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Cristina Corredor

UNA APROXIMACION A LAS TEORIAS


DEL SIGNIFICADO DEL SIGLO XX

LINGÜÍSTICA Y CONOCIMIENTO
Visor Lingüística y conocimiento
Filosofía del Lenguaje

Una aproximación a las teorías del significado del siglo XX

Cristina Corredor Lanas


CRISTINA CORREDOR LANAS

FILOSOFIA DEL LENGUAJE


Una aproximación a las teorías del significado del siglo XX
Lingüística y conocimiento - 28

Colección dirigida
por Carlos Piera

© Cristina Corredor, 1999


© De la presente edición:
Visor Dis., S. A., 1999
Tomás Bretón, 55
28045 Madrid
www.visordis.es

ISBN: 84-7774-878-0
Depósito Legal: M-38.790-1999
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Impreso en España - Printed in Spain
Gráficas Rogar, S. A.
Navalcarnero (Madrid)
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Referencia: 1652
A mis padres,
Santiago y Mari-Carmen
Presentación

El libro que se presenta se divide en cuatro partes o grandes bloques, sistemáticamen­


te motivados y subdivididos en capítulos que agrupan, a su vez temáticamente, un total de
veinte temas. Está pensado como introducción general a las teorías del significado del siglo
XX desde la perspectiva de la filosofía del lenguaje, disciplina que arquetípicamente ha
hecho de estas teorías su objeto de estudio, y responde a una intención sistemática. Intenta
recorrer el conjunto de temas y autores que pueden considerarse más importantes -pues,
aunque exista una pluralidad de enfoques posibles, en todos ellos está presente un núcleo
central que define en última instancia a la disciplina- y lo hace tomando como hilo con­
ductor el estudio del problema del significado y las principales teorías propuestas. Esto
entraña que el problema de analizar el significado de expresiones o fragmentos lingüísticos
particulares -nombres propios, descripciones, términos generales, oraciones de actitud pre­
posicional- no se estudie con carácter sistemático de manera independiente, sino única­
mente en el contexto de las teorías y propuestas que lo han tratado.
La primera parte tiene carácter introductorio y se subdivide en dos capítulos. La expo­
sición histórica inicial recorre las principales concepciones del lenguaje y del significado de
los filósofos anteriores al giro lingüístico en filosofía, y lo hace con un doble objetivo. En
primer lugar, mostrar cómo desde siempre han estado presentes un tipo de preocupaciones
sobre el lenguaje y de intentos de solución que sólo en la reflexión filosófico-lingüística de
este siglo han podido encontrar tratamiento sistemático, claridad en los conceptos y solu­
ciones teóricas satisfactorias. El segundo objetivo es el de explicar en qué ha consistido ese
giro lingüístico-, su significado respecto a la filosofía tradicional y sus implicaciones para el
pensamiento posterior. Toda la primera parte —su segundo capítulo en particular— intenta
precisar lo que habitualmente se ha denominado -en expresión que merecería alguna obser­
vación irónica por parte de Quine— el objeto de la de la disciplina y ofrecer una justifica­
ción de la estructura global del libro; se traza un recorrido general por las principales teo­
rías del significado y se hacen explícitos los criterios en los que se basa el tipo de tratamiento
aquí propuesto. En función de ello, la segunda parte del libro estudia las teorías semantis-
tas del significado; la tercera parte, las teorías intencionalistas y, finalmente, en la cuarta y
última se estudian las teorías pragmatistas del significado.
Al margen de la justificación que se ofrece en esa primera parte, es evidente que cual­
quier intento de sistematización supone decisiones y elecciones no siempre satisfactorias.
Como ejemplos de lo que habría admitido otro tratamiento pueden señalarse dos: los de
las filosofías de H. Putnam y M. Dummett. En ambos casos, la importancia de sus
propuestas habría justificado un tratamiento independiente. De hecho, es frecuente encon­
trar la primera teoría de Putnam -la teoría de la referencia directa de su etapa funcionalis-
ta-, junto con el precedente de S. A. Kripke, bajo el epígrafe de «otras propuestas» o de
«teorías de la referencia». La dificultad, sin embargo, es doble. Por una parte, sus sucesivos
cambios de planteamiento —el paso del funcionalismo a la propuesta pragmática del realis­

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mo interno, y la actual aproximación naturalista- hacen difícil encontrar un lugar sis­
temático para el conjunto de su pensamiento; y, por otra parte, su discusión crítica de otras
posiciones es de enorme pertinencia cuando se estudian éstas. La solución -seguramente
insatisfactoria- que aquí se ha adoptado sigue esta última sugerencia y, por ello, en varios
puntos a lo largo del libro se exponen algunas de sus propuestas y críticas. En el caso de
Dummett la situación es análoga; quizá su teoría verificacionista habría merecido un tema
independiente en la segunda parte, o un estudio de su propuesta junto con las de otras teo­
rías constructivistas del significado -como la desarrollada en la Escuela de Erlangen- En
vez de ello, la propuesta de Dummett aparece finalmente expuesta con motivo de su toma
de posición crítica frente a otros autores -en particular, a partir de su estudio de Frege, y
en relación con la polémica mantenida con Davidson-, o al dar cuenta de la importante
influencia que ha ejercido, por ejemplo, sobre la teoría de la pragmática formal. Situaciones
análogas se dan en el uso de Strawson y de otros autores importantes.
Lo anterior pone de manifiesto, indirectamente, un aspecto de la filosofía del lenguaje
que la caracteriza —quizá- por encima de todo. Las distintas teorías y análisis no se han pro­
puesto, en general, en forma de sistemas cerrados o como cuerpos doctrinales debidos a
individualidades; lo que ha tenido lugar, y que —al margen de la reivindicación, desde la
filosofía analítica del lenguaje, de su carácter de terapia o de método- comparten en gene­
ral las distintas corrientes filosóficas de este siglo, es la disposición constante, por parte de
los autores y sus críticos, a discutir públicamente y con argumentos cualquier propuesta
teórica y a revisar y modificar ésta cuando las objeciones críticas se juzguen adecuadas. En
este sentido podría considerarse que el surgimiento de la filosofía del lenguaje de este siglo
como disciplina autónoma, así como su carácter más propio, son fruto de un trabajo regu­
lado por una especie de «principio cooperativo» que establecería la obligación de estar dis­
puesto a tomar en serio las propuestas y las críticas argumentadas y a justificar aquello que
se dice siempre que un interlocutor lo requiera. El juego de réplicas y contrarréplicas, de
críticas y contracríticas hace que los desarrollos cobren, en ocasiones, una apariencia frag­
mentaria; pero proporciona a éstos al mismo tiempo una fuerte consistencia interna. A la
pluralidad de perspectivas teóricas y de proyectos le subyace siempre un consenso básico: el
único modo de hacer valer una propuesta teórica o filosófica es estar dispuesto a aceptar
que se la ponga a prueba en un foro de discusión pública abierta, basada en argumentos.
Cualquier atención a la teoría del significado desde la filosofía del lenguaje ha de ser
capaz de hacer justicia a este aspecto de la propia disciplina, tanto en el modo de su prác­
tica -en su metodología, por así decir- como en sus contenidos. Respecto a esto último, el
presente libro intenta recoger no sólo las propuestas teóricas o filosóficas fundamentales,
sino también las discusiones creativas que han mantenido distintos autores o la contribu­
ción crítica de quienes, si bien se han adscrito a la posición de alguno de los autores más
importantes, no entienden esto como una repetición mecánica de dogmas aprendidos. Esta
observación se considerará sin duda justificada cuando se examinen los temas.
Tanto en la elaboración del índice y la planificación del libro como en la metodología
se ha procurado tener en cuenta el modo en que se presenta y expone esta disciplina, en
forma de cursos de filosofía del lenguaje introductorios o más especializados. Entre la diver­
sidad de enfoques y contenidos es posible observar un rasgo común con respecto al conte­
nido y su organización: existen autores y temas básicos que se incluyen con carácter gene­
ral y que pueden considerarse, así, el núcleo de la disciplina -lo que no impide, no obs­
tante, que puedan darse después orientaciones de signo más específico-. Este núcleo de
temas y autores básicos incluye, fundamentalmente, las teorías del significado conectadas
con la semántica de condiciones de verdad y discusiones teóricas pertinentes: problemas de

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teoría de la verdad, de teoría de la referencia, de semántica formal aplicada al lenguaje natu­
ral, de la relación entre significado y comprensión, etc. Aunque coexisten las orientaciones
temáticas con los estudios de autores, el primer enfoque es el más frecuente. El libro que
aquí se presenta puede considerarse ajustado, en este sentido, a los criterios establecidos
para la disciplina. Así, en todo el bloque de capítulos de la segunda parte -el más extenso-,
así como en la parte tercera, se pretende dar cabida al conjunto de temas y autores que cons­
tituyen el núcleo central y común de la filosofía del lenguaje. En la parte cuarta se propo­
ne conocer el tipo de recepción que la filosofía analítica y post-analítica, fundamentalmen­
te anglo-americana, ha tenido en el contexto de la filosofía continental alemana y, en
particular, dentro de un tipo de orientación que aquí se considera de especial interés y que
está representado por los últimos desarrollos ligados a la teoría crítica del entorno de la últi­
ma escuela de Francfort.
Dos últimas observaciones parecen pertinentes. La bibliografía que se recoge al final es
un pequeño fragmento del enorme volumen de textos generales y especializados, ensayos,
artículos, etc., existentes. Como allí se indica, únicamente recoge las referencias directa­
mente citadas o consultadas y tenidas en cuenta en la redacción del presente trabajo; pero
no pretende el carácter de una selección ejemplar o una síntesis fundamental -aunque, sin
duda, todas las publicaciones citadas son o han sido fundamentales-. En segundo lugar, es
importante advertir que se va a hacer un uso del término «enunciado» que no se corres­
ponde con otro posible y, en la actualidad, adoptado con frecuencia en el contexto de la
lingüística teórica y la pragmática lingüística1. Aquí se usará «enunciado» como abreviatu­
ra de «oración enunciativa» u «oración declarativa», esto es, oración afirmativa que, en su
uso, se emplea para describir un hecho o presentar un estado de cosas en el mundo. Vierte,
así, lo que el término inglés «sentence» o el alemán «Satz» -este último en un uso restrin­
gido-. Se trata por tanto de la unidad básica de estudio de las teorías semantistas, cuando
se ha abstraído de la contribución que la dimensión pragmática del uso hace al significado.
Se trata, por tanto, de una entidad teórica que pertenece al sistema del lenguaje y desem­
peña una función semántica arquetípica.
Finalmente, el libro presta una atención particular al problema de la intersubjetividad
del lenguaje —o lo que, como se señalará, se ha denominado el problema de la identidad
intersubjetiva del significado-. El carácter intersubjetivo del lenguaje, lejos de ser una obvie­
dad, se puede considerar que constituye uno de los aspectos centrales de los que habría de
poder dar cuenta cualquier teoría del significado satisfactoria; o, al menos, se presenta como
una pregunta que es legítimo dirigir. Permite, por tanto, aclarar o al menos discutir muchos
elementos fundamentales de las distintas propuestas.

NOTAS

1 Aunque su uso no es unívoco, el mismo término «enunciado», se ha empleado también para verter el inglés
«statement», término que a su vez admite una diversidad de empleos. Así, en el tratamiento ya clásico de Lyons,
«statement» designa el correlato pragmático de una oración afirmativa o declarativa, esto es, la oración del siste­
ma en tanto que usada: «Lo que podría describirse como la función característica, o uso, de una oración declara­
tiva es hacer un enunciado [statement\ (e.d., informar a alguien de algo)» (Lyons (1977): Semantics, vol. 1,
Cambridge, p. 30). Otro posible uso, distinto del anterior, se debe a Levinson: «También utilizaremos el térmi­
no enunciado de una manera pre-teórica para denominar “cualquier extensión de habla”, pronunciada por una
persona, antes y después de la cual hay un silencio por parte de esa persona» (Levinson (1983): Pragmática,
Barcelona, 1989, p. 16, n. 17).

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PARTE 1

Introducción histórica
y sistemática
1.1. Posiciones históricas fundamentales

Es ya habitual hablar de la filosofía del siglo xx como caracterizada por lo que se ha lla­
mado el giro lingüístico o, en expresión menos extendida, por el paso a un paradigma lin­
güístico que deja atrás el paradigma ontológico de la filosofía griega y el paradigma men-
talista de la filosofía de la conciencia moderna1. Esta misma idea ha llevado incluso a pre­
guntar «si, en nuestros días, la filosofía del lenguaje no ha pasado a desempeñar la función
de filosofía primera que Aristóteles asignó (atribuyó) a la Ontología y más tarde se reclamó
para la Epistemología o Filosofía Trascendental en el sentido de Kant»2. Este cambio de para­
digma no está determinado por una particular atención al lenguaje; pues éste, como tema
de reflexión, ha estado presente en la historia del pensamiento desde un comienzo. Se trata,
más bien, de la conciencia de que el lenguaje representa una mediación inevitable en nues­
tro acceso a cualquier otro ámbito de estudio o de actividad. Esta conciencia se alcanza, de
forma independiente, en dos tradiciones del pensamiento occidental habitualmente consi­
deradas en contraste o en diálogo crítico entre sí: la filosofía de la tradición analítica, desa­
rrollada fundamentalmente en el área anglosajona o angloamericana, y la filosofía de la tra­
dición continental.
Los rasgos característicos del pensamiento del siglo XX que determinan la adopción de
esta perspectiva serían fundamentalmente dos. En primer lugar, el lenguaje aparece como
condición para la posibilidad y la validez de nuestro conocimiento de la estructura del
mundo. El carácter inevitable de esta mediación lingüística se expresa en la proposición
del Tractatus, «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», pero tam­
bién en los escritos posteriores de Wittgenstein, donde la «esencia de los conceptos» se des­
cubre consistente en la gramática lógica de los términos correspondientes. La misma idea
está presente también en la translación que Carnap y los autores del Círculo de Viena lle­
van a cabo, desde algunas preguntas ontológicas y trascendentales de la filosofía tradicio­
nal, a la cuestión de cómo construir marcos sintáctico-semánticos para lenguages forma­
les y útiles para el conocimiento científico. Y, en el ámbito de la filosofía continental,
tanto el neokantianismo como la fenomenología (desde Cassirer a Heidegger) y la her­
menéutica filosófica de Gadamer hacen suya o intentan enfrentar la afirmación de la irre-
basabilidad (Nichthintergehbarkeit) del lenguaje natural como medio de una reflexión
transcendental3. Todo esto ha permitido interpretar que la búsqueda de Wittgenstein en
el Tractatus lleva a efecto un giro lingüístico con respecto al problema planteado por Kant:
si este último preguntaba por las condiciones de posibilidad de la experiencia -que eran,
al mismo tiempo, condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia- y, por con­
siguiente, por las de nuestro conocimiento de la realidad en general, el primero plantea el
problema de cuáles son las condiciones de posibilidad de la descripción de nuestra expe­
riencia en general.

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En segundo lugar, esta conciencia de la función ¿-¿«¿-transcendental del lenguaje no se
limita al papel epistémico que éste desempeña como condición para la posibilidad y la vali­
dez de nuestro conocimiento; la filosofía contemporánea del lenguaje hace entrar en juego
también, de modo esencial, su consideración de la dimensión intersubjetiva del habla como
medio de comunicación e interacción social. El trabajo precursor de Ch. S. Peirce y G. H.
Mead ha permitido ver, en la noción de «mente» o «conciencia», el resultado de una reci­
procidad internalizada de la interacción simbólicamente mediada que tiene lugar en el seno
de una sociedad, vista como comunidad de comunicación o de diálogo. Esta idea encuen­
tra desarrollo teórico en la teoría de actos de habla que, partiendo de la propuesta seminal
de J. L. Austin y de los primeros trabajos de J. R. Searle, ha sido llevada a sus últimas con­
secuencias filosóficas en el programa de una pragmática universal que intenta recoger críti­
camente y articular, desde la defensa del carácter universal de la racionalidad comunicati­
va, las aportaciones centrales de las dos tradiciones mencionadas, mostrando su comple-
mentariedad.
Es evidente, sin embargo, que estas dos funciones del lenguaje -epistémica y comuni­
cativa- ya estaban presentes desde los inicios de la filosofía; si se quiere defender la exis­
tencia de «cambios de paradigma»4, aun con la precaución de advertir de que se trata de una
reconstrucción de carácter metodológico y con aplicación, en principio, sólo desde una
perspectiva filosófico-lingüística, es preciso identificar con alguna precisión los rasgos que
caracterizan cada uno de ellos.

i. El paradigma ontológico

Schnádelbach ha identificado una primera raíz, en el surgir del pensamiento griego,


que tiene que ver con la oposición entre filosofía como ciencia y filosofía como ilustración5 y
con el hecho de que la filosofía surgió en occidente como ciencia. Sin embargo, sólo a par­
tir de sucesivas aproximaciones a una filosofía «ilustrada» pudo darse lugar a un cambio de
paradigma. Que la filosofía surgió entre los griegos como ciencia no significa únicamente
que no se limitó a narrar historias y buscó una representación de lo Universal, Necesario y
Eternamente inamovible en el medio que representan los conceptos. Quería ser teoría
{theoria = visión), es decir, representación fiable de aquello que es, sin agregados o distor­
siones de la subjetividad. La subjetividad del que conoce se entendió siempre como un
objeto más a estudiar; la oposición y el rechazo frente a la forma de subjetivismo que hizo
entrar en juego la sofística, hicieron imposible para el pensamiento griego el acceso a una
teoría constitucional o teoría de la constitución de los objetos científicos -como la que des­
pués elaboraría Kant6. Esta posición crítica frente al subjetivismo muestra, asimismo, por
qué la filosofía como ciencia favorece la referencia a los objetos y a la estructura ontológi-
ca del mundo en general: pretende para sí objetividad, es decir, verdad objetiva y realidad
intersubjetiva del saber, mientras que un filosofar meramente orientado hacia el sujeto sólo
conduce a opiniones «verdaderas» para un sujeto.
Ello significa que esta primera raíz de la filosofía griega —y el primer rasgo que caracte­
riza el paradigma ontológico- no es tanto lo que, desde la obra de Nestle, se ha conocido
como el paso «del mito al logos»7, como la del paso del mito a la cosmología; es en esta últi­
ma donde la mitología como tal representaría una etapa intermedia. La diferencia esencial
entre uno y otra concierne al objeto de lo interpretado en el logos: en un caso se trata de
acciones de los dioses y los héroes y, en otro, del ser de lo que acontece a partir de princi­
pios impersonales que ordenan el mundo.

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Una segunda raíz de la filosofía griega se encontraría en la sofística y en su sustitución
de la búsqueda de la sabiduría por la búsqueda de fines prácticos, junto al énfasis en la retó­
rica como medio de influir en las opiniones. Sócrates representa un rechazo de esta sofísti­
ca, en la medida en que el «relativismo» que ella introducía no tenía finalidad teórica y su
único objeto era excluir la theoria en cuanto tal del grupo de actividades intelectualmente
pregnantes; pero Sócrates sí asume el cambio de orientación hacia el mundo humano que,
con intención práctica y crítica frente a la tradición, trajo consigo esa ilustración sofista que
encuentra expresión en la máxima «conócete a ti mismo»: se trataba de buscar una orien­
tación vital en el logos como resultado de esa búsqueda, «en la pretensión de autonomía
individual frente a las directrices tradicionales para la acción». Ya no sólo el cosmos, sino
las disposiciones humanas, pasan a ser objeto de la filosofía.
A pesar de ello, el filosofar ontológico de la filosofía griega tiene lugar siempre desde el
objeto. Y, si bien había desacuerdos acerca de dónde buscar esa esencia (ousia) de las cosas
-Aristóteles criticó a Platón por situar la esencia de las cosas en un ámbito situado más alia
de las cosas mismas y, con ello, de haberse limitado a «duplicar» el mundo real; defendió la
necesidad de buscar esta esencia, como esencia segunda, en las cosas mismas—, esta filosofía
no fue capaz de considerar la posibilidad de que las categorías ontológicas resultado de su bús­
queda fueran, de hecho, categorías lingüísticas y relativas a una lengua natural particular: la
griega8. La filosofía clásica griega disponía de cuatro nociones para dar cuenta de la esencia del
habla y de la comunicación humana y, por tanto, del lenguaje: las de nombre, símbolo o signo,
concepto y logos (= habla, oración, razón, enunciado, etc.) Y, mientras los dos últimos se supo­
nían dirigidos a priori a algo universal e independiente del uso del lenguaje, «nombre» y
«signo» («símbolo») eran relativos a cada lengua natural particular y, al menos para Aristóteles,
no tenían que ver con el significado de las expresiones en el pensamiento-, únicamente constituí­
an un medio convencional para designar, un instrumento al servicio del logos.
Así, en el famoso pasaje del Peri Hermeneias (= Sobre la interpretación) en el que
Aristóteles se ocupa de este problema, se afirma: «Así, pues, lo [que hay] en el sonido son
símbolos de las afecciones [que hay] en el alma, y la escritura [es símbolo] de lo [que hay]
en el alma. Y, así como las letras no son las mismas para todos, tampoco los sonidos son los
mismos. Ahora bien, aquello de lo que estas cosas son signos primordialmente, las afeccio­
nes del alma, [son] las mismas para todos y aquello de lo que estas son semejanzas [figuras,
representaciones], las cosas, también [son] las mismas»9. En el primer pasaje, Aristóteles
enuncia lo que en términos actuales es la identidad intersubjetiva del significado (o de los
«posibles significados»), como correlato de la estructura ontológica de las cosas e indepen­
diente, en principio, del uso de los términos y expresiones lingüísticas. Incluso aceptando
que el problema de las esencias de las cosas y de las categorías ontológicas de la realidad no
puede reducirse a la cuestión del uso que se hace de los términos correspondientes, no es
posible pasar por alto, tras el giro lingüístico en filosofía, que la interpretación que se haga
de la estructura del mundo es dependiente del uso del lenguaje. Aristóteles, en cambio,
tuvo que postular la identidad intersubjetiva de los significados -es decir, el hecho de que
todos los hablantes competentes de una misma lengua asocian el mismo significado a las
expresiones—, así como la correspondencia entre estos conceptos («afecciones del alma») y
los elementos de la realidad10. Al intentar determinar los «modos del ser», Aristóteles se pre­
gunta por los «modos de decir el ser»: pero no podía darse cuenta de que, de esta forma, la
estructura ontológica de la realidad estaba en dependencia lógica con la estructura semán­
tica de la lengua griega.
Es cierto que el Cratilo de Platón, de acuerdo con la interpretación que recibió por
parte de los neoplatónicos, había defendido la teoría de la corrección de los nombres -los

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nombres designarían «según naturaleza», no serían meras secuencias convencionales o arbi­
trarias de signos. Pero esta propiedad no sería sino algo derivado, en la medida en que los
distintos nombres particulares no se consideraban sino realizaciones de un mismo «nombre
ideal»: el concepto. Ahora bien, esta concepción adolecía, aún en mayor medida, de una
misma concepción del significado de las expresiones como algo externo al lenguaje mismo:
los significados se veían reducidos a entidades extra-lingüísticas, las «ideas» (Platón), o a
impresiones intra-psíquicas, las «afecciones del alma» (Aristóteles). Lo que está ausente de
la comprensión griega y, con ello, de este paradigma ontológico, es una consideración de la
posibilidad de que la comunicación mediante el lenguaje, por su carácter intersubjetivo, sea
constitutiva de convenciones para el uso de los signos y, al mismo tiempo, de una inter­
pretación específica del mundo11.
En los distintos planteamientos de Platón y Aristóteles está presente, al mismo tiempo,
una confrontación entre dos perspectivas metodológicas que también vuelve a aparecer en
la filosofía del lenguaje contemporánea. A la doctrina platónica de la anámnesis o reme­
moración le subyace el convencimiento de que la verdad no se encuentra en el mundo exte­
rior, sino en el ámbito del pensamiento: en el interior del alma, o de la conciencia. El aris-
totelismo, sin embargo, representa una filosofía que considera la experiencia sensible un
punto de apoyo fiable para el conocimiento de la verdad. En este sentido, el platonismo es
«apriórico» y el aristotelismo «empírico» o «a posteriori». El primero atribuye al pensa­
miento capacidad para tener acceso, mediante algún tipo de intuición intelectual, a la ver­
dadera realidad; el segundo, por el contrario, restringe esta intuición a algunos principios
no demostrables -como el principio de no contradicción- de lo que sí es demostrable; pero
toda percepción es sensible y el pensamiento se limita a una reelaboración discursivo-ope-
rativa de lo percibido12.

ii. El paradigma mentalista de la filosofía de la conciencia

A partir de Descartes la filosofía se hace mentalista: se vuelve al interior de la concien­


cia. Aquél que quiere conocer lo que es está obligado a suponer que aquello que es puede ser
conocido; pero la puesta en cuestión de la posibilidad de un conocimiento verdadero obli­
ga a considerar críticamente el problema del conocimiento mismo. Es preciso estar cierto
de que la filosofía puede ser ciencia de la verdad, y es la formulación de esta duda la que
conduce a un cambio de paradigma. La duda escéptica, que ataca de raíz a la definición clá­
sica de verdad (entendida como adecuación entre el objeto y la conciencia que lo conoce,
adaequatio rei et intellectus} fuerza el «camino hacia dentro» y la búsqueda de una nueva
noción de verdad, que encuentra su fundamento en la subjetividad como certeza. El «cogi­
to ergo sum» de Descartes, que amplía el «dubito ergo sum» de Agustín de Hipona a todos
los actos de la conciencia, no hace referencia únicamente a todo aquello que puede serle
consciente a un sujeto: percepciones, vivencias, sentimientos, etc., sino que concierne a
aquello que el que piensa «yo pienso» entiende como su yo. También está presente en el
Discurso del Método la necesidad del sujeto moderno de autonomía, de independiencia de
la razón, de certeza en el propio saber adquirido. La filosofía primera, la «metafísica», deja
de ser para Descartes la doctrina de lo ente en cuanto tal y en general e incluye, como pri­
mera parte de la filosofía, los «principios del conocimiento humano». Así, «lo que en el siglo
XIX se llamó ‘Teoría del conocimiento’ aparece en el lugar de la Filosofía Primera»13.
K.-O. Apel ha defendido que esta transformación de la ontología como filosofía pri­
mera en un análisis epistemológico de la conciencia, y la clave para entender este giro a la

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luz de la filosofía del lenguaje, descansa en el movimiento nominalista de finales de la Edad
Media. Mientras que es posible afirmar que los griegos, de un modo no consciente, toma­
ron prestadas sus categorías a partir de su lengua natural, «es, sin embargo, literalmente
cierto que los doctores escolásticos derivaron las categorías ontológicas para la interpreta­
ción del mundo, de modo muy consciente y metódico, de los textos canónicos escritos en
latín como lengua universal»14. Este paso, más literal que en Aristóteles, desde la compren­
sión de una lengua a la comprensión del mundo, obligó finalmente a examinar esta ima­
gen del mundo fijada verbalmente mediante su confrontación con la experiencia; y el resul­
tado de esta confrontación fue la doctrina de la intuición inmediata de lo individual como
contenido de conciencia que precede a todo uso del lenguaje, lo que determinó el giro
desde la ontología al análisis epistemológico de la conciencia. El nominalismo, desde este
punto de vista, habría abierto el camino a una nueva interpretación del mundo a partir del
lenguaje matemático de la ciencia natural moderna, haciendo posible al mismo tiempo
contemplar la diversidad de lenguas como una variedad de sistemas de signos.
Pero, en contraposición a ese aspecto positivo, el empirismo inglés propuso asimismo
doctrinas que venían a sumarse a las insuficiencias de la antigua ontología en lo relativo a
la función del lenguaje. Así, se concibió el conocimiento como una función intutitiva inde­
pendiente, en principio, del lenguaje, y que sólo requiere del uso de los signos para la fija­
ción en la memoria y la comunicación. Unido a esta concepción se encontraba la asunción
de un solipsismo metodológico15, consistente en la creencia de que al que conoce le es posible
alcanzar una comprensión de los datos de su conciencia, incluyendo una comprensión de
sí mismo como un «yo», sin tener que presuponer que se encuentra ya socializado en una
comunidad lingüística. Esta posición, y la concepción instrumentalista del lenguaje a que
va unida, supone la defensa de una antítesis psicologicista frente a la concepción ontológi-
ca del significado de Aristóteles. Así, para Locke, «[1] as palabras, en su significación prima­
ria o inmediata, no están sino por las ideas en la mente de aquél que las usa, por imperfec­
ta o descuidadamente que estas ideas se hayan recogido a partir de las cosas que se supone
que representan»16. Esta posición, sin embargo, no es capaz de resolver el problema que
obligaba a Aristóteles a introducir implícitamente un postulado: el de la identidad inter­
subjetiva del significado. La explicación de Locke sólo puede dar cuenta de un lenguaje pri­
vado: «El uso común hace que, por un consenso tácito, determinados sonidos se asocien
con determinadas ideas en todas las lenguas, lo cual limita la significación del sonido en
cuestión hasta el punto de que, si un hombre no lo aplica a la misma idea, no está hablan­
do con propiedad»17. Apel señala que esta aproximación a una filosofía primera desde el
punto de vista del solipsismo metodológico no reflexionaba sobre el lenguaje en tanto que
condición de posibilidad y de validez intersubjetiva de todo conocimiento, incluida la crítica
del conocimiento18.
Que es preciso comenzar con una investigación no de los objetos, sino de las posibili­
dades y límites de nuestro conocimiento de los objetos, es también el punto de partida de
Kant. Sustituyó explícitamente la ontología como filosofía primera por la filosofía trascen­
dental como crítica de la razón; y preguntó, por primera vez, acerca de la condición de posi­
bilidad y de validez intersubjetiva del conocimiento; pero tampoco tomó en consideración
al lenguaje como esta condición de posibilidad. Kant habla de «cosas-en-sí» en tanto que
causas del mundo de la experiencia; pero no considera que la síntesis de la apercepción pueda
ser una función de la interpretación mediada por signos. En su deducción de las categorías
de la experiencia posible a partir de la tabla de las formas lógicas del juicio, no toma en con­
sideración las categorías sintácticas y semánticas del lenguaje como formas de la experien­
cia posible -algo que más tarde sugirió von Humboldt. En opinión de Apel, «Kant, en su

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concepción de la Filosofía Trascendental como filosofía primera, prácticamente reprodujo la
posición clásica de Aristóteles, de acuerdo con la cual la diversidad de lenguas es tan sólo
una diversidad de sonidos empleados como signos»19.
Frente a la filosofía pura (conocimiento a partir de la razón pura) y a la filosofía empíri­
ca (conocimiento adquirido por la razón a partir de principios empíricos), Kant se propo­
ne llevar a cabo una crítica de la razón que ha de explicar en qué sentido una razón pura,
independiente de la experiencia y no mezclada con el saber empírico, constituye una facul­
tad de conocimiento. Denomina Filosofía Trascendental a la investigación general de las
condiciones subjetivas del conocimiento: «Llamo trascendental a todo conocimiento que se
ocupa no de los objetos, sino de nuestro modo de conocimiento de los mismos, en la medi­
da en que éste es posible a priori»20. La pregunta por el conocimiento puro de la razón es
equivalente a la pregunta: «¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?». Es a priori
todo conocimiento independiente de la experiencia, y es sintético aquel conocimiento que
amplía nuestro saber. Es preciso, frente a la ontología, «que se arroga ofrecer, mediante una
doctrina sistemática, un conocimiento a priori de las cosas en cuanto tales (...) hacerle sitio
más humildemente a una mera analítica del entendimiento puro»21.
Al final de la «Analítica del entendimiento», cuyo núcleo lo constituye la «Deducción
de los conceptos puros del entendimiento», Kant llega a la conclusión: «Las condiciones
de posibilidad de la experiencia en cuanto tal son, al mismo tiempo, las condiciones de
posibilidad de los objetos de la experiencia, que alcanzan así validez objetiva en los jui­
cios sintéticos a priori»22. No se trata, por tanto, de que nuestro modo de conocer deba
orientarse según los objetos, sino de que las formas y posibilidades de nuestro conoci­
miento establecen a priori lo que puede, y no puede, ser objeto de nuesto conocimiento.
Se invierte, con ello, la relación tradicional entre objeto y método, pues el método no
puede «tomar las medidas» a un objeto que sólo mediante el seguimiento de un método
se constituye como tal23. El método pertenece, según Descartes, a los principios del cono­
cimiento humano. Y, para Kant, un conocimiento puro de la razón relativo al mundo, en
el sentido de los juicios sintéticos a priori, sólo puede pensarse posible si es el entendi­
miento el que prescribe a la naturaleza las leyes y no la naturaleza al entendimiento.
Ello hace preciso mostrar que nuestras representaciones, conceptos y métodos refieren
a objetos efectivamente reales (wirklich)y que, en este sentido, poseen objetividad. En este
punto, Descartes se veía obligado a introducir su prueba ontológica. Kant introduce aquí
su «Deducción de los conceptos puros del entendimiento», que debe «deducir» -es decir,
justificar la idea de— que nuestros conceptos a priori de las cosas se adecúan efectivamente
a ellas y que poseen objetividad: puesto que «las condiciones de posibilidad de la experien­
cia son, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia»,
pueden poseer nuestros conceptos «validez objetiva en los juicios sintéticos a priori». Estos
conceptos a priori únicamente poseen validez objetiva en su calidad de conceptos de la
experiencia, es decir, de los fenómenos. El término objetividad designa las condiciones
generales y necesarias de la experiencia posible.
En la Critica de la razón pura, bajo el epígrafe «Sobre el esquematismo de los concep­
tos puros del entendimiento», Kant se propone mostrar de qué modo es posible aplicar los
conceptos puros del entendimiento a los fenómenos (A 138, B 177). En el caso de con­
ceptos empíricos, la subsunción de objetos de la intuición bajo éstos se explica fácilmente
por la concordancia de contenido empírico -por el hecho de que el concepto contiene las
determinaciones ligadas a la representación del objeto que se subsume bajo él (A 141, B
180). Pero si se trata de la subsunción de lo intuido bajo las categorías, o conceptos puros
del entendimiento, ésta debe estar dada a priori y no puede fundamentarse en el conteni­

22
do empírico de las intuiciones, sino en la forma de la sensibilidad (B 179). Debe haber un
tercer elemento, dice Kant, que se sitúe entre la categoría y el fenómeno y haga posible la
aplicación de la primera al segundo. Esta representación mediadora es el esquema trascen­
dental (A 138, B 177), y consiste en la representación de un proceder general de la imagi­
nación (Einbildungskra.fi) para proporcionar a un concepto su imagen (A 140, B 180). Es,
por tanto, la representación de un procedimiento de construcción en la intuición: la repre­
sentación del procedimiento de síntesis de una multiplicidad. El concepto puro (o catego­
ría) en sí mismo, como unidad que vale para una infinitud de casos posibles —es decir, como
universal, es la representación de la regla de ese proceder (A 141, B 180); pero el propio
proceder sintético de la imaginación que constituye unidad a partir de la multiplicidad de
las sensaciones, es lo que aparece representado en el esquema (A 142, B 18l)24.
La crítica de Hegel a Kant se sitúa en este punto de inflexión: en la concepción kan­
tiana del conocimiento como un conjunto de procedimientos sintéticos que constituyen
unidad a partir de multiplicidades, y en su intento de reconstruir el modo en que lo par­
ticular se subsume bajo categorías universales y necesarias. La necesidad, para la filosofía de
la conciencia kantiana, de situar la espontaneidad del entendimiento y la facultad de la sín­
tesis en una conciencia trascendental -en cualquier conciencia en general- es lo que le
impidió ver el carácter lingüístico de los conceptos, es decir: la determinación lingüística de
las representaciones de las reglas de ese proceder sintético, que constituye unidades válidas
para una infinitud de casos posibles. Kant denominó Idealismo trascendental a su posición,
en el sentido del concepto subjetivo de idea, y afirmó que era al mismo tiempo «realismo
empírico»25.

iii. El paradigma del lenguaje

La transición desde el paradigma ontológico al mentalista representó un paso en el sen­


tido de la filosofía como ilustración: el escepticismo, frente a la confianza ingenua en la
capacidad de conocer, introduce un tipo de reflexión en la que el pensamiento y el conoci­
miento se vuelven hacia sí y sus posibilidades, por tanto hacia el conocimiento de sí. En el
contexto del paradigma ontológico, el lenguaje tiene un carácter instrumental: es el medio
en el cual los seres humanos se refieren al orden del ser; y, en sí mismo, es objeto del saber
junto a temas como los de la naturaleza, el estado, el arte y la religión. En el paradigma de
la filosofía de la conciencia, el lenguaje pasa a desempeñar una función especial, pues úni­
camente a su través pueden los seres humanos transmitir sus propios estados de conciencia
y tener un acceso, lingüísticamente mediado, a los estados de conciencia inmediatos de los
demás. Esta función mediadora se pone de manifiesto en la consideración del lenguaje
como «expresión» de vivencias subyacentes. Pero el ámbito «auténtico» de las vivencias es
el de los estados de conciencia, el de lo mental, y ello permite calificar de mentalismo a la
concepción del lenguaje ligada a este paradigma. Son temas característicos de una filosofía
del lenguaje entendida mentalistamente los de la relación entre lenguaje y pensamiento,
entre objeto y significado, entre pensamiento y representación.
El paso al paradigma del lenguaje se caracteriza no por la desaparición de estas cues­
tiones, sino por una interpretación de la conciencia que subordina ésta a la esfera del len­
guaje26. Desde esta nueva perspectiva, el lenguaje pasa a ser un fenómeno de carácter único
y fundante: las estructuras categoriales de la realidad, así como su apropiación por parte de
los seres humanos -incluida su realización en el «habla callada» del pensamiento—, se com­
prenden desde el lenguaje. K.-O. Apel ha caracterizado este giro lingüístico como el paso

23
progresivo que permitió «sustituir la idea aristotélica de un significado extra-lingüístico, y
la transformación psicologicista de esta idea por parte de Locke, por una concepción del
significado comoi (...) institucionalización de la comunicación humana»; el lenguaje como
sistema sólo sería «objetivación y alienación del pensamiento, el cual no es sino comunica­
ción lingüística internalizada»27. Ello hace que la explicación metódica del habla pase a ocu­
par el puesto que antes había correspondido a la filosofía primera.
Cuando Aristóteles atribuyó logos al ser humano y le distinguió así de otros seres vivos,
indicaba lenguaje y razón; con ello, según explica H. Schnadelbach28, planteó a la posteri­
dad el problema de si podemos explicitar aquello que llamamos razón con independencia
del lenguaje, o son razón y capacidad de lenguaje (Sprachfahigkeit) lo mismo. La filosofía
moderna desde Descartes, sin embargo, puso el mayor énfasis en representar la razón como
algo independiente del lenguaje -pues «lenguaje» significaba «tradición», la cual guía nues­
tro pensamiento con su autoridad; con las convenciones lingüísticas se transmiten también,
inevitablemente, los prejuicios. Esto se oponía frontalmente al programa de la Ilustración
y a su intención de partir de una conciencia individual («yo pienso») liberada de la tradi­
ción, la autoridad y los prejuicios; por ello, el hilo conductor para una explicación de la
razón pura no podía ser el lenguaje sino, en el mejor de los casos, la lógica formal (Kant).
En el contexto de la crítica romántica a la Ilustración de finales del siglo XVIII, la lingüisti-
cidad {Sprachlichkeii) de la razón se hizo entrar de nuevo en juego contra Kant y contra la
filosofía de la conciencia pura.
Esto ha permitido afirmar que el giro lingüístico que caracteriza a la filosofía del s. XX
se inicia, dentro del conjunto de la tradición hermenéutica -y, por consiguiente, en con­
traposición a la tradición analítica29-, en el contexto de la crítica que autores contemporá­
neos a Kant e inmediatamente posteriores dirigieron a su criticismo. Se acepta que esta
metacrítica lingüística arranca de los trabajos de J. G. Hamann, J. G. Herder y W. v.
Humboldt30. K.-O. Apel la ha recogido en los siguientes términos: «Si Kant se hubiera dado
cuenta de que la síntesis de la apercepción es siempre función de una interpretación media­
da por signos, no habría podido creer que su distinción entre la cognición de una cosa y el
mero pensamiento de una cosa podían permitirle hablar acerca de la función de cosas-en-sí,
incognoscibles, como causas de nuestros datos sensoriales (...) por otra parte, Kant habría
tenido que cuestionar además su pretensión apodíctica de deducir las categorías de la expe­
riencia posible a partir de la denominada tabla de las formas lógicas del juicio; habría teni­
do que tomar en consideración las categorías sintácticas y semánticas del lenguaje en tanto
que formas de la experiencia posible, como más tarde sugirió W. von Humboldt»31.
Con J. G. Hamann aparece una interpretación lingüística de la razón, en el contexto
de la crítica a la concepción ilustrada de una razón que se confería poder a sí misma y que
aspiraba a ser fundamento de todo: puesto que la razón sólo puede comprenderse como
lenguaje, pierde su autonomía ahistórica y definitivamente válida. Pues el lenguaje no sólo
apunta al carácter histórico y relativo de la subjetividad, sino que es constitutivo además
para la facultad de la percepción -para Hamann, «el lugar de la percepción de la revelación
divina»-. Bajo la influencia de Hamann, J. G. Herder llevó a cabo una reelaboración que
pretendía oponer, a la filosofía de la razón kantiana, una filosofía del lenguaje que no fuera
acreedora de los juicios que la filosofía trascendental había podido dirigir al empirismo y al
racionalismo. Para Herder, «Sin lenguaje, el ser humano carece de razón, y sin razón care­
ce de lenguaje»32. El esquematismo trascendental de Kant, a través del cual -de un modo
poco transparente- los conceptos del entendimiento y los contenidos de la experiencia han
de poder referirse unos a otros, se ve reemplazado en Herder por la idea de una estructura­
ción de la percepción mediante distinciones lingüísticas. Con ello, la reflexión sobre el len­

24
guaje regresa al lugar sistemático que Kant había reservado para el conocimiento trascen­
dental. La determinación histórica de la razón, dada a través de su lingüisticidad, y el aprio-
ri del lenguaje, que precede a cualquier determinación histórica como su condición, son
puestas por Herder en un equilibrio -«al menos tendencioso»33.
Esta concepción del lenguaje encuentra continuidad en los trabajos de H. v.
Humboldt34, de gran importancia para la filosofía y las ciencias lingüísticas ya que
Humboldt llevó a cabo los primeros estudios empíricos verdaderamente completos del len­
guaje. Parte de la tesis, repeditamente citada, de que el lenguaje no es un producto de otra
facultad o capacidad (ergon), sino una actividad (energeia) constitutiva del mundo —de una
perspectiva del mundo. Con ello, se estaba produciendo un giro con respecto a la concep­
ción naturalista del lenguaje propia de la filosofía de la conciencia. Si bien Humboldt, final­
mente, quiso apuntar una mediación entre las categorías de subjetividad y objetividad,
individualidad y generalidad en el fenómeno del lenguaje, sus trabajos se han recibido
como precursores de una forma de relativismo lingüístico (lingualismo) que encontró su
expresión más radical en la tesis de Sapir-Whorf35. Esta interpretación acentúa la función
trascendental del lenguaje como actividad constitutiva de un mundo (weltkonstitutierend);
y, al mismo tiempo, la constitución del mundo unitaria -que se adscribía en Kant a una
razón supraindividual y realizada en todos los seres humanos- se ve disuelta en una plura­
lidad de mundos lingüísticos.
Humboldt atribuye al lenguaje el estatuto de condición de posibilidad de la experien­
cia y una función constitutiva con respecto a nuestra «comprensión» o concepción del
mundo: el lenguaje cumple una función de apertura del mundo. Ello es posible, no porque
sea un espejo de la totalidad de los entes, sino porque debido a su estructura bolista -es
decir, a su carácter de totalidad simbólicamente articulada-, permite que dicho «mundo»
aparezca como un todo ordenado. Es la precomprensión inherente al lenguaje la que permi­
te que se constituya un «mundo»: el lenguaje se convierte, así, en determinante de los obje­
tos que aparecen en ese mundo, y en instancia que constituye el marco de referencia abso­
luto para los individuos que se encuentran dentro de ese mundo. Las consecuencias de este
conjunto de tesis son de un relativismo extremo. Pero esta perspectiva entra en conflicto
con el intento de Humboldt de defender el carácter universal de todo lenguaje y la objeti­
vidad del conocimiento. Para Humboldt, toda lengua natural tiene un carácter universal,
en el sentido de que en toda lengua humana es posible expresar -con mayor o menor difi­
cultad- todo pensamiento y todo concepto. El fundamento que ofrece a esta tesis apunta a
una consideración formal de las distintas lenguas, desde la cual quedaría justificada esta
supuesta universalidad. Al mismo tiempo, sin embargo, afirma lo irreductible de la diver­
sidad «material» de las lenguas y de la diversidad de perspectivas que entrañan. Lo que
resulta de mayor importancia, para entender el desplazamiento que está operando, es el
cambio de perspectiva que introduce Humboldt con respecto a la filosofía de la concien­
cia. J. Habermas36 ha hecho notar que la síntesis de Kant, el lugar de la perspectiva funda­
dora de unidad, la constituía un sujeto trascendental que la imponía, mediante las formas
de su intuición sensible y sus categorías sobre el material sensible primero, y en la apercep­
ción transcendental sobre la corriente de sus propias vivencias después, y de esa manera
construía una representación objetiva del mundo. Este concepto constructivista de síntesis,
que entiende el concepto como la representación de un procedimiento o una regla para
poner unidad en la pluralidad, se ve sustituido en Humboldt por un proceso de comunicación
lingüística, que tiende a unificar lo plural de las distintas perspectivas sobre el mundo. Pero el
proceso de acceso al mundo y elaboración de un conocimiento objetivo no discurre ya
hacia el centro de una subjetividad -una conciencia- centrada en sí misma; ese proceso y

25
esa elaboración tienen lugar en la comunicación de la experiencia sensible y las representa­
ciones posibles.
La tendencia a una perspectiva compartida, que pueda identificarse con un «conoci­
miento verdadero», permanece sin embargo para Humboldt como una aspiración que en sí
es imposible37. El problema de una forma universal, común a todas las lenguas, no parece
ser defendido en los textos de Humboldt mediante una argumentación kantiana: es decir,
haciendo valer la posibilidad de un uso reflexivo del lenguaje -e.d. de la argumentación
racional, en paralelo a la defensa kantiana de un uso reflexivo de la razón- que identifique
las condiciones generales y necesarias presentes en toda elaboración discursiva de la reali­
dad. Esta posibilidad es, precisamente, la que se rechaza explícitamente en la elaboración
posterior de la concepción hermenéutica que continúa esta tradición; pero también, y de
modo aparentemente paradójico, en la filosofía post-analítica. Tanto para el giro bolista en
filosofía de la ciencia y del lenguaje, como para el giro historicista, «la forma lingüística y el
contenido transmitido no pueden separarse»38, y es preciso rechazar la posibilidad de sepa­
rar forma (o estructura) y contenido (Quine: rechazo de la distintición analítico/sintético;
Davidson: crítica al «tercer dogma» del empirismo).
La atención al lenguaje surge, en el contexto filosófico del siglo XIX, con una intención
meta-crítica frente a la comprensión ilustrada de la racionalidad humana y del conoci­
miento científico. Obliga a tomar conciencia del carácter a un tiempo lingüístico e históri­
co de la razón y de sus rendimientos cognoscitivos. El intento de defender el carácter uni­
versal de la racionalidad humana, y encontrar un fundamento a las nociones de objetividad
y validez epistémica que no se vea relativizado por su mediación inevitablemente lingüísti­
ca, obliga a renunciar al tipo de razón sustantiva en que creían los filósofos de la Ilustración
y, en particular, Kant. Este problema motiva el tipo de transformación semiótica de la filo­
sofía trascendental de Kant que elabora Ch. S. Peirce a finales del siglo XIX y comienzos de
éste. Aunque Peirce no mantuvo una misma posición en el curso de sus trabajos, y en el
ámbito angloamericano se le considera uno de los creadores del pragmatismo, en su crítica
a Kant de los años ’60 y ’70 del siglo pasado partió de bases parecidas a las de Hamann,
Herder y Humboldt -lingüisticidad de la conciencia: el pensamiento es una función media­
da por signos39. Pero su propuesta es la de superar el problema de Kant transformando su
filosofía, y precisamente en la dirección que permite integrar la participación del lenguaje
en la constitución de nuestras representaciones cognoscitivas. En su estudio de la lógica de
la investigación intentó mostrar que «no hay ningún juicio de observación pura sin razo­
namiento», y corrigió la idea de Kant de que todo lo que conocemos, el objeto real, es fenó­
meno y por tanto una representación de la cosa en sí, sustituyéndola por el principio de que
«la realidad es únicamente el objeto de la opinión final a la que conduciría una investiga­
ción suficiente»40.
Ello ha permitido a K.-O. Apel afirmar que «Peirce extrajo todas las consecuencias de
la idea de que la función sintética de la cognición está mediada por los signos»41. La crítica
del conocimiento kantiana, que éste entendía como análisis de la conciencia, se transfor­
ma, en la Lógica de la Investigación de Peirce, en una crítica del sentido lingüístico, enten­
dida como análisis semiótico. La pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad y
validez del conocimiento científico se transforma en una pregunta por las condiciones de
posibilidad de un acuerdo intersubjetivo acerca del sentido y el valor de verdad de los enun­
ciados o teorías científicas. Los rendimientos de la conciencia trascendental —de cualquier
conciencia en general- se trasforman en los rendimientos de un proceso de interpretación
y de crítica, virtualmente infinito, llevado a cabo por una comunidad lingüística de inves­
tigadores.

26
Se ha comentado antes cómo Kant, al deducir las categorías a partir de la tabla de las
formas lógicas del juicio e introducir su doctrina del esquematismo trascendental, no llegó
a considerar la posibilidad de que los conceptos puros del entendimiento no fueran sino
categorías semánticas. Su intento de deducir éstas a priori a partir de la unidad de la con­
ciencia en la síntesis de la apercepción trascendental era para Peirce «trascendentalismo
oculto». En su «Nueva lista de categorías» de 1868, y con el fin de explicar la necesidad de
determinación categorial para nuestras representaciones, Peirce parte, precisamente, de la
mediación lingüística que constituye éstas: la «representación mediada por signos de algo
para un intérprete» sustituye a la kantiana «unidad objetiva de las representaciones para una
autoconciencia». La unidad de la representación en una conciencia que es, siempre y al
mismo tiempo, conciencia de sí, se transforma en Peirce en lo que llama la «unidad de con­
sistencia» de esa representación, que resulta así intersubjetivamente válida. Peirce asume el
planteamiento kantiano en lo esencial: el conocimiento determina, o constituye, el objeto
de conocimiento; y estas determinaciones significan, al mismo tiempo, las condiciones de
posibilidad del conocimiento y de la ciencia —partiendo de la experiencia sensible y la expe­
rimentación. Pero lo que Peirce propone llevar a cabo, a fin de determinar esas condiciones
universales de la experiencia, es una deducción ozh-trascendental de las categorías a partir
de la lógica semiótica de la investigación. No parte de la unidad objetiva de las representa­
ciones en la autoconciencia; le reprocha a Kant «que su método no muestra aquella refe­
rencia directa a la unidad de consistencia que es lo único que puede dar validez a las catego­
rías»42. La expresión «unidad de consistencia» hace referencia a la consistencia semántica de
una representación del objeto mediada por signos que alcanza validez intersubjetiva.
Siguiendo aquí a K.-O. Apel43, a partir de estos presupuestos Peirce propuso una «lógi­
ca sintética de la investigación»; y en su semiótica mz-trasccndental postuló, junto a los
símbolos conceptuales, otros dos tipos de signos que junto a los primeros hacen posible la
transición desde los estímulos sensibles y las cualidades de la intuición a los conceptos y jui­
cios respectivamente. Las tres categorías semióticas fundamentales se corresponden con los
tres tipos de signos y con las tres formas de inferencia de la lógica de la investigación. La
relación semiótica o de representación se explícita a partir de una definición, la de signo, y
esas tres categorías semióticas fundamentales, que la definición entraña a partir de las tres
referencias del signo.
- Signo es todo aquello que representa algo otro para un interpretante en algún respec­
to o cualidad.
- El signo es icono, en la medida en que remite a una cualidad, al «ser así» de aquello
que el signo expresa (categoría de primeridad). Ha de estar implícito en todo predicado de
un juicio empírico, para que el contenido de una cualidad sensible perteneciente al mundo
objetivo pueda integrarse en la representación.
- El signo es indice, en la medida en que permite establecer una relación diádica entre
el signo y aquello que designa (categoría de segundidad). La función indéxica del signo
garantiza la identificación espacio-temporal de los objetos que van a determinarse median­
te predicados. Esta función la realizan los pronombres o los demostrativos, que han de estar
presentes en todo juicio empírico para garantizar esa identificación.
- El signo es símbolo, en la relación triádica en la que media entre algo y un «inter­
pretante» (categoría de terceridad). El símbolo desempeña la función de la síntesis en tanto
que representación de algo como algo. El símbolo estaría «vacío» sin la integración de las
funciones del icono y el índice; y estas funciones semióticas resultan «ciegas» si no se inte­
gran en la función representativa del lenguaje.

27
Las correspondientes formas de inferencia son:
- deducción, en correspondencia con la tercera categoría -en tanto que mediación
racional necesaria;
- inducción, en correspondencia con la segunda categoría -en tanto que confirmación
de lo general sobre la base de hechos situados en el espacio y en el tiempo;
- abducción (retroducción), o formulación de hipótesis -del «caso» o segunda premisa
en la deducción-, en correspondencia con la primera categoría, la del «ser-así» de algo.
La abducción, o hipótesis (premisa menor del silogismo) explica la posibilidad de la
experiencia-, lleva a cabo la auténtica síntesis, al reducir una pluralidad de estímulos senso­
riales y cualidades de la percepción a una unidad consistente que se integra en el juicio
empírico. (Así: «eso, que tiene tal y tal aspecto, es un caso de sarampión»). La inducción
explica la validación empírica de los presupuestos generales de la experiencia, ya. sea que se for­
mulen éstos como juicios de la percepción o como leyes hipotéticas. Finalmente, la deduc­
ción permite revisar las prognosis.
Conforme a las tres categorías semióticas fundamentales, la evidencia libre de teoría de
la representación de un estado de cosas en los juicios de percepción se apoya solamente en
las funciones no simbólicas, es decir, no referidas a conceptos, que los signos lingüísticos pue­
den desempeñar en las situaciones de percepción. Estas funciones no simbólicas son:
- las funciones indéxicas (o deícticas) de las palabras identificatorias (como los pro­
nombres demostrativos, nombres propios, o adverbios de lugar y tiempo);
- las funciones cuasi-icónicas de las predicaciones.
La función indéxica del signo asegura, en el acto de la identificación del objeto, el con­
tacto real de la percepción con la existencia y la afección causal de lo real independiente de
la conciencia. De este modo, Peirce asegura el momento fenoménico en la elaboración lin­
güística del juicio de percepción, y la referencia a esa realidad independiente. Pero lo fun­
damental, tal y como lo ha expresado K.-O. Apel, es que estas dos primeras relaciones
semióticas aún no constituyen conocimiento: «Este aseguramiento semiótico (esto es, posi­
bilitado por las funciones no simbólicas del lenguaje) de la evidencia libre de interpretación
de la representación lingüística del mundo, no fundamenta sin embargo todavía, según
Peirce, ningún conocimiento intersubjetivamente válido (...) Para esto se requiere todavía el
juicio de la percepción, el cual, de acuerdo con las posibilidades, hace intervenir ahora el
rendimiento interpretativo de los símbolos conceptuales del lenguaje dependiente de la tradi­
ción (...) Finalmente, la verdad, en cuanto validez intersubjetiva del conocimiento, sola­
mente podría quedar definitivamente asegurada por medio de un proceso de reinterpreta­
ción y formación de consenso, en principio ilimitado, en la ‘indefinite community of inves-
tigators’»44. Ello significa que todo conocimiento es discursivo en su constitución; los enun­
ciados y teorías con valor cognoscitivo han de verse como interpretaciones del mundo, y pre­
servan su carácter falible por la presencia de un principio regulativo que lleva a su revisión
en los contextos de problematización del conocimiento previamente elaborado.
El carácter discursivo de toda forma de conocimiento válido, según la comprensión que
de ello tiene Peirce, ha sido enfatizado también por J. Habermas al señalar que, para éste,
la realidad es un concepto trascendental; pero la constitución de los objetos de la experien­
cia posible no viene fijada por la dotación categorial de una conciencia trascendental, sino
por el mecanismo del proceso de investigación en cuanto proceso de aprendizaje acumula­
tivo autorregulado: «Peirce llega a la conclusión de que no puede existir conocimiento que
no esté mediado por algún conocimiento que le haya precedido. El proceso del conocimien­

28
to es discursivo a todos los niveles (...) Ni existen proposiciones fundamentales que puedan
valer como principio, de una vez por todas, sin ser fundadas por otras proposiciones; ni
tampoco existen elementos últimos de la percepción que sean inmediatamente ciertos,
independientemente de nuestras interpretaciones. Incluso la percepción más simple es pro­
ducto de un juicio, es decir, de una conclusión implícita»0. No podemos pensar con sentido
en algo que fueran hechos no interpretados; pero, al mismo tiempo, se trata de hechos que
no se agotan en nuestras interpretaciones; incluso las percepciones se mueven ya en la
dimensión de la interpretación mediada por signos.
La necesidad y universalidad de las tres categorías semióticas fundamentales, y la sub-
yacencia de esta estructura formal en la lógica de la investigación y de la confirmación expe­
rimental de las teorías, permite a Peirce sustituir la noción kantiana de una conciencia tras­
cendental por la de una comunidad indefinida de investigadores o intérpretes, cuyas elabo­
raciones serían en última instancia las que se identificarían con un saber verdadero. K.-O.
Apel lo resume diciendo que la «última opinión» de la comunidad indefinida de investiga­
ción es el punto más alto de la transformación peirceana de la lógica trascendental de Kant.
En él convergen el postulado semiótico de una unidad de interpretación supra-individual y
el postulado en la lógica de la investigación de una comprobación experimental de la expe­
riencia a largo plazo. El sujeto nwz-trascendental de esta unidad postulada es la comunidad
ilimitada de experimentación, que es al mismo tiempo una comunidad ilimitada de inter­
pretación46. Los dos puntos centrales de la transformación semiótica de Kant por parte de
Peirce, por consiguiente, son: 1. la unidad trascendental de la conciencia de los objetos y
de la conciencia de sí (unidad de la apercepción transcendental) se ve sustituida por una
«unidad» final de la interpretación mediada por signos, que no sería sino el consenso acer­
ca de la verdad alcanzado en una comunidad indefinida de investigadores e intérpretes; 2.
si cada acto de conocimiento se concibe como una hipótesis mediada por signos -preser­
vación del carácter falible del conocimiento-, la distinción de Kant entre noúmenos y fenó­
menos se puede sustituir por lo que sería indefinidamente cognoscible -lo real para Peirce-,
que queda remitido indefinidamente a la progresión en el conocimiento, y lo que puede ser
de hecho conocido47.
Este falibilismo del conocimiento es un elemento central del proceso cognoscitivo, pues
permite romper con la aparente imagen fija de un conocimiento determinado por un marco
lingüístico previo, y con un peligro paralelo y de signo inverso: hacer que la incorporación
de nuevos símbolos conceptuales y, en general, la innovación en el conocimiento, dependa
de rendimientos irreduciblemente subjetivos o de la creatividad autónoma de un sujeto par­
ticular. La innovación y el cambio se explican porque la vigencia de la validez de los símbo­
los conceptuales lingüísticos se apoya en dos procesos de intercambio cognoscitivo: el pro­
ceso de intercambio perceptivo con la naturaleza y el proceso de intercambio interpretativo
en la sociedad humana48. Lo importante es que este proceso perceptivo se integra también
en la teoría discursivamente, y ello en particular en el curso de procesos de aprendizaje y en
los de revisión de enunciados o teorías que resultan problematizados. Es en estos contextos
de problematización del conocimiento previamente elaborado donde la idea de una realidad
independiente del lenguaje y un conocimiento verdadero (cognoscitivamente válido) entran
en juego, con el carácter de una idea regulativa:, como un presupuesto necesario y máxima­
mente general, tendente a un punto final que puede no verse realizado nunca. Este presu­
puesto, normativo para los sujetos epistémicos que participan en la elaboración del conoci­
miento, subyace a los procesos de revisión y reelaboración -de «innovación».
La insistencia que se hace aquí en la dimensión normativa del proceso cognoscitivo
intenta poner de manifiesto el carácter kantiano de la reconstrucción. Esta interpretación

29
kantiana de Peirce ha sido contestada por estudiosos de su obra, como J. von Kempsi o M.
Murphey, que enfatizan la segunda y tercera etapa en el pensamiento de Peirce y, en par­
ticular, su defensa de una teoría evolucionista del conocimiento. Ello permite integrar la
idea de una «comunidad indefinida de investigadores», negando la existencia de una estruc­
tura pragmático-formal de la argumentación y la elaboración discursiva presente, con carác­
ter universal y necesario, en todos los procesos y contextos históricos en la formación de la
ciencia. Así, Murphey49 ha argumentado en contra del Peirce «kantiano» observando su
rechazo de-la distinción entre noúmenos y fenómenos; ello tendría como consecuencia,
según este autor, la imposibilidad de fundar los últimos principios fundamentales de la
ciencia como juicios sintéticos a priori, y la necesidad de basarlos en una creencia pragmá­
tica.
Frente a esta comprensión de la teoría del conocimiento kantiana, que sigue literal­
mente su formulación original incluso en los detalles, cabe defender que la lectura kantia­
na de Peirce se apoya en la introdución de elementos difícilmente subsumibles bajo una
teoría evolucionista del conocimiento o bajo una concepción pragmatista como la de
Murphey. En el caso de la primera interpretación, todo el proceso parece tener lugar por sí
mismo, sin que las decisiones y la autocomprensión de los intérpretes reales, en el seno de
las comunidades de investigación, puedan justificar su aplicación de determinados princi­
pios y reglas metodológicas más allá de una creencia en la evolución positiva del conoci­
miento y la existencia de un mundo objetivo autónomo, no identificable con las represen­
taciones de que se dispone de hecho; la explicación última es decisionista y está basado en
una creencia casi metafísica que se apoya en criterios pragmatistas de utilidad. Pero esta
interpretación, que puede sostenerse desde una posición neoaristotélica o neohegeliana, no
puede integrar elementos esenciales de la teoría de Peirce: el carácter tvwz-trascendental y a
priori de los principios de la lógica de la investigación y de las tres categorías semióticas fun­
damentales50. El punto más elevado dentro de la filosofía kantiana, el de la síntesis de la
apercepción trascendental -unidad objetiva de las representaciones para una autoconcien­
cia— lo sustituye Peirce por la noción de unidad de consistencia, criterio último y no sus­
ceptible de «exposición empírica». La noción de interpretante lógico puede verse como esta
estructura pragmático-formal que constituye la lógica de la interpretación semiótica51; final­
mente, la preservación del carácter falible del conocimiento sólo puede garantizarse por la
presencia de presupuestos contrafácticos que cobran un valor normativo: el principio regu­
lativo de un entendimiento final universal acerca de la interpretación definitivamente váli­
da, el concepto czwz-trascendental de realidad o de mundo como totalidad, la idea regulati­
va de verdad (validez epistémica) como anticipación contrafáctica necesaria -todos estos
elementos guían, en tanto que principios regulativos o presupuestos normativos, no sus­
ceptibles de exposición empírica, el conjunto de actividades y prácticas que constituyen el
conocimiento científico.
Lo fundamental en esta pragmática del conocimiento de Peirce es que permite defen­
der la idea kantiana de la universalidad de la razón teórica, entendida como una compe­
tencia de racionalidad epistémica, y mantener la pretensión de objetividad y de verdad para
el conocimiento —que deja de ser rendimiento de un sujeto trascendental, para ser resulta­
do de la actividad lingüísticamente mediada de una comunidad de investigadores-intérpre­
tes, en principio ilimitada. La atención de Peirce estaba centrada, al igual que la de Kant en
la Crítica de la razón pura, en el ámbito de la actividad cognoscitiva y científica. El interés
fundamental de su trabajo, para el presente contexto de filosofía del lenguaje, reside en el
tipo de incorporación que se ha hecho de su teoría semiótica para la formulación de una
teoría intersubjetivista del significado, sobre bases kantianas y con pretensión de universa­

30
lidad -la teoría de la pragmática universal. Esta incorporación pasa, sin embargo, por hacer
valer ese mismo giro semiótico en el ámbito de la racionalidad práctica y de cualquier forma
de actividad humana en general, que tenga lugar en la mediación del lenguaje. Y para ello
es preciso tener en cuenta a otro autor, también del cambio de siglo y asimismo más cono­
cido desde puntos de vista distintos a los que interesan aquí.
G. H. Mead, al igual que Peirce, es conocido por ser uno de los primeros filósofos del
pragmatismo americano y fundador de una psicología social que está en el origen, junto
con la obra de Durkheim y Schmidt, de la sociología moderna. En el contexto de las teo­
rías pragmatistas del lenguaje se le ha estudiado desde otra perspectiva. Al igual que Peirce,
retoma la idea del consenso alcanzado en una comunidad ilimitada de comunicación para
explicar cómo se constituyen los sentidos lingüísticos. Su teoría supone un paso más en la
ruptura con el paradigma mentalista y con la idea de una conciencia prelingüística y autó­
noma que se auto-objetiva al volverse reflexivamente sobre sí y sus rendimientos teóricos y
prácticos. Mead es el primer filósofo en pensar en el yo, en la conciencia de sí, como en
algo que no puede desvincularse de su pertenencia a una sociedad; de hecho, supone una
inversión con respecto al punto de vista moderno: para Mead, si la conciencia individual
posee un núcleo intersubjetivo no es porque se exteriorice mediante el lenguaje, sino por­
que el proceso de individuación del que surge está, constituido por un entretejido de relaciones
personales e interacciones con otros, lingüísticamente mediadas. Mientras la filosofía de la con­
ciencia entendía la relación del sujeto cognoscente consigo mismo como una relación abs­
tracta, prelingüística y en el origen de toda otra forma de actividad humana, Mead pasa a
comprender ese yo, en su relación consigo, como un resultado del conjunto de interrela­
ciones personales lingüísticamente mediadas que representa el proceso de socialización.
Con ello, se está abriendo una posibilidad nueva para un problema viejo, en el con­
junto de concepciones sobre el lenguaje: el de cómo explicar la identidad intersubjetiva del
significado. La lógica de la investigación de Peirce presta plausibilidad a la idea de que los
sentidos lingüísticos no sean algo dado de antemano, o algo que cada conciencia aprehen­
de en el interior de sí, sino que vienen dados por el proceso de elaboración y discusión que
lleva a cabo una comunidad de intérpretes. Mead avanza un paso más, en el alejamiento de
la concepción mentalista. Los propios significados, o sentidos lingüísticos, se aprehenden
reflexivamente sólo a partir de procesos de interacción personales, en los cuales aprendemos
a adoptar la perspectiva del otro o de los otros. Con ello, la conciencia de sí, y sus conte­
nidos, dejan de ser algo originario: lo verdaderamente originario es la competencia que per­
mite «conocerse-en-el-otro», siendo capaz de adoptar su perspectiva y verse a uno mismo
«con los ojos del otro». La relación con uno mismo y con los propios contenidos de con­
ciencia es una etapa posterior en el proceso de constitución de la propia identidad, que ha
de estar precedida por otra etapa anterior en la que el establecimiento de una comunica­
ción con los otros y de una interacción hace posible «autoobjetivarse» e interpretarse a sí
mismo como lo hacen los otros. Lo verdaderamente originario, en este sentido, no es una
conciencia de sí autónoma, sino la conciencia que surge de las expectativas y juicios valo-
rativos que mis interlocutores tienen con respecto a mí.
Mead centra su interés en una teoría de la acción humana y una teoría de la normati-
vidad, entendida como validez intersubjetiva de las normas para la acción. Explica el com­
portamiento humano como interacción simbólica (simbólicamente mediada). Pero que esto
sea así hace que este comportamiento sólo pueda entenderse desde el punto de vista de la
reciprocidad de expectativas; y esta reciprocidad, a su vez, sólo se hace accesible mediante
una participación reflexiva en procesos de comunicación interpersonal. Ello le lleva a intro­
ducir la idea de que es necesario verse a uno mismo con los ojos del otro, y ser capaz de

31
adoptar su perspectiva, para comprenderse a uno mismo y adquirir conciencia de sí: pues
la reflexión acerca de sí y la comprensión de los otros son dos caras del mismo fenómeno.
Mead comienza estudiando casos de sociedades muy sencillas, en las que sólo se cuenta con
formas de interacción y comunicación «primitivas» y no con un lenguaje articulado; y,
mediante una especie de experimento mental, va reconstruyendo el proceso que permite
llegar a la comunicación lingüística. Desde el punto de vista de una teoría intersubjetivis-
ta, el interés de su reconstrucción descansa en que hace posible explicar los «signos signifi­
cantes» del lenguaje como una institucionalización de formas de interacción ligadas a una
reciprocidad de expectativas y, por consiguiente, como objetivación del establecimiento de
interrelaciones unidas a expectativas recíprocas de comportamiento en las que se funden el
entendimiento del otro y la conciencia de sí52.
En Mind, self and society (1935; postumo), en la segunda parte, §§ 10-14, Mead se
ocupa en particular del pensamiento, la comunicación, el significado y la conciencia de sí,
esta última adquirida en el proceso de interacción lingüística. Su idea básica es la de que un
gesto, y después un sonido articulado, adquieren significado en la medida en que quien lo
emite aprende a relacionarlo con la reacción que provoca en el otro y, después, con las
expectativas que genera en el interlocutor la repetición del mismo signo (gesto o sonido).
Este significado, entendido como la reacción de mi interlocutor o sus expectativas, puede
explicarse como la interpretación que el otro hace de mis gestos o signos; y, en la medida en
que yo mismo aprehendo esa interpretación, hago de ella mi propia interpretación de mis
propios signos: es decir, aprendo a interpretarme a mí mismo atribuyendo a mis signos,
como su significado, la interpretación que de ellos hace mi interlocutor, y entiendo esta
interpretación a partir de las expectativas que genero en él con respecto a mí mismo. La
continuación de este proceso, y la prosecución de la interacción, da lugar a una generación
de expectativas recíprocas y a que determinados signos se instituyan o institucionalicen
como «significando» esas expectativas, cuyo conocimiento comparten los dos participantes
en la comunicación o la interacción.
Esta reconstrucción teórica, de carácter contrafáctico -pues no pretende haber tenido
lugar de hecho en algún momento de la historia o de la evolución humanal-, permite
entender la afirmación de Mead: «Los símbolos representan (...) porciones determinadas de
experiencia que indican, señalan o representan otras porciones de experiencia no directa­
mente presentes o dadas en el momento y en la situación (...) la reacción a un símbolo
entraña o debe entrañar conciencia (...) El lenguaje es el medio por el que los individuos
pueden indicarse mutuamente cómo serán sus reacciones a los objetos, y, de ahí, cuáles son
las significaciones de los objetos. No es un mero sistema de reflejos condicionados. La con­
ducta racional entraña siempre una referencia reflexiva a la persona, es decir, una indicación,
hecha al individuo, de las significaciones que sus acciones o gestos tienen para otros individuos»^.
La identidad intersubjetiva del significado se constituye al mismo tiempo que la con­
ciencia reflexiva; no hay ya, como en el paradigma mentalista, una identidad individual ori­
ginaria y pre-lingüística; la subjetividad no se piensa como un «espacio interior» en el que
tienen lugar las representaciones de cada uno, espacio que sólo se abriría cuando quien
posee esas representaciones y contenidos de conciencia se vuelve sobre sí mismo y sobre su
propia actividad —con lo cual todo el ámbito de la subjetividad, incluidos los contenidos de
conciencia que llamamos «significado», «sentido» o «pensamiento» y «conceptos», sólo se
harían accesibles bajo la forma de objetos de la autoobservación o introspección. Ahora,
desde la nueva perspectiva de Mead, el ámbito de la subjetividad se hace accesible en la
medida en que cada persona aprende a interpretarse a sí mismo de acuerdo con las expec­
tativas y las acciones que motiva en los demás, es decir, en concordancia con las interpre-

32
taciones de aquellos con los que se comunica: «Cuando, en cualquier acto o situación social
dada, un individuo indica por medio de un gesto, a otro individuo, lo que éste tiene que
hacer, el primer individuo tiene conciencia de la significación de su propio gesto —o la signifi­
cación de su gesto aparece en su propia experiencia- en la medida en que adopta la actitud
del segundo individuo hacia ese gesto y tiende a reaccionar ante ella implícitamente del
mismo modo como el segundo individuo reacciona ante ella explícitamente»54.
Los gestos, o sonidos articulados, se convierten en símbolos con un significado para
quien los usa en la medida en que a éste le es conocido el modo en que los otros los van a
interpretar -de acuerdo con un aprendizaje y una experiencia previa—, y aprende a inter­
pretarlos así él mismo: «y en todas las conversaciones (...) dentro del proceso social, ya sean
externas (entre distintos individuos) o internas (entre un individuo dado y él mismo), la
conciencia que tiene el individuo del contenido y flujo de la significación depende de que adop­
te de ese modo la actitud del otro hacia sus propios gestos»55. En este punto, y aunque Mead
esté considerando un momento en los comienzos del lenguaje y aún no un lenguaje plena­
mente desarrollado -la expectativa ante el gesto aún no puede hacerse corresponder sin más
con el proceso psíquico que llamamos pensamiento-, se está haciendo explícito un rasgo
fundamental del paradigma lingüístico en filosofía: el pensamiento, definido -como hacía
Platón en el Teeteto- como una conversación en el interior de la conciencia con uno mismo,
no consiste sino en un proceso de internalización de la comunicación lingüística con otros:
«La existencia del espíritu o de la inteligencia sólo es posible en términos de (...) símbolos
significantes; porque sólo en términos de (...) símbolos significantes puede existir el pensa­
miento -que es simplemente una conversación subjetivada o implícita del individuo con­
sigo mismo por medio de tales [símbolos significantes]. La internalización en nuestra expe­
riencia de las conversaciones (...) externas que llevamos a cabo con otros individuos, en el
proceso social, es la esencia del pensamiento»56.
No hay, por consiguiente, separación entre lenguaje y pensamiento. Esto hace que la
naturaleza del pensamiento, como la del lenguaje, sea esencialmente intersubjetiva: pues
«los gestos así internalizados son símbolos significantes porque tienen las mismas significa­
ciones para todos los miembros de la sociedad o grupo social dado, es decir, provocan res­
pectivamente las mismas actitudes en los individuos que los hacen que en los que reaccio­
nan a ellos: de lo contrario el individuo no podría internalizarlos o tener conciencia de ellos
y de sus significaciones»57. Si bien lo anterior sigue formulándose en términos de gestos, y
aún no de un lenguaje articulado, y por consiguiente en términos de reacciones y aún no
de entendimiento o comprensión, sí parece claro que la comunicación lingüística, como
medio en el que tiene lugar el establecimiento de interrelaciones personales sobre la base de expec­
tativas recíprocas, es el nuevo lugar de la síntesis de la apercepción transcendental kantiana: pues
aquí la conciencia de los objetos de la experiencia, simbólicamente constituidos, es al
mismo tiempo conciencia de sí: «el mismo procedimiento responsable de la génesis y exis­
tencia de la mente o conciencia -a saber, la adopción de la actitud del otro hacia la propia
mente de uno, o hacia la conducta de uno- entraña también la génesis y existencia, al
mismo tiempo, de los símbolos significantes o gestos significantes»58.
La importancia de Mead no reside tanto en su formulación explícita de una teoría del
significado cuanto en la influencia que ha ejercido en un doble sentido: en la crítica del
paradigma mentalista, y en el desarrollo de una noción de interacción simbólicamente media­
da clave para las teorías intersubjetivistas del significado59. Sí es necesario anticipar aquí el
alcance de la teoría de Mead para lo visto hasta el momento. La reconstrucción contrafác-
tica en Mead del origen del lenguaje como forma de interacción mediada por signos per­
mite una crítica a los presupuestos del paradigma mentalista y una puesta en evidencia de

33
sus aporías. Pero sobre todo permite un nuevo punto de partida en la elaboración de una
teoría del significado que, de hecho, revierte por completo la perspectiva, al introducir
nociones de significado de las expresiones y de estructuras de sentido que parten del carácter
intersubjetivo del lenguaje -entendido como una actividad interactiva— y que no obliga,
como en paradigmas anteriores, a postular la identidad intersubjetiva del significado: pues
el hecho de que los significados lingüísticos son siempre compartidos constituye el punto
de partida de la teoría, en su reconstrucción de la génesis del lenguaje y la formación de las
estructuras de sentido.
La idea básica de Mead es la de imaginar una situación contrafáctica en la que una
comunidad humana aún carece de lenguaje, y mostrar cómo los gestos se constituyen en
signos interpretados en el curso de interacciones entre sus miembros60. El caso analítica­
mente más simple es el de un individuo (un «organismo», en la terminología de Mead) que,
al observar la reacción de un segundo individuo a sus gestos, aprende en una primera etapa
a interpretar sus propios gestos en función de la reacción a que dan lugar en el otro; de este
modo, sus gestos pasan a significar para él mismo aquello que significan para el otro -en tér­
minos de sus reacciones obervables-. Esto es lo que expresa Mead cuando habla de «poner­
se en el lugar del otro»: la conciencia de sí nace cuando uno es capaz de objetivar los pro­
pios gestos, «observándolos» como lo haría un intérprete externo que, en el proceso de la
interacción, es quien les otorga significado con sus propias reacciones. Pero, en un segun­
do momento, el primer individuo es capaz de anticipar la reacción del segundo, ligando a
su propio gesto la interpretación previamente establecida, y con la garantía de una expe­
riencia anterior en la que para el interlocutor ese gesto posee un significado idéntico. Ello
permite el establecimiento de convenciones de significado y la anticipación de las expectati­
vas del otro ante las propias manifestaciones.
Mead puede dar con ello el paso desde una interacción mediada por gestos a otra
mediada por símbolos. En la medida en que los participantes en la interacción han apren­
dido a ponerse en el lugar del otro y a anticipar sus expectativas como interpretación váli­
da de las propias emisiones, se hace posible una institucionalización de formas de manifes­
tación y emisiones ligadas a las interpretaciones, en términos de expectativas recíprocas, que
los actores les han ido atribuyendo. Este proceso garantiza la identidad intersubjetiva del sig­
nificado, pero deja abierto un posible problema. Mead se ha ocupado, principalmente, de
un uso de los símbolos lingüísticos que se orienta al establecimiento de relaciones inter­
personales, y que permite aclarar el modo en que se constituyen estructuras de sentido con
garantía de significados idénticos para acceder al mundo social de relaciones interpersona­
les y al mundo de la propia subjetividad. Pero deja sin elaborar el modo en que esa media­
ción lingüística da acceso al mundo físico y natural de objetos y estados de cosas. En este
contexto, y a partir del momento en que se cuenta con un lenguaje proposicionalmente
diferenciado -tercera etapa del proceso, tras el lenguaje de gestos y el de símbolos con sig­
nificado idéntico-, parece posible continuar el desarrollo de Mead complementándolo con
el de Peirce, a partir de su semiótica pragmática y su idea de una comunidad indefinida de
interpretación. Y lo mismo valdría para los ámbitos del mundo social y el mundo de la pro­
pia subjetividad. Esta es la idea que ha desarrollado la teoría de la pragmática universal. Sin
embargo, aún queda un problema abierto.
Pues si el lenguaje aparece como la instancia constituyente para una apertura del mundo,
y el ejemplo paradigmático de introducción de un nuevo significado equivale a la consti­
tución de un nuevo «objeto» en el curso de una interacción -como afirma el propio Mead-,
entonces su reconstrucción está sujeta a inevitables consecuencias relativistas -en la direc­
ción de la teoría de P. Winch a partir de su lectura de Wittgenstein, como se verá más ade­

34
lante. Una posición universalista, que pretenda no sólo garantizar la identidad intersubje­
tiva del significado, sino la posibilidad de procesos de entendimiento no pre-determinados
por la constitución histórica del lenguaje y los rasgos culturales particulares, ha de mostrar
algo más: que todos los procesos de constitución de estructuras de sentido tienen lugar
sobre una base común, que se articulan de acuerdo con estructuras formales que se repiten
en todas las comunidades lingüísticas y que, por tanto, constituirían eventualmente la condi­
ción de posibilidad de procesos interculturales de entendimiento y diálogo.
Este es un problema que no aparece en Mead con un tratamiento explícito, pero
que ha de reaparecer en cualquier perspectiva sobre el lenguaje y cualquier teoría del
significado que o bien acepte la estructura holista del lenguaje y, por consiguiente, que
no podemos separar nuestro conocimiento del lenguaje de nuestro conocimiento del
mundo (Quine, según Follesdal), o bien pueda superar las aporías de un planteamien­
to mentalista al precio de arriesgarse a un planteamiento intersubjetivista que funde la
objetividad en la intersubjetividad -llevando, de nuevo, a consecuencias de relativismo
lingüístico que habría que aceptar. Lo anterior no debe oscurecer la importante apor­
tación de la teoría del significado de Mead: salvar las dificultades del paradigma de la
filosofía de la conciencia, permitiendo una inversión del planteamiento que responde,
posiblemente de la forma más adecuada, al problema de garantizar la identidad inter­
subjetiva del significado en el contexto de una comunidad lingüística o una forma de
vida.
Hay un último punto en el que la reconstrucción de Mead resulta problemática o que,
cuando menos, requeriría mayor elaboración. La situación contrafáctica recreada por Mead
muestra de qué modo un signo se convierte en una expresión que dos interlocutores inter­
pretan de igual forma; pero no qué ocurre cuando, en la segunda o tercera toma de posi­
ción, se produce una ruptura de las expectativas o un mal entendimiento. La explicación
de Mead parece excesivamente rígida en la fijación de significados, o necesitaría reconstruir
los procesos de resolución de situaciones de conflicto o de innovación.

1.2. Tres planteamientos en teoría del significado: intencionalista,


semantista y pragmatista

i. Filosofía y lenguaje en el siglo XX

En un estudio sobre Kant, Günther Patzig ha observado cómo sobre el trasfondo de la


filosofía kantiana pueden situarse dos planteamientos fundamentales para la filosofía del
lenguaje y la epistemología del siglo XX: la fenomenología de Husserl y la teoría analítica
del Círculo de Viena61. El primer planteamiento se convierte en la metodología básica para
la filosofía hermenéutica continental, que continúa el giro lingüístico de Humboldt; pero, y
quizá paradójicamente, introduce un tipo de teoría del significado cuyas premisas son las
mismas que las de las recientes teorías intencionalistas de la acción desarrolladas en el ámbi­
to angloamericano. Como contrapuesta a esta filosofía fenomenológica se sitúa el empiris­
mo lógico del Círculo de Viena, cuya teoría de la ciencia toma como punto de partida una
tesis de filosofía del lenguaje: el criterio empirista del significado. Ambos planteamientos
pueden caracterizarse, desde el punto de vista de la teoría del significado, según su respuesta
a la pregunta de Kant por la existencia de juicios sintéticos a priori, reformulada en térmi­
nos lingüísticos: es decir, el problema de cuál es el valor semántico de los enunciados que
expresan tales juicios.

35
Stegmüller ha defendido que de la pregunta sobre la existencia de juicios sintéticos a
priori válidos depende el que la filosofía pueda aún ser considerada como disciplina cientí­
fica autónoma. Son sintéticos aquellos juicios que amplían nuestro conocimiento; y son a
priori los que pueden establecerse con independencia de experiencias particulares. Si no hay
juicios sintéticos a priori, entonces los juicios sintéticos coinciden con los juicios empíricos
y los aprióricos con los analíticos. Ello significa que sólo la experiencia puede enseñar algo
acerca de la realidad, y por tanto sólo cabe adscribir valor cognoscitivo a los enunciados que
expresan juicios empíricos. Todo lo que, con independencia de esa experiencia empírica,
podemos conocer, se refiere sólo y necesariamente a determinados sistemas formales que no
proporcionan ningún conocimiento acerca de la realidad empírica, así como a los marcos
lingüísticos dentro de los cuales se formulan los enunciados empíricos. La filosofía se trans­
forma entonces en lógica o en análisis lógico del lenguaje, y deja de ser ciencia.
La filosofía fenomenológica que sigue a Husserl radicalizó las tesis kantianas, en la
dirección del paradigma mentalista: en la conciencia trascendental se encontraban no sólo
las condiciones formales de toda experiencia posible, sino leyes del ser de las cosas sustan­
tivas o de contenido (inhaltliche Wesensgesetze) y las conexiones necesarias entre el ser de las
cosas y los hechos en los que aparecen; ello permitía defender que enunciados tales como
«Todo lo que posee color tiene asimismo una extensión en el espacio» o «Los valores esté­
ticos son de rango superior a los valores vitales» expresan juicios sintéticos a priori que cons­
tituyen ejemplos de esas leyes del ser. La teoría del significado ligada a esta posición filosó­
fica había de anclar el significado de los términos y las expresiones complejas en su refe­
rencia a objetos intencionales y juicios mentales aprehendidos en el interior de la concien­
cia, y concebir el lenguaje como objetivación de una facultad pre-lingüística y más origi­
naria.
Los miembros del Círculo de Viena, por su parte, consideraron que el mero concepto
de juicio sintético a priori carecía de sentido. Las únicas fuentes del conocimiento humano
eran la experiencia y la lógica. Con ello, estaban siguiendo la tradición del empirismo clá­
sico de los siglos XVII-XVIII. Pero lo que manifiesta su asunción del giro lingüístico en su filo­
sofía es que, para los empiristas lógicos, la lógica no es expresión ni de las leyes del ser ni
de las leyes del pensamiento, sino que remite a reglas de nuestros usos lingüísticos. Por otra
parte, sólo la experiencia podía proporcionar un conocimiento de la realidad y, por consi­
guiente, sólo la relación semántica del lenguaje con el mundo objetivo podía considerarse
base para un criterio de la significatividad de los enunciados. Los juicios sintéticos pasaban
a coincidir con los enunciados a posteriori, y los juicios aprióricos con los analíticos. Kant
había definido los juicios analíticos, inicialmente, como aquellos en los que el concepto del
predicado está contenido en el concepto del sujeto; en términos lingüísticos, son analíticos
aquellos enunciados que resultan verdaderos en función de los significados de los términos
componentes: en particular, lo son aquellos en los que el término predicativo expresa un
significado ya comprendido en el significado del término del sujeto («Todos los solteros son
no casados»). El empirismo lógico pudo precisar y ampliar esta noción tradicional, y defi­
nir como analíticos aquellos juicios cuya verdad podía establecerse únicamente en función
de reglas de significado -e.d. reglas para el uso de expresiones- y reglas lógicas del marco
lingüístico empleado.
El «colapsamiento» de la noción de lo a priori en la de lo analítico supone un salto sin
retorno en el paso desde el paradigma de la conciencia al lingüístico; de hecho, puede afir­
marse que éste es un rasgo decisivo del giro lingüístico en filosofía. Con la idea de que hay
reglas a priori que guían los rendimientos de las facultades cognoscitivas psíquicas -intui­
ción, imaginación, entendimiento, razón- Kant pretendía superar tanto la reducción de

36
Hume de estas reglas a leyes de asociación psicológicas como el postulado racionalista de la
existencia de ideas innatas, necesariamente unido al principio de la armonía preestablecida
(Leibniz). El empirismo lógico no retorna al psicologicismo del clásico; no sólo se prescin­
de del discurso relativo a capacidades psíquicas, sino incluso de tratar como problema el de
la conciencia o el del sujeto del conocimiento científico, como opuesto al objeto. El lugar
de la lógica trascendental pasa a ocuparlo, en la reflexión filosófica sobre el conocimiento
científico, la sintaxis lógica y la semántica de los lenguajes de la ciencia. Éstos, entendidos
como marcos lingüísticos onto-semánticos, ocupan el lugar de las reglas a priori de la lógica
trascendental, en la medida en que predeterminan la descripción y explicación posible de
los hechos empíricos constituidos por conexiones regulares de objetos o cosas. Carnap
escribía: «Si alguien quiere hablar en su lenguaje de un nuevo tipo de entidades, tiene que
introducir un sistema de nuevas maneras de hablar, sujeto a nuevas reglas; llamaremos a este
procedimiento el de la construcción de un marco para las nuevas entidades en cuestión»62.
Las reglas en juego son las que subyacen a un modelo semántico, nomológico-deductivo,
capaz de proporcionar una descripción adecuada de los fenómenos en términos causales. La
misma idea permanece presente en la filosofía post-analítica y en la afirmación de Quine
de que un cambio de lógica representa un cambio de tema. La pregunta kantiana por las
condiciones de posibilidad del conocimiento se responde mediante el estudio de estos mar­
cos lingüísticos que permiten formular teorías de base empírica y hablar acerca de nuevos
tipos de entidades. Y a la pregunta por la validez objetiva del conocimiento así elaborado
para una conciencia en cuanto tal -cualquier conciencia en general- se responde mediante
el estudio de la lógica de la ciencia y la justificación por procesos de inferencia basados en
reglas lógicas, sintácticas y semánticas de los enunciados y las teorías de la ciencia. Esta jus­
tificación tiene el carácter de un análisis lógico-lingüístico: se basa en el aseguramiento de
la consistencia lógica y en la formulación de un criterio empirista de significado de verifi-
cabilidad o confirmabilidad. El supuesto de una «conciencia trascendental» deja de ser una
hipótesis necesaria63. La función del sujeto trascendental, como condición lógica de la posi­
bilidad y validez del conocimiento científico, queda sustituida por la lógica de los lengua­
jes de la ciencia. La lógica y la confirmabilidad empírica de los (sistemas de) enunciados
pasan a ocupar el lugar de la lógica trascendental kantiana de la experiencia objetiva.
Cabe objetar que este planteamiento, que supone un movimiento de «ascenso semán­
tico» respecto al empirismo clásico tanto en su estudio de la sintaxis lógica de las teorías
científicas como en su pretensión de hacer teoría de la ciencia (metodología) y no episte­
mología64, está alejado del alcance kantiano que aquí se ofrece y sólo se presenta con una
intención descriptiva. Pero la transformación que está teniendo lugar, sobre una base filo-
sófico-lingüística, no sólo lleva a cabo una sustitución en filosofía: presupone también un
tipo de reconstrucción racional, y de reflexión, que no puede considerarse como tarea mera­
mente descriptiva. Esto está presente en el propio Carnap: «Los resultados de las observa­
ciones se evalúan, de acuerdo con determinadas reglas, en tanto que confirmación o infir­
mación de la evidencia a favor de posibles respuestas. (Esta evaluación se lleva normalmente
a cabo, claro está, más por costumbre que como un procedimiento deliberado y racional.
Pero es posible, mediante una reconstrucción racional, establecer reglas de evaluación explíci­
tas. Esta es una de las principales tareas de una epistemología pura, como algo distinto de
la epistemología psicológica)»65. La cuestión es cómo fundamentar esta posición reflexiva, si
ya no hay posibilidad de apelar a una reflexión trascendental. En principio la investigación
puede remitirse al ámbito de una pragmática empírica, como explícitamente hizo Carnap.
Pero puede cuestionarse si esta actitud que se pretende descriptiva puede justificar su pro­
pia validez o entraña otras consecuencias filosófico-lingüísticas. Y, en particular, vuelve a

37
hacer presente el conflicto entre objetividad y validez intersubjetiva de las elaboraciones lin­
güísticas.
Pues, en la medida en que es esa interpretación pragmática de los sistemas lingüísticos
la que aparece como condición de la posibilidad y validez de la ciencia, la función de la sín­
tesis de la apercepción trascendental recae en un convencionalismo pragmático66, crítico en
la medida en que mantiene una reserva falibilista frente a las convenciones alcanzadas entre
los expertos por consenso (Popper, Carnap). Este falibilismo impide identificar la acepta­
ción intersubjetiva con la validez objetiva de los enunciados y teorías. Siguiendo a Carnap,
intersubjetivo se aplica fundamentalmente a todo enunciado cuya validez puede ser juzga­
da en principio por cualquier sujeto epistémico67. Constituye, por consiguiente, una con­
dición necesaria —un criterio- para la validez. Pero desde una perspectiva filosófico-lin-
güística vuelve a traer a primer plano el problema de Humboldt: pues si tal juicio de vali­
dez sólo lo puede hacer el sujeto desde el interior de un marco lingüístico, y la construcción
o la aceptación de éste queda remitida a un ámbito pragmático de decisiones o convencio­
nes, la validez epistémica acaba «colapsando» con la aceptación intersubjetiva predetermi­
nada por el lenguaje adoptado. De nuevo, pero esta vez de modo explícito y con carácter
metodológico, las «categorías y principos de la experiencia posible» son categorías lógicas y
semánticas del lenguaje.
La filosofía post-analítica, que ha partido de la tradición empirista anglosajona, tiene
un paradójico punto de llegada común con la tradición de la hermenéutica filosófica que
parte de Humboldt. Ambas tradiciones comparten la tesis del carácter holista del marco
onto-semántico que «abre el mundo» y la consecuencia que ello entraña: la imposibilidad
de separar nuestro conocimiento del mundo de nuestro conocimiento del lenguaje —es
decir, de los conceptos lingüísticos y las relaciones lógicas que dan forma a las representa­
ciones-, así como comparten también una reconstrucción del conocimiento a partir de la
interacción entre nuestro aparato cognoscitivo perceptivo y el aprendizaje lingüístico, el
cual proporciona la mediación lingüística que en parte constituye la percepción (Herder,
Quine).
Esta coincidencia no debe ocultar diferencias fundamentales. Desde el punto de vista
de la teoría del significado, la tradición analítica responde en un comienzo al planteamien­
to semantista que basa la significatividad de las expresiones en su relación con la realidad
empírica. La continuación de la tradición continental en la fenomenología de Husserl da
lugar, por el contrario, a una teoría mentalista del significado que, de nuevo paradójica­
mente, ofrece resultados en consonancia con los de teorías intencionalistas que se han desa­
rrollado más recientemente, sobre todo en el área angloamericana, a partir de la filosofía
analítica y del desarrollo de nuevas formas de conocimiento -ciencias cognitivas e investi­
gación en inteligencia artificial. Esta coincidencia hace particularmente interesante estudiar
la teoría del significado de Husserl e identificar los rasgos que permiten situarla dentro del
paradigma de la filosofía de la conciencia68. Junto al primer desarrollo de Husserl hay que
tener en cuenta otros en su estela inmediata, como el de Merleau-Ponty, o el de autores más
recientes como D. Follesdal, estudioso de Husserl y discípulo de Quine que ha intentado
una aproximación entre la fenomenología y la filosofía analítica69.
El planteamiento mentalista de la fenomenología hace de la categoría de intencionali-
dad\a. noción central para su reconstrucción de la significatividad del lenguaje, y defiende
la existencia de una facultad o ámbito de la conciencia, y de un tipo de conocimiento refle­
xivo, pre-lingüístico y originario con respecto a toda otra forma de actividad humana70.
Con ello, da respuesta a lo que, desde un planteamiento holista, se hace inaccesible a la
explicación: el carácter intencional de los fenómenos conscientes, y la experiencia pre-filo-

38
sófica y pre-teórica que, como hablantes, parecemos tener, y que es relativa a la autonomía
de nuestros estados de conciencia y procesos mentales con respecto a su objetivación lin­
güística. Para Husserl, una oración es significativa gracias a un acto mental que le presta su
significado, que la anima de sentido; este acto mental es uno de los dos elementos de un
acto complejo, del cual la emisión física de la oración es el otro. Lo originario, para Husserl
como para las reciente teorías mentalistas, es el acto mental originario que consiste en la
intención de significar, y que posee una cierta cualidad (el tipo de acto: juicio, deseo, pro­
pósito o intención) y un contenido (su objeto). Estos rasgos comunes a las teorías del sig­
nificado mentalistas no deben ocultar, esta vez tampoco, diferencias fundamentales.
Mientras el plateamiento de Husserl representa, como ya se ha comentado, una radicaliza-
ción de la filosofía trascendental kantiana, las teorías intencionalistas de tradición analítica
se apoyan en investigaciones neurológicas y en desarrollos recientes de las llamadas «cien­
cias de la vida»; la intencionalidad de los fenómenos conscientes, y la conciencia en cuan­
to tal, no se estudian en actitud reconstructiva -por una «reflexión trascendental»-, sino
que son tratadas como un fenómeno biológico susceptible de investigación empírica.
Husserl, por su parte, considera que todo conocimiento deriva de lo que la mente «ve»,
o intuye; por «cosa en sí» entiende lo que aparece en la conciencia. El método fenomenoló-
gico parte de una serie de «reducciones» o epojés, que consisten en ir prescindiendo sucesiva­
mente de todo lo que puede enturbiar esa contemplación del objeto que debe ser considera­
do: es decir, de todo lo que aparece dado en la conciencia originaria. Se trata de describir con
rigor lo que la mente intuye: el fenómeno, el eidos o la quiddidad de la cosa. Fenómeno es lo
que se muestra a sí mismo en la conciencia; no es la «esencia» aristotélica, sino que designa
todo lo que está unido necesariamente al fenómeno, incluidos los accidentes; fenómeno o esen­
cia designan la estructura fundamental del objeto. Aunque Husserl considera que el pensa­
miento, en la especulación filosófica, ha de orientarse exclusivamente hacia el objeto prescin-
ciendo de todo lo subjetivo, y responde con ello al ideal objetivista de toda investigación, el
método fenomenológico de la reducción eidética fija la «situación contemplativa» en que ha
de ubicarse la mente. En la intuición eidética de un objeto ha de ponerse entre paréntesis cual­
quier tipo de teorías o hipótesis explicativas previas, que sólo se admiten después de haber sido
fenomenológicamente justificadas; en la intuición eidética interesa únicamente lo dado en la
«conciencia originaria», tal y como en ella se presenta. Su conocimiento, por consiguiente,
está por encima de cualquier verificabilidad empírica, y constituye su fundamento.
Resulta por ello sorprendente y particularmente interesante que el análisis del lengua­
je husserliano y su explicación introduzcan un tipo de planteamiento, de tesis y de nocio­
nes que pueden considerarse una anticipación de lo que teorías mucho más recientes, y con
base en desarrollos científicos, han defendido como teoría del significado y filosofía del len­
guaje. Ambos tipos de planteamientos comparten un rasgo definitorio central: la afirma­
ción de que existe un pensamiento pre-lingüístico y una forma de conocimiento no con­
formada lingüísticamente. Ambos tipos de planteamientos —la teoría del significado de la
fenomenología y la de las recientes teorías intencionalistas- comparten, asimismo, un pro­
blema: precisamente, aquél cuya reconstrucción logran los planteamientos pragmatistas. Se
trata del viejo problema de garantizar la identidad intersubjetiva del significado. Los diver­
sos planteamientos fenomenológicos comparten la dificultad de entender el lenguaje como
un medio en que uno exige o invita al otro a una actividad que se origina en el yo; se ini­
cia con ello una dinámica de la objetivación recíproca. Pero la reconstrucción del ámbito
de significados compartidos obliga en todos los casos, como se va a ver, a un salto concep­
tual que no se llega a cubrir sin deficiencias. Este es el caso de Husserl71, pero también de
la teoría intencionalista de J. R. Searle.

39
La contraposición entre este planteamiento intencionalista y el de la filosofía analítica
de orientación tanto semantista como pragmatista la establece explícitamente Dummett
cuando precisa en qué ha consistido el giro lingüístico y justifica así su estudio de Husserl:
«Lo que distingue a la filosofía analítica (...) es la creencia, en primer lugar, de que una
explicación filosófica del pensamiento puede lograrse a través de una explicación filosófica
del lenguaje, y, en segundo lugar, de que una explicación comprehensiva sólo puede lograr­
se de este modo. Por muy diferentes que sean entre sí, los positivistas lógicos, Wittgenstein
en todas las etapas de su trabajo, la filosofía del ‘lenguaje ordinario’ de Oxford y la filoso­
fía post-carnapiana de los Estados Unidos, representada por Quine y Davidson, todos ellos
se adhieren a esos dos axiomas conjuntos. Algunos trabajos recientes dentro de la tradición
analítica han invertido esa prioridad, en el orden de la explicación, del lenguaje sobre el
pensamiento, al defender que el lenguaje puede explicarse sólo en términos de las nociones
de distintos tipos de pensamiento dados previamente y que se toman en consideración con
independencia de su expresión lingüística»72. La referencia a «todas las fases» en la carrera
de Wittgenstein y a la filosofía del lenguaje ordinario de Oxford introduce ese tercer plan­
teamiento, el pragmatista, que ha de estudiarse en teoría del significado.
Frente a la perspectiva semantista de la primera filosofía analítica y su intento de llevar
a cabo una reconstrucción de las estructuras formales lógicas y semánticas del lenguaje en
su uso epistémico, la perspectiva naturalista de la tradición oxfordiense -filosofía del senti­
do común- y, sobre todo, las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein han dado lugar a un
interés por estudiar y dar cuenta de todos los otros usos posibles del lenguaje corriente
(ordinary language}. La atención al uso que los hablantes corrientes hacen de una lengua
natural puede adoptar una perspectiva descriptiva, de signo naturalista; y así se interpreta
habitualmente el trabajo de Wittgenstein. Pero es posible asimismo enfrentarse a la diver­
sidad de usos lingüísticos haciendo un esfuerzo sistematizador, con el objetivo último de
llevar a cabo una reconstrucción racional de las estructuras formales pragmáticas que sub­
yacen a los procesos de comunicación y entendimiento interpersonales.
Bajo la denominación común de teorías pragmatistas del significado se van a estudiar
planteamientos diversos y procedentes de distintas tradiciones. Pues no sólo la tradición
analítica que arranca con Wittgenstein y que encuentra continuación en la teoría de actos
de habla (Austin, Searle) parte de una concepción del lenguaje entendido como actividad
y zwÉ'to-institución. También la filosofía alemana ha llevado a cabo un giro lingüístico que,
dejando atrás la filosofía del paradigma mentalista, recupera el planteamiento que
Humboldt había anticipado y, con ello, supera el problema de Husserl: el del carácter
público e intersubjetivo de los significados; pero lo hace al precio de reproducir el proble­
ma de Humboldt: el del relativismo inevitable ligado a la diversidad irreducible de las pers­
pectivas lingüísticas del mundo.
Puede decirse que lo que hace Husserl es subordinar su explicación del lenguaje a una
concepción antinaturalista de la experiencia pre-predicativa, que pretende oponer a las con­
cepciones «positivistas» de la experiencia sensible. Esta aceptación de una experiencia pre­
lingüística (Empfindungen, sensaciones o vivencias) será puesta en cuestión y rechazada por
Heidegger, quien, asumiendo la misma concepción antinaturalista de la experiencia, hará
valer que también la experiencia supuestamente pre-predicativa ha de interpretarse ya como
actividad lingüística (Sein undZeit)Ti. La posterior evolución del pensamiento de Heidegger
le llevará a lo que se ha denunciado como una «hipostatización» del lenguaje. (Así, en
Unterwegs zur Sprache se encuentra la famosa expresión: «El lenguaje nos habla». Este apa­
rece como una totalidad que determina toda forma humana de actividad intelectual y prác­
tica, y que niega validez a cualquier proceso de entendimiento o a cualquier intento de fun-

40
¿amentar principios, normas o valores universalizables). Desde el punto de vista de la teo­
ría del significado correspondiente, el problema de esta reificación surge al asumir una con­
cepción holista y disolver la objetividad en una intersubjetividad basada en la historia y la
tradición.
De hecho, el giro lingüístico introducido por Heidegger en la filosofía alemana
encuentra continuidad de forma más elaborada en la ontología lingüística (Sprach-ontolo-
gie) de H.-G. Gadamer. Este retorna al planteamiento de Humboldt: el lenguaje aparece
como el único medio en el que tiene lugar una apertura del mundo74. A pesar de la pre­
tensión de universalidad del método hermenéutico, éste afirma que la comprensión
-entendida como una revelación del sentido del texto o de la obra de arte- tiene lugar a
partir de un proceso dialógico y sobre el trasfondo de una pre-comprensión
(Vorverstándnis) en la que el intérprete se encuentra ya siempre. Este «perfecto apriórico»
(schon immer) de la hermenéutica deja sin poder garantizar, como Gadamer pretende, la
universalidad del proceso dialógico, al menos en cuanto a sus rendimientos, ni permite
reconstruir la pretensión de universalidad de las ciencias o de otros ámbitos de la activi­
dad y de la vida humana.
Este ha sido el objetivo explícito de la teoría de la pragmática universal, o pragmática
formal. En su origen esta teoría se encuentra ligada a la tradición marxiana de la Escuela de
Francfort, que en su «segunda generación» ha asumido el giro lingüístico y ha intentado una
síntesis teórica capaz de integrar las preocupaciones críticas y prácticas de la tradición filo­
sófica continental y las aportaciones de la tradición analítica angloamericana. Su funda­
mento es kantiano, si bien asume la «transformación semiótica» que rompe con el menta-
lismo de la filosofía de la conciencia: se trata de llevar a cabo una reconstrucción racional de
competencias presentes y que subyacen a las elaboraciones cognoscitivas y prácticas -lo que
remite a una contraposición entre ciencias reconstructivas y ciencias descriptivas. Este ter­
cer planteamiento intenta integrar, por consiguiente, la aportación de los desarrollos en
semántica formal y la reconstrucción de Peirce y Mead de las estructuras pragmático-for­
males de la interacción mediada por procesos de entendimiento lingüístico. Siguiendo a
Peirce, como presupuesto metódico se asume el postulado casi-kantiano de la unicidad de
la interpretación del mundo como «principio regulativo» de la investigación y, en general,
de los procesos de entendimiento lingüísticamente mediados. La teoría parte de una pers­
pectiva pragmática; entiende el lenguaje como actividad y meta-institución, medio y telos
de la comunicación y el entendimiento; y se propone reconstruir el núcleo formal que, en
tanto que constituido por el conjunto de presuposiciones generales de la comunicación -las
«condiciones inevitables y máximamente generales del entendimiento posible»-, está ya
inscrito en toda lengua natural y en todo proceso de interacción lingüísticamente media­
do. La teoría tiene en cuenta la concepción del lenguaje del segundo Wittgenstein y los
intentos sistematizadores de la teoría de actos de habla y desarrolla una concepción del len­
guaje y del entendimiento lingüístico que aspira a prestar apoyo a una propuesta filosófica
de mayor alcance: una teoría de la racionalidad comunicativa75.
Así, pues, bajo la denominación común de teorías pragmatistas del lenguaje se subsumen
aquí tres planteamientos distintos, pertenecientes incluso a tradiciones diversas, pero que
comparten un punto de partida conceptual decisivo. En primer lugar, se incluyen las teo­
rías del lenguaje como uso que arrancan del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas y
continúan, dentro de la tradición de la filosofía anglosajona del lenguaje ordinario, con la
teoría de actos de habla. En segundo lugar, se incluye la hermenéutica filosófica que asume
el giro lingüístico a partir de la fenomenología de Husserl, y recoge al mismo tiempo la tra­
dición idealista alemana (neokantismo y neohegelianismo). Finalmente, se incluye también

41
la teoría pragmática universal de la última Escuela de Francfort, descrita arriba. El rasgo
conceptual que permite asociarlas se justifica en la descripción que, con una orientación sis­
temática, se hace a continuación de los tres grandes grupos de teorías del significado que se
van a estudiar.

ii. Teorías del significado

El punto de partida de la tripartición que se presenta aquí76, entre enfoques o con­


cepciones generales del significado y del lenguaje, parte de la teoría lingüística de K.
Bühler y su esquema relativo a las funciones que las expresiones lingüísticas desempe­
ñan en su triple relación con el hablante, con el mundo y con el oyente o interlocutor.
Este esquema, modificado respecto a su presentación original, presta apoyo a la tesis de
que el lenguaje constituye un medio capaz de cubrir tres funciones distintas interna­
mente conectadas entre sí. Las expresiones lingüísticas empleadas con intención comu­
nicativa hacen posible:
1. expresar las vivencias del hablante;
2. representar estados de cosas;
3. establecer relaciones interpersonales con un interlocutor.
Se trata de las tres dimensiones que recoge la fórmula: entenderse/ con otro/ sobre algo.
Una concepción intencionalista del significado (Grice, segundo Searle) considera que la fun­
ción fundamental es la primera; el significado se explica, primariamente, a partir de lo que un
hablante quiere decir, o quiere dar a entender, en una situación dada y mediante el uso de una
expresión lingüística. Una concepción semantista, o de semántica formal, enfatiza la función
representativa del lenguaje y reconstruye la explicación del significado a partir de las condicio­
nes de verdad de los enunciados en su sentido lógico-formal (Frege, primer Wittgenstein,
Carnap, Quine, Davidson, Dummett). Las concepciones pragmatistas del lenguaje comparten
una explicación pragmática del significado en términos del uso que los hablantes hacen del len­
guaje, al coincidir en enfatizar la función práctica del lenguaje como medio para el estableci­
miento de relaciones interpersonales y la comunicación. Pero divergen entre sí en el modo de
enfocar su investigación: ésta puede responder a una pretensión puramente descriptiva, negan­
do cualquier posible trascendentalismo; o puede pretender llevar a cabo una reconstrucción de
lo que se afirma que constituye una competencia en principio universal: la que permite parti­
cipar en procesos de diálogo y argumentación orientados al entendimiento y al logro de acuer­
dos, así como pretende también una reconstrucción de los presupuestos necesariamente pre­
sentes en toda interacción humana mediada lingüísticamente. Este segundo planteamiento está
en la estela de una transformación semiótica de Kant que se haga extensiva a todo uso del len­
guaje: propone una reflexión czwz-trascendental que identifique las condiciones de posibilidad
y de validez de todo entendimiento posible alcanzado argumentativamente.
Cada una de las tres teorías responde en su planteamiento a una de las tres intuiciones
fundamentales recogidas en el esquema de Bühler.

Concepciones intencionalistas

El intencionalismo comparte la concepción instrumentalista del lenguaje de la filosofía tra­


dicional. El hablante utiliza los signos lingüísticos y sus encadenamientos como un medio que

42
le permite transmitir a un oyente o auditorio su estado de creencias o sus intenciones. Con ello
se reproducen las premisas de la filosofía de la conciencia. El hablante es visto como un sujeto
competente fundamentalmente en dos respectos: con respecto al mundo objetivo, tiene capa­
cidad para formarse representaciones de las cosas y acontecimientos que tiene frente a sí; y, con
respecto al mundo social, tiene la capacidad de trazarse objetivos y planes de acción. Se trata
de un sujeto que actúa orientándose a determinados fines, y al que le salen al paso otros suje­
tos de modo análogo. El que la interacción entre ellos esté mediada por el lenguaje es algo
secundario con respecto a su capacidad para representarse estados de cosas y para trazarse fines.
Los signos lingüísticos permiten influir sobre las otras subjetividades en el contexto de la acción
teleológica, introduciendo en ellos un cambio en sus creencias o tratando de influir para que
hagan algo. La explicación del significado de las expresiones lingüísticas es un elemento dentro
de la teoría de la acción.
Esta teoría teleológica de la acción que sirve de marco al intencionalismo recons­
truye la interacción lingüísticamente mediada en los términos siguientes. Un hablante
H tiene la intención de causar un efecto r sobre un oyente O, mediante la emisión de
una expresión x’ en un contexto determinado; la explicación supone que x’ no tiene
aún un significado convencionalmente fijado, sino que obtiene la significación que H
le presta y le es reconocible a O en esa situación dada. Para Grice, por ejemplo, el efec­
to pretendido por el hablante consiste en que el oyente, debido a la emisión de x’, se
vea movido al reconocimiento de la intención de H y, al menos en parte debido a este
reconocimiento, se vea movido asimismo a un cambio en sus creencias o a realizar algu­
na acción. De este modo, la función expresiva y la función apelativa del lenguaje se fun­
den en un único efecto: permitir a un oyente conocer la intención del hablante y verse
movido, con ello, a un cambio en sus creencias o en sus propias intenciones.
El punto irónico de esta estrategia explicativa reside en que lo que «se quiere decir» no está
en modo alguno determinado por lo que de hecho se dice. El contenido significativo de una
expresión ‘x’ de H sólo se explica a partir de la intención con la cual H emite x’ en un deter­
minado contexto, junto con el reconocimiento por parte de O de esa intención. La estrategia
está guiada por la intuición de que el empleo del lenguaje no es sino una forma de manifes­
tarse la soberanía general de un sujeto capaz de actuar movido por fines -el sujeto es capaz de
formarse representaciones y trazarse objetivos, y sólo después entra en juego el lenguaje para
dar nombre a los objetos y sus relaciones y asignar a los signos un significado arbitrario. Cabe
poner en relación este planteamiento con el del propio Husserl, quien había afirmado que son
determinados actos mentales los que confieren o prestan sentido a las expresiones lingüísticas.
Hay que decir que esta concepción está en correspondencia con intuiciones pre-teó-
ricas básicas y que las modernas teorías intencionalistas de la acción encuentran fuertes
puntos de apoyo en teorías biológicas y psicológicas, así como en la moderna teoría de
sistemas y la teoría de juegos. Pero no es menos cierto que, al reconstruir otros elemen­
tos que forman parte irrenunciable de nuesta experiencia lingüística -como el carácter
público de los significados-, la teoría choca con dificultades conceptuales insalvables.
La presentación general que aquí se ha hecho del planteamiento es fiel a la propia for­
mulación de estas teorías y, al mismo tiempo, en ella subyace un tipo de crítica que ha
de justificarse a su vez. Se trata de la contraposición entre una acción -y una forma de
racionalidad- teleológica o estratégico-instrumental, frente a otra forma de acción -y de
racionalidad y de empleo comunicativo del lenguaje- orientada al entendimiento. El
enfoque intencionalista no permite distinguir ambas formas de interacción lingüística,
al mismo tiempo que no da otro acceso a las representaciones y las intenciones ocultas
en la mente o en la conciencia originaria que el de su exteriorización en el lenguaje.

43
Concepciones semantistas

La semántica formal está guiada por otra intuición. En su génesis histórica, parte de una
atención centrada en la función representativa del lenguaje y en su empleo en la expresión del
conocimiento relativo al mundo objetivo. Como método adopta el del análisis de las estruc­
turas lógicas y lingüísticas de las expresiones, y atribuye al lenguaje un estatuto de autonomía
respecto a las intenciones y representaciones subjetivas de los hablantes. La práctica del
empleo del lenguaje y el componente psicológico en la comprensión por medio del lenguaje
ocupan un lugar muy secundario frente al sistema de reglas sintácticas y semánticas. El obje­
to de la teoría del significado lo constituye la estructura de las expresiones, y no las relaciones
pragmáticas que hablante y oyente establecen entre sí en el medio lingüístico. El empleo y la
comprensión correcta de una expresión no resultan de las intenciones de un hablante o de
convenciones acordadas por los usuarios de una lengua, sino de propiedades formales y de
reglas de formación de las propias expresiones. Con ello, la teoría del significado sale fuera del
contexto de la teoría de la acción y se transforma en análisis del lenguaje en sentido estricto.
Se acentúa con ello la función lógico-semántica y cognoscitiva del lenguaje.
Ello explica la abstracción metodológica que la semántica formal lleva a cabo con res­
pecto al significado pragmático de las expresiones. La función representativa enfatiza la
relación del lenguaje con el mundo objetivo; la unidad significativa mínima la constituye
el enunciado, que expresa un estado de cosas en el mundo. Y con ello se introduce una pers­
pectiva ausente del planteamiento intencionalista. Pues lo que afirma el enunciado hace
referencia a un estado de cosas en el mundo objetivo, compartido por hablante y oyente; la
pretensión de verdad del enunciado hace posible que el oyente se sitúe críticamente, con
un «sí» o con un «no», ante la emisión del hablante.
Esto no era posible todavía en la concepción tradicional del lenguaje, que entendía la
relación del lenguaje con el mundo según el modo de la relación del nombre con lo nom­
brado. La relación entre el significante (el signo lingüístico o la expresión) y el significado se
entendía al modo de la relación entre un símbolo (un signo con significado) y lo designado
por él (el objeto referido o designado). Considerar esta relación semiótica como la funda­
mental es lo que caracteriza a la teoría del conocimiento de la filosofía de la conciencia77. De
hecho, tras la asunción del giro lingüístico lo que se pone de manifiesto es que no son pri­
mariamente los nombres o las descripciones, las expresiones designativas en general, que
empleamos para referir a o para identificar objetos, lo que establece el contacto entre el len­
guaje y el mundo78. El planteamiento de la semántica formal que arranca de Frege ha roto
de modo radical con este planteamiento, al considerar que la unidad significativa mínima no
es el nombre sino el enunciado simple; la expresión nominal, el término singular en el caso
más simple, se ve extendido a un enunciado completo mediante alguna determinación pre­
dicativa. La relación semántica fundamental no es la del nombre, sino la de la representación
de una relación; y los «hechos» —estados de cosas que efectivamente son el caso— son las uni­
dades que hacen, a los enunciados, verdaderos. Cuando se aplica a los sentidos de las expre­
siones lingüísticas, este principio se conoce como el principio del contexto.
A esta formulación, que puede parecer antinatural y paradójica, le subyace la asunción
plena del giro lingüístico en filosofía y sus consecuencias. La teoría del significado que per­
mite formular vincula necesariamente significado y verdad. Pues, si el significado de un enun­
ciado viene dado por el estado de cosas que dicho enunciado figura, reproduce o refleja; y si
el enunciado es verdadero cuando el estado de cosas expresado existe o es el caso, entonces es
legítimo afirmar que entendemos lo que significa el enunciado cuando conocemos las condi­
ciones bajo las cuales éste es verdadero. Las condiciones de verdad de un enunciado sirven

44
para explicar su significado: «Entender una proposición significa saber lo que es el caso, cuan­
do la proposición es verdadera»79.
Lo central de este nuevo planteamiento introducido por Frege80, desde la perspectiva
que se sigue aquí, reside en el vínculo interno que establece entre significado y validez —vali­
dez epistémica, o verdad-. La propuesta de la teoría de la pragmática universal es la de
extender esta idea al ámbito pragmático del entendimiento por medio del lenguaje. Los
participantes en la interacción se entienden entre sí, al emplear enunciados, acerca de algo
en el mundo. Las unidades comunicativas mínimas que emplean son susceptibles de ser
juzgadas críticamente por los interlocutores, en la medida en que su emisión entraña una
determinada pretensión de validez, pretensión que el hablante presenta a su interlocutor
junto con el enunciado. Sólo gracias a este vínculo entre significado y validez, y al hecho
de que la comunicación tiene lugar mediante el empleo de enunciados susceptibles de ser
verdaderos y falsos, es posible entre los interlocutores un entendimiento o un acuerdo acer­
ca de la existencia de estados de cosas problemáticos o investigados.
Con ello, puede decirse que el significado de un enunciado está ligado internamente a
su valor de verdad por medio de un potencial de justificación que opera mediante razones.
Pues las razones que un hablante está en disposición de aportar para apoyar la posible ver­
dad de un enunciado son constitutivas del significado de ese enunciado. Pero esto supone
ir más allá de lo formulado por los primeros filósofos analíticos, y considerar —como ha
hecho Dummett- que las condiciones de verdad de un enunciado están vinculadas con el
conocimiento que hablante y oyente tienen de ellas: pues, en otro caso, no tendrían efecto
para la comprensión del significado.

Concepciones pragmatistas

La intuición que subyace a las teorías del significado como uso parte de la crítica de
Wittgenstein a la semántica de condiciones de verdad -que él mismo había defendido-.
Wittgenstein descubre el carácter de acción de las expresiones lingüísticas; su afirmación de
la pluralidad de usos posibles del lenguaje hace que la función representativa pierda su posi­
ción privilegiada. El medio del lenguaje no sirve, de modo preeminente, para describir o
fijar hechos; junto a estos usos del lenguaje se sitúan otros muchos, como el de dar órde­
nes o seguirlas, hacer promesas, narrar cuentos, saludar o apostar. Más tarde, Austin inten­
tará sistematizar y ordenar los posibles usos del lenguaje dentro de unos pocos modos de
empleo básicos, valiéndose para ello de lo que llamará verbos realizativos explícitos. Y ello
le permitirá analizar el doble rendimiento de los actos de habla: por medio de ellos el
hablante, al tiempo que dice algo, «hace algo con palabras».
La fórmula que introduce Wittgenstein, y según la cual el significado de una palabra
consiste en su uso en el lenguaje según ciertas reglas, es susceptible sin embargo de distin­
tas interpretaciones. Pues, unida a afirmaciones como «Entender el lenguaje significa domi­
nar una técnica»81, sugiere que las palabras cumplen una función instrumental en el con­
texto de determinadas actividades y en contextos de interacción, de tal modo que permi­
ten al hablante realizar sus propósitos gracias al efecto coordinador de la acción que esas
herramientas lingüísticas permiten. El planteamiento se aproximaría con ello al de una
semántica intencional. Pero existe una diferencia fundamental. Cuando Wittgenstein habla
de los juegos de lenguaje como contextos prácticos en los que se determina el uso de las
expresiones lingüísticas, no entiende la acción como la actuación teleológica de un sujeto
monológico que se mueve según sus propios fines; los juegos de lenguaje son modos de

45
comportamiento y de acción humanos comunes, que define como el todo formado por
expresiones lingüísticas y actividades no lingüísticas. Lo que constituye el vínculo entre for­
mas de actividad y actos de habla es la concordancia regular en el interior de una forma de
vida intersubjetivamente compartida, o la precomprensión de una práctica común regula­
da por usos e instituciones comunes. Aprender a hablar un lenguaje es inseparable de la
integración en una forma de vida. Esta establece una conexión regular entre el uso de pala­
bras y expresiones, por un lado, y posibles objetivos y acciones, por otro.
Este planteamiento no enfatiza, como sí hace el intencionalista, el carácter instrumen­
tal del lenguaje desde el punto de vista de un sujeto monológico orientado por fines, sino
el entretejimiento del lenguaje con una praxis interactiva que se refleja en una forma de
vida. Con ello, la referencia al mundo de la expresión lingüística retrocede hasta situarse
por detrás de la relación que establecen entre sí hablante y oyente82. Esta relación es reflejo
de prácticas previamente establecidas en común. Con la gramática de los juegos de lengua­
je se abre la dimensión de un saber de fondo compartido intersubjetivamente y un mundo
de la vida, que constituyen el trasfondo necesario para que sea posible el entendimiento lin­
güístico a partir de la multiplicidad de funciones del lenguaje. De un modo paradójica­
mente similar a lo que ocurría con la coincidencia de las tradiciones del romanticismo ale­
mán y la filosofía post-analítica angloamericana, la filosofía wittgensteiniana alcanza así un
punto de llegada en común con la hermeneútica filosófica (Gadamer).
Cabe hacer, sin embargo, otra interpretación de la teoría de Wittgenstein. En el contex­
to de un juego de lenguaje que los participantes dominan de modo competente, los actos de
habla prestan soporte a la práctica interactiva de un modo muy distinto al prestado antes por
las actividades coordinadas previas. La preeminencia de los actos de habla comunicativos se
debe a lo que Austin identificó en el curso de su investigación como la fuerza ilocutiva del len­
guaje. Por medio de ella, la emisión de un acto de habla entraña al mismo tiempo la comu­
nicación del tipo de acción que el hablante está llevando a cabo; el oyente que entiende el acto
de habla puede, gracias a su doble estructura pragmática -contenido comunicado, más modo
de la comunicación-, identificar el acto de habla como la realización de una determinada
acción: el acto de habla cuenta como una afirmación, como una promesa o compromiso,
como una manifestación sincera de vivencias, etc. Esta estructura reflexiva del lenguaje
corriente vincula el contenido proposicional comunicado mediante la expresión con un com­
promiso del hablante: con el como qué cuenta su acto de habla. Ello permite generalizar la
idea de que el significado está internamente vinculado con pretensiones de validez, que el
hablante presenta ante su interlocutor con el acto de habla y que permiten a este último adop­
tar una posición racionalmente crítica; pues el vínculo entre significado y pretensiones de vali­
dez se establece merced a un potencial de justificación que opera mediante razones.
Esta es la perspectiva fundamental de la teoría de la pragmática universal, que se auto-
presenta como una teoría intersubjetivista del significado. Lo es en el siguiente sentido: el
significado pragmático -lo que se ha llamado la fuerza ilocutivor- del habla se explica en tér­
minos de un conjunto de dimensiones de validez, que han de verse como pretensiones de
reconocimiento intersubjetivo.

iii. Algunas cuestiones centrales en las discusiones contemporáneas


Génesis empírica y validez normativa del significado

El objeto de estudio de la filosofía del lenguaje lo constituye el lenguaje natural huma­


no; los diversos enfoques y planteamientos tienen en común la pretensión de proponer una

46
teoría del significado capaz de dar cuenta de nuestra experiencia lingüística. «Teoría» aquí no
tiene, en general, el sentido de una teoría científica o empírica con carácter descriptivo; se
trata más bien de interpretaciones o concepciones generales que ofrecen un tratamiento sis­
temático del problema, identificando sus propias tesis y su método de estudio. Y, en este sen­
tido, puede delimitarse o demarcarse la filosofía del lenguaje con respecto a las investigacio­
nes que otras teorías científicas o de base empírica llevan a cabo -la lingüística histórica o
teórica, la antropología cultural, la neurofisiología o, en general, teorías sobre el origen onto
o filogenético del lenguaje. Todos los planteamientos en teoría del significado comparten la
idea fundamental de que el lenguaje natural humano, o las lenguas naturales en su diversi­
dad, constituyen un fenómeno cualitativamente distinto al de las formas de comunicación
de la vida animal. A una consideración puramente biologicista cabe contraponerle el hecho
de que, mientras los lenguajes de señales de especies no humanas pueden describirse en gene­
ral en términos de estímulos y respuestas y como actualización o realización de instintos, son
específicamente propios del lenguaje humano tres rasgos característicos que cualquier teoría
del significado ha de tomar en consideración83: 1. el carácter público e intersubjetivo de los
significados lingüísticos; 2. la posibilidad de emplear expresiones lingüísticas indéxicas, o
referidas al contexto, cuyos significados son en principio independientes del contexto; y
3. la adquisición de la competencia o capacidad de generar, a partir de un número finito de
elementos lingüísticos, infinitas expresiones posibles en situaciones completamente nuevas.
Estas tres grandes cuestiones son tres problemas fundamentales a los que cualquier estudio
del lenguaje ha de dar respuesta. Y las tres permiten evaluar los tres planteamientos sistemá­
ticos en teoría del significado. Puede decirse que cada uno de ellos da solución casi inme­
diata a una de las cuestiones y debe acreditar su capacidad de resolver las otras dos.
Es posible comparar la tarea y los rendimientos de las teorías filosófico-lingüísticas del sig­
nificado con las teorías en filosofía política acerca del origen del estado: las teorías contractua-
listasno resultan puestas en cuestión por lo que la investigación antropológica o histórica pueda
establecer acerca de la génesis fáctica de las distintas formas de estado. Una teoría contractua-
lista no se ocupa de lo que los juristas denominan una quaestio facti, sino de una cuestión de
derecha, la de qué justifica la legitimidad o la validez del estado de derecho moderno. De modo
similar, las teorías del significado no pretenden decidir acerca de cuestiones de génesis históri­
ca o de ontogénesis. Su pretensión es la de reconstruir el conjunto de fenómenos que consitu-
yen nuestra experiencia lingüística, así como dar cuenta de la cuestión de derecho de cuáles son
las condiciones de posibilidad y validez de nuestras prácticas lingüísticas, del lenguaje como
meta-institución y de los procesos de entendimiento y elaboración discursiva que median en
cualquier otra forma de actividad humana teórica y práctica. Esta afirmación parece legítima
incluso en el caso de la semántica formal, o de teorías que se presentan con una intención pura­
mente descriptiva. Pues también aquí, como ya se puso de manifiesto en una referencia ante­
rior a Carnap, y como se espera confirmar en adelante, entra en juego el elemento contrafácti-
co normativo -pues incluye presupuestos regulativos- de una reconstrucción racional de estruc­
turas formales universales que subyacerían a la práctica lingüística real, o estarían presentes arti­
culando esa experiencia84. No hay duda, sin embargo, de que se trata de una tesis interpretati­
va, que habrá de encontrar justificación suficiente en los estudios particulares posteriores.

Analítico/sintético. A priori/a posteriori

Este primer tema introductorio consta de una primera parte histórica y de una segun­
da sistemática, internamente vinculadas entre sí85. El objetivo ha sido el de hacer una pre­

47
sentación de las principales concepciones del lenguaje en la historia de la filosofía y de los
problemas centrales que quedan así abiertos, familiarizando al mismo tiempo con los con­
ceptos y las tesis claves para las teorías del significado contemporáneas. Hacer comprensi­
ble en qué ha consistido el giro lingüístico significa facilitar el acceso a tesis de este nuevo
paradigma en la filosofía del siglo XX que resultan, cuanto menos, antiintuitivas o contra­
rias a la comprensión pre-teórica que parecemos tener de nuestra propia experiencia lin­
güística. Esta nueva perspectiva viene dada por la aceptación de algunas conclusiones fun­
damentales, que pueden considerarse en paralelo a los tres puntos antes mencionados como
señas de identidad del lenguaje humano.
1. En primer lugar, lo que distingue al giro lingüístico es la tesis de que sólo es posible
dar cuenta del conjunto de fenómenos complejos que llamamos pensamiento o conciencia
dando cuenta del lenguaje que los exterioriza86. Esto hace que uno de los fenómenos cru­
ciales para evaluar una teoría del significado sea el del carácter público e intersubjetivo del
lenguaje. El abandono del paradigma mentalista que esta tesis representa lleva al segundo y
tercer punto.
2. En segundo lugar, se abandona la idea tradicional de que la relación semiótica fun­
damental está configurada por el modelo designativo de la relación entre un nombre o tér­
mino singular con lo nombrado87. La unidad mínima de significado ya no es el nombre,
sino la oración en la que se integra -el enunciado como unidad semántica, o el acto de
habla como unidad pragmática-. Desde un planteamiento semantista, la pregunta por el
significado del enunciado no se ve remitida a una pregunta por el significado de sus partes
componentes; inversamente, la forma semántica de una clase de partes de expresiones no
es sino un momento abstracto de la estructura de las expresiones complejas que las integra.
3. En tercer lugar, la pregunta semántica fundamental puede formularse como la
pregunta por qué significa entender una expresión lingüística de una forma determina­
da. La pregunta por la forma semántica da paso, por consiguiente, a una reflexión rela­
tiva a los presupuestos de la comprensión o del entendimiento lingüístico, que fuerzan
a superar la concepción instrumentalista del lenguaje propia de la tradición filosófica
anterior. Pero abre, al mismo tiempo, una de las cuestiones más difíciles en teoría del
significado: si el lenguaje constituye una mediación inevitable en el acceso a la realidad,
y si desempeña además una función constituidora de nuestro conocimiento, qué permi­
te separar el saber de los hechos de un saber del significado, o distinguir entre el cono­
cimiento del lenguaje y el conocimiento del mundo.
Así, Quine: «Se ha objetado que la pregunta por lo que hay tiene que ver con los
hechos y no con el lenguaje (...) Pero decir o dar a entender que hay esto o aquello es una
cuestión lingüística; y ese terreno lingüístico es el de las variables ligadas (...) aceptamos
que existen aquellas cosas a las que pensamos que se refieren los pronombres relativos que
usamos»88. Esta necesidad de remitir nuestro conocimiento del mundo a un saber del sig­
nificado se encuentra ya explícitamente formulada en la tesis de la indistinguibilidad de lo
analítico y lo sintético, y se ve radicalizada en la crítica al tercer dogma del empirismo de
Davidson. Pero no sería acertado considerarla sólo una consecuencia inevitable de las teo­
rías holistas del significado. Pues también desde posiciones críticas con este holismo, como
las constructivistas de Dummett o la Escuela de Erlangen, se hace preciso tener en cuen­
ta el saber del significado de los hablantes; éste se explica en términos de las razones vir­
tuales que permiten confirmar o considerar probada una afirmación. La idea es que una
teoría del significado que describa el entender una expresión como un estar en posesión
de determinado saber -relativo a las condiciones de verdad, o de otro tipo—, ha de mos­

48
trar además de qué modo puede accederse a ese saber, si es que ha de ser considerado como
tal; sobre estas premisas, es legítimo afirmar que entender una oración enunciativa signi­
fica saber qué tipo de razones puede dar un hablante para convencer a un oyente de que
está justificado al afirmar esa oración como verdadera89. De nuevo, por consiguiente, el
saber de los hechos transmitido por el enunciado está determinado por el saber de las razo­
nes que fundamentan su afirmación —lo que, a su vez, constituye el saber del significado.
La adopción de una teoría «molecular» del significado, como es el caso de Dummett, no
evita la remisión a un saber pre-teórico del significado que es preciso suponer en los
hablantes.
Garantizar la posibilidad de distinguir entre el saber del significado y el saber del
mundo parece obligar, como ha hecho Putnam en su crítica a Quine, a recuperar la distin­
ción entre lo analítico y lo sintético, y a defender que es posible recuperar una relación
semántica entre términos designativos y objetos en el mundo no pre-determinada por el
saber del significado o por las categorías predicativas del lenguaje empleado90. Su crítica se
dirige fundamentalmente a lo que Putnam considera una interpretación intensionalista en
teoría del significado -lo cual no deja de resultar irónico, si se tiene en cuenta que esta
interpretación se le imputa al crítico más radical del intensionalismo, Quine. El punto de
apoyo de la perspectiva de Putnam reside en su carácter kantiano, al tiempo que asume el
giro lingüístico. Intenta recuperar la validez lingüística (pragmática) de la distinción analí-
tico/sintético que Quine ha rechazado, y para ello parte de una revisión del Principio de
Caridad de Wilson -según el cual hemos de asignar como designatum de una expresión
aquél que hace verdaderas el mayor número posible de creencias del hablante- y de una crí­
tica a la teoría de la referencia que subsume, y que lleva a ver el nombre como sinónimo de
una expresión descriptiva compleja. Frente a ello, propone una teoría de la referencia direc­
ta que no entrañe la forma de holismo del significado que se encuentra en Quine91, y que
Putnam considera una consecuencia de teorías de la referencia indirecta o que asumen,
implícitamente, una concepción intensionalista del significado. Estas teorías asumen que la
referencia de los términos singulares viene fijada por el sentido (intensión) de las expresio­
nes que las contienen.
Lo que genera esta noción de referencia indirecta, y centra la crítica de Putnam, es
la «disolución» por parte de Quine de la distinción analítico/sintético mencionada. Pero
su crítica se extiende a la teoría verificacionista del significado y a la primera filosofía
analítica, que mantienen la distinción. Lo que genera consecuencias «indeseables» sería
la preeminencia de la intensión sobre la extensión. Putnam observa92 que juicios que
Kant habría clasificado como sintéticos a priori son considerados por algunos filósofos
del lenguaje como analíticos: pues, o bien son centrales en el sentido de Quine (casi-
inmunes a la revisión); o bien son deducibles a partir de postulados de significado en el
sentido de Carnap; o bien, finalmente, resultan de sustituir en una tesis de la lógica
sinónimos por sinónimos en el sentido clásico. Con ello, se están haciendo coincidir las
nociones de analiticidad y aprioricidad, y ambas con la de verdad por convención -en el
sentido de lo comentado más arriba acerca del Círculo de Viena. La primera posibili­
dad llevaría a aceptar como analíticos enunciados que podrían resultar empíricamente
falsos, lo que tanto Quine como Putnam rechazan; las dos últimas posibilidades hacen
que la única aprioricidad en el conocimiento sea la que descansa, primordialmente, en
convenciones de significado. Y, contrapuestamente, los enunciados que establecen estas
convenciones están en dependencia lógica respecto a aquellos a los que se reconoce cen-
tralidad. Esta confusión de las dos nociones lleva a la imposibilidad de separar lo que es
conocimiento de los hechos y lo que es saber del significado.

49
En efecto, la importancia de esta crítica de Putman reside en el modo en que pone de
manifiesto el doble carácter, a priori y a posteriori, del lenguaje, y su conexión asimismo
con la identificación entre a priori y analítico, y a posteriori (o empírico) y sintético, por
los primeros filósofos analíticos, junto con su rechazo de la existencia de verdades sintéti­
cas a priori. La crítica llevada a cabo por Quine del mantenimiento de la distinción analí-
tico/sintético, unida al rechazo de la noción de juicio sintético a priori, por parte de esta
filosofía post-analítica, lleva finalmente a disolver la distinción entre lo a priori y lo empí­
rico: pues es inevitable concluir que ambas nociones refieren no a formas posibles de cono­
cimiento, sino al estatuto de la instancia que media y es constituidora de este conocimien­
to: el lenguaje. La crítica de Quine ha consistido en mostrar que no hay enunciados sinté­
ticos «puros», como tampoco analíticos «puros». En el establecimiento de la verdad de los
juicios sintéticos interviene el significado de los términos y expresiones componentes; asi­
mismo, en la determinación del carácter analítico de un enunciado interviene la experien­
cia -aunque ésta sea la experiencia lingüística de los hablantes. Si ahora se sustituye la con­
traposición analítico/sintético por a priori/a posteriori, los enunciados a priori serían ver­
daderos en parte en función de los significados de las partes componentes, y estos valores
semánticos (intensiones) vendrían fijados en gran medida por convenciones y por determi­
naciones históricas. Este hecho afecta, del mismo modo, a los enunciados empíricos: su ver­
dad no depende tan sólo de la experiencia sensible, sino también de la configuración lin­
güística de esa experiencia.
Frente a esto, Putnam intenta mostrar que sí hay criterios que permiten precisar la cate­
goría de enunciado analítico'’5 y ofrece una lista de cuatro, de los cuales el fundamental es
el último: establece el requisito de que el término que realiza la función de sujeto en el
enunciado que expresa el juicio no haya sido introducido a partir de un «racimo de leyes»,
no pueda verse por consiguiente como un rótulo que sintetiza una descripción definida
compleja. Aquí Putnam enuncia un contra-principio al principio del contexto fregeano,
característico del giro lingüístico de la primera filosofía analítica, y que no es sino una
extensión del principio de composicionalidad de Frege desde el ámbito de la referencia al
de la doble dimensión (sentido y relevancia) del significado: «el principio de que el signifi­
cado de una emisión completa es función de los significados de las palabras individuales y
las formas gramaticales que la componen»94. En otro punto, Putnam formula lo que cons­
tituye el núcleo central del problema que se quiere poner de manifiesto aquí: la afirmación
de Quine «de que no existe una diferencia sensible entre verdades analíticas y sintéticas,
pero que debería haber expresado diciendo que no existe una diferencia sensible entre ver­
dades a priori y a posteriori»95.
Lo que esta discusión está poniendo de manifiesto es el doble carácter, a priori y a pos­
teriori, del lenguaje, en el sentido que ya se vio en Hamann y que recoge la tradición anglo­
sajona bajo la forma de la tesis de Sapir-Whorf, o del relativismo lingüístico96. Como ya se
ha señalado al dar cuenta de la crítica romántica a la Ilustración, el lenguaje es, a priori, indi­
ferenciado y contingente; pues, en su estructura y sus contenidos, no puede ser «deducido»
de ningún modo97. Pero a posteriori aparece como necesario e irrebasable; su estructura y sus
contenidos median en el acceso al mundo, a los otros y a la propia subjetividad. Este pro­
blema está explícita o implícitamente presente en los diversos planteamientos en teoría del
significado, y el modo de afrontarlo permite confrontarlos entre sí. En particular, obliga a
precisar qué se entiende en cada caso por significado y qué principios metodológicos y obje­
tivos orientan a cada enfoque. Pues parte de la dificultad que surge cuando se intenta preci­
sar el estatuto de la filosofía del lenguaje reside en que no siempre se entiende lo mismo bajo
la rúbrica de teoría del significado; e incluso el término significado no designa unívocamente.

50
Significado e intersubjetividad

Tradicionalmente, las teorías del significado han tenido que tener en cuenta dos nocio­
nes, las de intensión y extensión, al intentar explicar o reconstruir de modo satisfactorio la
noción pre-teórica de significado. Serían dimensiones complementarias. Pero, mientras la
extensión de un término o expresión ha podido definirse con precisión en el contexto de la
semántica formal —relativamente a la noción fundamental de verdad en un lenguaje—, la
intensión se ha asimilado al concepto, entendiendo éste como un contenido mental, o
como una entidad abstracta. La intensión, o concepto, o contenido de significado corres­
pondiente a un término se ha explicado, en el contexto de la primera filosofía analítica,
como un criterio que da condiciones necesarias y suficientes para que un objeto pertenez­
ca a la extensión del término; o, en un sentido más fuerte (Carnap), como el criterio que
permite reconocer si un objeto particular pertenece o no a la extensión. Pero si se identifi­
ca «significado» con concepto o intensión, entidad que sólo sería aprehensible mediante un
acto mental o psíquico individual, inmediatamente se plantean los tres problemas que se
habían señalado antes: el del empleo competente de expresiones indexicales en situaciones
particulares distintas (a.), el de qué tipo de competencia permite generar infinitas expre­
siones a partir de un número finito de elementos (b.), y, finalmente, el del carácter públi­
co e intersubjetivo («compartido») de los significados lingüísticos (c.).
1. Ya se ha hablado de qué noción de significado es la compartida por las teorías inten­
cionalistas. Estas teorías responden de modo satisfactorio a la primera (a.); Grice, por ejem­
plo, parte de la noción de significado ocasional del hablante, es decir, lo significado por un
hablante, en una situación dada, para llegar finalmente al de significado atemporal. Pero a
la segunda cuestión (b.) sólo puede responder asumiendo el marco formal de una lógica
intensional (Montague) que permita expresar, junto a las condiciones de verdad, las condi­
ciones de satisfacción de otros usos no enunciativos del lenguaje, y mostrando que éstas se
corresponden con las condiciones de satisfacción de los actos mentales intencionales que
prestan significado a las expresiones98. La última cuestión (c.) se convierte en la «prueba
crucial» para una teoría intencionalista del significado99.
2. Entre las concepciones semantistas, en el marco de la filosofía analítca, no hay una
única posición.
2.1. Dentro de la primera filosofía analítica tiene lugar una identificación de las inten­
siones con elementos del pensamiento, aunque la noción de significado subsume la doble
dimensión de intensión y extensión. La unidad de significado mínima es el enunciado sim­
ple, y las intensiones (o sentidos) de los términos o expresiones componentes se explican en
general en términos de su contribución al valor de verdad de los enunciados de que forman
parte. Frege atribuye a los conceptos valor objetivo —en tanto que referencias de expresio­
nes predicativas-; pero son los sentidos correspondientes, que equivaldrían a las intensio­
nes, los que determinan las referencias o extensiones. Según ha defendido Dummett100, los
sentidos determinan las referencias no sólo en el sentido débil de que no puede darse el caso
de que dos expresiones con el mismo sentido tengan distintas referencias, sino también en
el más fuerte de que es el sentido el que permite especificar o seleccionar («single out») la
referencia. Por consiguiente, es la intensión la que determina -«dado cómo están las cosas
en el mundo»- la extensión. Carnap acepta que a la intensión se accede por un acto men­
tal individual, y -como se señalaba arriba- se asume que es la intensión la que determina
la extensión.

51
La semántica formal ha proporcionado modelos semánticos que las propias teorías lin­
güísticas han adoptado para interpretar sus descripciones sintácticas del lenguaje natural.
Mediante un conjunto de reglas recursivas sintácticas -de buena formación de expresiones
y de transformación de unas expresiones en otras- y semánticas -de interpretación de esas
expresiones en términos de sus condiciones de verdad- se hace posible responder de forma
satisfactoria al problema (b.) de la generación de expresiones complejas a partir de otras
simples. Basándose en la semántica de condiciones de verdad, algunos autores han intenta­
do mostrar que es posible una ampliación de ésta que incorpore una formalización ade­
cuada de otros usos del lenguaje -imperativos, interrogaciones, promesas-, así como de la
dependencia contextual de las expresiones indéxicas, en términos de sus «condiciones de
satisfacción»; e incluso se ha propuesto una semántica intensional para las fuerzas ilocuti-
vas del lenguaje101. Estos desarrollos, paralelos al desarrollo de las lógicas intensionales o no
clásicas (lógica temporal, modal, deóntica, etc.), intentan dar respuesta a la primera cues­
tión (a.).
La observación del carácter público del lenguaje es central, en la medida en que va
unida a la exigencia de comprobación intersubjetiva de las teorías científicas. Para Frege, la
intersubjetividad se funda en el carácter objetivo de los pensamientos y ello remite en su
caso la última cuestión (c.) al estatuto que cabe conceder a este ámbito onto-semántico102.
A partir de Carnap, se denomina intersubjetivo a todo enunciado cuya validez puede ser juz­
gada, en principio, por cualquier sujeto epistémico. Con ello, se vuelve a poner de mani­
fiesto el vínculo interno entre significado y validez intersubjetiva; pero la posición de par­
tida sigue siendo la del solipsismo metodológico103. Este es uno de los aspectos que centra­
rán la crítica de Quine y de la filosofía post-analítica.
2.2. El rasgo definitorio de la epistemología de Quine es el de su rechazo de las nocio­
nes intensionales para dar cuenta de la relación semántica de las expresiones lingüísticas con
la realidad (de su «significado») y del uso cognoscitivo del lenguaje. Pues «la relación entre
una teoría científica y las observaciones que la sostienen (...) es la relación por la cual esas
sentencias [las afirmadas por la teoría en relación con dichas observaciones; C.C.] obtienen
su significación»104. Ha defendido que la lógica de predicados de primer orden es suficien­
te para expresar formalmente la mayoría de las teorías científicas y ha mostrado que un len­
guaje de este tipo con constantes individuales es equivalente a otro que no las contenga,
haciendo con ello posible prescindir también de la noción de referencia en el sentido tra­
dicional. Su tratamiento de los contextos referencialmente opacos en las oraciones de acti­
tud proposicional y en las cláusulas modales105 le permite defender la suficiencia de una
lógica extensional clásica. Todo lo anterior da respuesta a la cuestión (b.)
En relación con el problema de las nociones intensionales, considera metodológica­
mente imprescindible la «adherencia a elementos externos», y ha propuesto sustituir las teo­
rías del significado tradicionales por una teoría de la referencia. Esta noción de significado,
ligada en el nivel más básico del lenguaje a observaciones empíricas, mantiene por consi­
guiente en este nivel el solipsismo metodológico de la primera filosofía analítica y la con­
cepción instrumental del empirismo clásico. La noción de intersubjetividad que incorpora
no es originariamente lingüística, sino que, por el contrario, la intersubjetividad del len­
guaje viene garantizada por la «inmediatez intersubjetiva» de las observaciones: «tiene que
haber algunos puntos de referencia no verbales, circunstancias no verbales que se puedan
apreciar intersubjetivamente y asociar inmediatamete con la emisión adecuada»106. La
noción de intersubjetividad que entra en juego es, por consiguiente, la de Carnap: validez
cognoscitiva de un enunciado que puede ser así juzgado, en principio, por todos (c.)

52
Sin embargo, la teoría coherentista de la verdad que es básica en la epistemología de
Quine hace que, cuando se abandona este nivel observacional, la teoría de la referencia pro­
puesta se convierta en una teoría holista del significado. Hay un aprendizaje que depende
del lenguaje, el cual pasa a ser visto, de modo global, como una competencia social, lo que
introduce la necesidad de una semántica conductual -si es que se quiere mantener el valor
epistémico de la teoría. El problema del significado es inseparable, bajo esta perspectiva, del
problema de la identidad de significados y del de la traducción107. Este es el ámbito, por
consiguiente, de la nueva teoría del significado propuesta. La intersubjetividad del lengua­
je, que depende de la igualdad estimulativa intersubjetiva, se convierte en problemática en
niveles superiores en los que el aprendizaje está lingüísticamente mediado. Quine ha opta­
do, finalmente, por considerar innecesaria la propia noción mencionada: es el lenguaje,
como destreza social, el que garantiza la comunicación con éxito en esos niveles de la teo­
ría: «Las oraciones observacionales siguen funcionando como el punto de partida para el
acceso al lenguaje (...) pero el carácter fáctico que las distingue se ve enturbiado ahora por
nuestro rechazo de la noción de una gama de estímulos compartidos por diversos indivi­
duos. Lo único que es aquí radicalmente fáctico es la fluidez de la conversación y la efecti­
vidad del intercambio (...) La uniformidad externa viene impuesta por la sociedad, que nos
enseña nuestra lengua y exige fluidez en la comunicación»108. La consecuencia de esta radi-
calización de elementos ya presentes en los primeros trabajos de Quine es inmediata: una
concepción holista del significado, y la imposibilidad de separar nuestro conocimiento de
los hechos y nuestro aprendizaje lingüístico de los significados.
El mismo sentido tiene la nueva definición de oración observacional que Quine ofrece,
y de la que la referencia al reconocimiento intersubjetivo de su validez epistémica se con­
vierte en un elemento necesario: el respaldo evidencial de la ciencia lo constituyen «oracio­
nes directa y firmemente conectadas con nuestros estímulos (...) asociada[s] afirmativa­
mente con una gama determinada de estímulos del sujeto y negativamente con otra (...) el
asentimiento o el disenso [debería ser] inmediato (...) Una exigencia adicional es la de la
intersubjetividad, a diferencia de lo que ocurre cuando informamos acerca de sentimientos,
la oración debe suscitar el mismo veredicto en todos los testigos de la situación lingüística­
mente competentes»109. El que se haga necesario introducir esta última condición como un
requisito normativo y adicional pone de manifiesto la dificultad que plantea el que Quine
no haya llegado a romper con la perspectiva del solipsismo metodológico, que ya se hacía
explícita con claridad cuando afirmaba que el aprendizaje lingüístico depende de «una sen­
sación introspectiva de disposición a repetir la sentencia oída»110. Y pone de manifiesto, asi­
mismo, la dificultad teórica de reconstruir el dominio de lo intersubjetivo desde el ámbito
de la subjetividad. Esto obliga a plantear, de nuevo, la cuestión (c.); pero ahora se convier­
te en un principio contrafáctico, que se exige normativamente para conceder validez cog­
noscitiva a una oración observacional. Lenguaje e intersubjetividad remiten uno a otro: «Es
en el lenguaje donde la intersubjetividad hace acto de presencia»111.
2.3. La crítica de Quine a la noción de referencia tradicional ha sido a su vez objeto
de la crítica de H. Putnam; como ya se ha visto, éste ha considerado que esta posición, que
subsume de hecho una teoría de la referencia indirecta, lleva a la forma de holismo del sig­
nificado que impide distinguir entre los problemas relativos al significado y los relativos a
la fijación de creencias en las teorías científicas. Putnam ha caracterizado a las teorías del
significado tradicionales en términos de una doble asunción: i. que conocer el significado
de una expresión equivale, en términos epistémicos, a encontrarse en cierto estado psicoló­
gico; además, ii. que el «significado» de un término, en el sentido de su intensión, deter­

53
mina su extensión; o, en otras palabras, que la identidad de intensiones entraña la identi­
dad de extensiones112. Esta segunda no es sino la interpretación «débil» que Dummett pro­
pone para el principio del contexto fregeano cuya versión «fuerte» establecía que el sentido
permite especificar la referencia. Si se extraen las consecuencias de estas tesis, y se tiene en
cuenta lo visto en los puntos anteriores, parece legítimo reconstruir lo que preocupa a
Putnam como sigue. La transición de una a otra tesis equivale a la transición desde la sub­
jetividad de los contenidos mentales individuales a elementos en el mundo exterior -enti­
dades y sus propiedades y relaciones— que, de acuerdo con lo que se muestra en el lengua­
je, han de ser identificados de modo idéntido por todos. Si el conocimiento del mundo
exterior es inseparable del conocimiento de los significados lingüísticos —que introducen
determinadas formas de categorización, de división y relación-, la objetividad y la validez
del conocimiento se están fundando en la intersubjetividad del saber de fondo, lingüístico
y compartido; se da lugar con ello a una forma de relativismo lingüístico irrebasable, aun
cuando se conserven el carácter falible y la revisabilidad de las teorías.
El punto central de la propuesta de Putnam consiste en proponer una nueva noción
de significado, entendida como una construcción que se lleva a cabo a partir de un con­
junto de reglas semánticas113. Esta construcción ha de hacer posible distinguir con clari­
dad entre aquellos elementos componentes del significado de un término que proceden
del saber de fondo lingüístico previo, y aquellos otros elementos, extra-lingüísticos, que
forman parte también del significado y aportan un saber del mundo que no está lingüís­
ticamente predeterminado. Técnicamente, esta teoría del significado se apoya en una teo­
ría de la referencia directa y en dos -principios básicos, a los que cabe atribuir -no lo hace
así explícitamente Putnam- el carácter de presupuestos pragmático-formales y parte inte­
grante de la competencia de los hablantes. El primero es el principio de la división del tra­
bajo lingüístico y afirma que la fijación de la referencia descansa en el trabajo separado de
comunidades de especialistas. El segundo establece la indexicalidad, o estatuto de designa-
dor rígido, de muchas expresiones nominales o términos singulares, lo que permite «no
ignorar» la contribución del entorno: podemos continuar haciendo referencia al mundo y
a los objetos en él, con independencia del valor de los conocimientos -predicaciones y
atribuciones- que provisionalmente asociemos con dichos objetos. Con ello, Putnam está
dando cuenta de las cuestiones (b.) y (c.). La construcción reglada del significado de un
término puede describirse como la especificación de un vector, que incluye: i. lo que ha
de considerarse conocimientos cuya posesión corresponde a la competencia individual del
hablante -marcadores sintácticos y semánticos, y el estereotipo--, ii. lo que no constituye un
conocimiento o un saber, sino que «cae» del lado del mundo y no del lenguaje: la exten­
sión114.
Esta propuesta no está exenta, sin embargo, de problemas. Pues, como lo muestra su
evolución posterior, nada garantiza que los procedimientos de fijación de la referencia no
dependan a su vez del saber de fondo lingüístico previo -lo que estaría en consonancia con
las tesis de Quine. Ni está claro si Putnam pretende renunciar a la posibilidad de propor-
cinar modelos semánticos para el lenguaje natural -más que una posibilidad, si se piensa
en la incorporación que la lingüística teórica contemporánea ha hecho de la lógica formal.
Por otra parte, su crítica a la primera filosofía analítica parece no hacer justicia a ésta: hace
una lectura «realista» de las teorías de la referencia indirecta, sin considerar qué ocurre en
el caso del lenguaje lógicamente perfecto postulado normativamente por Frege, Russell o
Wittgenstein: pues lo que caracteriza a los nombres lógicamente propios dentro de este
marco lingüístico es su carácter de designador rígido. Sin embargo, de nuevo a favor de
Putnam parece jugar la interpretación constructiva que de Frege han hecho autores como

54
Dummett, Thiel o Schneider. El problema reside en que, si la tesis de la referencia direc­
ta se adopta sobre la base de argumentos funcionales -es esta práctica, consciente o
inconscientemente adoptada por los hablantes, la que opera-, entonces o bien no escapa
a una determinación contextual, o bien retrocede hasta una posición mentalista115. Y, si se
entiende en un sentido kantiano, parece llevar finalmente a la necesidad de postular «tér­
minos sintéticos a priori». La idea fundamental de Putnam parece ser que las condiciones
de la identificación del referente «como algo» no pueden hacerse coincidir con las condi­
ciones de posibilidad de la comunicación lograda. En su rechazo de la crítica de Quine a
la distinción analítico/sintético, Putnam está presuponiendo que hay alguna noción de un
conocimiento sintético a priori que aún puede salvarse. Sobre ello, y sobre su crítica al
holismo del significado que descansa en el intensionalismo, basa su propia teoría del sig­
nificado en su primera etapa funcionalista y su posterior epistemología realista interna
-finalmente abandonada por una forma de naturalismo. Al entender la función designa-
tiva de determinadas expresiones lingüísticas como un modo de empleo consistente en
especificar la referencia y tal que no entraña una atribución predicativa, y presuponer que
este empleo es una competencia lingüística, está adoptando una posición pragmatista casi-
kantiana. Con esta mención sólo se pretenden indicar por el momento problemas que
quedan abiertos para un tratamiento posterior.
3. Finalmente, en el caso de las teorías pragmatistas el tema enunciado ha de consti­
tuir, en el curso de su presentación, la cuestión central. Aquí el punto de partida es el de
un lenguaje compartido; lingüisticidad, o entendimiento en el medio compartido de un
lenguaje común, e intersubjetividad pueden verse como expresiones (casi) sinónimas. El
propósito es llevar a cabo una descripción, o una reconstrucción racional, de las reglas prag­
máticas que son constitutivas de esa práctica, de la que se enfatiza su carácter de acción. Ello
supone que la cuestión (c.) se convierte en presupuesto teórico fundamental —en una espe­
cie de elemento primitivo de la teoría, con el valor de un presupuesto regulativo para los
hablantes y condición para la posibilidad y validez del entendimiento lingüístico—, y que
en lo relativo a la cuestión (b.) se acepte la validez de lo que las teorías lingüísticas puedan
establecer, considerando que, en el ámbito de la pragmática de la comunicación, lo que una
pragmática empírica puede describir como regularidades presentes es insuficiente para dar
cuenta de aquello que es objeto de la reflexión filosófica.

NOTAS

1 Se va a tener en cuenta la exposición de Schnádelbach (1991): «Philosophie», en Martens/Schnádelbach


(eds.), Philosophie. Ein Grudkurs, 2 vols., Hamburgo, vol. 1, pp. 37-76. Este mismo planteamiento está presente
ya en Apel (1963): Die Idee der Sprache in der Tradition des Humanismos von Dante bis Vico, Bonn, «Kapitel I:
Einleitung», pp. 17-103, y en otras obras posteriores suyas, así como en Tugendhat (1976): Vorlesungen zur
Einführung in die sprachanalytische Philosophie, Francfort. En relación con Apel, es preciso tomar distancia con
respecto a su caracterización de la filosofía del lenguaje como ocupando el puesto de la Filosofía Primera: a ello le
subyace su defensa de una pragmática trascendental que tematiza la comunicación en tanto que condición de posi­
bilidad de la reflexión filosófica y de un tipo de discurso muy específico (cf. cap. 4.2.3.ii).
2 Apel (1976): «The trascendental conception of language-communication and the idea of a first philo-
sophy», en H. Parret (ed.), History oflinguistic thought and contemporary linguistics, Berlín, 1976, pp. 32-61, aquí
P- 32.
3 Esta tesis, llevada a sus últimas consecuencias, desemboca en formas de relativismo o contextualismo difí­
ciles de contraargumentar cuando se intenta defender alguna forma de univeralismo postilustrado. De hecho,
constituirá una cuestión central del estudio que se pretende llevar a cabo.
4 En el sentido de Kuhn: un paradigma incluye representaciones del ámbito objetual, una metodología y una
clasificación de áreas o disciplinas.

55
5 «Considerada como un tipo puro, la ‘filosofía como ciencia’ es una filosofía que permanece en contacto con
el objeto e intenta, con una fascinación que la hace olvidarse de sí misma, indagar en su esencia, sus estructuras y
las leyes que lo determinan (...) Una ‘filosofía como ilustración’, por el contrario, significa un ocuparse del filo­
sofar consigo mismo a través del análisis, la interpretación y el reconocimiento. Lo que diferencia a la ilustración
de la ciencia es, precisamente, esta auto-referencia del sujeto» (Schnádelbach (1991), p. 32).
6 «Por teoría constitucional ha de entenderse una teoría que explique el sentido en el que las operaciones cog­
noscitivas subjetivas determinan -constituyen- aquello que al sujeto le aparece como objeto» (Shcnadelbach
(1991), p. 32).
7 Nestle (1940): Vom Mythoszum Logos, Stuttgart. Sobre ello Schnádelbach observa: «Esto es, al menos, equí­
voco, puesto que sobre todo Hesíodo, en tanto que mitólogo, había ofrecido también un logos del mito, es decir,
una sistematización casi teorética del estado del mito tradicional, con vistas a una explicación universal del
mundo» (Schnádelbach (1991), p. 41).
8 Esta interpretación, que se toma aquí de Apel y de Schnádelbach, es algo aceptado por la crítica en general
(cf. p.e. Aristóteles, Metafísica, libro 0, cap. 10, 1.051 b 6-9, y libro E, a partir del cap. 2). Cf. también Gadamer
(1960, 1990): «Die hermeneutische Aktualitát des Aristóteles», en Wahrheit und. Methode, Tubinga, 1990,
pp. 317-329.
9 Sobre la interpretación, 16a, 26-29; 19; en Tratados de Lógica (Organon), Madrid, 1988, pp. 35-36 (trad.
de M. Candel Sanmartín). En relación con la concepción del lenguaje defendida por Aristóteles, no todas las inter­
pretaciones coinciden. Así, E. Coseriu (Coseriu (1968/70): Die Geschichte der Sprachphilosophie von derAntike bis
zur Gegenwart, 2 vols., Tubinga, 1970/72) ha defendido, sobre la base de un cuidadoso análisis filológico, el carác­
ter intencional de esta concepción del significado. Se apoya para ello, en particular, en otro pasaje de Sobre la inter­
pretación: «El nombre es voz con significado, kata sinthéken, y no porque haya algún nombre que sea por fisis, sino
porque se convierte en un símbolo. Pues también las voces inarticuladas (sonidos) de los animales expresan algo,
y ninguna de ellas es nombre de nada». La posibilidad defendida por Coseriu de que los nombres no sean mera­
mente convencionales en el sentido de estipulaciones arbitrarias, sino resultado de un proceso histórico, y que sea
preciso un acto intencional de la conciencia para que los signos adquieran el carácter de símbolos y puedan usar­
se con significado, está relacionada con la tesis de H.-G. Gadamer; éste último, interpretando las afirmaciones de
Sobre la interpretación a la luz de la Política (I, 2), ha defendido que kata synthéken ha de entenderse en el sentido
de una tradición, y no de un acuerdo o estipulación -y, aquí, apelar a la tradición no pretende ser una explica­
ción genética, no refiere al surgimiento del lenguaje, sino a su esencia— (cf. Gadamer (1960, 1990), p. 408). Sobre
las distintas interpretaciones en torno a estos pasajes de Aristóteles, cf. J. Hennigfeld (1994): Geschichte der
Sprachphilosophie, Berlín, pp. 78-84. En cualquier caso, estas distintas lecturas no entran en conflicto con la cues­
tión que es aquí esencial y a la que refiere la interpretación de Apel y Schnádelbach.
10 Apel (1976), pp. 36-37.
11 Esto supone apuntar a la función de apertura del mundo (Welterschliessung) que cumple el lenguaje y que,
en cierto modo, está presente en la búsqueda de un lenguaje ideal, o ‘lógicamente perfecto’, por parte de la pri­
mera filosofía analítica (Frege, Russell, Wittgenstein, Carnap). Tras el giro lingüístico, y una vez se ha cobrado
conciencia de esta función, sólo queda postular (o constatar la necesidad lógica que tiene la teoría de que se dé)
una correspondencia, universal y a priori, entre la estructura ontológica del mundo que conocemos, o podemos
llegar a conocer, y la estructura sintáctica y semántica de un lenguaje ideal que permitiría expresar nuestro cono­
cimiento de él. Esta correspondencia, sin embargo, ha de poder establecerla ‘cualquier conciencia en general’,
cualquier sujeto capaz de lenguaje; en este sentido, «el solipsismo (...) coincide con el realismo puro»
(Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prop. 5.641)
12 En ambos casos, permanece fuera del ‘campo visual’ la posibilidad de que lo que haya de llamarse verda­
dero sea el resultado de una elaboración comunicativa, intersubjetivamente válida y públicamente comunicable,
acerca de la interpretación que es posible hacer del mundo mediante los signos lingüísticos. Pues, tras el giro lin­
güístico, el lenguaje aparece como la única instancia con el doble carácter de lo a priori (como sistema de signifi­
cados ya dados) y lo aposteriori (como resultado de un proceso histórico). Pero ello obliga a una reelaboración de
la noción de lo verdadero que ninguno de los dos planteamientos griegos puede satisfacer. De nuevo se plantea el
problema, antes apuntado, de si es posible aún defender el carácter universal de la noción de verdad —si ni el ‘cami­
no hacia dentro’, dependiente de la apertura lingüística del mundo, ni el ‘camino hacia fuera’, igualmente media­
do lingüísticamente, lo pueden garantizar ya.
13 Schnádelbach (1991), p. 61.
14 Apel (1976), p. 41.
15 La expresión se debe a Husserl, quien la asume como etapa de su propio método. (Cf. cap. 3.1.i).
16 Locke, Essay conceming human understanding, II, 2.2.
17 Lbid. III, 2.8.
18 Cf. Apel (1976), p. 43.

