, así que, durante los días siguientes, procu-
ramos los encuentros clandestinos que necesitábamos
para apagar el fuego nuevo que nos quemaba; pero la
vorágine no se apagaba, al contrario, la llama se avivaba
cada vez más hasta que nos volvimos descuidados y nos
atrevíamos a tocarnos tras las puertas, entre matorrales,
escondidos en la bodega, de noche, a plena luz del día,
donde nos capturaran las ganas. Fuimos irresponsables
en nuestra incontinencia hasta que un día Dios descu-
brió nuestro crimen en el jardín del Edén. El ángel que
nos halló envueltos en plena entrega a la concupiscen-
cia fue Félix. Desnudos, amarrados, revueltos en nues-
tros sudores, ella sobre mí, entre las rocas de la playa.
Mi hermano no dijo nada cuando nos encontró, tan
sólo nos quedó observando largo rato, con los ojos

62
llorosos, horrorizado. Nosotros tampoco intentamos
explicarle nada: todo lo que dijéramos sobraba. Él nos
dio la espalda y regresó a casa mientras Felicia y yo,
avergonzados y temblorosos, recogíamos nuestras ro-
pas. Desde aquel día, Félix dejó de dirigirme la palabra.
Algo se había roto. La fuente que contenía nuestra
amistad se hizo añicos y las gotas de nuestro amor fra-
terno se regaron por los cuatro rincones del mundo.
«Recordá tu traición», su voz me espanta, está
aquí, presente, viva. Deseo huir pero no puedo mo-
verme. «Devolveme lo que me robaste» Alzo la vista.
¡Allí está él, en medio del patio! Una luminiscencia
fosforescente lo rodea. Lo que más me inquieta no es
su insólita presencia, su apariencia fantasmal, sino la
insoportable tristeza que cuelga de su mirada. El hielo
vuelve a cerrar su puño alrededor de mi cuerpo; mi
corazón es perforado por una lanza gélida y cruel.
Tiemblo. Sudo. Me descompongo. Grito un alarido
silencioso que me llena de pavor. Él viene hacia mí.
Una mano delgada y pequeña se posa sobre mi hom-
bro y, de súbito, me siento libre. El calor vuelve a mis
miembros.
—¿Se siente bien, padre? —la voz de Prudencia
me trae de vuelta al mundo de los vivos—. ¿Le traigo un
té para que se reponga?
Trato de mostrarme calmado; me avergüenza la
experiencia que acabo de vivir. Le respondo que no,
que nada más estoy triste y que eso no se quita con una
bebida.

63
—Yo también estoy triste —confiesa ella—; me
hacen mucha falta aquellos días en que los veía correr
a ustedes dos en este mismo patio.
—Es curioso —le digo—, envejecemos y vamos
tratando de llenar nuestros vacíos con recuerdos, pero
entre más recordamos, más grande se nos hace el vacío.
—No creo, padre. Esos momentos se quedan
aquí, con nosotros. Se cuelgan en el tiempo y ya no se
van —de algún modo, las palabras de Prudencia me
confortan y me devuelven la calma. Entonces, recuerdo
que ella había intentado decirme algo durante el día.
Le pido que me lo diga. Su semblante cambia.
—Hay cosas que me dan miedo, que no entien-
do —me responde—; en las noches, un fuego fatuo bri-
lla junto al cuarto de su hermano —mientras ella habla,
el frío retorna—; sucede alrededor de la una de la ma-
drugada. Ilumina todo a su alrededor con una luz ver-
dosa.
—¿Alguien más lo ha visto? —pregunto.
—...
—Prudencia, respondé.
—Su hermana... todas las noches.
—¿Todas estas noches?
—Desde la muerte de su hermano.
—¿Ella sabe que vos lo has visto?
—No.
—¿Por qué no se lo has dicho?
—Porque me da miedo.
—¿Miedo de qué?

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—Usted no entendería. Una sabe cuándo hablar
y con quien hacerlo— Prudencia me da la espalda y, sin
volver el rostro, añade—: Por favor, sea discreto cuando
le pregunte a la niña y, por lo que más quiera, no me
mencione —dice mientras se pierde en la oscuridad,
dejándome huérfano en medio de la noche.

«...pero no se mencionó una sola palabra durante toda la


cena. Felicia estaba protegiéndose en su burbuja y yo me
ocultaba en mis propios temores. Dejé mis preguntas sobre lo
que Prudencia me había dicho para el día siguiente. Ya me
disponía a dormir cuando llamó mi atención un resplandor
afuera de la ventana. Me asomé a ver y distinguí una colum-
na de humo y el inequívoco fulgor de un incendio por el lado
de los morenales.
No sé por qué pensé en Concepción Cruz.
La angustia volvió a clavar sus colmillos en mi cora-
zón...»

65
66
Martes Santo

«Antes de acostarme tuve la intención de averiguar lo que


ocurría en el morenal pero la fatiga me venció. También
quise levantarme alrededor de la medianoche para investigar
lo del fuego fatuo en el jardín, pero no lo hice. Ni siquiera
pude hacer mis oraciones... y las necesito, también necesito
confesión.
Un extraño sueño me poseyó anoche…»

Felicia esquiva mi presencia. Igual debió ocultarse Eva


de Adán, aunque la Biblia no lo mencione. Estoy man-
chado y todos verán la marca sobre mi frente.
Algo ocurre. Una sensación a desastre cubre
toda la casa, la calle, el puerto entero, todo parece estar
zambullido en un aceite de temor y horror. Alguien
menciona una tragedia, desde otra parte escucho men-
cionar el morenal.
El calor que estaba agazapado detrás del sereno
de la madrugada, ha saltado encima de nosotros en
cuanto salió el sol. Su presencia vuelve más pesado el
ambiente y hace insoportable el mal presagio.

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«...Es horrible lo que ha ocurrido. Anoche, una gran parte del
morenal fue consumida por un voraz incendio. Hubo varios
muertos...»

Más que caminar, corro. «¡Bendito Dios, que no le


haya pasado nada a Concepción Cruz!».
El peso de la culpa es inaguantable.
Llanto, luto, dolor, los cuerpos amontonados a
la orilla de la calle, hombres sacando restos de entre los
escombros. El día se ha hecho de plomo. Trato de re-
cordar dónde estaba la casa de Concepción, el barrio se
ha convertido en un laberinto de cenizas. Por fin, doy
con el lugar, estoy seguro de que era aquí. Hay gente
removiendo las ruinas, me piden que ayude, estoy con-
gelado, el olor a carne chamuscada es insoportable.
Veo el cadáver de un niño, ¡el hijo de Concepción!
Entre los despojos hayan otro cuerpo, está decapitado,
alguien lo identifica, dice que se trata de la abuela; no
puedo soportar más, me siento culpable. La mujer,
Concepción, no aparece por ningún lado.
—¿Por qué nos hace esto Dios? —un hombre con
el rostro descompuesto me interroga, no puedo verlo a
los ojos, huyo de ahí, sin volver la vista atrás, envuelto
en mi cobardía, y, mientras me alejo, una mujer se
persigna al verme y se oculta de mi presencia.

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«...Me sentí culpable del fatal destino de Concepción Cruz y
su familia. Es absurdo, pero quizás, si no la hubiese visitado,
ella estaría aún con vida. Regresé a la casa y me encerré en
mi cuarto. Busqué refugio en la oración, pero mi alma ha
sido invadida por un pavoroso silencio...»

«¡Hipócrita!» ¡La voz de ultratumba me desgarra! No


tengo a dónde huir, no hay refugio. Mi pecado no
quedó oculto tras estas paredes. Todas las potencias
angelicales y los principados demoníacos han sido tes-
tigos de mi falta, y se burlan de mí, me acusan, me
desprecian. Vuelvo a salir, el calor me ahoga, ahora ya
no viene de fuera, me quema por dentro. Camino sin
rumbo, me estrello contra todos los espíritus del in-
framundo que han salido a las calles para escarnecer-
me.
Martes Santo, dad al César lo que es del César,
y a Dios, lo que es de Dios, y a Belcebú, lo que a él le
pertenece.
Santa Ana se derrite bajo el sol, las puertas del
Hades deben estar abiertas, esperándome. Siento que
desfallezco. Necesito el perdón pero no tengo el valor
de buscarlo. De pronto estoy en un lugar que no co-
nozco, donde jamás he estado. Hay un huerto, mucha
sombra. Estoy agotado por el eterno peso del mundo
sobre mis espaldas. Más que derrumbarse, mi cuerpo se
derrama sobre una roca. Trato de tomar aire, devolver-
le a mi corazón su ritmo normal, procuro aferrarme a

69
este instante de paz, pero no dura mucho tiempo. Sin
que pueda percatarme de dónde ha salido, se alza fren-
te a mí, en toda su extensión de demonio africano,
Noé Jackson.
Jamás lo he visto, nunca me he topado con él y,
sin embargo, sé que no se trata de nadie más, algo den-
tro de mí me lo asegura, es Jackson.
—La bestia huye del fuego, el ave vuela lejos del
peligro, pero el hombre apresura sus pasos hacia su
propia destrucción y en su carrera arrastra a otros. ¿Sa-
be para qué me busca? —su voz es de una profundidad
oscura y lejana.
—¿Noé Jackson? —pregunto, tratando de con-
firmar lo que ya sé.
Sus ojos de abismo me observan. Siento que me
despeño en ellos.
—Su hermano sí sabía lo que andaba buscando,
monseñor —el negro se agacha hasta estar cara a cara
conmigo. De su andrajosa camisa saca un puro y una
caja de cerillas, enciende el habano y sopla el apestoso
humo sobre mi cara—. Averigüe primero qué es lo que
de veras busca, monseñor, y luego me llama —Noé se
extiende hasta el cielo y antes de que yo pueda ver el
rumbo que ha tomado, desaparece dejando tan sólo el
tufo acre del tabaco.

«...Encontré a Noé Jackson, o mejor dicho, él vino a mí. No


pude interrogarlo y me dejó con más dudas que respuestas.

70
Me siento aún muy turbado por la muerte de Concepción
Cruz. Voy a oficiar la misa por los muertos del morenal...»

Felicia ha estado observándome en silencio desde el


umbral de la puerta. Es una situación embarazosa;
quiero estar con ella y al mismo tiempo, deseo que se
vaya. Pero esta vez, ella entra en mi habitación con otra
actitud, no trae el deseo a flor de piel y tampoco inten-
ta acercarse a mí. De igual forma, yo me siento turbado
con su presencia. Arreglo mis cosas para irme a la igle-
sia, ella se sienta en una silla junto a la ventana.
—No tenés que huir —sus palabras me abochor-
nan aún más—; sólo he venido para hablar.
Aún vacilante, dejo las cosas sobre la cómoda y
me siento frente a Felicia.
—Vos dirás —trato de esconder el temblor de mi
voz, pero es inútil.
—¿Qué es lo que estás buscando? —su pregunta
va envuelta en una mirada lacerante.
—Quiero saber cómo murió Félix.
—No te empeñés en revolver dolores —ella me
mira con una tristeza de siglos, teñida en violeta y
cian—; dejá que los muertos descansen en paz.
—Yo no puedo vivir en paz ignorando la verdad.
—Ninguno de nosotros va a poder vivir en paz
nunca. Suficiente paz tendremos cuando muramos —
Felicia voltea su mirada desafiante hacia la ventana y
me da un instante de respiro—. Dejá tranquilo a Félix y

71
a mí también, rezá por nosotros y no busqués algo que
quizás es mejor no hallar.
—¿No deseás conocer la verdad?
—¿Y cuál es la verdad?
—La verdad es que alguien mató a Félix y todos
parecen querer ocultarlo.
La mirada de Felicia es tan oscura y profunda
como un cenote sacrificial.
—No sabés nada —me dice con ojos de lluvia y
rostro de tormenta.
—¿Y qué debería saber?
—Que todo lo que hacemos tiene
consecuencias.
Las palabras de Felicia son un fustazo sobre mi
rostro, la sensación de pecado es insoportable. Ella
intuye lo que siento y tiene la misericordia de ponerse
en pie y dejarme solo con mis espectros.

«...Dios conoce la dicha, pero también conoce el dolor; Él ha


prometido que enjugará toda lágrima, y que tornará la ago-
nía en gozo. Por eso permite que estas tragedias ocurran, que
mueran niños, que sus santos sufran martirio, nada de eso es
comparable con la dicha del Paraíso. Pero nosotros, débiles en
la fe, incrédulos, duros de cabeza y corazón, no alcanzamos a
ver más allá del sufrimiento inmediato y nos destroza el dolor,
toma nuestros pedazos y nos muele en angustias hasta pulve-
rizarnos por completo... Polvo eres, y en polvo te convertirás.

72
Mi alma se hizo añicos al ver los ataúdes, sobre todo
los más pequeños.
Trato de averiguar cómo se originó del incendio, na-
die sabe, tan sólo que fue, precisamente, en la casa de Con-
cepción, de allí el fuego se extendió incontenible por todas las
cuarterías y terminó por devorarlo todo sin misericordia.
Creí que no tendría fuerzas para acabar con la misa,
sin embargo, logré llegar hasta el final. No regresé a la casa,
tomé el camino hacia el morenal sin saber a ciencia cierta en
pos de qué iba. Aún había gente buscando entre las ruinas,
tratando de rescatar aunque fuera una ilusión para aliviar
las miserias. Parado frente al lugar que había ocupado la
casa de Concepción, pude escuchar de nuevo su voz, asusta-
da, temerosa de revelarme los secretos de Noé Jackson. El
sentido común me dice que todo es asunto de la casualidad,
que no hay relación alguna entre mi visita y el incendio, pero
¿puede uno confiarse de forma absoluta a la lógica y a lo
racional? Se supone que mi oficio tiene que ver más con lo
sobrenatural que con lo sensato, pero no debo dar cabida a la
superstición, eso nada tiene que ver con Dios...
Al llegar a casa encontré al doctor Rojas esperándo-
me, estaba muy agitado, un tanto eufórico, sin darme más
explicaciones me conminó a que lo acompañara a su consul-
torio para echarle un vistazo a un importante descubrimiento
que había hecho...»