56
19 Ibid. En la Crítica de la razón pura no hay ni una sola palabra acerca del lenguaje. Sí hay una referencia en
La Antropología desde un punto de vista pragmático (Kant, Sdmtliche Werke, ed. K. Vorlánder, vol. 4, Leipzig, 1920,
p. 101; cit. por Apel, ibid. nota ant.), donde Kant lo considera un importante medio de entender el mundo y a
uno mismo.
20 Kant, Kritik der reinen Vemunft, B 25.
21 Ibid., B 303.
22 Ibid., B 197.
23 Cf. el comentario a esta misma cita de Tugendhat en id. (1976), p. 82. Este autor afirma: «Kant se dio
cuenta de que conceptos como los de totalidad e infinitud sólo pueden entenderse sobre la base del concepto de
una acción repetida (‘sucesiva’) (...) A partir de ese momento el concepto de una acción sintética —de la síntesis de
una pluralidad según una regla- fue para Kant fundamental para la comprensión (...) del tipo de conciencia que
Kant llamó experiencia: el conocimiento de objetos (...) Ahora, la conciencia que cualquiera tiene de una acción
suya, y que equivale a una conciencia de la regla que sigue en su acción, no es ya conciencia de un objeto (...) más
bien, una determinada conciencia no objetual -una conciencia de acción- pasó a ser para él constitutiva de la con­
ciencia de un objeto» {ibid., p. 82).
24 Sobre el modo en que tiene lugar esto, dice Kant: «Este esquematismo de nuestro entendimiento (...) es
un arte escondido en las profundidades del alma humana, cuyo verdadero proceder difícilmente lograremos arran­
carle a la naturaleza algún día» (B 181). Algunos autores, como F. Martínez Marzoa, han señalado que es preci­
samente en este punto -en la consideración del esquematismo de la razón en su relación con la sensibilidad y el
entendimiento- donde se da una divergencia entre las dos primeras ediciones (A y B) de la KrV. Así, «si conside­
ramos por separado aquello que en B es nuevo (...) todo parece indicar que la intención es girar hacia una fórmula
en la que ya no sería la síntesis lo ‘primero’ y ‘común’ de lo que unidad y pluralidad son como las dos caras esen­
ciales, sino que la síntesis sería la proyección de la unidad sobre la pluralidad, la construcción sería un operar en
la intuición regido por el concepto, en vez de ser el concepto la ‘representación como universal’ del proceder cons­
tructivo» {Releer a Kant, Barcelona, 1992, p. 82). Este autor reconoce, sin embargo, que es difícil que esta inter­
pretación sea consistente con el conjunto de la obra.
25 Cf. Kant, Kritik der reinen Vemunft, B 43 ss., A 369 ss.
26 «Correspondientemente, las preguntas de los planteamientos científicos surgidos a partir del paradigma
mentalista -como la gramática generativa o la psico y la sociolingüística- son posibles sólo, desde el punto de vista
de la filosofía que se sitúa en el paradigma del lenguaje, bajo hipótesis constituyentes y son, en este sentido, secun­
darias» (Gehtmann/Siegwart (1991): «Sprache», en Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 2, pp. 550-553, aquí
p. 550). Sin embargo, no pueden ser secundarios los rendimientos de estas ciencias: pues cualquier concepción
del lenguaje, y cualquier teoría del significado, han de poder integrar los modelos y las reconstrucciones de carác­
ter descriptivo que estas ciencias proporcionan.
27 Apel (1976), p. 53; la reconstrucción de la cita rompe en parte el orden de la argumentación de Apel, que
está discutiendo la posición de Leibniz; pero el sentido es el indicado.
28 Aquí se sigue a Schnádelbach (1991): «Vernunft», en Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 1, pp. 77-115. Cf.
también Schnádelbach (1982): «Bemerkungen über Vernunft und Sprache», en Bóhler/Kuhlmann (eds.):
Kommunikation und Reflexión (Apel-Festschrift), Francfort, 1982, esp. pp. 347 y ss.
29 Que existe esta contraposición se asume generalmente; cf. e.g. Wuchterl (1991): «Philosophische
Arbeitsweisen und Forschungsprogramme», en Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 2, pp. 708-747.
30 Cf. H.-G. Gadamer (1960, 1990): Wahrheit und Methode, Tubinga, 1990, pp. 442-443; Ch. Taylor
(1985): «Theories of meaning», en Human agency and language. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge, Mass.,
pp. 248-292; E. Heintel (1972): Einfiihrungin die Sprachphilosophie, Darmstadt, 1986.
31 Apel (1976), p. 43.
32 Herder, Abhandlung über den Ursprung der Sprache-, cit en Gehtmann/Siegwart (1991), p. 552.
33 Ibid. Este mismo doble carácter del lenguaje es el que aparece en la crítica de Hamann a la distinción a
priori/a posteriori de Kant. Como ha señalado C. Lafont: «La puesta en cuestión de la idea misma de una ‘deduc­
ción a priori’ (...) llevada a cabo por Hamann en su metacrítica -al preguntarse por las condiciones de posibili­
dad de esa supuesta ‘razón pura’-, culmina con el descubrimiento de una instancia que es tanto trascendental
como empírica (...) La transformación que la aplicación exige de la distinción a priori/a posteriori la formula
Hamann señalando que el significado y la determinación de las palabras es ‘a priori arbitrario e indiferente, pero
a posteriori necesario e imprescindible’ (...) El lenguaje es ‘a priori arbitrario e indiferente’ en su configuración
concreta: en su realidad histórica, fáctica, no puede ser ‘deducido’ de ningún modo, es -frente a toda pretensión
de apriorismo- contingente, casual; ello se muestra en el hecho de su pluralidad. Pero ‘a posteriori’, es decir, como
consecuencia de su carácter constitutivo, es, para todo aquél que habla ese determinado lenguaje, ‘necesario e
imprescindible’ o, lo que es lo mismo -utilizando el término actual acuñado para expresar esta situación- ‘irre-
basable’». (Lafont (1993): La razón como lenguaje, Madrid, p. 28). Esta misma idea aparece en Apel (1976), p. 52,

57
en la crítica a la concepción leibniciana del lenguaje —y de sus herederos en nuestro siglo— como un sistema ideal,
que concibe la comunicación o el habla como actualización automática y privada de una estructura-sistema pre­
establecida. Esta concepción subyace, asimismo, en la tesis de Chomsky de la «preeminencia de la sintaxis sobre
la semántica»: son las palabras y su sintaxis las que conforman y determinan los conceptos; esta posición es equi­
valente a la tesis de la identidad del pensar y el hablar.
34 Se da lugar así a lo que, a partir del estudio de Ch. Taylor, se conoce como «tradición de la triple H» o
«tradición de Hamann-Herder-Humboldt». Cf. Taylor (1985): «Theories of meaning», en Human Agency and
Language. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge, Mass., pp. 248-292.
35 Cf. O. Werner (1996): «Sapir-Whorl Hypothesis», en P. Lamarque (ed.), Concise encyclopedia ofphilosophy
oflanguage, Oxford, pp. 76-84.
36 Habermas (1988): Nachmetaphysiches Denken, Francfort, p. 201.
37 Cit. en ibid., p. 202
38 Gadamer (1960, 1990), pp. 444-445.
39 Así: «(...) no existe elemento alguno en la conciencia del ser humano que no tenga algo que le correspon­
de en el mundo» (Peirce (1868): «Theory of mind»; cit. en Apel (1973): «Von Kant zu Peirce: die semiotische
Transformation der transzendentalen Logik», en Transformation der Philosophie, 2 vols., Francfort, vol. 2,
pp. 157-177, aquí p. 169).
40 Ch. S. Peirce (1878): Deducción, inducción, e hipótesis, Buenos Aires, 1970, pp. 54, 63.
41 Apel (1976), p. 46. Hay que tener en cuenta que la interpretación de Apel no se ajusta a las lecturas habi­
tuales, las cuales —sobre todo en el ámbito angloamericano— han tendido a fijarse en los elementos característicos del
pragmatismo final de Peirce o en su fenomenología y su teoría evolutiva intermedias. El último aspecto ha sido estu­
diado críticamente por J. Habermas (1968), quien pone de manifiesto la remisión, por parte de Peirce, de la noción
de realidad al contexto de la experimentación confirmada por una praxis instrumental. Esta segunda etapa es la que
han tenido en cuenta, asimismo, autores como M. Murphey o J. von Kempsi. El último defiende que Peirce habría
abandonado finalmente el planteamiento kantiano de una deducción de las categorías a partir de la lógica, optando
por una «doctrina fenomenológica de las categorías»; se habría tratado de un retorno a los fenómenos, que en su últi­
ma fase habría postulado una «metafísica de la evolución» sobre la base de un «idealismo objetivo». Apel defiende,
con apoyo en los textos, que Peirce -no siempre consistente- nunca habría propuesto que la fenomenología, como
filosofía primera, ocupase el lugar de la deducción lógica de las categorías: tan sólo habría mostrado ejemplos de su
aplicación, después de haber deducido las categorías, según su forma, de la lógica matemática de relaciones, y antes de
que pudiera llevarse a cabo una deducción casi-trascendental de su validez científica en la lógica semiótica de la inves­
tigación (cf. Apel (1973), p. 167).
«Cit. en Apel (1973), p. 168.
43 Cf. Apel (1973); id. (1986): «La relevancia del logos en el lenguaje humano», en Semiótica filosófica (trad.
de J. de Zan), Buenos Aires, 1994, pp. 323-324.
44 Apel (1986), p. 324.
45 Habermas (1968): Erkenntnis und Interesse, Francfort, 1973, pp. 121-125 (trad. cast. de M. Jiménez
Redondo: Conocimiento e interés, Madrid, 1992).
46 Cf. Apel (1973), p. 173.
47 Cf. Apel (1976), pp. 46-47.
48 Esta interpretación se debe a J. Royce {Theproblem of Christianity, 1913); la recoge Apel (1986), p. 325.
49 Murphey (1961): The development ofPeirce’sphilosophy, Cambridge, Mass.; Apel (1973) discute esto, no
en los términos en los que se hace aquí.
50 Peirce deduce las categorías semióticas y las tres formas de inferencia fundamentales a partir de la lógica
matemática de relaciones, ejemplifica la lógica de la investigación resultante por recurso al ámbito fenoménico, e
intenta una deducción ¿vfo-trascendental de la validez científica de esa lógica semiótica normativa de la investiga­
ción.
51 En este sentido es legítima la interpretación de Apel (1986), al identificar al «interpretante lógico» con el
«sentido ideal, normativo de los símbolos conceptuales» {ibid., p 326), sentido necesitado de determinación inter­
pretativa, «siempre renovada» en cuanto que regulada por el requisito de revisión crítica en la comunidad de dis­
curso de los intérpretes.
52 Este aspecto de la teoría de Mead puede enfatizarse a partir de una determinada interpretación de sus
nociones principales, interpretación que no es la única posible. En particular, la insistencia en la constitución
intersubjetiva de la conciencia de sí, y la afirmación de que los significados son resultado de una institucionaliza-
ción de expectativas recíprocas, presta base teórica a la pragmática universal. Pero requiere que el «yo» (I) del que
habla Mead, aquello que el sujeto se encuentra como el «consigo mismo» en su autorreflexión, sólo sea accesible
como algo que hay que presuponer, algo que por necesidad lógica tiene que estar presente en el momento inme­
diatamente anterior al del «mí» (Me) que el sujeto mira y al «sí mismo» (Self) de la auto-objetivación. «A este sí

58
mismo convertido en objeto hay, ciertamente, que presuponerle el yo espontáneo, es decir, el «auto» de la auto-
reflexión, pero éste no está dado en la experiencia consciente» (Habermas (1988), p. 210). Frente a esta interpreta­
ción, la de H. Joas ha puesto el énfasis en el «yo» de Mead como instancia en la que residen una creatividad y una
espontaneidad autónomas con respecto al proceso de interacción: se trata de no ocultar «la dimensión de la solu­
ción creativa de problemas morales en la acción» (Joas (1989): Praktische Intersubjektivitdt, «Vorwort», Francfort,
p. ix). Para un análisis que permita avanzar en la controversia, puede ser de interés la sección de Mind, self and
society en que Mead reflexiona acerca de la creatividad artística y literaria; para poderla considerar así, es preciso
que presente un rasgo de universalidad que la haga accesible a los otros y susceptible de comunicación. Lo que está
en juego, desde el punto de vista de Joas, es rebatir la interpretación que hace de Mead el creador del «conduc-
tismo social». Aunque la terminología de Mead ha podido justificarlo, es fundamental observar —como ha hecho
J. Habermas— que lo que ofrece no es una explicación mecánica del comportamiento en términos de estímulos y
respuestas, sino una reconstrucción de la acción humana en la que el surgimiento de la conciencia reflexiva repre­
senta el momento fundamental. Cf. Mead (1935): Mind, selfand society (trad. cast.: Espíritu, persona y sociedad,
Barcelona, 1982, por donde se cita), § 16, n. 29. Para la interpretación de Habermas, id. (1981): Theorie des kom-
munikativen Handelns, 2 vols., Fancfort, aquí vol. 2, pp. 11-68.
53 Mead (1935), § 16, n. 29 [curs. mías, C.C.]
54 Ibid., p. 89 [curs. mías, C.C.]
55 Ibid., p. 89 [curs. mías, C.C.].
56 Ibid., p. 90.
57 Ibid.
58 Ibid. Este pasaje tiene inequívocas resonancias kantianas: las condiciones de posibilidad del conocimiento
son, al mismo tiempo, condiciones de posibilidad constitutivas del objeto de conocimiento.
59 Ha sido en particular J. Habermas (cit. antes) quien ha llevado a cabo un estudio crítico de la teoría de
Mead, completando este desarrollo con la reflexión sobre el seguimiento de reglas desarrollada por Wittgenstein
en las Investigaciones filosóficas. Cf. después, cap. 4.2.2.ii.
60 Como se señala también más adelante en el texto, éste es también el punto de partida de las teorías con-
tractualistas del estado. De lo que se trata en ambos casos no es de identificar un momento originario histórica­
mente real, sino de reconstruir contrafácticamente las condiciones que hacen posible una institución fáctica y que
justifican su legitimidad o su validez. Por el carácter de meto-institución del lenguaje, cualquier otra teoría de la
sociedad o del estado depende de algún modo de presupuestos filosófico-lingüísticos y de una teoría del signifi­
cado; los presupuestos y las conclusiones de este ámbito se van a ver proyectados en el primero. Esto cobra espe­
cial importancia cuando se trata de defender la universalidad de valores o principios para cuya formulación se pre­
cisan, inevitablemente, categorías lingüísticas que proceden de una determinada tradición y pertenecen a un con­
texto histórico y social específico.
61 G. Patzig (1988): «I. Kant: Wie sind synthetische Urteile a priori móglich?», en J. Speck (ed.),
Grundprobleme der grofien Philosophen. Philosophie der Neuzeit II, Gotinga, pp. 9-70.
62 Carnap (1950): «Empiricism, semantics, and ontology», en RevueIntemationale dePhilosophie4 (1950), p. 22.
63 En última instancia, cabría dar cuenta de esta transformación filosófica en los términos de Apel: «El pro­
blema al que ha conducido la discusión moderna parece consistir en una renovación de la pregunta kantiana por
las condiciones de posibilidad y de validez del conocimiento científico, en términos de la pregunta por la posibi­
lidad de un entendimiento intersubjetivo acerca del sentido y la verdad de enunciados o sistemas de enunciados.
Esto significaría que la crítica kantiana del conocimiento en tanto que análisis de la conciencia, se ha visto trans­
formada en una crítica del sentido en tanto que análisis de los signos» (Apel (1973), pp. 163-164).
64 De nuevo siguiendo a Stegmüller, la teoría de la ciencia se ocuparía de la reconstrucción racional de teo­
rías que no se ponen en cuestión; la epistemología, o teoría del conocimiento, problematiza las pretensiones de
validez de esas teorías, sancionándolas en sentido positivo o negativo. En adelante se utilizará epistemología o epis­
temológico en este sentido, y epistémico hará referencia a las elaboraciones y actividades que son objeto de la epis­
temología.
65 Carnap (1950), p. 22
66 Esta afirmación se justifica en el tema dedicado a Carnap y el Círculo de Viena. Anticipando lo que allí se
va a ver, estas posiciones son convencionalistas en un doble sentido. De un lado, la adopción de un sistema semán­
tico o marco lingüístico, por parte del teórico de la ciencia, como lenguaje protocolar o básico para la recons­
trucción de las teorías científicas, es materia de decisión, depende del establecimiento de una convención. De otro
lado, la explicación asume que los propios científicos adoptan por convención o acuerdo determinadas formula­
ciones, en calidad de principios o leyes, como modo de representar regularidades empíricamente observadas en el
mundo objetivo.
67 Carnap (1931): «Die physikalische Sprache ais Universalsprache der wissenschaftlichen Erkenntnis», en
Erkenntnisl (1931), pp. 432-465, aquí p. 441.

59
68 Así lo hacen autores que se adscriben a planteamientos filosóficos diversos. Cf. Tugendhat (1976):
Vorlesungen zur Einfubrungin die sprachanalytische Philosophie, Francfort, 1994; Apel (1976); Habermas (1981):
Theorie des kommunikativen Handelns, 2 vols., Francfort; Stegmüller (1987-89): Hauptstr'ómungen der
Gegenwartsphilosophie, 4 vols., Stutgart; Schnádelbach (1991); Gethman/Siegwart (1991); Dummett (1993): The
origins ofanalytical philosophy, Londres, 1993.
69 Como introducción a estos autores puede tenerse en cuenta: para Merleau-Ponty, Hennigfeld (1982): Die
Sprachphilosophie des 20. Jahrhunderts, Berlín, cap. d.iii (este autor sigue asimismo una línea fenomenológica que
intenta integrar las aportaciones de la filosofía analítica); para Follesdal, Stegmüller (1987-89), vol. 2, cap. ii.l.
70 Más recientemente, autores que continúan críticamente el planteamiento fenomenológico de Husserl,
como Richir, aceptan la constitución lingüística de la conciencia, pero remiten el origen del sentido a un ámbito
de lo inconsciente fenoménico, igualmente pre-lingüístico, que después se manifiesta en las lenguas históricas y
del que proceden los rendimientos que Husserl atribuía a la conciencia.
71 Esto se estudiará en detalle en el capítulo correspondiente; provisionalmente encuentra apoyo en Apel
(1989): «Sprachliche Bedeutung und Intentionalitát», en European Joumalfor Semiotic Studies 1/1 (1989), pp, 11-
73, aquí p. 50; tb. Dummett (1993), pp. 64, 67.
72 Dummett (1993), p. 4.
73 Según Gethmann/Siegwart (1991), p. 554, esta tesis se encontraría sobre todo en la «doctrina de los dos
ais» {ais = como, en tanto que) expuesta en Sein undZeit (§ 32 y s.). Las expresiones de la forma «... ais...» cons­
tituyen para la lógica tradicional la estructura fundamental de la predicación; a partir de ellas se construyen los
enunciados, intercalando la cópula. Heidegger defiende que la experiencia que precede al enunciado -que para
Husserl era pre-predicativa y extralingüística- tiene también la misma estructura con ais-, es interpretación, y no
percepción pre-lingüística. Llama «.ais apofántico» al que se refiere a un predicado que introduce una propiedad
-como «... es un martillo»-; pero existe un segundo tipo de estructura, que denomina «ais hermenéutico»: éste se
representa mediante la predicación de una acción o actividad -como «es para martillear»-. Esta segunda estruc­
tura, aunque no se realice fonéticamente, está configurada según la misma estructura introducida por ais y es por
consiguiente lingüística. Con ello, lo que en Husserl era aprehensión originaria en la conciencia se convierte en
Heidegger en un fenómeno secundario y subordinado a actos de discriminación, identificación y articulación lin­
güísticos: «La percepción es un modo deficiente de la interpretación».
74 Gadamer intenta evitar el relativismo a que conduce este planteamiento -así como el de los autores intro­
ductores de la hermenéutica: Schleiermacher, Dilthey-; pero quiere, al mismo tiempo, evitar los planteamientos
metodológicos de las ciencias empíricas. Los textos de la tradición cultural y las obras de arte aparecen como el
lugar en el que, a través de la actividad interpretativa y hermenéutica, tiene lugar una comprensión del mundo y
de la persona del autor de la obra. La «verdad» de esta comprensión se acredita en el acontecer (Geschehen) de una
fusión de horizontes (Horizontverschmelzung) que integra al texto y a su intérprete. Pero no hay una prueba argu­
mentativa de este acontecer, de este desvelamiento del sentido del texto.
75 Se ha señalado de qué modo las nociones de lenguaje y razón están conectadas desde el comienzo de la filo­
sofía, y cómo el giro lingüístico que caracteriza a la filosofía del siglo XX está anticipado en la crítica romántica a
la concepción ilustrada de la razón: al poner de manifiesto el carácter lingüístico de ésta, quedaba puesto en cues­
tión su supuesto carácter universal y autónomo. El intento de esta teoría es recuperar un concepto de racionali­
dad que, sin renunciar a su universalidad y su autonomía, muestre el modo en que estas pretensiones pueden res­
ponder a una elaboración lingüística, en el contexto de procesos discursivos de argumentación racional.
76 Cf. el análisis propuesto por la teoría de la pragmática universal y que se encuentra expuesto, en sus líne­
as fundamentales, en Habermas (1989): «Zwecktátigkeit und Verstándigung», en Stachowiak (ed.), Handbuch des
pragmatischen Denkens, vol. 3, Hamburgo, pp. 32-59, y asimismo en Habermas (1988), pp. 105-135. En esta pre­
sentación es este planteamiento filosófico general el que constituye el marco teórico que se ha asumido aquí. No
obstante, ello no se hace de modo acrítico y sin reservas. En el momento oportuno será preciso discutir las difi­
cultades de esta concepción y las críticas más recientes formuladas. De hecho, el último gran grupo de plantea­
mientos bajo la denominación común de teorías pragmatistas no sigue ya el esquema general citado; la teoría de la
pragmática universal, o pragmática trascendental en la versión de Apel, se comprende a sí misma como una cuar­
ta posición, capaz de integrar las aportaciones de tres planteamientos: semántica formal, semántica intencional, y
teoría del significado como uso-. A la presente toma de distancia le subyace el intento de tener en cuenta las difi­
cultades y críticas surgidas y las reelaboraciones llevadas a cabo más recientemente.
77 Cf. Tugendhat (1976), pp. 143 y ss.
78 Este es el punto central de la crítica de Quine a la tendencia, por parte de los usuarios de una lengua, a
instituir «ontologías».
79 Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prop. 4.024.
80 Aunque es posible encontrar, en la historia del pensamiento, precedentes de esta tesis, es Frege el primero
en introducirla con intención sistemática y en llevarla a un desarrollo teórico completo.

60
81 Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §199.
82 Esta afirmación, que la teoría de la pragmática universal valora de modo positivo, es el punto del que arran­
ca la crítica de C. Lafont (1993) y su demanda de que es necesario considerar, en el ámbito del uso epistémico
del lenguaje, la instancia de un mundo objetivo compartido como condición que impide fundar la objetividad en
la intersubjetividad lingüística y permite, con ello, salvar a la teoría del relativismo al que se ve abocada de otro
modo. A esta cuestión habrá de volverse más tarde.
83 Se trata de los mismos tres fenómenos que hicieron inviable la explicación conductista en lingüística. Cf.
Chomsky (1967): «A review of B. F. Skinner’s ‘Verbal Behavior’», cit. en Habermas (1989), p. 35.
84 De modo provisional, esto no parece necesitar mayor justificación en el caso de las concepciones seman-
tistas del lenguaje, e incluso puede verse como resultado del movimiento de «ascenso semántico» que caracteriza
al giro lingüístico y, más en general, de cualquier actitud teórica (cf. e.g. Carnap (1950), cit. supra, o Quine
(1992): Pursuit of truth, ed. rev., Cambridge, Mass.; trad. cast. de J. Rguez. Alcázar: La búsqueda de la verdad,
Madrid, por donde se cita, aquí pp. 41-44). En el caso de las teorías intencionalistas, tanto el análisis de Searle
acerca de la estructura del acto mental intencional, como las reglas pragmáticas de implicatura conversacional de
Grice, se pueden entender en este sentido. En la teoría del significado como uso según reglas del Wittgenstein de
las Investigaciones, la negativa de éste a cualquier posible sistematización no puede eludir la continuación que de
su planteamiento hizo la teoría de actos de habla de Austin. Finalmente, la hermenéutica aspira, como método, a
la «universalidad» que Gadamer intenta justificar en Verdad y método.
85 Desde un punto de vista externo, los desarrollos que han tenido lugar en otras áreas de conocimiento han
sido determinantes para que tuviera lugar el giro lingüístico en filosofía. La primera teoría semántica de Frege
surge en el contexto del problema de fundamentación de la mátemática; la teoría de la relatividad y la mecánica
cuántica constituyen el marco de teorías científicas a las cuales se orientaba la reflexión metodológica y de análi­
sis del lenguaje del Círculo de Viena y de Quine; el nuevo paradigma en biología y ciencias de la vida, así como
la inteligencia artificial, son el marco de referencia de la nueva filosofía de la mente en la cual se enmarcan las teo­
rías intencionalistas, que encuentran en la teoría de juegos su contrapartida en el ámbito de las ciencias sociales;
el desarrollo de la lingüística teórica y en particular el modelo de la gramática generativa subyacen como marco
de referencia tanto para Davidson como para la teoría de actos de habla y su continuación en la teoría de la prag­
mática universal; y el desarrollo de los estudios en fonética y en lingüística comparada ha proporcionado puntos
de apoyo a posiciones neopragmatistas y post-estructuralistas que hacen, de la categoría de la diversidad y de la
tesis del relativismo lingüístico, sus señas de identidad. - Con independencia de la complejidad de este tema, que
requeriría estudios detallados, lo que se ha intentado aquí es un tratamiento de orientación sistemática, que per­
mita identificar conceptos, tesis y planteamientos centrales para el estudio en curso, así como el modo en que
determinados planteamientos , lejos de ser afirmaciones dogmáticas, intentan responder a cuestiones insuficien­
temente resueltas por otros planteamientos anteriores.
86 Dummett (1993), p. 4.
87 Tugendhat (1976), pp. 190-192.
88 Quine (1992), pp. 50-51.
89 Dummett (1975/76): «What is a theory of meaning?» (I/II); I: en Wahrheit, trad. alemana de J. Schulte,
Stuttgart, 1982, pp. 94-133, aquí p. 129; II: en Evans/McDowell (eds.), Truth and meaning, Oxford, 1976,
pp. 67 y ss.
90 En el trabajo ya citado, C. Lafont ha partido de esta posición de Putnam para defender, en contra del holis-
mo del significado tanto de la filosofía analítica como de la hermenéutica heideggeriana, que la competencia de
los hablantes para distinguir entre el saber del significado y el saber del mundo se funda en la posibilidad de hacer
un uso referencial de las expresiones nominales como opuesto a su uso atributivo (Donnellan). La reelaboración
de Cristina Lafont, que parte de su estudio crítico sobre Heidegger, es radicalmente original y habrá de volverse
sobre ella más adelante.
91 Cf. Putnam (1975a): «Language and reality», en id. (1975): Mind language and reality, Cambridge, Mass.,
1987, pp. 272-290, aquí p. 274. Putnam habla en este ensayo de una teoría «causal» de la referencia (ibid, p. 290),
aunque más tarde ha rechazado y precisado ésta como «teoría de la cooperación social más la contribución del
entorno en la especificación de la referencia» (cf. Putnam (1994): «Sense, nonsense and the senses: An inquiry into
the powers of human mind (The Dewey Lectures 1994)», en The JoumalofPhilosophy 91 /9 (1994), pp. 445-517).
92 Putnam (1975b): «The meaning of‘meaning’», en id. (1975), pp. 215-271, aquí p. 255.
93 Cf. Putnam (1975c): «The analytic and the synthetic», en id. (1975), pp. 33-69, aquí p. 65.
94 Ibid.
95 Putnam (1983a): «‘Two dogmas’ revisited», en id. (1983): Realism and reason, pp. 87-97, aquí p. 88.
96 Cf. n. 35, supra.
97 Esta perspectiva parecería, en principio, quedar puesta en cuestión o al menos no ser compartida por una posi­
ción «chomskiana», que considere restringido y pre-determinado lo que a priori puede aparecer en el lenguaje y -en

61
la versión más fuerte del principio de determinación de la semántica desde la sintaxis— en la expresión lingüística del
conocimiento del mundo. No sería siquiera preciso asumir, siguiendo a Chomsky, la realidad psicológica o mental
de estas estructuras sintácticas; bastaría con aceptar la teoría como paradigma dominante en lingüística y suficiente­
mente confirmada desde el punto de vista de su adecuación descriptiva — Y, sin embago, esta teoría lingüística no
entraría en conflicto con la posición que defiende Putnam. Pues la cuestión central para su defensa de una teoría de
la referencia directa es el asegurar que determinados términos funcionan como designadores rígidos, como términos
indéxicos. En principio, no parece haber nada en contra de que esta categoría semántica pueda codificarse en la sin­
taxis.
98 Así, el trabajo conjunto de D. Vanderveken/J. Searle (1985): Foundations ofillocutionary logic, Cambridge,
y Vanderveken (1996): «Illocutionary forcé», en Dascal et al. (eds.) (1992/96), Sprachphilosopbie/Philosophy of
Language/La Philosophie du Language, Berlín y Nueva York, vol. 2, 1996, pp. 1359-1371. Estos trabajos se estu­
diarán en detalle.
99 En la fenomenología de Husserl, «intersubjetividad» es el nombre de todas las formas del Ser-con-otros
(Miteinanderseiri) de varios yo trascendentales o empíricos. El fundamento de este ser o estar con los otros es una
comunidad que tiene su origen en un yo trascendental cuya forma originaria la constituye la experiencia del otro.
El paso desde el yo trascendental individual a un nosotros trascendental constituye el punto en el que se da el salto
conceptual desde la subjetividad a lo intersubjetivo; el problema es si Husserl llega a cubrir este salto conceptual.
100 Dummett (1993), p. 51.
101 Así, E. Stenius, E. Tugendhat, A. Kenny.
102 Cf. discusión posterior, cap. 2.1.1.iv.
103 De hecho, en el Aufbau Carnap introduce la categoría de un modo preciso, en el contexto de su sistema
fenomenista. Designa con él una coordinación del centro de coordenadas de distintos sistemas de constitución,
tal que deja invariantes las relaciones espaciotemporales y cualitativas. Cf. Carnap (1928): Der logische Aufbau der
Welt, Leipzig (trad. cast. de L. Mués: La construcción lógica del mundo, México, 1988), §§ 146-149.
104 Quine (1974): The roots of reference, La Salle, 111.; trad. cast.: Las raíces de la referencia, Madrid, 1988, por
donde se cita, aquí p. 53.
105 En particular, las cláusulas de actitud proposicional de dicto se tratan como citas literales y se sustituyen
por su deletreo; las cláusulas de actitud proposicional de re se tratan como términos indéxicos extraños a la teoría.
Véase después, cap. 2.2.3.Í.
,06 Ibid.
107 Cf. Quine (1992), pp. 86-87.
108 Ibid, p. 74.
109 Ibid., p. 19 [curs. mías, C.C.]
110 Quine (1974), p. 64 [curs. mías, C.C.]
111 Ibid., p. 75. El problema de la intersubjetividad, a partir de la noción de identidad estimulativa intersub­
jetiva, es precisamente el que permite introducir, desde el ámbito de la teoría del significado, la diferencia de plan­
teamiento entre W. V. O. Quine y D. Davidson. Este último ha propuesto localizar los estímulos no en el siste­
ma neurológico, sino en el exterior: en aquella causa más inmediata, y común a todos los sujetos, de las manifesta­
ciones relevantes de la conducta de éstos. El estímulo deja de ser algo sólo vivido o experimentado de modo solip-
sista por cada sujeto epistémico, y lo sustituye una situación compartida que tiene lugar en el mundo exterior. El
tipo de «monismo anómalo» que defiende Davidson vuelve a reproducir, sin embargo, el mismo problema: cómo
garantizar que las formas, irreductiblemente mentales, de agrupar estados y hechos físicos, tengan lugar «del
mismo modo» en todas las mentes individuales, y cómo se accede a estas elaboraciones salvo en el medio intersub­
jetivo del lenguaje: Éste es el que permite hablar de una situación compartida. Este problema se tratará con mayor
detalle; cf. cap. 2.2.4.
112 Putnam (1975b), p. 219.
113 Ibid, p. 271.
1,4 Ibid, p. 269.
115 Es el caso de las posiciones defendidas por G. Evans (1982): The varieties ofreference, ed. de J. McDowell,
Oxford, 1991, o G. McCulloch (1990): The game ofthe ñame, Oxford. También lo es el de posiciones como la
de Fodor, al asumir lo que en general se ha caracterizado como intemisma. la posición que defiende que los sig­
nificados y los contenidos han de caracterizarse sin hacer mención a factores externos al sujeto, como su entorno
o su comunidad lingüística; contenidos y significados serían algo que «sobreviene» a lo que sucede dentro de los
límites corporales del propio sujeto. Sobre esta oposición entre internismo y externismo semánticos, cf. A. García
Suárez (1997): Modos de significar. Una introducción temática a la filosofía del lenguaje, Madrid, pp. 129-132.

62
PARTE 2

Teorías semantistas
del significado
2.1. Significado y referencia. La búsqueda de un lenguaje perfecto

2.1.1. Gottlob Frege (1825-1917). «Sobre sentido y referencia» (1892)

Siguiendo a C. Thiel1, cabe distinguir tres etapas en el pensamiento de Frege. La pri­


mera llegaría hasta 1890, e incluiría la Begriffischrift (= Conceptografia, 1879) como obra
fundamental junto a otros artículos y ensayos2, así como los Fundamentos de la aritmética
(1884). Aquí, Frege desarrolla un lenguaje formal conceptográfico con el fin de llevar a
cabo su programa logicista: fundamentar el concepto de número y las leyes de la aritméti­
ca en la lógica pura. Es cierto, sin embargo, que en esta última obra se anticipan ya la nueva
teoría del juicio y la nueva concepción de las nociones de función y objeto que se desarro­
llan en la segunda etapa, en la que los conceptos y las relaciones no son sino casos especia­
les de funciones concebidas como referencias de expresiones insaturadas. En su teoría del
juicio, por otra parte, Frege se ve obligado a prestar atención a la aserción de enunciados y
a la función designativa de las expresiones. Estos elementos teóricos se convierten en cen­
trales para la nueva teoría semántica con la que se «inaugura» la filosofía del lenguaje del
siglo XX, y encuentran su exposición más acabada en el ensayo «Sobre sentido y referencia»
de 1892. En una tercera etapa, a partir de la publicación de las Leyes fundamentales de la
aritmética (2 vols., 1893/1903) y el descubrimiento por parte de Russell de una paradoja
en el sistema formal de la Conceptografia, Frege fue aproximándose a un idealismo del sig­
nificado que afirmaba un tercer reino, el de lo «objetivo no real», al cual pertenecerían los
conceptos en tanto que referencias de las expresiones conceptuales. En esta etapa habría que
situar un ensayo postumo, en el cual Thiel afirma que Frege sólo logra demostrar que el
concepto es distinto del sentido de las expresiones conceptuales y predicativas, pero no su
«tesis fuerte»: que el concepto constituye la referencia de éstas3. En la serie de ensayos publi­
cados entre 1918-1923 con el título de Investigaciones lógicas^ y, en particular, en «El pen­
samiento», este idealismo se expresa bajo la forma de una hipostatización de la noción de
verdad y de los contenidos verdaderos del pensamiento, que aparecen como algo objetivo,
con validez intemporal e independientes de toda forma de conocimiento5.
Lo que, al margen de problemas de interpretación, parece quedar fuera de duda, es la
definitiva aportación de Frege al giro lingüístico en filosofía: si bien estaba convencido de
la relativa prioridad del pensamiento sobre el lenguaje, el único modo de acceder a las cate­
gorías formales y principios que guían aquél es el análisis de su exteriorización lingüística6.
Ello planteará, sin embargo, otros problemas fundamentales que enfrentan a los intérpre­
tes. Así, el problema de qué estatuto cabe atribuir al lenguaje conceptográfico de la
Begriffischrift -un cálculo de predicados de segundo orden con identidad- y cuál al lengua­
je lógicamente perfecto ambicionado por Frege. O el de cuál es el objeto del análisis estruc­
tural en términos de partes/todo, que Frege transpone desde los lenguajes formales mate­

65
máticos al lenguaje natural y que, tras rechazar que pueda aplicarse al ámbito de las refe­
rencias, sitúa en el ámbito del sentido7.

i. El programa logicista y el sentido de la conceptografia

Ya en la Conceptografia, pero también en las obras matemáticas Fundamentos de la arit­


mética y Leyes fundamentales de la aritmética, Frege se enfrenta al problema de la interpre­
tación que cabe hacer de los objetos lógicos y, en particular, de los números. Como ya se
ha señalado, es habitual considerar que las tesis fregeanas de filosofía del lenguaje son resul­
tado del programa logicista desarrollado para resolver este problema y que se orientaba a
una reconducción de la aritmética a la lógica. La constatación de imperfecciones en la
demostración matemática condujeron a Frege a desarrollar, en su Conceptografia -que
marca el comienzo de la lógica moderna-, un lenguaje que fuera adecuado para el control
y la conformación del pensar matemático: una lógica clásica de segundo orden con identi­
dad. Con esta lógica Frege no pretendía describir el lenguaje corriente -el lenguaje al uso,
Gebrauchsprache o Sprache des Lebens-, sino más bien las estructuras invariantes -los pensa­
mientos, Gedankenr- que pueden representarse en ese lenguaje conceptográfico especial­
mente construido para ello pero que también pueden «descubrirse» en el lenguaje corrien­
te, una vez se le ha depurado de los efectos engañosos que «extravían nuestro
conocimiento».
Existe en Frege, por tanto, una conexión muy estrecha entre lógica y filosofía del len­
guaje. Mientras que las «lógicas» de sus contemporáneos se orientaban hacia la psicología
-a leyes de asociación empíricas, como las buscadas por Hume-, lo que caracteriza a Frege
es que hace del lenguaje el punto de partida y el objeto de comparación de sus reflexiones
sobre lógica, aunque la expresión Sprachphilosophie, filosofía del lenguaje, no aparece en sus
escritos. Acerca de la lógica dice Frege que es «la ciencia dé las leyes más generales del ser
verdadero»8 y, en correspondencia con ello, determina su tarea como «el establecimiento de
las leyes según las cuales un juicio se justifica a partir de otros, en el caso de que éstos sean
verdaderos»9. Esto muestra con claridad que la lógica ha de establecer las normas obligato­
rias de la inferencia correcta (relación de consecuencia lógica). Frege desarrolló un lengua­
je formal, la conceptografia, que había de servir para la formulación de las leyes y la infe­
rencia lógica sin ambigüedades. El lenguaje corriente, el lenguaje al uso es, para este fin,
demasiado «imperfecto», pues «muchos errores del pensamiento se deben a imperfecciones
lógicas del lenguaje»10. G. Gabriel ha señalado11 que desde un punto de vista heurístico, y
según las propias declaraciones de Frege, éste creó la conceptografia para fines matemáticos
y llegó de este modo a la lógica; desde el punto de vista de los fines de ésta, la conceptogra­
fia debía servir, en primera instancia, para «comprobar la conexión de una cadena inferen-
cial de la manera más segura»12. Tenía que proporcionar una representación del esqueleto
formal común a todas las ciencias y además debía ser apropiada para «vincularse con un
contenido [e.d. con aserciones de las ciencias particulares, C.C.] a lo más profundo»13. Estos
contenidos, junto con la conceptografia, conformarían así el lenguaje de la ciencia.

ii. Exposición de su teoría semántica

Sentido (Sinn) y referencia (Bedeutung) constituyen las dos categorías básicas de la dis­
tinción semántica fundamental introducida por Frege para dar cuenta de la noción (pre-

66
teórica) de significado14. Que hay tal distintición forma parte de los presupuestos de Frege:
no intenta una demostración teórica, ni tampoco una fundamentación filosófica en el sen­
tido tradicional -como tampoco lo hará en el caso de otras nociones y tesis clave en su
investigación. Puede verse como una hipótesis, que Frege va a intentar ir confirmando en
el curso de su investigación. En este caso, lo que sí hace es introducir las dos categorías
mediante un ejemplo paradigmático con el que ilustra y hace plausible su presupuesto. Se
trata del caso de enunciados de igualdad (en principio, matemática), donde el enunciado
expresa el juicio de que dos elementos son iguales entre sí. Si la igualdad ha de entenderse
como una relación entre objetos, entonces lo que diferencia a los dos enunciados «a=b» y
«a=a», supuesto su valor de verdad, es el modo de designación de dicho objeto. Lo mismo
ocurre si, en vez de tomar enunciados del lenguaje formal de las matemáticas, se toman del
lenguaje natural; «el lucero de la mañana es el lucero de la tarde» incluye dos designaciones
distintas para el mismo objeto, aquí el planeta Venus. Con ello se está introduciendo ya la
triple distinción semiótica fundamental de signo (palabra o expresión lingüística)/sentido
(modo de darse una designación o referencia)/referencia del signo o expresión (lo designa­
do). La expresión «sentido» cobra por consiguiente, en el análisis de Frege, el carácter de un
término técnico; no tiene el valor conceptual o de connotación que lleva asociados en el
contexto pre-reflexivo del lenguaje corriente o en el de otras tradiciones filosóficas, y no jus­
tifica por ello el tipo de disputa «esencialista» que lleva en ocasiones a criticar en Frege el
reduccionismo al que somete esa supuesta entidad «eidética» que sería el Sentido. Sí es
importante adelantar aquí que esta explicación o definición de Frege ha de situarse en el
marco de su principio de composicionalidad: el valor semántico de las expresiones lingüísti­
cas que son partes de un enunciado, tanto en la dimensión del sentido como en la de la
referencia, va a consistir en su contribución al valor semántico de ese enunciado15.
Frege aplica en primer lugar la triple distinción semiótica a los nombres o expresiones
nominales. Precisa que entiende por nombre «cualquier designación (...) que represente un
nombre propio, cuya referencia sea por tanto un objeto determinado (tomando esta pala­
bra en un sentido amplio)»16. En un párrafo directo y aparentemente sencillo, Frege está
introduciendo o suponiendo implícitamente ideas originales importantes. Pues la categoría
de nombre propio, que es en principio una categoría gramatical, se está ahora determinan ­
do mediante un criterio lógico-semántico: ello supone introducir la distinción entre nom­
bre propio gramatical y nombre propio en sentido lógico. La aparente naturalidad del «por
tanto» no debe ocultar que Frege está introduciendo ya un primer requisito de carácter nor­
mativo, relativo a la referencia de las expresiones que aparecen como nombres, que no está
presente necesariamente en el lenguaje natural fáctico y que habrá de postularse como nece­
sario en un lenguaje lógicamente perfecto17. Un segundo requisito es el que Frege enuncia
inmediatamente a continuación para el sentido de los nombres; éste debe ser, para cada
expresión, único, en el siguiente sentido: para cada referencia conocida, dado un sentido
(un modo de designación) ha de ser posible decir si el sentido le «pertenece». Quizá sea más
fácil entender en qué consiste el requisito mediante un ejemplo sencillo del tipo de pro­
blemas o situaciones indeseables que, al establecerlo, Frege está intentado evitar. Si en el
caso de términos teóricos científicos, como «velocidad de la luz» o «menor número primo»,
se dieran las oscilaciones de sentido que se dan en los nombres propios gramaticales como
«Aristóteles», podría ocurrir que con el mismo término se hiciera referencia a dos objetos
distintos; ello conduciría a inferencias falaces y a extrapolaciones erróneas a uno de los obje­
tos de lo observado para el otro. La relación signo-sentido-referencia debería ser, por con­
siguiente, unívoca, si bien sí es admisible que una misma referencia venga dada por varios
sentidos, correspondientes a su vez a distintas expresiones. (De nuevo, ejemplos sencillos

67
ilustran lo que Frege quiere preservar: «2+2=4», «22=4» en el lenguaje de la aritmética ele­
mental, o «el lucero de la mañana» y «el lucero de la tarde» en el lenguaje natural).
La sencillez aparente de estas cuestiones encubre, una vez más, problemas filosófico-lin-
güísticos complejos, que se ponen inmediatamente de manifiesto. Uno lo abre la discusión
de Frege en nota al pie relativa al sentido de los nombres propios gramaticales; el segundo,
conectado con el primero, su precisión de que «[e]l sentido de un nombre propio lo com­
prende todo aquel que conoce suficientemente el lenguaje o la totalidad de designaciones
que le pertenecen»18. Frege está haciendo depender la captación del sentido asociado con
una expresión del conocimiento del significado lingüístico que tiene cualquier hablante com­
petente en general. Con ello, está recuperando para la noción de sentido la comprensión
pre-reflexiva que su definición anterior como término teórico parecía marginar, y abriendo
su análisis a un «peligro» -que los sentidos sean dependientes de categorías semánticas con­
tingentes, pertenecientes a una lengua natural particular- que él mismo intentará alejar
postulando el carácter objetivo, en un sentido enfático, de los «sentidos». Esto tiene lugar
sobre el trasfondo del principio de composicionalidad; el acceso al sentido de un nombre
propio dependerá, en parte, de la comprensión del pensamiento expresado por el enuncia­
do que lo contiene, y éste es a su vez el modo de darse un valor de verdad —algo que, como
más adelante va a aclarar Frege, presuponemos, del mismo modo que presuponemos una
referencia para las expresiones nominales-: «Es posible que nos equivoquemos siempre al
hacer esa presuposición (...) baste, por ahora, con señalar nuestro propósito al hablar o al
pensar»19. Esto da lugar a lo que se denomina teoría de la referencia «tradicional», y que se
integraría dentro de las teorías de la referencia indirecta. Para esta teoría, la referencia se fija
dando condiciones necesarias y suficientes para su determinación; estas condiciones se
identifican entonces con el sentido de la expresión correspondiente.
Pero importa observar que el propósito de los hablantes del que habla Frege no se sitúa
en el plano de la semántica, sino en el plano pragmático del empleo del lenguaje por parte
de los hablantes y de los presupuestos que son constitutivos de su uso epistémico en par­
ticular. En ello podría decirse que reside el valor semántico del lenguaje, supuesto el princi­
pio del contexto: los presupuestos pragmáticos del uso epistémico del lenguaje -referencia
en los nombres, valor de verdad para los enunciados- más el principio semántico del con­
texto -el valor semántico de las expresiones parciales depende de su contribución al valor
semántico (valor de verdad) de la unidad significativa mínima, el enunciado— determinan
la conexión interna antes defendida entre significado y verdad. Esto abre un posible trata­
miento del lenguaje que no es el que guía, sin embargo, la investigación de Frege. Su pers­
pectiva es estrictamente semántico-formal; su análisis hace abstracción de cualquier ele­
mento pragmático y se encamina a identificar los requisitos que deben estar presentes en
un lenguaje lógicamente perfecto. En lo que se ha identificado como primera etapa de su
pensamiento, en la que Frege está centrado en el problema de fimdamentación de la arit­
mética, el lenguaje de la conceptografía daba expresión formal suficiente a esos requeri­
mientos. Pero en esta segunda etapa, en la que Frege comienza a extender su análisis semán­
tico al lenguaje natural, en la especificación de los requisitos parecen entrar en juego
asimismo elementos del contenido: del conocimiento del significado que poseen los hablan­
tes20. Esto se pone de manifiesto en el análisis de los nombres propios gramaticales que hace
Frege, y que supone la formulación de una teoría de la referencia indirecta.
Pues en este caso -el de los nombres propios gramaticales- se da lo que Frege denomi­
na «oscilaciones del sentido»: distintos hablantes pueden asociar diferentes sentidos a una
misma expresión. En este punto, como en otros, Frege observa —con cierta condescenden­
cia- que ello no es censurable en el ámbito del lenguaje natural, suficiente para las finali­

68
dades prácticas de la comunicación cotidiana; pero esas oscilaciones del sentido «han de evi­
tarse en el edificio doctrinal de una ciencia demostrable y no deberían aparecer en un len­
guaje perfecto». Ello podría interpretarse como que, para ese lenguaje conceptográfico, el
sentido asociado con un nombre debería comprender el conjunto exhaustivo de todas las
atribuciones posibles (de propiedades y relaciones) que corresponden a la referencia, al
menos en los términos precisados por Frege: debería ocurrir que, dado un sentido, fuera
posible decir si pertenece a la referencia. Pero, al mismo tiempo —y en esto consiste la teo­
ría de la referencia indirecta fregeana—, la referencia se hace accesible en la mediación del
sentido, definido como el modo de darse ésta o modo de su designación. Resulta difícil
aquí interpretar a Frege. Pues está claro -como él mismo observaba al inicio— que las expre­
siones son relativas a «la cosa misma», y no tan sólo a nuestro modo de designación; lo que
es sólo relativo a nuestro modo de designación «es arbitrario», pero éste constituye una
mediación inevitable. Esto parece retroceder al problema de Humboldt -el de un relativis­
mo lingüístico que afirma la diversidad de perspectivas lingüísticas del mundo irreductibles
entre sí-, salvo si se tiene en cuenta la concepción filosófica de la verdad y de los conteni­
dos de pensamiento que Frege defiende en las Investigaciones lógicas1'. Al hipostatizar la ver­
dad y los pensamientos verdaderos, y afirmar su valor supraindividual y suprahistórico, así
como su autonomía con respecto a las elaboraciones cognoscitivas humanas, Frege puede
presuponer que el valor semántico del sentido de un nombre -entendido como el conjun­
to de las atribuciones que son verdaderas de la referencia- tiene que «estar dado», por decir
así, y que el conocimiento científico consiste en ir teniendo acceso a ello -a partir de la
experiencia sensible, en el caso del mundo real, o de alguna forma de intuición intelectual
en el caso de las entidades objetivas no-reales.
Si se formula lo anterior en los términos de la filosofía tradicional, es difícil no repro­
charle a Frege una posición metafísica casi insostenible y, desde luego, cognoscitivamente
indemostrable en el sentido de sus propios presupuestos. En su descargo puede observarse
que, como matemático, Frege parece ceñirse a la precomprensión de la noción de verdad
que aparece en el uso pre-reflexivo y corriente de ésta -tanto en la ciencia como en el
mundo de la vida- y al carácter incondicional que asociamos con ella: el criterio de validez
epistémica no puede ser, él mismo, epistémico. Pero también puede prescindirse de esta
consideración filosófica y ver el trabajo de Frege como respuesta a una abstracción seman-
tista, que olvida toda consideración pragmática acerca de lo que los hablantes creen o pre­
suponen y se ciñe al estudio de la estructura lógica de las expresiones; la investigación per­
mitiría, así, poner de manifiesto la diferencia entre esa estructura lógica y la gramática
superficial del lenguaje. Si, como el propio Frege solicita en otro momento en su ensayo,
se evita el extraer «consecuencias fundamentales» de esta abstracción semantista, y ello se
une a la afirmación, implícita en otro punto, de que a cada sentido de un enunciado sim­
ple completo le corresponde un «modo propio de descomposición»22, entonces parece legí­
tima una interpretación pragmática que ligue el valor semántico de las partes del conteni­
do expresado por el enunciado23 -del «pensamiento» asociado a éste, o sentido del
enunciado— con lo que los hablantes presuponen o pretenden al emplearlas de un determi­
nado modo. Como antes se puso ya de manifiesto, Frege mismo alude a ello cuando, ante
la objeción escéptica de que un término podría no tener referencia a pesar de la apariencia
contraria, observa: «baste, por el momento, con señalar nuestro propósito al hablar o al
pensar».
Esta posibilidad interpretativa24 no sería, sin embargo, consistente con la continuación
del estudio de Frege y su extensión a las unidades de significado mínimas: los enunciados
simples. Hay aquí dos tesis esenciales: una constituye la tesis central de la semántica fre-

69
geana -que la unidad de significado mínima es el enunciado simple porque éste da expre­
sión a un pensamiento verdadero-, y otra remite a un marco filosófico más amplio -una
concepción de la noción de verdad: concepción no-epistémica y «redundantista»—. Cada
una de ellas va unida a dos problemas, proque Frege hace dos afirmaciones que entran en
flagrante conflicto con otras dos que ha hecho antes: «que en todo juicio (...) ya se ha dado
el paso desde el nivel de los pensamientos al nivel de las referencias (de lo objetivo)», y «[1] a
afirmación de la verdad reside (...) en la forma de la oración enunciativa»25.
Al extender las categorías de sentido y referencia a las expresiones enunciativas simples,
Frege aplica implícitamente -sólo más adelante lo hace explícito- dos principios lógicos: el
pricipio de composicionalidad y el principio de sustitutividad salva veritate, o sustitutividad
salvaguardando la verdad26. La asunción de estos principios puede verse como un presu­
puesto de Frege; forma parte de su marco lingüístico o esquema conceptual (Quine), que es el
de la lógica clásica. Sólo así puede entenderse que Frege pregunte directamente, sin más tran­
sición, si el pensamiento que el enunciado contiene [sic] ha de ser visto como su sentido o su
referencia, y que la aplicación de los dos principios aludidos le permita concluir: que el pen­
samiento expresado por el enunciado ha de constituir su sentido y que ha de admitirse, como
su referencia, su valor de verdad -«la circunstancia de que sea verdadero o falso. No hay más
valores de verdad»; esta asunción de una lógica bivalente y del principio del tercero excluido
forma parte, como los principios anteriores, del marco teórico presupuesto. Frege es cons­
ciente de que hacer, de los valores de verdad, «objetos» de algún tipo choca al sentido común;
adopta la precaución de advertir que de ello «no deben extraerse consecuencias fundamen­
tales». Sin duda Frege está pensando en la posibilidad que, sin embargo, al menos en la últi­
ma etapa de su pensamiento él mismo asumiría y haría explícita: la de elevar a la categoría
de entidades ontológicas -pertenecientes a un ámbito de lo objetivo-no-real- lo que, en el
curso de su análisis lógico-lingüístico, puede verse como categorías semánticas funcionales,
válidas para proporcionar una representación de las relaciones estructurales entre expresiones típi­
cas sancionadas por el uso27.
Frege hace algo más. En nota a pie de página, precisa: «Por pensamiento no entiendo
la actividad subjetiva del pensar, sino su contenido objetivo, que es susceptible de ser pro­
piedad común de muchos»28. Frege está dando expresión al requisito de que cualquier ela­
boración que pueda considerarse conocimiento válido ha de poder ser públicamente acce­
sible y susceptible de reconocimiento intersubjetivo. Esta condición de posibilidad y validez
del conocimiento y de la ciencia está internamente vinculada con el requisito de la validez
intersubjetiva de los significados; pero Frege parece conceder una preemiencia relativa al
pensamiento sobre el lenguaje y se ve obligado, por ello, a asignar objetividad en sentido
enfático a los contenidos enjuiciables que los enunciados expresan. Resulta claro, por otra
parte, que para Frege la intersubjetividad es condición necesaria, pero no suficiente, para la
objetividad. Dummett ha señalado que aquí se situaría otro de sus presupuestos: la idea de
que el único modo de garantizar que algo es común para todos los sujetos es asignándole
un valor objetivo, en un sentido que va más allá de lo meramente intersubjetivo o de lo que
recibe reconocimiento público, y que es independiente y autónomo respecto a lo que se
encuentra en las mentes individuales: «existe para Frege un paso inferencial desde que algo
sea lo mismo para todos a que sea objetivo en este sentido más fuerte»29.
Pero esta atribución de valor objetivo a los pensamientos -o contenidos enjuiciables-
parece entrar en contradicción con la observación, unos párrafos después, de que en el jui­
cio se pasa del ámbito de los pensamientos al de las referencias, «de lo objetivo». Como ya
algunos estudiosos de Frege han señalado, aquí Frege parece oscilar entre dos nociones de
objetividad; la primera descansa en la lingüisticidad, en la validez intersubjetiva de los sig-

70
niñeados o valores semánticos (contenidos) de las expresiones; la segunda sería la de obje-
tualidad, descansaría en el presupuesto de que las expresiones nominales están por las enti­
dades extralingüísticas que constituyen sus referencias. La oscilación de Frege, que final­
mente se resuelve en la dirección de postular un ámbito de lo objetivo-no-real que integra
tanto elementos del sentido -los pensamientos- como de la referencia -objetos, valores de
verdad, conceptos-, puede ser indicativa aquí de que «Sobre sentido y referencia» marca un
punto de inflexión en la evolución de las ideas de Frege y en la formulación de su propia
teoría semántica. Este es el punto en el que Frege, de acuerdo con la lectura de Thiel, «con­
tamina» la semántica con asunciones ontológicas innecesarias desde un punto de vista
estrictamente lógico.
Sin embargo, este «ascenso ontológico» de Frege, y su afirmación de una objetividad de
las significaciones no reductible a lo elaborado intersubjetivamente, están en correspon­
dencia con la comprensión pre-teórica y pre-reflexiva que los hablantes tienen de la noción
de verdad o, más precisamente, de su incondicionalidad. Esta atribución de un carácter
absoluto a los contenidos juzgados «verdades», que presupone su independencia con res­
pecto a las elaboraciones discursivas que permiten expresarlos, subsume lo que se ha deno­
minado una concepción no-epistémica de la verdad. Que ésta es la concepción de Frege es
algo explícito, por ejemplo, en las Investigaciones lógicas y, en particular, en el ensayo «El
pensamiento». Pero ya aparece en «Sobre sentido y referencia», cuando Frege rechaza la
posibilidad de que la verdad pueda reconstruirse como un predicado de segundo orden, el
predicado «verdadero», que desde un metalenguaje se aplicaría a los enunciados de su len­
guaje objeto. Esta posibilidad, que encuentra su expresión lógicamente más acabada en la
definición semántica de la verdad de Tarski, es para Frege inválida: «la relación del pensa­
miento con la verdad no debe asemejarse a la del sujeto con el predicado»30. La negativa de
Frege a aceptar una noción de verdad epistémica -verdad como asertabilidad (Dummett) o
como justificabilidad racional (Putnam)- puede considerarse expresión de una determina­
da posición epistemológica o «metafísica». Pero puede prescindirse de «extraer consecuen­
cias fundamentales» si se tiene en cuenta que el razonamiento de Frege, en este punto, se
apoya en una consideración lógico-lingüística relativa a la conexión entre el significado
expresado por un enunciado y su validez epistémica: pues, como ya se ha visto, Frege afir­
ma que «[1]a afirmación de la verdad descansa (...) en la forma de la oración aseverativa»31.
Frege precisa que entiende por juicio no la mera concepción de un pensamiento, sino
el reconocimiento de su verdad. Autores como Thiel y Sluga han señalado que esta posi­
ción de Frege sigue a la de Kant, y Sluga precisa que va unida a la idea -también en Kant-
de que el juicio es la unidad cognoscitiva mínima y posee prioridad lógica con respecto al
concepto32. Lo que importa ahora es que Frege está ligando esta tesis de teoría del conoci­
miento con la tesis filosófico-lingüística del estatuto que cabe asignar a los enunciados
como unidades significativas mínimas y punto de partida para el análisis de los valores
semánticos de las expresiones componentes; los sentidos de éstas se explican en términos de
su contribución al valor de verdad del enunciado. Pero ello va unido en Frege a lo que se
ha llamado teoría redundantista de la verdad: afirmar la verdad de un enunciado que expre­
sa un juicio es duplicar una información que ya está contenida en la mera afirmación del
enunciado. O, formulado en los términos lógico-formales de Ramsey: toda instancia de
sustitución del esquema «es verdadero que p» posee el mismo sentido que la correspondiente
instancia de sustitución del esquema «p» (o alternativamente «no y>»)33. Lo interesante es la
justificación que Frege ofrece para ello. Pues su observación de que la atribución implícita
de un valor de verdad al enunciado descansa en la forma lógica de éste supone poner de
manifiesto la conexión interna existente entre significado y verdad. Pero esta conexión no des­

71
cansa en el presupuesto pragmático que los hablantes ligan con su uso del lenguaje; a dife­
rencia de lo que el propio Frege afirmaba con respecto a la conexión entre el nombre y su
referencia, ahora esta conexión se sitúa en un plano estrictamente semántico-formal. Esta
abstracción semantista de lo que podría situarse en el ámbito regulativo, y por tanto nor­
mativo de los presupuestos inevitables y generales ligados al uso epistémico del lenguaje
-ámbito pragmático-formal- puede verse como lo que le «obliga» a un movimiento de
«ascenso ontológico» y a una hipostatización de la noción de verdad, cuando Frege intenta
encontrar el fundamento de este vínculo lógico interno entre significado y verdad.
Desde el punto de vista de la compleción del análisis semántico de las expresiones en
términos de sentido y referencia, aún es preciso mostrar que éste puede extenderse a los
enunciados complejos, que incluyen como partes otros simples. La segunda mitad de
«Sobre sentido y referencia» se centra en un estudio de los casos de oraciones relativas sus­
tantivadas («el que descubrió las órbitas planetarias elípticas murió en la miseria»), com­
pletivas («Copérnico creía que las órbitas de los planetas son circulares») y relativas restric­
tivas («La raíz cuadrada de 4 que es menor que 0,...»), para lo que Frege recurre a la noción
de referencia indirecta. Se trata de un intento de Frege de extender su análisis al caso de
enunciados complejos del lenguaje natural, mostrando de qué modo éste es aplicable y
puede generalizarse.
Este análisis de Frege es de particular importancia porque introduce el problema de los
contextos referencialmente opacos, o contextos oblicuos. Son aquellos contextos oracionales en
los que aparentemente falla el principio de sustitutividad salva veriíate*, es decir, donde la
sustitución de expresiones por otras de igual valor semántico en el contexto de un enun­
ciado no preserva el valor semántico (valor de verdad) final del enunciado. Este es el caso
de las citas («el concepto de caballo’»), o de lo que se conoce como oraciones de actitudpro-
posicional. Estas son oraciones que incorporan verbos psicológicos («creer», «saber», «estar
convencido») y verbos que introducen el estilo indirecto («decir», «afirmar»). Frege se
ocupa, en particular, de enunciados complejos que contienen cláusulas subordinadas com­
pletivas introducidas por el pronombre relativo que, como en el ejemplo visto: «Copérnico
creía que las órbitas de los planetas son circulares». Aquí, la oración subordinada («que las
órbitas...») no puede sustituirse por cualquiera del mismo valor semántico, esto es, que
tenga el mismo valor de verdad; pues el valor de verdad del enunciado complejo podría
verse alterado. Frege establece que, en estos contextos referencialmente opacos, las expre­
siones componentes -el término citado entre comillas, o la cláusula completiva- no tienen
su referencia directa o habitual, sino lo que llama su referencia indirecta (ungerade
Bedeutung): ésta coincide con lo que sería el sentido habitual de la expresión o de la ora­
ción34.
De hecho, el trabajo de Frege no es exhaustivo y algunas de sus soluciones resultan
en exceso ad hoc. Esta parte de su ensayo pone de manifiesto, como el propio Frege reco­
noce, la complejidad del lenguaje natural y, desde el punto de vista de la teoría semán­
tica, evidencia el modo en que la estructura de la gramática superficial no se corres­
ponde con la estructura lógica del lenguaje. Ello permite identificar un rasgo definitorio
del lenguaje lógicamente perfecto que se ambiciona: aquí la estructura gramatical debe­
ría reflejar de modo directo la estructura lógica y semántica.
Recapitulando, Frege ha distinguido en «Sobre sentido y referencia», como nombres
propios en sentido lógico, tres tipos de expresiones lingüísticas: nombres propios gramati­
cales («Ulises»), descripciones definidas («el descubridor de las órbitas planetarias elípti­
cas»), y oraciones subordinadas de relativo sustantivadas («el que descubrió...»). En todas
estas expresiones es preciso distinguir, analíticamente, 1. el signo; 2. el sentido, que el signo

72
expresa; 3. la referencia, denotada por el signo; finalmente, 4. la representación, puramente
subjetiva, que acompaña a la transmisión o comprensión del sentido de un signo. Cuando
este análisis se extiende a las oraciones enunciativas completas, como se ha visto, el sentido
es el pensamiento expresado por el enunciado; la referencia pasa a ser su valor de verdad: lo
verdadero y lo falso. Con su afirmación del valor objetivo de los pensamientos verdaderos,
Frege se sitúa ya, para el análisis, en el ámbito de un significado compartido y válido inter­
subjetivamente.
Hay todavía, sin embargo, un conjunto importante de expresiones lingüísticas no ana­
lizadas: las expresiones predicativas, que Frege subsume bajo la categoría más amplia de
expresiones de concepto o expresiones conceptuales. Para entender esto es preciso tener en cuen­
ta otros ensayos de Frege anteriores y posteriores a este trabajo: «Función y concepto»
(1891), «Sobre concepto y objeto» (1892), «Ampliaciones sobre sentido y referencia»
(1892-1895)35. En este último trabajo se extiende el análisis a expresiones de concepto -gra­
maticalmente, expresiones predicativas- y, al determinar su sentido y su referencia36, Frege
introduce una división en ámbitos que ha permitido a Thiel hablar de una contaminación
de ontología y semántica. Para recomponer el marco general de este problema, es preciso
tener en cuenta los otros escritos de Frege anteriores y posteriores y, en particular, la
Conceptografia (1879) y los ensayos «Función y concepto» (1891), «Sobre concepto y obje­
to» (1892) y «Lógica» (1897).
El análisis lógico de los enunciados asertivos permite extender las nociones semánticas
de objeto y función-. «Es posible pensar en las oraciones enunciativas en general (...) como
divididas en dos partes, de las cuales una está completa en sí misma y la otra requiere de
compleción, es no saturada»*7. Y: «Si hemos admitido sin restricción, de este modo, objetos
como argumentos y como valores de verdad, es preciso preguntarse a qué se está llamando
objeto (...). Objeto es todo lo que no es función, cuya expresión no lleva consigo, así, nin­
guna posición vacía»*. La investigación semántica de Frege, descrita de modo esquemático,
incluye los siguientes resultados finales.
1. Las categorías semánticas sobre las que se interpretan las expresiones lingüísticas y
que, por tanto, constituyen legítimamente sus referencias, son: 1.1. función = su expresión
contiene lugares vacíos, es no-saturada; 1.2. concepto = es una función unaria, que al ser
saturada arroja como valor un valor de verdad; 1.3. objeto = su expresión está saturada, no
precisa compleción.
2. Aplicado lo anterior a las expresiones lingüísticas, resulta lo siguiente: 2.1. un nom­
bre en sentido lógico nombra un objeto; 2.2. un enunciado, u oración enunciativa comple­
ta, no contiene lugares vacíos y por consiguiente su referencia es un objeto: los valores de
verdad son objetos; 2.3. una expresión conceptual, por el contrario, contiene un lugar vacío:
es expresión funcional unaria.
3. Son ejemplos de expresiones conceptuales: «... conquistó las Galias», «... mató al
padre de Edipo», «La capital de...», «Edipo asesinó a...». Y, para Frege, términos generales
como «caballo», o «verde», son expresiones conceptuales: «... caballea», «... verdea», etc.
(Hay una pluralidad de individuos, u objetos, que posiblemente caen bajo el concepto-, aná­
logamente, es posible identificar términos generales de segundo orden, a los que están
subordinados otros términos conceptuales de primer orden.)
4. Las relaciones semánticas fundamentales son: 4.1. «la relación de caer un objeto bajo
un concepto»-, y 4.2. «la relación de subordinación de un concepto a otro».
5. Se trata, en todos los casos, de un análisis lógico-lingüístico; «He decidido hacer un
uso puramente lógico en sentido estricto»39.

73
Esto último remite ai plano pragmático-formal de los presupuestos inevitables presen­
tes -y reflexivamente accesibles- en el uso epistémico del lenguaje: Frege se sitúa en este
plano, en esta dimensión pragmática de un uso reflexivo del lenguaje para llevar a cabo su
análisis del uso epistémico del mismo. Por ello necesita apelar a esta pre-comprensión lin­
güística: «no querría dar definiciones sino sólo hacer un guiño, remitiéndome con ello al
sentir común de la lengua alemana»40. Y centra su análisis en la estructura semántica del len­
guaje: «El concepto —taly como yo entiendo la palabra— es predicativo»41.
Una nota a pie de página obliga a retomar el problema pendiente en relación con el
sentido y la referencia de las expresiones conceptuales: pues Frege afirma que el concepto
es «el significado de un predicado gramatical»42. La referencia de una expresión conceptual
es, para Frege, el propio concepto, y no el dominio de la expresión funcional interpretada
(Begriffiumfang) o la clase de objetos que caen bajo el concepto. Lo importante es que, fren­
te a la solución que parece ofrecerse como la más simple y que ha sido seguida después en
el contexto de la lógica formal -los conceptos son vistos como la contrapartida intensional,
en el ámbito del sentido, de las expresiones conceptuales (sintácticas), cuyas referencias
extensionales son las clases de (tupias de) individuos que caen bajo el concepto (o satisfa­
cen la relación)-, la asunción por parte de Frege del principio del contexto -e.d. el princi­
pio de composicionalidad aplicado al ámbito del sentido— como una tesis fundamental de
la teoría del sentido parece condicionar un tipo de «contaminación ontológica» de la
semántica, que se expresa en el postulado de un ámbito de lo objetivo-no-real en el cual se
integran los conceptos como referencia -y no sentido- de las correspondientes expresiones
funcionales.
Finalmente, una expresión de concepto tiene una referencia si y sólo si dicho concepto está
claramente delimitado, e.d., para cada objeto puede determinarse si cae o no bajo el concepto
-el tertium non datur tiene validez aquí, encuentra aplicación en la subsunción de un objeto
bajo un concepto. Condición necesaria y suficiente para poder establecer la verdad de un enun­
ciado es que haya una, y sólo una, referencia para cada una de sus expresiones componentes;
pero esto sólo es pensable en un lenguaje lógicamente perfecto. En éste, la estructura lógico-
semántica debería mostrarse en la estructura de la gramática superficial.

iii. El principio del contexto

Se ha visto ya cómo al sentido de un conjunto de palabras que son expresión de una


unidad completa de significado susceptible de verdad, Frege comenzó dándole el nombre
de contenido enjuiciable y, posteriormente, de pensamiento. El modo más simple en que esto
tiene lugar consiste en la articulación o ligamiento de un nombre con una expresión con­
ceptual; Frege describió la «forma lógica» o «general» de un contenido enjuiciable de este
tipo mediante la expresión «el objeto a cae bajo el concepto F» y a esta relación de caer un
objeto bajo un concepto la consideró la relación lógica fundamental^. El problema que se
presenta de modo inmediato es el de la aclaración y descripción de esta relación lógica en
el caso de las expresiones lingüísticas complejas o compuestas. El método de Frege es de
análisis, y no de síntesis. No parte de la determinación del significado -o de las propieda­
des semánticas- de las partes más simples a fin de determinar, sólo después, el significado
de las expresiones compuestas a partir de éstas. Describe su propio proceder en los térmi­
nos siguientes: «Lo peculiar de mi concepción de la lógica se pone de manifiesto, en pri­
mera instancia, en que traigo a primer plano el contenido de la palabra verdadero’ y en que,
a continuación, dejo que el pensamiento aparezca como aquello que permite preguntar por

74
el ser verdadero. No parto, por consiguiente, de los conceptos para componer a partir de
ellos el pensamiento o el juicio, sino que obtengo las partes del pensamiento a partir del
análisis del pensamiento»44. Ello supone que no es posible separar el problema de la transi­
ción del sentido a la referencia (al valor de verdad), en el caso de los enunciados, del pro­
blema de la complejidad semántica y la relación partes-todo dentro del enunciado. Pues
«[s]i un nombre es parte del nombre de un valor de verdad [es decir, de un enunciado,
C.C.], entonces el sentido de dicho nombre es parte del pensamiento que aquél expresa»45.
La interpretación que ha hecho M. Dummett de la conexión entre sentido y referencia
la ha formulado él mismo en términos de la ya adelantada tesis de la dependencia:, en la teo­
ría de Frege, el sentido determinaría la referencia «en el sentido fuerte de que, dado cómo
están las cosas en el mundo independientemente del lenguaje, que una expresión tenga el sen­
tido que tiene es lo que explica qué le da la referencia que tiene»46. Lo fundamental aquí es
el modo en que Dummett entiende la noción de sentido-, al igual que otros autores como
Ch. Thiel y H.-J. Schneider, considera que comprender el sentido de un nombre equivale
a entender lo que significa considerar y usar una expresión como nombre; y si, desde esta
perspectiva del conocimiento del modo de uso, la expresión puede emplearse para referir a
un determinado objeto, puede verse el sentido como un modo particular de «seleccionar»
ese objeto. Esta interpretación puede considerarse en consonancia con la de Thiel, para
quien las categorías de signo, sentido y referencia pueden interpretarse como un recurso
puramente teórico, un «método» que permite un análisis lógico de las formaciones lingüís­
ticas que es autónomo respecto a su gramática superficial47. Y la misma interpretación se
encuentra, más elaborada, en Schneider, quien precisa que «las unidades de sentido (las
palabras) han de tomarse en consideración en la medida en que se emplean como (tipos de)
signos»48. También E. Tugendhat sigue esta perspectiva al poner de manifiesto que la asig­
nación de una función semántica a expresiones lingüisticas-tipo, como los predicados, per­
mite dar cuenta de su significado en términos de las reglas de uso que se ponen de mani­
fiesto en ejemplos típicos; se evita, con ello, tanto el «ascenso ontológico» como la
permanencia en el nivel de la sintaxis gramatical: «semánticamente no se trata de la expre­
sión, sino de la regla de empleo, de la función de caracterización»49.
Estas interpretaciones, formuladas desde una posición filosófica constructivista y
semantista -en la medida en que todas ellas consideran que los elementos pragmáticos rela­
tivos al conocimiento de las reglas y criterios de uso pueden quedar suficientemente inte­
grados en la descripción de la estructura semántica-, logran contrarrestar los problemas que
Frege introduce en su propia teoría. Pero plantean una dificultad de carácter interno a la
que es preciso responder desde la propia teoría semántica, y que retoma una de las cuestio­
nes que en la introducción se presentaron como determinantes para el giro lingüístico: el
de la composicionalidad de las expresiones complejas a partir de elementos más simples50.
El problema lo presenta ya Tugendhat, precisamente al señalar que la concepción de Frege
permite salvar las dificultades y las aporías que surgen en el caso de concepciones menta-
listas tradicionales del significado, que tienen que ver las expresiones predicativas como
«nombres» de algún tipo51. A la pregunta por el modo en que el significado, o valor semán­
tico del enunciado completo depende de los significados o valores semánticos de las partes
que lo componen, sólo es posible responder -y este presupuesto es determinante para carac­
terizar el giro lingüístico en filosofía- si se parte del enunciado simple como unidad míni­
ma de significado y se consideran los valores semánticos de las expresiones componentes en
interdependencia con esa unidad. Este es el punto de partida de Frege y que se conoce
como principio de composicionalidad: «es preciso preguntar por el significado de las palabras
en el contexto del enunciado, y no aisladamente»52. Pero esto, sobre el trasfondo de las tres

75
categorías semánticas básicas de signo-sentido-referencia y la relación semántica funda­
mental de «caer un objeto bajo un concepto», obliga a preguntarse si el análisis o descom­
posición lo es meramente de las expresiones, o se sitúa en el ámbito del sentido o en el de
la referencia. Y esta pregunta va necesariamente unida al problema de la relación entre len­
guaje y pensamiento, es decir, al de si uno de los dos ámbitos tiene precedencia sobre el
otro.
Parece que puede establecerse, como ya se ha adelantado, que el análisis de las expre­
siones lingüísticas pretende constituirse en un análisis de la dimensión del sentido. Thiel
señala que, si bien el propio Frege habla en ocasiones como si hubiera una estructura del
tipo partes-todo en el ámbito de las referencias, esto resulta insostenible. En la misma línea
argumentan distintos autores apoyándose en los textos del propio Frege”. Del mismo
modo, en todo momento Frege defiende la inseparabilidad de pensamiento y lenguaje; el
pensamiento sólo es accesible en la mediación de su expresión lingüística. Es cierto que, en
sus escritos, esta tesis coexiste con la idea de la relativa prioridad del pensamiento sobre el
lenguaje. Pero el principio del contexto, tal y como se expresa en los Fundamentos de la arit­
mética -esto es, en términos de nombres y enunciados-, es reflejo de la tesis mencionada:
«Si un nombre es parte del nombre de un valor de verdad, entonces el sentido de dicho
nombre es parte del pensamiento que aquél expresa».
En las Leyes fundamentales de la aritmética se hace clara la conexión interna antes apun­
tada entre el significado de las expresiones y el criterio de validez epistémica o, lo que es lo
mismo, entre la doble dimensión de sentido y referencia, por un lado, y verdad por otro,
en el marco del lenguaje de la conceptografia. El sentido de un nombre, simple o comple­
jo -incluidas las expresiones conceptuales, aquí también consideradas «nombres»-, cuando
se presenta en el contexto de un enunciado conceptográfico, consiste en su contribución a
la expresión del pensamiento que el enunciado comunica. El pensamiento expresado por
un enunciado es, de acuerdo con la presentación de Frege, el pensamiento de que las con­
diciones bajo las cuales el enunciado expresa un juicio verdadero, efectivamente se dan. Por
consiguiente, conocer el sentido de un término o una expresión particulares que aparecen en un
enunciado equivale a conocer la contribución que hacen al enunciado en tanto que expresión de
un juicio.
Pero, si se acepta que el sentido de los términos individuales o expresiones que son par­
tes de enunciados viene dado por su contribución en el contexto de enunciados simples
particulares, que serían las unidades mínimas de significado, y que el sentido y el valor de
verdad de los enunciados compuestos dependen igualmente de los enunciados simples de
que están compuestos, parece difícil explicar cómo se puede entender el pensamiento
expresado por un enunciado simple, sin un conocimiento de alguna forma «previo» de los
sentidos de las expresiones-parte que lo componen. Para responder a este problema, Sluga
ha defendido que hay en Frege una concepción del juicio similar a la de Kant y según la
cual hay una prioridad -en sentido lógico- del juicio sobre el concepto. Observa que, para
Kant, los conceptos son esencialmente predicativos y que no pueden verse, por ello, como
abstracciones a partir de experiencias sensibles: los juicios poseen el carácter de una unidad
sintética e incluyen algún elemento apriórico, y los conceptos sólo se obtendrían a partir
del análisis de los juicios54.
Esta interpretación de Sluga, si bien permite dar respuesta a la pregunta planteada, pre­
senta a su vez una doble dificultad. Por una parte, parece hacer de los conceptos entidades
dependientes de la actividad del pensamiento -del análisis-, en flagrante contradicción con
lo que Frege afirma en su ensayo titulado «El pensamiento» y en otros puntos. Y, por otra
parte, no debe olvidarse que pensamientos —o contenidos enjuiciables— y conceptos no se

76
encuentran semánticamente en el mismo plano: los conceptos pertenecen al ámbito de las
referencias. Ello lleva a Dummett a defender la necesidad de introducir una distinción teó­
rica entre «ocurrencia» y «disposicionalidad» del sentido: «la comprensión disposicional de
un sentido sólo puede activarse cuando tiene lugar la comprensión de un pensamiento del
cual dicho sentido es un constituyente»55. Esta explicación puede parecer un «malabarismo»
intelectual si no se tiene en cuenta cuál es la preocupación de Dummett aquí; se trata del
modo en que la teoría semántica de Frege puede extenderse para dar cuenta de la compe­
tencia que permite construir nuevos enunciados a partir de palabras conocidas anterior­
mente, o entender enunciados que no se han oído anteriormente. Esto es aproblemático si
se aceptan las palabras o términos individuales como vehículos primarios del sentido; y
«[djebido a que no podemos dar una explicación del sentido de una palabra tomada aisla­
damente, nuestra capacidad para comprender nuevos enunciados reclama una explica­
ción»56. Dummett encuentra esta preocupación explícita en algunos trabajos últimos de
Frege, y se pregunta si el principio del contexto ha sido sostenido por éste hasta el final des­
pués de su explícita formulación en los Fundamentos...57.
La dificultad que crea el principio del contexto, si éste se vincula con la tesis de la
determinación de la referencia a través del sentido, es la de su conclusión necesaria: pues,
si es el principio del contexto -entendido como una tesis relativa al sentido- el que san­
ciona la adscripción de una referencia a una expresión parcial, entonces los sentidos de todos
los enunciados que contienen esas expresiones parciales han de estar previamente dados o
fijados. Esto parece obligar a introducir una distinción. Cuando se trata del sentido de los
nombres propios, puede considerarse legítimo adscribir una referencia al nombre bajo el
supuesto de que los sentidos de los enunciados que lo contienen ya han sido fijados, inclui­
dos los enunciados de reconocimiento mediante ostensión. Para que la noción de referencia
desempeñe aquí una función semántica, es preciso suponer algún procedimiento para iden­
tificar o seleccionar un objeto como el referente del nombre. Sin embargo, cuando se trata
de expresiones conceptuales o nombres de entidades no reales, como números o clases, el
principio del contexto no es de ayuda; pues es preciso suponer que se tiene acceso al senti­
do de todos los enunciados de los que la expresión puede formar parte, y en la determina­
ción de estos sentidos no puede presuponerse el conocimiento de la referencia de esas expre­
siones componentes, que es a lo que se trata de llegar58.
Esta dificultad lleva a Dummett a separar el principio del contexto, entendido como
una tesis relativa al sentido, de la teoría de la referencia en el marco de la semántica frege-
ana; y a considerar que la paradoja señalada antes -para fijar la referencia de los nombres
es preciso conocer los sentidos de todos los enunciados que los integran, sin que el conoci­
miento de estos sentidos pueda a su vez depender del conocimiento de la referencia de esas
expresiones componentes- se resuelve si se acepta como válido un procedimiento estipula-
tivo que fije los sentidos de enunciados conteniendo nombres de un cierto tipo -p.e. térmi­
nos numéricos-, sin tener que apelar a la referencia de dichos términos: si la estipulación
se lleva a cabo por un procedimiento estrictamente de lógica formal -cabe interpretar que
mediante reglas semánticas para la introducción (y eliminación) del término-, no puede
surgir ninguna dificultad del supuesto de que tales términos «están por» objetos de algún
tipo. La conclusión de Dummett permite «salvar» la teoría semántica de Frege frente al tipo
de «contaminación ontológica» que éste mismo parece haberle impreso, siempre y cuando
se separen la teoría relativa al sentido de la teoría de la referencia, y deje de considerarse el
principio del contexto como una tesis relativa a la referencia, o como una justificación para
adscribir referencia a los términos abstractos. «Permanece, sin embargo, el hecho de que la
noción de referencia no se usa realmente al explicar los sentidos de los términos en cues­

77
tión; por lo que hace a su aplicación a estos términos, la noción ha dejado de ser funcional
y la teoría del sentido ya no depende de la teoría de la referencia»59.
La interpretación de Dummett, y su propuesta de una «estipulación» del sentido que
evite apelar a la referencia, puede parecer una ocurrencia extraña si no se tiene en cuenta la
posición filosófica de este autor; desde un punto de vista constructivista, puede estipularse
la aplicación que va a hacerse de una definición o un término; y el sentido de los nombres, o
de un tipo de expresiones, puede considerarse dado con el conjunto de sus reglas de uso. Hay sin
embargo algo que resulta problemático en esta lectura. Para Frege, que los nombres tengan
referencia es importante porque permite pasar del pensamiento expresado por el enuncia­
do al juicio sobre su valor de verdad. Por ello puede objetársele que los enunciados no son
nombres de sus valores de verdad en el mismo sentido en que una expresión nominal lo es
de su referencia. Prescindir de la teoría de la referencia, como pretende Dummett -al
menos, en el contexto de lo objetivo-no-real-, evita la contaminación ontológica de la teo­
ría, y permite responder a la cuestión de cómo se generan nuevas expresiones. Pero hace
descansar el sentido en una elaboración intersubjetiva que difícilmente puede responder a
la objetividad enfática que pretendía Frege. Por otra parte, tampoco logra dar cuenta de
«nuestra intención o nuestro propósito» cuando al hablar presuponemos que las expresio­
nes nominales tienen referencia. En la teoría de la verdad defendida por Dummett, esta
noción se reconstruye en términos de asertabilidad racional; pero se pierde con ello la ins­
tancia que representa el mundo real, o un mundo objetivo extralingüístico, y su función en
el contexto de la elaboración del conocimiento humano. Se garantiza la identidad inter­
subjetiva del significado pagando el precio de renunciar a la objetividad de la referencia y
la universalidad de los contenidos expresados.
Cabría la posibilidad, sin embargo, de mantener la concepción epistémica de la verdad
-frente a la hipostatización de Frege- sin renunciar al elemento fundamental en la semán­
tica de Frege: el vínculo entre sentido y referencia sobre el que descansa la conexión inter­
na que esta teoría semántica establece entre significado -en la doble dimensión de sentido
y referencia- y validez epistémica, o verdad. La teoría de la referencia puede verse, como ha
mostrado Dummett, como un elemento espurio para la formulación del principio del con­
texto y una subsiguiente teoría del sentido, si lo que se pretende es dar cuenta de la forma­
ción de nuevos enunciados o de su comprensión, de acuerdo con las reglas semánticas y de
uso fácticamente establecidas. Pero esa misma noción de referencia es un elemento impres­
cindible desde el punto de vista de la justificación de la validez de esas elaboraciones. Para
la cuestión no de hecho, sino de derecho relativa a las condiciones de posibilidad y de vali­
dez de un uso epistémico del lenguaje, el problema de la referencia tiene que hacerse entrar
en juego: que los nombres tienen referencia es, como señalaba Frege, un presupuesto gene­
ral e imprescindible en la elaboración de un conocimiento justificadamente válido. Que se
trata de un presupuesto inevitable de los hablantes implica que una teoría del significado ha
de situarlo no en el plano de la estructura semántica del lenguaje, sino en el de la estructu­
ra pragmática de su uso. La paradoja que motiva la reflexión de Dummett queda salvada si
esa posibilidad contrafáctica -la de que, para dar la referencia de un nombre, hayan de ser
conocidos los sentidos de todos los enunciados de los que ese nombre puede formar párte­
se entiende como un presupuesto regulativo relativo al conocimiento de las reglas de uso de
dicho nombre en el contexto de enunciados, que los hablantes se atribuirían cuando em­
plean ese nombre en contextos epistémicos. El carácter normativo y, por consiguiente, con-
trafáctico del presupuesto no impediría que puedan modificarse las reglas o aceptarse otras.
Para una fijación fáctica de la referencia habría que dar, en tal caso, condiciones necesarias
y suficientes, que -éstas sí- habrían de preservarse de unos contextos a otros.

78
iv. Discusión. Sobre la contaminación ontológica de la teoría semántica y el estatuto del
lenguaje lógicamente perfecto

Antes de centrar la atención en los escritos de Frege sobre semántica, se hizo valer la
posibilidad de hacer uso de una periodización -puramente metodológica- en tres etapas:
1. Conceptografia (1879), Los Fundamentos de la Aritmética (1884); 2. «Función y concep­
to» (1891), «Sobre sentido y referencia» (1892), «Ampliaciones sobre sentido y referencia»,
Sobre concepto y objeto (1892); Las Leyes fundamentales de la Aritmética (1893/1903); 3.
Investigaciones lógicas (1918/1919/1923).
Se dijo que la tercera etapa es la que habría llevado a Frege a hacer, de sus categorías
semánticas, categorías ontológicas, y a ampliar su teoría semántica con componentes onto-
lógicos. En la primera, Frege se pregunta por la esencia del lenguaje formal que está desa­
rrollando y por «[l]a relación de mi conceptografia con el lenguaje de la vida»60. Utiliza la
expresión lenguaje formal del pensamiento al referirse a su conceptografia porque parte del
supuesto de que ésta ha de permitir expresar las relaciones entre expresiones que son inde­
pendientes de la índole particular de las cosas -pues las verdades pueden dividirse en aque­
llas cuya prueba descansa en un procedimiento puramente lógico, y aquellas que han de
apoyarse en hechos de la experiencia. Con ello, se están clasificando las verdades necesita­
das de fundamentación por su tipo de prueba, y no por su origen psicológico. Se trata de
‘desnudar’ la cadena inferencial, la relación de consecuencia lógica de todo presupuesto que
pudiera deslizarse inadvertidamente y, prescindiendo de la naturaleza peculiar de las cosas,
basarse únicamente en leyes en las que se apoya todo conocimiento.
Ello ha de hacer, de la conceptografia, «un medio útil para determinados fines científi­
cos»61. Frege hace referencia al calculus ratiocinator de Leibniz como un intento de desarro­
llar lo que las ciencias -Frege cita la química, la aritmética, la geometría; pero pretende apli­
car la conceptografia a la mecánica y la física- han llevado a cabo en dominios particulares:
un modo de designación adecuado. En todos estos ámbitos entran en juego dos tipos de
necesidad: la necesidad lógica, o necesidad del pensamiento y la necesidad empírica, o nece­
sidad de la naturaleza. Ello hace que, junto al desarrollo del aparato formal que permite
expresar las leyes del proceso inferencial, sea preciso prever el desarrollo de un conoci­
miento sustantivo en estos ámbitos -cadenas causales, subsunción de un objeto bajo un
concepto, subordinación de un concepto bajo otro concepto. Y este aspecto material o sus­
tantivo del conocimiento hace que, en ocasiones, se produzcan «extravíos»; la concepto-
grafía aparece entonces como un instrumento que evita errores en la expresión de nuestro
conocimiento: «Si es tarea de la filosofía romper con el dominio de la palabra sobre el espí­
ritu humano, al descubrir los engaños que surgen, a menudo inevitablemente, al usar el len­
guaje en su referencia a los conceptos, y hace esto al liberar al pensamiento de aquello con
lo cual el medio de expresión lingüístico, por su propia condición, tan sólo lo aprisiona,
entonces mi Conceptografia puede llegar a ser, si se la configura para estos fines, un instru­
mento útil para los filósofos»62. Al mismo tiempo, reconoce que esta conceptografia no
reproduce el «pensamiento puro», como no podía ser de otro modo en un medio de repre­
sentación; pero es posible limitar las desviaciones a las más inevitables e inocuas, ya que
«son de un tipo muy distinto al de las propias del lenguaje».
Hay varios elementos importantes aquí desde un punto de vista filosófico-lingüístico.
En primer lugar, el problema de qué estatuto cabe atribuir al «lenguaje del pensamiento
puro». Pues parece subyacer a las teorías científicas y, por tanto, a los «lenguajes» que dan
expresión a nuestro conocimiento; pero también subyace al lenguaje corriente, si bien en
este caso las formas gramaticales (estructura de sujeto/predicado, p.e.) pueden «extraviar­

79
nos». Es, por tanto -e interpretando aquí a Frege-, una condición de posibilidad inevita­
blemente presente en todo uso epistémico del lenguaje. Si se acepta esto, entonces sería pre­
ciso aceptar también la posibilidad de un uso reflexivo del pensamiento -del lenguaje-
capaz de identificar las «leyes», o principios formales, que constituyen esta estructura. Sin
embargo, Frege se remite a Leibniz cuando intenta caracterizar este conjunto de reglas del
«pensamiento puro»; y con ello se da el paso a un segundo elemento: pues Leibniz incluía,
en su mathesis universalis, categorías de carácter sustantivo (conceptos primitivos) y rela­
ciones lógicamente simples entre ellas, cuya adecuación con la realidad debía garantizar el
«Principio de la armonía preestablecida». Frege, sin embargo, no parece tomar distancia con
respecto a este fuerte postulado; y, de hecho, introducirá las categorías básicas de su teoría
semántica, función {concepto, para la función unaria que representan las expresiones predi­
cativas) y objeto -en principio, categorías sintácticas que permiten sustituir a las categorías
gramaticales de sujeto y predicado, pero que se constituyen en categorías semánticas-, como
conceptos primitivos y lógicamente simples, de los que no es posible dar una definición.
Esta falta de definición clara, y la no exclusión absoluta de elementos de carácter sustanti­
vo -pues los conceptos pasan a constituir referencias objetivas-, de la que Frege no parece
ser consciente, es posiblemente la que le lleva finalmente a una «ontologización» de estas
dos categorías semánticas y a la creencia en la necesidad de un dominio de lo «objetivo no-
real» de carácter ontológico63.
El rechazo, por parte de Frege, de un análisis en términos de sujeto/predicado, señala
el giro semántico de su teoría: pues el análisis alternativo en términos de concepto/objeto
ya no es puramente sintáctico, sino que se justifica porque permite dar cuenta del paso, en
los juicios (oraciones enunciativas completas), desde el sentido a la referencia y, por tanto,
al valor de verdad. El punto de partida son las verdades de la aritmética y el hecho de que
éstas pueden expresarse como una expresión funcional que, al ser saturada con un nombre
de argumento (una expresión nominal), arroja como valor un valor de verdad: la situación,
dice Frege, es la misma en el caso de los enunciados del lenguaje natural.
Se ha podido observar64 que Frege utiliza la expresión lógica en dos sentidos distintos.
Dentro de la oposición entre filosofía del lenguaje y lógica, designa una investigación cuyo
resultado debe ser algún lenguaje del tipo de la conceptografia. En la oposición entre len-
guajey lógica, por el contrario, se identifica con la propia conceptografia. En el primer caso,
la tarea consiste en perfeccionar’ el lenguaje natural, si bien éste sirve para los fines de la
vida corriente. Frege habla, en un sentido más restringido, de «imperfección lógica» o de
«carencias lógicas». Ello significa que su atención se restringe a lo que puede denominarse
un uso epistémico del lenguaje, es decir, al uso que hacemos del lenguaje aseverativo para
dar expresión a nuestro conocimiento del mundo objetivo de hechos y estados de cosas. Y,
para llevar a cabo este análisis de los requisitos lógicos del uso epistémico del lenguaje, nece­
sitamos partir del único lenguaje disponible: el lenguaje natural, el lenguaje al uso, es una
«herramienta indispensable» para la investigación.
Pero esto remite, a su vez, a un problema de carácter filosófico: el de si la caracteriza­
ción de Frege de las leyes lógicas como las «leyes del ser verdadero»65 ha de entenderse en
un sentido normativo o descriptivo. Y esto obliga a un esfuerzo de interpretación. Hay que
tener en cuenta que el contexto de su discusión es el de manifestar su oposición a la corrien­
te psicologicista dominante y a la forma de idealismo en que desemboca. Defiende, sin
ambigüedad, el valor objetivo de estas leyes: «Por leyes lógicas no entiendo las leyes psico­
lógicas de la aquiescencia, sino las leyes del ser verdad (...) Estas leyes no están con nuestro
pensamiento en la misma relación que las leyes gramaticales con el lenguaje, como si fue­
ran expresión de la naturaleza de nuestro pensamiento humano y cambiasen con él». No

80
puede hacerse, por consiguiente, una interpretación de carácter naturalista o psicologicista.
Pero tampoco una interpretación anti-naturalista de orientación sociologicista: «el señor B.
Erdmann equipara (...) la verdad con la validez general y fundamenta ésta en la certidum­
bre general sobre el objeto acerca del cual se juzga, y esta certidumbre a su vez se basa en el
acuerdo general de los emisores del juicio (...) [Así] se reduce la verdad a la aquiescencia de
los individuos»66. Esta discusión es la que ha permitido asociar a Frege con una concepción
no-epistémica de la verdad. Y le permite, al mismo tiempo, considerar que las leyes lógicas
a las que hace referencia su investigación son descriptivas y normativas a un tiempo: pues
«[tjoda ley que afirma lo que es puede concebirse también como una prescripción, puesto
que hay que pensar de acuerdo con ella, y en este sentido es también una ley del pensa­
miento»67.
Pero es difícil no ver, en esta caracterización de Frege, un intento por evitar el riesgo
relativista que haría al criterio epistémico de validez dependiente del contexto, entrando en
contradicción con la incondicionalidad que reconocemos en nuestro uso de la categoría de
verdad. Ello lleva a Frege a incluir un ámbito de lo objetivo no-real y, con ello, una noción
de objetividad que no depende ni del sujeto que conoce ni de la comunidad lingüística y
cultural (intersubjetividad históricamente constituida). Pero este esfuerzo por fundamentar
y asegurar el valor incondicionado del criterio de validez epistémica conducirá a Frege,
finalmente -en su última etapa, la de las Investigaciones lógicas- a una forma de platonismo,
o de realismo del concepto, tan inasumible como la que él critica68.
Podría decirse que esa forma final de platonismo en la que desemboca Frege está ya pre­
figurada, de modo inevitable, en la asimilación -bajo la rúbrica «psicologicismo»- de dos
perspectivas distintas: una efectivamente psicologista, o subjetivista, y otra bien anti-natu­
ralista, bien de orientación intersubjetivista. Pero para poder identificarlas es preciso dar el
salto —o mostrar cómo puede salvarse la distancia— desde el ámbito de la subjetividad, o de
los estados de conciencia individuales, al ámbito de la intersubjetividad, o de la validez
intersubjetiva de significados idénticos para todos los miembros de una comunidad lin­
güística. Este problema, llevado al terreno concreto del uso epistémico del lenguaje, plan­
tea de nuevo el problema de la filosofía moderna: cómo aceptar la evidencia de que el obje­
to de conocimiento viene constituido por el sujeto que conoce y, al mismo tiempo, salvar
la validez (intersubjetiva y objetiva) de ese conocimiento. O, tras el giro lingüístico en filo­
sofía, cómo defender la incondicionalidad que intuitivamente asociamos con el predicado
‘es verdadero’ y, al mismo tiempo, aceptar la mediación inevitable de categorías y reglas de
razonamiento, para la expresión de esos juicios de conocimiento verdaderos, que son cate­
gorías y reglas lingüísticas. Es, por tanto, una vez más, el problema de Kant, renovado en
términos de filosofía del lenguaje; el mismo que centraba la crítica de Herder y Humboldt
a la filosofía de la conciencia y que señalaba el inicio del giro lingüístico en filosofía69.
Que Frege mismo es consciente de este problema se muestra en numerosos pasajes en
los que acepta la necesaria mediación del lenguaje a la hora de identificar las leyes lógicas
de nuestro conocimiento, y ello en aparente contradicción con su propia afirmación -vista
antes- de que las leyes lógicas no están con las leyes del pensamiento en la misma relación
que las leyes gramaticales con el lenguaje: «Kerry opina que no es posible fundamentar esti­
pulaciones lógicas a partir de distinciones lingüísticas; pero de la manera en que yo lo hago
nadie que haga esas estipulaciones puede evitarlo, pues sin el lenguaje no podríamos enten­
dernos y por ello siempre nos vemos remitidos, en última instancia, al supuesto de que los
demás entienden las palabras, las formas y la construcción oracional, en lo esencial, como
nosotros mismos (...) con ello apelo al sentir común de la lengua alemana»70. Esta imposi­
bilidad de separar nuestra investigación de las categorías y reglas «del pensamiento puro»,

81
por un lado, y su expresión gramatical por otro, podría haber hecho cobrar conciencia a
Frege de que lo que él llama objetivo no-real designa el ámbito de signficados intersubjeti­
vamente válidos; y que la no-reducibilidad de este ámbito a lo subjetivo, o a lo intersubje­
tivo simpliciter, obliga a hacer entrar en juego una perspectiva kantiana: lo que Frege está
llamando «leyes del pensamiento» serían las condiciones de posibilidad de una argumenta­
ción de carácter epistémico, algo presupuesto en el uso epistémico del lenguaje; y el acceso
a ellas subsume, tácitamente, el presupuesto de un uso reflexivo del lenguaje de carácter
casi-trascendental, capaz de identificar estas reglas inevitables y máximamente generales. La
afirmación de Frege de su doble carácter descriptivo y normativo puede integrarse dentro
de esta perspectiva: pues, en tanto que condiciones de posibilidad, subyacen a todo uso
epistémico del lenguaje en que se expresa nuestro conocimiento y son, por tanto, constitu­
tivas del mismo; y, en tanto que presupuestos inevitables y condiciones de validez, tienen
un carácter regulativo y, por tanto, normativo. Como el propio Frege afirma, son constitu­
tivas de (la expresión de) nuestro conocimiento, en la medida en que sólo podemos conce­
bir como uso epistémico del lenguaje, y como racionalidad epistémica, aquellos usos y pro­
cedimientos que se ajustan a estas reglas: «esta imposibilidad que tenemos de prescindir de
la ley no nos impide suponer seres que prescindan de ella; pero sí nos impide suponer que
esos seres tienen razón (...) Si otros se atreven a admitir y dudar de golpe de una ley, esto
me parece un intento de salirse de la propia piel»71; se pone así de manifiesto el carácter
inevitable, o necesario, de estas presuposiciones que se dejan reconstruir bajo la forma de
reglas de la argumentación. Y estas reglas de la racionalidad epistémica pueden ser denomi­
nadas «‘leyes del pensamiento’ sólo si con ello queremos decir que son las más generales, que
siempre que se piensa prescriben [contrafácticamente, C.C.] cómo hay que pensar»72; son
por tanto universales, es decir, máximamente generales.
Las reglas de la argumentación epistémica (o de la racionalidad epistémica) pueden
entenderse, por consiguiente, en el sentido de Kant: como presupuestos «universales» y «nece­
sarios», máximamente generales e inevitables, que subyacen a y son constitutivos de nuestra
racionalidad epistémica. Partiendo de esta perspectiva, parece posible hacer un esfuerzo inter­
pretativo para una lectura kantiana de Frege que no violente su propia autocomprensión, al
menos en las dos primeras etapas señaladas. Y ello permitiría salvar el problema que Frege ve,
sin caer en el platonismo: pues hay elementos en sus escritos que permiten introducir una
noción epistémica de verdad, en el sentido en que la ha defendido la teoría de la pragmática
universal, sin hacer de lo «objetivo no-real» un ámbito distinto del de lo intersubjetivo.
En este punto, sin embargo, sería preciso tratar el problema de cómo entender la
noción de realidad puesta en juego. Frege llama realz aquello que «debe poder actuar direc­
ta o indirectamente sobre los sentidos»; y «[n]o se puede descubrir tal relación entre los
conceptos»73; «[h]ay cosas objetivas que son reales, y otras no. Real es sólo uno de tantos
predicados»74. De nuevo, Frege no parece darse cuenta de la contradicción que subyace
aquí, y que nace de la confusión de la categoría de lo subjetivo con la de lo intersubjetivo
sin más, y su toma de posición crítica frente a dos posibles fundamentos de la validez inter­
subjetiva del significado -y, en última instancia, del predicado verdadero. La relación de
necesidad, causal, entre nosotros (sujetos epistémicos) y el mundo objetivo de hechos y
estados de cosas está inevitablemente mediada lingüísticamente: los objetos sólo son acce­
sibles en la mediación de los conceptos que los subsumen. Pero esta objetividad de los con­
ceptos tampoco pertenece al «reino de la libertad», frente al «reino de la necesidad»; y de
ahí Frege infiere que debe ser extralingüística, independiente del lenguaje y de la actividad
epistémica y comunicativa de los seres humanos, y da el salto a lo que Thiel llamaba «con­
taminación de ontología y semántica».

82
Una posibilidad interpretativa de carácter pragmático, en la línea de lo visto más arri­
ba en relación con el sentido de las expresiones nominales, admitiría dos posibles enfoques.
Un enfoque de signo pragmático-constructivista como el de Schneider es descriptivista; este
autor considera que las unidades lingüísticas que resultan del análisis lógico —correspon­
dientes por tanto a unidades de sentido- son tipos de expresiones o tipos de signos; y estas
expresiones-tipo son resultado a su vez, si puede decirse así, del uso, de su «empleo en tanto
que signos»; lo que se identifica de hecho a través de las expresiones-tipo y sus modos de
articulación son «modos de empleo de las expresiones en tanto que signos»75. La interpre­
tación de Schneider, sin duda convincente y muy bien fundada en una lectura cuidadosa
de los textos de Frege, es sin embargo susceptible de crítica, en la medida en que no logra
dar cuenta de una idea fundamental. Pues si el sentido tiene que ver, en última instancia,
con el empleo de categorías de expresiones lingüísticas, se hace difícil defender el carácter
universal del lenguaje conceptográfico que ha de hacer esta estructura semántica visible.
Alternativamente, un enfoque de signo pragmático-formal adoptaría una perspectiva nor-
mativista, e intentaría situar el lugar de la conexión entre significado enunciativo y verdad
(validez epistémica) en el terreno pragmático del conjunto de presupuestos que los hablan­
tes, de modo inevitable y general, hacen entrar en juego cuando emplean el lenguaje para
hablar del mundo real de objetos y estados de cosas. Los dos elementos que Frege ha iden­
tificado en su análisis lógico forman parte de este conjunto de presupuestos constitutivos:
la referencia de los nombres y la verdad de un enunciado afirmado. Estos presupuestos,
como el propio Frege señalaba, pueden no verse fácticamente cumplidos; pero, en el uso
del lenguaje en un contexto epistémico, cobran un valor normativo: constituyen lo que hay
que exigir de un lenguaje capaz de expresar nuestra experiencia y nuestro conocimiento.
Podría considerarse que Frege, al llevar a cabo una abstracción semantista de la dimen­
sión pragmática del lenguaje —del uso de los signos y de la actividad lingüística en general—,
ha situado en el lenguaje de la conceptografia, que aspira a ser un lenguaje, lógicamente per­
fecto, esos elementos normativos -por consiguiente, contrafácticos- que una perspectiva
pragmática de inspiración kantiana puede situar entre los presupuestos regulativos para un
uso epistémico del lenguaje. El carácter normativo de las exigencias que afectan al lenguaje
conceptográfico se pone ya de manifiesto en la conceptografia: ésta ha de ser un medio de
expresión que haga visibles las distintas formas en que varios elementos de sentido pueden
conectarse o articularse; y ha de hacerlo visible mediante propiedades relativas a la forma
de los propios signos. Ello sólo puede descansar en un presupuesto que está a la base de
todo el desarrollo teórico de Frege: el convencimiento de que esa estructura de los elemen­
tos constitutivos del pensamiento es transparente, que es accesible. Sólo así puede defen­
derse la tesis universalista esencial para el proyecto de Frege y que subyace a la semántica
filosófica posterior.
Sin duda, la pretensión de Frege de que su conceptografia deba su carácter lógico-con­
ceptual a que refleje, de modo correcto, un orden en los propios pensamientos que es inde­
pendiente de su expresión lingüística, no puede sostenerse. Pero una interpretación como
la de Schneider, según la cual el lenguaje conceptográfico identifica elementos fácticamen­
te presentes en el uso de los signos, algo así como «modos de empleo típicos» de las expre­
siones, parece conducir inevitablemente a una negación de la pretensión universalista de
este lenguaje conceptográfico: pues las pautas normativas que guían su construcción que­
dan automáticamente puestas bajo sospecha. Este lenguaje podría tener validez —histórica­
mente provisional— en el contexto de las teorías matemáticas y otras teorías deductivas de
las ciencias empíricas; pero es dudoso que pueda constituir un reflejo adecuado de la estruc­
tura semántica de las lenguas naturales, especialmente después del tipo de reducción que

83
Frege lleva a cabo cuando prescinde de todos aquellos elementos irrelevantes para el valor
de verdad y las inferencias lógicas. Por ello, parece hacerse necesario un paso más: aceptar
los resultados fundamentales de Frege en el contexto del uso epistémico del lenguaje, y lle­
var a cabo una traslación del conjunto de requisitos normativos que representa la concep-
tografía al ámbito pragmático-formal de las condiciones de posibilidad e ideas regulativas de
validez que, bajo la forma de presupuestos inevitables, hacen entrar en juego los hablantes
en contextos epistémicos.
Como recapitulación final puede afirmarse que, en «Sobre sentido y referencia», Frege
establece un modelo extremadamente elegante capaz, con tan solo dos categorías, de per­
mitir dar cuenta del significado de las expresiones lingüísticas. El sentido de una expresión
nominal que sea nombre propio en sentido lógico (nombre propio gramatical, descripción
definida o enunciado subordinado nominal) es «el modo de ser dado», el modo de darse la
referencia y que comprende cualquiera que conoce la lengua; la referencia es el objeto que
esa expresión designa. En el caso de los enunciados, su referencia es su valor de verdad y su
sentido el pensamiento expresado. Frege afirma explícitamente que el sentido de un nom­
bre y el pensamiento expresado por un enunciado tienen un valor objetivo, son suscepti­
bles de ser propiedad común de muchos. Y, cuando intenta extender el análisis a otras
expresiones lingüísticas y a enunciados compuestos, se ve obligado a aceptar que existe lo
que llama referencia indirecta-, ésta puede ser, en el caso de una expresión nominal como «el
sentido de la expresión £A’», un sentido; y, en el caso de oraciones subordinadas como en
«Copérnico creía que las órbitas de los planetas son circulares», lo que constituiría el pen­
samiento expresado por el enunciado si no apareciese en esta estructura de subordinación.
La interpretación que se ha intentado hacer valer aquí, siguiendo en ello a otros auto­
res, es la de que sentido y referencia no remiten a un ámbito ontológico -los sentidos no son
entidades eidéticas con algún tipo de existencia independiente del lenguaje-; constituyen,
por el contrario, dos categorías funcionales que permiten explicitar la estructura semántica
del lenguaje y las relaciones estructurales (lógico-semánticas) que las expresiones lingüísti­
cas guardan entre sí. Esta estructura es interna al lenguaje; es constitutiva de nuestro uso
epistémico y de su validez y, en esta medida, opera con carácter regulativo, es decir: nor­
mativo, en este uso del lenguaje; lo hace así, por ejemplo, al introducir el presupuesto de
un mundo objetivo extralingüístico.
En la discusión de «Sobre sentido y referencia», importa retener el modo en que se pone
de manifiesto, en primer lugar, la conexión interna entre el significado y el criterio episté­
mico de validez. En segundo lugar, la necesidad de la referencia, como parte integrante de
la doble dimensión sentido/referencia que constituye el significado, para que pueda hablar­
se de un uso epistémico del lenguaje -que permitiría dar expresión a nuestro conocimien­
to de un mundo de hechos efectivos y estados de cosas posibles, objetivo y compartido. En
tercer lugar, se pone de manifiesto cómo en lo anterior descansa la fuerza semántica del len­
guaje —si bien la determinación de lo real, de los objetos efectivamente existentes y sus pro­
piedades y relaciones, dependerá en última instancia de las ciencias y los modos de conoci­
miento particulares; lo que se intenta señalar es cuál es la estructura semántica del lenguaje
que, como condición de posibilidad, permite esto. En cuarto lugar, se ha podido concluir
que la garantía de la intersubjetividad del significado, y del criterio de validez epistémico
(verdad), descansa en el valor objetivo del sentido, es decir, del modo de darse la referencia
en el caso de las expresiones nominales -modo que se hace explícito dando condiciones
necesarias y suficientes para la determinación de ésta-, y en el valor objetivo asimismo de
los pensamientos expresados por los enunciados: ambas cosas son algo «susceptible de ser
propiedad común de muchos», algo compartido y distinto de las representaciones subjeti­

84
vas. Por esto mismo, en quinto lugar, la validez intersubjetiva del significado está garanti­
zada; el valor semántico del lenguaje descansa en un conocimiento del significado que es
compartido por todos los miembros de una comunidad lingüística, por todos los que
«entienden el lenguaje». En sexto lugar, este apelar de las expresiones nominales a un obje­
to que constituye su referencia, y de los enunciados a un valor de verdad, es un presupues­
to inevitable que los hablantes unen a su uso epistémico del lenguaje y que se refleja en la
estructura semántica de éste: es inherente a este uso. Pero, al mismo tiempo, surge aquí una
dificultad: el sentido es la mediación inevitable a través de la cual, únicamente, es posible
tener acceso a la referencia; y sólo podría hablarse de un conocimiento completo de ésta
cuando todos los sentidos que es posible asociarle nos fueran conocidos, es decir, fueran lin­
güísticamente expresables (giro lingüístico: irrebasabilidad del lenguaje).

2.1.2. Bertrand Russell (1872-1970)

La influencia de Leibniz, y su concepción filosófica de una mathesis universalis -un


«lenguaje puro del pensamiento» cuya estructura lógica y semántica se correspondería con
la estructura ontológica de la realidad- está, como ya se ha comentado, presente en Frege.
No lo está tanto en su planteamiento inicial en la Conceptografia como en la «ontologiza-
ción» o hipostatización de categorías semánticas que lleva a cabo a partir de la segunda
etapa de su pensamiento. Pues es entonces cuando las categorías de objeto y concepto se
hacen categorías materiales, entidades pertenecientes al ámbito de lo objetivo-no-real. No
se trata meramente de que la teoría semántica recurra funcionalmente a estas categorías,
sino que se compromete con qué cosas son objetos y cuáles conceptos: aquellos que apare­
cen como las referencias de expresiones lingüísticas particulares sancionadas por el uso, en
el contexto de teorías matemáticas o empírico-deductivas, pasan a integrar el ámbito extra­
lingüístico de lo objetivo-no-real. Hay todavía, sin embargo, diferencias importantes en la
teoría semántica de Frege con respecto a la filosofía racionalista de Leibniz. La unidad de
significado mínima no es para Frege el concepto, sino la proposición expresada por un
enunciado simple; a los conceptos se llega indicando —o postulando— la referencia de expre­
siones parciales, obtenidas por análisis -distinción y separación-, del contenido expresado
por el enunciado (principio del contexto). No es posible, por consiguiente, pretender tener
acceso a los conceptos fundamentales o categorías mínimas de la realidad por un proceso
de introspección o autoexamen del pensamiento; el método analítico ha de proceder desde
el lenguaje -su estructura lógica y semántica- a la estructura lógica de la realidad76.
Esto provoca, desde el punto de vista pre-reflexivo de la experiencia lingüística corrien­
te, una objeción inmediata. Pues más bien habría de ser el lenguaje el que se adecuase o
estableciera una correspondencia estructural con la realidad. Pero esta objeción lleva implí­
cito, inadvertidamente, un retorno a paradigmas anteriores, en parte porque adopta la pers­
pectiva genética y material que aspiraba a explicar la presencia, en una lengua natural o en
un conjunto de enunciados o de teorías científicos, de determinadas categorías materiales
o de contenido. El punto de partida de la investigación lógica y semántica sobre el lengua­
je no pretende decidir cómo de hecho han surgido estas estructuras lingüísticas significan­
tes; se trataría más bien, como se ha defendido en la lectura final de Frege, de la cuestión
de derecho de qué hace posible la expresión lingüística de nuestro conocimiento acerca de
la realidad y de nuestras interpretaciones del mundo, de forma que quepa adscribirles vali­
dez cognoscitiva. Para Leibniz, la carta de ciudadanía que reciben nuestras interpretaciones
(lingüísticas) del mundo estaba garantizada por el principio de la armonía preestablecida, que

85
es lo mismo que decir que la correspondencia estructural entre pensamiento (por tanto,
lenguaje que lo expresa) y realidad se postula; esto es, que tiene que darse, si es que el len­
guaje ha de ser posible y cognoscitivamente válido. La idea del análisis filosófico puede
reconstruirse así, ya que el punto de partida son las unidades lingüísticas a las que se reco­
noce este valor semántico y cuyas condiciones de posibilidad y validez -determinadas
mediante el examen interno de aquellos casos anómalos en que se producen desviaciones,
insuficiencias y errores- se transforman en requerimientos de carácter contrafáctico y con
valor regulativo, y por tanto normativo', pues, si bien no están en todos los casos fásica­
mente presentes, habrían de encontrarse en un lenguaje lógico ideal. La carta de ciudada­
nía que, en Leibniz, sólo un postulado podía otorgar, se alcanza en Frege por el grado de
aproximación a un lenguaje normativo, el de la conceptografía, que sin embargo tendría que
subyacer -aunque esto es una interpretación- tras la gramática superficial del lenguaje
corriente en su uso epistémico.
Se puede decir —aunque habrá de justificarlo el resultado de su estudio- que Russell está
más próximo a algunos elementos de Leibniz que Frege, si bien su punto de partida es sin
duda alguna el trabajo de éste y aunque su propia investigación, en lógica y semántica, está
guiada por el propósito de continuar el programa logicista, así como por la adopción de
una forma de constructivismo lógico-matemático77 con el que intenta dar solución a difi­
cultades surgidas en la teoría de Frege78. Estas dificultades le condujeron, en particular, a
rechazar el platonismo de Frege en lo concerniente al estatuto de las clases y conceptos
como referencias en el ámbito de lo objetivo no-real. Pero parece haber sido su propia posi­
ción epistemológica -fenomenalismo que continúa la tradición empirista moderna79- la
que le lleva al tipo de compromiso «leibniziano» que determina su teoría semántica, al «sus­
tantivar» las categorías semánticas que el análisis lógico ha arrojado. Su apelación a un len­
guaje lógico ideal crea el problema de determinar el estatuto de éste; y si, como el propio
Russell declara en su introducción al Tractatus de Wittgenstein, un lenguaje cualquiera sólo
es significante en la medida en que satisface los requisitos presentes en ese lenguaje lógico
ideal, hay que justificar qué tipo de investigación o reflexión permite identificarlos. Esto es,
precisamente, lo que Russell no hace, y lo que de nuevo le aproxima a Leibniz: el postula­
do de la armonía preestablecida se transforma ahora en un postulado empirista relativo a la
naturaleza del conocimiento -relativo a lo que fundamenta la validez de ese conocimien­
to- más un análisis reconstructivo de la estructura lógica del lenguaje.

i. «Sobre el denotar». Teoría de los símbolos incompletos

Aunque ya en 1903, en Principies of Mathematics, Russell se ocupa de problemas


semánticos, su enfoque aquí es esencialmente el de Frege. Acepta que toda expresión lin­
güística posee referencia: un objeto en el caso de los nombres -incluidas entidades como
los números, las relaciones, o los «dioses de Homero»— y un concepto en los casos restan­
tes. Aquí Russell introduce además el témino «función proposicional», con el que designa
formas simbólicas abiertas -esto es, sentencias no cuantificadas-; el término «concepto» no
es, por contraposición, meramente notacional; designa una intensión, supone la referencia
a un contenido semántico. En «Sobre el denotar» Russell continúa utilizando el término
función proposicional™ pero, a partir de ese momento, va abandonando el recurso a la
noción intensional de concepto -como atributo o relación que define una clase—81, lo que va
unido a su crítica a Frege y al desarrollo de la teoría de las descripciones definidas como
caso particular de funciones preposicionales -extendidas ahora como noción notacional- o

86
símbolos incompletos. Más tarde, en las conferencias sobre «La filosofía del atomismo lógi­
co», ofrece una definición más general que no supone cambio conceptual alguno: «Una
fondón proposicional es simplemente cualquier expresión que contenga un constituyente inde­
terminado o varios, y que se transforme en una proposición tan pronto como los constituyentes
indeterminados se determinan»-, y «[cjualquier constituyente indeterminado de una función
preposicional recibe el nombre de variable»*2. De hecho, y si bien en «Sobre el denotar»
Russell emplea una notación no normalizada que no es aún la de los Principia Mathematica
y en algunos puntos no distingue entre sintaxis y semántica83, en este ensayo se encuentran
ya formuladas todas las tesis fundamentales y se introducen todas las nociones centrales de
su teoría semántica.
El ensayo comienza planteando el problema de la denotación -pregnante en matemá­
ticas, lógica y teoría del conocimiento- para expresiones del lenguaje natural que, a pesar
de su apariencia de expresiones nominales, no siempre designan un único objeto existente.
La primera tesis de Russell es de carácter epistemológico; sobre la base de una contraposi­
ción entre dos formas de conocimiento, el que surge por contacto o familiaridad (know-
ledge by acquaintance) y el que se constituye lingüísticamente, a través de una descripción
(knowledge about), Russell establece que todo conocimiento «tiene que comenzar por fami­
liaridad». De ello se sigue inmediatamente una conclusión filosófico-lingüística: que es la
mediación lingüística de expresiones descriptivas lo que permite ampliar nuestro conoci­
miento, y esto a partir del conocimiento basado en la familiaridad o el contacto -esto es,
en la experiencia o intuición sensible84. Este planteamiento es el que motiva la focalización
del análisis en los casos de expresiones aparentemente denotativas que pueden no satisfacer
de hecho esta función. Russell representa mediante el símbolo C(x) cualquier expresión lin­
güística o símbolo incompleto, donde el rasgo definitorio es el de la presencia de una varia­
ble indeterminada: la expresión es no-saturada en el sentido de Frege. Ello permite a Russell
enunciar otra tesis, ésta de carácter filosófico-lingüístico: las expresiones denotativas del
tipo descrito -e.d., expresiones que desde un punto de vista notacional aparecen como fun­
ciones preposicionales o símbolos incompletos— «nunca tienen significado por sí mismas,
sino que es toda proposición en cuya expresión verbal aparezcan la que tiene significado»85.
Reconocer aquí el principio de composicionalidad de Frege no debe ocultar las diferencias.
En primer lugar, Russell está hablando de significación (meaning) donde Frege hablaba de
referencia (Bedeutung). En segundo lugar, el reconocimiento de la proposición -entendida
esta noción como el correlato semántico de, o contenido expresado por, la expresión enun­
ciativa lógicamente simple- en tanto que unidad mínima de significado implica que, en la
expresión simbólica C(x), C está por un enunciado acerca de x, y la posición de la variable
sólo podrá ocuparla una expresión genuinamente denotativa, es decir, que permita asignar a la
correspondiente expresión saturada un valor de verdad. Tras analizar casos aparentemente
poco problemáticos86, Russell pasa al caso de las expresiones de descripción definida —«para­
digma del análisis filosófico», según la observación de Ramsey.
La propuesta de análisis de Russell para las expresiones cuya forma gramatical es la de
una descripción definida —expresiones introducidas por el artículo definido «el» («la», «los»,
«las»), que aparentemente denotan un único objeto mediante una atribución de cualidades
o relaciones- consiste en transformarlas mediante una paráfrasis que sigue reglas de trans­
formación fijas, y que proporciona expresiones equivalentes para todos los enunciados que
contengan tales descripciones. Si «E» es una expresión denotativa de este tipo, p.e. «el tér­
mino que posee la propiedad F» -como «el autor de Waverley», «el descubridor de las órbi­
tas planetarias elípticas» o «el círculo cuadrado»-, entonces un enunciado que contenga esta
expresión, del tipo «E tiene la propiedad 0» -como «el autor de Waverley era escocés», o «el

87
descubridor de las órbitas planetarias elípticas murió en la miseria», o «el círculo cuadrado
no existe»- posee, bajo la forma gramatical aparente, una forma lógica que puede parafra­
searse en los términos: «uno y sólo un término tiene la propiedad F, y éste tiene la propie­
dad ([)». El que Russell atribuya aquí al término la posesión de la propiedad supone una con­
fusión entre sintaxis y semántica que, no obstante, no invalida lo esencial de su análisis; éste
queda reflejado sin ambigüedad en la paráfrasis formal, en términos del cálculo simbólico
de los Principia Mathematica, de la que Russell hace uso después. El enunciado se trans­
forma en la conjunción de tres expresiones, constituyendo las dos primeras la traducción
lógico-formal de la expresión de descripción definida:
1. (3x)Fx
2. (x)(y)[Fx&Fy = x=y]
3. (|>x
Lo esencial de esta paráfrasis es que hace explícitos presupuestos que estarían implíci­
tos en el uso de la expresión denotativa en un contexto enunciativo: un presupuesto de exis­
tencia de la entidad y uno de unicidad. La primera conclusión del análisis es, por consi­
guiente, la de que no se trata de una expresión directamente denotativa, sino que incorpora un
presupuesto existencial. Pero es preciso además tener en cuenta lo que Russell hace explícito
más abajo: que una expresión de este tipo, a pesar incluso de lo que aparenta su traslación for­
mal, no constituye una afirmación ni tiene el valor de un enunciado. Pues una expresión
de descripción definida es un símbolo incompleto, una función proposicional: «un sintagma
denotativo es esencialmente parte de un enunciado y, al igual que la mayoría de las palabras
aisladas, no posee significación por sí mismo»; consecuentemente, el enunciado que la
incorpora no tiene la expresión descriptiva como sujeto91. Unicamente cuando se interprete la
variable, asignándole un objeto del dominio semántico o universo del discurso, será posi­
ble asignar al enunciado un valor de verdad. (Será verdadero cuando el enunciado simple
«x es idéntico a E» sea verdadero.)
Esta forma de análisis lógico permite a Russell situarse críticamente frente a Frege y a
su desdoblamiento del significado en sentido y referencia. Pues la noción de sentido hacía
posible, en el caso de expresiones denotativas no referenciales, asignarles no obstante un
valor semántico que contribuía al pensamiento expresado por el enunciado que las incluía,
aunque al mismo tiempo impedía que éste pudiese recibir un valor de verdad. Desde los
presupuestos epistemológicos de Russell, sólo puede hablarse de valor semántico o de sig­
nificatividad cuando los nombres, o expresiones aparentemente denotativas, efectivamente
denoten un objeto real y de este modo los enunciados indiquen o describan un hecho en
relación con dicho objeto. No es que Russell formule su propia teoría en estos términos;
pero se sigue del modo en que interpreta las consecuencias de su análisis.
Pues la mayor ventaja de éste consiste en que evita la presencia de esas expresiones apa­
rentemente denotativas: «Lo anterior proporciona una reducción de todas las proposicio­
nes en las cuales aparecen singagmas denotativos a formas en las cuales no aparecen estos
sintagmas»88. Ello no era así en la teoría de Frege, debido al mantenimiento en cualquier
caso de la parte de significatividad que correspondería a la dimensión del sentido. Pero el
modo en que Russell argumenta que esto constituye un inconveniente resulta desconcer­
tante, ya que parece subsumir de nueva una confusión entre sintaxis y semántica. Comienza
exponiendo el principio del contexto de Frege -e.d., del principio de composicionalidad
aplicado al ámbito del sentido- en los términos en los que aquí se ha expuesto: son los sen­
tidos de las expresiones constituyentes de otra compleja los que entran en juego en la deter­
minación del sentido de esta última, y no las referencias. Como el propio Frege había obser­

88
vado, en «el Mont Blanc mide 1.000 m de altura», es el sentido de la expresión «el Mont
Blanc», no la montaña real, lo que hay que considerar un constituyente del sentido del
enunciado89. Pero esta negativa a considerar los objetos reales parte del significado de los
enunciados es, precisamente, lo que parece rechazar Russell: pues, mediante la paráfrasis
que introduce su análisis, «en toda proposición que podamos comprender (...) todos los
constituyentes son realmente entidades con las cuales tenemos familiaridad inmediata»™. Que
las entidades reales sean elementos «constituyentes» de la proposición no es un mero descui­
do en la redacción; Russell vuelve a enfatizar, al continuar exponiendo las consecuencias de
su análisis: «cuando existe algo con lo que no tenemos una familiaridad inmediata, sino que
contamos tan sólo con una definición de ello mediante sintagmas denotativos, las proposi­
ciones en las que esto se introduce mediante un sintagma denotativo no lo contienen como
constituyente, sino que contienen en su lugar los constituyentes que expresan las palabras del
sintagma denotativo»^.
Así, pues, la paráfrasis formal que, siguiendo reglas dadas para la interpretación de las
expresiones denotativas, permite «deshacer» y eliminar éstas, sustituye «objetos aparentes»
por otras entidades que lo son genuinamente —ya que de ellas sí tenemos un conocimiento
por familiaridad. Pero estas entidades son vistas por Russell como constituyentes que la pro­
posición contiene. El único modo de interpretar esta afirmación sin atribuir a Russell un
error categorial grave -una confusión de categorías ontológicas con categorías lingüisticas-
es considerar, como se ha sugerido antes -y como el propio interesado hará explícito pos­
teriormente-, que por proposición hay que entender el contenido semántico expresado por
el enunciado y que, por consiguiente, constituye el significado de éste; pero tal significado
no es el sentido de Frege, sino el hecho real representado o indicado o descrito por dicha
expresión enunciativa, es decir, el fragmento de realidad por el que el enunciado «está». Y,
consecuentemente, por aplicación del propio principio de composicionalidad, el significa­
do de las expresiones genuinamente denotativas que son partes componentes del enuncia­
do -las que resultan cuando se reemplaza la descripción definida por la correspondiente
paráfrasis- lo constituyen las entidades denotadas por éstas. Ahora sí es posible afirmar, sin
comenter un error categorial, que la entidad denotada es parte componente de la «propo­
sición» -esto es, del significado del enunciado que la expresa: pues es un elemento consti­
tuyente del hecho que el enunciado describe o presenta.
El riesgo de expresiones de descripción definida con referencia impropia (vacía o múl­
tiple) queda definitivamente conjurado, ya que «[e]l sintagma no tiene per se significado
alguno, dado que cualquier proposición en la que aparezca, completamente expresada [e.d.
tras la sustitución de la expresión aparentemente denotativa por la paráfrasis correspon­
diente; C.C.], no contiene el sintagma, que ha sido descompuesto»92. Y es fácil ver que, al
aplicar las reglas semánticas del cálculo lógico de los Principia Mathematica, todos aquellos
enunciados que incorporen expresiones de referencia impropia recibirán necesariamente el
valor de verdad «falso»93. Y, contrapuestamente, todos aquellos enunciados que expresen un
conocimiento «por descripción» (knowledge about) se verán reducidos a una forma lógica
en la cual las expresiones denotativas componentes nombran únicamente entidades objeto
de un conocimiento por familiaridad.
Hasta aquí, pues, Russell ha presentado lo que constituye una teoría de las funciones
preposicionales que le permite mostrar cómo determinadas expresiones lingüísticas admi­
ten un análisis que les atribuye una forma lógica distinta de su forma sintáctica o gramati­
cal; el análisis consiste en poner de manifiesto su estatuto de «símbolos incompletos», y con
ello se da el paso desde una consideración puramente «notacional» de estas expresiones a su
evaluación semántica: pues los símbolos incompletos no son susceptibles de recibir valor

89
semántico por sí mismos, sino únicamente cuando se integran en un contexto lingüístico
más amplio -el de una unidad significante mínima: el enunciado simple, o el contexto de
expresiones genuinamente denotativas que contribuyan a esa significación del enunciado.
La consecuencia de esta teoría semántica es necesariamente crítica respecto a la de Frege y,
de acuerdo con la presentación que Russell hace en «Sobre el denotar», el análisis se intro­
duce a partir de la motivación que supone el problema epistemológico de las expresiones
denotativas sin referencia. Se plantea, por consiguiente, como una cuestión de teoría del
conocimiento. Pero en su introducción del problema Russell citaba, como ámbitos donde
la cuestión se plantea, también el de las matemáticas y de la lógica. Precisamente eran pro­
blemas relativos al estatuto de nociones matemáticas y lógicas las que condujeron a la teo­
ría semántica de Frege y, en particular, a la distinción entre objeto y función —objeto y con­
cepto en el ámbito del lenguaje natural, donde las expresiones predicativas eran vistas como
funciones unarias. La noción de símbolo incompleto o de función proposicional supone, de
hecho, la incorporación de este esquema teórico.
En la introducción a los Principia Mathematica de 1910, Russell (con Whitehead) vuel­
ve a exponer esta teoría de los símbolos incompletos ya introducida en (1905). La obra pre­
tendía llevar a efecto una construcción de la matemática clásica a partir de la lógica y la teo­
ría de conjuntos y consituía por ello una realización de lo que Frege y Peano habían
proyectado. Quine indica que, en el tratamiento de las expresiones descriptivas —en símbo­
los «(ix)((|)x)» para una lectura informal «el x tal que (|)x» o «el miembro de la clase de un
sólo miembro tal que <¡>x» (Peano)- la posición de Russell y Whitehead se aleja de la de
Frege y Peano. Pues, en los casos en que no hay un objeto y/o sólo uno tal, Peano dejó el
símbolo sin explicar y Frege igualó arbritrariamente la descripción con la abstracción de cla­
ses: el objeto x satisfaciendo una condición dada se convertía en la clase de tales objetos x
cuando había varios o ninguno94. Como se ha visto en «Sobre el denotar», el análisis de las
expresiones de descripción definida mediante una paráfrasis que las reducía a símbolos
incompletos permitía evitar estas soluciones: indicaba cómo la expresión completa que las
contenía podía expandirse en términos de una notación primitiva que no igualaba la des­
cripción en sí misma a ningún término de esta notación primitiva95. K. Gódel ha objetado
que, desde un punto de vista formal, en los Principia Mathematica y en particular en la
introducción de los símbolos incompletos hay un insuficiente desarrollo de la sintaxis del
formalismo, cuando debería constituir su fundamento. Los símbolos incompletos no se
introducen mediante una definición explícita y a partir de especificaciones sintácticas de
todas las expresiones posibles que pueden ser tratadas así, ni se prueba que la traducción es
posible y está determinada de manera única, ni que las reglas de inferencia aplican por igual
a las nuevas expresiones96.
Ello obliga a pensar que Russell está movido por un propósito definido en relación con
un tipo particular de expresiones. En un primer momento el término «función proposicio­
nal» refería a una forma notacional, la de las sentencias abiertas o predicados; y el término
«concepto de clase» era enfático y no notacional, refería a propiedades o cualidades y rela­
ciones. Russell consideró que el error en la teoría de Frege residía en el supuesto erróneo
-que la teoría axiomática de conjuntos de Cantor introducía mediante un axioma— de que
para toda función proposicional existía un concepto que la satisfacía, o que toda función
proposicional existía como una entidad separada -pues se había obtenido por abstracción
a partir de proposiciones dadas primariamente- y, por consiguiente, era algo distinto de la
combinación de símbolos que la expresa; su rechazo del punto de vista de Frege era una nega­
tiva a considerar que la función proposicional pudiera identificarse en todos los casos con
un concepto o una noción. Para evitarlo97 Russell asumió en su teoría semántica, en un pri­

90
mer momento, que las clases -o los conceptos que las determinan- nunca existen como
objetos reales y que las sentencias que contienen los términos correspondientes son signifi­
cantes sólo si pueden interpretarse como variantes notacionales de expresiones que hablan
de otras cosas. En el caso particular de los símbolos incompletos que son las descripciones
definidas, en un primer momento la paráfrasis hacía de la descripción una mera variante
notacional sintáctica, una abreviatura tipográfica; pero no introducía -en un primer
momento, como en Frege- el nombre de un objeto. Sin embargo, Russell no fue consis­
tente hasta el final con esta teoría semántica98.
Pues parece que existiría la posibilidad de interpretar la teoría de los símbolos incom­
pletos en el mismo sentido en que se sugería interpretar la de Frege y en la línea de lo que
el propio Russell propone en un primer momento para las funciones preposicionales:
podría verse la paráfrasis eliminativa como una definición explícita del significado de expre­
siones que incluyen las correspondientes descripciones definidas. La definición sería una
mera abreviatura tipográfica, no una introducción del nombre del (supuesto) objeto des­
crito por la definición. La justificación de su inclusión en el sistema lingüístico se encon­
traría en el ámbito pragmático del uso que los hablantes hacen de ciertas expresiones típi­
cas, uso ligado a los presupuestos que subyacen a su empleo —explícitos en la paráfrasis- y
a las reglas que guían éste. Esta posibilidad está excluida, no obstante, por la concepción
del significado que ha asumido Russell99 y su actitud epistemológica naturalista100. Por ello,
niega que esta definición que despliega la forma lógica de la descripción pueda verse como
una especificación del «significado» -pues, en la acepción de Russell, éste se ve reducido a
la dimensión de la referencia- y afirma que sólo es posible una definición contextual: una
expresión descriptiva sólo posee significado en el contexto de un enunciado con contenido
cognitivo y sólo se define en el «uso» -esto es, en su uso referencial posible dentro de con­
textos enunciativos. Russell no considera la posibilidad de interpretar las descripciones
como una cuestión de presupuestos y reglas pragmáticos, ni de convenciones lingüísticas
explicitables.
La teoría de los símbolos incompletos, inaugurada por el análisis de las expresiones des­
criptivas, continuó con el estudio de la noción de clase y el valor semántico del término
correspondiente. Aunque Russell pretendió en algún momento que, con la teoría de los
símbolos incompletos, se eliminaba el presupuesto ontológico de la existencia de las clases
—al considerar sus nombres traducibles a la forma lógica de una función proposicional cuya
definición ha de ser contextual, y hacer posible así un tratamiento puramente extensio-
nal101—, otros autores han mostrado que esta teoría no garantizaba la eliminación de las
paradojas; ello sólo fue posible mediante la teoría de tipo?1. Esta teoría no la introdujo
Russell hasta la segunda edición de los Principia; en la primera edición lo que se presenta­
ba era la teoría de órdenes, basada en un principio lógico que se ha podido denominar «del
círculo vicioso» porque prohíbe un cierto tipo de circularidad: «ninguna totalidad puede
contener miembros sólo definibles en términos de esa totalidad, o miembros que entrañen
o presupongan esa totalidad». Con el fin de que el principio fuera aplicable a las nociones
intensionales -y evitara las paradojas-, fue preciso asumir otro principio: «toda función
proposicional presupone la totalidad de sus valores» y, por consiguiente, la totalidad de sus
posibles argumentos. Como consecuencia de estos principios, se seguía otro aplicable a las
funciones preposicionales: nada que esté definido en términos de una función proposicio­
nal puede ser un posible argumento de esa función.
El principio del círculo vicioso era demasiado estricto, pues en matemática clásica es habi­
tual que funciones de orden superior al de un predicado definido sobre funciones aparezcan
como argumentos de dicho predicado. La segunda edición de los Principia remplazó este

91
principio por un nuevo axioma: las funciones pueden aparecer en el interior de proposicio­
nes únicamente mediante sus valores, es decir, extensionalmente. Ello tenía como conse­
cuencia que cualquier función proposicional podía tomar como argumento cualquier otra
función del tipo apropiado, siempre que su extensión estuviese bien definida. La teoría de
tipos simples, combinada con la teoría de órdenes, daba como resultado la teoría ramificada
de tipos, pero en sí es independiente del principio del círculo vicioso. La importancia de
tener que asumir este principio o poder prescindir de él vuelve a remitir al modo en que las
definiciones especifican (o no) el significado de los símbolos incompletos que introducen.
Pues dicho principio hace imposibles las «definiciones impredicativas» (impredicative defini-
tions), que definen un objeto a por referencia a una totalidad a la cual a mismo pertenece
-así como posiblemente otras entidades definibles sólo en términos de ¿z1"5. Ello hacía impo­
sible, precisamente, el programa logicista, pues impedía la derivación de las matemáticas a
partir de la lógica que habían pretendido Dedekind y Frege: el formalismo de la matemáti­
ca clásica no satisface el principio del círculo vicioso en su enunciación más inmediata, ya
que los axiomas implican la existencia de los números reales y éstos sólo pueden definirse en
el formalismo en términos de la totalidad de los números reales.
Al rechazo de las definiciones impredicativas por parte de Russell le subyace un punto
de vista constructivista -la idea de que las únicas entidades concernidas por la teoría son las
construidas por nosotros- y la tesis correlativa de que la única definición válida ha de ser
una definición constructiva, que consista en la descripción de cómo ha de proceder la cons­
trucción. El punto de vista constructivista es compatible con la posibilidad ya señalada
antes por referencia a Frege: siempre es posible abandonar la categoría intensional de con­
cepto y hablar en su vez de «noción», entendiendo por tal un símbolo junto con una regla
que transforme las expresiones enunciativas que contienen el símbolo en expresiones enun­
ciativas que no lo contengan, de tal modo que el objeto supuestamente denotado por el
símbolo aparezca como una mera ficción. Desde un punto de vista constructivista prag­
mático, el significado de dichos símbolos vendría dado por el conjunto de reglas que defi­
nen su introducción y su eliminación -su «empleo»- en contextos enunciativos. Pero,
como señala Gódel, este constructivismo no excluye la posibilidad de restringir esta inter­
pretación al caso de las nociones más abstractas -como las de segundo tipo y superiores-,
o incluso interpretar así todas las nociones excepto los términos adoptados como primiti­
vos104. Esta segunda vía es, precisamente, la seguida por Russell: asumió en su formalismo
un conjunto de términos predicativos primitivos que estarían por conceptos elementales
-interpretados éstos como cualidades y relaciones ontológicamenfe simples de la realidad.
Esta opción de Russell supone, de hecho, recuperar un realismo del concepto ligado a
presupuestos epistemológicos naturalistas. Pues, en relación con las nociones expresadas
por los términos primitivos, éstas se concebían como entidades reales: las clases como plu­
ralidades de objetos (de particulares, o datos sensoriales) o como estructuras que constan de
una pluralidad de objetos, y los conceptos como las propiedades y relaciones entre ellos que
existen con independencia de nuestras definiciones y construcciones. Russell mismo con­
cluyó que existían «universales», aunque limitaba esta afirmación a conceptos de la percep­
ción sensible. La primera formulación por parte de Russell de la teoría de los símbolos
incompletos, que incluía bajo esta categoría expresiones descriptivas y nombres de clases,
pretendía introducir clases y conceptos como una mera abreviatura notacional, un «modo
de hablar»; más tarde incluso las proposiciones, como nociones supuestamente intensiona-
les, se incorporaron a este esquema. En el caso de las clases, el programa se llevó a cabo: las
reglas para traducir expresiones enunciativas conteniendo nombres de clases a otras que no
los contengan, pudieron enunciarse explícitamente. Con ello, era posible prescindir del len­

92
guaje de las «clases»; pero había que pagar un precio por ello, que Gbdel ha hecho explíci­
to: la eliminación del término era posible «sólo cuando se asume la existencia de un concepto
siempre que se quiere construir una clase»lü\ Esto mismo lo corrobora Quine: lo que Russell
estaba llevando a cabo era «una derivación de clases a partir de atributos, o de conceptos,
mediante una definición contextual»'06. A esta asunción -realismo del concepto- Russell
superpuso su concepción epistemológica fenomenalista: predicados primitivos como «blan­
co» o «encima de» habían de considerarse entidades reales107. Ello permitía eliminar com­
promisos ontológicos relativos a la existencia de objetos externos distintos de los datos sen­
soriales, y sustituirlos por construcciones efectuadas sobre la base de esos datos -e.d. de los
correspondientes términos predicativos.
Pero de nuevo vuelve a presentarse la cuestión paradójica de qué justifica la correspon­
dencia entre los mundos subjetivos de datos sensoriales y el mundo exterior. Esto es, se trata
de cómo dar forma al postulado de Leibniz dentro de este marco conceptual. Y la expre­
sión más aproximada de él se encuentra en otro principio lógico que Russell hubo de asu­
mir, bajo el nombre de axioma de reducibilidad: «siempre existen objetos reales en la forma
de predicados primitivos, o combinaciones de ellos, correspondientes a cada símbolo defi­
nido»108. Este postulado cumple la misma función del principio leibniziano, pues de hecho
garantiza la existencia, en lo dado como datos, del tipo de objetos que se pretenden cons­
truir lingüísticamente. En la segunda edición de los Principia se prescindía del axioma de
reducibilidad, pero se postulaba explícitamente que todos los predicados primitivos perte­
necen al tipo inferior y que la única función de las variables (y las constantes) de órdenes y
tipos superiores es hacer posible expresar funciones veritativas más complejas construidas a
partir de las proposiciones atómicas -e.d. proposiciones de la forma «SQ)», «R(a,l?)», donde
5, R son términos predicativos primitivos y a, b términos de individuo.
Recuperando de nuevo el punto de vista lógico-matemático, Frege no había logrado evi­
tar las paradojas porque operaba con clases (extensión de funciones) sin ninguna restricción.
La función proposicional es insaturada o «ambigua» (Gódel), requiere suplementación o
compleción y sólo puede ocurrir en una proposición significante de modo que esta ambi­
güedad se elimine -e.d. sustituyendo la variable del argumento por una constante o cuanti-
ficando—; por ello, una función no puede sustituir a una entidad individual ni funciones de
distintos tipos de argumentos pueden remplazarse una por otra. Esto es lo que establece la
teoría de tipos. El punto de vista constructivista unido a esta teoría -ya presente en Frege-
consiste en considerar las funciones preposicionales (correlativamente, las nociones) resulta­
do de una construcción efectuada sobre las expresiones enunciativas simples (o proposicio­
nes), construcción consistente en dejar indeterminados uno o más de sus constituyentes.
Con ello las funciones preposicionales aparecen como «fragmentos» de proposiciones sin sig­
nificado autónomo que requieren compleción mediante constituyentes del tipo apropiado
-si bien la teoría de tipos simples, enunciada en la segunda edición de los Principia, admite
la formación de tipos mixtos para construir clases y nociones, lo que no sería válido desde
un punto de vista estrictamente constructivista. La teoría de tipos se basa en este esquema,
junto con otra asunción relativa a la significatividad de las expresiones: los objetos se presu­
ponen divididos en rangos de significado excluyentes entre sí, y constituidos cada uno por
los objetos o entidades que pueden sustituirse entre sí; cada función proposicional -inten-
sionalmente, cada concepto- sólo es significante para aquellos argumentos que pertenecen a
los rangos apropiados.
Cabe preguntarse en qué medida los principios lógicos y axiomas introducidos en los
Principia pueden considerarse analíticos. La solución de Russell, como se ha visto, consis­
tía en considerar que tanto las clases como los conceptos —con la excepción de los términos

93
predicativos primitivos- eran no-existentes y sustituirlos por nuestras propias construccio­
nes. Ello llevaba sin embargo a eliminar fragmentos importantes de la lógica matemática,
salvo si lo que resultaba eliminado se reintroducía mediante dos posibles expedientes técni­
cos: proposiciones infinitarías -solución no válida para Russell- o axiomas como el axioma
de reducibilidad. Pero éste era, en el caso de un dominio infinito de entidades individuales,
necesariamente falso, excepto en dos supuestos: o bien se asumía la existencia de clases
como objetos autónomos -solución fregeana rechazada por Russell, porque contradecía su
posición epistemológica naturalista-, o bien se asumía la existencia real de infinitas entida­
des particulares «qualitates occultae»l09. Así, la negativa a determinadas soluciones posibles
desde un punto de vista lógico-matemático -proposiciones infinitarías o la existencia de
clases-, motivada por presupuestos epistemológicos, guía a Russell con una necesidad lógi­
ca en sentido estricto a determinadas asunciones relativas a las estructuras lógico-sintácti­
cas -axioma de reducibilidad, o un postulado equivalente— y a sus consecuencias semánti-
co-formales —existencia de infinitos conceptos primitivos de cualidad y relación— que
configuran, finalmente, el marco lógico subyacente a su epistemología y su filosofía ato­
mista hecha explícita posteriormente.
Cabe concluir, en cualquier caso -y esta conclusión va a guiar la lectura de su teoría del
conocimiento y del lenguaje—, que el axioma de reducibilidad y sus consecuencias lógico-
matemáticas son el sustituto del postulado de Leibniz, en la medida en que cumplen la
misma función garantizadora. Por ello también, el camino seguido por Russell es el que él
mismo hizo explícito en «La filosofía del atomismo lógico» y que, en una lectura no adver­
tida, produce una impresión paradójica: el análisis de los hechos -de la estructura (onto-
lógica) de la realidad- descansa en el análisis de los enunciados -de la estructura lógica
(semántico-formal) del lenguaje.

ii. Filosofía del atomismo lógico

En las conferencias sobre «La filosofía del atomismo lógico» de 1918110 Russell hace
explícitas las categorías y tesis fundamentales, epistemológicas y filosófico-lingüísticas, de
su filosofía —atomismo lógico. Declara explícitamente que los átomos de su filosofía son los
del análisis lógico, no los del análisis físico. Quine parafrasea esta declaración cuando obser­
va: «Los átomos del atomismo lógico de Russell no son hechos atómicos, sino datos senso­
riales»111. Entre ambas afirmaciones se está estableciendo implícitamente una correlación
entre los átomos o constitutivos primitivos de la realidad —o de nuestro conocimiento de
ella— y las categorías más simples del lenguaje —de su estructura lógico-semántica. Como se
acaba de ver, esta correlación se justifica porque las categorías lógicas mínimas del lengua­
je son los predicados primitivos que, al ser cuantificados, forman las proposiciones atómi­
cas, y que están por cualidades y relaciones sensibles -que constituyen datos sensoriales no
ulteriormente analizables. Ya se ha señalado que la posición epistemológica de Russell es
naturalista y se conoce como fenomenalismo; va unida a una determinada concepción
«ontológica» de la realidad, en la medida en que de su teoría semántica resulta un compro­
miso con lo que la teoría dice que «hay» (Quine).
En lo que sigue se hace un breve resumen de la teoría semántica expuesta por Russell
en la serie de conferencias sobre «La filosofía del atomismo lógico» (1918) y en «Sobre las
proposiciones» (1919), así como de algunas interpretaciones críticas pertinentes a que ha
dado lugar. De hecho, en el segundo de los trabajos citados Russell ofrece una teoría del
significado de corte mentalista que supone un giro con respecto a algunas tesis expuestas

94
en las conferencias del año anterior; ello le obliga a tomar en consideración el problema de
la relación entre la privacidad del mundo subjetivo donde se elaboran los «significados» y
el carácter público del lenguaje de la ciencia.
En la primera conferencia, «Hechos y proposiciones», Russell hace la declaración que
ya se ha comentado en relación con la naturaleza del análisis que da nombre a su filosofía:
se trata de llegar a átomos lógicos, a «datos de los que es innegable que hay que empezar
con ellos»; «[ajlgunos de ellos serán lo que llamo ‘particulares’ —cosas tales como manchas
de color o sonidos, cosas momentáneas- y algunos de ellos serán predicados y relaciones»112.
Particulares, cualidades (o propiedades) -nombradas por predicados unarios— y relaciones
son los constituyentes últimos de la estructura lógica de la realidad. El modo en que se pre­
sentan en el mundo configura lo que se llama hechos-, y éstos se definen como «la clase de
cosas que hace a una proposición verdadera o falsa», o «el tipo de cosas que viene expresa­
do por un enunciado completo»113. Los hechos pertenecen al mundo objetivo pero no pue­
den verse como «entidades» de algún tipo, y esto se pone de manifiesto en que su relación
con el lenguaje no es la de lo nombrado con alguna clase de nombre: «lasproposiciones no
son nombres de hechos»"''. Entre el hecho y la proposición se sitúa la creencia, que al igual
que la proposición y por referencia al hecho puede ser verdadera o falsa. Con respecto a la
proposición, Russell declara: «Podría decirse que una proposición es una oración en modo
indicativo, una oración que asevera algo»; y en este sentido, lógico -aunque quizá no epis­
temológico-, la proposición se ve considerada primordialmente en tanto que «nuestro vehí­
culo arquetípico para la dualidad de verdad y falsedad»; y, por si aún había alguna ambi­
güedad: «Una proposición no es más que un símbolo»115. Parece no haber duda de que el
punto de vista de Russell aquí está alejado de una concepción mentalista del significado; las
creencias no son separables de los enunciados que las expresan y las proposiciones se iden­
tifican con éstos. Ello está en consonancia con la noción de función proposicional de que se
dio cuenta más arriba y que identifica esta noción con una forma notacional, aunque esta
perspectiva cambia por completo en «Sobre las proposiciones». Pero en las conferencias
Russell, siguiendo de cerca la teoría semántica de Frege, todavía acepta como nombre sólo
los nombres propios en sentido lógico, y esto quiere decir: sólo aquellas expresiones que
nombran particulares.
Ello le permite introducir, en la segunda conferencia sobre «Particulares, predicados y
relaciones», dos definiciones: «Particulares = términos de relaciones en hechos atómicos», es
decir, los argumentos de las relaciones primitivas, y «Nombres propios = palabras para par­
ticulares», esto es, palabras tales como pronombres demostrativos y términos indéxicos116.
La noción de hecho atómico -«los hechos más simples imaginables», y que son aquellos que
consisten en la posesión de una cualidad por un particular117- es correlativa con la de pro­
posición atómica, a su vez identificable con una expresión enunciativa simple -como «esto
es blanco» o «eso está delante de aquello». Se reserva el término «predicado» para designar
relaciones uñarías o cualidades simples -como «rojo», «blanco», «cuadrado» o «redondo»-,
mientras que las relaciones en general vendrán expresadas mediante verbos. Es posible atri­
buir el estatuto de relación a todo aquello que no es un particular (Frege, Wittgenstein).
Particulares, cualidades y relaciones entre particulares son constitutivos simples de la reali­
dad, y ello significa que no puede darse definiciones de ellos118 y que los particulares son
independientes entre sí, al igual que los hechos atómicos entre sí. Correlativamente, los tér­
minos que los nombran son elementos lógico-lingüísticos primitivos. Con ello se mantie­
ne la correlación estructural entre lenguaje y realidad que legitima el análisis, confirmando
la «tesis capital» de Russell: «que existe una complejidad objetiva en el mundo, que se refle­
ja en la complejidad de las proposiciones»119. Con el carácter de una «definición provisio­

95
nal», Russell enuncia la versión filosófico-lingüística del principio de Leibniz: «Que los
componentes del hecho que hace a una proposición verdadera o falsa (...) son los significa­
dos de los símbolos que hemos de entender a fin de entender la proposición»120. Y estos sím­
bolos -expresiones lingüísticas significantes según el criterio anterior- son precisamente los
que, desde un punto de vista lógico-semántico, han de considerarse los elementos compo­
nentes de la proposición.
Lo que diferencia de manera esencial la posición de Russell con respecto a la de Leibniz
y, en general, de la teoría del conocimiento moderna, se hace claro en la tercera conferen­
cia sobre «Proposiciones atómicas y moleculares», aunque ya está presente en las anteriores.
En primer lugar hay un criterio empirista de significado, que ya se ha visto en «Sobre el
denotar»: un nombre en sentido lógico sólo puede aplicarse a un particular del que tene­
mos conocimiento por familiaridad (by acquaintance), al igual que toda proposición ató­
mica que podamos entender ha de estar compuesta únicamente por constituyentes de los
cuales tenemos ese conocimiento. En segundo lugar Russell recupera el principio del con­
texto de Frege, pero modificándolo en el sentido de la teoría de tipos. Así, no es posible
entender el significado de un término predicativo sin un conocimiento de la forma lógica
de las proposiciones en las que puede integrarse121; pero este conocimiento del contexto
enunciativo apropiado está internamente conectado con lo que la teoría de tipos hace explí­
cito: pues «[l]as distintas clases de palabras tienen, de hecho, distintas clases de usos»'11 y,
como ya se ha aclarado, «uso» refiere al contexto enunciativo; ahora Russell distingue estos
contextos de acuerdo con los tipos lógicos asociados con las expresiones. Esta jerarquía de
tipos (sintáctica) en las expresiones está ligada al tipo de construcción lógica de la realidad
cuya necesidad el análisis ha establecido. Pues de la correspondencia estructural entre pro­
posición y hecho, se sigue que los objetos reales que no son particulares han de considerar­
se resultado de una construcción lógica, y sus «nombres» gramaticales tendrán la forma
lógica de una expresión descriptiva compleja; ello permite ver estas construcciones como
«complicados sistemas de clases o de series» de constituyentes últimos de la realidad123, lo
que obliga a introducir el término «clase» -con el estatuto de una ficción lógica124- y a dis­
tinguir «una jerarquía de clases. Comenzaremos con las clases que están compuestas com­
pletamente por particulares: éste será el primer tipo de clase. Continuaremos con las clases
cuyos miembros son clases del primer tipo: este será el segundo tipo», y así sucesivamen­
te125. Ello permite interpretar las clases extensionalmente, en correspondencia con expre­
siones predicativas, sin tener que asumir un concepto como su correlato intensional. Pero se
replantea al mismo tiempo el problema de la «carta de ciudadanía del análisis», esto es, qué
garantiza que los componentes lógico-semánticos así obtenidos se corresponden con la
estructura lógica de la realidad; pues «[1] a teoría de tipos es en realidad una teoría sobre sím­
bolos, no sobre cosas»126, pero sólo es posible acceder a las relaciones denotadas por los tér­
minos predicativos simples cuando éstos se «usan» en el contexto adecuado.
Aquí entra en juego la tercera diferencia del sistema de Russell con respecto a la filoso­
fía tradicional. La correspondencia estructural entre los componentes significantes de la
proposición y los constitutivos últimos del hecho que representa sólo se establece si el len­
guaje es un lenguaje lógicamente perfecto. «En un lenguaje lógicamente perfecto las palabras
de la proposición se corresponderían, una a una, con los componentes del hecho corres­
pondiente», con la excepción de las conectivas veritativo-funcionales -«no», «y», «o», «si...
entonces»-127; la función de estas constantes lógicas es formar proposiciones moleculares o
complejas (sentencias) a partir de proposiciones simples, pero no corresponden a relaciones
objetivas entre los hechos del mundo™. Este lenguaje lógicamente perfecto debería satisfacer
una serie de requisitos. Dos son de naturaleza lógica: (1) que exista uno y sólo un único tér-

96
mino para cada constituyente simple de la realidad, y (2) que todo complejo venga expre­
sado por una combinación de términos, combinación obtenida a partir de aquellos térmi­
nos que nombran los simples que integran el complejo. A ello hay que unir dos requisitos
más: (3) el criterio empirista de significado ya visto, y (4) la restricción concerniente a la
forma de las proposiciones atómicas -un nombre, más un predicado simple- y de las pro­
posiciones moleculares -compuestos veritativo-funcionales de proposiciones atómicas. Un
lenguaje de este tipo, que Russell denomina «completamente analítico», tendría la propie­
dad de ser transparente: mostraría «a primera vista la estructura lógica de los hechos aseve­
rados o negados»129; por consiguiente, si es posible llegar a determinar cómo se describiría
el mundo en un lenguaje ideal, se habrá obtenido con ello una aclaración de cómo es el
mundo.
Interpretando lo visto, cabe decir que la necesidad de remitirse a un lenguaje lógica­
mente perfecto, e incluso la presuposición de que ya se cuenta con él en orden a poder con­
tinuar con un análisis válido de los hechos130, pone de manifiesto su carácter normativo: es
condición de posibilidad y de validez de nuestras teorías -de nuestras interpretaciones- del
mundo y, por consiguiente, no puede llegarse a él viéndolo como una proyección de una
estructura lógica previamente descubierta o conocida en el mundo real; pero tampoco
puede considerarse «dado», pues no se encuentra plenamente realizado en los lenguajes fác-
ticos disponibles. Por ello Russell se limita a considerar la cuestión de su sintaxis lógica; ésta
incluiría reglas sintácticas de buena formación de expresiones, o de la «gramaticalidad» de
éstas, como criterio de demarcación para seleccionar las expresiones significantes o símbo­
los, y reglas semántico-formales que asignarían una interpretación a expresiones típicas
-nombres y predicados- en función de su contribución a las condiciones de verdad de los
enunciados de los que potencialmente pueden ser constituyentes. Esta concepción seman-
tista plantea al mismo tiempo dos problemas al menos, que Russell no llega a discutir en
esta serie de conferencias y que se pueden estudiar en conexión con su ensayo «Sobre las
proposiciones».
Las dos cuestiones se encuentran ya presentes en las conferencias y están interconecta­
das entre sí. Se trata del carácter solipsista que habría de tener el lenguaje lógicamente per­
fecto, y del significado en sentido enfático (como intensiones) ligado a los términos simples
de este lenguaje privado. El propio Russell declara: «Un lenguaje lógicamente perfecto, si
pudiera construirse (...), sería en gran medida privado respecto a un hablante»'5'. Ello sería así
en lo concerniente a la fijación de la referencia para los nombres de particulares (datos sen­
soriales), pues el conocimiento por familiaridad de ellos es «privado». Pero esta fijación de
la referencia se hace indirecta en el caso de las descripciones que nombran objetos reales,
los cuales no son sino una «ficción lógica», el resultado de una construcción a partir de
series de datos sensoriales (físicos) y series de operaciones mentales132. Esta afirmación sugie­
re un giro «mentalista» de la teoría semántica que se hará definitivo en «Sobre las proposi­
ciones» y que, en las conferencias sobre el atomismo lógico, todavía entra en conflicto con
la identificación de las proposiciones con expresiones enunciativas y de los nombres gra­
maticales y los símbolos incompletos en general con formas notacionales. Es cierto también
que en las conferencias Russell no establecía una distinción conceptual clara entre sensa­
ción y percepción; hablaba de los datos sensoriales -los particulares- como algo -conteni­
dos de conciencia- dado de forma inmediata en la experiencia sensible. No había lugar, por
consiguiente, para una elaboración cognoscitiva, como tampoco para suponer una media­
ción lingüística: el nombre lógico era perfectamente transparente. En este sentido podía
considerarse que los nombres propios cumplían una función indéxica y c¿wz-icónica
(Peirce). Con respecto a los predicados simples, era preciso tomar ya en consideración la

97
mediación lingüistica de la proposición atómica completa; se trataba por consiguiente de
términos universales, que cumplían una función simbólica (de nuevo, en el sentido de
Peirce) y, por ello, la sujeción a una perspectiva estrictamente semantista hace imprescindi­
ble un equivalente al postulado de Leibniz.
En «Sobre las proposiciones» el significado de los términos, tanto individuales como
universales, recibe otro tratamiento. Con mayor exactitud podría decirse que esta distin­
ción deja de tener relevancia, pues la perspectiva ya no es la del análisis de una estructura
formal, centrada en las formas notacionales y su interpretación extensional; Russell se
ocupa de la cuestión «enfática» de los contenidos de significado (intensiones) y su génesis133.
Puede decirse que no se trata ya tanto de la cuestión de derecho relativa a qué constituye una
interpretación epistémicamente válida del mundo, como de la cuestión de hecho de lo que
está empíricamente presente en estas interpretaciones. Aquí la «experiencia» incluye no sólo
lo dado a la intuición sensible, sino también contenidos de conciencia de los que no puede
haber garantía de su objetividad -de su correlación con una estructura objetiva en el
mundo extramental- y los procesos psicológicos que los conforman. Esta perspectiva, que
se hace evidente en la defensa del método introspectivo, determina una concepción menta-
lista del significado que necesariamente entra en conflicto con la teoría semantista inicial.
De hecho, en el propio ensayo se puede encontrar una oscilación -casi una inconsistencia-
en la nueva propuesta teórica.
Russell acepta que un rasgo definitorio de los datos sensoriales es su privacidad y acep­
ta, además, la existencia de imágenes de sensaciones públicas -es decir, de sensaciones con un
correlato objetivo observable públicamente- que serían, en sí mismas, estrictamente priva­
das y sólo accesibles mediante introspección. Estas imágenes no son, sin embargo, en sí
mismas públicas, en el sentido de que no siguen las leyes de la fisica. Estas imágenes serían
constitutivas de nuestras representaciones cognoscitivas; por ello «el mundo físico no pare­
ce incluir todo aquello de lo que somos conscientes»134 y es preciso aceptar, entre los datos
primitivos a partir de los cuales se elabora el conocimiento, «datos no-físicos», y como
método de conocimiento el introspectivo. Hasta aquí su posición es consistente con el
fenomenalismo que ha asumido y con su crítica de los objetos físicos en tanto que ficcio­
nes lógicas construidas. Ahora, sin embargo, Russell va a precisar que, bajo la categoría de
particular, se incluyen elementos materiales en sentido estricto y que obedecen las leyes físi­
cas, pero también imágenes que sólo obedecen leyes psicológicas y, finalmente, las sensa­
ciones, que siguen leyes físicas y mentales.
Del lado del lenguaje, «las palabras obtienen su significado mediante imágenes»135 tam­
bién. Ello lleva a Russell a hablar de significado en términos intensionales y a asignar éste
tanto a las palabras como a las imágenes136, aunque en el párrafo anterior las imágenes apa­
recen como parte constitutiva del significado de las palabras. La aparente inconsistencia se
resuelve mediante una nueva tesis, determinante de una teoría mentalista del significado y
que a fortiori desplaza a la tesis capital del atomismo lógico -la justificación del análisis por
la correspondencia estructural entre los componentes de la proposición y los del hecho.
Ahora, «el problema del significado de las palabras se reduce al problema del significado de
las imágenes»137. Si antes era a los nombres en sentido lógico a los que correspondía una
función indéxica y casi-icónica, ahora son las imágenes -parte del contenido intensional de
los nombres- las que garantizan esa función icónica: «[e]l ‘significado’ de las imágenes es la
forma más simple de significado, porque las imágenes se parecen a lo que significan». Con
respecto a los predicados y su función simbólica, la remisión a las imágenes en calidad de
elementos primitivos de la significatividad parece borrar la distinción entre esos predicados
y los nombres, pues «algunas imágenes significan particulares y otras universales»138.