—¿Fue a la casa de Concepción Cruz? —las palabras le


brotan al doctor como estampida de búfalos.

73
—Sí, hoy por la mañana, al enterarme del in-
cendio —respondo un tanto confuso.
—No me refiero a eso —el doctor menea la cabe-
za y se acomoda las gafas—; le pregunto si fue ayer, para
interrogarla sobre Noé Jackson.
—Sí, estuve ahí —respondo con un sabor a li-
mones podridos sobre mi paladar.
—¿Notó usted alguna marca en ella, algo con lo
que pudiera identificarla?
—No —le miento, un poco abochornado al ver
lo pronto que Dios saca a flote nuestras debilidades.
—Ella llevaba en el tobillo un tatuaje, algo lla-
mativo, una mariposa con alas muy elaboradas —
mientras él habla, el recuerdo de Concepción se hace
más intenso en mi mente—; se lo hizo su primer mari-
do, un marinero turco, ella tuvo un hijo de él.
—Sí, conocí al pequeño —le respondo mientras
él se pone en pie y camina hacia un cuarto al fondo de
la clínica. Regresa con un gran bote de vidrio; adentro,
sumergido en el líquido, distingo un pie humano, de
piel oscura... ¡el tatuaje de la mariposa!
—Así es —dice al ver mi reacción—, esto es lo
único que pudimos encontrar de Concepción Cruz.
El horror ha hecho un tajo profundo en mi
garganta, cercenando mis cuerdas vocales con un frío
de pavoroso filo.
—La coincidencia es insólita, padre —continúa
el doctor, sentándose frente a mí—; el día en que usted
visita a esa mujer se desata una tragedia en la cual ella
pierde la vida... una tragedia que tiene que ver con el

74
fuego. Y lo único que queda de la desdichada es su pie,
el cual, de forma casual, muestra marcas muy similares
a las que encontramos en el cuerpo de su hermano.
—Se quemó de adentro para afuera —no reco-
nozco mi propia voz, es un susurro tímido y esquivo.
—¡Exacto! —confirma Rojas—, sólo que en este
caso hay una notable diferencia: el incendio.
—¿...?
—Esta vez se quemó todo, la mujer, su casa, in-
cluso la mitad del barrio en donde vivía. Es más, si se
fija usted bien, el pie de ella muestra quemaduras ex-
ternas, cosa que no sucedió con los restos de su her-
mano.
Siento cielos de bronce sobre mi cabeza, un pe-
so inimaginable colgando de mi cuello y unas nauseas
tremendas que se enredan alrededor de mí.

«…A Judas le debieron hervir las tripas entre su decisión de


seguir a Cristo o entregarlo. A mí me pasa igual. Sé muy bien
lo que debería hacer, pero no me atrevo a romper estas cade-
nas que me atan…»

Regreso a casa con cataclismos en el alma, busco refu-


gio, pero el cielo me lo niega. Prudencia está esperán-
dome en la puerta.

75
—El comandante lo busca, padre —la mirada de
Prudencia denota gravedad.
En la sala aguarda la figura cadavérica, inmóvil.
—Es una visita inesperada, comandante.
—Necesaria —aclara él.
Lo invito a sentarse y le pido que me explique
el motivo de su presencia a lo cual responde sin dila-
ción.
—Quería evitar involucrarme en esto, pero cada
vez es más difícil. Este asunto se ha complicado con lo
del incendio del morenal —me dispara la respuesta sin
piedad, como intentando sacarme de balance.
—¿Y yo qué tengo que ver? —le pregunto sin
mostrar temor.
—Usted visitó a Concepción Cruz en Guadalu-
pe.
—No entiendo la conexión —miento a fin de
descubrir hasta dónde sabe el comandante.
—Eso es lo que he venido a averiguar. Usted fue
a preguntarme por Noé Jackson, quien, por coinciden-
cia, era marido de la mujer quien, envuelta en llamas,
causó el incendio. Así que uno más uno hacen dos y
azuzan mi curiosidad.
—¿A dónde quiere llegar?
—Yo no quería llegar a ninguna parte, padre,
pero usted me soltó la rienda y ahora estoy obligado a
ir al mismísimo infierno, si es necesario, para encon-
trar un culpable.

76
«La visita del comandante, además de incómoda, fue pertur-
badora... sentí como si me acusara de algo, con una certeza
tenaz que se prendía con ásperos colmillos a mi piel, rasgán-
dola hasta dejar mi alma al desnudo. Sin embargo, pese a su
terca insistencia, no llegamos a ninguna parte. Tan sólo le
dije que mi visita a la difunta no más obedecía a mi deseo de
dar con el paradero de Noé Jackson. Se fue no muy convenci-
do, sé que insistirá aún más, pero por lo pronto, tengo otras
preocupaciones saltando en mi mente…»

Voy a esperar a que llegue la hora que me indicó Pru-


dencia, tengo que ver con mis propios ojos lo que ella
vio y así, tal vez, pueda resolver algo de este misterio.
De noche el calor no cesa, y los aromas del pa-
tio parecen concentrarse aún más. Me he desembara-
zado de la incómoda sotana y me he puesto a rezar el
rosario mientras espero. Trato de espantar mis demo-
nios con oraciones que ya no comprendo, sólo espero
poder mantenerme firme y no volver a huir, estoy can-
sado de correr, ya es tiempo de que me enfrente a mí
mismo. Mientras tanto, Concepción Cruz se diluye en
mi pensamiento, como una gota de tinta en un vaso de
agua; su mirada de fatalidad, su voz apagada por el
miedo ¿Qué le pregunté que no debí haber pregunta-
do?

77
«…Estoy penetrando a un mundo desconocido, un lugar al
que no debí haber entrado jamás...»

...me quedé dormido, cuánto tiempo, no sé; un frío


inexplicable me ha despertado, hiere mi piel, mis hue-
sos. Me levanto temblando. Quizás no tenga caso se-
guir esperando; recién he avanzado un par de pasos
cuando una extraña luminiscencia me detiene. El frío
ha dejado de estar fuera de mí, de alguna forma me ha
penetrado, se ha adueñado de mi interior y navega por
mi corriente sanguínea, me petrifica, me convierte en
un cadáver viviente, me atrapa en un puño invisible de
hielo ardiente, me ahoga, me oprime.
Félix está muerto, los muertos no resucitan, los
fantasmas no existen ¡me estoy volviendo loco! Félix
está frente a mí, lo puedo ver con claridad, bañado por
la mortecina luz verde de un fuego helado, o más bien,
como si fuera leña de una fogata espectral. Pero no
sólo percibo la presencia de Félix que está ahí contem-
plándome con sonrisa burlona y mirada homicida, hay
algo más en este lugar, amenazante, devastador, anhe-
lante por devorarme en medio de mi agonía. Y yo aquí,
hecho hielo, convertido en estatua de sal, aguardando
el golpe mortal del mazo de Satanás que, sin duda, me
pulverizará hasta borrar mi memoria del libro de los
tiempos.

78
Félix también está inmóvil, pero esa otra cosa se
acerca, gozando cada paso, cada milímetro que borra la
distancia que nos separa. Mi muerte se aproxima, sien-
to su fétido aliento, es un vaho frío cargado de cadáve-
res y almas en pena que cantan a coro mi nombre. De
pronto, algo tibio comienza a surgir en el abismo más
recóndito de mi corazón, enviando leves señales de
calor al resto de mi cuerpo, despertando mis miem-
bros, devolviéndome la oportunidad de la iniciativa. La
cosa está más cerca, no se ha percatado de que estoy
vivo, viene sobre mí, pero estoy listo para hacerle fren-
te. El fuego me envuelve, no me quema, surge de mí,
soy la zarza ardiente de Moisés, la que arde y no se con-
sume. Soy el poder del universo capaz de destruir en
una ráfaga de fuego toda fuerza maligna que se alce en
mi contra, soy la llama, la vorágine flameante que repe-
le y destruye a las huestes infernales. La presencia se
incendia, mi deseo de destruirla ha bastado para que
tome fuego y se consuma en medio de una monstruosa
bola de llamas vivas.
...de repente la oscuridad… el silencio… la na-
da... de repente, nada...
La oscuridad está aquí, pero ya no siento te-
mor; aunque estoy rodeado de tinieblas, mi corazón
arrulla una confortante sensación de calidez que ahu-
yenta el espanto y el horror de las horas pasadas. Dón-
de estoy, no sé, parece ser mi habitación, lentamente
comienzo a reconocer el borde de las sombras, la su-
perficie de mi cama, la luz que penetra por la ventana y
que me ayuda a descubrir la identidad de las cosas.

79
Un grito agudo, como el filo de una espada,
hace trizas el silencio de la noche y asesina la paz de la
madrugada. Un grito envenenado de angustia, un grito
lóbrego, un grito que es la esencia misma del terror.
Pero, a pesar de la profunda distorsión de aquella voz,
logro identificar de quién proviene... ¡es Felicia! Cuer-
das invisibles me levantan de un tirón y, puesto en pie,
corro hacia el patio, en dirección al origen de los gri-
tos.
Afuera comienza a clarear. El sol invade con
una luz pálida el mundo, ahuyentando el velo de la
noche y descubriendo, a la mitad del jardín, a Felicia
quien grita, histérica, ante un cadáver carbonizado.

80
Miércoles Santo

Hace una hora trajeron el ataúd. No sé para qué si es


tan poco lo que quedó de Prudencia, una caja de zapa-
tos habría bastado. No puedo sentir pesar y eso me
incomoda aún más, sobre todo ahora que el coman-
dante no deja de hostigarme. En un instante toda mi
vida se ha complicado. Felicia no me dirige la palabra,
el doctor Rojas me esquiva, cuando me topo un negro
o una negra en la calle se persignan y huyen de mí co-
mo si yo fuera un apestado.
Quise tener un instante de paz y busqué refugio
en la iglesia, pero incluso allí, las beatas salieron en
carrera cuando llegué. Ahora, de vuelta en casa, la cosa
no mejora; quiero respuestas y tan sólo hallo la viva
incógnita.
La casa está atestada de gente, han venido a re-
zar por Prudencia. Una angustia colectiva los obliga a
solidarizarse con el alma en pena de la anciana, seguros
de que, por ese acto de ciega fe, recibirán la compasión
de otros quienes, impulsados por la misma solidaridad,
rezarán por librarlos del purgatorio.
—Esta vaina sólo se va a resolver cuando usted
por fin se vaya —me dispara sin tapujos el comandante,
en medio del gentío que ha venido al rezo.
—Se va a resolver cuando usted comience a ha-
cer su trabajo —le respondo en el mismo tono, sin re-
servas.

81
Me mira, un leve esbozo de sonrisa logra abrirse
paso entre las rocas de su rostro y me deja. No puedo
evitar sentirme como un náufrago en medio de un
océano de gente.

«…las huellas del pecado son visibles aunque nos empeñemos


en no verlas. ¿Escribo para desahogarme o para mantener los
restos de cordura que aún me quedan? Escribo para matar la
locura…»

Felicia se acerca a mí, silenciosa, lejana. Me entrega


una carta.
—Revisaba las cosas de Félix y encontré esto —
dice y luego, pidiéndome que no le pida explicaciones,
se aleja dejando la suave estela de su perfume.
Leo:
«…Lo imperdonable no fue tu traición, fue tu desidia
hacia el maravilloso don que tenías…» la enigmática carta
me inyecta un frío absurdo; me parece estarlo escu-
chando mientras sigo la lectura: «…dediqué mi vida a
buscar la fuente de la belleza, vos la tenías en tu corazón y
con tu maldita perfidia me negaste ambas cosas: tu corazón y
mi sueño…» Delira, está loco, quiere ser yo y tener lo
que tengo que, según él, es: «la sensibilidad primordial
para producir un arte espontáneo, puro, libre de las escorias
del academicismo». Aspiro profundo, me indigno; que se

82
muera y que se quede así, que deje de penar alrededor
de mi vida y se vaya con su desvariada estética al
cuerno.

«…Está decidido, me voy mañana, a primera hora. Es el úl-


timo transporte que sale de Santa Ana esta semana, el pró-
ximo no partirá sino hasta el lunes. Demasiado tiempo. Este
pueblo me ahoga. La carta de Félix me ha enfurecido. Es un
egoísta… era un egoísta. No tengo nada más que averiguar,
cómo murió es asunto de él…»

—Él siempre lo utilizó a usted, monseñor —me dice Noé


Jackson.
—¿Qué es lo que quiere —le pregunto. Me re-
pugna verlo ahí, embozado en las sombras, tan fresco,
fumándose su apestoso puro como si nada y me enfu-
rece, aún más, que haya ido a sacarme de mi refugio en
la iglesia para traerme a esta playa, a decirme semejante
cosa a mitad de la noche.
—¿Ya sabe lo que tiene que buscar? —su pregun-
ta me irrita aún más.
—No busco nada, me voy el lunes y punto.
—Si es que logra irse del todo —Jackson suelta
una bocanada de humo y se echa a reír.
—Corte la jodarria y dígame lo que tenga que
decirme.