98
Esta nueva explicación del significado se extiende desde los términos individuales y
universales a las expresiones enunciativas; pero la noción de proposición que ahora entra en
juego es claramente distinta. Si en las conferencias sobre el atomismo lógico Russell iden­
tificaba sin dificultad las proposiciones con sus expresiones lingüísticas y afirmaba su carác­
ter de símbolos —de expresiones significativas—, ahora define «‘proposición’ como el conte­
nido de una creencia»™ y es preciso distinguir entre proposiciones en palabras, expresadas
lingüísticamente (word-propositions), y proposiciones mentales consistentes en imágenes
(image-propositions). La conclusión inmediata —si no la única— es la renuncia a la tesis cen­
tral de la teoría semántica del atomismo lógico, en la medida en que el principio de Leibniz
se abandona explícitamente: ya no hay una correspondencia estructural entre proposición
y hecho -que ha podido interpretarse como «isomorfismo»-, sino que la proposición guar­
da «una cierta analogía de estructura —que habrá de investigarse más— con el hecho que la
hace verdadera o falsa»140. Russell cita, como ejemplo del esquema más simple de corres­
pondencia entre la proposición y lo objetivo, el caso de las imágenes visuales de la memo­
ria.
Resulta difícil no ver en este cambio de teoría una «vuelta atrás», desde el paradigma
lingüístico al paradigma mentalista. De hecho ya existía una forma de conceptualismo en
la teoría anterior, pues los predicados denotaban relaciones simples que habían de verse en
correspondencia con conceptos materiales o de contenido primitivos. La asunción del giro
lingüístico se ponía de manifiesto en que ni los particulares ni estas relaciones simples tení­
an preeminencia ninguna con respecto al lenguaje; por el contrario, el hecho de que no se
correspondieran, respectivamente, ni con los objetos físicos ni con las propiedades y rela­
ciones del lenguaje de la física obligaba a partir del análisis lógico-semántico del lenguaje
para llegar a ellos. En el caso de los términos predicativos en particular, su significado sólo
quedaba determinado cuando se comprendía el significado de los contextos enunciativos
de los que virtualmente podían formar parte en términos de su contribución a las condi­
ciones de verdad de éstos. Esta inseparabilidad de los conceptos primitivos respecto a los
términos predicativos simples, o entre la proposición atómica y el enunciado simple, lleva
necesariamente, como se ha puesto de manifiesto en el tema introductorio, a una forma de
relativismo lingüístico -pues los conceptos quedan fijados por los significados de lenguas
naturales particulares o de lenguajes construidos para fines específicos-, excepto si se acep­
ta una posición ¿vwz-transcendentalista de signo kantiano y se logra prestar plausibilidad a
una «tesis fuerte» relativa al carácter universal de las condiciones de posibilidad y de validez
que subyacen a las interpretaciones lingüísticas del mundo.
La actitud crítica de Russell con respecto a cualquier forma de trascendentalismo o, al
menos, su adscripción a una posición naturalista, hacen que esa estructura formal pragmá­
tica se identifique con la estructura semántica de un lenguaje lógicamente perfecto, «como
el que nosotros postulamos». Esta posición ha permitido a Russell, no obstante, proponer
una teoría semántica y un método analítico a los que renuncia con el giro «mentalista» pos­
terior141. Que se trata, efectivamente, de otra teoría del significado se pone de manifiesto,
en primer lugar, en que la función icónica de los nombres lógicos en cierto sentido se
«invierte»; pues son las imágenes mentales las que, en tanto que iconos en un sentido lite­
ral, «prestan» su significado a los términos individuales, sin que esté claro qué garantiza la
identidad «pública» de estos significados ni de qué modo la correlación llevada a cabo por
cada hablante particular es la adecuada. En segundo lugar, el principio del contexto deja de
ser la garantía de esta identidad intersubjetiva del significado en el caso de los términos pre­
dicativos, pues este principio se abandona en beneficio de una concepción «nominalista»:
la relación denotativa del nombre con lo nombrado vuelve a ser la relación semántica fun­

99
damental, también en el caso de estos términos universales142. Finalmente, la crítica que ya
se ha anticipado en relación con las concepciones mentalistas en general sería aplicable aquí
prácticamente en los mismos términos. En particular, la transferencia de la función icóni-
ca a las imágenes mentales reduce la función de las palabras que las nombran a puramente
instrumental; y que los conceptos primitivos puedan «nombrarse» independientemente
supone anular el vínculo interno significado/validez, pues bajo la asunción del principio del
contexto sólo los juicios podían constituir conocimiento intersubjetivamente válido.

iii. Algunas discusiones críticas en torno a la teoría semántica de Russell

Desde la teoría y la filosofía del lenguaje, la teoría semántica de Russell ha recibido críti­
cas por su teoría de los nombres propios y, más en concreto, por su análisis de las descripcio­
nes definidas. En ambos casos es preciso hacer entrar en juego alguna teoría de la referencia, y
esto desde una perspectiva fregeana -se ha hablado con ironía del «contraataque fregeano»-,
dando réplica a la crítica de Russell o mediante una propuesta novedosa en teoría de la refe­
rencia. En teoría y filosofía de la ciencia, Quine ha partido de una crítica al sistema constitu­
cional fenomenalista de Russell para radicalizar aún más su epistemología. En lógica mate­
mática, Gódel entre otros reivindica la solución de Frege frente al constructivismo de Russell.
En un ensayo centrado en la teoría de las descripciones definidas D. Kaplan143 ha pre­
sentado, en primer lugar, dos posibles análisis alternativos para las formas lógicas de expre­
siones enunciativas {sentencias en su paráfrasis formal en un lenguaje simbólico) que con­
tienen descripciones definidas y, en segundo lugar, ha proporcionado una caracterización
de la noción de lenguaje lógicamente perfecto cuyos requisitos ambas soluciones satisfacen.
De acuerdo con la teoría de Russell, la expresión simbólica «FWWxGx» es equivalente a
«(3x)((y)(Gy^y=x)&Fx)» [*]. Kaplan observa que la aceptación de esta equivalencia sintác­
tica no fuerza a la aceptación del análisis semántico propuesto por Russell para la forma
lógica de las expresiones enunciativas que incluyen descripciones definidas: al menos dos
interpretaciones semánticas distintas son posibles. Lo que este autor denomina método de
Frege-Strawson consiste en asumir que las descripciones impropias no denotan y modificar
a continuación las reglas semánticas para las fórmulas atómicas (correlatos simbólicos de las
expresiones enunciativas simples), que según la interpretación de Russell deberían ser:
(i) I” T es 01 es verdadero syss T denota algo que es 0
(ii) i T es 01 es falso syss T denota algo que no es 0
(donde T es cualquier término de individuo: variable, constante de individuo, o des­
cripción definida).
La modificación propuesta consiste en sustituir (ii) por la nueva cláusula semántica:
(ii’) T T es 01 es falso syss no es verdadero.
Alternativamente, el método de Frege-Carnap consiste en estipular que una entidad pre­
viamente seleccionada se adoptará como denotandum común de todas las descripciones
impropias, y situar esta entidad fuera del universo del discurso -por ejemplo, haciendo que
la entidad seleccionada sea precisamente el propio universo del discurso. Para ello, al defi­
nir la interpretación semántica se retiene la cláusula (ii), pero (i) se sustituye por:
(i’) í T es 01 es verdadero syss T denota algo que es 0 y que pertenece al dominio del
discurso.

100
En ambas versiones modificadas de la teoría se preserva la equivalencia sintáctica [*]; la
ventaja de las dos interpretaciones que siguen la lectura informal fregeana de las descrip­
ciones impropias consistiría, según afirma Kaplan, en que representa un intento de preser­
var «la integridad del lenguaje corriente»144. Esta observación no se apoya en una discusión
superficial acerca de cuáles son (las intuiciones del autor acerca de) las intuiciones de los
hablantes, sino en una precisión sobre el estatuto del lenguaje lógicamente perfecto. La
intuición que subyace a esta propuesta es la de que «[e]n un lenguaje lógicamente perfecto
la forma lógica de una expresión ha de reflejar siempre la forma gramatical»145. Ello se con­
creta en dos requisitos: (a) que las expresiones lógicamente simples coincidan con las gra­
maticalmente simples bien formadas, y (b) que a cada regla de formación le corresponda
una única regla de evaluación, de tal modo que toda expresión compuesta resultante de una
aplicación de la regla de formación a componentes dados, se evalúe mediante la aplicación
a los valores de las componentes de la regla de evaluación correspondiente. Con ello, se
obtiene el resultado buscado de que «la evaluación semántica de una expresión recapitule
exactamente su construcción gramatical»146. Sin duda, desde un punto de vista semántico
formal la reconstrucción fregeana permitiría, como afirma Kaplan, preservar una corres­
pondencia entre nuestras intuiciones gramaticales y nuestras presunciones «ontológicas».
Pero en descargo de Russell hay que poner de manifiesto que Kaplan ha hecho uso en su
desarrollo de todo el aparato formal de la teoría de modelos, algo que Russell no tenía a su
disposición -pues, precisamente, estaba contribuyendo a su desarrollo-; ello obligaba a
moverse en los límites formales de la «sintaxis lógica» y a intentar «codificar» en la sintaxis
la información semántica, que había de guiar la evaluación de las expresiones.
Esta «rigidez» de la sintaxis para incorporar lo que es información estrictamente semán­
tica, así como la apelación a las «intuiciones» gramaticales y ontológicas de los hablantes,
subyace también en la crítica -ya clásica- de P. F. Strawson a Russell en su ensayo «Sobre
el referir»147, que inspira de hecho la formalización de Kaplan y que motivó a su vez una
respuesta de Russell148. De hecho, parece haber consenso entre los estudiosos del tema en
que la crítica de Strawson no hace justicia al planteamiento de Russell149. La idea que cen­
tra la crítica pone en cuestión la paráfrasis que elimina lo que, en la práctica pre-teórica de
los hablantes, aparece como un intento legítimo de comunicarse acerca de algo. Strawson
rechaza la tricotomía verdadero!fabo! no-significante que Russell introduce para la evaluación
semántica de los enunciados, sobre la base de una identificación del «significado» de un
nombre propio con el objeto denotado. En las partes segunda y tercera de su ensayo,
Strawson introduce dos argumentos para mostrar la incorrección de esa tesis. El primero
distingue entre: (a) un enunciado (sentencé), (b) el uso del enunciado, y (c) la proferencia
(utterancé) del enunciado, y la misma triple distinción para expresiones (abreviatura para
expresiones denotativas con referencia única)150. Ello le permite poner de manifiesto que
«mencionar» o «referir a» no es algo que la expresión «haga», sino un rasgo del uso de la
expresión en un contexto espacio-temporal y comunicativo-, verdad y falsedad serían atributos
del uso del enunciado correspondiente en esa situación particular. Frente a Russell, conclu­
ye: «Dar el significado de una expresión (en el sentido en el que estoy usando la palabra) es
dar indicaciones generales para su uso al referir o mencionar objetos o personas particulares;
dar el significado de un enunciado es dar indicaciones generales para su uso al formular ase­
veraciones verdaderas o falsas». El significado de una expresión no puede identificarse con
un objeto denotado porque, aunque la expresión como tal tenga significado, no está por un
objeto particular determinado: la fijación de la referencia sólo tiene lugar en un contexto
de uso: «explicar e ilustrar las convenciones que gobiernan el uso de una expresión (...) es
dar el significado de la expresión»151. El segundo argumento, que se desarrolla en la tercera

101
parte del ensayo, extiende lo anterior a los enunciados: es posible entender el significado,
aunque no se asigne un valor de verdad -ni siquiera se precisa que al menos algún uso par­
ticular lo tenga. En caso de hablar de objetos inexistentes, el enunciado no sería ni verda­
dero ni falso: «el enunciado no deja de ser significante: simplemente, no logramos decir nada
verdadero o falso»152. Esta es la solución que recoge el tratamiento modelo-teorético de
Kaplan.
En su respuesta, Russell pone de manifiesto que él no niega la distinción entre significa­
do y uso (fijación de la referencia a través del uso en un contexto) y que concierne especial­
mente a los términos deícticos; pero no tiene nada que ver, afirma, con el problema de Russell:
el discurso acerca de objetos no existentes, que es independiente de la problemática de los tér­
minos deícticos. La apelación de Strawson al lenguaje corriente y a lo que los hablantes
entienden o presuponen no tiene que ver con lo que se exige en un lenguaje lógicamente per­
fecto; e incluso es posible dar contraejemplos a la tesis de Strawson tomados del lenguaje ordi­
nario, casos en los que sí se exige la verdad o falsedad de un enunciado. De hecho, aunque
éste discute la transformación de la expresión descriptiva en una afirmación de existencia, sin
embargo sí acepta que hay una presuposición de existencia por parte del hablante: «cuando usa
la expresión el tal-y-tal’, de modo que refiera de manera única, se presume que él cree en la
existencia de algún individuo de esa especie y que el contexto de uso determinará suficiente­
mente cuál tiene en mente»153. Como ha señalado Tugendhat, «Strawson no parece darse
cuenta de que con la alternativa que opone a la concepción de Russell ya ha aceptado lo esen­
cial de la teoría de éste»154. En efecto, que la existencia se afirme o sólo se presuponga es algo
sin relevancia para el enunciado original y sus consecuencias lógicas.
En su discusión de la polémica, Tugendhat enfatiza que la cuestión empírica de cómo
funciona el lenguaje corriente en su uso (Strawson) no es la cuestión central para Russell,
preocupado por la construcción de un lenguaje lógicamente perfecto con carácter normati­
vo-. «para uno se trata de la construcción de un lenguaje lógico ideal y para otro de las par­
ticularidades de nuestro lenguaje corriente fáctico»155. En qué medida esta observación de
Tugendhat hace justicia a Strawson obliga a un estudio más detenido. No hay duda de que
la crítica de éste a Russell se basa en la apelación a lo que el conocimiento del significado
permite inferir, o presuponer, en el uso de una expresión en un contexto particular. Por otra
parte, en el transcurso del presente trabajo se ha introducido la noción de presupuesto prag­
mático-formal, en el marco de una concepción del significado y la comunicación sobre bases
kantianas y por oposición a las concepciones naturalistas o mentalistas. En este punto se
hace precisa —y posible— una demarcación de las posiciones que será pertinente también en
lo sucesivo.
En Introducción a la teoría lógica, así como en otros ensayos156, Strawson ha llevado a
cabo un intento de leer e incorporar a Kant desde la metodología propia del análisis filo­
sófico. Ha defendido la existencia de principios sintéticos a priori, materiales o de conteni­
do, que guiarían el uso del lenguaje con fines argumentativos, así como la presencia de
reglas semánticas no recogidas por la lógica clásica y que, sin embargo, forman parte de la
estructura lógica del lenguaje natural. Partiendo del supuesto de que se cuenta con un cál­
culo clásico, junto con sugerencias para parafrasear, mediante las formas bien formadas del
mismo, fragmentos del lenguaje corriente empleado con fines argumentativos, Strawson
observa que la teoría semántica de Russell formula las reglas del cálculo de tal modo que las
inferencias tengan lugar siempre a partir de expresiones enunciativas verdaderas o falsas.
Otro tipo de formas, como las que contienen descripciones impropias, no quedan cubier­
tas por las reglas del sistema. Pero, si se acepta que estas formas «expresan» algo y son per­
tinentes para la argumentación o el razonamiento, entonces habría que intentar un desa­

102
rrollo del formalismo que permitiera asignarles una interpretación o valor semántico -a fin
de poder dar cuenta de su contribución al valor semántico o significado de unidades lin­
güísticas más complejas, formadas mediante las conectivas veritativo-foncionales.
Una aproximación a esta expansión del simbolismo, expresión informal de la propues­
ta desarrollada por Kaplan, se encuentra en Introducción a la teoría lógica: «Hemos de ima­
ginar que toda regla del sistema lógico, cuando se expresa en términos de verdad y falsedad,
está precedida por la oración: ‘Suponiendo que los enunciados en cuestión son o bien ver­
daderos o bien falsos, entonces...’»157. La idea es que nuestra comprensión de las reglas del
cálculo ha de presuponer o asumir que éstas sólo se aplican sobre formas que expresan
enunciados susceptibles de ser verdaderos o falsos: a cualesquiera otras expresiones enun­
ciativas, como p.e. las que confinen descripciones impropias, no les son aplicables las reglas
del sistema, quedan «fuera» de consideración. Este concepto de presuposición, pragmático-
formal, puede verse como una asunción que guía la aplicación de la lógica para parafrasear
fragmentos de razonamiento. Existe sin embargo otra posibilidad distinta de ésta y es la que
lleva a efecto el propio Strawson al introducir, como nueva relación semántica, la de presu­
posición, relación que se establece entre enunciados pero distinta de la implicación material
clásica: «un enunciado [A] presupone otro enunciado [B] si la verdad de [B] es precondi­
ción para la verdad-o-falsedad de [A]»158. Esta relación no preserva el principio de contra­
posición, pues si bien de la verdad de A cabe inferir la de B, su converso falla: de no-B no
cabe inferir no-A (ni tampoco A). Así, un enunciado S del lenguaje natural presuponed ver­
dad de otro enunciado S’ cuando S no puede ser ni verdadero ni falso salvo si S’ es verda­
dero. Como ejemplos de ello Strawson cita los de enunciados cuyos sujetos son términos
singulares, incluidas las descripciones definidas; estos enunciados presuponen la verdad del
enunciado que expresa que el término singular tiene referencia159.
G. McCulloch, en su estudio de este problema, llega a una conclusión distinta a la de
Tugendhat. En la recuperación fregeana de las descripciones como nombres que Strawson
propone frente a Russell, su idea es que un cálculo clásico, junto con la semántica asocia­
da, arroja «una especie de modelo lógico ideal de nuestro razonamiento corriente»; el len­
guaje natural se ajustaría en líneas generales al paradigma fregeano, salvo en el caso de fallos
como el de una descripción impropia -que pueden salvarse mediante tratamientos en línea
con los de los nombres propios»160. De hecho, el desarrollo formal alternativo de Strawson-
Kaplan pone de manifiesto que, mediante un tratamiento modelo-teorético, son posibles otras
soluciones distintas para el problema de Russell —el de qué ocurre con las expresiones deno­
tativas impropias. Ello legitima una evaluación de la teoría semántica de Russell que inten­
te poner de manifiesto los supuestos y objetivos que determinan su elección.
Recapitulando, tanto Russell como antes Frege y luego Strawson se mueven en el marco de
un cálculo clásico mediante el que intentan dar cuenta de la estructura sintáctica y lógica
(semántico-formal) de fragmentos del lenguaje corriente, en su uso epistémico. El proble­
ma de Russell se resuelve reflejando, en la estructura semántica, una elección: de entre los
posibles «candidatos» existentes en el lenguaje corriente -pronombres demostrativos, des­
cripciones, nombres propios gramaticales, nombres de especie o género natural-, sólo se
van a parafrasear como nombres genuinamente propios, o nombres propios en sentido lógi­
co (Frege), aquellos a los que quepa adscribir la forma lógica adecuada. De acuerdo con el
método de Frege-Strawson, las descripciones definidas satisfacen esta condición, siempre y
cuando el modelo semántico -noción de la que Frege aún no disponía- se defina adecua­
damente; para Russell, sólo los pronombres son candidatos legítimos. De acuerdo con la
lectura de McCulloch, el «criterio de demarcación» o de selección de Russell fue epistemo­
lógico; su elección habría estado determinada por su posición fenomenalista: «mantuvo que

103
sólo pueden [njombrarse cosas con las que uno está familiarizado». En relación con la tesis
de la independencia de los «átomos lógicos» y el criterio empirista (fenomenalista) del sig­
nificado, «la aproximación de Russell en este punto deriva, en parte, de su preocupación
por las cuestiones epistemológicas»161.
Ahora es posible recuperar la discusión en torno a la noción pragmático-formal de pre­
suposición. La interpretación de McCulloch en relación con el estatuto del lenguaje lógica­
mente perfecto -una «especie de modelo lógico ideal de nuestro razonamiento corriente»-
deja sin responder qué acceso y qué legitimidad tiene ese modelo ideal que se «descubre»
en el lenguaje corriente pero al que éste no siempre se ajusta. Bajo la explicación semánti-
co-formal del concepto de presuposición de Strawson (o de Strawson-Kaplan), resulta lógi­
camente imposible considerar esta noción como una condición de posibilidad y validez del
modelo, puesto que se integra en éste como una relación suplementaria. Cuando en el
curso del presente trabajo se ha hecho referencia a una noción pragmático-formal de pre­
suposición, se estaba intentando recoger precisamente aquello que tiene valor normativo
(regulativo) en el uso epistémico -o, en general, argumentativo- del lenguaje. Los hablan­
tes lo hacen entrar en juego bajo la forma de reglas pragmáticas que hacen posible ese uso
y, al mismo tiempo, sancionan su validez162. Puesto que las reglas gobiernan contrafáctica-
mente, pueden no estar presentes en todas las realizaciones lingüísticas fácticas: son reglas
que determinan no una práctica, sino la validez de ésta. Es preciso preguntar por su cum­
plimiento cuando de lo que se trata es de justificar la validez de un enunciado o teoría..
Tanto el análisis de Frege como el de Russell ponen esto de manifiesto: la conexión inter­
na entre el valor semántico (o significado) de una expresión y la validez epistémica (verdad)
del enunciado que la integra, por vía de las reglas para su formulación y validación.
La objeción de McCulloch no tiene en cuenta que el análisis de Russell, tanto como el
de Frege, se «salva» si se lee como un intento de fundamentación: si se considera que atañe
a qué hace válidos enunciados y teorías, y no a cómo se fija fácticamente la referencia de
un nombre. Si se adopta esta segunda perspectiva, entonces resulta particularmente perti­
nente el juicio crítico de Quine sobre Russell -aunque él no lo proponga en este sentido,
como va a resultar evidente. En «Naturalización de la epistemología»163 comenta el aban­
dono del intento, característico de la «vieja epistemología», de traducirlo todo a términos
observacionales y lógico-matemáticos, y de la aspiración a construir las ciencias naturales a
partir de datos sensoriales; en ese contexto epistemológico de Russell —y más tarde de
Carnap-, se pretendía «justificar nuestro conocimiento del mundo exterior por recons­
trucción racional, y ello exige concienciad. Esto trajo a primer plano el problema de qué
tenía prioridad epistémica y cuál era la base de elementos primitivos a partir de la cual se
elaboraba, por vía de una construcción, nuestro conocimiento del mundo: los átomos de
datos sensoriales (Russell), o las formas gestálticas (Carnap). Esto equivalía a preguntar por
la información que permite comprender un enunciado. La solución final del propio Quine
consistía en el trabajo citado en adoptar un punto de vista naturalista, que hace de la epis­
temología parte de la propia ciencia natural y, en particular, de la psicología. Si se renuncia
a la pretensión (de Frege, Russell, Carnap) de justificar nuestro conocimiento del mundo
exterior por reconstrucción racional, es posible adoptar como base para la elaboración de
ese conocimiento lingüístico, es decir, como «entrada de nuestros mecanismos cognitivos»,
«simplemente, las estimulaciones de nuestros receptores sensoriales»165. Esto no elimina, sin
embargo, el problema que se le planteaba a Russell cuando intentaba reconstruir el «puen­
te» entre el lenguaje solipsista del mundo privado de las sensaciones -o estímulos sensoria­
les (Quine)— y el lenguaje público de la ciencia. El propio Quine explica: «el mero hecho
de que hayamos aprendido un lenguaje presupone un considerable almacenamiento de

104
información, y de información sin la cual no estaríamos en situación de arrojar veredictos
sobre sentencias, aunque fuesen observaciones»166.
Este no es sino un modo de constatar que vuelve a presentarse el problema que Quine
cree haber eliminado167. Pues el intento de reconstruir el proceso cognoscitivo que va desde
lo dado «inmediatamente» a la experiencia hasta los enunciados susceptibles de verdad
(Russell, pero también Peirce) pretendía justificar la validez de los juicios de percepción, en
tanto que (necesariamente) lingüísticamente mediados. Esto obliga a retroceder hasta la obser­
vación crítica de Herder a Kant, que Peirce asumía y Russell intenta resolver mediante un
postulado leibniziano: la observación de que la síntesis es lingüística. Entre la estimulación
sensorial y el lenguaje público -enunciados de observación— Quine se ve obligado a intro­
ducir como «puente» —ya se vio- la noción de acuerdo intersubjetivo [por tanto lingüístico,
C.C.] bajo estimulación concordante^. Evidentemente, la concordancia de la estimulación
sólo es accesible y está sujeta a comprobación pública en la mediación de juicios lingüísti­
cos. Este sería el rasgo distintivo de las sentencias de observación y constituye asimismo
-aunque formulario así «traicione» la letra de Quine- la garantía que otorga «carta de natu­
raleza» a los enunciados empíricos: es decir, lo que permite justificar su validez. (Sobre esto
se vuelve en el comentario final.)
El trabajo interpretativo de G. Evans169 sobre Russell puede verse, en cierto modo,
como un intento sobre bases quineanas de recuperar la perspectiva «genética» en el estudio
de la fijación fáctica de la referencia, mostrando cómo salvar la «interferencia» que la media­
ción lingüística constituye. Evans intenta reelaborar la idea de Russell de que la designación
ha de estar apoyada en el conocimiento por familiaridad del objeto nombrado, y ello sin
tener que suponer el tipo de construcción o interferencia mediadora que señala Quine, e.d.
la síntesis que conduce desde la información que los datos sensoriales procuran hasta la per­
cepción lingüísticamente mediada (Peirce) del objeto o hecho real. Evans adopta una forma
de cognitivismo correlativa con una concepción mentalista del significado; pero, en vez de
partir de las nociones de sensación y estado de conciencia (o de creencia} de la epistemología
tradicional, propone adoptar, como noción primitiva para reconstruir el proceso de cono­
cimiento, la de encontrarse en un estado informacional con tal-y-tal contenido. La construc­
ción subsiguiente lo sería de un sistema informacional caracterizado por su independencia
respecto a las creencias (belief-independence): el que un sujeto se encuentre en un estado infor­
macional sería independiente de si cree o no «que el estado es verídico», es decir, si se corres­
ponde con un objeto real o estado de cosas objetivo en el mundo. El término «creencia» se
reservaría para un estado cognitivo más complejo, «conectado con (...) la noción de juicio
y, de este modo, conectado también con la noción de razón». Las operaciones del estado
informacional serían «más primitivas» y sus contenidos podrían compararse a «imágenes
fotográficas»170. Aplicando esta epistemología cognitiva a la teoría semántica de Russell, lo
que resulta es una teoría de la referencia que interpreta los términos singulares -aquí:
«demostrativos corrientes», «demostrativos en tiempo pasado» referidos a objetos antes
observados y ahora recordados, y «demostrativos testimoniales» referidos a información que
se supone de dominio público mediante testimonios- como nombres de contenidos de
estados informacionales; los correspondientes enunciados dependen para su comprensión
de «pensamientos basados en información»171.
En la definición de los «demostrativos testimoniales» ya se pone de manifiesto la difi­
cultad de una teoría de este tipo, pues se hace imprescindible la comunicación lingüística
para su introducción en el sistema informacional. Pero, en cualquier caso, cabe hacer al
planteamiento global la objeción que Peirce dirigió a la filosofía de la conciencia: que los
términos deícticos aún no constituyen conocimiento intersubjetivamente válido; éste sólo se

105
expresa en la enunciación de juicios susceptibles de comprobación pública y, como el pro­
pio Evans ha señalado, internamente conectados con razones.

vi. Comentario final

Ya se ha visto que Russell no fue enteramente consistente con su principio semántico


inicial ni con un tratamiento puramente notacional de las funciones preposicionales y sím­
bolos incompletos en general. Quine critica la oscilación, ya presente en «Sobre el deno­
tar», entre una identificación de significado con referencia, de una parte, y de otra el empleo
del término «significado» como si nombrase alguna entidad subsistente -distinta del obje­
to real de la referencia- que sólo podía «eliminarse» mediante la eliminación de la propia
expresión. De este modo, la función de los símbolos incompletos junto con su interperta-
ción consistía en limitar la existencia expresable lingüísticamente a la espacio-temporal y
evitar otros compromisos ontológicos; pero en este punto es pertinente recordar el comen­
tario de Quine cuando señalaba: «Podemos decir cuándo las llamadas funciones preposi­
cionales de Russell han de tomarse como conceptos, más específicamente como atributos y
relaciones, y cuándo pueden tomarse como meras sentencias abiertas o como predicados.
Cuando él [Russell; C.C.] cuantifica sobre ellas, es cuando las reifica, aunque sea ininten­
cionadamente, como conceptos»172.
De acuerdo con la interpretación que se ha expuesto aquí, el «significado» de estas
expresiones típicas que alcanzan el estatuto de funciones preposicionales o símbolos incom­
pletos -pues no cualquier expresión incompleta arbitraria lo es— descansa en el uso que se
hace de ellas: presupuestos de los hablantes más reglas pragmáticas. Cuando Russell «reifi­
ca» un conjunto de expresiones predicativas consideradas primitivas, su teoría semántica no
puede sino verse remitida a la dificultad ya vista en la epistemología clásica: lo que se iden­
tifica como categorías ontológicas básicas viene dado por categorías lingüísticas (semánti­
cas y sintácticas) de una lengua o un conjunto de lenguajes en particular. Se crea el pro­
blema de salvar el espacio conceptual entre la subjetividad de la experiencia sensible -el
mundo externo ha de construirse a partir de «mundos privados» de datos sensoriales- y el
carácter público del lenguaje teórico de la ciencia y, en particular, de la física. Si, como se
defiende en las conferencias sobre el atomismo lógico, el análisis de los hechos atómicos
-los que Russell «reifica», al hacer de ellos los significados de las correspondientes proposi­
ciones atómicas debido a lo que Quine califica de «confusión del significado con la refe­
rencia»173- descansa sobre el análisis del lenguaje, se hace imprescindible estudiar las corre­
laciones entre la privacidad de los datos sensoriales y el espacio público del lenguaje. Como
se ha visto, lo que Russell hace es utilizar estas correlaciones como forma de identificar a
los objetos externos con clases de datos sensoriales: identifica al objeto exterior con la clase
de todas las concepciones de él, reales y virtuales, en el interior de los mundos privados de
la experiencia subjetiva sensible. Sin embargo, y tomando distancia con respecto a la sen­
tencia de Quine174, lo que da lugar a este problema -el de la falta de garantía respecto a la
validez intersubjetiva del significado- no es su aceptación de una teoría de la referencia
como base de la teoría semántica, sino el que se trata de una teoría de la referencia indirec­
ta: pues los particulares —datos sensoriales— sólo existen en tanto que «soportes» de cuali­
dades y relaciones lingüísticamente denotados por términos predicativos primitivos. La
garantía de intersubjetividad, que Leibniz basaba en un postulado, tiene que hacerla suya
Russell también mediante un postulado: el axioma de reducibilidad, o algún principio
equivalente, más la interpretación semántica postulada para los términos primitivos.

106
Como conclusión más importante de este estudio sobre Russell, hay que señalar la que
se ha alcanzado acerca de los símbolos incompletos y que permite entender lo que, en la
formulación inicial de la tesis leibniziana, sólo podía parecer un postulado restrictivo y fuer­
temente dogmático. La afirmación de que es posible acceder al conocimiento de la estruc­
tura (onto-)lógica de la realidad a partir del análisis y el conocimiento de la estructura lógi­
ca del lenguaje descansa en un doble supuesto. En primer lugar que, tras el giro lingüístico
en filosofía, se ha puesto de manifiesto la imposibilidad de suponer un acceso a la realidad
no mediado discursivamente por nuestra interpretación lingüística del mundo. En qué
medida Russell lo asume así es evidentemente discutible, pues su perspectiva es naturalista:
los datos de los sentidos serían lo no-mediado, en el sentido de que son contenidos de con­
ciencia que se dan de modo inmediato, sin mediación lingüística. Sin embargo, a este plan­
teamiento pueda objetársele que, para «recuperar» la correspondencia entre lenguaje y rea­
lidad, Russell tiene que recurrir a la introducción axiomática del principio de reducibilidad
o a un postulado equivalente que desempeñe la función del postulado de Leibniz: es decir,
que garantice la correspondencia entre las «cualidades y relaciones ocultas» de la realidad y
los términos predicativos primitivos. Se ha visto cómo este postulado surge por necesidad
lógica en el contexto de la lógica matemática de los Principia y recibe la interpretación
semántica que está en correspondencia con la posición epistemológica de Russell.
El segundo presupuesto responde a la observación de que, si no se empieza postulando
directamente una posición epistemológica, y se pretende justificar la posibilidad de que
nuestra interpretación lingüística del mundo refleje adecuadamente la realidad y se consti­
tuya en forma de conocimiento válida, sin «pedir el principio» de empezar asumiendo que
hay un mundo extralingüístico que actúa causalmente sobre nuestros sentidos y que con­
forma nuestro conocimiento -la validez de este presupuesto «ingenuo» es lo que se quiere
justificar—, entonces nos vemos llevados, por una especie de necesidad lógica, a aceptar que
«tiene que haber» un isomorfismo estructural originario entre lenguaje y realidad. El hecho
de que el postulado de Leibniz se convierta también en un postulado en Russell parece
hacer legítimo hablar, en su caso, de una «contaminación» epistemológica de la teoría
semántica.
La idea final, que aquí es preciso formular como una hipótesis aún pendiente de con­
firmación, es la de que el presupuesto «fuerte» del análisis lingüístico -la correspondencia
entre la estructura del lenguaje y la estructura lógica de la realidad- ha de formularse con
verbos modales: en términos de lo que debería ser el caso en nuestro lenguaje, si es que que­
remos justificar la posibilidad y la validez de nuestra interpretación lingüística del mundo.
Una posición epistemológica naturalista como la de Russell no puede garantizar esta vali­
dez si no es mediante un postulado o principio lógico que forme parte del marco lingüís­
tico que se asume. Hay, sin embargo, otro elemento en Russell que sí ofrece vías de solu­
ción a este problema kantiano, en una forma que la posición final de Frege hacía imposible:
la perspectiva constructiva que sólo acepta asignar validez a aquellas «entidades» construi-
bles por nosotros mismos.
Hasta qué punto estos rasgos están presentes en Wittgenstein y, por tanto, puede con­
siderársele un atomista lógico, es uno de los problemas que queda pendiente de tratamien­
to. Como ya se ha anticipado, se han señalado, en general, dos interpretaciones posibles y
antitéticas entre sí: la que entiende esta búsqueda de un lenguaje lógicamente perfecto
como una tarea de carácter descriptivo, que identifica elementos presentes en cualquier len­
gua natural humana -aunque éstos queden ocultos bajo la forma superficial de la gramáti­
ca-, y la interpretación que considera esta búsqueda como una tarea de carácter prescripti-
vo conducente a establecer los requisitos que cualquier lenguaje debería satisfacer si es que

107
quiere ser plenamente significante. En el primer caso, hay que suponer -si no fundamen­
tar- que es posible una reflexión que identifique y reconstruya la estructura semántico-for-
mal del lenguaje natural, en su uso epistémico. Y ello, junto con los requisitos lógicos no
evidentes en la gramática superficial, o no necesariamente al alcance de los lenguajes teóri­
cos que hay que hacer entrar en juego, supone que el resultado de esa reconstrucción lógi­
ca adquiera un carácter normativo. Esto se pone de manifiesto, como ya se ha señalado, en
la atribución por parte de Frege de un doble estatuto al lenguaje lógicamente perfecto: es
descriptivo, en la medida en que da cuenta de unas «leyes puras del pensamiento» y de una
estructura lógica y semántica que subyacen a la estructura sintáctica que refleja la gramáti­
ca superficial; pero es también normativo, en el sentido no-kantiano -material y no for­
mal- que da Frege a éste término, porque prescribe cómo ha de «pensarse» -cómo ha de
expresarse el conocimiento. En el segundo caso, paradójicamente, se prescinde de justificar
la validez de la propia actitud reconstructiva o reflexiva, y se adopta una actitud teórica
similar a la de la propia práctica científica. Con ello, se renuncia en cierto modo a una jus­
tificación filosófica de la propia posición.
No debería sorprender en exceso la declaración que cierra el ensayo de Quine sobre
«Naturalización de la epistemología»: «Ahora bien, fuera del ámbito del lenguaje hay pro­
bablemente asimismo, en total, sólo un alfabeto más bien limitado de normas de la percep­
ción, hacia las cuales tendemos inconscientemente para rectificar todas las percepciones.
Estas normas, una vez se las identifica experimentalmente, podrían ser tomadas como blo­
ques epistemológicos de construcción, como los elementos operativos de la experiencia.
Puede que demuestren ser en parte culturalmente variables, como lo son los fonemas, y en
parte universales»175. El intento de «naturalizar» estas normas, haciéndolas objeto de iden­
tificación empírica, no puede ocultar sus resonancias tácitamente kantianas ni, sobre todo,
la necesidad lógica de identificar una estructura universal como soporte de las interpreta­
ciones válidas del mundo objetivo.
La crítica de Quine a la posibilidad de una reconstrucción racional parece interpretar
esta tarea como una reconstrucción de la racionalidad presente en los procesos o fenóme­
nos investigados, esto es, una investigación a posteriori de su generación y desarrollo. Pero
de lo que se trata —al menos, desde la lectura que se ha hecho de Russell- es de una recons­
trucción desde la razón de lo que hace válido el proceso o el conjunto de fenómenos de que
se trate. Ello, porque la reconstrucción lo es de un saber pre-teórico de los sujetos de cono­
cimiento y lenguaje, de un conocimiento implícito (know-how) que puede expresarse en
forma de reglas. Los «datos» de la reconstrucción no son el tipo de variables que pueden
hacerse objeto de observación -como p.e. leyes empíricas de asociación de datos sensoria­
les-, sino las reglas que los especialistas en un saber pueden reconocer como operativas en
su elaboración de enunciados y teorías. Por ello ha podido señalarse que, mientras que una
epistemología empírica (psicología) puede llevarse a cabo desde distintos enfoques teóricos
-cognitivismo, conductismo, etc.-, una epistemología reconstructiva adopta habitualmen­
te un enfoque «esencialista»: pretende hacer explícita la estructura «profunda» que los agen­
tes hacen entrar en juego, su saber de las reglas operativas en su campo de actividad176.
Desde la perspectiva de una reconstrucción racional de orientación kantiana, algo no es un
conocimiento porque tenga lugar fáctico-psíquicamente con determinadas características,
sino porque tiene una validez; «conocimiento» no nombra un hecho, sino una legitimidad.
Esa validez o legitimidad no tiene lugar en la génesis fáctica, sino en la demostración o jus­
tificación177. A esta justificación es a la que atañe la reconstrucción racional: pues lo es de
aquello en lo que consiste la validez cognoscitiva en general, con independencia de los con­
tenidos particulares a que en cada caso haya de reconocerse esta validez.

108
En su «Introducción» al Tractatus y en relación con el estatuto que cabe atribuir a un
lenguaje lógicamente perfecto, como se vio, dice Russell: «No es que haya lenguaje lógica­
mente perfecto, o que nosotros nos creamos capaces, aquí y ahora, de construir un lengua­
je lógicamente perfecto, sino que toda la función del lenguaje consiste en tener significado
y sólo cumple esta función satisfactoriamente en la medida en que se aproxima al lenguaje
ideal que nosotros postulamos»'1*. El «postulado» final de Russell supone un reconocimiento
de que su perspectiva es la prescriptivista enunciada arriba en segundo lugar. Una justifica­
ción para ésta tiene que descansar en los presupuestos epistemológicos de Russell -y, por
consiguiente, ser dependiente de ellos. El hecho de que su «nosotros» irritara tanto a
Wittgenstein, sin embargo, obliga a preguntarse si ésta era también la comprensión de éste
último respecto a su propia búsqueda de un lenguaje lógico ideal.
Aquí se va a intentar dar expresión a lo que se ha llamado una interpretación kantiana
del Tractatus, en conformidad con la interpretación general que se ha venido haciendo de
la semántica filosófica179. Desde esta perspectiva, los requisitos que se señalaban al concluir
el estudio de Russell no serían meros «postulados» a los que subyacería una fuerte idealiza­
ción: antes bien, constituirían condiciones de posibilidad de nuestro uso epistémico del len­
guaje y, en este sentido, enunciarían el conjunto de presupuestos, máximamente generales,
que inevitablemente hacen entrar en juego los hablantes de una lengua cuando quieren
entenderse sobre algo en el mundo objetivo (de hechos y estados de cosas posibles) que asu­
men compartido. Sólo en la medida en que constituyen presuposiciones de carácter con-
trafáctico pueden considerarse normativas, en un sentido kantiano similar al de una idea
regulativa: determinan la validez de una práctica y constituyen el conjunto de requisitos
implícitamente presupuestos por los hablantes -aunque pueden no estar plenamente reali­
zados de hecho- cuando hacen un uso enunciativo del lenguaje para describir, aseverar, etc.
Su carácter normativo (regulativo) es el que permite que los interlocutores adopten una posi­
ción crítica con respecto a la validez de lo que se dice: pues los supuestos tácitos de refe­
rencia de los nombres, de satisfacción del universal por el sujeto, de verdad (validez episté­
mica, satisfacción de la relación semántica de correspondencia o adecuación) de la
proposición, pueden hacerse explícitos si han resultado problematizados y, así, impulsar la
resolución de un problema de carácter epistémico o la revisión crítica de los propios crite­
rios epistemológicos.

2.1.3. Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Tractatus logico-philosophicus

Algunas de las ideas fundamentales del Tractatusl80, cuya versión final manuscrita pudo
hacerle llegar Wittgenstein a Russell desde un campo de prisioneros de Italia en 1918, habí­
an comenzado a gestarse incluso antes de 1914; ello explica que algunas de sus proposicio­
nes resulten aclaradas a partir de otros pasajes de los Diarios 1914-1916™ -publicación que
incluye las notas dictadas por Wittgenstein a G. E. Moore en 1914— y de las Notas sobre
lógica -elaboradas por Wittgenstein para Russell en 1913 e incluidas en los Diarios. Es casi
obligado comenzar señalando esta obra como un desarrollo seminal para la filosofía del len­
guaje del s. XX, así como con la observación de que introduce la primera de dos líneas fun­
damentales en teoría del significado; la segunda habría sido inaugurada también por
Wittgenstein con su obra de madurez Philosophische Untersuchungen (= Investigaciones filo­
sóficas), expresión más acabada de su pensamiento a partir del abandono de su propia teo­
ría del Tractatus. Aunque es sin duda una simplificación atribuir a Wittgenstein dos «filo­
sofías», prescindiendo de la evolución y las sucesivas elaboraciones que supone todo el

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período de transición, parece legítimo adoptar una perspectiva sistemática centrada en las
teorías del significado propuestas y hablar -como es habitual entre sus intérpretes y estu­
diosos- de un primer y un último Wittgenstein182, y así se hará aquí -lo que no obsta para
que, en muchas ocasiones, sea preciso recurrir a estas obras de transición para discutir y
aclarar pasajes problemáticos y centrales del Tractatus o, más adelante, de las Investigaciones.
Un tercer momento en el desarrollo del pensamiento de Wittgenstein lo constituiría su últi­
ma filosofía de las matemáticas, que responde a una posición constructivista183. Por otra
parte, la dificultad que supone la interpretación del Tractatus fuerza a elegir, entre los con­
ceptos y tesis fundamentales, aquellos que se consideran interesantes desde algún punto de
vista. Y es inevitable tener en cuenta, al proponer una lectura, aquellas interpretaciones que
se consideren de mayor nivel intelectual y científico y más acertadas en cuanto a sus con­
clusiones184.
Como obra de filosofía del lenguaje, el Tractatus propone lo que se conoce como una
teoría figurativa del significado enunciativo (Abbildtheorie der Satzbedeutung). En las «Notas
dictadas a Moore», Wittgenstein enunciaba ya la tesis fundamental que caracteriza a esta
teoría: «Así, un lenguaje que pueda expresar todo refleja determinadas propiedades del
mundo mediante las propiedades que ha de poseer; y las llamadas proposiciones de la lógi­
ca, o proposiciones lógicas, muestran esta propiedad sistemáticamente^. La referencia a las
proposiciones de la lógica hace entrar en juego un elemento que no pertenece al ámbito de
la filosofía del lenguaje en sentido estricto, sino al de la filosofía de la lógica. Una de las
mayores dificultades del Tractatus reside en que el tratamiento de las cuestiones de teoría
del significado está indisolublemente unido al de las de lógica y teoría del simbolismo. De
hecho, cuando Wittgenstein identifica alguna de las proposiciones del Tractatus como
expresando un «pensamiento fundamental» suyo, se trata en todos los casos de tesis relati­
vas al simbolismo de la lógica: que las constantes lógicas no están por nada real (4.0312,
5.4), que las proposiciones son hechos y no objetos (3.14, 3.142), que las proposiciones de
la lógica poseen una naturaleza radicalmente distinta a la de las otras proposiciones (6.1-
6.11). La conexión interna entre teoría del significado y teoría del simbolismo se aclara a
partir de sus propias observaciones. El objetivo de Wittgenstein en el Tractatus era clarifi­
car las propiedades lógicas del lenguaje, es decir, las propiedades que el lenguaje ha de pose­
er si es que ha de tener capacidad expresiva suficiente -si ha de ser capaz de decir todo lo
que se puede decir-; pero, puesto que se puede describir el mundo, puesto que el lenguaje
es significativo y las proposiciones tienen sentido, toda su investigación se orienta a la
obtención de la «forma general de la proposición», a una descripción general de la totali­
dad de las proposiciones significantes de cualquier lenguaje sígnico, de tal manera que cual­
quier sentido posible pueda ser expresado por algún símbolo satisfaciendo la descripción, y
que cualquier símbolo que satisfaga la descripción pueda expresar un sentido «cuando los
significados de los nombres hayan sido elegidos de la forma adecuada» (4.5). Esta conexión
entre la estructura lógica del lenguaje y la capacidad de éste para ser significante descansa
en otra tesis fundamental del Tractatus: la lógica refleja el mundo (6.13), pues la lógica
refleja las propiedades formales que los signos han de tener si es que han de poder ser
empleados para formular descripciones significantes acerca del mundo186. Pero, al mismo
tiempo, muchas de las ideas de Wittgenstein acerca del simbolismo tienen un carácter radi­
calmente apriórico187 y, por consiguiente, también lo tiene inevitablemente la teoría del sig­
nificado indisolublemente en conexión esas ideas.
Esta perspectiva justifica la distinción que ha sido posible establecer entre dos teorías
distintas en el Tractatus: una teoría del significado descriptivo de los enunciados, y una
teoría ontológica del lenguaje. E. Stenius ha llevado a cabo una reconstrucción de la teo­

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ría figurativa descriptiva del significado enunciativo y ha defendido su independencia res­
pecto a la teoría figurativa ontológica del lenguaje que en el Tractatus aparecería en cone­
xión con ella188. Siguiendo a Stenius, Stegmüller ha mostrado también cómo la teoría figu­
rativa del significado enunciativo es, en cuanto tal, independiente de la concepción
ontológica del Tractatus, si bien Wittgenstein las puso en conexión entre sí. Pero única­
mente la distinción categorial entre hechos y cosas (todo lo que no son hechos) es un pre­
supuesto necesario para la teoría del significado189. También del estudio de Black cabe infe­
rir que el atomismo lógico del Tractatus es un presupuesto inesencial para la teoría
figurativa del significado190, en la medida en que muestra cómo la tesis del atomismo lógi­
co es una condición necesaria -pero no suficiente- del análisis que Wittgenstein lleva a
cabo de la estructura semántica de las proposiciones complejas. Esta cuestión, que se va a
estudiar con algo de detalle, es inseparable de otros conceptos y tesis fundamentales, como
la distinción entre lo que se puede decir y lo que se muestra en el lenguaje. En este punto
el problema se introduce únicamente para justificar una lectura del Tractatus que se va a
centrar inmediatamente en la discusión de la teoría figurativa del significado.

i. Concepción ontológica

Las dos primeras tesis del Tractatus tratan precisamente del fundamento ontológico de
la filosofía de Wittgenstein; los conceptos centrales son los de mundo, realidad, hecho, esta­
do de cosas (Sachverhalt), objeto. Pero, mientras el conjunto de proposiciones subordinadas
a la primera se mantienen en este campo semántico, las correspondientes a la segunda intro­
ducen una teoría general de la figura que más tarde reaparece directamente referida al len­
guaje y al pensamiento. Con respecto a la «estructura ontológica fundamental»,
Wittgenstein afirma: que el mundo es todo lo que es el caso; que el mundo es un hecho y
se compone él mismo de todos los hechos, en los que se puede analizar; que el hecho con­
siste en la existencia de estados de cosas; que el estado de cosas consiste en una conexión de
objetos o cosas; que el objeto posee propiedades externas, y también propiedades internas
que constituyen la forma del objeto: ésta consiste en las posibilidades de combinación con
otros objetos para configurar estados de cosas; que los objetos no están «dados» con inde­
pendencia de sus posibilidades de combinación: lo dado son siempre estados de cosas, con­
figuraciones de objetos; que los estados de cosas son independientes entre sí, y que la tota­
lidad de los estados de cosas existentes determina cuáles son los estados de cosas que no son
el caso; que la totalidad de estados de cosas existentes y de los que no son el caso constitu­
ye la realidad, y que la realidad total es el mundo191.
El primer problema de interpretación, con incidencia posterior en la teoría figurativa
del significado, es relativo a la relación entre las categorías de estado de cosas (Sachverhalt) y
hecho (Tatsache), y correlativamente la que hay entre mundo (Welt) y realidad (Wirklichkeit).
Un segundo problema de interpretación, menos importante desde el punto de vista filosó-
fico-lingüístico, refiere al estatuto que cabe adscribir a los «objetos» del Tractatus. En rela­
ción con lo primero Black, siguiendo a Russell en su «Introducción» al Tractatus, interpre­
ta estado de cosas como hecho atómico, como el elemento constitutivo simple de la realidad;
sería la contrapartida objetiva de una «verdad» (un juicio verdadero, C.C.) contingente ina­
nalizable, e independiente de los otros simples. Los hechos serían siempre complejos anali­
zables en términos de una configuración de estados de cosas, correlatos a su vez de com­
puestos veritativo-funcionales de enunciados simples192. Black defiende su tesis frente a la
interpretación de Stenius, para quien la relación entre hecho y estado de cosas es correlativa

111
a la que hay entre un contenido descriptivo que presenta lo que efectivamente es el caso y
otro que presenta lo que puede ser el caso: su diferencia sería la que hay entre lo existente y
lo posible193. Black critica la posición de Stenius -que sigue, como éste mismo declara, el
«uso alemán» de los términos- sobre todo por su recurso a la noción de contenido descrip­
tivo de un enunciado, que considera integrada en el mismo contexto filosófico que la
noción de contenido objetivo empleada por Meinong: supondría hacer entrar en juego enti­
dades a las que se concede un estatuto ontológico y que encubren una hipostatización del
significado, de lo expresado mediante claúsulas subordinadas introducidas por «que» (daj?-
Satze) que modifican el sintagma nominal, como en «el hecho de que ...». Pero, al mismo
tiempo, concede que el uso que Wittgenstein hace de los términos de la polémica no es
consistente. Así, en numerosas ocasiones usa estado de cosas, efectivamente, en el sentido de
«hecho atómico» (2.01, 2.011, 2.012, 2.0121 b, 2.0141, 2.0272-2.032). Cuando habla de
la no-existencia de estados de cosas, sin embargo, esta interpretación difícilmente resulta
adecuada (2.06, 2.062, 2.11, 4.1, 4.25, 4.27, 4.3). Black se opone a asociar estado de cosas
con una posibilidad porque un «hecho posible» que no es el caso constituiría una contra­
dicción semántica, y su aceptación supondría inevitablemente una hipostatización de deter­
minadas expresiones; en particular, las cláusulas introducidas por «(de) que...» se converti­
rían en nombres complejos de la posibilidad correspondiente, qu^. vendría dada por un
hecho «cosificado»194.
Esta reificación de los hechos es por completo incompatible con la teoría del significa­
do del Tractatus. Wittgenstein argumenta explícitamente en contra de que la proposición
pueda verse como un nombre complejo (3.143 c); un nombre ha de estar referido siempre
a un objeto por el que está (3.203), mientras que ningún «objeto» puede responder a una
descripción con sentido (3.24 (2)); un estado de cosas siempre viene descrito, no «nombra­
do», por una proposición. Esto es algo que ningún intérprete de Wittgenstein discute. Y
constituye precisamente el argumento central de Stenius. Resulta paradójico por ello que,
para desestimar la interpretación de éste, Black argumente en contra de la hipostatización
de posibilidades -que considera una consecuencia inevitable de la posición de Stenius-, lo
que une a un énfasis en el carácter contingente de la configuración de objetos correspon­
diente a un estado de cosas. Stenius, por su parte, afirma que la «ontología» que subyace a
la teoría figurativa del Tractatus sólo precisa hacer entrar en juego dos categorías básicas: la
de hecho (efectivo o posible) y la de todo lo que no es un hecho; y que la categoría de obje­
to o cosa está subordinada siempre a la de hecho, pues sólo se presenta en el mundo en tanto
que elemento de un hecho, al igual que lo designado por los predicados195. La cuestión es
saber si es posible responder a la objeción de Black desde el marco de esta interpretación de
Stenius.
Black parece interpretar que las oraciones subordinadas adnominales (las dafí-Satze, del
tipo «el hecho/el estado de cosas de que p») introducen una ontologización inevitable de los
hechos, ya que éstos aparecen entonces como entidades susceptibles de ser nombradas,
como acontecimientos contingentes pero en algún sentido autónomos o independientes de
su descripción. Esta ontologización no sería problemática, empero, siempre y cuando se
trate de hechos que efectivamente son el caso en el mundo. A este punto de vista defendido
por Black parece subyacerle una presunción epistemológica de corte realista, respecto a qué
contenidos lo son legítimamente de juicios empíricos cognoscitivamente válidos196. Por su
parte, Stegmüller continúa la lectura de Stenius enfatizando que, para Wittgenstein, nues­
tro saber del mundo es un saber de hechos, y no un conocimiento de objetos; nuestra ima­
gen del mundo depende del modo en que lo analizamos, en tanto que hecho («Welt ais
Tatsache»), en hechos particulares o elementales; éstos consisten en una configuración de

112
elementos pertenecientes a la categoría de «lo que no son hechos»: objetos y atributos (estos
últimos propiedades y relaciones). La categoría de los hechos, a su vez, incluye tanto los
hechos que realmente son el caso (Tatsachen) como los que pueden ser el caso (Sachverhalte).
Stegmüller considera que esta interpretación no conduce a una hipostatización -ni de los
hechos, ni de los atributos-; para mostrarlo, vincula la explicación de estado de cosas no exis­
tente (nichtbestehende Sachverhalt) a la de la falsedad de la proposición correspondiente: «Si
la proposición es verdadera, el estado de cosas existe y recibe entonces el nombre de hecho.
Si la proposición es falsa, el estado de cosas no existe y no es, por tanto, un hecho»197.
Lo que está en juego aquí es algo más que un mero tecnicismo; pues se trata del movi­
miento fundamental del giro lingüístico y del tipo de consecuencias filosóficas que puede
subsumir. El abandono de las teorías nominalistas del lenguaje, así como de la tesis de que
la relación semántica fundamental es la del nombre con lo nombrado, es lo que en el siglo
XX permite el paso desde una concepción metafísica del mundo primero, y una metafísica
de la experiencia después, al análisis del lenguaje mediante el cual expresamos nuestro saber
del mundo y nuestra experiencia de él. El punto de partida es el lenguaje: no porque los
hechos sean indistinguibles de los enunciados que los describen, sino porque lo que se trata
de llevar a cabo es una reflexión acerca de la validez de esa descripción del mundo. Se trata
de reflexionar acerca de cuáles son las condiciones que hacen posible y válida la expresión
de nuestro conocimiento del mundo y de nuestra experiencia de él -lo que supone necesa­
riamente considerar esta posibilidad como efectivamente realizada en el lenguaje. Puesto que
las unidades lingüísticas de la descripción del mundo son los enunciados simples, éste ha
de ser el punto de referencia fundamental en el análisis. Una hipostatización de estas des­
cripciones es una «vuelta atrás» en el intento de justificar su validez. Pues equivale a una
petición de principio de carácter metafísico, en la que se da por supuesto aquello que se
intenta mostrar: que los enunciados son legítimamente descripciones válidas del mundo. La
objeción de Black a Stenius se dirige al núcleo de lo que una teoría del significado ha de
satisfacer, al mismo tiempo que cuestiona la validez de una reconstrucción de la teoría de
Wittgenstein que no daría cuenta de una de sus tesis fundamentales.
La línea de respuesta de Stegmüller ha sido asimismo la seguida por Tugendhat, quien
analiza explícitamente el problema de las cláusulas de la forma «el hecho de que /»>, donde
p es un enunciado. Intenta mostrar que hay una equivalencia, desde el punto de vista
semántico, entre expresiones de estructura gramatical superficial distinta: 1) «el estado de
cosas: que p, existe»; 2) «que p, es un hecho»; 3) «es el caso que p»; 4) «que p, es verdade­
ro»; 5) «p». Las tres primeras formas no expresan nada distinto de lo que expresan 4) y 5);
la diferencia entre éstas últimas reside en que la afirmación «es verdadero» enfatiza el
momento de la aseveración por parte del hablante, permitiendo hacer explícito lo que en 5)
es sólo implícito: que el significado de un enunciado puede analizarse distinguiendo en él
una doble dimensión, la del contenido proposicional y la del momento de la aseveración. El
primer elemento, el del contenido proposicional, correspondería a lo que la forma nomi-
nalizada «que p» permite expresar198. Esta misma idea subyace a la observación de
Stegmüller cuando afirma que las oraciones subordinadas adnominales (las daf-Satzé) per­
miten hacer referencia lingüísticamente a los hechos, lo que no es posible mediante nom­
bres o predicados. Pero la interpretación de Tugendhat incorpora aún otro elemento con­
ceptual. Pues el momento de la aseveración, que se hace efectivo en el uso del enunciado,
incluye una pretensión de verdad por parte del hablante: «así, una proposición es una aseve­
ración cuando se la emplea de modo que con ella se eleva una pretensión de verdad»199. Sólo
en la medida en que ya en el uso de un enunciado está implícita una pretensión de verdad,
puede aquello que el enunciado asevera ser calificado de verdadero o falso.

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Esto supone llevar a cabo una reconstrucción de la teoría del Tractatus en términos que
no son los de Wittgenstein. Lo esencial en ella es que pone de manifiesto algo que ya se
señaló como característico de la concepción semantista del significado: la conexión interna
entre significado y verdad. Esta conexión sí puede verse como un elemento fundamental de
la teoría figurativa y presente explícitamente en sus tesis. Pero para verlo es preciso avanzar
más en la lectura del Tractatus. La referencia a la noción de verdad, que todavía no ha sido
introducida como tal por Wittgenstein en este punto de la obra, es sin embargo la que per­
mite dar sentido al lenguaje del Tractatus en términos de estados de cosas «existentes» y «no
existentes». En 1.13 se dice que el mundo es la totalidad de los hechos en el espacio lógico,
y más adelante se identifica esta noción con el «espacio de estados de cosas posibles» (2.013)
y con el espacio de estados de cosas existentes y no existentes (2.11), espacio en el que la
proposición sitúa una situación (Sachlage), es decir, un estado de cosas o hecho determina­
do200. La noción de espacio lógico reaparece más adelante, en 3.4-3.42, en relación ya con la
teoría figurativa. Stenius reconstruye la noción a partir de la de negación lógica tal como
Wittgenstein la trata y del modelo de descripción que introduce la mecánica de Hertz201.
Supone una elaboración en términos de «mundos posibles» que Stegmüller ha completado
integrándola en un desarrollo formal modelo-teorético202.
Partiendo de la tesis del Tractatus de la independencia de los estados de cosas elemen­
tales, Stenius introduce la noción de número de dimensiones del espacio lógico, que vendría
dado por el número de estados de cosas elementales independientes entre sí que constitu­
yen una descripción completa del mundo -o de un fragmento de él. Si, por ejemplo, el
número de dimensiones es dos, se contaría con dos estados de cosas, py q, independientes
entre sí, y con ellos vendrían dadas cuatro posibilidades de existencia y no existencia -que
existan ambos, que exista p y no q, que no exista p y sí q, o que no existan ninguno de los
dos. Cada una de estas cuatro posibilidades representa un «mundo posible», y el mundo
«real» estará entre ellos. Si los distintos mundos posibles se obtienen a partir del mundo
real, será preciso partir del número de estados de cosas independientes entre sí que efecti­
vamente son el caso y de las proposiciones que los describen afirmativa y negativamente
-que los representan como existentes y no existentes. Cada mundo posible viene determi­
nado de manera única eligiendo para cada dimensión un estado de cosas elemental de los
dos posibles -que el estado en cuestión es el caso, o que no lo es. Los estados de cosas que
determinan las distintas dimensiones de la descripción total son independientes entre sí,
pero los dos estados de cosas que forman parte de la misma dimensión son lógicamente
incompatibles o contradictorios entre sí. Para proporcionar una descripción completa del
mundo real es preciso indicar, para cada dimensión, cuál de los dos estados de cosas perte­
necientes a esa dimensión es un hecho -cuál es el caso. Black ha seguido esta misma inter­
pretación; justifica la noción de espacio lógico como una metáfora tomada de la geometría
y, en particular, de la representación de un punto en el espacio mediante ejes de coordena­
das; en este caso, el sistema de representación incluiría tantas «coordenadas» como dimen­
siones haya en el sentido de Stenius203.
En conexión con la teoría figurativa del significado enunciativo, cada proposición con
sentido determina una bipartición completa de la clase de todos los mundos posibles en: la
subclase de aquellos en los que la proposición es verdadera -es decir, aquellos en los que el
estado de cosas descrito por la proposición es elegido como existente—, y la subclase com­
plementaria en la que la proposición es falsa -donde el estado de cosas descrito es no-exis­
tente. A la primera subclase Wittgenstein le da el nombre de espacio lógico o espacio de juego
de la proposición (4.463). Desde esta reconstrucción es posible determinar con mayor pre­
cisión la noción de realidad en relación con la de mundo. Al hablar de «realidad»,

114
Wittgenstein estaría pensando en una descripción del mundo -o de un mundo posible-
que especifica el conjunto de estados de cosas existentes y el conjunto de los no existentes,
o, con mayor frecuencia, en un fragmento de realidad en el sentido anterior. El «mundo»
vendría especificado por las descripciones de estados de cosas efectivamente existentes204.
La relación entre la categoría de los estados de cosas y la de lo que no son estados de
cosas -cosas particulares (Dinge), o atributos (propiedades y relaciones)- es tal que los ele­
mentos de la segunda se presentan prioritariamente como miembros de la estructura deter­
minada por el mundo en tanto que hecho, y siempre en el contexto de un estado de cosas.
Cuando en el Tractatus se habla de objetos, habitualmente es por referencia a cosas particu­
lares que se presentan en estados de cosas elementales -el objeto es un elemento simple.
Wittgenstein dice que, si un objeto (cosa) puede presentarse en un estado de cosas, ha de
estar ya presupuesto en el primero la posibilidad de lo segundo; a esa posibilidad de presen­
tarse en un estado de cosas la llama forma del objeto y, en conexión con la forma, distin­
gue las propiedades y relaciones externas del objeto de sus propiedades y relaciones internas;
éstas últimas no pueden considerarse como atributos reales, sino que se identifican con la
propia noción de forma -o forma lógica-: pues la forma es la posibilidad de la estructura,
es decir, de que un objeto entre en una determinada configuración con otros objetos para
constituir un estado de cosas; son las propiedades internas del objeto las que determinan
cuáles son las configuraciones posibles; aquéllas consisten en las posibilidades del objeto
para entrar en determinadas configuraciones con otros objetos y, además, son todas las posi­
bilidades que hay; en este sentido, los objetos contienen la posibilidad de todos los estados
de cosas que puede haber205.
En este sentido dice Wittgenstein que los objetos —junto con sus formas lógicas, es
decir, sus posibilidades de configuración, que son todas las que hay- constituyen la sus­
tancia del mundo; ésta puede verse como el concepto análogo, en el ámbito de lo que no
son estados de cosas, al concepto de espacio lógico en el ámbito de los estados de cosas:
constituiría la estructura fundamental común a todos los mundos posibles206. Wittgenstein
hace en 2.0211 una observación que después será fundamental para la teoría figurativa del
significado: si el mundo no tuviera sustancia, el que una proposición tuviera sentido
dependería de la verdad de otra proposición -es decir, de las proposiciones que afirmaran
que los elementos significados por las partes componentes de la primera proposición «real­
mente» existen207. Esto da pie a leer en el Tractatus una teoría de la verdad como corres­
pondencia que tradicionalmente ha estado asociada con una epistemología realista, y que
aquí va unida a la concepción del atomismo lógico208. Black considera que en 2.011 se está
vinculando la existencia de elementos simples con la posibilidad misma del análisis e
incluso con la posibilidad de un lenguaje significante, o de proposiciones con sentido: «si
no existieran objetos últimos en conexión directa con los nombres que están por ellos, nin­
guna proposición podría decir nada concreto, es decir, ninguna proposición podría decir
nada en absoluto»209. Esta interpretación podría hacer pensar que Black está proponiendo
una lectura realista de los objetos del Tractatus similar a la que sí ha defendido explícita­
mente D. Pears210, la que va de la estructura ontológica de la realidad a la estructura de la
proposición con sentido. Desde esta premisa cabe entender la observación irónica de este
último relativa a cómo opone Wittgenstein la imposibilidad de un regreso al infinito al
supuesto razonamiento de Russell, que Pears parafrasea con el argumento: «así es como
han de ser las cosas, si es que una proposición ha de tener sentido»211. Frente a ello, «[n]o
existe razón alguna para negar, y hay muchas razones para afirmar, que los nombres del
Tractatus tienen referencias independientes y que el libro es, en este sentido, básicamente
realista»212.

115
Al defender esta interpretación se está oponiendo a otras dos interpretationes alterna­
tivas. J. y M. B. Hintikka han defendido una interpretación fenomenalista, de acuerdo con
la cual los objetos del Tractatus serían datos sensoriales en el sentido de Russell213. Con ello
dan expresión a la primera interpretación del Círculo de Viena y, en particular, a la expre­
sada por F. Waismann al editar las notas de las reuniones en las que Wittgenstein tomó
parte en 1929214. Respecto a ello es pertinente la observación de Pears de que sí parece
correcto aceptar que Wittgenstein, en 1929, pensó en identificar a los objetos con datos
sensoriales; sin embargo, no puede haber duda -como los intérpretes en general, a partir de
un comentario de Wittgenstein en los Diarios y de otros posteriores, han aceptado- de que
el autor del Tractatus no pretendía saber cuáles eran esos objetos, lo que impide cualquier
caracterización dogmática en la época de elaboración del Tractatus. En los Diarios
Wittgenstein señala dos posibles modos de identificación: como datos sensoriales y como
puntos materiales, pero no llega a adoptar compromiso alguno en el Tractatus. El argu­
mento definitivo para refutar la interpretación fenomenalista descansa en la dificultad de
conciliaria con algunas proposiciones del Tractatus que permiten otra posible interpreta­
ción: la de quienes defienden que el principio del contexto fregeano -que hace depender el
significado de un nombre de su uso en un contexto proposicional- es un supuesto básico
de la teoría figurativa. Esta lectura encuentra apoyo en las proposiciones 3.3 y 3.326-3.328
(1), y ha sido defendida por I. Ishiguro215. Wittgenstein parafrasea casi literalmente el «prin­
cipio fundamental» formulado por Frege en los Fundamentos de la aritmética:, sólo la pro­
posición tiene un sentido; sólo en el contexto de la proposición tiene un nombre significa­
do -Bedeutung, noción que, como se ha visto, tras los Fundamentos hay que entender en
Frege como referencia. Esta conexión entre el significado —la referencia- de un nombre y el
sentido de la proposición se establece vía la noción de uso para reconocer el símbolo (signo
con significado) en el signo, es preciso atender al uso con sentido (sinnvoll); si un signo no
se usa, carece de significado.
Ya se vio cómo, en los escritos de Frege, la noción de uso (Gebrauch) de una expresión
había de entenderse en tanto que inserción en un contexto enunciativo; pues sólo los enun­
ciados expresan un sentido y a través de éste refieren a un valor de verdad. La interpreta­
ción de Ishiguro recupera esta teoría semántica al leer el Tractatus'. «en el Tractatus
Wittgenstein está interesado en el problema de la función que las expresiones desempeñan
en el lenguaje, lo que toma en consideración sólo en relación con el objetivo del lenguaje
de enunciar verdades»216. Ishiguro defiende que, a lo largo del Tractatus, Wittgenstein hace
una distinción entre las nociones de Sinn y Bedeutung que se corresponde en lo funda­
mental con la introducida por Frege. Este vínculo entre la función semántico-cognoscitiva
del lenguaje y el significado de los términos individuales o las expresiones particulares lleva
a Ishiguro a una tesis «fuerte»: dado un nombre cuya forma lógica determina la posibilidad
de ocurrencia en varios estados de cosas atómicos, su referencia se identifica a partir de un
único estado de cosas existente-, es decir, la referencia queda fijada en tanto que instancia-
ción de una determinada propiedad monádica o referencial. La afirmación del Tractatus
relativa a la existencia de objetos habría de entenderse en el sentido de que éstos constitu­
yen las instanciaciones de ciertas propiedades -que Wittgenstein consideraba distintas de
las propiedades externas, e.d. materiales o reales. Ello supone que, para fijar la referencia de
un nombre, se precisa la estipulación de que, en al menos un contexto proposicional espe­
cificado, su inserción da lugar a un enunciado verdadero217. A esta tesis se opone Pears cuan­
do, desde una posición realista, defiende lo que llama una tesis «intermedia»: acepta que la
referencia de un nombre viene fijada en parte por los contextos preposicionales en los que
su inserción da lugar a un sentido; pero afirma la compatibilidad de las tesis del Tractatus

116
con una identificación de objetos mediante dos procedimientos alternativos: descripciones
definidas, o identificaciones ostensivas218.
El tipo de argumentación que el Pears último desarrolla, y la conclusión final antes cita­
da -las afirmaciones del Tractatus permitirían defender que los nombres del Tractatus tie­
nen referencias «independientes» (del contexto enunciativo, C.C.), con lo que la posición
de Wittgenstein sería básicamente realista— no están exentos de problemas. Lo que parece
estar defendiendo, como alternativa al principio contextualista de Frege, es una teoría de la
referencia director, los nombres podrían fijar su referencia mediante procedimientos diver­
sos, pero el tipo de conexión con sus objetos correspondientes no vendría lingüísticamen­
te mediada; los objetos serían independientes de su identificación mediante atribuciones.
Sin embargo, quienes han defendido teorías de la referencia directa219 consideran que el
procedimiento de identificación vía descripciones definidas es igualmente mediato e indi­
recto y no permite salvar la mediación lingüística ni la identificación a través de predica­
ciones, tal y como lo requiere -para al menos un conjunto de «objetos» o entidades selec­
cionados- la posición realista. Resulta paradójico que Pears, quien al contraargumentar
frente a la interpretación fenomenalista enfatiza el carácter kantiano del Tractatus220, adop­
te aquí un punto de vista «genético» con respecto al modo en que se origina o tiene lugar
fácticamente la fijación de la referencia; pero no dice nada respecto a la cuestión de derecho
de la validez de esta asignación de significado o referencia en general. Y, por otra parte, su
interpretación adolece de la misma dificultad presente en la interpretación de Ishiguro.
Ambos autores hablan como si los objetos del Tractatus fueran cosas particulares, elemen­
tos pertenecientes a una categoría distinta a la de los atributos (propiedades monádicas y
relaciónales). Pero la lectura de Black, Stenius/Stegmüller o Tugendhat entre otros pone de
manifiesto, sin margen de duda, que los «objetos» del Tractatus son elementos simples
pertenecientes a la categoría de lo que no son hechos y que, por consiguiente, también los
atributos son tratados en cierto modo como «objetos» -sin que esto suponga una reifi-
cación de ningún tipo, precisamente por la asunción del principio de Frege por parte de
Wittgenstein12'.
Así, la impresión de que no sólo los objetos individuales sino también los atributos (pro­
piedades monádicas y relaciónales) están incluidos en la categoría general de las «cosas», o de
lo que no son hechos, se ve afianzada por 2.03, 3.22, 4.22, 4.2211, 4.221; e, inversamente,
en ocasiones Wittgenstein habla de los objetos individuales como si pudieran verse como pro­
piedades o relaciones. Lo fundamental es que esto no puede llevar a eliminar la diferencia en
el modo en que los objetos particulares y los atributos entran a formar parte de un estado de
cosas, como tampoco necesariamente a reificación alguna. Pues de la asunción del principio
de Frege se sigue que la función de nombrar está subordinada a la función de describir, y que
es esta última la que constituye la función realmente esencial del lenguaje: «La función esen­
cial del lenguaje no es la de nombrar sino la de describir»; la designación de propiedades
mediante nombres no permite el salto conceptual de atribuir a esas propiedades realidad autó­
noma, ya que «el concepto de ‘realidad’ no se aplica en absoluto a los predicados»222.
Es esta perspectiva la que, implícitamente, adopta Black cuando reconstruye el proce­
so seguido por Wittgenstein al llegar a la conclusión de que, salvo que algunos signos estén
en conexión directa con el mundo -al modo de los nombres cuando están por objetos-,
ningún signo podría estar ni siquiera en conexión indirecta; por ello, el sentido que encon­
tramos asociado a las proposiciones del uso corriente del lenguaje nos forzaría a creer en
proposiciones elementales y, por tanto, en objetos. Black afirma que «fe]s a través de este
recorrido semántico, más que por argumentos semánticos en defensa de la sustancia, como
Wittgenstein tiene que haber llegado a su propia versión del atomismo lógico»223.

117
El sentido de este proceso es el que avanza desde la estructura de la proposición, des­
velada en el análisis, hasta la estructura ontológica de la realidad. La apelación de
Wittgenstein a un «principio» en la construcción, que el análisis reconstruiría en sentido
inverso, puede verse no como un compromiso ontológico fáctico, sino como un presupues­
to contrafáctico: como algo que ha de estar prejuzgado (prajudiziert; Wittgenstein), si es que
la proposición ha de tener sentido. Pero la proposición tiene sentido, y ello en la medida
en que la entendemos: éste es un punto de partida teórico irrenunciable, lo «dado» en la
teoría figurativa desarrollada en el Tractatus y de lo cual ésta constituye una reconstrucción
racional. Wittgenstein parte de un lenguaje público que los hablantes entienden; su recons­
trucción lo es, por consiguiente, de un saber que éstos ya poseen -esto es, los hablantes
saben cuál es el estado de cosas figurado por la proposición, cuando ésta es verdadera. La
falta de esta perspectiva en la interpretación de Black es lo que da lugar a una apariencia de
circularidad en su lectura. Pues en su formulación final explica el significado del nombre y
el sentido de la proposición a partir del uso que los hablantes hacen de las expresiones en
contextos de habla; pero este uso parece estar determinado por el «hecho» de que «existen»
elementos últimos constitutivos de la realidad y no ulteriormente analizables, así como
objetos complejos reales: «Cuando me pregunto si un animal dado es un lince, observo al
animal, y no las palabras que dan expresión a mi pregunta»224.
Aquí Black no considera la posibilidad de que una identificación del significado con el uso,
como la que él lleva a cabo, puede introducir una mediación lingüística determinante que es
constitutiva del propio objeto de percepción. De acuerdo con la lectura de Black, la idea de
Wittgenstein sería que, puesto que el nombre sólo tiene referencia en el contexto de la propo­
sición (3.3), el escrutinio del nombre requiere el escrutinio de alguna proposición en la que éste
se integra —y, correspondientemente, la confirmación de la presencia del objeto requiere ins­
peccionar algún hecho que contribuya a constituir. La cuestión que queda fuera de considera­
ción es si la identificación, por vía de la percepción, de un objeto complejo (el lince) está lin­
güísticamente mediada. A la reconstrucción de Black parece subyacerle un presupuesto que
Wittgenstein compartiría con él: una noción no-epistémica de verdad, que encuentra su garan­
tía en la versión del Tractatus del postulado de Leibniz: el supuesto de la correcta figuración de
los estados de cosas elementales por medio de las proposiciones atómicas. Parece claro que las
reglas de designación de los objetos vienen determinadas por las reglas de figuración o des­
cripción de los estados de cosas. Pero con respecto a estas últimas vuelve a hacerse efectiva la
abstracción semanticista que prescinde de lo que puede considerarse resultante de las prácticas
y actividades de los hablantes. Las reglas de designación o figuración descriptiva se elevan al
estatuto de lo que es esencial al lenguaje. Pero no se aclara si la existencia de estas reglas se esti­
pula por una necesidad lógica (i), o las reglas se identifican reflexivamente a partir de una
reconstrucción racional (ii). El reconocimiento de la operatividad de las reglas es distinto de la
enunciación explícita de cada una de esas reglas por separado. Puesto que lo primero se mues­
tra —en el hecho de que entendemos la proposición225—, algunas de estas reglas podrían verse
como proposiciones sintéticas a priori. Esto es, sin embargo, lo que en el Tractatus Wittgenstein
rechaza (2.225): pues ellas dependerían siempre de la verdad de proposiciones contingentes y
de la proposición que afirma esa verdad, etc. Por ello, de las dos posibilidades (i), (ii) enuncia­
das es la primera, de acuerdo con su autoexposición, la que cabe asociar con la teoría figurati­
va. Pero sólo la segunda permite evitar el recurso a alguna versión del postulado de Leibniz,
aunque al precio de incorporar una noción epistémica de verdad y de atribuir a las reglas -al
menos las de la sintaxis lógicor- un carácter ¿-/¿«-trascendental226. Para poder llegar a discutir esta
cuestión, verdaderamente central, es preciso avanzar en la exposición de la teoría figurativa del
significado enunciativo, tal como aparece expuesta en el Tractatus.

118
ii. Teoría figurativa del significado

Algunas de las nociones que Wittgenstein introduce en conexión con la relación figu­
rativa o simbólica del lenguaje han aparecido ya en la presente discusión. A pesar del orden
de exposición en el Tractatus, la confrontación con los Diarios parece dejar claro que la idea
de la proposición como figura (Bild) o «modelo de la realidad» y la noción de «figura lógi­
ca», que podrían considerarse esenciales en la obra, aparecen tardíamente y sólo con poste­
rioridad a la mayoría de las ideas más características de Wittgenstein, las cuales podrían
exponerse de manera independiente: su teoría de las funciones veritativas, el reconoci­
miento de las proposiciones lógicas como tautologías, y la distinción entre «decir» (sagen)
y «mostrar» (zeigen)112. Wittgenstein afirma que nos hacemos figuras de los hechos; la figu­
ra representa (vorstellen) la situación en el espacio lógico, la existencia o no existencia de
estados de cosas; constituye así un modelo de la realidad; los objetos corresponden en la
figura a los elementos de ésta e, inversamente, los elementos de la figura hacen en ésta las
veces de los objetos; la conexión de los elementos en la figura recibe el nombre de estructu­
ra y su posibilidad forma de figuración-, ésta es la posibilidad de que las cosas se comporten
unas con respecto a otras como lo hacen los elementos de la figura, y constituye lo que la
figura ha de tener en común con la realidad para poder figurarla verdadera o falsamente;
por ello, a la forma de figuración Wittgenstein la llama también forma de la realidady forma
lógica-, pues, para que la figuración sea posible, la figura ha de tener algo idéntico a aquello
que figura, ha de tener algo en común con la realidad, y esto idéntico es la forma lógica de
la figuración-, las coordinaciones entre los elementos de la figura y las cosas reciben el nom­
bre de relación figurativa (abbildende Beziehung)22*. Además de representar (vorstellen) esta­
dos de cosas, la figura presenta (darstellen) la posibilidad de la existencia y no existencia de
esos estados de cosas; la figura contiene la posibilidad de la situación que presenta; si ade­
más concuerda con la realidad, es verdadera, y si no es falsa; aquello que la figura presenta
es su sentido (Sinn), y en la concordancia o no de su sentido -de la posibilidad figurada-
con la realidad consiste su verdad o su falsedad; pero no hay figuras a priori: es preciso com­
parar con la realidad, para poder saber si la posibilidad figurada es el caso -si la figura es
verdadera229. Puede decirse que la figura presenta o figura el o los estados de cosas que la
hacen verdadera, cuando dichos estados de cosas son el caso; pero para poder hacerlo la
figura ha de ser un hecho y no un nombre230.
La relación figurativa entre la proposición y la realidad es de naturaleza muy distinta a
la relación designativa entre el nombre y lo nombrado. Pues la proposición es articulada; la
configuración de los signos simples o nombres en el signo proposicional corresponde a la
configuración de los objetos en el estado de cosas o hecho; la proposición es el signo pro­
posicional en su relación proyectiva al mundo231. El nombre, en cambio, hace en la figura las
veces del objeto, significa (bedeuten) el objeto; no es ulteriormente analizable; y, en el caso
general, cualquier expresión (Ausdruck), sea nombre o signo proposicional, designa (bezeich-
nen) aquello por lo que está. Wittgenstein llama «expresión» a aquellos elementos de la pro­
posición que son esenciales para el sentido, que caracterizan éste; y toda expresión se carac­
teriza a su vez por una forma y un contenido. Pero si en una proposición se sustituye cada
expresión o parte componente por una variable, prescindiendo del significado que se le
haya asociado, lo que queda es la forma lógica de la proposición -lo que ésta tendrá en
común con una clase de proposiciones de igual estructura232. Ello introduce la idea de que
la relación figurativa coordina términos pertenecientes a una categoría determinada -con
una determinada «ariedad», o capacidad de combinación con otros términos de categorías
determinadas- con objetos de la misma categoría -de la misma «ariedad». Ello significa que

119
la oposición forma/contenido no puede tomarse en términos absolutos, pues el «conteni­
do» (o significado) asociado con una expresión no es pensable sin una «forma» lógica -que
constituye un rasgo estructural233.
Parece poderse concluir que Wittgenstein está considerando las dos dimensiones que la
moderna semántica distingue: sintaxis y semántica. «Signo» (Zeichen), «expresión», «signo
proposicional» o «nombre» serían categorías sintácticas, y «símbolo» o «proposición» desig­
narían el signo con significado o con sentido, una categoría semántica. Los aspectos formales
o internos de los signos son relativos a la sintaxis, a las posibilidades de articulación de los
signos entre sí para arrojar cadenas significantes -proposiciones con sentido-, mientras que
sus aspectos materiales o externos remiten a la relación semántica entre las expresiones sin­
tácticas y la realidad. Para que esta relación figurativa sea posible, es preciso que la articu­
lación de los elementos en la proposición se ajuste a determinadas reglas que expresan las
articulaciones admisibles, es decir, aquéllas que articulan de la manera adecuada expresio­
nes cuyas formas lógicas pueden coordinarse entre sí, para arrojar una expresión completa
susceptible de expresar un sentido. La capacidad del lenguaje para ser significante, y de las
expresiones para poder ser interpretadas mediante la asignación de una referencia, parece
descansar así en el conjunto de reglas sintácticas que Wittgenstein va a reunir bajo la noción
de sintaxis lógica. Su punto de vista sería, en este sentido, prioritariamente sintactista.
Recapitulando y siguiendo aquí a Black234, cabe incluir en la terminología semántica del
Tractatus las siguientes nociones. Abbilden es la forma activa del verbo correspondiente a
Bild (figura); expresa la conexión general entre una figura o una proposición y lo figurado.
La proposición (Satz) se define a su vez como una figura lógica', a la proposición le es esen­
cial ser una enunciación veritativa abstracta, un enunciado unido a una pretensión de ver­
dad -haciendo abstracción de cualquier referencia al hablante o a un contexo particular de
uso-, y habitualmente Wittgenstein se refiere con el término al signo proposicional (plano
sintáctico) junto con su sentido (signo con significado, plano semántico)235. La proposición
es figura de la realidad, del mundo, de hechos o de estados de cosas (existentes y no exis­
tentes). Además de abbilden (o vorstellen, en este mismo sentido de representar o figurar)
Wittgenstein utiliza en ocasiones darstellen, aquí traducido por «presentar» siguiendo a
Black; este autor ha observado que, en la mayoría de los casos, darstellen se aplica a posibi­
lidades -posibles estados de cosas o situaciones-, y se vincula con zeigen, mientras que
abbilden aparece en conexión con sagen; pero el Tractatus no es enteramente consistente con
esta distinción y vorstellen (representar) es intercambiable con darstellen (presentar) en
muchas ocasiones (2.15 a). Las expresiones bedeuten (significar o refererir), bezeichnen
(designar), nennen (nombrar), stehen fur (estar por), vertreten (hacer las veces de, ocupar el
puesto de), son prácticamente sinónimos para la relación entre un componente proposi­
cional -signo o nombre- y su significado236. Las expresiones aussagen, aussprechen, behaup-
ten, sagen funcionan prácticamente como sinónimos con el significado de «decir», «afirmar»
o «aseverar». Finalmente, beschreiben (describir) se utiliza de forma laxa y casi equivalente
con bedeuten, aunque en ocasiones marca un contraste con «nombrar».
La teoría semántica del Tractatus se articula sobre las nociones de Bild y abbildende
Beziehung (relación figurativa). Lo que se ha ido viendo permite afirmar que la noción de
figura no puede entenderse en sentido naturalista al modo del realismo «ingenuo» o del
«crítico», que desarrollan una teoría figurativa del conocimiento de acuerdo con la cual el
pensamiento concuerda con la realidad, de modo total o parcial respectivamente, cuando
es verdadero; desde esta perspectiva se presupone que los contenidos mentales son figuras
icónicamente similares a la realidad figurada, y la figura en general se entiende como un
«objeto» o cosa que guarda un mayor o menor grado de similitud con su original. En el

120
Tractatus, los pensamientos son figuras lógicas de los hechos; contienen la posibilidad de las
situaciones pensadas y son por tanto estructuralmente idénticos a las correspondientes pro­
posiciones verdaderas237. Las figuras del Tractatus son relaciones abstractas complejas, o estruc­
turas relaciónales en el sentido lógico-matemático, y han de pertenecer a la misma catego­
ría que el original -el mundo en tanto que hecho. La figura pertenece a la categoría de los
hechos y no de las cosas (2.1), y ha de poseer la misma estructura interna que el hecho figu­
rado. Esto ha permitido que Stegmüller, siguiendo la elaboración de Stenius, haya llevado
a cabo una reconstrucción de la teoría figurativa en términos de una teoría isomórfica del
significado enunciativo, en el contexto de un desarrollo modelo-teorético que sigue a Tarski
y del que se da cuenta a continuación siguiendo su trabajo.
Esta reconstrucción parte de la noción de representación isomórfica (isomorphe
Abbildung), donde el isomorfismo es una relación entre dos estructuras o campos articula­
dos pertenecientes a la categoría de los hechos. Cada campo articulado descansa sobre un
sistema de elementos o «cosas» en el sentido de Wittgenstein, que incluye entidades indi­
viduales y atributos (propiedades monádicas y relaciónales). Este sistema de elementos
puede introducirse como un sistema relacional intensionals=<A, R„ ..., R„>, donde A repre­
senta el dominio de entidades y R, los atributos definidos sobre A. A continuación se in­
troduce la noción de campo articulado sobre un sistema relacional del tipo anterior,
F=<s, R/sü-.-sJ, ...>, que consta del sistema relacional s como primer miembro («sistema
relacional subyacente al sistema») y de la totalidad de estados de cosas atómicos existentes
con respecto a los R, y los elementos de A; formalmente, estos estados de cosas existentes
se ven reflejados, en tanto que casos efectivos, por las proposiciones atómicas formadas a
partir de los R, (tomados como predicados) y los nombres de objetos de A (tomados como
símbolos individuales). El tipo categorial del campo articulado F se define a partir de
las ariedades (número de plazas de argumentos) de los R¡; si para cada i=l,...,n el corres­
pondiente R, es una relación m¡-aria (con m¡ argumentos), entonces la tupia ordenada
t=<mj,..., mn> constituye el tipo categorial del sistema relacional y, con ello, también el del
campo articulado -es decir, de la estructura considerada. Si dos campos articulados Fj y F2
poseen un mismo tipo categorial, se dice que poseen la misma estructura categorial, y po­
seen la misma estructura interna cuando: a) poseen la misma estructura categorial, y b) sus
dominios de entidades individuales son de la misma cardinalidad. Finalmente, dos campos
articulados son isomorfos cuando: [1] poseen la misma estructura interna, y [2] existe una
función de figuración (Abbildung) bien definida y con inversa, que toma como argumen­
tos los elementos (entidades individuales y atributos) del sistema relacional subyacente al
primero de los campos articulados y arroja como imágenes los elementos del sistema rela­
cional subyacente al segundo, y tal que [3] satisface la condición: existe o es el caso un esta­
do de cosas atómico en el primer campo, si y sólo si el estado de cosas atómico correlativo
definido por la función en el segundo también existe o es el caso. Así, si f es la función de
figuración (Abbildungsfunktion) mencionada en la definición, y S¡ es el atributo del segun­
do campo que se corresponde con R, en el primero vía la aplicación de f, entonces ha de
satisfacerse: R^Sp.-sJ <-> SXfis’p-.s’J), donde los s’} son las imágenes inversas de los s? La
función de figuración f puede recibir el nombre de correlator del isomorfismo
(Isomorphiekorrelator, Stegmüller) o clave del isomorfismo {key of isomorphism, Stenius).
Cada campo articulado puede interpretarse como una figura isomórfica de otro que posea
la misma estructura categorial, siempre que sea posible definir una función f que establez­
ca un isomorfismo entre los dos campos en el sentido indicado238.
Si dos hechos complejos -dos campos articulados- establecen entre sí un isomorfismo
como el definido, cada uno de ellos puede verse como figura isomórfica del otro; en ese caso,

121
la función f recibe el nombre de regla de interpretación. En rigor hay que observar que, en
términos modelo-teoréticos, el isomorfismo se define entre los dos sistemas relaciónales,
mientras que en esta reconstrucción de la teoría semántica del Tractatus se establece entre
las dos estructuras relaciónales que constituyen los campos articulados y cuya definición se
ha formulado en términos de los estados de cosas existentes. Ello permite precisar una
importante limitación de esta reconstrucción de Stegmüller: lo que ofrece no es una expli­
cación del concepto de Bilddei Tractatus, sino únicamente del de. figura verdadera™. Para
Wittgenstein las figuras pueden ser verdaderas o falsas; pero sólo la figuración verdadera
puede retrotraerse a una relación isomórfica. Para introducir el concepto general, la igual­
dad de estructura interna (en el sentido anterior) es condición necesaria —pero no suficien­
te- de la relación estructural de figuración entre ambas estructuras relaciónales.
Alternativamente, puede considerarse que un hecho complejo en el sentido de
Wittgenstein es figura de otro, en el sentido general, cuando existe entre ambos hechos
complejos una relación que satisface las dos condiciones [1] y [2] anteriores -cuando se da
la igualdad de estructura interna-; si además se satisface [3], se habla de una figura verda­
dera^ y en otro caso la figura es falsa. Finalmente, la reconstrucción llevada a cabo permi­
te precisar otros conceptos y proposiciones fundamentales del Tractatus. La forma de figu­
ración aquí es la igualdad de estructura interna entre la figura y el hecho figurado. El
rechazo de Wittgenstein a la posibilidad de proposiciones sintéticas a priori241 se ve refleja­
do en que, para que un hecho sea figura de otro, basta con la igualdad de estructura inter-
na\ pero ello no permite concluir la isomorfía o, en los términos del Tractatus, la igualdad
de la estructura externa. Por ello afirma Stegmüller, parafraseando a Wittgenstein, que la
función epistemológica de la figura consiste en que presenta (darstellen) los objetos del ori­
ginal combinados del modo y manera en que lo muestra su estructura externa, la de la figu­
ra242. Esta función epistemológica de la figura, que tiene lugar en la función semántico-cog-
noscitiva del lenguaje, permite una última «vuelta de tuerca» respecto al problema de
introducir estados de cosas meramente posibles: una figura falsa, en el sentido preciso de la
definición anterior, presenta un estado de cosas posible que no es un hecho realmente exis­
tente; la posibilidad se muestra en la estructura externa de la figura y el «modo de ser» de
los estados de cosas posibles consiste en su representabilidad mediante una figura243.
Aquí se está introduciendo una contraposición conceptual de importancia central en el
Tractatus, la que se establece entre lo que se dice y lo que se muestra. Esta contraposición se
integra en la teoría figurativa del significado, ámbito en el que tiene lugar la aplicación más
importante del concepto de Bild -en el sentido abstracto y no «naturalista» visto-. Hay
cuatro aspectos de esta teoría que es preciso examinar: el concepto de sentido, el de sintaxis
lógica, la teoría de la composición veritativo-funcional aplicada a proposiciones complejas,
y la contraposición decir! mostrarse indicada.
Respecto al sentido, Wittgenstein lo define como lo que la figura presenta mediante la
forma de figuración, con independencia de su verdad o falsedad; para establecer la verdad
o falsedad es preciso «comparar» (vergleichen) la figura con la realidad, pues no se sigue de
la mera forma lógica; el sentido de la proposición es su concordancia y no concordancia
con la posibilidad de la existencia y no existencia de los estados de cosas244. El que la figu­
ra -la proposición- tenga sentido, con independencia de su verdad o falsedad, se debe a que
constituye un hecho complejo -un campo articulado en el sentido de Stenius/Stegmüller-
en el cual la configuración o articulación de los elementos es lógicamente adecuada, es
decir, acorde con la estructura categorial de éstos. Wittgenstein afirma algo más: que esta
posibilidad de articulación garantiza la posibilidad lógica de configuración o articulación
de los elementos significados en la realidad, es decir, garantiza que la figura podría presen­

122
tar un estado de cosas real. La reconstrucción llevada a cabo pone de manifiesto que
Wittgenstein sólo puede estar utilizando la idea de una «comparación» como un símil, que
habría que entender como una referencia al acto de tener conocimiento de que los objetos
o cosas designados están efectivamente concatenados del modo descrito. Ello permite afir­
mar, siguiendo a Black, que en el marco del Tractatus «[l]a verificación se reduce a la ase­
veración de la proposición en presencia del hecho requerido (...) La idea de una compara­
ción se disuelve en la más apropiada (...) de aseveración verdadera»245.
Para explicar la noción de sentido ha sido necesario introducir explícitamente algo que
hasta ahora permanecía tácito: la relación de significado como una relación semántica entre
la proposición y el estado de cosas figurado por ella. La regla de interpretación, o isomorfis-
mo entre la proposición y su «original», constituye esta relación semántica. Su descripción
estructural no responde a la cuestión de cómo se establece esta regla fácticamente, o cómo
se tiene acceso a ella. La correlación entre los elementos de la figura y los elementos del esta­
do de cosas figurado, vía isomorfismo —es decir, preservando la identidad de sus formas
lógicas-, constituye en términos semánticos un establecimiento del significado de los nom­
bres. La regla de interpretación es de hecho una regla de designación, que coordina cada
nombre con su objeto -con su denominatum (Stenius). El signo proposicional -entendido
como un objeto sintáctico o una cadena de signos-, provisto de una regla de interpretación
que aplica a todos sus elementos, constituye una proposición con sentido —o significante
(sinnvoll). Es preciso sin embargo entender siempre la proposición como un hecho; así, el
signo proposicional «aRb» no ha de entenderse como un encadenamiento de tres nombres,
sino como la descripción de un hecho: que «a» se encuentra a la izquierda y «b» a la dere­
cha de «R»246. Y, en el caso general, los nombres de relaciones han de tener también el esta­
tuto de relaciones. Ello permite que, a partir de la estructura externa de la proposición —e.d.,
estructura interna más regla de interpretación-, y conociendo la regla de interpretación
para sus elementos, se presente para nosotros el estado de cosas figurado, es decir: el conte­
nido descriptivo (Stenius) de la proposición. Así, la proposición muestra su sentido247.
La distinción entre representación y figura verdadera permite dar cuenta del tratamien­
to de la negación en el Tractatus. Wittgenstein afirma que el sentido de «~ip» no puede
entenderse sin entender el sentido de «p»; que las proposiciones «p» y «-ip» poseen senti­
dos opuestos, pero que les corresponde la misma realidad; que la oración sólo puede ser ver­
dadera o falsa en tanto que es figura de la realidad, y que el hecho de que «p» y «^p» pue­
dan decir lo mismo muestra que el signo « » no corresponde a nada en la realidad248. Puede
concluirse que, para Wittgenstein, una proposición y su negación representan el mismo
fragmento de realidad, pero figuran verdaderamente dos estados de cosas distintos.
Esto no es sino un caso particular de lo que Wittgenstein establece con carácter gene­
ral para todos los signos lógicos, y que constituye su «pensamiento fundamental»: «Mi pen­
samiento fundamental es el de que las constantes lógicas’ no representan. Que la lógica de
los hechos no puede representarse»249. Aunque es ésta una tesis de filosofía de la lógica,
encuentra su aplicación más importante en la teoría figurativa del significado enunciativo;
pues permite extenderla desde las proposiciones elementales, únicas que se han considera­
do hasta ahora, hasta las proposiciones complejas que son compuestos veritativo-funciona-
les de proposiciones elementales. Para ello Wittgenstein se apoya en el método de las tablas
de verdad250, que permiten «eliminar» de una proposición compleja los signos de la nega­
ción, la conjunción, la disyunción y la implicación material, así como los cuantores exis-
tencial y universal -supuesta la presencia de un número infinito de constantes individua­
les, y la admisión de conjunciones con infinitos coyuntos. La tesis fundamental en este
tratamiento es: que la posibilidad del discurso significante depende del hecho de que toda

123
proposición con sentido es un compuesto veritativo-funcional de proposiciones semántica­
mente elementales e independientes entre sí, cada una de las cuales consta de nombres ina­
nalizables251. En el marco de la reconstrucción modelo-teorética, dada una proposición p
que es compuesto veritativo-funcional de un conjunto de proposiciones elementales, puede
asumirse que el conjunto de proposiciones elementales constituye un sistema completo (E)
respecto a un campo articulado F, en el sentido de que (E) contiene una y sólo una propo­
sición describiendo cada estado de cosas elemental de F. Entonces, toda posibilidad verita-
tiva de las proposiciones en (E) -mediante la asignación de un valor veritativo a cada una
de ellas- determina una descripción completa (verdadera o falsa) de F, que puede transfor­
marse en una figura. Las diferentes figuras así obtenidas representan todos los «posibles
estados de cosas» que pueden formarse a partir de los elementos de E Ahora, que p es una
función veritativa de las proposiciones (E) significa que toda posibilidad veritativa de estas
proposiciones determina un valor de verdad para p. A las posibilidades veritativas que veri­
fican p, Wittgenstein les da el nombre de fundamentos veritativos252. Puede decirse enton­
ces que el contenido descriptivo de una proposición o sentencia compuesta p viene repre­
sentado por un sistema de descripciones alternativas que presentan los estados de cosas
cuyas existencias constituyen los fundamentos veritativos de p.
Ello permite concluir que las reglas lógicas que gobiernan el empleo de los signos lógi­
cos indican el modo en que una proposición compuesta p puede transformarse en un siste­
ma de descripciones alternativas que presentan los diferentes estados de cosas de los cuales
la existencia de uno de ellos verifica p. En este sentido, p muestra cuál es el caso si p es ver­
dadera253. A esta concepción de la proposición en general es preciso unir el presupuesto de
Wittgenstein de que hay uno, y sólo un análisis completo de la proposición254, lo que entra­
ña una concepción de la naturaleza de la relación entre un lenguaje completamente analiza­
do y el mundo que sería acorde con la «teoría ontológica de la figuración» expuesta más
abajo. Como consecuencia de ello, toda proposición significante puede transformarse en una
proposición que es un compuesto veritativo-funcional de proposiciones elementales -y en
este sentido se afirma que la proposición es ese compuesto veritativo-funcional. La forma
general de la proposición255 viene dada por una expresión general para cualquier composición
veritativo-funcional de proposiciones (o proposiciones elementales). La notación particular
que Wittgenstein introduce para expresar esto: [p, 7V(Q], parece ser un caso particular de
la expresión introducida para el «término general de una serie formal»256, en la cual
Wittgenstein introduce ciertas variantes notacionales respecto a sus convenciones anteriores:
p representaría el conjunto de todas las proposiciones elementales, representaría una selec­
ción arbitraria de proposiciones previamente tomadas en consideración, y finalmente M^)
representaría la negación conjunta de todas las proposiciones seleccionadas por ^257.
Siguiendo la interpretación de Stenius, de la concepción de la forma general de la pro­
posición en el Tractatus podría concluirse: que toda proposición significante es en esencia
una proposición descriptiva, y que todos los elementos del mundo a los cuales se refieren
los elementos de una proposición completamente analizada están determinados de modo
único; finalmente, toda proposición significante puede transformarse en un sistema de
figuras (descripciones) alternativas cuyos elementos hacen las veces de los elementos de la
realidad, los cuales constituyen la «sustancia» del mundo en tanto que hecho258.

iii. La distinción decid mostrarse. Sintaxis lógica y reglas

Esta distinción, central en el Tractatus, se introduce en 2.174 y 4.022, y sé desarrolla


sobre todo en 4.12-4.1213. En 4.022, Wittgenstein afirma que la proposición muestra su

124
sentido; la proposición muestra cómo son las cosas cuando es verdadera, y dice que son así.
Algunos autores han creído ver cierta inconsistencia entre estas aseveraciones y las propo­
siciones 2.221 y 2.222, donde Wittgenstein afirma que la figura presenta su sentido y que
su verdad o falsedad consiste en la concordancia o no concordancia de su sentido con la
realidad. La dificultad radica en la conclusión necesaria de que la proposición «muestra»
lo que «dice», lo que «presenta»259; también en que, mientras en 4.022 b parece preciso que
la proposición posea ya antes un valor de verdad para que pueda presentar un sentido, en
2.222 la verdad se establece cuando el sentido está dado. Black ha mostrado que la apa­
rente contradicción no se debe aquí al autor del Tractatus sino a una lectura errónea, según
la cual la oposición decir! mostrarse remitiría a dos modos radicalmente distintos de signi­
ficación, excluyentes entre sí. La cuidadosa lectura sistemática de Black permite una enu­
meración de los contextos en los cuales Wittgenstein habla de lo que «se muestra»; con
apoyo en ella se hace posible distinguir al menos dos usos distintos de la expresión, uno
de los cuales no remite a dos modos de significación excluyentes entre sí. Pero también se
hace necesario investigar la posibilidad de una formulación explícita de las reglas de la sin­
taxis lógica.
Siguiendo aquí a Black260, lo que «se muestra» lo hace en rasgos de los símbolos (signo
más su significado), sean proposiciones o sus componentes. Lo que «se muestra» incluye: el
sentido de la proposición (4.022 a); que una proposición trata de un objeto, o que dos pro­
posiciones tratan del mismo objeto (4.1211 a); que un símbolo dado significa un objeto, o
que un símbolo dado significa un número (4.126 (2) c); que el signo « » no correspon­
de a nada real (4.0621 b); que las proposiciones lógicas (tautologías y contradicciones) no
dicen nada (4.461 a); que no existe el alma (5.5421 a); que dos proposiciones dadas se con­
tradicen entre sí (6.1201 a); que una proposición dada se sigue de dos dadas (6.1201 b).
En otro orden de cosas, entre lo que «se muestra» hay que contar: el límite de la realidad
empírica (5-5561 a); lo que el solipsismo «pretende», e.d. que el mundo es mi mundo (5-62
c); y lo místico (6.522). Con respecto a estas tres últimas proposiciones, parece consisten­
te con la explicación de la noción de aprioridad antes vista que, para Wittgenstein, aquello
que se muestra pero no puede decirse sería a priori -y viceversa161.
Black resume el uso de la expresión mostrarse (sich zeigen) por parte de Wittgenstein
diciendo que ésta se aplica: i) al aspecto «material» del contenido de significado de los sím­
bolos, a la referencia o el sentido de una expresión dada -p.e. que la expresión está por un
cierto objeto, por ninguno, o por el mismo que otra expresión-; ii) a la forma lógica del
símbolo —p.e. que se trata de una proposición significante, de la negación de una proposi­
ción dada, o de la consecuencia de otra proposición. Black concluye que, si se utiliza el tér­
mino «significado» para abarcar tanto el sentido como la referencia de un signo (Frege),
podría decirse que lo que «se muestra» lo hace en algún rasgo «bien del contenido, bien de
la forma del significado [sic] de una expresión dada»262. Con ello se confirma que lo que «se
muestra» se manifiesta en algún rasgo del símbolo. Si se trata de un rasgo «material» del sig­
nificado, relativo al contenido, ello deberá aparecer, según Black, como un rasgo del uso del
símbolo. Black apoya su hipótesis en una tesis interpretativa que ha enunciado antes y
según la cual Wittgenstein habría considerado la formulación de reglas semánticas -fijación
de la referencia de los nombres— imposible. Para defender esto parte de una lectura de la
noción de sentido de acuerdo con la cual éste incluye las dos dimensiones que Black distin­
gue en el empleo del signo proposicional: lo que concierne al contenido expresado -lo que
se dice— y lo que concierne a la forma lógica que hace posible que ese contenido sea dicho
—lo que se muestra. De acuerdo con su interpretación, es posible desarrollar la teoría de
Wittgenstein desde una perspectiva pragmática: «En el caso de un nombre cuya referencia

125
no conocemos, podemos descubrir cuándo usarlo correctamente mediante la observación
de las prácticas lingüísticas en las cuales desempeña una función»263.
Esta consideración remite inmediatamente a un problema que se ha considerado cen­
tral en el curso del presente trabajo: en qué medida el uso, en principio contingente y rela­
tivo al contexto, de las expresiones particulares de una lengua puede ponerse en correlación
con aspectos de la esencia del lenguaje a los que cabe adscribir, sin traicionar la letra del
Tractatus, un carácter máximamente general y necesario. Esto es lo que obliga a Black a
establecer una separación radical entre lo que ha llamado las dos dimensiones del sentido:
lo relativo a la sintaxis lógica, y lo relativo a la semántica. Afirma que al nombre le es esen­
cial estar sujeto a reglas de combinación —lo que Wittgenstein denomina reglas de la sintaxis
lógica (3.3)-, a través de las cuales se manifestaría la forma lógica del nombre (3.31 d); el
nombre establecería, de acuerdo con estas reglas, conexiones «laterales» con otros nombres
susceptibles de elección -aquellos que tienen la capacidad de unirse con el dado para for­
mar proposiciones completas- y una conexión «frontal» con el objeto que es su significa­
do; ambos tipos de conexión serían inseparables y juntos constituirían lo que Wittgenstein
llama la aplicación (Anwendung) del signo (3.262)264.
En la interpretación de Black subsiguiente a esta caracterización -fijación de la refe­
rencia por el uso de las expresiones- parece tener lugar, sin embargo, un cierto «salto» con­
ceptual; pues la referencia que es objeto de aprendizaje y comunicación no es la de las expre­
siones lógicamente simples, los nombres del Tractatus. La imposibilidad que Wittgenstein
diagnostica de formular reglas semánticas atañe en sentido estricto a expresiones elementa­
les -nombres en sentido lógico y proposiciones atómicas. El motivo por el cual la inter­
pretación de Black resulta conflictiva, e incluso conducente a conclusiones contextualistas
que el autor del Tractatus no aceptaría -lo que en sí no invalida la reconstrucción-, parece
residir en que está adoptando una perspectiva pragmatista con respecto a sich zeigen o, más
exactamente: con respecto a para quién se muestra algo, tomando como referencia sujetos
empíricos que son miembros de una comunidad lingüística real. El mostrarse del Tractatus
por el contrario parece tener un carácter más abstracto, propio de una perspectiva seman-
tista: ésta es la que adopta la interpretación de Stenius/Stegmüller, que distingue dos usos
de sich zeigen. Pero, aventurando una hipótesis interpretativa que aún habrá de justificarse
con más argumentos, cabe adoptar una tercera perspectiva desde la que reconstruir este
concepto: se trataría de determinar lo que se muestra desde la perspectiva kantiana de un
sujeto czzsz-trascendental -es decir, cualquier hablante en general-; la reflexión se sitúa en el
momento de una apercepción ozfz-trascendental en que el uso descriptivo de la proposición
es, al mismo tiempo, conciencia de las condiciones de posibilidad para ese uso. Desde esta
perspectiva es coherente considerar que la regla semántica de fijación de la referencia se
muestra en el uso con sentido; que se muestre significa que se trataría de algo presupuesto en
el uso de los nombres y su inclusión en proposiciones, de un saber tácito que como tal saber
se hace accesible porque «entiendo la proposición sin que me haya sido explicado su senti­
do»265. Pero es fundamental observar que aquello que se muestra tiene un carácter formal,
en el sentido del Tractatus-. en ningún caso se identifican rasgos de expresiones particulares
ni tampoco se estipulan categorías ontológicas «materiales» introducidas como (contenidos
de) significado de ellas. Y, casi como un argumento en contra, es preciso también decir que
el autor del Tractatus consideraba esta reflexión ¿vzíz-trascendental imposible —inexpresable
dentro de los límites de las proposiciones con sentido. Lo que no impide considerar el pro­
pio Tractatus como una manifestación de esta reflexión, que tiene lugar en el momento de
la apercepción casi-trascendental de las condiciones que hacen posible la función descripti­
va del lenguaje.

126
En el estudio de Black sobre sich zeigen, y tras su enumeración de las apariciones de este
término en el Tractatus, se alcanza la conclusión vista de que lo inexpresable son para
Wittgenstein las reglas de asociación «frontal» semánticas, las que correlacionan los nombres
con objetos; pero las reglas estrictamente lógico-sintácticas de asociación «lateral» de unos
nombres con otros no sólo serían expresables, sino que resultarían aclaradas mediante el uso
de un lenguaje sígnico (Zeichensprache) adecuado. Existe sin embargo una cierta ambigüedad
respecto a lo que Black ha llamado reglas de asociación «frontal», que se sitúan en la forma
lógica del nombre pero no llega a aclararse si pertenecen a la sintaxis lógica y son parte de lo
expresable mediante un simbolismo adecuado, o si la forma lógica abarca las reglas lógico-
sintácticas y las reglas semánticas. En consonancia con la interpretación de este autor de la
noción de sintaxis lógica, su punto de vista parece ser el segundo. Pero entonces se hace difí­
cil mantener la contraposición formalcontenido en los términos de una separación radical, tal
como la que él lleva a cabo cuando explica la noción de forma lógica como dimensión del
sentido contrapuesta a la del contenido de significado del símbolo. Este análisis del sentido,
que parece descansar en las nociones fregeanas de sentido y referencia y en una asimilación
del contenido de significado con la referencia del nombre, le lleva a una posición crítica res­
pecto a la reconstrucción de Stenius: pues «sintaxis lógica» en Wittgenstein no sería, según
Black, lo que después se ha subsumido bajo la semántica formal266.
No hay duda de que las nociones de sintaxis lógica y forma lógica (o forma de figuración}
aparecen en el Tractatus vinculadas a la de mostrarse. Pero resulta llamativo que ello tenga
lugar en un conjunto de proposiciones que Black no incluye en su enumeración de las apa­
riciones de sich zeigen que fundamentan su interpretación. Así, Wittgenstein había comen­
zado aseverando que la figura no puede figurar su forma de figuración, sino que «la osten­
ta»; más adelante afirma que la proposición muestra (ostenta, refleja) la forma de la realidad,
pero no puede presentarla ni expresarla; que la existencia de propiedades y relaciones inter­
nas (formales) no puede afirmarse mediante proposiciones, sino que se muestra en propo­
siciones que presentan estados de cosas correspondientes y tratan de objetos; que la exis­
tencia de una propiedad interna de un estado de cosas posible no se expresa mediante una
proposición, sino mediante una propiedad interna de la proposición que expresa el estado
de cosas (es un sinsentido tanto atribuir como negar una propiedad formal a una proposi­
ción); asimismo, la existencia de una relación interna entre dos situaciones posibles se
expresa lingüísticamente mediante una relación interna entre las proposiciones que las pre­
sentan267. Es difícil evitar la impresión de que todo ello entra en flagrante contradicción con
4.461 a: «La proposición muestra lo que dice», o con las afirmaciones vistas de que la pro­
posición muestra su sentido. Lo que ello sugiere es que Wittgenstein está tomando en con­
sideración al menos dos nociones distintas de sich zeigen-. la primera sería relativa a las pro­
piedades y relaciones internas, a la forma lógica de la proposición; la segunda, puesto que
refiere a lo que se expresa, tendría que ser relativa a las propiedades y relaciones externas,
que son -como ya se ha visto- lo que hay que entender, para conocer cuál es el estado de
cosas que la proposición figura. ,
Esta sugerencia es la que desarrolla la interpretación de Stenius/Stegmüller, a partir de
su reconstrucción en términos modelo-teoréticos de la teoría figurativa. El tipo de indeter­
minación de que adolece la lectura de Black, antes señalado, no está presente aquí. Pues las
reglas de combinación que integran la estructura categorial de la figura -en el sentido de
estos autores-, y que le son esenciales al nombre en tanto que expresan o manifiestan su
forma lógica, son las que Wittgenstein denomina reglas de la sintaxis lógica. La primera
mención aparece en el Tractatus en relación con la posibilidad de un lenguaje sígnico que
reuniría las características de un lenguaje lógico ideal, es decir, que satisfaría dos tipos de

127
condiciones: en primer lugar, obedecería las reglas de la sintaxis lógica; en segundo lugar,
a) sus nombres designarían los elementos (objetos y atributos) simples pertenecientes a la
«sustancia del mundo», y b) sus proposiciones elementales describirían estados de cosas ele­
mentales. Mientras que el primer tipo de condición es explícito268, las dos del segundo tipo
forman parte de la «confusión» que tácitamente establece Wittgenstein entre la teoría figu­
rativa descriptiva del significado proposicional y una teoría figurativa ontológica del len­
guaje -que descansaría sobre su concepción ontológica, de acuerdo con la cual el lenguaje
constituye un reflejo de la estructura atomista del mundo en tanto que hecho. La separa­
ción de ambas teorías es posible en la medida en que todo el análisis de la estructura lógi­
co-formal de la proposición se pruebe no dependiente del compromiso ontológico «realis­
ta» del Tractatus, y en la medida asimismo en que sus conclusiones no se restrinjan a un
lenguaje supuestamente «ideal» que reflejaría la «verdadera» estructura ontológica del
mundo, sino que sean aplicables a lo que es esencial en cualquier lenguaje —para que éste
pueda realizar su función descriptiva o semántico-cognoscitiva.
Stenius269 distingue ambas concepciones; la teoría figurativa ontológica del lenguaje o
de la figura (ontologicalpicture theory, ontologische Abbildtheorie) se ocupa directamente de
la relación entre el sistema del lenguaje y la realidad; la teoría figurativa descriptiva del sig­
nificado, o de la figura (descriptionalpicture theory, deskriptive Abbildtheorie), se ocupa de la
relación entre un enunciado y el estado de cosas descrito. De acuerdo con la teoría des­
criptiva, existe una similaridad de estructura externa entre el enunciado y lo que describe;
la teoría ontológica afirma que existe una similaridad de estructura interna entre el lengua­
je y la realidad. En el primer caso, el enunciado en tanto que campo articulado muestra
mediante su estructura interna el hecho que presenta, su sentido; y dice lo que muestra. En
el segundo caso, Wittgenstein habla270 de lo que se muestra pero no puede decirse-, la igual­
dad de estructura interna entre la figura y la estructura del original. Esto permite distin­
guir dos usos del término sich zeigen, correlativos a la distinción estructura externa!estr\ic-
tura interna-, habría un «mostrarse» externo, el que tiene lugar a partir de la estructura exter­
na, y un «mostrarse» interno, en el que la figura muestra, a partir de la estructura interna
de sus elementos, la estructura interna del hecho real figurado271. En relación con este «mos­
trarse» interno cabe entender la imposibilidad de decir lo que se muestra: la propia estruc­
tura interna, que Wittgenstein ha llamado «forma de figuración» y «forma de la realidad»
considerando sinónimos ambos términos, y que es lo que no puede describirse sino sólo
mostrarse. Pues cada intento de describir la estructura interna conduce a una recursión al
infinito en la que, en cada nivel de lenguaje, es preciso presuponer aquello de lo que se
quiere dar cuenta: la igualdad de estructura interna entre la descripción y lo en cada caso
descrito.
Para poder defender esta interpretación, Stenius parte de una noción de sentido que
permite una comparación con Black. Aplicando un análisis que de hecho sólo se ha pro­
puesto bastante después de la publicación del Tractatus112, distingue tres dimensiones en el
sentido de un enunciado complejo cualquiera —frente a las dos de Black-. En el primer
nivel se sitúa la estructura descriptiva de la proposición, que viene determinada por la estruc­
tura externa de los signos preposicionales elementales —correctamente analizados en térmi­
nos de predicado lógico y sujetos lógicos- de los cuales la proposición compleja original es
función veritativo-funcional, junto con las reglas lógicas que definen los signos lógicos uti­
lizados; este primer nivel se sitúa por tanto en el nivel sintáctico de lo que la semántica for­
mal denomina forma lógica. En el segundo nivel se sitúa el contenido descriptivo de la pro­
posición, que viene determinada por la estructura descriptiva más la regla de interpretación
a partir de la cual las expresiones sintácticas elementales correspondientes pueden enten-

128
derse como figuras. (Estructura descriptiva y contenido descriptivo constituyen lo que des­
pués se ha denominado contenidoproposicionalde un enunciado). En el tercer nivel Stenius
sitúa el importe modal del enunciado, que (ha recibido el nombre de modo de la comunica­
ción y) viene determinado por las reglas que regulan el uso correcto del enunciado en el
contexto de un juego de lenguaje particular.
Si se ponen en paralelo este análisis y el de Black, se observa que la primera dimensión
del sentido que este último identifica puede ponerse en correlación con la definida por
Stenius en términos de reglas lógico-sintácticas -si bien en su caso no hay una definición lo
suficientemente precisa-; y, por otra parte, Black presupone el importe modal cuando
habla del modo en que el uso determina la referencia, con lo que se sitúa igualmente en el
nivel de las reglas pragmáticas. Pero el segundo nivel que Stenius identifica, el de las reglas
semánticas que permiten interpretar las formas lógicas y constituyen la condición que posi­
bilita su uso, quedan «absorbidas» en el análisis de Black en las reglas pragmáticas —pues
parece suponerse que resultan completamente determinadas por éstas, sin que aparente­
mente quepa su explicitación. Aquí es donde la lectura de Black obliga a una valoración crí­
tica: pues su análisis hace imposible dar cuenta de algo que él mismo ha reconocido esen­
cial en la teoría semántica del Tractatus, lo que ha denominado reglas frontales de
combinación. La interpretación modelo-teorética permite subsumir estas reglas semánticas
en la definición formal de la estructura categorial, sin tener que suponer su formulación
explícita mediante otra expresión lingüística: los requisitos establecidos para la «buena defi­
nición» de la función de interpretación garantizan las correlaciones «frontales» adecuadas
entre la figura y el fragmento de realidad que constituye el campo articulado original.
El hecho de que, para llevar a cabo esta reconstrucción modelo-teorética de manera
rigurosa, sea preciso recurrir a un lenguaje simbólico puede llevar a objetar que la propuesta
modelo-teorética es difícilmente aplicable al lenguaje natural en su conjunto, o que supo­
ne atribuir a Wittgenstein el estarse guiando por el modelo de un lenguaje formal. De
hecho, este problema lo plantea ya el propio Tractatus, cuando sugiere la posibilidad ya
mencionada de construir un lenguaje sígnico (Zeichensprache) o lenguaje simbólico y hace
uso de un simbolismo particular para llevar a cabo su análisis de la forma general de la pro­
posición. Y precisamente la primera aparición del término sintaxis lógica tiene lugar en ese
contexto. Esto obliga a estudiar más críticamente lo expuesto unos párrafos más arriba,
pues hay afirmaciones en el Tractatus que resultan inconsistentes entre sí. Dice
Wittgenstein que, para evitar las ambigüedades e imprecisiones del lenguaje corriente, se
debe introducir un lenguaje sígnico que las excluya, obedeciendo para ello a la sintaxis lógi­
ca —es decir, no utilizando el mismo signo para símbolos distintios (con distintos significa­
dos) ni dejando que símbolos que designan de modo distinto (con distintos significados)
tengan el mismo empleo (reciban la misma forma lógica)273. Pero afirma, al mismo tiempo,
que todas las proposiciones de nuestro lenguaje están de hecho, tal como están, ordenadas
de manera lógicamente perfecta; asimismo, que no es posible atribuir a un signo un senti­
do incorrecto; que en cierta manera no podemos equivocarnos en lógica; y que, frente a la
afirmación de Frege de que toda proposición correctamente formada ha de tener un senti­
do, él dice que toda proposición posible está correctamente formada, y que, si no tiene sen­
tido, ello sólo puede deberse a que no se ha asignado significado a alguna de sus partes com­
ponentes274.
La primera idea sugiere que la «sintaxis lógica» sería la sintaxis de un lenguaje lógica­
mente perfecto, en el sentido de Frege o Russell275. La segunda, por el contrario, parece
hacer de las reglas de la sintaxis lógica la estructura formal subyacente a —y por tanto pre­
sente en— nuestros lenguajes al uso, incluido el lenguaje corriente; y, por consiguiente, for­

129
maría parte de cualquier lenguaje que pueda considerarse tal -siempre por referencia a su
función descriptiva o semántico-cognoscitiva-, si bien no es inmediatamente evidente en la
gramática superficial. En 5.4733 (1) a, Wittgenstein parece sugerir una independencia de la
sintaxis lógica respecto a la asignación de significados que, de hecho, formula explícita­
mente al tratar directamente la noción de sintaxis lógica. Con respecto a ésta, Wittgenstein
afirma que el signo determina, con su empleo lógico-sintáctico, una forma lógica; que en
la sintaxis lógica no debe desempeñar función alguna el significado de un signo, que la sin­
taxis lógica debe poder establecerse sin hablar del significado de los signos, y que sólo debe
presuponer la descripción de las expresiones; que las reglas de la sintaxis lógica han de ser
comprensibles por sí mismas, sólo con saber cómo designa un signo; y que aquello que
designa en el signo es lo que éste tiene en común con todos aquellos símbolos por los que
éste puede ser sustituido según las reglas de la sintaxis lógica276. La tesis de la independen­
cia de la sintaxis lógica respecto a las reglas de asignación de significados se ve aclarada con
un ejemplo, mediante el cual Wittgenstein muestra que una diferencia en la función sin­
táctica de una expresión presupone una diferencia en la manera de simbolizar; es decir, que
atribuir significado a un signo en una función sintáctica no permite atribuir al mismo signo
ese mismo significado cuando su función sintáctica es otra277.
Lo anterior, además de confirmar de manera definitiva que la teoría figurativa lo es del
significado proposicional, y no una teoría nominal del significado, proporciona una clave
para resolver la tensión arriba indicada. Siguiendo aquí a Stenius, es posible distinguir en
cualquier lenguaje dos tipos de reglas sintácticas: lógicas y no lógicas. Unicamente las pri­
meras serían pertinentes para la interpretación, y han de satisfacer tres requisitos: i) a cada
signo o expresión ha de corresponderle un género (propiedad sintáctica definida por la regla
que determina el modo en que puede aparecer en un enunciado; Carnap); ii) dos símbolos
de distintos géneros no deben emplearse de modo aparentemente similar; y iii) la sintaxis
lógica ha de poder establecerse sin referencia al significado de los signos. Estos requisitos son
los mismos expresados por Wittgenstein en 3.325 y 3.33. Lo que aporta la interpretación
de Stenius es una respuesta a la pregunta por el estatuto que cabe asignar a las reglas lógi­
co-sintácticas que satisfacen esos requisitos: no serían sino las reglas del análisis sintáctico
lógicamente correcto de los enunciados de cualquier lenguaje o lengua, y no la sintaxis de un
lenguaje o lengua particular lógicamente correcto278. De ello se sigue una importante con­
secuencia para la teoría figurativa del significado proposicional. Pues, si la expresión lin­
güística de una proposición elemental se analiza de acuerdo con las reglas de la sintaxis lógi­
ca, sus elementos exhiben la estructura categorial de los elementos por los que están.
La reconstrucción modelo-teorética llevada a cabo permite poner de manifiesto que
una proposición será verdadera siempre relativamente a la estructura categorial en la cual se
integra. En particular, la observación del Tractatus relativa a que una diferencia de funcio­
nes sintácticas supone una diferencia de significados entraña que, en estos casos, una pro­
posición que sea verdadera lo será sólo relativamente a las reglas de la sintaxis lógica. Como
Stenius señala, la tesis de que la estructura interna del lenguaje exhibe la estructura interna
de la realidad puede entenderse de dos maneras distintas. Wittgenstein podría haber con­
siderado que hay una estructura interna común a todos los lenguajes y lenguas y tal que todo
lenguaje o lengua ha de poseerla por una especie de «necesidad lógica»; y que, finalmente,
esta estructura interna a priori refleja la estructura interna de la realidad —en el sentido de
que la realidad ha de poseer esta estructura interna para poder ser descrita lingüísticamen­
te. O bien podría tratarse de que cada lenguaje o lengua ha de poseer una estructura interna
propia; esta estructura interna refleja la estructura interna de la realidad, o de aquellos frag­
mentos de la realidad, describibles en ese lenguaje o lengua279. Según Stenius, Wittgenstein

130
no distingue con claridad entre estas dos alternativas; pero parece tender a pensar en lo que
es «posible en lógica» de acuerdo con la primera.
Esta primera alternativa indicada entraña, como Stenius señala, una forma de «metafí­
sica lingüística». Pero la segunda lleva a una conclusión que Stenius no llega a tomar en
consideración, aunque de hecho él mismo la desarrolla casi hasta el final. Pues es inevitable
llegar a una forma de relativismo lingüístico y a una concepción coherentista de la verdad.
El que Stenius limite la capacidad descriptiva del lenguaje haciéndola depender de una con­
dición previa (la coincidencia de estructura categorial entre un lenguaje o lengua particu­
lar y el fragmento de realidad describible en él) parece sugerir un intento de evitar esto.
Stenius concluye que lo que puede exhibirse en un lenguaje es la estructura categorial de
algunos elementos de la realidad en tanto que éstos se encuentran articulados de una manera
determinada; pero no «la» estructura categorial de la realidad en un sentido absoluto.
Stegmüller ha precisado esta misma idea al señalar que, si bien cabe pensar en distintos
modelos alternativos como descripciones válidas de un mismo conjunto de estados de
cosas, Wittgenstein parece creer en un único modelo posible. Al igual que el campo de per­
cepción puede dividirse de modos distintos en hechos elementales y percibirse de distintas
maneras, también el mundo en tanto que hecho podría dividirse, en principio, en hechos
particulares de modos diversos. Sin embargo, y aunque Wittgenstein parece consciente, en
algunos puntos del Tractatus, de este carácter relativo del análisis de un campo unitario en
hechos elementales, en la mayoría de las ocasiones parece tender a un «absolutismo», de
acuerdo con el cual el mundo en tanto que hecho es algo unívocamente determinado280.
El propio punto de partida de esta interpretación de Stenius/Stegmüller, al separar la
teoría figurativa del significado de la concepción ontológica -para la primera sólo se reque­
riría una «ontología» que conste de las dos categorías hechos!cosas irreductibles entre sí—,
lleva a la conclusión de que la teoría figurativa admite figuras no verdaderas y el uso de una
función de interpretación inadecuada281. Las interrelaciones intrínsecamente lógicas entre
los nombres, en tanto que elementos sintácticos, tienen un carácter formal, es decir, perte­
necen a (la forma lógica de) las expresiones lingüísticas. Pero ninguna propiedad intrínseca­
mente formal entre elementos sintácticos puede mostrar si la regla de interpretación semántica
que los conecta con la realidad es adecuada o no -no hay figuras a priori verdaderas. De ello
se sigue que «fijas ‘interrelaciones lógicas’ acordes con la lógica de los nombres no son inte­
rrelaciones intrínsecas entre nombres predicativos, sino reglas que en parte determinan la
elección de la clave semántica. Así, las reglas convencionales desempeñan de nuevo una fun­
ción importante en lo que el lenguaje ‘muestra’, y estas reglas pueden ser diferentes en las
diferentes lenguas»282. Las reglas de la lógica correspondientes a los nombres son reglas que
restringen la elección de la función de interpretación semántica, pero no garantizan que las
proposiciones describan estados de cosas adecuadamente.
Esta reconstrucción crítica conduce, por consiguiente, a una doble conclusión y deja
un problema abierto que los autores no llegan a considerar. Parece quedar fuera de discu­
sión que Wittgenstein considera las reglas de la sintaxis lógica universalmente válidas; sub­
yacen a todo lenguaje capaz de describir el mundo y se manifestarían como resultado de un
análisis formal lógicamente correcto, lo que haría igualmente posible formularlas explí­
citamente283. Pero, al mismo tiempo, tanto la interpretación de Stenius/Stegmüller como la
de Black conducen inevitablemente a formas de relativismo lingüístico. La reconstrucción
de Stenius y Stegmüller pone de manifiesto el carácter parcialmente convencional de las
reglas de la sintaxis lógica, en la medida en que puede haber estructuras categoriales y
modelos alternativos -que se eligen por algún procedimiento convencional-, y el consi­
guiente carácter relativo de la noción de verdad, definida siempre relativamente a un len­

131
guaje. Black enfatiza el carácter contingente de las reglas semánticas que coordinan nombres
con sus «significados» (referencias), así como que estas reglas no pueden enunciarse explí­
citamente -pues forman parte de lo que tan sólo se muestra. Ello le lleva a afirmar: «Las
reglas que formulamos no se eligen arbitrariamente, sino que surgen de una determinada
manera a partir de prácticas pre-existentes (...) el paso crucial es la comprensión de nues­
tras rutinas lingüísticas, lo que nos permite constatar que determinadas palabras o expre­
siones son sinónimas, que ciertos enunciados están bien formados y otros no, y así sucesi­
vamente»; y: «la ideografía, como todo lenguaje, descansa sobre convenciones»284. El
lenguaje sígnico o conceptografia sería un expediente útil para mostrar con mayor claridad
estos elementos lingüísticos presentes ya en el lenguaje corriente, pero ello sólo al precio de
perder su estatuto de privilegio como supuesta expresión de una estructura lógica formal
subyacente a cualquier lenguaje en general -si es que ese lenguaje ha de poder reflejar la
estructura categorial de la realidad, y describir con verdad lo que es el caso.
Esta forma de convencionalismo, o «contingencialismo» del lenguaje natural, que obli­
ga al filósofo del lenguaje o al lógico a una tarea puramente descriptiva y a posteriori, pare­
ce difícilmente compatible con el Tractatus. Ello no sólo por el entretejimiento presente en
esta obra entre la teoría del significado proposicional y la concepción ontológica, sino tam­
bién porque Wittgenstein habla, en repetidas ocasiones, de corrección como criterio de vali­
dez relativo al simbolismo empleado. Y sus manifestaciones parecen atribuir a las reglas de
la sintaxis lógica -y a las reglas de la lógica en general, subsumidas bajo las anteriores- el
estatuto de reglas universales -e.d. máximamente generales y subyacentes a todo lenguaje-
y necesarias —inevitables si es que la función semántico-cognoscitiva del lenguaje ha de ser
posible. Pero ello supone que no podrían ser tan sólo regularidades descritas mediante una
fórmula convencionalmente adoptada, sino condiciones previas de posibilidad. Tampoco
podría vérselas como «prescripciones», normas que hay que obedecer, sino que su normati-
vidad sería de otra naturaleza -pertenecería a la «esencia» del lenguaje, con el estatuto de
un presupuesto regulativo que guía el uso y determina la legitimidad o validez de éste. No
hay duda de que hay aspectos del lenguaje que Wittgenstein explícitamente considera
dependientes de prácticas según convenciones y regularidades empíricas o de la contingen­
cia histórica285. Pero el espacio lógico de posibilidades determina lo que puede decirse, y
-como se vio al comienzo— Wittgenstein llega a la estructura lógica de la realidad a través
del análisis lógico del lenguaje.
J. y M. B. Hintikka hablan en este contexto de la «universalidad» del lenguaje, por refe­
rencia a la inefabilidad de la semántica y la inexpresabilidad de la realidad en sí -lo que no
afectaría por tanto a la expresabilidad de la sintaxis286. Concuerdan, con ello, tanto con la
interpretación de Black como con la reconstrucción de la teoría figurativa por parte de
Stenius/Stegmüller, una vez aceptado que esta reconstrucción lo es de una pluralidad de
modelos alternativos. Pero J. y M. B. Hintikka sí extraen explícitamente la consecuencia
que se está viendo aquí: consiste en «nuestra atribución de relativismo conceptual a
Wittgenstein»287, que se habría hecho explícito en la forma de relativismo lingüístico a que
se ve llevado el autor del Tractatus cuando, al evolucionar en su filosofía, adopte una acti­
tud descriptiva respecto a las regularidades observadas en el lenguaje. Pero es muy impor­
tante tener en cuenta que este relativismo se «salva» en el Tractatus mediante la introduc­
ción de una forma de transcendentalismo -al que él mismo da el nombre equívoco de
«solipsismo trascendental», para designar con este término el punto de vista filosófico-tras-
cendental— que, como muchos intérpretes han puesto de manifiesto, es de raíz claramente
kantiana288. Este trascendentalismo garantiza la intersubjetividad del significado, algo que
en otro caso sólo podría encontrar fundamento en la pertenencia a una comunidad lin­

132
güística concreta, histórica y socialmente situada, y cuyo lenguaje o lengua habría de des­
cansar en prácticas en principio contingentes. La idea del lenguaje como «medio universal»
es la misma expresada por el término alemán Nichthintergehbarkeit (irrebasabilidad del len­
guaje); con ello vuelve a plantearse, de un modo inevitable, lo que en el curso del presente
trabajo se ha llamado el problema de Humboldt. En qué medida el «solipsismo trascen­
dental» al que apela Wittgenstein permite afrontar este problema es algo que ha encontra­
do elaboración en las interpretaciones kantianas del Tractatus.

iv. Interpretación kantiana del Tractatus

Esta interpretación está inevitablemente unida al nombre de Stenius, quien ha sido el


primero en mostrar cómo la reflexión sobre el lenguaje llevada a cabo en el Tractatus puede
considerarse una variante de la filosofía trascendental289. La defensa de esta lectura choca
con la evidencia de diferencias importantes entre ambos planteamientos, de las cuales
Stegmüller ha señalado cuatro fundamentales. En primer lugar, mientras que para
Wittgenstein es una concepción ontológica la que establece la base para toda consideración
ulterior, el idealismo trascendental de Kant no es conciliable con la idea de una funda-
mentación ontológica; en segundo lugar, la teoría figurativa del significado proposicional y
del pensamiento parece ser únicamente compatible con un sistema realista, y no con un
edificio mentalista según el cual el mundo real representa, al menos en parte, el rendi­
miento de construcciones mentales; en tercer lugar, y con respecto a la teoría de la causali­
dad, Wittgenstein no sigue a Kant sino las tesis de Hume; en cuarto lugar, Wittgenstein
rechaza la existencia de verdades sintéticas a priori, mientras que para Kant el conocimien­
to sintético a priori constituye el fundamento que le permitió llegar a su idealismo tras­
cendental290. Todo ello supone un alejamiento que, de hecho, equivale a una transforma­
ción del sistema kantiano en lo que Stenius ha denominado lingualismo trascendental. Los
autores mencionados han podido defender con rigor que la filosofía de Wittgenstein supo­
ne una radicalización de la posición kantiana: pues supondría una transformación que des­
plazaría el idealismo trascendental de Kant desde el ámbito de la conciencia al ámbito del
lenguaje.
Siguiendo aquí de cerca la exposición de Stegmüller291, el «giro lingüístico» que el
Tractatus representa puede reconstruirse a partir del análisis llevado a cabo del término mos­
trarse (sich zeigen). La primera acepción del término aparece en la afirmación de que «la pro­
posición muestra su sentido». Entendemos el sentido (contenido descriptivo) de una pro­
posición cuando la interpretamos como figura isomorfa del estado de cosas que describe;
esto es posible porque la estructructura externa de la proposición «muestra» la correspon­
diente estructura externa del estado de cosas —en el sentido de un mostrarse externo. La
segunda acepción es la de un mostrarse interno, que aparece necesariamente vinculado a lo
que Stenius ha llamado la «teoría figurativa ontológica del lenguaje», y de acuerdo con la
cual existe una correspondencia entre la estructura interna del lenguaje y la estructura inter­
na de la realidad. En relación con esta estructura interna de la realidad se afirma que las
proposiciones la «muestran», pero no pueden decirla o presentarla. Y en este mismo senti­
do «lo que puede mostrarse, no puede decirse». Lo fundamental desde el punto de vista de
la interpretación que se propone es observar que este mostrarse interno remite a lo que
constituye la condición de posibilidad para el mostrarse externo y, por consiguiente, para que
la proposición sea figura: la igualdad de estructura entre la figura y el estado de cosas. Sólo
si esta condición se ve satisfecha puede la figura, mediante el mostrar externo, presentar el

133
estado de cosas. El motivo por el que no puede decirse -«mostrarse», en el sentido del mos­
trarse externo- lo que se muestra internamente es: que toda descripción posible presupone
que los componentes del estado de cosas descrito poseen la misma estructura interna que
la proposición que lleva a cabo dicha descripción.
Wittgenstein está identificando con ello las condiciones de posibilidad de cualquier
descripción verdadera de la realidad: se trata de aquello que ha de ser común a la figura y
a lo figurado ya antes, para que la proposición pueda ser figura; y, en esta misma medida,
dichas condiciones son constituyentes de todo contenido descriptible y, por tanto, de todo
contenido de conocimiento lingüísticamente expresable. Pero, al mismo tiempo,
Wittgenstein está radicalizando la posición kantiana. La filosofía trascendental pretendía
mostrar los límites de la razón teórica, reflexionando acerca de lo que es posible para ésta.
La categoría de lo posible para la razón teórica en Kant corresponde en Wittgenstein a lo des­
criptible en un lenguaje significante. Pero para Kant lo teóricamente posible292 y lo lógicamente
posible no coinciden; pues lo posible para el conocimiento teórico de base empírica es lo
que en principio puede experimentarse y lo que concuerda con la forma a priori de la expe­
riencia -las formas de la intuición sensible pura y las categorías o conceptos puros del
entendimiento. Para el idealismo trascendental, esta forma de la experiencia presta una
estructura interna a todo lo que le es propio al sujeto cognoscente que percibe y piensa; la
forma a priori de la experiencia es el sujeto trascendental. El mundo de la experiencia coti­
diana, así como la experiencia sensible y el conocimiento de base empírica, y, con ello, todo
lo que puede ser objeto del teorizar con sentido, es relativo a este sujeto trascendental.
En el Tractatus, con el rechazo del apriorismo sintético desaparece la diferencia entre lo
que es teóricamente posible (e.d. cognoscitivamente posible) y lo que es lógicamente posible.
Para Wittgenstein, no hay formas de la intuición sensible ni categorías del entendimiento
con las cuales tenga que concordar lo que es lógicamente pensable, a fin de poder consti­
tuirse en objeto de conocimiento. Stegmüller sugiere que, en este sentido, es posible susti­
tuir la máxima kantiana «Puede ser objeto de la investigación teórica todo lo representable
espacio-temporalmente y subsumible bajo las categorías» por la que se correspondería con
el Tractatus, «Puede ser objeto de la investigación teórica todo lo pensable»293, teniendo en
cuenta que por «pensamiento» Wittgenstein entiende «la figura lógica de la realidad» y es,
por tanto, inseparable de la proposición con sentido que le da expresión lingüística.
Pensable es en el Tractatus todo lo que puede representarse mediante una figura lógica, es
decir: todo lo que puede describirse en un lenguaje descriptivo. Pero en el Tractatus todo
lenguaje que pueda considerarse tal es descriptivo y, por consiguiente, puede concluirse lo
que arriba se enunciaba: que lo que en Kant corresponde a lo posible para la razón teórica
-lo que es «imaginable» e «inteligible» y constituye el punto de partida para la deducción
trascendental de la forma de la experiencia- es en Wittgenstein lo que puede describirse en
un lenguaje con sentido. Aquí reside la transformación esencial de la filosofía trascenden­
tal kantiana por parte de Wittgenstein, y el punto que da lugar a las diferencias entre su
filosofía y la de Kant294.
En el Tractatus, la tarea de señalar los límites del discurso significante le corresponde a
la filosofía, entendida como análisis lógico del lenguaje. Wittgenstein afirma que la tarea de
la filosofía es la aclaración lógica de los pensamientos; que no es una doctrina, sino una acti­
vidad; que su resultado no son «proposiciones filosóficas», sino la aclaración de las propo­
siciones; que la filosofía no es una de las ciencias naturales, que no está más próxima a la
psicología y que la teoría de Darwin no tiene más que ver con la filosofía que cualquier otra
hipótesis de las ciencias naturales; pues la filosofía limita el ámbito discursivo de la ciencia
natural; debe delimitar lo no pensable desde dentro mediante la delimitación de lo pensa-

134
ble; indica lo inefable al presentar con claridad lo que puede decirse295. Puesto que los lími­
tes del conocimiento teórico de base empírica coinciden con los límites de lo que puede
decirse con sentido en todo lenguaje, la investigación de estos límites es la investigación de
la lógica del lenguaje, que muestra la «lógica» del mundo. Esta investigación no es de carác­
ter empírico, ni consiste en un estudio de las regularidades psicológicas presentes en pro­
cesos mentales fácticos, sino que posee otro carácter. Esto es así porque la lógica no es una
doctrina, sino un reflejo del mundo, y es trascendental296. Es posible interpretar entonces
que lo que Kant intenta llevar a cabo mediante una deducción trascendental en
Wittgenstein se lleva a cabo mediante el análisis lógico del lenguaje -en ambos casos, en
ello consiste la tarea de la filosofía teorética, y no en especular acerca de lo que no puede
conocerse.
Aquello que Kant llama «forma de la experiencia», lo común a todas las experiencias
posibles, se transforma en Wittgenstein en la «forma lógica (estructura interna) de la sus­
tancia», y es aquello que se muestra en la estructura interna del lenguaje -cuya necesidad
revela el análisis. Ello permite afirmar que, en Wittgenstein como en Kant, nuestra expe­
riencia posee una «forma» que está fundada en la razón teórica y un «contenido» que está
basado en las sensaciones -aunque en el «contenido» sería preciso incluir la estructura
externa. Puesto que la forma lógica de la sustancia es común a toda experiencia, podría
considerarse a priori; en este sentido, no sería inconsistente con el Tractatus considerar,
como hace Stenius, los enunciados relativos a la «forma lógica» como proposiciones a prio­
ri, si es que los hubiera -si es que tales enunciados fueran posibles-. La forma lógica es la
forma del lenguaje y una tesis central del Tractatus establece la imposibilidad de «decirla»;
la definición kantiana -las proposiciones son a priori si se refieren únicamente a la forma
de la experiencia y a posteriori si se refieren también a su contenido- tiene que sufrir aquí
una transformación: la forma a priori de la realidad sólo puede mostrarse, pero no expre­
sarse en proposiciones. Por ello Wittgenstein también niega otra tesis central de la filoso­
fía trascendental kantiana: no hay proposiciones sintéticas a priori; que una proposición
sea a priori significa que su negación no es lógicamente posible297. Esta posición es la que
Stenius ha denominado lingualismo trascendental o idealismo lingüístico. El idealismo tras­
cendental (o idealismo crítico) afirma que la forma de la experiencia -sólo la forma- viene
impuesta al mundo por la estructura de la mente humana; en este sentido, esta forma
puede ser considerada «subjetiva», pero sólo en un sentido metafísico o trascendental: no
se trata de un sujeto empírico, sino de cualquier sujeto cognoscente en general, en tanto
que intuye (siente y percibe) según la forma del espacio y del tiempo y piensa según las
categorías del entendimiento. También para Wittgenstein la experiencia sería «subjetiva»
en un sentido trascendental: el sujeto metafísico es cualquier sujeto en general capaz de
lenguaje, que usa y entiende el lenguaje; ha de distinguirse de los sujetos empíricos que
son «parte del mundo». Wittgenstein expresa esto al afirmar que los límites de mi lenguaje
significan los límites de mi mundo; que la lógica llena el mundo, y los límites del mundo
son también sus límites; que lo que el solipsismo indica es correcto, pero ello no se puede
decir, sino que sólo se muestra; que, el que el mundo es mi mundo se muestra en que los
límites del lenguaje (del único lenguaje que yo entiendo) indican los límites de mi
mundo298; que el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo; que, en
el hecho de que no haya un orden a priori en las cosas, se ve que el solipsismo, tomado en
sentido estricto, coincide con el puro realismo; que el yo del solipsismo se contrae en un
punto sin extensión y lo que permanece es la realidad coordinada con él299. El mundo es
«mi» mundo si el posesivo refiere al sujeto metafísico; y su lenguaje es un lenguaje lógica­
mente exacto que establece el espacio lógico de todos los «mundos» posibles.

135
Para Kant, cualquier forma de conocimiento con sentido que pudiera considerarse váli­
do pertenecía al ámbito de la razón teórica. Más allá de sus límites Kant situó el ámbito de
la razón práctica; en él no puede hablarse de conocimiento, no hay argumentación ni
demostración; no hay nada intuido (sentido o percibido), sino que sólo puede hablarse de
principios que se postulan, en tanto en cuanto la razón práctica descubre en ellos condi­
ciones necesarias para la existencia de un orden moral en el mundo. Esta distinción, radi­
cal en Kant, entre las proposiciones de la razón teórica y los postulados de la razón prácti­
ca -relativos a la existencia metafísica del mundo como un todo, a la ética, la estética o la
religión-, encuentra reflejo en Wittgenstein en la distinción lógica entre el sentido y el sin­
sentido. Para Wittgenstein, existe un ámbito de la razón práctica: pero se sitúa fuera de los
dominios de lo expresable en el lenguaje300. Los intentos de decir lo que no puede decirse
dan lugar a Scheinsatze —pseudoproposiciones, proposiciones que sólo lo son en apariencia
pues no son figuras lógicas de la realidad. Los límites entre la experiencia posible y lo no
experimentable coinciden con los límites entre el ámbito del sentido y de lo que carece de
él -de lo inexpresable-: incluidas las proposiciones del Tractatus. (En todos los casos, evi­
dentemente, inexpresabilidad no significa carencia de valor; cf. 6.52.).

v. Valoración final

Ante todo, es inevitable enfatizar que la distinción entre decir y mostrar es clave para la
interpretación transcendental de la teoría figurativa del Tractatus. Por una parte, la «prue­
ba por reducción al absurdo» que supone intentar dar expresión al ascenso en el orden del
lenguaje -con el fin de llegar a una descripción de la correlación (Verbindung) entre la
estructura de la proposición y la estructura del estado de cosas por ella figurado— conduce
a una recursión al infinito que siempre tiene que presuponer aquello que pretende explicar:
no la correlación estructural en un nivel de lenguaje determinado, sino la posibilidad de esa
correlación en cuanto tal. Con ello, se pone de manifiesto que la correlación aparece como
una «necesidad lógica»; es aquello que hay que suponer, si es que se pretende dar cuenta de
la capacidad de figuración (de descripción) del lenguaje. Y ésta, a su vez, se muestra: se pone
de manifiesto en el hecho de que entendemos la proposición, es decir, que conocemos cuál
es el estado de cosas por ella representado cuando la entendemos. La afirmación de que esta
capacidad figurativa se muestra en que entendemos la proposición parece eliminar la posi­
bilidad de ver la conexión estructural como un «requisito» que pueda postularse para un
lenguaje ideal. Y esto era precisamente, como se ha visto, lo que hacía Russell en su intro­
ducción al Tractatus. Wittgenstein, en contraposición, está partiendo de un lenguaje que ya
comprendemos y que, por consiguiente, tiene significado™. Su pregunta puede entenderse
como una pregunta por las condiciones de posibilidad del lenguaje, es decir, por las condi­
ciones que hacen posible la capacidad figurativa de la proposición. La conexión estructural
entre lenguaje y realidad constituye un límite trascendental; y, en la medida en que dicha
conexión la establecen los hablantes que entienden la proposición -pues es para ellos para
quienes la capacidad figurativa del lenguaje se muestrar- son ellos, los hablantes competen­
tes, el «lugar» de la apercepción trascendental que Kant situaba en cualquier conciencia en
general, es decir, en una conciencia trascendental: para Wittgenstein, «el sujeto es trascen­
dental».
Esta aproximación a Wittgenstein desde una interpretación de signo kantiano no debe
ocultar aspectos importantes en los que la teoría figurativa del significado se aleja de los
presupuestos de la filosofía trascendental moderna. Se ha señalado ya, en una introduc­

136
ción previa, cómo una de las señas de identidad de la filosofía analítica del lenguaje de este
siglo ha sido el rechazo de la posibilidad de un conocimiento sintético a priori, o de la
existencia de verdades sintéticas a priori. Esta posibilidad, en caso de aceptarse como váli­
da, podría resolver la dificultad que introduce la reflexión de Wittgenstein. Pues, tal y
como se afirma en el Tractatus, las proposiciones son hechos. Si hay verdades sintéticas a
priori, algunas de éstas podrían ser precisamente las que describen o reconstruyen la corre­
lación estructural entre los hechos del mundo y los hechos del lenguaje; y el conocimien­
to de esta correlación, que es relativo a nuestra experiencia lingüística, tendría un estatu­
to distinto al de las experiencias particulares que consisten en entender determinadas
proposiciones. Pero en el Tractatus se afirma que no hay verdades sintéticas a priori: el
único conocimiento sintético es el que proporcionan las ciencias empíricas particulares
-las «ciencias naturales», como Wittgenstein las denomina-. En cierto modo, lo que per­
seguía la teoría de tipos era mostrar el modo en que habría de proceder este conocimien­
to que una filosofía trascendental hace descansar en juicios sintéticos a priori, sin tener
que asumir esta noción; el análisis se ve llevado, por ello, a una serie de sucesivos movi­
mientos de ascenso semántico. Wittgenstein identifica este ascenso semántico iterado
como uno que lleva a un «límite trascendental»: el de la reflexión acerca de lo que necesa­
riamente tiene que estar presente en el lenguaje, si es que éste ha de poder figurar la reali­
dad y hacerlo de un modo válido —como, de hecho, es el caso de acuerdo con nuestra expe­
riencia lingüística.
Recapitulando, en la presente exposición se han tenido en cuenta, fundamentalmen­
te, dos perspectivas interpretativas para la teoría figurativa del Tractatus. A la solución kan­
tiana de Stenius/Stegmüller se opone el planteamiento descriptivista de Black, formulado
desde premisas que remiten en parte a la teoría del significado como uso de las
Investigaciones Filosóficas. Ambas interpretaciones concuerdan en la determinación de las
tesis esenciales del Tractatus, así como en la idea de que Wittgenstein no propone una teo­
ría constrictiva que formule requisitos o prescripciones exigióles de un hipotético lengua­
je «ideal», lógicamente perfecto, sino que pretende identificar lo que es esencial en todo
lenguaje con capacidad descriptiva. El núcleo de la confrontación podría situarse en el
estatuto que cabe adscribir a las reglas constituyentes de la «esencia» de todo lenguaje sig­
nificante: reglas lógico-sintácticas de combinación de los signos, y reglas semánticas de
asignación de significados (Bedeutungeri). La discusión de esta diferencia en los plantea­
mientos interesa aquí porque permite volver a un problema que se ha estado consideran­
do central en el curso del presente trabajo: el de la posibilidad de defender el carácter
universal del entendimiento lingüístico -aquí, restringido a la función semántico-cognos-
citiva del lenguaje- y de resolver la dificultad asociada de garantizar la identidad inter­
subjetiva del significado.
Esta última dificultad se plantea típicamente en relación con las reglas semánticas de
interpretación o asignación de significado (Bedeutung). En Wittgenstein parece coexistir,
paradójicamente en cierto modo, una teoría de la referencia directa —en relación con los
«nombres» del Tractatus- con una determinación holista de su significado. Al nombre le es
esencial estar sujeto a reglas de combinación y es la aplicación (Anwendung, 3.262) del
signo, que consiste en realizar alguna de estas posibilidades, lo que distingue una marca o
sonido sin significado de un símbolo significante con una función en el interior de un len­
guaje. Es importante tener en cuenta que el «holismo» no afecta al contenido o materia del
nombre -a su referencia- sino a su «forma (lógica)», que hay que entender como el con­
junto de sus posibilidades de combinación. Pero a esta asunción del principio de Frege
-sólo en el contexto de la proposición tiene un nombre referencia (3.3, 3.314 a)- hay que

137
unir el problema relativo a la «fijación de la referencia» o, en otros términos, al modo en
que los significados de los nombres pueden ser comunicados.
De esta cuestión se ocupa el Tractatus en 3.263: Wittgenstein afirma que es imposible
«dar» el significado de un nombre de modo inmediato; el único modo de acceder a ello es
mediante el empleo del nombre en un contexto proposicional, con lo que se está presupo­
niendo ya un conocimiento de ese significado. Esta explicación de Wittgenstein produce
perplejidad si lo que se espera de ella es que dé cuenta del modo en que se establece o se
aprende la referencia -actitud descriptivista de Black. Pero el presupuesto del que habla
-esto es, que el nombre tiene referencia, y cuál es el sentido de la proposición en que apa­
rece— se integra sin problemas cuando lo que se aborda es la tarea reconstructiva de dar cuen­
ta de un saber previo. La explicación «genética» de la fijación de la referencia sería materia
de alguna ciencia empírica —p.e. psicología o sociología, lingüística histórica, etc.—. Black
no llega a ver -cuando afirma, p.e., que «[e]s simplemente un hecho, para el que pueden
ofrecerse explicaciones causales de tipo científico, el que en ocasiones nosotros mismos nos
damos a entender»302- que el misterio desaparece si se aborda la cuestión no como un hecho
que hay que explicar en su origen, sino como la puesta en práctica de una competencia ya rea­
lizada y que Wittgenstein intenta reconstruir desde el puto de vista de la validez de sus rendi­
mientos.
No son éstos, desde luego, los términos en los que Wittgenstein describe el problema.
En el Tractatus hay, como el propio Black reconoce, una tendencia a tratar la relación del
nombre con su portador como si fuera simple e inanalizable; una descripción de las prác­
ticas del nombrar difícilmente podría contar como un despliegue de su esencia. Es esto lo
que lleva a Wittgenstein a adoptar, por una especie de necesidad lógica, una perspectiva
trascendental del lenguaje. Sólo esta perspectiva kantiana permite resolver el enigma de qué
estatuto adscribir al lenguaje lógicamente perfecto -«que nosotros postulamos» (Russell,
Introducción al Tractatus). No se trataría de las leyes objetivas a priori del lenguaje del pen­
samiento (Frege), ni de principios que la teoría lógico-semántica estipula con carácter pres-
criptivo pero porque gozan de existencia objetiva (Russell). Se trata del resultado que arro­
ja una reflexión casi-trascendental acerca de las condiciones que hacen posible la función
semántica del lenguaje, y cuyo método consiste en su análisis lógico. Desde esta perspecti­
va, el resultado del análisis reconstruye un saber formal que tienen que poseer los hablan­
tes competentes de una lengua o los usuarios de un lenguaje. Wittgenstein no se está ocu­
pando de cuál es el modo en que tiene lugar la fijación de la referencia o su aprendizaje; su
problema es el problema de Kant, transferido desde el ámbito del conocimiento al del len­
guaje en el cual este conocimiento se expresa. Su pregunta es relativa a las condiciones de
posibilidad y de validez de enunciados con sentido, es decir, capaces de constituir una des­
cripción verdadera de acontecimientos en el mundo objetivo.
Ello explica por qué, cuando se plantea el problema del «holismo formal» respecto al
significado de los nombres, lo que interesa a Wittgenstein no es lo que en esta relación del
nombrar puede haber de contingente -la utilización de determinadas cadenas de signos
particulares como nombres de objetos definidos-, sino las condiciones máximamente gene­
rales y de carácter formal que necesariamente concurren en el empleo de los nombres en
cuanto tales, es decir, la estructura lógica de la relación referencial. En 3.311 y 3.312 a,
Wittgenstein expone el modo en que la forma lógica de cada expresión particular presupo­
ne (voraussetzen) la forma lógica de las expresiones enunciativas de las que puede formar
parte y, correlativamente, el modo en que viene representada por la forma general de las
expresiones enunciativas que ella caracteriza de ese modo. De hecho, 3.31-3.314 pueden
leerse como una generalización del principio del contexto a cualesquiera expresiones

138
-Ausdrücke, cualquier elemento lingüístico significante, que desempeñe una función sim­
bólica determinada en la proposición en la que aparece- y no sólo a nombres. Aquí, la
forma de una expresión viene representada por una variable. Al igual que el significado de
un símbolo definido, p.e. un nombre, está parcialmente determinado por las reglas de com­
binación (lógico-sintácticas) que constituyen una de las dimensiones de su aplicación, los
significados de los símbolos incompletos o de las variables están determinados por las reglas
de su empleo. La expresión voraussetzen, en 3.311 a, indica precisamente el problema de la
concepción holista: para que el significado de una expresión esté determinado, es preciso
considerar «previamente» dadas las reglas de las combinaciones en las que puede concurrir.
Si aquí, en vez de hablar de reglas que «gobiernan» -como parece que hace Black- se con­
sideran éstas resultado de una reconstrucción racional, la prioridad del conjunto de las
reglas de asociación deja de tener el engañoso aspecto de una precedencia temporal303 y se
revela como lo que, en la lectura que aquí se propone, constituye un saber práctico ya dis­
ponible y que cabe entender en tanto que competencia -para reconocer o aplicar reglas. Al
llevar a cabo el tipo de sustitución propuesto en 3.311-3.313 de las expresiones significan­
tes por variables, Wittgenstein está «eliminado» de su consideración lo que es contingente
—qué signos concretos se eligen como nombres de determinadas referencias particulares- y
está dando expresión a las reglas formales de la sintaxis lógica.
Pero con ello también está desplazando el problema al que se sigue la pista aquí. Pues
el carácter universal de esa competencia que se reconstruye va a depender de que tengan
este carácter las dos dimensiones que cabe distinguir en la determinación del sentido
-según la reconstrucción de Stenius-: la estructura interna de la proposición, y el conteni­
do descriptivo (estructura interna más regla de interpretación, de donde resulta la estruc­
tura externa). La adecuación de la regla de interpretación, o asignación de significado
(Bedeutung) a los nombres, descansa -como se ha visto- en la concepción ontológica del
Tractatus y el carácter «absoluto» del modelo interpretativo que Wittgenstein asocia con el
punto de vista trascendental. La universalidad de esta regla de interpretación semántica,
que está presupuesta en el trascendentalismo del Tractatus, parece abocar a optar entre un
compromiso «metafísico» o alguna forma de convencionalismo -la interpretación adopta­
da es una que se elige entre las posibles. Asimismo, la correspondencia de estructura inter­
na entre la proposición y la realidad sólo se justifica aceptando la validez del planteamien­
to kantiano y de la reflexión casi-trascendental que representa el análisis. Finalmente, para
que la estructura externa, resultante de un análisis correcto de la proposición compleja,
tenga un carácter incondicional, es preciso suponer la universalidad del análisis, o -dicho
en otras palabras-: que a los diversos lenguajes y lenguas les subyace una misma estructura
lógica, que es la que muestra un análisis correcto, y que -por consiguiente- los lenguajes y
lenguas han de ser intertraducibles entre sí. El análisis, como se ha visto, ha de regirse por
las reglas de la sintaxis lógica.
Al discutir el estatuto de la sintaxis lógica -y de los principios de la lógica que contie­
ne- se observó que, si las reglas de la sintaxis lógica son en cierto modo necesarias, no pue­
den constituir prescripciones; no tiene sentido hablar de «obedecerlas», pero tampoco pen­
sar en «suspenderlas» a voluntad, salvo al precio de dejar de usar un lenguaje comprensible
con valor semántico. La interpretación descriptivista del Tractatus que representa Black -y,
desde otra perspectiva, también el empirismo lógico- fuerza a concluir que «en este punto
la palabra ‘regla comienza a parecer inapropiada»304. Black optaba por una teoría del signi­
ficado como uso, de acuerdo con la cual son las reglas pragmáticas existentes -fásicamen­
te vigentes, y resultantes de convenciones o de la tradición histórica y la herencia cultural—
las que fijan el modo de empleo de las expresiones denotativas; con ello, la fijación de la

139
referencia puede explicarse a partir de estas prácticas, que incluirían una pluralidad de pro­
cedimientos posibles -como la línea que sigue su estudio permite ver. Pero también éste
parece ser el caso para Black con respecto a reglas lógico-sintácticas de formación y trans­
formación305. Como se ha visto, y de un modo aparentemente paradójico, a esta misma
conclusión llega la interpretación de Stenius y Stegmüller: no es que Wittgenstein aceptara
el carácter contingente y en ocasiones explícitamente convencional de las reglas lógico-sin­
tácticas, sino que la reconstrucción de la teoría del significado expuesta en el Tractatus lleva
a esta conclusión —cuando la teoría se separa de la concepción ontológica que Wittgenstein
liga a ella.
Pero ésta no puede ser la conclusión de Wittgenstein. No hay duda de que el resulta­
do del análisis, así como las reglas lógico-sintácticas de acuerdo con las cuales se lleva a
cabo, no son para él materia de convención. Pues el lenguaje sígnico que haría estas reglas
transparentes (3.334) es un lenguaje universal, es aquello que los distintos lenguajes han de
tener en común (3.343); si conocemos la sintaxis lógica de cualquier lenguaje o lengua, con
ello están ya dadas todas las proposiciones de la lógica (6.124 h, 6.121, 6.1221). Pero, y
esto es lo fundamental, Wittgenstein distingue repetidamente entre lo que es esencial y lo
que es inesencial o accidental en la proposición: las reglas de la sintaxis lógica no son arbi­
trarias para Wittgenstein, no son reflejo de convenciones libremente adoptadas o de con­
tingencias históricas -cf. 3.343 b, 4.1273 c, 5.46, 4.1213, 3.342, 3.3421 a. Y la conexión
de lo esencial en la proposición con el sentido que expresa (3.341) muestra que ambas
dimensiones del empleo de los signos —estructura interna y estructura externa (e.d. estruc­
tura interna más regla de interpretación)- les son esenciales; lo «accidental» para
Wittgenstein parece ser relativo a la materialidad concreta de los signos y a las reglas gra­
maticales empíricas (fácticas) de cada lenguaje o lengua natural particular, así como a la
elección de un determinado nombre, del género (Carnap) o tipo (Church) adecuado, para
la designación de un objeto -para la fijación particular de la referencia de un nombre. En
este caso, lo esencial residiría en que la correspondiente expresión designativa puede susti­
tuirse por el tipo de variable adecuado a la forma lógica (tipo o género lógico) del objeto
en cuestión y que cumple, por consiguiente, esa función designativa (3.3421 a). En el caso
general, lo esencial viene dado por las reglas de combinación de las variables, que un sim­
bolismo adecuado o un análisis correcto hacen transparente sin ambigüedad (3.334). En
este sentido, una coordinación arbitraria de palabras con objetos presupone una red no arbi­
traria de compromisos lógicos.
Wittgenstein está suponiendo, en la formulación de su teoría, una corrección o ade­
cuación que está presente, o habría que preservar, y ello tanto en la estructura interna como
en la función de interpretación de los signos. Si no se quiere caer en atribuir a Wittgenstein
una forma de platonismo -como alguna versión del postulado de Leibniz, o la tesis del
Crátilo relativa a la «corrección» o «adecuación» de los nombres-, hay que pensar que la
adecuada coordinación de forma lógica entre el objeto y el signo arbitrariamente elegido
para designarlo es algo de lo que Wittgenstein parte, algo que ya hay que presuponer. Lo
arbitrario o accidental correspondería a la génesis fáctica de la relación; lo esencial o necesario
se situaría en el presupuesto contrafáctico™ de una identidad de forma lógica, dada la signifi­
catividad del signo como designación del objeto. Sólo así puede tener lugar el procedimiento
de sustituir expresiones por variables del tipo adecuado, garantizando que se preserva su
empleo con sentido.
Con ello se está indicando nuevamente la necesidad de identificar el punto de partida
de la reconstrucción, así como de distinguir dos ámbitos en ésta y de dar cuenta del tipo de
tarea en que consiste. El punto de partida es el de un lenguaje significante y que, por con­

140
siguiente, satisface ya las condiciones que hacen posible una descripción verdadera del
mundo. Los dos ámbitos son el de la existencia fáctica de proposiciones y nombres, y el de
los presupuestos contrafácticos constitutivos de la validez de sus funciones lógico-lingüísti­
cas. Se trata -una vez más- de la pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad y de
validez de un empleo con sentido de la proposición, en tanto que descripción verdadera de
hechos: que esta proposición existe y tiene esa validez es lo que hay que aceptar como dado,
como algo ya constituido y objeto de la reconstrucción que se lleva a cabo. Pues una res­
puesta de orientación igualmente kantiana hace entrar en juego bien alguna forma de refle­
xión casi-trascendental, bien una reconstrucción racional de esos presupuestos tácitos de
carácter regulativo, y en este sentido normativo, que son constitutivos de nuestras descrip­
ciones fácticas. El saber de las reglas de la sintaxis lógica, así como de la regla de interpre­
tación, ha de verse al mismo tiempo como a priori respecto a la formulación de enuncia­
dos sintéticos verdaderos y a posteriori respecto a.la propia experiencia lingüística. La
primera posibilidad es la vía que sigue el autor del Tractatus y que le lleva a apelar a lo que
sólo se muestra, pues no es susceptible de exposición empírica -e.d., de descripción en el
lenguaje-; pero, al mismo tiempo, es lo que determina que sólo quepa considerar
Scheinsatze, proposiciones aparentes o pseudoproposiciones, a las proposiciones del
Tractatus -ya que, de otro modo, habrían de aceptarse como enunciados verdaderos a prio­
ri de un conocimiento czzíz-trascendental. La posibilidad de que estos enunciados sean, al
mismo tiempo, expresión de una experiencia lingüística es algo que cae fuera de la consideración
de Wittgenstein.
Sin embargo, ésta parece ser la única salida que podría evitar la disyuntiva entre la «teo­
ría ontológica de la figuración» y el contingencialismo o el convencionalismo, semántico
(Stenius) o pragmático (Black), si es que se quiere encontrar el fundamento para la univer­
salidad del entendimiento lingüístico, en tanto que basado en la función semántico-cog-
noscitiva del lenguaje. El giro lingüístico de la filosofía trascendental ha de situarse en el
ámbito pragmático de la experiencia lingüística, antes que en el plano semántico de la fun­
ción descriptiva del lenguaje -aunque ésta última sería la posición de Wittgenstein-; por­
que es en este nivel donde tienen que darse las condiciones para la constitución del senti­
do intersubjetivamente válido: condiciones sobre la estructura -cuya validez descansa en su
adecuación a los requisitos del análisis lógico correcto-, y condiciones sobre el contenido
descriptivo -cuya validez depende de la adecuación material de la estructura interna y la
interpretación. Una perspectiva kantiana sobre las condiciones pragmáticas que constituyen
la función semántico-cognoscitiva (descriptiva) del lenguaje requiere la identificación del
momento «más elevado» en la filosofía trascendental: el de la apercepción trascendental, en
el que la experiencia es al mismo tiempo conciencia de sí, haciendo posible de este modo
la reflexión sobre las condiciones que la han hecho posible. La deducción trascendental de
las formas de la experiencia sensible se ha visto desplazada, en el «giro lingüístico» de
Wittgenstein, al análisis lógico del lenguaje. Un nuevo «giro pragmático» habría de pre­
guntar por las condiciones de la experiencia lingüística que hacen posible el empleo con
sentido del lenguaje, y ello no sólo por referencia a su función descriptiva.
Desde este nuevo enfoque, que sin duda «traiciona» en su mera formulación los lími­
tes trazados por Wittgenstein, cobra un interés especial la sugerencia que Tugendhat hacía
al discutir el problema de las oraciones subordinadas, y que en cierto modo recoge Stenius
al distinguir el modo de la comunicación como una tercera dimensión del sentido. El aná­
lisis de Tugendhat llevaba a identificar, en el enunciado aseverado, una doble estructura: el
elemento del contenido proposicional, y el momento de la aseveración. Completando este
análisis con el de Stenius, podría considerarse que bajo el contenido proposicional se

141
encuentran subsumidos tanto la estructura interna como el contenido descriptivo. Lo esen­
cial reside en que ambos elementos sólo alcanzan validez -esto es, sólo es posible recorrer
el espacio de separación entre una representación y una figura verdadera- en el momento
de la aseveración; y «este momento de la aseveración puede entenderse como una preten­
sión de verdad»307. Una proposición alcanza validez en tanto que descripción cuando se
emplea de forma que con ella se eleve una pretensión de verdad; e, inversamente, se puede
asociar una pretensión de verdad con el empleo de una proposición sólo cuando lo que se
dice puede decirse ser verdadero o falso.
Esta formulación parece estar violentando una de las premisas teóricas del Tractatus-. la
imposibilidad de que el sentido de una proposición dependa de la verdad de otra proposi­
ción -el sentido de «p» dependería de «p es verdadera», y así sucesivamente. Así es, sin
duda, si la perspectiva que se adopta es estrictamente semantista. El análisis de Tugendhat
había puesto de manifiesto, sin embargo, que los dos enunciados anteriores expresan el
mismo contenido proposicional y que el segundo sólo hace explícito lo que ya forma parte
del sentido del primero. Si se acepta este análisis, entonces se abre la posibilidad -que el
autor del Tractatus negaba- de una elaboración discursiva de las condiciones del sentido, a par­
tir de las cuales éste se reconoce como válido. El problema se desplazaría ahora a este nuevo
nivel pragmático: consistiría en llevar a efecto el tipo de reflexión mn-trascendental sugeri­
do, e identificar las condiciones de posibilidad y de validez del uso con sentido del lengua­
je. Aquí el orden de los términos no es inocente; hacer descansar el sentido en el uso, y no
en la proposición, presupone que la adecuación de las relaciones descriptiva y designativa
de las expresiones lingüísticas con la realidad no está dada de antemano -pues se renuncia
a una concepción ontológica que la garantice- y que, en su lugar, habrá que contar con la
posibilidad de una elaboración discursiva de esta relación de interpretación semántica, en
principio revisable y susceptible de reformulaciones, que no desemboque en el contingen-
cialismo o el convencionalismo. El problema es cómo llevar esto a cabo.