83
El negro sigue riéndose y yo tengo ganas de sal-
tarle encima para rebanarle el cogote.
—Usted y yo estamos condenados a muerte —me
dice—. Uno, por no saber nada, y el otro, por saber
demasiado.
—Hable sin rodeos.
—Su hermano no está muerto —sus palabras se
coagulan en mi sangre. Me mira directo a los ojos y
continúa—. O por lo menos no en el sentido completo,
sólo está esperando.
—¿Esperando qué?
—Esperando a que usted le dé su cuerpo, o a
que se lo deje quitar.

«…No hay una tan sola mente cuerda en este pueblo de locos.
Noé Jackson acaba de contarme la historia más disparatada
que jamás haya escuchado, lo peor del caso es que le he creí-
do. Ahora he decidido esperar, y si esperando consigo asirme
de nuevo a la cordura, habrá valido la pena la espera…»

Desde que hui de Santa Ana, sólo una vez regresé, fue
varios años después de que salí del seminario. No ha-
bía querido regresar a casa a pesar de los reproches y el
resentimiento de mis padres adoptivos. Me mantuve
firme hasta que Felicia me escribió una nota urgente y
triste: «Papá se muere».

84
Durante mi estadía Félix evadió por completo
mi presencia. Una vez, nada más, pude ver de manera
fugaz su imagen, instantes antes que papá expirara. El
viejo acababa de abrazarme y yo estaba secando mis
lágrimas cuando vi a mi hermano, espiándonos a través
de la abertura de la puerta. Había odio en su mirada.
Félix no se presentó al velorio y tampoco fue al entie-
rro.
Partí antes del novenario y no volví a verlo.
Cuando mamá murió no vine, no quise herir
con mi presencia a mi hermano, ya me odiaba suficien-
te; Felicia no perdonó mi ausencia.

«…Lo imperdonable no fue tu traición, fue tu desidia hacia el


maravilloso don que tenías…»

No más voces extrañas. No más fuegos fatuos. Pero el


sueño se niega a visitarme. Medianoche. Tengo los ojos
abiertos, la mente revuelta y el calor pegado a mi cuer-
po. El ruido del mecanismo del reloj se puede escu-
char, inquietante, escandaloso. Siento la presencia de
un ser vivo merodeando en la noche. La perilla de la
puerta gira, crispo los puños, una sombra se desliza
dentro de la habitación: Felicia, como Dios la trajo al
mundo, se mete en mi cama, empeñada en no decir
una tan sola palabra.

85
86
Jueves Santo

«…Enterramos a Prudencia después del mediodía. El calor


nos mordía los pies, las piernas, el pecho y envolvía nuestras
cabezas como turbante de hindú. Quizás por eso el sepelio
duró poco, todos querían buscar refugio de la inclemencia de
aquella tarde que ardía a nuestro alrededor.
Yo corrí a ocultarme en la penumbra de la iglesia.
Oré, quería escuchar la voz de Dios, pero sólo el eco de mis
propias palabras llegó hasta mis oídos.
En la misa de la tarde, Jesús lavó los pies de sus dis-
cípulos. Humildad. Negarse a sí mismo. Un poco de orgullo
habría bastado para que viviéramos en un mundo diferente.
Ahora estoy encerrado en mi cuarto, evitando el gen-
tío. No quiero seguir en Santa Ana, pero Noé me ha prome-
tido enseñarme muchas cosas esta noche y no me lo quiero
perder…»

Un bolero suena a la distancia, viene hasta mí envuelto


en los vapores de la tarde. «Fueron tus ojos los que me
dieron… el tema dulce de mi canción… tus ojos verdes, claro
sereno… ojos que han sido mi inspiración» Me lo trago co-
mo jarabe amargo. No estoy para escuchar romances.
El día ha sido un buque encallado en el sopor
de la canícula. Nada. La absoluta ausencia del verbo.
Nada. Una nada gelatinosa, tibia, inútil.

87
Nada ha pasado desde que Felicia se escabulló
de mi lado en la madrugada. Es la peor tortura que
podría imaginarse. La desesperación me come las tripas
mientras espero a Jackson.
Anochece. El calor cede, el clima se ha apiada-
do, sopla una leve brisa, las cortinas se levantan como
fantasmas que juguetean con el viento, un retrato cae
al suelo, las paredes de mi piel tiemblan.
Recuerdo:

Fue antes de las lluvias. Mamá y papá estaban emocio-


nados: iban a tener un hijo sacerdote, esa era la mayor
bendición para una familia católica. Yo llevaba mis
penas envueltas en la ropa que metí en la maleta, la
ansiedad de alejarme la escondí bajo las solapas de mi
saco.
Félix no aparecía por ningún lado y Felicia llo-
raba, muy quedito, como con vergüenza. Papá ya estaba
enfermo, le pedí a él y a mamá que se quedaran en
casa, la única que me acompañó hasta la estación del
tren fue Felicia.
Soplaban los aires de agosto. Yo tenía el cora-
zón en carne viva.
«No te vayás, No me puedo quedar, Pensá en
mí, Por eso me voy, Le tenés miedo a Félix, Me tengo
miedo a mí mismo»
Siempre he estado huyendo de ella, o de él, o
de mí.

88
«…He pasado el peor día de mi vida, bien dicen que el que
espera desespera. Estoy impaciente por escuchar la verdad que
el negro dice que me revelará. Voy a la celebración de Getse-
maní, hemos quedado de vernos ahí con Noé Jackson…»

El sacerdote celebra la misa mientras, a su derecha, en


un rincón del escenario, el actor que hace el papel de
Cristo ora en agonía, chorreando sangre de miel colo-
rada mientras sus discípulos roncan a todo gusto, a
pocos pasos de él. Los demás observamos, de pie, en el
teatro improvisado dentro del huerto de la casa cural,
todos expectantes, esperando el momento en que Judas
llegue para entregar a su maestro.
Una sombra se entromete entre mis pensa-
mientos y yo.
—No ha vuelto a hacer preguntas —me dice el
comandante quien se me ha aproximado sin yo sentir-
lo.
—No me interesa preguntar más, sólo quiero
irme de aquí —le contesto.
—Por mí, ojalá que ya lo hubiera hecho.
No comprendo su ferocidad ni tampoco me in-
teresa hacerlo. Le resto importancia y evito contestarle,
quiero cortar la incómoda conversación.
—¿Espera a alguien? —insiste.

89
—No —le miento—, soy sacerdote, tengo que es-
tar presente en todas las celebraciones, en cambio, ver-
lo a usted aquí es una verdadera sorpresa ¿Anda es-
piando a alguien?
El comandante se limita a sonreír.
—Puede que lo ande espiando a usted —me dice
con descaro y se retira. Se pierde entre la muchedum-
bre de creyentes y me siento más aliviado.
—¡Rápido! ¡Salgamos de aquí antes que regrese!
—la voz de Noé Jackson me sorprende. Ha aparecido de
la nada. No lo pienso mucho y lo sigo.

Hemos llegado a unas cuevas que atraviesan las rocas a


orillas del mar, más allá del morenal.
—¿Por qué estamos en peligro de muerte? —
pregunto— ¿Qué es todo ese cuento de que Félix quiere
mi cuerpo?
—Estamos en peligro de muerte porque yo ya
no lo controlo —me dice Jackson—, se ha vuelto más
poderoso que yo y comienzo a ser un estorbo para él.
—¿Estorbo? Esto es una locura ¿Estorbo, por
qué?
—Hace una semana, en este mismo lugar, su
hermano y yo conjuramos a Exú.
—A Satanás querrá decir.
—El nombre que quiera ponerle no tiene im-
portancia, es el príncipe de las tinieblas y señor de las
almas del infierno.

90
—¿Para qué lo conjuraron?
—Su hermano estaba obsesionado, creo que
eran celos enfermizos, siempre quiso ser usted, monse-
ñor —las palabras de Jackson caen como cubos de hielo
en mi estómago—, decía que usted había recibido un
don único para ver la belleza interior de las cosas y
pintarla sobre el lienzo; él siempre envidió eso. Tam-
bién envidió que usted poseyera a su hermana —la reve-
lación calienta mi rostro—, así que me buscó para que
le conjurara a Exú. Su hermano estaba dispuesto a
entregarle el alma a cambio de poseer lo que usted
tenía.
—Pero Félix era ateo ¿Cómo es posible que cre-
yera semejante superstición?
—Porque no se trata de supersticiones, monse-
ñor. Su hermano sólo creía en lo que podía ver. Él vio
a Exú.
—¿Pretende que crea eso?
—Su hermano se quemó de adentro hacia fuera,
usted ha estado escuchando su voz y sintiendo su pre-
sencia todos estos días. ¿Necesita más pruebas?
Guardo silencio, le concedo la razón y le pido
que prosiga. Me explica que Félix deseaba dos cosas
que creía que yo tenía en mi poder: la clave de la belle-
za absoluta y mi habilidad para poder plasmarla en el
lienzo. Pero, asegura Jackson, Exú es el padre de la
mentira y de las trampas, aceptó el alma de mi her-
mano pero lo embaucó. Primero le mostró cómo crear
un color inexistente en nuestro mundo, un tinte clave
para recrear la belleza absoluta. Félix, emocionado,

91
intentó plasmarlo sobre el lienzo que estaba pintando,
pero, al instante de lograrlo, fue devorado por una
súbita conflagración que surgió de sus propias entra-
ñas. Sin embargo, Félix no murió del todo —o por lo
menos, no su alma— su cuerpo se hizo cenizas, pero su
espíritu seguía presente urgido por poseer un cuerpo,
esa fue la segunda trampa de Exú.
—Su llegada, monseñor, precipitó las cosas —me
dice Jackson—, fue como si el destino lo hubiera pla-
neado. Él quería tener su habilidad y Exú lo obligó a
poseerlo a usted. De eso se trata todo esto, antes de la
medianoche del sábado, el espíritu de su hermano tie-
ne que adueñarse de su cuerpo, de lo contrario arderá
por toda la eternidad en el infierno.
—¿Y por qué no ha intentado poseerme hasta
ahora?
—Porque no podía ser en otro lugar sino aquí.
El terror me cubre como escarcha. Veo con ab-
soluta claridad la trampa que me han tendido y me
siento encadenado a un horrendo fin al que me preci-
pitan la traición de Jackson y mis propios pecados.
—Lo siento, monseñor —me dice el brujo, con
un pesar que ya no sé si es sincero o falso—, no quería
sufrir el mismo destino de Concepción o de esa criada
suya.
—¿Qué decís?
—Usted mató a Concepción y a su criada.
—¡Embustero! —mis sienes palpitan con frenesí,
el sudor corre por mi cuello.

92
—Monseñor, usted se ha convertido en la puer-
ta del infierno, mientras su alma y la de Félix compar-
tan el mismo espacio, ustedes van a ser el portal al in-
framundo.
—¡Pero yo no he matado a nadie!
Jackson me mira con lástima, o con burla, no
sé, no lo puedo distinguir, el dolor de cabeza me con-
funde.
—Usted mató a Concepción porque la deseaba,
monseñor. Le despertó la bestia que tanto ha tratado
de esconder, y a la otra mujer, a Prudencia, la mató
porque le dijo la verdad y usted no quiso creerle.
—¿De qué verdad estás hablando?
—Que usted y su hermano están condenados
por toda la eternidad.
—¡Traidor! ¡Mentiroso! ¡Me has vendido!
Una presencia siniestra invade la cueva. La tie-
rra se estremece. Ahogo un grito de espanto. Siento un
puño helado cerrándose alrededor a mi cuello.
«Caín debe pagar sus cuentas» la voz retumba
en mis oídos, estremece la caverna, rocas y polvo caen a
mi alrededor. Un beso de hielo hiere mis labios, «¿con
un beso entregas a tu maestro?». La tierra gira con vio-
lencia, como un tiovivo frenético, demencial. «¡Vos
mismo mataste a Concepción y a Prudencia, tu pecado
las mató, así como está a punto de matar a Felicia!»
Mientras el aire abandona mis pulmones vie-
nen a mi mente imágenes angulosas, distorsionadas. Es
de noche, fuerzo la entrada a la casa de Concepción
Cruz, de un machetazo decapito a su madre, luego

93
ahogo al niño y, después, me abalanzo sobre la joven.
La golpeo con furia salvaje, rasgo sus prendas, la tiro al
suelo, abro sus piernas, la violo, y, cuando al fin he
terminado, toco su vientre de donde surge una voraz
llamarada que la consume, carne quemada, vísceras
que se convierten en cenizas. Me veo a mí mismo in-
cendiando los muebles y las viejas cortinas, mi rostro se
muestra frío y mortífero, mis movimientos son preci-
sos; el fuego clava sus colmillos llameantes en cada
esquina de la casa mientras huyo. Después aparezco en
el jardín de mi casa, allí se encuentra Prudencia, ella
me dice: «Su hermano le vendió el alma al diablo y lo
vendió a usted también» La furia me ciega, la odio por
lo que dice, la verdad es insoportable, le rompo el cue-
llo de un tirón y, al igual que a Concepción, mi contac-
to la hace arder en segundos. «¡Mentira!» pienso «Me
querés perder, pero todo eso es mentira». Me siento
invadido, desalojado de mí mismo, expulsado de mi
vida.
Ya sin aire en mis pulmones, caigo de rodillas.
Frente a mí está Noé Jackson, empuña un machete y lo
alza sobre su cabeza. Tengo una visión de lo que ocu-
rrirá: va a partir mi pecho, caeré de lado, con los ojos
clavados en el techo de la cueva, la herida sanará de
milagro, y cuando esté curada, Félix poseerá mi cuerpo.
Saldrá de las cuevas e irá a mi casa, al llegar se meterá
desnudo a la cama de Felicia, le hará el amor, una, dos,
muchas veces, embrujándola en un delirio de aquela-
rres, de orgías ceremoniales, y cuando ella desfallezca
víctima de la incontenible lujuria, él se levantará para