2.2. Significado, experiencia y verdad

Al introducir la filosofía analítica se ha señalado cómo pueden distinguirse plantea­


mientos en ella según su toma de posición respecto al trascendentalismo crítico y, en par­
ticular, la existencia de verdades sintéticas a priori. Lo que caracteriza al empirismo moder­
no, así como a la filosofía post-analítica inmediatamente posterior, es su rechazo de toda
filosofía que pretenda llegar, por una vía apriórica, a afirmaciones acerca de la realidad o a
proposiciones normativas. El empirismo o el naturalismo modernos rechazan que sea posi­
ble, para una reflexión pura sin control empírico —sin base en la observación—, alcanzar con­
clusiones sobre la composición y las leyes del mundo real. Stegmüller, que puede conside­
rarse uno de los continuadores de este empirismo moderno, señala que esta crítica al
planteamiento de la filosofía teorética kantiana no ha partido de una parcialidad empirista
respecto al conocimiento científico, sino de la búsqueda de fundamentos en lógica y mate­
máticas y de la investigación lógica de la estructura del conocimiento científico308. En el ori­
gen de estas investigaciones se sitúa el proceso histórico que ha ido conduciendo a la esci­
sión del conocimiento válido de la realidad objetiva con respecto a la filosofía tradicional
-que, históricamente, ha contribuido a constituir sin duda ese conocimiento válido y está
en el origen de las ciencias particulares modernas. Los criterios que permiten justificar la
validez de las actuales formas de conocimiento residen, en el ámbito de las matemáticas, en
procedimientos de prueba controlables; y, en el de las ciencias empíricas, en el control de

142
las observaciones y experimentos. En ambos casos, como señala Stegmüller, sólo puede
hablarse de conocimiento válido allí «donde existen criterios de validez intersubjetivos y por
ello se puede exigir una fuerte obligatoriedad general para las afirmaciones fundadas»309.
La consecuencia de ello es que, de acuerdo con este análisis del conocimiento, los
únicos enunciados científicamente admisibles son aquellos que pueden fundamentarse
por procedimientos puramente lógicos y matemáticos, o bien aquellos que pueden verse
confirmados por métodos empíricos. Así, todos los enunciados de las ciencias suscepti­
bles de aceptación han de ser: o bien enunciados analíticos -enunciados de las matemá­
ticas o la lógica, relativos al propio sistema lingüístico empleado-, o enunciados sintéti­
cos -aquellos que poseen un contenido empírico, o cuya verdad necesariamente ha de
establecerse a partir de la experiencia. Se asume que únicamente son a priori los enun­
ciados analíticos; los enunciados sintéticos son todos a posteriori. El intento de Kant de
«salvar la metafísica» en el sentido restringido de hacer de ella una metafísica de la expe­
riencia, es decir, un sistema de los presupuestos de las ciencias empíricas, pierde plausi-
bilidad: al rechazar que pueda haber enunciados sintéticos verdaderos a priori, se está
rechazando la posibilidad de un conocimiento válido a priori que sea reflexivo en el sen­
tido de Kant, es decir, relativo a las condiciones de posibilidad del conocimiento empí­
rico mismo. Ello permite entender lo que no siempre parece quedar claro en las exposi­
ciones generales acerca de este empirismo moderno: el que la cuestión de la estructura y
los fundamentos del conocimiento se transforme en un análisis de los sistemas lingüísti­
cos en los que este conocimiento se expresa y se somete a revisión. Paradójicamente, esta
investigación adopta, como se intentará poner de manifiesto, la forma de una identifica­
ción de principios generales de carácter formal y regulativo, y de reglas constitutivas, que
han de presentarse como resultado de procesos de abstracción (Carnap) o de reconstruc­
ción lógica (Stegmüller) que, en sí mismos, carecen de validez epistémica de acuerdo con los
propios criterios resultantes de la investigación. Ello desemboca, en el caso del empirismo
lógico, en una forma de convencionalismo que, en la filosofía post-analítica, se transfor­
ma en un holismo del significado pragmático apoyado en presupuestos epistemológicos
naturalistas (Quine), o que ha de retrotraer la validez a una pre-comprensión de la
noción de verdad por parte de la comunidad lingüística (Davidson).
Lo decisivo para la filosofía del lenguaje es que con ello está llevándose a cumpli­
miento algo ya presente y antes señalado en la primera semántica filosófica. La existencia
de juicios sintéticos a priori sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento repre­
sentaba un presupuesto para la validez de los enunciados empíricos sobre el mundo obje­
tivo; este fundamento apriórico-sintético permitía explicar la manera en que el mundo
objetivo está constituido por elementos -forma de la sensibilidad y categorías del entendi­
miento— que proceden del propio aparato cognoscitivo y que al mismo tiempo son sus­
ceptibles de un conocimiento reflexivo. Pero, con ello, la realidad ya no era «indepen­
diente», ni la objetividad podía entenderse como exterior y ajena a la conciencia o a la
razón: la realidad y el mundo objetivo están constituidos por la estructura del conoci­
miento y los principios inmanentes ligados a ella. Al rechazar esta perspectiva trascenden-
talista, el empirismo moderno desplaza la pregunta -no por la génesis o la constitución
empírica del conocimiento, que considera objeto (como Kant) de las ciencias particulares,
sino- por las condiciones de posibilidad y validez del conocimiento: desde la estructura
formal de las capacidades psíquicas, a las estructuras lógico-lingüísticas que lo expresan y
permiten revisar su validez. Tan importante como enfatizar el carácter lógico y formal de
este estudio, que intenta identificar estructuras generales y necesarias y no describir pro­
cesos empíricos fácticos de génesis o evolución, es indicar lo que en el propio plantea­

143
miento permite adivinar una tensión difícil: el intento de identificar elementos necesarios
constituyentes del discurso y la práctica de la ciencia, y la imposibilidad de atribuir a esta
investigación un valor epistémico y, a sus enunciados, sentido según los criterios estableci­
dos.
La teoría semántica propuesta por el empirismo moderno no debe considerarse, en
principio, una concepción general del lenguaje o del significado -si por tal se entiende apli­
cable también al lenguaje natural y al conjunto de usos posibles de éste. El ámbito de apli­
cación de la teoría son sistemas lingüísticos artificiales o lenguajes formales310, construidos
con el fin específico de reflejar en su estructura los requisitos que previamente ha podido
establecer el análisis de la función semántico-cognoscitiva del lenguaje. A esta importante
restricción le subyace el presupuesto teórico que ya Frege, Russell o Wittgenstein habían
enunciado como una aspiración: proponer un sistema lingüístico formal, o un simbolismo
lógico, construido según reglas precisas que eviten las insuficiencias del lenguaje natural. El
desarrollo de la lógica moderna está vinculado a estos procedimientos de construcción y
ello explica que se la adoptase como el método fundamental del análisis semántico-formal
del lenguaje, siempre en su función epistémica. Pero el desarrollo de lenguajes formales va
unido también, indudablemente, al interés por analizar la estructura lógica del lenguaje
natural; lo primero tiene una doble función: 1. proporcionar instrumentos lógicos y lin­
güísticos que permitan analizar las teorías utilizando el lenguaje natural, con el fin de hacer
explícita la lógica subyacente bajo la gramática superficial; 2. construir sistemas lingüísticos
artificiales definidos por reglas semánticas precisas, que puedan sustituir al lenguaje natu­
ral allí donde es inadecuado para la función requerida.
Una tesis ligada inevitablemente a esta posición filosófica es la de que la «metafísica»,
entendida como una especulación con pretensión epistémica, no constituye una forma de
conocimiento válido; y que muchos enunciados filosóficos se deben de hecho al descono­
cimiento o falta de análisis de la estructura y el funcionamiento del lenguaje —p.e. falta de
atención a las diversas acepciones del verbo «ser», errores gramaticales respecto a la función
lógica de la negación, interpretación de los imperativos y los juicios de valor como si fue­
ran oraciones declarativas, etc. Esta tesis, unida a la restricción al uso epistémico del len­
guaje, justifica también la estricta división que se establece entre dos funciones del lengua­
je: la expresiva -propia del arte, la religión o la ética y la metafísica, por medio de la cual las
expresiones lingüísticas comunican sentimientos, vivencias subjetivas, actitudes ante la
vida, etc.—, y la función antes identificada, que Carnap llama representativa o cognoscitiva y
constituye el objeto de la investigación311. Esta importante restrición sufre una trasforma­
ción radical con Quine y, sobre todo, con Davidson; este último ha mostrado cómo es posi­
ble una teoría abarcadora y general de la comunicación y la interpretación lingüística que
esté basada en esta función representativa del lenguaje.
Los primeros defensores del empirismo moderno compartían, finalmente, una misma
exigencia respecto a la actividad filosófica: ésta había de caracterizarse por su estricto carác­
ter científico, por su rigor en la aplicación del método analítico, la claridad en la precisión
de los conceptos y la exactitud en la formulación de tesis, inferencias y conclusiones.
Stegmüller explica que esta pretensión de cientificidad debía venir garantizada porque sus
afirmaciones, a diferencia de otras corrientes «metafísicas» o «especulativas», tenían que ser
susceptibles de comprobación intersubjetiva'’'2. Al proporcionar criterios de corroboración
exactos para todas las afirmaciones filosóficas, se hacía posible una discusión general basa­
da en razones y la revisión y reelaboración discursiva de cualquier cuestión filosófica
-incluido lo que para estos autores fue una preocupación dominante: la investigación de
los fundamentos de las ciencias particulares.

144
2.2.1. La teoría semántica del Empirismo Lógico. Rudolf Carnap (1891-1970)

La designación de positivismo lógico surgió a comienzos de los años treinta para designar
a la filosofía científica que se estaba desarrollando alrededor del Círculo de Viena313. Este
movimiento se caracterizó por las dos tesis que ya se han indicado. En primer lugar, se asu­
mió que los enunciados verdaderos tanto de la lógica como de las matemáticas tienen vali­
dez a priori, es decir, con independencia de la experiencia, pero son por ello analíticos; por
otra parte, los enunciados que expresan un conocimiento verdadero o válido de la realidad
son sintéticos, pues sólo se establecen con base en la experiencia, pero son por ello a poste-
riori. Consiguientemente, sólo hay dos modos de conocimiento: el empírico y el analítico.
Como segunda tesis fundamental se asumió que el método de la filosofía había de consistir
en el análisis lógico de los conceptos y enunciados de las ciencias: «[e]l propio análisis se
extiende, de ese modo, al medio de expresión del conocimiento, el lenguaje»314. En el marco
más amplio de la filosofía analítica, el positivismo lógico no constituyó sino una versión tem­
prana y radical de lo que después se llamó empirismo lógico. Este segundo momento en el
desarrollo del empirismo moderno se caracterizó por posiciones comparativamente más libe­
rales: 1. abandonó el fenomenalismo inicial en favor de una forma de realismo, el fisicalis­
mo-, y, posteriormente, 2. abandonó también el primer fisicalismo y reconoció en el ámbito
de lo psíquico una clase autónoma de fenómenos, dados junto a y con independencia de los
fenómenos físicos315. El término fisicalismo fue introducido inicialmente por Neurath para
designar un lenguaje unificado para la ciencia, pues consideraba que el lenguaje de las cien­
cias físicas podía cumplir esa función. Kraft316 explica el motivo de esto: los miembros del
Círculo opinaban que las declaraciones sobre vivencias psíquicas no son intersubjetivas, sino
únicamente privadas, y que por tanto tampoco son susceptibles de comprobación o confir­
mación generales; adoptando una actitud científica, sólo cabía aceptar declaraciones relati­
vas a síntomas y movimientos corporales observables. De este modo se creía hacer posible la
formulación de todos los enunciados de las ciencias particulares -con la excepción de la lógi­
ca y las matemáticas- en un lenguaje unificado, ya que sus objetos eran del mismo tipo.
Posteriormente, sin embargo, Carnap remplazó el lenguaje de la física por un fragmento del
lenguaje natural al que llamó el lenguaje de las cosas o lenguaje objetual (Dingsprache), o tam­
bién lenguaje fisicalista, y que no era sino una forma de realismo o materialismo317. Mostró
que era posible retrotraer todas las expresiones de las ciencias particulares a este lenguaje, si
bien no podían definirse a partir de él: pues las declaraciones relativas a predicados objetua-
les observables no eran equivalentes a declaraciones de ciencias como la psicología. Esto se
puso particularmente de manifiesto al analizar los predicados disposicionales -aquellos que
introducen propiedades que sólo se manifiestan en determinadas condiciones antecedentes
o en el curso de una experiencia, como «soluble» o «combustible»- y condujo finalmente al
abandono del materialismo original. Carnap ha explicado después que las vivencias psíqui­
cas no pueden identificarse con sus síntomas observables318; de ello se sigue necesariamente
que no es posible retrotraer el significado de los términos psicológicos ni el sentido de los
enunciados correspondientes a definiciones y relaciones de inferencia, respectivamente, que
estén basadas en el lenguaje de las ciencias físicas.

i. Tres tesis fundamentales

No obstante la evolución anterior, en un artículo temprano de Carnap pueden identi­


ficarse tres tesis que aquí se van a adoptar como definitorias de su posición filosófica en

145
general y su teoría semántica en particular. En «La vieja y la nueva lógica»319 presenta la filo­
sofía como un método científico cuyo objeto es el análisis lógico de los enunciados y con­
ceptos de las ciencias empíricas. Hace notar que, con ello, la filosofía ha de dejar de consi­
derarse una forma de conocimiento que sería paralelo al de la propia ciencia. El análisis
lógico que se propone como actividad, y que está encaminado a la aclaración de los con­
ceptos y enunciados científicos, consiste en una triple tarea: i. descomponer los enunciados
en sus partes componentes (los conceptos), ii. abducir o retrotraer (zurückfuhren) paso a
paso los conceptos a conceptos más fundamentales, y iii. abducir o retrotraer paso a paso
los enunciados a enunciados más fundamentales. Con ello se hace evidente que la lógica,
entendida en un sentido amplio como la conjunción de la lógica matemática pura y la lógi­
ca aplicada o teoría del conocimiento, es el método de la filosofía320. Esta concepción de la
filosofía, que no es ya teoría o sistema de proposiciones filosóficas autónomas respecto a la
ciencia, puede identificarse como la primera tesis fundamental en la propuesta de Carnap:
la filosofía es una actividad encaminada a la aclaración de los conceptos y enunciados de la
ciencia mediante el análisis lógico del lenguaje, y su herramienta es la moderna lógica de
relaciones [ti].
La segunda tesis concierne al estatuto de los conceptos y enunciados que en [ti] se
señalan como «más fundamentales». Carnap define la posición empirista como «la concep­
ción de que no existen enunciados sintéticos a priori»321 —excluidas también las proposicio­
nes de la matemática, que son consideradas analíticas. El análisis de los conceptos científi­
cos le condujo, en un primer momento, a la conclusión de que todos ellos -ya fueran del
ámbito de las ciencias naturales, de la psicología o de las ciencias sociales- podían retrotra­
erse o definirse a partir de una base común: «pueden reconducirse a conceptos-raíz que se
refieren a lo ‘dado’, a contenidos inmediatos de vivencias»322. Esta identificación de lo
«dado» con vivencias elementales se corresponde con el primer fenomenalismo de Carnap,
que originalmente creyó posible expresar todos los conceptos de la psicología, de las cien­
cias naturales y las ciencias sociales en términos de los primeros, a los que llamó conceptos
del psiquismo propio. Ello suponía considerar que todos los conceptos y procesos físicos
podían establecerse, en principio, a partir de percepciones; que los conceptos del psiquis­
mo ajeno podían constituirse sobre la base de los propios, y que, finalmente, los conceptos
sociológicos podían retrotraerse a éstos. A este árbol de conceptos-raíz lo denominó sistema
de constitución, y ya en La construcción lógica del mundo (1928) había emprendido la tarea
de llevar a cabo esta construcción sistemática.
Se ha adelantado que el trabajo reconstructivo de Carnap mostró la imposibilidad de
llevarla a cabo; él mismo lo recoge así en las «Observaciones del autor» añadidas en
(1957)323, al señalar que la reconducción de todos los conceptos científicos a una base
común -sea ésta la de lo «dado», e.d. la de los datos sensoriales o las vivencias elementales,
o la base de las propiedades de los objetos físicos- no podía llevarse a efecto en forma de
definiciones explícitas. Por ello, los enunciados científicos tampoco podían en general tra­
ducirse a enunciados de una de las dos bases indicadas, pues las relaciones entre un lenguaje
y otro -el lenguaje del psiquismo propio, y el lenguaje de objetos físicos- eran más com­
plejas. De ello se seguía que un enunciado científico no puede considerarse, en el caso gene­
ral, verdadero o falso de manera definitiva y absoluta: «sólo puede comprobarse más o
menos sobre la base de observaciones dadas». Con ello, lo que en un comienzo se había for­
mulado como un principio verificacionista hubo de debilitarse, y sustituirse la exigencia de
verificación por la de (posible) comprobación. Pero sí permaneció lo que puede señalarse
como segunda tesis fundamental, y que se conoce como criterio empirista del significado: el
requisito de que, para poder considerar que un enunciado tiene sentido, éste haya de poder

146
retrotraerse a una base observacional cuyos enunciados sean, todos ellos, susceptibles de
confirmación o refutación [t2]324. Reconstruido en sentido inverso, se puede definir el con­
tenido empírico de un enunciado con sentido como el conjunto de sus consecuencias lógi­
cas que son enunciados observacionales, es decir, que poseen sentido de acuerdo con el cri­
terio empirista325.
Finalmente, la tercera tesis fundamental se puede encontrar implícita en la declaración
anterior de Carnap relativa a la indiferencia de adoptar una u otra base. Llama «positivis­
mo metódico» a la teoría constitucional que retrotrae todos los conceptos y enunciados cien­
tíficos a la base del psiquismo propio; «materialismo metódico» sería una segunda teoría
constitucional que retrotrayese todos los conceptos y enunciados científicos a la base de los
objetos físicos, es decir, de los conceptos referidos a procesos espacio-temporales. Ninguna
de las dos teorías tiene un carácter metafísico, sino estrictamente metodológico; corres­
ponden a perspectivas distintas y ambas son por consiguiente conciliables, mientras haya
garantía de poder traducir entre sí ambos lenguajes. A la posibilidad de elegir una u otra
base lingüística para expresar el conocimiento -lo que equivale a basar el criterio de validez
epistémica bien en lo dado como contenidos del psiquismo propio, bien en los objetos y
procesos físicos susceptibles de comprobación intersubjetiva-, se le ha dado el nombre de
principio de tolerancia [t3]326. La posible intertraducibilidad entre los distintos lenguajes per­
manece, sin embargo, como una «idea regulativa» y ello hace que [t3] descanse finalmente
en una forma de convencionalismo o decísionismo327.
Desde un punto de vista filosófico-lingüístico, este conjunto de tesis permitieron una
teoría del significado dentro de un marco conceptual que Carnap desarrolló sistemática­
mente: una secuencia de palabras sólo poseía sentido cuando se podían reconstruir sus rela­
ciones de derivación a partir de un conjunto de enunciados simples básicos u observacio­
nales {enunciadosprotocolares), y una expresión particular sólo poseía significado cuando los
enunciados en los que puede aparecer son susceptibles de retrotraerse a dichos enunciados
protocolares328. A su vez, la noción de enunciado observacional o protocolar es acorde con la
formulación final de [t2] y con [t3]. Siguiendo aquí de nuevo a Kraft329, un enunciado
observacional es una declaración sobre una observación o percepción realizadas. En un pri­
mer momento se caracterizó como una constatación, como una declaración acerca de una
vivencia elemental presente -«aquí y ahora esto y esto», p.e. «dos manchas negras»-; una
declaración así sólo podía ser verdadera o conscientemente falsa, en el sentido de no logra­
da. Pero, cuando una declaración semejante se repetía, las palabras «aquí» y «ahora» pasa­
ban a tener distinto significado; ello llevó a Neurath y Carnap a introducir el término enun­
ciado protocolar, definido como aquella declaración que proporciona información histórica
objetiva relativa a una percepción objetual y que, en un primer momento, se consideró por
ello en principio verificable. Con la revisión posterior del criterio empirista del significado,
los enunciados protocolares se definieron como declaraciones sobre la percepción de obje­
tos físicos en un punto temporal definido por parte de una persona determinada y tales
que, frente a las constataciones, son intersubjetivas, pero no indubitablemente verdaderas
sino corregibles. Finalmente, los enunciados protocolares se distinguen de los enunciados teó­
ricos porque, mientras con los primeros se describen objetos o procesos mediante propie­
dades y relaciones observables -«blanco» o «mayor que»-, los segundos contienen términos
que no refieren a atributos directamente observables -«electrón», «campo magnético»-; en
general se mostró que no era posible definir los términos teóricos con la ayuda del lengua­
je observacional y se consideró que, desde un punto de vista sintáctico, una teoría cons­
truida a partir de postulados y reglas de inferencia, todavía por tanto un cálculo sin inter­
pretar, contenía los términos teóricos como meros signos; éstos podían recibir de modo

147
indirecto un significado empírico si se introducían reglas de correlación que los conectaran
con observaciones y podían verse, así, como hipótesis empíricas dependientes del conjun­
to del lenguaje —según que los enunciados teóricos que los contuvieran fuesen consistentes
con los del lenguaje protocolar. Análogamente, la contradicción entre dos enunciados pro­
tocolares obligaba a una revisión y a la decisión de conservar aquél de los enunciados que
permitiera un sistema consistente. Esto pone de manifiesto la teoría coherentista de la ver­
dad implícita en el planteamiento y ligada al criterio empirista del significado.
Permanece sin embargo sin aclarar suficientemente cuál es el estatuto del lenguaje
adoptado como observacional, incluso sobre el trasfondo del principio de tolerancia.
Carnap consideró que el lenguaje observacional, o lenguaje protocolar, era un fragmento
del lenguaje ideal de la ciencia -de una ciencia unificada—, que permitiría formular en forma
de enunciados protocolares todas las declaraciones elementales de las teorías científicas330.
Esta formulación tiene un componente convencional, pues incluye decisiones -como la de
adoptar una hipótesis general como «ley» científica, o la general de optar por un lenguaje
particular-; pero también un componente objetivo, que consiste en la remisión a las obser­
vaciones realizadas que permiten la corroboración de los correspondientes enunciados pro­
tocolares. Su estatuto de lenguaje ideal puede entenderse como un reconocimiento, por
parte de Carnap, de que el componente objetivo no puede remitir a una noción de «mundo
real objetivo» que pueda considerarse accesible con independencia del lenguaje, pero que,
al mismo tiempo, ese supuesto de que existe una realidad objetiva tiene un valor regulativo
para los discursos fácticos de la ciencia. Ello, sin embargo, confiere a ese lenguaje ideal un
estatuto normativo que es difícilmente conciliable con la afirmación de nuestra libertad al
elegirlo o emplearlo. Esta tensión parecería poder resolverse mediante la hipótesis regulati­
va de la inter-traducibilidad final de todos los lenguajes de las ciencias o su integración a
largo plazo (Peirce) en una gran teoría unificada o un sistema conceptual abarcador consis­
tente: pero esto es difícilmente integrable en el marco de presupuestos empiristas que
Carnap ha ido asumiendo. A ello se vuelve en el último apartado.

ii. El sistema de constitución para los conceptos empíricos: La construcción lógica del
mundo

Se ha indicado ya la significación de este primer proyecto de Carnap en el contexto del


programa empirista moderno. La breve exposición que sigue tiene el objeto de poner de
manifiesto la dificultad de fundamentar o reconstruir una noción de contenido de significa­
do intersubjetivo —aunque no son éstos los términos de Carnap— a partir de un enfoque
solipsista331. Las tres tesis fundamentales anteriores arrojan una imagen de las teorías cien­
tíficas en las que éstas vienen constituidas por conceptos y enunciados sistemáticamente
conectados entre sí, de manera tal que un sistema formal axiomático reflejaría adecuada­
mente esta estructura. La fundamentación de la teoría quedaría garantizada por una retro-
ducción general de sus conceptos y enunciados a los elementos básicos de un fragmento
observacional del lenguaje: los enunciados protocolares y sus correspondientes conceptos
observacionales, en los que descansa la significatividad empírica de toda la construcción teó­
rica.
En La construcción lógica del mundo (Aufbau) Carnap se propuso llevar a cabo esta cons­
trucción de todos los conceptos empíricos a partir de un cálculo deductivo interpretado al
que dio el nombre de sistema constitucional, cuya base empírica la constituirían elementos
fenoménicos de experiencia conectados entre sí por unas pocas relaciones primitivas. Se tra­

148
taba de sustituir todas las entidades inferidas o supuestas -objetos o sus propiedades y rela­
ciones—, representadas por conceptos empíricos de las ciencias, mediante construcciones
lógicas (definiciones constitucionales) efectuadas a partir de esos elementos primitivos, y que
tendrían la forma de reglas de traducción. Carnap parte de un «solipsismo metodológico»
que le lleva a elegir, como base para la interpretación, la del psiquismo propio. Esta elec­
ción comprendía la fijación precisa de los elementos y relaciones fundamentales del siste­
ma: respectivamente, vivencias elementales (totalidades inanalizadas de lo experimentado o
vivido en un breve lapso de tiempo, siguiendo la teoría de la escuela psicológica de la
Gestalt) y el recuerdo-desemejanza entre vivencias elementales que ocupan distinta posición
en la corriente de vivencias. De este modo se hacía posible construir clases de semejanza
entre las vivencias elementales que cumplían la función de sustituir a las cualidades, en sí
mismas inseparables de las vivencias. Carnap dio a este procedimiento sintético el nombre
de cuasi-análisis (Quasianalyse)^2. El método del cuasi-análisis no procede de lo particular
y concreto —como las sensaciones— a lo general, sino inversamente de lo general a lo más
específico. Las vivencias son lo último que se constituye: una sensación se define como un
par ordenado que consta de una vivencia elemental y una clase cualitativa.
Carnap pretendía que, a partir de esta constitución de los objetos del psiquismo pro­
pio, era posible constituir los niveles conceptuales superiores: el mundo perceptivo de obje­
tos físicos, el mundo de lo psíquico, el mundo de las otras psiques y, finalmente, el mundo
de los objetos sociales o culturales; el último nivel sería el de la realidad empírica. Dos fue­
ron las principales objeciones que tuvo que dirigir posteriormente contra su propio sistema
de constitución. En primer lugar, se puso de manifiesto la imposibilidad de abducir o retro­
traer todos los conceptos empíricos más complejos a otros más básicos mediante definicio­
nes. A los conceptos indefinibles pertenecían todos los conceptos disposicionales («combusti­
ble», «soluble») y los conceptos teóricos abstractos de las ciencias empíricas («electrón»,
«potencial gravitatorio»), que es preciso introducir como «hipótesis» más o menos confir­
madas. En segundo lugar, Carnap consideró que era preciso abandonar la base del psiquis­
mo propio en favor de una base fisicalista; pues únicamente la última ofrece una garantía
segura de constituir un lenguaje apropiado para el intercambio comunicativo científico con
validez intersubjetiva333.
Desde la perspectiva metodológica solipsista del Aufbau, el ámbito de la intersubjetivi­
dad sólo se constituye en el tercer nivel, que da paso al psiquismo de los otros y -lo que es
más importante para la presente exposición- al lenguaje. Aquí se encuentra una primera
definición precisa de esta noción, que sólo con el empirismo lógico alcanzó el significado
que actualmente posee en teoría de la ciencia. El paso desde el mundo perceptivo al de los
objetos físicos lo da Carnap mediante la construcción de lo que denomina una correspon­
dencia físico-cualitativa entre ambos; ésta permite definir la relación de expresión, por la cual
a una clase de procesos psíquicos propios se le hace corresponder una clase de sucesos físi­
cos -que aparecen simultáneamente a procesos psíquicos correspondientes y consisten en
determinados sonidos y movimientos corporales. Para la constitución del nivel del psiquis­
mo ajeno se utiliza esta relación de expresión, aplicada a los otros (a sus cuerpos), más las
señales de estos cuerpos. Se introduce además la relación de señalización (por la que se dice
que un objeto es signo de otro), que incluye la relación de designación o denotación
(Zeichengebung) para nombres y la relación de declaración (Angabebeziehung) para enuncia­
dos. Sólo mediante las relaciones de expresión, declaración y designación es posible consti­
tuir el psiquismo ajeno. Procediendo por analogía, se postula como «soporte» de las rela­
ciones de designación y declaración en los otros una nueva relación, la de expresión en el
otro-, el dominio de aplicación de esta relación es lo que se denomina la mente del otro y,

149
mediante una transferencia analógica de la relación básica de recuerdo entre vivencias elemen­
tales a la otra mente queda constituido el mundo del otro y, finalmente, el sistema constitu­
cional del otro. Carnap enfatiza que, al proceder así, no se abandona la base de la psique
propia: el sistema constitucional ajeno aparece como un ramal del propio. A pesar de que
entre ambos se dan asimetrías, existe una coincidencia espacio-temporal y cualitativa entre
las relaciones que establecen los objetos físicos y existe, asimismo, una aplicación entre el
mundo físico propio y el ajeno, tal que entre los puntos-universo (equivalentes de los pun­
tos tridimensionales en un espacio de Minkowski) del primero existen las mismas relacio­
nes formales que entre los del segundo. A esta aplicación Carnap le da el nombre de corres­
pondencia Íntersubjetiva-, puesto que se puede constituir una correspondencia de este tipo
entre cualesquiera mundos físicos de distintos sujetos, se designa correspondencia intersub­
jetiva general a la existente entre el sistema constitucional propio y todos los subsistemas
ajenos que se han constituido como ramales suyos. Esta es una relación de equivalencia; a
las clases de equivalencia que resultan de ella Carnap las denomina objetos intersubjetivos, y
a sus correspondientes propiedades, intersubjetivas; el conjunto de estos objetos con sus
propiedades y relaciones constituyen el mundo intersubjetivo. Las declaraciones relativas a
este mundo son enunciados intersubjetivos™.
Es notable la similitud de esta reconstrucción de Carnap con la que lleva a cabo Husserl
en la quinta de sus Meditaciones Cartesianas. Puesto que en la exposición correspondiente
se lleva a cabo una crítica detallada de la misma posición solipsista ésta no se reiterará aquí
-máxime cuando, en el caso de Carnap, fue él mismo quien mostró la insuficiencia de su
reconstrucción y la imposibilidad de «salvar» el salto conceptual existente entre la subjeti­
vidad propia y las ajenas en el ámbito del lenguaje. Hay, sin embargo, una diferencia impor­
tante, que es precisamente la que permitió a Carnap revisar críticamente su sistema de cons­
titución. La reconstrucción de Husserl se puede mostrar insuficiente cuando éste, sobre la
base de una transferencia por analogía a las otras corporalidades vividas de las propias viven­
cias, pretende haber obtenido la identidad intersubjetiva de los contenidos de conciencia o
contenidos intencionales y, con ello, de los significados; pero, como ha puesto explícita­
mente de manifiesto Quine, ningún razonamiento por analogía puede garantizar esta iden­
tidad. La construcción lógica de Carnap, que se lleva sistemáticamente a cabo, se detiene
antes: en el paso desde el nivel de constitución de los conceptos del propio psiquismo -los
contenidos de conciencia que constituyen los significados de los términos correspondien­
tes- al nivel de constitución de los conceptos objetivos del mundo físico, que Husserl pare­
ce reducir a contenidos intencionales en el mismo sentido de los del primer nivel carna-
piano. Estos conceptos de segundo nivel son necesariamente ya intersubjetivos, por su
objetividad y porque sólo sobre esta base de segundo nivel se hace posible la comunicación
científica susceptible de validez epistémica -de comprobación y refutación pública. La
reconstrucción de Carnap muestra que la intersubjetividad del discurso científico -enten­
dida ahora en un sentido restringido, como comunicación lingüística basada en significa­
dos idénticos- presupone un mundo objetivo de cosas y hechos, que los sujetos epistémi-
cos han de poder tener a disposición como ámbito de referencia de sus designaciones y
declaraciones y que han de poder suponer el mismo para todos. Esta afirmación, por banal
que pueda parecer, enuncia precisamente la condición crucial que una perspectiva solipsis­
ta no puede garantizar; ello, no sólo porque los intentos de reconstrucción llevados a cabo
muestran lo implausible de la pretensión de constituir el mundo objetivo común desde el
ámbito del propio psiquismo, o de la conciencia: como Carnap mostró, los conceptos
empíricos del mundo físico no pueden constituirse a partir de los conceptos psíquicos indi­
viduales; el mundo objetivo no puede constituirse desde el mundo de la subjetividad. En

150
consonancia con la perspectiva intencionalista o mentalista, del significado que aquí Carnap
y Husserl parecen compartir, no queda garantizada tampoco la identidad intersubjetiva del
significado -e.d. de los conceptos empíricos, puente necesario entre las referencias reales y
el lenguaje.
La adopción de un lenguaje fisicalista como base de la construcción de las teorías cien­
tíficas llevó a la introducción de un nuevo uso del término intersubjetivo-, pasaron a ser
enunciados intersubjetivos aquellos cuya validez puede ser juzgada, en principio, por cual­
quier sujeto epistémico en general335. Por otra parte, y como quedó establecido al enunciar
sus tres tesis fundamentales, ya al presentar su sistema de constitución Carnap había enfa­
tizado que el optar por una base u otra era una elección abierta: en lugar de la base del psi-
quismo propio podría haberse elegido una base fisicalista, en la cual todos los objetos psí­
quicos se retrotrayesen a los físicos. Adoptar uno de los sistemas no excluía al otro:
«solipsismo» (o fenomenalismo) y «materialismo» (o fisicalismo) no representaban sino dis­
tintos tipos de sistemas de constitución que, tan pronto como se hubieran dejado de lado
tesis metafísicas acerca de la esencia de los objetos -«todos los objetos son, según su esencia,
psíquicos», «todos los objetos son, según su esencia, físicos»-, dejarían de mantener una opo­
sición. El concepto de «esencia» no era sino un pseudoconcepto. Esta perspectiva de Carnap
pudo formularse en términos de lo que se llamó el principio de tolerancia y posteriormente
adoptó la forma de un principio de convencionalidad de las formas lingüísticas-, postula una
misma legitimidad para todos los lenguajes de base empírica -como tesis opuesta al len­
guaje único del Tractatus.
Esto entraña una diferencia más en la relación de posibles puntos de comparación entre
Carnap y Husserl. Mientras el método de Husserl se basa en una serie de «epojés» que
hacen finalmente entrar en juego una estructura trascendental como soporte de los conte­
nidos de conciencia, la perspectiva de Carnap se mantiene fiel a la tesis del empirismo. Pero
ya se ha señalado la dificultad de conciliar el convencionalismo final con el carácter regu­
lativo del «lenguaje ideal de la ciencia», cuya estructura sólo puede tener un carácter nece­
sario y universal. Es importante tener en cuenta aquí la explicación que tanto Moulines
como Stegmüller dan de la única perspectiva necesaria desde la que cabe reconocer validez
al solipsismo metodológico de Carnap. Esto se deja para el último apartado.

iii. Sintaxis lógica del lenguaje y el principio de convencionalidad


de las formas lingüísticas

Se han enunciado ya los presupuestos teóricos y las tesis fundamentales del plantea­
miento de Carnap y los empiristas lógicos, así como la evolución del criterio empirista del
significado. El primer criterio verificacionista336 resultó demasiado restrictivo —no podía dar
cuenta, entre otras cosas, de las leyes y principios generales de las ciencias- y críticas inter­
nas de Popper, Carnap, Hempel y otros337 obligaron a sucesivas reformulaciones. La versión
final del criterio empirista del significado, formulado en términos de un mayor o menor
grado de corroboración o refutación, continuaba vinculando internamente el criterio de
significado con el criterio de validez epistémica: es decir, con la exigencia de comprobabi­
lidad intersubjetiva para los enunciados y teorías. Una indicación de Carnap en el curso de
la revisión crítica de este principio tiene particular interés aquí. Observa que, a fin de dar
cuenta del proceder de la comprobación científica de los enunciados, es preciso que el
nuevo criterio empirista de significado deje de formularse como una pregunta por el crite­
rio de verdad y se enuncie en términos del criterio de comprobación. Ello supone, según

151
explica Carnap, distinguir entre una definición de la noción de verdad y la pregunta por el
o los criterios de comprobación; este criterio puede darse mediante una reconstrucción de
las reglas que permiten llevar a cabo la comprobación y que, a su vez, están internamente
conectadas con la definición de la noción de verdad338.
La distinción entre definición o fijación de la noción de verdad y establecimiento o
reconstrucción de los criterios de comprobación permite dar cuenta del modo en que pue­
den introducirse nuevos términos conceptuales en un sistema lingüístico o teoría.
Inicialmente, junto a los términos observacionales -que nombran aquellas propiedades y
relaciones con respecto a las cuales un sujeto epistémico puede decidir, en condiciones ade­
cuadas, si son satisfechas por objetos dados-, se introducen nuevos términos predicativos
dando métodos de prueba realizables en situaciones experimentales especificadas; finalmen­
te, tanto los términos predicativos que designan atributos observables como los que se han
introducido mediante la especificación de su método de prueba son términos susceptibles de
(de)mostración. Pero una comprobación completa no puede exigirse en un lenguaje que
incluya enunciados generales o existenciales, y ello llevó a buscar un nuevo criterio, más
laxo. La versión definitiva del principio empirista del significado se formula en torno a la
noción de confirmabilidad (Bestatigungsfahigkeit). El principio fundamental del empirismo,
en esta revisión final, se enuncia diciendo que todos los enunciados sintéticos han de ser sus­
ceptibles de confirmación. El correlativo criterio empirista del significado se introduce por
referencia a un lenguaje que satisfaga el requisito anterior. En primer lugar, se enuncian las
reglas sintácticas de tal modo que permitan decidir sin ambigüedad si una secuencia de sig­
nos dada es un enunciado; puesto que estas reglas pueden fijarse de modos distintos, este
primer paso comprende ya un elemento decisionista. A continuación se incorpora el prin­
cipio empirista —en la formulación anterior, u otra posible: ello representa un segundo ele­
mento decisionista. El resultado es lo que se llamó un lenguaje empirista-. ha de satisfacer el
requisito de que los predicados fundamentales no definidos puedan retrotraerse a lo obser­
vable; la base puede ser fenomenalista, fisicalista o una combinación de ambas. Finalmente,
para la formación de enunciados complejos se incorpora el lenguaje simbólico de la lógica
de predicados -conectivas veritativo-funcionales, cuantores. El criterio empirista del signifi­
cado para las teorías científicas y, en general, para la función semántico-cognoscitiva del len­
guaje, se enuncia como sigue: para que un enunciado sintético tenga significado empírico es
condición necesaria y suficiente que sea parte de un lenguaje empirista, es decir, de un lenguaje
construido según reglas sintácticas precisas y cuyos enunciados sean susceptibles de confirma­
ción^. Es importante tener en cuenta que los términos teóricos no pueden definirse analí­
ticamente en función de los términos de contenido observacional; su incorporación, en
enunciados con el estatuto de hipótesis, supone un cuarto elemento decisionista.
Al describir la construcción de un lenguaje o sistema lingüístico en general340, Carnap
precisa los elementos que intervienen. Define la sintaxis lógica de un lenguaje dado como
la teoría formal de dicho lenguaje; entiende por «formal» toda consideración relativa a las
expresiones lingüísticas que no haga referencia al sentido o significado, sino únicamente a
los tipos de expresiones y sus modos de articulación; y por lenguaje todo sistema de reglas
que permita expresar el conocimiento científico de la realidad. Este sistema de reglas cons­
ta de: 1. reglas de formación de expresiones -que no coinciden con las reglas de la gramá­
tica ordinaria—, y 2. reglas de transformación o reglas lógicas de inferencia, a partir de las
cuales se introduce la noción de deducibilidad^. La verdad o falsedad de los enunciados no
se puede decidir exclusivamente por aplicación de las reglas sintácticas, pues habrá enun­
ciados que serán verdaderos dependiendo de la experiencia, o de cómo es el mundo; en el pri­
mer caso —e.d., cuando la verdad se decida exclusivamente por aplicación de las reglas sin­

152
tácticas de formación y transformación— se hablará de enunciados válidos, y en otro caso
serán no-válidos. Junto a las reglas lógicas, un sistema lingüístico puede contenider reglas
extra-lógicas; éstas representan la contrapartida sintáctica de leyes o principios científicos
que se introducen como elementos primitivos del sistema. Se denomina reglas-L a las reglas
de transformación puramente lógico-matemáticas, y reglas-Pz las que formalizan principios
empíricos asumidos. Un enunciado verdadero únicamente en función de reglas-L es un
enunciado analítico o válido-L, y en otro caso será sintético. Los términos enunciado (orig.
statemenf) y consecuencia (sintáctica) son términos primitivos de la sintaxis lógica, y la
noción de contenido de un enunciado se precisa como la clase de las consecuencias sintác­
ticas no-válidas de dicho enunciado; el contenido representa el sentido del enunciado, siem­
pre que con ello se esté designando una noción estrictamente lógico-formal.
No es enteramente correcto decir que el punto de vista de Carnap es puramente sin-
tactista. Sí es cierto que, al precisar las reglas para la construcción del lenguaje empirista, lo
que se construye es el cálculo o contrapartida sintáctica del sistema lingüístico considera­
do. Pero en esa construcción hay un segundo paso que consiste en la asunción del princi­
pio fundamental del empirismo en alguna de sus versiones; este segundo paso de la construc­
ción es el que garantiza la función semántica del lenguaje. La asunción implícita de esta
segunda dimensión, la semántica -pues junto a la estructura sintáctica está presente el prin­
cipio que permite asignar contenido empírico a los enunciados lógicamente simples del sis­
tema, aunque esto se haga «desde fuera»-, es lo que permite a Carnap introducir la distin­
ción entre un modo formal y un modo material de habla y la tripartición consiguiente de
tipos de enunciados: éstos pueden ser de objeto -los que se expresan en el modo material
de habla, como en el caso de los enunciados de las ciencias en general-, estrictamente for­
males o sintácticos —los del análisis lógico del lenguaje-, o de pseudo-o\)]eto —enunciados
sintácticos con la apariencia de ser de objeto, como algunos enunciados filosóficos-342. No
obstante, el hecho de que toda la fuerza semántica del lenguaje descanse en la elección del
fragmento protocolar o básico y en la asunción del principio empirista como requisito que
éste satisface, hace que la fundamentación última de la validez del lenguaje construido
dependa de una elección o de la fijación de una convención. Habría por ello dos cuestio­
nes que merece la pena comentar. En primer lugar, la inclusión en la construcción del len­
guaje empirista de varios elementos sujetos a decisión o dependientes del establecimiento
de una convención parece exigir precisar en qué consiste esta convencionalidad de los siste­
mas lingüísticos —lo que está ligado a la relación entre el primer positivismo lógico y el
Wittgenstein del Tractatus. En segundo lugar, este principio convencionalista coexiste con
el presupuesto de la intertraducibilidad de los distintos lenguajes empiristas y el manteni­
miento del ideal de un lenguaje unificado de la ciencia.
Con respecto a la primera cuestión, puede afirmarse que los aspectos en los que más
influyó el Tractatus sobre los filósofos del Círculo de Viena fueron los relativos a su con­
cepción de la lógica. Esta tesis, que ha defendido G.P. Baker con buenos argumentos343,
encuentra confirmación indirecta en la discusión sobre una supuesta teoría verificacionista
del significado que el primer positivismo lógico habría tomado de Wittgenstein, y la con­
clusión de que no hay tal teoría en Wittgenstein344. Aunque en las notas transcritas por
Waismann hay menciones de Wittgenstein al hecho de que el sentido de un enunciado es
su método de verificación345, el propio Carnap hizo después una crítica de la teoría de la
verdad como correspondencia que, de acuerdo con su interpretación, constituía una tesis
central de la teoría semántica del Tractatus. Este cambio de punto de vista fue resultado de
la revisión del criterio empirista del significado y su formulación en términos de confirma-
bilidad, así como de la sustitución de la definición de verdad por una reconstrucción de los

153
criterios de prueba o corroboración346. Sin embargo, el tratamiento que hizo Wittgenstein
de las proposiciones matemáticas y lógicas como convenciones simbólicas se encuentra des­
pués recogido entre las tesis centrales del empirismo lógico. Kraft hace de este tratamiento
la solución que permite conciliar el estatuto apriórico de las verdades de la lógica y las mate­
máticas con el principio fundamental del empirismo347.
La idea central de este convencionalismo es, por tanto, que las proposiciones de la
lógica y la matemática no pueden tomarse como expresión de un conocimiento de la rea­
lidad, sino sólo como modos de transformación dentro del simbolismo; su validez aprió-
rica descansa en que se adoptan como modo de dar expresión a regularidades y formas de
la representación lingüística y su lógica subyacente, sin que quepa atribuirles con sentido
algún estatuto ontológico -como «leyes del ser»- o epistemológico -como «leyes del pen­
samiento puro». En particular, la argumentación lógica y matemática no puede generar
nuevas verdades sintéticas a priori. De hecho, Carnap sitúa en consonancia con la meta-
matemática formalista de Hilbert su concepción de la sintaxis lógica de los sistemas lin­
güísticos348. Esta concepción convencionalista —en el sentido anterior— une a su tesis
central tres ideas importantes: i. se supone que estas convenciones lógicas básicas para el
simbolismo son «transparentes» y que no hay, por tanto, misterio en el acceso a su cono­
cimiento349; ii. las convenciones son arbitrarias pero no inmotivadas; iii. se supone que hay
una diferencia fundamental entre las definiciones analíticas (verbales) y las explicaciones
ostensivas (concretas) de los significados de expresiones: las primeras son reglas de susti­
tución entre expresiones, mientras que las segundas se consideran el único procedimiento
que permite conectar lenguaje y realidad. Al margen de las objeciones que, sobre bases
lógicas y matemáticas, se han podido formular a esta concepción350, sí parece conducir a
la conclusión de que todas las verdades a priori son analíticas, así como que todas las ver­
dades necesarias son consecuencias de convenciones del simbolismo. En este punto es
importante tener en cuenta lo que se ha observado con respecto a la concepción de la sin­
taxis lógica: no es que, para Carnap y los otros empiristas, todo se reduzca a lenguaje; pero
sí se asume que no es posible un conocimiento a priori con contenido empírico, ni de los
hechos ni de estructuras formales supuestamente correspondientes a «leyes del pensa­
miento puro» -las cuales en última instancia, según la convicción de Carnap, sólo son
accesibles mediante una investigación de pragmática empírica que describa los usos de
expresiones típicas y las formas establecidas de razonamiento y argumentación. Una con­
secuencia de esto es el principio de tolerancia; pues la elección de un sistema de representa­
ción no puede determinar los contenidos empíricos expresados por éste: antes al contrario, esta
elección lingüística vendrá motivada por el ámbito empírico o el fragmento de realidad a
representar. Pero, en cualquier caso, la adopción de un simbolismo no determina cómo
sea el mundo de hecho.
El principio de tolerancia presentaba, sin embargo, dificultades en su aplicación prác­
tica. Pues la adopción de una base determina distintos objetos de investigación, fuentes de
conocimiento y métodos. Así, por ejemplo, la explicación científica de un proceso com­
plejo como la percepción de un objeto es imposible de llevar a cabo sobre una base pura­
mente psicológica; la vivencia de la percepción descansa sobre procesos fisiológicos que, a
su vez, se desencadenan a partir de estímulos físicos: es preciso por tanto recurrir, para la
explicación global, a conocimientos psicológicos, fisiológicos y físicos351. Pasando de la
práctica de la explicación a la teoría, se hacía preciso salvar la distancia entre los distintos
sistemas conceptuales, una distancia que imposibilitaba de hecho la inferencia lógica entre
enunciados formulados en distintos lenguajes. Ello llevó a los filósofos del Círculo de Viena
a la necesidad, práctica y teórica, de trazarse el objetivo de la unificación de las ciencias par­

154
ticulares en una ciencia unificada (Einheitswissenschaft). Este objetivo les obligó a postular,
junto con el principio de tolerancia, la intertraducibilidad de los diversos lenguajes de las
ciencias particulares -y de todos ellos al lenguaje fisicalista352.
Pero este recurso a una estipulación por parte del Círculo equivale a constatar que la posi­
bilidad de un lenguaje único, con capacidad para expresar el conjunto de los conocimientos
acerca de la realidad, formaba parte de los presupuestos de su teoría de la ciencia. Un lenguaje
unificado sólo puede ser una idea regulativa orientadora de la actividad cientítica y de la cual
ha de dar cuenta la reflexión sobre ésta. Ello señala ya un problema que habrá de estudiarse
más adelante, y que en cualquier caso vuelve a presentarse al discutir otros aspectos de la teo­
ría semántica del positivismo lógico -como el tan importante del estatuto del propio princi­
pio verificacionista del significado—: se trata de la pregunta por el espacio que la teoría deja
para la reflexión -en el sentido ilustrado de la palabra- y el valor cognoscitivo que cabe atri­
buir al resultado de ésta; o, en los términos de Carnap, se trata de la pregunta por la signifi­
catividad de los enunciados «de segundo orden» relativos al estatuto de los presupuestos que
se han de introducir como estipulaciones y postulados: criterio empirista de significado, prin­
cipio de tolerancia, función de la filosofía como análisis lógico del lenguaje, o el propio prin­
cipio de inducción. Con anterioridad se señaló, siguiendo a Stegmüller, la diferencia que cabía
establecer entre teoría de la ciencia -entendida como una reconstrucción racional de teorías
científicas que no se consideran puestas en cuestión- y epistemología -que incluye además la
problematización de las pretensiones de validez, con resultado positivo o negativo. No hay
duda de que el Círculo de Viena pretendía hacer teoría de la ciencia, en el sentido de
Stegmüller. Pero para ello hubieron de situarse en una perspectiva desde la que su propia teo­
ría había de invocar pretensiones y criterios de validez. Y ello es enfáticamente así en el caso
de la afirmación de un lenguaje unificado de la ciencia.
Kraft explica353 cómo este lenguaje había de permitir expresar todas las afirmaciones
científicas con valor cognoscitivo. Para ello debía satisfacer dos condiciones. Había de ser
un lenguaje intersubjetivo, es decir: un lenguaje accesible en principio a todos y cuyos sig­
nos tuviesen igual significado para todos. Y debía tratarse de un lenguaje universal, en un
sentido estrictamente semántico y no pragmático: debía permitir expresar en principio
cualquier estado de cosas. Ambos requisitos eran básicos para garantizar la aplicabilidad del
criterio empirista del significado -posibilidad de corroboración o refutación pública- a los
enunciados y teorías con valor semántico-cognoscitivo. Pero es inmediato observar que el
primero de los requisitos atañía en particular a una cuestión de derecho-, a lo que permite
justificar la validez cognoscitiva de estos enunciados y teorías. Pues, como se ha adelanta­
do, a partir de este momento se denomina intersubjetivos a aquellos enunciados cuya vali­
dez puede ser juzgada en principio por cualquier sujeto epistémico^. Con ello se vuelve a
poner de manifiesto un rasgo fundamental de las teorías del significado de esta primera filo­
sofía analítica, ya señalado en su caracterización general: la conexión interna entre (el cri­
terio de) significado y el criterio de validez epistémica, entendido éste como posibilidad
intersubjetiva de evaluación, de acuerdo con el criterio de significado. Pero se hace eviden­
te al mismo tiempo que la base para esta noción de intersubjetividad es solipsista: tiene vali­
dez intersubjetiva aquel enunciado que la tiene para cada sujeto de conocimiento, y no
aquél que la alcanza o es susceptible de ratificarla por un proceso argumentativo o de cons­
trucción discursiva que lleve a un acuerdo -aunque esto sí sería una condición necesaria de
lo anterior.
Carnap consideró a ambos requisitos satisfechos por el «lenguaje de las cosas» corriente
(Dingsprache) o «lenguaje de un mundo de cuerpos» (Korperweltsprache), que incluye concep­
tos cuantitativos y cualitativos; bastaría con añadir el presupuesto de que aquello de lo que

155
hable sean propiedades o relaciones observables de y entre cosas355. El requisito de intersubjeti­
vidad resulta satisfecho aquí, en palabras de Carnap, por una «feliz circunstancia empírica»: es
siempre posible, en principio, un acuerdo entre distintas personas acerca de enunciados relati­
vos a estados y procesos del mundo físico, dentro de límites de exactitud que pueden determi­
narse objetivamente. Con respecto a los enunciados que expresan vivencias subjetivas, observó
que únicamente poseen un significado monológico o solipsista; y concluyó que estos enunciados
no podían satisfacer el criterio de validez, ni formar parte por consiguiente de las teorías cien­
tíficas. La opción por el lenguaje fisicalista, o el lenguaje de cosas corriente, puede verse como
un intento de que esta teoría semántica no se vea abocada a las dificultades del solipsismo
metodológico de la filosofía de la conciencia tradicional; pero el intento de Carnap de evitar
apoyar su teoría en un compromiso metafísico -lo que equivaldría a una recuperación del pos­
tulado de Leibniz, por la vía de un compromiso con cuál sea la estructura ontológica de la rea­
lidad- le hizo optar por una forma de convencionalismo en correspondencia con el holismo
del significado que se sigue de la teoría. Y le obligó asimismo a asumir un presupuesto de carác­
ter regulativo que subyace al postulado del principio de tolerancia: la traducibilidad de los
diversos lenguajes empiristas entre sí y de todos ellos al lenguaje fisicalista.
Esta valoración parece justificada si se tiene en cuenta la crítica «interna» de Stegmüller,
quien reconoce que una posición materialista como la asumida por Carnap, incluso en su
forma debilitada, establece que también las afirmaciones de las ciencias sociales han de ser
formulables en términos de enunciados comprobables intersubjetivamente; y ello sólo es
posible adoptando, con respecto a los conceptos psicológicos, una posición conductista
-cuyos límites se convierten en los de la teoría del significado que se propone. La dificul­
tad de una definición en términos materialistas de los conceptos psicológicos es análoga,
aunque de sentido inverso, a la que enfrentaban el fenomenalismo de Russell y el del
Aufbau al intentar retrotraer los enunciados de objetos físicos a enunciados sobre lo dado
sensorialmente (fenómenos)356. Lo que con ello se pone de manifiesto es la inevitabilidad
de remitir toda construcción semántica al ámbito pragmático de elaboración de las teorías
y lenguajes de la ciencia y, con ello, la necesidad de tomar en consideración la estructura
pragmático-formal de los presupuestos teóricos, en calidad de condiciones de posibilidad o
de ideas regulativas, que subyacen a la construcción.

iv. Teoría semántica y sintaxis lógica. Intensión y extensión

La investigación lógica y epistemológica de Carnap se dirigía desde un primer momen­


to a la función semántico-cognoscitiva del lenguaje en general. Para que fuera posible lle­
varla a cabo, era preciso suponer que el lenguaje en cuestión estaba ya dado. Esto, junto
con el hecho evidente de que el lenguaje natural de uso corriente no es adecuado para una
determinación conceptual precisa, motivó que la investigación se dirigiera a sistemas lin­
güísticos artificiales y formalizados, o a teorías científicas deductivas cuya lógica subyacen­
te admite una traducción formal. Cuando, a partir de los años ‘40, el Círculo de Viena tuvo
conocimiento del trabajo de Tarski357, se hizo inevitable la revisión de todo el programa
reconstructivo de la lógica de las teorías científicas y, en particular, del carácter sintactista
de la construcción lingüística de Carnap. La definición semántica de la verdad, y la posibi­
lidad de especificar formalmente, mendiante reglas semánticas, la interpretación que reci­
bían las expresiones lógico-sintácticas de los sistemas lingüísticos, permitió superar una
ambigüedad que permanecía ligada a la noción de sintaxis lógica. Se ha visto cómo
Wittgenstein en el Tractatus parece creer que tendría que haber un modelo único de la rea­

156
lidad, una representación lingüística o descripción privilegiada: aquélla cuya estructura
lógico-sintáctica se correspondiese con la estructura lógica de la realidad. Esto introducía el
tipo de ambigüedad que la interpretación de Stenius/Stegmüller resolvía distinguiendo dos
teorías en el Tractatus. De hecho, una dificultad análoga puede considerarse presente en la
primera propuesta de Carnap, que se hace evidente en el principio de tolerancia y el subsi­
guiente postulado de intertraducibilidad de los lenguajes protocolares. Mientras lo que es
objeto del análisis -reglas de buena formación de expresiones, postulados de significado y
principios de inferencia, reglas de transformación- tiene un carácter puramente sintáctico,
toda la fuerza semántica del lenguaje y su función semántico-cognoscitiva descansa en un
presupuesto, en una asunción en el punto de partida: que el lenguaje metodológicamente
elegido como básico u observacional es significante, que las expresiones nominales refieren
y los enunciados presentan condiciones de verdad. Esta dimensión semántica en el nivel
protocolar no era susceptible de análisis.
El trabajo de Tarski, a partir del cual ha sido posible el desarrollo de toda la moderna
teoría de modelos, rompe con el «espejismo» de un único modelo privilegiado o pri­
mordial de la realidad; pues la definición de la contrapartida semántica de un cálculo
sintáctico para constituir un sistema lingüístico o lenguaje hace manifiesto que se está adop­
tando una posible interpretación, entre el conjunto de interpretaciones admisibles; la defi­
nición de un lenguaje formal supone la adopción de un modelo posible para un fragmento
de la realidad. En este sentido, el carácter metodológico de la propuesta de Carnap y su
rechazo de asunciones metafísicas se ve libre de ambigüedad y adquiere toda su validez. En
los términos de Stegmüller: «No existe entonces una única definición de verdad, sino tantas
como distintos sistemas semánticos puedan construirse»358. Al mismo tiempo, ello lleva a la
adopción explícita y consciente de una restricción importante respecto al ámbito de aplica­
ción de la teoría semántica en proceso de elaboración: al igual que el trabajo de Tarski sólo
pretendía validez para el conjunto de las teorías científicas deductivas de su tiempo, Carnap
adopta una similar limitación metodológica: «el lugar del análisis de expresiones del lengua­
je corriente tiene que ocuparlo el estudio de los lenguajes formales»359. Esto hace que el estu­
dio lógico que se está llevando a cabo sobre la función semántica del lenguaje —sobre los sis­
temas lingüísticos y conceptuales en los cuales se expresa la experiencia científica del
mundo— sea muy distinto del que tiene lugar en el ámbito de la lingüística teórica y empí­
rica. Para delimitar objeto de estudio, método y criterios de evaluación y validez se hizo pre­
ciso introducir un marco teórico que se resume a continuación360.
El estudio de los sistemas lingüísticos en general es la semiótica; puede dividirse en tres
subdisciplinas, que cubren tres elementos o dimensiones presentes en cualquier lenguaje:
1. el hablante que usa el lenguaje, 2. las expresiones, y 3. aquello a lo que el hablante se
refiere: el designatum de las expresiones, o su significado -que no se identifica necesaria­
mente con lo primero. Un estudio que tenga en cuenta las tres dimensiones pertenece a la
pragmática^. Si se hace abstracción de los hablantes y se atiende únicamente a las expre­
siones y sus significados en tanto que designata, el estudio pertenece a la semántica.
Finalmente, si se abstrae asimismo de aquello a lo que las expresiones refieren y se restrin­
ge el estudio a la estructura de las expresiones y a las relaciones estructurales de éstas entre
sí, éste pertenece a la sintaxis. A diferencia de una semiótica empírica, que intenta descri­
bir lenguas naturales históricamente constituidas, la semiótica pura (semántica formal y sin­
taxis lógica) hace de los lenguajes «artificiales» (lenguajes teóricos desarrollados para pro­
pósitos específicos, y lenguajes formalizados en general) su objeto de estudio. Este estudio
tiene lugar sobre la base de reglas precisas de designación y de verdad, y ha de ser posible
distinguir sin ambigüedad entre el lenguaje objeto y el metalenguaje.

157
Para interpretar un lenguaje formal es preciso especificar un sistema sintáctico o cálculo
y un sistema semántico correlativo. Carnap introduce esta última noción de sistema, semánti­
co en términos de un sistema de reglas formuladas en un metalenguaje; estas reglas especifi­
can condiciones de verdad necesarias y suficientes para cada enunciado del lenguaje objeto
correspondiente362. La construcción de un sistema semántico S (un lenguaje) tiene lugar en
tres etapas.

1. Sintaxis (como anteriormente):

1.1. especificación del vocabulario (tabla de signos) a partir del cual se construyen las
expresiones:

1. constantes lógicas usuales


ii. variables preposicionales y de individuo
iii. constantes de individuo y constantes relaciónales (predicados);

1.2. reglas de buena formación de expresiones: especifican qué cadenas de signos cons­
tituyen sentencias (enunciados) del lenguaje.

2. Semántica: reglas intensionales o reglas de interpretación, que asignan los correspon­


dientes significados o intensiones a las distintas expresiones o designadores:

i. a los nombres individuales: sus intensiones son los correspondientes conceptos indi­
viduales
ii. a los predicados: en el caso de predicados unarios, las correspondientes intensiones
son las propiedades designadas
iii. a los enunciados o sentencias: sus intensiones son las proposiciones expresadas.
3. Reglas de aplicación o reglas extensionalesr. ellas especifican a qué se aplican fáctica-
mente los designadores (cuáles son sus extensiones, incluyen reglas de designación y reglas
de verdad:

i. la extensión de un nombre individual es el objeto o entidad al cual el nombre se


refiere;
ii. la extensión de un predicado es una clase de (tupias de) objetos o entidades;
iii. la aplicación del conjunto particular de reglas extensionales que constituyen las
reglas de verdad permite asignar a los enunciados sus condiciones de verdad (mediante la
definición del concepto «verdadero en S»).

La noción semántica fundamental es la que introduce el predicado metateórico «ver­


dadero en 5>>, donde 5 está por cualquier lenguaje o sistema semántico en general. La plu­
ralidad de distintas especificaciones posibles para su definición, mediante reglas semánticas
que explicitan las condiciones de verdad de los enunciados, no entraña arbitrariedad; pues
una definición semántica de la verdad en el sentido de Tarski363 ha de satisfacer dos requisi­
tos: ser formalmente correcta, y materialmente adecuada. Con lo segundo se está preservan­
do la intuición fundamental de la teoría de la verdad como correspondencia, ya que un
enunciado de la forma: «Las cosas se comportan de tal modo»364, es verdadero cuando en la
realidad las cosas se comportan de ese modo. El esquema de la definión, conocido como
Convención V, es:

(V) «X» es verdadero-en-S syss p,

158
donde «X» está por el nombre de cualquier enunciado del lenguaje objeto, p está por un enun­
ciado del metalenguaje correspondiente, y verdadero-en-S es el predicado de verdad definido
en el metalenguaje para el sistema semántico. Este predicado se dice materialmente adecuado
cuando de su definición se siguen lógicamente todos los enunciados que resultan al sustituir
en (V): «%>, por la mención nominal -de acuerdo con la descripción del metalenguaje- de
algún enunciado de S; «/»>, por la traducción de ese enunciado al metalenguaje, y «verdadero-
en-S» por el correspondiente predicado introducido en el metalenguaje, de acuerdo con una
definición recursiva mediante reglas semánticas365.
Originalmente, el esquema de axioma (V) aparecía formulado para sistemas lingüísti­
cos particulares; su aplicación se estaba restringiendo con ello al ámbito de lo que Carnap
llamó semántica especial, la cual permitía construir y analizar determinados sistemas semán­
ticos. Frente a ella se situaba la semántica general, en la cual se estudiarían los rasgos semán­
ticos particulares que se descubren comunes a todos o a una importante clase de todos esos
sistemas semánticos -y que constituía también el objetivo de la investigación de Carnap.
Desde la perspectiva que Carnap asume, las nociones de referencia (o designación) y de ver­
dad constituyen conceptos fundamentales y a los cuales se retrotraen todos los demás con­
ceptos semánticos mediante definiciones366. Los principios semánticos que resultan del
estudio pretenden ser válidos para cualquier sistema semántico en el cual la noción de ver­
dad se introduzca asimismo mediante definición, por vía de las reglas de referencia y de
verdad. Finalmente, Carnap367 propone el concepto de semántica-L como el estudio de los
conceptos semánticos que pueden aplicarse «sobre fundamentos puramente lógicos», aña­
diendo el sufijo «L» a todo lo que pertenece al ámbito de la lógica pura: es decir, a todo lo
que puede establecerse «a partir únicamente de reglas semánticas»368. Como explicación
informal del concepto, Carnap enuncia la convención: un enunciado es verdadero-L en un
sistema semántico S si y sólo si el enunciado es verdadero en S de tal modo que su verdad
puede establecerse a partir de las reglas semánticas de S exclusivamente, sin referencia algu­
na a hechos extralingüísticos.
Como Carnap mismo señala369, los conceptos-L se han introducido con el propósito de
dar cuenta de conceptos filosóficos. Así, el concepto de verdad-L se identifica con los de
verdad analítica o verdad necesaria; la identificación que tiene lugar aquí está en corres­
pondencia con la explicación tradicional de la verdad establecida por razones puramente
lógicas, es decir -y esto supone una nueva identificación de Carnap-, exclusivamente a par­
tir del significado, con independencia de los hechos contingentes. Por otra parte, los con­
ceptos-L permiten precisar los de intensión o significado. El significado de un enunciado, su
interpretación, quedan determinados por las reglas semánticas -las reglas intensionales de
designación y las reglas extensionales. Dos enunciados son equivalentes en un sistema S si
en éste reciben el mismo valor de verdad; son equivalentes-L si esta equivalencia puede esta­
blecerse por aplicación únicamente de las reglas lógicas, lo que es lo mismo que decir que
su equivalencia simpliciter es verdadera-L. A partir de esta noción de equivalencia-L Carnap
define las intensiones y extensiones de las expresiones lingüísticas: de los enunciados, pre­
dicados y designaciones de individuo -a las que denomina globalmente designadores, en
tanto que cabe adscribirles un significado370-, introduciendo con ello lo que llama método
de la intensión y la extensión. En general, para un sistema S dado, dos expresiones lingüísti­
cas o designadores tienen la misma extensión si son equivalentes y tienen la misma inten­
sión si son equivalentes-L. La extensión de un designador es aquello que tiene en común
con los designadores equivalentes, y su intensión es lo que tiene en común con los designa­
dores equivalentes-L. Ello permite definiciones precisas de estas nociones para cada tipo de
expresión lingüística o designador:

159
1. la extensión de un enunciado es su valor de verdad; su intensión es la proposición
expresada;
2. la extensión de un predicado es la clase de (tupias ordenadas de) los objetos o enti­
dades que lo satisfacen; su intensión es la propiedad o relación correspondiente;
3. la extensión de una designación o término individual es el objeto o entidad al que
refiere; su intensión es el concepto correspondiente371.
Importante para el alcance de esta construcción de Carnap es el reconocimiento del
carácter relativo de todas las definiciones de nociones semánticas al sistema lingüístico para
el que se introducen, de lo que se sigue una noción coherentista de verdad en consonancia
con el holismo del significado que introduce esta teoría, como ya se ha anticipado. Pues,
como señala Stegmüller, «[c]on la intensión queda dada la extensión, pero no al revés»372.
Esta determinación de la extensión a partir de la intensión introduce un problema: aplica­
da al lenguaje natural conlleva una concepción fuertemente holista del significado, de
acuerdo con la cual el conocimiento de los hechos de la realidad objetiva está completa­
mente determinado por el conocimiento previo de las categorías intensionales -proposi­
ciones y conceptos- de un sistema lingüístico. H. Putnam ha puesto de manifiesto crítica­
mente cómo esto dificulta el dar cuenta de procesos de aprendizaje en los cuales no se parte
de conceptos fijos sino que son éstos los que se encuentran en curso de elaboración, en fun­
ción de cómo sea el mundo™. La concepción intensionalista del significado y el holismo que
la acompaña parecen verse afianzados en otros trabajos posteriores de Carnap, donde se
identifica el conocimiento de la intensión de una expresión con el conocimiento de la con­
dición general que ha de ser satisfecha por un objeto para ser denotado por la expresión -si
se interpreta que esta condición general sólo puede ser accesible lingüísticamente. Carnap
precisa que utiliza el término «intensión» como sustituto del más ambiguo de «significado»,
pero que sólo toma en consideración lo que denomina componente cognitivo o designativo
del significado, es decir: el componente del significado que es pertinente para la determi­
nación de la verdad374. Si la tesis intensionalista se identifica -como hace Putnam— con la
declaración de que sólo se accede al conocimiento de los hechos cuando hay un conoci­
miento previo de los conceptos lingüísticos (intensiones) que permiten organizar el mate­
rial empírico, entonces la imputación de que en el empirismo lógico «todo es lenguaje» no
parece injusta.
Para el tratamiento de esta dificultad es importante tener en cuenta al menos dos aspec­
tos de la propuesta de Carnap: por una parte, su insistencia en que es válida en principio
sólo para sistemas semánticos formalizables375; por otra, su intento de introducir un recur­
so formal que permita distinguir entre lo que se establece en función del conocimiento de
las intensiones, y lo que exige o implica un conocimiento de hechos. Así, la introducción
de postulados de significado como parte de la construcción de un sistema semántico permi­
te incorporar elementos del «saber del significado» a las reglas semánticas en la determina­
ción de las verdades analíticas y precisar con ello la distinción entre los enunciados analíti­
cos, o verdaderos-L, y los verdaderos en función del conocimiento de hechos
extra-lingüísticos. En «Meaning Postulates», Carnap revisa su primera identificación entre
verdad analítica, verdad lógica y verdad necesaria con el fin de poder incorporar en el siste­
ma lingüístico aquellos casos de analiticidad debidos no a reglas semánticas, sino al uso de
ciertos términos como sinónimos. Tener que tomar en consideración el uso supone hacer
entrar en juego información empírica relativa no a hechos, sino a la conducta lingüística de
los hablantes. La introducción de postulados de significado equivale a tener en cuenta, para
las nociones de analítico y sinónimo, elementos de conocimiento empírico relativos a la

160
pragmática de la lengua e información de cómo se usan los términos376. Esto es de una
importancia teórica fundamental, pues en cierto modo «rompe» con la tesis fundamental
del empirismo lógico: la estricta separación entre verdades lógicas necesarias y verdades sin­
téticas contingentes, entre lo basado en convenciones del significado y lo basado en los
hechos del mundo. Carnap salva la dificultad afirmando que los postulados de significado
no pueden verse como enunciados sintéticos; la introducción de un conjunto particular de
estos postulados «no es una cuestión de conocimiento sino de decisión», pues en una comu­
nidad lingüística los hablantes o especialistas «son libres de escoger sus postulados, guiados
no por sus convicciones relativas a hechos del mundo sino por sus intenciones con respec­
to a los significados, e.d., los modos de uso de las constantes descriptivas»377.
En la última observación de la cita tiene lugar una identificación de particular interés:
la de los significados (intensiones) con los modos de uso de las expresiones -en este caso,
de las constantes descriptivas. Sin embargo, en Meaning and necessity Carnap hacía derivar
la noción de intensión de la de equivalencia-L. Lo que se pone así de manifiesto es el hecho
de que el sistema lingüístico es una reconstrucción de elementos ya presentes en algún (frag­
mento de un) lenguaje o lengua natural, cuya estructura lógica subyacente y cuyas reglas
para el uso de los términos descriptivos o directamente referenciales forman parte del saber
del lenguaje de una comunidad de especialistas o de hablantes en general. El aspecto holis­
ta de la construcción nace de la necesidad de tomar este lenguaje como dado, incluida la
dimensión pragmática de las reglas de uso de las expresiones.
El convencionalismo de esta teoría semántica es el resultado de un proceso de abstrac­
ción que reconduce las reglas pragmáticas del uso a reglas semánticas de aplicación -en el
sentido de Carnap: reglas de designación y de verdad. La crítica de Putnam al holismo del
significado es en cierto respecto exacta y en otro inadecuada. Exige de la teoría semántica
que dé cuenta de los procesos de constitución de nuevos significados, en función de cómo
sea el mundo y no de la posible reconducción de las nuevas expresiones a otras pre­
existentes; defiende que el recurso semántico «técnico» para ello es la admisión de designa­
dores rígidos, o términos directamente referenciales378. Esta crítica obliga a revisar el modo
en que Carnap analiza la introducción de nuevos conceptos. Se ha visto que, en el nivel del
lenguaje observacional, los nuevos predicados han de introducirse junto con un procedi­
miento de prueba que haga explícitas las condiciones de aplicación del predicado; y, según
se ha visto en la construcción del sistema lingüístico, las entidades individuales son las refe­
rencias o extensiones de expresiones nominales cuyas intensiones son conceptos individua­
les, que se conocen cuando se conoce la condición general que permite subsumir un obje­
to o entidad bajo él. Esto se aplicaría a la introducción de nuevas extensiones en el dominio;
bajo «condición general» Carnap entiende una pluralidad de métodos que, sin duda, inclu­
yen los que el propio Putnam ha indicado como procedimientos de fijación de la referen­
cia directa: la ostensión, una definición lingüística, un conjunto de operaciones experi­
mentales, etc. En el nivel del lenguaje teórico (no observacional), como también se ha visto,
Carnap llegó a la conclusión -que confirmaba Stegmüller— de que la introducción de con­
ceptos teóricos no puede reconducirse a una construcción a partir del nivel del lenguaje
observacional y es equivalente a una hipótesis379.
Con respecto a la posibilidad de escapar al holismo del significado y de dar cuenta de la
distinción entre el saber del significado y el saber del mundo, parece poder concluirse de los
últimos ensayos citados que Carnap consideró que esta posibilidad descansaba en la distin­
ción entre las categorías metalingüísticas de verdadero-L y verdadero. Ya anteriormente Carnap
había planteado el problema de que dos expresiones podían ser sinónimas atendiendo a
hechos empíricos, sin ser por tanto sinónimas-L; esto significaba que la noción de sinonimia-

161
L era más restringida, pues se establecía entre intensiones, mientras que la sinonimia simpli-
citer dependería sólo de las extensiones. La incorporación de postulados de significado supo­
ne una ampliación en la aplicación de la sinonimia-L, que ya no se aplica únicamente cuan­
do la equivalencia es una verdad lógica, sino cuando se establece por sustitución uniforme a
partir de postulados de significado: por tanto, a partir de las reglas de uso empíricas de cier­
tos términos. A partir de la sinonimia-L se puede dar cuenta de la verdad de enunciados -los
que expresan las equivalencias pertinentes- que son verdaderos no siendo verdades lógicas,
pero sí en virtud del significado -de la fijación de las extensiones según reglas de uso- de las
constantes descriptivas. En un marco tarskiano, la sinonimia-L, entendida como equivalencia
lógica, se basa únicamente en las extensiones, es decir, en la identidad de extensión; dos enun­
ciados son sinónimos si su equivalencia es una verdad lógica, es decir, si se da la identidad de
sus condiciones de satisfacción. La propuesta de Carnap intenta que en la noción de verdad-
L quede incorporado todo lo relativo a la determinación de la verdad en función de conven­
ciones lógicas y de significado -reglas lógicas y de uso-, de forma que la verdad simpliciter
exprese el conocimiento del mundo.

v. Valoración crítica. El estatuto de los principios de la teoría empirista del significado.


(Empirismo y normatividad)

En dos ensayos publicados en el mismo año (1955) Carnap hace afirmaciones que pre­
sentan una oposición tensa. En el ya citado «Significado y sinonimia en las lenguas natu­
rales» se confirma la concepción antes vista de la pragmática como un estudio de carácter
empírico sobre reglas de uso fácticas. Carnap explica que el análisis de los significados de
las expresiones puede tener lugar de dos modos distintos; uno es el de la pragmática, que
define como «la investigación empírica de las lenguas naturales históricamente dadas»; el
segundo modo es el de la semántica pura, consistente en el estudio de sistemas lingüísticos
construidos y que vienen dados por un conjunto de reglas; finalmente, lo que llama semán­
tica descriptiva sería parte de la pragmática380. Sin embargo, en «Algunos conceptos de prag­
mática» y haciendo referencia al artículo anterior, propone que los conceptos básicos de la
pragmática —como el propio concepto de intensiónr- no se consideren conceptos disposi-
cionales pertenecientes al lenguaje observacional y definidos conductualmente -lo que sería
acorde con una pragmática empírica—, sino conceptos del lenguaje teórico introducidos
mediante postulados y conectados con el lenguaje observacional por reglas de correspon­
dencia. Finaliza con una exhortación programática: «Existe la necesidad imperiosa de un
sistema de pragmática teórica (...) puede restringirse primero a pequeños grupos de concep­
tos (p.e. los de creencia, aseveración y proferencia) y, a continuación, puede ampliarse hasta
incluir todos los conceptos necesarios para la discusión en teoría del conocimiento y meto­
dología de la ciencia»381.
Lo que Carnap propone, siguiendo un trabajo previo del lógico y matemático A.
Church, es el desarrollo de sistemas formales que permitan expresar en el simbolismo de la
lógica las reglas pragmáticas. Pero Carnap parece considerar que éstas serían reglas de corres­
pondencia entre el nivel teórico de los conceptos pragmáticos y el nivel del lenguaje obser­
vacional; así, por ejemplo, una aseveración estaría lógicamente en conexión con la emisión
de determinados sonidos vía la inferencia inductiva (hipótesis) que atribuye carácter inten­
cional a esta acción. Prescindiendo ahora de la concepción intencionalista del significado
que está aquí presente -el que una emisión tenga la fuerza pragmática de una aseveración
se hace depender de las intenciones del hablante-, lo importante es que Carnap está seña­

162
lando un ámbito de análisis hasta ahora excluido: el que permitiría identificar sistemática­
mente las categorías pragmáticas básicas y sus reglas. El problema que Carnap no parece ver
es que estas reglas ya no podrían constituir condiciones de designación o de verdad -el tipo
de acción lingüística que es una aseveración no es «verdadera» en el sentido en que lo es el
enunciado aseverado-, sino que el criterio de validez habría de ser otro: un criterio de
corrección, referido a la acción realizada. Si se acepta esta consideración, lo que se sigue de
ella es la inviabilidad de una pragmática formal en los términos que Carnap sugiere y que
equivalen a una extensión de la semántica mediante la incorporación de predicados para los
tipos básicos de acciones lingüísticas y actitudes preposicionales, sobre la base de una con­
cepción intencionalista del significado. Pero lo que sí parece posible, sin embargo, es la
tarea de análisis filosófico de la dimensión pragmática del lenguaje -categorías y reglas bási­
cas-, con el objetivo de llegar a una pragmática formal complementaria de la semántica
pura.
Desde esta perspectiva se hace evidente la dificultad que, en el análisis lógico-semánti­
co, se salvaba mediante la apelación al principio de convencionalidad de las formas lin­
güísticas. Pues éste permitía hacer materia de convención todo lo procedente de la dimen­
sión pragmática del lenguaje, ámbito donde tiene lugar la constitución de las categorías y
reglas semánticas. Desde la perspectiva aquí sugerida, sin embargo, la pregunta lo es por las
condiciones que hacen posible y válida esa constitución. Los elementos de pragmática for­
mal tendrían que obtenerse por un proceso de reconstrucción reflexivo, llevado a cabo con
intención sistemática. No hay un criterio empirista para el significado (o sentido) de las
acciones, sino que éste depende del que le prestan los participantes en una interacción lin­
güística —no de modo caprichoso o contingente, sino sobre la base de las posibilidades que
vendrían dadas con la estructura pragmático-formal buscada. La perspectiva para este aná­
lisis de las reglas pragmáticas generales del lenguaje cobra inevitablemente el carácter de una
reflexión mn-trascendental.
Este problema ya se había planteado en el curso del análisis filosófico de la dimensión
semántico-cognoscitiva del lenguaje. Se hacía ya evidente en la distinción de Carnap entre
una definición de la noción de verdad y la reconstrucción de las reglas pragmáticas para los
criterios de prueba: pues la conexión interna entre ambas, definición y reconstrucción, es
la conexión que las prácticas epistémicas fácticas mantienen con una idea regulativa o de
carácter normativo que es, en cuanto tal, contrafáctica. Y el mismo problema reaparece en
la reflexión de Hempel acerca del estatuto lógico del propio criterio empirista del signifi­
cado y el tipo de verdad o validez que cabe otorgarle382. Aunque se parte de lo que es de uso
común, Hempel declara que lo que el empirismo lógico ha pretendido es, además de una
aclaración de conceptos como los de confirmación y probabilidad, una descripción teórica
general de la estructura y los fundamentos del conocimiento científico. Pero esta elucida­
ción «no es una mera descripción de los usos aceptados», sino que debe mostrar «cómo ten­
dríamos que interpretar el significado de dichos términos». Se entiende como una «recons­
trucción racional», en la que el propio criterio empirista de significado no es verdadero ni
falso; Hempel propone, como meta-criterio de validez para el propio principio empirista,
el de que sea «adecuado», en dos sentidos: uno empírico, pero otro lógico -ha de integrar­
se en «un esquema conceptual general que permita una reformulación coherente y precisa
y una sistematización teórica» de sus contextos de uso. El tipo de afirmaciones que Hempel
hace no son declarativas: como su uso de verbos deónticos pone de manifiesto —«tiene que»,
«debe», «se exige que»-, lo que está aquí en juego no es la cuestión de hecho relativa a cómo
se formulan las teorías científicas, sino la de la cuestión de derecho relativa a la justificación
de los principios que fundamentan éstas. De nuevo parece inevitable un enfoque kantiano,

163
que sitúe la reflexión en el ámbito pragmático de la formulación de presupuestos normati­
vos y su justificación.
La necesidad de esta perspectiva se hace asimismo explícita en el intento llevado a cabo
por Moulines de revisar y continuar la propuesta carnapiana del Aufbau: «el uso del Aufbau
de Carnap que ahora propongo consiste en reinterpretar la teoría de la constitución de
Carnap como explicación formal de la noción de observador ideal, e.d., un sujeto epistémi­
co dotado de los constituyentes esenciales de un ‘lenguaje observacional’ para la compro­
bación de cualquier enunciado empírico formulado en una ciencia teórica». El propio
Carnap habría sugerido la posibilidad de esta interpretación, al indicar en su autobiografía
intelectual que cualquier definición de las que aparecen en el Aufbau podría verse como
«una regla operacional para un procedimiento constructivo aplicable por cualquiera, ya sea
el sujeto trascendental de Kant o una máquina computacional»383. Si bien la perspectiva
ctíw-trascendental que aquí se admite es kantiana en sentido literal -el sujeto epistémico es
un sujeto trascendental-, la formulación de Moulines difiere de la de Carnap en un aspec­
to importante: pues la estructura cognoscitiva del sujeto trascendental es una estructura lin­
güística, la de un lenguaje observacional «ideal»; las formas y las categorías que permiten
constituir los lenguajes científicos y fundar su validez no son las de una estructura cognos­
citiva mental universal y necesaria, sino las de una estructura cognoscitiva lingüística uni­
versal, y esto en un doble sentido: sería aplicable por cualquiera, ya que su soporte es un
«observador ideal»; y serviría para la comprobación de cualesquiera enunciados científicos.
El que se trate de un lenguaje observacional «ideal» indica que se le está identificando como
aquél que satisface los presupuestos normativos de las prácticas epistémicas reales. El suje­
to trascendental de Kant se transforma en el hablante competente de un lenguaje episté­
mico ideal -en el mismo sentido atribuido a Wittgenstein en la interpretación aquí defen­
dida. La pregunta por el estatuto del principio empirista encuentra respuesta si ésta última
se entiende como una reflexión czZM-trascendental acerca de las condiciones de posibilidad
y de validez de ese lenguaje. Esta era ya, de hecho, la perspectiva que adoptaba Kraft al seña­
lar que en el análisis «[njo se trata de uno de los lenguajes utilizados realmente (...) Es la
estructura de un lenguaje en general, lo que necesita cualquier lenguaje para la expresión de
los pensamientos (...) No se considera el lenguaje ni psicológica ni sociológicamente, sino
respecto de las condiciones de un sistema de representación en generaba.
Una reflexión sobre los presupuestos normativos de la descripción científica del mundo
permite dar respuesta, asimismo, al problema que explícitamente plantea Stegmüller en
relación con los requisitos del lenguaje de la ciencia. Se ha visto ya su consideración de que
lo definitorio para este conocimiento científico de base empírica es la posibilidad de obser­
vaciones y experimentos controlables públicamente; la distinción entre conocimiento y
productos de la fantasía viene dada por la existencia de criterios intersubjetivos de validez que
hagan posible un reconocimiento general de las afirmaciones así fundadas. La crítica al
planteamiento trascendental kantiano del empirismo lógico consistía en la negativa a acep­
tar que existan verdades sintéticas a priori; con ello también pierde sentido la exigencia de
dar cuenta de la validez de este tipo de conocimiento. Pero, yendo un paso más allá de lo
que Stegmüller explícitamente afirma, el empirismo lógico radicaliza su crítica al afirmar
un criterio empirista de significado que deja vacías de contenido las propias enunciaciones
de los criterios normativos y principios fundamentales de su posición. No parece posible
considerar estos presupuestos normativos meras «regularidades observadas» en los sistemas
de representación de la ciencia -que se expresarían mediante formulaciones establecidas por
convención—, pues la posición del empirismo lógico «no surge de un prejuicio empírico res­
pecto al conocimiento científico, sino de una búsqueda lógico-matemática de fundamen­

164
tos y de investigaciones lógicas relativas a la estructura del conocimiento de las ciencias rea­
les, llevadas a cabo sin supuestos previos»385. Esa estructura del conocimiento y, por tanto,
de la función epistémica del lenguaje es, sin embargo, universal, pues ha de permitir fun­
dar la validez general de los enunciados científicos; el considerarla resultado de regularida­
des que se fijan y expresan mediante «convenciones» o de «decisiones» arbitrarias evita atri­
buirle, a esa validez general, un estatuto de necesidad que obligaría a situarse en el límite
trascendental del conocimiento. Y, sin embargo, este ascenso está implícito en las reflexio­
nes de Kraft, Hempel y Moulines, o en cualquier otra relativa a los «fundamentos» o la jus­
tificación del conocimiento.
Como lo está también en el propio Stegmüller, cuando enuncia lo que denomina el
problema de la comunicación (Mitteilungsproblem): se trata, de hecho, del mismo ya antes
aquí discutido como problema de la identidad intersubjetiva del significado. La autocrítica de
Carnap puso de manifiesto que no puede hablarse de conocimiento científico donde
alguien formula para sí pensamientos privados sobre algo; únicamente hay conocimiento
allí donde esos contenidos de pensamiento son comunicables y se hace posible la confron­
tación y la revisión crítica con o frente a otros. Stegmüller afirma que la ciencia ha de ser
intersubjetiva no sólo en el sentido de que presente métodos públicos y obligatoriamente
generales para la comprobación de las declaraciones científicas, sino sobre todo en el de que
a las expresiones empleadas en la ciencia se les exige que sean comprensibles intersubjetiva­
mente. Pero la idea fundamental de su reflexión es el modo en que este requisito de validez
aparece ligado al de la posibilidad de una elaboración discursiva de los elementos de la cien­
cia, sujetos así a revisión crítica y a reelaboración basada en la instrucción mutua: «Sólo
existe ciencia allí donde la discusión es posible-, y una discusión entre otro y yo sólo puede
tener lugar cuando soy capaz de explicar al otro, con suficiente exactitud, el significado de las
expresiones que yo empleo, así como el otro tiene que explicarme a mí el significado de las
palabras que él emplea»386. El principio empirista enuncia un presupuesto de partida para
el empirismo moderno: el de que esta comunicación del significado de los símbolos lin­
güísticos sólo parece ser posible allí donde entran en juego bien expresiones lógicas o mate­
máticas, bien aquellas cuyo contenido semántico lo constituyen conceptos empíricos. Pero
el ámbito de las reglas pragmáticas que constituyen este y otros presupuestos normativos
sólo se considera, desde su concepción general de la función epistémica o representativa del
lenguaje, en tanto que empíricamente «dado» y sólo susceptible de incorporación en tér­
minos de decisiones arbitrarias o de regularidades observables y convenciones que las expre­
san.
Lo que se pretende mostrar con el análisis interpretativo que aquí se lleva a cabo es la
necesidad de un «ascenso pragmático-formal» que permita dar cuenta de la validez de la
reflexión y la reconstrucción que el propio empirismo lógico ha llevado a cabo de la
estructura lingüística de las teorías científicas. Una posición pragmático-formal de orien­
tación kantiana no entra necesariamente en conflicto con los rendimientos del análisis
lógico en el ámbito de la semántica formal, ni con el abandono crítico del trascendenta-
lismo ligado al paradigma de la filosofía de la conciencia. Se ha mostrado cómo la focali-
zación del interés en el lenguaje por parte del empirismo lógico está motivada por la nece­
sidad de responder al presupuesto normativo que define al conocimiento científico: pues
la comunicación intersubjetiva y la posibilidad de emplear significados idénticos es la
única garantía para la validez del discurso científico. Sin embargo, como ha mostrado
Putnam, intersubjetividad e identidad del significado para todos los hablantes no pueden
considerarse «dados» sin hacer imposibles los procesos de aprendizaje y el que el conoci­
miento del mundo no esté completamente determinado por las categorías lógicas y semán­

165
ticas del sistema de representación adoptado. El único modo de evitar esto es aceptar que
el requisito de comunicabilidad intersubjetiva sólo se puede afirmar como una idea regu­
lativa, con el valor de un presupuesto normativo que oriente las discusiones y la práctica
de la ciencia en general. El que entre estos presupuestos normativos se encuentre el de la nece­
saria referencia a una realidad objetiva extralingüística impide dar carta de ciudadanía a la
afirmación de que «todo es lenguaje». Esta última fórmula sólo refleja la decisión del empi­
rismo moderno de situar en el ámbito de la pragmática empírica el «campo de trabajo» del
que proceden las reglas lógicas y el saber del significado -reglas de uso- del sistema de
representación. Pero la apelación a lo que ha de estar presente en el lenguaje representati­
vo en general entraña, necesariamente, una perspectiva czzw-trascendental sobre las condi­
ciones de posibilidad de la expresión lingüística del conocimiento y sus presupuestos nor­
mativos.
La respuesta de Stegmüller al «metafísico» con el que imaginariamente dialoga toma la
forma de un argumento ¿-¿wz-trascendental similar al de Kant cuando rebate al escéptico, o
al empleado por K.-O. Apel, aparentemente muy alejado de la posición de Stegmüller, al
formular su principio de no-autocontradicción pragmática-, si el metafísico pretende validez
para determinados principios de la formación de conceptos y de la fundamentación, enton­
ces ha de admitir también «que se le exija explicitar los nuevos conceptos introducidos y
fundamentar sus afirmaciones»; y ha de estar dispuesto asimismo a admitir que su interlo­
cutor critique la falta de claridad de los conceptos o los fallos de su fundamentación. El
mismo carácter tiene la apelación de Stegmüller al presupuesto sin el cual el término cien­
cia quedaría vacío de contenido: «así, con respecto a las proposiciones científicas debería
presuponerse que están formuladas en un lenguaje susceptible de ser comprendido intersubje­
tivamente»™7. Por consiguiente, el requisito de intersubjetividad es un presupuesto regula­
tivo sin el cual el propio concepto de la ciencia o del discurso científico -lo «dado»- pier­
de su validez. El otro presupuesto fundamental de la posición empirista lo enuncia
Stegmüller inmediatamente a continuación: el requisito de que los conceptos fundamenta­
les «hagan referencia a lo empírico»; pero este segundo presupuesto se justifica por apela­
ción al primero: pues sólo esto permite «un entendimiento sobre las expresiones en cues­
tión que contienen a esos conceptos»388. Lo que está enunciando de hecho Stegmüller para
fundamentar su posición no es sino el tipo de presupuestos pragmático-formales que sólo
una reflexión czwz-trascendental hace accesibles. Su objeción a aceptar las leyes y principios
de la ciencia como «juicios sintéticos a priori» refiere de nuevo al plano semántico de la
construcción, y no al pragmático.
Aunque la preocupación de Stegmüller, como representante del empirismo moderno,
es responder a objeciones de filósofos especulativos, la línea que adopta su respuesta delata
una perspectiva inequívocamente kantiana. Así, recoge de Carnap la caracterización de la
tarea del empirismo lógico como una construcción de sistemas semánticos con aplicación para
la ciencia. La asunción relativa al carácter necesariamente empírico de toda investigación
pragmática hace que el punto de partida del análisis sea el saber del lenguaje de la comu­
nidad de hablantes o de especialistas concernidos; aquí «lo dado» es el lenguaje natural y su
conocimiento y comprensión por parte de éstos. Cabe suponer que los elementos y reglas
de la construcción proceden de la serie de abstracciones antes descrita -que conduce desde
la pragmática empírica a la semántica y la sintaxis puras-. Sin embargo, los criterios de
selección y los requisitos y exigencias para llevarlo a efecto no pueden considerarse mera­
mente «empíricos», fácticos: no están realizados plenamente en ningún sistema o teoría
científica -de ahí la necesidad de optar por sistemas formales frente al lenguaje natural-,
pero sí pueden verse como principios regulativos de la práctica de la ciencia y de la cons­

166
trucción de discursos científicos. Si su formulación ha de partir de «lo dado», es decir, del
saber del lenguaje, es preciso que se lleve a cabo a partir de una reflexión que, en el plano
pragmático de la actividad científica y argumentativa, equivale al tipo de reflexión que Kant
llamó «trascendental». La diferencia esencial reside en el desplazamiento que el giro lin­
güístico representa: desde el ámbito de la conciencia o el pensamiento, al ámbito del len­
guaje.

2.2.2. La. definición semántica de la verdad de Tarski

Lo que sigue es una breve exposición de los elementos conceptuales y formales indis­
pensables para poder entender discusiones posteriores y la incorporación de esta teoría
semántica por parte de la filosofía postanalítica. El propio Tarski ofreció, en un ensayo pos­
terior, una descripción informal del marco conceptual general y del significado filosófico de
su teoría semántica389. Comienza haciendo referencia a la noción clásica de verdad como
correspondencia -la teoría «aristotélica» de la verdad-, que Tarski parafrasea: «la verdad de
un enunciado consiste en su acuerdo (o correspondencia) con la realidad», o, alternativa­
mente, «un enunciado es verdadero si designa un estado de cosas existente». Esta formula­
ción es engañosamente trivial; lo es en el mismo sentido que la declaración de Aristóteles
en la Metafísica, 7, 27: decir de lo que es que no es, o decir de lo que no es que es, es falso;
decir de lo que es que es, o de lo que no es que no es, es verdadero. El compromiso teóri­
co de estas formulaciones se pone de manifiesto cuando se observa, en primer lugar, que la
definición es una definición formal, que da una condición general aplicable cualquiera que
sea el contenido concreto del enunciado390; y, en segundo lugar, que la condición es relati­
va al tipo de relación que ha de establecerse entre el ámbito del lenguaje y el de la realidad
objetiva descrita desde éste.
Tarski insiste repetidas veces en el curso de su trabajo en que la definición que propone
lo es para lenguajes formalizados, o para lenguajes de estructura especificable391. Observa asi­
mismo que no parece posible asignar al predicado «verdadero» un significado exacto e ine­
quívoco, por lo que cualquier precisión supone necesariamente una desviación respecto al uso
común del término en el lenguaje corriente. Con respecto al ámbito lingüístico de la investi­
gación de Tarski, que es el de las teorías deductivas con reglas suficientemente especificadas y
susceptibles de parafrasearse en o traducirse a un lenguaje formal, una definición satisfactoria
de la noción de verdad ha de satisfacer dos condiciones: ser materialmente adecuada y formal­
mente correcta. A continuación será preciso especificar los conceptos que emplea la definición
y las reglas formales a las cuales ésta debe ser conforme. El problema de una definición de la
verdad sólo logra una respuesta precisa y rigurosa si se limita a aquellos lenguajes cuya estruc­
tura haya sido especificada con exactitud, y para ello es preciso comenzar por caracterizar sin
ambigüedad las secuencias de signos y expresiones sintácticas que pueden constituir expresio­
nes significantes. Los pasos son los siguientes.
1. Se indican los términos primitivos que se van a utilizar sin definición, y las reglas de
formación o de definición que permiten introducir nuevos términos.
2. Se establecen criterios que permitan distinguir, dentro de la clase de las expresiones,
la subclase de los enunciados o sentencias (sentences, Sátze).
3. Se formulan las condiciones bajo las cuales se puede afirmar un enunciado perte­
neciente a un lenguaje dado; en particular se necesitan:
3.1. los axiomas, o enunciados primitivos que se ha decidido aceptar sin prueba;

167
3.2. las reglas de inferencia (o de prueba}, mediante las cuales es posible deducir nuevos
enunciados afirmados a partir de otros enunciados previamente afirmados;
3.3. los axiomas y los enunciados deducidos a partir de ellos son los teoremas o enun­
ciados demostrables.
Si, al especificar la estructura de un lenguaje, se hace referencia exclusivamente a la
forma de las expresiones, el lenguaje se dirá formalizado; en un lenguaje de este tipo las úni­
cas expresiones que pueden afirmarse son los enunciados. Tarski observa que puede haber
lenguajes no formalizados pero con una estructura susceptible de especificación exacta, y
en los cuales la afirmación de los enunciados dependerá no únicamente de la forma lógica,
sino de otros factores no lingüísticos. La aproximación a fragmentos del lenguaje natural o
a teorías científicas que satisfagan estos requisitos podrá tener lugar mediante la construc­
ción de un lenguaje formal cuya estructura diverja de la de referencia «lo menos posible»392.
La exigencia de partir únicamente de lenguajes de estructura completamente especifi­
cada se debe a que sólo así es posible garantizar el cumplimiento de una de las dos condi­
ciones establecidas: la de la corrección formal de la definición, que impide que surjan anti­
nomias debidas a la autorreferencialidad de las nociones semánticas en el lenguaje natural
-lo que Tarski llama clausura semántica. Una definición formalmente correcta exige que no
se formule para lenguajes semánticamente cerrados y ello sólo es posible si se distingue con
toda precisión entre el nivel del lenguaje objeto y el nivel del metalenguaje, necesariamente
relativos uno a otro. Unicamente en el metalenguaje pueden aparecer las nociones semán­
ticas aplicables al lenguaje objeto y esta introducción ha de tener lugar mediante definición.
Para ello, el metalenguaje ha de ser esencialmente más rico que su correspondiente lenguaje
objeto, es decir, ha de incluir al propio lenguaje objeto (o una traducción suya); y la preci­
sión de esta exigencia remite a la segunda condición enunciada: la adecuación material de
la definición. Lo esencial de esta condición se ha visto ya en la exposición de Carnap; si p
es (la traducción en el metalenguaje de) cualquier enunciado de un lenguaje objeto L, X es
el nombre para este enunciado en el metalenguaje, y se pregunta por la relación lógica entre
los dos enunciados metalingüísticos «X es verdadero-en-L» y «/>», desde la perspectiva de la
noción de verdad tomada en consideración ambos enunciados son equivalentes. Esta equi­
valencia se formula mediante un esquema de axioma, la Convención V.
(V) X es verdadero-en-L si y sólo si p,
donde «p» puede sustituirse por (la traducción al metalenguaje de) cualquier enunciado del
lenguaje L al cual refiere el predicado «verdadero», y «X» por cualquier nombre de este
enunciado en el metalenguaje.
La condición para que el uso y la definición del término predicativo «verdadero» se consi­
deren adecuados desde un punto de vista material -e.d. de su contenido- es: que a partir de
ellos sea posible derivar todas las equivalencias de la forma (V). Es importante observar que se
trata de una definición extensional; cada instanciación particular del esquema de axioma será
sólo una definición parcial de la noción de verdad-en-L, que explica en qué consiste la verdad
de un enunciado particular. La definición general vendrá dada, en cierto sentido, por la con­
junción lógica de todas estas definiciones parciales393. Puesto que la Convención V que define
«verdadero-en-L» se formula en el metalenguaje, la referencia anterior a que éste sea esencial­
mente más rico que el lenguaje objeto L puede ahora precisarse. Restringiéndose a lenguajes
basados en la teoría de tipos, la condición equivale a exigir del metalenguaje que contenga varia­
bles de un tipo superior a las del lenguaje objeto. En general, es preciso que contenga: i. todas
las expresiones del lenguaje objeto (o sus traducciones correspondientes en el metalenguaje);

168
ii. nombres para estas expresiones (expresiones entrecomilladas, descripción estructural de la
concatenación de los signos, etc); iii. términos semánticos referidos al lenguaje objeto, como
«verdadero»; iv. los recursos habituales de la lógica (expresiones requeridas para la cuantificación
y funciones veritativas, más la expresión de teoría de conjuntos «xG y» para la pertenencia)394.
La definición, tomando en consideración las condiciones enunciadas, procede del siguien­
te modo395. Se parte de la noción semántica de satisfacción, que se define recursivamente: 1. las
Junciones sentencíales o sentencias abiertas no se consideran «verdaderas» o «falsas», sino satisfa-
cibleso no por tupias ordenadas de ariedad n (n<l) de individuos tomados del universo del dis­
curso; 2. se define la noción de satisfacción, en correspondencia con lo anterior, como una rela­
ción entre sentencias abiertas con un número arbitrario de variables individuales libres, de la
forma «F x„ x2,..., x„, xntl,...», e infinitas secuencias de objetos <O], o2,..., on, on+1, ...>; por con­
vención se establece que una sentencia abierta n-aria se dirá satisfecha cuando sea satisfecha por
los primeros n miembros de la secuencia (los restantes son irrelevantes y se ignoran). Si se elige
la lógica de predicados de primer orden como lenguaje objeto L, según la propuesta de Tarski
se sigue la siguiente construcción formal para el metalenguaje ML correspondiente:
1. Vocabulario de L:
variables de individuo: x,, x2, ...
constantes predicativas (de ariedad determinada cada una): Fp F2, ...
conectivas sentencíales: -i, V
cuantor: 3x¡
2. Reglas sintácticas:
2.1. Todas las sentencias atómicas, formadas a partir de un predicado n-ario seguido de
n variables, es una expresión sintácticamente bien formada (o fórmula bien formada, abre­
viadamente fbf).
2.2. Si A es fbf, también lo es T -|A1.
2.3. Si A y B son fbfs, también lo es f AvBl .
2.4. Si A es fbf, también lo es T 3xAl .
3. Definición de la relación de satisfacción:
Se introduce ML, el metalenguaje de L, de tal forma que las variables «x¡» de L se corres­
pondan con las variables metalingüísticas «a¡» de ML, y los predicados «F¡» de L con las cons­
tantes metalingüísticas «R,» de ML. Junto a una traducción de toda expresión pertenecien­
te a L, se cuenta en ML con nombres, «v¡», para las variables individuales de L, de tal forma
que v, = «x¡», y con nombres «P¡» para los predicados de L, de tal forma que P, = «F¡». A, B,
... son variables que recorren el conjunto de sentencias (abiertas o cerradas) de L; es posi­
ble reemplazarlas por nombres de sentencias del lenguaje objeto. Con ayuda de los signos
de ¿wnz-paréntesis (Quine), « T » y «1 », se construyen los nombres de expresiones comple­
jas de L: así, T -1P1v3v5l es el nombre de la expresión de L «-iFjXjXj» (entendida sintáctica­
mente como una concatenación ordenada de los símbolos que aparecen). Con ello se ha
establecido un procedimiento para construir, dada una expresión de L, el nombre corres­
pondiente en Ml (que puede consistir en una descripción estructural de la cadena de sig­
nos). Finalmente, es preciso introducir variables que estén por las secuencias existentes for­
madas a partir de elementos del universo del discurso U: f, f’, f”, ...
Se define entonces la noción de satisfacción para sentencias abiertas de L en el dominio
D = <U, Rp ..., Rk> bajo la interpretación I, la cual hace corresponder al predicado P¡ de L

169
la relación R, perteneciente a D, partiendo de su determinación para las sentencias atómi­
cas y a continuación por recursión para las expresiones complejas:

(1) Una secuencia infinita f satisface en D la expresión F bajo la interpreta­


ción I syss
(2a) f satisface í —, Al syss f no satisface A.
(2b) f satisface T AvBl syss f satisface A o f satisface B.
(3) f satisface T 3v,Al syss existe al menos un a perteneciente a U, tal que f\ satisface
A (donde «f",» es la secuencia que resulta de sustituir en f el miembro i-ario, a¡, por a).
Puesto que la satisfacción de una sentencia abierta dada por una secuencia determina­
da sólo depende de los miembros de la secuencia que se hacen corresponder con las varia­
bles libres de dicha sentencia, es posible simplificar la notación original de Tarski y hablar
de la satisfacción de una expresión en la que aparece una variable libre v¡ por el objeto a¡, o
de la satisfacción de una sentencia abierta con las variables libres v,, ..., vn por la tupia orde­
nada <a15 ..., an>.
4. Definición de la noción de verdad (a partir de la de satisfacción):
Una sentencia cerrada A de L (cuyas variables están todas cuantificadas) es verdadera en
el dominio D bajo la interpretación I si y sólo si A es satisfecha por toda secuencia de obje­
tos.
Se confirma así que la definición, de acuerdo con el objetivo de Tarski, no está ligada
a compromisos epistemológicos y puede considerarse «filosóficamente neutral». Pues no
consiste en un criterio o procedimiento de prueba para mostar la concordancia de enun­
ciados con los hechos; lo que la Convención V correlaciona no es una expresión y un
hecho, sino dos expresiones lingüísticas -una procedente del lenguaje objeto y otra del
metalenguaje. Quine396 ha explicado esta introducción de la noción de verdad como un
procedimiento «desentrecomillador», que no define el predicado «verdadero» en el sentido
estricto de la palabra definir, es decir, que no dice cómo eliminar el término definido de
cualquier contexto para sustituirlo por una expresión previamente establecida. Siguiendo a
Quine, se dice que el predicado verdadero «desentrecomilla» un cierto enunciado E si la
forma «___ es verdadero syss____ » se torna válida cuando E se cita entre comillas en el pri­
mer espacio y se escribe directamente en el segundo. El requisito de corrección formal nace
de la observación de que un lenguaje que incluya recursos para citar y añadir, más los recur­
sos de la lógica elemental, no puede contener también el predicado «verdadero» sin dar
lugar a antinomias. Así, la definición no puede «desentrecomillar» cualesquiera enunciados
y, en particular, aquellos en los cuales el predicado semántico esté contenido o parafrasea­
do mediante otros términos. Sí permite dar cuenta de la aplicación del predicado en el caso
de todos los enunciados «eternos». En estos casos, el enfoque desentrecomillador de la
Convención V hace transparente la noción de verdad: la retrotrae a la comprensión intui­
tiva de los hablantes, que consideran la verdad como una relación entre el lenguaje y el
mundo: lo «verdadero» es el enunciado, pero su verdad consiste en que el mundo sea como
el enunciado describe. Quine ha hablado aquí, entonces, de una teoría «desentrecomilla-
dora» de la verdad.
La noción de verdad así definida se aplica esencialmente a oraciones enunciativas
cerradas, que no contienen variables libres. Quine hace comprensible la definición final
de Tarski -de aspecto paradójico- al explicar que el correlato de la verdad para las oracio­
nes enunciativas abiertas es el predicado diádico de satisfacción-, una asignación de objetos

170
a variables satisface una oración si esa oración es verdadera para esos valores de las varia­
bles. Una asignación de valores a las variables es una función, una relación mediante la cual
se relaciona uno y sólo un objeto con cada variable. Una oración cerrada, que no contie­
ne variables libres, es trivialmente satisfecha por todas las asignaciones o por ninguna,
según sea verdadera o falsa. Por ello, el elemento fundamental en la construcción de Tarski
es el de la definición de la noción de satisfacción. H. Field ha puesto de manifiesto, en
contra de la interpretación de K. Popper, que la definición de Tarski no es una definición
de la noción semántica fundamental a partir de nociones no semánticas, sino que «Tarski
logró reducir la noción de verdad a otras nociones semánticas determinadas [en particular,
las de designación (o referencia) y satisfacción, C.C.J; pero no explicó en modo alguno
estas otras nociones, de manera que sus resultados sólo obligarían a considerar aceptable
la palabra verdadero’ a quienes ya considerasen aceptables las otras nociones semánti­
cas»397. Esto sugiere que sería posible otro proceso en la construcción, que adoptase la
noción de verdad como primitiva y precisara las de satisfacción y denotación o referencia.
De hecho, esto es algo que el propio Tarski observa: él mismo había indicado la posibili­
dad de definir según un procedimiento análogo las nociones semánticas que esta defini­
ción ha adoptado como primitivas —satisfacción, designación, definición-398.
Junto a las nociones de satisfacción y denotación (o referencia), Tarski parte de algo
más: de una noción de traduccción —de las expresiones del lenguaje objeto a las metalin-
güísticas- que está basada, en algún sentido, en la noción de significado. Para explicar la
relación entre el lenguaje objeto y el metalenguaje, así como el último supuesto señalado
en la definición de Tarski (una noción de traducción -entre el lenguaje objeto y el meta-
lenguaje— correlativa con una noción de significado), puede ser pertinente una reflexión
que parta de la «reducción al absurdo» trazada por Wittgenstein en el Tractatus. El meta-
lenguaje desempeñaría la función de un lenguaje de segundo nivel que satisface: 1. contie­
ne el lenguaje objeto; 2. contiene sus propias expresiones en correlación con los hechos y
objetos de la realidad objetiva, y 3. contiene las nociones semánticas que permiten dar
cuenta de la correlación entre los enunciados del lenguaje objeto y los hechos del mundo.
Estas nociones se definen desde el interior del propio mentalenguaje. Pero, para que esto sea
posible, es preciso suponer que los enunciados metalingüísticos que hablan del mundo son
epistémicamente válidos, es decir, que guardan la adecuada correlación con los hechos -ade­
cuación material-. La capacidad expresiva de este metalenguaje permite llegar a cabo lo que
Wittgenstein en el Tractatus no consideraba posible en el límite de la recursión: 1. descri­
bir la estructura del enunciado; 2. describir la estructura del hecho correspondiente en tér­
minos de las expresiones metalingüísticas, y 3. describir en qué consiste la correlación
estructural entre ambas estructuras; pero, además, 4. permite establecer si tal correlación es
válida, es decir, evaluar si ésta se adecúa a las reglas y requisitos que definen la validez epis­
témica -la verdad, a partir de las otras nociones primitivas o lógicamente más simples de la
correlación: designación o referencia, y satisfacción.
La crítica de Wittgenstein en el Tractatus consistía en señalar que en esta descripción
del proceso de evaluación de la validez hay una petición de principio: pues se está presu­
poniendo la capacidad figurativa del metalenguaje, al suponer que establece la correlación
adecuada con todo aquello que figura: los enunciados del lenguaje objeto, los hechos rea­
les y la identidad de forma lógica entre ambos. Wittgenstein tenía razón, pues esto es lo que
la construcción de Tarski tiene que suponer: este límite se hace explícito en el hecho de que
su definición es siempre relativa a un lenguaje, el lenguaje objeto, y no es posible evaluar la
validez de la propia definición sino que ésta es a su vez dependiente del metalenguaje, es decir,
de que éste establezca -como se supone- la adecuada correlación con la realidad. Tarski pre­

171
supone que es posible traducir el lenguaje objeto al metalenguaje, y esto implica que pre­
supone también el acceso desde el metalenguaje a las relaciones de referencia o designación
de sus nombres y a las de satisfacción de sus predicados con respecto al mundo. El metalen-
guaje «preserva» esta correlación —la relación de significado, en términos estrictamente
extensionales- y la evalúa; pero para ello ha de presuponerla como algo dado -ha de pre­
suponer una noción de significado y su realización en el lenguaje objeto.
Un segundo rasgo fundamental de la definición de Tarski, junto con los supuestos de
partida, es el de que se trata de una definición extensional. Un predicado puede caracteri­
zarse intensionalmente, como una propiedad o relación, o especificando la condición que
han de cumplir un objeto o una tupia de objetos para satisfacer el predicado; o puede darse
de él una definición extensional, que consiste en dar la clase de todos los objetos o tupias
de objetos que lo satisfacen. La definición del predicado verdadero de Tarski es de este
segundo tipo: la definición viene dada extensionalmente por todos los pares ordenados de
expresiones metalingüísticas que satisfacen el esquema de la Convención V.
La posibilidad apuntada por ambos rasgos fundamentales de la definición de Tarski
-adoptar otras nociones semánticas como primitivas, y preservar el carácter extensional de
las definiciones- es la perspectiva adoptada por la filosofía post-analítica, al tomar verdade­
ro como noción primitiva (Quine) y definir a partir de ella la de significado (Davidson).

2.2.3. W.V. O. Quine

La crítica de Quine al empirismo lógico abre lo que se ha denominado filosofía post­


analítica^. Su trabajo en lógica formal ha sido determinante: ha formulado por primera
vez las reglas para los cuantores en el cálculo clásico de deducción natural que hoy se adop­
tan habitualmente, ha elaborado dos alternativas distintas a la fundamentación de la mate­
mática de Russell y ha probado por vez primera, sin el recurso al procedimiento de gódeli-
zación, la incompletud de los sistemas formales. En particular, la interpretación objetual de
los cuantores le ha permitido probar que es posible eliminar las constantes individuales en
cualquier lógica clásica de primer orden, de modo que sólo contenga expresiones generales
con variables individuales cuantificadas. Este resultado cobra una significación de alcance
en su aplicación al análisis semántico del lenguaje natural y, en particular, en el estudio del
tipo de compromiso «ontológico» a que conduce la estructura referencial de las expresiones
lingüísticas en el contexto de las teorías científicas —tesis de la inescrutabilidad de la referen­
cia o de la relatividad ontológica. En su teoría general de la ciencia ha partido de la crítica a
la concepción de la diconomía analítico/sintético y al criterio empirista del significado en
la formulación del empirismo lógico; ha adoptado una concepción holista, unida a una
forma del criterio empirista (Peirce) y a la tesis de que los enunciados de la ciencia sólo son
susceptibles de análisis y evaluación tomándolos en conjunto (Duhem). Ello conduce a la
tesis de la infradeterminación de teorías, que en el contexto más amplio del lenguaje natural
en su función epistémica adquiere la forma de una más radical tesis de la indeterminación
de la traducción radical. Junto al análisis semántico de las teorías científicas, Quine ha pro­
puesto una teoría del conocimiento (epistemología) que adquiere la forma de una teoría del
aprendizaje del lenguaje: pues, de acuerdo con otra tesis fundamental, por conocimiento hay
que entender realidad a la que se accede con medios lingüísticos. Todo lo anterior, unido a un
escepticismo extremo respecto a cualquier planteamiento intensionalista en su concepción
del lenguaje -lo que le hace proponer una teoría semántica tipo Tarski, que evite tanto las
dificultades de la teoría del significado en el sentido tradicional como las de su sustitución

172
por una teoría de la referencia apoyada en reificaciones—, y a un naturalismo o empirismo
igualmente radical en su teoría del conocimiento —que le lleva a considerar la psicología
como única forma de epistemología posible, y a basar su teoría semántica en la observación
de la conducta lingüística—, conducen a lo que Follesdal ha enunciado como tesis de la inse­
parabilidad de teoría y lenguaje, o de la inseparabilidad entre el saber del significado y el saber
del mundo. Esto parecería conducir, inevitablemente, a una forma de relativismo lingüísti­
co extremo, algo que Quine discute. Su posición supone, además, que la filosofía de la cien­
cia y la epistemología o teoría del conocimiento, por un lado, y la filosofía del lenguaje y
la teoría del aprendizaje lingüístico, por otro, estén para Quine indisolublemente engrana­
dos entre sí.
En el curso de su obra Quine ha ido llevando a cabo una constante revisión y modifi­
cación de algunos de sus planteamientos, sin renunciar al marco general de tesis funda­
mentales. Respecto a su concepción del lenguaje y su teoría del aprendizaje lingüístico, los
intérpretes coinciden en señalar que la obra Palabra y objeto (1960) marca un punto de
inflexión: si aquí se insistía en comprender el lenguaje como una «destreza social»400, poste­
riormente se ha acentuado la perspectiva empirista y naturalista ya presente antes de esta
obra; esto se pone de manifiesto en particular, como se va a ver, en las definiciones de sig­
nificado estimulativo y de enunciado observacional. En trabajos más recientes, sin embargo,
es posible distinguir una tercera etapa, caracterizada por una reelaboración de posiciones
anteriores que en cierto sentido matiza el holismo extremo de ese segundo momento inter­
medio -optándose por un holismo restringido a contextos teóricos en principio indepen­
dientes entre sí, y no abarcador del conjunto de la ciencia- y, más interesante aún, que
sugiere una toma de conciencia ante el hecho de que la «naturalización de la epistemolo­
gía» propuesta inicialmente en una forma radical es incapaz de responder a determinados
aspectos de la normatividad de las teorías científicas.

i. Estructura referencial y criterio del compromiso ontológico de teorías.


Propuesta de una regimentación lógica

En la tradición analítica de la filosofía del lenguaje anterior a Quine hay un intento por
hacer del análisis el método que permite estudiar los sistemas de reglas subyacentes a los sis­
temas lingüísticos. Se trataba de lograr una teoría del significado general y clarificadora de
los mecanismos lógicos -por oposición a los psicológicos- que hacen posible la expresión
lingüística del conocimiento. El recurso a la semántica formal se reveló un método ade­
cuado, pues permite analizar, con la ayuda de conceptos precisos, el sistema lingüístico que
subyace al comportamiento lingüístico de los hablantes y a su empleo de las expresiones. El
capítulo quinto de Palabra y objeto comienza con una recapitulación de los momentos en
los que, en capítulos anteriores, el análisis de la función semántica del lenguaje natural ha
hecho aconsejable alejarse de la forma de la gramática superficial y recurrir a una notación
formal simbólica, con el fin de evitar ambigüedades o clarificar fenómenos. Se ha visto
cómo en la tradición analítica anterior el recurso a lenguajes artificiales permitía formalizar
teorías específicas; pero, sobre todo, se aspiraba a construir un lenguaje lógicamente per­
fecto que pudiera considerarse el modo de expresión ideal del conocimiento y la ciencia.
Quine explica que, al adoptar el mismo método, su objetivo es hacer posible la compren­
sión del funcionamiento referencial del lenguaje y la clarificación de nuestros esquemas
conceptuales; pero esto sólo es posible si se simplifica también la propia notación simbóli­
ca de la lógica moderna. Su idea es adoptar una notación lógica canónica, una forma canó­

173
nica que pueda aplicarse a los enunciados del lenguaje natural. No se trataría de reempla­
zar éste mediante un lenguaje artificial; pues la propia notación simbólica se introduce y
explica en términos del lenguaje natural, y es igualmente admisible incluir, en el contexto
de la notación lógica canónica y desempeñando la función de componentes simples, tér­
minos del propio lenguaje natural, su vocabulario y sus construcciones gramaticales; sólo
se exigiría «parafrasear» en términos formales dichas construcciones del lenguaje corriente
cuando lo exigieran la inferencia o el análisis en curso. En última instancia, los sistemas
canónicos de la notación lógica no serían notaciones completas para hablar sobre temas
particulares, sino notaciones parciales para un discurso en el que hablar de cualquier tema
en general. La paráfrasis de un enunciado en términos de un lenguaje formal es virtual­
mente equivalente a la paráfrasis del mismo en términos de un fragmento especial del pro­
pio lenguaje natural, o semi-natural401.
Pero Quine observa también que el tipo de simplificación o aclaración de la teoría lógi­
ca a la que una notación lógica canónica contribuye no es sólo útil para implementar algo­
ritmos eficientes para la deducción, o para servir a los propósitos de la comunicación, sino
que es también conceptual. Cada reducción en la variedad de los constituyentes necesarios
para construir los enunciados científicos equivale a una simplificación de la estructura del
esquema conceptual inclusivo de la ciencia; cada eliminación de construcciones o nociones
oscuras que se logre mediante una paráfrasis en términos de elementos más claros es, de
hecho, una aclaración del esquema conceptual de la ciencia. En última instancia, «[l]a
búqueda del patrón más claro y simple de notación lógica canónica no puede distinguirse
de la búsqueda de categorías últimas, de la determinación de los rasgos más generales de la
realidad»402. Con ello se está enunciando la tesis arriba señalada: la inseparabilidad de teo­
ría y lenguaje -aquí, el lenguaje de la notación lógica canónica descrita. El planteamiento
de Quine tiene como referencia el trabajo previo de Carnap, quien había hecho del lenguaje
natural, al cual se tiene acceso por una investigación empírica, el instrumento para la cons­
trucción de lenguajes formales; éstos no habían de permitir tanto parafrasear modos de
habla equívocos, como construir nuevos modos de expresión que fueran válidos para los
propósitos de las teorías científicas; el lenguaje corriente, en tanto que metalenguaje
(Tarski), sirve a este propósito de nueva construcción. Los detractores de este enfoque
adoptado por la semántica formal habían contraargumentado críticamente que la aclara­
ción de las expresiones lingüísticas depende, de modo esencial, del contexto de uso; acep­
tar esta objeción suponía, sin embargo, aceptar formas de relativismo lingüístico (B. L.
Whorf) y, en última instancia, una relativización del conocimiento al marco lingüístico o
esquema conceptual de las teorías (T. Kuhn) -en última instancia, esta crítica negaba la
posibilidad de una acumulación del conocimiento o un desarrollo progresivo en la ciencia
sobre una base racional. Quine formula su propia propuesta haciendo uso de la noción de
esquema conceptual405. Pero ha intentado combatir el relativismo lingüístico extremo
mediante una concepción holista de la ciencia y del significado que, si bien subsume una
doble forma de relatividad, muestra cómo el compromiso ontológico de teorías es inesen­
cial para el desarrollo del conocimiento y no tiene que llevar, necesariamente, a la disolu­
ción de los criterios de verdad o de la propia noción de validez epistémica. A este fin sirve
su adopción del método formal de análisis. Quine toma en consideración los sistemas for­
males con un espíritu alejado de la búsqueda inicial de un lenguaje lógicamente perfecto o
epistémicamente ideal; los contempla como fragmentos integrantes del lenguaje natural o
como ampliaciones de éste y su notación ha constituido una alternativa al método original
de Tarski. Con ella, Quine ha probado que es posible formular una teoría semántica para
el lenguaje natural -en su uso epistémico- que prescinda tanto de intensiones como de

174
referencias y que permita hacer transparentes los compromisos ontológicos de las teorías, al
tiempo que muestra su carácter inesencial.
Esta última afirmación interpreta en términos informales lo que está de hecho presen­
te en la investigación estrictamente lógico-formal de Quine y en su aplicación de estos
resultados a su teoría semántica. La notación lógica canónica a la que hace referencia se ha
introducido ya en el apartado inmediatamente anterior, al exponer la teoría semántica de
la verdad de Tarski. Se ha contado entonces con la definición de un sistema formal en gene­
ral a partir de la lógica de predicados clásica, que habitualmente incluye: 1) las constantes
lógicas veritativo-funcionales, 2) constantes individuales (a’, ‘b’, c’, ...), 3) variables indivi­
duales (‘x’, y’, ‘z’, ...), 4) los cuantores ‘3x’ (existe un x’) y ‘Vx’ (‘para todo x’), y 5) cons­
tantes predicativas (‘F’, ‘G’, ‘H’, ...). (Quine introduce, además de los paréntesis usuales, lo
que llama ¿-«¿wz-citas: cualquier expresión encerrada entre los símbolos ‘ ’ designa los
trasfondos contextúales constantes. Asimismo, la notación lógica canónica incluye la rela­
ción conjuntista de pertenencia, ‘g ’, y el signo de identidad ‘=’ como primitivos). Las con­
tantes individuales están, en el caso general, por los términos singulares constantes del len­
guaje natural: nombres propios, descripciones definidas, etc. La notación lógica canónica
de Quine elimina las constantes individuales del lenguaje -a partir de una interpretación
objetual de los cuantores404— y obtiene así un lenguaje formal que únicamente contiene for­
mas cuantificacionales puras. Las reglas sintácticas especifican cuáles son las expresiones
gramaticalmente correctas (se admiten sentencias abiertas). Finalmente, las reglas semánti­
cas interpretan el sistema al fijar el dominio de valores de las variables y las extensiones de
los predicados, a partir de lo cual es posible establecer la verdad o falsedad de las sentencias
cerradas (que sólo contienen variables cuantificadas). La formulación exacta de la defini­
ción de Tarski permite clarificar la función referencial de las estructuras lingüísticas, esto es,
su relación de correspondencia con objetos del mundo real. Éste es el tipo de compromiso
que permite explicitar la introducción de una notación lógica canónica, en el sentido antes
señalado por el propio Quine. Haciendo una lectura informal, H. Lauener ha señalado405
que la definición veritativo-funcional de las conectivas lógicas, así como el tratamiento de
la cuantificación mediante la introducción de variables individuales y cuantores, captura la
función esencial de los términos correspondientes del lenguaje natural a los que parafrasea;
no se trata, por tanto, de una mera abreviatura notacional, sino de la explicitación de una
relación estructural que pone de manifiesto las conexiones deductivas importantes. El
hecho de que la paráfrasis formal no se ajuste a la gramática superficial o resulte «antinatu­
ral», no impide a Quine poder defender que estas expresiones permiten hacer transparente
un rasgo «ontológico» importante presente en ellas: pues el sistema semántico de reglas
recursivas permite asignar un valor de verdad a los enunciados complejos a partir de la refe­
rencia al mundo que hacen los términos individuales y generales (variables individuales y
constantes predicativas) contenidos en los enunciados atómicos, referencia al mundo que
se establece mediante la fijación de sus extensiones. La teoría de la verdad de Tarski se con­
vierte, en la reelaboración de Quine, en una definición «desentrecomilladora» de la verdad;
la traducción al metalenguaje se limita a parafrasear de modo conveniente el enunciado del
lenguaje objeto —predicar la verdad de «la nieve es blanca» es «lo mismo» que predicar de
la nieve que es blanca406.
La demostración de que, sobre la base de una interpretación realista (u objetual) de los
cuantores407, es posible siempre encontrar, para un lenguaje dado que contenga constantes
individuales, un lenguaje clásico de primer orden sin constantes individuales y equivalente
al primero, permite a Quine ceñirse en su notación lógica canónica a introducir variables
individuales y prescindir de las constantes; esta estrategia formal se apoya en un supuesto

175
teórico: el de que el peso «óntico» no descansa en los términos singulares (nombres propios,
descripciones definidas, etc.) del lenguaje en general, pues éstos son eliminables sin que la
capacidad expresiva disminuya. Para llevar a cabo esta eliminación de los términos singula­
res408 Quine se basa en el método de abstracción, que le permite definir las clases sin redu­
cirlas a agregados de objetos —lo que equivale a aceptar entidades abstractas como objetos
del dominio semántico. Puesto que el modo usual de determinar una clase consiste en espe­
cificar una condición necesaria y suficiente para ser miembro de ella, es preciso algún expe­
diente técnico que permita esta especificación. Quine adopta -tomándolo de Church- el
símbolo ‘Xx’ para traducir formalmente la expresión ‘la clase de todos los elementos x tales
que’; la formación de nombres de clases por medio de estos prefijos pasa a denominarse abs­
tracción, y resultados como ‘XxA’ o T (XxA) 1 reciben el nombre de abstractores. Tomando
‘...x...’ como cualquier fórmula que incluya la variable individual ‘x’, se introduce una defi­
nición formal que permita que cualquier expresión de la forma: ye Xx(...x...)’ esté de acuer­
do por su significado con las palabras: y es un miembro de la clase de todos los elementos
x tales que ...x...’409. Mediante este aparato formal, Quine va a poder afirmar que todos los
nombres que se pueden necesitar, para la lógica pura y la matemática o para cualquier otro
tipo de discurso, vienen adecuadamente suministrados por la abstracción. El procedimiento
consiste en una generalización del propuesto por Russell para eliminar las descripciones
definidas; se trataba de un expediente técnico para el problema de asignar valor de verdad
a los enunciados que contenían una descripción impropia -es decir, con referencia vacía o
múltiple-, mediante un análisis que parafraseaba la expresión en los términos alternativos
de una proposición existencial. El mismo problema puede evitarse en el caso de los nom­
bres, si se muestra cómo transformar éstos en descripciones; y esto es en principio siempre
posible, observa Quine, si las expresiones que se usan como nombres se interpretan como pre­
dicados. Para ello basta con introducir, para cualquier nombre propio ‘N’ (‘Europa, ‘Dios’,
‘Pegaso’), sentencias abiertas de la forma T n xl, donde ‘n’ es la nueva expresión predicati­
va en correspondencia con el nombre ( T eur xl, T dios xl, f peg xl), y parafrasear así el
nombre mediante la expresión ‘el x tal que Nx’410. Este procedimiento permite eliminar los
nombres primitivos en la construcción no sólo del lenguaje puramente lógico, sino tam­
bién de todos los lenguajes formalizables y de todas las aplicaciones de la cuantificación,
tanto lógicas como extralógicas; bastaría, para ello, con suplementar la notación lógica pri­
mitiva con un número indefinido de predicados extralógicos como ‘eur’, ‘dios’, peg’. Quine
observa que estos signos son de la misma categoría que el de pertenencia conjuntista ‘g ’,
pues cada uno se añade a una o más variables para generar una sentencia abierta atómica.
Así, desde el punto de vista de la notación lógica canónica los únicos términos individua­
les son las variables, que Quine considera asimilables a los pronombres del lenguaje natu­
ral; todos los abstractores, y en particular todos los nombres, son susceptibles de elimina­
ción cuando se define el operador de abstracción. Esto permite a Quine defender que los
operadores cuantificacionales son la única vía de referencia extralingüística411.
Desde el punto de vista del análisis semántico la conclusión es análoga a la que el pro­
cedimiento de Russell hacía posible: puesto que los nombres, al igual que las descripciones
definidas, son eliminables del lenguaje, su aparición en el uso del lenguaje natural no puede
considerarse una prueba de la existencia de alguna entidad supuestamente nombrada por
la expresión. Pues lo que se logra de este modo es reducir todos los términos singulares
-semánticamente, aquellos que se introducen como nombre de un único objeto— a térmi­
nos generales —aquellos que son verdaderos de varios objetos-412. Con ello, se elimina tam­
bién la aparente oposición entre las funciones desempeñadas por ambos: denotación y pre­
dicación. El término general es el que ocupa la posición predicativa; al parafrasear los

176
términos singulares como términos generales, lo que gramaticalmente aparece como sujeto
pasa a tener el valor semántico de un predicado y todos los enunciados del lenguaje -a efec­
tos de lo que es importante para la formulación de teorías científicas- son enunciados gene­
rales, que pueden parafrasearse mediante la notación lógica canónica propuesta: un len­
guaje clásico de primer orden sin constantes individuales, más la teoría de conjuntos. Pero,
para llegar a esta conclusión, el análisis de Quine ha tenido antes que detenerse en fenó­
menos lingüísticos gramaticales y semánticos que contradicen aparentemente esta posibili­
dad: no sólo los términos singulares, sino todas las expresiones indéxicas (pronombres per­
sonales y demostrativos, referencias temporales, etc.) y lo que Quine denomina contextos
referencialmente opacos, es decir, aquellos en los que no puede aplicarse el principio de sus-
titutividad salva veritate de expresiones equivalentes (citas, contextos modales, oraciones de
actitud proposicional). Se trata aquí de contextos intensionales, en los que una expresión sólo
puede sustituirse por otra que tenga no sólo la misma extensión, sino también la misma
intensión -esto es, que responda al mismo «concepto»: tal que su aplicación a un objeto
suponga la atribución de un mismo conjunto de propiedades. Esto significa, desde los pre­
supuestos epistemológicos y filosófico-lingüísticos de Quine, que las correspondientes
expresiones sólo son aparentemente referenciales413. Este último requisito es el que previa­
mente ha adoptado como criterio que permite identificar posiciones referenciales, las cuales,
antes del análisis, están ocupadas de modo arquetípico por los términos singulares. Quine
muestra de qué modo analizar los demostrativos y los pronombres personales en forma de
términos generales, así como otras expresiones lingüísticas y, en particular, los términos sin­
gulares indefinidos414. Ello permite, finalmente, considerar que todos los operadores que
ligan variables pueden definirse en términos de los cuantores universal y existencial415 y que
las posiciones referenciales están ocupadas por variables, cuya función es correlativa a la de
los pronombres en el lenguaje natural. Con respecto a los contextos opacos, Quine deja que
se integren en la notación lógica canónica en forma de términos generales cuya estructura
interna no es ulteriormente analizable; así trata, por ejemplo, las cláusulas subordinadas en
oraciones de actitud proposicional. De este modo, lo que la notación lógica canónica retie­
ne es lo siguiente: «[ajquellas de sus sentencias que no contienen sentencias como partes
están compuestas, cada una, por un término general sin estructura interna reconocible y que
permanece en posición predicativa, complementado por una o más variables. Es decir, que
las sentencias atómicas tienen las formas ‘Fx’, ‘Fxy’, etc. El resto de las sentencias se cons­
truyen a partir de las atómicas por medio de funciones de verdad, cuantificadores y quizá
otros recursos»416.
Una vez se ha dicho, de una teoría propuesta, cuáles de sus construcciones van a ser
predicaciones, cuáles cuantificaciones y funciones veritativas, se ha proporcionado con
ello la lógica de la teoría. Quedará por especificar su vocabulario de términos generales y
su universo del discurso. Con respecto a los términos generales, Quine rechaza cualquier
forma de realismo platónico que considere a los predicados nombres de cualidades o esen­
cias; el uso de los términos generales es en sí independiente de cualquier concepción pla­
tónica, pues para conocer su significado basta con un conocimiento de a qué objetos son
aplicables y a cuáles no. La conclusión platonizante que asciende desde las expresiones
predicativas generales a esencias nombradas por ellas no puede sostenerse con consisten­
cia, pues al mismo tiempo obliga a suponer un acceso pre-lingüístico a esas mismas esen­
cias que haga posible la interpretación del predicado según el modo del nombre. Pero
Quine rechaza asimismo una posición estrictamente nominalista; este rechazo se sigue de
su aceptación, junto a los objetos físicos, de las clases en tanto que objetos abstractos que
pueden formar parte del universo del discurso417.

177
Hay en esta caracterización de Quine, sin embargo, una dificultad subyacente y que en
cierto modo puede considerarse ligada a una crítica de H. Putnam. Quine explica el cono­
cimiento del significado de un término predicativo a partir del conocimiento de los obje­
tos a los cuales es virtualmente aplicable, por tanto de los que puede ser verdadero; pero
este conocimiento no sólo supone una experiencia de los objetos, sino también un saber
tácito de las reglas de uso para las expresiones lingüísticas, reglas que tienen que estar dadas
con precedencia, al menos lógica, para acceder a la formulación de enunciados verdaderos
sobre los objetos del mundo. Con respecto al problema de la introducción de nuevos tér­
minos generales, Quine rechaza la posibilidad de poder contar con algún «conjunto fun­
damental de términos generales», a partir de los cuales fuera posible expresar las caracterís­
ticas y estados de todos los objetos. Pero observa que sí es posible demostrar un resultado
lógico, que permite someter todos los términos generales a una «condensación formal» sor­
prendente. Para ello se define antes la noción de término general relativo como aquel que es
verdadero de un objeto x siempre relativamente a otro objeto y (e.g. mayor que’, parte de’).
Bajo el supuesto de que el universo del discurso comprende al menos dos miembros que
son objetos abstractos (clases), entonces puede probarse que cualquier vocabulario (finito o
infinito) de términos generales es reducible mediante paráfrasis a un único término relati­
vo diádico. Así, en cada estadio de suplementación o incorporación de un conjunto de nue­
vos términos generales, es posible «encapsular» todo el conjunto en un único término diá­
dico. Cuando se añaden nuevos términos es posible llevar a cabo la misma reducción: pero
el nuevo término diádico diferirá del anterior con respecto a los pares de objetos de los que
es verdadero418.
Lo que sugiere este resultado, si se considera sobre el trasfondo de una paráfrasis del
lenguaje natural, es que la expresión del conocimiento en los términos (extensionales) de
las condiciones de verdad no precisa del recurso a intensiones (conceptos o significados);
pero sólo es posible dentro del marco semántico de un universo del discurso a cuyos indi­
viduos (objetos físicos y clases) hagan referencia los «pronombres», es decir: las variables
ligadas de la teoría analizada; y es preciso también un conjunto de expresiones relaciónales
(términos predicativos diádicos) que permitan determinar estos objetos relativamente al
conjunto de relaciones que establecen con todos los demás. La caracterización que parece
seguirse es fuertemente holista, y -como se verá enseguida- conduce a la imposibilidad de
separar el conocimiento del mundo y el conocimiento del sistema lingüístico, o a la iden­
tificación entre teoría y lenguaje -tesis de la inseparabilidad de teoría y lenguaje. El estatu­
to «referencial» de las variables, su asimilación a los pronombres gramaticales, se expresa en
un conocido lema de Quine que parafrasea, irónicamente, a Berkeley: ser es ser el valor de
una variable ligada, el universo del discurso no es sino el recorrido de los valores de las varia­
bles cuantificadas. Se trata aquí del criterio del compromiso ontológico de teorías: «una teoría
supone entidades de un tipo dado si, y sólo si, algunas de ellas han de contarse entre los
valores de las variables para que los enunciados que la teoría afirma sean verdaderos»419.
Lo que al comienzo del capítulo 5 de Palabra y objeto aparecía como una declaración
programática puede considerarse ahora una conclusión alcanzada: el análisis que hace posi­
ble la paráfrasis de un enunciado mediante la notación lógica canónica permite hacer explí­
cito al mismo tiempo su compromiso óntico; la cuantificación es un recurso técnico para
hablar en general de objetos y hacer explícito lo que una teoría dice que hay. «En las variables
y la cuantificación busco evidencia de lo que una teoría dice que hay, no evidencia de lo que
hay»420. Este es el sentido del método de ascenso semántico que lleva, de hablar en ciertos tér­
minos, a hablar acerca de ellos -que lleva, de un modo material (inhaltlich) de habla, a un
modo formal (Carnap)-. Quine señala que la estrategia del ascenso semántico permite

178
situarse en un nivel de lenguaje en el cual es posible la discusión y alcanzar un acuerdo inter­
subjetivo: «lleva la discusión a un dominio en el que ambos partidos pueden ponerse mejor
de acuerdo respecto a los objetos (e.d., las palabras) y los términos fundamentales relativos
a ellos (...) La estrategia consiste en ascender a un ámbito común para dos esquemas con­
ceptuales dispares entre sí, con el fin de discutir sobre la disparidad de fundamentos»421. Pero
esto significa adoptar una perspectiva no meramente descriptiva de las formas de las expre­
siones lógicas y de sus modos de aplicación, sino también normativa: es preciso discutir sobre
la validez de estos criterios con respecto al mundo real conocido y nuestro acceso a él y, en
particular, de los que guían la fijación de la referencia (Putnam). Esto parecería obligar a
rebasar el marco puramente descriptivo de la conducta lingüística empírica y de las reglas
fácticas de empleo de los téminos, posibilidad no aceptada por Quine. Sin embargo, sí dice
que el criterio del compromiso ontológico de teorías se propone para hacer explícitos los pre­
supuestos ónticos de las teorías; fuera de su alcance cae lo que Carnap había denominado
cuestiones externas al marco lingüístico o conceptual: qué lleva a decidirse por una determi­
nada ontología, lo que equivale en cierto modo a preguntar por qué justifica la validez del
esquema conceptual adoptado. Quine, empero, considera que esta pregunta es similar a las
preguntas internas de las ciencias: la respuesta tiene la forma de una hipótesis. Pero en su for­
mulación, y en la adopción de una entre varias posibles alternativas, Quine apela a criterios
normativos: simplicidad, familiaridad con los principios, o el principio de razón suficiente422.

ii. Crítica a la noción de analiticidad. Criterio empirista y holismo del significado

El análisis semántico anterior y los resultados de lógica formal que lo respaldan están
internamente conectados con la crítica desarrollada por Quine, en «Dos dogmas del empi­
rismo»423, a la noción de analiticidad del empirismo lógico y a la noción de verdad lógica
como verdad por convención. Esto es lo que en última instancia proporciona la base a su
concepción holista y a la tesis de la inseparabilidad de teoría y lenguaje (Follesdal). Quine
abre su ensayo con una referencia crítica a Kant; y para entender su compleja argumenta­
ción se precisa antes una breve aclaración de la contraposición conceptual analítico/sintéti-
co424. En la Critica de la razón pura, Kant ofrece una definición de juicio analítico que his­
tóricamente se ha tomado después como referencia. «Analítico» y «sintético» describen,
según esta concepción clásica, la relación en que se encuentran el concepto del sujeto y el
concepto del predicado; se trata de dos relaciones mutuamente excluyentes y exhaustivas,
pues todos los juicios son bien analíticos, bien sintéticos. En un juicio analítico, el concepto
del predicado no añade nada al del sujeto, sino que está contenido en éste —es uno de los
conceptos particulares que cabe distinguir en el sujeto al analizarlo-; cualquier otro juicio
será sintético, lo que significa que el concepto del predicado no estará previamente conte­
nido en el del sujeto425. Quine señala dos inconvenientes en esta definición: se limita a jui­
cios de la forma sujeto-predicado, y apela a una relación entre conceptos —«estar contenido
en»- que no se aclara suficientemente. Propone, por ello, una reformulación de esta defi­
nición: un enunciado se dirá analítico cuando es verdadero en virtud de los significados e
independientemente de cómo sean los hechos. Los términos «enunciado» y «significados»,
no presentes en la formulación kantiana original, remiten a distinciones fundamentales
para la filosofía del lenguaje del s. XX y que en el planteamiento mentalista de la filosofía
de la conciencia no eran posibles. Donde la Crítica habla de «conceptos», el análisis distin­
gue: 1. el término o expresión lingüísticos; 2. el concepto, significado o intensión (lo expre­
sado por el término o expresión), y 3. el objeto o extensión, elemento de una realidad extra­

179
lingüística a la que el término o expresión remiten o refieren. Paralelamente, en el ámbito
del «juicio» es preciso distinguir: 1. el enunciado, o cadena de signos que satisface deter­
minadas reglas sintácticas de un lenguaje o lengua; 2. la proposición, el sentido o el juicio
expresado por el enunciado, y 3. el hecho, o fragmento de la realidad extra-lingüística en
correspondencia con lo expresado por el enunciado. El carácter problemático de la relación
señalado por Quine reside en que los elementos nombrados en segundo lugar (conceptos,
o significados, y juicios), a diferencia de los designados en primer y tercer lugar (palabras y
enunciados, u objetos y hechos), no pertenecen a ámbitos observables empíricamente.
En la misma obra de Kant hay, sin embargo, una segunda aproximación a la noción de
analiticidad: no se trata ya de una categoría que describe la estructura de los juicios, sino que
describe el fundamento o las condiciones para la verdad de éstos. Esta segunda caracterización
aparece en la afirmación: «cuando el juicio es analítico (...) su verdad tiene que poderse reco­
nocer de modo suficiente, en cualquier momento, según el principio de contradicción»426. Un
juicio es analítico cuando su negación es una contradicción. Si el «concepto del sujeto» se
entiende como un conjunto de conceptos -los conceptos predicativos que cabe atribuirle-,
entonces la conexión entre ambas caracterizaciones es inmediata. Se ha visto ya cómo Frege
introduce una noción de analiticidad que tiene en cuenta esta segunda caracterización, si bien
en el contexto de la conceptografía cobra una significación nueva: «analítico» y «sintético» no
conciernen aquí a la estructura o al contenido de los juicios, sino a lo que justifica su enun­
ciación; las dos categorías nombran el tipo de prueba, en la que descansa la verdad del juicio.
Si la prueba o demostración de la verdad del juicio depende sólo de reglas lógicas generales y
definiciones, la verdad es analítica; si, por el contrario, no es posible probar esta verdad sin
recurrir a otras verdades que no son de naturaleza lógica, sino provinientes de un ámbito par­
ticular de la ciencia, la verdad es sintética427. Esta nueva definción de Frege identifica las nocio­
nes de verdad analítica y verdad lógica, y correlativamente las de verdad sintética y verdad
empírica (o fáctica). Con ello remite al problema que la reflexión de los empiristas lógicos
puso de manifiesto: el relativo a cuál sea el estatuto de las reglas lógicas y las definiciones, pro­
blema que les llevó finalmente a afirmar el carácter convencional de las verdades lógicas.
Esta serie de discusiones y reformulaciones desembocaron en una nueva noción de ana­
liticidad, que es la que Quine toma como punto de partida y hace objeto de su crítica: la
que permite afirmar que un enunciado es analítico cuando o bien es una verdad lógica (m el
sentido anterior), o bien puede transformarse en una verdad lógica cuando en él se sustituyen
sinónimos por sinónimos1™. Con ello, Quine está introduciendo de hecho dos tipos de enun­
ciados analíticos. Como ejemplo del segundo tipo propone «todos los solteros son no-casa­
dos», cuya analiticidad descansaría en la sinonimia de «soltero» y «no-casado». Pero éste es,
precisamente, el ejemplo del que partía Carnap para justificar la necesidad de introducir,
junto a las reglas sintácticas de los sistemas lingüísticos, lo que llamó postulados de signifi­
cado. El recurso a la noción de sinonimia por parte de Quine supone ya un distanciamien-
to crítico respecto a esta caracterización de Carnap, quien en lugar de hablar de una susti­
tución de sinónimos por sinónimos habla de postulados de significado, que entiende como
definiciones o reglas de sustitución. Con ello se aproximaba a la caracterización tradicional
-un enunciado es analítico si es verdadero únicamente en función de los significados de los
términos que aparecen en él, e independientemente de los hechos-, pero sin dejar de adop­
tar un criterio empirista de significado que definía éste en términos de las reglas de aplica­
ción de la expresión concernida. Así, para Carnap un enunciado era analítico si su verdad
o falsedad podían establecerse sobre la única base del conocimiento de las reglas de aplica­
ción de las expresiones que aparecen en él y sin recurso a información sobre la realidad. De
este modo, la analiticidad se explicaba remitiéndola a convenciones lingüísticas.

180
Quine comienza observando que esta caracterización de Carnap sólo es aplicable, en
principio, a lenguajes cuyas reglas estén suficientemente especificadas o sean especificables;
y objeta que se limita a remitir la explicación de la noción de analiticidad a la de regla(s)
semántica(s): pero esta última noción, incluso si se considera relativamente a un lenguaje
artificial, permanece igualmente necesitada de clarificación ulterior. Incluso si se considera
que las reglas semánticas de este lenguaje artificial son reglas de traducción al lenguaje natu­
ral —lo que cabe entender como una alusión implícita a la teoría «desentrecomilladora» de
la verdad en el sentido antes visto-, con ello no se ha avanzado en la aclaración de la noción
de analiticidad. El diagnóstico final de Quine pretende identificar dónde se origina el erró­
neo supuesto de que existen verdades analíticas. Observa que la verdad, en general, depen­
de tanto del lenguaje como de los hechos extralingüísticos; ello lleva a suponer que la ver­
dad de un enunciado es analizable en un componente lingüístico y un componente fáctico;
aceptado este supuesto, parece razonable pensar que en algunos enunciados el componen­
te fáctico podría ser nulo, y éstos constituirían los enunciados analíticos. Pero, a pesar de lo
razonable de la idea, «todavía no se ha trazado el límite entre enunciados analíticos y sin­
téticos». Afirmar que existe esta distinción entre el contenido empírico expresado por un
enunciado y el componente lingüístico de su estructura lógica (sintáctica y semántica) es,
afirma Quine, un «dogma del empirismo»429.
En la argumentación de Quine se hacen presentes dos presupuestos fundamentales: en
primer lugar la imposibilidad de separar, en los enunciados, un componente fáctico y otro
lingüístico; en segundo lugar, lo insostenible de suponer lo que equivaldría a una forma de
conocimiento a priori -la que daría acceso a las reglas semánticas de la lógica subyacente al
lenguaje, en el análisis del lenguaje natural o de los enunciados de la ciencia. La crítica de
Quine a la distinción analítico/sintético está conectada con su crítica a la noción de verdad
lógica de Carnap. En «Verdad por convención»430 había criticado la pretensión de Carnap de
fundar la lógica en estipulaciones -por tanto, en convenciones- que fijaran el significado de
las constantes lógicas, mediante postulados y reglas de transformación; pues, en ese momen­
to, Carnap defendía que las verdades lógicas lo eran en virtud únicamente de los significa­
dos de esos términos lógicos. Quine, en este ensayo, construía esas estipulaciones de signifi­
cado en forma de reglas para la asignación de valores de verdad a las sentencias que
presentaban las formas apropiadas; y mostraba, a continuación, cómo se caía en un regreso
al infinito, pues para generar, a partir de las estipulaciones, la clase completa de las verdades
lógicas, se precisaban además reglas lógicas de inferencia: pero éstas no podían introducirse
sin nuevas estipulaciones que fundamentaran su validez, iniciando de nuevo el proceso. La
inevitabilidad de un regreso al infinito ponía de manifiesto que la lógica no podía funda­
mentarse en convenciones explícitas sin suponer además una lógica previa, que permitirá
instanciar las convenciones.
El núcleo de la crítica de Quine era el siguiente. De acuerdo con la perspectiva del con­
vencionalismo lingüístico carnapiano, la noción de verdad lógica se delimitaba suponiendo
que los enunciados correspondientes sólo dependen para su verdad del vocabulario lógico
que figura en ellos, y no de los términos descriptivos (términos singulares o predicativos).
Pero la construcción de Quine ponía de manifiesto que las verdades lógicas también depen­
dían de cuáles fueran los métodos de inferencia o de prueba, los cuales necesitaban a su vez
de ulterior fundamentación. Lo que Quine rechaza es que las verdades lógicas, o analíticas
en general -incluido el segundo tipo de enunciados de su definición, según sustitutividad
de términos descriptivos sinónimos-, puedan considerarse irrevisables^. (En el caso de las
verdades matemáticas, consideradas analíticas por Carnap por estar desprovistas de conte­
nido empírico, Quine señalaba que el resultado probado por K. Gódel en 1931 había pues­

181
to de manifiesto que no puede haber una sistematización coherente dentro de la cual todo
enunciado de la aritmética elemental, o de la matemática, sea demostrable; de ello se sigue
que el establecimiento de cualquier verdad matemática depende de los métodos de prueba,
que son en sí mismos incompletos y están sujetos a ulterior revisión y desarrollo).
Un segundo ataque de Quine a la dicotomía analítico/sintético es su crítica al segundo
«dogma del empirismo»: se trata del criterio verificacionista del significado, de acuerdo con
el cual el significado de un enunciado es su método de confirmación o infirmación, y del
intento de salvar mediante él la noción de analiticidad. Esta teoría, que Quine retrotrae a
Peirce, adoptó la forma de un «reductivismo radical» en el primer fenomenalismo de
Carnap, cuando se defendió que todo enunciado con significado empírico tenía que poder­
se traducir a un enunciado (verdadero o falso) acerca de la experiencia sensorial inmediata;
posteriormente se mostró la imposibilidad de traducir los enunciados relativos al mundo
físico a enunciados sobre la experiencia immediata: pero el dogma reductivista sobreviviría
en la suposición de que todo enunciado, tomado aisladamente respecto a los demás, es sus­
ceptible de confirmación o refutación. La contrapropuesta de Quine es la que enuncia su
teoría holista del lenguaje de las teorías científicas y que Quine retrotrae a Duhem: «nues­
tros enunciados relativos al mundo externo no se enfrentan al tribunal de la experiencia
sensible individualmente, sino como un cuerpo articulado»; y «la unidad empíricamente
significante es el todo de la ciencia»432.
La tesis holista que se conoce como tesis de Duhem-Quine incluye, sin embargo, una
precisión que va a cobrar particular importancia en la discusión posterior. Quine señala que
su contrapropuesta no niega la doble dependencia del conocimiento científico respecto al
lenguaje y a la experiencia; lo que afirma es que este dualismo no puede identificarse en los
enunciados tomados individualmente, aunque sí -parece sugerir- en teorías globales o en
la totalidad de los discursos de la ciencia. Pues aquí la experiencia inmediata se expresa en
enunciados directamente observacionales situados en el «límite» de las teorías. La elabora­
ción ulterior, que incorpora términos descriptivos de carácter teórico («hipótesis» o «pos­
tulados» ontológicamente comprometidos) y criterios para la formulación de enunciados
como los vistos al final del apartado anterior —simplicidad, principio de razón suficiente,
familiaridad con principios anteriores, economía de la explicación, capacidad predictiva433,
etc.- justifican la observación de que la experiencia puede «acomodarse» y reevaluarse en
una pluralidad de alternativas posibles, así como su tesis de que los enunciados no pueden
verse confirmados de forma aislada sin considerar su interdependencia respecto a los demás.
El esquema, conceptual (Carnap: marco conceptual o marco lingüístico) de la ciencia podría
verse como un instrumento que permite predecir experiencia futura a partir de la expe­
riencia pasada. Esta afirmación de Quine legitima la interpretación de que sigue mante­
niendo la dualidad contenido empiricol esquema lingüístico, aunque la unidad mínima de sig­
nificado sea «el todo de la ciencia»434. Esta distinción de Quine sugiere que sería posible un
conocimiento del componente lingüístico que entra en juego en la formulación de enun­
ciados, o de las determinaciones que el lenguaje introduce en la descripción de la expe­
riencia, o -en términos que se sitúan más allá del marco naturalista al que Quine de nin­
gún modo quiere renunciar- de las condiciones formales que hacen posible y válida esta
descripción. La conclusión de Quine no es desde luego ésta; su conclusión es la de que
tanto la noción de enunciado analítico como el concepto de significado —en el sentido de
la intensión-, que considera conectado con el anterior, y todos los emparentados con ellos,
permanecen sin aclarar y han de excluirse de la ciencia y de cualquier teoría sobre el cono­
cimiento o sobre el lenguaje en general. Pero no es inconsistente con ello que, a pesar de su
crítica al criterio empirista del significado que parte de Peirce, aún recupere una versión

182
revisada del mismo y proponga una reformulación pragmática para la noción de verdad
analítica o necesaria -que permitiría entenderla como la de aquellos enunciados, pertene­
cientes a un sistema científico, a cuya validez no se quiere renunciar por razones científico-
prácticas—435.
La revisión del criterio empirista del significado conduce al principio de infradetermi-
nación de teorías, internamente conectado con la tesis holista: «La totalidad de la ciencia, el
lenguaje matemático y el natural (...) está infradeterminada por la experiencia de modo
similar, aunque más extremo. Los bordes del sistema han de mantenerse en contacto con la
experiencia; el resto, con sus ficciones y mitos elaborados, tiene como objetivo la simplici­
dad de las leyes»436. Las «ficciones y mitos elaborados» no son sino los términos teóricos des­
criptivos que equivalen a un postulado o hipótesis de existencia; es en este nivel teórico, y
no en el directamente observacional, donde surge el fenómeno de la infradeterminación de
teorías. Pues en otro lugar Quine explica que, una vez que todas las observaciones posibles
han quedado fijadas, la teoría puede variar; es posible pensar en dos teorías inconsistentes
entre sí pero que sean, sin embargo, igualmente compatibles con «todos los datos posibles»,
es decir, que sean «lógicamente incompatibles y empíricamente equivalentes»437. Sin embar­
go, si se continúa asumiendo el criterio empirista de Peirce -el significado de un enuncia­
do atiende a lo que contaría como evidencia de su verdad, o, equivalentemente, consiste en
la totalidad de los enunciados que fundamentan su verdad438-, en el marco de la tesis holis­
ta de Duhem-Quine -los enunciados teóricos no alcanzan evidencia empírica tomándolos
aisladamente, sino sólo en su interconexión con el conjunto de la teoría-439, entonces el
papel de los enunciados observacionales continúa siendo en cierto modo el tradicional en
el empirismo, pues éstos aún constituyen el tribunal de apelación de las teorías científicas;
pero la definición de esta categoría ha de ser revisada y formulada de nuevo, y esto es exac­
tamente lo que ha hecho Quine.
Dos ideas son centrales para la nueva caracterización de los enunciados de observación
por parte de Quine. En primer lugar, la aproximación causal en términos de los estímulos
recibidos sobre el córtex cerebral. Así, declara que el tipo de significado que es básico para
la traducción y para el aprendizaje del lenguaje es necesariamente significado empírico «y
nada más»; y que, puesto que «lo que hoy mejor se considera que es la entrada de nuestros
mecanismos cognitivos son, simplemente, las estimulaciones de nuestros receptores senso­
riales», «lo que deseamos de los enunciados observacionales es que sean los que estén en más
estrecha proximidad causal con los receptores sensoriales»440. En conformidad con esta idea,
propone la siguiente definición: «Podemos comenzar definiendo el significado estimulativo
afirmativo de un enunciado como ‘Gavagai’, para un hablante dado, como la clase de todos
los estímulos (...) que provocarían su asentimiento (...) Podemos definir el significado esti­
mulativo negativo de modo similar, pero sustituyendo asentimiento’ por ‘disentimiento’, y
a continuación definir el significado estimulativo como el par ordenado de los dos»441. El sig­
nificado estimulativo de un enunciado para un sujeto epistémico comprende su disposición
a asentir o disentir del enunciado en respuesta a estímulos presentes; los estímulos son vis­
tos como lo que activa la disposición. Se define entonces enunciado ocasional o situacional
(occasion sentence) como aquél que mueve a asentir o disentir únicamente tras la estimula­
ción apropiada442. Pero aquí se presenta el problema de lo que Quine llama «información
intrusiva» o «colateral», y que consiste en la observación de que el asentimiento o disenti­
miento pueden estar provocados por el tipo de información almacenada que el conoci­
miento del lenguaje presupone, información sin la cual no estaríamos en situación de for­
mular veredictos sobre el valor de verdad de los enunciados. Por ello, la definición que se
propone de enunciado observacional excluye explícitamente esta posibilidad —algo legítimo

183
en la propuesta de una definición teórica, con independencia de la dificultad de su aplica­
ción práctica—: «fijos enunciados situacionales cuyos significados estimulativos no varíen
bajo la influencia de información colateral pueden recibir de manera natural el nombre de
enunciados observacionales», y «una sentencia [enunciado] es una sentencia de observación si
todos los veredictos sobre ella dependen de estimulación sensorial presente, y no de infor­
mación almacenada que vaya más allá de lo suficiente para la comprensión de la sentencia».
Frente a este tipo de enunciados, se denominan enunciados fijos (standing statements) a aque­
llos que mueven a asentimiento o disentimiento concordante entre los hablantes sin la pre­
sencia de estímulos determinados443.
Pero la noción de enunciado observacional, según se ha definido, requiere una precisión
que remite al segundo rasgo característico arriba mencionado: el de la intersubjetividad. Pues
la posibilidad de invarianza respecto a la respuesta, o la apelación a una comprensión sufi­
ciente, suponen tácitamente algo que Quine hace explícito: un enunciado observacional
debe en principio mover a asentimiento o disentimiento a todos los miembros de la misma
comunidad lingüística; estará por consiguiente caracterizado porque todos los hablantes de
una misma lengua o lenguaje emiten el mismo juicio acerca de su verdad, en presencia de
los mismos estímulos apropiados. Así, se reformula la definición sustituyéndose por la
siguiente: «una sentencia de observación es aquella sobre la que todos los hablantes de una
lengua emiten el mismo veredicto cuando se da la misma estimulación concurrente»; y
«[pjuesto que el rasgo distintivo de una sentencia de observación es el acuerdo intersubjeti­
vo bajo estimulación concordante», «las sentencias de observación han de ser el tribunal
intersubjetivo de las hipótesis científicas»444. Este requisito de la aceptación por toda la comu­
nidad -eventualmente, por la comunidad de especialistas en una materia- es consistente con
la crítica a la distinción analítico/sintético, pues permite a Quine sustituir la noción tradi­
cional de analiticidad. Lo determinante para la interpretación de una teoría es la obtención
de su estructura semántica, en el sentido de la definición de Tarski, más una comprensión
pre-teórica de la noción de verdad cuyo contenido empírico se determina conductualmente
a partir de asentimientos y disentimientos de los hablantes. La infradeterminación de teorí­
as hace que esta estructura semántica dependa en última instancia de los mecanismos de indi­
viduación del lenguaje (términos lógicos y términos descriptivos interpretados sobre un uni­
verso del discurso, más expresiones relaciónales como es igual que’, es distinto de’, es otro’,
pronombres, ordinales, etc.), que no pueden retrotraerse a la base de estímulos sensoriales de
modo objetivo. Esta concepción holista del lenguaje de las teorías entraña por tanto una con­
cepción coherentista de la verdad.

iii. Indeterminación de la traducción radical y aprendizaje lingüístico.