94
quemar mi sotana, mi crucifijo y mi Biblia, tomará
posesión de mi vida entera, y nunca más entrará en
una iglesia.
Una voz me devuelve al presente:
—¡Alto! —dice.
No estamos solos, otras figuras entran a escena,
son tres, nos están observando. Todo está borroso, no
logro distinguirlas. Como clisé de vieja película de te-
rror, las siluetas aparecen cubiertos por un albornoz
negro; sus rostros me parecen desfigurados con rasgos
más semejantes a los de una bestia que de humanos.
¡Uno de ellos se quita la cara! Es una máscara, hay algo
familiar en sus facciones, pero no logró asociarlas con
nadie hasta que por fin habla de nuevo:
—Primero debe hacerse la invocación.
A pesar de la confusión en mi mente, logro re-
conocer la voz: ¡Es el doctor Rojas! Mi visión es borro-
sa, no puedo ver con claridad sus rasgos, pero sé que es
él. Otras sombras lo acompañan, todas cubiertas con
grotescas máscaras, puedo distinguir sus figuras junto a
la de él, no sé cuántos son, pero logro percibir que son
muchos. Todos comienzan a murmurar una invoca-
ción en un idioma irreconocible, un canto lúgubre, un
coro de voces graves sumidas en una desesperanza infi-
nita y triste.
Un viento caluroso se arremolina a mi alrede-
dor a medida aumenta el volumen de sonido del con-
juro, las alucinaciones vuelven, frente a mí ya no está
Noé Jackson; ¡es Félix! Ríe a carcajadas, pero no es solo
él, por unos segundos es un inmenso macho cabrío

95
con torso y brazos de hombre, y cabeza y patas de car-
nero. Su risa es áspera, suena a piedras de molino tritu-
rando grava, y se mete en mis venas, atasca la sangre en
mis arterias, lleva mi cabeza a un paso de explotar. Y de
pronto, Noé Jackson está de nuevo ahí, frente a mí,
con el machete en vilo a punto de caer y partir mi pe-
cho.
Pero la visión se detiene, se derrite delante de
mis ojos como un trozo de celuloide quemado por la
fuerte luz del proyector de cine, ardiendo de adentro
hacia fuera.
Un disparo explota en el tórax de Noé, quien
aún empuña el machete, y espanta a los fantasmas que
me rodean. La bala le produce a Jackson un enorme
agujero del que se desprenden millares de gotas de
sangre, tejido y huesos. Sus ojos desorbitados se clavan
sobre mí. Veo su rostro congelado de asombro, su boca
abierta, su tórax despedazado por seis balazos que le
han reventado las entrañas, antes de que se desplome
de bruces a mi lado. Puedo alcanzar a ver los fogonazos
que pasan rozándome. Escucho cómo caen dos cuerpos
más. La oscuridad se me cuela en la vida y siento el
alma como si quisiera fugárseme por la boca, entonces,
en el breve destello de luz que aún ilumina mi vista,
alcanzo a ver al comandante y a cuatro gendarmes más,
rodeándome, empuñando sus revólveres aún humean-
tes.
Luego, la oscuridad… después, el silencio.

96
Viernes Santo

«…Padre, no los perdones, aunque no sepan lo que hacen…»

Las legañas de un sueño accidentado se pegan a mis


ojos. En los breves episodios de estado consciente, con
la visión aún nublada, he podido distinguir el rostro de
Felicia. Eso me tranquiliza. Tengo a los ángeles de mi
parte, puedo dormir confiado.

En algún momento de la tarde me pareció escuchar las


voces del comandante y de Felicia. Parece que el jefe de
la policía entró a la fuerza hasta el corredor afuera de
mi habitación. Él quería interrogarme, ella se lo impe-
día, le dijo que volviera mañana, que yo no estaba en
condiciones para responder preguntas. Él dijo algo
sobre el doctor Rojas, que había estado presente en el
ritual que Noé Jackson montó para asesinarme. Rojas
cayó acribillado por los policías cuando estos llegaron a
rescatarme. También mencionó a otra persona, un tal
Dionisio Bengouché, pero no pude entender muy bien
la relación de este último con toda la trama. Parece,
también, que se hicieron varios arrestos que involucra-
ban a un buen número de los hacendados más ricos de
la región. Algunos tuvieron que ser puestos en libertad
por «órdenes de arriba», pero los que no tenían contac-

97
tos relevantes, seguían presos. El policía mencionó algo
acerca de una red de esclavos zombis que eran forzados
a realizar trabajos de siembra y cosecha en varias fincas
de Santa Ana.
El comandante insistió en que debía hablar
conmigo. Amenazó, gritó. Felicia se mantuvo firme, es
una fiera que defiende su guarida. El policía cedió ante
la tenacidad de la mujer y se retiró amenazando con
regresar mañana, pero su partida no me trajo sosiego…
Ya hace unas cuantas horas de eso, pero todavía
me estoy haciendo las mismas preguntas: ¿Por qué que-
rría asesinarme el doctor Rojas? ¿Qué tenía él que ver
con todas estas supercherías?
Es demasiado para mi agobiada mente. Dejo
que el sopor me envuelva y que las tinieblas me cobi-
jen.

98
Sábado de Gloria

«Desperté en algún momento después del mediodía. La fiebre


había cedido, pero yo aún seguía bañado en sudor. Ahora me
percato de que esta no es mi habitación, es la de Felicia. Ella
todavía estaba a mi lado.
El comandante también estaba ahí.
Me preguntó sobre mis entrevistas con el doctor Rojas
y si sabía yo de algún motivo por el cual él quisiera asesinar-
me. No había motivo alguno, así que ambos concluimos que
el doctor debía haber estado chiflado, era uno de esos fanáti-
cos de lo sobrenatural y, por lo que habían observado en la
escena, actuaba como líder de un grupo satánico muy activo
en la zona, en el cual se mezclaba un puñado de gente pu-
diente y un par de infames hechiceros garífunas, como el otro
hombre al que habían baleado: Dionisio Bengouché. Me
pareció una conclusión aceptable, aunque, en general, todo
era una locura.
Antes de salir, el comandante se volvió hacia mí para
revelarme algo más. Pude percibir la perplejidad en su mirada
mientras me confesaba un descubrimiento que lo tenía atóni-
to: el cadáver de Noé Jackson se encontraba, salvo por los
balazos, intacto por fuera, pero, por dentro, sus entrañas
estaban carbonizadas. No intentó elaborar ninguna teoría al
respecto, tan sólo deseaba descargarse el peso que aquel inex-
plicable fenómeno le ponía sobre sus hombros. Juró que jamás
se lo revelaría a nadie y luego se fue, iba inquieto y un poco
melancólico.