Inseparabilidad de teoría y lenguaje

El carácter observacional de los enunciados de situación u ocasionales se convierte en


una cuestión de grado: depende del grado de constancia del significado estimulativo entre
los hablantes. Cuando se trata de traducir dos lenguas extrañas para las que no existe toda­
vía un manual de traducción -Quine lleva a cabo una reconstrucción contrafáctica en la
que un lingüista o naturalista se enfrenta a un lenguaje nativo desconocido: situación de
traducción radical-, las premisas teóricas que Quine ha ido estableciendo conducen de
forma inexorable a la tesis de la indeterminación de la traducción radical^5. El «experimen­
to mental» de Quine, la situación contrafáctica de la que parte su reconstrucción, tiene que
incluir premisas que Quine no hace totalmente explícitas. Sí dice que ha de considerarse

184
un rasgo universal de la conducta humana tanto la disposición a asentir o disentir como el
reconocimiento de estos comportamientos; se sobreentiende que el asentimiento y disenti­
miento son equivalentes funcionales de la asignación de verdad o falsedad a los enunciados,
por tanto del reconocimiento de una correspondencia válida de éstos con situaciones obje­
tivas; y tácitamente se da por supuesta la precomprensión de la lingüisticidad humana, que
permite reconocer determinadas manifestaciones y gestos físicos como expresiones simbó­
licas. Es posible mostrar entonces, en primer lugar, que los enunciados observacionales pue­
den traducirse, si bien con el grado de incertidumbre habitual en situaciones inductivas. En
segundo lugar, también es posible identificar equivalentes funcionales de las conectivas veri-
tativo-funcionales -sin que tenga sentido aquí preguntarse si se ha tenido acceso con ello a
la «lógica nativa»-446. En tercer lugar, cabe reconocer cuáles son los enunciados estimulati-
vamente analíticos -o estimulativamente contradictorios. En cuarto y último lugar, es posi­
ble dirimir el problema de lo que Quine denomina sinonimia estimulativa intrasubjetiva de
los enunciados ocasionales o de situación no observacionales —que está, sin embargo, tam­
bién determinada por información colateral, y es en última instancia dependiente de la
constancia virtual entre la comunidad de hablantes-; pero aquí ya no puede hablarse de tra­
ducción. El siguiente paso consistirá en esforzarse por fragmentar las expresiones traduci­
das a fin de identificar «palabras» y su articulación sintáctica, y continuar después con la
traducción de enunciados teóricos447.
Pero, a partir de este punto, el proceso de traducción sólo puede proceder si se hacen
entrar en juego hipótesis analíticas de traducción. Quine las define informalmente como
equivalencias tentativas que el traductor radical establece entre palabras y expresiones, y
tales que son conformes a las cuatro condiciones enumeradas arriba. Stegmüller ha mos­
trado que es posible representar la noción de hipótesis analítica de traducción de Quine
mediante una función recursiva f que se define entre los enunciados de dos lenguajes o len­
guas, y tal que satisface las condiciones siguientes:
1. si p es un enunciado observacional de la lengua nativa que está correlacionado con
un significado estimulativo determinado, entonces f(p) es un enunciado observacional de
la propia lengua que es estimulativamente sinónimo con p',
2. la función /«conmuta» con las conectivas veritativo-funcionales, es decir, f(no-p) es
funcionalmente equivalente a no-fíp), y f(p y q) es funcionalmente equivalente a f(p) y f(q);
3. si p es estimulativamente analítico (resp. contradictorio), lo mismo vale paraf(p);
4. si el traductor radical ha llegado a aprender la lengua nativa, la condición (1.) puede
extenderse a todos los enunciados ocasionales o de situación448.
El concepto de hipótesis analítica contiene, por consiguiente, todo lo que en la situación de
la traducción radical puede obtenerse por un procedimiento empírico. Pero esto determina que
a la pregunta de si es posible la comprobación empírica de una traducción radical hipoté­
tica, la respuesta sea definitivamente negativa. Pues, en primer lugar, y puesto que todas las
hipótesis analíticas son, desde un punto de vista empírico, igualmente válidas, cualquiera
de las posibles alternativas puede pretender ser una traducción correcta. En segundo lugar,
es evidente que las condiciones 1-4 anteriores excluyen todavía una gran cantidad de ora­
ciones de la lengua que no están asociadas de modo inmediato con estímulos, lo que deter­
mina que la elección entre las varias posibles traducciones globales esté finalmente guiada
por criterios extraempíricos. Estas posibles alternativas concuerdan todas con respecto a los
enunciados observacionales, pero pueden dar lugar después a ordenaciones deductivas de
los enunciados no observacionales -incluso, de enunciados fijos que no son analíticos ni
contradictorios- lógicamente inconsistentes entre sí449. Quine habla de que lo que tiene

185
lugar es una abierta proyección de los hábitos lingüísticos del traductor radical, lo que
entraña la proyección de términos descriptivos cuyas referencias en la lengua nativa no pue­
den establecerse objetivamente -tesis de la inescrutabilidad de la referencia, apoyada en el
famoso ejemplo del término gavagai’ y el problema de traducción que representan expre­
siones teóricas como ‘los neutrinos carecen de masa’450.
Esta formulación puede hacer pensar que la tesis de la indeterminación de la traduc­
ción radical es correlativa, en el ámbito de las lenguas naturales, a a la tesis de la infrade-
terminación de teorías en el ámbito científico. Pero Quine ha dedicado una reflexión inde­
pendiente a mostrar que no es así: la indeterminación de la traducción radical es una tesis
adicional y, en cierto sentido, más fuerte. El punto de partida en la situación de traducción
radical es el establecimiento de igualdades o equivalencias entre los enunciados observacio­
nales, lo que tiene lugar a partir del establecimiento por inducción de igualdades o equiva­
lencias entre significados estimulativos. Para construir los enunciados no observacionales
son precisas hipótesis analíticas, cuya justificación última es que correlacionan entre sí esos
enunciados observacionales; pero la elección entre las posibles alternativas no está guiada,
como en el caso de las teorías científicas, por criterios como los mencionados antes -sim­
plicidad, poder explicativo, etc.—: bastará con considerar que es «razonable» atribuir una de
ellas, o haber llegado a ella antes. Quine señala también la diferencia entre la tesis de la
indeterminación de la traducción radical y la que afirma la inescrutabilidad de los térmi­
nos referenciales: esta segunda no conduce necesariamente a la primera, y la primera no
tiene como consecuencia la relatividad ontológica -lo que sí sería el caso con la segunda-451.
Aunque la reflexión de Quine acaba aquí, su afirmación es fácil de entender si se sitúa en
el marco antes trazado de una teoría de la verdad en la línea de Tarski. De acuerdo con sus
primeros trabajos en lógica y la formulación del criterio del compromiso ontológico de teo­
rías, el concepto de satisfacción que permite una definición del predicado «verdadero» pre­
supone un análisis lógico-gramatical que permita la identificación funcional de las conec­
tivas lógicas, los cuantores, las variables individuales o los predicados. Para interpretar los
términos descriptivos o no lógicos es preciso determinar antes una «ontología», es decir, un
domino semántico o universo del discurso; pero, manteniendo constante el significado
(reglas de uso) de los términos lógicos, es posible elegir de distinto modo el dominio de
valores de las variables sin cambio en la estructura semántica, introduciendo el cambio
correlativo preciso en la interpretación de los predicados. El proceso de la traducción radi­
cal viene garantizado por la satisfacción de las condiciones 1-4 que definen a las hipótesis
analíticas, y éstas son condiciones formales sobre la estructura semántica; sólo la fijación de
un universo del discurso, y la interpretación sobre él de los términos descriptivos o no lógi­
cos, introduce la condición de adecuación material de la Convención V de Tarski -sin que
nada garantice que la elección de una interpreteación entre las posibles es «la» correcta452-.
A esto se refiere la tesis de la incescrutabilidad de la referencia. La tesis de la indetermina­
ción de la traducción radical, por su parte, remite -como se ha visto- al establecimiento de
hipótesis analíticas y a la traducción de todos los enunciados que no están asociados con
enunciados observacionales, lo que los excluye incluso del ámbito de aplicación de las hipó­
tesis analíticas. W. K. Essler ha expresado esta misma idea al interpretar que, según la con­
clusión alcanzada por Quine, un conocimiento parcial de las extensiones (significados esti­
mulativos, o contenido empírico) de una lengua no excluye distintas intensiones posibles
(diferentes sistemas de reglas de uso)453.
La argumentación anterior podría hacer pensar que Quine pretende establecer una
línea de demarcación entre el lenguaje natural en su uso comunicativo y el lenguaje de la
ciencia, orientado a la descripción del mundo. Sin embargo, como ha observado D.

186
Follesdal, Quine utiliza en muchos momentos los términos ‘lenguaje’ y ‘teoría’ de forma
intercambiable, y análogamente respecto a ‘información’ y ‘significado’. La interpretación
de Follesdal454 ha puesto de manifiesto el verdadero alcance filosófico-lingüístico de la pro­
puesta de Quine, cuya tesis no se limita a la afirmación -habitual en las exposiciones sobre
ello— de que distintas declaraciones pueden encontrar justificación en los mismos enuncia­
dos observacionales —e.d. poseer un mismo contenido empírico— sin que por ello se las
pueda ver como idénticas en su significado. La tesis «fuerte» de Quine puede, a partir del
análisis interpretativo de Follesdal, enunciarse diciendo que, del mismo modo que las
observaciones y las generalizaciones a partir de éstas determinan parcialmente los significa­
dos -en el sentido de usos regulados- de los términos que aparecen en sus expresiones
correspondientes, el contenido informativo de los enunciados es parcialmente dependien­
te del uso de las expresiones componentes; no puede trazarse, por consiguiente, una línea
de demarcación extensional clara entre enunciados que fijan el uso de las expresiones y
enunciados que expresan hechos relativos al mundo. Essler recoge esto mismo señalando
que equivale a la imposibilidad de trazar una línea de separación clara entre enunciados ana­
líticos, acpuí identificados con los enunciados que son a priori -es decir, que refieren al saber
del significado-, y enunciados sintéticos, aquí identificados con enunciados a posteriori -es
decir, que son relativos al saber del mundo455.
Follesdal parte de la identificación de dos argumentos distintos en los escritos de Quine
que prestan apoyo a la tesis de la indeterminación. El primero procedería a partir del holis­
mo y la teoría verificacionista del significado, y el segundo se basaría en ciertas diferencias
existentes entre las teorías de la naturaleza y las hipótesis analíticas empleadas en la traduc­
ción; este segundo argumento sería independiente del primero y, según Follesdal, más fun­
damental. El primer argumento, visto antes, conduce a la afirmación de que no es posible
asignar significado a los enunciados de modo aislado y, por consiguiente, a afirmar la inse­
parabilidad de información y significado, o inseparabilidad de teoría y lenguaje. No se tra­
taría aquí de una tesis epistemológica -la de que no somos capaces de separar el significa­
do (reglas de uso de las expresiones) de la información-, sino metafísica: de acuerdo con el
criterio empirista del significado de Peirce en la reformulación holista de Quine, no «hay»
tales instancias para que se las pueda separar456. Aquí residiría el núcleo central de la tesis de
la indeterminación de la traducción radical, y su consecuencia inmediata ya ha sido vista:
la traducción no es una cuestión que pueda juzgarse según criterios de corrección o ade­
cuación -a diferencia de lo que ocurre con la infradeterminación de teorías empíricas,
donde las cuestiones pueden dirimirse como «cuestiones de hecho».
Al vincular esta conclusión con la asunción del principio empirista, Follesdal está asu­
miendo tácitamente el mismo planteamiento naturalista de Quine: el supuesto de que las
intensiones (reglas de uso) no admiten una definición teórica precisa y sólo pueden deter­
minarse extensionalmente a partir de la descripción de la conducta lingüística de los
hablantes. Con respecto a este primer argumento de Quine, su debilidad radicaría -según
Follesdal- en que depende de la teoría verificacionista del significado, para la cual existen
alternativas; la tesis de Quine podría refutarse mediante el expediente teórico de elegir una
de éstas. Esto hace que el segundo argumento gane un peso decisivo. El segundo argumento
entra en juego implícitamente en los textos de Quine cuando éste aclara las diferencias
entre la infradeterminación de teorías empíricas y la indeterminación de la traducción radi­
cal. Como ya se ha visto, en el caso de las teorías lo que se exige es que puedan dar cuenta
del conjunto de la experiencia; esto elimina algunas construcciones, en la medida en que se
introduce un criterio de corrección; pero la posible existencia de alternativas empíricamen­
te equivalentes aunque lógicamente inconsistentes entre sí haría inviable la idea de una

187
única teoría «correcta». En el caso de la traducción entre lenguas, la correlación entre expre­
siones apela al criterio de «igualdad de significado»; pero, según la lectura de Follesdal,
Quine habría mostrado que este criterio no lo es en absoluto: pues no proporciona evi­
dencia que pueda contar en contra de alguna correlación posible -y mucho menos impo­
ner una única traducción.
Esta lectura parece entrar en contradicción con lo anteriormente visto aquí. Pues las
hipótesis analíticas de traducción se definían mediante un conjunto de condiciones que
toda posible correlación había de satisfacer. Sin embargo, también se ha enfatizado que
estas condiciones son todas y las únicas que pueden satisfacerse sobre la base de la eviden­
cia empírica disponible -de observaciones, más disposiciones de los hablantes a asentir o
disentir-; a partir de estas hipótesis analíticas, el resto de la construcción procede sin crite­
rios de adecuación en sentido estricto. En este sentido sí cabe aceptar la afirmación ante­
rior de Follesdal, así como entender que, casi sin transición, afirme: «Todo lo que este
segundo argumento a favor de la indeterminación presupone es a qué podríamos llamar
empirismo’: a la idea de que toda la evidencia que podemos encontrar en la traducción es
evidencia sensorial (...) la indeterminación de la traducción parece seguirse únicamente del
empirismo, sin que haya necesidad de algún otro dogma»457. En la traducción no se lleva a
cabo, sin embargo, una descripción de algún fragmento de realidad, sino que se establece
una correlación entre un lenguaje/teoría comprehensivo y otro, ambos concernientes a todo
lo que hay; que «no hay nada en la traducción acerca de lo cual ésta sea correcta o inco­
rrecta» no significa que no «existan» las entidades intensionales a a las que supuestamente
las expresiones tendrían que corresponder, sino que diferentes manuales de traducción se
ajustan a los mismos estados y distribuciones de las partículas elementales en el mundo real;
Follesdal considera, sin embargo, que la orientación fisicalista de la «ontología» de Quine
es una consecuencia de la opción empirista en su epistemología.
Hasta aquí la interpretación de Follesdal. El empirismo radical de Quine, que Follesdal
suscribe, supone afirmar la imposibilidad de una definición pragmática de la noción de ver­
dad -como la crítica de Quine a Peirce habría puesto de manifiesto-, así como de cual­
quiera de los conceptos semánticos fundamentales. Esto porque, como se ha visto, la infra-
determinación de teorías y la coexistencia de alternativas lógicamente incompatibles, pero
empíricamente equivalentes entre sí, determina que la noción de verdad no pueda identi­
ficarse con una «gran teoría verdadera» a largo plazo —como había creído Peirce, haciendo
depender la noción de verdad de la corrección del método o canon de la ciencia. Según la
crítica de Quine, Peirce había creído poder definir la verdad en términos del método cien­
tífico, como la teoría ideal «límite» a la que se aproxima el discurso de la ciencia cuando se
aplican los cánones del método científico a la continuidad de la experiencia, y esto de modo
incesante en el tiempo. Quine observa irónicamente que, aparte del supuesto de un orga-
non definitivo del método científico y la apelación a un proceso infinito, la asignación de
«unicidad» al resultado de la práctica científica es una hipótesis gratuita: «no tenemos razo­
nes para suponer que las irritaciones de la superficie del ser humano, incluso de aquí a la
eternidad, van a ser susceptibles de una única sistematización que sea científicamente supe­
rior, o más simple, que cualquier otra de las posibles (...) El método científico es un cami­
no a la verdad, pero no permite, ni siquiera en principio, una única definición de la ver­
dad. Cualquier definición pragmática de la verdad, como se la llama, está igualmente
condenada a fracasar»458. La apelación irónica a los estímulos recibidos sobre el córtex cere­
bral pone de manifiesto el modo en que la asunción del criterio empirista del significado,
el holismo del significado y la tesis de la indeterminación de la traducción radical están
internamente vinculadas entre sí, y todas ellas conjuntamente al presupuesto epistemológi­

188
co empirista de Quine: éste sólo admite que pueda asignarse un significado independiente
a aquellos enunciados que estén muy firme y directamente condicionados por la estimula­
ción sensorial; en el caso general, un enunciado sólo poseerá significado relativamente al
lenguaje/teoría en el que se integra, y será «interteoréticamente» asignificante. La definición
semántica de la noción de verdad, entendida como una teoría «desentrecomilladora», sólo
permite formular esta definición «desde dentro» de un lenguaje/teoría particular, y hace
descansar la fuerza semántica de las expresiones del lenguaje en su conexión -no deductiva
ni constructiva- con la experiencia.
La pregunta que cabe formular, entonces, es si es posible, y cómo, un acceso a la línea
de demarcación entre lenguaje y teoría, o entre significado (reglas de uso) y contenido
informativo de las expresiones. La teoría del aprendizaje del lenguaje propuesta por Quine,
sobre la misma base empirista, reconstruye un proceso semejante al de la traducción radi­
cal y conduce necesariamente, por tanto, a una respuesta negativa a esta pregunta. Sin
embargo, es en el curso de este aprendizaje donde se tiene acceso a las estructuras pragmá­
ticas del uso del lenguaje y donde tiene lugar su adquisición -por lo que, si ha de formu­
larse una crítica u oponerse una propuesta alternativa a la de Quine, éste es el punto teóri­
co crucial para ello. Por otra parte, también aquí se hace explícito el problema que conduce
a Quine a la revisión y autocrítica de algunas de sus tesis, y que hace de Palabra y objeto un
punto de inflexión. Se trata del peso específico otorgado al carácter social del lenguaje
-enfáticamente determinante en la obra mencionada, pero abandonado depués por un
mayor énfasis en la influencia de los estímulos sensoriales-, así como de la redefinición de
la noción de enunciado observacional -que deja de depender del asentimiento mayorita-
riamente concordante de los hablantes y pasa a hacerlo de la constancia en el asentimiento
de cada hablante individual459.
En todos los casos, la reflexión acerca del aprendizaje lingüístico parte de considerar al
lenguaje como un complejo de disposiciones que han surgido en la conducta interpersonal.
El tipo de significado que es básico para este aprendizaje, al igual que en el caso de la tra­
ducción, es «necesariamente significado empírico, y nada más»460. La idea de Quine es que
un niño aprende sus primeras palabras y enunciados oyéndolos y usándolos en presencia de
estímulos apropiados. La importancia epistemológica de los enunciados de observación
reside en que proporcionan el vínculo entre las estimulaciones sensoriales y las teorías o
interpretaciones del mundo; de aquí se sigue su importancia semántica, tanto para la tra­
ducción como para el aprendizaje: los enunciados de observación son la entrada al lengua­
je en su función epistémica. Aunque otros usos del lenguaje —saludos, órdenes, preguntas—
se adquieran también tempranamente, Quine considera que las primeras expresiones que
han de dominarse tienen que ser oraciones declarativas observacionales. La atención al
aprendizaje lingüístico trae a primer plano la dimensión social del lenguaje; pues, mientras
el proceso de adquisición puede variar notablemente entre distintos individuos, es preciso
que las conductas lingüísticas lleguen a ser suficientemente concordantes como para hacer
posible la comunicación. Los factores tanto subjetivos como externos pueden variar sin per­
juicio para la comunicación, siempre que la adscripción del lenguaje a estímulos externos
no se vea perturbada.
El concepto de enunciado observacional adquiere así una importancia central en la teo­
ría de Quine, pues: i. proporciona la base empírica de las ciencias particulares; ii. constitu­
ye una de las condiciones límite para una traducción aceptable, y iii. es la base pedagógica
para el tránsito desde un aprendizaje prelingüístico al aprendizaje lingüístico. Respecto a
esto último, que es lo que ahora se considera, Quine identifica una serie de etapas en la
adquisición de la lengua materna. Durante la primera se aprenden los términos que desig­

189
nan objetos espacio-temporales. En la segunda, los términos que individualizan o los de
«referencia dividida», y con ello la diferencia entre términos singulares y generales. En la
tercera etapa se introducen los términos singulares indicativos («esta manzana»). En la cuar­
ta se aprenden las conexiones predicativas de un término general con otros; pero, si hasta
este momento los términos de nueva adquisición hacen referencia a observaciones previas
-en caso contrario, obligan a rechazar el objeto supuestamente nombrado como inexisten­
te, como en «círculo cuadrado»-, en la quinta etapa la adquisición de términos comparati­
vos (o «relativos») introduce un fenómeno completamente nuevo: estos términos permiten
hablar de cosas no previamente observadas, sin que haya que rechazarlas como inexistentes
-como en «hermano de A.», donde un término relativo (o relacional) se combina con uno
singular para arrojar el resultado de un término general absoluto, o en «casa roja», donde
un término general se adjunta atributivamente a otro. La sexta y última etapa, finalmente,
se abre con la estipulación de objetos abstractos. Con la transición a esta última etapa el
niño adquiere el aparato de individuación lingüística -expresiones como «esta manzana», «la
misma manzana», «otra manzana», etc.461
En este punto de la reconstrucción teórica de Quine se sitúa su polémica con N.
Chomsky. Todo el proceso de aprendizaje descrito por Quine ha de situarse sobre el tras­
fondo de la premisa de la que ha partido: «incluso el complejo aprendizaje de una nueva
palabra es habitualmente cuestión de aprenderla en su contexto -por tanto de aprender,
mediante ejemplos y analogías, el uso de oraciones en las cuales puede aparecer la palabra
(...) Es una cuestión de aprender la palabra contextualizándola, en tanto que fragmento de
oraciones que se aprende a generar como totalidades en las circunstancias adecuadas-»462.
Se trata por tanto de reglas de uso -si las hay- contingentes y configuradas por la práctica
social, y cuya adquisición es susceptible de descripción empírica en términos de un apren­
dizaje conductual -de ahí que se haya calificado a la teoría del lenguaje de Quine de
«semántica conductual», algo que éste asume. La teoría lingüística de Chomsky -que ha
evolucionado, desde la primera Gramática Generativa a la Teoría de la Rección y el
Ligamiento más reciente— ha propuesto una nueva hipótesis para explicar la competencia
que permite a los hablantes generar un número potencialmente ilimitado de oraciones a
partir de un número finito de elementos: se trata del postulado que afirma la existencia de
una estructura innata de reglas para la producción de oraciones de la lengua aprendida.
Chomsky retrocede al racionalismo de Descartes y al presupuesto filosófico de una gramá­
tica universal y opone a Quine un anti-conductualismo basado en la existencia de esas
estructuras lingüísticas innatas. Como base empírica para su hipótesis apela a la existencia
de universales lingüísticos -construcciones gramaticales que estarían presentes en todas las
lenguas-, con lo que compromete su teoría con una tesis opuesta a la tesis de la ¡determi­
nación de Quine463.
Con respecto a esta confrontación, tiene particular importancia para el estudio presen­
te una observación crítica de Stegmüller. Se trata de hecho de una respuesta a la objeción,
no explícita en su texto, de que es la defensa de una gramática universal —vinculada con la
búsqueda de un lenguaje lógico ideal, o un sistema semántico arquetípico para fines epis-
témicos- la que permitiría fundamentar una posición universalista respecto al lenguaje.
Stegmüller hace notar que la corroboración empírica de la tesis universalista es susceptible
de crítica en el sentido de la tesis de la indeterminación de la traducción radical de Quine:
la supuesta universalidad de estructuras y conceptos lingüísticos podría resultar de la abier­
ta proyección que el traductor o investigador lleva a cabo de sus propias estructuras y cate­
gorías. Por ello, para Quine sólo el estudio de la psicogénesis de la referencia debería sustituir
la función fundamentadora de una prima philosophia en el sentido tradicional. La expe­

190
riencia sería el único punto arquimediano privilegiado al que cabría apelar para una fun-
damentación teórica de las capacidades cognoscitivas, lo que entraña rechazar cualquier
forma de conocimiento a priori: pues éste, bajo la apariencia de proporcionar verdades
inmunes a la revisión, sólo fija lo que necesariamente es relativo a un esquema conceptual;
la verdad, en tanto que validez epistémica se define relativamente al marco semántico. Si se
acepta, con Quine, que no hay enunciados inmunes a la revisión, entonces hay que recha­
zar cualquier huella del presupuesto de un saber a priori: ya sea identificándolo con regula­
ridades del sistema de representación o convenciones lingüísticas que las expresen (empiris­
mo lógico), ya sea formulándolo mediante relaciones de significado en enunciados analíticos
(Carnap). Puesto que, debido a la inseparabilidad de teoría y lenguaje, el conocimiento del
mundo ha de considerarse necesariamente «cargado» con el saber lingüístico previo, desde la
perspectiva de Quine sólo cabe eludir el contextualismo o el nihilismo epistemológico basan­
do la explicación del conocimiento en elementos que no presupongan aún el dominio del
lenguaje: las observaciones empíricas se reconstruyen en términos de estimulaciones sobre
los receptores sensoriales, y como criterio conductual para la noción de enunciado observa­
cional se introduce el hecho de que éste puede adquirirse sin un dominio previo del lengua­
je y sin disponer de un saber del trasfondo cultural464. En esta lectura de Stegmüller se están
introduciendo elementos teóricos aún no vistos aquí y que se van a discutir enseguida. Es
importante tener en cuenta que la definición del término «enunciado observacional» toma­
da en consideración por este autor se corresponde con la formulación final de ésta por parte
de Quine; y que, como se verá en el último apartado, en cualquier caso aboca a problemas
a los que intentaba dar respuesta una definición previa en la obra de Quine: se trata de la
necesidad de hacer entrar en juego la dimensión pragmática del lenguaje, como ámbito en
el que tiene lugar la constitución de significados con validez general para todos los hablan­
tes.
En Palabra y objeto, Quine había comenzado declarando que el lenguaje es una destre­
za social. Se aprende de otros, al observar el empleo de las palabras «en circunstancias cons­
picuamente intersubjetivas»; lingüísticamente, y por tanto conceptualmente, las cosas que
aparecen con una posición central son las suficientemente públicas como para poder hablar
de ellas públicamente; «[h] ablar de cualidades sensoriales subjetivas es fundamentalmente
un modo de hablar derivado»465. Quine afirma que la conceptualización es inseparable del
lenguaje, y su argumentación puede interpretarse como una defensa de la tesis de que el uso
epistémico del lenguaje presupone un mundo objetivo y compartido: pues la tesis de que
los términos descriptivos del lenguaje empleado para describir el mundo están por objetos
de ese mundo, es un primer presupuesto necesario para que sea posible utilizar un lengua­
je con validez intersubjetiva466. En relación con este problema Quine habla de una «presión
objetiva», o presión hacia la objetividad, y que habría que entender como un impulso a la
intersubjetividad lingüística. Señala que no hay, por lo general, subjetividad en la formula­
ción de los enunciados de observación: si éstos trataran acerca de contenidos de concien­
cia, posiblemente distintos para cada sujeto particular, no habría criterios de validez episté­
mica; por ello, y frente a la posición que asociaba estos enunciados con material sensorial
subjetivo, afirma que el rasgo distintivo de un enunciados de observación es el acuerdo
intersubjetivo bajo estimulación concordante'67. Por ello el aprendizaje lingüístico ha de con­
tar con «mecanismos correctores» que hagan posible que, no obstante la diversidad de expe­
riencias individuales por las que un hablante ha podido adquirir el uso competente de una
expresión, este uso sea finalmente concordante en relación con las necesidades de la comu­
nicación y del conocimiento -y en este punto es pertinente recordar que Quine define el
conocimiento como realidad interpretada lingüísticamente. El uso correcto del lenguaje

191
depende, en gran medida, de concomitancias entre estimulaciones encubiertas y una con­
ducta abierta, y se adquiere por una suerte de «entrenamiento»; la existencia de «índices
correctores» permite que, con independencia de variaciones en las historias pasadas de los
hablantes particulares, e incluso admitiendo una posible diversidad de redes neuronales, lo
decisivo como «cuestión de hecho» sea la fluidez de la comunicación y la efectividad del
discurso. La concordancia en la comunicación y en convicciones compartidas resultaría de
patrones uniformes, conceptuales y por tanto lingüísticos, superpuestos al «caos» de la diver­
sidad de conexiones entre las palabras y la experiencia individual468.
Para la adquisición de esto que es común es preciso, sin embargo, que los procesos de
aprendizaje lingüístico posean una estructura formal que introduzca las condiciones de
posibilidad de ese aprendizaje. Se aprende a hablar al observar las condiciones bajo las cua­
les se emplean determinadas expresiones y esto tiene lugar con la mayor claridad bien
cuando se trata de expresiones utilizadas con frecuencia (pronombres personales), bien
cuando las expresiones aparecen estrechamente asociadas con datos sensibles (propiedades
visuales o auditivas, o expresiones de vivencias). En el caso de la adquisición de la lengua
materna, que tiene lugar fundamentalmente por inducción y en la que, a partir de la obser­
vación de ejemplos, se trata de adquirir el uso correcto de un término o expresión, Quine
señala dos condiciones que constituyen presupuestos para ese aprendizaje. Los casos par­
ticulares de empleo de la expresión han de ser, de una vez a otra, suficientemente seme­
jantes entre sí: (1) desde la perspectiva del que aprende, a fin de que éste disponga de una
base de similaridad suficiente como para permitirle generalizar; y (2) simultáneamente
desde distintos puntos de vista, a fin de permitir que el que aprende y el que enseña pue­
dan compartir las situaciones apropiadas -así ‘rojo’, a diferencia de ‘cuadrado’, es un caso
en el que una misma condición estimulativa puede ser compartida por observadores
simultáneos. A estas condiciones o presupuestos necesarios que hacen posible el aprendi­
zaje en casos óptimos hace referencia la presión hacia la objetividad de la que habla Quine,
y que se entiende como una presión que aleja de la regla de asociación subjetivamente más
simple y dirige al uso social, públicamente vigente del lenguaje469.
En esta exposición de Quine hay, a pesar de su aparente claridad, una tensión que
modificaciones posteriores delatan. Lo que se está discutiendo es la difícil relación entre lo
subjetivo y lo intersubjetivo en el lenguaje y por referencia a un mundo objetivo que se pre­
supone, en principio, autónomo tanto respecto a las interpretaciones lingüísticas públicas
como a las elaboraciones en la subjetividad del individuo. En Palabra y objeto, la presión
hacia la objetividad tiene lugar en el ámbito público del lenguaje; aunque los enunciados
básicos para el conocimiento de la realidad son los de observación, y ellos remiten en últi­
ma instancia a estímulos sensoriales individuales, aquello de lo que habla el lenguaje que
aprendemos y empleamos son principalmente objetos y no un material sensible sin organi­
zar -no elaboraciones susceptibles de reconstrucción lógica a partir de datos sensoriales—:
el conocimiento de la realidad y el acceso a un ámbito particular de la realidad sólo son
posibles bajo la condición necesaria del aprendizaje de un lenguaje (de una lengua), cuyo
esquema conceptual y expresiones nominales permiten una interpretación de ese fragmen­
to de la realidad. Puede interpretarse, sin traicionar la letra de Quine, que la objetividad
sólo aparece como un presupuesto necesario para la validez intersubjetiva del conocimien­
to del mundo lingüísticamente expresado —el único conocimiento posible, según una tesis
previa. Pues, como se ha visto, el sujeto epistémico no accede a una imagen del mundo úni­
camente a partir de esa realidad, sobre la base de una relación causal de estimulaciones
sobre el córtex cerebral; la organización de estos estímulos sólo puede llevarse a efecto
mediante el lenguaje, y en éste el componente objetivo de la realidad se manifiesta en la

192
concordancia intersubjetiva -frente a posibles variaciones subjetivas en los ámbitos en los
que un uso individual no entre en conflicto con el uso epistémicamente válido. Pero no
parece posible separar la imagen del mundo de la contribución que hacen a ésta las elabo­
raciones de los sujetos epistémicos, a fin de obtener una descripción «objetiva» en términos
absolutos.
Esto parecería reproducir el problema de Humboldt y abocar a una forma de relativis­
mo lingüístico, salvo si se indican las condiciones que hacen posible la revisión de estas imá­
genes lingüísticas del mundo y su corrección. Quine parece buscar esto cuando señala:
«[n]o podemos retirar los envoltorios conceptuales enunciado a enunicado y dejar una des­
cripción del mundo objetivo; pero podemos investigar el mundo, y al ser humano como
parte de él, y encontrar así todas las claves que podamos de lo que ocurre a su alrededor. Si
sustraemos estas claves de su concepción del mundo, obtenemos como diferencia la con­
tribución neta del ser humano. Esta diferencia señala la extensión de la soberanía conceptual
humana —el dominio en cuyo interior ésta puede revisar la teoría al tiempo que preserva los
datos»™. La importancia de esta apelación a un proceso de revisión que, en última instan­
cia, habría de permitir separar el conocimiento del mundo del saber del significado, pare­
ce entrar en contradicción con lo que explícitamente ha declarado en otros puntos (cf. más
arriba) y pone de manifiesto una tensión en sus escritos que obliga a preguntarse en qué
punto de su obra Quine se ha ocupado de precisar cómo sería posible «revisar la teoría sal­
vando los datos». Una parte de la tarea descansa, evidentemente, en el análisis lógico que
permite la regimentación lógica del lenguaje; pero ya se ha visto que esta notación lógica
canónica arroja como rendimiento el criterio del compromiso ontológico de teorías, y
aboca a las tesis de inescrutabilidad de la referencia y de infradeterminación de teorías e
indeterminación de la traducción radical. Con respecto a la elaboración del «contenido
empírico» (los datos), la epistemología naturalista de Quine parece obligar a ver la investi­
gación que se sugiere como una investigación de psicología empírica -en términos p.e. de
una teoría de la percepción, más una teoría del aprendizaje que ponga de manifiesto de qué
modo, a partir de un conjunto de disposiciones innatas, es posible adquirir otras y desa­
rrollar todas sobre la base conductual del refuerzo de reacciones fijas a determinados estí­
mulos—; esta es la vía por la que Quine ha optado finalmente471.
Sin embargo, todavía en Palabra y objeto se introduce una reflexión que parece dificul­
tar este naturalismo estricto y a partir de la cual se pone de manifiesto «cómo el lenguaje
trasciende los confines de una información esencialmente fenomenalista». Esto se funda
-recapitulando lo visto- en su énfasis en la importancia que para el aprendizaje del lenguaje
tiene la emisión de expresiones en un contexto público y en presencia de objetos y aconte­
cimientos que se observan y se suponen igualmente observados por los otros hablantes;
«[n]o existe, por tanto, justificación para unir significados lingüísticos, salvo en términos
de disposiciones humanas a responder abiertamente a estímulos socialmente observables»,
y «[cjada uno de nosotros aprende su lengua de otros, a través de la articulación observable
de las palabras en circunstancias conspicuamente intersubjetivas». A ello se une un segun­
do elemento: el de lo que Quine llama «interanimación de los enunciados», expresión con
la que refiere al modo en que los propios estímulos pueden ser en gran medida verbales.
Así, «los recuerdos reales no son, en su mayoría, vestigios de sensaciones anteriores, sino de
una conceptualización anterior», conceptualización que antes ha declarado ser en cuanto tal
inseparable del lenguaje; e incluso para dar cuenta de la introducción de nuevas expresio­
nes se precisa esta estimulación verbal: «[l]a asociación de enunciados no sólo se requiere
en el caso de la estimulación no verbal, sino asimismo en el caso de otros enunciados, si es
que hemos de explotar conceptualizaciones finalizadas y no meramente repetirlas». El valor

193
decisivo del carácter público del lenguaje frente al material empírico subjetivo no ofrece
duda: «[ijncluso allí donde el condicionamiento a un estímulo no verbal es muy firme, no
es posible decir, sin embargo, en qué medida es original y en qué medida resulta de un cor-
tocicuito, por transitividad o condicionamiento, entre antiguas conexiones de enunciados
con enunciados. Bajo la uniformidad que nos une en la comunicación existe una caótica
diversidad personal de conexiones». Incluso cuando entran en juego reflejos condicionados,
este condicionamiento puede estar lingüísticamente mediado472.
Como ya se ha adelantado, posteriormente Quine ha redefinido la noción de enuncia­
do observacional y ha modificado correlativamente su teoría del lenguaje. La definición ori­
ginal descansaba sobre el presupuesto de que existe una similaridad de estímulos para los dis­
tintos hablantes y de que, por tanto, el significado estimulativo es también el mismo-, pero
los distintos sujetos no comparten los mismos receptores sensoriales. Si se da primacía,
como en Palabra y objeto, al ámbito público de objetos y acontecimientos lingüísticamen­
te mediados como base para el contenido empírico de los enunciados observacionales, este
problema del carácter privado de las sensaciones no representa dificultad alguna -como se
ha mostrado en el párrafo anterior. Pero entonces es preciso alejarse de una epistemología
estrictamente naturalista y, como ponen de manifiesto Essler y Follesdal473, acentuar la
importancia de la dimensión pragmática del lenguaje para la constitución de los significa­
dos. Por el contrario, si se parte de la premisa de una epistemología naturalista -como hace
finalmente Quine—, entonces es preciso reelaborar la definición anterior de modo que no
descanse ya en lo que se elabora públicamente o aparece garantizado por su validez inter­
subjetiva -validez que a su vez requiere el presupuesto de la objetividad de la referencia-, y
es preciso asimismo retrotraer la base empírica del conocimiento al sujeto individual. Se
declara entonces observacional a aquel enunciado que satisface la condición siguiente: «Si la
emisión del enunciado provoca el asentimiento de un hablante dado en una situación par­
ticular, provocará igualmente asentimiento en cualquier otra situación siempre que se actúe
sobre el mismo conjunto total de receptores; y análogamente con respecto al disenso»474.
Sólo de manera derivada se declara un enunciado observacional para toda una comunidad
de hablantes cuando lo es para cada miembro, lo que permite eludir la dificultad de supo­
ner una igualdad de estimulación intersubjetiva sin abandonar el planteamiento empirista;
con ello, se lleva a efecto este movimiento desde el énfasis en los objetos y acontecimientos
accesibles públicamente -lingüísticamente- hasta lo que se elabora individualmente a par­
tir de terminaciones nerviosas activadas475.
Parece legítimo entender que la noción arriba señalada («igualdad de estimulación
intersubjetiva») desempeñaba, en el contexto de la concepción del lenguaje de Quine y de
su epistemología empirista, la función de proporcionar la garantía para la validez intersub­
jetiva del significado en su elaboración final. Resulta paradójico que, a pesar de su «giro
naturalista» posterior y su declaración de que, con respecto a esa noción problemática,
«podemos simplemente manejarnos sin ella», Quine vuelva a recurrir en ese mismo punto
a su anterior construcción en Palabra y objeto para afirmar: «Lo que está en el aire es nues­
tro lenguaje común, que cada uno de nosotros es libre de internalizar a su manera neuro-
nal particular. El lenguaje es el lugar de la intersubjetividad»*76. Con ello, podría imputárse­
le a Quine una inversión de su tesis de la infradeterminación de teorías por lo que respecta
al saber del lenguaje y su uso competente: mientras se admite una diversidad irreductible
en el nivel del contenido empírico para cada hablante individual, se considera garantizada
la «equivalencia» (uniformidad) lingüística en la expresión de ese contenido por parte de
los distintos hablantes. Pero en la modificación que lleva a cabo Quine, así como en su
nueva definición de enunciado observacional en términos de un sujeto epistémico indivi­

194
dual, se pone de manifiesto algo que ha señalado Essler en relación con otro contexto de
discusión: Quine está asumiendo tesis de la teoría del conocimiento moderna, al afirmar la
contribución subjetiva del individuo al conocimiento del mundo y a la formación de una
imagen de la realidad que no es nunca la realidad misma, así como al suponer que este suje­
to es competente asimismo para integrar sus elaboraciones privadas en el lenguaje de su
grupo; ambas capacidades han de considerarse asimismo universales y son presupuestos
necesarios del conocimiento -es decir, de la interpretación lingüística de la realidad-477. Las
subjetividades de todos los individuos, los aparatos de individuación de sus capacidades
cognoscitivas, han de compartir -o ser capaces de llegar a adquirir- una estructura común
que es fundamentalmente lingüística. Con todo ello, lo que se hace evidente es una tensión
difícil en la teoría de Quine que no logra resolverse y que invita a examinar otras propues­
tas críticas -incluida, paradójicamente, la final del propio Quine.

iv. ¿Naturalización de la teoría del significado? Algunos argumentos críticos

Ahora se va a tratar de recapitular en torno a un problema que más arriba ha quedado


como una pregunta abierta: el de si es posible, después de Quine, defender la posibilidad de
discriminar entre teoría y lenguaje, o entre información y significado; en definitiva, si existe
alguna forma de análisis o conocimiento reflexivo que permita separar el saber de los hechos
del saber del significado, o el conocimiento de la realidad del conocimiento del lenguaje.
Un comentario de Stegmüller ha permitido entender el alcance del naturalismo radical
de Quine. Frente a la forma de relativismo lingüístico a que aboca la aceptación de un saber
a priori, como elemento constitutivo del conocimiento, que no sería sino saber de regula­
ridades lingüísticas y del trasfondo cultural heredado, su teoría semántica opone una triple
estrategia: hace de los enunciados observacionales la categoría central -para la base empíri­
ca de las ciencias, pero también para la traducción (comunicación transcultural) y el apren­
dizaje (adquisición de una imagen del mundo)-; explica lo que haya de contar como obser­
vacional a partir de las estimulaciones de los receptores sensoriales; y, finalmente, define la
categoría de enunciado observacional a partir de un criterio conductual que permite poner
de manifiesto el hecho de que el conocimiento de este tipo de enunciados puede adquirir­
se sin un dominio previo del lenguaje y sin disponer de un saber del trasfondo cultural.
Cualquier elaboración cognoscitiva posterior, incluidas las teorías científicas más comple­
jas, pueden verse como resultado de la aplicación por parte de los sujetos epistémicos de
mecanismos susceptibles de un estudio empírico. A esto hace referencia Quine cuando pro­
pone naturalizar la epistemología, renunciando al programa de reconstrucción racional de
la filosofía analítica anterior —pero también, en general, de la teoría del conocimiento tra­
dicional de herencia kantiana-: «una conspicua diferencia entre la vieja epistemología y la
empresa epistemológica en este nuevo planteamiento psicológico es que ahora podemos
hacer libre uso de la psicología empírica», pues la epistemología en este nuevo plantea­
miento está «contenida en la ciencia natural, como un capítulo de la psicología»; de este
modo, no es preciso exigir «justificar nuestro conocimiento del mundo exterior por recons­
trucción racional», y con ello «[l]a conciencia deja de ser una exigencia»478. En principio
nada garantiza que esta descripción -en términos de psicología empírica- de leyes de aso­
ciación, recursos como la simplicidad o la economía, o mecanismos neuropsicológicos de
composición de imágenes, entre otros, lleve a alguna distinción entre el contenido infor­
mativo de los enunciados y la determinación parcial de éste por parte de las reglas de uso
de las expresiones lingüísticas (significados).

195
Pero se ha visto también un supuesto epistemológico, en cierta manera paradójico, que
justifica la valoración de Stegmüller: «la pretensión, en principio sorprendente, de hacer
que la psicogénesis de la referencia ocupe la posición de una prima philosphia»m. Esta
observación parece concordar con otra que anteriormente también se hizo aquí, en relación
con una declaración de Quine que afirmaba, por una parte, la imposibilidad de «desgajar»
de la imagen del mundo la envoltura lingüística (conceptual) -pues lo que obtendríamos
no sería la realidad tal cual, sino nada-, pero por otra sugería una posibilidad de revisión
del conocimiento que parecía depender de esta distinción entre el saber de los hechos y el
saber del lenguaje (del uso regulado de las expresiones), distinción que, a su vez, podía venir
posibilitada por el estudio del ser humano y su estructura epistémica: «Sustrayendo estas
claves [elementos que permiten al sujeto epistémico un acceso a la realidad, C.C.] de su
concepción del mundo (...) la diferencia señala (...) el dominio en cuyo interior nos es posi­
ble revisar la teoría al tiempo que preservamos los datos»480. En principio, parece que esta
investigación sería llevada a efecto por la psicología empírica tal como la entiende Quine,
y consistiría en el tipo de estudio que sugiere al cierre de su ensayo «Naturalización de la
epistemología»: «fuera del ámbito del lenguaje hay probablemente asimismo, en total, sólo
un alfabeto más bien limitado de normas perceptuales, hacia las cuales tendemos incons­
cientemente para rectificar todas las percepciones. Estas normas, una vez se las identifica
experimentalmente, podrían ser tomadas como bloques epistemológicos de construcción,
como los elementos operativos de la experiencia»4*'. El inequívoco trasfondo kantiano de esta
observación se convierte en explícito en «Tres indeterminaciones», ensayo que paradójica­
mente da expresión definitiva al giro naturalista impreso a la noción de enunciado obser­
vacional a partir de Palabra y objeto —y que aquí va a permitir poner de manifiesto el punto
al que se quiere llegar: el hecho de que Quine, al adoptar una forma de empirismo radical y
un holismo del significado estricto, tiene que renunciar a dar cuenta de presupuestos necesarios
en los que se basa su propia posición epistemológica, asi como cualquier actitud epistémica en
general.
Ya en Palabra y objeto, al discutir la traducibilidad de las funciones y verdades lógicas,
Quine había visto la necesidad de introducir una nueva noción que sólo recientemente ha
reelaborado482. Llama enunciados categoriales observacionales a una generalización compues­
ta de enunciados observacionales, de la forma «siempre que esto, aquéllo»; pretende dar
expresión así a una generalización irreductible anterior a toda referencia objetiva -generaliza­
ción en el sentido de que las circunstancias descritas en uno de los enunciados observacio­
nales se presentan siempre acompañadas de las descritas en el otro enunciado observacio­
nal. Pero, aunque se trata de un compuesto de dos enunciados de situación, «el [enunciado]
categorial observacional es en sí mismo un enunciado autónomo»483, y constituye una infe­
rencia que conecta lógicamente la teoría con la observación. Esta situación se da siempre
que una hipótesis se somete a comprobación mediante un experimento, y también en la
situación conversa en que una observación accidental lleva a conjeturar un nuevo catego­
rial de observación y se hace preciso «inventar» una hipótesis teórica que permita explicar­
lo. No parece arriesgado reconocer en estas nociones la influencia de Peirce: se trata res­
pectivamente del paso deductivo de la hipótesis a su consecuencia empíricamente
comprobable (deducción), y de la abducción (o retroducción) de una nueva hipótesis a par­
tir del caso particular. La forma de implicación primitiva del categorial de observación, que
no ha de confundirse con un condicional material entre dos enunciados independientes,
permite identificar asimismo la tesis de Peirce -al que Quine no menciona-: todo juicio
epistémico presupone una inferencia. Con ello, parece inevitable remitir el conjunto de la
argumentación a un marco de referencia kantiano y al giro lingüístico operado por Peirce

196
sobre él al proponer su semiótica trascendental484. Quine continúa distinguiendo entre estos
enunciados categoriales primitivos («siempre que esto, aquéllo»), que no suponen ni cuan-
tificación ni la presencia de variables ligadas, y los que llama categoriales de observación
objetuales («todo lo que es así y así, es también de este otro modo», o «todo S es P»). Los
categoriales primitivos, a diferencia de los objetuales, no suponen ni predicación ni refe­
rencia objetiva -es decir, no suponen reificación.
De particular importancia para la teoría semántica de Quine es que, sobre la base de
esta noción, se hace posible revisar el holismo del significado anterior e introducir una
modificación que atempera su anterior radicalidad. Para ello, Quine comienza redefinien­
do la noción de enunciado analítico-, es aquel categorial de observación tal que el significa­
do estimulativo de su primer enunciado está contenido en el del segundo (p.e. «siempre que
hay tres barras, hay dos barras»; Quine acepta que se trata de una definición reminiscente
de la de Kant). Complementariamente, un enunciado categorial de observación que no
cumpla esa condición se denominará sintético, y será susceptible de comprobación empíri­
ca mediante pares de observaciones -no puede confirmarse de forma conclusiva, pero sí
refutarse. Finalmente, la comprobación observacional de las hipótesis científicas consistirá
en una comprobación de los categoriales de observación sintéticos que dichas hipótesis
implican; en la correspondiente deducción intervienen, además de la hipótesis como pre­
misa, otros enunciados teóricos, más un trasfondo de sentido común aceptado, más (even­
tualmente) la aritmética y otras teorías matemáticas. Puesto que, por consiguiente, la false­
dad del categorial sintético no refuta necesariamente la hipótesis de forma concluyente, se
hace preciso encontrar los criterios que llevan a reajustes de la teoría. En este punto es
donde tiene lugar la propuesta de un holismo moderado por parte de Quine, sin duda algu­
na en consonancia con el marco kantiano que ha tomado como referencia. Pues observa
que la revisión y modificación de la teoría está guiada por dos criterios fundamentales o
máximas:. 1. lograr un máximo de mínima mutilación, lo que incluye la preservación de las
verdades puramente matemáticas -y es esta aplicación práctica de una máxima la que da
cuenta de la noción de necesidad matemática—; 2. maximizar la simplicidad de la teoría
resultante. Ambas máximas están subordinadas a un fin general: maximizar la capacidad
predictiva de la teoría, p.e. la cobertura de futuros categoriales de observación -y, aunque
esta apelación a predicciones futuras puede tener una lectura meramente utilitarista, tam­
bién admite el tipo de interpretación que ya se ha defendido aquí: equivale a una exigencia
de comprobabilidad pública que garantice la validez intersubjetiva del discurso científico,
exigencia acorde con un interés epistémico distinto del meramente instrumental. El nuevo
holismo moderado corrige el anterior -que abarcaba la totalidad de las teorías- en el
siguiente sentido: «ahora vemos que, en su mayor parte, hemos de desplegarlo más bien [el
significado, C.C.] sobre enunciados o extensas conjunciones de enunciados. Un enuncia­
do o conjunto de enunciados está desprovisto de contenido empírico si no es susceptible
de comprobación»485. Este criterio empirista del significado en la versión revisada de Quine
se apoya de modo fundamental en una noción, la de enunciado categorial de observación,
que equivale en cierto modo a la síntesis kantiana en los términos de la corrección de Peirce:
es una síntesis inferencial lingüísticamente mediada.
El aspecto más importante de todo este desarrollo es una asunción que Quine hace par­
cialmente explícita: «la práctica científica (...) genera teorías de alcance limitado y contabi­
liza cada una de ellas como verdadera. Un sistema del mundo total y coherente continúa
siendo un ideal científico y filosófico»486. Este ideal tiene el carácter de una idea regulativa
(Peirce) y permite una interpretación filosófica de la noción de verdad que vea ésta como
el ideal regulativo que constituiría el predicado «verdadero» para ese sistema coherente del

197
mundo. Pero en la descripción de la estructura de las teorías científicas que se acaba de
exponer hay, aún, otras idealizaciones. Pues los criterios para confirmar y refutar hipótesis
teóricas a partir de categoriales de observación se basan en un presupuesto que nunca está
fácticamente dado: no se cuenta por adelantado con un conocimiento exhaustivo de cuáles
son los principios teóricos, criterios técnicos, creencias de fondo y leyes matemáticas que
entran en juego en la derivación del enunciado categorial a partir de la hipótesis. Se trata
más bien de lo que, para justificar normativamente —por tanto, contrafácticamente— la vali­
dez de la hipótesis, es preciso suponer. Quine hace explícito que su preocupación aquí es
relativa a la estructura lógica central de la evidencia empírica, y no se trata por consiguien­
te de una descripción de lo que tiene lugar fácticamente en prácticas empíricas reales -o,
más bien: se trata de nuevo de las condiciones bajo las cuales cabe preguntar por la posibi­
lidad y la validez de estas prácticas reales-. Así: «El propósito de mi esquematismo de cate­
goriales observacionales es sugerir de qué modo, en principio, podría proceder la ciencia si
-el cielo no lo quiera- todo estuviera explícitamente establecido. En frase acuñada por Kant
y Russell, se trata de la cuestión de cómo es posible el conocimiento del mundo externo^. Se
trata, por consiguiente, de la cuestión de iure de qué hace posible y válido el conocimiento
del mundo -es decir, la interpretación lingüística de la realidad.
En esta última propuesta de Quine podría considerarse que hay, a pesar de su precau­
ción irónicamente empirista —«el cielo no lo quiera»—, un reconocimiento explícito de que
la cuestión de derecho relativa a la validez de la interpretación lingüística del mundo no es
susceptible de exposición empírica-, lo que ha llamado «esquematismo de categoriales de
observación» incluye postulados y presupuestos que no pueden reducirse a regularidades
observadas en el sentido en que sí parecían serlo las «normas perceptuales» de que había
hablado en un trabajo bastante anterior. La afirmación del carácter esencialmente sintético
(en sentido kantiano) del categorial impide verlo como un condicional material y postula
su estatuto de elemento primitivo de la teoría/lenguaje; asimismo, la declaración de que
estas formulaciones lingüísticas excluyen cualquier reificación -referencia, predicaciones o
cuantificación- permite arriesgar la conclusión de que ellas constituyen la condición de
posibilidad de la referencia objetiva: sólo en la mediación de la síntesis que representan los
enunciados categoriales primitivos puede tener lugar la referencia a objetos en el mundo objeti­
vo, mediante predicaciones en el contexto de enunciados categoriales objetuales. Puede
considerarse que los categoriales primitivos son el vehículo de la función icónica del lenguaje
—en el sentido de Peirce—, mientras que los categoriales objetuales permiten hacer efectiva la fun­
ción simbólica de los predicados. (El que se trate de enunciados generales es acorde con un
supuesto teórico de Quine ya visto: su asunción de las clases como elementos irreductibles
de la ontología del mundo y la correlativa estipulación de una notación lógica canónica
arquetípica para la expresión del conocimiento, notación que sólo incluye términos y enun­
ciados generales.) Sin embargo, la mención conjunta de Kant y Russell pone de manifies­
to que la perspectiva de Quine en este punto sigue siendo esencialmente semántica, y
depende por tanto del supuesto de un sujeto epistémico que ha de ser visto como sujeto de
la síntesis lingüística: la «generalización, previa a toda referencia objetiva» de los categoria­
les primitivos sería entonces un rendimiento de este sujeto epistémico/hablante ¿TWz-tras-
cendental.
Pero esta perspectiva adolece de dificultades que pueden reducirse sucintamente a una:
el sujeto de la síntesis son sujetos empíricos reales, comunidades de especialistas y científicos y
hablantes competentes de una lengua natural. Este giro pragmático estaba ya en la trans­
formación de la filosfofía de Kant por parte de Peirce; pero en el caso de Quine nada en su
reconstrucción lógica permite situar las condiciones necesarias de posibilidad del conoci­

198
miento -con la excepción de su reconocimiento de ideales regulativos- en el ámbito prag­
mático de las prácticas y actividades reales, respecto al cual Quine sigue manteniendo,
como se ha visto, una perspectiva empirista. Si se recupera el problema que ha abierto esta
sección, habría que preguntar en qué medida el esquematismo casi-trascendental de los enun­
ciados categoriales de observación permite separar el saber de los hechos del saber de los signifi­
cados. Es preciso tener en cuenta la función central de los enunciados observacionales en
general, que no se restringe al ámbito de la ciencia: pues son la base empírica del discurso
científico, pero también el punto de arranque de la comunicación transcultural y la vía de
entrada a cualquier aprendizaje lingüísticamente mediado. Si la síntesis categorial de los
enunciados de observación primitivos ha de desempeñar esas funciones, es preciso que
forme parte de los presupuestos que los sujetos hacen necesariamente entrar en juego al cons­
truir una interpretación del mundo o comunicarse acerca de ella. Quine parece haber redu­
cido este presupuesto a la función icónica del lenguaje, previa a la referencia a objetos: se
trata por tanto de lo que podría describirse -violentando el rigor de la terminología origi­
nal- como una «referencia primitiva» a cualidades aún no representadas simbólicamente
por predicados lingüísticos, pero que se hacen presentes mediante la asociación genérica
con otras cualidades referidas del mismo modo. Sin embargo, aquí nada garantiza aún que
la expresión lingüística de esa asociación sintética de cualidades generalizada pueda ser dis­
cutida y revisada desde marcos semánticos distintos -dos teorías alternativas, o dos lenguas
naturales que se traducen entre sí. Para ello es preciso que pueda separarse la cuestión de
hecho relativa a las cualidades asociadas en el mundo con carácter general, de la cuestión lin­
güística relativa a los predicados que constituyen el correspondiente enunciado en el len­
guaje. Con ello, el problema se ve remitido de nuevo al del empirismo en general: qué
garantiza la identidad intersubjetiva de los significados estimulativos, es decir, qué garanti­
za que las estimulaciones son idénticas para todos los sujetos epistémicos, si no es la con­
cordancia en el uso común del correspondiente enunciado. Sin embargo, en caso de que el
enunciado categorial primitivo resulte refutado -porque el primer componente sea el caso,
pero no el segundo-, la función icónica del lenguaje permite ese «anclaje» de la expresión
en el mundo: el hecho, lo que es el caso, es distinto de lo expresado por el enunciado; la
generalización de la asociación sintética de las cualidades referidas ha resultado incorrecta,
pero hay que presuponer la objetividad de esas cualidades para que la refutación tenga sentido.
Mediante la fijación de cualidades que resulta de ello se hace posible, así, la constitución de
objetos, por vía de la generalización de asociaciones sintéticas de (conjuntos de) cualidades
que, finalmente, vendrán expresadas por términos generales (agujero negro o «litio»). Pero
el proceso que permite mantener la referencia icónica al mundo y reformular los enuncia­
dos de observación, así como introducir términos generales que «nombran» asociaciones
sintéticas generales de cualidades (objetos constituidos), tiene lugar en el ámbito práctico y
discursivo de la comunicación y la ciencia. Y, sin embargo, toda la construcción que —si la
presente interpretación es correcta- permite constituir objetos se apoya en un presupuesto
no justificado: el de que las asociaciones sintéticas generales (las cualidades) son las mismas
para todos los sujetos de conocimiento, es decir, para cualquier sujeto en general. En esto
cabe suponer también que Quine asume el planteamiento de Kant.
Del giro que representa en el pensamiento de Quine este último ensayo comentado
cabe concluir, en primer lugar, que un naturalismo radical como el que se identifica con la
teoría semántica de Quine es insuficiente para dar cuenta de la dimensión normativa del
discurso científico y, en general, de cualquier interpretación del mundo epistémicamente
válida. Pero, en segundo lugar, que las condiciones de posibilidad y de validez de esos dis­
cursos no pueden localizarse en una estructura semántico-formal abstracta, pues esto obli-

199
garfa a hacer del sujeto epistémico un sujeto trascendental, en el viejo sentido de la filoso­
fía de la conciencia. Las condiciones de posibilidad y de validez de la interpretación del
mundo entran en juego fácticamente como presupuestos necesarios de toda actitud episté­
mica en cuanto tal y de los grupos de especialistas y hablantes particulares. Aceptar esto
supone adoptar una perspectiva pragmático-formal respecto a la ciencia y al uso epistémi­
co del lenguaje en general. Sin embargo, desde la perspectiva de la teoría de Quine esta vía
ha quedado cerrada con un doble movimiento: el rechazo de los conceptos intensionales
como nociones en las que basar el análisis semántico, y la identificación de los significados o
intensiones con las reglas pragmáticas de uso de las expresiones lingüísticas.
Con todo, esta línea de inserción pragmática de la teoría semántica de Quine es la que
han seguido varios estudiosos e intérpretes, si bien desde planteamientos muy diversos.
Aunque requiere una exposición independiente, el trabajo de Donald Davidson y su segui­
miento crítico de la obra de Quine han determinado algunas de las revisiones y modifica­
ciones de éste. Básicamente puede considerarse que el punto de desacuerdo entre ambos
reside en la importancia concedida al criterio de intersubjetividad, entendido como maxi-
mización del acuerdo, tanto para la traducción como para la interpretación y elaboración
discursiva de lo que cuenta como evidencia en las teorías científicas. La propuesta de
Davidson descansa en última instancia en una teoría de la racionalidad de signo explícita­
mente anti-cartesiano, pero que permite prestar plausibilidad a la existencia de pautas de
razonamiento y de acción y máximas normativas comunes en todos los individuos -en
tanto que miembros competentes de una comunidad lingüística. Aunque Davidson ha cen­
trado su propia teoría semántica en el estudio del significado en un único lenguaje/teoría,
las conclusiones de este estudio en su aplicación a la traducción llevan a identificar dos con­
diciones para que ésta sea posible: 1. la traducción ha de trasladar de una lengua a otra toda
la estructura semántica que se precisa para una teoría de la verdad al estilo de Tarski, y 2.
la traducción ha de lograr maximizar el acuerdo, es decir, las oraciones a las que los hablan­
tes de la lengua-origen asienten han de ser volcadas en oraciones a las que los hablantes de
la lengua-destino asienten y conversamente. Se establece con ello una interdependencia de
los conceptos de significado, comunicación y acuerdo y una noción de significado de carácter
muy distinto, sin embargo, a los asociados a un criterio empirista en el sentido de Peirce
que Quine ha asumido: la noción de estimulación, o de significado estimulativo, no
desempeña la misma función central en esta propuesta de Davidson. En la maximización
del acuerdo no basta con tomar como referencia los enunciados de observación, sino que
se hace preciso hacer entrar en juego una noción de acuerdo sopesado (weighted agreement)
que permita tomar en consideración el grado o intensidad de la convicción o la creencia
que respalda un asentimiento y el modo de justificación de la misma -lo que hace entrar
en juego el presupuesto de la racionalidad del interlocutor como básico para la comunica­
ción y el entendimiento.
En trabajos más recientes Davidson ha reconocido la importancia de la información
sensorial para la comunicación, pero —frente a Quine- considera primordiales los estímu­
los sensibles observables socialmente, lo que otorga prioridad a los objetos físicos familiares
sobre las activaciones de las terminaciones nerviosas. Ha utilizado lo que se conoce como
argumento de la triangulación, que Quine ha incorporado en su propia reconstrucción: en
un proceso de comunicación o entendimiento lingüístico, es preciso suponer una línea
imaginaria que une al hablante nativo, al niño o al interlocutor con el objeto, y otras dos
que unen al traductor radical con el mismo objeto y con su interlocutor; es preciso suponer,
además, que ambos perciben el mismo objeto y que sus respuestas verbales son similares. Lo que
diferencia a Davidson de Quine es el énfasis del primero en objetos socialmente observa­

200
bles. La opción de Quine por considerar los estímulos nerviosos individuales la «puerta de
entrada» a cualquier interpretación lingüística del mundo, lo que supone asumir un conte­
nido empírico extralingüístico que determina el significado —el contenido— de los enuncia­
dos observacionales, es lo que Davidson ha llamado «tercer dogma del empirismo»; pues
«[n]o podemos decir que los estímulos sensoriales son la evidencia, dado que el agente nor­
malmente ni los observa ni conoce nada sobre ellos. Tampoco podemos decir que los estí­
mulos sensoriales proporcionan la evidencia, pues las creencias y las disposiciones verbales
asociadas que generan los estímulos no son una evidencia básica, sino que están basados en
ella»488. Esta observación crítica se sitúa, por tanto, en el mismo punto de la conclusión del
análisis llevado antes a cabo; concluye así, y en ello basa Davidson su propia propuesta, que
las relaciones causales entre el mundo y nuestras creencias son cruciales para el significado
no porque proporcionen una clase especial de evidencia al hablante que mantiene una cre­
encia, sino porque son manifiestas también para otros hablantes y constituyen así la base
de la comunicación.
Aunque se pospone una discusión más detenida, en la propuesta de Davidson se hace
ya visible un problema. El entendimiento lingüístico depende de la estructura semántica de
una teoría de la verdad tarskiana que ha de poderse proyectar de unas lenguas a otras, como
precondición de ese entendimiento. El carácter relativo a un lenguaje de este concepto de
verdad hace que nada garantice la validez intersubjetiva de las reglas de uso (los significa­
dos) de las expresiones cuando esta validez no está originalmente dada, es decir, cuando no
se trata de hablantes de la misma lengua sino de miembros de dos comunidades lingüísti­
cas extrañas entre sí. El problema persiste, excepto si se asume -como parece hacer
Davidson- que la racionalidad lingüística se guía por pautas universales; pero esto es «lo
que se quiere demostrar», por así decir: es, de nuevo, el problema de Humboldt. El uni­
versalismo de la razón lingüística sólo puede fundarse, si no se hace de ello un postulado
filosófico, en una reconstrucción que muestre cómo es posible llegar a un entendimiento o
a un acuerdo acerca de la interpretación válida del mundo, sin restringir la reconstrucción
a la condición de una precomprensión o un preacuerdo ya dados. La defensa del universa­
lismo sólo puede situarse en el ámbito pragmático de la discusión de contenidos, para pro­
ceder dando cuenta de lo que garantiza que se compartan los significados lingüísticos.
Si se acepta este planteamiento de la cuestión, cobran particular interés los dos trata­
mientos críticos de Essler y Follesdal. La lectura de Essler se esfuerza por poner de mani­
fiesto la idea que aquí se ha defendido: los elementos normativos que son constitutivos de
toda actitud epistémica no pueden reducirse a cuestiones de hecho susceptibles de una des­
cripción empírica. Se ha expuesto ya su defensa de que el realismo fisicalista de Quine en
Palabra y objeto no es sino un presupuesto necesario para el uso intersubjetivamente válido
del lenguaje. Al estudiar la teoría del conocimiento de Quine, Essler enfatiza el hecho de
que por conocimiento éste entiende una realidad interpretada lingüísticamente; por consi­
guiente, el método tiene que ser el de una crítica lingüística de las interpretaciones del
mundo que permita describir las condiciones que las hacen posibles. Este análisis pone de
manifiesto elementos normativos de carácter pragmático-formal de los que Quine, al adop­
tar un naturalismo estricto, no puede dar cuenta.
Entre los presupuestos necesarios que, en el marco de la teoría del conocimiento y del
lenguaje de Quine, aparecen como elementos constitutivos de toda actitud epistémica,
Essler ha señalado los que siguen. En primer lugar, el ya mencionado de que la posibilidad
de una comunicación con sentido entre distintos sujetos sobre la realidad presupone, necesaria­
mente, que la interpretación del lenguaje tiene lugar sobre un domino semántico de objetos
(cosas) reales; el establecimiento fáctico de esa comunicación confirma, entonces, la inter­

201
pretación fisicalista-realista del lenguaje empleado. En segundo lugar, ese mismo presu­
puesto es válido en el caso de un único sujeto particular: pues sin el presupuesto de una rea­
lidad autónoma de objetos físicos («presupuesto fisicalista-realista») tampoco tendría senti­
do suponer continuidad y coherencia en las percepciones sensoriales particulares, y ni
siquiera suponer la existencia de percepciones sin la idea de un efecto causal de la realidad
objetiva sobre los órganos sensoriales.
En tercer lugar, el realismo fisicalista de Quine no es acrítico: la imagen de la realidad
no se constituye inmediata y directamente a partir de esa realidad (mediante la activación
de terminaciones nerviosas), sino que la ordenación y estructuración de las percepciones de
los sujetos particulares se lleva a efecto sobre la base de un lenguaje que cada uno de ellos
comparte con otros, y que está a su vez en parte constituido por el entorno social. El cono­
cimiento objetivo de la realidad -juicios aceptados como verdaderos a partir del acto social
que representa el aprendizaje de una lengua, o a partir de estímulos sobre los órganos sen­
soriales- presupone el aprendizaje de una lengua, es decir, de las reglas de uso de las expre­
siones en su relación con una realidad física que se supone autónoma y la misma para todos.
Sin embargo, Quine ha estipulado que el uso de las expresiones lingüísticas se adquiere fun­
damentalmente por inducción en contextos particulares; pero este aprendizaje por inducción
sólo puede tener lugar a partir de un saber previo por parte de maestro y discípulo que es relati­
vo ala situación que ambos comparten, junto con el conocimiento de que ambos comparten ese
saber del trasfondo: «En general puede decirse que el empleo de argumentos inductivos
depende de la aceptación de un saber previo, y no sólo de un saber previo relativo a la uni­
formidad del ámbito que se investiga, sino también sobre el tipo de ordenamiento concep­
tual de ese ámbito». Pero la adopción de una posición empirista radical es incompatible con la
asunción de este trasfondo de un saber previo compartido^. Esta afirmación de Essler se ve
corroborada por la observación de Stegmüller cuya importancia se enfatizó al comienzo de
esta sección.
La misma insuficiencia del planteamiento empirista radical de Quine, así como la nece­
sidad de remitir la teoría semántica al ámbito pragmático de criterios y normas presupues­
tos por los participantes en la elaboración del discurso epistémico, subyace al planteamien­
to crítico de Follesdal490. En su propia propuesta entran en juego dos elementos
conceptuales que, aunque en la exposición se presentan aparentemente vinculados entre sí,
no necesitan estarlo. Se trata, en primer lugar, de la propuesta de Follesdal de una teoría de
la referencia directa que recupere para los términos singulares la función de los nombres en
sentido lógico -en particular, una función de designadores rígidos (Kripke). En segundo
lugar, está su defensa de una teoría intencionalista del significado, que hace depender éste
de los rendimientos subjetivos de la conciencia individual. De manera aparentemente en
conflicto con esta última idea, Follesdal parte de la afirmación de que el significado es un
«producto humano» («man-made»), de que no hay nada en los significados que no sea resul­
tado de la interacción pública entre individuos y en un medio social. Considera crítica­
mente, por tanto, el desplazamiento efectuado por Quine desde su énfasis original en obje­
tos de acceso público a la importancia central concedida, finalmente, a la activación de las
terminaciones nerviosas. Observa, como ya se ha visto hacer a Davidson, que este fenóme­
no difícilmente puede subsumirse bajo el concepto de estímulos socialmente observables en
el que Quine inicialmente se había apoyado (Palabra y objeto). El resultado de la perspecti­
va adoptada por Quine es el de la indeterminación de la referencia y de la traducción. Pero,
puesto que el lenguaje se emplea habitualmente para hablar acerca de objetos y aconteci­
mientos de los que los hablantes sí son conscientes y que suponen compartidos por sus'
interlocutores, una teoría semántica satisfactoria debería adoptar una perspectiva que per­

202
mita dar cuenta de esto, sin verse abocada a las dos tesis indeterministas de Quine. Para ello
serían precisos dos elementos teóricos.
En primer lugar, y puesto que lo que ocurra en nuestras superficies sensoriales es insu­
ficiente para determinar de forma única cuáles son los objetos y procesos que percibimos,
hay que explicar el modo en que las perspectivas irreductiblemente diversas de distintos
sujetos se interrelacionan sistemáticamente entre sí, así como dar cuenta de lo que se
requiere para que sean capaces de juzgar que efectivamente perciben lo mismo. Follesdal
sostiene que este tipo de explicación filosófica sólo puede proporcionarla una teoría de la
percepción basada en la noción de intencionalidad (Husserl). En una teoría intencionalista
de la percepción se hace fundamental explicar cómo es posible llegar a concebir un mundo
compuesto de objetos —lo que Quine había llamado «reificación», y explicaba como resul­
tado de la mediación lingüística por la que se accede a la realidad. Follesdal señala tres ras­
gos que habitualmente se presuponen en el proceso del conocimiento de objetos: i. la impo­
sibilidad de un conocimiento exhaustivo de todas las predicaciones que cabrá asignarles, ii.
su carácter cambiante -las propiedades que les atribuimos pueden cambiar con la posición
o el tiempo-, y iii. la falibilidad de nuestro conocimiento de ellos, que puede llevarnos a
atribuirles erróneamente propiedades que luego resultan no poseer. Ello lleva al elemento
teórico que Follesdal sitúa en segundo lugar, y que supone una transición del plano de la
mente (percepciones entendidas como contenidos de conciencia u objetos intencionales) al
del lenguaje: es preciso mostrar cuáles son los mecanismos lingüísticos que hacen posible
esta referencia a un mismo objeto por parte de los distintos sujetos epistémicos, y de mane­
ra tal que sea posible «seguirle la pista» teniendo en cuenta los tres rasgos mencionados.
Follesdal puede responder a la cuestión que él mismo ha planteado sólo mediante una
modificación radical de la teoría semántica de Quine. El recurso lingüístico que permite esa
fijación del objeto de la referencia, en el curso de las variaciones típicas de procesos de
aprendizaje, es el de una reintroducción en el sistema lingüístico de términos singulares que
recuperen su función nominal y actúen como designador rígido, es decir: que permitan
mantener una referencia fija al mismo objeto, en contextos epistémicos cambiantes. Ello
supone recuperar nociones intensionales en el contexto de la lógica modal —que permite un
tratamiento extensional de las mismas— o de una semántica bi-dimensional. Follesdal pare­
ce considerar asimismo inevitable suscribir el tipo de «esencialismo» con el que se había
comprometido Kripke al definir la noción de designador rígido. De hecho, esta misma con­
clusión era la que había llevado a Quine a rechazar la lógica modal: pues, si se acepta la
cuantificación bajo el alcance de un operador modal, es preciso asumir que la necesidad
reside en las cosas y no en el lenguaje491. Este tipo de «esencialismo», ligado al realismo epis­
temológico tradicional, obliga asimismo a suponer algún tipo de teoría causal de la refe­
rencia, es decir: a asumir que el mundo actúa causalmente sobre los sentidos, y de tal forma
que las percepciones preservan alguna similitud estructural o formal con sus causas. Todos
estos elementos filosóficos han de tenerse en cuenta si lo que se elabora es una teoría inten­
cionalista del significado, que ha de vincular los contenidos intencionales generados en la
subjetividad con la realidad objetiva. Pero son, sin embargo, espurios si la teoría de la refe­
rencia directa se entiende como una tesis pragmático-formal. Y en este mismo sentido se
puede interpretar la propuesta de Follesdal, prescindiendo de su adopción del concepto de
intencionalidad como categoría básica: «[l]a idea básica es que, cuando usamos un término
singular genuino, estamos obligados a hacer todo lo posible para seguirle la pista al mismo
objeto. Tan pronto como alguien usa un término singular genuino, éste les indica a él y a
quienes se encuentran a su alrededor que han asumido el compromiso de hacer todo lo
posible para continuar refiriéndose a ese mismo objeto»492.

203
De hecho, la perspectiva intencionalista estaba ausente de un ensayo previo de Follesdal
en el que se exponía la misma defensa de una teoría de la referencia directa con base en los
términos singulares493. La idea fundamental es considerar que la función referencial del len­
guaje tiene prioridad sobre la predicativa. Pero, en este trabajo previo, Follesdal defiende
que la noción de término singular genuino no es fundamentalmente una noción modal, ni
requiere apelar a alguna forma de «necesidad metafísica» o de esencialismo para que quede
definida con claridad; considera que la preservación de la referencia es básica para el uso del
lenguaje fuera también de los ámbitos modales, en relación con el discurso sobre objetos
que cambian con el tiempo y al predicar distintas propiedades en momentos distintos.
Frente al «esencialismo» de Kripke —que surge del énfasis de éste en la diferencia entre la
cuestión ontológica de a qué refiere de hecho un nombre y la cuestión epistémica de cómo
descubrimos a qué refiere-, sin embargo, Follesdal considera estas dos cuestiones interrela­
cionadas, y ello debido a que el lenguaje es una institución social: «[ajquello a lo que refie­
ren los nombres —y no sólo el modo en que descubrimos a qué refieren- depende de una
evidencia que es públicamente accesible en aquellas situaciones en las que la gente aprende
y usa el lenguaje»494. Esta perspectiva pragmático-formal es claramente distinta del inten-
cionalismo posterior, pues da lugar a una tesis opuesta a toda tesis inten áonalista y, por
extensión, a toda tesis intencionalista: «La referencia domina sobre el sentido en el sentido
siguiente: el sentido de un término singular genuino está conformado para asegurar que, a tra­
vés de las vicisitudes de una capacidad de visión creciente y de teorías científicas cambiantes, el
término continúa refiriendo a aquello a lo que refiere en la actualidad». Esta preeminencia de
la referencia sobre el sentido sería el rasgo característico de los términos singulares genui-
nos495.
La respuesta de Quine a Follesdal496 resulta muy aclaradora respecto a cuál es el punto
polémico. Considera que, pese a todo, la teoría de la referencia sólo ofrece ventajas en con­
textos intensionales; en el marco extensional característico de las teorías de la ciencia, es
posible dar cuenta de los procesos de cambio de que habla Follesdal mediante el expedien­
te técnico de considerar a los cuerpos ubicados en un espacio-tiempo de cuatro dimensio­
nes. Pero «[e]n el interior de las teorías extensionales considero que podemos continuar
subordinando la referencia a la predicación al modo de fregeanos irredentos». La teoría
semántica de Quine hace a los enunciados de observación centrales para introducirse en la
teoría y en el lenguaje, y a los enunciados en general -no a los nombres- la unidad básica
de significado. La referencia es resultado de la interconexión de cuantificación y variables,
y éstas a su vez no son sino los recursos técnicos que permiten establecer conexiones lógi­
cas entre enunciados de observación y enunciados teóricos. Los términos singulares pueden
reducirse, en la notación lógica canónica de Quine y dentro de una interpretación objetual
de la cuantificación, a expresiones que sólo contienen términos generales predicativos.
Esto sugiere una equivalencia funcional, desde el punto de vista de la descripción
estructural semántica, de ambas estrategias. Pero, como discusiones posteriores han inten­
tado poner de manifiesto, en la preeminencia de la función predicativa sobre la referencial,
o de la predicación frente a la referencia, podría encontrarse el postulado teórico que con­
duce al holismo del significado y a la inseparabilidad de teoría y lenguaje, o a la indistin-
guibilidad entre el saber del lenguaje y el saber del mundo. Esta es la línea seguida por la
crítica de Putnam a la filosofía del lenguaje de Quine, crítica que asume el mismo plante­
amiento de Follesdal al defender la necesidad de una teoría de la referencia directa497. Lo
fundamental para la teoría del significado es que, con estas propuestas, tanto Follesdal
como Putnam defienden haber identificado un mecanismo lingüístico que permitiría sepa­
rar el conocimiento disponible del mundo, de un lado, y el conocimiento del lenguaje (del uso de

204
las expresiones), por otro. Esto tiene lugar mediante la reconstrucción de las reglas que hacen
posible el uso compartido de expresiones lingüísticas centrales para la constitución de una
interpretación del mundo epistémicamente válida, y, en particular, las reglas de uso de los
términos singulares, en su función de designadores rígidos. El alcance último de esta posi­
bilidad es que presta un apoyo teórico clave a la defensa de la universalidad de los procesos
de interpretación del mundo mediados lingüísticamente.
La objeción que cabe hacer a estas críticas es que, para que tal universalidad lo sea, no
basta con identificar mecanismos formales máximamente necesarios y presupuestos en todo
discurso epistémico; es preciso mostrar que esa estructura formal es condición de posibili­
dad y de validez para la elaboración de contenidos que, efectivamente, pueden compartir­
se desde esquemas conceptuales o sistemas semánticos en principio diversos. De hecho,
puede considerarse que la defensa de Quine de un tratamiento predicativo es un expedien­
te meramente técnico que no impide la introducción de nuevos elementos aún no retro-
traíbles a conocimientos previos: Quine hace, de los nuevos «nombres» de las teorías refe-
rencialistas, nuevos «predicados» en los que descansaría esa separación entre el saber previo
del lenguaje y el saber del mundo en curso de elaboración. Pero ésto sólo es así si esta intro­
ducción de nuevos términos se sitúa en la perspectiva pragmática de Palabra y objeto, y la
separación significado/información se reconoce susceptible de recuperación reflexiva en ese
ámbito pragmático.
Es esta posibilidad la que la teoría semántica de Quine, con sus dos tesis de indetermi­
nación, ha negado; el holismo moderado último adolece de una perspectiva semanticista que
impide la posibilidad de fundamentar alguna forma de universalismo en el ámbito de las
reglas de uso y, por consiguiente, en el ámbito pragmático-formal en el que se constituye el
lenguaje en su relación con el mundo. Es la atención a esta dimensión pragmática de la cons­
titución del significado la que hace de la teoría de Follesdal y Putnam un elemento teórico
imprescindible. Essler ha puesto asimismo de manifiesto que, en el curso de sus trabajos,
Quine ha ido señalando componentes en el discurso de la ciencia que entran en juego en
calidad de condiciones de posibilidad o presupuestos necesarios, por consiguiente «no suscep­
tibles de exposición empírica»; esto explicaría que finalmente se haya visto abocado a una
reflexión final inequívocamente kantiana. La solución estaría en una pragmática formal que
articulara sistemáticamente estos presupuestos necesarios de posibilidad y de validez de la
función epistémica del lenguaje. Pues un pragmatismo radicalmente empirista conduce
igualmente a la inseparabilidad de teoría y lenguaje, y parece obligar a considerar propios
enunciados observacionales relativos respecto al conocimiento del lenguaje de toda la comu­
nidad. Con ello se imposibilita la admisión de presupuestos contrafácticos con el valor de
principios normativos reguladores de esta práctica discursiva intersubjetiva. Pero esta misa
inseparabilidad de teoría y lenguaje parece haber sido la posición adoptada por D. Davidson.

2.2.4. D. Davidson

Introducción. Filosofía general de D. Davidson

El punto de partida de la propuesta de Davidson es un análisis semántico de la estruc­


tura proposicional de las lenguas naturales en el marco de una teoría general del significa­
do y la interpretación. Se ha señalado que esta teoría dirige su investigación, en general, a
las condiciones para la comprensión del habla y del comportamiento intencional de los
otros. El estudio del lenguaje y de la intencionalidad se ha complementado con un examen

205
epistemológico de las condiciones y restricciones para la interpretación. Todo ello ha con­
ducido finalmente a una concepción de la racionalidad que ha pasado a ser central en la
teoría de Davidson. Al mismo tiempo, y de modo en apariencia independiente, este autor
ha defendido una tesis en filosofía de la mente que se conoce como monismo anómalo', se
trata de una concepción fuertemente naturalista, caracterizada por tres tesis fundamentales:
(1) todo acontecimiento mental es idéntico a un acontecimiento físico, en tanto que signo
o evidencia de él; (2) para cualquier par de acontecimientos causalmente ligados, existe una
descripción bajo la cual el par está gobernado por alguna ley; (3) no existe ninguna gene­
ralización nomológica que permita explicar y predecir acontecimientos mentales. El monis­
mo anómalo permite localizar lo mental en el mundo físico -1 y 2 son versiones de la tesis
de la identidad-, al tiempo que se evita un reductivismo conceptual al explicar y racionali­
zar el comportamiento intencional. Junto a ello, en su filosofía de la mente Davidson ha
asignado prioridad a la creencia frente a todas las demás actitudes proposicionales -espe­
ranza, duda, temor, deseo, propósito, etc - y ha defendido una forma de holismo de lo men­
tal que impone un patrón de coherencia lógica y consistencia entre el conjunto de actitu­
des proposicionales. Al mismo tiempo, ha defendido un externismo de lo mental que asume
que el contenido intencional de cualquier estado mental está determinado por relaciones
causales entre la persona y su entorno social y/o físico. Ha atacado cualquier concepción
subjetivista de la mente dentro de la tradición cartesiana, caracterizada epistemológica­
mente por las tesis de la infalibilidad -el error respecto a encontrarse en un estado mental
no sería posible- y la transparencia -los sujetos serían siempre conscientes de sus estados
mentales cuando los tienen. Frente a este subjetivismo, que concibe la mente como un agre­
gado de objetos proposicionales que se «comprenden», Davidson se ha orientado al len­
guaje para tratar el problema y se ha distanciado de la perspectiva introspectiva; en su
modelo de la interpretación de un sujeto por parte de otro, lo que se pone de manifiesto es
la interdependencia entre los significados lingüísticos y las creencias: sólo es posible el acce­
so a lo segundo mostrando cómo se accede a lo primero.
Por ello, su teoría del significado y de la interpretación ha de verse como algo previo,
no sólo en un sentido temporal sino también conceptual: pues ninguna evidencia empíri­
ca puede contener información relativa a los estados intencionales o las acciones de otro
sujeto cuando éstos sólo pueden adscribírsele si previamente se entienden sus manifesta­
ciones lingüísticas. De este modo, la reflexión acerca el pensamiento o los estados menta­
les depende de la investigación relativa a la naturaleza del significado y el proceso de inter­
pretación lingüística. Esto explica la imposibilidad de tratar sólo la filosofía del lenguaje de
Davidson sin tomar en consideración su epistemología o su filosofía de la mente. En la
medida de lo posible, sin embargo, la presente exposición se centrará en el primero de los
tres temas citados -los fundamentales de su filosofía- y estudiará los otros dos en función
de su conexión con las nociones de significado, verdade interpretación™.
En su punto de partida el trabajo de Davidson puede considerarse una continuación
crítica del de Quine, en filosofía del lenguaje y epistemología primero y en el ámbito de la
teoría de la acción y la filosofía de la mente después. Su crítica, y una enunciación clara de
los puntos de divergencia, pueden encontrarse en diversas ocasiones a través de su obra. En
particular, el artículo «Sobre la idea misma de un esquema conceptual» (1974) hace ya
explícito lo que ha mantenido en otras contribuciones recientes499. En todos los casos un
mismo problema aparece discutido desde perspectivas aparentemente distintas aunque
complementarias: el problema de la relación entre verdad y significado, nociones conecta­
das entre sí por lo que Davidson irónicamente denomina una «teoría de la evidencia»™
-relativa a qué cuenta para el significado de los enunciados observacionales.

206
En «Sobre la idea misma de un esquema conceptual», Davidson denuncia en Quine lo
que denomina el «tercer dogma del empirismo», en íntima conexión con la tesis de la inse­
parabilidad de teoría y lenguaje: el supuesto de un dualismo de esquema (conceptual) y
contenido (empírico), donde el esquema lo proporciona el lenguaje -que incorpora con sus
categorías semánticas una ontología y una concepción del mundo- y el contenido lo da el
patrón de estímulos neuronales -que habría de verse como la materia que espera ser orga­
nizada. Este dualismo está, en opinión de Davidson, a la base de cualquier defensa de la
supuesta incommensurabilidad de lenguajes/teorías distintos; su argumento, dirigido con­
tra el relativismo epistémico, es el de que sólo asumiendo tal dualidad es posible presentar
de manera consistente una posición relativista respecto a la verdad y el conocimiento; y, a
continuación, muestra cómo el propio dogma no puede sostenerse sin caer en una incon­
sistencia501. Su argumentación se apoya en la teoría general de la interpretación que se va a
estudiar aquí y que mina la posibilidad de descubrir que otros poseen un equipamiento
intelectual diferente; pero el peso de ella descansa en la defensa de que, si se rechaza la idea
de una fuente de evidencia no interpretada, no hay lugar para el dualismo de esquema y
contenido, sin el cual no es posible que el relativismo lingüístico o conceptual tenga senti­
do. El último paso de Davidson es mostrar que esta argumentación no lleva consigo la
renuncia a la objetividad del conocimiento, es decir, al supuesto de un mundo objetivo
independiente de nuestro conocimiento. Lo central en este ensayo es, sin embargo, la cons­
tatación del modo en que la noción de significado -a fortiori de lenguaje/esquema concep­
tual- depende de la noción de verdad: «Nuestro intento de caracterizar los lenguajes o
esquemas conceptuales en términos de su ajuste a alguna entidad ha acabado convirtién­
dose, así, en el mero pensamiento de que algo es un esquema conceptual o una teoría acep­
table si es (...) ampliamente verdadero»; y «[a]l abandonar el dualismo de esquema y mundo
no abandonamos el mundo, sino que reestablecemos un contacto inmediato con los obje­
tos familiares cuyo comportamiento hace a nuestros enunciados y opiniones verdaderos o
falsos»502. La idea de que es la noción de «contenido no interpretado» lo que se necesita para
dar sentido al relativismo lingüístico o conceptual va unida en Davidson a la de que sólo la
adopción de la noción de verdad como primitiva permite superar éste.
Aunque la crítica de Davidson adopte el enfoque de una discusión epistemológica, se
dirige directamente al problema que el estudio de Quine ha permitido identificar: el de la
inseparabilidad de teoría y lenguaje, es decir, de la imposibilidad de separar, si se adoptan
sus presupuestos filosófico-lingüísticos y epistemológicos, el conocimiento del lenguaje del
conocimiento del mundo, o —en los téminos de Davidson— significado de verdad. La estra­
tegia de Davidson va a consistir en mostrar que este supuesto «enmarañamiento» de ambas
nociones no se resuelve al modo de Quine, asumiendo una epistemología empirista; la vía
de solución se alcanza mostrando que esa inseparabilidad de teoría y lenguaje es un elemento
primitivo, constitutivo de la comunicación con los otros y de la interpretación de la propia
lengua o una ajena. La aclaración del vínculo interno entre lenguaje y conocimiento del
mundo sólo se alcanza mostrando el modo en que el signifidado depende de la verdad. La
afirmación de este vínculo constituye la tesis fundamental en la propuesta de Davidson y
tiene un carácter filosófico-lingüístico: afirma que la estructura misma de una teoría del sig­
nificado para una lengua está dada por una teoría de la verdad para esa lengua -en par­
ticular, es posible emplear una teoría en la línea de Tarski-; si verdad y significado no pue­
den mantenerse separados, es porque es la verdad la que determina el significado™.
Para defender esta tesis Davidson se apoya, partiendo de su crítica a Quine, en dos
ideas: en una reinterpretación de la teoría «desentrecomilladora» de la verdad —acorde con la
definición semántica de esta noción debida a Tarski- y en la defensa de una teoría distante

207
del significado y la evidencia (distal theory) frente a la teoría de proximidad (proximal theory)
de Quine. En ambos casos, la base de la evidencia empírica que permite conectar signifi­
cado y verdad no es, como en Quine, la de los estímulos sensoriales semejantes para dis­
tintos hablantes, sino la de las causas externas que mueven a disposiciones al asentimiento
-e.d. a una asignación de valor de verdad a enunciados- iguales o ampliamente semejantes
por parte de aquéllos. La comunicación no se basa en el supuesto de la semejanza de signi­
ficados estimulativos, sino en la maximización del acuerdo respecto a la verdad. El punto de
partida para la defensa de una teoría distante es la crítica al cartesianismo (subjetivismo)
implícito en la teoría de proximidad y las dificultades a que conduce. De acuerdo con el
argumento de la triangulación propuesto por Davidson, si, en un «escenario» compuesto por
dos agentes y un objeto o acontecimiento que ambos observan (situación triangular episté­
mica), como base empírica (evidencia) para la definición del significado de los enunciados
observacionales se renuncia al criterio social (Palabra y objeto) y se adopta la perspectiva
final de Quine, es decir, la apelación a la semejanza de los estímulos sensoriales que causan
el asentimiento de un sujeto epistémico504, entonces la función de los estímulos sensoriales
en la definición del significado estimulativo —a fortiori, del significado simpliciter- consiste
en ligar el significado empírico con la evidencia. Pero, en opinión de Davidson, «basar el
significado en la evidencia conduce necesariamente a las dificultades de las teorías de pro­
ximidad: a una verdad relativizada con respecto a los individuos y al escepticismo. Las teo­
rías de proximidad (...) son cartesianas en su espíritu y en su manifestación»505. Pues, asu­
mida esta perspectiva, la verdad en la concepción del mundo de un sujeto depende por
completo de su habilidad para organizar y predecir patrones de estimulación sensorial.
Sin embargo, se ha visto también que en los textos de Quine está presente simultáne­
amente otra perspectiva en conflictiva tensión con la anterior y que es la propia de una teo­
ría distante: la que conecta el significado directamente con las condiciones que hacen a los enun­
ciados intersubjetivamente verdaderos o falsos506. Frente a la localización del estímulo
pertinente en los receptores sensoriales, Davidson adopta esta segunda posibilidad -tam­
bién presente en Quine, si bien finalmente abandonada por éste-: su localización en los
objetos y acontecimientos acerca de los que tratan típicamente nuestros enunciados obser­
vacionales. Se está adoptando, con ello, una noción de semejanza interpersonal de significa­
dos (interpersonal sameness of meaning) que sustituye a la de sinonimia estimulativa inter­
subjetiva, pues esta nueva noción de significado observacional «depende primariamente de
causas compartidas que el hablante y el intérprete pueden delimitar (...) Los significados
son compartidos cuando idénticos acontecimientos, objetos o situaciones causan, o causa­
rían, asentimiento o disentimiento»507. La recuperación de una noción de significado inter­
subjetivo -no como un elemento primitivo, sino en dependencia de una noción de causa­
lidad que sí posee ese rasgo- y de la conexión entre ésta y la noción de verdad, se aclara en
la explicación que da Davidson de la teoría «desentrecomilladora» de la verdad atribuida a
Tarski. Aquí el punto de partida es de nuevo Quine, así como una observación de Davidson
que permite interpretar algo ya visto en el capítulo anterior: «El cambio en el pensamiento
de Quine (...) concierne a la relación entre significado y verdad»508. Quine ha defendido un
punto de vista deflacionista, según el cual afirmar que un enunciado de la propia lengua es
verdadero no supone decir más de lo que ya se ha afirmado al emitir el enunciado; en este
sentido, la verdad es «desentrecomilladora»: «Podemos librarnos del predicado es verdade­
ro’ a continuación de un enunciado entrecomillado, simplemente, eliminando las comillas
al tiempo que borramos el predicado de verdad»509. El esquema general aplicado por Quine
en Desde un punto de vista lógico en la definición de la noción de verdad seguía la pauta de
la Convención V: (V) «___ » es verdadero-en-L syss ___ . El método de Tarski también

208
hacía uso de este rasgo; pero la definicición de éste último no se apoya, en opinión de
Davidson, en el mero desentrecomillado de los enunciados, sino que procede recursiva­
mente a partir de las expresiones constituyentes que, aunque finitas en número, bastan para
formar todos los enunciados posibles en el lenguaje. Si la explicación de la noción de ver­
dad pudiera reducirse a este rasgo «desentrecomillador», se haría difícil explicar su poder
para determinar el significado -que esto es así es una tesis fundamental en la propuesta de
Davidson.
Este lleva a efecto, en este punto, una «vuelta de tuerca» más: como teoría «desentre-
comilladora» de la verdad, una teoría de la verdad para una lengua al uso es una teoría
empírica, pues son los hablantes los que pueden asentir a las instanciaciones del esquema
de la Convención V (abreviadamente, enunciados-V); pero esta observación sitúa el pro­
blema en un nivel de lenguaje superior, en el cual lo que se pregunta es cómo se reconoce que
un enunciado-Ves verdadero. Aquí se precisa una noción de traducción que permita pasar
del lenguaje objeto (entrecomillado a la izquierda del bicondicional) al metalenguaje.
Cuando lenguaje objeto y metalenguaje no son fragmentos de la misma lengua natural, y
por tanto el primero no está contenido en el segundo, la formulación deja de ser trivial. En
esta situación, «la evidencia de que una teoría de la verdad es empíricamente correcta será
evidencia de que un esquema para traducir el lenguaje objeto al metalenguaje (un manual
de traducción) es correcto»510. Frente a la idea corriente de que el proceso de la traducción
lo es de preservación del significado, la noción de traducción radical de Quine basa el pro­
ceso en criterios empíricos. Desde esta perspectiva, que Davidson asume, con el fin de
determinar cuándo la teoría de la verdad para otro hablante es correcta el traductor radical
necesita partir de una teoría de la verdad para su propia lengua.
Esta es la perspectiva crucial también para la propuesta de Davidson, quien, tras exa­
minar otros posibles métodos de traducción -partiendo de correlacionar bien términos sin­
gulares (esquema de axioma (R)) o bien predicados (esquema de axioma (E)), en formula­
ción paralela a la Convención V: (R) el término singular «___ » refiere a ___ , (E) el
predicado « » es verdadero de objetos que son —, concluye aceptando el principio del
contexto de Frege y asumiendo la preeminencia de los enunciados completos para dar
cuenta de la conexión interna entre las nociones de significado y verdad. Citando a Quine,
«por lo que hace con respecto al significado (...) una palabra puede decirse determinada en
la medida en que la verdad o la falsedad de sus contextos estén determinadas»511. De hecho,
lo que Davidson recoge aquí no es sino algo que ya se vio en Quine: mientras que puede
haber una pluralidad de modos de definir los predicados metalingüísticos para la referen­
cia, la satisfacción, o la extensión en general, los modos de correlacionar palabras y expre­
siones con la realidad objetiva están limitados por la exigencia de preservar las condiciones
veritativas de los enunciados en los que estas expresiones se integran. El paso ulterior de
Davidson consiste en asumir no sólo que esta preservación de las condiciones de verdad está
sujeta a restricciones empíricas, sino que además estas restricciones son idénticas a las res­
tricciones que determinan los métodos aceptables de traducción. Las restricciones que
conectan una buena traducción y la preservación del valor de verdad de los enunciados son
empíricas porque dependen del comportamiento observable en los hablantes (inicialmen­
te), en términos de asentimiento y disentimiento. Así, se hace explícita «la invasión de la
verdad por consideraciones del significado», pero el aparente círculo se rompe por el expe­
diente de conectar «la verdad o la traducción con las reacciones observables de los hablan­
tes respecto al lenguaje y al mundo»512.
Esta conexión estructural interna -en un sentido aún pendiente de precisar, por vía de
la definición de Tarski- entre significado y verdad es indirecta en el caso de una caracteri­

209
zación «desentrecomilladora» previa de la verdad para la propia lengua, es decir, en el caso
de que se parta de una teoría de la verdad en la línea de Tarski para la propia lengua, y se
continúe por un proceso de traducción de la lengua ajena; dicha conexión es directa si se
pregunta directamente por el valor de verdad de un enunciado de la lengua ajena. En cual­
quiera de estos dos casos, Davidson reconoce que el método general común para la traduc­
ción de cualquier lengua ajena -de cualquier predicado de verdad inmanente a una lengua
particular- es «trascendente» respecto a esos predicados de verdad; pero esta «trascenden­
cia» o generalidad en el concepto de verdad, es decir, en el procedimiento común de tra­
ducción, tiene un límite: el del predicado de verdad en la propia lengua del intérprete o tra­
ductor, para quien verdad y significado están interconectados y cuyo predicado «verdadero»
opera como un concepto material o de contenido. Ello permite a Davidson rechazar cual­
quier concepción epistémica de la verdad con pretensión de universalidad, sin verse aboca­
do al relativismo epistémico. Pues, si bien lo que da unidad al concepto de verdad es, por
una parte, el requisito que la Convención V hace explícito, y por otra su conexión con el
asentimiento provocado, este hecho no apunta a la posibilidad de una definición o una teo­
ría de la verdad universales; un fragmento de la lengua a la que se traduce permanece fuera
del alcance del último predicado de verdad en la jerarquía creciente, ya que «al aplicar la
noción de verdad a los hablantes de varias lenguas (...) operamos con nuestra propia lengua y
nociones»5^. En este sentido la verdad es inmanente y la teoría del significado y de la verdad
así establecida puede pretender un carácter empírico en sentido estricto. Esto permite asu­
mir a Davidson un supuesto fundamental en su propuesta: que la verdad es un concepto
primitivo. Frente a otras nociones, como las de creencia o coherencia, la noción de verdad
es transparente y, en el marco de una teoría en la línea de Tarski, el rasgo «desentrecomi-
llador» de la Convención V es suficiente para fijar su dominio de aplicación empírica514.
El procedimiento general de traducción a que se ha hecho referencia, y que ha de permi­
tir -una vez formulada una teoría de la verdad para la propia lengua- trasladar la lengua
ajena a la propia por vía de la estructura formal de la Convención V y el
asentimiento/disentimiento de los hablantes de la otra lengua, se basa de manera funda­
mental en la aplicación del principio de caridad (Wilson, Quine). Este principio integra la
doble asunción metodológica de que los hablantes de la lengua ajena son consistentes y
correctos en sus emisiones -es decir, que sus creencias se corresponden con los enunciados a
los que asienten como verdaderos, y que estos enunciados son en efecto mayoritariamente
verdaderos según la teoría de la verdad propia del intérprete. Así, Davidson pone de mani­
fiesto que en el proceso de traducción no es posible dar ni un sólo primer paso hacia la
interpretación sin conocer, o asumir que se conoce, mucho acerca de las creencias del
hablante al que se interpreta. Y, puesto que el conocimiento de las creencias está subordi­
nado a la capacidad para interpretar expresiones lingüísticas, la única posibilidad con que
se cuenta al iniciar el proceso es asumir un acuerdo general respecto a las creencias, unido
al principio de caridad que se le aplica al intérprete: «si queremos entender a otros, hemos
de considerarlos correctos en la mayoría de las cuestiones»515. El principio de caridad dirige
al intérprete en la dirección de traducir o interpretar de modo que pueda leer algunos de sus pro­
pios estándares de verdad en el patrón de enunciados tenidos por verdaderos por el hablante al
que interpreta. El objeto del principio es hacer al hablante inteligible, puesto que desvia­
ciones demasiado grandes respecto a la consistencia y la corrección no dejan espacio común
alguno que permita juzgar coincidencias o divergencias516.
De esta forma, en la medida en que el principio de caridad permite minimizar el desa­
cuerdo inexplicado como forma de alcancar el entendimiento, minimizará las diferencias
entre las explicaciones de la verdad para los mismos enunciados517. Y, si bien su aplicación

210
-la de este principio— no es materia de elección, sino la condición para una teoría que fun­
cione518, el resultado de esa aplicación necesaria y general es siempre una noción de verdad
que ha de relativizarse a una lengua o lenguaje particulares519. Es posible entonces concluir
que la teoría de Davidson -frente a la de Quine, que ha de partir de una noción de sino­
nimia estimulativa y del supuesto epistemológico de que los estímulos externos causan
iguales creencias en los distintos hablantes- conecta el significado directamente con las con­
diciones que hacen a los enunciados intersubjetivamente verdaderos o falsos520. Por ello
Davidson puede afirmar que cualquier forma de relativismo lingüístico queda suprimida:
lo que importa para el significado y la verdad es lo que tiene que ser compartido para que
la comunicación tenga éxito521, y logramos encontrar el máximo sentido a las palabras de
los otros cuando los interpretamos del modo que maximiza el acuerdo522, pero ello tiene
lugar siempre según los propios estándares y el propio predicado de verdad.
Recapitulando, la idea fundamental de la propuesta filosófico-lingüística de Davidson,
que se encuentra en la base de su reflexión filosófica sobre lenguaje, mente y epistemolo­
gía, es la de que el objeto de una teoría del significado no es explicar la correspondencia
entre una lengua o lenguaje y el mundo, sino dar una explicación semántica de la conduc­
ta lingüística. La tesis fundamental en la propuesta de Davidson es que el conocimiento del
significado de un enunciado, tal y como éste se manifiesta a la «autoridad de la primera per­
sona» en el curso de la comunicación corriente, está íntimamente conectado con el cono­
cimiento de sus condiciones de verdad. Cuando se trata de interpretar una lengua ajena, es
preciso preguntarse por las condiciones que permiten adscribir conocimiento de las condi­
ciones de verdad a un hablante particular. La posición epistemológica de Davidson, que se
ha descrito como realismo moderado, asume que, para adscribir este conocimiento, el intér­
prete puede confiar en una actitud básica de ese hablante particular respecto a los enuncia­
dos: la de mantener que, en ciertas circunstancias, un enunciado dado es verdadero. El
externismo que a continuación asume Davidson le permite mantener que, si algún objeto o
acontecimiento aparece sistemáticamente correlacionado con una reacción lingüística en
circunstancias específicas, entonces puede ser considerado como el objeto o acontecimien­
to asociado al enunciado -o al pensamiento correlativo.
De hecho, los supuestos de la propuesta de Davidson no están exentos de dificultades;
se ha indicado523 que, respecto a su teoría de la interpretación, el debate actual entre los
especialistas se centra en su modelo de la situación de triangulación epistémica y en la pre­
gunta de cómo un hablante puede tener conocimiento de lo que conoce su intérprete y
viceversa, a partir del concepto de un mundo compartido en el cual hablante e intérprete se
encuentran igualmente situados. Ello supone, en cierto modo, invertir la perspectiva bási­
ca en la propuesta de Davidson, pero esta cuestión está al mismo tiempo presente, implí­
citamente, en su explicación del proceso de interpretación radical —como se va a ver. En
cualquier caso, el resultado de todo ello es una teoría de la acción intencional ligada a una
concepción de la racionalidad; esta teoría sería formulable, posiblemente, en términos de
teoría de la decisión524.
En la presente exposición se va a prestar particular atención a una dificultad que ya se
ha señalado. La validez relativa de las nociones de verdad y de causa respecto a una lengua
o lenguaje y a un contexto, la ve el propio Davidson cuando señala que su situación de
triangulación epistémica, que hace derivar significado observacional de causa externa, depen­
de de una noción de causa no absoluta ni objetiva. Puesto que la «causa común» se con­
vierte en el tema común para hablante e intérprete, al intentar determinar el modo en que
esa causa externa afecta al significado es preciso tener en cuenta que «[e]l concepto de cau­
salidad se aplica según intereses humanos»525. Esta dependencia respecto de intereses contin­

211
gentes de la noción de causa común que es pertinente para la determinación del significado
no es -opina Davidson- incompatible con la defensa de la objetividad del conocimiento y
la validez de su expresión lingüística: aunque la ciencia pretende superar lo relativo de la
causalidad corriente respecto a intereses humanos, «la ciencia puede, sin perjuicio ni circu-
laridad, tomar constancia de hechos relativos a la naturaleza humana que reflejan intereses:
hechos relativos a la importancia, la atención y la tendencia a generalizar de ciertas mane­
ras»526. A este comentario parece subyacerle la apelación a un punto de vista fuertemente
naturalista, que reduce los posibles intereses humanos a los que pueden determinarse o des­
cribirse mediante otras ciencias empíricas, por un proceso inductivo de generalización o
abstracción. Pero, como en el caso de la interpretación del predicado de verdad, las expli­
caciones y descripciones resultantes sólo tendrán validez en su ámbito de aplicación y
habrán de retrotraerse a su inmanencia a un ámbito cultural y lingüístico —esto resulta evi­
dente, si se tiene en cuenta que la noción de verdad sigue siendo primitiva y previa a esta
explicación científica de los intereses humanos, incluidos los intereses cognoscitivos e instru­
mentales que guían el hacer científico.
La circularidad que se genera aquí la considera Davidson sólo aparente, en la medida
en que su propuesta ha asumido que no puede haber, con respecto a la determinación del
significado y el conocimiento del mundo, nada que «trascienda» el punto de vista de un
observador que interpreta según sus propios estándares -lo que Davidson denomina «auto­
ridad de la primera persona»527—. Pero, al mismo tiempo, ha reconocido un carácter en cier­
to modo «trascendente», si bien no al predicado de verdad, sí al método general de inter­
pretación y a la estructura de la verdad528. Esto entraña una tensión implícita que se pondrá
de manifiesto en la discusión final (último subapartado).

Filosofía del lenguaje

En la teoría del significado de Davidson pueden señalarse, siguiendo a B. T.


Ramberg529, los siguientes supuestos fundamentales o asunciones básicas.
En primer lugar, la comunicación lingüística no puede explicarse en términos de con­
formidad con un cuerpo de convenciones o reglas. La competencia lingüística no consiste
en dominar una estructura compartida y claramente definida, un sistema uniforme que
hablante y oyente o interpretado e intérprete tienen en común. Las lenguas naturales par­
ticulares no están constituidas por prácticas sociales particulares, la comunicación no es una
práctica social especificable que descanse en convenciones.
En segundo lugar, el objetivo en la propuesta de Davidson es una filosofía del lengua­
je «purificada» de las reificaciones del significado y la referencia -en esto, siguiendo la tra­
dición inaugurada por Quine. Las nociones de lenguaje, significado de las expresiones par­
ticulares y relación de referencia no aportan nada a la explicación de la competencia
lingüística. Ninguna teoría de la referencia puede servir como fundamento para una teoría
del significado.
En tercer lugar, el modelo de comunicación lingüística que Davidson propone deriva
su poder explicativo de otra fuente: la noción de verdad. Una teoría de la verdad para una
lengua natural es una teoría de la interpretación para esa lengua, caracterizada por tres ras­
gos: empirismo, holismo y dinamismo. Más precisamente, la definición semántica de la
verdad de Tarski proporciona la estructura formal de esa teoría, en correspondencia con la
Convención V. A esta indicación de Ramberg es preciso añadir que se trata de una teoría
recursiva que, por consiguiente, permite dar cuenta del modo en que, a partir de un núme­

212
ro finito de elementos básicos, es posible generar un número potencialmente infinito de
enunciados acerca del mundo. Al interpretar al hablante de una lengua ajena, el intérprete
maximiza el acuerdo entre el contenido empírico de ambas teorías al construir la ajena
haciéndola mayoritariamente verdadera. De este modo la teoría de la verdad es al mismo
tiempo una explicitación de lo que es preciso saber para entender una lengua.
Los puntos que se van a desarrollar al estudiar esta propuesta filosófico-lingüística —y
cuya necesidad y justificación se harán explícitas al presentarlos- son: i. nociones de ver­
dad, significado y forma lógica; ii. teoría de la interpretación radical; iii. aplicaciones de la
teoría a casos problemáticos del lenguaje natural: análisis paratáctico; iv. lenguaje y comu­
nicación -convenciones y normas.

i. Verdad, significado y forma lógica

«Podemos pensar que una teoría de la verdad para un lenguaje L es simplemente un


enunciado V que contiene un predicado v tal que V tiene, como consecuencias lógicas,
todos los enunciados de la forma ‘ e es verdadero si y sólo si />’, cuando V se sustituye por
una descripción canónica de cualquier enunciado de L, se sustituye por ese enunciado
(o su traducción) y ‘es verdadero’ se sustituye, si es necesario, por z»>530. Con ello no se está
enunciando sino la Convención V de Tarski -que establece el criterio de adecuación mate­
rial para teorías de la verdad en general-; la totalidad de sus instanciaciones, o enunciados-
V, fijan exactamente la extensión de cualquier predicado que cumpla la función de la expre­
sión «es verdadero». De acuerdo con esta definición, cualquier conjunto finito de axiomas
y reglas deductivas que entrañe un enunciado-V verdadero para todo enunciado veritativo-
funcional posible en una lengua o lenguaje, es una teoría de la verdad para esa lengua o len­
guaje. El enunciado-V explícita las condiciones de verdad del enunciado-objeto correspon­
diente. El requisito de finitud es un supuesto añadido por Davidson porque, sin esa
restricción, no sería posible determinar de qué modo el significado de un enunciado depen­
de de sus elementos componentes531. La formulación de Davidson se diferencia de la de
Tarski en que sustituye la estipulación de Tarski relativa a que p sea una traducción de e por
la equivalencia veritativa entre e y pero lo que su propuesta pretende es que p pueda
verse como una interpretación de e.
La propuesta de Davidson formula dos requisitos para que una teoría de la verdad
pueda adoptarse como teoría del significado para una lengua natural. El primer requisito
exige resolver las cuestiones relativas a la forma lógica de los enunciados del lenguaje natu­
ral, de modo que éstos puedan incorporarse en el marco de una teoría de la verdad en la
línea de Tarski. El segundo requisito concierne al contenido empírico de la teoría: es pre­
ciso responder a cómo es posible emplear la noción de verdad como fuente de contenido
empírico533. Estas dos exigencias están vinculadas a la necesidad de distinguir entre el aná­
lisis de la forma lógica o estructura semántica de los enunciados -que constituye el ámbito
de la teoría del significado, según la construye Davidson— y el análisis del significado de las
expresiones particulares -que esa teoría trata como un elemento primitivo534.
Se ha visto ya que en el punto de arranque de esta propuesta se encuentra el problema
de Quine, en los términos del estudio aquí llevado a cabo: el de la inseparabilidad de los
conceptos de verdad y significado. Ello parece conducir, en el caso de este autor, a un ine­
vitable escepticismo respecto al conocimiento y relativismo respecto a la verdad. La reela­
boración crítica de Quine por parte de Davidson ha permitido rebatir ese relativismo, al
aclarar en qué consiste la estrecha relación entre verdad y significado mediante un análisis

213
de la estructura de estos conceptos y un postulado teórico fundamental: «la tesis de que una
teoría de las condiciones de verdad proporciona una explicación adecuada de lo que se
requiere para entender los significados literales de las emisiones»535.
Pero, con ello, Davidson está ligando esta teoría de la verdad con el tipo de conoci­
miento que es necesario tener para entender a los hablantes de una lengua. El estudio de
esta conexión constituye lo que, en el contexto de la propuesta global de Davidson, se inte­
gra en forma de una teoría de la interpretación radical: «Considero que el objetivo de una
interpretación radical (que es en gran medida, pero no por completo, similar a la traduc­
ción radical de Quine) es dar lugar a una caracterización de la verdad al estilo de Tarski para
los hablantes de la lengua»536. El paso a la noción semántica de interpretación desde la
noción sintáctica de traducción sitúa en primer plano las restricciones formales de esa teo­
ría de la verdad: coherencia y adecuación material. Cuando los dos requisitos impuestos a
una teoría de la verdad que haya de contar como teoría del significado, indicados arriba, se
trasladan a una teoría de la interpretación radical, pueden formularse como la doble exi­
gencia de que la teoría (1) proporcione la interpretación de todas las emisiones, reales o
posibles, de un hablante, y (2) sea verificable sin un conocimiento de las actitudes prepo­
sicionales detalladas del hablante537. La primera condición reconoce el carácter holista del
entendimiento lingüístico; la segunda pretende una teoría empírica que no esté fundada en
conceptos ligados al de significado. En su ensayo seminal «Verdad y significado», Davidson
afirmaba ya que, para satisfacer estas condiciones, todo cuanto se requiere es una teoría de
la verdad que siga la definición semántica de Tarski -si bien modificada en los respectos
pertinentes que la hagan aplicable al lenguaje natural. La teoría de Tarski presenta ventajas
esenciales: no hace uso de «significados» entendiéndolos como entidades; no es preciso
introducir objetos en correspondencia con predicados o enunciados; a partir de un con­
junto finito de axiomas es posible probar, para cada enunciado del lenguaje que se va a
interpretar, un teorema que especifica las condiciones de verdad del enunciado; finalmen­
te, esta prueba de un teorema tal equivale a un análisis del modo en que la verdad o false­
dad del enunciado dependen de cómo está compuesto, a partir de elementos tomados de
un vocabulario finito.
Esta teoría de la verdad, en tanto que teoría de la interpretación para el lenguaje natu­
ral, tendría la estructura de una especificación recursiva de las condiciones de verdad de
todos los enunciados de una lengua natural, o fragmento de la misma, cuya gramática pueda
expresarse en la lógica de predicados de primer ordenM. Una teoría en la línea de Tarski mues­
tra cómo obtener, a partir de un conjunto finito de axiomas, todos los enunciados-V de la
forma «‘e’ es verdadero syss p», donde p está por una proposición en el metalenguaje que
traduce, o posee el mismo significado que, el enunciado «e» mencionado o descrito en el lado
derecho del bicondicional. Pero Davidson ha enfatizado que, mientras Tarski podía apelar
en su definición del predicado de verdad al concepto de significado tomado como primiti­
vo -por vía del supuesto de igualdad de significados o de traducibilidad—, la propuesta de
Davidson no puede hacerlo: pues lo que se pretende es precisamente elucidar este último
concepto, partiendo del de verdad como primitivo539. En sus primeros trabajos, sin embar­
go, Davidson ofrecía una caracterización de su tratamiento de la teoría de Tarski que des­
pués ha considerado inconsistente: afirmaba que esa teoría dice todo lo que es preciso saber
acerca de la noción y la empleaba para describir lenguas históricas existentes, pero al mismo
tiempo -inconsistentemente- discutía los criterios para decir cuándo una tal definición era
aplicable a una lengua. Más recientemente, y en particular en las Conferencias Dewey540,
ha rectificado y precisado el modo en que una teoría de la verdad en la línea de Tarski puede
aplicarse para obtener la estructura de una teoría del significado para el lenguaje natural.

214
Para su proyecto precisa partir de la precomprensión de un predicado de verdad aplicable
sin ambigüedad a una diversidad de lenguas y cuya ocurrencia en un enunciado-V se justifi­
que, empíricamente, mediante la observación de la conducta lingüística de los hablantes.
Basándose en esa precomprensión y en las condiciones que hacen aplicable la definición de
Tarski, establece la siguiente variante de la Convención V como criterio para una teoría del
significado para el lenguaje natural:

(D) La teoría ha de ser tal que, a partir de un conjunto finito de axiomas, sea posible deducir,
para todo enunciado-objeto «e», un teorema de la forma: «e» es verdadero para un hablante h
en el momento t syss p, donde la proposición p usada a la dereha del bicondicional es verdadera
si y sólo si el enunciado-objeto «e» mencionado a la izquierda es verdadero para h en t.

Para hacer aplicable esta formulación de las condiciones de verdad, en tanto que espe­
cificación de la estructura de una teoría del significado, es preciso recordar los elementos
básicos de la definición original de Tarski. Este comenzaba afirmando que su intención era
«capturar» el auténtico significado de la comprensión pre-teórica de la noción de verdad.
La precisión del concepto se obtenía mediante la definición de un conjunto de predicados
de verdad, «es verdadero», para un conjunto de lenguajes formales o formalizables y tales
que debían satisfacer dos exigencias: (1) debían permanecer en conexión de manera clara­
mente especificada con la noción intuitiva de verdad, y (2) debían verse libres de inconsis­
tencias o paradojas. La primera exigencia se satisface mediante la Convención V, que carac­
teriza el predicado «‘e’ es verdadero^» para el lenguaje L de modo que implique, para todo
enunciado e de L, un teorema de la forma «‘e’ es verdadero^ syss p», donde «e» se sustitu­
ye por una descripción sistemática del enunciado y p por una traducción de «e» en el len­
guaje de la teoría. El predicado que aparece en los enunciados-V (los teoremas o instancias
del esquema de axioma de la Convención V) es un predicado unaria. el subíndice «L» no es
una variable, sino el nombre o descripción de un lenguaje o lengua particular. Esta defini­
ción ha dado lugar a dos tipos de objeciones, interconectadas entre sí -pues apuntan a la
idea común de que Tarski no habría capturado, como pretendía, aspectos esenciales del
concepto pre-teórico de verdad. La primera objeción afirma que su definición es deflacio-
nista; la segunda denuncia que, si la definición se entiende como una estipulación, los
enunciados-V se convierten en verdades lógicas.
Con respecto a lo primero, Davidson observa que las definiciones de Tarski -a las que
hace referencia en plural, de acuerdo con la revisión crítica que se va a ver- no son estric­
tamente «desentrecomilladoras», algo que ya se ha señalado. Pues permiten eliminar de
modo efectivo la expresión «es verdaderop», pero ello sólo cuando previamente se han esta­
blecido determinadas condiciones que hacen aplicable la definición específicamente a un
lenguaje L. Davidson enfatiza que Tarski no definió el concepto de verdad en general, sino que
mostró cómo definir un predicado de verdad específico para cada uno de un grupo de lenguas o
lenguajes que satisfacen determinadas exigencias. Lo que verdaderamente definió Tarski fue­
ron «varios predicados de la forma ‘e es verdadero^’, cada uno aplicable a un único lenguaje
o lengua, pero no logró definir un predicado de la forma e es verdadero en L’ para la varia­
ble ‘L’»541. Las exigencias o restricciones impuestas sobre la definición determinan que no
pueda haber un único predicado como definición general de la noción de verdad. Por ello,
Davidson habla en plural de «las definiciones de Tarski» y acepta como legítima la crítica
de que Tarski no habría capturado aspectos fundamentales del concepto, si lo que se busca
es un concepto unitario. Pues «[n]ada en las definiciones de la verdad de Tarski apunta a
qué es lo que estas definiciones tienen en común (...) no existe una única noción de verdad

215
(ni siquiera en su aplicación a los enunciados), sino tan sólo un cierto número de diferen­
tes nociones para las cuales usamos la misma palabra»542. Con respecto a la segunda de las
críticas, que procede de quienes han defendido una concepción epistémica de la verdad543,
Davidson enfatiza el hecho de que las definiciones de Tarski no proporcionan método algu­
no para aplicar el concepto a un nuevo caso -sea una nueva lengua, o una nueva expresión
añadida a una lengua previamente dada. Esto es efectivamente así porque las definiciones
de Tarski han de partir de una lista finita y exhaustiva de casos básicos a fin de definir recur­
sivamente la noción de satisfacción de los términos relaciónales —noción primitiva a partir
de la cual se define la de verdad para los enunciados. Se depende por tanto, para esto últi­
mo, de la especificación de la extensión o referencia para los términos relaciónales básicos
que se adoptan como primitivos (predicados), así como para los términos singulares (nom­
bres), mediante la enumeración de casos. Una definición de este tipo no proporciona cla­
ves para el «caso siguiente» o el caso general. El argumento crítico de las concepciones epis-
témicas descansa en la observación de que, si la extensión de un predicado viene definida
mediante una lista exhaustiva de (tupias de) nombres de objetos a los que se aplica, la apli­
cación del predicado a un ítem de la lista arroja un enunciado que equivale a una verdad
lógica en el metalenguaje considerado. Ello permite rechazar la pretensión de Tarski de que
la aplicación de sus predicados de satisfacción y verdad tenga contenido empírico: los enun-
ciados-V que se siguen de las definiciones serían verdades lógicas, pues se siguen de meras
estipulaciones (asignaciones de extensiones o referencias para los nombres y de una relación
de satisfacción para los predicados)544.
Si este juicio es correcto, todo el programa de Davidson pierde valor teórico. Pues,
como se ha visto, su propuesta va ligada a la pretensión de formular una teoría de la inter­
pretación radical que sea una teoría empírica de la verdad y el significado, aplicable a las
lenguas naturales. Por ello ha de contraargumentar mostrando que las definiciones de
Tarski no son meramente estipulativas, sino que cumplen los requisitos pretendidos por
éste de ser «materialmente adecuadas y conformes al uso ordinario»545. Davidson encuentra
este «plus» presente en el contenido del concepto de verdad en la necesidad de tener en
cuenta, cuando se trata de las lenguas naturales, otras propiedades no especificadas. Es posi­
ble, en principio, trabajar en el interior de los sistemas de Tarski al tiempo que se recono­
ce que los predicados de verdad pueden presentar «otras propiedades esenciales». Tarski
definió, opina Davidson, la clase de enunciados verdaderos de un lenguaje mediante el pro­
cedimiento de dar la extensión del predicado de verdad, «pero no dio el significado». Esto
es: si se acepta que los enunciados-V poseen contenido empírico, entonces de ello se sigue
que «hay en la noción de verdad más de lo que la definición de Tarski nos dice». En esta
declaración se condensa la revisión crítica que Davidson está llevando a cabo de su primer
tratamiento de la teoría de Tarski. Ahora la tarea a realizar puede formularse sin caer en la
inconsistencia presente en trabajos anteriores: «Lo que Tarski ha hecho por nosotros es
mostrar en detalle cómo describir el tipo de patrón que la verdad ha de componer, ya sea
en el lenguaje o en el pensamiento. Lo que tenemos que hacer ahora es decir cómo identi­
ficar la presencia de ese patrón o estructura en el comportamiento de la gente»546.
El proyecto de dar contenido a una teoría de la verdad para el lenguaje natural tiene
que partir de las condiciones de Tarski. Éstas eran: (i) definir qué cuenta como enunciado
{sentencia} en el lenguaje objeto; (ii) caracterizar recursivamente la relación de satisfacción,
que se entiende como una generalización de la relación de referencia (Quine); (iii) trans­
formar la caracterización recursiva de la relación de satisfacción en una definición explíci­
ta; (iv) definir el predicado de verdad a partir de las nociones de enunciado y satisfacción.
Davidson señala explícitamente que su reelaboración de este marco tarskiano supone pres­

216
cindir del paso tercero (iii): al abandonar la condición que transforma en una definición el
acercamiento recursivo a la relación de satisfacción, se hace explícito que se están tratando
como primitivos los predicados de verdad y satisfacción™. Cuál de estos dos conceptos, satis­
facción o verdad, se adopte de hecho como primitivo es algo que, desde un punto de vista
formal, está abierto a elección. Tarski mostró cómo definir «es verdadero» a partir de «satis­
face»; pero, alternativamente, la noción de satisfacción puede subordinarse a la de verdad,
y ésta es la opción adoptada por Davidson: «la verdad, más que la referencia, es el primiti­
vo fundamental». Es notable que, en este punto, Davidson insista en atribuir a Tarski la
misma perspectiva en su trabajo:

«Al apelar a la Convención V, Tarski supone -como hemos visto- una comprensión previa
de la noción de verdad; a continuación, muestra cómo puede aplicarse en detalle esta intui­
ción a lenguajes y lenguas particulares. La aplicación requiere introducir alguna noción refe­
rencial, una relación entre palabras y cosas —alguna relación del tipo de la de satisfacción-.
Esta narración en torno a la verdad genera un patrón de lenguaje, el patrón de las formas lógi­
cas, o de la gramática propiamente concebida, y una red de dependencias semánticas. No hay
manera alguna de ofrecer una narración que, versando sobre la verdad, trate de enunciados
en sus situaciones de uso, sin asignar funciones semánticas a las partes de los enunciados. Pero
no se apela a una comprensión previa de la noción de referencia»^6.

Esta es la solución a la dificultad presente desde los primeros trabajos, y que en «Verdad
y significado» ocupaba gran parte de la argumentación. El problema surgía ante la parado­
ja de, por una parte, considerar los enunciados como unidades básicas de significado en su
calidad de soportes de la verdad, y afirmar la dependencia del valor semántico de las expre­
siones componentes respecto a su contribución a esta determinación del valor de verdad del
enunciado, y, por otra parte, tener que determinar el valor de verdad en función de los valo­
res semánticos de las expresiones componentes, suponiendo por consiguiente este valor
como algo previo. Es la misma paradoja que ahora expresa la crítica epistémica, cuando
observa que estos valores semánticos de las expresiones particulares han de introducirse
«por estipulación» en la definición de Tarski. Cuando Davidson en sus primeros trabajos,
como él mismo ha observado, caracterizaba su propuesta en términos de una inversión de
la perspectiva de Tarski -éste habría partido de suponer la noción de significado para defi­
nir la de verdad, mientras Davidson estaría procediendo inversamente; cf. antes-, estaba en
cierto modo reproduciendo esta misma paradoja y dando validez a la crítica epistémica.
La precisión que hace ahora supone una revisión crítica de la definición de Tarski y de
su propia primera interpretación. También Tarski, según afirma Davidson, parte de una
precomprensión de la noción de verdad; pero no de una noción de significado (referencia
o extensión) que la definición del predicado de verdad fijaría por vía estipulativa. La para­
doja surge cuando se confunden dos planos: «[e]l error es confundir el orden de la explica­
ción que es apropiado una vez la teoría se encuentra en su lugar, con la explicación de por
qué la teoría es correcta»549. El orden de la explicación una vez la teoría ha sido formulada
remite al tipo de explicación empírica que la teoría de la verdad, como teoría del significa­
do, hace posible: se trata, por consiguiente, del plano de hecho que una teoría empírica per­
mite describir. El orden de la explicación de por qué la teoría es correcta remite al plano de
derecho, metateórico, en el que se elabora la teoría sobre la base de criterios y presupuestos
normativos; es un ámbito práctico, y no teórico. Lo que está faltando es la conexión con los
usuarios del lenguaje, los hablantes. Esto mismo lo reconoce implícitamente Davidson al
afirmar, respecto a la teoría: «su corrección se comprueba contra nuestra comprensión de la
noción de verdades su aplicación a enunciados (...) lo que está abierto a la observación es

217
el uso de los enunciados en un contexto, y la verdad es la noción que mejor entendemos»^. La
lectura de esta reflexión sugiere la posibilidad de identificar el orden metateórico, normati­
vo, de justificación de la validez (corrección) de la teoría con el plano práctico en el que
entran en juego no sólo el saber preteórico de los hablantes, sino también la reconstrucción
racional de los presupuestos y condiciones constitutivas presentes en las elaboraciones teó­
ricas. Con respecto a esto puede recordarse que el problema se planteaba ya en Frege. Allí,
el principio del contexto permitía establecer que es a través del sentido del enunciado como
se llega a la determinación de las referencias de los términos componentes del mismo; a su
vez, el sentido de estos términos puede especificarse dando condiciones necesarias y sufi­
cientes para la identificación o la fijación de esa referencia. En este caso, la apelación táci­
ta al ámbito de la pragmática -donde se dan, por ejemplo, criterios para el establecimien­
to de convenciones y para la revisión crítica de las mismas- es evidente.
Sin embargo, este desplazamiento de la fundamentación de la validez de su propia pro­
puesta a un plano práctico normativo es una posibilidad que de ningún modo llega a hacer­
se explícita en la propuesta de Davidson. Antes bien, se opta por una perspectiva empiris­
ta -que Davidson llama «naturalista»- respecto a la propia elaboración del conocimiento
teórico, que remite el orden de justificación de la validez al plano descriptivo de una teoría
empírica: «La evidencia última, como algo opuesto a un criterio, para la corrección de una
teoría de la verdad ha de encontrarse en hechos disponibles relativos a cómo los hablantes
usan la lengua». Pero a pesar de esta insistencia en presentar su propuesta como una (meta-)
teoría empírica -la teoría de la interpretación radical-, cuya última justificación descansa
en la confrontación con los datos de la experiencia {evidencia disponible), Davidson no
puede prescindir de la asunción de presupuestos de carácter normativo que en ningún caso
admiten esta fundamentación. Este comentario crítico lo justifica su observación: «Puesto
que todos nosotros entendemos a los hablantes de alguna lengua [lo que constituye un
hecho, C.C.], todos nosotros hemos de tener evidencia adecuada [apelación a una validez
normativa, C.C.] para atribuir condiciones de verdad a las emisiones de algunos hablan­
tes»551. En este paso del hecho a la validez que Davidson efectúa, falta -si no se quiere caer
en petición de principio— un principio-puente552.
La oposición entre el criterio formal de la Convención V, como criterio metodológico
para determinar la estructura necesaria de una teoría de la verdad para cualquier lengua, y
el contenido empírico de esta teoría, que la evidencia disponible ha de procurar, son los dos
elementos cuya articulación constituye la teoría de la interpretación radical. El proceso de
interpretación se hace equivaler así a la formulación de una teoría de la verdad correcta:, su
corrección, en el sentido de Davidson, depende conjuntamente de la exigencia formal de
consistencia -lo que Tarski había llamado correcciónr- y de la exigencia de adecuación mate­
rial, ésta mediada por la precomprensión de la verdad que manifiestan los hablantes men-
diante su conducta lingüística. Esto enlaza, de manera directa, con algo ya visto antes en
relación con el principio de caridad: la inmanencia o trascendencia de la noción de verdad
que la teoría hace entrar en juego. Allí Davidson hablaba de la unidad del método de inter­
pretación frente a la pluralidad de predicados de verdad posibles; y señalaba al principio de
caridad como uno de los elementos que constituyen ese procedimiento o método unitario.
Ahora está claro que este principio se sitúa entre los elementos normativos que permiten
dotar de contenido empírico a la teoría; pero, en el plano de la estructura formal, el proce­
dimiento se basa en la asunción de la Convención V como criterio para la interpretación
-en el sentido que entonces se vio: el intérprete parte de una teoría de la verdad explícita
para su propia lengua y a continuación «proyecta» los correspondientes enunciados-V sobre
la lengua a interpretar, por vía de la aplicación del principio de caridad o de maximización

218
del acuerdo. La negativa de Davidson a aceptar la noción de verdad como «transcendente»
-a fortiori como universal, o universalizable en cuanto a su contenido-, a pesar de la uni­
dad en la estructura formal de la teoría —ahora, criterio de la Convención V, más principios
normativos generales e inevitables, como el principio de caridad-, descansa en el carácter
necesariamente plural y contingente de los predicados de verdad: lo que resulta de la apli­
cación del procedimiento depende siempre, en cuanto al contenido (significado de las expresio­
nes particulares), del contenido de la teoría del intérprete.
Para recapitular, y volviendo a la distinción establecida por Davidson, y cuya impor­
tancia se ha enfatizado, entre la explicación interna que proporciona la teoría de los fenó­
menos lingüísticos una vez formulada, «desde dentro» por decirlo así, y la explicación de
«por qué la teoría es correcta», es decir, la explicación metateórica de la validez de la propia
teoría, se ha intentado sugerir que esta distinción ha de remitirse inevitablemente a la dis­
tinción de raíz kantiana entre el ámbito del conocimiento de hecho, el que en este caso pro­
porciona la teoría de la verdad para una lengua o lenguaje, y el problema de la justificación
de la validez de ese conocimiento. La insistencia de Davidson en comparar su teoría con
cualquier otra teoría de las ciencias empíricas particulares553 supone, en cierta forma, una
petición de principio: se pretende que lo que fundamente la validez de su propuesta teóri­
ca sea lo mismo que en esos otros casos. Este fundamento de la validez o legitimidad de las
asunciones teóricas y metodológicas, en términos kantianos -que no son los de Davidson-,
se refiere al fundamento de la posibilidad del conocimiento que procuran. Se parte, por
tanto, de aceptar ese conocimiento como realizado o realizable: esto es lo que implícita­
mente se afirma al observar que, si bien en tanto que hablantes competentes no tenemos
por qué disponer de una teoría explícitamente especificada para nuestra propia lengua,
desde el momento en que somos capaces de entender a los hablantes de alguna lengua -a
fortiori, la nuestra propia- «todos nosotros poseemos (...) una comprensión competente de
la noción de verdad en su aplicación al comportamiento hablado de otros»554.
Se ha intentado poner de manifiesto cómo Davidson está apelando a un hecho empí­
rico -«[pjuesto que todos nosotros entendemos a los hablantes de alguna lengua...»- para
fundamentar su teoría; pero el siguiente paso en su argumentación no es una cuestión de
hecho -«... todos nosotros hemos de tener evidencia adecuada para la atribución de condi­
ciones de verdad...»—, sino que, como el verbo modal delata, está presuponiendo tácita­
mente la tesis fundamental ya enunciada -«una teoría de condiciones de verdad propor­
ciona una explicación adecuada de lo que se requiere para entender los significados literales
de los enunciados»-555. Esto significa que, si bien una teoría de la verdad, considerada como
teoría del significado, es en sí misma empírica —pues el conocimiento que procura del pre­
dicado de verdad para la lengua interpretada parte de la evidencia empírica-, el conoci­
miento que los hablantes competentes tienen de la propia teoría, es decir, de los principios
y supuestos básicos que la fundamentan, no depende de esa evidencia y no es por tanto sus­
ceptible de exposición empírica. Se trata de principios y supuestos que -como se afirma explí­
citamente en el caso del principio de caridad- han de hacerse entrar en juego necesaria­
mente, si es que el proceso de interpretación y el conocimiento del predicado de verdad han
de ser posibles, y son posibles. Esto significa, de nuevo desde una perspectiva kantiana, que
ese conocimiento metateórico que no depende de la evidencia empírica es -no un conoci­
miento previo a cualquier experiencia lingüística, sino— una hipótesis cuya justificación o
fundamentación no puede tener, como premisas, datos o evidencia empíricos particulares.
Ya se ha señalado también que esta lectura no es la que se corresponde con la auto-
comprensión de Davidson. El considera que una teoría de la verdad, en tanto que teoría
empírica, se comprueba a través de sus consecuencias pertinentes, es decir, de los enuncia­

219
dos-V entrañados por la teoría. Pero esto hace inevitable el paso siguiente: «Los enuncia-
dos-V, así, tienen la forma y función de leyes naturales; son bi-condicionales cuantificados
universalmente, y como tales se supone que se aplican contrafácticamente y que se ven con­
firmados por sus instanciaciones»556. En la medida en que cada teoría se aplica en un ámbi­
to restringido —el del proceso interpretativo en curso-, no pretende universalidad ni nece­
sidad para el predicado de verdad que introduce. Lo que constituye el contenido empírico
de la teoría -el contenido del concepto de verdad, más los contenidos de significado que
contribuya a determinar- puede considerarse contingente e irreductiblemente plural; cada
teoría define un predicado, sin que pueda afirmarse un concepto unitario de verdad: éste
era el núcleo de la defensa ya vista del carácter en última instancia inmanente de la noción.
Pero aquella reflexión, como ésta ahora, va acompañada del reconocimiento de que los
principios teóricos generales son imprescindibles para la posibilidad misma del conocimiento
buscado, es decir, del entendimiento de una lengua o lenguaje y la atribución de un predi­
cado de verdad. Así, «la caridad no es una opción, sino una condición para tener una teo­
ría que funcione (...) la caridad se nos impone; tanto si nos gusta como si no, si queremos
entender a otros hemos de considerarlos correctos en la mayoría de las cuestiones»557. Es
inevitable no ver a estos principios como presupuestos mrz-trascendentales en un sentido
kantiano; pues se trata de principios normativos -en el sentido anteriormente visto del pro­
pio Davidson, quien hablaba de contrafácticos-, generales e inevitables, que tienen el carác­
ter de lo «imprescindible para la posibilidad de la experiencia misma»558. Davidson intenta
evitar este ascenso a una forma de conocimiento czwz-trascendental en un doble movimien­
to argumentativo: afirmando la inmanencia última del concepto de verdad, así como el
carácter contingente de la propia propuesta -pues no es sino una entre otras posibles. En
ambos casos, se evita el «trascendentalismo» al poner de manifiesto la pluralidad de rendi­
mientos posibles: los predicados de verdad no pueden reconducirse a un concepto común,
como tampoco los principios teóricos dan lugar a una única teoría. Estos dos argumentos
correlativos no consiguen, sin embargo, ocultar la tensión presente en la propuesta. Pues,
como ya se ha apuntado, la diversidad de teorías y la pluralidad empírica de sus rendi­
mientos -pluralidad de predicados de verdad- son posibles, y una forma válida de conoci­
miento, porque les subyace una estructura formal constitutiva, meta-teórica, de principios
normativos y regulativos del procedimiento de aplicación empírica.
La cuestión no es si hay de hecho pluralidad empírica en los contenidos diversos de los
predicados de verdad, sino si estos predicados son universalizables. Davidson ha rechazado
cualquier concepción epistémica de la verdad porque presupone una noción común en
cuanto al contenido -aunque reconoce que esta unidad de contenido sólo puede introdu­
cirse contrafácticamente, con el valor de una idea regulativa. Pero la noción pre-compren-
dida que él introduce como base para el proceso de interpretación es igualmente material,
o de contenido: el concepto primitivo de verdad presupone un contenido particular, aun­
que su estructura formal sea general -al igual que el procedimiento para hacer explícito ese
contenido, por vía del criterio de la Convención V. Lo que Davidson parece estar recha­
zando cuando afirma la inmanencia última de la verdad es precisamente la posibilidad de
una noción universalizable desde el punto de vista de su contenido, incluso si se asigna a
esta posibilidad el estatuto de una idea regulativa o supuesto normativo559.
Esto último se pone de manifiesto, en particular, en la exposición de la teoría de la inter­
pretación radical que Davidson ha desarrollado para responder a una doble cuestión: (i)
cómo se confirma la verdad de un enunciado-V, y (ii) cómo puede alcanzarse la compren­
sión del significado a partir del conocimiento de las condiciones de verdad -o: cómo lograr
una interpretación correcta, o la comprensión de una lengua, mediante ese conocimiento

220
de las condiciones de verdad. La elaboración de esta teoría adquiere el estatuto de una epis­
temología que se integra en la propuesta global de Davidson560. El supuesto teórico básico
para esa teoría de la interpretación es: «una teoría de la verdad es una teoría para describir,
explicar, entender y predecir un rasgo básico del comportamiento verbal»561. Además, para
aclarar la relación entre verdad y significado y llegar a determinar lo segundo en función de
lo primero es preciso tener en cuenta la distinción, que Davidson ha considerado funda­
mental, entre el análisis de la forma lógica de los enunciados y el análisis de los significados
particulares de expresiones individuales. Afirmaba: «Una teoría de la verdad para un
hablante es una teoría del significado en el sentido siguiente: el conocimiento explícito de
la teoría bastaría para entender las emisiones de ese hablante»562. Pero esto supone el reco­
nocimiento de dos límites para la teoría de la interpretación. En primer lugar, la conexión
entre condiciones de verdad y significado no es nunca directa; en todos los casos estará
mediada por los significados individuales de la lengua del intérprete. En segundo lugar, el
entendimiento ligüístico que se establezca sobre la base de esa correlación significado/con-
diciones de verdad se ha de restringir a lo que Davidson llama significado literal de las expre­
siones563, con lo que se dejan de lado construcciones y fenómenos lingüísticos que no se
«ajusten» bien al análisis de la forma lógica según los estándares clásicos; en un primer
momento, Davidson se veía obligado a precisar: «Estoy eludiendo un buen número de pro­
blemas difíciles, como los de proporcionar condiciones de verdad para los condicionales
subjuntivos, los imperativos, las interrogaciones, los enunciados de la ética, etc.»564. Los
intentos de extender el análisis de la forma lógica de las oraciones, a fin de dar solución a
estos problemas -el llamado «análisis paratáctico»-, conforman una parte sustantiva en el
desarrollo de la propuesta y de su aplicación al lenguaje natural en casos problemáticos. Las
dos cuestiones señaladas -teoría de la interpretación radical y extensión del análisis de la
forma lógica- han de estudiarse para poder dar paso a una valoración final.

ii. Teoría de la interpretación radical565

Se ha citado ya la observación de Davidson relativa a la proximidad entre su noción de


interpretación radical y la de traducción radical de Quine. Por interpretación Davidson
entiende la construcción de un lenguaje con significado, frente a la mera proyección o
correlación sintáctica de una relación estructural. La noción de interpretación enfatiza la
atención a la dimensión semántica del lenguaje y a la relación entre estructura y significa­
do; se trata de una herramienta con valor heurístico, cuyo fin último es explicar la natura­
leza de la comunicación y el entendimiento mediante el lenguaje. Esta perspectiva entraña
una tesis «fuerte»: «Toda comprensión del habla de otro implica una interpretación radi­
cal»566. La modificación esencial de Davidson respecto a Quine en la descripción del pro­
ceso es la idea de que las hipótesis formuladas por el intérprete tienen la forma de enun-
ciados-V, donde la verdad ha de relativizarse en función del instante temporal y el
hablante567. El proceso de interpretación radical se presenta como una descripción teórica
de la competencia lingüística, como una racionalización de la práctica del habla interpre­
tativa, pero no como la descripción de un procedimiento real en analogía con algún méto­
do de traducción. En el comienzo del proceso no son separables dos operaciones: por una
parte, describir las condiciones de entorno que corresponden al enunciado asentido; por otra,
dar las condiciones de verdad de dicho enunciado haciéndolo corresponder con otros del
intérprete. En el estadio inicial de la interpretación es necesario asumir dos supuestos: en
primer lugar, que la lingüisticidad (o práctica lingüística) es acorde con ciertos requisitos y,

221
en particular, se manifiesta mediante un asentimiento por parte de los hablantes que es
reconocible para el intérprete; en segundo lugar, que los enunciados tenidos por verdade­
ros son mayoritariamente verdaderos, es decir, que el hablante es correcto en sus creencias.
Con respecto a lo primero, B. T. Ramberg ha observado críticamente que Davidson no
ofrece argumento alguno que pruebe la legitimidad del supuesto, aparte de la declaración
de que tenemos que suponerlo; si se renuncia a él, o bien hay que negar la posibilidad de la
interpretación o bien dar cuenta de ella de manera muy distinta568. El segundo supuesto
remite al principio de caridad, ya discutido parcialmente aquí. Se ha enfatizado su estatuto
de principio metodológico indispensable para una descripción teórica de la propia competen­
cia lingüística y su conexión con el hecho de que no es posible separar, de un lado, la atri­
bución de creencias (verdaderas/correctas) a los hablantes, y de otro la atribución de signifi­
cados a los enunciados emitidos -inseparabilidad de teoría o lenguaje, o del conocimiento
del mundo y el saber del significado, tesis que Davidson asume radicalizándola. Mediante
el principio de caridad se hace posible tener acceso a ambos elementos, significado y cre­
encias, simultáneamente, por el expediente de «imponer» estructura lógica sobre una pro­
visión potencialmente infinita de evidencia empírica. El problema fundamental que el
principio pretende resolver es precisamente el de la inseparabilidad entre creencias y signi­
ficado, y ello en términos no intencionales. Mediante su formulación se pretende expresar
la necesidad de suponer que, para un enunciado dado, se establece la conexión entre, por una
parte, un valor de verdad positivo en determinadas circunstancias y, por otra, los rasgos
observables de esas circunstancias. Esa conexión entre enunciados y características observa­
bles es el núcleo de la teoría de la interpretación, pues es lo que permite vincular la noción
de verdad con un contenido empírico569.
La teoría de la interpretación radical, vista como una descripción del intento por parte
del intérprete de salvar la distancia entre las emisiones de un hablante y la adscripción de
significado a esas emisiones, plantea tres problemas ligados a tres cuestiones epistemológi­
cas que están implícitas en los párrafos anteriores: (1) la naturaleza de lo que cuenta como
evidencia para la adscripción de valores de verdad a los enunciados -lo que puede obser­
varse empíricamente sin suponer un conocimiento de otros elementos semánticos-; (2) la
relación entre creencias y significado; (3) la necesidad de un principio-puente, el principio
de caridad, que cubra el salto conceptual entre los enunciados tenidos por verdaderos -por
parte del hablante- y los que son verdaderos -para el intérprete. Para dar respuesta a estas
tres cuestiones en el marco de la teoría de la interpretación radical, es preciso añadir una
segunda tesis a la señalada arriba. Se trata de lo que se ha llamado la tesis del carácter públi­
co del significado: todo lo que puede saberse acerca del significado ha de estar conectado con
el uso público y abierto del lenguaje en la comunicación entre los hablantes570.
Davidson asume que una teoría de la verdad une al hablante con su intérprete: permi­
te describir la competencia y la práctica lingüísticas del hablante y proporciona, al mismo
tiempo, los contenidos de significado que el intérprete ha de conocer para poder entender
las emisiones del hablante571. Con ello no se pretende afirmar que hablante o intérprete sean
conscientes de la subyacencia de esa teoría de la verdad o posean un conocimiento propo­
sicional de sus contenidos. La teoría describe las condiciones bajo las cuales una emisión
por parte de un hablante es verdadera, aunque no dice nada directamente acerca de lo que
el hablante sabe o cree572. Pero, como ya se ha señalado, aquello que el hablante sabe o cree
sólo se hace accesible cuando el proceso de interpretación ha avanzado lo suficiente como
para poder saber que el hablante asigna el predicado «es verdadero» a alguna de sus expre­
siones573. La idea es que sólo una teoría recursiva como la que se considera puede hacer posi­
ble especificar las condiciones de verdad de un conjunto potencialmente infinito de expre­

222
siones. En la medida en que ese conocimiento se haga explícito mediante la formulación
de una teoría de la verdad en la línea de Tarski, esta teoría permite entender las emisiones
del hablante y puede verse como una teoría del significado.
La propuesta de una teoría de la interpretación radical está guiada por el intento de
poner de manifiesto el modo en que una teoría de la verdad en la línea de Tarski puede afir­
marse como una teoría del significado, cuando se considera la aplicación a un lenguaje o
lengua natural; la teoría de la verdad pasa a ser entonces una teoría empírica que pretende
especificar las condiciones bajo las cuales, para los hablantes de esa lengua o lenguaje, los
enunciados son verdaderos. Como ya se ha señalado, el carácter aparentemente trivial y
«redundante» de los enunciados-V desaparece precisamente aquí cuando el lenguaje objeto
deja de ser parte del metalenguaje, es decir: cuando se pregunta si la teoría, formulada en
la lengua del intérprete, es correcta al aplicarla a la conducta lingüística de otro hablante;
al intentar responder a qué cuenta como confirmación de la teoría —qué permite conside­
rarla correcta en tanto que teoría del significado para una lengua extraña-, el concepto de
verdad deja de ser trivialmente desentrecomillador. La noción de traducción radical de
Quine es pertinente aquí porque, a diferencia del concepto tradicional de traducción, no
tiene por objeto preservar el significado -lo que equivale a suponer esta noción como
dada-, sino que queda determinada a partir de criterios empíricos. Este es el punto de par­
tida que asume Davidson: la teoría de la traducción radical de Quine, transformada en el
sentido visto como una teoría de la interpretación radical, permite tomar en consideración
toda la evidencia empírica pertinente para lo que pueden llegar a aprender y comprender
el hablante o el intérprete de una lengua. La estrategia consiste, como se ha visto ya, en
conectar la verdad o la traducción con la reacción observable de los hablantes (asentimien­
to provocado) al lenguaje y al mundo. Los datos para la traducción, o para la interpreta­
ción por vía de una teoría de la verdad, son hechos relativos a qué causa que el hablante
tenga un enunciado por verdadero574.
Tanto si el intérprete comienza formulando una teoría de la verdad para su propia len­
gua y a continuación pretende aplicarla al hablante de la lengua extraña vía el proceso de
traducción radical de los enunciados-V, como si intenta directamente identificar las expre­
siones a las que el otro hablante asiente como verdaderas, el procedimiento choca inme­
diatamente con el problema de Quine. Para resolverlo, Davidson ha de situarse crítica­
mente frente a él. Pues la evidencia para la traducción consiste en datos en los cuales
colusionan significado y creencias: el asentimiento a un enunciado depende tanto del sig­
nificado que el hablante asocia a una expresión como de lo que cree respecto al mundo. Las
creencias, como las otras actitudes proposionales, pueden considerarse «sobrevenidas» a
partir de hechos de distinto tipo -comportamentales, neurofisiológicos, biológicos, físicos-
que determinan su existencia y su contenido. El problema de la interdependencia entre cre­
encias y significados -o, en los términos de Quine (según Follesdal), el de la inseparabili­
dad de teoría y lenguaje- se pone de manifiesto ante la constatación de que, lo que un
enunciado significa, depende en parte de circunstancias externas que determinan un cierto
grado de convicción respecto a ese contenido de significado, pero depende en parte tam­
bién de relaciones gramaticales y lógicas que ese enunciado establece con otros tenidos
igualmente por verdaderos con distintos grados de convicción; puesto que esas relaciones
se ven directamente trasladadas al ámbito de las creencias, la dependencia del significado
respecto a éstas resulta evidente. Contrapuestamente, las creencias dependen igualmente
del significado, pues el único acceso a la estructura y el contenido de aquéllas tiene lugar
en la mediación de la lengua o lenguaje con que hablante e intérprete las expresan y des­
criben575.

223
La propuesta de Quine consistía en un primer momento, según la caracteriza
Davidson, en introducir un método que permitiera separar la función del significado y la
función de las creencias en el grado necesario; esta separación dependía a su vez de asumir
que, con respecto a la lógica sentencial, los significados estimulativos son idénticos para
hablante e intérprete, o que, en las palabras de Davidson, «carece de sentido suponer que
las creencias de hablante e intérprete difieren»576. Es preciso estipular por consiguiente que,
en los casos de observación más directa y simple, estímulos similares provocan creencias
también similares en hablante e intérprete. La adopción del punto de vista subjetivista y
cartesiano que Davidson atribuye a Quine lleva al problema que expresaban las tesis de la
infradeterminación de teorías y de indeterminación de la traducción radical -tesis distin­
tas, como ya se vio, pero que Davidson considera conjuntamente porque ponen de mani­
fiesto lo que le interesa señalar: ambas conducen a un relativismo lingüístico inevitable en
el proceso de traducción o interpretación radical desde otro lenguaje o lengua, pues se ha
aceptado la existencia de nociones de verdad en conflicto entre sí. El problema en este caso,
señala Davidson, es que tampoco el recurso al principio de caridad dicta una única traduc­
ción o interpretación «mejor» que las otras. La conclusión a alcanzar es la de que el riesgo
de relativismo lingüístico persiste mientras se pretenda mantener la separación de signifi­
cado y creencias, o de saber del lenguaje y saber del mundo, y explicar o reconstruir la
noción de verdad desde una noción de significado más básica -como la del significado esti-
mulativo de los enunciados observacionales simples.
Por el contrario, su propuesta es la de asumir que, en todos los casos de traducción o
interpretación radical, no hay nociones de verdad «alternativas» o en conflicto, sino que
«estamos usando la misma noción de verdad al derivar nuestras varias teorías (...) operamos
con nuestra propia lengua y conceptos»577. Al aplicar la propia teoría de la verdad a otras
lenguas o lenguajes según el mismo patrón metodológico -criterio formal de la
Convención V, más criterio «material» o empírico del asentimiento provocado en los
hablantes-, se hace imposible introducir el supuesto de teorías de la verdad alternativas que
conduzcan a un relativismo lingüístico. Esta propuesta de Davidson equivale a una puesta
en marcha de la tesis de la no separación entre el saber del lenguaje y el saber del mundo
o, en sus propias palabras, a «iniciar el proyecto de identificar creencias y significados»578.
Para Davidson, ésta es la condición que hace posible la interpretación y la comunicación:
«el único método disponible para el intérprete, y por tanto inevitable, sitúa automática­
mente las creencias del hablante de acuerdo con los estándares de la lógica del intérprete»579.
La solución al problema de la interconexión entre significado y creencias —o de la inse­
parabilidad de teoría y lenguaje, o entre conocimiento del lenguaje y conocimiento (o ima­
gen) del mundo— la encuentra finalmente Davidson en asumir su inseparabilidad, que es
también una inseparabilidad de teoría y lenguaje en el sentido de Quine, y aclarar la rela­
ción sistemática de ambos conceptos por vía de una teoría de la verdad al estilo de Tarski,
que en su aplicación empírica requiere del principio de caridad. La función de este princi­
pio suple a la doble asunción metodológica que se acaba de ver en Quine -que las creen­
cias, o conocimiento del mundo de hablante e intérprete no difieren, y que los significados
estimulativos son idénticos para ambos ya que estímulos similares provocan creencias simi­
lares. Davidson extiende el principio de caridad a fin de favorecer aquellas interpretaciones
que, en la medida de lo posible, preservan el valor de verdad de los enunciados también en
el caso de los enunciados no directamente observacionales™. Desde esta perspectiva, el carác­
ter holista de la teoría se acentúa hasta el punto de que la distinción entre enunciados obser­
vacionales y teóricos, fundamental para todas las teorías semantistas del significado vistas
hasta ahora, deja de poderse mantener con sentido; se pone en evidencia que se trataba de

224
una distinción fundamentalmente epistemológica, y no semántica, cuya función era la de
garantizar la separabilidad entre el saber de los significados y el saber de la realidad objeti­
va -que se suponía no lingüísticamente mediada. Preservar una noción de significado liga­
da a criterios sensoriales es lo que conducía a asignar valor epistemológico a la distinción
entre enunciados observacionales y los demás, suponiendo que los primeros podían justifi­
carse extralingüisticamente.
El planteamiento de Davidson, al estipular la inseparabilidad de teoría y lenguaje, o de
lenguaje y conocimiento, parece situar a la filosofía post-analítica en coincidencia con el
punto de vista de la tradición continental en filosofía que, partiendo de Humboldt, llega
hasta la hermeneútica filosófica, y que se ha sintetizado de modo genérico como el proble­
ma de Humboldt: el de la identidad o inseparabilidad de teoría y lenguaje, o entre lengua
natural y concepción del mundo. Lo que Davidson parece estar abocado a afirmar es la
imposibilidad de tomar distancia respecto a la conformación lingüística de la imagen del
mundo. La diferencia entre ambos planteamientos radica, sin embargo, en la aceptación de
una tesis en principio epistemológica: la de que existe una relación causal entre el mundo
extralingüístico y el lenguaje; Davidson asume que «la causalidad desempeña una función
indispensable en la determinación del contenido de lo que decimos y creemos». Pero, al
mismo tiempo, este contenido sólo es accesible en la mediación lingüística de las categorías
semánticas de la lengua del intérprete por vía del principio de caridad: «el principio lleva al
intérprete a traducir o interpretar de modo que éste lee algunos de sus propios estándares
de verdad en el patrón de enunciados tenidos por verdaderos por el hablante»; y «existe un
amplio grado de verdad y consistencia en el pensamiento y el habla de un agente. Pero son
verdad y consistencia según los estándares del intérprete»581.
La perspectiva teórica adoptada por Davidson -explícitamente, «el punto de vista del
intérprete»- se encamina a mostrar que, para dar cuenta del proceso interpretativo y hacer
al hablante inteligible, una condición necesaria es atribuirle consistencia y corrección. Este
enfoque, aun con su apelación a la noción epistemológica de causalidad, supone el mismo
tipo de inversión llevado a cabo por la hermenéutica filosófica: para este planteamiento, no
es el conocimiento compartido del lenguaje o lengua del otro lo que permite entenderse
con él, sino que el entendimiento sólo es posible suponiendo un terreno común de con­
ceptos, criterios de verdad, estándares de racionalidad e imagen global del mundo o ensa­
yando una aproximación a partir del propio trasfondo cultural, mediante su proyección res­
tringida según algún tipo de evidencia. La consistencia teórica entre este supuesto
hermenéutico y una epistemología causal como la de Davidson queda garantizada porque
se asume asimismo que el intento de relativizar el punto de vista del intérprete carece de
sentido. Este mismo es el argumento que permite a Davidson deshacerse del riesgo relati­
vista de una pluralidad irreductiblemente diversa de concepciones del mundo inconmen­
surables entre sí: no es posible adoptar lo que se ha llamado la perspectiva del «ojo de dios»,
no hay una posición objetiva y exterior a las diversas configuraciones lingüísticas que per­
mita el tipo de confrontación que está a la base de tal tesis relativista.
Este argumento autoriza la tesis «fuerte» ya vista, vinculada al principio de caridad: «en el
más simple y metodológicamente más básico de los casos, hemos de considerar que los obje­
tos de una creencia son las causas de esa creencia»582; y «mi propuesta es la de que considere­
mos el hecho de que los hablantes de una lengua aceptan un enunciado como verdadero (...)
prima facie como evidencia de que el enunciado es verdadero»583. Esto ha de entenderse así,
tanto desde el punto de vista del intérprete —que no dispone de otra perspectiva ni de están­
dares «objetivos» externos a su propia teoría de la verdad- como desde el punto de vista meta-
teórico. Pues, como ya resultaba claro en la defensa de la teoría distante, la propuesta de

225
Davidson ha de estipular: «La comunicación se inicia allí donde las causas convergen: tu emisión
significa lo mismo que la mía si la creencia en su verdad está causada sistemáticamente por
los mismos acontecimientos y objetos»584. Sin embargo, junto a esta estipulación se encuentra
otra tesis en difícil tensión con ella y también esencial para la propuesta: «las nociones de ver­
dad objetiva y de error emergen necesariamente en el contexto de la interpretación»; la dis­
tinción entre que un enunciado sea tenido por verdadero., y que ese mismo enunciado sea de
hecho verdadero, «es esencial para la existencia de un sistema de comunicación interpersonal
(...) este contraste (...) puede surgir sólo en el contexto de la interpretación, que es lo único
que fuerza en nosotros la idea de una verdad pública y objetiva»585. El problema es que, en el
marco de una propuesta estrictamente semantista como la de Davidson, aquello que se pre­
senta como un ideal o presupuesto regulativo por parte de los hablantes -el valor objetivo de
la verdad- no puede integrarse en el análisis; para ello sería preciso adoptar un marco prag­
mático-formal y casi-trascendental, algo a lo que Davidson explícitamente renuncia porque
considera que no es posible teoría empírica alguna acerca de ello586.
Esto significa que en la propuesta de Davidson hay elementos en tensión que ofrecen
al menos dos posibles opciones: aceptar un «ascenso pragmático-formal», o rechazar tal cosa
negando validez a una perspectiva que aproximaría la noción de verdad a la de las concep­
ciones epistémicas de la misma. En el primer caso, la perspectiva epistemológica se con­
vierte en un presupuesto epistémico desde la perspectiva de los participantes en la comunica­
ción. Pero es lo segundo, es decir, el rechazo de esta vía, lo que abre el camino a una
aproximación definitiva de la propuesta de Davidson al planteamiento de la tradición her­
menéutica en filosofía. Pues, aunque la perspectiva epistémica que se discute pueda parece
difícil de aceptar, su importancia se pone de manifiesto cuando se prescinde de ella. Esto
es lo que hace Ramberg al llevar a cabo un estudio crítico de Davidson que le conduce,
finalmente, a una propuesta propia que él mismo quiere inspirada por Davidson, pero que
finaliza en una casi identificación entre la teoría de la interpretación radical y el método de
la hermenéutica filosófica. Ya en las primeras páginas, Ramberg hace explícita su toma de
distancia respecto a Davidson en el sentido que se acaba de indicar -«No necesitamos un
puente epistemológico entre el lenguaje y el mundo», por lo que se propone abandonar «la
metáfora de una confrontación epistemológica entre el lenguaje y el mundo»587-; pero las
consecuencias de este movimiento conceptual sólo se hacen visibles en el capítulo que cie­
rra su ensayo: bajo esas premisas, se hace posible asumir que «el tipo de verdad translin­
güística estipulada por la semántica davidsoniana carece por completo de ramificaciones
epistemológicas (...) La noción semántica de verdad, lejos de ser extralingüística, es produc­
to de la interpretación»588. Ramberg puede afirmar esto porque, al prescindir de la estipula­
ción epistemológica en la propuesta de Davidson, toda la reconstrucción del proceso inter­
pretativo descansa en los criterios y estándares particulares y en los contenidos de
significado materiales que, desde un punto de vista metateórico, la propuesta ha asumido
como primitivos: «no hay en ello [en la noción de verdad, C.C.] nada más que la conside­
ración por parte de un intérprete de que un fragmento de la actividad presuntamente lin­
güística, y algún rasgo del mundo, están causalmente conectados»589. Esas relaciones causa­
les son vistas como hipótesis empíricas basadas sólo en generalizaciones inductivas y -lo que
es más importante- se establecen entre un lenguaje extraño al intérprete, que éste objetiva
según sus propios estándares, y un mundo igualmente configurado según las categorías
lógicas y semánticas del intérprete. No hay nada en el proceso de interpretación que pueda
considerarse «común» o «compartido»: «no podemos inferir del hecho de la traducibilidad
conjunto alguno de criterios de verdad, de máximas de observación o de reglas de inferen­
cia que los hablantes de lenguas intertraducibles hayan de compartir»590.

226
Lo que Ramberg parece estar rechazando es la posibilidad de considerar la propuesta
de Davidson, y su crítica al relativismo lingüístico, como una defensa inintencionada de lo
que llama «kantianismo lingüístico», y que parece entender como el supuesto de que exis­
te una estructura universal de reglas lógicas y categorías sintáctico-semánticas, constitutiva
de las condiciones a priori de la lingüisticidad591. Este autor defiende, frente a cualquier lec­
tura que suponga un ascenso pragmático-formal de signo trascendentalista o universalista
kantiano, que el argumento de Davidson demuestra la inconsistencia de una única forma
extrema de relativismo lingüístico: la que defiende que diversos lenguajes o lenguas pueden
encontrarse en una relación tal que la comunicación lingüística entre ellos resulte «bloque­
ada». Davidson habría mostrado que esta tesis, vista como una tesis de intraducibilidad, no
puede mantenerse sin inconsistencia. Pero ello no rebatiría una tesis análoga de inconmen­
surabilidad. Aquí es donde entra en juego la lectura hermenéutica que Ramberg lleva a
cabo: afirma que la inconmensurabilidad de lenguas o lenguajes no entraña intraducibilidad,
de modo que la traducibilidad tampoco ha de entenderse como entrañando conmensura­
bilidad -en el sentido de existencia de un esquema conceptual universal. Para defender esto,
revisa críticamente la noción de paradigma de T. S. Kuhn592 y la reinterpreta como una prác­
tica social particular en un sentido amplio, lo que le permite finalmente aproximarla a la
noción de tradición de H.-G. Gadamer y de la hermenéutica filosófica: «Un paradigma, en
este sentido, incorpora una narración histórica particular: la de la formación, interpretación
y especificación de las convenciones del razonamiento y del lenguaje [curs. mías, C.C.] que
constituyen rasgos distintivos del paradigma. Así entendida, la noción de paradigma se
parece mucho a la noción de tradición de H.-G. Gadamer»593. Desde esta perspectiva, se
hace posible considerar que, mientras la relación de traducibilidad (en el sentido de Quine
y Davidson) se establece sincrónicamente entre lenguas o lenguajes coexistentes, la relación
de inconmensurabilidad (Kuhn, Gadamer) ha de verse con un carácter diacrónico: no es
una relación entre estructuras lingüísticas, sino un «síntoma de cambio estructural» que está
inevitablemente acompañado de un cambio en el significado de las palabras. Si se acepta
que un paradigma es una práctica social en este sentido amplio, gobernada por un conjun­
to particular de valores epistémicos, la inconmensurabilidad no sólo no queda sin efecto en
la propuesta de Davidson, sino que puede verse como determinada por esta divergencia de
valores epistémicos.
Bajo estas premisas, Ramberg ha de introducir una noción de interpretación que con­
venga a este contexto y justifique que se pueda seguir hablando de comunicación a través
de distintos paradigmas. Aquí se hace definitivamente explícito el giro hermenéutico (gada-
meriano) que está llevando a efecto: el modo en que es posible tener acceso a los valores
epistémicos de un paradigma desde otro es mediante una forma de racionalidad no crite-
riológica (Putnam) y «[qjuizá la mejor explicación que tenemos de una tal racionalidad no-
criteriológica (...) es la explicación de la frónesis de Aristóteles (...) Un argumento trans­
paradigmático -lo que Gadamer describe como una fusión de horizontes (...)— se convierte,
entonces, en una cuestión de sabiduría, en el sentido de Aristóteles»594. Así, pues, desde esta
revisión crítica de Ramberg, se hace no sólo posible sino inevitable defender una forma de
inconmensurabilidad entre paradigmas lingüísticos, de tal modo que el proceso de inter­
pretación o comunicación entre ellos no descansa en una estructura constituyente de ele­
mentos necesariamente comunes a todos ellos, sino en criterios, estándares, convenciones,
categorías semánticas y valores particulares y contingentes, propios de cada formación lin­
güística específica y que en ningún caso pueden considerarse generales -universalizables.
El planteamiento de Ramberg, al rechazar el supuesto epistemológico presente en la
propuesta de Davidson, hace imposible defender una concepción universalista del entendi­

227
miento lingüístico, así como una noción epistémica de verdad que asigne a ésta la objetivi­
dad que los hablantes presuponen. Una defensa de la universalidad del entendimiento tiene
que optar, por consiguiente, por la otra opción señalada más arriba: la que asume un movi­
miento de «ascenso pragmático» y, en este nivel, la existencia de una estructura formal cons­
titutiva de la lingüisticidad humana, y tal que se actualiza en los procesos reales de comu­
nicación e interpretación. Ello permite evitar la asunción del supuesto epistemológico
causal como tal —algo que, como la crítica a Quine muestra, siempre tendría el carácter de
una estipulación y sería por tanto inaplicable al intento de fundamentación de la validez de
la propuesta-, sino incorporarlo con el estatuto de un presupuesto epistémico constitutivo
del uso epistémico del lenguaje. Ésta es la opción que cabe encontrar parcialmente desa­
rrollada en la lectura llevada a cabo por A. Bilgrami de la propuesta de Davidson, y que se
va a estudiar con mayor detalle en la última sección.

iii. Aplicaciones. Análisis paratáctico

El programa de Davidson depende en gran medida de la realización de su tesis funda­


mental: es preciso mostrar el modo de extender una teoría de la verdad en la línea de Tarski
a fragmentos suficientemente amplios del lenguaje natural. Puesto que la definición semán­
tica del predicado de verdad original de Tarski sólo pretendía aplicación al fragmento enun­
ciativo de un conjunto restringido de teorías deductivas, la lista de fenómenos lingüísticos
pendientes de análisis y de incorporación en ese marco formal era amplia. En su ensayo
seminal «Verdad y significado», Davidson declaraba: «He adoptado una perspectiva opti­
mista y programática en relación con las posibilidades de una caracterización formal del
predicado de verdad para una lengua natural. Pero he de reconocer que aún subsiste una
lista abrumadora de dificultades y problemas»595. Entre las «tareas pendientes», señala:
determinar la forma lógica de los enunciados subjuntivos y contrafácticos, así como de los
enunciados sobre probabilidades y relaciones causales; determinar la función lógica de los
adverbios y adjetivos atributivos; el análisis de los términos no contables («fuego», «nieve»);
la forma lógica de los enunciados de actitud proposicional (creencia, percepción, inten­
ción); la función lógica de los verbos de acción que impliquen propósito; la asignación de
valores de verdad a oraciones que no parecen tenerlos (imperativas, optativas, interrogati­
vas), etc. Una teoría comprehensiva del significado para una lengua natural ha de poder dar
cuenta de estos fenómenos de manera satisfactoria596. Más recientemente, el balance es más
positivo y el número de problemas menor: «sabemos (...) cómo desarrollar una teoría tal
para un fragmento considerable, y quizá auto-suficiente, del inglés y de otras lenguas natu­
rales; ello basta para sustanciar la idea de que la incorporación de la noción de verdad a una
teoría ilumina la naturaleza de la noción»597.
Entre los fenómenos cuya estructura semántica o forma lógica se ha podido aclarar e
incorporar a la teoría de la verdad del tipo planteado, extendida mediante otros desarrollos
adicionales, se encuentran los siguientes598.
1. Forma lógica de los enunciados de acción: el procedimiento abarca los enunciados
causales singulares y de acción intencional, el tratamiento de las preposiciones y de las cons­
trucciones y modificadores adverbiales.
2. Forma lógica de los enunciados de actitud proposicional y del discurso indi­
recto, mediante el análisis paratáctico de las oraciones subordinadas completivas (that-
clauses).

228
3. Incorporación o implementación de estos análisis lógico-semánticos (marco: lógica
extensional clásica de primer orden) a teorías gramaticales de la lingüística teórica, como la
gramática generativa de Chomsky.
Con respecto a la relación entre la teoría semántica y la gramática generativa, el pro­
pio Davidson ha hecho explícita la proyectada conexión: «las teorías de la verdad podrí­
an proporcionar una semántica formal para las lenguas naturales equiparable al tipo de
sintaxis formal que ha prevalecido entre los lingüistas a partir de Chomsky. Cuando se
escribió este ensayo [Davidson (1970), C.C.], se creía que las estructuras profundas de la
sintaxis eran los vehículos de la interpretación semántica (...) [Este ensayo, C.C.] sugería
que la estructura profunda de un enunciado tiene que corresponder a la forma lógica que
una teoría de la verdad asignaría a dicho enunciado»599. La identificación sugerida entre
estructura profunda y forma lógica ha sido puesta en cuestión a la luz de desarrollos pos­
teriores, pero puede decirse que el enfoque «chomskyano» persiste en el programa de
Davidson -pues subyace al supuesto de que los significados de las expresiones particula­
res sólo puede determinarse a partir de la contribución sistemática de éstas cuando se
incorporan a un sistema de relaciones formales con otras expresiones600.
La relación entre estructura superficial, descripción sintáctica y forma lógica no es fácil
de establecer. Una dificultad fundamental surge ante determinadas inferencias arguménta­
les que tienen lugar en las lenguas naturales y que la teoría de la verdad correspondiente
debería, por consiguiente, hacer formalmente válidas. Davidson hace referencia a la nece­
sidad de una operación que saque a la luz la «estructura semánticamente pertinente» o
«estructura latente», y la operación correspondiente es lo que llama un análisisparatácticdm.
Pero se expresa con ambigüedad cuando se trata de especificar si hay que «postular» la
estructura requerida, o «hacer transparente» una estructura preexistente -pues utiliza estas
expresiones en distintos puntos al explicar su propuesta602-. En ocasiones Davidson reco­
noce la necesidad, si se quiere construir una teoría de la verdad para una lengua o lengua­
je, de encontrar una paráfrasis canónica para aquellos enunciados y expresiones a los cuales
no es posible aplicar directamente las reglas semánticas de la lógica clásica603, e identifica
esta forma lógica con la estructura profundabM-, pero, al mismo tiempo, en otras ocasiones
califica irónicamente de «paráfrasis estrambótica»605 a una parataxis que no ha de verse
como esencial606.
Los enunciados a los cuales las reglas de la lógica clásica les son directamente aplica­
bles pertenecerían a lo que se ha llamado un lenguaje formalizado o una notación lógica
canónica (Quine), que puede incluir fragmentos importantes del lenguaje o lengua con­
siderados. Davidson ha confesado: «Sueño con una teoría que haga que la transición
desde la expresión corriente a la notación lógica canónica sea lo suficientemente rica
como para capturar (...) toda diferencia y toda conexión que puedan considerarse, legíti­
mamente, cuestiones de teoría del significado»607. Respecto a esto W. Künne ha observa­
do que la forma lógica puede diferir de la estructura profunda en el sentido de la gramá­
tica generativa, y que el análisis paratáctico en particular difícilmente puede considerarse
parte de la estructura sintáctica subyacente o profunda (Chomsky); en una teoría de la
verdad, la especificación de la forma lógica de un enunciado objeto sólo puede darse
mediante una presentación sintácticamente heteromorfa -es decir, que diverge respecto a
la correspondiente estructura sintáctica o profunda- respecto a sus condiciones de ver­
dad en el metalenguaje de la teoría608. Esto hace descansar la carga de la prueba en el
adverbio «legítimamente» de la cita anterior —a lo que se volverá al final de este subapar­
tado.

229
Al margen de cuál sea el estatuto del análisis paratáctico, cualquier teoría de la verdad
de inspiración tarskiana para un lenguaje o lengua debería, según Davidson, satisfacer dos
condiciones: (1) un requisito de justificabilidad en el sentido de la lógica clásica, que exija
que las condiciones de verdad de dos enunciados objeto cualesquiera puedan representarse
mediante dos enunciados metalingüísticos (en el lenguaje de la teoría), y tales que la tran­
sición inferencial de uno a otro esté justificada por las reglas de la lógica clásica de primer
orden; y (2) un segundo requisito de exclusión del análisis conceptual, que impida que la
explicación del significado de los términos no-lógicos del lenguaje objeto pueda formar
parte de la representación semántica609. Ambas condiciones guían el análisis paratáctico para
los tipos de expresiones que siguen, y que pueden considerarse arquetípicos en el desarro­
llo de la aplicación del programa de Davidson.

a. Enunciados con términos indéxicos

El predicado de verdad se convierte en uno poliádico, con posiciones arguméntales


para un enunciado más una referencia al hablante y una referencia temporal: «‘Es regnet’ es
verdadero-en-alemán dicho por x en el momento t si y sólo si está lloviendo en el entorno
de x en t»610.

b. Oraciones no declarativas. (Expresiones modales y elementos de pragmática)

El problema reside en cómo distinguir sintáctica y semánticamente, en el marco de


una teoría de la verdad, (a) modos (indicativo, imperativo, interrogativo) entre sí, y (b)
locuciones que expresen actitudes o el uso de las oraciones por parte de los hablantes
(hacer afirmaciones, dar órdenes, expresar deseos, formular preguntas) también entre
sí612. La estrategia consiste en mostrar que el contenido semántico de una oración no
declarativa puede especificarse mediante una secuencia de oraciones declarativas. Este
método, aplicado con éxito en varios casos, ha de formularse más bien como una hipó­
tesis: se asume que, para toda oración, es posible proporcionar una representación
semántica, dentro de la teoría de la verdad considerada, que conste únicamente de enun­
ciados que posean condiciones de verdad. Es posible considerar entonces a las oraciones
no declarativas como constituidas por oraciones declarativas (enunciados) más una
expresión que represente sintácticamente la transformación apropiada —y que recibe el
nombre de indicador de modo—M\ Esta estrategia puede verse en los dos ejemplos para­
digmáticos que siguen.
Ej. 1. Locuciones de atribución de actitudes. Una emisión como «Juan afirma que
llueve» se analiza como constituida por dos emisiones: «Juan emite la siguiente afirmación:
Llueve»614.
Ej. 2. Oraciones interrogativas. «¿Bielefeld es una metrópolis?» se representa semánti­
camente: «La siguiente emisión es una pregunta: Bielefeld es una metrópolis»615.
Es muy importante tener en cuenta que el signo ortográfico de los dos puntos no equi­
vale a una conectiva lógica; la paráfrasis para la representación semántica no siempre posee en
sí misma, tomada globalmente, condiciones de verdad. Esto vuelve a ser esencial en la aplica­
ción siguiente.

230
c. Enunciados no extensionales. Enunciados de actitudproposicionaly discurso indirecto

El problema que se plantea en estos casos es uno ya identificado tempranamente por


Frege: el de los enunciados en los que la sustitución de expresiones coextensivas puede no
preservar el valor de verdad, es decir, donde no se respeta el principio de sustitutividad sal­
vaguardando la verdad. Aquí Davidson ha propuesto una estrategia similar a la anterior,
utilizando una representación semántica que sustituye a la oración original mediante una
secuencia de enunciados sí susceptibles de análisis veritativo-funcional. Así, en el ejemplo
siguiente, (2) sustituye a (1):

(1) Galileo decía que la tierra se mueve.


(2) Galileo decía esto {thatp. La tierra se mueve.

Davidson observa que, en (2), «el esto’ es un término singular demostrativo que refie­
re a una emisión (no a un enunciado)»616. Es decir, la oración subordinada completiva se
trata veritativo-funcionalmente como un término singular. Es importante tener en cuenta
que, como antes, la parataxis no tiene en si misma, tomada como un todo, condiciones de ver­
dad —no ha de verse como un enunciado complejo, ni el signo «:» en la representación
semántica (2) como una conectiva; este signo es un surrogado que está por un gesto osten­
sivo o indicativo. Es preciso introducir, por consiguiente, una condición de fijeza referencial
respecto al pronombre «esto».

d. Enunciados de acción y de acontecimientos y procesos en general.


Construcciones adverbiales y preposicionales

El problema en estos casos reside en que introducen un patrón inferencial del lengua­
je natural del que es preciso dar cuenta. Así,

(*) Juan lo hizo, lenta y deliberadamente, en el cuarto de baño, con un cuchillo, a mediano­
che;
por tanto,
Juan lo hizo, lenta y deliberadamente, en el cuarto de baño, con un cuchillo;
por tanto,
Juan lo hizo, lenta y deliberadamente, en el cuarto de baño;
por tanto, ... etc.
(Se propone sustituir «lo hizo» por «realizó la acción^», p.e. «untó la tostada de mantequilla»)

El tratamiento formal (análisis paratáctico) que permite una representación semántica


de esta inferencia aplica la estrategia de tratar los acontecimientos en general, y las acciones
humanas en particular, como «objetos» semánticos de un cierto tipo617. De este modo se
hace posible proceder en los siguientes pasos: primero, se cuantifica sobre los aconteci­
mientos; segundo, se nominalizan los verbos; tercero, se emplea un predicado binario en
lugar de una conectiva sentencial618. La representación resultante permite especificar las
condiciones de verdad de los enunciados considerados de manera que se preserva la susti­
tución de equivalentes extensionales y el patrón inferencial anterior (*). La representación
formal tendría la forma:

231
(3x) [(x es-la-acción-de-j/ por Juan) &
& (x tiene-lugar-lenta-y-deliberadamente) &
& (xtiene-lugar-en-el-cuarto-de-baño) &
& (x tiene-lugar-con-un-cuchillo) &
& (x tiene-lugar-a-medianoche)]
Lo que Davidson está proponiendo es pensar en el verbo del ejemplo -«lo hizo», «untó
la tostada»- como si fuera un predicado binario: presenta una posición argumental para acon­
tecimientos o acciones (___ es-un-y) y otra para personas (___ es-un-j/ por____). De tales ver­
bos cabe decir que toman un «objeto-acontecimiento» como argumento. Otra ventaja de este
tratamiento es concerniente a los modificadores adverbiales y a las proposiciones: éstos no se
consideran partes integrantes del verbo, sino elementos que contribuyen a la estructura619.
A este tratamiento se le ha objetado que hay expresiones adverbiales no susceptibles de
él y Davidson ha reconocido que, en determinados casos particulares, el problema persis­
te620. Ello ocurre en relación con el alcance de adverbios como «lentamente» y con los que
indican intención, como «deliberadamente» o «intencionadamente»621.

Comentario final. Al reflexionar globalmente acerca del valor de estos desarrollos621 bis se
observa que el problema -extender el análisis tarskiano a fenómenos empíricos del lengua­
je natural que aparentemente no responden a él- no lo es meramente de aplicación o imple-
mentación práctica de la teoría, sino que arraiga en el conjunto de las asunciones de parti­
da. Es, de hecho, una dificultad común a cualquier análisis o teoría del lenguaje que
pretenda un enfoque sistemático y una validez general —no restringida a una lengua o con­
junto de ellas, de las que sólo se pretende una descripción empírica. El problema está pre­
sente en la lingüística teórica contemporánea y en los precedentes históricos de propuestas
que investigaron la posibilidad de una gramática universal. Se trata de la oposición entre la
forma externa de las expresiones lingüísticas -estructura aparente o superficial- y su forma
sintáctico-semántica o lógica -estructura subyacente o profunda-. Esta oposición puede
retrotraerse no sólo a la búsqueda de un lenguaje lógicamente perfecto, sino asimismo a la
búsqueda de una estructura sintáctica o lógica subyacente o «profunda», universal e idénti­
ca en todas las lenguas bajo la estructura o forma superficial generada por la evolución his­
tóricamente contingente de éstas. Esta idea se puede rastrear en autores clásicos y se expre­
sa con toda claridad en el renacimiento -por ejemplo, en el gramático y lógico Francisco
Sánchez de las Brozas- y en la ilustración -en la escuela francesa de Port-Royal—. La difi­
cultad, en todos los casos, es la misma: cómo defender el carácter universal de esa estruc­
tura sintáctico-semántica en los casos de fenómenos lingüísticos en los que las relaciones
estipuladas no están presentes, de modo transparente, en la apariencia externa de las expre­
siones.
Ello remite a la cuestión de cuál sea el estatuto de esa estructura o forma subyacente,
que en Davidson está representada por el criterio de la Convención V más la adopción de
la lógica clásica de primer orden. Así, en algunos pasajes, Davidson parece considerar que
la estructura que reflejan las teorías de la verdad de inspiración tarskiana reconstruye o
refleja un tipo de conocimiento o de competencia que los hablantes ya poseen. Al conside­
rar la forma lógica de los enunciados causales singulares, observa: «Todos estos pequeños
fragmentos de razonamiento parecen hallarse integrados en la intuición, y habla claramente
a favor de un análisis de los enunciados causales en términos de acontecimientos el hecho
de que, en este análisis, la argumentación es válida de modo transparente»622. Lo que el aná­
lisis de la forma lógica permite es llevar a efecto un tipo de inferencias que son válidas en

232
el uso corriente del lenguaje, porque le subyacen presupuestos que no es necesario hacer
explícitos. Aquí se pone de manifiesto el retroceso -o ascenso pragmático- al «saber del len­
guaje» de los hablantes, imbricado en un saber del contexto que es saber del mundo. Pero
lo que de ningún modo aparece en la propuesta de Davidson es la posibilidad de identifi­
car reglas o criterios pragmáticos que reconstruyan lo que Davidson considera «compren­
dido en la intuición». Antes bien, su réplica a esta sugerencia sería la de que, en la medida
en que el análisis lógico de la estructura lingüística ofrece un resultado empíricamente ade­
cuado, ese presunto sistema de reglas es innecesario -lo que sin embargo remite, en última
instancia, al supuesto tácito de un «trasfondo de saber» que la lectura hermenéutica de
Ramberg ha enfatizado.
En este mismo sentido cabe entender su afirmación más general de que una teoría de
verdad para la propia lengua no necesita ser un saber explícito, pero sí recuperable y sus­
ceptible de explicitación en el primer paso del proceso interpretativo: «Una teoría de la ver­
dad (...) describe al mismo tiempo la capacidad y la práctica lingüística del hablante, y da
lo esencial de lo que un hablante competente sabe para poder comprender el significado de
las emisiones del hablante (...) Esto no significa que el hablante o el intérprete sean cons­
cientes, o posean un saber proposicional, del contenido de dicha teoría. La teoría (...) no
dice nada directamente sobre lo que el hablante sabe»623. Sin embargo, en este pasaje vuel­
ve a estar presente una tensión difícil de la que ya se ha hablado, y que reaparece en otros
puntos. Pues la teoría de la verdad aparece, en ocasiones, como un saber «real», tácito o
implícito: «El propósito de una notación lógica canónica así concebida no es el de mejorar
algo que queda, de modo vago y defectuoso, en el lenguaje natural, sino el de ayudar a
esclarecer, de manera perspicua y general, la comprensión de la gramática lógica que todos
nosotros poseemos y que constituye (parte de) nuestra aprehensión de la lengua mater­
na»624. Pero, al mismo tiempo, parece que la teoría no es en sí un saber «real», sino una des­
cripción adecuada de ese saber: «La Convención V de Tarski (...) es un instrumento infor­
mal, pero potente, para poner a prueba las teorías de la verdad confrontándolas con la
aprehensión previa de esta noción»625. La teoría de la verdad es una teoría empírica del sig­
nificado en el sentido de que «un conocimiento explícito de dicha teoría bastaría [would
suffice] para entender las emisiones del hablante»626, es decir, para ver confirmado empíri­
camente lo correcto de esa comprensión; pero el elemento normativo presente en el modo
verbal («would», potencial que expresa una hipótesis contrafáctica) es difícilmente compa­
tible con el naturalismo al que la propuesta de Davidson pretende ceñirse.
Al tomar distancia respecto al proyecto de la primera filosofía analítica y aún presente
en Quine -búsqueda de un lenguaje lógicamente perfecto, o de una notación lógica canó­
nica-, Davidson reafirma el carácter empírico de la teoría de la verdad que propone. Pero,
cuando explica en qué sentido lo es, resulta claro que se trata de la comprobación de ésta, es
decir, de su justificación o validación: «Podemos preguntar por una descripción de una len­
gua natural: la respuesta ha de ser una teoría empírica, abierta a comprobación y sujeta a
error, y condenada a ser, en una cierta medida, incompleta y esquemática»627. Al igual que
en cualquier otra teoría científica de base empírica, es preciso que haya leyes o principios
generales no sujetos a contrastación, sino que hacen la teoría posible: «puesto que estaba
tratando las teorías de la verdad como teorías empíricas, tenía que considerar a los axiomas
y teoremas como si fueran leyes (...) la evidencia para una ley tal, si existe, depende en últi­
ma instancia de determinadas relaciones causales entre los hablantes y el mundo»628. Esto
confirma lo que ya se ha visto: los presupuestos teóricos de Davidson incluyen fundamen­
talmente dos, que se entienden como presupuestos necesarios y generales de los hablantes y
que integran su competencia lingüística: (i) el supuesto de una relación causal entre el

233
mundo extralingüístico y los hablantes (externismo), que encuentra expresión lingüística
por vía del predicado de verdad; y (ii) una precomprensión de la noción de verdad que,
aunque plural en sus contenidos, es universal en su estructura.
Hay aquí una dificultad que Davidson no llega a considerar. Los presupuestos de la teo­
ría -no sus leyes— no pueden verse como generalizaciones o abstracciones; remiten, de
hecho, a una racionalidad lingüística que acerca a Davidson, en contra de su propósito, a
los planteamientos de la tradición filosófica racionalista -a la búsqueda de una teoría lin­
güística universal, aquí bajo la forma de una teoría de la comunicación. La cuestión es si la
racionalidad subyacente a la compencia lingüística, cuya existencia estos planteamientos
comparten, puede reconstruirse desde el enfoque teórico de Davidson y, en particular,
desde su naturalismo extremo. El adverbio «legítimamente» que hacía entrar en juego, sin
embargo, remite a una reconstrucción que fuerza a situarse en el plano kantiano de justifi­
cación de la validez de la propuesta. Cuando en otro momento hace referencia a la «natu­
raleza del concepto» de la verdad, naturaleza que la teoría «ilumina», confirma con ello la
adopción explícita de esta noción como un elemento primitivo; pero también el hecho de
que la teoría supone una reconstrucción racional de un conocimiento que los hablantes
poseen y cuya recuperación en actitud reflexiva, cuando se trata del predicado de verdad y
de la teoría para la propia lengua, no tiene el estatuto de una investigación científica a par­
tir de datos empíricos -el intérprete no se «interpreta» a sí mismo para formular el primer
paso del proceso interpretativo: el paso de construir una teoría de la verdad para su propia
lengua, que refleje su propio saber preteórico. La teoría es empírica cuando se aplica como
teoría de la interpretación radical; pero, cuando reconstruye el paso previo a ésta -cons­
trucción explícita de una teoría de la verdad para la propia lengua-, a Davidson sólo le cabe
aceptar la observación crítica de las teorías epistémicas de la verdad (Putnam, Dummett):
a los axiomas y reglas lógicas se les asigna el estatuto de enunciados analíticos -no puede
haber, por tanto, ulterior justificación o validación; su confirmación, desde el punto de
vista del intérprete, es tautológica.
Un aspecto de este problema ha sido discutido por R. Naumann, en relación con la teo­
ría distante del significado y la estipulación epistemológica unida a ella. La estrategia de
Davidson ha consistido en conectar directamente la causa de una creencia con su objeto:
«debemos considerar (...) que el objeto de una creencia es la causa de dicha creencia»629. Esta
estrategia está vinculada al postulado general ya visto: «Podemos considerar como algo dado
(...) que la mayoría de las creencias son correctas»630. Lo que diferencia a la teoría causal de
Davidson de las teorías de la referencia directa (Kripke, Putnam) es, precisamente, que en
éstas se supone una relación semántica entre términos individuales y entidades en el mundo
que los hablantes pueden desconocer, mientras que en la conexión causal supuesta por
Davidson lo pertinente es el objeto del que se habla -mejor, del que el intérprete habla-
explícitamente. Ahora bien, el análisis semántico paratáctico que se acaba de ver ha con­
ducido a la inclusión, entre esos objetos de creencia, de acontecimientos en el mundo. La
objeción de Naumann parte del fenómeno conocido como «paradojas imperfectas» y de la
necesidad de distinguir, en este caso, entre acontecimientos en general y procesos con con­
tinuidad en el tiempo. Con independencia de los detalles del fenómeno, lo que importa es
que permite legítimamente afirmar algo que el propio Davidson ha reconocido: «la causa
resulta determinada, al menos en una amplia medida, por factores humanos como la
importancia, la pertinencia o el interés, y no por la estructura (ontológica) del mundo,
como sí ocurre en la mayoría de las aproximaciones externalistas»631.
El problema para Davidson sería, en opinión de Naumann, el siguiente. La estrategia
analítica de «objetualización» de los acontecimientos es de naturaleza semántica, no está

234
basada en consideraciones metafísicas acerca de la estructura ontológica del mundo; en este
sentido, podría decirse que la semántica precede a la ontología. Pero, al mismo tiempo, al
asumir una teoría causal del significado y una epistemología externalista, es preciso supo­
ner el orden inverso en la constitución de esa teoría: parece que habría que empezar con
relaciones entre expresiones de un lado y elementos extralingüísticos en el mundo de otro
lado, para llegar al significado de los enunciados. De este modo, al rechazar la posición de
Quine en este punto y negar que los objetos hayan de considerarse «hipótesis semánticas»,
Davidson estaría asumiendo una tesis inversa a la enunciada en primer lugar: estaría asu­
miendo que la ontología precede a la semántica. Naumann considera que la contradicción
sólo se salva volviendo a Quine, retomando una teoría de proximidad del significado corre­
gida por vía del criterio que exige el carácter público del mismo; con ello, se asume que es
la semántica la que precede a la ontología632.
Esta opción, sin embargo, está sujeta a la crítica que Davidson ha formulado frente a
Quine. Y la disyuntiva que plantea Naumann -o una tesis, o la otra- olvida que, en la pro­
puesta de Davidson, la «ontología» que precede a la semántica no es la de un mundo onto-
lógicamente independiente, sino lingüísticamente configurado. Es decir, lo que entra en
juego en la formulación de la teoría del significado es el saber del mundo del intérprete,
que no es separable de su saber del lenguaje propio. Con ello se vuelven a poner de mani­
fiesto las dos conclusiones aquí defendidas en relación con esta propuesta: por una parte,
la necesidad de un movimiento de ascenso pragmático que intente recuperar el saber pre­
teórico de los hablantes; por otro, la necesidad de introducir asimismo un giro pragmáti­
co-formal en la reflexión relativa a las asunciones de la teoría, de modo que la estipulación
epistemológica discutida adquiera el estatuto de un presupuesto epistémico constitutivo de
la competencia lingüística de los hablantes. Esto vuelve a situar la discusión en el mismo
punto en que la dejó el estudio de la lectura hermenéutica de Ramberg, y justifica la nece­
sidad de la discusión del último subapartado.

iv. Lenguaje y comunicación. Convenciones y normas633

En uno de los dos ensayos en los que Davidson ha tratado directamente la cuestión
enunciada, hace una afirmación que ha dado lugar a una amplia polémica y que está, sin
embargo, perfectamente en consonancia con las declaraciones y el enfoque general de sus
trabajos anteriores: «Mi conclusión es que no existe una cosa tal como el lenguaje; no, si el
lenguaje es algo del estilo de lo que muchos filósofos y lingüistas han supuesto (...) debe­
ríamos abandonar el intento de aclarar el modo en que nos comunicamos apelando a con­
venciones»634. Esta tesis recupera y amplía, radicalizándola, la que Davidson ya formulaba
en «Comunicación y convención», allí ligada a una doble crítica a dos planteamientos alter­
nativos al suyo en teoría del significado: a la perspectiva pragmatista tanto de la teoría de
actos de habla como del constructivismo de M. Dummett (lenguaje como actividad), y a
la perspectiva mentalista (Chomsky) o intencionalista (que considera el lenguaje como
derivado de una facultad prelingüística más fundamental). Frente a ambos planteamientos
defiende lo que llama el principio de autonomía del significado, que podría denominarse más
ajustadamente principio de autonomía de la semántica', según este principio, el significado
literal de un enunciado -es decir, el que deriva de sus condiciones de verdad por vía de la
Convención V- es independiente tanto del objeto o propósito pragmático como de las
intenciones no-lingüísticas del hablante, en el sentido de que no puede hacerse derivar de
ninguna de las dos cosas635.

235
Para defender esto, Davidson parte del análisis del concepto de convención según la
definición propuesta por D. Lewis. En la presentación de Davidson, una convención es una
regularidad R presente en las acciones, o las acciones y las creencias, que implica a más de
una persona y que presenta las siguientes propiedades: (1) todos los implicados conforman
su comportamiento y sus creencias a R y (2) creen que los demás también lo hacen; (3) la
creencia de que los otros mantienen esa conformidad con R proporciona a todos los impli­
cados una buena razón para mantener la misma conformidad con R; (4) todos los concer­
nidos prefieren que se mantenga esa conformidad con R; (5) R no es la única regularidad
posible que satisface las dos últimas condiciones; y (6) todos los implicados saben que
(l)-(5) y saben que todos los demás lo saben también, etc636. La pregunta es si este concep­
to ayuda a entender la comunicación lingüística; la respuesta de Davidson consiste en ofre­
cer un análisis paralelo al de Lewis del concepto de comunicación, en términos que no
requieren de la noción anterior. Según este análisis, si la comunicación tiene éxito, enton­
ces (1) hablante y oyente han de asignar el mismo significado a las palabras; (2) el hablan­
te ha de intentar que el oyente interprete sus palabras de acuerdo con su propia intención,
y (3) ha de tener razones adecuadas para creer que el oyente tendrá éxito al interpretarle
según su intención; finalmente, (4) tanto hablante como oyente han de creer que el hablan­
te habla con la intención indicada, etc. En estos procesos de comunicación, si hay alguna
convención en el sentido de Lewis, ésta ha de mantenerse en el tiempo; pero, puesto que,
por lo que hace a los términos individuales, distintos hablantes poseen distinta acumula­
ción de nombres propios y distintos vocabularios, así como asocian distintos significados a
las mismas palabras, el único candidato para la recurrencia en el tiempo parece ser la inter­
pretación de los patrones de sonido.
Este va a ser el núcleo de la contraargumentación: frente al carácter contingente y cam­
biante de lo que los términos individuales significan, es la estructura formal del significado
según una teoría de la verdad de inspiración tarskiana lo que se mantiene constante, junto
con los principios metateóricos generales e indispensables que guían la interpretación. Así
cabe entender la afirmación de Davidson: «Lo que un condicionamiento común asegura es
que podamos suponer, hasta un cierto punto, que el mismo método de interpretación que
usamos con otros, o que suponemos que otros usan con nosotros, servirá para un nuevo
hablante». El saber de las convenciones se integra, en el contexto de la propuesta de
Davidson, como uno más de los criterios prácticos que ayudan a la interpretación; pero «lo
que conforma el esqueleto de lo que llamamos lenguaje es el patrón de inferencia y estruc­
tura que crean las constantes lógicas». Si es posible aplicar lo que constituye el método gene­
ral de interpretación a cualquier hablante es porque «podemos tratar estas herramientas de
creación de estructura del modo en que tratamos las nuestras. Ello fija la forma lógica de
sus enunciados y determina las partes del habla»637.
Volviendo a la lectura que se ha hecho de la teoría de la interpretación radical, lo ante­
rior justificaría considerar que en los presupuestos metateóricos tácitos, generales e inevita­
bles, descansa la posibilidad de entenderse. Pero éstos no se explican, afirma Davidson, en
términos de convenciones o regularidades particulares; en efecto, en ese caso no podrían
tener el carácter general y necesario que la propuesta de Davidson les confiere. Por ello
Davidson puede concluir que «la comunicación lingüística no requiere, aunque a menudo
hace uso de, una repetición gobernada por reglas; y, en tal caso, las convenciones no ayu­
dan a explicar lo que es fundamental en la comunicación lingüística, si bien pueden des­
cribir un rasgo habitual aunque contingente»638. La identificación de convención y repeti­
ción, incluso entendida en un sentido más amplio como regularidad empírica, es aquí clara.
Pero con ello se introduce algo que en el ensayo más reciente citado se hace evidente, y es

236
que la única noción de regla que Davidson considera en el ámbito pragmático del uso del
lenguaje -aun para su crítica- es ésta de una regularidad empíricamente observable, deri­
vada de usos e instituciones; la «regla» sería, en este sentido, una generalización obtenida
por abstracción o inducción. Los principios metateóricos que constituyen el método gene­
ral de interpretación tienen, en cambio, otro carácter: no contingente, puesto que son ine­
vitables, y no particular o de aplicación tan sólo en contextos restringidos, puesto que
entran en juego en cualquier proceso interpretativo en general.
Esta última manera de entender a Davidson pretende intencionadamente sugerir un
marco kantiano que no está presente, de modo explícito, en su propuesta. No es que
Davidson oponga lo que es fijo y necesario -una estructura formal constitutiva de la posi­
bilidad y la validez de la comunicación, que articula los contenidos materiales o significa­
dos literales- a lo contingente empírico. En su propuesta la comunicación sólo se entiende
como interpretación y ésta, a su vez, no se apoya prioritariamente en significados compar­
tidos o comunes, sino en los que quedan fijados en cada ocasión particular por vía de la
aplicación del método general en ese caso particular.
Esto se pone de manifiesto en «A nice derangement of epitaphs», donde casos especia­
les de comunicación anómala o inusual —en particular los «malapropismos»639, pero tam­
bién casos de comunicación indirecta o no explícita- adquieren prioridad en el análisis de
los procesos de entendimiento. En este ensayo se parte de una explicación del concepto de
significado literal, con el fin de evitar la suposición errónea de que remite a una oposición
conceptual conocida: la de significado del hablante (lo que un hablante, en una ocasión par­
ticular, quiere dar a entender) y significado de las palabras (lo que sus palabras significan).
En los casos especiales indicados se necesitaría una noción más «profunda» de lo que signi­
fican las palabras emitidas en un contexto, pues el significado intencional, o significado
pretendido por el hablante, va aquí más allá del significado estándar. Davidson define
entonces el significado literal, que prefiere llamar primer significado (fiirst meaning), como
el que es propio de expresiones y enunciados en tanto que emitidos por un hablante par­
ticular en una situación dada; el principio de autonomía del significado garantiza, sin
embargo, que «el primer significado de una emisión será el que se encontraría al consultar
un diccionario basado en el uso real»640. El primer significado es el que primero entra en
juego, en el orden de la interpretación; pueden asociarse a él tres principios: (i) el primer
significado es sistemático, existen conexiones sistemáticas entre los significados de los enun­
ciados; (ii) el primer significado es compartido, pues para que el hablante y el intérprete pue­
dan comunicarse de manera exitosa y regular «tienen que compartir un método de inter­
pretación» (obsérvese que lo compartido es el método formal de interpretación, pero no los
contenidos materiales o significados de las expresiones particulares); (iii) el primer signifi­
cado no está gobernado ni por convenciones ni por regularidades adquiridas641.
El caso especial de los malapropismos muestra cómo se aplican estas condiciones. Pues
permiten introducir expresiones que no están cubiertas por un aprendizaje previo, o expre­
siones familiares que no pueden interpretarse mediante una habilidad previamente adqui-
ridad. En cambio, sí ocurre que una teoría de la verdad en la línea de Tarski proporciona
una caracterización recursiva y sistemática de las condiciones de verdad de todas las posi­
bles emisiones del hablante, a partir de una base finita. Esta teoría de la verdad sería, por
tanto, cuanto hace falta para dar cuenta del proceso de interpretación en que se basan la
comunicación exitosa y el entendimiento; y podría verse, asimismo, como un modelo de la
competencia lingüística del intérprete6^2. Davidson enfatiza de nuevo que esa teoría de la ver­
dad, en su aplicación como teoría de la interpretación, no tiene que corresponder a un
conocimiento que el intérprete posea explícita o conscientemente, ni tampoco a los deta-

237
lies del funcionamiento interno de alguna parte del cerebro. Lo que la teoría de la verdad
así entendida hace posible es «una descripción satisfactoria de la competencia del intérpre­
te»643. No obstante esta aclaración, el problema persiste. No se trata únicamente de una des­
cripción llevada a cabo en actitud teorética, sino también de un tipo de saber o conoci­
miento que hay que suponer de hecho en el intérprete, si bien de manera tácita o implícita.
Pero, más aún, hay que suponer que el intérprete la supone además en el hablante, y que
éste ha de suponérsela al intérprete si es que tiene expectativas razonables de que le entien­
da.
Davidson intenta dar cuenta de esta situación compleja, y del proceso a que da lugar y
que constituye la comunicación/interpretación, distinguiendo conceptualmente entre dos
teorías de la verdad que subyacen al proceso y lo hacen posible; ambas formarían parte del
saber implícito de hablante e intérprete, anunque de modo diferenciado. Las dos nociones
son las de teoría, previa (prior theory) y teoría de paso (passing theory). La teoría previa del
intérprete es la la que expresa cómo está preparado éste de antemano para interpretar las
emisiones del hablante; la teoría previa del hablante es la que él cree que va a ser la teoría
previa del intérprete. Con respecto a la teoría de paso, la del intérprete es la que describe el
modo en que de hecho interpreta las emisiones, mientras que la del hablante es la que él
intenta que emplee el intérprete644. La teoría de paso no puede hacerse corresponder en
general con la competencia lingüística del intérprete, pues conocer una teoría de paso es
conocer únicamente cómo interpretar una emisión particular en una situación determina­
da. Así, por ejemplo, identificar un elemento demostrativo en un nombre o en el uso refe­
rencial de una descripción definida (Donnellan) requiere la introducción de un cambio en
la teoría previa del intérprete y, por tanto, en la descripción que Davidson pretende de
cómo llega a comprender al hablante. Sin embargo, la teoría de paso, aunque relativa a
situaciones particulares, en su estructura formal es adecuada para constituirse en teoría de
la verdad para un lenguaje completo, y hace entrar en juego significados literales. La teoría
previa, por otra parte, no es una teoría «compartida», ni es tampoco lo que normalmente
se llamaría un lenguaje: pues «la teoría previa incluye todos los rasgos específicos del idio-
lecto del hablante que el intérprete está en situación de tener en cuenta, antes de que se ini­
cie la emisión»645.
En esta caracterización se hace evidente la importancia creciente que, respecto a traba­
jos anteriores, Davidson está concediendo al componente intencional y, en particular, a las
intenciones comunicativas del hablante646. Esto se pone de manifiesto en su definición de las
dos teorías para el hablante y en su explicación de que, puesto que éste quiere ser entendi­
do, emite aquellas expresiones que «cree» que se van a interpretar e «intenta» que se inter­
preten de una manera determinada; y, con el fin de poder juzgar cómo se le va a interpretar,
formula o aplica tácitamente una descripción de la disposición de su interlocutor a inter­
pretarle en una cierta línea. En esta reconstrucción del proceso, el elemento fundamental es
«lo que el hablante cree que es la teoría inicial [teoría previa, C.C.] de interpretación de la
que el intérprete dispone con respecto a él»647. De este modo, en la propuesta de Davidson
la expresión del significado se hace depender de manera preeminente de las intenciones
comunicativas del hablante, con el rasgo diferencial respecto a otras teorías intencionalistas
de que, entre las intenciones del hablante, hay que contar su toma en consideración de la
capacidad del oyente/intérprete para discernir su intención.
Es precisamente el elemento intencional el que permite pasar de la teoría previa a la de
paso, siendo ésta última lo que ha de compartirse para que la comunicación!interpretación
tenga éxito. Esta descripción del proceso permite concluir: «lo que hablante e intérprete
saben por adelantado no es (necesariamente) algo compartido, y no es, por tanto, un len­

238
guaje o lengua gobernado por convenciones o reglas compartidas. Lo que se comparte (...)
es la teoría de paso, pero lo dado con antelación es la teoría previa»648. Esta conclusión es
consistente con la perspectiva introducida al tomar los casos anómalos en la comunicación
como paradigmáticos -malapropismos, comunicación indirecta- e identificar el proceso
comunicativo como uno de interpretación. Lo que dos participantes en la interacción lin­
güistica requieren, si es que han de entenderse entre sí en la mediación del habla, es el recurso a
estrategias que hagan posible para ambos, a partir de lo que conocen por adelantado más los
datos disponibles en la situación, generar teorías de paso que converjan crecientemente de emi­
sión a emisión. En este proceso, afirma Davidson, no se descubre ningún núcleo común y
aprendido de comportamientos consistentes, como tampoco reglas de gramática o de
pragmática compartidas —frente a lo que afirman las teorías pragmatistas— o algún tipo de
mecanismo que genere estructuras sintácticas en las que descanse la semántica -frente al
mentalismo de Chomsky-: «la capacidad lingüística es la capacidad para converger, en cada
ocasión, en una teoría de paso».
Con ello se reitera la perspectiva ya vista respecto a la inseparabilidad de teoría y len­
guaje (Quine, según Follesdal), o respecto a la conexión entre conocimiento del lenguaje
(de los significados, por vía de una teoría de la verdad) y conocimiento del mundo: «hemos
eliminado la demarcación entre el conocimiento de un lenguaje o lengua y el conocimien­
to de nuestro modo de estar generalmente en el mundo»649. Esto es así porque la comuni-
cación/interpretación parte siempre de un «lenguaje individual», de un idiolecto: vocabu­
lario y gramática individuales, conocimientos generales y particulares sobre
comportamientos y la relación con el mundo, y capacidad para desarrollar estrategias que
corrijan o ajusten las desviaciones respecto a estos elementos previos. Puede decirse que
Davidson ha abandonado la noción de lenguaje -incluso la de lengua-, pero la ha susti­
tuido por la de un «lenguaje individual» o idiolecto que, eventualmente, puede llegar a ser
temporal y fragmentariamente «común» —en el sentido de convergente o público.

Discusión entre especialistas y comentario final. Se ha señalado que el «principio puente»


para pasar de lo previo no común, la teoría previa, a lo que es convergente, la teoría de paso,
es la intencionalidad del hablante/interpretado. Pero a esto hay que unir lo ya visto ante­
riormente: los principios metodológicos generales que constituyen la teoría de la interpreta­
ción radical, es decir, el marco general de la teoría davidsoniana de la comunicación. En un
ensayo crítico de respuesta al trabajo de Davidson que se acaba de ver, M. Dummett ha con­
traargumentado a favor de una concepción constructivista del lenguaje en la que el elemen­
to pragmático desempeña una función fundamental, según las tesis que él mismo ha desa­
rrollado650. Dummett critica, en particular, dos aspectos del trabajo de Davidson. En primer
lugar, que los casos elegidos por éste para describir los procesos de comunicación lingüísti­
ca, y a los que se asigna por tanto el estatuto de situaciones prototípicas para la teoría, son
«casos atípicos»; en el caso límite, ello conduce a una identificación de la noción de lengua­
je con la de idiolecto, es decir, con el lenguaje hablado por un individuo en una situación
particular. En su opinión, Davidson procede «tomando la noción de idiolecto como funda­
mental para dar cuenta de lo que es el lenguaje, y explicando el lenguaje común como una
serie de idiolectos ampliamente coincidentes»651. En segundo lugar, Dummett rechaza el giro
intencionalista que adopta en Davidson la explicación general del proceso comunicativo, y
que conduce a que «no exist[a] interacción ni intercambio de papeles entre hablante y oyen­
te»; hacer que la expresión del significado dependa por completo de las intenciones del
hablante supone «liberar a los hablantes de toda responsabilidad con respecto al lenguaje
como institución social»652. Frente a esta caracterización, Dummett defiende la tesis siguien­
te: «El lenguaje es una práctica en la que las personas se implican», y en concordancia con
ello «las palabras tienen significado en sí mismas (...) en virtud de la existencia de una prác­
tica social (...) con independencia de los hablantes particulares»653. En los casos de comuni­
cación normal, lo que hay -afirma Dummett- es un lenguaje compartido, y el significado de
las expresiones puede explicarse a partir del uso que, de acuerdo con un saber previamente
adquirido, hacen los hablantes. Este saber del uso de las expresiones es un tipo de conoci­
miento práctico que no necesita ser explícito, ni debe confundirse con un conocimiento teo­
rético654.
Al reinterpretar las nociones de teoría previa/de paso de Davidson me­
diante lo que llama teorías de corto/de largo alcance (short-range/long-range theories),
Dummett ironiza sobre los sucesivos «ascensos de nivel» que Davidson se ve obligado a lle­
var a cabo. Pues, en la teoría de la comunicación de éste último, el entendimiento depen­
de de teorías de segundo orden: el intérprete ha de formar una teoría acerca de otra teoría,
la del hablante; y la teoría previa, o de largo alcance del hablante es una teoría acerca de la
teoría previa del oyente/intérprete655. En cualquier caso, lo que se pone de manifiesto es la
necesidad de un ascenso teorético para dar cuenta de la competencia lingüística de los
hablantes. Pero la distinción entre teorías de primer y de segundo orden es correlativa a la
distinción entre una teoría del significado -relativa a tipos de expresiones, y de estructura
recursiva- y «la aprehensión imperfecta de esa teoría por parte de un individuo»; esto
segundo es, paradójicamente, lo que constituye la teoría de paso que refleja, según
Davidson, la competencia lingüística. La alternativa crítica de Dummett considera la com­
petencia lingüística como la posesión de un saber no teórico, sino práctico —un saber cómo,
junto a un saber qué no necesariamente explicitable. Sólo así se salva lo que en la propues­
ta de Davidson parece perderse: la conexión de la teoría del significado con la práctica lin­
güística de los hablantes.
Esta concepción de la competencia lingüística como capacidad práctica permite a
Dummett considerar que la teoría del significado para una lengua consiste en una descrip­
ción explícita y completa de esa práctica. Hay sin embargo dos dificultades evidentes en
esta propuesta. Parece difícilmente realizable una descripción exhaustiva como la que pare­
ce sugerirse -algo que la propuesta teórica de Davidson, con su adopción de una teoría
recursiva, sí hace posible. Y la explicación de Dummett se refiere siempre a una lengua
natural, como su propia enumeración de ejemplos pone de manifiesto; con ello la teoría del
significado resultante sería siempre relativa. Esto último se debe, creo, al modo en que
Dummett incorpora lo que llama principios de ligadura (linkingprincipies): «Con el fin (...)
de aseverar que una teoría del significado para un lenguaje o lengua es correcta o incorrec­
ta, hemos de tener determinados principios, implícitos o explícitos, que establezcan la
conexión entre las nociones teoréticas y lo que los hablantes del lenguaje o lengua hacen y
dicen (...) [Estos principios, C.C.] se mantienen presumiblemente constantes en todas las
teorías del significado y todos los lenguajes o lenguas»656. Según la explicación que se da del
concepto, parecen poder remitirse a lo que aquí se ha venido llamando principios puente.
aquellos que expresan lo general válido en los procesos de comunicación/interpretación
particulares, y que en Davidson incluirían: el principio de caridad, los criterios formales de
la Convención V, y el presupuesto de un mundo extralingüístico que incide causalmente.
Se trataría, por tanto, de los principios metateóricos que permiten juzgar la validez -la
corrección en los términos de Davidson— de una teoría del significado formulada como teo­
ría empírica.
Sin embargo, al concretar de qué modo los principios de ligadura encuentran aplica­
ción, o cómo se describirían desde una particular teoría del significado para una lengua,

240
Dummett sugiere: «Los principios de ligadura para una teoría del significado de un len­
guaje o lengua (...) tratarán, entre otras cosas, de la división del trabajo lingüístico, de las
fuentes de autoridad lingüística (habitualmente mal definidas), de los distintos modos del
habla, y de las relaciones entre una lengua troncal y la variedad de sus dialectos y argots»657.
El problema en esta propuesta es el siguiente. Lo que parece pretender es una teoría gene­
ral de carácter socio-lingüístico, en la que entraría en juego la descripción de fenómenos
cuyo conocimiento difícilmente puede suponerse en los hablantes. Cuando se identifica la
competencia lingüística con un saber teórico y práctico, existe en principio la posibilidad
de hacer explícito ese conocimiento mediante una reconstrucción de los elementos consti­
tutivos y los principios regulativos que los hablantes hacen entrar en juego, inevitablemen­
te y con carácter general. Una reconstrucción de este tipo sí puede hacerse en términos de
reglas, o de un saber tácito de reglas. Así lo sugiere el ejemplo de Dummett cuando com­
para la competencia lingüística con la que permite participar en un juego, o cuando a la
noción de interpretar contrapone la de aprehender en el sentido de comprender658, y esto a
su vez como un saber reconocer y seguir una regla. La dificultad en la caracterización de
Dummett reside en que no parece ver los principios de ligadura -los que conectan la teo­
ría del significado, reconstruida como una teoría de la verdad en la línea de Tarski, con la
actuación lingüística de los hablantes- como la explicitación de un conocimiento tácito
preexistente y que se hace explícito mediante una reconstrucción no sólo teórica, sino tam­
bién reflexiva. Si se omite esto, el resultado de la propuesta podría eventualmente consti­
tuir una teoría socio-lingüística descriptivamente adecuada, pero es más dudoso que pueda
asignársele el estatuto que pretende: ser explicitación de un saber teórico-práctico que los
hablantes poseen, en calidad de competencia lingüística. Más bien parece que él mismo cae
en una inversión de lo que reprocha a Davidson; su propuesta es la de una teoría de segun­
do orden que puede describir aspectos importantes de la actuación práctica de los hablan­
tes, pero que se sitúa fuera del alcance de lo que éstos teoréticamente pueden conocer.
Puede considerarse que la propuesta de Davidson da cuenta, en el nivel semántico, de
lo que Dummett demanda también para el nivel pragmático del lenguaje; pues reconstru­
ye los elementos constitutivos y los presupuestos regulativos de esa competencia semántica.
Hay que preguntar, sin embargo, si esta atribución a Davidson de estar llevando a cabo una
reconstrucción del saber práctico de los hablantes en su dimensión semántica, como se
sugiere aquí, es una lectura legítima o por el contrario es radicalmente opuesta a su pre­
tensión explícita de formular una metateoría, la teoría davidsoniana de la comunicación,
descriptiva de un conocimiento, de las teorías previa y de paso, que no es posible reducir en
su totalidad a sistemas de reglas. Una aproximación a este problema puede encontrarse en
una contribución de A. Bilgrami en la cual se trata, precisamente, el problema de la rela­
ción entre los conceptos de norma (o regid) y significado en el contexto de la propuesta de
Davidson.
A. Bilgrami se mantiene fiel a ella al afirmar que la normatividad es irrelevante para el
significado de las expresiones cuando esta normatividad, descrita o reconstruida en térmi­
nos de reglas para el uso de los términos y la aplicación de los conceptos, se introduce como
respuesta a la necesidad de un criterio intersubjetivo de corrección en los usos lingüísticos.
Según la tesis que este autor va a discutir, la corrección en el uso de los términos según cier­
tas reglas o normas aparecería como la condición que hace posible el entendimiento. Las
normas se entienden aquí como regularidades determinadas por las prácticas de la comuni­
dad659. Con el fin de entender la noción de intersubjetividad que Bilgrami pone en cuestión
es importante tener en cuenta su observación de que, al defender una perspectiva «indivi­
dualista» y rechazar el recurso a criterios sociales como el de la apelación a una comunidad

241
lingüística, él no está rechazando el carácter necesariamente público de la conducta lin­
güística; es necesario aquí no confundir las oposiciones conceptuales individual/social y pri-
vado/público para entender que la perspectiva «davidsoniana» de Bilgrami, conforme a lo
ya visto, hace del significado un concepto individual y público -pues discute tanto su remi­
sión a un lenguaje privado o solipsista como la apelación a criterios sociales-660. En su
defensa de esta tesis, sin embargo, se ve obligado a tener en cuenta algo que ya se ha enfa­
tizado al estudiar a Davidson: el reconocimiento por parte de éste de que tanto en el méto­
do general de interpretación, como en las teorías de la verdad para lenguas o lenguajes par­
ticulares, es preciso aceptar la existencia de elementos normativos que están presentes
necesariamente y con carácter general. Para la defensa de una perspectiva naturalista, ante
esta constatación Davidson hacía valer el estatuto inmanente de la noción de verdad cuan­
do ésta se entendía criteriológicamente, en su función determinante de los contenidos
semánticos particulares para las expresiones individuales; pero el método general de inter­
pretación, que incluye el criterio formal de la Convención V y el principio de caridad, «no
logra proporcionar la interpretación de las palabras y enunciados particulares en tanto que
emitidos por un hablante particular»661. La interpretación material o de contenido es correc­
ta o incorrecta según un criterio de adecuación empírico, sin que quepa apelar a principios
o criterios que «trasciendan» los contextos particulares.
La posición de Bilgrami constituye un intento de precisar de qué tipo son esos ele­
mentos normativos inevitables y generales, y deslindarlos conceptualmente de la noción de
norma que hacen entrar en juego otras concepciones -intersubjetivistas- del lenguaje. Para
ello introduce una distinción entre lo que llama normas intrínsecas y normas extrínsecas, sólo
las segundas serían pertinentes para el significado de las expresiones, mientras que no exis­
tiría normatividad en el sentido de las normas intrínsecas en este ámbito. Entre las normas
extrínsecas se encontrarían las de la racionalidad deductiva. Serían, en general, aquellas que
gozan de autonomía respecto a las regularidades observables en las conductas lingüísticas
de los hablantes; más aún, las realizaciones de la conducta lingüística individual se formu­
lan por recurso a estas normas. En los escritos del propio Davidson se encontraría ya la
sugerencia de que no sería posible darle sentido al comportamiento de un agente si no se
considerase que está satisfaciendo normas de un cierto tipo: «se trata de una restricción para
la asignación de contenidos proposicionales a los agentes, basada en la observación de regu­
laridades en sus conductas (...) Para encontrar meramente sentido en las regularidades,
tenemos que imponer normas (...) Así, no es posible que las normas estén basadas en la obser­
vación de regularidades. Constituyen una restricción a priori para la posibilidad misma de la
interpretación»^. Las resonancias kantianas de esta aclaración son evidentes.
La única diferencia entre esta caracterización de Bilgrami y la que aquí se ha propues­
to respecto al estatuto de los principios puente -los que conectan la teoría del significado
semántico con el saber práctico de los hablantes- es que, en vez de hablar de la necesidad
de «imponer» las normas para dar cuenta de su inevitabilidad, como hace Bilgrami, se
puede considerar más adecuado decir que constituyen un presupuesto necesario para la
reconstrucción que se está llevando a cabo. Junto al requisito de consistencia lógica,
Bilgrami concede un valor similar de restricción apriori -es decir: un valor constitutivo para
la posibilidad y validez de la interpretación- a otros principios o presupuestos igualmente
normativos y que cabe ver conjuntamente como restricciones apriori de la racionalidad. En
particular, menciona la norma de comportarse de acuerdo con «el deseo y la intención de
comunicarse sin tensiones», si es que se quiere ser entendido con facilidad663. Cabe inter­
pretar este principio que propone Bilgrami como una idea regulativa (Kant): el
oyente/intérprete lo presupone en el hablante/interpretado, cuando anticipa una teoría pre­

242
via para éste; y, como se ha visto antes, forma parte de la intencionalidad que Davidson pre­
supone en el hablante/interpretado, al atribuirle una teoría de segundo orden sobre la teo­
ría del oyente/intérprete.
Bilgrami se preocupa por poner claramente de manifiesto la diferencia entre esas nor­
mas extrínsecas y lo que ha llamado normas intrínsecas. Interpretando su explicación, cabe
entender que bajo esta segunda noción el autor sitúa las reglas obtenidas por reconstruc­
ción racional partir de regularidades empíricas o sobre una base estadística de datos, bien
por inducción, bien por generalización o abstracción664. De este tipo serían, parece poder
deducirse, las que llama «normas del significado»: es decir, las que regulan el uso de las
expresiones particulares o las aplicaciones de conceptos individuales, en determinadas situa­
ciones. Pero Bilgrami introduce explícitamente otra idea más, que parece al menos pres­
cindible si no parcialmente errónea. Su precisión del concepto de norma extrínseca permi­
te identificar la noción con la de norma o regla en el sentido de Kant. A fin de afirmar la
autonomía de esta noción respecto a la práctica lingüística, la correlaciona con la de una
norma hipotética. Esto se pone de manifiesto cuando Bilgrami afirma que la premisa que
introduce la norma extrínseca remite al ámbito de la intencionalidad del hablante, y no a
aspectos de la práctica lingüística social: «dado el deseo de comunicarse, a menudo se piensa
tácitamente que se debería hacer todo lo posible por satisfacer y facilitar este deseo (...) en
el mejor de los casos, se trata de una norma hipotética en el sentido preciso en que Kant la defi­
nió y la criticó»665. La norma es extrínseca, o hipotética, en el sentido de que introduce los
medios para obtener un determinado fin -el que se enuncia en la premisa. Sin embargo, a
Bilgrami cabe formularle la objeción de que, si las normas son hipotéticas en este sentido,
entonces dejan de ser restricciones a priori: por el contrario, parecerían poderse hacer
depender de la experiencia lingüística previa, de un aprendizaje, etc. Más adecuado parece
recuperar, como se ha propuesto aquí y el propio Bilgrami acepta tácitamente en su carac­
terización, el carácter de presupuestos necesarios y universales de estas normas en el plano
pragmático del uso del lenguaje en general. A esta misma conclusión llega de hecho, final­
mente, este autor.
Pues lo más importante a retener aquí es su reconocimiento final de que estas normas
extrínsecas que hacen posible y válida (correcta) la formulación explícita de una teoría semán­
tica de la verdad-mediante el método general de interpretación— no pueden situarse en el mismo
plano semántico que contribuyen a constituir, introducen elementos pragmáticos que las sitú­
an necesariamente en este otro plano, elementos que representan «cualificaciones pragmá­
ticas extrínsecas de la idea de comprensión»666. Esto va ligado, aparentemente, a la correla­
ción extrínseco-hipotético. Cabe entender entonces que «extrínseco» significa autónomo
respecto al plano semántico del significado de las expresiones individuales, significado a su
vez dependiente de regularidades empíricas. Frente al anterior, en este segundo caso de las
reglas intrínsecas o regulativas se trata de reglas que están unidas a términos particulares, y
que se aplican para determinar la corrección o incorrección del uso en situaciones particu­
lares667. Estas reglas de uso, relativas a casos particulares, no pueden verse como normas
extrínsecas o hipotéticas en el sentido considerado por Bilgrami; serían intrínsecas —inter­
nas a cada lengua o lenguaje particulares- y categoriales -es de suponer que porque intro­
ducen sus propias «categorías»: en este caso, los contenidos semánticos particulares.
La objeción que cabe hacer a Bilgrami es la de que está «forzando» hasta cierto
punto el marco teórico kantiano para eludir extraer de su propia reflexión la única con­
secuencia que parece correcta. La noción de norma pragmática (extrínseca) que él ha
tomado en consideración no es hipotética en el sentido pretendido, pues no introduce
condiciones necesarias particulares y relativas a las situaciones específicas de uso bajo el

243
supuesto de condiciones suficientes particulares; el esquema de la norma no es el de «si
el hablante/intérprete A tiene la intención de ser entendido por su oyente/intérprete B
en la situación s, entonces...». Antes bien, se trata de condiciones necesarias «para ser
meramente comprendido en general», para el entendimiento en cuanto tal de un hablan­
te con carácter general. Aquí no cabe analizar la contribución de la norma en términos
de una racionalidad estratégica de medios para un fin -en contra de lo declarado explí­
citamente por Bilgrami668-, sino en los términos de un presupuesto constitutivo del pro­
pio proceso de comunicación/interpretación. En sentido estricto, las restricciones aprió-
ricas señaladas —leyes de la racionalidad deductiva, principio de caridad, principio
pragmático de Bilgrami— son presupuestos necesarios y universales que constituyen y regulan
el entendimiento lingüístico, cuando el criterio de validez general del habla es el de validez
epistémica o verdad. Pues el propio concepto de comunicación/interpretación no es posi­
ble sin estos elementos, que no sólo se introducen en actitud teorética al formular una
teoría empírica descriptivamente adecuada: forman parte también de los presupuestos
de los propios participantes en el proceso, por tanto de su saber práctico implícito. En
este sentido, serían normas categoriales: pues introducen la propia categoría de inter-
pretación/comunicación, así como constituyen el proceso por el que se asignan conte­
nidos proposicionales al interlocutor.
La lectura que se sugiere encuentra confirmación indirecta en la réplica de Davidson a
Bilgrami, si se analiza con alguna distancia irónica. Davidson observa: «Bilgrami no lo
expresa exactamente así, pero resulta claro a partir de lo que dice que para él, como para
mí, nociones como las de significado, referencia, traducción e interpretación extraen su sus­
tancia de la de comunicación exitosa»^. Si las normas pragmáticas señaladas se interpretan
de acuerdo con esta sugerencia de Davidson, entonces sí serían hipotéticas y no categoria­
les: pues intervendrían en el sentido de la racionalidad estratégica especificando los medios
para un fin, y se asimilarían a las «estrategias particulares» que Davidson había hecho entrar
en juego (cf. antes). Este fin o propósito sería el que determinaría la validez de las normas
y a él estarían empíricamente subordinadas: para lograr una comunicación con éxito (cri­
terio «último» de corrección para las propias normas), es preciso... (etc.). Pero la noción kan­
tiana de norma aquí reconstruida, y que puede encontrarse también en la reflexión de
Bilgrami, no puede ser medio para un fin evaluable empíricamente, pues se vería asimila­
da a las reglas semánticas particulares (intrínsecas) que dependen de esa noción. Se trata,
antes bien, de los presupuestos constitutivos de la posibilidad y validez de la interpreta-
ción/comunicación en cuanto tal. (En este punto sería preciso recuperar, aunque no se rei­
tere, la reflexión que cerraba el subapartado (i)).

2.3. Semántica formal y teorías lingüísticas

De este tema no se va a ofrecer aquí un desarrollo detallado; tan sólo se sugieren algu­
nos temas y teorías que se sitúan en el dominio de intersección entre la semántica formal y
la lingüística teórica, y que merecerían sin duda un estudio más detenido670. El marco gene­
ral común de una diversidad de estudios y tratamientos especializados y pertenecientes a
diversas disciplinas es «el permanente reto filosófico de proporcionar una justificación
general de la plausibilidad de la lógica como marco para los estudios lingüísticos». A este
conjunto de tratamientos pertenecen todos los estudios lógicos que tienen que ver con los
fundamentos del lenguaje, así como las aproximaciones a problemas del lenguaje natural
con una metodología lógico-formal; e incluso en el campo de la fundamentación de las

244
matemáticas la preocupación por la estructura de los lenguajes formales está conectada con
este tema. De hecho, los logros más importantes de la lógica de este siglo han estado vin­
culados al problema de la fundamentación de las matemáticas; para estudiar las teorías
matemáticas se hizo preciso desarrollar lenguajes formales de un tipo especial -como len­
guajes de primer orden y de teoría de tipos. Durante la primera mitad de siglo hubo una
fuerte tendencia entre los lógicos a considerar estos lenguajes formales como lenguajes «ide­
ales», y los únicos susceptibles de un análisis matemático estricto. El lenguaje natural
-como se ha visto ya con Frege, Russell, Carnap o Tarski- se tendió a considerar una rea­
lidad empírica excesivamente vaga, con valor heurístico pero, en principio, no apropiada
para una formalización correcta. Buszkowski ha considerado a esta actitud «formalista»
deficitaria por dos motivos principales. En primer lugar, los lenguajes formales desarrolla­
dos con fines matemáticos presentan rasgos que no son característicos ni del lenguaje en
general ni de las lenguas naturales en particular; así, la sintaxis de los lenguajes formales es
extremadamente simple y centra su función en la expresión y transmisión de verdades, pres­
cindiendo de otras funciones comunicativas. En segundo lugar, no hay en principio una
razón determinante que permita afirmar la esencial inaplicabilidad de los métodos lógicos
a la formalización del lenguaje natural: «afirmar una discordancia de principio entre el len­
guaje natural y la lógica implica rechazar cualquier posibilidad de proporcionar un mode­
lo matemático para un área fundamental de la realidad humana»671.
De hecho, sí ha habido planteamientos que sugerían la posibilidad de una cooperación
positiva entre lingüistas y lógicos. Así, la gramática generativo-transformacional de N.
Chomsky intentaba desarrollar modelos matemáticos para el lenguaje natural; y lógicos
como R. Montague y M. J. Cresswell han sido pioneros en el análisis lógico avanzado del
lenguaje natural. Pero sólo más recientemente ha habido propuestas que han intentado
combinar métodos fértiles de lingüística matemática -una rama de las matemáticas impul­
sada por las ideas de Chomsky- con estándares de la gramática lógica. Ejemplos de esta ten­
dencia son la gramática de estructura sintagmática generalizada, la gramática de cláusula defi­
nida y la gramática categorial dinámica. El inconveniente de las propuestas seminales de
Montague y Cresswell -respectivamente, la teoría intensional de tipos y la semántica de mun­
dos posibles de orden superior- era su adscripción a la idea «formalista» de que todos los fenó­
menos semánticamente interesantes del lenguaje natural podían, en principio, «modelarse»
a partir de alguno de los formalismos disponibles en lógica matemática. Ello llevaba a con­
siderar que los lenguajes formales ocupan una posición central, idea derivada a su vez de
considerar a la matemática fuente de todo paradigma universal para la descripción lógica­
mente correcta del lenguaje. Frente a esta concepción caben dos objeciones. En primer
lugar, al restringirse a formalismos «prefabricados» de la lógica simbólica, el enfoque impi­
de un estudio serio de fenómenos específicamente lingüísticos y, con ello, el desarrollo de
nuevos sistemas y métodos lógicos. En segundo lugar, los sistemas lógicos propuestos como
formalismos universales para la semántica del lenguaje natural son, en cierto sentido, meto­
dológicamente estériles por su exceso de capacidad expresiva; el problema es elegir estruc­
turas e interpretaciones lingüísticamente adecuadas, pero estos sistemas no proporcionan
un criterio claro de selección672.
La actitud que, con respecto a la relación entre lógica y lenguaje, guía las investigacio­
nes más recientes en lógica filosófica y lingüística computacional, ha renunciado al ideal de
un único formalismo universal que pueda representar la solución para cada problema con­
cerniente a la estructura del lenguaje natural; en vez de ello, se cree que los métodos lógi­
cos pueden iluminar muchos aspectos significativos de esa relación —si bien para cada caso
dentro de los límites de un área específica de aplicación y, por tanto, más alia de la posibi­

245
lidad de proporcionar una formalización satisfactoria de la totalidad. Buszkowski afirma la
necesidad de ser particularmente sensibles a los fenómenos que revelan la naturaleza espe­
cífica del lenguaje natural en tanto que sistema de comunicación altamente eficiente y allí
donde difiere de manera esencial, precisamente, de los formalismos lógicos estándar. Sólo
esta consideración permitirá que continúe la búsqueda de una lógica adecuada y procurará
resultados con interés para otras disciplinas científicas. Por otra parte, los lenguajes de pro­
gramación revelan parecidos con la estructura del lenguaje natural, y el análisis lógico de
los primeros ha sugerido a los lógicos recursos que podrían ser adecuados para el segundo;
por ejemplo, las interpretaciones dinámicas de los programas arrojan modelos elegantes
para el estudio de diversos aspectos del dinamismo del lenguaje natural.
Entre las aproximaciones de la gramática lógica estrechamente conectadas con proble­
mas lingüísticos pueden mencionarse los lenguajes lambda-categoriales y la gramática catego­
rial. El primero es un marco de teoría de tipos para la semántica del lenguaje natural debi­
do a Cresswell673, que anticipa varias de las aproximaciones de teoría de tipos más recientes
en lingüística. La segunda representa un área de rápido desarrollo en la lingüística formal
moderna; también basada en principios de teoría de tipos, logra conjuntar aspectos lin­
güísticos con herramientas formales provenientes de varias ramas de la lógica: lógica sen-
tencial, cálculo lambda y lógica combinatoria, lógica de programación, etc. A diferencia de
la aproximación de Cresswell, la gramática categorial intenta desarrollar nuevos sistemas
lógicos que tengan una significación práctica para la lingüística -al tiempo que algunos de
ellos parecen ser igualmente contribuciones a la propia lógica.
Mientras la gramática lógica aplica la lógica al lenguaje de un modo directo -es decir,
utiliza la lógica para explicar las estructuras sintácticas y semánticas de las expresiones del
lenguaje natural—, la lógica filosófica sigue una vía más abstracta: crea sistemas lógicos espe­
ciales capaces de expresar determinados aspectos del lenguaje natural, como por ejemplo el
significado de expresiones y construcciones particulares. Así, la teoría de cuantores generali­
zados encuentra aplicación al dar cuenta de los complementos determinantes del nombre y
los sintagmas nominales del lenguaje natural; esta teoría, iniciada por J. Barwise y R.
Cooper674, permite desarrollar métodos particularmente elegantes para la descripción de
categorías gramaticales particulares y para otras investigaciones lógico-lingüísticas. Otra
rama más tradicional de la lógica filosófica es la lógica de preguntas y respuestas. Finalmente,
la semántica de situaciones debida a J. Barwise y sus colaboradores675 representa una nueva
área en filosofía del lenguaje; se trata de una teoría alejada del paradigma semantista frege-
ano que caracteriza a la lógica matemática y se encuentra en la base del cuerpo semántico
de la gramática lógica.

2.3.1. Lógica modal. Semántica relacional o «de mundos posibles». Modalidades de dicto/de re

La lógica modal moderna surge a partir del trabajo de C. I. Lewis676 y su tratamiento


de la noción de implicación estricta, con el que se intentaban evitar determinadas inferen­
cias válidas en la lógica matemática clásica debido al operador de implicación material pero
que, en determinados contextos de formalización del lenguaje natural, resultaban poco
intuitivas. La notación de la lógica modal resulta de añadir, a la notación de la lógica pro-
sicional o de predicados clásica, los operadores sentencíales unarios de necesidad, ‘L’ (leído
‘necesariamente’, o es necesario que’), y de posibilidad, ‘M’ (‘posiblemente’, ‘es posible
que’), junto al operador sentencial binario de implicación estricta. Éste último puede defi­
nirse en función de uno de los otros dos, a su vez interdefinibles entre sí. Así, tomando ‘L’

246
como primitivo, si ‘A’, ‘B’ son dos fórmulas bien formadas (fbfs), ‘MA’ puede definirse
como ‘-iL -|A’, y la relación de implicación estricta como ‘L(A—>B)’ (donde represen­
ta al operador clásico de implicación material). El lenguaje de la lógica modal proposicio­
nal parte del lenguaje de la lógica proposicional clásica, al que añade habitualmente ‘L’
como nuevo operador primitivo; la definición de fbf se extiende, entonces, permitiendo
para ‘L’ el mismo tipo de ocurrencias que para el operador de negación clásico ‘
Los sistemas de lógica modal más estudiados son los llamados sistemas normales; se
caracterizan porque comparten un núcleo común integrado por los tres principios siguien­
tes.
i. Algún sistema completo de prueba para la lógica proposicional clásica, incluida la
regla de modus ponens: A,A—>B F B.
ii. El esquema de axioma [K]: L(A—>B)—>(LA—>LB).
iii. La regla de prueba de necesitación: Si F A, entonces F LA.
El sistema modal proposicional que comprende exactamente la lógica proposicional
clásica, la regla de necesitación y el esquema de axioma [K] recibe el nombre de sistema K.
La extensión más inmediata es el sistema T, que se define añadiendo a K el esquema de
axioma [T]: LA^A. Otros sistemas modales que extienden K son los definidos a partir de
la iteración de los operadores modales. El sistema S4 resulta de añadir a T el esquema de
axioma [S4]: LA—>LLA; el sistema S5, de añadir a T el esquema de axioma [S5]: MA—>L-
MA. Equivalentemente, S5 puede caracterizarse como el sistema resultante de añadir a S4
el esquema de axioma [B], o esquema de Brouwer: A—»LMA. Si este último esquema se
añade directamente a T, el sistema resultante recibe el nombre de sistema B.
Una interesante aplicación de la lógica modal es la que interpreta el operador ‘L’ como
necesidad deóntica, leído ‘debería ser el caso que’, o es obligatorio que’; la correspondien­
te noción de posibilidad se interpreta informalmente como está permitido que’, o ‘es admi­
sible que’. La lógica deóntica tiene que prescindir del axioma T —pues no todo lo que debe­
ría ser el caso, es el caso-, pero se enfrenta a otras dificultades; así, en todos los sistemas
normales es válido el esquema de axioma ‘-i(LA&L A)’, lo que parece excluir la posibi­
lidad de determinados dilemas morales. Otras posibles aplicaciones han dado lugar a la lógi­
ca epistémica y a la lógica doxástica, a partir de las lecturas del operador de necesidad ‘N sabe
que’ y ‘N cree que’, respectivamente.
La definición de una semántica para la lógica modal, en el contexto de la teoría de
modelos, se retrotrae al trabajo seminal de Kripke. Puesto que los operadores modales no
son veritativo-funcionales, el procedimiento habitual para la lógica no modal no es aplica­
ble aquí. En vez de definir el modelo o valuación semánticos a partir de una única asigna­
ción de valores de verdad a las sentencias, un modelo para la lógica modal requiere un con­
junto de asignaciones; cada una de éstas se interpreta informalmente como un índice, o
como la descripción de un «mundo posible». Pero el tratamiento modelo-teorético incor­
pora además una relación de accesibilidad entre las asignaciones: si ‘LA’ recibe el valor de
verdad ‘verdadero’ en una de las asignaciones, entonces ha de recibir el mismo valor tam­
bién bajo cualquier otra asignación accesible desde la anterior.
Formalmente, un modelo semántico modal es un trío ordenado <W,R,V>, donde W
es un conjunto no vacío (el conjunto de índices o de «mundos posibles»), R es una relación
binaria definida sobre W (la relación de accesibilidad), y V es una función cuyo dominio
son pares ordenados integrados por una letra sentencial y un índice, y cuya imagen son
valores de verdad (la valuación). La valuación V determina, así, una asignación de valores
de verdad a las letras sentencíales en correspondencia con cada uno de los índices w de W.

247
A continuación la valuación V se extiende, por definición recursiva sobre la complejidad de
las fbfs, para asignar a cada una de ellas un valor de verdad en cada elemento de W. La defi­
nición para los operadores veritativo-funcionales es la misma que en el caso de la lógica clá­
sica. En el caso del operador de necesidad, ‘LA’ se dice verdadera en un índice w si, y sólo
si, A es verdadera en todo índice que sea accesible desde w por vía de la relación de accesi­
bilidad R, es decir, si A es verdadera en todo w’ tal que R(w,w’). Una fbf de la lógica modal
proposicional es válida si es verdadera en todo índice de todo modelo. Del mismo modo,
un argumento es válido si, siempre que todas las premisas sean verdaderas en algún índice
de algún modelo, la conclusión es también verdadera en ese índice del mismo modelo.
Además, una fbf se dice válida en un modelo si es verdadera en todos los índices del mode­
lo; y una fbf es válida en una clase de modelos si es válida en todo modelo de la clase.
Si todo teorema de un sistema modal dado es válido en una clase de modelos, el siste­
ma se dice consistente (=sound) respecto a la clase. Si toda fbf válida en una clase de mode­
los es teorema de algún sistema modal dado, el sistema se dice completo con respecto a la
clase. El sistema K, en particular, es completo con respecto a la clase de todos los modelos
modales; es decir, toda fbf válida -e.d. válida en todos los modelos- es teorema del sistema
K. Además, es posible demostrar que existe un único modelo modal, llamado ‘modelo
canónico de K’, con la propiedad de que todo conjunto de fbfs Z que sea consistente en K
-es decir, tal que del conjunto no puede inferirse ninguna contradicción- es satisfecho en
algún índice del modelo -es decir, las fbfs reciben el valor de verdad ‘verdadero’ en dicho
modelo. La aplicación del método de los modelos canónicos permite demostrar que, para
cada sistema modal, existe una clase de modelos modales con respecto a la cual el sistema
es consistente y completo.
Una interesante aplicación de la lógica modal tiene lugar en el estudio de la aritmética
de primer orden. Se parte del sistema G, que se define añadiendo a K el esquema de axio­
ma [G]: L(LA—>A)—>LA. Es un resultado conocido que es posible expresar, en el lenguaje
de la aritmética, la afirmación de que un determinado enunciado de este lenguaje es demos­
trable. El segundo teorema de incompletud de Gódel establece que un enunciado de la arit­
mética que exprese la afirmación de que la aritmética es consistente no es, él mismo,
demostrable en el lenguaje de la aritmética. Es posible establecer un esquema de traducción
entre el lenguaje modal y el lenguaje de la aritmética, con la siguiente propiedad: que toda
traducción de algún teorema del sistema modal G sea demostrable en la aritmética. El ope­
rador modal de necesidad, ‘L’, se interpreta como expresando demostrabilidad: la traduc­
ción de ‘LA’ es siempre el enunciado de la aritmética que expresa la afirmación de que la
traducción de A es demostrable en la aritmética.
Esta interpretación del operador ‘L’, como expresión de una propiedad de los enuncia­
dos -o de su correlato formal, las sentencias-, se ve libre de la objeción de principio que
Quine ha dirigido a la lógica modal677, al afirmar que en su fundamentación histórica hay
ya una confusión entre uso y mención. Pues, según esta objeción de Quine, la implicación,
y en particular la relación capturada por el operador de implicación estricta, expresa una
relación entre enunciados, y no entre hechos; por consiguiente, las sentencias a ambos lados
del operador estarían mencionadas, y no usadas. Y, de modo paralelo, la noción modal de
necesidad capturada por el operador ‘L’ sólo quedaría libre de esta confunsión si se inter­
preta como expresión de una propiedad de los enunciados.
Esta crítica de Quine cobra una significación especial cuando lo que se considera no es
ya la lógica modal proposicional, sino una lógica modal cuantificacional definida a partir
de la lógica clásica de primer orden, esto es, de predicados. Si se mantiene el criterio de
admitir para el operador modal de necesidad, ‘L’, el mismo tipo de ocurrencias que para la

248
negación clásica, ‘ -/, entonces se hace posible considerar fbfs admisibles a expresiones de
las formas:
(i) ‘L(3x)(Fx)’
(ii) ‘(3x)L(Fx)’
En el primer caso, el operador modal tiene bajo su alcance una sentencia cerrada com­
pleta; pero, en el segundo, el alcance de ‘L’ es únicamente una sentencia abierta —es decir,
cuyas variables no están ligadas por un cuantor.
Quine ha objetado críticamente que, incluso si una interpretación del operador modal
como expresión de una propiedad de los enunciados sólo con reparos resulta inteligible,
expresiones de la forma ‘(3x)L(Fx)’ ni siquiera serían admisibles en ese sentido; pues en
ellas el uso del cuantor, al no ligar la variable que se menciona, resultaría vacuo. La razón
de ello es que se trata de contextos referencialmente opacos, donde el principio de sustitu­
tividad salva veritate no se respeta. En el ejemplo de Quine, se consideran los enunciados:
(a) ‘9 es necesariamente mayor que 7’
(b) ‘9 es el número de los planetas’
(c) el número de los planetas es necesariamente mayor que 7’
Aquí, al efectuar en (a) la sustitución de dos expresiones referencialmente equivalentes
según lo indicado en (b), lo que se infiere es una conclusión evidentemente falsa: pues lo que
expresa (c) es únicamente un hecho contingente. El enunciado (a) podría traducirse al len­
guaje formal de la lógica modal, alternativamente, mediante expresiones de la forma (i) o de
la forma (ii), dando como resultado, respectivamente, cada una de las dos siguientes:
(i’) L3x(x=n.° de los planetas & x>7)
(ii’) 3x(x=n.° de los planetas & Lx>7)
Lo que cae bajo el alcance del operador modal ‘L’ es lo que se considera el contexto
opaco creado por éste. El fenómeno se ha descrito mediante la distinción entre modalida­
des de dicto /de re678. Si la expresión situada bajo el alcance del operador es una sentencia
cerrada, cuyas variables están ligadas por algún cuantor -casos (i), (i’)-, se dice que ‘L’ es
una modalidad de dicto', si la expresión bajo el alcance del operador modal es una sentencia
abierta, con variables libres -casos (ii), (ii’)-, se dice que ‘L’ es una modalidad de re. Las
modalidades de dicto se entienden habitualmente como una atribución de verdad necesaria
al enunciado bajo el alcance del operador ‘L’, mientras que las modalidades de re se entien­
den como la atribución de una propiedad necesaria a una entidad. La objeción de Quine
se refiere, en particular, a las modalidades de re-, ha considerado que dan lugar a una forma
de «esencialismo aristotélico» que lleva a distinguir entre propiedades necesarias o «esen­
ciales» y propiedades contingentes o «accidentales»679.
Analizando el problema formalmente, sin embargo, la dificultad señalada por Quine
puede superarse, como señala Davies680, en aquellos lenguajes en los que se cuenta con uno,
y un único nombre canónico, para cada objeto del dominio de cuantificación. Pues, en ese
caso, un enunciado de la forma ‘(3x)LF(x)’ puede interpretarse como la afirmación de que
existe un objeto z tal que la propiedad expresada por ‘L’ aplica al enunciado de forma ‘F(n)’,
enunciado que resulta de sustituir la variable por el nombre canónico de z, n. Este requisi­
to se ve satisfecho, por ejemplo, en el caso del lenguaje de la aritmética, donde cada núme­
ro natural tiene un ordinal como nombre canónico. La lógica modal puede aplicarse, en
consecuencia, al estudio de la demostrabilidad en la aritmética, procediendo del sistema
modal proposicional G al correspondiente sistema modal cuantificacional, sin que esta apli­

249
cación quede sujeta a las objeciones planteadas por Quine. Cuando no se dispone de nom­
bres canónicos, sin embargo, la cuantificación que se encuentra dentro del alcance del ope­
rador modal no puede tratarse inteligiblemente de este modo; es preciso abandonar enton­
ces la interpretación del operador como expresión de una propiedad de los enunciados,
viéndose abocado al «esencialismo» de que habla Quine. En lógica modal, sin embargo,
tanto el compromiso esencialista -representado por expresiones de la forma <(3x)LF(x)’~
como el compromiso con el carácter necesario de la identidad -pues en lógica modal cuan-
tificacional se obtiene como teorema la expresión ‘(Vx)(Vy)(x=y —> L(x=y))’- se conside­
ran fundacionales.
Al definir una semántica modelo-teorética para la lógica modal cuantificacional es pre­
ciso asociar, con cada índice o «mundo posible», un dominio de objetos o universo del dis­
curso, y una interpretación para cada constante y cada predicado atómico definidos sobre
el dominio. De hecho, cada índice lleva a determinar una estructura semántica que es un
modelo para el lenguaje del correspondiente cálculo de predicados no modal. Por razones
de simplicidad expositiva, puede seguirse a M. Davies en su consideración del caso de S5
cuantificacional. Una versión de la semántica para el sistema puede formularse asumiendo,
en primer lugar, que para todo objeto del dominio semántico se cuenta al menos con un
nombre en el lenguaje del cálculo de predicados al que se ha añadido el operador modal ‘L’;
en segundo lugar, se prescinde del hecho de que cuáles sean los objetos existentes en cada
índice es una cuestión contingente, y se asume que el dominio es el mismo para todos los
índices del modelo -es decir, se asume un dominio fijo. S5 está caracterizado por la clase
de todos los modelos <W,D,R,I> donde W es un conjunto de índices, D es un conjunto
no vacío de objetos (dominio semántico o universo del discurso), y R es una relación de
accesibilidad entre los índices de W que es además una relación de equivalencia; finalmen­
te, I es una función de interpretación de constantes (nombres) a objetos de D, y de pares
ordenados de fbfs atómicas cerradas e índices a un valor de verdad. De ese modo, I deter­
mina la extensión de cada predicado atómico en cada índice. La extensión de I a una fun­
ción de valuación para cada fbf cerrada y cada índice en un valor de verdad es entonces
directa: las conectivas veritativo-funcionales y el operador modal se tratan como en el caso
de S5 proposicional, y los cuanto res como en el caso del cálculo de predicados no modal
cuando todo objeto del dominio tiene un nombre. Debido a la primera simplificación asu­
mida, todas las instancias de sustitución de \a fórmula de Barcan: (Vx)LF(x)—>L(Vx)F(x), y
su conversa, son válidas. Si se prescinde de ella, la noción de verdad ha de sustituirse por la
de satisfacción por una secuencia, o por la de verdad relativa a una asignación de objetos a
las variables libres, como en el caso de la lógica de predicados no modal.
Si se prescinde de la segunda asunción, una posible versión de la semántica es la que
define un modelo para S5 cuantificacional de dominio variable como una triple ordenada
<W,d,R,I>, donde d es una función de índices de Wa conjuntos de objetos: así, d(w) es el
dominio semántico de w. Se determina entonces D=U jd(w):we W), pero se retiene la pri­
mera simplificación asumiendo que existe un nombre para cada objeto del dominio D. La
presentación estándar de la semántica teórico-modelista para la lógica modal no impone la
restricción de que la extensión de un predicado atómico en un índice w haya de pertene­
cer al dominio d(w) —es decir, se admite que una sentencia atómica de la forma Fn sea ver­
dadera en un índice w, aunque el objeto nombrado por n no exista en el dominio corres­
pondiente. La exigencia de que sí se satisfaga esa restricción se conoce como principio de
falsación. Otra posible decisión es concerniente a la interpretación de los cuantores. Al eva­
luar la verdad o falsedad de las sentencias en un índice w, en las presentaciones estándar los
cuantores sólo se interpretan suponiendo que su alcance es el dominio del índice w, d(w):

250
se habla aquí, entonces, de una interpretación realista (u objetual) de los cuantores. Si, por el
contrario, se admite que el alcance de los cuantores se extienda a todo el dominio D al eva­
luar las sentencias en un índice w, se habla de interpretación posibilista (o sustitucional) de los
cuantores. Bajo una interpretación realista de los cuantores, la fórmula de Barcan mencio­
nada arriba deja de ser válida. Una última decisión concierne a la interpretación de los ope­
radores modales. En las presentaciones estándar, se asume que la verdad de LA ha de reque­
rir la verdad de A en todo índice; alternativamente, puede exigirse únicamente la verdad de
A en todo índice en el que existan los objetos nombrados en A. En el primer caso se dice
que ‘L’ expresa una necesidadfuerte; en el segundo se dice que ‘L’ expresa una necesidad débil.
La necesidad débil no permite expresar afirmaciones de existencia necesaria. Si se asumen
una interpretación de ‘L’ como necesidad fuerte y una interpretación realista de los cuan­
tores, la conversa de la fórmula de Barcan tampoco es válida en la semántica.
El interés de la lógica modal no reside únicamente en las líneas de aplicación que ya se
han mencionado. La posibilidad de contar con un lenguaje formal de semántica teórico-
modelista, capaz de estructurar una gran variedad de sistemas concibiéndolos como expre­
sión de sistemas de relaciones entre índices, permitió el desarrollo de la lógica intensional
que está en la base de la lógica intensional de Montague.

2.3.2. La lógica intensional de Montague

La gramática de Montague es un modelo gramatical para la sintaxis y la semántica del


lenguaje natural. El trabajo del lógico y matemático R. Montague681, desarrollado funda­
mentalmente en los años ‘70, ha hecho posible una nueva aproximación a esa semántica del
lenguaje natural al integrar tres desarrollos paralelos: los tratamientos formales, hasta ese
momento asistemáticos, del significado, en el contexto de la filosofía del lenguaje y la
semántica lógica; la lógica modal, en el tratamiento teórico-modelista de Kripke; y, final­
mente, la lingüística teórica desarrollada a partir de Chomsky, en particular las gramáticas
libres de contexto y transformacionales. Este desarrollo asume como principio metodoló­
gico básico el principio de composicionalidad, aplicado en el nivel semántico de los signi­
ficados de las expresiones —en los términos de Montague, este principio de composiciona­
lidad adopta la forma siguiente: afirma que el significado de una expresión compuesta es
resultado del significado de sus partes componentes, y de las reglas sintácticas que las com­
binan—; el desarrollo utiliza además las herramientas de la lógica matemática para repre­
sentar los significados como intensiones y formalizarlos dentro de una lógica intensional.
Con ello, Montague logró presentar un lenguaje formal para un fragmento de la lengua
inglesa, dentro de una interpretación teórico-modelista en la que la relación entre un enun­
ciado y su significado quedaba definida de modo sistemático. En Montague (1973), el len­
guaje formal propuesto trataba únicamente de enunciados (oraciones declarativas), cuyos
significados pueden describirse en términos de condiciones de verdad evaluables en índices
de mundo-tiempo.
Así, por ejemplo, se consideraban los enunciados:
Juan camina [a]
Un varón camina [b]
Todo varón camina [c]
En los tres casos se precisa una regla sintáctica que permita combinar un sintagma
nominal y un verbo. En la semántica de Montague, además, se asume que existe una corres­

251
pondencia entre las reglas sintácticas y las semánticas; y ello requiere la previa asignación
de significados a los sintagmas nominales y los verbos. La intensión o significado del verbo
«caminar» es una función de índices (pares ordenados de «mundos posibles» e instantes
temporales) a conjuntos de individuos; la intensión recibe el nombre, además, de propie­
dad’. La intensión o significado de un sintagma nominal se interpreta como un conjunto
de propiedades: un individuo se considera caracterizado por el conjunto de todas sus pro­
piedades. Para expresar formalmente los significados de las expresiones lingüísticas (fun­
ciones de pares ordenados de mundo-tiempo a extensiones específicas para cada mundo),
se utiliza el lenguaje de la lógica intensional. Así, el significado de Juan es denotado por la
expresión:
X,P[vP(juan)J [i]
Aquí, la variable P es una variable sobre propiedades de individuos —p.e., la propiedad
caminando’. La expresión VP denota la extensión de la propiedad expresada por el predi­
cado P en cualquier mundo y cualquier instante temporal. Cualquier propiedad denotada
por P puede abstraerse mediante el operador lambda, X,P. La operación de abstracción-
lambda sobre P arroja como resultado, exactamente, la misma expresión [i] antes indicada:
X,P[vP(juan)]. Esta expresión es denotativa de una función que dice, para cualquier propie­
dad a, y dado un par ordenado de mundo-tiempo <w,t>, si Juan pertenece a la extensión
de dicha propiedad Oí en <w,t>. Si X¡ nombra esa función, de acuerdo con su definición se
tiene:
[I] X^a) es verdadera syss a está presente en el individuo Juan, e.d., syss a(juan) es ver­
dadera; en otro caso, la expresión es falsa.
X¡ es la función característica del conjunto de propiedades que pueden predicarse de Juan.
Esta función característica puede identificarse con el conjunto de propiedades poseídas por
Juan. Xj puede verse, entonces, como una formalización de la idea de que el significado de
‘Juan’ es un conjunto de propiedades.
La función puede evaluarse tomando como argumento la propiedad de ser un varón;
con ello, se está considerando la función que arroja, para cada índice (par ordenado de
mundo-tiempo), la extensión del predicado ‘varón’. La notación para el argumento es:
varón. Aquí, el símbolo A traduce el predicado ‘varón’ al lenguaje de la lógica intensional,
donde la expresión ‘Avarón’ denota la intensión asociada con ‘varón’. X¡ se aplica ahora a
este argumento para, haciendo uso del resultado enunciado en [I], obtener:
[II] X¡(Avarón) es verdadera syss Avarón está presente en el individuo Juan, e.d., syss
VAvarón(juan) es verdadera; en otro caso, la expresión es falsa.
En la expresión Xj(Avarón), X¡ puede sustituirse por su definición original [i]. Se obtie­
ne entonces la expresión
XP[vP(juan)](Avarón) [ii]
El resultado enunciado en [II] establece, entonces, que la expresión anterior es equivalente a
v A varón (juan) [iii]
Se ha probado así, a partir de consideraciones semánticas, que es posible sustituir la varia­
ble P por el argumento ‘Avarón’; esta operación recibe el nombre de conversión-lambda. De
acuerdo con las definiciones dadas para ambas expresiones, ‘VAvarón’ denota el valor actual
de la propiedad de ser un varón; así, [ii] y [iii] son equivalentes a la expresión

252
varón(juan) [iv]
La variable P en la expresión [ii] se ha sustituido por la propiedad ‘varón’, que se encuen­
tra entre los valores de P, y ‘VAvarón’ se ha reducido a la expresión ‘varón’. Las operaciones
que han entrado en juego son admisibles con independencia de la elección particular que
se haya hecho del predicado ‘varón’, por lo que el procedimiento puede generalizarse para
todos los predicados de la misma clase (del mismo tipo).
Volviendo a considerar el enunciado simple ‘Juan camina’, se cuenta con una regla sin­
táctica que permite combinar, como se estipuló, un sintagma nominal con un verbo, para
formar un enunciado. Se precisa entonces alguna operación semántica que ponga en corres­
pondencia esa regla sintáctica con sus consecuencias semánticas. Dicha operación recibe el
nombre de aplicación funcional: uno de los dos constituyentes sintácticos desempeña el
papel de función, mientras que el otro desempeña el papel de argumento. En este caso es
el significado del verbo el que actúa como argumento, y el significado del sintagma verbal
lo hace como función. Lo que resulta de la aplicación funcional es, en este caso, una fun­
ción de pares ordenados de mundo-tiempo a valores de verdad. De acuerdo con la regla
anterior, el significado de ‘Juan camina’ se obtiene por aplicación del significado de ‘juan’,
e.d. [i], al significado de ‘camina. Esto es lo denotado por la expresión
X,P[vP(juan)](Acaminar) [v]
Esta expresión puede simplificarse, como antes, en dos pasos, para obtenerse
caminar (juan) [vi]
que da la representación del significado que se buscaba.
En el caso de los otros dos enunciados considerados puede procederse de modo análo­
go. Así, el sintagma nominal ‘un varón’ se traduce como un conjunto de propiedades
mediante la expresión
X,P[3x[varón(x)&vP(x)]] [vii]
Esta expresión denota la función característica del conjunto de propiedades tales que, para
cada propiedad del conjunto, existe un varón que presenta la propiedad. El enunciado ‘Un
varón camina’ queda representado entonces mediante la expresión
XP [zlx [varón (x) &v P (x) ] ] (Acaminar) [viii]
que a su vez puede simplificarse para convertirse en la expresión
3x [varón (x)&caminar(x)] [ix]
Análogamente, el enunciado ‘Todo varón camina viene representado por la expresión
XP [ Vx [varón (x) —>v P (x) ] ] (Acaminar) [x]
o, equivalentemente, por
Vx[varón(x)—>caminar(x)].
Mediante las operaciones de abstracción-lambda y conversión-lambda, de este modo,
el significado del verbo resulta integrado en el significado del sintagma nominal en la posi­
ción adecuada. Es el operador lambda el que permite preservar el principio de composi-
cionalidad. El tratamiento introducido por Montague hace posible, así, proporcionar un
sistema formal en el que la sintaxis y la semántica aparecen correlacionadas de un modo sis­

253
temático. Contrapuestamente, hay fenómenos lingüísticos que parecen no poder integrar­
se dentro de este tratamiento -como las nominalizaciones o los verbos de percepción. Pero
es posible continuar el desarrollo iniciado por Montague y mejorar las herramientas for­
males de la lógica intensional, a fin de extender el tratamiento a fragmentos más amplios
del lenguaje natural y preservar su logro fundamental: dar cuenta, sistemáticamente, de la
correlación entre sintaxis y semántica.
La lógica intensionalhace posible aplicar este tratamiento a un importante conjunto de
clases de expresiones. Las intensiones en correspondencia con algunas expresiones arquetí-
picas se especifican del siguiente modo:
Expresiones Intensiones
nombres propios, individuos
descripciones definidas
enunciados proposiciones
nombres comunes, propiedades de primer orden
verbos intransitivos
verbos transitivos relaciones binarias entre individuos y
propiedades de conjuntos de individuos
determinantes relaciones binarias entre propiedades
conjunciones funciones binarias de proposiciones
a proposiciones
El tratamiento formal de Montague es una teoría de tipos que interpreta cada clase de
expresiones según el tipo asociado con ellas. En particular, la teoría intensional de
Montague toma, como conjunto de tipos, el menor conjunto que contiene:
(1) Dos tipos básicos: e (para entidades o cosas) y t (para valores de verdad)
(2) Todos los tipos (oc,(3)
(3) Todos los tipos (s,a), donde 01 es un tipo.
En una lectura informal, las expresiones de tipo (oc,(3) denotan funciones de objetos de tipo
a a objetos de tipo fí. Las expresiones de tipo (s,fi) denotan entidades intensionales: fun­
ciones de índices a objetos de tipo a.
Entre las expresiones se cuenta con un número infinito de variables x^ para cada tipo
01, y también es posible contar con constantes ca. Las variables y constantes de tipo (X cons­
tituyen las expresiones básicas o no compuestas de ese tipo. Las expresiones compuestas se
definen mediante las cláusulas siguientes:
(a) Si tg es una expresión de tipo y es una variable de tipo a, entonces Xxa.tR es
una expresión de tipo (oc,fi).
(b) Si t(ag) es una expresión de tipo (a,í?) y ta es una expresión de tipo a, entonces
t(a>g)(ta) es una expresión de tipo ÍL
(c) Si ta es una expresión de tipo a, entonces Ata es una expresión de tipo (s,Ot).
(d) Si t(sK) es una expresión de tipo (s,a), entonces vt(s8) es una expresión de tipo a.
(e) Si tt es una expresión de tipo t, entonces Xtt es una expresión de tipo t.
(f) Si t y t’ son expresiones de un cierto tipo, entonces t=t’ es una expresión de tipo t.
(En un término de la forma Xxa.t(;, la variable x„ se dice ligada por Xx(l; las variables no liga­
das reciben el nombre de variables libres).
Para definir la interpretación de las expresiones es preciso partir de los dominios en los cua­
les dichas expresiones van a tomar sus valores semánticos; a continuación hay que especificar

254
una función de interpretación que tome, como argumentos, esas expresiones y, como valores,
objetos de la clase apropiada. Para ello se asocia, con cada tipo a, un dominio Da de objetos
de tipo a. En el caso particular de los tipos e y t los dominios son, respectivamente, un con­
junto no vacío dado de individuos, D, y el conjunto de los valores de verdad:
Dc = D
Dt={0,l}
Los dominios correspondientes a los tipos complejos reciben el nombre de espacios funcio­
nales. En el caso del tipo (s,a) se utiliza un conjunto no vacío dado de índices (o «mundos
posibles»), W:
D(«,«) = {f: f es una función de Da a DJ
D„,, = (fi f es una función de W a DJ
Un modelo para la teoría de tipos intensional, M=<F,[[-]]>, consta de un marco, F={Da: a
es un tipo}, y de una función de interpretación, [[-]]. En una teoría de tipos extensional, la
función de interpretación asigna un elemento de Da a cada constante de tipo a. En el caso
de una teoría de tipos intensional, sin embargo, la extensión de una constante debería poder
variar de un contexto a otro. Por ello, las constantes de tipo a se interpretan como funcio­
nes de índices (o «mundos posibles») a elementos de tipo a. Así, [[ca]](w)eDa, para todo
we W. Las constantes individuales ce, sin embargo, han de desempeñar en ocasiones la fun­
ción de designadores rígidos; en ese caso, [[cj] toma el mismo valor en todos los índices.
Una asignación, a, para un modelo M es una función de variables de tipo a a objetos
en M de tipo a. La función de interpretación [[-]] se define entonces como una extensión
de la asignación a que asocia, con cada expresión t, su extensión en un índice («mundo
posible») w bajo a, formalmente [[t]]aw, de acuerdo con las cláusulas siguientes:
(i) [[xJk = a(xa)
(ii) [[cJla,w lícJKw)
(iii) = función f de Da a D(í definida,
para todo de Da, por:
f(d):=[[tK]]aMw
(iv) [[t(a4i)(t„)]]a ,w = [[tU]a,w([[tj]a,w)
(v) [[Ata]]a,w = función g de W a Da definida,
para todo w’e W, por:
g(w’):=[[ta]]aw.
(vi) ÍPtUU [[tUUw)
(vii) [[m,w = 1 syss [[<|)]]a,w = 1 para todo w’g W
(viii) [[t=t’]]a.w = 1 syss [[t]]a,w = [[t’]]aw.
(En la cláusula (iii), la asignación afxa^d] es por definición una asignación idéntica a la asig­
nación a excepto, a lo sumo, en el valor que arroja para x„, que viene dado por: a[xa:=d}(x„)
= d. Si a(Xa)=d, ambas asignaciones son idénticas).
Las intensiones de las expresiones consideradas inicialmente pueden darse ahora en tér­
minos de sus tipos:
Expresiones Tipos
nombres propios, e
descripciones definidas
enunciados (s,t)

255
nombres comunes, (s,(e,t))
verbos intransitivos
verbos transitivos (s,((s,((e,t),t)),(e,t)))
determinantes (s,((s,(e,t)),(s,((e,t),t))))
conjunciones (s,((s,t),((s,t),t))).
A diferencia de lo que ocurre en la lógica de predicados clásica y en la teoría de tipos
extensional, la teoría de tipos intensional no satisface el principio de sustitutividad salva
veritate. A este respecto, puede recordarse la discusión de Quine en relación con su recha­
zo de los contextos intensionales, en los que este fenómeno tiene lugar. El problema, infor­
malmente considerado, reside en que aquí la sustitución de dos expresiones equivalentes
exige no meramente que su extensión sea la misma, sino que también lo sea su intensión1.

NOTAS

1 C. Thiel (1965): Sinn und Bedeutung in der Logik Gottlob Freges:, trad. cast. de J. Sanmartín: Sentido y refe­
rencia en la lógica de Gottlob Frege, Madrid, 1972, ed. por la que se cita.
Dummett ha defendido que la serie de comentarios Siebzehn Kemsatze zu Logik, publicados póstumamen-
te, fueron escritos antes de la Begriffischrift, con motivo de la publicación de la Logik de. Lotze en 1874. En estos
comentarios Frege ya plantea el requerimiento fundamental de que la pregunta por el pensamiento reciba una res­
puesta no psicologicista; esto no contradice la tesis de Thiel de que en esta primera etapa la exposición de Frege
es predominantemente kantiana en su concepción del juicio como juicio asertórico, en el que se distinguen el con­
tenido del juicio (la «conexión de ideas») y el reconocimiento de su verdad (la «aserción»). (Cf. Thiel (1965),
p. 22 y n. 17).
3 Thiel (1965), p. 170.
4 Frege (1918-1923): Logische Untersuchungen, ed. de G. Patzig, Gotinga, 31986.
5 «Mientras que en los primeros escritos se depende más de Kant, en los escritos del segundo período del pen­
samiento fregeano, de hacia 1895 y desde entonces cada vez más marcadamente (...) [djeriva hacia un platonis­
mo inspirado en el reino leibniziano de las verdades eternas y, con ello, hacia la ontologización» (Thiel (1965), p.
161). Esta interpretación no es la única posible. Así, U. Moulines ha defendido que esta concepción de la natu­
raleza de la verdad y del pensamiento están presentes desde los primeros escritos de Frege y, desde luego, en la
Begriffischrift: y su contraposición entre las leyes del «ser verdadero» y del «tener por verdadero», junto a la consi­
deración de que sólo las primeras son objeto de la lógica (cf. Moulines (1991b): Pluralidad y recursión, Madrid,
pp. 164-185). Thiel, por su parte, había considerado que aquí sólo se está manifestando el anti-psicologicismo de
Frege, pero aún no ha tenido lugar la «contaminación de ontología y semántica» de sus últimos escritos; ésta sur­
giría cuando Frege extiende el esquema semántico sentido/referencia a las expresiones funcionales. La polémica
pone de manifiesto que éste es uno de los puntos más difíciles al estudiar e interpretar a Frege, y vuelve a tratar­
se al final de este apartado.
6 Se van a tener en cuenta, sobre todo, las interpretaciones de C. Thiel, G. Patzig, M. Dummet, H. Sluga y H.
Schneider. Se citan: la introducción de C. Thiel, G. Gabriel y F. Kambartel a Gottlob Freges Briefwechsel (mit D.
Hilbert, E. Husserl, B. Russell...), Hamburgo, 1980; la introducción de G. Gabriel a Gottlob Frege: Schriften zur Logik
und Sprachphilosophie, Hamburgo, 1990 (cit. como Frege (1884-1923)); la ya citada monografía de Thiel (1965),
Sinn und Bedeutung in Gottlob Freges Logik, cit. por la trad. cast. de J. Sanmartín, Madrid, 1972; Thiel (1972):
«Gottlob Frege: die Abstraktion», en J. Speck (ed.), Grundprobleme dergrossen Philosophen. Philosophie der Gegenwart
I, Gotinga, 1972, pp. 9-44; Sluga (1980): Gottlob Frege, Londres; Sluga (ed.) (1993): Thephilosophy ofFrege, 4 vols.,
esp. vols. 3 y 4, N. Y. y Londres; Dummett (1973, 1981): Frege. Philosophy oflanguage, Londres, 1992; id. (1981):
The interpretarían ofFrege’sphilosophy, Cambridge; id. (1978): Truth andother enigmas, Cambridge; id. (1991): Frege
and otherphilosophers, Oxford; Schneider (1994): Phantasie und KalkülL, Francfort.- (En Frege (1884-1923) se inclu­
ye una extensa bibliografía de las obras de Frege y sobre él, hasta 1989).
7 Finalmente, y en relación con el trabajo de fundamentación de la matemática, puede considerarse también
que hay un «antes» y un «después» de Frege. Este se pregunta —aún— por la naturaleza de los juicios matemáticos.
Hoy en día, como señala G. Patzig, la matemática se define como teoría de los sistemas formales o teoría de las
estructuras universales. En vez de preguntar por la validez objetiva de las proposiciones matemáticas, en relación
con un ámbito ideal de entidades matemáticas o en relación con el mundo de la experiencia sensible, las cuestio­
nes que centran la investigación son relativas a la demostrabilidad de los teoremas matemáticos a partir de deter-

256
minado conjunto de axiomas; en lo que atañe a sistemas axiomáticos particulares, la pregunta por la verdad de los
juicios se ha visto sustituida por otras relativas a la completud, la consistencia y la decidibilidad. La posibilidad de
construir modelos formales para fragmentos de la realidad se ve descargada de cualesquiera extrapolaciones onto­
lógicas. (Cf. Patzig (1986): «Vorwort», en Frege (1882-1904), Funktion, Begriff, Bedeutung, Gotinga, ed. e intro.
G. Patzig, aquí p. 13.)
8 Logik (1897), en Frege (1884-1923), pp. 35-73, aquí p. 39.
9 17 Kemsdtze zur Logik (anterior a 1892), en Frege (1884-1923), pp. 23-24, aquí p. 24.
10 Logik, p. 61.
" Gabriel (1990): «Einleitung», en Frege (1884-1923), pp. xi-xxx.
12 Frege (1879): Begriffsschrift, ed. I. Angelelli, Hildesheim, 1977.
13 Ibid.
14 Se sigue a Frege (1892): «Über Sinn und Bedeutung», en id. (1882-1904), pp. 40-65. - Sobre el carácter
de términos teóricos que cobran ambas expresiones en Frege, al aplicárseles un uso distinto del que tienen en el
alemán corriente, cf. W. y M. Kneale (1968): El desarrollo de la lógica, trad. cast. en Madrid, 1980, cap. viii,
pp. 441-474, aquí pp. 457-458.
15 Acerca de qué tiene prioridad semántica, si las partes o el todo del enunciado -qué depende de qué-, y acer­
ca de si el análisis lógico-semántico que postula Frege lo es de las referencias o de los sentidos, hay discusiones e
interpretaciones distintas. Se trata con algo más de detalle más adelante. Se ocupan del problema entre otros
Dummett (que enuncia un principio de dependencia!, Evans y Schneider.
16 Frege (1892), p. 41.
17 Ello sugiere también un problema que luego Frege trata de modo más explícito, y es el relativo a los
nombres sin referencia en el mundo real -para Frege, aquel del que podemos tener experiencia sensible. Esto
ocurre con nombres que designan entidades de ficción, como «Ulises» o «don Quijote». Frege sugirió una solu­
ción que después Strawson y Carnap elaboraron de formas distintas, y que permite una descripción de la estruc­
tura semántica de los fragmentos lingüísticos pertinentes fijando por convención una referencia común para
estos términos, como la de la clase vacía. (Para Frege las clases son objetos-, pero esto se discute al final.)
18 Frege (1892), p. 42.
19 Frege (1892), p. 46.
20 Esta atención a las cuestiones del contenido sería lo que distingue el planteamiento semantista del análisis
de Frege del estrictamente sintactista que se lleva a cabo en el contexto de la lingüística teórica y, en particular, en
la teoría de Chomsky. Esta última teoría analiza las expresiones como cadenas de signos ordenadas según las cate­
gorías abstractas de un mecanismo generativo. Schneider ha defendido que, para Frege, las categorías fundamen­
tales de función y objeto no son meras categorías formales, sino de contenido: esto se pone de manifiesto en que,
a partir de «Sobre función y objeto», no cualquier descomposición posible de un enunciado simple en parte satu­
rada e insaturada es admisible como análisis del correspondiente contenido enjuiciable o pensamiento expresado.
Sobre esto se hablará de nuevo al final. Cf. Schneider (1992), p. 163.
21 La exposición más clara y convincente de esta hipostatización se encuentra en la reconstrucción ya referi­
da de Moulines (1991b), quien defiende sin embargo que esta concepción está presente en Frege desde el primer
momento. En el curso de la presente lectura se intenta, por el contrario, poner de manifiesto cómo, desde una
perspectiva estrictamente filosófico-lingüística, «Sobre sentido y referencia» puede considerarse un punto de infle­
xión en el que coexisten -a veces en tensión casi contradictoria- dos perspectivas sobre el lenguaje.
22 Frege (1918): «Der Gedanke», en id. (1918-1923), p. 50.
23 Aunque, en otros ensayos, Frege habla como si el análisis se aplicara a las referencias de las expresiones,
aquí es explícito: puesto que una referencia «no puede ser parte de un pensamiento», la descomposición en tér­
minos de todo (unidad de significado)/partes lo es de los sentidos o contenidos enjuiciables o contenidos de pen­
samiento; pero éstos no son accesibles y, por tanto, no pueden analizarse sin la mediación de la expresión lin­
güística que es, de hecho, lo que se analiza. El análisis lógico sólo puede referirse a pensamientos expresados
lingüísticamente puesto que, de otro modo, no nos son accesibles.
24 Se discute acerca de su legitimidad en el último apartado.
25 Frege (1892), p. 49 [curs. mías, C.C.]
26 De acuerdo con el principio de composicionalidad —que en lingüística teórica se conoce como principio de
Frege-, como ya se ha dicho, el valor semántico de una unidad de significado completa depende de los valores
semánticos de las partes componentes, más su modo de articulación lógica. El principio de sustitutividad salva
veritate establece que el valor semántico de un enunciado ha de permanecer inmodificado cuando una expresión
que es parte componente del enunciado se sustituye uniformemente por otra del mismo valor semántico. Este
segundo principio lo enuncia Frege y lo aplica a las referencias de las expresiones (Frege (1892), pp. 49-50). El pri­
mer principio, por el contrario, se transforma en el principio del contexto en su aplicación a los sentidos de las expre­
siones. El estatuto y alcance de este último principio se discute en el apartado (ii).

257
27 Esta posibilidad adelanta la interpretación de autores como Thiel, Dummett o Schneider, que se va a
comentar a continuación (apartado (iv)).
28 Frege (1892), p. 46, n. 5.
29 Dummett (1991), pp. 117-118.
30 Frege (1892), p. 49.
31 Ibid.
32 Cf. Sluga (1980), pp. 58-61 sobre «The influence of Leibniz and Kant on Frege’s thought», y pp. 90-95
sobre «The priority over concepts».
33 Cf. Künne (1991): «Wahrheit», en Martens/Schnadelbach (eds.), vol. 1, pp. 132-135.
34 Frege (1892), pp. 43, 52. Esta solución permite respetar el principio de sustitutividad salva veritate, pero
crea el problema de determinar cuál es el sentido indirecto correspondiente. Frege no llega a determinarlo, salvo
mediante un uso auto-referencial del lenguaje natural: el sentido indirecto del enunciado «p» sería «el pensamiento
de que p» {ibid., p. 51).
35 En Frege (1884-1923), pp. 25-34.
36 Cf. su carta a Husserl de fecha 24-5-1891, en la que, con anterioridad a la publicación de estos trabajos,
ya presenta un esquema completo de esta extensión de la teoría (cf. Gottlob Freges Briefiuechsel, ibid., pp. 33-37).
37 Frege (1891): «Funktion und Begriff», en Frege (1884-1923), pp. 17-39, aquí p. 29 [sub. mío, C.C.]
38 Ibid., pp. 29-30.
39 Frege (1892a): «Über Begriff und Gegenstand», en Frege (1884-1923), pp. 66-80, aquí p. 67.
40 Ibid., p. 69.
41 Ibid., p. 67 [sub. mío, C.C.]
42 Ibid., p. 67, n. 1.
43 Frege (1892-1895): «Ausführungen über Sinn und Bedeutung», en Frege (1884-1923), pp. 25-34.
44 Frege: «Aufzeichnungen für Ludwig Darmstaedter»; cit. en Schneider (1992), p. 152.
45 Frege (1893/1903): Grundgesetzte der Arithmetik, Darmstadt, 1962, p. 51.
46 Dummett (1993), p. 51 [curs. mías, C.C.]
47 Thiel (1965), pp. 164-166, 170.
48 Schneider (1992), p. 242.
49 Tugendhat (1976), p. 195.
50 Asimismo, es susceptible de recibir una objeción crítica en términos de otra de las cuestiones centrales para
el giro lingüístico: el de la universalidad de esta estructura lógica y semántica, como garantía de la identidad inter­
subjetiva del significado. Esta cuestión se pospone al último apartado.
31 «La concepción, en teoría del objeto, del significado de las oraciones predicativas, queda puesta en cues­
tión ante la pregunta por el modo en que el significado de la oración completa resulta de los significados de sus
partes componentes. Desde la posición de la teoría del objeto, a esta pregunta sólo puede responderse diciendo
que el significado de la oración completa resulta de la composición de aquello por lo que está el término singular
con aquello por lo que está el predicado; esta respuesta se ve abocada al dilema de que, o bien la composición se
entiende como la composición real de un objeto complejo, o bien no puede darse cuenta de qué hay que enten­
der aquí por composición sin remitirse a la comprensión de la oración, que tendría entonces que explicarse antes»
(Tugendhat (1976), p. 176).
52 Frege (1884): Die Grundlagen der Arithmetik, Breslau, p. 10.
53 Thiel (1965), p. 170; Sluga (1980), pp. 90-95; Dummett (1981), pp. 369 y ss.; Schneider (1992), cap. 3.
En contra de esta interpretación parece ir la presentación que el propio Frege hace de los términos «argumento»
y «función» en la Begriffischrift, con los que pretende sustituir los conceptos gramaticales de «sujeto» y «predica­
do»; en este marco del primer contexto de uso de «insaturado», Frege identifica, con estos términos, tipos de sig­
nos o expresiones lingüísticas, y no aquello por lo que estas expresiones estarían: «Esta distinción no tiene nada
que ver con el contenido conceptual» (Frege (1879), p. 15). Y, en un pasaje problemático de Die Grundlagen der
Arithmetik, Frege parece afirmar que es posible obtener distintos conceptos de una misma expresión, cuando ésta
se analiza de modos diferentes (cf. Frege (1884), secc. 64). Thiel ha intentado resolver esta «disonancia» median­
te la moderna teoría de la abstracción, mostrando que lo que se obtiene en el análisis de los Grundlagen... no es un
concepto en el sentido previamente definido por Frege, sino un «abstractor» (cf. Thiel (1985)). En «Über Sinn und
Bedeutung» (1892) desaparece toda equivocidad. En cualquier caso, el sentido de un lenguaje lógicamente per­
fecto es el de garantizar la correspondencia entre la estructura de los pensamientos y la de sus expresiones con-
ceptográficas, a partir de un teorema de unicidad de lectura.
54 Sluga (1980), pp. 90-92. Este autor cita una carta de Frege, en la que éste afirma explícitamente: «No creo
que la formación de conceptos pueda preceder al juicio, porque esto presupondría la existencia independiente de
conceptos; pero concibo los conceptos originándose en el análisis de un contenido enjuiciable» {ibid.).
” Dummett (1993), p. 109.

258
56 Dummett (1981), p. 373.
57 Ibid., p. 372; Dummett muestra cómo en la Begriffischrift Frege todavía no había llegado a una formula­
ción clara del principio, lo que determinaría su contraposición entre contenidos enjuiciables y contenidos no enjui­
ciables (los de partes componentes que no llegan a constituir enunciados), aunque sí estaría ya la tesis fundamen­
tal de que el enunciado constituye el segmento pertinente como unidad mínima para una teoría del significado;
en las páginas siguientes Dummett discute los argumentos y los pasajes con los que otros autores han intentado
defender una respuesta afirmativa.
58 Dummett (1981), pp. 424-425.
59 Ibid., p. 426.
60 Frege (1879), p. xi.
61 Ibid.
62 Frege (1879), p. xii.
Thiel hace referencia indirecta a esto mismo cuando, al justificar su periodización, separa una primera
etapa de influencia kantiana y una última en la que la influencia de Leibniz, en relación con el carácter ‘ontoló­
gico’ de las categorías semánticas, ganaría la partida. Cf. Thiel (1969), p. 161. - Esto lo recoge también Sluga. M.
Dummett, sin embargo, se ha opuesto a esta interpretación y ha defendido que en Frege hay una forma de rea­
lismo opuesto al idealismo (cf. Dummett (1973, 1981)).
64 Cf. Gabriel (1990), p. xii.
65 Frege (1893/1903): «Prólogo a las Leyes fundamentales de la aritmética», trad. cast. de U. Moulines en
Estudios sobre semántica, Barcelona, 1984, aquí p. 139.
66 Ibid. [sub. mío, C.C.J.
67 Ibid., p. 138 [sub. mío, C.C.].
68 «Como los lógicos psicologistas ignoran la posibilidad de lo no-real objetivo, consideran que los concep­
tos son representaciones (...) va desapareciendo cada vez más la frontera entre lo objetivo y lo subjetivo, e inclu­
so objetos reales son tratados psicológicamente como representaciones (...) [Ello tiene como consecuencia] el hun­
dimiento insoslayable en el idealismo» {ibid., pp. 143-145)
69 De hecho, lo que Frege «no ve» es la diferencia entre una descripción de los elementos formales y estruc­
turales fácticamente presentes {teoría de la ciencia, o del lenguaje) y la reflexión casi trascendental de las condi­
ciones de validez. (Cf. la cita en nota anterior.)
70 Frege (1892a): «Über Begriff und Gegenstand», en id. (1882-1904), pp. 66-80, aquí
p. 69. Frege hace referencia a su propio comentario de que, en el lenguaje corriente, el artículo determinado indi­
ca siempre un objeto, mientras que el indeterminado indica un concepto.
71 Frege (1893/1903), p. 141.
72 Ibid., p. 138.
73 Ibid., pp. 142-143.
74 Ibid., p. 145.
75 Cf. Schneider (1992), p. 246.
76 Más arriba se ha señalado que las referencias a una estructura onío-lógica no tienen el sentido que se le ha
podido dar en la Ontología tradicional o incluso en posiciones filosóficas contemporáneas que se retrotraen a ella;
tampoco se pretende «superar» o sustituir en algún sentido esta filosofía tradicional, aunque sí se está asumiendo
el giro lingüístico y se renuncia a algún conocimiento sintético a priori. Siguiendo a Quine, «ontológico» remite
a los compromisos existenciales de una teoría o a lo que una teoría dice que hay y por tanto, necesariamente, pre­
supone un marco lingüístico por medio del cual se hace posible una interpretación de (algún fragmento de) la rea­
lidad o del mundo. Podría pensarse que aquí se pide el principio, puesto que ya se parte de considerar a las cate­
gorías ontológicas dependientes de la mediación lingüística que las expresa. El objetivo de la primera parte ha sido
mostrar cómo esta actitud teórica es resultado del propio desarrollo interno de la filosofía y de las aporías y difi­
cultades surgidas en los paradigmas anteriores.
77 Esta observación se basa en la interpretación de K. Gódel sobre Russell, que se va a ver más adelante. Cf.
K. Gódel (1970); «Russell’s mathematical logic», en P. Schilpp (ed.), Thephilosophy ofBertrand Russell, La Salle,
111., 41971, pp. 125-153.
78 En 1902, Frege recibió la carta en la que Russell le indicaba las paradojas de autorreferencia que el len­
guaje de la conceptografia permitía formular: «Sea w el predicado: ‘ser un predicado que no puede predicarse de
sí mismo’. ¿Puede w predicarse de sí mismo? De cada respuesta se sigue su contraria. Hemos de concluir, por
tanto, que w no es un predicado. Análogamente, no existe (como totalidad) la clase de todas las clases que, toma­
das como totalidades, no pertenecen a sí mismas. A partir de esto concluyo que, en determinadas circunstancias, un
conjunto definible no da lugar a una totalidad) (en J. v. Heijenoort (ed.), From Frege to Gódel. A source book in mat­
hematical logic, 1879-1951, Cambridge, Mass., 1967, aquí «Bertrand Russell. Letter to Frege (1902)», p. 123
[curs. mías, C.C.]).

259
79 Aunque se da sin duda esta continuidad, ello no debe ocultar diferencias fundamentales entre Russell y la
epistemología empirista de los siglos XVII y XVIII. Cf. sobre ello U. Moulines (1973): La estructura del mundo sen­
sible (Sistemas fenomenalistas), Barcelona, p. 67.
80 Russell (1905): «On denoting», en A. Martinich (ed.), Thephilosophy of language, Nueva York y Oxford,
1990, pp. 203-211, aquí p. 204 y nota 2 en p. 211.
81 Cf. Quine (1966): «Russell’s ontological development», en D. F. Pears (ed.), BertrandRussell. A collection of
critical essays, Nueva York, 1972, pp. 290-304, aquí p. 295. La interpretación crítica de Quine es, en cierto modo,
antitética a la de K. Gódel; mientras éste toma partido por Frege y critica en Russell su abandono del realismo fre-
geano del concepto, el anterior censura en Russell el mantenimiento, en última instancia, de una noción de referen­
cia que sólo se justifica por la previa introducción de una epistemología postulada. La contraposición de estas dos
interpretaciones puede ser una estrategia metodológicamente útil para aclarar los presupuestos de Russell y el tipo de
«contaminación» epistemológica presente en su teoría semántica.
82 Russell (1918): «The philosophy of logical atomism», en Russell (1901-1950), Logic and knowledge,
Londres, 31966, pp. 230, 232.
83 Cf. p.e. Russell (1905), p. 208.
84 Aunque Russell hable aquí, con descuido, de «percepción», en las conferencias sobre «La filosofía del ato­
mismo lógico» dejará claro que la base del conocimiento por familiaridad la constituyen los datos sensoriales; con­
siguientemente, los objetos percibidos habrán de verse como construcciones lógicas a partir de esos datos senso­
riales, con lo que implícitamente se verá llevado a asumir la mediación lingüística de la percepción —aunque esa
mediación ha de ser la del lenguaje lógico ideal que Russell postula. Sin embargo, un año más tarde («Sobre las
proposiciones») elabora más esta teoría del conocimiento y acepta que, junto a los datos de la sensación, en la
construcción lógica del «objeto real» intervienen también imágenes mentales (datos de la imaginación o la memo­
ria) no sujetas a las leyes de la física sino a las de la psicología, y parte constituyente de los «significados». Esta
forma de mentalismo, que se vuelve a comentar al final, hace retroceder la teoría semántica de Russell al paradig­
ma de la filosofía de la conciencia —y la sujeta a la crítica formulada en relación con éste.
85 Russell (1905), p. 204.
86 En estos casos la variable es sustituida por expresiones cuantificacionales («todo», «algún», «ninguno») o
nombres cuantificados («todo hombre», etc.); lo interesante en ellos es que permiten introducir la tesis central para
la teoría semática de Russell, pues le permiten mostrar cómo la forma lógica de la expresión no es la de un nom­
bre, en contra de lo que aparenta su forma gramatical superficial.
87 Russell (1905), p. 208.
88 Ibid., p. 205.
89 Ibid., nota 9 en p. 211.
90 Ibid., p. 210.
91 Ibid., p. 210 [curs. mías, C.C.]
92 Ibid., p. 208.
93 Russell da cuenta del problema que suponen aquellos enunciados del tipo expuesto en los que el predica­
do está negado; pues se produce un fenómeno de ambigüedad, que puede resolverse al distinguir entre ocurren­
cia primaria y secundaria de la expresión denotativa y especificar, en la forma lógica, de qué caso se trata. Cf. ibid.
p. 209.
94 Quine (1967), nota de introducción a «Incomplete symbols: Descriptions, A. N. Whitehead and B. Russell
(1910)», en J. v. Heijenoort (ed.), p. 216.
95 Quine observa también que esta técnica de eliminación de las descripciones permite no sólo prescindir de
las abstracciones de clase sino de otros términos singulares, con la excepción de las variables; así, en vez de asumir
términos singulares constantes, p.e. «zz», siempre es posible suponer o definir un predicado «A» que es verdadero
sólo del objeto a y a continuación tomar «zz» como abreviatura de la descripción eliminable «(Tx)(Ax)» {ibid. p.
217). Esta observación es importante porque expresa un resultado que Quine ha probado en general para los len­
guajes de primer orden de la lógica matemática clásica y que tiene consecuencias decisivas para su filosofía del len­
guaje. Pues, si es posible eliminar todos los «nombres propios» en sentido lógico, reduciendo la función denota­
tiva a predicaciones sobre variables, de ello se sigue la tesis del compromiso ontológico de las teorías («ser es ser el
valor de una variable») y un subsiguiente holismo del significado: la fijación de la referencia, y qué entidades «hay»,
depende del marco lingüístico y del conjunto de significados del lenguaje de la teoría. Ello ha motivado la crítica
de autores como Putnam, que rechazan el inevitable relativismo lingüístico que acompaña a esta teoría holista del
significado. Esta cuestión, central en teoría del significado, habrá de volverse a discutir; pero el arranque se
encuentra aquí.
96 Gódel (1970), p. 126.
97 Gódel indica que hay dos posible salidas para la situación, ambas consistentes en rechazar la existencia de
toda clase o concepto en general y en determinar bajo qué hipótesis adicionales -relativas a la función proposi-

260
cional— existen estas entidades. Una teoría extensionalista hace depender la existencia del concepto o de la clase
de la extensión de la función proposicional, exigiendo una limitación en el tamaño (Zermelo); una teoría inten-
sionalista haría depender esa existencia del contenido o significado de la función proposicional, requiriendo cier­
to tipo de «simplicidad» (Quine) (Gódel (1972), p. 132).
98 Quine critica la oscilación, ya presente en «On denoting», entre una identificación de significado con refe­
rencia, de una parte, y de otra el empleo del término «significado» como si nombrase alguna entidad subsistente
-distinta del objeto real de la referencia-, supuesto que sólo podría eliminarse mediante la eliminación de la pro­
pia expresión. De este modo, la función de los símbolos incompletos consistía en limitar la existencia expresable
lingüísticamente a la espacio-temporal y evitar otros compromisos ontológicos; pero «[p] odemos decir cuándo las
llamadas funciones preposicionales de Russell han de tomarse como conceptos, más específicamente como atri­
butos y relaciones, y cuándo pueden tomarse como meras sentencias abiertas o como predicados. Cuando él
[Russell; C.C.] cuantifica sobre ellas, es cuando las reifica, aunque sea inintencionadamente, como conceptos* (Quine
(1966), p. 296).
99 Esto requiere mayor precisión. Ya se ha señalado que, cuando se habla del uso de expresiones en el marco
de la semántica filosófica, se hace referencia con ello al principio del contexto; el «uso» de una expresión no satu­
rada o incompleta consiste en su inclusión en una expresión enunciativa completa —así lo hacen Frege, Russell y
Wittgenstein. En «Sobre las proposiciones», el ensayo publicado por Russell en 1919 que se comenta más abajo,
sí hay una consideración explícita de las concepciones pragmatistas del lenguaje; pero «pragmatismo» aquí aun no
puede hacer referencia a la corriente filosófico-lingüística que sólo se desarrolló años más tarde dando lugar a dis­
tintas posiciones y que es la que se tiene en cuenta en la presente lectura. El Pragmatismo frente al cual Russell se
sitúa es el de la tradición filosófica del siglo XIX que representa W. James y que da cuenta p.e. de la noción de ver­
dad en términos de «la naturaleza de los efectos de las creencias verdaderas y falsas».
100 Habitualmente se considera que naturalismo y trascendentalismo son dos posiciones exclusivas y mutua­
mente excluyentes. Por naturalismo se entiende aquí cualquier posición filosófica que considere que el único cono­
cimiento válido ha de partir de la experiencia sensible y responder a criterios y métodos científicos, que se trans­
forman conforme las propias teorías progresan. Para el trascendentalismo habría criterios y reglas que no pueden
ser objeto de la ciencia, sino que tienen un valor normativo con respecto a ésta; constituirían las condiciones de
su posibilidad y su validez. Esta posición, entendida en el sentido de la teoría del conocimiento moderna, ha sido
sometida a revisión crítica por el giro lingüístico de la filosofía del siglo XX y es tema central del presente estudio.
Con respecto a la primera, el tipo de dificultad a que aboca se pone de manifiesto ya en Russell, como se va a dis­
cutir al final.
101 Cf. «My mental development», en P. Schilpp (ed.) (1971), p. 14.
102 De acuerdo con la caracterización de K. Gódel, con el nombre de teoría de tipos simples se conoce la teoría
de lógica formal que afirma: i) que las expresiones simbólicas del lenguaje que se considera —o, en una interpreta­
ción realista, los objetos de los que dicho lenguaje habla— se dividen en tipos, según que denoten: entidades indivi­
duales, propiedades de esas entidades, relaciones entre entidades, propiedades de esas relaciones, etc. -con una jerar­
quía similar para las intensiones—; ii) que las expresiones enunciativas de la forma «aposee la propiedad O», «¿está
en la relación R con o, etc., carecen de significado si a y 0, b, c y R no son de los tipos relativos adecuados. (Cf.
Gódel (1970), n. 17 en p. 134.) En lo que sigue se va a partir de la exposición sobre la lógica matemática de Russell
que Gódel hace aquí para estudiar el modo en que esta teoría está interconectada con la teoría semántica y la teo­
ría del significado que Russell desarrolla para el lenguaje teórico de las ciencias y para el propio lenguaje natural.
103 Es el caso, p.e., de la definición de una clase a en términos de la intersección de todas las clases que satis­
facen una determinada condición 0, y que establece que a es un subconjunto de todas las clases u, definidas en
términos de a, que satisfacen <I> (cf. Gódel (1970), n. 18 en p. 135).
104 Ibid., n. 23 en p. 137.
105 Ibid., p. 141 [curs. mías, C.C.]
106 Quine (1966), p. 296.
107 De nuevo aquí Russell emplea un modo de expresión confundente, que parece identificar los predicados
-noción sintáctica- con sus valores semánticos -aquí los conceptos correspondientes-, y no con la expresión pre­
dicativa en cuanto tal. Es preciso tener en cuenta esta identificación en su texto.
108 Gódel (1970), p. 143.
,ü9 Cf. ibid. p. 152; la expresión la toma Gódel de Leibniz.
"1> Russell (1918): «The philosophy of logical atomism», en Logic and knowledge. Essays 1901-1950, R. C.
Marsh (ed.), Londres, 31966, pp. 177-281. Se cita asimismo Russell (1919): «On propositions», en ibid., pp. 285-
320; y Russell (1940): An inquiry into meaningand truth, Middlesex, 1962.
111 Russell (1918), p. 179; Quine (1966), p. 302.
1.2 Russell (1918), p. 179.
1.3 Ibid., pp. 182, 183.

261
114 Ibid., p. 187.
115 Ibid., pp. 184-185.
116 Ibid., pp. 199, 200, 201.
117 Ibid., p. 198.
118 Ibid. p. 195 (indefinibilidad de «rojo»), pp. 203-204 («auto-subsistencia» de los particulares).
119 «El mundo puede analizarse en un cierto número de cosas separadas con sus relaciones, y así sucesiva­
mente» {ibid., pp. 189, 197).
120 Ibid., p. 196.
121 «Cuando ustedes entienden ‘rojo’, ello significa que entienden proposiciones de la forma ‘x es rojo’» {ibid.,
p. 205).
122 Ibid. [curs. mías, C.C.].
123 Ibid., p. 201.
124 Ibid., p. 270.
125 Ibid., p. 264, conferencia octava sobre «La teoría de tipos y el simbolismo: las clases».
126 Ibid, p. 267.
127 Ibid., p. 197.
128 Esta concepción, común a Frege y a Wittgenstein, encuentra un punto de dificultad en los casos de la
negación lógica y del cuantificador universal, tema que Russell estudia en la quinta conferencia sobre
«Proposiciones generales y existencia». La exclusión de la negación del ámbito de las relaciones objetivas está
conectada con rechazar aceptar la existencia de «hechos negativos», y es uno de los argumentos para negar que el
significado de la proposición pueda identificarse con el hecho supuestamente «nombrado» por ésta. Con respec­
to al cuantificador universal, su posición constructivista, que le hace rechazar la posibilidad de conjunciones infi­
nitarías, le obliga a tratar las proposiciones universales —de la forma «todos los x son <!>»— como proposiciones ató­
micas: «Ustedes nunca pueden llegar a una proposición general a partir de una inferencia basada únicamente en
proposiciones particulares (...) por consiguiente, ha de haber un conocimiento primitivo de las proposiciones
generales» {ibid., p. 135).
129 Ibid., p. 198.
130 Cf. ibid, p. 198.
131 Ibid., p. 198 [curs. mías, C.C.]
132 Ibid., p. 279.
133 Russell no llega a afirmar esto; por el contrario, al final insiste en que las proposiciones son hechos, al igual
que sus correlatos objetivos; con ello parece estar pensando en la posibilidad de un conocimiento científico de la
elaboración de estos contenidos en la mente (leyes psicológicas). Pero acepta el análisis semiótico en términos de
la tripartición acto (alternativamente, sujeto agente)/contenido (intensión)¡objeto (extensión) y afirma que, si bien
antes ha compartido el punto de vista «realista» que lleva a desestimar el contenido, ahora «[m]e parece imperati­
vo (...) construir una teoría de la presentación y la creencia que no haga uso del ‘sujeto’, o de un ‘acto’, en tanto
que constitutivos de la presentación» (Russell (1919), p. 305).
134 Russell (1919), p. 296.
135 Ibid., p. 299.
136 Ibid., p. 300.
137 Ibid., p. 303.
138 Ibid.
139 Ibid., p. 308.
140 Ibid., p. 309.
141 Lo que aquí se estudia en relación con la teoría del significado puede verse como una consecuencia del
cambio de punto de vista de Russell en relación con su proyecto fenomenalista inicial. De acuerdo con el estudio
que U. Moulines ha llevado a cabo de este sistema de constitución fenomenalista (Moulines (1973), pp. 66-125),
Russell pretendía identificar los elementos de la base de la reconstrucción de la experiencia para, por un procedi­
miento de construcción lógica, derivar el mundo físico. Entre los datos a la vez psicológica y lógicamente primi­
tivos, Russell distinguía: 1. mis datos particulares presentes, 2. mis recuerdos de la memoria inmediata, 3. ciertos
resultados de mi introspección, y 4. las nociones de lógica elementales. Pero los datos que formaban el núcleo
incuestionable de la base constitucional del sistema fenomenalista buscado eran los datos inmediatos de los senti­
dos (sensaciones de color, sonido, tacto, etc.) y las leyes lógicas. El paso del mundo sensorial privado al mundo
público de la física ha de proceder mostrando cómo construir los observables físicos a partir de lo dado sensorial­
mente. Con independencia del mayor o menor éxito de Russell, lo que importa es que la perspectiva general no
era genético-psicológica, sino que atendía a aquellos elementos que, «cuando una ciencia ha avanzado suficiente­
mente, aparecen como fundamento de otras partes de la ciencia» (Russell; cit. por Moulines en ibid., p. 71). Pero,
como el propio Moulines observa, a partir de 1918 «Russell dejó de lado las posibilidades de construcción lógica

262
de objetos, y se dedicó a análisis concretos y detallados de (...) el dualismo entre psicología y física» (ibid., p. 123).
Desde un punto de vista filosófico-lingüístico, esto confirma la conclusión a que se ha llegado de un giro menta-
lista en Russell y del modo en que éste va unido a un cambio de perspectiva: de una búsqueda de condiciones de
validez en la interpretación lingüística del mundo, a una descripción de la génesis de determinados procesos psi­
cológicos reales.
142 La observación de Russell en relación con este problema, en el sentido de que «[ujna palabra tiene un sig­
nificado, más o menos vago; pero el significado ha de descubrirse observando el uso: el uso está primero y el sig­
nificado se obtiene a partir de aquél» (Russell (1919), p. 300), más que resolver una dificultad, pone de manifiesto
la incapacidad de esta nueva propuesta para proporcionar una explicación teóricamente consistente y satisfacto­
ria. Pues deja sin responder por qué un término que, en sí mismo, designa algo independiente -una imagen, o
una sensación formada por datos sensoriales y mentales-, habría de ser dependiente de un contexto lingüístico al
que no se reconoce preeminencia en la constitución del significado.
143 D. Kaplan (1966): «What is Russell’s theory of descriptions?», en D. F. Pears (ed.) (1972), pp. 227-244.
144 Ibid., p. 239.
145 Ibid., p. 236.
146 Ibid. Kaplan observa que, desde el punto de vista de la lingüística teórica, el modelo gramatical que aquí
se describe correspondería a una gramática de estructura sintagmática de constituyentes inmediatos, mientras que la
caracterización informal de Russell reflejaría una gramática de estructura sintagmática transformacionaL
147 Strawson (1950): «On referring», en id. (1971), Logico-linguisticpapers, Londres, pp. 1-27, por donde se
cita.
148 Russell (1957): «Mr. Strawson on referring», en Mind 66 (1957), pp. 385-389. Ref. a ello en Jacobson
(1970) (v. ref. en nota sig.) y Tugendhat (1976), de donde se toman los argumentos de Russell.
'4‘) Cf. p.e. A. Jacobson (1970): «Russell and Strawson on referring», en E. D. Klemke (ed.), pp. 285-308; E.
Tugendhat (1976), p. 387; G. Evans (1982): The varieties ofreference, ed. J. McDowell, Oxford, 1991, pp. 306-
309; G. McCulloch (1990): The game ofthe ñame, Oxford, pp. 86-89.
150 Strawson (1950), p. 6.
1,1 Ibid., pp. 9, 10.
152 Ibid., p. 13.
153 Ibid., p. 14.
154 Tugendhat (1976), p. 386.
155 Ibid. Tugendhat se ocupa a continuación de la crítica a la teoría de los nombres propios y al tratamiento
de los términos deícticos, tanto en Russell como en Strawson. Parte de un argumento «hegeliano» cuando
observa que también los pronombres demostrativos, y los términos indéxicos en general, poseen un «significa­
do» general, esto es, son términos universales, de modo que los enunciados en los que se integran pasan a ser
universales también. Tras defender -en argumentación crítica frente a Strawson- la necesidad de distinguir
entre identificación y especificación o selección de un particular por medios lingüísticos y la dependencia lógica
de lo primero respecto a lo segundo, formula su propia propuesta: los pronombres demostrativos y otros tér­
minos deícticos sólo pueden identificar un objeto cuando se emplean de tal forma que, en el correspondiente
contexto enunciativo, pueden verse sustituidos por expresiones de localización espacio-temporal objetiva. La
aplicación que Russell hace de las expresiones demostrativas ha de reemplazarse por un «sistema de identifica­
ciones demostrativas en tanto que sistema de localización» (ibid., p. 466). Se trata de una teoría semántica
situacionaL, que modifica la evaluación del valor semántico de las expresiones incluyendo una referencia espa­
cio-temporal.
156 Strawson (1952): Introduction to logicaltheory, Londres; id. (1959): Individuáis, Londres.
157 Strawson (1952), p. 176.
158 Ibid, p. 175.
159 Para discusiones posteriores sobre la noción cf. Dummett (1960): «Presupposition», en Dummett (1978),
pp. 25-28; M. Astroh (1996): «Prásupposition und Implikatur», en P. Lamarque (ed.), pp. 359-370.
160 McCulloch (1990), pp. 94-95.
161 Ibid, pp. 97, 77.
162 Entre estas reglas se incluirían dos señaladas por Frege: la exigencia, presupuesta por los hablantes, de que
los nombres tengan referencia; y la exigencia, igualmente presupuesta, de que los hablantes compartan un mismo
«sentir» respecto a su lengua natural, es decir, que compartan los significados.
163 En Quine (1969): La relatividad ontológica y otros ensayos, trad. cast. de M. Garrido y
J. Ll. Blasco, Madrid, 1974, pp. 93-119 (tít. orig.: Ontological relativity and other essays, Nueva York, 1969).
164 Ibid, p. 111 [curs. mías, C.C.]
165 Ibid, pp. 111-12.
166 Ibid, p. 113.

263
167 «Las viejas paradojas sobre datos inconscientes e inferencia, los viejos problemas sobre cadenas de inferencias
que habría que completar, son cosas que han dejado de importar» {ibid., p. 112).
168 Cf. ibid., p. 115.
169 En Evans (1982).
170 Ibid., pp. 123, 124.
171 Ibid., p. 135.
172 Quine (1966), p. 296.
173 Ibid., p. 301.
174 Naturalmente, su crítica a Russell está determinada por su propia epistemología y su teoría del lenguaje,
que habrá de verse con mayor detalle más adelante. Por el momento, basta con observar lo que se infiere de forma
inmediata de esta valoración sobre Russell: su crítica a la noción de referencia, base de la tendencia a la reificación
de nuestro lenguaje, y su convicción de que es posible dar cuenta satisfactoriamente del significado sin recurso a
ella.
175 Quine (1969), p. 118 [curs. mías, C.C.]
176 Cf. sobre ello Habermas (1976): «Was heifit Universalpragmatik?», en id. (1984), Vorstudien und
Erganzungen zur Theorie des kommunikativen Handelns, Francfort, aquí pp. 363-379.
177 Cf. sobre este problema el estudio sobre Kant de F. Martínez Marzoa (1989): Releer a Kant, Barcelona,
1992, aquíp. 13.
178 «Introducción de B. Russell al Tractatus», en Wittgenstein (1912-1918): Tractatus logico-philosophicus,
intro., ed. bilingüe y trad. cast. de J. Muñoz e I. Reguera, Madrid, 1989, aquí p. 186.
179 Es habitual atribuir esta lectura a E. Stenius; es posible ver la interpretación de este autor como ‘kantia­
na’ en el sentido de que se trata de una interpretación realista que enfatiza la dimensión trascendental presente en
el uso epistémico del lenguaje.
180 Las obras de Wittgenstein se van a citar, salvo que se especifique de otra manera o se tomen referencias
citadas por otros autores, a partir de la edición en 8 vols. Ludwig Wittgenstein. Werkausgabe, Francfort, 1984 (ref.
como Werkausgabe}. Para las citas del Tractatus se va a seguir la convención propuesta por Black (1964): A com-
panion to Wittgenstein’s ‘Tractatus’, Cambridge, 21971, p. xvi. La numeración original irá seguida eventualmente
por números arábigos entre paréntesis para indicar el párrafo correspondiente a ese orden en la proposición que
se cita -así, 3.24 (1) indica el primer párrafo de la prop. 3.24-, y las letras del abecedario indicarán la oración
completa que ocupa el orden correspondiente al de la letra en el abecedario —así, 3.24 (2) b indica la segunda ora­
ción completa del segundo párrafo de la proposición 3.24.
181 En Werkausgabe, vol. 1.
182 Muchos autores han estudiado el período de transición y las obras intermedias con el objeto de defender
una continuidad en el pensamiento de Wittgenstein. Así se verá en las interpretaciones de A. Kenny, J. Hintikka,
o D. Pears. Lo esencial en esta discusión es la idea, también defendida por E. Stenius y W. Stegmüller, de que la
teoría del significado como uso de las Investigaciones no obliga, desde un punto de vista teórico, al abandono de
la teoría figurativa del significado proposicional del Tractatus. El que el filósofo continuase -o no- haciéndola
suya supone un tipo de exégesis que se dejará de lado aquí.
183 Werkausgabe, vol. 6. Aunque este tema no se va a tratar aquí, sí hay que hacer referencia a los estudios de
Klenk, Dummett, Stegmüller y Baker entre otros.
184 Aquí se van a tomar como referencia, fundamentalmente, dos lecturas del Tractatus La primera es el estu­
dio de M. Black (1964) (cit. supra.). La segunda arranca de la monografía de E. Stenius (1960): Wittgenstein’s
Tractatus. A critical exposition ofits main lines ofthought, Oxford, 31964; también E. Stenius (1981): «The pic­
ture theory and Wittgenstein’s latter attitude to it», en I. Block (ed.), Perspectives on the philosophy of
Wittgenstein, Oxford, 1981. Esta misma línea interpretativa es la que ha asumido, para continuar elaborándola
en ciertos respectos, Stegmüller (1987-89a): «Wittgenstein», en id. (1987-89), Hauptstrdmungen der
Gegenwartsphilosophie, Stuttgart, vol. 1, pp. 524-569; también Stegmüller (1965): «L. Wittgenstein ais
Ontologe, Isomorphietheoretiker, Transzendentalphilosoph und Konstruktivist», en Philosophische Rundschau
13 (1965), pp. 116-152. Se hará referencia a esta lectura, en su formulación inicial por Stenius y su reelabora­
ción ulterior por Stegmüller, como de Stenius/Stegmüller. Se tendrán en cuenta asimismo las monografías y los
estudios siguientes. H.-G. Glock (1996): A Wittgenstein dictionary, Oxford; D. Pears (1987/88): The fialsepri-
son. A study on the development of Wittgenstein’sphilosophy, vol. 1, Oxford, 31990; J. y M. B. Hintikka (1986):
Investigating Wittgenstein, Oxford; E. Tugendhat (1976): Vorlesungen zur Einfuhrung in die sprachanalytische
Philosophie, Francfort,61994; A. Kenny (1972): Wittgenstein, Oxford (trad. cast. de A. Deaño en Madrid, 1988);
también otros estudios que se irán citando.
185 Werkausgabe, vol. 1, p. 209.
186 «Las llamadas proposiciones lógicas muestran las propiedades lógicas del lenguaje y, como consecuencia de
ello, las del mundo» {Tractatus 6.13).

264
187 Así lo muestra Baker (1988): Wittgenstein, Frege and the Vienna Circle, Oxford, p. 71; también Stegmüller
hace notar que la teoría del simbolismo es previa al desarrollo de la teoría del significado que se expone en el
Tractatus.
188 Stenius (1960), pp. 177-182; «ontological picture theory of language» como contrapuesta a la «descrip-
tional picture theory of sentence meaning».
189 Stegmüller (1987-89a), pp. 549-550; id (1965), p. 133.
150 Black (1964), pp. 60-61.
191 Tractatus 1-2.063.
192 Cf. Black (1964), pp. 38-46.
193 Stenius (1960), pp. 30-31; Stegmüller (1965), p. 122, y (1987-89a), p. 529.
194 Black (1964), p. 42. Este autor hace justicia a Stenius, al reconocer que el último no comparte el punto de
vista «ontologizante» de Meinong; se trataría de una «consecuencia inevitable» de su posición (ibid., pp. 40-41).
195 Stenius (1960), pp. 27-28, y toda su reconstrucción de la teoría figurativa del significado, que se ve a con­
tinuación.
196 Así, interpreta que Wittgenstein «habla de un Sachverhalt [estado de cosas, C.C.] siempre que quiere refe­
rirse a la contrapartida objetiva de una verdad contingente inanalizable» (Black (1964), pp. 40-41), lo que acom­
pañaría desde un punto de vista filosófico-lingüístico a alguna forma de nominalismo.
197 Stegmüller (1987-89a), pp. 528-529.
198 Tugendhat (1976), pp. 64-65.
199 Ibid., pp. 65-66.
200 Hay acuerdo entre los intérpretes respecto al uso general y no enteramente consistente que hace
Wittgenstein del término «Sachlage», que en ciertos contextos designa estados de cosas o hechos indistintamente
y con carácter general y en otros un hecho complejo o una combinación de estados de cosas no necesariamente
existente.
201 Sobre la importancia de la teoría física y, en particular, la mecánica propuesta por Hertz, como influen­
cia determinante en algunas de las nociones fundamentales de la teoría figurativa, puede verse el estudio mono­
gráfico de Janik y Toulmin centrado en la reconstrucción del trasfondo cultural e intelectual de Wittgenstein en
la Viena del cambio de siglo: A. Janik/S. E. Toulmin (1973): Wittgenstein’s Vienna, Nueva York y Londres (trad.
cast.: La Viena de Wittgenstein, Madrid, 1987). Aquí: Stenius (1960), pp. 38-60.
202 Stegmüller (1965), pp. 122-123; id (1987-89a), pp. 530-534.
203 Black (1964), pp. 154-157.
204 La inconsistencia presente en el Tractatus entre las props. 2.04 y 2.06 por un lado, y 2.063 por otro
-donde se dice que el mundo es la «realidad en su totalidad»-, se debería a que en principio es posible también
dar una descripción exhaustiva del mundo, y no sólo parcial, especificando sus estados de cosas no-existentes
—pues la independencia de los estados de cosas elementales no permite inferir el conjunto de los no-existentes a
partir de un conjunto dado de los existentes.
203 2.012 b, 2.0121 (2), 2.0123-2.0124, 2.0141, 2.0233.
206 2.021, 2.024. Cf. Stenius (1960), p. 66.
207 Son pertinentes las aclaraciones de esto en las «Notas a Moore», Werkausgabe, vol. 1, pp. 214-215.
208 2.0201. Cf. Black (1964), pp. 58-61, quien hace referencia a 3.24 (2), 3.3442, 5.5423 a.
209 Black (1964), p. 60.
210 Pears (1987/88), esp. cap. 5, y aquí pp. 66 y ss. Aunque en un estudio monográfico anterior (Pears (1970):
Ludwig Wittgenstein, Nueva York) este autor seguía una interpretación kantiana del Tractatus próxima a la de
Stenius, en artículos y contribuciones posteriores y en la obra citada ha dado un giro a su lectura en la dirección
de la interpretación que se comenta.
211 Sin embargo, en un ensayo anterior todavía interpreta esta crítica de Wittgenstein de un modo muy dis­
tinto: la imposibilidad de un regreso al infinito pondría de manifiesto la imposibilidad de teorizar acerca del sen­
tido. Cf. Pears (1979): «Wittgenstein’s picture theory and Russell’s Theory ofknowledge», en Proceedings ofthe 3rd
Int. Wittgenstein Symposium, Viena, 1979, pp. 101-107, aquí p. 106.
2,2 Pears (1987/88), p. 114.
213 J. y M. B. Hintikka (1986), cap. 3.
214 Werkausgabe, vol. 3.
215 I. Ishiguro (1969): «Use and reference of ñames»; en P. Winch (ed.), Studies in the philosophy of
Wittgenstein, Londres, pp. 20-50. B. McGuinness (1981): «The so-called realism of the Tractatus», en I. Block
(ed.), Perspectives on thephilosophy of Wittgenstein, Oxford, ha hecho suya esta misma interpretación.
216 Ishiguro (1969), p. 21.
217 Ibid., pp. 48-49.
218 Pears (1987), p. 105.

265
219 El contexto teórico de este comentario es el de la oposición entre las teorías de la referencia directa desde
presupuestos realistas (Putnam, Donnellan) y teorías de la referencia indirecta -que estos autores atribuyen a la
primera filosofía analítica.
220 Pears (1987/88), pp. 94-96.
221 Stenius hace dos observaciones que tienen particular interés cuando se las pone en relación con la polé­
mica entre teorías de la referencia directa e indirecta y la lectura de Pears. Considera probable que Wittgenstein,
al igual que Russell, creyera que las descripciones definidas no son nombres «ya que de los enunciados que con­
tienen ‘descripciones definidas’ se piensa que significan indirectamente» (Stenius (1960), p. 139). Y antes, en rela­
ción con la noción de forma lógica y el modo en que se accede al conocimiento de una cosa: «Que una ‘cosa’ esté
‘dada’ (que sea ‘conocida’) implica que su forma lógica está dada (que es conocida), pero no significa que alguno
de sus ‘predicados materiales’ esté dado (que sea conocido)» {ibid., p. 69). Esto habrá de retomarse más adelante.
- A estas afirmaciones se opone la interpretación de J. y M. B. Hintikka, quienes -siguiendo explícitamente a
Pears- aceptan la sugerencia de que Wittgenstein optó por tomar como objeto «cualquier dato sensorial, tratado
como un objeto complejo que incluye sus propiedades y relaciones» (Hintikka (1986), p. 134). Pero aquí no se
trata de propiedades y relaciones internas o formales, es decir, no de la forma lógica del objeto, sino de sus pro­
piedades y relaciones materiales, externas. Esto hace explícito lo que necesariamente entraña esta interpretación de
los objetos del Tractatus como «objetos de conocimiento por familiaridad» en el sentido de Russell: su insepara­
bilidad de sus atributos materiales. Frente a ello se sitúa la argumentación de Stenius/Stegmüller.
222 Stenius (1960), pp. 138-139. Stegmüller (1965), p. 124, n. 1. - Esta lectura es consistente con la autoex-
posición de Wittgenstein en años posteriores, al recapitular en relación con las primeras proposiciones del
Tractatus-. «Los objetos incluyen también las relaciones; una proposición no es dos cosas conectadas por una rela­
ción. ‘Cosa’ y ‘relación’ se encuentran en el mismo nivel. Los objetos cuelgan, por decirlo así, como en una cade­
na» (Wittgenstein’s Lectures, Cambridge, 1930-1932-, cit en Hintika (1986), p. 33).
223 Black (1964), p. 61.
224 Ibid., p. 94.
225 «Qué corresponde a una proposición en la realidad depende de si es verdadera o falsa. Sin embargo, ten­
dríamos que poder entender la proposición sin saber si es verdadera o falsa. - Lo que sabemos, cuando entende­
mos la proposición, es esto: sabemos lo que es el caso, cuando la proposición es verdadera, y lo que no es el caso,
cuando es falsa. Pero no sabemos (necesariamente) si es verdadera o falsa [Cf. 4.024]». Wittgenstein: Tagebücher
1914-1916 (II), en Werkausgabe, vol. 1, p. 195.
226 En este contexto de discusión es pertinente tener en cuenta que, cuando Wittgenstein habla de proposi­
ciones a priori, entiende aquellas cuyo valor de verdad está por completo determinado por su significado, con
independencia de comparación alguna con el mundo; analítico, en el Tractatus, equivale a ‘demostrable a partir
únicamente de la aplicación de principios lógicos, con la ayuda de definiciones’ (cf. 2.224, 2.225, 3.04, 3.05, así
como Black (1965), p. 95). Así, esta segunda noción se aproxima a la de lo apriori en el sentido de Frege, mien­
tras que a priori en el Tractatus se aproxima a la noción de lo analítico en el contexto de la teoría del conocimiento
tradicional. - Sobre este tema cf. P. M. Sullivan (1996): «The ‘truth’ in solipsism, and Wittgenstein’s rejection of
the a priori», en European JoumalofPhilosophy 4/2 (1996), pp. 195-219.
227 Cf. Baker (1980), cit. antes, y Black (1964), p. 77.
228 2.11-2.171, 2.18-2.2.
229 2.201-2.225.
230 2.141.
231 Siguiendo a Black, cabe considerar el concepto de proyección -que Wittgenstein introduce sugerido por la
proyección de una figura geométrica sobre un plano— como sinónimo de presentar (darstellen) o figurar (abbilden)
(Black (1964), p. 99). Cf. 3.11 (1), 3.12 b.
232 3.12, 3.251 b, 3.202, 3.21, 3.203 a-b, 3.22, 3.26, 3.31.
233 Así cobran sentido las proposiciones 2.0271, 2.03, 3.311-3.315.
234 Black (1964), pp. 74-76, 98-99.
235 Wittgenstein utiliza «signo proposicional» (Satzzeicheri) cuando quiere referirse explícitamente a la con­
trapartida sintáctica de la proposición. En castellano «enunciado», entendido sintácticamente como oración enun­
ciativa, tiene aproximadamente el mismo uso, y por ello se ha optado en el presente estudio por esta traslación.
En sentido estricto, un enunciado es una expresión sintáctica, y el contenido expresado sería la proposición. Esta
distinción se preservará siempre que el contexto lo exija.
236 En general, bezeichnen se aplica a la relación general entre un signo y aquello por lo que está (3.24 (3),
3.261 a, 3.334); bedeuten se aplica preferentemente a la relación entre el nombre y lo nombrado; finalmente, ver-
treten se utiliza exclusivamente para la relación entre el nombre y el objeto y tiene el sentido de «estar en repre­
sentación de» o «tener la titularidad de» -en inglés, «to stand proxy for» o «to deputize for» (Stenius, Black).
237 3-3.01.

266
238 Stegmüller (1965), pp. 126-127. Cf. también una caracterización informal de la misma construcción en
Stegmüller (1987-89a), pp. 540-542, donde se sigue directamente a Stenius (1960), pp. 89-96. Cf. asimismo
Stenius (1981).
239 Aquí es pertinente hacer constar la distinción que Stenius establece entre representación y figura verdade­
ra. Este autor ha traducido abbilden por «representar» (represent), vorstellen por «figurar» (depict) y darstellen por
«presentar» (present). Pero es fácil ver que la contraposición conceptual esencial para su interpretación es la de
representadfigurar o presentar. En su lectura, una figura es un hecho interpretado que «representa» un prototipo
real (verdadera o falsamente); sus elementos constituyen la representación de los elementos del prototipo, y la figu­
ra (i) presenta o figura esos elementos combinados del modo en que su propia estructura externa los muestra, y (ii)
muestra la posibilidad de que ellos estén combinados de esa manera. Esto significa que Stenius reserva «figurar»
{picture) para el caso de una representación verdadera de un hecho real o posible-, y utiliza «representar» para la rela­
ción figurativa de una figura y un hecho real de referencia, pudiendo ser la representación verdadera —entonces es
«figura»- o falsa -entonces lo que figura es un estado de cosas posible distinto al real. (Cf. Stenius (1960),
pp 98-99). Ello permite utilizar como prácticamente sinónimos «depicting» y «descriptive». Aquí se ha seguido la
traducción propuesta por J. Muñoz e I. Reguera y se han vertido Bildy abbildendpor «figura» y «figurativo», pero
se ha intentado preservar la precisión de Stenius en cuanto a su aplicación; «representar» se aplica a figuras ver­
daderas o falsas de hechos reales, y «figurar» a representaciones verdaderas de estados de cosas.
240 Stegmüller (1987-89a), pp. 541, 543.
241 2.224, 2.225.
242 Stegmüller (1987-89a), p. 543.
243 Stenius (1960), p. 141.
244 2.22-2.225, 4.2.
243 Black (1989), p. 94. Stegmüller observa también que los empiristas lógicos del Círculo de Viena, al inter­
pretar el Tractatus en un primer momento en el sentido de su propia teoría verificacionista del significado, esta­
ban cayendo en el error de identificar la igualdad de estructura interna -entre la figura y el «original»- con la iso-
morfía (Stegmüller (1965), p. 129). En opinión de este autor, tal identificación sólo sería posible en el caso de
una figura sintética a priori, cuya existencia ya se ha visto negar a Wittgenstein.
246 3.1432; también 4.012, 4.015.
247 4.022.
248 5.02 (2) c-d, 4.0621 (3), 4.06, 4.0621 (1); cf. tb. 4.062.
249 4.013 (2).
250 Aunque se ha atribuido al propio Wittgenstein la «invención» de las tablas de verdad, él mismo en escri­
tos posteriores señaló que ya Frege las había utilizado como explicaciones de los símbolos primitivos de su con-
ceptografía. En lógica moderna se suele considerar que estas tablas, que proporcionan un procedimiento de deci­
sión para la verdad lógica de las proposiciones de un cálculo, pueden tomarse como definiciones de las conectivas
preposicionales en el lenguaje de los Principia, y esta misma función se les atribuye en el Tractatus. Sin embargo,
como el propio Wittgenstein escribió, las tablas de verdad no son definiciones para la introducción de los signos,
sino signosproposicionales. La innovación de Wittgenstein consistió en emplear las tablas como «símbolos» para las
proposiciones complejas. Sobre esto cf. Baker (1988), p. 86.
251 3.23, 4.22, 5.55.
252 5.101.
253 Stenius (1960), p. 151.
254 3.25.
255 6.
256 Cf. 5.2522, 5.501 a, 5.502.
257 Wittgenstein utiliza una notación barrada que, inicialmente, había sido introducida para indicar que el
símbolo es una variable. Además da por supuesto, tácitamente, el resultado que prueba que toda composición veri-
tativo-funcional es equivalente a una forma normal conjuntiva. Para una explicación detallada del simbolismo cf.
Black (1964), pp. 311-312.
258 Stenius (1960), p. 156.
259 Algo que el propio Wittgenstein hace explícito en 4.461 a.
260 Cf. Black (1964), pp. 190-194.
261 Cf. 4.12 (2).
262 Black (1964), p. 191.
263 Ibid. Con ello se llega, sin embargo, a una conclusión que necesariamente contradice una de las tesis cen­
trales del Tractatus-. «Por tanto es posible aprender, y enseñar, la referencia. Lo que se muestra no es absolutamente
incomunicable».
264 Black (1964), p. 114.