99
Hace unos instantes, Felicia me trajo la pluma y el
diario en el que ahora escribo. Es un alivio poder hacer estas
anotaciones, pero no sé si me atreva a describir los detalles de
mi experiencia en la cueva. Por lo menos, no ahora…»

La brisa de la noche me conforta. Ya es tarde, pero


después de todo lo que he dormido, no me apetece
seguir postrado. Felicia está junto a mí, pero no nos
estorba ningún ardor, ni las palpitaciones nos alboro-
tan la carne, tan sólo charlamos, muy juntos sí, pero
serenos, abrigados por el suave viento que se cuela en
la habitación.
Debo levantarme, procurar caminar un poco.
Ella se pone en pie y me dice que irá por una jarra de
agua, sale de la habitación. Tengo la necesidad de ir al
baño, voy. Aún siento débiles mis piernas, me acomo-
do sobre la taza del inodoro y evacúo con alivio el tibio
líquido alojado en mi vejiga, pero cuando termino, me
cuesta ponerme en pie. Extiendo la mano para soste-
nerme del borde del gabinete del espejo, el peso de mi
cuerpo es demasiado, el depósito se desprende y con él,
todas las cosas que contiene. Hago el intento de reco-
gerlas, pero aún estoy muy débil, es entonces que la
veo: ¡una máscara, con los rasgos de una horrible bes-
tia!
Felicia también estuvo allí, en la cueva…
Vuelvo a la habitación, llevo la máscara en mi
mano. Siento como si me hubiesen vaciado de mis

100
entrañas. Ella está ahí, inmóvil, observándome con la
jarra de agua aún en sus manos. Sus ojos están inun-
dados de pecado y temor.
—Estabas ahí —le digo con temor, deseando no
romper el delicado equilibrio que nos sostiene.
Ella me mira, no dice nada, una lágrima asoma
en sus ojos, pero se resiste a salir. Coloca la jarra sobre
la mesa de noche, se acerca, se inclina sobre mí, besa
mi frente y me abraza; sus latidos delatan la presencia
de la culpa. El impacto de la verdad es estremecedor,
pero sólo atino a estrechar mis brazos alrededor de ella
y, en silencio, dejarla llorar.
Ya no tiene importancia, yo también la traicio-
né cuando cedí a mi cobardía y hui de su lado.

Aquel día, en la estación del tren, yo quería quedarme,


mi carne deseaba seguir a su lado. El viento soplaba,
helado, fuerte. Todo pudo haberse solucionado tan
fácil. Sólo habría bastado con que le confesara a papá
mi decisión de casarme con Felicia y asunto terminado,
pero me venció el miedo, el temor se chupó toda mi
identidad y dejé de ser yo para volverme un títere del
destino. Recuerdo cómo se mezclaban nuestras pala-
bras: «No tenés que irte, No puedo quedarme, Yo voy a
hacer que todo salga bien, No lo aceptarán jamás, Te
adelantás a las cosas, Las veo como son, Vas a volver,
Sin duda lo haré, Cuando volvás no voy a dejar que te
vayas otra vez».

101
No hago preguntas, las respuestas no me interesan; tan
solo la abrazo, la dejo que empape mis hombros con
un llanto interminable. Ya no importa ninguno de los
motivos, estamos juntos y eso basta.
—¡Quería tenerlos a ambos! —dice ella, yo callo.
Las ventanas y la puerta se cierran con un es-
truendoso golpe.
Un calor insoportable nos rodea y las llamas
comienzan a levantarse alrededor de nosotros. Trato de
refugiar a Felicia en mi abrazo, intentando protegerla
aún en mi invalidez. El piso tiembla, las paredes sudan.
Entonces, me acuerdo: ¡la medianoche! Busco el reloj,
las agujas marcan las once cincuenta y siete. Una carca-
jada llena la habitación. Una fuerza invisible arranca a
Felicia de mis brazos y me alza en el aire; me rodea, me
estruja, va a romperme las costillas, me asfixia. Las lla-
mas lamen mi cuerpo, pero aunque siento su calor, no
me queman.
—¡Llegó el fin del camino, Caín! —la voz de Fé-
lix surge de las llamas.
El humo es insoportable, nos envuelve; en ese
instante, lo veo, abriéndose paso entre la humareda, ¡el
color! El color de las visiones de Félix, imposible,
abrumador, me hipnotiza. Es una luz inigualable que
obliga a huir a los vapores del incendio. Ahora entien-
do la esencia de la belleza. Pero el precio por este co-

102
nocimiento es demasiado alto: mi vida y la vida de Fe-
licia.
Trato de librarme del puño mortal, pero no
puedo, pataleo, golpeo el aire, no me libra, la vida se
me escapa, un espantoso ardor comienza a roerme las
entrañas, el mundo gira a mi alrededor. Entonces, las
llamas ceden, la garra afloja y el viento invade la habi-
tación.
El reloj marca las doce.
Felicia está en el centro, con su mano crispada
contra el cielo mientras exclama a todo pulmón:
—¡Félix, dejá de joder y regresá al in-
fiernooooooooo!

103
104
Domingo de Resurrección

«…Felicia amaneció a mi lado, acurrucada junto a mí. Esta-


ba vestida.
Me levanté con cuidado para no despertarla y fui al
baño. Al verme frente al espejo quedé helado, por un instante
creí ver el rostro de Félix.
Me tomó casi una hora recuperar la calma.
Ahora, mientras escribo, trato de organizar el alboro-
to de mis pensamientos. No puedo explicar lo que sucedió ni,
mucho menos, me atrevo a dejar anotados en este diario los
detalles de lo que vivimos; sólo puedo decir que ha sido una
experiencia sobrecogedora, indescriptible. Aún tengo miedo y
temo que ya jamás me abandone este sentimiento.
Las dudas me matan a puñaladas. No sé si lo que
experimenté fue real o el producto de mi imaginación enfer-
ma, y tampoco me atrevo a preguntarle a Felicia al respecto,
me da pavor pensar en lo que podría responder. Tampoco
estoy seguro si mañana me voy a ir de este pueblo, o si decido
quedarme al lado de ella, o si me la llevo de aquí para no
regresar jamás, o no sé qué más.
Pero, por encima de todas mis dudas, más allá de to-
dos mis temores, la incógnita más cruel, el enigma que trepa-
na mis entrañas, es que ya no sé, a ciencia cierta, si yo soy
quien creo ser…»

Tegucigalpa, 2006

105
106
Índice

Acta del jurado calificador del Premio Hibue-


ras 2006 5
Domingo de Ramos, 1951 11
Lunes Santo 35
Martes Santo 67
Miércoles Santo 81
Jueves Santo 87
Viernes Santo 97
Sábado de Gloria 99
Domingo de Resurrección 105

107
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