267
265 4.021 c.
266 Black (1964), pp. 136-145.
267 2.172, 4.12 (1), 4.121, 4.1212, 4.122 (4), 4.124, 4.125.
268 3.325.
269 Stenius (1960), p. 177.
270 4.12.
271 Stenius (1960), pp. 178-179; Stegmüller (1965), p. 133.
272 De hecho, se trata del análisis formulado por la teoría de actos de habla que se estudiará más adelante.
273 3.325 a.
274 5.5563 a, 5.4732, 5.473 (3), 5.4733 (1) a.
275 Importa recordar que, al discutir el estatuto del lenguaje lógicamente perfecto en el contexto de la filo­
sofía de estos autores, permanecía al final una cierta indeterminación, si bien la respuesta sugerida en cada caso
era distinta. La posición de Russell resulta aclarada en sus declaraciones en la «Introducción» al Tractatus-. el
lenguaje lógicamente perfecto se postula, y su construcción no es una tarea fácticamente realizada, en principio,
en ningún lenguaje o lengua conocidos. Su perspectiva está determinada por su posición epistemológica. Como
ya se ha visto, Russell creía que en la base del conocimiento hay categorías materiales simples (cualidades sen­
soriales) y determinadas leyes lógicas, cuyo estatuto es independiente y previo a toda otra elaboración episté­
mica humana y, en particular, al lenguaje. Aunque cabría una interpretación naturalista de las leyes lógicas
—entendiéndolas como leyes psicológicas empíricas—, no era ésta la idea de Russell. Frege compartía sin duda
la misma concepción platonizante respecto a la lógica subyacente al lenguaje humano; pero, en su caso, sí pare­
ce haber considerado que esta lógica se encuentra realizada en los lenguajes de la ciencia y en el lenguaje natu­
ral en su función o uso epistémico, si bien la gramática superficial «disfraza el pensamiento».
276 3.327, 3.33, 3.334, 3.344.
277 5.433 (3), 5.473 (3) c-d.
278 Stenius (1960), p. 191.
279 Ibid., p. 194.
280 Stegmüller (1965), p. 121.
281 Esto se pone particularmente de manifiesto cuando, al preguntarse por las «conexiones lógicas» que per­
tenecen a la estructura interna de la realidad, Stenius observa que estas interrelaciones son «lógicas» en un senti­
do peculiar; pues no refieren a reglas lógicas del tipo de las que regulan el uso correcto del lenguaje, sino que están
fundadas en la «naturaleza» de las cosas —así, por ejemplo, en la independencia de las cualidades por las que las
expresiones predicativas están (tesis de la independencia lógica de los predicados atómicos).
282 Stenius (1960), p. 202.
283 En esto insiste en particular Black (1964), p. 141. Respecto a la relación entre las reglas de la sintaxis lógi­
ca y los principios de inferencia lógicos, su interpretación difiere considerablemente de la de Stenius. Pues éste
considera que Wittgenstein habla de la sintaxis lógica subsumiendo en ella, al igual que Carnap posteriormente,
no sólo el análisis sintáctico sino también lo que habitualmente se denomina lógica formal (Stenius (1960), p.
197). Black afirma, por el contrario, que la sintaxis lógica sería sintaxis en sentido estricto, de acuerdo con la carac­
terización en lógica moderna. Es decir, se ocuparía únicamente de las reglas de un cálculo para la combinación de
los signos: i) reglas de formación de expresiones bien formadas (susceptibles de expresar un sentido), y ii) reglas
de transformación que prescriben las sustituciones admisibles de signos, aquellas que preservan el valor de verdad.
Sin embargo, Black parece basar su interpretación en un error lógico; pues considera que las reglas de entraña-
miento (semánticas) pueden sustituirse siempre por equivalencias lógicas, lo que permitiría sin pérdida de gene­
ralidad tratar todas las reglas de transformación -que son reglas sintácticas de deducción- como equivalencias lógi­
cas. Esto, que no es sino una paráfrasis de lo que el propio Wittgenstein argumenta en 6.1221, es una posibilidad
que descansa en el teorema de deducción -del lado de la sintaxis- y en la completud y corrección de la lógica pro­
posicional clásica -del lado de la preservación del valor de verdad en las inferencias y equivalencias-; pero no puede
generalizarse a todos los sistemas lógicos. En el caso general no ocurre que las reglas lógicas puedan sustituirse por
axiomas, ni que se dé la correspondencia deseada -en términos de completud y corrección- entre sintaxis y semán­
tica. Se trata de un error del mismo tipo del que lleva al autor del Tractatus a identificar tautología y verdad lógi­
ca. En ambos casos se pone en evidencia un presupuesto de Wittgenstein que, en la medida en que es inadverti­
do, puede poner conceptualmente en cuestión todo el programa teórico. Wittgenstein habla como si considerase
que el cálculo clásico de primer orden refleja la forma lógica de la realidad.
284 Black (1964), p. 145.
285 Recuérdense 5.4732, 5.4733; cf. tb. 5.557.
286 «La doctrina de Wittgenstein sobre el mostrarse tiene dos raíces en el Tractatus, una más general y otra
más específica. La razón más general para la concepción de Wittgenstein es la inefabilidad de las relaciones semán­
ticas. La razón más específica es la inexpresabilidad de los objetos simples y sus formas (...) Es incorrecto referir­

268
se a la concepción del Tractatus como una aseveración de la inexpresabilidad del lenguaje per se o de la inexpresa-
bilidad de la estructura del lenguaje (como hace Russell en su Introducción al Tractatus). La inexpresabilidad está
restringida a la semántica de nuestro lenguaje y a su estructura. Contrapuestamente, la sintaxis del lenguaje puede
expresarse y discutirse en el lenguaje» 0. y M. B. Hintikka (1986), pp. 9, 11).
287 Ibid., p. 21.
288 El propio Wittgenstein establece explícitamente este vínculo en otros escritos suyos; así, en las
Philosophische Bemerkungen puede leerse: «El límite del lenguaje se muestra en la imposibilidad de describir el
hecho que corresponde a una proposición (...) sin repetir esta misma proposición. - Lo que estamos tratando aquí
es la solución kantiana al problema de la filosofía».
28<l Stenius (1960), cap. 11: «Wittgenstein as a Kantian philosopher».
290 Stemüller (1987-89a), p. 554.
291 Ibid., pp. 554-561.
292 Kant emplea la expresión « theoretisch móglich», que en el contexto de la Crítica de la razón pura hay que
entender, naturalmente, como cognosciblemente posible.
293 Ibid., pp. 557-558.
294 Cf. Stenius (1960), p. 218.
295 4.111-4.115.
296 6.13.
297 Entre las proposiciones sintéticas a priori, Kant incluía las verdades matemáticas o la ley de causalidad.
Wittgenstein reitera aquí el «giro» ya visto: la forma a priori de la experiencia se muestra en la forma de todo len­
guaje significante; a la pregunta de si se precisa algún tipo de intuición responde que el lenguaje proporciona la
única intuición necesaria aquí. Cf. 6.2, 6.21, 6.233; 6.3, 6.31, 6.3211 f, 6.36, 6.361.
298 Aquí la frase no se vierte literalmente, sino que la traducción opta por una de dos interpretaciones posi­
bles. Sobre la posible ambigüedad de la frase cf. Stenius (1960), p. 221, n. 2; Black (1964), p. 309. Ambos auto­
res siguen la lectura aquí adoptada.
299 5.6, 5.61 (1), 5.62 (2)-(3), 5.632, 5.634 (3), 5.64.
300 6.5, 6.432, 6.423, 6.421, 6.44, 6.522, 6.45, 6.54.
301 Aquí se situaría, me parece, la diferencia fundamental entre las concepciones del significado de Russell
y Wittgenstein. La crítica a la teoría de tipos que entraña la distinción entre decir y mostrar no consiste -como
sí es el caso en otras posiciones filosóficas— en atribuirle a la teoría semántica que se apoya en esa teoría de tipos
una supuesta «prohibición» dogmática de la autorreferencia. Se trata de una crítica interna mucho más radical:
pues pone de manifiesto los presupuestos que la teoría de tipos tiene que asumir para su propia formulación y
que estos presupuestos -definiciones recursivas a partir de ciertos elementos primitivos, principios lógicos,
reglas de inferencia o formas de argumentación, reglas semánticas definitorias de la interpretación, axiomas en
el caso de un sistema axiomático— se formulan necesariamente desde un ámbito no accesible a la propia teoría.
Lina teoría pragmatista descriptiva puede hacer de ellos objeto de determinación observacional, identificándo­
los como los elementos que, de hecho, hacen entrar en juego los hablantes en determinados contextos de uso
del lenguaje; pero con ello tampoco se responde al problema que preocupa a Wittgenstein: qué condiciones
hacen posible esa descripción pragmática, que está suponiendo la posible correspondendencia entre sus propias
afirmaciones teóricas y el ámbito empírico del uso del lenguaje por los hablantes. Una teoría pragmática del
significado de inspiración kantiana consistirá en identificar -por medio de una reconstrucción reflexiva- estas
condiciones en el ámbito pragmático de la actividad lingüística, así como los presupuestos universales y nece­
sarios que la hacen posible. Pero no es ésta la posición de Wittgenstein: él sitúa su investigación en la dimen­
sión estrictamente semántica del lenguaje y se ve obligado, por ello, a hacer entrar en juego el «límite trascen­
dental» de lo que necesariamente hay que suponer presente en el lenguaje, si es que éste ha de constituir figura
de la realidad.
302 Black (1964), p. 115.
303 Es inevitable recordar aquí la paradoja que formulaba Humboldt: el lenguaje tuvo que surgir de golpe y
completo.
304 Black (1964), p. 142. Esta asociación no debe inducir a confusión. Mientras Black sigue la línea pragma­
tista del segundo Wittgenstein, Carnap y los filósofos del Círculo de Viena adoptaron una perspectiva semantis­
ta y restringieron el alcanze de la teoría figurativa del significado enunciativo a una teoría de la «figuración ver­
dadera», al considerar que las reglas semánticas (inexpresables) del Tractatus podían identificarse con las reglas de
verificación del criterio empirista del significado -lo que entrañaba, entre otras cosas, una forma de naturalismo
más acorde con la «Introducción» de Russell que con un compromiso con el trascendentalismo por parte de
Wittgenstein. Las críticas a esta interpretación han sido numerosas; entre ellas tiene especial valor la del propio
Carnap en trabajos posteriores. Sobre ello, cf.: G. Frongia/B. McGuinness (1990): «History of the reception of
Wittgenstein’s work», en Wittgenstein (A bibliographical guide), Oxford, pp. 17-26 (los autores adoptan un tono

269
extraordinariamente crítico con esta interpretación y con Carnap en particular); Stenius (1960), pp. 183-189;
Stegmüller (1965), pp. 134-135; id. (1987-89a), pp. 556-557; Pears (1979).
305 Cf. Black (1964), p. 143.
306 Aquí, como con anterioridad en el texto, la oposición fáctico!contrafáctico ha de entenderse en el sentido
de la oposición quaestio factHquaestio inris y subsume una prespectiva kantiana. Para Kant, la cuestión del cono­
cimiento como tal no es una cuestión de hecho, sino de derecho: remite a una legitimidad o validez que no se
establece en la génesis fáctica de cada contenido cognoscitivo en particular, sino en la demostración o justifica­
ción. Del mismo modo, la cuestión del significado se considera aquí una cuestión de derecho; remite a un pro­
blema de legitimidad o validez que no se resuelve describiendo una génesis fáctica, sino mediante una reflexión
casi-trascendental: la que identifica los presupuestos normativos que fundamentan o justifican la fuerza semánti­
ca del lenguaje. El término «contrafáctico» tiene aquí el mismo significado que el término «normativo»; no se trata
de algo susceptible de exposición empírica, sino de las condiciones que tienen que estar dadas, y los presupuestos
regulativos que tienen que verse suficientemente respetados, para que sea posible cualquier descripción lingüísti­
ca del mundo.
307 Tugendhat (1976), p. 65.
308 Stegmüller (1987-89), vol. 1, pp. 346-428 («Moderner Empirismus: Rudolf Carnap und der Wiener
Kreis», en lo sucesivo ref. como Stegmüller (1987-89b), aquí p. 358.
309 Ibid,., p. 353. Cf. también más abajo. De la importancia que este autor otorga al requisito de la publici­
dad o la intersubjetividad como criterio de la validez de los enunciados y teorías se volverá a hablar al final.
310 Stegmüller insiste en esta restricción del estudio a sistemas lingüísticos formalizados, en particular en el
caso de Carnap (Stegmüller (1987-89b), pp. 347, 360). Este, en un trabajo que se va a estudiar, afirmó que el
marco conceptual allí ofrecido «se referirá a sistemas lingüísticos semánticos, no al lenguaje natural (...) Creo que
los problemas ligados a la aclaración de nociones de este tipo para el lenguaje natural son de una naturaleza por
completo distinta» (Carnap (1952): «Meaning postulates», en Meaning and necessity, Chicago, '1947, 1988, pp.
222-29, aquí pp. 222-23). No obstante, el problema de cómo se establece el puente entre ambos tipos de len­
guajes habrá de volverse a tratar.
311 R. Carnap (1935a): «Philosophy and logical syntax», en id. (1935), Philosophy and logicalsyntax, Londres;
trad. cast.: «Filosofía y sintaxis lógica» en J. Muguerza (ed.), La concepción analítica de la filosofía, Madrid, 1986,
por donde se cita; aquí pp. 302-304.
312 Stegmüller (1987-89b), p. 348.
313 Movimiento creado en la universidad de Viena en torno a M. Schlick; en 1929 Carnap, Hahn y Neurath
publicaron un pequeño escrito programático y en 1930 se comenzó a publicar Erkenntnis, la revista de difusión
del movimiento intelectual. Cf. V. Kraft (1950): Der Wiener Kreis, Viena (trad. cast.: El Círculo de Viena, Madrid,
1966, por donde se cita); A. Ayer (1957): «Introduction», en id. (ed.), Logical Positivism, Glencoe, 111. (trad. cast.:
El Positivismo lógico, México, 1965, por donde se cita). - Ha sido habitual encontrar en ámbitos filosóficos tradi­
cionales un fuerte rechazo a este movimiento, por su crítica a la metafísica especulativa, su respeto por el método
científico y su afirmación de que la tarea de la filosofía es el análisis lógico del lenguaje. Quizá importe recordar
por ello el contexto histórico en el que surge el movimiento. A. Ayer ha recordado que, aunque sus miembros
-con la excepción de Neurath- no habían intervenido activamente en política, varios simpatizaban con el socia­
lismo y la socialdemocracia y su temperamento crítico y su defensa de la racionalidad del conocimiento y la nece­
sidad de comprobación pública del mismo, frente al irracionalismo reinante, les hizo sospechosos ante los gobier­
nos de derechas del momento y, más aún, ante el nacional-socialismo; con la llegada del nacismo y la anexión de
Austria en 1938, muchos hubieron de exilarse y Kraft ha explicado que, por motivos políticos -algunos de los
miembros eran judíos, y la actividad de la Asociación Ernst Mach que habían fundado se consideró «degradada»—,
se prohibió la compra de las obras del Círculo de Viena y éste finalmente tuvo que desaparecer, aunque sus miem­
bros continuaron desarrollando en Europa y los Estados Unidos una corriente de pensamiento que ha tenido gran
influencia. El tipo de preocupación que guiaba la afirmación del valor del conocimiento racional y de la necesi­
dad de su reconstrucción, está unido a esta oposición a la «metafísica» vacía o ideológicamente contaminada del
irracionalismo contemporáneo; ello no se aplicaría a la filosofía tradicional en general, forma legítima de conoci­
miento en su contexto histórico. El propio Carnap, cuyo trabajo ha sido el más sobresaliente, situó explícitamen­
te su filosofía en la tradición de Hume (Carnap (1935a), p. 306).
314 V. Kraft: «Logischer Positivismus», en J. Ritter/K. Gründer (eds.) (1971-1989), Historisches Wórterbuch
der Philosophie, Basilea, p. 1123.
315 Kraft: «Logischer Empirismus», en Ritter/Grunder (eds.), p. 478.
316 Kraft: «Physikalismus», en Ritter/Gründer (eds.), pp. 947-948.
317 Carnap (1931): «Die physikalische Sprache ais Universalsprache der Wissenschaftlichen Erkenntnis», en
Erkenntnis 2 (1931), pp. 432-465; Carnap (1950): «Empiricism, semantics, and ontology», en Revue Inter, de
Philosophie 4 (1950), pp. 20-40, esp. p. 23.

270
318 Cf. Kraft, «Physikalismus», ibid., y Carnap (1957): «Observaciones del autor» añadidas a «Psicología en
lenguaje fisicalista», en Muguerza (ed.) (1986), pp. 171-204, aquí 203-204 (orig. en Erkenntnis 3 (1932-3), v.
infra.).
319 Carnap (1930): «Die alte und die neue Logik», en Skirbekk (ed.) (1977), Wahrheitstheorien, Francfort,
pp. 73-88.
320 Ibid., p. 73.
321 Ibid., p. 85.
322 Ibid., pp. 85-86.
323 Ibid., p. 88.
324 Se remite al lector a Carnap (1936/37): «Testability and meaning», en Philosophy ofScience 3 (1936), 4
(1937).
325 Carnap (1935), p. 316.
326 Carnap (1934): Logische Syntax der Sprache, Viena y Nueva York, 1968, pp. 44-45.
327 El sentido preciso que se da a este término se expone más abajo.
328 Carnap (1932): «Überwindung der Metaphysik durch logische Analyse der Sprache», en Erkenntnis 2
(1932); trad. cast. en Ayer (ed.) (1957), pp. 66-87, por donde se cita; aquí p. 69.
329 Kraft: «Beobachtungssatz», «Beobachtungssprache/theoretische Sprache», «Protokollsatz», en
Ritter/Gründer (eds.), pp. 832, 1536.
330 Carnap (1931), p. 438.
331 Se hará referencia a la siguiente bibliografía. Carnap (1928): Der logische Aufbau der Welt, Leipzig {-La cons­
trucción lógica del mundcr, trad. cast. de L. Mués, México, 1988, por donde se cita); Goodman (1963): «The signi-
ficance of‘Der logische Aufbau der Welt’», en P. Schilpp (ed.), Thephilosophy ofRudolf Carnap, La Salle, 111. 1963,
pp. 545-558; Moulines (1973): La estructura del mundo sensible, Barcelona, cap. 3; Stegmüller (1987-1989), vol.
1, pp. 387-392; Moulines (1991): «Making sense of Carnap’s ‘Aufbau’», en Erkenntnis 35 (1991), pp. 263-286;
Moulines (1991a): «Un modelo operacional del Aufbau Carnap», en E. de Bustos et al. (eds.), Perspectivas actua­
les de lógica y filosofía de la ciencia, Madrid, 1994, pp. 21-34.
332 Mediante la aplicación del método del cuasi-análisis se construyen o constituyen, en primer lugar, clases
cualitativas que representan cualidades de la sensorialidad o la afectividad; a partir de estas clases cualitativas se
constituyen las clases sensoriales (clases de cualidades que pertenecen al mismo campo sensorial); las estructuras
sensoriales individualizadas pueden identificarse de manera puramente formal a partir del número de dimensio­
nes que les corresponden —por ejemplo, el sentido complejo de la visión se diferencia de los demás porque pre­
senta una estructura pentadimensional, que comprende tres dimensiones para el color (matiz, saturación y brillo)
y dos para la ordenación espacial de las superficies-; finalmente, en esas estructuras sensoriales individualizadas se
hace posible constituir los componentes de las cualidades, lo que en el ejemplo anterior da lugar a la deducción
de las posiciones en el campo de visión a partir de una primera ordenación espacial y, mediante el recuerdo de
semejanza, a la deducción de uqa ordenación temporal para las vivencias elementales. (Cf. Stegmüller (1987-89),
vol. 1, p. 391.)
333 Cf. Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 392.
334 Cf. Carnap (1928), seccs. 136-138, 139-149; Moulines (1973), pp. 163-167.
335 Carnap (1931), esp. p. 441.
336 Se enuncia p.e. en Carnap (1932-33): «Psychologie in physikalischer Sprache», en Erkenntnis 3 (1932-
33); trad. cast. en Ayer (ed.), pp. 171-204, por donde se cita; aquí p. 171.
337 Popper (1934): Logik der Forschung, Viena; Carnap (1936): «Wahrheit und Bewáhrung», en Skirbekk
(ed.), pp. 89-95; Hempel (1950a): «Empiricist criteria of cognitive significance: Problems and changes», en A. P.
Martinich (ed.), Thephilosophy oflanguage, Oxford, 1990, pp. 13-25.
338 Carnap (1936), esp. pp. 90, 92, 94; Carnap identifica, entre estas reglas, dos posibles operaciones: la
formulación de una observación, y la comparación entre sí de enunciados, y considera que es la primera la
que debe centrar la atención. Con ello está reconociendo la necesidad de que la teoría coherentista de la ver­
dad no renuncie a una teoría de la correspondencia para el lenguaje observacional o protocolar, y de corres­
pondencia «indirecta» para los restantes enunciados. La creencia en la intertraducibilidad de los diversos len­
guajes científicos y la convicción de que ha de haber un lenguaje unificado «ideal» impide que la teoría del
significado correspondiente pueda considerarse holista, en el sentido en que lo es la de los filósofos post-ana-
líticos.
339 En esta formulación final se ha seguido a Stegmüller (1987-89), vol. 1, pp. 408-410.
340 Se sigue a Carnap (1935), pp. 307-316.
341 Aunque Carnap utiliza el término «consecuencia», en lógica moderna se reserva éste para la relación semán­
tica de consecuencia lógica-, Carnap está considerando únicamente la relación de derivabilidad o deducibilidad, sin­
táctica, del cálculo correspondiente a un sistema formal.

271
342 Carnap (1935), p. 320. Sobre la base de esta distinción, formulada originalmente en el marco del estudio
de la sintaxis lógica en tanto que teoría formal del lenguaje, se hace posible más tarde distinguir entre lo que
Carnap llama «cuestiones internas» y «cuestiones externas» por referencia a un marco lingüístico y conceptual;
mientras las cuestiones internas —«¿existe tal entidad con tales propiedades?»— pueden formularse con sentido en
el modo material de habla, a las cuestiones externas —relativas a la existencia o la validez del marco conceptual
como un todo— no puede responderse con sentido y constituyen, de hecho, enunciados de pseudo-objeto. Con
respecto a la teoría semántica, es importante tener en cuenta esta distinción: los enunciados de la semántica tie­
nen sentido como enunciados en el modo formal de habla, y términos como «proposición» o «significado» no
introducen una ontología de entidades abstractas, sino un expediente lingüístico de carácter técnico que es útil
para el propósito del análisis semántico para la interpretación, aclaración o construcción de lenguajes, especial­
mente de los de la ciencia. Cf. Carnap (1950), esp. pp. 20-22, 33-40.
343 Baker (1988): Wittgenstein, Frege and the Vienna Cicle, Oxford, esp. cap. 6, pp. 207-235.
344 Cf. refs. anteriores en Stenius (1960) y Stegmüller (1965), id. (1987-89).
345 «El sentido de una proposición es su método de verificación»; Wittgenstein, recogido en Waismann (ed.)
(1967): Wittgenstein und der Wiener Kreis, en L. Wittgenstein. Werkausgabe, Francfort, 1984, p. 79; cf. asimismo
pp. 47-48, 227, 243-246. Aunque en los años 1929-1931 hubo una aproximación de Wittgenstein a los filóso­
fos del Círculo de Viena, su pensamiento evolucionó después en una dirección muy distinta; su concepción de la
lógica, sin embargo, sí se mantuvo fiel a una forma de convencionalismo que le llevó, en la última etapa, a una
concepción constructivista de las matemáticas.
346 Carnap (1936), p. 92. - Carnap no hace mención explícita de Wittgenstein o del Tractatus, pero consi­
dera críticamente la idea de poder llevar a cabo, como se propone allí, la «comparación de una proposición con
un hecho»: esta comparación no tiene lugar entre el enunciado y el hecho de forma inmediata, sino sobre la base
de reglas u operaciones que es preciso analizar.
347 Kraft (1950), p. 33.
348 Carnap (1935), p. 308.
349 Este punto permitió interpretaciones intencionalistas por parte de algunos empiristas lógicos como Ayer,
quien consideró que tras las reglas lógicas para p.e. las conectivas veritativo-funcionales se encontraban las inten­
ciones de los hablantes de emplearlas de un cierto modo. Cf. Ayer (1936): Language, truth and logic, Londres.
350 Cf. Baker (1988), pp. 230-235.
351 Cf. Kraft (1950), p. 177-178; Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 393.
352 Cf. Carnap (1932-33): p. 172; Carnap (1935), p. 331.
353 Kraft (1950), pp. 177-180.
334 Cf. Carnap (1931), esp. p. 441, citado antes.
355 Como ha puesto de manifiesto Stegmüller, esta opción suponía un debilitamiento respecto al primier fisi­
calismo adoptado por Neurath y Carnap, quienes consideraron inicialmente que era el lenguaje de las ciencias físi­
cas el que de modo paradigmático satisfacía las dos condiciones. Pero se trataba de un lenguaje puramente cuan­
titativo que sólo hacía uso de conceptos métricos y no permitía introducir conceptos cualitativos. En cualquier
caso, la segunda formulación debilitada del fisicalismo pone de manifiesto que esta teoría semántica no consistía
en privilegiar el lenguaje de las ciencias físicas, sino en una forma de materialismo. Como atestigua Stegmüller:
«Por el contrario, de ninguna de las maneras se vinculó con ésta [la exigencia del fisicalismo, C.C.] la afirmación
de que todas las regularidades tuvieran que reconducirse a leyes físicas» (Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 395).
356 Cf. Stegmüller (1989), p. 397.
357 Tarski (1933): «The concept of truth in formalized languages», en J. Corcoran (ed.), Logic, semantics, meta-
mathematics, Oxford, 1956, Indiana, 1983 (por donde se cita). Carnap se refiere a ello en su «Intellectual
Autobiography», en P. A. Schilpp (ed.) (1963), pp. 3-84, aquí pp. 60-61.
358 Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 416, n. 1.
359 Ibid.
360 Carnap (1942): Introduction to semantics, Cambridge, Mass., 1944. Aquí se sigue la exposición de
Stegmüller (1987-89), vol. 1, pp. 416-422.
361 La posición de Carnap y los filósofos del Círculo de Viena, así como la de los continuadores críticos de
esta orientación, es explícita en Stegmüller: un estudio pragmático «tiene que ser siempre empírico, pues la con­
sideración de la peculiaridad del hablante sólo es posible sobre la base de datos empíricos» (Stegmüller (1987-89),
vol. 1, p. 414). La posición del empirismo lógico no permite tomar en consideración la posibilidad de una prag­
mática formal que intente identificar, mediante un análisis abstractivo, los rasgos estructurales de la competencia
pragmática, así como llevar a efecto una reconstrucción racional del saber de las reglas que cualquier hablante com­
petente de una lengua ha de poseer. De hecho, esta reconstrucción sólo es posible desde un planteamiento kan­
tiano: esta afirmación se intentará justificar en la valoración final.
362 Cf. Carnap (1942): Introduction to semantics, Cambridge, Mass., pp. 22 y ss.

272
363 El desarrollo de Tarski se expone con mayor detalle en una ampliación posterior. Aquí se introducen tan
sólo los elementos conceptuales imprescindibles para situar la reelaboración de Carnap. Se siguen para ello Carnap
(1942) y Carnap (1947, 1988): Meaning and necessity, Chicago. Esto no debe entenderse como si Carnap siguie­
se a Tarski en todos los puntos. De hecho, existe una importante diferencia entre la semántica de Tarski y la de
Carnap: en la semántica de Carnap, la interpretación de un determinado lenguaje exige el empleo de la noción de
verdad que se presenta en las correspondientes reglas de verdad; y a esta interpretación le pertenece una definición
de la noción de verdad, lo que no es el caso en la semántica de Tarski -en ésta última (trabajos de la década de
los años treinta y cuarenta), nociones semánticas básicas como las de verdad y de satisfacción se definen presupo­
niendo la noción de significado, y la interpretación del lenguaje objeto en el metalenguaje se especifica mediante
el establecimiento de una correlación entre las constantes del lenguaje objeto y sus traducciones metalingüísticas,
para lo que Tarski apela a la noción de sinonimia. De este modo, mientras en la semántica de Carnap la caracte­
rización de un lenguaje viene dada de modo fundamental mediante reglas de verdad, en la semántica de Tarski
no se apela por lo mismo a estas reglas. - Cf-Fernández Moreno (1992): Wahrheit und Korrespondenz bei Tarski,
Würzburg, esp. pp. 111-118, 145-159; id. (1994): «Tarski y la noción carnapiana de significado», en Revista de
Filosofía 7TV2 (1994), pp. 403-420.-A esta interpretación será preciso superponerle, sin embargo, la que más ade­
lante se va a ver en Davidson; cf. infíra.
iM Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus.
365 Esta interpretación de la condición de adecuación material fue introducida por primera vez por el lógico
polaco Lesniewski; el también lógico y matemático polaco A. Tarski hizo uso de ella, al estudiar la posibilidad de
introducir una noción de verdad formalmente exacta y materialmente adecuada para los lenguajes precisos de las
ciencias deductivas de su tiempo y, especialmente, para los lenguajes formalizados. La descripción de sistemas
semánticos llevada a cabo por Carnap parte de la elaboración de Tarski.
366 En qué medida este es el caso también en Tarski se discutirá con mayor detalle. En la ampliación poste­
rior se verá el trabajo de H. Field (1972), en el cual este autor mostró cómo, de hecho, la noción de verdad de la
definición tarskiana no constituye un concepto primitivo, sino que presupone otros conceptos que han de consi­
derarse más básicos; en concreto, la noción de satisfacción -que puede considerarse sintáctica y en ese mismo sen­
tido no impide el carácter de «verdadero» como concepto semántico primitivo— y una noción de traducción que
presupone la de significado. - La teoría del significado de D. Davidson, por otra parte, ha llevado a cabo una inver­
sión radical de esta definición, al tomar la noción de verdad efectivamente como primitiva y mostrar de qué modo
derivar a partir de ella la de significado, que se extiende a amplios fragmentos del lenguaje natural.
367 Carnap (1947, 1988): Meaningandnecessity, Chicago, 1988, pp. 7-13 (Carnap advierte en el prefacio que
estas definiciones corrigen las propuestas originalmente en Carnap (1942)).
368 Esto hace posible introducir, para un sistema semántico dado S, la noción de descripción de estado
{Zustandsbeschreibunf}-. una situación (Sachlage) o estado de cosas es un estado-L (respecto a S) si puede venir
expresado mediante recursos lingüísticos de S; el correspondiente enunciado de S que expresa el estado es la des­
cripción de estado, que puede recibir el valor de verdad «verdadero» o «falso». A la totalidad de los estados-L (o de
las descripciones de estado correspondientes) en los cuales un enunciado dado es verdadero, se le da el nombre de
espacio dejuego-L (L-Spielraum) de ese enunciado. El concepto de estado-L (L-Zustand) constituye una precisión
semántica del concepto leibniziano de mundo posible, el espacio de juego-L de un enunciado se corresponde con los
«mundos posibles» en los cuales el enunciado es verdadero. Un enunciado es verdadero-L (verdadero en virtud de
las reglas lógicas) en S cuando su espacio de juego-L coincide con la clase de todos los estados-L de S (Carnap
(1947, 1988), p. 9).
369 Ibid, p. 10.
370 Ibid., pp. 6-7. Carnap advierte que ello no implica una «reificación» u «ontologización» de los significa­
dos; cf. Carnap (1950), ref. en nota anterior.
371 Carnap (1947, 1988), pp. 18-19, 23, 26-27, 40-41.
372 Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 420. Este autor ha demostrado formalmente, con vistas a una simplifi­
cación de la construcción lingüística, que el concepto de la extensión puede retrotraerse al de la intensión. Esta
perspectiva es la inversa de la que adopta Moulines cuando observa que Carnap dio una nueva formulación, más
débil, del postulado de la extensionalidad de Frege, según el cual el significado, en el sentido de la referencia, de
cualquier expresión viene determinado únicamente por su extensión, formulación «que, por lo que sé, no ha sido
invalidada, aunque tampoco confirmada: toda proposición intensional es transformable, por medio de las reglas
lógicas aceptadas, en una proposición extensional» (Moulines (1973), p. 135). La teoría estructuralista de la cien­
cia que Stegmüller y Moulines han desarrollado puede considerarse continuación de este empirismo lógico, si bien
su aplicación de la teoría de modelos permite asumir este postulado de la extensionalidad -puesto que la noción
de interpretación aquí es estrictamente extensional.-Otros filósofos post-analíticos han sido críticos también con
la introducción de intensiones por parte de Carnap. W. V. Quine y D. Davidson han defendido lo innecesario e
inadecuado de formular una teoría semántica sobre esa base; Davidson sintetiza la posición compartida por ambos

273
cuando observa que la introducción de la semántica-L y de la noción de descripción de estado está motivada por la
convicción de Carnap de que es preciso poder dar cuenta de lo que se ha llamado «contextos intensionales», entre
los que se cuentan las oraciones de creencia y los contextos que combinan cuantificación y modalidades; Davidson
defiende la posibilidad de un análisis distinto para los correspondientes fragmentos del lenguaje natural, lo que
haría innecesaria la introducción de tales «contextos intensionales» (cf. Davidson (1963a): «The method of exten­
sión and intensión», en P. Schilpp (ed.) (1963), pp. 311-349, esp. pp. 348-49).
373 Junto a la concepción intensionalista del significado, Putnam atribuye al empirismo lógico una teoría de
la referencia indirecta vinculada a ésta, que explica la determinación o fijación de la referencia por un procedi­
miento lingüístico de identificación a partir de atribuciones predicativas fijas. Cf. Putnam (1975): Mind, langua-
ge and reality (Philosophical Papers), vol. 2, Cambridge, Mass., 1987, esp. «Explanation and reference» (1973) y
«The meaning of ‘meaning’» (1975b).
374 Carnap (1955): «Meaning and synonymy in natural languages», en Meaning and necessity, pp. 233-247.
375 Así, en «Meaning Postulates» (1952) advierte que el marc<rR>nceptual ofrecido «se referirá a sistemas lin­
güísticos semánticos, pero no al lenguaje natural (...) Creo que los problemas relativos a la explicación de este tipo
de conceptos para las lenguas naturales son de una naturaleza completamente distinta»; y en «On belief senten-
ces» (1954) explica que el análisis llevado a cabo «no se refiere a lenguas históricamente dadas, sino más bien a sis­
temas semánticos que se definen a partir de reglas» (ambos ensayos incluidos en la ed. de 1988 de Carnap (1947,
1988), aquí pp. 222-23, 230).
376 Carnap precisa que, aunque estos postulados se introducen como axiomas —por consiguiente, en la parte
sintáctica de la construcción-, no son axiomas en el sentido usual. En efecto, los «axiomas» de un sistema formal
no interpretado son esquemas de axioma, mientras que los postulados de Carnap son instanciaciones particulares
que requieren haber fijado previamente la interpretación de ciertas constantes individuales y predicativas -o cons­
tantes descriptivas-. Así, en su ejemplo «todos los solteros son no casados», es preciso fijar la interpretación de las
constantes: ‘S’=’soltero’, ‘C’=’casado’, para poder introducir como axioma en el sistema ‘(x)(Sx—>-iCx)’ (Carnap
(1952), p. 224).
377 Carnap (1952), p. 225.
378 La noción es de Kripke; cf. S. A. Kripke (1972): Naming and necessity, Oxford, 1990.
379 «Me parece mejor reconstruir el lenguaje de la ciencia de modo que términos como ‘temperatura’ en físi­
ca, o ‘irritación’ o ‘creencia’ en psicología, se introduzcan como construcciones teóricas antes que como varibles
del lenguaje de observación que interviene. Esto significa que un enunciado que contenga un término de este tipo
no puede ni traducirse a un enunciado del lenguaje de observación ni deducirse de tales enunciados, sino que en
el mejor de los casos se infiere con una probabilidad alta» (Carnap (1954), p. 230).
380 Carnap (1955), p. 233.
381 Carnap (1955a), en la ed. de 1988 de Carnap (1947, 1988), pp. 248-250, aquí p. 250 [curs. mías, C.C.].
382 Hempel (1950), pp. 59-61. Importa observar, como el propio Hempel señala, que si se intenta fundamen­
tar éste por recurso al principio de inducción -como regularidad observada en los sistemas de representación de la
ciencia-, con ello sólo se está retrotrayendo el problema al de cuál es el estatuto lógico de este último principio.
383 Moulines (1991), p. 265.
384 Kraft (1950), p. 39 [curs. mías, C.C.]
385 Stegmüller (1987-89), vol. 1, p. 358.
386 Ibid. [curs. mías, C.C.]
387 Ibid., p. 427 [curs. mías, C.C.].
388 Ibid.
389 Tarski (1944): «The semantic conception of truth and the foundation of semantics», en Philosophy and
phenomenological research\ (1944) (tb. en P. A. Martinich (ed.) (1990), pp. 48-71, por donde se cita); la traduc­
ción inglesa del trabajo original, publicado en polaco, es Tarski (1933): «The concept of truth in formalized lan­
guages», en J. Corcoran (ed.), Logic, semantics, metamathematics. (Papers from 1923 to 1938 by Alfred Tarski),
Oxford, 1956, Indiana, 1983, pp. 152-278 (por donde se cita); cf. también S. R. Givant/R. N. McKenzie (eds.),
Alfred Tarski. (Collected Papers), 4 vols., Basilea, Boston y Stuttgart, 1986. - Para la definición formal de Tarski,
inicialmente formulada en una notación complicada que después se ha modificado, se van a seguir fundamental­
mente las dos exposiciones siguientes: H. Field (1972): «Tarski’s theory of truth», en R. M. Harnish (ed.), Basic
topics in the philosophy of language, Nueva York y Londres, 1994, pp. 571-597; H. Lauener (1992): «Das
Formalsprachenprogramm in der Analytischen Philosophie», en M. Dascal et al. (eds.),
Sprachphilosophie/Philosophy of language/La philosophie du langage, vol. 1, Berlín y Nueva York, 1992, pp. 825-
859, esp. pp. 837-839.
390 Se traduce el término inglés sentencey el alemán Szztepor enunciada, Tarski precisa que bajo este término
o por el genérico «expresión» no entiende inscripciones individuales, sino clases de inscripciones de forma similar
(Tarski (1944), nota 6).

274
391 P.e. Tarski (1933), pp. 165-166.
392 Tarski (1944), pp. 52, 61.
393 Ibid., p. 50.
394 Ibid., pp. 55, 53.
395 Para el lenguaje formal se respeta la convención de utilizar el término «sentencia» en vez de «enunciado».
Se sigue la notación canónica de W. V. Quine, según la exposición en Lauener (1992), pp. 838-839.
396 Quine (1990, 1992): Pursuit of truth, Cambridge, Mass.; la versión cast. (trad. cast. de J. Rguez. Alcázar):
La búsqueda de la verdad, en Madrid, 1992, por donde se cita, incluye algunas modificaciones posteriores del pro­
pio Quine; aquí pp. 122-131.
397 H. Field (1972), p. 571.
398 Tarski (1944), secc. 13, esp. p. 57.
399 Entre los trabajos que se van a seguir y que más se citarán aquí, cf.: W. V. Quine (1953): From a logicalpoint
ofview, Cambridge, Mass. y Londres, 1980; íce (1960): Wordand object, Cambridge, Mass. y Londres; id. (1969a):
«Epistemology naturalized», en Ontological relativity and other essays, Nueva York (trad. cast. de M. Garrido, y J. Ll.
Blasco: La relatividad ontológica y otros ensayos, Madrid, 1974, por donde se cita); id. (1990): «Three indetermina-
cies», en Barrett/Gibson (eds.), pp. 1-16. - Con respecto a estudios críticos sobre su obra, es fundamental tener en
cuenta los volúmenes de recopilación de ensayos de distintos especialistas; entre otros, se citarán: Davidson,
D. /Hintikka, J. (eds.) (1969): Words and objections. Essays on the work ofW. V. Quine, Dordrecht, 21975; Hahn, L.
E. /Schilpp, P. A. (eds.) (1986): The philosophy ofW. V. Quine, La Salle, 111.; Barrett, R. B./Gibson, R. F. (eds.)
(1990); Leonardi, P./Santambrogio, M. (eds.) (1995): On Quine. New Essays, Cambridge. - Además, han sido de
importancia fundamental las discusiones que Quine ha mantenido con otros estudiosos de su obra y que, en muchas
ocasiones, le han movido a reexposiciones y modificaciones en sus planteamientos. En esta presentación se van a
tener particularmente en cuenta: D. Follesdal (1973): «Indeterminacy of translation and under-determination of the
theory of nature», en Dialéctica TI (1973), pp. 289-301; Follesdal (1986): «Essencialism and reference», en
Hahn/Schilpp (eds.), pp. 97-113; Follesdal (1990): «In what sense is language public?», en Leonardi/Santambrogio
(eds.), pp. 53-67; W. K. Essler (1984): «W. V. Quine: Empirismus auf pragmatischer Grundlage», en J. Speck (ed.),
Grundprobleme der grofíen Philosophen. Philosophie der Gegenwart III, Gotinga, pp. 87-126; W. Stegmüller (1987-
89c): «Holistischer Naturalismus: W. V. O. Quine», en Hauptstrómungen der Gegenwartsphilosophie, vol. 2,
Stuttgart, pp. 221-311. - Aparte de esto, la crítica de H. Putnam y el trabajo crítico y de colaboración de D.
Davidson son imprescindibles para entender a Quine y el desarrollo posterior de la filosofía post-analítica.
400 Quine (1960), p. ix.
401 Ibid., pp. 157-160.
402 Ibid, p. 161.
403 Este supuesto equivale a la aceptación de la dicotomía entre esquema conceptual y contenido empírico y
ha sido criticado por Davidson como «tercer dogma del empirismo»; éste considera que el supuesto conduce ine­
vitablemente, a pesar de la intención de Quine, al relativismo del lenguaje y del conocimiento. Cf. D. Davidson
(1974): «On the very idea of a conceptual scheme», en Inquines into truth and interpretation, Oxford, 1984; este
trabajo se estudiará con más detalle.
404 En la interpretación objetual (Quine) se cuantifica sobre los objetos del dominio semántico; en la inter­
pretación sustitucional (R. Barcan Marcus) una expresión como ‘VxFx’ se lee: «todas las instancias de sustitución
de ‘Fx’ [p.e. Ta’, ‘Fb’, etc.] son verdaderas». Según Quine, al afirmar la verdad de un enunciado, la interpreta­
ción objetual compromete con el supuesto de la existencia de todos los objetos sobre los que se cuantifica. (Cf.
Quine (1960), p. 192, n. l.).-Para una mayor aclaración de esto, cf. después, cap. 2.3.1.
405 Cf. H. Lauener (1992), p. 830.
406 Cf. Quine (1990, 1992), pp. 123-126. Esta aclaración conceptual explica que el modo de expresión de
Quine oscile entre hablar de que un enunciado es verdadero, y hablar de que un predicado es «verdadero» de un
objeto (cf. más adelante). El holismo de Quine le lleva a adoptar una teoría coherentista que sólo permite asignar
valor de verdad a los enunciados en tanto que integrados en una teoría y relativamente a otros enunciados.
407 Para una mayor precisión formal, cf. cap. 2.3.1.
408 Se sigue a Quine (1947): Mathematical logic, Cambridge, Mass., 21951; se cita por la trad. cast. de J.
Hierro: Lógica matemática, Madrid, 1972; aquí cap. 3, pp. 129-161. - Para una mayor precisión formal de la ope­
ración de abstracción, en el contexto de la lingüística teórica, cf. cap. 2.3.2.
409 La expresión T(yeXxA)l viene definida por I(3z)[yez&(Vx)((xez)—»A)]1 (cf. Quine (1947), p. 143). No se
sigue exactamente la notación original, donde se utilizan letras griegas minúsculas y mayúsculas para indicar res­
pectivamente variables individuales y expresiones sentencíales específicas en general, y se reserva el alfabeto latino
para expresiones numéricas (cf. ibid., p. 50); asimismo, originalmente la operación de abstracción se indica super­
poniendo ‘A’ a la variable de que se trate; aquí se ha adoptado, por razones de comodidad tipográfica, la notación
moderna estándar {ibid., p. 142).

275
410 Ibid., pp. 158-159.
411 Ibid., p. 161 y nota anterior; cf. también Quine (1960), pp. 181-186.
412 En Palabra y objeto, Quine da varios criterios para distinguir ambos tipos de términos; cf. Quine (1960),
pp. 90-95.
413 El cumplimiento de una parte importante de este programa se ha debido a D. Davidson, quien ha mos­
trado entre otras cosas cómo expresar en la notación canónica de Quine enunciados de actitud proposicional o de
acción (cuantificando sobre acontecimientos); pero ha «liberalizado» este lenguaje canónico al admitir la evalua­
ción relativamente al contexto (sujeto, coordenadas espacio-temporales) y mostrándose más flexible respecto a la
admisión de modalidades. - Para una mayor preción formal en el marco particular de la lógica modal,
cf. caps. 2.3.1-2.3.2.
414 Quine (1960), seccs. 21-25.
415 Ibid., pp. 164-166; esto no rige si se admiten operadores intensionales, cuyo alcance serían conceptos y pro­
posiciones; estos casos pasan a formar parte, así, de las construcciones opacas.
416 Ibid., p. 186.
417 Ibid., pp. 233-238. La aceptación por parte de Quine de objetos abstractos, a pesar de su argumento ten­
dente a mostrar la inconsistencia del platonismo, lleva a Stegmüller a afirmar que Quine es «platónico en contra
de su voluntad» (Stegmüller (1987-89c), p. 257).
418 Ibid., pp. 231-232.
4,9 Quine (1953), p. 103; cf. tb. Quine (1960), p. 232.
420 Quine (1960), p. 243, n. 5.
421 Ibid., p. 272.
422 Ibid., pp. 19-21. En otros puntos se apela a criterios de generalidad, poder explicativo y exactitud.
423 En Quine (1953), pp. 20-46.
424 Cf. la exposición de H. Delius: «Analytisch/synthetisch», en Ritter/Gründer (eds.),
pp. 251-260.
425 1. Kant, Kritik der reinen Vemunft, A 6-7.
426 Kant, Kritik der reinen Vemunft, A 151.
427 Frege (1984): Die Grundlagen der Arithmetik, secc. 3.
428 Quine (1953), pp. 22-23.
429 Quine (1953), pp. 32-37, aquí p. 37.
430 Quine (1936): «Truth by convention», en id. (1976), The ways ofparadox and other essays, Cambridge,
Mass., pp. 77-106.
431 A esta crítica de Quine contestó Carnap en defensa del dualismo analítico-sintético, argumentando que
era preciso distinguir entre lenguas naturales y lenguajes formales. En el primer caso, la asignación de analitici­
dad sería siempre una hipótesis empírica, para cuyo establecimiento propuso criterios; el problema se reduciría
al de la comprobación empírica de la hipótesis. En el caso de los lenguajes formales, por el contrario, las decla­
raciones de analiticidad serían a su vez enunciados analíticos del metalenguaje, pues las reglas semánticas están
explícitamente dadas: un enunciado se declarará analítico en un lenguaje objeto L cuando se siga de los postu­
lados de significado para L. (Cf. Carnap (1955): «Meaning and synonymy in natural languages», en Meaning
and necessity, pp. 233-247). - Posteriormente Quine ha contraatacado señalando que con ello se proporciona una
definición estrictamente extensional, pero no un criterio para la «intensión» del concepto —noción que Quine
excluye de su propia teoría, pero no así Carnap. (Cf. Quine (1963): «Carnap and logical truth», en P. A. Schilpp
(ed.) (1963), Thephilosophy ofR. Carnap, La Salle, 111., pp. 385-406, y la respuesta de Carnap en el mismo volu­
men.)
432 Quine (1953), p- 41, 42.
433 Por parte de algunas posiciones filosóficas se ha considerado muy críticamente este reconocimiento de la
capacidad predictiva de las teorías científicas como un valor epistémico central. Se ha creído ver en ello una san­
ción positiva de la orientación utilitarista de la ciencia y una justificación para los efectos perversos de ésta -explo­
tación de la naturaleza, manipulación de la experiencia, desinterés por otras posibles formas de conocimiento que
no ofrezcan los mismos rendimientos pragmáticos. Sin embargo, a esta crítica cabría objetarle que la exigencia de
poder predictivo no es una cruda expresión de utilitarismo, sino que va unida a un presupuesto normativo defi-
nitorio del conocimiento: la posibilidad de comprobación pública de las hipótesis y teorías propuestas -recuérde­
se a este respecto la discusión en torno a Stegmüller y su reconocimiento de un principio normativo de comuni­
cabilidad intersubjetiva, como criterio de validez epistémica de las teorías. Lo que sí parece importante es
preservar, en relación con el problema de la exigencia de poder predictivo -como en otros muchos puntos-, la
distinción conceptual entre un interés instrumental y un interés legítimamente cognoscitivo.
434 Así lo ha entendido D. Davidson, quien ve en ello el «tercer dogma» del empirismo —al que ya se ha hecho
referencia-; aunque Quine ha intentado mostrar que no hay tal compromiso en su teoría de la ciencia, los argumen­

276
tos de Davidson parecen sólidos. Cf. Davidson (1974): «On the very idea of a conceptual scheme», en Inquines inte
truth and interpretation, Oxford, 1986; e id. (1990a): «Meaning, truth and evidence», en Barrett/Gibson (eds.),
pp. 68-79.
435 Cf. Quine (1953), p. 44. Asimismo, en otro punto Quine afirma: «Nuestro sistema de enunciados pone
un margen tan amplio de indeterminación, en relación con la experiencia, que vastos dominios de la ley pueden
considerarse sin dificultad, en principio, inmunes a la revisión. Cuando, debido a una experiencia inesperada, se
hace precisa una revisión, siempre podemos volvernos a otros compartimentos del sistema. En la medida en que
son centrales para el sistema conceptual, a las matemáticas y a la lógica se tiende a concederles esa inmunidad, en
razón de una preferencia conservadora por aquellas revisiones que menos alteran el sistema; aquí, quizá, reside la
‘necesidad que sentimos que disfrutan las leyes de las matemáticas o la lógica’» (cit. en Quine (1963a): «Reply to
G. Hellman», en Hahn/Schilpp (eds.), aquí pp. 207-208). - Esta sugerencia de Quine parece estar en el punto de
partida de la reelaboración crítica de H. Putnam, quien ha considerado, contrariamente al anterior, que con ello
la distinción analítico/sintético se salva en la dimensión pragmática de la ciencia. Considera que la analiticidad de
los enunciados no es, como argumenta Quine, una «centralidad» falsamente entendida, sino un modo útil de indi­
car los principios científicos centrales, los cuales -mientras no se presente una situación problemática que acon­
seje una revisión radical de las teorías— pueden considerarse «inmunes a la revisión» y proporcionar así una base
útil y necesaria. El criterio para identificar estos enunciados sería la presencia en ellos de conceptos-intersección,
aquellos, como los de las ciencias naturales, que ligan distintas leyes científicas (law-cluster concepts)-. (Cf. Putnam
(1962): «The analytic and the synthetic», en Putnam (1975), Mind, language and reality. (Philosophical Papers 2),
Cambridge, 1987, pp. 33-69).
436 Quine (1953), p. 45-
437 Quine (1970): «On the reasons for indeterminacy of translation», en The Joumal of Symbolic Logic G7
(1970), pp. 178-183, aquí p. 179. Una discusión más elaborada de esta tesis, con definiciones formales precisas,
se encuentra en Quine (1975): «On empirically equivalent systems of the world», en Erkenntnis 9 (1975), pp.
313-328.
438 Ch. S. Peirce: Collected Papers, vol. 5, Cambridge, Mass. 1934, aquí secc. 407 (citado por Quine).
439 Quine (1969), p. 107-
440 Ibid. pp. 107, 111-112, 113.
441 Quine (1960), pp. 32-33.
442 Ibid, pp. 35-36.
443 Quine (1960), p. 42, e id. (1969), p. 113. - Quine distingue aún, de los enunciados fijos, lo que llama
enunciados eternos y de los que afirma que son los que pueden servir como «vehículos de la verdad» (Quine (1990),
p. 121).
444 Quine (1969), pp. 114-115.
445 Cf. Quine (1960), cap. 2: «Translation and meaning», pp. 26-79; y Quine (1970).
446 La importancia de mostrar esto se debe a una anterior premisa teórica de Quine: su compromiso con la
lógica clásica de predicados como notación lógica canónica suficiente para expresar el conjunto de teorías y cono­
cimientos relativos al mundo objetivo.
447 Quine (1960), p. 68.
448 Cf. ibid., y Stegmüller (1987-89c), pp. 290-291.
449 Quine (1960), p. 72.
450 Cf. Quine (1960), pp. 51-57 y 76.
451 Quine (1970), pp. 179-180, 182-183. Cf. también id. (1969b): «Replies. To Chomsky», en
Davidson/Harman (eds.), pp. 302-315.
452 Así: «donde la indeterminación de la traducción entra en juego, no se plantea realmente la cuestión de una
elección correcta; no hay cuestiones de hecho ni siquiera relativas al interior de la infradeterminación reconocida
de una teoría científica». Quine (1975), p. 303.
453 Essler (1984), p. 115.
454 Follesdal (1973).-Las conclusiones de este ensayo son también referencia fundamental para la interpreta­
ción de Essler (1984), cuya posición personal es sin embargo muy distinta de la del primero. Follesdal se atiene a
la perspectiva empirista de Quine, pero propone «ampliar» el manual de traducción de modo que alcance a otros
usos del lenguaje, facilitando así un mayor número de correcciones y ajustes; Essler considera necesaria la adop­
ción de una posición de signo kantiano.
455 Cf. Follesdal (1973), p. 290; Essler (1984), p. 116.
436 Follesdal (1973), p. 291.
457 Ibid, pp. 294, 296.
458 Cf. Quine (1960), pp. 23-25, aquí p. 23.
459 Cf. Quine (1990), pp. 2-3.

277
460 Quine (1969), p. 107.
461 Cf. Quine (1960), pp. 80-124 («The ontogénesis of reference»),
462 Ibid., pp. 13, 15.
463 Cf. Chomsky (1969): «Quine’s empirical assumptions», en Davidson/Hintikka (eds.), pp. 53-68.
464 Cf. Stegmüller (1987-89), vol. 2, pp. 307-311.
465 Quine (1960), p. 1.
466 Essler defiende que la posición epistemológica fisicalista de Quine está subordinada a su concepción del
lenguaje, precisamente en este sentido: su pragmatismo, según el cual el lenguaje es un instrumento social y un
medio para interpretar la realidad, le conduce a la aceptación del fisicalismo como presupuesto necesario de un
uso del lenguaje con validez intersubjetiva. Cf. Essler (1984), p. 94.
467 Quine (1969), p. 115.
468 Quine ha utilizado la imagen metafórica de distintos setos podados con una misma forma exterior, aun­
que la estructura interna de sus ramas y raíces sea extremamente diversa. Cf. Quine (1960), p. 8.
469 Quine (1960), p. 7.
470 Ibid., p. 5 [curs. mías, C.C.]
471 Quine (1969), id. (1990). - No puede dejar de verse como contradictoria esta apelación a un proceso
de revisión que, en última instancia, permitiría distinguir nuestro conocimiento del mundo del conocimien­
to del lenguaje, cuando en todos los trabajos citados Quine rechaza al mismo tiempo la concepción de la ver­
dad de Peirce —una noción que si con algo se compromete es con esta posibilidad de revisión progresiva y de
«depuración» de las teorías, guiada por la idea regulativa de una formulación teórica final máximamente ade­
cuada.
472 Quine (1960), pp. ix, 1, 10, 13.
473 Cf. Essler (1984), ya mencionado; asimismo Follesdal (1990): «In what sense is language public?», en
Leonardi/Santambrogio (eds.), pp. 53-65, quien defiende: «no hay en el significado más de lo que se origina en
esta interacción pública» (p. 54). Más abajo se vuelve sobre estos trabajos.
474 Quine (1981): Theories and things, Cambridge, Mass.; cit. en Quine (1990), p. 3.
475 Follesdal muestra cómo este planteamiento está ya presente en Palabra y objeto, en una primera identifi­
cación de un patrón de estimulación visual con el patrón de irradiación cromática del ojo (Quine (1960), p. 32)
y la final identificación de las estimulaciones con patrones de desarrollo de terminaciones nerviosas activadas. Sin
embargo, todavía en la obra mencionada se sugiere que el patrón visual no es idéntico a una activación de termi­
naciones neuronales, sino que se trataría del patrón luminoso que podría capturarse mediante una placa fotográ­
fica y que por consiguiente podría ser reconocido por distintos sujetos. (Cf. Follesdal (1990), pp. 55-56.)
476 Quine (1990), pp. 3, 4.
477 Cf. Essler (1984), p. 96. Es cierto que las pautas de aprendizaje lingüístico y de adquisición de nuevos
conocimientos en general serían para Quine de carácter psicológico, como se ha señalado arriba; el «punto» de la
observación de Essler reside en poner de manifiesto cómo cualquier teoría acerca de esto ha de presuponer el carác­
ter universal y necesario de los mecanismos psicológicos que logre identificar. Aquí es donde la distinción entre
ciencias descriptivas empíricas y ciencias reconstructivas se difumina.
478 Quine (1969), pp. 110-111.
479 Stegmüller (1987-89), vol. 2, p. 309.
480 Ibid., p. 5 [curs. mías, C.C.]
481 Ibid., p. 118 [curs. mías, C.C.]
482 Quine (1990), pp. 8-15; hay modificaciones respecto a anteriores tentativas.
483 Ibid., p. 8.
484 Aquí, el juicio (y su correlato lingüístico, el enunciado) consta de una triple estructura (icono, índice, sím­
bolo) y supone una síntesis inferencial —atribución al objeto de cualidades o relaciones—; esta estructura triple se
extiende a las relaciones entre unos juicios y otros, sobre la base del canon del método científico: deducción,
inducción, abducción. (Cf. el tema introductorio.)
485 Quíne (1990), p. 13. Con ello, se admite algo que el anterior holismo radical había negado: dadas dos
teorías empíricamente equivalentes tales que una no contenga términos irreductibles a la otra, las dos pueden con­
siderarse como una única teoría-tándem en la que se comparte el mismo predicado de verdad -el mismo lenguaje
puede abarcar los vocabularios completos de las dos teorías.
486 Ibid, p. 15.
487 Ibid, p. 12.
488 D. Davidson (1990a): «Meaning, truth and evidence», en Barrett/Gibson (eds.), pp. 68-79, aquí p. 71.
489 Essler (1984), cit. en p. 121. Al poner de manifiesto los elementos kantianos presentes en la reconstruc­
ción de Quine, Essler está implícitamente sugiriendo una posición que se hace explícita en su afirmación final: un
empirismo estricto resulta insuficiente tan pronto como se abandona el ámbito de las ciencias particulares (de la

278
sistematización de observaciones) y se aspira a hablar acerca de acciones que pueden caracterizarse como «hechos»
determinados por prácticas y actividades humanas. (Cf. ibid. p. 123.)
490 Follesdal (1990).
491 Quine: «Cualquier objeto por sí mismo, y con nombre o sin él, ha de verse como poseyendo algunos de
sus rasgos necesariamente y otros contingentemente» (Quine (1953), p. 155; cit. por Follesdal (1990), p. 62).
492 Ibid., p. 63.
493 Follesdal (1986): «Essentialism and reference», en Hahn/Schilpp (eds.), pp. 97-113.
494 Ibid., p. 109.
495 Ibid., p. 112. Intencionalidad indica la propiedad de los estados psicológicos o los contenidos de con­
ciencia de estar dirigidos a un objeto; las intensiones son los significados de las expresiones lingüísticas. Desde
un planteamiento intencionalista, se acepta en general que el significado es una propiedad inherente al pen­
samiento no-verbal o pre-lingüístico (Husserl) y que los significados lingüísticos convencionales dependen de
contenidos mentales o intencionales más originarios o preeminentes -tanto en sentido genético como con­
ceptual. Es cierto que el intencionalismo de Follesdal es «atípico» respecto a este planteamiento general, pues
también en su segundo ensayo niega la existencia de intensiones proto-lingüísticas en la mente que serían
anteriores a la adquisición del lenguaje; pero sí considera que la percepción es intencional en el sentido de que
incluye «anticipaciones y creencias acerca del mundo» (cf. Follesdal (1990), p. 65). La crítica que cabe hacer
a las teorías intencionalistas del significado, crítica aquí sólo sugerida, se desarrollará en tema posterior.
496 «Reply to Dagfinn Follesdal», en Hahn/Schlipp (eds.), pp. 114-115.
497 Recientemente, C. Lafont ha reelaborado esta misma crítica en el contexto de la filosofía del lenguaje ale­
mana. Se hará una referencia a ello en el último tema.
498 Para el estudio se han tenido en cuenta las siguientes monografías o recopilaciones de ensayos sobre
Davidson, debidas a especialistas en su obra, y a las que se irá haciendo referencia. E. Lepore/B. McLaughlin (eds.)
(1985): Actions andevents: Perspectives on thephilosophy ofD. Davidson, Oxford; B. Vermazen/M. Hintikka (eds.)
(1985): Essays on Davidson: Actions and events, Oxford; E. Lepore (ed.) (1986): Truth and interpretation:
Perspectives on thephilosophy ofD. Davidson, Oxford; B. T. Ramberg (1989): D. Davidson’sphilosophy oflangua-
ge: An introduction, Oxford; E. Picardi/J. Schulte (eds.) (1990): Die Wahrheit der Interpretation: Beitrage zur
Philosphie D. Davidson’s, Francfort; R. Stoecker (ed.) (1993): Reflecting Davidson: D. Davidson responding to an
intemationalforum ofphilosophers, Berlín y Nueva York (incluye una extensa bibliografía actualizada con las obras
de y sobre Davidson, estas últimas agrupadas temáticamente); G. Preyer/F. Siebelt/A. Ulfig (eds.) (1994):
Language, epistemology and mind: On Donald Davidson ’s philosophy, Dordrecht. Para una aplicación de la teoría
davidsoniana al castellano, puede verse M. Hernández Iglesias (1990): La semántica de Davidson. Una introduc­
ción crítica, Madrid, Visor.
499 Cf. Davidson (1990a): «Meaning, truth and evidence», en Barrett/Gibson (eds.),
pp. 68-79; Davidson (1995): «Pursuit of the concept of truth», en Leonardi/Santambrogio (eds.), pp. 7-21;
Davidson (1974): «On the very idea of a conceptual scheme», en id. (1984): Inquiries into truth and interpreta­
tion, Oxford, pp. 183-198, por donde se cita.
500 Davidson (1990a), p. 171.
501 Cf. Davidson (1990a), pp. 69; id. (1974), pp. 189-198.
502 Davidson (1974), pp. 194, 198.
503 Cf. Davidson (1995), p. 9.
504 Davidson cita un pasaje de Quine ya visto antes, donde la definición de enunciado observacionalbasaAa. en
un criterio social {Palabray objeto) se ha abandonado ya por la siguiente: «Si la emisión del enunciado provoca el
asentimiento de un hablante dado en una situación particular, provocará asentimiento igualmente en cualquier
otra situación siempre que el mismo conjunto total de receptores se vea afectado (...) Esto, y únicamente esto, es
lo que cualifica a un enunciado como enunciado observacional» (Quine (1981): Theories and things-, cit. en
Davidson (1990a), p. 71).
51,5 Davidson (1990a), p. 76.
506 Así, en el proceso de aprendizaje lingüístico «hemos de estar en situación de observar que el niño está en
situación de darse cuenta (...) los puntos fijos son simplemente los estímulos compartidos y el mundo (...) las
situaciones que hacen a los enunciados verdaderos tendrán que ser reconocibles intersubjetivamente» (Quine
(1975); cit. en Davidson (1990a), p. 72).
507 Davidson (1990a), p. 73.
508 Davidson (1995), p. 7.
509 Ibid.
510 Ibid., p. 12.
511 Quine (1936): «Truth by convention»; cit. por Davidson (1995), p. 9; cf. ibid., p. 13, para la discusión
precedente.

279
512 Davidson (1995), p. 15.
513 Id. (1995), pp. 16-17 [curs. mías, C.C.].
514 Cf. Davidson (1983), p. 308: «La verdad es hermosamente transparente (...) La tomo como primitiva».
515 Davidson (1974), p. 196.
516 Davidson (1983), p. 316.
517 Davidson (1995), p. 16.
518 Davidson (1974), p. 197.
519 Davidson (1995), p. 16.
520 Davidson (1990a), p. 75.
521 Ibid., p. 20.
522 Davidson (1983): «¿Dónde deja esto la defensa del relativismo conceptual? La respuesta es, creo, que en
gran medida hemos de decir, con respecto a las diferencias de esquema conceptual, lo mismo que decimos res­
pecto a las diferencias de creencia: mejoramos la claridad y la agudeza de las declaraciones de diferencia, tanto de
esquema como de opinión, si ampliamos la base del lenguaje compartido (traducible) o de la opinión comparti­
da» (p. 197).
523 Cf. Preyer/Siebelt/Ulfig (eds.) (1994), p. xxii. Dentro de esta tendencia de discusión se sitúa la contribu­
ción de D. Bar-On a este volumen y en la que intenta mostrar la falta de una conexión directa entre la intertra-
ducibilidad y la posibilidad de acceso conceptual; afirma que es posible la divergencia conceptual entre lenguas
intertraducibles o interpretables entre sí (cf. Bar-On (1994): «Conceptual relativism and translation», en ibid.,
pp. 145-170). La misma tesis guía la reinterpretación crítica de orientación hermenéutica que R. Ramberg ha lle­
vado a cabo, y que se estudia más adelante.
524 Una exposición comprehensiva reciente de esta propuesta filosófica global se encuentra en la conferencia
leída por Davidson con motivo de la concesión del Premio Hegel en 1992; cf. Davidson (1994): «Dialectic and
dialogue», en Preyer/Siebelt/Ulfig (eds.), pp. 429-437'. Cf. asimismo la serie de conferencias que constituyen el
seminario impartido en la Cátedra Ferrater Mora de la universidad de Girona (junio 1994), bajo el título con­
junto de «The social basis of thought» (pendiente de publicación).
525 Davidson (1990a), pp. 77, 78 [curs. mías, C.C.]
526 Ibid., p. 78.
527 Cf. Davidson (1984a): «First person authority», en Dialéctica 28 (1989), pp. 101-111.
528 Cf. Davidson (1974), p. 197; id. (1995), p. 17.
529 Ramberg (1989), «Introduction», pp. 1-5.
530 Davidson (1973a): «In defence of convention T», en Davidson (1984), p. 66; para la formulación exacta
original de Tarski, Davidson remite a «The concept of truth in formalized languages», en Corcoran (ed.) (1956),
Logic, semantics, metamathematics, Oxford, pp. 187-188 [cf. secc. correspondiente].
531 Davidson (1970): «Semantics for natural languages», en id. (1984), p. 56.
532 Davidson (1974a): «Belief and the basis of meaning», en id. (1984), p. 150.
533 Davidson (1973): «Radical interpretation», en id. (1984), pp. 127-128.
534 Davidson (1967): «Truth and meaning», en id. (1984), p. 31.
535 Davidson (1990): «The structure and content of truth», en The Joumal ofPhilosophy 87 (1990), pp. 279-
328, aquí p. 313.
536 Davidson (1983), p. 315.
537 Davidson (1984): «Introduction», p. xiii.
538 Davidson (1984), «Introduction, p. xv.
539 Así: «(...) mientras que Tarski pretendía analizar la noción de verdad apelando (en la Convención V) al
concepto de significado (o de traducción), yo tengo en mente lo contrario. He considerado a la verdad como
noción primitiva central y he confiado en llegar al significado detallando la estructura de la verdad» (Davidson
(1984), p. xiv; cf. también Davidson (1976): «Reply to Foster», en id. (1984), pp. 172-173; y Davidson (1977):
«The method of truth in metaphysics», en id. (1984), p. 204.
540 Davidson (1990), esp. pp. 285-95; para la rectificación anterior cf. notas 20, 22 en
pp. 286, 287-288.
541 Ibid., p. 285.
542 Ibid., p. 288.
543 Davidson cita en particular trabajos recientes de Putnam, Dummett y Etchemendy
(cf. Davidson (1990), n. 9 en p. 283, n. 19 en p. 286, n. 25 en p. 289).
544 Esta exposición reconstruye las refs. en Davidson (1990), pp. 288-290.
545 Tarski (1936): «The establishment of scientific semantics», en Corcoran (ed.) (1956), Logic, semantics,
metamathematics-, cit. en Davidson (1990), p. 291.
546 Todas las citas en Davidson (1990), pp. 294-295.

280
™ Cf. ibid., p. 299.
548 Ibid., p. 299 [curs. mías, C.C.].
549 Ibid, p. 300.
550 Ibid. [curs. mías, C.C.]
5,1 Ibid, p. 301.
552 Lo más cercano que se encuentra en el texto de Davidson a la discusión de este problema es su revisión
crítica de la noción de verdad que está entrando en juego, y su confesión de haber cometido un «error» en el tipo
de crítica que dirigió inicialmente a la noción de verdad como correspondencia, tampoco asume ahora una noción
coherentista de la verdad en el sentido de Quine: «Lo que ha de añadirse a las teorías coherentistas estándar es una
apreciación (...) del modo en que el contenido de una creencia depende de sus conexiones causales con el mundo»,
lo que obliga a tomar en consideración de nuevo la noción de verdad como correspondencia (cf. Davidson (1990),
pp. 302-306, aquí n. 47). Finalmente, la posición de Davidson acepta una noción interna, inmanente de verdad
como correspondencia, cuando se la ve desde el interior de una lengua adoptando la perspectiva de sus hablantes;
se trata de una noción coherentista desde la perspectiva de la justificación de esa teoría de la verdad (cf. antes,
Davidson (1995), y discusión más abajo).
553 Cf. p.e. Davidson (1990): «¿Cómo confirmamos la verdad de un enunciado-V? La cuestión es de un tipo
que surge con respecto a una pluralidad de teorías, tanto de las ciencias físicas como de la psicología» (p. 313).
554 Ibid, p. 301.
555 Ibid., pp. 301, 313 [curs. mías, C.C.]
556 Ibid., p. 313 [curs. mías, C.C.].
557 Davidson (1974), en id. (1984), p. 197.
558 Kant, Kritik der reinen Vemunfi, B 5.
559 Peirce; Putnam, Dummett. Sobre esta cuestión se ha de volver en el último subapartado.
560 Davidson (1990), p. 313.
561 Ibid.
562 Ibid., p. 312.
563 Es decir, a aquellos elementos o rasgos del significado que son pertinentes para la determinación de la ver­
dad -en el sentido de Frege.
564 Ibid., n. 55.
565 La primera formulación de la teoría se encuentra en los ensayos que componen la tercera parte de
Davidson (1984), especialmente en id. (1973): «Radical interpretation», ibid, pp. 125-139; asimismo en los ya
citados Davidson (1974), (1983), (1990a), (1995).
566 Davidson (1973): «Radical interpretation», en id. (1984), p. 125; cf. también p. 126, n. 1, y pp. 129-130.
567 Cf. Davidson (1973), pp. 135-136; también Davidson (1967), p. 34; Davidson (1969): «True to the
facts», en id. (1984), pp. 43-44; Davidson (1974a): «Belief and the basis of meaning», en id. (1984), pp. 151-
152.
368 Ramberg (1989), p. 81, n. 5.
569 Para la exposición del principio de caridad'por parte de Davidson, cf.: Davidson (1973), p. 137; Davidson
(1974a), p. 153; Davidson (1975): «Thought and talk», en id. (1984), p. 169; Davidson (1974), pp. 196-
197-Ramberg ha distinguido dos ideas en cuya fundamentación Davidson utiliza el principio de caridad: (i)
argumentación contra la inconmensurabilidad, y (ii) argumento en contra de la posibilidad de que estemos esen­
cialmente equivocados acerca de cómo son las cosas; para lo primero, remite a Davidson (1974), pp. 183-189;
para lo segundo, a Davidson (1977), en id. (1984), pp. 199-214, y Davidson (1983): «A coherence theory of truth
and knowledge», en Lepore (ed.), pp. 307-319, aquí pp. 314, 317.
570 Cf. Preyer/Siebelt/Ulfig (eds.) (1994): «Introduction», p. xii.
571 Cf. Davidson (1990), pp. 311-312.
572 Esto remite a un problema de filosofía de la mente: cómo se relacionan el significado (literal) de las emi­
siones del hablante y sus creencias, cuando no es posible asumir en principio que las creencias asignen siempre
valor de verdad en términos absolutos a las emisiones -es decir, cuando la atribución subjetiva de un valor de ver­
dad es una cuestión de grado, de más o menos. Para resolver este problema, Davidson ha recurrido a una teoría
bayesiana de asignación de «peso» o de grado de probabilidad a la verdad de los enunciados; ello le permite mos­
trar que es posible continuar asumiendo una lógica clásica bivalente. La exposición se encuentra en Davidson
(1990), «Appendix», pp. 326-327.
573 Davidson (1983), pp. 314-315.
374 El detalle del procedimiento mostraba que, en el caso de las conectivas veritativo-funcionales, puesto que
podían traducirse directamente a partir de patrones de asentimiento y disentimiento, las causas externas eran de
hecho irrelevantes. En el caso de los enunciados simples relativos a objetos y acontecimientos observados -e.d.,
enunciados observacionales-, la evidencia para la traducción la procuran los cambios en el asentimiento.

281
Finalmente, en el caso de enunciados complejos no directamente conectados con lo observable, la traducción
dependía de relaciones entre enunciados creadas a partir de patrones de asentimiento. Cf. Davidson (1995), p. 15.
575 Cf. Davidson (1983), pp. 314-315.
576 Davidson (1995), p. 16.
577 Ibid., p. 17.
578 Davidson (1983), p. 315.
579 Ibid., p. 316.
580 Ibid.
581 Ibid., pp. 316, 317.
582 Ibid., pp. 317-318.
583 Davidson (1974a), p. 152.
584 Davidson (1983), p. 318 [curs. mías, C.C.].
585 Davidson (1975), pp. 169-170.
586 Cf. Davidson (1990), n. 56 en pp. 312-313: «Creo que hay buenas razones para creer que nada que se
parezca a una teoría seria es posible en esta dimensión del lenguaje [la dimensión de la fuerza pragmática o ilocu-
tiva, C.C.]».
587 Ramberg (1989), p. 14.
588 Ibid, p. 124.
589 Ibid.
590 Ibid.
591 Cf. la interpretación del Tractatus logico-philosophicus aquí defendida.
592 Kuhn (1962): The structure ofscientific revolutions, Chicago. - Sobre la noción de inconmensurabilidad y
la relación entre Davidson y Kuhn, cf. M. Hernández Iglesias (1994): «Incommensurability without dogmas», en
Dialéctica 48/1 (1994), pp. 29-45. M. Hernández defiende que, aunque la tesis de la inconmensurabilidad no
entraña alguna forma de relativismo epistemológico, de la crítica de Davidson al «tercer dogma» del empirismo
se sigue que no es posible trazar una distinción tajante de tipo kuhniano entre el desacuerdo «normal» y el cam­
bio conceptual.
593 Ramberg (1989), p. 127; este autor hace referencia a Gadamer (1960): Wahrheit undMethode, Tubinga
(cf. más adelante).
594 Ibid.
595 Davidson (1967), en id. (1984), p. 35.
596 Cf. ibid., pp. 35-36; Davidson (1973), p. 132.
597 Davidson (1990), n. 55 en p. 312.
598 Cf. Davidson (1984), secc. 2, esp. id. (1967), (1969); Davidson (1967a): «The logical form of action sen-
tences», en id. (1980): Essays on actions and events, Oxford, pp. 105-148. Para la contribución al programa y la
crítica, se van a tener en cuenta los siguientes ensayos. J. Higginbotham (1986): «Linguistic theory and Davidson’s
program in semantics», en Lepore (ed.) (1986), pp. 29-48; W. Künne (1993): «Truth, meaning and logical form»,
en Stoecker (ed.) (1993), pp. 1-23; F. Siebelt (1994): «Singular causal sentences and two relational views», en
Preyer et al. (eds.) (1994), pp. 199-219; R. Naumann (1994): «Events and externalism», en Preyer et al. (ed.)
(1994), pp. 117-144.
599 Davidson (1984), «Introduction», p. xv.
600 Sin embargo, en algún momento Chomsky (Aspects ofthe theory ofsyntax, 1965) asumió la tesis de la deter­
minación de la semántica desde la sintaxis y situó las estructuras profundas en el nivel de la sintaxis sistemática
común a todas las lenguas naturales, de modo que la forma lógica era una proyección resultante de esa sintaxis.
Para Davidson, por el contrario, las formas lógicas se sitúan en el nivel de la estructura semántica subyacente. Para
la formulación de una semántica chomskyano-davidsoniana explícita y actualizada, puede verse R. Larson/G.
Segal (1995): Knowledge ofmeaning. An introducttion to semantic theory, Cambridge, M.A. (Agradezco al profesor
Carlos Piera esta indicación).
601 Cf. Davidson (1984), pp. 166, 291.
602 Davidson (1977), pp. 206-209.
603 Davidson (1967a), p. 139; Davidson (1977), en id. (1984), p. 209.
604 Davidson (1973), p. 133.
605 Davidson (1968): «On saying that», en id. (1984), p. 104.
606 Davidson (1977), p. 209.
607 Davidson (1979): «Monds and performances», en id. (1984), pp. 109-121, aquí p. 123.
608 Künne (1993), p. 11.
609 Este requisito genera dificultades de aplicación en casos en los que, como ya se ha mencionado, determi­
nadas inferencias del lenguaje natural han de considerarse formalmente válidas. Parafraseando un ejemplo clásico

282
de Aristóteles, el enunciado «2 y 3 son primos; luego 3 es primo» es una inferencia válida, mientras que el enun­
ciado «2 y 4 son proporcionales; luego 4 es proporcional» no lo es. En el primer caso, sería posible dar cuenta de
las condiciones de verdad en los términos: «‘2 y 3 son primos’ es verdadero syss 2 es primo y 3 es primo»; pero
no ocurre así en el segundo. El análisis parece depender del significado de los adjetivos atributivos que entran en
juego. Cf. Künne (1993), pp. 11-12.
610 Davidson (1973), p. 135.
611 La paráfrasis del subtítulo intenta evitar la introducción, en este punto, de la noción de fuerza ilocutiva,
que se estudia en detalle más adelante.
612 Davidson (1979), p. 109.
613 Cf. Davidson (1979), p. 119.
614 Ibid., pp. 118-119.
615 Cf. Künne (1993), p. 9.
616 Davidson (1968), p. 105.
617 Cf. Davidson (1967a), pp. 106, 116-120; Davidson (1969), p. 166.
618 Ante la posible objeción de que tales formas nominalizadas pueden no existir en algunas lenguas, hay que
tener en cuenta lo observado anteriormente: las representaciones semánticas pueden ser sintácticamente hetero­
morfas.
619 Cf. Davidson (1967a), pp. 118-119, 135; Davidson (1969a): «The individuation of events», en id.
(1980), p. 167.
620 Davidson (1967a), p. 106.
621 Así, en el ejemplo «Edipo mató intencionadamente al desconsiderado conductor», si se acepta el análisis:
(3x) [(x es-el-matar-al-desconsiderado-conductor por Edipo) &
& (x es-intencionado)],
se genera un fenómeno de ambigüedad semántica: «es-intencionado» se aplica a «el-matar-al-desconsiderado-
conductor», pero Edipo puede haber matado en realidad, no intencionadamente, a su padre, lo que haría preciso un
análisis que permitiera deslindar la expresión verbal nominalizada. Davidson resuelve la dificultad proponiendo la
siguiente representación paratáctica: «La siguiente emisión mía proporciona el contenido de la intención de Edipo:
Edipo mata al desconsiderado conductor». (Cf. Künne (1993), pp. 18-20, y la respuesta de Davidson en Stoecker
(ed.), p. 23.)
621 bis En esta línea de trabajo, dando continuidad al proyecto de mostrar cómo una teoría de orientación tarskia-
na, o Teoría-V (Davidson), puede constituirse en teoría del significado, se integran desarrollos recientes, en Lingüística
teórica que pretenden aplicar las herramientas de la lingüística contemporánea para tratar algunos de los problemas
tradicionales de filosofía del lenguaje. Además del citado Larson/Segal (1995), véase: P. Ludlow (ed.) (1997), readings
in the Philosophy ofLanguage, Cambridge, Mass.
622 Davidson (1967b): «Causal relations», en id. (1980), p. 156 [curs. mías, C.C.].
623 Davidson (1990), pp. 311-312.
624 Davidson (1967a), p. 123.
625 Davidson (1984), p. xv.
626 Davidson (1990), p. 312.
627 Davidson (1970): «Semantics for natural languages», en id. (1984), p. 59.
028 Davidson (1984), p. xiv.
629 Davidson (1983), p. 318; cf. también n. 8, en oposición al tipo de causalidad de las teorías de la referen­
cia directa (Kripke, Putnam).
630 Davidson (1975), p. 168.
631 Naumann (1994), p. 122. - El fenómeno al que se hace referencia se pone en evidencia ante ejemplos
como el siguiente: de los dos enunciados
«Juan dibujaba un círculo, luego Juan dibujó un círculo»
«Juan corría, luego Juan corrió»,
en el segundo caso —el de una acción como «correr»— la inferencia es válida, mientras que en el primero —el de
un proceso con continuidad en el tiempo— el mismo patrón inferencial no lo es. Al extenderse el proceso en el tiem­
po, la referencia semántica al mismo no puede explicarse por una referencia causal directa, lo que obliga a aceptar
la intervención de otros criterios en la determinación de la causa que permite fijar la referencia de «dibujar».
632 Cf. Naumann (1994), p. 139.
633 Se tienen en cuenta fundamentalmente dos ensayos. Davidson (1982): «Communication and conven-
tion», en id. (1984), pp. 265-280; y Davidson (1986): «A nice derangement of epitaphs», en Lepore (ed.) (1986),
pp. 433-458. Para la discusión y la crítica: M. Dummett (1986): «A nice derangement of epitaphs: Some com-
ments on Davidson and Hacking», en Lepore (ed.) (1986), pp. 459-476; y A. Bilgrami (1993): «Norms and mea­
ning», en Stoecker (ed.) (1993), pp. 121-119.

283
634 Davidson (1986), p. 446.
635 Cf. Davidson (1982), pp. 273-274; también Davidson (1973), p. 127. - Puesto que los dos plantea­
mientos citados, así como las nociones de fuerza pragmática o ilocutiva e intencionalidad, se van a estudiar des­
pués, no se discute la crítica en detalle; tampoco es necesario para las tesis y la argumentación de Davidson.
636 D. Lewis (1975): «Languages and language»; cit. en Davidson (1982), p. 276. - En la formulación origi­
nal de Lewis, la definición adopta la forma siguiente: «Una regularidad R en la conducta de los miembros de una
población P, cuando son agentes en una situación recurrente S, es una convención si, y sólo si, es verdad que, y es
de común conocimiento en P que, en casi todas las instancias de S que tienen lugar entre los miembros de P,
(1) casi todo el mundo se conduce conforme a P;
(2) casi todo el mundo confía en que casi todos los demás se conduzcan conforme a R;
(3) casi todo el mundo tiene las mismas preferencias por lo que hace a todas las combinaciones de acciones;
(4) casi todo el mundo preferiría que cualquier otra persona más se condujese conforme a R, a condición de
que casi todo el mundo se conduzca conforme a R;
(5) casi todo el mundo preferiría que cualquier otra persona más se condujese conforme a R’, a condición de
que casi todo el mundo se conduzca conforme a R’,
donde R’ es alguna regularidad posible en la conducta de los miembros de P en S, y tal que casi nadie, en
casi cualquier instancia de S entre los miembros de P, podría conducirse conforme a R’ y a R» (Lewis (1969):
Convention, p. 78).
Se ha señalado que el requisito de que haya un «común conocimiento» es mucho más fuerte de lo que Lewis
mismo podría pretender, con realismo, para algunos de sus ejemplos. Ello es así porque Lewis incluye, en la cate­
goría de conocimiento, muchos contenidos que habrían de considerarse en gran medida inarticulados e incons­
cientes, y respecto a los cuales no podrían formularse con sentido declaraciones del tipo «Sé que...». En estos casos,
es un aprendizaje conductista, en términos de estímulo-respuesta, el que daría lugar a lo que la definición origi­
nal de Lewis llama «conocimiento». Su propio interés habría estado motivado por su discusión con Quine acerca
de si el lenguaje surge por convención. En opinión de Lewis, la posición de Quine sería la de que «las conven­
ciones son acuerdos, [pero] las convenciones del lenguaje no podrían haber surgido por un acuerdo, pues algunas
de ellas habrían sido necesarias para procurar el tipo de lenguaje rudimentario en el cual habría tenido lugar ese
primer acuerdo» (Lewis (1969): Convention, p. 70; cit. en R. Hardin (1982): Collective action, Baltimore,
Mariland, 1993, p. 159). A la declaración de Lewis, sin embargo, cabe imputarle el confundir el plano genético
del origen empírico del lenguaje -de una lengua histórica particular- con el plano normativo de justificación de
la validez del entendimiento lingüísticamente mediado. (Su observación es claramente coincidente con la que
ya antes había hecho Humboldt: el lenguaje tendría que haber surgido de una sola vez y completamente desarro­
llado.)
637 Davidson (1982), p. 278-279.
638 Ibid., pp. 279-280.
639 Los «malapropismos» (neologismo) son usos equivocados o equívocos de una palabra o expresión, que se
toma en lugar de otra fonéticamente similar y cuyo significado el hablante, por ignorancia o descuido, o intencio­
nadamente, espera que el oyente atribuya a la primera. P.e.: tomar «epitafio» por «epíteto», o «a nice derangement of
epitaphs» (=una bonita dislocación de epitafios) por «a nice arrangement of epithets» (=una agradable disposición de
epítetos).
640 Davidson (1986), p. 435.
641 Ibid., p. 436.
642 Ibid., pp. 437-438.
643 Ibid., p. 438.
644 Ibid., p. 442; Dummett pone de relieve críticamente que el criterio para la distinción no es uniforme: en
el hablante remite a una distinción entre sus expectativas y sus intenciones, mientras que en el intérprete es rela­
tivo a cómo éste llega a entender las emisiones (cf. Dummett (1986), pp. 459-460).
645 Davidson (1986), p. 443.
646 En particular, su referencia a Grice hace explícito lo que en su definición de las teorías está implícito, y es
la aproximación a esta teoría del significado. Esta apreciación se ve confirmada en la observación de Dummett
(1986), p. 470.
647 Davidson (1986), p. 442.
648 Ibid., p. 445.
649 Ibid., p. 445.
650 El ensayo seminal es M. Dummett (1976): «What is a theory of meaning? (II)», en Evans/McDowell (eds.)
(1976), Truth and meaning. Essays in semantics, Oxford, pp. 67-137.
651 Dummett (1986), p. 462; cf. pp. 463, 471-472.
652 Ibid, pp. 462, 473.

284
683 Ibid.
654 Dummett está enunciando tesis fundamentales de las teorías pragmatistas e intersubjetivistas del lengua­
je en la tradición que parte del segundo Wittgenstein. Su propuesta va unida a una concepción constructivista y
anti-realista de la verdad, que define ésta como asertabilidad justificada y según la cual la noción de verdad ha de
limitar su aplicación a lo que puede aseverarse definitivamente; ello obliga a abandonar el principio de bivalencia
clásico. Para una crítica de Davidson a esta posición de Dummett, cf. Davidson (1990), pp. 307-309. - La con­
traposición entre saber teórico y saber práctico es importante para lo que se quiere discutir aquí.
655 Mientras que una teoría de primer orden puede considerarse una teoría del significado -en términos de
teoría de la verdad-, una de segundo orden dentro de la propuesta de Davidson consistirá, si es una teoría de largo
alcance (previa), en un conjunto de creencias acerca de lo que significan las expresiones de un lenguaje, o acerca
de lo que determinados individuos pretenden que signifiquen o consideran que significan; si es una teoría de corto
alcance (de paso), entonces será relativa a lo que se pretendió o consideró que determinadas emisiones específicas
significaban (cf. Dummett (1986), p. 467).
656 Dummett (1986), p. 467.
657 Ibid., p. 475.
658 Está tomando las nociones de Wittgenstein, expresadas por los sustantivos Deutung y Aujfassung, en
Investigaciones filosóficas, §201; la primera noción es relativa a cómo se interpretan, en un contexto particular, las
expresiones específicas de un hablante dado; la segunda refiere al conocimiento práctico del método que permite
la interpretación como tal en general. - Dummett se sitúa así, de nuevo, en el marco de las teorías pragmatistas e
intersubjetivistas del lenguaje (cf. Dummett (1986), pp. 464, 472).
659 Bilgrami se limita aquí a remitirse a Kripke y Burge, pero el concepto requiere de una mayor precisión.
Una norma sería una regla hecha explícita o explicitable, e.d., la formulación de una regla práctica. No es una
mera regularidad observable, pues las cuestiones relativas a regularidades observables son cuestiones de hecho
que, como tales, no remiten al ámbito de iurei\c lo que se considera correcto o incorrecto. Tampoco es una con­
vención en el sentido de Lewis; pues las normas se hacen explícitas en el contexto de lo que se ha llamado acti­
vidades normativas", es decir, en aquellos contextos en los que tienen lugar la explicación, enseñanza, enjuicia­
miento, evaluación, justificación o fundamentación. Las normas son algo en lo que los agentes convienen, pero
no toda convención es una norma; pues no toda convención remite al ámbito de derecho en el que se juzga o
determina lo correcto o lo válido de una actuación. Las normas son constitutivas de las prácticas, son condicio­
nes de su posibilidad y su validez; las convenciones pueden ser meramente regulativas de prácticas preexistentes,
posibles sin dichas convenciones.
660 Cf. Bilgrami (1993), n. 2 en p. 122.
661 Davidson (1986), p. 444.
662 Bilgrami (1993), p. 130 [curs. mías, C.C.].
663 Ibid, p. 136.
664 Cf. discusión en ibid., pp. 132-133.
665 Ibid., n. 14 en p. 135 [curs. mías, C.C.]. La misma formulación hipotética aparece más adelante: «para
ser meramente comprendido en general, ...» {ibid., p. 136).
666 Ibid., p. 136.
667 Cf. ibid, p. 137.
668 Cf. ibid., p. 129.
669 Davidson (1993): «Reply to Akeel Bilgrami», en Stoecker (ed.), p. 145.
670 Se resumen en lo que sigue, fundamentalmente, las indicaciones de W. Buszkowski (1996): «Philosophy
of language and logic», en Dascal et al. (eds.), pp. 1603-1621. Textos importantes para el estudio de este tema
son los siguientes. Montague (1974): Formalphilosophy, New Haven y Londres; Davidson/Harman (eds.) (1972):
Semantics of natural languages, Dordrecht; Gabbay/Guenthner (eds.) (1983-1989): Handbook of philosophical
logic, Dordrecht (esp. vol. IV); van Benthem (1986): Essays in logical semantics, Dordrecht; Oehrle/Bach/Wheeler
(eds.) (1988): Categorialgrammars and natural languages structures, Dordrecht; Partee/ter Meulen/Wall (1990):
Mathematical methods in linguistics, Dordrecht; van Benthem (1991): Language in action. Categories, lambdas and
dynamic logic, Amsterdam.
671 Buszkowski (1996), p. 1604.
672 Este tema se discute en van Benthem (1986).
673 Cresswell (1973): Logics and languages, Londres.
674 Barwise/Cooper (1981): «Generalized quantifiers and natural language», en Linguistics and Philosophy 4
(1981), pp. 159-219.
67’ Cf. Barwise/Perry (1983): Situations and attitudes, Cambridge, Mass.
676 Los textos de referencia clásicos son C. I. Lewis (1912): «Implication and the algebra of logic», en Mind
21 (1912), pp. 522-531; y C. I. Lewis/C. H. Langford (1932): Symbolic logic, Nueva York, 21959. El trabajo semi­

285
nal de Kripke para la semántica relacional o «de mundos posibles» es Kripke (1963): «Semantic considerations on
modal logic», en Acta Philosophica Fennica 16 (1963), pp. 83-94; para la discusión de las nociones de necesidad
y contingencia, y la incorporación del concepto de designador rígido, id. (1972): Naming and necessity, Oxford,
1990. El desarrollo de esta semántica en el marco de la teoría de modelos se encuentra en G. E. Hughes/M. J.
Cresswell (1968): An introduction to modallogic, Londres; e id. (1984): A companion to modallogic, Londres. Sobre
la distinción de dicto!de re, cf. K. Fine (1978): «Model theory for modal logic. Part I: The de re!de dicto distinc-
tion», en Joumal ofPhilosophical Logic! (1978), pp. 125-156. La crítica de Quine a las modalidades de re puede
encontrarse en Quine (1976): «Three grades of modal involvement», en id. (1976), y en Quine (1960). Por tra­
tarse de una exposición breve y muy clara, se tienen aquí en cuenta fundamentalmente: M. Davies (1997): «Modal
logic», en P. Lamarque (ed.) (1997), pp. 336-334, cuya exposición se sigue en lo esencial; y G. Forbes (1997):
«De dicto/De re», en ibid., pp. 316-318.
677 M. Davies, cuya exposición se está siguiendo aquí, remite en particular (cf. Davies (1997), p. 338) a Quine
(1976a): «Three grades of moral involvement», en id. (1976), y a Quine (1960), pp. 195-200.
678 Los términos aparecen ya en algunos lógicos medievales, aunque su uso era distinto. En el contexto de la
lógica moderna, son autores como von Wright o Prior quienes han introducido la distinción con el uso aquí tra­
tado (cf. la ref. de G. E. Hughes/M. J. Cresswell (1968), p. 156, n. 130).
679 Algunos autores consideran, frente a Quine, que las modalidades de re están presentes de hecho en el len­
guaje natural. Cf. J. van der Roes (1997): «Intensionality», en Lamarque (ed.), pp. 333-334.
680 Cf. Davies (1997), pp. 342 y ss.
681 Entre los trabajos seminales pueden citarse los siguientes. R. Montague (1970): «English as a formal lan­
guage», en R. H. Thomason (ed.) (1974), Formalphilosophy. Selectedpapers of Richard Montague, New Haven;
Montague (1970a): «Universal grammar», en Theoria 36 (1970), pp. 373-398; Montague (1973): «The proper
treatment of quantification in ordinary English», en K. J. Hintikka et al. (eds.), Approaches to natural language,
Synthese Library 49, Dorcrecht. Aquí se sigue fundamentalmente las exposiciones de T. M. V. Janssen (1997):
«Montague Grammar», y J. van der Does (1997): «Intensionality»; ambos en Lamarque (ed.) (1997), pp. 344-
355 y 332-335 resp.
682 Es fácil ver que, en la lógica intensional, las intensiones son funciones que hacen corresponder, a cada
expresión, el conjunto de las extensiones que denotan en todo índice —«mundo posible», contexto o situación—
que vaya a tomarse en cuenta. Esto explica que pueda considerarse, como ha hecho Gazdar, que para la adecua­
da formalización del lenguaje natural los recursos de la lógica extensional son suficientes. Sin embargo, algunos
de los desarrollos que se han venido citando, en la línea de una semántica chomskyano-davidsoniana -así,
Larson/Segal (1995), o Ludlow (ed.) (1997)-, han podido interpretarse como aplicaciones de una semántica
intensional en la que las intensiones han sido sustituidas por «entidades casi-lingüísticas de un tipo u otro». Cf.
K. Taylor (1988): Truth and meaning. An introduction to the Philosophy ofLanguage, Oxford, p. 256, n. 7.

286
PARTE 3

Teorías intencionalistas
del significado
Introducción

Son varios los especialistas que han considerado la concepción del lenguaje de E.
Husserl un precedente de las modernas teorías intencionalistas del significado1. Estos plan­
teamientos coinciden en otorgar prioridad metodológica, para la determinación del signi­
ficado, a la conciencia intencional sobre el lenguaje; para la fundamentación de una teoría
del significado consideran más fundamental o básico el significado prestado por la inten­
cionalidad de una conciencia prelingüística a los signos, antes que el significado asociado a
los signos mediante convenciones lingüísticas. La fenomenología de Husserl es la primera
filosofía del siglo XX que ha desarrollado una teoría intencionalista del significado sobre una
base prelingüística en este sentido. Se trata de un marco filosófico en el que las operaciones
intencionales de un yo-conciencia, que en principio pueden considerarse como rendimien­
tos autárquico-solipsistas de una conciencia trascendental, son responsables de la constitu­
ción originaria de todo sentido expresable lingüísticamente. Esta teoría del significado
intencionalista, que en Husserl cobra un carácter fenomenológico-trascendental, ha encon­
trado paradójicamente continuidad en teorías del significado posteriores que, dentro de la
tradición analítica, explican el significado lingüístico a partir de una intencionalidad men­
tal prelingüística.
De hecho, el planteamiento filosófico-lingüístico de P. Grice difiere del fenomenológi-
co de Husserl en respectos esenciales, pues como base de la reducción no toma en cuenta
todos los modos de la intencionalidad de la conciencia, sino únicamente intenciones en un
sentido restringido referidas a acciones. Esto ha permitido juzgar que el concepto de inten­
ción de sentido se ve remitido en Grice a la producción de determinados efectos sobre la con­
ciencia del oyente por vía de actos de habla, y ello en los términos de una racionalidad estra-
tégico-instrumental de medios orientados a un fin2. Al mismo tiempo, sin embargo, este
mismo supuesto lleva a Grice a un análisis en términos ¿¿¿«-trascendentales de los princi­
pios y máximas de la racionalidad subyacente a la comunicación.
El planteamiento de J. Searle, en su última teoría de la intencionalidad, podría conside­
rarse en cambio más estrechamente emparentado con el de Husserl. Pues aquí la originaria
consitución del sentido por parte de la conciencia intencional aparece separada de la racio­
nalidad estratégica basada en la comunicación y dirigida a producir determinados efectos
sobre la conciencia del oyente. Al separar la intención de significar de la intención de comu­
nicar, como hace Searle, se puede defender que es posible entender un enunciado emitido
reduciéndolo a su función representativa, sin tener que suponerle la estructura comunicati­
va que se desdobla en contenido proposicional comunicado más modo de la comunicación
(fuerza pragmática). La constitución del sentido, que en Husserl tiene lugar en la intencio­
nalidad de la conciencia (Bewuftsseinsintentionalitat), se ve remitida en Searle a la intencio­
nalidad de la mente (intentionality of the mind); esta noción adquiere finalmente un sesgo

289
naturalista, al identificarse las formas de la intencionalidad con estados mentales que pue­
den analizarse mediante conceptos psicológicos como los de creencia, deseo o propósito.
Además del valor central de la noción de intencionalidad, el estudio que se va a llevar a
cabo permite identificar tres rasgos fundamentales que los planteamientos intencionalistas
comparten. En primer lugar, la constitución del sentido se afirma procedente de los rendi­
mientos de un sujeto o una conciencia individuales; son teorías solipsistas. En segundo lugar,
el significado del acto expresivo o acto de habla se considera originado o «intimado» por un
acto mental subyacente, en el que cabe distinguir: un modo o cualidad (la de ser juicio de algo,
deseo de algo, admiración por algo, intención o propósito de hacer algo), y un objeto o con­
tenido intencional (el contenido proposicional o pensamiento finalmente expresado). En ter­
cer lugar, el signo lingüístico es un mero instrumento, una mediación entre la conciencia y el
objeto; su función es la de hacer presente (o representar) el objeto por el que está ante la con­
ciencia. Esto último determina que el uso o empleo del signo no tenga pregnancia teórica, y
que se dé paso a una concepción instrumentalista y semanticista del lenguaje. A su vez, los dos
planteamientos más recientes de una teoría del significado intencionalista, vistos como perte­
necientes al paradigma de la filosofía de la conciencia husserliana, comparten dos ideas funda­
mentales: afirman que la estructura del significado en el habla puede reducirse a, o está funda­
mentalmente determinada por, la estructura del significado en la comunicación pre-lingüística,
y que la estructura de los actos de habla o actos comunicativos, en general, puede reducirse a
la estructura de acciones finalísticamente racionales, o acciones estratégico-instrumentales.
Para entender cuál es el eje del planteamiento intencionalista puede ser clarificador con­
traponerlo a otro planteamiento, en ocasiones considerado antitético: el de las teorías inter-
subjetivistas del significado. W. R. Kóhler ha señalado3, con respecto a las teorías intenciona-
listas, que la noción de intencionalidad va unida a la de comprensión (Verstehen); se trataría de
fenómenos que remiten uno a otro. Pues si alguien da a entender algo a otra persona, al mismo
tiempo está dando a entender cuáles son sus estados intencionales: es decir, qué es lo que cree,
quiere, pretende, espera, teme, etc. El dar a entender (o a comprender) algo puede realizarse
con la ayuda de signos naturales o simbólicos, es decir, signos lingüísticos. El significado de
estos signos es, por consiguiente, convencional o no convencional. Cuando se analiza la noción
de intencionalidad en los distintos estados intencionales posibles -p.e. convicciones o creen­
cias, deseos, propósitos—, es posible darse cuenta de que la intencionalidad es necesaria también
para la persona que entiende o comprende. Pues para que x pueda comprender a y, es preciso
que x crea algo (en relación con lo que y quiere dar a entender) y, en caso de éxito, que sepa
que hay algo que y cree, quiere, intenta, etc. Intencionalidad y comprensión son, así, conceptos
complementarios, que remiten a la conexión interna entre lo significado (lo que se quiere dar
a entender) y el reconocimiento de eso significado. En el caso de los signos lingüísticos, la per­
sona que comprende o entiende ha de tener en cuenta: a) lo que con esos signos lingüísticos se
quiere dar a entender (significado intencional o significado del hablante), b) lo que con ellos se
dice (significado literal), y c) el modo de empleo de los signos en la emisión (significado de la
emisión o significado pragmático). Es materia de controversia, sin embargo, si el querer dar a
entender precisa de la intermediación de una lengua o lenguaje.
Las teorías intencionalistas del significado creen haber encontrado en la noción de inten­
cionalidad la categoría que permite explicar otros fenómenos ligados y subordinados a éste:
entre ellos, los de la significatividad y la comunicación lingüística. A las correspondientes teo­
rías del significado cabe denominarlas, por ello, teorías intencionalistas del significado. Frente a
ellas, para los defensores de las teorías intersubjetivistas del significado la conexión entre inten­
cionalidad y significatividad, comunicación o entendimiento lingüístico es muy distinta: es el
lenguaje (o las lenguas), y no los estados intencionales de las personas o los hablantes, lo que

290
tiene un carácter prevalente. La controversia teórica, por consiguiente, discute si es posible o
no adscribir prioridad (lógica o genética) a la intencionalidad frente a la comunicación o el
entendimiento lingüístico. Los intencionalistas afirman que la comunicación o el entendi­
miento entre las personas es posible porque éstas tienen estados intencionales de conciencia,
mientras que los intersubjetivistas sospechan que las personas tienen estados intencionales
porque existen ya antes la comunicación y la comprensión: esta teoría descansa, así, en el fuer­
te presupuesto de que existe algo así como una significatividad intersubjetivamente idéntica, un
logos semántico, que constituye la condición de posibilidad necesaria para la intencionalidad.
Al considerar la conexión entre intencionalidad y significado se plantea inmediatamente el
problema de cómo formular una semántica intencional, una teoría del significado que adopte
la primera de las dos categorías como primaria y explicativa respecto a la segunda. Se trata, en
última instancia, de la pregunta de si los estados intencionales de conciencia —como los pro­
pósitos o las creencias- de los agentes son más fundamentales -en el sentido filosóficamente
fuerte de la palabra- que los significados de palabras, oraciones o emisiones. Esta pregunta
remite a la posibilidad de una definición del significado lingüístico a partir de los estados inten­
cionales de los agentes o hablantes que se expresan o comunican. Para los pragmatistas, debi­
do al carácter de acción de las emisiones lingüísticas4, es preciso que la teoría del significado se
amplíe hasta convertirse en una teoría pragmático-formal de la comunicación y el entendi­
miento. Para los intencionalistas, por el contrario, el carácter de acción del lenguaje se restrin­
ge a un uso particular del mismo, el comunicativo, que requiere a su vez de explicación.
Es la necesidad de hacer entrar en juego un significado «no literal» -no sólo superador
de la abstracción semantista de las teorías de la referencia, sino asimismo de la abstracción
«convencionalista» de las teorías pragmatistas- la que impulsa las propuestas de Grice y el
segundo Searle. Su reconocimiento de la noción está ya implícito en la necesidad de intro­
ducir una noción de competencia comunicativa distinta de la mera competencia lingüística
consistente en la emisión de actos de habla conformes con las reglas sintácticas y semánti­
cas. Y esta insuficiencia de la dimensión convencional de las reglas para dar cuenta de la sig­
nificatividad mueve a Grice y a Searle a construir una explicación del significado situado o
concreto de las emisiones no ya en términos de regulaciones convencionales, sino en tér­
minos de las intenciones que pueden determinar el significado de los actos de habla.
El estudio que se va a llevar a cabo permite llegar a la conclusión de que, en general, son
dos los problemas fundamentales a que se enfrenta cualquier planteamiento intencionalista
en teoría del significado. Ambos se pusieron de manifiesto ya en el tema introductorio, al
examinar paradigmas filosófico-lingüísticos anteriores y las dificultades que condujeron al
giro lingüístico en filosofía: 1. el problema de la explicación o justificación de la identidad
intersubjetiva de los significados, internamente conectado con el de la validez del discurso de
la ciencia y de los procesos de discusión y argumentación racional tendentes a un acuerdo;
y 2. el problema de la proyección de estructuras y categorías lingüísticas (sintáctico-semánticas)
que tiene lugar cuando se pretende analizar la estructura y el contenido de fenómenos men­
tales o psíquicos pretendidamente pre-lingüísticos. Estas dos cuestiones constituyen la «carga
de la prueba» para las teorías intencionalistas o mentalistas del significado, en el sentido de
que son dos dificultades fundamentales a las que deberían poder dar respuesta.

3.1. La teoría del significado de E. Husserl (1859-1938) como precedente5

Las líneas fundamentales de la teoría de la expresión y de la significación de Husserl se


encuentran expuestas en las Investigaciones Lógicas, Investigación I: «Expresión y significa­

291
do». En la Investigación III introduce y discute la noción de expresión incompleta y la rela­
ción de partes/todo, para aplicarla en la IV a las expresiones lingüísticas. En las
Investigaciones V y VI se expone la teoría de la síntesis categorial, por medio de la cual
Husserl intenta dar cuenta de cómo se constituye el significado de un enunciado a partir
de los significados de sus partes componentes. Hay coincidencia en señalar que, ya en el
periodo inmediatamente posterior a las Investigaciones, comienza la formulación de una
segunda teoría del significado a partir de la idea fundamental de que la noción de sentido
podría generalizarse desde los actos expresivos a todos los actos mentales6; para esta noción
generalizada utilizó el término noema, cuya exposición detallada se encuentra en Ideas. Una
de las cuestiones que se ha discutido es si este giro idealista en el pensamiento de Husserl
estuvo motivado por la influencia de Frege, o se debió a una necesidad lógica en el desa­
rrollo de la teoría. De los puntos en común y las divergencias con Frege —la fundamental,
relativa al planteamiento básico de la investigación, de análisis lógico-semántico en un caso
y de investigación de las figuras de la conciencia en otro- se han ocupado autores como
Follesdal, Tugendhat, Stegmüller o Dummett7. Finalmente, en la V Meditación Cartesiana
Husserl intentó una reconstrucción del carácter público e intersubjetivamente compartido
de los significados -un problema cuya resolución soporta la «carga de la prueba» en el caso
de las teorías mentalistas.
Para entender la reflexión filosófico-lingüística de Husserl es preciso tener en cuenta
ideas preliminares procedentes de su marco filosófico general. En La crisis de las ciencias
europea!' parte de una crítica a Kant, para quien la constitución de los objetos de la expe­
riencia posible era producto de condiciones subjetivas necesarias que permiten la síntesis
de una pluralidad; Kant, por ello, había buscado una teoría general de las operaciones y
de las estructuras subyacentes fundamentales de la conciencia que conoce. Husserl obser­
va críticamente que Kant había partido de una aceptación ingenua del ámbito de obje­
tos constituido por la física de su tiempo, sin darse cuenta de que las teorías científicas
de ese tipo sólo pueden producirse en una comunidad de estudiosos o científicos que, a
su vez, tienen que dar por supuesta la validez de su mundo de la vida (Lebenswelt) coti­
diano. Por ello vuelve su atención al modo en que estos objetos sensibles y categoriales
son «dados», a los distintos modos de «autodonación» (Selbstgegebenheit) de los objetos,
e intenta abandonar el paradigma del conocimiento científico para buscar la compren­
sión de cómo está constituido el mundo de la experiencia posible. Puesto que la ciencia
está anclada en el mundo de la vida, y éste proporciona el fundamento del sentido de la
realidad objetivada, a la teoría de la constitución del conocimiento de la naturaleza ha de
precederle una teoría de la constitución del mundo de la vida: la fenomenología. Su inves­
tigación del modo en que esta constitución procede de la vida de la conciencia no parte,
como en Kant, de cualquier conciencia en general, sino del yo trascendental del obser­
vador fenomenológico; Husserl cuenta con una pluralidad de «yoes» trascendentales,
que, a pesar de la preponderancia cognoscitiva de la propia subjetividad, constituyen
conjuntamente el plexo de sentidos que presta fundamento al mundo social.
Para poder describir estas operaciones del yo trascendental en toda su pureza es preci­
so que el fenomenólogo lleve a cabo una serie de reducciones que le permitan prescindir de
todos los supuestos no seguros; consisten en una serie sucesiva de «suspensiones del juicio»
o «epojés»: se prescinde de las aportaciones de las formas constituidas de conocimiento,
incluidas las ciencias particulares, así como del supuesto de que todo nuestro conocimien­
to procede de la experiencia sensorial; se atiende exclusivamente a los contenidos de con­
ciencia inmediatos. El «residuo fenomenológico» que resta tras la reducción recibe el nom­
bre de «esencia» (Wesen, eidos), por su pertenencia necesaria a la cosa (Sache) o al estado de

292
cosas (Sachverhalt). Mientras que, en la actitud natural, las ciencias, las tradiciones, las expe­
riencias personales, lo contingente y realmente existente desempeñan un papel fundamen­
tal, la «reducción eidética» permite la transición desde esta contemplación ingenua del
mundo a la consideración de las «esencias», que no son distintas de los «fenómenos» ni de
las «cosas en sí». Pero a continuación es preciso un proceso «reconstructivo», que permita
recuperar la comprensión del sentido que forma parte del mundo de la vida y responder a
la pregunta por el modo en que las operaciones de la conciencia subyacen a la experiencia
de la vida cotidiana, de la tradición y la historia. En su obra posterior Husserl llevó a cabo
lo que por parte de otros fenomenólogos se ha tachado de «recaída en el idealismo»9, al refe­
rir los rendimientos de la conciencia a un sujeto general o nosotros trascendental y formular
una fenomenología trascendental que unía, a la reducción fenomenológica, una segunda
reducción trascendental. Esta última cobra particular importancia en su aplicación a la teo­
ría del significado, pues le permitió interpretar la donación de sentido como un rendi­
miento de ese yo trascendental10.

i. Intencionalidad, expresión y significado

Siguiendo aquí a Tugendhat", Husserl distingue dos conceptos de conciencia. El pri­


mero deriva del habla corriente, como cuando se dice que alguien es consciente o tiene con­
ciencia de algo. Esta conciencia de algo es la que Husserl habría comprendido bajo el tér­
mino intencionalidad o vivencia intencional y es el concepto determinante de su
planteamiento. En un segundo sentido, se denomina conciencia a una corriente de viven­
cias. Los dos conceptos fundamentales son por consiguiente los de intencionalidad y viven­
cia, y a ambos se accede fenomenológicamente mediante un proceso de intuición interior.
Las vivencias lo son de todo lo que puede percibirse interiormente; para justificar la posi­
bilidad de esta percepción interna, Husserl hace valer la noción de evidencia, es decir, el
concepto cartesiano de certeza subjetiva: con respecto a los propios estados de conciencia,
o vivencias, se posee un saber indubitable de que se tienen. En el caso particular de las
vivencias intencionales, éstas se caracterizan por la referencia a un objeto (Investigación V,
secc. 10). Así, una convicción o creencia, un propósito, un deseo, lo son ¿/caigo. Tugendhat
observa que lo que Husserl sitúa en el plano de las estructuras de la conciencia mediante la
noción de intencionalidad, en el lenguaje aparece explícitamente manifiesto mediante la
articulación gramatical de oraciones del tipo: «yo___ [creo, prometo, deseo] que p» —lo
que se ha llamado oraciones de actitud proposicional. Con ello se pone de manifiesto la
explicitud, en las estructuras lingüísticas, de lo que Husserl pretende fundamentar apelan­
do a la evidencia de la intuición eidética y para lo que se ya cuenta «en primer término,
simplemente, con un criterio lingüístico»12.
En la Investigación I, donde se presentan los elementos fundamentales de esta teoría
del significado, a las vivencias intencionales Husserl les da el nombre de actos, y habla de
actos que prestan sentido (bedeutungsverleihende Akteri). Husserl utiliza Sinn y Bedeutung
como términos sinónimos13.
Por lo que respecta a la expresión (Ausdruck'y*, Husserl distingue entre: (1) la expresión
en tanto que mera realidad física (sonidos articulados, signos escritos) y (2) una determi­
nada corriente de vivencias psíquicas, ligadas por asociación con la expresión y que consti­
tuyen los actos que le prestan sentido. Pero además se precisan otras dos distinciones. En
primer lugar, lo notificado por la expresión (es decir, esas vivencias psíquicas) y lo que la
expresión significa. En segundo lugar, entre esto que la expresión significa (su sentido o con­

293
tenido) y aquello a lo que refiere (su objeto). En el caso de las expresiones nominales o nom­
bres, el significado es el sentido o contenido de la representación nominal y lo designado o
referido es el objeto de la representación. Pero Husserl afirma que es posible establecer las
mismas distinciones para todos los demás tipos de expresiones15. La expresión está origina­
riamente llamada a cumplir una Junción comunicativa: el que habla la emite con el propó­
sito de, en su mediación, expresarse acerca de algo, y esto es lo mismo que decir que
mediante determinados actos psíquicos presta a la expresión un sentido. A su vez, en el
habla comunicativa las expresiones son para el oyente signos que están por los «pensa­
mientos» del hablante: es decir, los signos están por esas vivencias psíquicas que les dan sen­
tido, además de por otras vivencias psíquicas que pertenecen a la intención comunicada. A
esta segunda función de las expresiones lingüísticas respecto al oyente Husserl la llama jun­
ción notificadora (kundgegebene Funktion)ló.
Los actos que prestan sentido o -como también los denomina Husserl- intenciones de
significado (Bedeutungsintentionen) se distinguen entre sí, de manera fundamental, según
esas intenciones se vean cumplidas o no en la intuición. El cumplimiento de la intención
(Bedeutungserfullung) tiene lugar cuando la referencia a algo objetual (Gegenstandliches), al
objeto, se efectúa. La referencia se efectúa tanto cuando el objeto se hace realmente presente
mediante una intuición concomitante, como cuando aparece representado en la fantasía.
Pero puede ocurrir que la intención de significado no se cumpla y, aunque la expresión
posea sentido, la referencia a una objetualidad permanezca sin hacerse efectiva -pues falta
una intuición concomitante que la acompañe17-. Es posible que distintas intenciones se
orienten al mismo objeto; en este caso, las vivencias poseen el mismo contenido real, pero
distinto contenido intencional: a este segundo le da el nombre de objeto intencional™. Por
otra parte, es preciso distinguir también entre el sentido intencional (intendierter Sinn) y el
sentido en su cumplimiento (erjullender Sinn). El contenido, en tanto que sentido inten­
cional, es lo que se ha llamado el significado; es distinto del contenido en tanto que senti­
do en su cumplimiento, y éste último asimismo distinto del contenido en tanto que obje­
to19. Pertenece al concepto mismo de expresión el poseer un significado. En el significado se
constituye la referencia al objeto. Al preguntar por el significado de una expresión, nos vemos
remitidos por tanto a la pregunta por el modo en que su intención de significado se ve cum­
plida mediante una intuición. Gracias a este cumplimiento, la «representación conceptual»
-e.d., la intención de significado— obtiene claridad, se confirma como «correcta», «real» o
efectivamente cumplible o realizable. Pero no han de confundirse el acto de la intención de
significado con el acto de su cumplimiento en la intuición: la expresión posee significado
si, y sólo si, su intención de significado se cumple de hecho, aunque sea de manera parcial,
o alejada, o no auténtica; es decir, cuando la comprensión de la expresión está animada por
alguna imagen20.
Esto entraña que, para Husserl, en la intuición pretendemos un objeto que no nos es
presente, pero del que en principio sabemos que podría sernos dado directamente; la inten­
cionalidad exige la posibilidad de una presencia virtual de objetos que podrían hacerse real­
mente presentes. La estructura intencional de la conciencia exige la posibilidad de una dife­
rencia entre la donación directa y la donación mediata de objetos posibles a la conciencia.
Esta diferencia se corresponde con la introducida antes entre una donación intuitivamente
cumplida y una no-intuitiva, y remite a la distinción entre sentido intencional (significa­
do) y sentido en su cumplimiento. El sentido de un objeto intencional demanda siempre
la posibilidad de una presencia intuitivamente inmediata del objeto. Aunque Husserl reco­
noce que el cumplimiento no es nunca pleno, y que las intenciones están a menudo acom­
pañadas por intuiciones sólo parcial o lejanamente ilustradas por una imagen -lo que le ha

294
llevado a confiar la significatividad de las expresiones a las imágenes concomitantes que
acompañan a la intuición-, afirma que una expresión tiene significado sólo cuando la
intención de significado correspondiente se ve en algún grado cumplida21.
Hasta aquí, la explicación de Husserl relativa a la distinción fundamental entre signifi­
cado y objeto, y al modo en que ambos pertenecen a la expresión gracias a los actos psí­
quicos que le dan sentido, parece poder aplicarse sin dificultad al caso paradigmático de las
expresiones nominales o nombres. Pero se ha visto ya su declaración de que la distinción es
general, es decir, aplicable igualmente a lo que Husserl llama nombres universales y a las
expresiones oracionales que considera, de hecho, oraciones declarativas o enunciados. Los
«nombres universales» son aquellos aplicables a una pluralidad de individuos, que tienen
por tanto un dominio de aplicación; se trata de lo que Frege había denominado expresio­
nes conceptuales y, en la terminología estándar, se conoce como términos generales (térmi­
nos predicativos o relaciónales). En este caso de los términos generales (como «caballo» o
«rojo»), Husserl afirma que las expresiones poseen un significado o contenido único, signi­
fican siempre lo mismo, aunque su referencia objetual pueda variar de una aplicación a otra
-como en los ejemplos «Bucéfalo es un caballo», o «este rocín de carga es un caballo»-; éste
es el caso en que es preciso distinguir entre el contenido u objeto real y el contenido u obje­
to intencional. Finalmente, en el caso de las expresiones enunciativas y en particular de la
forma «S es P», Husserl ve dos posibles asignaciones de objetualidad, es decir, dos posibles
maneras de asignar un objeto de referencia a la expresión: o bien (1) se considera objeto del
enunciado al designado por el sujeto gramatical, o bien (2) es el hecho (Tatsache) o estado
de cosas (Sachverhalt) «perteneciente» al enunciado el que aparece como objeto «designa­
do» por el enunciado -en analogía con la designación de un objeto por una expresión
nominal singular-22.
Esta oscilación de Husserl va a cobrar una importancia fundamental, porque aquí arrai­
ga la forma de reificación del significado a que conduce inevitablemente su planteamiento
intencionalista23 y donde, según el estudio crítico llevado a cabo por Tugendhat, se ponen
de manifiesto las limitaciones de éste. Bajo el subtítulo «Carácter de acto del significar y
significado uno-ideal»24 Husserl reflexiona que, en el caso de un enunciado como «pi es un
número trascendental», lo que distintos hablantes en distintos instantes temporales entien­
den y pretenden significar con la expresión no son contenidos psicológicos cambiantes de
la corriente de actos de pensamiento particulares; pues estos contenidos serían siempre
individuales, mientras que el sentido del enunciado ha de permanecer idéntico: «frente a
esta pluralidad ilimitada de vivencias individuales, aquello que se expresa en ellas es ante
todo algo idéntico, es lo mismo en el sentido más estricto de la palabra. Con la pluralidad
de personas y actos, el significado del enunciado no se ha descompuesto; el juicio, en el sen­
tido lógico ideal, es uno»25. A esta identidad del significado Husserl la denomina identidad
de la especie. Así y sólo así puede abrazarse, en forma de unidad ideal (la especie o esencia
del significado), la pluralidad de particularidades individuales. Estas particularidades plu­
rales son las intenciones de significado; pero el significado de estos actos es único, su idea­
lidad consiste en ser «unidad en la pluralidad». Para explicar esta «teoría de la especie y el
acto» en el ámbito del significado Husserl utiliza un ejemplo: «Así, el significado se com­
porta respecto a los respectivos actos del significar (la representación lógica respecto a los
actos representativos, el juicio lógico respecto a los actos enjuiciativos, la deducción lógica
respecto a los actos deductivos) algo así como la cualidad de rojo in specie respecto a las
rayas del papel aquí tendido, que “tienen” todas ellas esa misma cualidad de rojo»26. En este
sentido, Husserl puede concluir que los significados forman una clase de conceptos, en el
sentido de que son «objetos generales».

295
ii. Critica, de la teoría semántica de Husserl

Hasta aquí se ha intentado recoger la teoría de Husserl siguiendo su propia exposición.


Resulta claro que, con este último desarrollo, está intentando dar respuesta al problema de la
identidad intersubjetiva del significado. Pero lo hace, como se va a ver inmediatamente a con­
tinuación, al precio de una reificación difícilmente compatible con el giro lingüístico en filo­
sofía. Es cierto que en las Investigaciones todavía Husserl rechaza explícitamente esta posibi­
lidad: «Los significados en sí’ son (...) unidades específicas; en sí mismas no son ideales (...)
La idealidad de lo específico (...) es la de la unidad en la pluralidad’»27. El estudio crítico de
Tugendhat se encamina a mostrar que las dificultades a que se enfrenta esta teoría del signi­
ficado fenomenológica se deben a que Husserl obtiene el concepto de «objeto intencional»
de un doble proceso de reificación: de las determinaciones que, predicativamente, se afirman
o niegan de un objeto identificable, y del «objeto» asociado con la referencia de un enun­
ciado que se entiende a su vez, analógicamente, al modo del nombre.
En su aplicación de la distinción significado!objeto al conjunto de las expresiones lingüísti­
cas, Husserl comienza aceptando la distinción tradicional entre expresiones categoremáticas y
sincategoremáticas; éstas últimas poseen significado, pero no están por un objeto. Son expre­
siones categoremáticas las que pueden aparecer como términos de una deducción silogística, es
decir, en la posición del sujeto o del predicado, y se dividen a su vez en términos singulares o
términos generales respectivamente; pero incluyen asimismo, según Husserl, los enunciados
completos28. Se acaba de ver cómo determinaba el concepto de significado (o sentido) afirman­
do que consiste en la especie ideal o esencia del acto mental correspondiente. Posteriormente,
en Ideas, Husserl parece haber seguido la indicación de Frege de hacer corresponder con el sen­
tido o esencia del acto un determinado modo de darse el objeto: el sentido pasa a ser el «obje­
to en el cómo» de su modo de darse29. Pero incluso en la primera explicación de las
Investigaciones del significado como especie ideal del acto mental, y antes del giro fregeano, el
significado sólo se entiende a partir de la referencia al objeto; pues un acto intencional es siem­
pre conciencia de un objeto. Esta noción de significado, dependiente de la referencia al objeto,
es aproblemática en el caso de los términos singulares. Pero es preciso ver qué ocurre en el caso
de los términos generales y en el de las expresiones que son enunciados completos.
En este último caso, se ha visto ya la oscilación de Husserl. Tugendhat observa que tras
ello ha de verse una inseguridad fundamental. Por una parte, Husserl define el objeto como
lo que es sujeto de posibles predicaciones30. Por otra parte, sin embargo, su planteamiento
se ha comprometido con la tesis de que toda conciencia que presta un sentido es concien­
cia de un objeto y de que, correlativamente, en el ámbito lingüístico toda expresión cate­
gorial está por un objeto. Un significado no apoyado en una conciencia de objeto contra­
diría esto: es preciso, por tanto, asociar con el enunciado un objeto que esté en
correspondencia con el significado total de dicha expresión31. Husserl llega así a la conclu­
sión de que un enunciado «p» cualquiera está por, o designa, un estado de cosas
{Sachverhalt): el estado de cosas de «que p». Esto es: la forma nominalizada «el estado de
cosas de que p», gramaticalmente posible, se reifica y eleva a la categoría de objeto inten­
cional. Así, por una parte, el objeto de un enunciado de la forma «S es P» es aquello de lo
que se afirma algo, «S». Pero por otra parte es posible también hablar acerca del significa­
do del enunciado, con lo que este significado pasa a ser el objeto-tema de un nuevo enun­
ciado. Este nuevo «objeto», que se designa mediante la forma nominalizada «el estado de
cosas de que S es [sea] P», es el estado de cosas mismo. De este modo, la transformación
gramatical de la nominalización se corresponde con la modificación semántica de la obje-
tualización del significado: el «objeto» quep se convierte en el significado (reificado) de fi1.

296
Pero esta identificación, consistente con la teoría objetualista del conocimiento de
Husserl, es insostenible desde la perspectiva que ha procurado el giro lingüístico. Pues lleva
a extraer categorías epistemológicas u ontológicas a partir de formas gramaticales y semán­
ticas, sobre la base de una concepción instrumentalista de los signos lingüísticos. Para ver
las dificultades de esta posición, un primer acercamiento lo puede proporcionar la compa­
ración con Frege. También para él el objeto de la expresión nominalizada «que p» es el sen­
tido del enunciado «p»; pero «sentido» aquí es un término técnico que no remite, como en
Husserl, a la correlación entre sentido y comprensión: para Frege, el sentido o pensamien­
to expresado es una parte componente del significado del enunciado, precisamente la que
es susceptible de un análisis lógico en términos de condiciones de verdad; al sentido perte­
nece sólo lo que es pertinente para la pregunta por la verdad o la falsedad. Con ello se intro­
duce la tesis fundamental del giro lingüístico en filosofía analítica: el sentido del enuncia­
do reside en sus condiciones de verdad. Esto implica que, de la distinción pragmática entre
modo de la expresión oracional (fuerza aseverativa) y contenido proposicional expresado,
sólo lo segundo pertenezca al sentido. La expresión «que p» se diferencia de la expresión
«p», precisamente, en que en ella falta ese modo o momento pragmático de la aseveración,
presente en «p». La tesis de Husserl, según la cual el estado de cosas de que p es el signifi­
cado «objetualizado» (vergegenstándlicht) de «p», no se sostiene: pues el significado de «p»
contiene siempre más que aquello por lo que está la expresión «que p»; «p» no sólo «desig­
na» (Husserl) o describe (Frege) un estado de cosas, sino que afirma además que el estado
de cosas es el caso, o existe, o tiene lugar; esta fuerza aseverativa, que entraña la pretensión
de verdad de la afirmación, «no puede ya interpretarse objetualmente»33.
Esta dimensión del modo del enunciado o de cualquier expresión oracional en general
no está ausente por entero en Husserl. Ya se ha visto cómo su análisis de la estructura del
acto intencional supone una apelación implícita a un concepto inmanente de verdad; lo
que hace esto posible es la afirmación de una cualidad de posición que pertenecería a la esen­
cia del acto intencional y que consistiría en la afirmación tácita de la existencia del objeto.
Pero esto equivaldría a la tesis de que la expresión «que p» afirma la existencia del estado de
cosas, lo que no es, evidentemente, el caso: la expresión nominalizada puede completarse
con «es falso que p», o «es dudoso que p». La cuestión es que, para Husserl, el conocimiento
del objeto por el que está la expresión «que p» sería previo a la comprensión del significa­
do de «p»; sólo así puede afirmar que el estado de cosas es el significado objetualizado: bajo
el supuesto de que la identificación del estado de cosas de que p precede a la comprensión del
significado de p. Por ello, es legítimo interpretar que Husserl hace retroceder la compren­
sión del significado a la «conciencia del estado de cosas» y que incluso «la comprensión de
la aseveración aún no objetualizada se interpreta como conciencia del estado de cosas’ (...)
Husserl (...) interpreta el significado de la oración aseverativa como objeto»54. Ahora bien,
ello obliga a preguntarse por el estatuto ontológico del estado de cosas, y a buscar una res­
puesta que no recurra a, o presuponga, la comprensión del significado del enunciado
correspondiente. Tiene que tratarse además de un objeto compuesto —en correspondencia
con su expresión lingüística, que supone una articulación de un término singular (sujeto)
y un término general (predicado).
El estudio del modo en que Husserl intenta responder a esta cuestión permite a
Tugendhat poner de manifiesto la dificultad a que se enfrenta su planteamiento; adelantando
la conclusión, lo que su análisis muestra es que la interpretación objetual (reificadora) del sig­
nificado de un enunciado predicativo no puede llegar a un concepto de composición o arti­
culación sintáctico-semántica adecuado. Puesto que la conciencia del estado de cosas no
puede aclararse recurriendo a la comprensión del enunciado correspondiente, sino que, por

297
el contrario, la comprensión de la expresión compuesta por un término singular y un predi­
cado ha de verse como el rendimiento de una conciencia originariamente objetual, la explica­
ción del modo en que el significado del enunciado predicativo -caso paradigmático en el que
se centra Husserl- depende de los significados de sus partes componentes sólo puede llevarse
a cabo por recurso a la noción de síntesis. Lo que se está retomando aquí es la cuestión semán­
tica fundamental de cómo el significado de una expresión compuesta depende de sus partes
componentes, pero ahora se desplaza el problema al ámbito de una conciencia objetual. El
análisis de Tugendhat en lo que sigue se encamina a mostrar la imposibilidad de reducir la sín­
tesis lingüística de la articulación sintáctico-semdntica a una síntesis categorial entre una concien­
cia y sus objetos.
Husserl distingue entre objetos reales (concretos, espacio-temporalmente dados y sus­
ceptibles de percepción sensorial) y objetos ideales (abstractos, no espacio-temporalmente
dados ni sujetos a percepción sensorial). Los objetos correspondientes a los enunciados
nominalizados, así como a los predicados, son de este segundo tipo: los estados de cosas y
los atributos son objetos abstractos o ideales35. Pero asimismo ocurre que los estados de
cosas, en tanto que objetos compuestos, son de un orden distinto al de sus objetos com­
ponentes. Para dar cuenta de esta composición Husserl propone su teoría de la síntesis cate-
goriab, en ella parte de la constatación de que el estado de cosas de que p no es un objeto
susceptible de percepción en el mismo sentido en que lo son los objetos reales: la compo­
sición o articulación en un estado de cosas no es susceptible de constatación mediante per­
cepción, sino en el pensamiento, y se trata por tanto de una composición ideal, no real36.
El estado de cosas no es, por consiguiente, un objeto real-concreto, dado en el espacio y el
tiempo: sólo se constituye, afirma Husserl, en el pensamiento, mediante actos categoriales
de una naturaleza distinta a la de los actos sensoriales en los que se constituye la represen­
tación de objetos concretos. Pero el acto categorial de la síntesis está fundado en otros actos
y, en última instancia, en actos sensibles, precisamente aquellos que dan lugar a las repre­
sentaciones de los objetos reales que finalmente se integran en una objetualidad sintética.
Pero en el acto categorial en que tiene lugar la síntesis se constituye algo nuevo37.
Es preciso, sin embargo, ver esto mismo desde el lado del lenguaje: de qué modo la teo­
ría de la síntesis categorial permite explicar la manera en que el significado del enunciado
depende de una composición o síntesis de significados. Aquí entra en juego la segunda rei-
ficación que se ha anticipado: la del significado de las expresiones predicativas. Husserl
separa, en su análisis de la estructura «S es P», la cópula verbal como término sincategore-
mático, e introduce una interpretación objetual del témino general predicativo (categore-
mático). Si bien predicados como «rojo» no están por un objeto propiamente dicho, su
«objeto» lo constituye -afirma Husserl- una relación objetual (gegenstandliche Beziehung)™.
Pero el análisis de la forma enunciativa predicativa, de la estructura sujeto-predicado, lo
lleva a cabo Husserl siguiendo analógicamente el modelo de la forma enunciativa de par­
tes-todo —es decir, enunciados en los que se dice de un objeto que contiene a otro como
parte. Como esquema único de la estructura predicativa y de la estructura partes-todo pro­
pone Husserl: «A es/está (tiene) a». Así, por ejemplo, la forma predicativa «el castillo es
rojo» admite un análisis que parafrasea la forma «la cualidad de rojo está en el castillo», que
a su vez puede transformarse en «el castillo tiene la cualidad de rojo»; Husserl considera que
es esta última forma la que proporciona de manera explícita la estructura sintética de la
forma inicial: «todo predicado real no referencial indica una parte del objeto del sujeto»39,
como en el caso del ejemplo «rojo».
El problema de asimilar la estructura de sujeto-predicado a la relación partes-todo resi­
de en que obliga a ver la oración predicativa como una oración relacional particular -lo

298
que, por otra parte, se sigue ya de la tesis de que el estado de cosas se constituye mediante
síntesis categorial— y refuerza la interpretación de que, a pesar de la precaución vista40, el
predicado lo interpreta Husserl objetualizándolo -reificándolo-, proyectando la conciencia
objetual de la cualidad de x en la conciencia originaria del significado del predicado «x»;
pero, de ese modo, «el significado del predicado es un objeto, precisamente el atributo
correspondiente»41. Si esta conclusión de Tugendhat es correcta, entonces la relación entre
el objeto y el atributo que el enunciado expresa es una relación ideal. Pero la teoría de
Husserl debería poder proporcionar un criterio que permita decidir cuándo una tal relación
está dada: y el único criterio disponible es el del enunciado que la expresa, y que es susceptible
de verdad o falsedad. Lo que un enunciado como «la cualidad de rojo está en el castillo»
afirma sólo puede hacerse comprensible por recurso al enunciado «el castillo es rojo», y no
al revés. Pero, si esto es así, y la relación entre atributo y objeto sólo puede definirse median­
te la oración predicativa original, entonces no es posible explicar la comprensión de dicho
enunciado a partir de dicha relación -ya que, de hecho, a esta comprensión sólo se accede
supuesto que se ha comprendido el enunciado que la expresa.
La dificultad fundamental de este modelo explicativo reside en que ha asimilado, en
primer lugar, una estructura lógica a una relación real y, en segundo lugar y mediante la
teoría de la síntesis categorial, separa la relación ideal entre significados de cualquier rela­
ción real. Pero sigue faltando un criterio positivo que permita caracterizar lo que Husserl
ha remitido a un acto categorial mental, que constituye mediante síntesis y cuyos conteni­
dos no son directamente accesibles: «Sólo sabemos que un acto categorial de un cierto tipo
ha entrado en juego cuando se trata de una expresión con una forma semántica particu­
lar»42. El único criterio para establecer la existencia de una relación ideal del tipo definido
por Husserl entre un atributo y sus objetos es lingüístico: la relación ideal o síntesis catego­
rial existe cuando el enunciado que la expresa es verdadero.
Recapitulando lo visto, la teoría semántica de Husserl parte de la idea de que lo que
presta significado a un signo no es su modo de empleo, sino un acto intencional que se
entiende como conciencia objetual. De modo inadvertido, con ello se están reduciendo las
funciones de los signos a una única función denotativa: el signo se emplea para ponerse en
el lugar de un objeto; se convierte así en la mediación entre una conciencia y sus objetos,
y su función primordial pasa a ser la de hacer presente a la conciencia el objeto por el que
el signo está, (re)presentándolo ante ella43. En esto Husserl —y, por extensión, la teoría del
significado ligada a la filosofía de la conciencia- mantiene la concepción tradicional del
lenguaje, según la cual la relación semántica fundamental es semejante a la que se estable­
ce entre un nombre y su objeto. Esto es así -si se adopta una perspectiva fregeana- en el
caso de las descripciones definidas y, en general, en el caso de los términos que identifican
o seleccionan objetos y que por tanto tienen la función de establecer el contacto entre el
lenguaje y la realidad. Ahora bien, si se generaliza esta función al conjunto de las expresio­
nes, los términos generales y los enunciados se ven sujetos a una forma de reificación que
acaba en una situación paradójica: pues el conocimiento del estado de cosas ha de ser pre­
vio -ha de estar dado como contenido a la conciencia con anticipación- a la comprensión
del enunciado que lo expresa; pero, al mismo tiempo, no hay manera de señalar a dicho
estado de cosas si no es mediante su expresión lingüística. La paradoja desaparece cuando
la relación entre lenguaje y realidad se analiza en términos de las condiciones de verdad de
los enunciados y se acepta que «estado de cosas», o «hecho», es lo que permite decidir ese
valor de verdad.
Esto se pone particularmente de manifiesto cuando se considera el análisis comparati­
vo entre Frege y Husserl llevado a cabo por Tugendhat, en el contexto exclusivamente de

299
las Investigaciones Lógicas. Pero a la misma conclusión ha llegado otro autor, W. Stegmüller,
al estudiar esta relación en el contexto de Ideas y la noción de noema aquí propuesta por
Husserl. En su estudio, Stegmüller contrapone los planteamientos de Husserl y Frege para
mostrar los paralelismos «formales» y poner de manifiesto las diferencias fundamentales.
Cuando Frege establece la tricotomía nombre-sentido-referencia como alternativa al bino­
mio tradicional de nombre-objeto, logra con ello garantizar la validez universal del princi­
pio de sustitutividad salva veritate a pesar del problema de los contextos opacos, al postular
que en estos contextos los nombres no designan su referencia, sino su sentido44. Ello pare­
ce obligar a preguntar por la naturaleza de esas entidades llamadas «sentidos»; y aquí es
donde su posición resulta aclaradora para la de Husserl. Frege parte en su investigación de
expresiones lingüísticas, en concreto de enunciados particulares, y no de fenómenos psí­
quicos. No pretende, con su teoría, ampliar o precisar de algún modo nuestro conoci­
miento previo de esas entidades llamadas «sentidos». En palabras de Stegmüller, Frege «más
bien introdujo el concepto de sentido como un constructo técnico, con el fin de (...) resol­
ver el problema [de los contextos opacos, C.C.]»45, un problema estrictamente lógico-lin­
güístico. Husserl, por su parte, introdujo una tricotomía con la pretensión de que le per­
mitiera dar cuenta del carácter intencional de los actos de conciencia: sustituyó la
dicotomía de Brentano acto-objeto por la tricotomía acto-noema-objeto, y postuló que
todo acto de conciencia posee un noema, noema que a su vez está dirigido a un objeto en
caso de que el acto de conciencia «posea» este objeto. Así, como Tugendhat ya ha puesto de
manifiesto, dentro de la teoría de Husserl el concepto de noema cumple la misma función
que el concepto de sentido dentro de la teoría de Frege. La diferencia, fundamental, reside
en que Frege sitúa su investigación en la dimensión lógico-semántica del lenguaje, mien­
tras Husserl lo hace en el ámbito de la conciencia. Stegüller afirma: «Husserl introduce el
concepto de noema como un constructo teorético, con el fin de resolver el problema de los
objetos intencionales»46.
El propio Husserl habría establecido este vínculo entre su teoría de la intencionalidad
y la de Frege: en Ideal'' afirma explícitamente que el concepto de noema no representa sino
una generalización de la noción de sentido extendiéndola al ámbito de todos los actos. Esta
generalización no puede ocultar la principal diferencia: el noema es una entidad intensional,
que -a diferencia del sentido de Frege- no se restringe al ámbito del lenguaje, sino que se
transfiere al de todos los actos intencionales de la conciencia. El problema a que este plan­
teamiento de Husserl da lugar reside en que éste permanece conectado al paradigma de la
filosofía de la conciencia y a una teoría de los actos psíquicos. Con ello, está ligando los
conceptos de intencionalidad e intensión, y obliga a plantear la cuestión que el enfoque de
Frege dejaba fuera: el del conocimiento de las entidades que son los noemas. Se convierten
entonces en objetos de conocimiento para un tipo de conocimiento especial, el de la refle­
xión fenómenológica, y se hacen accesibles mediante actos de reflexión. La fenomenología se
convierte así en la ciencia a priori de los noemata. La consecuencia que este planteamiento
tiene para su filosofía del lenguaje, y para la teoría intencional del significado en general, es
inmediata: el lenguaje aparece sólo como una objetivación, con carácter instrumental, de
algo más originario y pre-lingüístico; y la relación de significado fundamental es la de desig­
nación de un objeto por un nombre.
Finalmente, y volviendo a las Investigaciones, un último estudio del lógico y lingüista Y.
Bar-Hillel permite confirmar otro aspecto de la misma conclusión: la proyección que la
filosofía de la conciencia lleva a cabo de categorías sintáctico-semánticas sobre lo que iden­
tifica como categorías ontológicas o epistemológicas, supuestamente prelingüísticas y pre-
valentes respecto al lenguaje. Se ha visto que la teoría de la síntesis categorial hace entrar en

300
juego la noción de una intuición intelectual, al lado de la intuición sensible. Hay coinci­
dencia entre los especialistas al señalar que Husserl entiende la intuición categorial, analó­
gicamente, al modo de la percepción sensible. Entre los objetos categoriales de esta intui­
ción se encontrarían las formas sintácticas y las relaciones aritméticas48. El estudio de
Bar-Hillel49 permite poner de manifiesto la dificultad de atribuir a las formas sintácticas, en
particular, el estatuto de objetos categoriales cognoscibles mediante un tipo de intuición no
sensible. En la Investigación VI, seccs. 30-35, Husserl se ocupa de la cuestión de qué fun­
damenta que ciertas sucesiones de palabras puedan dar lugar a un sentido, mientras que
otras sucesiones aparecen como sinsentidos. Declara entonces que se debe a la existencia de
leyes aprióricas de las conexiones de los significados; las reglas gramaticales de compatibilidad
e incompatibilidad entre expresiones no son sino manifestaciones, más o menos claras, de
esas leyes aprióricas. Según Husserl, nosotros comprendemos con «evidencia apodíctica»
que determinadas conexiones de significados (posibles combinatoriamente) están excluidas
según leyes esenciales. Así, Husserl retrotrae al ámbito de los significados las compatibili­
dades e incompatibilidades gramaticales (sintácticas). El mismo procedimiento encuentra
aplicación ante la idea de que, para esta cuestión, la forma del enunciado desempeña una
función decisiva. La oración «este árbol es verde» tiene sentido, así como cualquier otra ora­
ción que pueda formarse a partir de la primera sustituyendo las expresiones de significado
independiente «árbol» y «verde» por expresiones cuyos significados pertenezcan a las mismas
categorías de significado de «árbol» y «verde». En este sentido, la declaración de Husserl
puede interpretarse como una afirmación de que la significatividad de la primera oración
se transfiere a todas las oraciones de la misma forma. Cuando, por el contrario, se sustitu­
yen expresiones de otra categoría de significado, Husserl observa que se originan sinsenti­
dos como «este imprudente es verde».
El razonamiento depende de manera esencial de la noción de categorías de significado
que Husserl ha introducido. Bar-Hillel muestra su sorpresa al constatar que estas categorías
no serían sino las contrapartidas objetuales de las categorías gramaticales que, en un momento
dado, pueden considerarse categorías estándar de las lenguas indogermánicas. Así, Husserl afir­
ma explícitamente que allí donde hay un contenido o significado nominal puede aparecer
en su lugar otro contenido nominal, pero no un contenido adjetivo, uno relacional o uno
proposicional. De ello se sigue en general que, para decidir qué palabras pueden sustituir a
otras en un contexto dado, lo único que se requiere tener en cuenta es la determinación de
la categoría gramatical de la palabra. Pero esto justifica la sospecha de que toda la duplica­
ción, en un ámbito de significados, de las categorías gramaticales es superfina, y de que la evi­
dencia apodíctica en la que se basa toda la argumentación no es sino intuición gramatical.
Bar-Hillel pone de manifiesto que la existencia de este tipo de intuición es cuestionable;
pues una mera sustitución de palabras pertenecientes a la misma categoría gramatical puede
conducir a un sinsentido, como en «este número real es verde» -o en el famoso ejemplo de
Chomsky: «las verdes ideas incoloras duermen furiosamente»50—. Este había sido, precisa­
mente, el punto de partida del análisis lógico: la constatación de que, para las necesidades
de la lógica, las reglas gramaticales y las expresiones del lenguaje natural son insuficientes.
La búsqueda de un lenguaje lógicamente perfecto estaba impulsada por la necesidad de una
sintaxis lógica construida según reglas precisas, y tal que pudiera proporcionar una base fia­
ble para la expresión del conocimiento y la conducción de inferencias y razonamientos
capaces de garantizar la transmisión de la verdad desde las premisas a la conclusión.
En conexión estrecha con la noción de categorías de significado se encuentra la dis­
tinción de Husserl entre sinsentido (Unsinn) y contrasentido (Widersinn) y la correlativa
entre leyes que evitan lo primero y las que impiden lo segundo. En relación a esto ha

301
sido Stegmüller51 quien ha formulado una crítica desde otro punto de vista. Según
Husserl, «x es un círculo cuadrado» sería un contrasentido porque, por motivos pura­
mente lógicos, se sabe que no existe ningún x que pueda satisfacer la condición; «x es
un empero redondo», a su vez, es un sinsentido, una conexión asignifícante de palabras.
Ello lleva a Husserl a afirmar que las leyes relativas al sinsentido son «más fundamenta­
les» que las concernientes al contrasentido. Stegmüller señala que, con esta distinción,
Husserl está intentando dar cuenta del mismo tipo de reglas que más tarde Carnap
introdujo como reglas de formación (que permiten decidir la admisibilidad de sucesiones
de signos para la formación de expresiones, en particular enunciados) y reglas de trans­
formación (que establecen las relaciones de inferencia entre enunciados). Pero esta dis­
tinción de Carnap permite una definición exacta y clara, y no precisa la duplicación
superflua en una esfera de significados. La afirmación de la prioridad de unas reglas
sobre otras es aquí una consecuencia inmediata y trivial. Asimismo, la exigencia de
Husserl de una gramática universal a priori encuentra una realización posible en las
investigaciones de Carnap sobre sistemas semánticos. Tiene un interés particular la
observación de Stegmüller en relación con una declaración a priori de Husserl, la de que
todos los lenguajes y todas las lenguas han de tener elementos en común -p.e. oracio­
nes, expresiones para la formación de conjunciones, etc.-. Esto sólo puede hacerse valer
si este juicio se sigue de la noción misma de «lenguaje», o de la definición que se dé del
mismo. En otro caso, sólo una investigación empírica permitiría establecer si, efectiva­
mente, en todas las lenguas naturales están presentes determinados elementos estructu­
rales -nombres, negaciones, etc. La idea de una gramática pura sólo puede llevarse a
efecto si ese ideal de una estructura gramatical fundamental se sigue de la propia defi­
nición de lenguaje.
En cierto modo, esta misma conclusión se alcanzó aquí al discutir el estatuto del len­
guaje lógicamente perfecto -en Frege, Russell o Wittgenstein. Sólo es posible encontrar
sentido a una reflexión ¿'¿/.«-trascendental sobre las condiciones formales de posibilidad del
lenguaje, en su función semántico-cognoscitiva, si se supone que estas condiciones forman
parte del saber tácito y de la experiencia lingüística de los hablantes. Sólo puede valer aprio­
ri lo que está presupuesto, con carácter normativo, como condición que hace posible y váli­
do este uso del lenguaje. El «ascenso» de Husserl en la dirección de una «trascendentaliza-
ción» de esta estructura semántico-formal, y su apelación a una forma de «evidencia
apodíctica» como forma de conocimiento de ésta, imposibilita la toma en consideración del
ámbito pragmático-formal en el cual esos presupuestos están presentes y se hacen entrar en
juego en la elaboración del discurso de la ciencia y de los procesos de discusión racional ten­
dente a un acuerdo. Tampoco los rendimientos de ese conocimiento son, si se acepta el
planteamiento de Husserl, susceptibles de revisión o crítica. Se llega así a una absolutiza-
ción del lenguaje y de la subjetividad que constituye a éste y justifica su validez.

iii. El problema de la intersubjetividad del significado

Según ha visto Apel, Husserl propone una fenomenología trascendental de la relación


sujeto-objeto: afirma una correlación estricta entre los actos intencionales de la conciencia y
los fenómenos dados a ésta; fundamenta esta afirmación mediante el recurso a una suce­
sión de epojés que ponen en suspenso la creencia en la existencia del mundo; la función del
yo pienso, o de la conciencia intencional, aparece como un elemento originario más allá del
cual no es posible pensar nada: la intencionalidad de la conciencia es lo irrebasable del pen­

302
samiento. La explicación de la verdad viene dada por una reflexión, de la conciencia inten­
cional, acerca de la evidencia del cumplimiento de sus actos intencionales mediante la
autodonación de los fenómenos. Pero Husserl no toma en consideración la posibilidad que
tampoco vio Kant, y que los románticos pusieron de manifiesto. Apel52 lo formula irónica­
mente en los siguientes términos: el aseguramiento de que se cumplen las intenciones de
sentido de un enunciado como «el gato está sobre la cama» puede hacerse depender de la
evidencia de la correspondencia entre el enunciado y la realidad -aludida con el predicado
«es verdadero»- en la medida en que puede presuponerse, en el mundo de la vida, una com­
prensión intersubjetivamente compartida del significado del enunciado y del fenómeno que
se identifica. La «evidencia fenoménica» -en el sentido de una evidencia basada en la per­
cepción sensible, o como evidencia para una «intuición categorial» (Husserl)- es, si se parte
de las investigaciones de Peirce y Mead, siempre evidencia interpretada lingüísticamente.
Para Apel esto significa que, en el ámbito de la ciencia, la evidencia de una elaboración cog­
noscitiva basada en la percepción sólo puede hacerse equivaler a la verdad en la medida en
que esa elaboración pueda justificarse discursivamente, como una interpretación lingüística
susceptible de alcanzar validez intersubjetiva.
El tratamiento por parte de Husserl del problema de la intersubjetividad se formula,
sin embargo, en otros términos, a los que es preciso guardar fidelidad en la exposición ini­
cial. La teoría de la síntesis categorial se integra en la doctrina de la intuición categorial, que
pretende hacer plausible la idea de una intuición intelectual, no sensible, por analogía con
la intuición sensorial. La aplicación universal del concepto de intención cumplible intuiti­
vamente asegura, a todas las formas estructuradas en términos de sentido, y tanto si sólo
poseen un sentido cognoscitivo como si éste es primariamente emocional o volitivo, «sus­
ceptibilidad de verdad». Husserl hace suyo entonces un uso lingüístico cartesiano: llama a
todos los objetos intencionales, tanto si están conectados con cualidades de posición doxás-
ticas como no-doxásticas, «cogitata». De este modo, la constitución de la práctica vital coti­
diana puede pensarse en términos de los principios de una teoría del conocimiento consti­
tucional, según el lema «ego-cogitatum-cogitata»: todo el proceso vital ha de poderse
reconducir a los actos de una subjetividad, cuyos rendimientos se muestran en los plexos
de sentido de los objetos de la experiencia intuitiva posible. Esta idea de que la vida inten­
cional está orientada a la verdad lleva a Husserl a afirmar la universalidad que abraza a los
rendimientos surgidos de todas las formas de la subjetividad -cognoscitiva, volitiva o emo­
tiva-53 y que conduce a no conformarse con las formas de validez fácticas, sino a compro­
bar e intentar fundamentar la pretensión universalista de verdad del mundo de la vida.
Su planteamiento intencionalista en filosofía del lenguaje, sin embargo, ha bloqueado
la posibilidad de considerar a esta pretensión de verdad de las expresiones doxásticas reso­
lubles discursivamente, en el contexto de una discusión racional; asimismo, la constitución
de los plexos de sentido se ve remitida a los rendimientos de una conciencia solipsista y
autárquica. Esto lleva a Husserl a conceder una importancia capital al problema de la inter­
subjetividad y a intentar mostrar de qué modo se constituye, desde un yo trascendental
-que no es sino el yo del fenomenólogo que ha efectuado la serie de reducciones-, la iden­
tidad intersubjetiva de los significados54.
Husserl parte de la premisa de que, con respecto a los otros sujetos, el yo constituyen­
te no puede dejar de constatar lo siguiente: que todo sentido que algo de lo-que-es tiene, y
puede tener para él, es en y a partir de su vida intencional, procede de sus síntesis consti­
tutivas55; por tanto, «[q]ue los otros se constituyan en mí en tanto que otros, es la única
manera pensable en que ellos, en tanto que siendo y siendo así, pueden tener sentido y vali­
dez para mí»56. La cuestión es cómo tiene lugar esa constitución, desde el yo constituyente,

303
de otra subjetividad que a su vez constituye al primero y a todo sentido con validez inter­
subjetiva; y cómo es posible derivar la intersubjetividad (objetividad) del mundo a partir de
la intencionalidad de la vida de una conciencia, de una subjetividad. La reconstrucción que
Husserl lleva aquí a cabo ha sido estudiada críticamente por A. Schütz57 y, a partir de su tra­
bajo, por J. Habermas; éste ha adoptado una perspectiva de análisis filosófico-lingüístico
que le permite mostrar cómo el intento de fundamentación fenomenológica de la inter­
subjetividad fracasa, debido al primado que este intento concede a la intencionalidad fren­
te al entendimiento lingüístico. Es su exposición la que se va a seguir aquí58.
El punto de partida para la reconstrucción es el de un «mundo primordial» dado al yo
constituyente, una naturaleza desnuda de toda relación interpersonal de la que se ha abs­
traído todo lo extraño y en la que sólo está contenido lo que le es propio al yo meditante,
y que se le da en una peculiar trascendencia mantenida. Entre los cuerpos de ese mundo
primordial, únicamente el propio cuerpo aparece como una corporalidad vivida (Leib): a
sus órganos es posible hacerles corresponder campos de sensaciones y actividad, así como
las cinestesias correspondientes. La historia trascendental de la subjetividad se constituye a
continuación en dos etapas. En la primera, es una aprehensión por analogía la que permite
transferir a otros cuerpos las mismas experiencias originarias que el yo tiene de su propia
corporalidad; Husserl habla aquí de una transferencia por analogía y a su resultado, por el
cual al yo constituyente le es co-presente algo de lo que no tiene experiencia originaria —la
interioridad inaccesible del otro—, lo llama apresentación. Así se constituye el sentido de otro
sujeto. En una segunda etapa, y mediante el supuesto de la intercambiabilidad de perspec­
tivas -por analogía con sistemas de referencia espaciales-, Husserl supone que al yo cons­
tituyente le es posible constituir el mundo y la interioridad del otro por analogía con los
suyos propios: al imaginar que ocupa el «aquí» y «ahora» del otro, puede transferirle las
vivencias que él mismo tendría si ocupara su posición. De este modo resultaría un nosotros
trascendental, al cual le está dada una misma naturaleza y una naturaleza objetiva. Pero para
que esto sea posible Husserl tiene que introducir tácitamente otro supuesto: el de que, en
la apresentación del otro, los sistemas sintéticos —desde los que se efectúan las síntesis cate­
goriales- son los mismos que los propios, con todos sus modos de aparición y, por tanto,
también son las mismas todas las percepciones posibles con sus contenidos noemáticos.
Sólo bajo este supuesto puede la reciprocidad de perspectivas fundar la identidad del siste­
ma de formas de la sensibilidad y la identidad de la intuición categorial, y dar paso al «noso­
tros trascendental de las conciencias comunitarizadas».
Para fundamentar el movimiento de transferencia por analogía que el yo constituyen­
te lleva a cabo, y que le permite aprehender el cuerpo extraño como una corporalidad vivi­
da semejante a la propia, Husserl razona suponiendo que las sucesivas apresentaciones del
otro se caracterizan por una peculiar regularidad y carácter concordante. En un pasaje expli­
ca: «La corporalidad vivida extraña de la que se tiene experiencia sólo se manifiesta real­
mente como corporalidad vivida con continuidad en su conducta cambiante, pero siempre
concordante, de tal modo que ésta tiene su lado psíquico, que el físico indica apresentándo­
lo (...) Y ello en el cambio constante de fase a fase. La corporalidad vivida se experimenta
como sólo aparente cuando con el cambio no se preserva la concordancia»59. La crítica de
Habermas se dirige a la noción de concordancia en la conducta que Husserl ha hecho entrar
en juego. Pues con ello no parece querer limitarse a posibles regularidades en movimientos
físicos -ello no proporciona un criterio para distinguir un cuerpo de una corporalidad vivi­
da-, sino que estaría aplicando el modelo de un sistema simbólico: Husserl supone, tácita­
mente, que el yo constituyente puede interpretar la conducta del otro en tanto que expre­
sión simbólica; en ese caso, la coherencia de las manifestaciones sucesivas sí debería

304
ajustarse a las reglas de un sistema simbólico en el que los movimientos o sonidos funcio­
nan como signos, y en el que esos signos cobran un significado según su modo de empleo
en situaciones semejantes. Con ello Husserl está presuponiendo, en el yo constituyente, un
saber previo de algún sistema simbólico -arquetípicamente, de un lenguaje-, junto con la
experiencia de qué significa comunicarse mediante él con otro sujeto sobre algo en el
mundo: «Sólo puedo entender como conducta los movimientos del otro cuerpo, en apre­
hensión por analogía, cuando ya existe un conocimiento intersubjetivo de una provisión de
signos y un léxico»60. Pero con ello está cayendo en una contradicción: pues en el mundo
primordial del yo constituyente sólo se cuenta con los contenidos de conciencia y los actos
intencionales de éste, pero no puede suponerse una experiencia lingüística previa acerca de
qué significa comunicarse con otro sujeto en la mediación de un sistema de significados
compartidos -entendidos éstos como modos de aplicación de los signos según reglas. El
concepto de apresentación, sin embargo, presupone tácitamente el de representación de un
significado mediante una expresión simbólica; pero el entendimiento a través de un siste­
ma simbólico —la comunicación interpersonal— sólo puede surgir, si se asume el plantea­
miento de Husserl, después de que se haya reconstruido la posibilidad de una comunitari-
zación del yo con otro sujeto constituyente61.
Una segunda crítica se refiere a la ambigüedad del procedimiento de cambio de pers­
pectivas propuesto por Husserl, y que lleva a Habermas a sospechar la presencia implícita
de una petición de principio. Para la constitución de un mundo común -tanto el mundo
objetivo de la naturaleza como el de la interioridad apresentada del otro- se precisa la posi­
bilidad de una relación simétrica, de una reciprocidad completa entre los distintos «egos»
trascendentales; pero para ello se requiere que también el otro pueda situarse en la pers­
pectiva del yo constituyente. Ahora bien, esta posibilidad le está conceptualmente vedada
a Husserl, porque el planteamiento fenomenológico hace del yo meditante y su subjetivi­
dad el horizonte de acreditación último, y exige una asimetría irreductible entre este yo del
fenomenólogo y el del otro. Al guiarse por el modelo de la percepción sensorial, Husserl
supone que la posibilidad de un intercambio de perspectivas en el mundo físico puede
extrapolarse a una posibilidad de intercambio de perspectivas análoga en el mundo social
-el cual es preciso suponer para llegar a la constitución del mundo intersubjetivo. Pero,
para que esto último sea posible, es preciso presuponer que ya se ha establecido una reci­
procidad completa entre los sujetos constituyentes y que se cuenta con una objetivación de
esas perspectivas de un mundo social común. Este conocimiento de las perspectivas socia­
les objetivas (objetivadas) no puede suponerla Husserl en el punto de partida, pues es lo
que se pretende constituir desde el yo trascendental; pero, al mismo tiempo, se requiere
como etapa previa para la experiencia de una comunitarización intersubjetiva de perspecti­
vas62.
Hasta aquí la discusión de Habermas. Su crítica está basada en el análisis previo de
Schütz, quien había puesto de manifiesto una ambigüedad esencial en dos nociones clave
de Husserl, interconectadas entre sí: las de constitución e intersubjetividadbi. Schütz había
hecho notar que la construcción de Husserl supone una serie de etapas: el paso, desde una
primera etapa de coexistencia entre el yo y el otro, etapa que funda una temporalidad y una
naturaleza comunes, a una segunda de constitución de una comunidad de seres humanos
en la que yo me experimento a mí y al otro como tales y, finalmente, a la tercera etapa del
correlato trascendental de una comunidad de mónadas de intersubjetividad trascendental,
constituida desde la intencionalidad del yo meditante. Pero, incluso si se acepta la explica­
ción de la consitución del otro a partir de una transferencia por apercepción, y se supone
análogamente -algo no explícito en Husserl- una constitución de mi propio yo por parte

305
del otro, con ello todavía no se ha alcanzado ninguna comunitarización trascendental, nin­
gún nosotros trascendental; antes bien, cada yo trascendental posee su propio mundo, en
el cual todos los demás sujetos y él mismo se constituyen conforme a su ser y a su sentido,
pero sólo para síy no para todos los demás egos. Lo que parece estar ocurriendo es que Husserl
maneja dos conceptos distintos de íntersubjetividad: entiende el concepto, en primer lugar,
meramente como constitución de un mundo objetivo que incluye al otro; y, en segundo
lugar, como comunicación, real y posible. En el primer caso, la constitución no sale de la
esfera solipsista del yo del fenomenólogo, que constituye otros «yoes» trascendentales a par­
tir de su propio yo originario; en el segundo caso, se comete una petición de principio: pues
«la comunitarización en el sentido de la segunda definición presupondría (...) que el yo
existente en la comunitarización ya conoce la existencia de esa comunitarización»64. Para
que la constitución de la co-subjetividad sea posible -Husserl introduce el concepto de
horizonte de intropatía (Einfiihlungshorizont) por analogía con el campo de la percepción
sensorial-, es preciso renunciar a la constitución de esa intersubjetividad trascendental a
partir de los rendimientos de la conciencia del ego trascendental: «Cabe conjeturar que la
constitución de la intersubjetividad no es un problema resoluble en el interior de la esfera
trascendental, sino una donación del mundo de la vida. Es la categoría fundamental del ser
humano en el mundo»65. Si esta interpretación, que Schütz formula desde una perspectiva
sociológica, se extiende a la filosofía del lenguaje, lo «dado» como categoría fundamental
sería un lenguaje compartido; la identidad intersubjetiva del significado deja de ser un ren­
dimiento de los actos intencionales de una conciencia solipsista, o un fenómeno subordi­
nado a otro más fundamental, la intencionalidad, y que hay que «explicar» construyéndo­
lo a partir de premisas inverosímiles. Antes bien, un lenguaje compartido es el presupuesto
necesario para abordar la reconstrucción de cualesquiera aspectos de la naturaleza social o
la acción individual humanas.
Si se acepta esta conclusión, entonces el concepto de intersubjetividad, como algo dado
ya de modo necesario en el mundo de la vida y como punto de partida inevitable para cual­
quier reflexión, es correlativo a la primera noción de constitución que Husserl habría hecho
entrar en juego: pues, en el inicio de la fenomenología, él remitía a una aclaración de las
estructuras de sentido de la vida de la conciencia, a la pregunta por la historia de lo sedi­
mentado, a la reconducción de todos los cogitata a los rendimientos de la corriente de
vivencias que transcurre en la conciencia intencional. Schütz considera que estas indicacio­
nes de la fenomenología tienen validez para la fundamentación de las ciencias particulares
y, en especial, las ciencias sociales: ponen de manifiesto que la validez de todo lo que se
muestra en la reducción eidética se preserva al recuperar la actitud natural del mundo de la
vida. El segundo concepto de constitución, sin embargo, supondría una transformación:
desde la aclaración de las estructuras de sentido y la exposición del sentido del ser, a la fun­
damentación de una estructura del ser: es decir, desde una exposición a una creación; pues
la constitución en este segundo sentido equivaldría a una creación del mundo objetivo y
del ámbito de la intersubjetividad desde la subjetividad trascendental del filósofo que medi­
ta. Mientras que el resultado del estudio ha probado la imposibilidad de esta creación, la
aclaración de las estructuras de sentido de la intersubjetividad y de la validez objetiva del
mundo permanecería como una tarea legítima.
En esta última valoración de Schütz hay elementos que interesa retener, y otros de más
difícil asunción. Es fácil ver que la crítica de Husserl a Kant es una versión, en términos
filosóficos más amplios, de la crítica lingüística a la razón ilustrada formulada por los
románticos —Hamann, Herder, Humboldt. El acierto de Husserl está en haber puesto de
manifiesto cómo el ámbito del que proceden las convicciones iniciales y básicas de los seres

306
humanos, y el horizonte último de acreditación de sus elaboraciones, actividades y prácti­
cas -incluida la práctica epistémica de las ciencias particulares y sus productos-, lo consti­
tuye el mundo de la vida; y no sólo las convicciones, sino también el plexo de relaciones
interpersonales y la autocomprensión subjetiva que constituyen a los que participan en él.
Si la contraposición que Schütz ha identificado entre dos nociones de constitución en
Husserl, y correlativamente dos conceptos de intersubjetividad, es correcta, entonces puede
considerarse posible la reconstrucción reflexiva de las estructuras de sentido presentes en el
mundo de la vida, sin tener que asumir la dudosa tesis de una «creación» de ese mundo de
la vida desde los rendimientos de una conciencia trascendental que se identifica con el yo
del fenomenólogo -creación que al mismo tiempo tendría que garantizar idénticas crea­
ciones coincidentes desde todas las otras subjetividades.
Pero hay un segundo elemento en la propuesta final de Schütz que parece hacer invia­
ble lo que probablemente Husserl quería garantizar: la posibilidad de innovación, de incor­
poración de nuevos significados y nuevas formaciones simbólicas. Si constitución significa
únicamente aclaración (Aufklarung) de estructuras de sentido preexistentes, la intersubjeti­
vidad, entendida en correspondencia con ello como comunicación real y posible, se limita
a hacer explícitos contenidos previamente dados en el mundo de la vida, que los partici­
pantes en la comunicación comparten. Lo que parece estar faltando es algún ámbito común
en el que la comunicación no sólo se establezca sobre el trasfondo del plexo de sentidos pre­
existentes, o como mera recuperación de éstos en actitud reflexiva. Además de reconocer la
validez del sentido previamente constituido, falta el punto de apoyo para la constitución de
nuevos sentidos que permitan, a su vez, la revisión crítica de los previamente constituidos:
es decir, falta dar cuenta de cuáles son las condiciones que hacen posible la adquisición de
nuevos conocimientos y los justifican como válidos en un proceso de aprendizaje episté­
mico, así como el establecimiento de nuevas «reglas del juego» en el mundo social o de nue­
vos criterios de rectitud en el ámbito de las relaciones interpersonales o, finalmente, la crea­
ción individual en el ámbito estético.
El estudio que se ha llevado a cabo permite concluir que a este problema no puede res­
ponderse desde la filosofía de la conciencia, precisamente por lo implausible de una cons­
trucción del ámbito común del mundo de la vida desde una conciencia solipsista y autár-
quica. El movimiento de «ascenso trascendental», que quiere garantizar la universalidad de
esos rendimientos, desemboca en una petición de principio. Esto es lo que han puesto en
evidencia las conclusiones de las secciones precedentes, y lo que introducía explícitamente
el comentario de Apel con el que se abría esta sección: se ha puesto de manifiesto que la
propia estructura intencional de la conciencia es una estructura lingüistica, que presupone el
conocimiento de un lenguaje compartido y la experiencia de comunicarse mediante él. Pero el
planteamiento intersubjetivista crítico con éste, que adopta como punto de partida funda­
mental el de las estructuras de sentido que se expresan en un lenguaje compartido, tendrá
como dificultad fundamental reconstruir nociones de objetividad del conocimiento, recti­
tud y autenticidad que no se retrotraigan a lo previamente dado en el mundo de la vida
común66.

3.2. H. P. Grice

La teoría de la comunicación de Grice67 se basa en una concepción intencionalista del


significado cuya perspectiva es más psicológico-social que semiótica. Su propuesta incluye
dos desarrollos interconectados. En primer lugar, ha partido de la distinción fundamental

307
entre lo que una emisión dice en una situación específica y según criterios de significado
convencionales —es decir, léxicos- para sus partes componentes, por un lado, y por otro lo
que esa emisión implica, en esa situación y con vistas al propósito comunicativo de los par­
ticipantes. En este segundo sentido intencional la emisión implica algo que no dice, pero
que su emisor quiere significar, con lo que dice y la manera de decirlo, frente a su receptor.
La relación entre lo que una emisión dice y lo que ella implica en este sentido intencional
ha recibido el nombre de implicatura y es esta noción la que conecta con el segundo desa­
rrollo de la propuesta: un análisis de los fenómenos pragmáticos de presuposición en el
marco de una teoría de la comunicación. Con este fin, Grice ha comenzado determinando
algunos rasgos característicos de la comunicación lingüística sin los cuales ésta no podría
considerarse, según su interpretación, una forma racional de interacción humana orientada
según fines. La interacción lingüística se entiende, por consiguiente, como una forma espe­
cial de acción estratégico-instrumental. La intención de llegar a entenderse con el oyente es,
desde la perspectiva de la comunicación, sólo un medio para alcanzar otro fin; éste deter­
mina, a su vez, el contenido de la comunicación. Grice sigue el modelo explicativo de las
teorías de la decisión racional, de acuerdo con el cual los agentes son sujetos racionales
capaces de habla y de acción y poseedores de dos competencias fundamentales en su rela­
ción con el mundo objetivo y en su interacción personal: la competencia que permite for­
marse representaciones de hechos y estados de cosas posibles en el mundo -ligada al esta­
do psicológico de la creencia—, y la competencia que permite proponerse fines y elegir
racionalmente los medios más adecuados para lograrlos.
La teoría de Grice podría considerarse incluida en lo que en ciencias sociales se cono­
ce como individualismo metodológico, pues parte del presupuesto metateórico de que los
procesos comunicativos y el fenómeno del significado pueden explicarse, en principio, por
recurso únicamente a individuos: sus deseos, creencias y acciones, incluidas las lingüísticas
como un caso particular68. Este individualismo metodológico, en tanto que doctrina expli­
cativa, se basa en explicaciones intencionales. La explicación intencional pretende propor­
cionar un mecanismo que muestre cómo los propósitos o intenciones de los agentes gene­
ran el resultado observado. Los explananda de las explicaciones intencionales son las
acciones individuales de un agente-hablante, que éste lleva a efecto con el propósito o
intención de alcanzar un estado de cosas; en el caso particular de la comunicación, según
la analiza Grice, los «estados de cosas» de referencia son relativos a estados psicológicos que
se pretenden inducir en el oyente o auditorio. La acción o actuación lingüística del hablan­
te puede entonces explicarse por su consecuencia pretendida -aunque la explicación no
queda invalidada si tal estado de cosas no se logra. Dentro de la categoría de las explica­
ciones intencionales, el planteamiento metodológico de Grice adopta el tipo más específi­
co de la explicación por elección racional: la explicación de una acción en términos de elec­
ción racional incluye el mostrar que la acción ha sido racional y que fue llevada a cabo por
ser racional. Que la acción sea racional quiere decir que, dadas las creencias del agente-
hablante, la acción era el mejor modo de realizar sus planes o deseos. La noción de racio­
nalidad que entra en juego tiene que ver, al menos en parte, con una forma de maximiza-
ción en relación con la conducta.
Se trata, además, de una racionalidad instrumental, que explica la comunicación en tér­
minos del logro de determinadas intenciones prelingüísticas relativas a los efectos que se
pretende causar en el oyente o auditorio. Se trata de hecho de una recuperación de la
noción clásica de racionalidad, entendida como una facultad cuya función es la de regular,
dirigir y controlar otros impulsos, disposiciones e inclinaciones pre-racionales. La noción
de significado de Grice, a su vez, no es sino un tipo específico de acción orientada racio­

308
nalmente; puede considerarse que lo que Grice pretende, con su contraposición radical
entre lo que un hablante pretende significar y lo que una expresión convencionalmente
dice, es mostrar que cualesquiera otros elementos que incidan sobre la acción -como nor­
mas, tradiciones, convenciones, etc.- están subordinados al mecanismo de la elección racio­
nal, en el sentido que su teoría da a este concepto. La cuestión que va a merecer una aten­
ción crítica es la de en qué medida su propuesta no choca con dificultades que obligan a
tomar en consideración otra concepción de la racionalidad, así como la intervención, en los
procesos de comunicación y entendimiento, de elementos normativos que presuponen un
lenguaje explícito y compartido.

i. Teoría del significado: intenciones y significado del hablante^

La tesis «fuerte» de Grice en teoría del significado es su afirmación de que las nociones
semánticas pueden explicarse, sin circularidad ni resto semántico, en términos de nociones
psicológicas. En el sentido de Grice, un hablante significa (to mean) algo con una expresión
sólo si la emite con un determinado objeto o propósito; y este propósito determina lo que
la expresión significa. En el desarrollo de esta tesis, presente desde el comienzo, han podi­
do distinguirse tres etapas70. La primera, correspondiente al ensayo «Meaning» (1957),
introduce la distinción entre lo que después se ha llamado significado del hablante (utterer’s
meaning) y el significado de laproferencia-tipo. Aquí se sugiere que la declaración de que una
oración x significa que p podría igualarse a algún enunciado o disyunción de enunciados
relativos a lo que los hablantes pretenden (to intend) llevar a efecto mediante xr, la noción de
significado de una proferencia-tipo podría definirse, a continuación, en términos de la del
significado del hablante, con lo que se corroboraría la tesis de que las nociones semánticas
pueden explicarse en términos de nociones psicológicas.
La segunda etapa está representada por el ensayo «Utterer’s meaning, sentence mea­
ning, and word meaning» (1968), que constituye un intento de respuesta de Grice ante la
crítica de que su primera explicación se basaba, en última instancia, en alguna noción de
significado convencional (Schiffer). En su revisión de la noción de significado del hablante,
Grice utiliza una notación que representa por separado el contenido de la comunicación o
«radical», de un lado, y del otro el modo gramatical de la misma; su idea es que el modo
desempeña una función sistemática esencial en la especificación de lo que el hablante sig­
nifica, pues representa un estado psicológico de entre dos posibles: el de creencia, y el de
intención o propósito. Su idea es mostrar cómo es posible definir, a partir de las intencio­
nes del hablante, lo que llama el significado ocasional del hablante; y, desde esta noción,
todas las intermedias necesarias hasta llegar a la de significado atemporal de oraciones y sus
partes componentes. Su teoría encuentra mayor desarrollo en el ensayo «Utterer’s meaning
and intentions» (1969). Finalmente, la tercera etapa puede situarse en la revisión y reexpo­
sición de estos trabajos anteriores en fecha más reciente y, en particular, en el curso de su
estudio sobre la racionalidad71.

Exposición de la teoría de Grice

En su ensayo «Meaning»72 Grice comienza distinguiendo lo que llama un sentido natu­


ral y uno no-natural de las expresiones «significado», «significar» y otras relacionadas; fren­
te al significado natural de las señales e índices (p.e. fuego, síntomas de enfermedades), a

309
las emisiones lingüísticas de un hablante o proferencias (utterances™) les es propio un signi­
ficado no-natural (abreviadamente, significado nr) que no puede identificarse con lo que se
considera significado convencional o estándar: pues el significado no-natural va a definirse
para un hablante particular en una situación dada. En una primera tentativa de definición,
Grice considera que la noción de significado ocasional del hablante, explicada mediante la
expresión «H significann algo mediante x», podría considerarse aproximadamente equiva­
lente a: «H pretendió (intended) que la proferencia de x tuviera un efecto sobre su audien­
cia mediante el reconocimiento por parte de ésta de su intención». Aquí ya aparecen los
presupuestos metateóricos esenciales en la propuesta de Grice, pues «para que x tenga sig-
nificadonn (...) en algún sentido de ‘razón’, el reconocimiento de la intención que se
encuentra tras x es para la audiencia una razón y no meramente una causa»74. Con respec­
to al hablante, sólo lo que se llama su «intención primaria» es pertinente para la defini­
ción75.
En los dos ensayos posteriores76 intenta precisar la definición de significado ocasional en
términos de las intenciones del hablante y derivar a partir de ella la de significado atempo-
raL, y ello distinguiendo entre expresiones estructuradas (oraciones) y no-estructuradas. La
formulación finalmente propuesta para la noción de significado ocasional del hablante es:

D.l «‘H significó algo al proferir x’ es verdadero syss, para alguna audiencia A, H profirió x
con la intención:
(1) de que A emitiese una determinada respuesta r;
(2) de que A pensara (reconociese) que H intentaba (1);
(3) de que A satisficiera (1) en razón del cumplimiento de (2)»77.

Las respuestas que H puede pretender inducir en el auditorio son de dos tipos:

(i) mediante las proferencias de tipo imperativo (o protrépticas), el hablante pretende inducir
en el oyente la intención de hacer algo;
(ii) mediante las proferencias de tipo indicativo (o exhibitivas), el hablante pretende inducir
al oyente a pensar que el hablante cree algo.

La intención de significado queda ligada así en todos los casos a la de causar o provo­
car una determinada actitud proposicional o estado psicológico78, que a su vez viene dada
por el tipo de la proferencia. Esto permite el recurso a un lenguaje semi-formalizado en el
que parafrasear la definición, incorporando la referencia específica a estos estados psicoló­
gicos: sea «*yg» el símbolo que representa el indicador de modo correspondiente a la actitud
proposicional de creencia («|-») o de intención («!»); entonces es posible parafrasear la
noción de significado ocasional del hablante™ como sigue:

Al proferir x, H quiso significar que *^p syss existe un oyente (o audiencia) A respecto al cual
(a la cual) H profirió x con la intención de inducir en A una respuesta (estado psicológico y
de creencia/intención) en razón de su reconocimiento de que H tenía la intención:
(a) de que A pensase que H estaba en el estado \|í (creencia/intención) respecto a p; y
(b) [sólo en algunos casos, dependiendo de la especificación de *vp] de que A, por vía del
cumplimiento de la condición enunciada en (a), resultara inducido al estado psicológico
respecto a p80.

La misma línea de definición permite introducir una serie de nociones intermedias


hasta alcanzar el fin buscado, la noción de significado atemporal. Pero para ello Grice preci­

310
sa antes otros dos conceptos y una distinción. La distinción se establece entre proferencias-
tipo estructuradas y no-estructuradas sintácticamente; se trata respectivamente de oraciones
completas y de sus elementos componentes, y a la necesidad de su estudio por separado le
subyace un problema central de la semántica: cómo explicar la relación de dependencia
entre el sentido de la oración y los significados de sus partes componentes. Con respecto a
esto, Grice asume una relación inversa a la fregeana: afirma que es «característico de las ora­
ciones (...) el que su significado estándar sea una consecuencia del significado de los ele­
mentos (palabras, ítems léxicos) que las integran»81. Un ejemplo de proferencia-tipo no
estructurada es un gesto indicador hecho con la mano, por medio del cual el hablante pre­
tende significar lo mismo que significaría con la proferencia-tipo estructurada «éste es el
camino». El puente entre ambos tipos de estructuras lo van a proporcionar los dos con­
ceptos nuevos aludidos, los de procedimiento dentro de un repertorio, y de procedimiento
resultante. Si bien la noción de procedimiento va a desempeñar una función central, en este
punto Grice renuncia explícitamente a una definición analítica exacta y se limita a una
aproximación informal82. De un hablante H puede decirse que cuenta con un procedimien­
to dentro de su repertorio, en relación con una expresión x, cuando está «equipado» para
usar esa expresión; o cuando, en relación con dicha expresión, muestra una disposición fija
o estable, próxima a la intención, para hacer algo. Sobre esta base se define la noción de sig­
nificado atemporal de una proferencia-tipo:

D.2 Para H, la proferencia-tipo X significa (tiene entre uno de sus significados) «^p» syss
H tiene en su repertorio el siguiente procedimiento: proferir un ejemplar (token) de X cuan­
do H tiene la intención de (pretende, quiere):
(i) [si es la actitud proposicional de creencia] que A piense de H que está en el estado
respecto a p, o
(ii) [si es la actitud proposicional de intención] que A esté en el estado \|J respecto a p83.

Aplicando esta definición al ejemplo anterior, tanto el gesto indicador con la mano
(proferencia-tipo no estructurada) como la expresión lingüística «éste es el camino» (profe­
rencia-tipo estructurada) pueden considerarse procedimientos, dentro del repertorio del
hablante, que éste lleva a efecto con la intención de que alguna audiencia u oyente A pien­
se que H piensa que conoce el camino. Resulta claro, de la propia exposición de Grice, que
éste tiene que recurrir al significado estándar de la expresión «éste es el camino» para poder
dar cuenta de lo que, según su propuesta, es previo -en sentido lógico y genético- en la
constitución de ese significado -el significado ocasional del hablante.
El paso desde el idiolecto de un hablante hasta la noción general de significado de una
proferencia-tipo requiere tomar en consideración lo que es conforme a la práctica general de
un grupo o clase de individuos. Por ello, en el caso del ejemplo, «cada miembro de un
grupo G (en el cual [el gesto indicador, C.C.] puede ser un instrumento de comunicación)
querrá que su procedimiento [respecto a ese gesto indicador, C.C.] sea conforme a la prác­
tica general del grupo»84. Este argumento de Grice sólo se justifica, sin embargo, bajo el
supuesto tácito -que él no hace explícito, pero forma parte de su marco teórico- de que los
miembros del grupo son racionales, esto es, capaces de discriminar y elegir aquellos proce­
dimientos, de entre los posibles, que les permiten cumplir mejor su propósito de comuni­
carse. Pero se precisa asimismo el supuesto de que los miembros del grupo quieren comu­
nicarse, es decir, entenderse entre sí; se presupone una intención comunicativa que parece
caer fuera del tipo de intenciones señaladas por Grice, y que quizá sólo tiene cabida aquí
como intención secundaria o derivada: es una condición necesaria cuando los dos tipos de

311
intenciones explícitos en Grice pueden llegar a cumplirse. Finalmente, se precisa un tercer
supuesto: los miembros del grupo han de tener alguna experiencia comunicativa previa, si
es que han de ser capaces de distinguir, entre los procedimientos imaginables posibles, aquél
que se adecúa al fin propuesto. Grice se está enfrentando, con ello, al problema de qué consti­
tuye la base intersubjetiva del significado. A partir de las definiciones que ha hecho explíci­
tas, más los supuestos no explícitos, Grice puede definir:

D.3 Para un grupo G, la proferencia-tipo X significa «*\|/p» syss al menos algunos de los miem­
bros del grupo cuentan en su repertorio con el procedimiento de proferir un ejemplar de X cuan­
do, para algún A, tienen la intención siguiente:
(i) [cuando es el estado de creencia] que A piense que H está en el estado \|/ respecto a p;
(ii) [cuando \|/ es el estado de intención] que A esté en el estado respecto a p, estando la
retención de dicho procedimiento condicionada a la asunción de que al menos algunos otros
miembros de G cuentan, o han contado, con dicho procedimiento en sus repertorios85.

Con ello Grice está definiendo lo que podría llamarse -aunque él no lo haga así- sig­
nificado atemporal «intersubjetivo» de una proferencia-tipo. A partir de la noción de procedi­
miento ha podido definir la de significado de una proferencia-tipo, para un único hablan­
te primero y después para una comunidad lingüística. Y esta misma noción de significado
de una proferencia-tipo le permite, a continuación, precisar la de procedimiento:

Puede hablarse de la existencia de un procedimiento establecido con respecto a una proferencia-


tipo X cuando:
(1) X sea de uso normal para algún grupo G; es decir, que forme parte de la práctica del
grupo el proferir X en determinadas circunstancias; en ese caso, de cada uno de los miembros
puede decirse que tiene un procedimiento para X, pues tiene conocimiento de la predisposición
de otros miembros del grupo a proferir X en esas circunstancias;
(2) X sea de uso normal para un único hablante: que sea sólo una práctica de H el proferir
X en determinadas circunstancias; en ese caso, puede decirse que H tiene una predisposición a
proferir X en esas circunstancias;
(3) X no sea de uso normal, pero la proferencia de X en determinadas circunstancias sea parte
de un sistema de comunicación establecido por H aunque no utilizado; en ese caso, H tiene
un procedimiento para X, en el sentido de que cuenta con un posible sistema de prácticas que
incluirían la predisposición a proferir X en esas circunstancias86.

El interés de estas especificaciones reside no tanto en su carácter de aproximación tentati­


va o informal a la noción, como en los supuestos en que Grice ha de apoyarse para formular­
las. Pues recurren explícitamente a la idea de una práctica regular, en el sentido de un uso de
determinados signos que se ajusta a reglas estables, así como al reconocimiento de estas reglas
por parte de los hablantes. Aquí Grice introduce dos nuevos supuestos. En primer lugar, el de
que, hasta un cierto punto, sí pueden existir lenguajes privados-, es decir, para Grice un único
individuo puede seguir reglas que él ha establecido para sí mismo, aun cuando no pueda saber­
se si otros podrían entenderlas. Esta posibilidad ha sido objeto de crítica, desde el Wittgenstein
de las Investigaciones Filosóficas, por parte de todos los defensores de una concepción intersub-
jetivista del significado; en este punto sólo se pretende poner de manifiesto que constituye una
tesis fundamental en la propuesta de Grice, pues sólo presuponiéndola es posible explicar la
noción-puente de procedimiento que permite el paso a la de significado estándar. El segundo
supuesto, ligado a lo anterior, es el de que un hablante puede reconocer las reglas que guían la
práctica de otro hablante: es decir, puede «ponerse en el lugar del otro» e interpretar la con­
ducta lingüística ajena según criterios idénticos a los que el otro hace entrar en juego. Esta es,

312
sin embargo, una tesis que Grice tendría que probar, o cuya plausibilidad tendría que argu­
mentar de algún modo. De hecho, pone de maniesto ya algo que al final resultará más evidente:
el individualismo metodológico asumido no puede cubrir el puente desde la subjetividad a la
intersubjetividad, sin presuponer ya en los participantes un conocimiento de qué significa
emplear signos según reglas compartidas -lo que entraña un criterio de corrección no mera­
mente individual- y, por consiguiente, una experiencia comunicativa previa en el marco de un
lenguaje común.
Sobre la base de las definiciones alcanzadas, junto con los supuestos ligados a los con­
ceptos en que se apoyan, se puede definir la noción de significado atemporal aplicado para
proferencias no-estructuradas:

D.4 Al proferir X (tipo), H significó «*p» syss existe un oyente o audiencia A tal que H tenía
la intención de que A reconociese [? y reconociese que H tenía la intención de que A reco­
nociese] lo que H significaba [significado ocasional] al proferir X, en razón del conocimien­
to [presuposición] por parte de A de que, para H, X significa [tiene entre uno de sus signifi­
cados] «*p» [en el sentido de la segunda definición]87.

Lo primero que se observa en esta definición, en contraposición a las anteriores, es que


la referencia a estados psicológicos o actitudes proposicionales específicas ha desaparecido
y únicamente se hace referencia al modo gramatical de la expresión-tipo cuyo significado
se define88. La noción de significado atemporal aplicado viene determinada, sin embargo,
por la de significado ocasional del hablante, con lo que se mantiene la prelación conceptual
buscada por Grice. La segunda observación que cabe hacer es sobre la duda de Grice res­
pecto a incluir una claúsula reflexiva más -señalizada con «?»-. Esto remite a un problema,
el de la iteración recursiva en el reconocimiento de intenciones, que se retoma un poco más
adelante.
El último paso de Grice es el que le permite precisar las nociones de significado atem­
poral para proferencias-tipo no estructuradas, y de significado atemporal-aplicado y significado
atemporalpara proferencias-tipo estructuradas. Aunque la complejidad del formalismo reque­
rido para la definición disuade de cualquier intento de reproducirlo, sí es importante lo
siguiente. Para establecer las definiciones correspondientes a proferencias estructuradas
(oraciones) completas, Grice asume -ya se ha señalado- que su significado estándar es una
consecuencia del significado de los elementos que la componen. La definición requiere del
concepto de procedimiento resultante-.

Un procedimiento para una proferencia-tipo X será un procedimiento resultante si está deter­


minado por (su existencia puede inferirse de) un conocimiento de procedimientos: (a) para
las proferencias-tipo particulares que son elementos componentes de X, y (b) para cualquier
secuencia de proferencias-tipo que ejemplifique una ordenación particular de categorías sin­
tácticas (e.d. una forma sintáctica particular)89.

La claúsula (b) supone, aunque no sea explícito, que el procedimiento ha de ser recur­
sivo90. Ello obliga a Grice en este punto a un desarrollo final en el que tiene que ocuparse
de la estructura semántica de las oraciones predicativas simples, y explicar las nociones
semánticas de referencia y predicación retrotrayéndolas a las intenciones del hablante. Pero
el único modo de evitar una variación casi infinita en esas relaciones semánticas preservan­
do la recursividad es apelar a prácticas lingüísticas estables y explicitables; esto es lo que,
finalmente, hace Grice: «Podemos (...) identificar ‘reglas lingüísticas’ (...) tales que nuestra
práctica lingüística es como si aceptásemos esas reglas y las siguiésemos conscientemente (...)

313
Ahora bien, una interpretación adecuada de la idea de que aceptamos tales reglas resulta casi
un misterio (...) un misterio que, por el momento al menos, tenemos que tragarnos, reco­
nociendo que nos envuelve en un problema hasta ahora irresuelto»91. Pues de otro modo,
si Grice no aceptara estas reglas lingüísticas, se enfrentaría a la dificultad de justificar que
hablante y oyente sean capaces de, cada uno para sí, producir predicados y emplearlos en
la construcción de oraciones, y de tal modo que lo que se genera como una acción privada
produzca resultados coincidentes.
En su reconstrucción posterior de este estudio, Grice declara haber identificado cuatro
nociones fundamentales de significado en una relación de prelación o dependencia conceptual:
se parte del supuesto metateórico de que las intenciones del hablante permiten definir el signifi­
cado ocasional del hablante, ésta debería permitir formular la de significado ocasional de una pre­
ferencia-tipo32 , en la que finalmente se han basado las de significado atemporal y atemporal-apli-
cado de una proferencia-tipo. La definición del significado ocasional del hablante en términos
de las intenciones de éste (D.l) es la definición central en la propuesta de Grice: soporta, por
así decir, la «carga de la prueba» de su proyecto global, y ha estado sujeta a críticas y a intentos
de reformulación que salven los problemas abiertos. De entre las objeciones tienen particular
importancia las que se refieren a la última cláusula (D.l (3)), que establece el requisito de que
el reconocimiento por parte de A de las intenciones de H sea en parte la razón de que A satis­
faga esas intenciones. La centralidad de este supuesto se pone de manifiesto cuando se observa
que, lo que desde una concepción intersubjetivista del lenguaje se explica como significados
compartidos, el planteamiento intencionalista de Grice ha de reconstruirlo en términos de un
reconocimiento de intenciones.

Problema del reconocimiento de intenciones

Recapitulando, del estudio precedente cabe concluir cómo la noción de significado


atemporal requiere de otra, la de procedimiento, que en última instancia -como hacía
explícito la «confesión final» de Grice- obliga a apelar a la presencia de reglas subyacentes
a la práctica lingüística y cuyo conocimiento tácito han de compartir los interlocutores.
Ahora se trata de examinar la noción más básica de significado ocasional del hablante y su
derivación a partir de las intenciones de éste:

D.l H significó algo al proferir x syss, para alguna audiencia A, H profirió x con la inten­
ción:
(11) de que A emitiese una determinada respuesta r;
(12) de que A pensara (reconociese) que H tenía la intención (il);
(13) de que A satisficiera (il) en razón de cumplirse (i2).

La objeción que se considera aquí parte de observar lo siguiente93. Del análisis que
Grice desglosa en su definición se sigue que, para que un hablante H signifique algo,
basta con que su interlocutor A reconozca lo que H quiere significar, y no que H de hecho
significa eso. En la práctica de la comunicación, el hablante puede significar algo por
medio de una proferencia de x, auque no tenga la intención de que A reconozca las con­
diciones (2) y (3), sino tan sólo (1). El mecanismo original de Grice ni siquiera exige que
H tenga la intención de dejar reconocer a A que se está «sirviendo» del mecanismo des­
crito en (D.l). Esta falta de publicidad en lo significado, es decir, de un carácter explíci­
to en lo que se pretende trasmitir, da lugar a dificultades cuando este modelo simplifica­

314
do que es la definición se aplica a la comunicación corriente en el lenguaje natural. Pues
es posible generar toda una serie de contraejemplos que el modelo (D.l) no puede expli­
car, salvo mediante la adición de clausulas sucesivas que iteran la expresión «H tenia la inten­
ción de que A pensara...». Esto ocurre cuando la intención del hablante no es la intención
primaria que su proferencia o su acción manifiestan, sino una «segunda intención» que
se basa en el reconocimiento de la primera por su interlocutor. Alguno de estos contrae­
jemplos puede parafrasearse imaginando a un hablante H que, al apagar las luces de la
habitación en que se encuentra A, intenta que éste se marche; pero, de acuerdo con su
plan, el razonamiento que espera inducir en A es: «H intenta que yo piense que él inten­
ta que me marche dejándome a oscuras, pero en realidad quiere que me marche en razón
de mi reconocimiento de que tiene la intención de que me marche; su verdadera inten­
ción es que yo me marche porque sé que él quiere que me marche, no porque me he que­
dado a oscuras».
El problema es que, en esta situación, el modelo (D. 1) sólo logar dar cuenta de la situa­
ción si se reformula de algún modo. Una primera estrategia para salvarlo es el que sigue la
solución propuesta por Strawson, consistente en añadir una cuarta cláusula que especifique
la reflexividad requerida:

(i4) el hablante tiene la intención de que su interlocutor reconozca su intención (i2)94.

En el caso del ejemplo, la nueva cláusula de Strawson tiene el efecto de que el hablan­
te no sólo tenga la intención de que A reconozca su intención de que A piense que p,
sino que además tenga la intención de que A reconozca su intención de lograr que A
reconozca su intención de lograr que A reconozca que p. La crítica posterior ha puesto
de manifiesto que esta situación puede conducir todo el proceso de comunicación a un
hipotético regreso al infinito. La dificultad reside en que el modelo de Grice requiere de
la confianza mutua y la cooperación de los participantes en la comunicación95, y esto sólo
se puede garantizar mediante una restricción de las condiciones iniciales en que se apli­
ca la definición -es decir, garantizando en la especificación de las condiciones antece­
dentes una total transparencia en las intenciones que entran en juego, así como la posi­
bilidad de su reconocimiento. Ésta es la segunda estrategia posible, cuando no se quiere
aceptar el tipo de regreso al infinito a que da lugar la adición de la cuarta claúsula de
Strawson.
La nueva estrategia indicada, la que restringe las condiciones de aplicación de la defi­
nición, es la que sigue el propio Grice al formular una serie de versiones de su definición
con todo el aspecto de ser «ad hoc», y tales que de uno u otro modo introducen la estipu­
lación de que H no pueda tener intenciones secundarias o complejas del tipo de la que da
lugar al contraejemplo96. Este mismo «mecanismo» aparece simplificado en la propuesta de
Kemmerling, consistente en añadir como cuarta cláusula:

(i4*) al proferir p, H no adopta una actitud de engaño u ocultamiento frente a A en relación


con (il)-(i3)97.

La misma estrategia es la de Schiffer, quien introduce la noción de conocimiento reci­


proco para garantizar esa trasparencia absoluta de las intenciones en la comunicación.
Simplificando su propia formulación original, la idea consiste en añadir, a las condiciones
antecedentes, la de que los participantes se encuentren en una situación como la que la defi­
nición siguiente especifica:

315
H y A poseen un conocimiento recíproco de que p cuando se satisfacen las dos condiciones
siguientes:
(el) A sabe que p, y sabe que (c2);
(c2) H sabe que p, y sabe que (el)98.

Otra propuesta alternativa, de nuevo en el espíritu de la primera estrategia de Strawson,


es la elaborada por Christensen; consiste en reformar la condición (i2) y añadir una sub­
cláusula de autorreferencia:

(i2*) H tiene la intención de que A reconozca todas sus intenciones, y en consecuencia tam­
bién (il), (i3) y la propia (i2*)99.

El problema que presenta la introducción de esta autorreferencia para incorporar la


reflexividad requerida, tanto en el caso de la primera estrategia -de regreso al infinito
(Strawson, Christensen)- como en el de la segunda -la que restringe las condiciones de
aplicación exigiendo transparencia de intenciones (Schiffer, Kemmerling)-, es que genera
un conjunto potencialmente infinito de intenciones que han de ser reconocidas; ello, si
bien puede ser válido desde el punto de vista del funcionamiento del modelo -al permitir
salvar los contraejemplos—, es difícilmente compatible con la pretensión de que el modelo
describa una conducta racional. Una última revisión crítica del modelo inicial de Grice es
la que ha llevado a cabo Meggle, quien propone un modelo formal alternativo en el que
recoge los presupuestos básicos de Grice e incorpora nuevos elementos. Comienza seña­
lando la necesidad de una nueva noción, la de intento comunicativo, para dar cuenta de la
reflexividad requerida; define esta noción en términos de los elementos conceptuales ya
presentes en Grice:

(IC) La proferencia x de H vale como un intento comunicativo, dirigido a A, del contenido de


que A (siguiendo a H) haga r, syss
(1) H, mediante x, pretende conseguir que A haga r, y
(2) H cree que A hará r syss A sabe/reconoce que (1).

Con base en esta noción, Meggle defiende la necesidad de incorporar dos nuevas con­
diciones:

(CR) Condición de reflexividad. El intento comunicativo por parte de H de que A, mediante


su proferencia de x, haga r, implica la intención por parte de H de que, mediante su profe­
rencia x, A reconozca ese intento comunicativo.
(CA) Condición de adecuación. El intento comunicativo por parte de H de que, mediante su
proferencia de x, A haga r es equivalente a la satisfacción conjunta de las dos condiciones
siguientes:
(i) H tiene la intención de que, mediante su proferencia de x, A haga r, y
(ii) H cree que A realizará r syss A reconoce el intento comunicativo por parte de H de que,
mediante su proferencia de x, A haga r.

De este modo quedan garantizadas la reflexividad de la comunicación —que todo inten­


to comunicativo sea reconocido como tal- y la explicitación de todas las condiciones que
el análisis de Meggle ha echado en falta100.

316
Resulta evidente, sin embargo, que (CR) y (CA.ii) no son sino reformulaciones precisas
de las dos estrategias ya vistas: incorporan la transparencia en las intenciones -garantizan su
reconocimiento absoluto por parte del oyente-, y abren la posibilidad de una recursión al infi­
nito. Si bien esta última revisión supone el desarrollo más completo y riguroso de una pro­
puesta alternativa para el modelo de Grice, aceptar cualquiera de los planteamientos vistos
introduciría lo que el propio Grice caracteriza y acepta como una forma de idealidad en la
noción de significado. Pues el análisis del significado del hablante da lugar a la especificación
de un estado irrealizable que incluye un número infinito de intenciones. Así, en sus últimas
reflexiones motivadas por esta dificultad, Grice señala: «debería distinguirse entre lo que
cabría llamar el carácter fáctico de una proferencia (rasgos pertinentes para el significado que
están realmente presentes en la proferencia), y lo que cabría llamar su carácter titular (la inten-
ción-M [intención de significado, C.C.] que se considera que está presente). El carácter titu­
lar es infinitamente complejo y, por tanto, no puede estar realmente presente in toto (...) el
carácter fáctico consistirá meramente en la contrapartida pre-racional del significado»101.
Esta idealidad del carácter «titular» del significado al que Grice se ve obligado a remitir­
se no parece distinguirse de lo que los hablantes presuponen en la comunicación, de modo
inevitable y general, pero que sólo se hace accesible mediante una reconstrucción racional de
las condiciones para ese intercambio comunicativo. Y estos presupuestos, a su vez, incluirí­
an tanto el de un saber compartido del contenido de la comunicación p, como el presu­
puesto de una transparencia en principio virtualmente total respecto a las actitudes preposi­
cionales -de intención y reconocimiento, es decir, creencia- del otro. El problema es cómo
alcanzan los hablantes esa convicción recíproca, dado que el modelo de Grice pretende ofre­
cer, arquetípicamente, una reconstrucción de casos de comunicación indirecta, en los que lo
que no puede suponerse es un saber común del significado de determinadas expresiones sim­
bólicas, es decir, donde no existe en principio identidad intersubjetiva de los significados.

Recapitulación

En la primera parte de esta sección se ha visto cómo no es posible el paso desde la


noción de significado ocasional del hablante a la de significado atemporal para un grupo,
en el caso de expresiones estructuradas (oraciones completas), sin introducir algún concep­
to que presuponga un saber compartido de reglas a las que los participantes atribuyen vali­
dez intersubjetiva. En esta segunda parte se ha puesto de manifiesto que, al definir la
noción de significado ocasional del hablante sin más apoyo conceptual que el de conceptos
psicológicos como los de intención y reconocimiento, es preciso asumir condiciones ante­
cedentes que incluyen la validez intersubjetiva de determinados presupuestos; entre ellos
estarían una actitud cooperativa, y la transparencia de las actitudes preposicionales. Puesto
que Grice no puede fundar la validez intersubjetiva de estos elementos en la existencia de
un lenguaje compartido y una experiencia lingüística previa, ha de reconducir los presu­
puestos en que se apoya la comunicación a una facultad prelingüística e idéntica para todos:
la racionalidad. Así, la solución que Grice halla a este problema consiste en hacer del signi­
ficado el producto de una actividad gobernada por reglas racionales; el conjunto de conoci­
mientos tácitamente compartidos no lo es sino de principios y procedimientos universales y nece­
sariamente presentes, ligados a una única capacidad racional. Ello lleva a la necesidad de
hacer entrar en juego reglas pragmáticas de la comunicación de carácter formal, que subya­
cerían a los intercambios comunicativos con valor normativo. Es esta idea lo que lleva al
segundo desarrollo en el proyecto de Grice.

317
ii. Los presupuestos pragmáticos de la comunicación™1

La noción de racionalidad de la que parte Grice supone que hablantes y oyentes pose­
en una representación interna de determinados procedimientos, y que esta representación
desempeña una función central en el habla y la comprensión. La teoría del significado de
Grice, en tanto que teoría de la comunicación, se propone identificar esas representaciones
internas y delinear sus funciones en la comprensión y el habla.

Lógica y conversación. Implicaturas

En la noción general de presuposición, en relación con una expresión lingüística, se


incluyen todos los presupuestos necesarios para garantizar que ésta posee valor significante
para un hablante o un oyente. Pueden distinguirse tres tipos de presuposiciones: semánti­
cas, pragmáticas (o realizativas), y contextúales. En el primer caso se trata de presupuestos
ligados al contenido de la expresión (referencia y sentido). En el segundo, de condiciones
que conciernen a la relación entre ese contenido semántico y las posibilidades de actuación
de los hablantes que emiten o aceptan la emisión. En el tercer y último caso, lo pertinente
es si la relación que las expresiones establecen entre sí tiene valor informativo. Estas presu­
posiciones pueden ser implícitas o explícitas. La noción de implicatura que se va a ver se
debe al trabajo de Grice y en su elaboración éste ha partido de la de presuposición debida a
Strawson103. En particular, y adelantando lo que se va a exponer con mayor detalle siguien­
do a Grice, se ha llamado implicatura conversacional al significado que cobra un signo o
expresión lingüísticos no debido a una especificación de su significado léxico en una deter­
minada situación, sino como resultado de un empleo del mismo que está ligado a los pro­
pósitos comunicativos de hablante y oyente. En este sentido, la noción de implicatura (con­
versacional) es complementaria de las de presuposición pragmática y presuposición
contextual104.
El análisis de Grice proporciona instrumentos conceptuales que permiten dar cuenta,
de modo descriptivamente adecuado y lógicamente pertinente, de los fenómenos de presu­
posición, en términos de un sistema de reglas subyacente al empleo de los signos lingüísti­
cos; muestra el modo en que la comprensión implícita de estos fenómenos contribuye, de
manera sistemática, al intercambio explícito de información, integrándolos en el marco
más amplio de una teoría de la comunicación. Para llegar a ello, Grice tiene que comenzar
determinando algunos rasgos característicos de la interacción lingüística sin los cuales, de
acuerdo con su interpretación, ésta no podría contar como una forma de interacción racio­
nal y orientada a fines.
En su exposición seminal parte de un ejemplo que le permite contraponer lo que una
oración dice y lo que implica. Imagina un intercambio comunicativo como el siguiente:
«-¿Cómo le va a X en su nuevo trabajo en el banco?» «—Creo que bastante bien; no le dis­
gustan sus colegas, y aún no le han enviado a prisión». Lo que la respuesta dice literalmen­
te es distinto de lo que implica para un hablante familiarizado con la lengua. Aquí, Grice
confía estas nociones de decir e implicar a lo que reconoce que no es una definición teóri­
ca en sentido estricto, sino una apelación a «la comprensión intuitiva del significado de
decir en tales contextos, y la capacidad para reconocer determinados verbos como miem­
bros de la familia asociada con implicar»™. Lo que sí es importante observar es que impli­
car es una noción con valor pragmático y no debe confundirse con la relación lógica de
implicación material o con la de entrañamiento semántico. Mientras decir está vinculado al

318
significado convencional de las oraciones o expresiones emitidas, para dar cuenta del impli­
car se hace preciso introducir nuevas herramientas teóricas. En particular, la primera dis­
tinción pertinente es la de implicatura convencional y no-convencional, o implicatura con­
versacional. Esta última está vinculada de modo esencial a determinados rasgos generales del
discurso y, en particular, al tipo de esfuerzo cooperativo que se requiere para el intercam­
bio comunicativo y que permite que éste no sea un mero intercambio de signos lingüísti­
cos inconexos entre sí.
Esto sólo es posible mediante un reconocimiento, por parte de cada participante en el
intercambio comunicativo, de un propósito o propósitos comunes. En cada etapa de una
conversación, si el intercambio es serio, de cada uno de los participantes se espera que reco­
nozca y respete lo que Grice formula como un principio regulativo de carácter general, el
principio cooperativo: «Haz que tu contribución conversacional sea la que se requiere, en
cada etapa en que tiene lugar, para el propósito o la orientación aceptados en el intercam­
bio comunicativo en que te hallas inmerso»106. Guiándose por el valor heurístico de la dis­
tinción kantiana de categorías, Grice identifica cuatro máximas conversacionales que resul­
tan de la aplicación del principio cooperativo: de cantidad, cualidad, relación y modo. La
máxima de cantidad es relativa a la cantidad de información a proporcionar y se desglosa en
dos submáximas: 1. haz tu contribución tan informativa como se requiera para los propó­
sitos presentes en el intercambio, y 2. haz que tu contribución no sea más informativa de
lo que se requiere. (Esta segunda submáxima se hace innecesaria al introducir la de rela­
ción). La máxima de cualidad se enuncia: intenta que tu contribución sea sincera107, y se
desglosa en dos submáximas: 1. no digas lo que crees que es falso, y 2. no afirmes algo para
lo que careces de evidencia adecuada. La máxima de relación es única: sé pertinente, y pre­
tende dar cuenta de cambios en el curso de la conversación, entre otras cosas108. La máxima
de modo exige: sé claro, e incluye submáximas como: evita la oscuridad en la expresión, evita
la ambigüedad, no seas innecesariamente prolijo, sé ordenado. Finalmente, puede haber
máximas de otro tipo -sociales, morales, estéticas- que den lugar a implicaturas no-con-
vencionales.
Tanto el principio cooperativo como las máximas tienen un valor regulativo {normativo).
Esto se pone de manifiesto en la observación de Grice de que un participante puede no
guiarse por ellas, o puede dejar de satisfacerlas de varios modos: violándolas abiertamente,
decidiendo no continuar su esfuerzo cooperativo y negándose a la comunicación, cayendo
en un conflicto entre dos de ellas -p.e. las de cantidad y cualidad, respecto a la información
que se da y la evidencia con que se cuenta- o, finalmente, siendo personalmente incapaz de
satisfacerlas -p.e. la de modo. Todos estos «fracasos», o fallos en el cumplimiento, tienen
carácter empírico: dependen de las circunstancias particulares de aplicación. El hecho de que
las máximas sean presupuestos normativos de la comunicación —con el grado de idealización
que ello conlleva— es lo que permite a Grice asumirlas como condiciones antecedentes que hay
que suponer para poder introducir la noción de implicatura conversacional:

De una persona que, diciendo, o al decir, o cuando dice (o haciendo como que dice) que p,
ha implicado que q, puede decirse que ha implicado conversacionalmente que q en caso de que
(1) se pueda asumir que está observando las máximas conversacionales o, al menos, el princi­
pio cooperativo;
(2) el supuesto de que sabe que q, o cree que q, es necesario para que su afirmación de que p
(o su acción equivalente a decir que p) sea consistente con lo presupuesto en (1);
(3) el hablante piensa (y confía en que el oyente piense que él, el hablante, piensa) que forma
parte de la competencia del oyente el poder hacer explícito, o comprender intuitivamente,
que el supuesto mencionado en (2) es necesario109.

319
Estas condiciones remiten a otra implícita en (3): que la implicatura conversacional
pueda hacerse explícita, y la comprensión intuitiva verse reemplazada por una inferencia.
Esta condición es la que permite distinguir implicaturas conversacionales, o no-convencio­
nales, de otras convencionales o lexicalizadas110. Esto lleva a Grice a introducir un nuevo
conjunto de condiciones generales que permiten hacer explícita la inferencia subyacente a la
implicatura conversacional: (1) el significado convencional de las expresiones empleadas,
junto con la identificación de las referencias que puedan haber entrado en juego; (2) el
principio cooperativo y sus máximas; (3) el contexto de la proferencia, lingüístico o de otro
tipo; (4) otros elementos del conocimiento de trasfondo; (5) el hecho (supuesto) de que
todos los elementos pertinentes señalados en las cláusulas precedentes les son disponibles a
ambos participantes, y ambos saben o asumen que ése es el caso. Estas condiciones permi­
ten describir un patrón formal de carácter general para la inferencia de una implicatura
conversacional111.
El tipo de implicatura conversacional que se ha precisado hasta aquí depende concep­
tualmente de condiciones personales o situacionales determinadas por contextos particula­
res, lo que lleva a Grice a denominarlo implicatura conversacional particularizada para dis­
tinguirla de una noción correlativa de implicatura conversacional generalizada que estaría
vinculada al uso de cierto tipo de expresiones112. La distinción más importante, sin embar­
go, sigue siendo la que se establece entre las implicaturas conversacionales y las convencio­
nales. Para esta distinción Grice propone dos criterios: una implicatura es conversacional
cuando es no-desmontable (nondetachable) -es decir, no es posible encontrar otro modo de
decir lo mismo que carezca de la implicatura en cuestión- pero sí es cancelable explícita­
mente o por el contexto -es decir, puede anularse la implicatura afirmando lo contrario sin
generar una contradicción lógica—113. Así, por ejemplo, «J. no logró ganar» no ve anulada la
implicatura conversacional en que se piensa al sustituirla por expresiones más o menos
equivalentes, como «J. no consiguió ganar» o «J. no llegó a ganar», y en este sentido es no-
desmontable; pero la implicatura conversacional queda explícitamente negada, y por tanto
anulada, al decir: «J. no logró ganar, pero es que ni siquiera lo intentó»114; en este sentido
se dice que la implicatura es cancelable. Ambos rasgos proporcionan un criterio para iden­
tificarla como conversacional.

Recepción del análisis de Grice en el campo de la lingüística teórica

La importancia del análisis de Grice se ha puesto de manifiesto por la incorporación


que de él ha hecho la lingüística teórica. En particular, el estudio de la distinción entre pre­
suposiciones semánticas e implicaturas pragmáticas ha venido determinado no ya sólo por
el estudio de fenómenos lingüísticos, sino en función de la posición teórica que se mantu­
viera115. En el contexto de la semántica generativa de los años ‘70 se intentó desarrollar un
programa teórico que incorporaba en la semántica aspectos tradicionalmente pragmáticos;
con ello se solucionaban irregularidades semánticas desencadenadas por el análisis trans-
formacional. En particular, la hipótesis realizativa establecía que, en la estructura profunda,
toda proposición aparece dominada por un predicado realizativo abstracto, que especifica
la fuerza pragmática de la emisión: el que ésta cuente como una afirmación, una pregunta,
un imperativo, etc.116. De ese modo el significado no-proposicional —es decir, no analizable
en términos de condiciones de verdad- se equiparaba al acto que se realiza durante la emi­
sión —afirmar, preguntar, ordenar, etc. La puesta en relación de expresiones gramaticales
(oraciones) y fuerza pragmática suponía, en el seno de la gramática generativa, la introduc-

320
ción del indicador de fuerza en la estructura sintáctico-semántica profunda. G. Lakoff y D.
Gordon intentaron adaptar el análisis de Grice a este programa y, en particular, vieron en
él la posibilidad de resolver un problema central: el del «salto» o falta de correspondencia
que en ocasiones existe entre la forma gramatical y la fuerza pragmática no literal de las
expresiones117.
Su propuesta consistía en formalizar los principios conversacionales de Grice e incor­
porarlos a la teoría de la semántica generativa para, a continuación, mostrar que existen
reglas gramaticales que dependen de esos principios. Para ello, partían de una lógica natu­
ral que caracteriza a la clase de los entrañamientos lógicos de cada sentencia (correlato for­
mal de una oración gramatical) por vía de una relación de inferencia lógica, |-, a partir de
los axiomas de postulados de significado (Carnap) de esa lógica natural; si L es la estructu­
ra lógica de una sentencia, entonces el conjunto de entrañamientos de Z, E(L), viene dado
por la relación: (a.l) L HE(L) («L entraña cada elemento de E(L)»). A continuación,
Gordon y Lakoff proponían axiomatizar los principios conversacionales (Grice) siguiendo
la misma estrategia formal que Carnap aplicó para la introducción de postulados de signi­
ficado. Se incorporan entonces a la lógica natural dos conjuntos de axiomas: PC (conjun­
to de postulados conversacionales), y C fX¡ (conjunto finito y consistente de estructuras
lógicas, que caracterizan a aquellos contextos en los que cada estructura perteneciente al
contexto es verdadera). Sobre esta base se define:

(a.2) L implica conversacionalmente P en CTX¡ syss


CTX¡kjPC<_j{L} P («en el contexto CTX-, dados los postulados conversacionales PC, L
entraña P»)"8.

Entre los postulados conversacionales que se proponen están los siguientes:

(a. 3) Condiciones de sinceridad basadas en el hablante:


a. SINCERAMENTE(a,SOLICITUD(a,b,Q)) -> QUERER(a,Q)
b. SINCERAMENTE(a,DECIR(a,b,Q)) CREER(a,Q))
c. SINCERAMENTE(a,PROMETER(a,b,Q)) TENER-LA-INTENCION(a,Q)
(es decir: si el hablante solicita algo sinceramente, lo quiere; si dice algo sinceramente, lo cree;
si promete algo sinceramente, tiene la intención de cumplirlo)119.

De este modo, la teoría gramatical debería incorporar una lógica natural y un conjun­
to de reglas transderivacionales a fin de dar cuenta de fenómenos lingüísticos ligados a las
implicaturas conversacionales. Sin embargo, esta tesis fuerte de Gordon y Lakoff: la de que
existen rasgos del significado sintácticamente pertinentes que pueden representarse ade­
cuadamente como implicaturas conversacionales de las oraciones, ha sido puesta en cues­
tión por otros lingüistas; se han señalado otros fenómenos del significado pragmático que
parecen no poder subsumirse en el marco propuesto120. El tratamiento de Lakoff y Gordon
equivale a hacer de la pragmática parte de la semántica; otras posiciones discuten esto, bien
porque defienden la autonomía del componente pragmático del significado, bien porque
consideran que es la sintaxis la que predomina sobre la forma lógica y determina, al menos
en parte, la fuerza pragmática.
La importancia de este problema, que se sitúa en la intersección entre lingüística y filo­
sofía del lenguaje, se va a poner de manifiesto cuando se discuta la teoría de actos de habla.
Remite al modo de dar cuenta de la competencia lingüística de los hablantes, la cual,
siguiendo aquí a Morgan121, se ha analizado aislando dos subsistemas distintos: uno sintác-
tico-semántico, como en el trabajo de Chomsky y otros —donde los generativistas, frente a

321
los interpretacionistas, incluyen un nivel intermedio de estructura profunda-, y uno prag­
mático, como en el trabajo inspirado por Grice. El subsistema sintáctico-semántico permi­
te analizar la relación entre el significado -identificado con la estructura lógica- y la forma
sintáctica de las oraciones; el subsistema pragmático estudia el modo de uso de éstas. Una
derivación sintáctico-semántica es una aplicación entre el nivel de la estructura lógica y el
de la estructura superficial; el subsistema sintáctico-semántico consta de principios que
definen el conjunto de derivaciones bien formadas para el lenguaje en cuestión. El subsis­
tema pragmático, a su vez, puede verse como un conjunto de principios o estrategias que
llevan a inferencias sobre cuáles son las intenciones de un interlocutor al decir lo que dice
o, contrapuestamente, a seleccionar lo que se va a decir de tal modo que se tenga seguridad
de que el interlocutor reconocerá las intenciones del hablante; estas estrategias podrían ser,
como ha propuesto Grice, aplicaciones particulares de principios de cooperación más gene­
rales.
La cuestión que cabe discutir es entonces la de si es el caso que -y, si lo es, la del modo
en que— uno de los dos subsistemas puede determinar o tener algún tipo de preeminencia
sobre el otro. Se han defendido dos hipótesis, en principio no contrapuestas entre sí, que
afirman la independencia de uno de los subsistemas respecto al otro. Desde la pragmática
se tiende a considerar que los principios pragmáticos están internamente vinculados con el
contenido, es decir, con la estructura lógica o la representación semántica de las oraciones,
y que son independientes de su forma, es decir, de la estructura superficial o la estructura
gramatical; esta idea de que la aplicabilidad de los principios pragmáticos ha de ponerse en
conexión con aspectos de la estructura lógica y el contexto, y no con la forma gramatical
superficial o las reglas sintácticas, se expresa diciento que los principios pragmáticos son
gramaticalmente libres (grammarfree). Alternativamente, desde la sintaxis se ha considerado
que los principios que entran en juego en las derivaciones -en las aplicaciones entre la
estructura lógica y la estructura superficial- no producen el efecto de distorsionar u «oscu­
recer» propiedades de carácter pragmático —por ejemplo, los principios derivacionales no
«neutralizarían» o anularían correspondencias regulares entre la forma gramatical y la fuer­
za pragmática—; esta tesis se expresa diciendo que el componente sintáctico-semántico es
pragmáticamente transparente: es decir, que los principios gramaticales que determinan las
derivaciones sintácticas no operan neutralizando correspondencias regulares entre la forma
superficial y la fuerza pragmática122.
Se ha mostrado, sin embargo, que no es posible mantener simultáneamente ambas tesis.
O bien la gramática -los principios que conectan la estructura lógica y la forma gramatical-
no es pragmáticamente transparente, o bien los principios del componente pragmático no
son gramaticalmente libres123. Desde una perspectiva filosófico-lingüística, se hace preciso
considerar el modo en que esto afecta a la conjetura de Grice respecto a la preeminencia de
las nociones psicológicas, en particular la de la intención del hablante, en la determinación
del significado. Su tesis es la de que el contenido particular de cada procedimiento básico
(p.e. una implicatura) variará de unas lenguas a otras, de acuerdo con las variaciones en el
léxico y la sintaxis superficial de éstas; pero parece admisible conjeturar que la forma de estos
procedimientos es universal124, lo que es acorde con la tesis de Gordon y Lakoff que sitúa las
reglas pragmáticas en el nivel semántico de la estructura profunda. Ahora bien, si la obser­
vación de Morgan es correcta, el hablante no tiene un grado de libertad absoluto para proyec­
tar sobre cualesquiera proferencias su intención de significado; por el contrario, habrá reglas del
subsistema sintáctico-semántico de las que no tiene conocimiento y que restringirán sus
posibilidades -es decir, restringirán la posibilidad de que sus proferencias puedan tener un
determinado significado, y esto con independencia de sus intenciones.

322
Esta aparente paradoja —cómo «sabe» el hablante qué proferencias son adecuadas como
vehículos de sus intenciones de significado, o cómo tiene conocimiento de estas restriccio­
nes gramaticales- supone de hecho un problema inverso al que plantea la concepción «con-
vencionalista» (intersubjetivista) del significado, ante la que Grice se ha situado crítica­
mente; pues en este segundo caso se trata de que la proferencia intencional sea conforme a
reglas intersubjetivas, que representan no el origen del significado sino sus condiciones de
posibilidad; mientras que en el caso de la tesis sintactista lo que se identifican son restric­
ciones regladas para la elección de proferencias, y de las que sí depende la génesis de la fuer­
za pragmática. En este punto, la teoría de Grice hacía depender la elección del hablante de
una capacidad racional y pre-lingüística que evaluaría los medios para la acción -en este
caso, una acción comunicativa. La dificultad que plantea la discusión lingüística de Morgan
-la de que el grado de libertad del hablante para proyectar, sobre cualesquiera proferencias,
su intención de significado no es absoluto- pone de manifiesto cuál es el estatuto de la
explicación del significado que ha elaborado Grice: se trata, de hecho, no de una recons­
trucción del saber que los hablantes tienen de la racionalidad de sus acciones, sino de una
explicación funcionalista, en la cual las acciones adquieren o no el carácter de «racionales»
en función de que sean evaluables según su aportación a determinados efectos observables.
La representación interna de procedimientos pertinentes para la comunicación es un mode­
lo funcionalista del modo en que las acciones lingüísticas logran determinados objetivos,
cumplen una determinada función -de transmisión de información e influencia sobre
otros. Así, puede decirse que la concepción intencionalista del significado propuesta por
Grice delinea una teoría funcionalista de la comunicación.

iii. Racionalidad y comunicación

El proyecto de Grice obliga a plantear una pregunta de índole filosófica: en qué medi­
da esa representación interna funcional, de la que Grice ha dado cuenta en términos de
principios y máximas, se pretende con realidad empírica -con una base psicológica-, o es
una mera descripción teórica que sólo se presenta como un modelo adecuado de los fenó­
menos de la comunicación. La respuesta de Grice tiene la forma de una norma categórica
en el sentido kantiano: pues afirma que se trata de principios que no pueden abandonarse,
si es que los participantes en la comunicación han de poder considerarse racionales. Los mis­
mos principios introducen, con ello, la categoría de lo racional, es decir, contribuyen a la
constitución del concepto. Así: «puede argumentarse a favor de la existencia de un cuerpo
semejante de principios, en razón de que (...) nuestra infinita variedad de realizaciones lin­
güísticas, reales y posibles, sólo es factible si dichas realizaciones están organizadas de una
cierta manera, esto es, si emergen de un conjunto básico y finito inicial de procedimientos
primitivos que son acordes con los principios generales en cuestión»125. Esto supone acep­
tar la existencia en el lenguaje de una estructura subyacente, de carácter formal y pragmá­
tico, que se ajusta a determinadas demandas de la racionalidad al tiempo que hace posible
ésta. De esta estructura, cuya universalidad cabe conjeturar, los hablantes no tendrían por
qué tener un conocimento explícito; no se trataría de conjuntos de reglas explícitamente
presentes en la conciencia, pero sí regularían las realizaciones lingüísticas fácticas.
Parece haber una tensión clara en el proyecto de Grice entre un enfoque funcionalista
en sentido estricto, cuyo objetivo teórico sería el de proporcionar un modelo descriptiva­
mente adecuado de la comunicación, y otro reconstructivo, de orientación kantiana, que
intente formular una teoría de la racionalidad en la que se haga explícito el saber de los

323
hablantes. La teoría funcionalista de la comunicación supone una racionalidad «ciega»,
mecánica, que atribuye a los hablantes acciones cuya validez se evalúa según un criterio
externo a los participantes: pues depende de si esas acciones cumplen determinadas funcio­
nes. Una teoría reconstructiva, por el contrario, tendría que dar cuenta del modo en que la
reflexión hace accesibles a los hablantes sus propios procedimientos y presupuestos. Pero no
parece haber en el modelo de Grice esta posibilidad de recuperar la racionalidad del habla
desde el punto de vista de los hablantes, en actitud reflexiva. La imposibilidad de hacer esto
dentro del modelo de Grice es lo que conduce a la necesidad de una recursión al infinito que
recuerda la que Wittgenstein identificaba en el Tractatus para el uso semántico-cognoscitivo
del lenguaje, y que sólo podía salvarse suponiendo un sujeto casi-trascendental capaz de esta­
blecer la relación de correspondencia adecuada entre lenguaje y realidad. Aplicando la misma
«estrategia» filosófica en el caso de Grice, parece poderse concluir que sólo un nosotros casi-
trascendental (Husserl) puede garantizar el conocimiento recíproco de los contenidos inten­
cionales que proporcionan significado a los símbolos126; o, alternativamente, habría que con­
ceder que en el punto de partida de la reconstrucción ya se encuentra el supuesto de un
lenguaje compartido, y una experiencia común de lo que significa emplear signos con signi­
ficados idénticos. En algunos de sus escritos, el propio Grice introduce una serie de consi­
deraciones en las que la tensión aludida se pone claramente de manifiesto.
Así, Grice hace explícita su concepción del habla como un tipo especial de comporta­
miento orientado a fines y, en este sentido, racional; la observación del principio de coo­
peración y sus máximas, de los cuales dependen muchas de las implicaturas pragmáticas de
la comunicación, puede verse como «un hecho empírico bien reconocido». Pero ante la pre­
gunta por el fundamento que subyace a este hecho, observa: «me gustaría pensar en el tipo
estándar de práctica conversacional no meramente como algo que todos o la mayoría segui­
mos de hecho, sino como algo que es razonable que sigamos, algo en lo que no deberíamos
cejar. Durante algún tiempo me atrajo la idea de que la observación del principio coopera­
tivo y las máximas conversacionales, en el intercambio comunicativo, podía verse como un
asunto casi-contractual»127. Este planteamiento sería acorde con una perspectiva recons­
tructiva que intentase poner de manifiesto los elementos normativos -condiciones de posi­
bilidad y de validez, y principios regulativos- subyacentes al saber del lenguaje que los
hablantes tácitamente poseen. Pero, como reconstrucción, la perspectiva no puede limitar­
se a explicaciones funcionales que describan lo que, desde la perspectiva de un observador
que objetiva el proceso, de hecho «funciona», produciendo determinados efectos o cum­
pliendo un determinado papel. Una perspectiva casi-contractual supone que a los hablan­
tes les son accesibles los principios que regulan su propia actividad lingüística, pues sólo
sobre la base de un establecimiento o una posible recuperación explícita, consciente y racio­
nal de éstos es posible considerarlos válidos. Al aplicar esta perspectiva reconstructiva de
orientación kantiana al concepto de significado, se hace inmediato observar que en el
modelo de Grice no puede tener lugar una recuperación explícita de la base «casi-contrac­
tual» de los significados: pues el papel del oyente se reduce a reconocer las intenciones del
hablante, pero no hay un criterio de corrección común que le permita revisar críticamente
la validez de lo que el hablante ha tenido la intención de significar —la verdad de sus cre­
encias, la rectitud de sus compromisos o demandas, la sinceridad de sus testimonios- en
términos de lo que sus proferencias dicen en un lenguaje compartido por ambos. De hecho,
la racionalidad misma de las acciones individuales le es inaccesible al propio agente, pues
el criterio de racionalidad es externo: el agente ha sido más racional en la medida en que
los medios que ha elegido resulten ser los más adecuados o eficaces para el propósito de su
acción. Grice reconoce que es posible corregir los criterios evaluativos de que se dispone,

324
en función del resultado de la acción; pero, en el caso de la interacción lingüística, o lin­
güísticamente mediada, estos criterios evaluativos de la eficacia comunicativa tienen como
referente último el principio de cooperación y sus máximas: éstos no formarían parte de los
criterios específicos para cada contexto y cada interlocutor, no serían criterios materiales
fácticos, sino que constituyen en sí mismos la condición de posibilidad de la comunicación
y, por tanto, de la revisión y modificación de aquéllos. Esto parece sugerir que el principio
de cooperación y sus máximas tienen un estatuto distinto al del criterio funcionalista de la
eficacia: se situarían en el ámbito de iure que es constitutivo de la posibilidad y la validez
de la comunicación, y tendrían valor normativo para la racionalidad del habla.
La solución final de Grice, sin embargo, permanece dentro del individualismo meto­
dológico y de la perspectiva funcionalista de los que ha partido: «me gustaría ser capaz de
mostrar que la observancia del principio cooperativo y las máximas es razonable (racional)
de acuerdo con las siguientes pautas: de cualquiera que se preocupe por los objetivos que
son centrales para la comunicación/conversación (tales como dar y recibir información,
influir y ser influido por otros) cabe esperar que tenga interés, dadas las circunstancias ade­
cuadas, en participar en intercambios comunicativos que sólo serán provechosos cuando se
asume que están guiados en general de acuerdo con el principio cooperativo y las máxi­
mas»128. Varios autores han coincidido en una misma doble crítica a Grice: que explica la
génesis de los significados presentes en la comunicación corriente partiendo de casos anó­
malos o derivados de comunicación indirecta y que, para hacer esto, tiene que presuponer
aquello que pretende definir, el conocimiento común del valor de símbolo de determina­
das proferencias y de los contenidos particulares que éstas simbolizan. Ya en Schiffer se
puede encontrar el reconocimiento tácito de esta doble dificultad en el modelo de Grice:
en su reelaboración de la definición original con base en la noción de conocimiento recipro­
co, y en la observación de que «[e] n el caso paradigmático o estándar de comunicación gri-
ceana, hay un conocimiento recíproco por parte de H y de A de que la proferencia x de H
presenta un determinado rasgo característico, c, y un conocimiento recíproco de que, el
hecho de que la proferencia x de H sea c, es una evidencia concluyente de que H profirió
x con la intención de inducir una respuesta r en A mediante el reconocimiento de esta
intención»129. Esto mismo lo recogen E.v. Savigny, J. Habermas o K.-O. Apel130 y es lo que
se ha puesto de manifiesto aquí, al estudiar directamente la construcción por parte de Grice
de la noción de significado convencional a partir de una serie de definiciones sucesivas;
pues tanto al dar el paso desde el significado ocasional del hablante al significado para un
grupo -es decir, a un significado con validez intersubjetiva-, como en el paso desde el sig­
nificado de una expresión no estructurada al significado oracional, Grice reconocía explíci­
tamente la necesidad de procedimientos comunes, convencionales o estables, para que
determinadas proferencias tengan el estatuto de símbolos con un determinado contenido
de significado. Su supuesto de una facultad pre-lingüística de razón, en la que descansan
estos procedimientos, está tácitamente vinculado a otro: el de que los contenidos de las acti­
tudes proposicionales, los «objetos» de las intenciones, son o pueden ser idénticos para los
participantes en el proceso comunicativo; de alguna manera, estos contenidos tienen que
estarle previamente dados al oyente, para que éste pueda re-conocerlos en el hablante; y el
hablante a su vez ha de tener acceso a esos contenidos «antes» de dirigirse a ellos con una
determinada intención. Aunque no forma parte de la propuesta de Grice dirimir esto131, sí
constituye una premisa inevitable de cualquier planteamiento intencionalista -como ya se
puso de manifiesto al estudiar a Husserl.
Precisamente es la atención a esa facultad representativa pre-lingüística y de contenidos
universales, que la concepción de la racionalidad de Grice tiene tácitamente que suponer,

325
la que motiva la crítica de J. Searle desde su propia posición intencionalista. Defiende que
las intenciones que importan para el significado no son las de producir un efecto en un
oyente, sino las de representar un estado de cosas; la intención comunicativa sería siempre
derivada respecto a ésta. Con ello se va a perder, sin embargo, la atención presente en Grice
al establecimiento de relaciones interpersonales en la comunicación.

3.3. J. Searle

Existe consenso entre los estudiosos de Searle a la hora de distinguir dos etapas en su
trabajo, aunque no es así cuando se trata de valorar la transición de una a otra: bien como
un giro e incluso una ruptura, bien como una continuación del desarrollo inicial. La pri­
mera aportación de Searle ha tenido lugar en el campo de la filosofía del lenguaje; su teo­
ría de actos de habla ha supuesto una revisión crítica y una continuación mejorada de la teo­
ría inicial de J. L. Austin, al precisar la noción central de fuerza ilocutiva y proponer una
categorización estructural de los tipos de actos de habla en función de un conjunto preci­
so de parámetros. Esta teoría, cuya exposición más acabada se encuentra en Actos de habla.
Ensayo de filosofa del lenguaje (1969), se ha integrado posteriormente dentro del proyecto
mucho más amplio de una teoría de la acción intencional con base en la filosofía de la mente.
Este intento de formular una teoría integrada del lenguaje y de la mente ha encontrado
expresión en Intencionalidad. Ensayo de filosofía de la mente (1983), donde se propone una
teoría estructural para la clasificación y caracterización de los estados mentales y una expli­
cación de las interrelaciones entre estos estados intencionales y la acción humana en gene­
ral, incluido el lenguaje.
La opción que se ha tomado aquí es la de distinguir con claridad las dos etapas, adop­
tando como criterio la teoría del significado que se incorpora en cada una. Puesto que,
como se va a ver, la segunda teoría intencional del significado incorpora elementos cen­
trales de la primera teoría institucional del significado aunque situándolos en un marco
teórico distinto, en la exposición va a ser inevitable hacer referencia a lo que sólo más tarde
se estudiará en detalle. Es también necesario tener en cuenta la autocomprensión que el
autor tiene respecto a su trabajo, que ve como una ampliación integradora y no una rup­
tura, así como la existencia de un periodo de transición que se refleja en alguno de sus
artículos y en la obra Expresión y significado (1979). En el prólogo a Intencionalidad decla­
ra como uno de sus objetivos «proporcionar una fundamentación a mis dos libros ante­
riores», y afirma como una asunción básica de su aproximación a los problemas del len­
guaje «que la filosofía del lenguaje es una rama de la filosofía de la mente»132. Sin embargo,
en un artículo anterior dedicado a la teoría del significado de H. P. Grice y al señalar pun­
tos de acuerdo y desacuerdo, tiene que precisar diferencias dentro de su propio plantea­
miento. Comienza con la observación de que Grice había argüido que las intenciones de
significar son intenciones de provocar una respuesta en el oyente; frente a él, «[y]o había
argüido que las intenciones de significar son intenciones de provocar entendimiento en el
oyente, y que el entendimiento consiste en el conocimiento de las condiciones sobre el
acto de habla que el hablante realiza. Es el conocimiento de esas condiciones lo que he lla­
mado efecto realizativo’. - Esto con respecto a pasadas declaraciones (...) Pero ahora me
parece, por razones que quiero explicar (...) que en al menos un sentido de ‘significado’ la
comunicación se deriva del significado, más que ser constitutiva de él. Podría decirse que
la comunicación es consecuencia del significado, pero el significado existe con indepen­
dencia de la intención de comunicar dicho significado»133. Aunque será preciso volver

326
sobre esto y justificarlo con mayor rigor, la cita permite identificar el ‘giro’ en la teoría del
significado de Searle con una preeminencia de la función representativa del lenguaje en
detrimento de su función comunicativa. Pues lo que Searle va a entender ahora por signi­
ficado es una proyección intencional de la capacidad de la mente para formar representa­
ciones: «que un hablante profiera algo y signifique algo con ello consiste en que el hablan­
te profiera algo con la intención de que su proferencia represente el mundo en uno o más
de los posibles modos ilocutivos»134. Esta última noción de los modos ilocutivos era la que
permitía a Searle, en su primera etapa, definir el significado en contextos de entendi­
miento —como se señalaba antes. Para definir ésta y las otras nociones clave, y para enten­
der la manera en que Searle integra la antigua teoría de actos de habla en este nuevo marco
intencionalista, es preciso comenzar por una exposición muy general de su filosofía de la
mente; sólo después puede darse paso a la teoría del significado que se integra en ella.

i. Teoría de la intencionalidad^

Searle se propone desarrollar una teoría general de la estructura de los estados menta­
les intencionales y de la acción humana que deriva de ellos; presta atención, en particular,
a los estados de la mente o estados psicológicos de cuya intencionalidad intrínseca los fenó­
menos lingüísticos derivan su intencionalidad. En los estados intencionales Searle distingue
una doble estructura: el modo psicológico del estado mental, S, y su contenido intencional o
contenido representacionaL, r, en símbolos S(r). Cuando se trata del estado intencional que
subyace y presta significado a un acto de habla, la estructura de éste último se representa
mediante el símbolo F(p), donde F está por la fuerza ilocutivay p por el contenido proposi­
cional. Junto a estas dos últimas nociones, otros conceptos clave como los de condiciones de
satisfacción y dirección de ajuste, aunque proceden de la teoría de actos de habla, se van a
determinar de modo novedoso en su aplicación a la intencionalidad de la mente. Se va a
hacer preciso, además, incorporar nociones nuevas que adquieren una importancia central:
las de trasfondo y red, hacen referencia al amplio contexto que necesariamente está presen­
te para que un determinado estado psicológico pueda tener lugar y poseer un modo par­
ticular. E. Lepore y R. V. Gulick han señalado que, si bien la noción de red que va unida a
toda concepción holista de la intencionalidad es un rasgo conocido y aceptado entre quie­
nes comparten el planteamiento, la teoría de Searle es innovadora en su defensa de que los
estados intencionales sólo pueden existir sobre un trasfondo de fenómenos mentales no-
intencionales, tales como algunas capacidades y destrezas básicas. Estos autores señalan
también como algo original de Searle el que, en contra de la corriente preponderante en
filosofía de la mente, no identifique como formas más primarias de la intencionalidad la
creencia y el deseo, sino la percepción y la acción. Su aproximación ha podido considerar­
se naturalista y no reduccionista. Asume que la intencionalidad es un fenómeno biológico
que puede explicarse, en última instancia, a partir de la estructura física y biológica del cere­
bro; los fenómenos mentales pueden entenderse como causados por y realizados en la
estructura física del cerebro. Sin embargo, su objetivo es una teoría estructural de la inten­
cionalidad, y no una reducción de los fenómenos intencionales a partir de rasgos y ele­
mentos no-intencionales del mundo. Frente a la tendencia a aproximarse a los fenómenos
mentales desde la perspectiva objetivadora de la tercera persona, ha afirmado la necesidad
de asumir la perspectiva subjetiva de la primera persona; pues considera que la propia
noción de estado mental está vinculada de modo esencial a la naturaleza subjetiva de la
experiencia en que consiste un estado mental136.

327
Intencionalidad

Siguiendo el uso tradicional del término, Searle entiende por intencionalidad, la pro­
piedad de la mente -de estados y procesos mentales- consistente en estar dirigida a, o ser
o tratar acerca de, estados de cosas y objetos en el mundo. Una creencia lo es de que algo
es el caso; un propósito lo es de hacer algo; un deseo lo es de lograr algo o de que algo tenga
lugar; un temor lo es de algo o de que algo tenga lugar. Desde el primer momento, Searle
establece una vinculación entre la mente y el lenguaje: afirma que el lenguaje comparte
muchas de las propiedades representacionales de la mente y que la intencionalidad es por
tanto propiedad de ambos. La creencia de que ahora brilla el sol es un estado mental que
representa un estado de cosas y que es, por consiguiente, susceptible de ser verdadero o
falso. Pero asimismo el acto de habla que asevera que «ahora brilla el sol» es, según declara­
ción de Searle, «también una representación, y representa el mismo estado de cosas que la
creencia»137 de que ahora brilla el sol. De este modo Searle está introduciendo lo que va a
constituir una tesis central en su teoría del significado: la que afirma la preeminencia de la
función representativa del lenguaje. También aparece aquí una línea metodológica y argu-
mental en el estudio de la intencionalidad; pues, para dar cuenta de la estructura de los esta­
dos mentales y de su relación con el objeto o estado de cosas representado, el modelo lo
proporcionan los actos de habla. Así, Searle asume que «los estados intencionales represen­
tan objetos y estados de cosas en el mismo sentido de ‘representar’ en que los actos de habla
representan objetos y estados de cosas»138; y, puesto que el trabajo previo en teoría de actos
de habla ha proporcionado un conocimiento amplio de las estructuras lingüísticas en que
se expresa la intencionalidad, parece posible apoyarse en ese conocimiento para intentar
aclarar las estructuras intencionales en sí mismas. Desde el punto de vista del carácter de
representación que poseen los estados mentales y los actos de habla, respecto a estos últimos
es posible considerar que «tenemos ya intuiciones suficientemente claras sobre cómo los
enunciados representan sus condiciones de verdad, sobre cómo las órdenes representan sus
condiciones de obediencia y sobre cómo, al emitir una expresión referencial, el hablante se
refiere a un objeto (...) Voy a recurrir a este conocimiento previo para tratar de explicar
cómo y en qué sentido los estados intencionales son también representaciones»139. El valor
heurístico y metodológico que Searle concede a su estudio previo en filosofía del lenguaje
se convierte, en su aplicación al ámbito de la mente, en una traslación casi directa de cate­
gorías y tesis fundamentales; pero Searle enfatiza ahora la dependencia inversa del lengua­
je respecto a la intencionalidad: «los actos de habla poseen una forma derivada de inten­
cionalidad y representan, así, de un modo distinto al de los estados intencionales, que
poseen una forma intrínseca de intencionalidad». Considera necesario evitar un posible
malentendido: «Al explicar la intencionalidad en términos del lenguaje no pretendo impli­
car que la intencionalidad sea esencial y necesariamente lingüística. Al contrario (...) El len­
guaje deriva de la intencionalidad, y no a la inversa»140.
A pesar del énfasis de Searle en este punto, muchos intérpretes han coincidido en una
misma crítica: todo el análisis de la mente sería una trasposición de su análisis previo de los
actos de habla a un plano que ahora se declara anterior, o subyacente, al lenguaje141. De
hecho, lo que está en juego aquí es todo el programa de Searle tras su giro intencionalista,
así como su intento de fundar la filosofía del lenguaje en una filosofía de la mente. Ante
estas objeciones críticas coincidentes -cuya validez se funda en argumentos detallados,
sobre los que habrá de volverse tras la exposición de la teoría del significado—, Searle reite­
ra que «por pedagogía, la explicación se orienta a dar la intencionalidad en términos del
lenguaje. Pero la dirección del análisis lógico es precisamente la inversa. Las condiciones de

328
satisfacción de las entidades lingüísticas son derivadas respecto a las de los estados inten­
cionales, y no al revés»142. Al margen de esta tesis de Searle, lo que sí puede considerarse
concluyente es el hecho de que no hay posibilidad de acceder a una explicación de los esta­
dos mentales y sus contenidos representacionales sin la mediación del lenguaje; la tesis que
afirma la prioridad conceptual, y la preeminencia lógica, de la intencionalidad de la mente
sobre la estructura del habla depende a su vez de la perspectiva naturalista que enmarca
todo el proyecto de Searle. Pues, si la significación puede afirmarse como una forma deri­
vada de la intencionalidad, es porque «hablando biológicamente, la intencionalidad de la
mente es previa, y la intencionalidad del lenguaje derivada respecto a la intencionalidad de
la mente»; Searle se propone «explicar el carácter derivado del significado respecto a la
intencionalidad, biológicamente más fundamental, de la mente»143. El naturalismo de
Searle introduce la premisa teórica que determina su planteamiento: la biología es previa,
en sentido temporal y lógico, a cualquier forma posterior de conciencia y de acción, inclui­
do el lenguaje. Para desarrollar este planteamiento es preciso, por tanto, comenzar aclaran­
do la naturaleza de la intencionalidad de la mente.
Searle comienza señalando que no todos los fenómenos mentales son intencionales -las
sensaciones subjetivas pueden no serlo-, y que la conciencia y la intencionalidad no son
coextensivas: se pueden tener creencias o deseos inconscientes144. Sin embargo, hay dos
razones que permiten afirmar aquí que la teoría de Searle lo es del conjunto de fenómenos
intencionales y conscientes. En primer lugar, adoptar metodológicamente el lenguaje como
forma de acceso a la mente supone no poder prescindir de lo que es virtualmente expresa-
ble y, por tanto, accesible a la conciencia. En segundo lugar, se ha señalado ya que Searle
asume los estados de percepción y la acción intencional como las dos formas básicas de la
intencionalidad, a partir de las cuales derivan las demás; y, como se va a ver inmediata­
mente, en ambos casos su análisis pone de manifiesto un rasgo característico fundamental:
un elemento reflexivo de autorreferencialidad, que remite a la noción de causación intencio­
nal. Así, una experiencia visual sólo se puede considerar satisfecha si está causada por el
estado de cosas de que es experiencia; y una acción intencional se ve satisfecha si tiene lugar
como resultado de la propia intención -lo que lleva a distinguir dos nociones más: las de
intención previa e intención-en-la-acción145—. Lo que importa ahora es adelantar que este ele­
mento auto-reflexivo no es posible sin que el estado mental sea consciente.
La perspectiva metodológica de Searle asume la existencia de estados intencionales
(conscientes), como las creencias y los deseos, para pasar al análisis de sus propiedades lógi­
cas. Aquí es donde la estructura de los estados mentales presenta «importantes similarida-
des formales» con la de los actos de habla. Esta similaridad se pone de manifiesto con res­
pecto a tres elementos centrales: (a) doble articulación de modo y contenido, (b) dirección
de ajuste, y (c) condiciones de satisfacción.
Sobre (a). En la teoría de actos de habla, Searle había distinguido una doble estructura
que constaba de fuerza ilocutivay contenido proposicional, en símbolos F(p); un mismo con­
tenido proposicional, como «Juan deja el aula», puede tener la fuerza ilocutiva de una afir­
mación, una orden, una pregunta, etc. Del mismo modo, el estado mental posee un modo
psicológico -de creencia, deseo, temor o esperanza, etc.- y un contenido intencional o conte­
nido representacional, que podrá llamarse también proposicional cuando sea relativo a un
estado de cosas. Searle observa, sin embargo, que no todos los estados intencionales tienen
una proposición completa como contenido; asimismo, todos los estados mentales poseen
un contenido representativo, mientras que podría haber actos de habla, entre los expresi­
vos, sin contenido intencional -como interjecciones o expresiones de dolor o sorpresa, salu­
dos convencionales, etc.-146.

329
Dos observaciones parecen pertinentes antes de seguir. La última precisión de Searle
pone de manifiesto, si el análisis es correcto, diferencias entre el habla y la mente que impe­
dirían considerar este último ámbito el resultado de una proyección abierta desde el pri­
mero. Pero esta indicación y la anterior serían discutibles. Pues, si se acepta la existencia de
actos de habla expresivos sin un contenido intencional, y el significado se va a considerar
en todos los casos derivado de un acto intencional subyacente, habría que preguntar cuál
es el contenido representativo del acto mental del cual dichas manifestaciones expresivas
derivan su significado -o bien, admitir algún tipo de contenido intencional no representa­
tivo, o ampliar la noción de representación, o aceptar que el significado no depende de
algún acto mental subyacente, sino que es una forma de comportamiento regulada. En
cualquier caso, parece presentarse aquí una dificultad al análisis mentalista. La segunda
observación es relativa a la determinación del concepto de fuerza ilocutiva. Se va a ver más
adelante que, en el marco de la primera teoría de actos de habla, esta fuerza sólo podía
determinarse en un contexto de comunicación y en términos del tipo peculiar de compro­
miso o vínculo que el hablante establecía con el oyente por vía de su acto de habla -una
afirmación contaba como un compromiso con la verdad de lo enunciado, una orden conta­
ba como un requerimiento al oyente, una promesa contaba como un compromiso sincero
por parte del hablante-147. Ahora, sin embargo, el cambio de enfoque obliga a prescindir de
la apelación a esta interacción comunicativa para explicar la fuerza ilocutiva de las expre­
siones lingüísticas; Searle va a considerar prioritaria la función representativa del lenguaje
y, por esto, va a afirmar que es el tipo peculiar de representación que se lleva a cabo lo que
determina el tipo de fuerza ilocutiva. Esto último se pone de manifiesto en la precisión de
las dos nociones siguientes.
Sobre (b). La dirección de ajuste se establece según sea la relación representativa entre
el acto de habla o el estado intencional y el mundo. En el caso de enunciados, aserciones,
descripciones, etc., la dirección de ajuste lo es de palabras-a-mundo: pues las expresiones
pretenden ajustarse a la realidad, y serán verdaderas o falsas dependiendo de que su conte­
nido proposicional se corresponda con esa realidad que existe independientemente. En el
caso de órdenes, ruegos, promesas, etc., se dice que la dirección de ajuste lo es de mundo-
a-palabras: aquí no son las expresiones lingüísticas las que tienen que ajustarse a la realidad;
lo que se pretende, por el contrario, es que las propias expresiones den lugar causalmente a
cambios en la realidad que hagan que ésta se corresponda con el contenido proposicional
de los correspondientes actos de habla; según esto tenga lugar o no, el acto de habla se dirá
obedecido, cumplido o realizado, etc. Un tercer tipo de actos de habla carece de dirección
de ajuste con respecto a la realidad; éste era el caso de los actos de habla expresivos discu­
tidos antes y, con respecto a ellos, Searle afirma que «el contenido proposicional se acepta
sin más como una presuposición»148. Estas tres direcciones de ajuste se trasladan directa­
mente al ámbito de la mente: los estados mentales de creencia presentan, como los enun­
ciados, una dirección de ajuste de mente-a-mundo, y pueden decirse verdaderos o falsos en
función de esa relación; los deseos y las intenciones poseen la dirección de ajuste de mundo-
a-mente, y en función de ello se dirán realizados o cumplidos; finalmente, estados menta­
les de tristeza, felicidad, excitación, etc., aunque puedan poseer el mismo contenido pro­
posicional de sus expresiones lingüísticas, carecen al igual que éstas de dirección de ajuste
y por consiguiente también de criterio evaluativo según esta relación. Posteriormente, sin
embargo, Searle sugiere que las emociones pueden desdoblarse en actos mentales de otros
tipos; así, un estado de alegría ante el hecho p incluye: la creencia de que p es el caso, y el
deseo de que p sea el caso; un estado de tristeza ante el hecho p incluye: la creencia de que
p es el caso, y el deseo de que p no sea el caso. Generalizando, se sugiere que esto ocurriría

330
en todos aquellos casos en los que el estado mental tiene un contenido intencional, pero no
posee dirección de ajuste respecto a la realidad149.
Sobre (c). La noción de condiciones de satisfacción se aplica por igual al habla y a la
mente. Como varios autores han señalado, la explicación que Searle ofrece de la noción es
informal y remite a una precomprensión en los hablantes. Explica que un acto de habla
puede decirse satisfecho o no satisfecho en función de que su contenido proposicional llege
a corresponderse con el mundo con la dirección de ajuste apropiada —así, un enunciado se
dirá verdadero o falso, una orden obedecida o desobedecida, una promesa cumplida o
incumplida. En todos los casos puede decirse que el acto de habla representa sus condiciones
de satisfacción y que la fuerza ilocutiva determina la dirección de ajuste con la que éste repre­
senta sus condiciones de satisfacción. Del mismo modo, con respecto a los estados menta­
les y su estructura cabe decir que el estado intencional es una representación de sus condicio­
nes de satisfacción, y que «el modo psicológico determina la dirección de ajuste con la que
el estado intencional representa sus condiciones de satisfacción»; así, «la clave para enten­
der la intencionalidad es la representación, en un sentido especial de esta palabra que puede
explicarse a partir de la teoría de actos de habla»: todo estado intencional con una direc­
ción de ajuste es una representación de sus condiciones de satisfacción; los estados inten­
cionales poseen un contenido proposicional y un modo psicológico, y el modo psicológico
determina la dirección de ajuste con la que el estado intencional representa sus condicio­
nes de satisfacción150.
Se ha objetado críticamente que esta noción de condiciones de satisfacción, clave para la
explicación de la naturaleza representacional de los estados mentales y por tanto para el aná­
lisis de la mente, no llega a determinarse con precisión151. Por una parte, el modo psicoló­
gico determina la dirección de ajuste, y de ésta depende en parte cuáles sean las condicio­
nes de satisfacción; por tanto, el estado mental determina sus propias condiciones de
satisfacción, como Searle reconoce explícitamente: «[djonde este contenido [intencional] es
una proposición completa y existe dirección de ajuste, el contenido intencional determina
las condiciones de satisfacción»'52. Pero, al mismo tiempo, el estado intencional está en depen­
dencia lógica respecto a una realidad que es independiente del propio estado mental. Aquí
se presenta un problema ya visto en todos los planteamientos mentalistas; pues, o bien se
supone que la mente refleja la estructura de la realidad -lo que explicaría la corresponden­
cia entre las categorías intencionales, semánticas y ontológicas básicas, y entre sus relacio­
nes estructurales-, o se acepta la constitución lingüística de la conciencia. Pero esto segun­
do es lo que Searle ha rechazado explícitamente: por consiguiente, hay que conjeturar que
su respuesta a esta dificultad consiste en asumir una concepción realista («aristotélica») de
la capacidad cognoscitiva de la mente. Esto se pone de manifiesto en su estudio de la inten­
cionalidad de la percepción.

Intencionalidad de la percepción

Searle considera posible extender las mismas herramientas conceptuales -contenido


proposicional, dirección de ajuste, condiciones de satisfacción y modo psicológico- al caso
de la percepción y de la acción. Tomando como ejemplo paradigmático el de la experien­
cia visual, afirma que de ella puede decirse que tiene condiciones de satisfacción; pues al ver
un coche pasar «[1] a experiencia visual se satisfará sólo si hay un coche que pasa»; como cri­
terio para el cumplimiento de las condiciones de satisfacción aparece el de poder afirmar
que la experiencia ha sido «verídica», lo que la deslinda de las experiencias llamadas aluci­

331
naciones, que serían «no verídicas». Aunque Searle se distancia de este último criterio
—refiere a lo que «a los filósofos les gusta decir»—, aquí vuelve a ponerse de manifiesto la ten­
sión entre su recurso explícito a una precomprensión que considera no lingüística -«yo soy
consciente visualmente de la presencia del coche»- y un criterio para determinar la satis­
facción de las condiciones de la representación que es necesariamente lingüístico -la decla­
ración de que la experiencia que se ha enunciado es verídica. Estos dos elementos, el de una
experiencia sensorial no articulada lingüísticamente y el de su aprehensión lingüística como
conocimiento, están presentes respectivamente en el análisis de las dos categorías siguien­
tes. El primero, extra-lingüístico, está presente en la declaración de que las experiencias
visuales ostentan una dirección de ajuste de mente-a-palabras, en el sentido de que «[l]a
experiencia visual me da información sobre cómo es el mundo independientemente de mi
experiencia de él». Esto, que puede verse como una declaración de corte naturalista o realis­
ta frente a cualquier forma de idealismo del conocimiento, subsume una dificultad: pues
presupone distinguir entre lo que me es dado en la experiencia, y el modo en que son las
cosas con independencia de ella; es decir, presupone la posibilidad de distinguir entre el
saber de la propia experiencia y el saber del mundo. Qué proporciona acceso a esa diferen­
cia puede responderse al considerar el otro elemento referido arriba, precisamente el que
hace entrar en juego la expresión lingüística de la experiencia visual, junto con el criterio
metateórico que permite calificar epistémicamente a esa expresión lingüística como verídi­
ca. Así, Searle afirma que «la experiencia visual (...) posee un contenido proposicional com­
pleto». Esto parece hacerla en principio expresable lingüísticamente y, por consiguiente,
accesible a un criterio de evaluación epistémico. Sin embargo, Searle enfatiza que su afir­
mación no ha de entenderse en el sentido de que ese contenido de la experiencia visual esté
ya lingüísticamente configurado: «Decir que la experiencia visual posee un contenido pro­
posicional es simplemente decir que existe un estado de cosas completo que constituye sus
condiciones de satisfacción. Normalmente, para describir ese estado de cosas tendremos
que recurrir a una locución verbal; pero, como es natural, no hay nada verbal en la expe­
riencia visual en sí misma»153. De nuevo vuelve a estar presente aquí la tensión que se seña­
laba: Searle está asumiendo que los hechos son independientes de cualquier configuración
lingüística que los exprese o los haga accesibles como conocimento; y niega —contra Peirce-
que la percepción, en tanto que conocimiento, esté ya siempre lingüísticamente mediada.
Con ello está yendo en contra de una amplia tradición filosófica; pero tiene que hacer plau­
sible su posición mostrando que esa experiencia originaria, supuestamente prelingüística,
puede considerarse conocimiento del mundo objetivo, extra-lingüístico. Que no pueden
identificarse ambas cosas se ha puesto ya de manifiesto, indirectamente, en su distinción
tácita entre la experiencia de los hechos y esos mismos hechos; pero, al mismo tiempo, no
es posible el acceso a los hechos con independencia de nuestra experiencia de ellos.
Desde un planteamiento peirceano, es precisamente la mediación lingüística necesaria
para la configuración del conocimiento lo que proporciona la posibilidad de diferenciar
ambos elementos; pues sólo la objetivación de la experiencia en el lenguaje la hace suscep­
tible de confirmación o invalidación públicas, según criterios epistémicos, y permite su
integración en procesos de aprendizaje susceptibles de revisión crítica. Es en el curso de
estos procesos donde se abre la separación entre la experiencia y el conocimiento basado en
ella -expresables lingüísticamente- y el mundo. La constitución lingüística del conoci­
mento -que se expresa en jucios en los que interviene la función simbólica del lenguaje, lo
que presupone las funciones icónica e indéxica (Peirce, vía Apel)—, es lo que garantiza esta
posibilidad de acceso reflexivo a la propia experiencia, que puede constituirse así en cono­
cimiento objetivo del mundo. En la teoría de Searle, sin embargo, la afirmación del carác­

332
ter prelingüístico de la percepción y de la autonomía de los hechos respecto a la articula­
ción simbólica del lenguaje parece reconducir a un planteamiento teórico-objetual
(Tugendhat), en el que la posibilidad de recuperación reflexiva de las propias elaboraciones
epistémicas y de revisión crítica del conocimiento sería, en todo caso, superfluo. Pero Searle
tiene entonces que garantizar de algún modo que esas elaboraciones están en la correspon­
dencia adecuada con los hechos extra-lingüísticos. Y esta es la función que cumple, en cier­
to modo, su concepto de causación intencional o causación auto-referencial.
Searle observa que, para que una experiencia pueda decirse satisfecha y, por tanto, verídi­
ca, es preciso suponer que está causada por el estado de cosas en el mundo que constituiría la
«condición» bajo la cual la experiencia se satisface. Aunque hay cierta ambigüedad en su afir­
mación explícita de que un hecho es una condición, la idea parece clara: la condición de satis­
facción es la de que el estado intencional esté causado por un estado de cosas correlativo que
tenga efectivamente lugar, que se realize en el mundo. En este sentido, Searle señala que de la
experiencia perceptiva puede decirse que posee un rasgo causalmente auto-referencial en cuan­
to a sus condiciones de satisfacción: «causal», en el sentido de que las condiciones de satisfac­
ción incluyen una condición causal, el que la experiencia haya sido causada; y «auto-referen­
cial», porque las condiciones de satisfacción de la experiencia se refieren precisamente a esa
misma experiencia intencional de la cual son condiciones de satisfacción. Esto permite a
Searle introducir una noción de experiencia perceptiva -que sería un acontecimiento mental,
más que un estado como los de creencia o deseo- que incluye la conciencia de la propia expe­
riencia, así como el supuesto de que ésta es distinta del hecho objetivo que la causa —es decir,
«incluye» la posibilidad de separar el saber de la experiencia (conciencia) y el saber del
mundo-: «la forma particular que la estructura S(p) toma, en lo que concierne a las expe­
riencias visuales, es la siguiente: ‘Experiencia visual (hay un coche frente a mí con tales rasgos,
y el hecho de que hay un coche frente a mí con esos rasgos está causando esta misma expe­
riencia visual)’»154. Esta misma auto-referencialidad estaría presente en los actos de habla.
El análisis de Searle identifica, así, dos elementos fundamentales en la experiencia
sensorial: la necesidad de conciencia, y el presupuesto de un mundo objetivo. Pero táci­
tamente parece asumir algo más: que estos dos elementos garantizan la validez epistémi­
ca de esa experiencia, es decir, que hacen de ella conocimiento del mundo. Pues sólo así
puede justificarse el acceso a la distinción entre el saber de la propia experiencia (con­
ciencia) y el saber del mundo, algo que estaba presupuesto en la caracterización de Searle.
Puede afirmarse, frente a Searle, que para el conocimiento, sin embargo, se precisa el len­
guaje; sólo la formulación explícitamente lingüística de la experiencia permite objetivar­
la y hacerla accesible a procedimientos de confirmación y revisión públicos y válidos epis-
témicamente. Del mismo modo, el supuesto de un mundo objetivo, extra-mental y
extra-lingüístico, tiene que mantener su carácter de supuesto, si no ha de identificarse
con las descripciones lingüísticas disponibles; pero, como tal presupuesto, no entra en
juego en la experiencia sensorial originaria, sino en su revisión posterior: es, por decir así,
condición de posibilidad para la falibilidad del conocimiento que se expresa lingüística­
mente. El supuesto de un mundo objetivo independiente de la experiencia se hace pre­
sente cuando una elaboración epistémica, como la experiencia perceptiva en el caso más
simple, «falla», cuando sus condiciones no se satisfacen; entonces es cuando se hace
manifiesta la distinción entre lo presente a la conciencia y el mundo objetivo, indepen­
diente de ésta. Pero, para poder evaluar la corrección de la experiencia y calificarla de
«verídica», es preciso contar con su objetivación lingüística y con criterios, igualmente
explicitables, de corrección -aquí, de «veridicidad». Todo esto parece proporcionar apoyo
a la tesis contraria a la que afirmaba Searle: pues la conciencia sí sería lingüística.

333
Intencionalidad de la acción155

Es la misma necesidad de dar cuenta de la auto-referencialidad lo que lleva a Searle a


distinguir, frente a otras teorías de la acción, dos tipos o niveles de intencionalidad en las
acciones: una intención previa, y una intención-en-la-acción. La intención previa se forma
antes de que la acción se lleve a cabo; la intención-en-la-acción es coextensiva en el tiempo
con la realización de la acción. La intención previa tiene a la acción completa entre sus con­
diciones de satisfacción, y su estructura S(p) sería: «Intención previa (que esta intención
previa cause que yo realice la acción)». La intención en la acción es, en sí misma, un com­
ponente de la acción, y no tiene como condición de satisfacción la acción completa sino
sólo el movimiento corporal necesario mientras se la lleva a cabo. Su estructura S(p) sería:
«Intención-en-la-acción (esta intención-en-la-acción causa que tenga lugar tal movimien­
to)». Searle concluye entonces que la relación entre ambas es la siguiente: la intención pre­
via causa la acción, y a su vez esta acción consta de dos componentes, una intención-en-la-
acción y un movimiento corporal. Además, ambos tipos de intenciones son causalmente
auto-referenciales, en el mismo sentido en que lo son las experiencias perceptivas o la
memoria; pues, al igual que éstas, sus condiciones de satisfacción requieren que los propios
estados intencionales se encuentren en una determinada relación causal respecto al resto de
sus condiciones de satisfacción. De nuevo, para explicar este rasgo auto-referencial de la
acción intencional, Searle recurre a la comparación con el habla: «la forma lógica de la
orden no es simplemente ‘Te ordeno (que dejes la habitación)’, sino que es más bien cau­
salmente auto-referencial en la forma ‘Te ordeno (que dejes la habitación en razón de la
obediencia de esta orden)’». Aunque esta formulación recupera una estructura que ya el
modelo de Grice hacía explícita, Searle afirma que no se precisaría ningún tipo de regreso
al infinito156.
Con esta distinción de una doble intencionalidad en la acción Searle está intentando res­
ponder a una dificultad presente en otras teorías. Se trata del problema de cómo distinguir
entre una acción intencional y un movimiento reflejo o mecánico, no causado intencional­
mente por el sujeto de la experiencia. Según la explicación que D. Davidson da de la lógica
de la acción, por ejemplo, una acción es un movimiento corporal causado (de la manera ade­
cuada) por el estado psicológico que proporciona la razón para esa acción; para diferenciar la
acción intencional de los movimientos no intencionados, Davidson supone en el agente un
razonamiento inferencial que parte de dos premisas: la conciencia de las razones para efectuar
la acción antes de que el movimiento tenga lugar, y un conocimiento de la relación entre el
contenido de las razones y la naturaleza de la acción; a partir de ello, es posible inferir con un
grado de probabilidad que han sido esas razones las que han causado el movimiento157. Desde
el punto de vista de Searle, esta explicación ignora el hecho de que sabemos lo que estamos
haciendo directamente, a partir de lo que llama experiencia en la acciórf*’. es decir, a partir de
la experiencia que tenemos de estar actuando, y no de alguna inferencia. La experiencia en la
acción constituiría el contenido intencional de la intención-en-la-acción. Esta noción de
intención-en-la-acción intenta procurar, así, una representación continua del propósito o fin
de la acción, mientras que la noción de intención previa correspondería a una representación
inicial de la misma. En el concepto de intención-en-la-acción se ha podido ver un intento de
preservar la experiencia fenomenológica, aproximando así esta teoría al planteamiento de la
filosofía de Husserl. Pero un rasgo diferencial importante reside en que Searle explica la acción
en tanto que está orientada estratégico-instrumentalmente, respondiendo a un propósito159.
En su análisis de la acción intencional, Searle intenta mostrar la semejanza estructural
entre la experiencia en la acción y la experiencia perceptiva (el contenido intencional de la per­

334
cepción). Ello permite considerar que las dificultades presentes allí se encuentran aquí de
manera análoga. Pero es posible dar un paso más, pues en la acción intencional se ha aban­
donado el ámbito de la privacidad: los movimientos corporales causados intencionalmente
son accesibles a un observador, tienen un carácter público. La situación es entonces semejan­
te a la imaginada por Husserl en su reconstrucción de la V Meditación Cartesiana: aun cuan­
do Searle no pregunta explícitamente por el modo en que las acciones (movimientos corpo­
rales) adquieren significado, sí parece claro que el modo en que el agente se interpreta a sí
mismo, es decir, el modo en que asigna significado a sus propios movimientos corporales
-incluidas emisiones de voz o gestos que después van a constituirse en lenguaje- no es sepa­
rable del modo en que sus interlocutores le interpretan, o de los efectos que va a tener sobre
ellos, o de las expectativas que experiencias previas puedan haber generado por ambas partes.
Searle imagina un agente que actúa monológicamente, y cuyos gestos o movimientos tienen
un carácter fundamentalmente instrumental: pretenden conseguir fines precisos. Cuando esta
acción se integre en el marco más complejo de un grupo humano o un entramado de rela­
ciones interpersonales, se hará preciso responder a la sospecha de que la interpretación que
hacemos de nuestras propias acciones es siempre resultado de una interacción con los otros
simbólicamente mediada (Mead). Esto remite, una vez más, al problema de la constitución
social y lingüística de la conciencia. Searle no ha ignorado esta dificultad, como lo prueba su
introducción de los conceptos de red intencional y trasfondo. Sin embargo, como se va a ver,
su perspectiva continúa siendo fundamentalmente naturalista: el fundamento último para la
intencionalidad se va a encontrar en un conjunto de capacidades pre-intencionales, a las cua­
les puede reconducirse incluso la intersubjetividad.

Red intencional y trasfondo160

Searle afirma que todos los estados intencionales funcionan sólo en relación con otros
estados intencionales, en el interior de una red; pues cada estado remite inmediatamente a
un número indefinido de estados, que incluyen creencias, intenciones de acción, deseos,
temores, etc. Pero tras estos estados intencionales lo que se encuentra, al continuar el aná­
lisis, es un trasfondo de capacidades mentales que no son en sí mismas intencionales: se tra­
taría de fenómenos cognitivos que simplemente se dan por hechos o se presuponen, pero
que no componen parte de la estructura de la red. En este sentido, Searle habla de un tras­
fondo pre-intencional que incluye distintas competencias, habilidades y destrezas para llevar
a cabo, o incorporarse a, actividades físicas y sociales. Aunque su realización intencional
forma parte de un nivel superior de la acción intencional, estas capacidades han de verse
como el trasfondo a partir del cual las acciones intencionales derivan sus condiciones de
satisfacción. Frente a intentos unilaterales de reducirlo a una génesis biológica o de verlo
como un mero producto social, Searle enfatiza «el sentido crucial en el que el trasfondo
consta de fenómenos mentales (...) [Este trasfondo, C.C.] es simplemente un conjunto de
destrezas, tomas de posición, asunciones y presupuestos pre-intencionales, prácticas y hábi­
tos. Y todos ellos se encuentran realizados, por lo que podemos saber, en cerebros y cuer­
pos humanos»161. El trasfondo desempeña una función en la explicación de la acción seme­
jante a la del mundo de la vida en la filosofía de Husserl. La diferencia con la
fenomenología reside en que Searle no pretende explicar el origen de ese trasfondo a partir
de la corriente de experiencias fenomenológicas en la conciencia individual, sino que su
perspectiva es estructural, sincrónica; abstrae del proceso genético -aun cuando ha asumi­
do una aproximación naturalista y la base biológica de cualquier aspecto humano— e inten­

335
ta identificar, analíticamente, los elementos presentes en lo que considera acontecimientos
y estados psicológicos más básicos. Esto determina la necesidad lógica, en su teoría, de
hacer de estos elementos nociones primitivas, pre-intencionales y pre-lingüísticas, y de
situarlos en la mente como «lo dado». Este planteamiento comparte con el fenomenológi-
co una idea basica: la de que las estructuras de sentido que subyacen a la interacción media­
da lingüísticamente están subordinadas, en un sentido conceptual o lógico, a las operacio­
nes de un sujeto/agente en cuya mente se constituyen los significados que sólo después
alcanzan validez general. Por ello, cuando Searle formula su teoría del significado sobre los
presupuestos teóricos vistos, tendrá que responder a la pregunta por la validez intersubjeti­
va del significado.

ii. Teoría del significado161

El análisis del significado, dentro de esta teoría intencionalista, se lleva a cabo en tér­
minos de las intenciones del hablante. Su presente explicación difiere de la anterior teoría
de actos de habla, como ya se ha visto, en que ahora se parte de la intencionalidad de los
estados psicológicos y la acción para fundar las nociones de significado y acto de habla en
una teoría general de la mente y la acción; el significado pasa a verse como un tipo par­
ticular de intencionalidad, y el habla como un tipo particular de acción. Se diferencia, asi­
mismo, de la teoría de Grice en que las intenciones del hablante no se analizan en térmi­
nos del propósito de causar determinados efectos en los oyentes; de lo que se trata es de ver
qué rasgos de la intencionalidad de la mente permiten que algo físico —sonidos o signos
escritos- tenga valor semántico, es decir: que con ello el hablante pueda significar algo. La
pregunta fundamental a la que una teoría del significado ha de responder, afirma Searle, es:
qué características en las intenciones de los hablantes hacen posible que éstas puedan con­
ferir significado. Al delinear el alcance de su propuesta, Searle se distancia tácitamente de
otros planteamientos vistos; así, frente a Davidson, considera que preguntar por la capaci­
dad de los hablantes para producir y entender un número potencialmente infinito de ora­
ciones «no tiene una conexión especial con el problema del significado», en el sentido en
que él entiende esta noción. Como tampoco la tiene la pregunta por el tipo de conoci­
miento que se requiere para que pueda decirse de un hablante que conoce una lengua
-frente a Davidson, Dummett, Putnam y los continuadores de la teoría de actos de habla.
Pues «[e]l problema del significado se les plantearía incluso a personas que estuviesen
comunicándose entre sí sin utilizar un lenguaje común»163. Es evidente aquí tanto el indi­
vidualismo metodológico de su aproximación como una concepción instrumentalista del
lenguaje, que lo considera derivado de capacidades mentales más básicas. En contra de los
planteamientos semantistas y pragmatistas, y asumiendo una tesis característica de las teo­
rías intencionalistas, acepta asimismo la posibilidad de que haya comunicación sin un len­
guaje compartido.

Estructura de las intenciones de significado

El habla basada en un lenguaje articulado se entiende como un tipo de acción inten­


cional. Recapitulando lo visto en general en la teoría de la intencionalidad de Searle, las
acciones intencionales simples, realizadas de modo satisfactorio, se han analizado en térmi­
nos de dos componentes: una intención-en-la-acción, y un movimiento corporal. La inten­
ción en la acción, que se entiende como una representación continuada de la acción que se
efectúa con un propósito establecido, al mismo tiempo causa y presenta el movimiento cor­
poral. Este movimiento, en tanto que causado por esa intención, constituye su condición
de satisfacción. En una secuencia completa, que incluya una intención previa y una acción
que consista en realizar dicha intención, la intención previa consiste en una representación
de la acción completa y ya realizada; es además causa para la intención-en-la-acción, la cual
a su vez causa el movimiento corporal; por transitividad, puede decirse que la intención
previa causa la acción completa. Si ahora se traslada e intenta aplicar este esquema general
al habla, la pregunta por la estructura de las intenciones de significado equivale a una pre­
gunta por las condiciones de satisfacción de las intenciones-en-la-acción de las emisiones o
expresiones lingüísticas, intenciones que procuran a esas emisiones sus propiedades semán­
ticas164.
Esta caracterización supone asumir la existencia de una doble estructura intencional, o
un doble nivel de intencionalidad en la realización de los actos de habla: un nivel del esta­
do intencional expresado en la realización del acto de habla, y un nivel de la intención de
realizar ese acto de habla. Así, por ejemplo, al afirmar que «ahora brilla el sol», al mismo
tiempo se expresa una creencia y se realiza una acción intencional: precisamente, la de afir­
mar que brilla el sol. Sólo en tercer lugar, y de modo derivado, puede estar presente una
tercera intención: la de comunicar, mediante la emisión, la creencia a un oyente. Lo fun­
damental para Searle, ya se ha dicho, va a ser la intención representativa; esto va a deter­
minar que sea la noción de condiciones de satisfacción la que desempeñe la función de con­
cepto-puente entre el lenguaje y la mente, al establecer el vínculo entre el estado mental del
hablante y su expresión lingüística mediante el acto de habla: pues, como afirma, las con­
diciones de satisfacción del estado mental expresado son idénticas a las condiciones de satisfac­
ción del propio acto de habla que lo expresa. Searle argumenta a favor de esta tesis observan­
do: «Un enunciado será verdadero syss la creencia expresada es verdadera, una orden se verá
obedecida syss el deseo expresado se ve cumplido, una promesa se guardará syss la inten­
ción expresada se lleva a cabo»165. Si esto se entiende como una afirmación de la identidad
entre mente o pensamiento y lenguaje, la propuesta sería conciliable con los planteamien­
tos semantista y pragmatista. Pero la tesis de Searle es más fuerte: supone que es la inten­
cionalidad del estado psicológico la que determina qué ha de contar como condiciones de satis­
facción de los actos de habla; es la mente la que «impone» condiciones de satisfacción sobre
el lenguaje, al proyectar las suyas propias sobre el habla que le da expresión; en este senti­
do, la validez del habla depende y procede de la intencionalidad individual. Esto se sigue
de la explicación que Searle da de la noción de intención de significado. Al explicar la dife­
rencia entre formular un acto de habla (enunciado, orden, promesa) y formular un acto de
habla válido (enunciado verdadero, orden reconocida, promesa guardada), aclara que la
intención de significado sólo alcanza a lo primero, es decir, a la acción que consiste en la
formulación del acto de habla; pero entre el acto de habla y su validez existiría una relación,
un vínculo interno, y éste consiste en lo siguiente: «la intención de formular un enunciado
determinado ha de determinar qué cuenta como verdad del enunciado, la intención de
transmitir una orden ha de determinar qué cuenta como obediencia de la orden, etc.»166.
Esta dependencia de la validez del habla respecto de lo representado en la intención expli­
ca la «vuelta de tuerca» que Searle imprime a la tesis anterior, y que supone explicar la iden­
tidad de mente y habla estableciendo la preeminencia de la primera sobre la segunda. Así,
afirma que la clave para el problema del significado se encuentra observando que, en la rea­
lización del acto de habla, la mente impone intencionalmente, sobre la expresión física (lin­
güística) del estado mental expresado, las mismas condiciones de satisfacción que el propio esta­

337
do mentalposee. La mente impone intencionalidad -es decir, orientación a un objeto o esta­
do de cosas- sobre la producción de sonidos, signos, etc., al imponer las condiciones de satis­
facción del estado mental sobre la producción de esas emisiones físicas.
Dos observaciones parecen importantes aquí. En primer lugar, que esta tesis es lógica­
mente dependiente de dos premisas metodológicas: la que afirma la preeminencia de la fun­
ción representativa de la mente y, de modo subordinado, del lenguaje —pues la intenciona­
lidad es una capacidad representacional—, y la que presta al lenguaje un valor instrumental,
que resulta de la utilización de éste como un instrumento para la expresión (presentación)
de estados intencionales (representacionales). En segundo lugar, el modo en que Searle ha
aclarado la relación interna entre la mente y el habla no es neutral; antes bien, permite ver
con claridad cuál es el punto de inflexión en su «giro intencionalista». La teoría de actos de
habla, en la formulación inicial de Searle, había explicado la fuerza pragmática en términos
de «como qué cuenta» el acto de habla para hablante y oyente; esto había permitido afir­
mar, posteriormente, que la validez del habla descansa en este «contar cómo» de lo que se
dice en un contexto de comunicación —un enunciado contaba como una afirmación de ver­
dad con la que el hablante se comprometía ante el oyente; una orden contaba como la pre­
tensión, por parte del hablante, de que el oyente reconociese su demanda e hiciese algo; una
promesa contaba como un compromiso por parte del hablante de cara al oyente-167. De este
modo, la validez del habla dependía de esa relación o vínculo interno del «contar como»
entre el lenguaje y sus hablantes. Ahora, la validez del habla depende de lo que la mente
individual establezca -«imponga»- como «lo que cuenta» como condición de satisfacción
del acto de habla; es la intención de significado la que determina qué cuenta como verdad
de un enunciado, o como reconocimiento de una orden, o como salvaguarda de una pro­
mesa: el «como qué cuenta» del habla depende de las representaciones mentales de un agen-
te/hablante solipsista, y no de las expectativas generadas en la interacción entre los que par­
ticipan en el intercambio comunicativo.
La propuesta de Searle, de acuerdo con el análisis y las premisas anteriores, lleva a enun­
ciar las cuatro tesis fundamentales de su teoría del significado.
Primera Tesis. Existe un doble nivel de intencionalidad en la realización del acto de
habla: el nivel de la intención de realizar el acto de habla, y el nivel del estado intencional
expresado en esa realización; al primero, Searle lo llama intención de significado; al segun­
do, condición de sinceridad'^; La igualación de un estado psicológico con una condición,
tal y como Searle está haciendo aquí, puede parecer, en principio, un «desajuste» categorial;
pero es fácil ver la idea que subyace: el estado intencional es condición para el acto de habla,
es decir, para su validez; las condiciones de satisfacción del acto de habla sólo se ven reali­
zadas si lo que éste representa es, efectivamente, el estado intencional del que es expresión.
Ello da paso a lo siguiente.
Segunda Tesis. Las condiciones de satisfacción del acto de habla y las condiciones de
satisfacción del estado intencional expresado son idénticas. La intención de realizar el acto
de habla incluye la intención de representar un estado mental; esta intención es idéntica a
la intención de que la expresión posea determinadas condiciones de satisfacción. Puesto que
la producción de esa expresión es, ella misma, parte de las condiciones de satisfacción de la
intención, y puesto que se pretende que la emisión tenga, por sí misma, otras condiciones
de satisfacción -las del contenido proposicional expresado, que han de ser las del conteni­
do intencional del estado mental-, Searle puede concluir que «la esencia del significado de
las expresiones del hablante consiste en la imposición intencional de condiciones de satis­
facción sobre condiciones de satisfacción»169. Las expresiones del hablante tienen significa­
do cuando éste tiene la intención de que los sonidos o signos que produce intencionalmen­

338
te posean condiciones de satisfacción. Así, el significado de las expresiones del hablante con­
siste en una forma de intencionalidad derivada; el significado deriva de la intención del
hablante al formular su acto de habla170.
Tercera Tesis. En la intención de significar hay dos aspectos: la intención de represen­
tar y la intención de comunicar lo representado. En la concepción de Searle la representa­
ción es previa a la comunicación, y las intenciones representacionales son previas a las comuni­
cativas. De la intención de comunicar da cuenta en los términos de Grice: para que el acto
de habla pueda realizarse satisfactoriamente, su significado ha de comunicársele al oyente,
y esto se logra si el oyente reconoce las intenciones comunicativas del hablante. Así, la
intención de comunicar se identifica en gran medida con la intención de que la intención
representacional sea reconocida por el oyente171. Con ello, lo que era determinante en la
teoría de actos de habla, la interacción comunicativa, para decidir el criterio de validez del
habla -sus condiciones de satisfacción- en términos de como qué cuenta lo que se dice para
hablante y oyente, se ve desplazado al estatuto de una última intención del hablante, la de
comunicar sus representaciones intencionales, intención lógica o conceptualmente subor­
dinada respecto a la intención representativa. Correlativamente, mientras en la teoría de
actos de habla el significado pragmático y, a fortiori, el significado del hablante en su tota­
lidad dependía de la relación comunicativa que éste establecía con su oyente, ahora lo esen­
cial en el significado del hablante es la intencionalidad -orientación a un objeto o estado
de cosas- que la mente individual de éste impone sobre sus expresiones. Por otra parte, la
explicación que Searle ofrece de los procesos de comunicación en términos del modelo de
Grice supone incorporar igualmente, a pesar de la distancia que ha tomado antes, una con­
cepción estratégico-instrumental del habla, que aparece como un tipo de acción intencio­
nal orientada a la consecución causal de determinados fines por vía de lograr un efecto
sobre el interlocutor.
A pesar de estas importantes diferencias en cuanto al planteamiento teórico general con
respecto a la primera teoría de actos de habla, la transposición al ámbito de la mente de los
resultados del análisis filosófico-lingüístico resulta particularmente evidente en la clasifica­
ción de modos psicológicos que Searle ofrece en lo que consituye una última tesis.
Cuarta Tesis. Se asume que la intencionalidad de la mente no sólo crea la posibilidad
del significado, sino que determina, además, su forma. El criterio para identificar los tipos
básicos de expresiones, derivados de los tipos básicos de estados o modos psicológicos sub­
yacentes, va a ser el del tipo de representación en que consisten sus respectivos contenidos
intencionales; y este tipo de representación va a venir dado por la dirección de ajuste, que
a su vez determina las condiciones de satisfacción: «la clasificación es fundamentalmente un
reflejo de las distintas formas en que las representaciones pueden presentar direcciones de
ajuste»172. Se obtiene así una clasificación de tipos básicos de significado intencional que es
paralela a la que se vio al estudiar la teoría general de la intencionalidad; pero la necesidad
de admitir dos tipos de actos de habla que no se corresponden con tipos de estados men­
tales pone de manifiesto cómo la teoría de la intencionalidad procede de la teoría de actos
de habla, aunque reconduce lo que el primer análisis había identificado en el habla al ámbi­
to de la mente.
Así, la dirección de ajuste de mente-a-mundo, característica de las creencias, es la que
expresan los actos de habla asertivos o enunciativos; el criterio para sus condiciones de satis­
facción es el de verdad, pues «la esencia de la enunciación es representar algo como siendo
el caso, no comunicar la propia representación al oyente»173. Los actos de habla compromi­
sorios y los actos de habla directivos expresan, respectivamente, la intención por parte del
hablante de hacer algo y el deseo del hablante de que el oyente haga algo; en ambos casos,

339
la dirección de ajuste es de mundo-a-mente. Los directivos y compromisorios -o los casos
arquetípicos de órdenes y promesas- se caracterizan además porque sobre el acto de habla
recae una condición de satisfacción adicional, de carácter auto-referencial: las condiciones
de satisfacción de promesas y órdenes hacen referencia a las propias promesas y órdenes. O,
visto de otra manera: «formular un enunciado no crea, por sí mismo, evidencia a favor de
la verdad del enunciado. Pero formular una promesa crea una razón para hacer lo que se ha
prometido, y pedir a alguien que haga algo crea una razón para que lo haga»174. Esta preci­
sión es particularmente interesante porque está expresada en los términos de la teoría de
actos de habla: apela al potencial de razones que es inherente al habla, y que motiva la inte­
racción entre los participantes sobre esa base racional. Ahora bien, si se quisiera continuar
con esta línea de análisis sería preciso buscar, en la relación o vínculo interno que se esta­
blece entre el acto de habla y sus condiciones de satisfacción, lo que presta al habla esa fuer­
za peculiar que hace que determinados actos de habla tengan el valor de razones para la
acción. La línea de análisis de Searle, ya se ha visto, no permite esto: su explicación consis­
te en identificar, como elemento primitivo, un rasgo de causación intencional auto-refe­
rencial, de tal modo que una de las condiciones de satisfacción del acto de habla es que fun­
cione causalmente, produciendo la satisfacción de sus restantes condiciones. Con ello,
Searle reduce las razones para la acción a intenciones por parte del hablante de lograr algo;
la condición necesaria adicional de que el oyente reconozca estas intenciones se formula,
asimismo, en términos de una intención adicional del hablante -lograr ese reconocimien­
to. Pero nada explica aquí por qué un acto de habla habría de contar como una razón para
hablante y oyente, salvo que se entienda esto en el sentido de una racionalidad estratégico-
instrumental orientada a fines, según el modelo de Grice; sin embargo ya se ha visto que
Searle tomaba distancia respecto a este planteamiento y, precisamente, porque Grice atri­
buía al hablante la intención de lograr determinados efectos ajenos o subsidiarios respecto
a la intención representativa. Más bien parece legítimo concluir, de nuevo, que aquí se
manifiesta la tensión entre el movimiento de remitir lo que está presente en el habla a un
origen intencional, y el intento de recuperar en el ámbito de la intencionalidad elementos
que proceden del análisis del habla175.
Las dos últimas formas de significado del hablante no están ya en una corresponden­
cia uno-a-uno con tipos básicos de estados psicológicos176. Los actos de habla expresivos se
caracterizan, como ya se ha visto, porque no hay en ellos dirección de ajuste respecto al
mundo objetivo: si un hablante expresa su sentimiento por algo, la verdad de su creencia
respecto a que ese algo es el caso se presupone, la función del expresivo es manifestar el pro­
pio estado intencional subyacente, esto es, expresar la propia condición de sinceridad del
acto de habla, y ésta es su única condición de satisfacción. Aquí no puede hablarse de
intención representativa en sentido estricto; pues, en el sentido que Searle ha dado a esta
noción, ella remite necesariamente a una correspondencia con la realidad objetiva. Sin
embargo, de nuevo insiste en que la intención comunicativa ha de separarse, y es subsidia­
ria, de la intención de significado177. Ahora bien, si aquí ya no se cuenta con la contrapo­
sición conceptual entre representación y comunicación, resulta difícil ver cuál es la que
existe entre expresión -o actos de habla expresivos- y comunicación. La idea de Searle
parece ser la de que, para poder manifestar un estado psicológico, primero es necesario
tenerlo, encontrarse en ese estado; pero esta formulación aboca al problema de si es posi­
ble un lenguaje privado. La respuesta afirmativa que parece seguirse del planteamiento de
Searle lleva implícita la dificultad de explicar la validez intersubjetiva del habla y, en par­
ticular, de la expresión de la subjetividad178. Finalmente, los actos de habla declarativos
constituyen un caso en el que, como Searle mismo reconoce explícitamente, «la capacidad

340
de representación se ve superada»179; pues se trata actos de habla cuya realización satisfac­
toria logra dar lugar a determinados hechos institucionales -como un nombramiento, una
sentencia judicial, una declaración arbitral, etc. En este caso se cuenta con una doble direc­
ción de ajuste, pero lo definitivo no es la intencionalidad del agente; «todas las declaracio­
nes causan hechos institucionales, hechos que sólo tienen existencia en el interior de siste­
mas de reglas constitutivas y que, por tanto, sólo son hechos en virtud de acuerdos
humanos»180. Esto remite necesariamente al lenguaje como sistema y a la pregunta no ya
por el significado del hablante, noción en la que se ha centrado el análisis de Searle, sino por
el significado convencional o significado público -y, en última instancia, remite al problema
de la validez intersubjetiva del habla.

iii. Crítica. El lenguaje como institución. Significado del hablante y validez pública del habla

En su primera teoría de actos de habla, Searle había partido de la idea de que el len­
guaje es una institución; con ello quería indicar que consiste en un sistema de reglas consti­
tutivas, es decir, reglas que constituyen nuevas formas de comportamiento, de modo similar
a las reglas del ajedrez181. La continuación de este planteamiento, en el marco de la teoría
de actos de habla, entendió que esta caracterización podía interpretarse en los términos de
una teoría contractualista del habla182. Ahora el problema es explicar de qué modo esa ins­
titución del lenguaje —entendido como sistema de reglas institucionalizadas- está vincula­
da a las formas prelingüísticas de intencionalidad, así como el de mostrar que el significa­
do de las expresiones del hablante tiene prioridad conceptual respecto al significado
convencional del lenguaje. El punto de partida es el del marco teórico ya trazado: la capa­
cidad de estar en un estado intencional incluye la capacidad de conectar ese estado con
objetos y estados de cosas en el mundo; para que un estado intencional pueda tener una
dirección de ajuste, es preciso que el sujeto de ese estado psicológico tenga la capacidad de
reconocer cuándo éste se ve satisfecho, y cuándo frustrado. El paso desde el ámbito de la
mente al del lenguaje se hace posible por vía de la existencia de «algún medio para exter-
nalizar, para hacerles públicamente reconocibles a los otros, las expresiones» de estados
intencionales privados. Pero con ello se están distinguiendo tácitamente dos tipos de inten­
ciones: la intención de expresar la propia intencionalidad, y la intención de hacer pública­
mente reconocible esa expresión. Sólo a partir de esta distinción conceptual puede Searle
afirmar: «Cada una de las categorías de actos de habla (...) sirve a propósitos sociales que
van más allá de la mera expresión de la condición de sinceridad (...) el propósito extralin­
güístico primario de los directivos es lograr que la gente haga algo; un propósito extralin­
güístico primario de los asertivos es transmitir información; un propósito primario de los
compromisorios es crear expectativas estables acerca del comportamiento de la gente»183.
Esto permite la reconstrucción del habla en términos de una acción orientada finalística-
mente, sobre la base intencional del logro de propósitos particulares; y el lenguaje es la ins-
titucionalización convencional de determinados procedimientos con un valor instrumen­
tal. Así, la aseveración tiene lugar a partir de acciones que expresan creencias y que se llevan
a cabo con el propósito de transmitir información; los directivos son acciones que consis­
ten en la expresión de un deseo, con el propósito de lograr verlo cumplido por vía de que
los otros hagan algo; los compromisorios son acciones que expresan intenciones, con el pro­
pósito de crear en los otros expectativas estables respecto al curso futuro de la propia con­
ducta. Los procedimientos convencionales (lingüísticos) que se introducen son «el análogo
ilocutivo de estos distintos objetivos» consistentes en lograr causar un determinado efecto.

341
El proceso por el que se llega a la institución del lenguaje, y a significados convencionales,
tendría por tanto lugar en tres pasos: en primer lugar se requiere la expresión deliberada de
los estados intencionales, con el propósito de dejar que los otros los conozcan; en segundo
lugar, la realización de esos actos de expresión ha de tener lugar con el propósito de lograr
los objetivos extralingüísticos a los cuales «los actos ilocutivos sirven de manera estándar»184;
en tercer y último lugar, se requiere la introducción de procedimientos que «convenciona-
licen» los tipos de fuerzas ilocutivos (pragmáticas) que corresponden a los distintos objeti­
vos extralingüísticos.
Esta formulación no puede prescindir, por tanto, de apelar a la noción de fuerza ilocu-
tiva, que reaparece como una noción primitiva: no se puede retrotraer a las intenciones que
se incluyen en la descripción del proceso, lo que obliga a Searle a hablar de un «análogo».
Una vez más surge aquí la tensión entre lo que resulta de un análisis de la base de validez
del habla y el intento de reconducirla a una intencionalidad pre-lingüística. Pues se va a ver
que Searle tiene que aceptar, tácitamente, que la fuerza ilocutiva es autónoma respecto a
una intencionalidad preeminentemente representacional. Esto se pone de manifiesto cuan­
do, al explicar de qué modo el lenguaje incorpora procedimientos convencionales para
indicar el tipo de acto de habla, afirma: «cualquier recurso convencional para indicar que
la emisión va a tener la fuerza de un enunciado (por ejemplo, el modo indicativo) será tal
que, por convención, comprometa al hablante con la existencia del estado de cosas especifi­
cado en el contenido proposicional. Su emisión, por tanto, proporciona una razón para que
el oyente crea en esa proposición (...) Cualquier recurso convencional para indicar que la
emisión va a tener la fuerza de un directivo (p.e. el modo imperativo) será tal que, por con­
vención, cuente como un intento por parte del hablante de conseguir que el oyente haga lo que
se ha especificado. Su emisión, por tanto, proporciona una razón para que el oyente haga eso
(...) Cualquier recurso convencional para indicar que la emisión va a tener la fuerza de un
compromisorio cuenta como el compromiso por parte del hablante para hacer lo especificado
en el contenido proposicional. Su emisión, por tanto, crea una razón para que el hablante
haga eso, crea una razón para que el oyente espere que lo haga»185. La extensión de la cita
está justificada por su interés. Pues lo que está aquí enunciado es una caracterización de la
fuerza ilocutiva prácticamente en los términos de la primera teoría de actos de habla, es
decir: en los términos del «como qué cuenta» el acto de habla para hablante y oyente, o del
tipo de compromiso tácitamente establecido entre ambos sobre esa base. Lo que hacía posi­
ble ese entendimiento tácito era la existencia de sistemas de reglas constitutivas subyacen­
tes a los usos lingüísticos y cuyo conocimiento compartían hablante y oyente -en forma de
competencia lingüística en general y pragmática en particular. Lo importante ahora es que
la estructura de esa explicación se tiene que mantener en el contexto de la presente teoría
intencional del significado: es decir, el significado ilocutivo no puede retrotraerse a la inten­
cionalidad del hablante, sino que ha de explicarse en términos del particular compromiso
que, con el acto de habla, contrae el hablante ante su oyente, o del tipo de vínculo que se
establece entre ambos. También es preciso mantener un rasgo esencial de este vínculo: el
compromiso por parte del hablante, el como qué cuenta el acto de habla, es lo que opera
en calidad de razón para el oyente.
Sin embargo, Searle remite esta fuerza ilocutiva -la del compromiso del hablante con
la validez de lo que dice- a la fuerza de una convención o de una costumbre instituciona­
lizada. Lo que llama la «razón para el oyente» parece limitarse a un motivo, que podría ana­
lizarse en términos de una disposición a actuar de cierta manera estable cuando se dan
determinadas condiciones. Para que pudiera hablarse de una razón, sin embargo, haría falta
que el oyente pudiera situarse críticamente y eventualmente, en caso de encontrar motivos

342
de crítica, conocer las razones que justifican al hablante al formular su enunciado, su pro­
mesa o su orden. En ese caso las razones estarían ligadas a las condiciones de satisfacción
del acto de habla -el acto de habla sería racionalmente aceptable si se cumplen las condi­
ciones de satisfacción que le prestan significado—; pero el oyente sólo puede examinar crí­
ticamente las condiciones de satisfacción si tiene acceso a ellas, si las conoce; y, en la expli­
cación intencionalista de Searle, esas condiciones de satisfacción del acto de habla son
-como se ha visto- idénticas a las condiciones de satisfacción del acto intencional del
hablante, pues es éste el que las determina. La dificultad que surge de modo inmediato es
la misma presente en los planteamientos intencionalistas estudiados: cómo puede tener el
oyente acceso al estado intencional del hablante, o a las condiciones de satisfacción que éste
«impone» sobre el acto de habla. El problema es que, desde la perspectiva intencionalista,
un acceso común a lo que refleja o expresa el habla no puede establecerse apelando a con­
venciones, cuya institución sólo se explica cuando se ha presupuesto lo anterior -es decir,
el acceso común a lo que expresa el habla. De acuerdo con la perspectiva naturalista de
Searle, «para todo estado intencional con una dirección de ajuste, un ser que está en ese
estado ha de ser capaz de distinguir entre la satisfacción y la frustración del estado»186; pero
aquí aún no se ha dado el paso a la intersubjetividad, es decir, a una identidad virtual entre
los estados mentales de los distintos agentes y a un conocimiento igualmente idéntico de
lo que cuenta como satisfacción o frustración de éstos.
La dificultad vuelve a ser, por tanto, la de cómo recuperar la validez intersubjetiva del
significado. De un modo tácito Searle está reconociendo esta necesidad cuando, en la expo­
sición más reciente de las comentadas, introduce una distinción entre el significado del
hablante y el significado de la oración, sobre la base de las nociones correlativas de intencio­
nalidad de la emisión e intencionalidad de la oración^1. De lo que se trata es de mostrar que
el significado convencional es lógicamente dependiente respecto al significado del hablan­
te. Searle define entonces: «El significado literal (e.d. convencional) de la oración es, preci­
samente, la posibilidad permanente de realización de un determinado tipo de acto de habla
y, en este sentido, el significado del hablante es más básico que el significado de la oración»;
especificar el significado convencional de una oración sería simplemente especificar los
actos de habla que pueden realizarse cuando se la emite literalmente -pues la oración es «un
instrumento con el cual hablar»-188. Pero, con esta precisión, Searle ha tenido que apelar a
actos de habla virtuales, con lo que el problema «se reduce» al anterior: pues lo que está bajo
juicio es la posibilidad de dar cuenta del significado completo de un acto de habla, inclui­
do su significado ilocutivo, simplemente en términos de la intencionalidad del hablante. Lo
que se precisa es una reconstrucción de los contenidos intencionales que haga plausible el
supuesto de que éstos son idénticos para los distintos agentes, antes de que dispongan de
un lenguaje compartido en el que poder expresarlos y, más importante aún, poder recono­
cer los que expresan los demás.
En cierto modo, una reconstrucción más elaborada de la noción de intersubjetividad
se puede encontrar en el texto de una conferencia de Searle que lleva por título
«Intencionalidad colectiva»189. Aquí se trata de investigar un rasgo presente en los hechos
sociales, y en el comportamiento colectivo, que es previo a la existencia de «hechos institu­
cionales» -aquellos que, para poder tener lugar, requieren de la existencia de una institu­
ción humana, a su vez basada en sistemas de reglas constitutivas- y de cualquier sistema de
reglas constitutivas. Este rasgo es el de lo que Searle llama intencionalidad colectiva y esta­
ría presente en todas las formas de comportamiento colectivo cooperativo, que sería así un
comportamiento (acción) intencional colectivo. Como ejemplos de esto Searle cita cualquier
actividad que requiera la coordinación de más de un participante: una discusión argumen­

343
tativa, una negociación basada en estrategias, un combate de boxeo, un baile, una orques­
ta, etc. Su primera tesis afirma que el comportamiento social colectivo existe realmente, y
no como una suma de comportamientos individuales; su base se encontraría en un com­
ponente mental, en forma de intencionalidad. Este comportamiento colectivo se retrotrae
a una forma biológicamente primitiva del comportamiento animal y, en los humanos, no
requiere necesariamente ni del lenguaje ni de convenciones comportamentales. La segunda
tesis incorpora una noción de intencionalidad colectiva, que Searle denomina «intenciones
del nosotros», y afirma que éstas no pueden analizarse en términos de conjuntos de inten­
ciones individuales; ni siquiera como intenciones del yo suplementadas con creencias recí­
procas acerca de las intenciones de otros miembros del grupo190.
La tercera tesis introduce restricciones sobre estas nociones que las hacen compatibles con
el individualismo metodológico: se afirma que cualquier explicación que pueda darse de la
intencionalidad colectiva y, por tanto, del comportamiento colectivo, ha de ser consistente
con la premisa de que los individuos humanos son los depositarios de toda forma de inten­
cionalidad, tanto individual como colectiva. Pues Searle rechaza que pueda existir alguna
forma de mente colectiva o conciencia de grupo. Ante la pregunta por la estructura de esta
intencionalidad colectiva, es preciso recordar que toda acción intencional consta de dos com­
ponentes, uno mental y otro físico; el componente mental realiza la doble función de repre­
sentar y causar el físico, lo que llevaba a hablar de causación auto-referencial: pues el compo­
nente mental causa el físico al representarlo -al representar sus condiciones de satisfacción, es
decir, lo que debe ser el caso para que el componente mental se satisfaga. Al aplicar este aná­
lisis a las acciones colectivas, Searle le superpone otro que distingue un componente indivi­
dual y uno colectivo; el componente individual desempeña el papel de medio para un fin:
consiste en una contribución individual a un objetivo o fin colectivo. El componente inten­
cional individual sería de la forma: «logro del fin colectivo B mediante el tipo de acción inten­
cional singular A». Esta caracterización de la intencionalidad colectiva está presuponiendo ya
un elemento cualitativamente novedoso respecto a la intencionalidad individual; pues la
orientación a fines tiene que presuponer una capacidad adicional para intregrarse en formas de
acción colectiva y esta capacidad requiere, a su vez, de un sentido pre-intencional de comuni­
dad, de un tipo de conciencia o reconocimiento que constituye la precondición de la inten­
cionalidad colectiva y que Searle va a situar en el trasfondo pre-intencional de la acción. Así,
esta observación lleva a una cuarta tesis: la de que la intencionalidad colectiva presupone en
el trasfondo un sentido de comunidad, es decir, presupone un sentido de los otros que no los con­
sidera sólo en tanto que agentes conscientes, sino como copartícipes actuales o potenciales en una
actividad cooperativa.
La reconstrucción llevada a cabo por Husserl partía de la conciencia del otro como un
cuerpo físico y, por trasferencia analógica, llegaba a ver en él una corporalidad vivida, con
vivencias idénticas a las propias. La comunitarización de las conciencias se situaba en un
plano trascendental, al que el yo trascendental asciende cuando constituye al otro desde sí.
Frente a esta filosofía trascendental de la conciencia, el planteamiento naturalista de Searle
hace del sentido de comunidad un elemento originariamente dado, presente ya desde el ini­
cio en el ámbito de la intencionalidad individual, incluso preconsciente. Searle unifica las
dos etapas iniciales de la reconstrucción de Husserl al considerar, como condición necesa­
ria para todo comportamiento colectivo -incluido el entendimiento lingüístico—, el «senti­
do biológicamente primitivo del otro en tanto que candidato para una intencionalidad com­
partida». La quinta y última tesis de su ensayo afirma que la teoría de la intencionalidad,
junto con una concepción de la función del trasfondo que incorpore la condición necesa­
ria anterior, puede brindar acomodo a las intenciones colectivas -se sobreentiende que pre­

344
cisando esta noción según las tesis anteriores. Searle mantiene igualmente el esquema expli­
cativo estratégico-instrumental, al afirmar que la relación entre los componentes individual
y colectivo es formalmente la misma que la relación representativa de fines y medios en las
intenciones individuales.
Lo que importa destacar aquí es el hecho de que Searle reconduce la precomprensión
de los otros al trasfondo pre-intencional de lo que hay que tomar como dado y que, de cara
a la explicación, se introduce mediante una noción primitiva y no ulteriormente analizable.
En su caracterización está presente el reconocimiento tácito de algo que se vio confirmado
al estudiar a Grice y que subyace a los planteamientos mentalistas en general: la dificultad
de todo solipsismo metodológico para dar cuenta de un sentido de los otros que no los
objetualice ni los reduzca a una proyección del yo, transfiriéndoles las propias vivencias y
estados conscientes. Al rechazar la tesis de que es la propia subjetividad la que está consti­
tuida lingüísticamente, sobre las estructuras simbólicas de significado de un lenguaje com­
partido, el individualismo metodológico tiene que recuperar la dimensión intersubjetiva
del significado ensayando una construcción de la misma desde la perspectiva solipsista del
yo, a fin de hacer plausible la identidad de significados para los participantes en una inte­
racción cooperativa -en algo que presupone entendimiento y que a su vez, en los casos nor­
males, tendrá lugar sobre la base de un lenguaje compartido. Lo que cabe preguntarse ante
la reconstrucción de Searle es si ese sentido pre-intencional de comunidad, que procede del
trasfondo y la teoría acepta metodológicamente como elemento primitivo ya dado, puede
ser conceptual y genéticamente anterior a la experiencia de una interacción con el otro, en
la que los propios gestos o las formas más primitivas de acción adquieren el valor de sím­
bolos para ambos -pues dan lugar a la constitución de interpretaciones estables y expecta­
tivas recíprocas (Mead). Más bien parece que, si no se quiere hacer de la noción -«inten­
cionalidad del nosotros»— una estipulación «ad hoc» oscuramente metafísica, no puede
separarse de lo que Searle querría, precisamente, evitar: la experiencia del entendimiento
con el otro sobre la base de un sistema simbólico -de un lenguaje- que es constitutivo de
la propia subjetividad. Esto supondría aceptar, sin embargo, que la propia capacidad repre-
sentacional y de acción está conformada lingüísticamente y que la interpretación de las pro­
pias acciones intencionales es conceptualmente dependiente de la interpretación que los
otros puedan hacer de ellas. Sin embargo, para ello habría que renunciar al marco natura­
lista e individualista y a la explicación teleológica de la acción que conforman las premisas
de la teoría de Searle.
Pero para resolver las dificultades que se han presentado haría falta, fundamentalmen ­
te, renunciar a la concepción instrumentalista del lenguaje y a una concepción del signifi­
cado que concede preeminencia a la función representativa, pues sólo entonces podría con­
siderarse el lenguaje como el medio en el que se constituyen las estructuras de sentido sobre
la base de procesos de entendimiento y de interacción. En cierto modo, Searle ha recono­
cido la importancia de esta otra función del lenguaje cuando, al estudiar la explicación en
ciencias sociales, reconoce como un elemento fundamental a tener en cuenta lo que llama
la «primacía de los actos [sociales] sobre los objetos [sociales]». Su tesis es que lo que llama
«objetos sociales» -y que incluyen, en un sentido amplio, productos culturales, institucio­
nes, etc.- son siempre resultado de acciones colectivas, que requieren de un rasgo auto-refe­
rencial y de la intervención de la intencionalidad del nosotros para su realización; por ello
puede incluso afirmar que todo producto social no es sino «la posibilidad continua de esa
acción»191. Searle no cuenta, entre estos objetos sociales, al propio lenguaje; si lo hiciera así,
tendría que considerar, a los procesos de comunicación y entendimiento, constitutivos del
significado de las expresiones y no podría subordinar éste a una capacidad prelingüística

345
fundamentalmente representacional. Pero entonces sí podría dar cuenta de un presupuesto
implícito que su planteamiento metodológico arrastra desde el comienzo: el presupuesto
naturalista de que los contenidos intencionales son virtualmente idénticos para los distin­
tos hablantes, es decir, que la representación que los distintos hablantes se forman en rela­
ción con los mismos objetos o estados de cosas es idéntica —pues sólo así los significados
intencionales de los hablantes pueden generar idénticos significados oracionales. Esto se
ponía ya de manifiesto cuando, al estudiar la intencionalidad de la percepción, observaba
que, para que la experiencia perceptiva pueda declararse válida (verídica), una condición es
que la representación o contenido intencional se ajuste al estado de cosas con el que se
supone en correspondencia. Pero Searle no llegaba a diferenciar aquí lo que es un presu­
puesto normativo necesario para la validez de esa experiencia como conocimiento, validez
que se expresa en forma de un juicio lingüístico, y lo que es una correspondencia fáctica: su
posición naturalista le obligaba a afirmar que el propio agente es capaz de reconocer cuán­
do se da tal correspondencia, es decir, cuándo las condiciones de validez (de satisfacción) se
ven cumplidas y cuándo frustradas, obviando que este reconocimiento tiene lugar siempre
en forma de un juicio que sólo se objetiva en el lenguaje.
La dificultad presente en la teoría del significado de Searle es por tanto doble y reitera la
que ya se ha puesto de manifiesto en los planteamientos intencionalistas anteriores. El con­
ceder preeminencia a una capacidad individual de representación, previa a todo entendi­
miento lingüístico, le impide poder dar cuenta de la base de validez del habla; pues cada
hablante ha de ser capaz de reconocer, monológicamente, cuándo las condiciones de satis­
facción de sus expresiones se cumplirían, y este reconocimiento ha de tener, además, un
carácter concertado, esto es: los distintos individuos han de coincidir en asignar idénticas
condiciones de satisfacción a las mismas expresiones. Por otra parte, la explicación estratégi-
co-instrumental de la acción le obliga a suponer una intencionalidad-del-nosotros presente
en cada individuo, de tal modo que esa capacidad primitiva haría posibles acciones colecti­
vas orientadas a un fin común. Sólo así es posible partir de una escisión estricta entre el sig­
nificado del hablante y la aprehensión de ese significado por parte del oyente, sin renunciar
a la posibilidad de una acción lingüística coordinada como la que tiene lugar en los proce­
sos de entendimiento y formación de consenso192. Con ello, se pone de manifiesto la necesi­
dad de introducir como elemento primitivo de la teoría lo que una perspectiva solipsista y
mentalista no puede llegar a reconstruir: la validez intersubjetiva del significado.

3.4. El lenguaje desde la perspectiva de la ciencia cognitiva y la psicología. Crítica al


conductismo y al formalismo.

En el contexto de las modernas ciencias cognitivas se ha prestado una particular aten­


ción al estudio del lenguaje, dando lugar a lo que se conoce como psicología del lenguaje. El
objeto de investigación son los procesos que tienen lugar en la mente de los sujetos cogni-
tivos y, en particular, de los usuarios del lenguaje. Las distintas teorías propuestas incluyen
tesis de carácter filosófico, relativas a un ámbito multidisciplinar en el que se encuentran la
filosofía de la mente y la psicología, la lingüística y la filosofía del lenguaje. Pues los proce­
sos cognitivos no son considerados meros fenómenos naturales o psicológicos: conciernen
al estatuto epistémico o normativo que cabe asignar a los estados o fenómenos naturales o
psicológicos (como la creencia o la conducta). Asimismo, desde la psicología cognitiva se
ha prestado particular atención a la relación entre psicología y filosofía del lenguaje, en un
intento de responder a un doble desafío: (a) cuál es la contribución (y la confirmación) que

346
la psicología puede aportar a una filosofía del lenguaje adecuada, y (b) en qué sentido los
fenómenos lingüísticos afectan a la pretensión de cientificidad de la psicología —admitien­
do que el lenguaje sea un tema pertinente para la descripción y la explicación científica-.
Se ha señalado, en particular, que en el ámbito humano los paradigmas de la cognición son
también paradigmas de la aptitud lingüística y, por tanto, del auto-conocimiento y la auto-
referencia, y finalmente del comportamiento racional, la personalidad, el libre albedrío, etc.
Por ello, J. Margolis afirma: «El estudio del lenguaje no puede separarse del estudio de la
cognición: la aptitud lingüística es el vehículo para, y la manifestación de, la forma más
avanzada de la capacidad cognitiva, el auténtico paradigma de aquello a lo que nos referi­
mos cuando hablamos de cognición, y fuente del mejor modelo de que disponemos para la
representación de los logros cognitivos reales»193. Desde la ciencia cognitiva, por otra parte,
la atención al lenguaje es también central y se articula en torno a preguntas como si el estu­
dio psicológico de la «máquina interna del lenguaje» puede contribuir a la comprensión del
lenguaje, o si es esa máquina interna la que produce la intencionalidad194.

i. Ciencia cognitiva y filosofía del lenguaje. La posición funcionalista

Siguiendo aquí la exposición de J. Sleutels, la dificultad a que intenta responder la


moderna ciencia cognitiva se plantea en el ámbito de la lingüística teórica. Sus teorías pro­
porcionan formalismos para describir las lenguas naturales particulares y el lenguaje natu­
ral en general; pero cabe discutir si el conocimiento lingüístico «almacenado» en las men­
tes de los hablantes se corresponde con las reglas gramaticales que proponen los lingüistas.
Un conjunto de reglas gramaticales, ajustado a criterios de precisión y elegancia, puede no
tener correspondencia alguna con los mecanismos mentales, que estarían sujetos a restric­
ciones de procesamiento muy distintas. Esto fuerza a plantear, en el propio ámbito de la
lingüística, la necesidad de una teoría psicológica del procesamiento del lenguaje natural
-junto al de otras facultades cognitivas- que proporcione un conjunto de reglas de proce­
samiento, para las que se pretendería «realidad psicológica». La distinción de Chomsky
entre competencia y realización ha permitido un acercamiento a esta confrontación entre
psicología del lenguaje y lingüística, al establecer que una teoría lingüística especifica lo que
constituye el resultado de las operaciones mentales del procesador del lenguaje, mientras
que a la psicolingüística —o estudio psicológico del uso del lenguaje (realización)— le corres­
pondería la tarea de determinar cuál de esas teorías se usa realmente en la realización lin­
güística, es decir: «cuál de esas gramáticas es la que realmente emplea la mente humana»195.
Frente a este planteamiento, lingüistas como J. Katz196 han defendido la autonomía de la
lingüística frente a la psicología; para ello parte de una concepción de las lenguas como
objetos abstractos, independientes de quienes las usan. Esta confrontación entre «platonis-
tas» y «realistas psicológicos» subyace a las propuestas más recientes en el ámbito de la cien­
cia cognitiva y la filosofía de la mente en lo concerniente al lenguaje.
La posición de filosofía de la mente mayoritariamente adoptada por los científicos cog­
nitivos es el funcionalismo. Esta posición postula la existencia de una especie de «máquina
del lenguaje» en el interior de la mente humana y define los procesos mentales como ope­
raciones algorítmicas realizadas sobre símbolos internos; éstos tendrían un contenido repre-
sentacional, tratarían «de algo». El funcionalismo ha surgido en un intento por evitar las
consecuencias de otras dos teorías de lo mental, el conductismo y el materialismo reducti-
vo, que hacían de términos como «creencia», «deseo», «dolor», «memoria» y «significado»
meras abreviaturas para descripciones conductuales o neurofisiológicas respectivamente. El

347
conductismo definía los estados mentales en términos de respuestas públicamente observa­
bles a estímulos públicamente observables; la conducta lingüística, en particular, se expli­
caba en términos de disposiciones a emitir determinadas respuestas, dados determinados
estímulos y condiciones antecedentes. En su aplicación a la teoría gramatical (B. E
Skinner197), se asumía implícitamente que una máquina de estados finitos podría generar y
analizar las oraciones del lenguaje natural. La crítica de Chomsky puso de manifiesto lo que
después se ha podido demostrar198: que la pretensión de la gramática conductista era irrea­
lizable, pues en una máquina de estados finitos no existe un procedimiento efectivo para
generar formas suficientemente complejas de conducta lingüística. La otra teoría, el mate­
rialismo de estados centrales (o materialismo reductivo, o teoría de la identidad), afirmaba
que los estados mentales son estados físicos cerebrales; cada tipo de estado o proceso men­
tal sería idéntico a algún tipo de estado o proceso físico en el interior del sistema nervioso
central. A esta fuerte restricción neurofisiológica, que implicaba que dos agentes sólo po­
dían estar en el mismo estado mental si sus patrones de actividad cerebral eran idénticos,
se le opuso la comprobación de que al cerebro humano le es posible utilizar estructuras neu-
ronales alternativas para realizar las mismas funciones mentales.
Estas dificultades llevaron al planteamiento del funcionalismo: los estados mentales no
deberían identificarse ni con los estados conductuales de una persona ni con sus estados
físicos cerebrales, sino con los estados funcionales del cerebro. Los estados y procesos menta­
les se definen entonces por la función que realizan al mediar entre los estímulos, las res­
puestas y otros estados y procesos mentales. La tesis central de esta posición afirma que lo
que importa en los estados mentales es su organización funcional, es decir, su papel causal
al mediar entre un cierto material de entrada (información del mundo exterior, más ciertos
estados o procesos mentales dados) y un resultado de salida (conducta y nuevos estados
mentales). Aunque el funcionalismo rechaza, por tanto, las formas tradicionales de reduc­
ción del conductismo y del materialismo -según las cuales cada tipo de acontecimiento
mental tenía que poder identificarse con un tipo de acontecimiento conductual o físico res­
pectivamente-, esta filosofía de la mente contemporánea sí asume una tesis fisicalista
«débil»: cada muestra o instancia particular (token) de un tipo mental ha de ser idéntica a
una muestra o instancia particular de un estado físico. El estudio abstracto de estas corre­
laciones y sus leyes definiría el ámbito de la ciencia cognitiva.
Esto supone que la teorización acerca de los fenómenos mentales no tiene que restrin­
girse a describir acontecimientos observables públicamente, ni estructuras cerebrales cons-
tatables por la neurología; sí se mantienen dos restricciones metodológicas: la teoría psico­
lógica resultante ha de ser pertinente para la explicación de la conducta observable y no
debe introducir entidades que sean neurológicamente imposibles. Pero dentro de estos
límites «la psicología contemporánea tiene libertad para postular cualesquiera entidades
que crea adecuadas para explicar nuestras capacidades cognitivas»199. Esta línea de trabajo es
la que da lugar, dentro de la moderna ciencia cognitiva, a la posición conocida como com-
putacionalismo; su objetivo es describir el funcionamiento de la máquina del lenguaje, en
términos de operaciones computacionales elementales sobre símbolos que se definen for­
malmente. Dentro de este marco teórico, desde la inteligencia artificial se experimenta con
la posibilidad de desarrollar un programa de ordenador que simule el modo de operar del
instrumento de lenguaje humano. La neurolingüistica, a su vez, explora el modo en que el
«lenguaje de máquina» del pensamiento está conectado con la maquinaria del cerebro
humano. La moderna ciencia cognitiva descansa sobre un fundamento computacionalista
en un sentido amplio y asume formas del funcionalismo. Sin este fundamento, como afir­
ma Sleutels, «la ontología funcionalista de la mente incorporada por la ciencia cognitiva

348
perdería mucho de su atractivo explicativo»; pero en principio este modelo tiene un valor
heurístico, al proponer explicaciones y programas de investigación que sólo alcanzarán vali­
dez si se ven después confirmados por la investigación empírica200. La referencia a una
«ontología funcionalista de la mente» indica de un modo gráfico lo que ya se había señala­
do: la libertad para postular cualesquiera entidades, instrumentos o mecanismos mentales,
siempre y cuando preserven las propiedades funcionales que se requieren para, por ejem­
plo, dar cuenta de la competencia lingüística de los hablantes.
Entre los «padres intelectuales» del funcionalismo se encuentra H. Putnam, quien en
su primera etapa201 afirmó la neutralidad filosófica del funcionalismo -compatible con for­
mas de dualismo, idealismo o fisicalismo—; esto era una consecuencia de la tesis del rasgo
de realización múltiple ya vista, y de acuerdo con la cual los estados y procesos mentales
dependen únicamente de su organización funcional y no de la «materia» que los soporta.
De acuerdo con su propia caracterización posterior, la filosofía del lenguaje propuesta por
Putnam en esta primera etapa y, en particular, su teoría de la referencia directa -de la que
ya se ha hablado-, tenían como base la tesis de que entender una lengua tiene que consis­
tir en dominar su uso; pero la noción de uso que utilizaba aquí era «científico-cognitiva»,
esto es, el uso se describía en gran medida en términos de programas computacionales cere­
brales. Ya entonces este pensador reconocía que la explicación del significado, además de
hablar de la organización funcional del cerebro del usuario del lenguaje, tenía que especifi­
car la clase de entorno en el que este usuario se encuentra inmerso; para la teoría del signi­
ficado se precisaba, junto al programa computacional del cerebro, una descripción de las
causas externas ligadas a las expresiones del usuario del lenguaje. Pero la noción de uso del
lenguaje, en el sentido cientificista y cognitivista del funcionalismo, podía describirse en
gran medida en términos de disposiciones a responder a «representaciones mentales»202.
En continuidad crítica con las teorías funcionalistas se encuentra la psicosemántica de J.
A. Fodor203. Aunque su trabajo se ha centrado en la filosofía de la psicología y de la mente en
un sentido amplio, ha defendido una teoría computacional de la causación intencional de
gran importancia para las ciencias cognitivas y con continuidad en las áreas de la psicolin-
güística y el procesamiento del lenguaje natural. Según Fodor, cualquier explicación de la psi­
cología -y, a fortiori, de la psicolingüística- ha de ajustarse a tres tesis: el fisicalismo, el realis­
mo intencional y la teoría representacional/computacional de la mente. El fisicalismo, según
esta consideración, defiende que todos los fenómenos genuinos (propiedades, acontecimien­
tos, estados, procesos, leyes, realciones causales) «sobrevienen» a partir de fenómenos físicos;
Fodor se ha trazado el objetivo de proporcionar explicaciones fisicalistas aceptables de «pro­
piedades» como la racionalidad, la intencionalidad y los procesos de pensamiento asociados.
El realismo intencional acepta la existencia real de estados de actitud proposicional, con pro­
piedades intencionales genuinas, que intervienen causalmente en la conducta. La teoría de
Fodor ha adoptado una forma de realismo intencional científico, según la cual una psicolo­
gía científica adecuada ha de contener leyes que cuantifiquen sobre fenómenos intencionales
en términos intencionales. Finalmente, a la dificultad tradicional de hacer compatible el fisi­
calismo y el realismo intencional pretende dar respuesta la teoría representacional/computacio-
nal del pensamiento, que a su vez subsume varias subteorías.
La teoría representacional del pensamiento se formula ante la necesidad, presente en el
realismo intencional científico, de postular estados físicos que sean semánticamente eva-
luables, lógicamente estructurados, y causalmente eficientes, a fin de explicar la conducta
humana. Fodor ha considerado que estos requisitos sólo se satisfacen postulando un len­
guaje del pensamiento, el «mentalés», un lenguaje formal relativamente exento de ambigüe­
dad y cuyos enunciados semánticamente evaluables constituyen las representaciones

349
semánticas que son el objeto de los estados intencionales. De acuerdo con esta teoría repre-
sentacional del pensamiento, creer que algo es el caso, o desear que sea el caso, supone esta­
blecer una relación, la de creer o desear, con un enunciado del «mentales» que significa que
algo es el caso. Las propiedades semánticas de las creencias, los deseos y otros estados inten­
cionales se corresponderían con las propiedades semánticas de los enunciados del lenguaje
del pensamiento que son sus objetos. Asimismo, la productividad y la sistematicidad del
pensamiento pueden explicarse a partir de las mismas propiedades del «mentalés» -p.e. la
posibilidad de generar una infinitud de expresiones en ese lenguaje del pensamiento, y la
capacidad de transformar esas expresiones según procedimientos lógicos estándar-204.
Cabe pensar en las reglas del «mentalés» como resultado de una organización causal del
cerebro, en analogía con el modo en que un ordenador obedece reglas en virtud de la orga­
nización causal de su hardware. De acuerdo con una segunda subteoría, la teoría computa-
cional del pensamiento, los procesos mentales intencionales son operaciones computaciona-
les definidas sobre representaciones que están físicamente realizadas. Las relaciones que son
las actitudes preposicionales (creencias, deseos, etc.) en la teoría representacional pasan a
ser las relaciones computacionales de esta nueva subteoría, que complementa así la prime­
ra dando lugar a la teoría representacional!computacional del pensamiento. Aunque ésta no se
presenta como una teoría del significado, Fodor ha considerado que tiene implicaciones
importantes para la teoría semántica del «mentalés». Debido a la teoría computacional, ha
de asumirse la «condición formalista» según la cual los estados mentales deben su eficien­
cia al carácter formal de sus muestras o instancias (tokens). Debido a la teoría representa­
cional, a partir de esas propiedades formales «sobrevienen» las propiedades intencionales de
las representaciones mentales, que desempeñan una función causal esencial para la explica­
ción de la conducta -también la conducta lingüística.
Con respecto a la conexión entre el lenguaje del pensamiento y el lenguaje natural,
Fodor ha afirmado que el «mentalés» no puede identificarse con lengua natural pública
alguna, que los hablantes utilicen para comunicarse entre sí; pero sí confía en que los sig­
nificados de los enunciados de cualquier lenguaje o lengua públicos —como los de cualquier
representación pública- puedan explicarse en términos de sus expresiones en oraciones de
actitud proposicional, lo que exigiría el recurso a los enunciados del «mentalés»205. Sin
embargo, al mismo tiempo ha afirmado que las propiedades de las que habla el lenguaje
corriente, o propiedades de «contenido amplio» (broad contení), no «sobrevienen» a las pro­
piedades formales de las computaciones del pensamiento. La psicología intencional y la psi-
colingüística requieren entonces alguna noción de «contenido estricto» (narrow contení)
que sí «sobrevenga» a las propiedades formales y/o computacionales. El reto para la teoría
de Fodor es «naturalizar la semántica» del lenguaje del pensamiento, es decir: proporcionar
condiciones fisicalistas que sean condiciones suficientes para generar la semántica del «men­
talés» y, con ello, mostrar el modo en que la intencionalidad resulta de procesos naturales
más fundamentales.
Para ello propone una tercera subteoría: la teoría de la dependencia asimétrica, que se
enmarcaría dentro de las teorías causales covariacionales del significado y asumiría por
tanto la tesis de que el significado intencional puede tratarse como una especie de «infor­
mación», o de «significado natural», junto a la idea de que los estados intencionales que
envuelven muestras o instancias de expresiones, además de tener una causa «histórica» de
hecho -p.e. la fijación de un nombre propio en sentido lógico como designador rígido
(Kripke) con una determinada refererencia-, pueden responder a determinadas propieda­
des disposicionales -para las que Fodor utiliza el adjetivo «contrafácticas»- que co-variarían
con determinadas propiedades o acontecimientos en el mundo. Para poder discriminar las

350
causas que son verdaderamente constitutivas del significado de otras causas colaterales que
puedan haber incidido contingentemente, algunos autores -como Putnam- han apelado a
la noción de condiciones epistémicas ideales, o condiciones óptimas de conocimento; ello
permite asumir que, bajo esas condiciones epistémicas ideales, las muestras o instancias de
aplicación de un predicado co-varían con la propiedad que este predicado expresa -aunque
sea posible que otras muestras o instancias de aplicación resulten causadas por objetos a los
que erróneamente se atribuye la propiedad-. Fodor ha evitado esta apelación explícita a la
noción, pero ha formulado la tesis de la dependencia causal asimétrica observando, en pri­
mer lugar, que estos últimos casos de error y causación colateral dependen lógicamente de los
casos ideales, y no a la inversa: la estructura de esta dependencia causal asimétrica, abstraí­
da de cualesquiera condiciones específicas o cadenas causales, basta para proporcionar una
condición fisicalista suficiente para la expresión predicativa. En segundo lugar, con el fin de
aprehender esta estructura causal asimétrica, Fodor define un nuevo predicado: se dice que
un símbolo «S» cierra (is locked) sobre la propiedad F si y sólo si: (i) existe una ley de acuer­
do con la cual las muestras o instancias de F causan las muestras o instancias de aplicación
de «S»; (ii) las muestras o instancias de aplicación de «S» están causadas, en ocasiones, por
muestras o instancias de alguna propiedad G que no es F, pero (iii) cuando una propiedad
G, que no es F, causa una muestra o instancia de aplicación de «S», el que esto ocurra depen­
de asimétricamente de la ley enunciada en (i) -es decir, podría ocurrir que esta última cau­
sación no tuviera lugar y la ley continuara vigente, pero no lo inverso. La tesis de Fodor se
formula diciendo que, si «S» cierra sobre F, entonces «S» expresa F206.
Podría considerarse críticamente que la teoría de Fodor recupera, en el ámbito de las
nuevas ciencias cognitivas, un planteamiento que forma parte de una tradición antigua en
filosofía: la búsqueda del lenguaje del pensamiento y el intento de garantizar la correspon­
dencia entre sus conceptos y relaciones y los elementos y relaciones de la realidad. Por ello
reaparece también, ahora en el nivel enunciativo, el problema de Leibniz; pero la imposi­
bilidad de apelar ya a un «principio de armonía preestablecida» hace que la validez de la
teoría y su plausibilidad dependan por completo de lograr la «naturalización de la semán­
tica» de ese lenguaje que Fodor pretende. La asunción de una epistemología realista como
última justificación impide considerar la posibilidad de que el pensamiento esté conforma­
do lingüísticamente, según las categorías semánticas del lenguaje públicamente accesible y
explícito. En el planteamiento de Fodor reaparecen el solipsismo metodológico de las teo­
rías mentalistas y una concepción instrumentalista del lenguaje, según la cual éste «refleja»
o hace explícito un pensamiento más original; pero, al mismo tiempo, este lenguaje del
pensamiento se identifica con los sistemas semánticos que han resultado de construcciones
formales explícitas y públicamente accesibles. La teoría tampoco puede considerar, por
todo lo anterior, la posibilidad de que los propios procesos de comunicación lingüística
sean constitutivos para el pensamiento: es decir, que éste sea comunicación internalizada.
Fodor parece haber restringido su investigación al ámbito de la función semántico-cognos-
citiva del lenguaje -al ámbito de la razón teórica-. Pero parece más difícil «naturalizar» las
representaciones semánticas que habrían de corresponder a los contenidos de significado
que entran en juego en el ámbito de la razón práctica. E incluso el ámbito de la racionali­
dad epistémica puede considerarse dependiente de elaboraciones discursivas que presupo­
nen un lenguaje público y compartido -si se acepta, con Peirce, que el conocimiento es dis­
cursivo a todos los niveles-. Al apelar, tácitamente, a una estructura semántica de conceptos
mentales que opera causalmente en la constitución del significado —por vía de disposicio­
nes «contrafácticas» que incidirían con una eficacia «ciega» en la actuación y la práctica lin­
güística de los hablantes-, Fodor está «naturalizando» en su génesis lo que, desde una pers­

351
pectiva pragmático-formal, sólo puede hacerse accesible y reconocerse como válido en una
reflexión sobre los propios presupuestos y las condiciones de posibilidad y de validez del
uso público del lenguaje en la comunicación.

ii. Criticas al funcionalismo

Fundamentalmente son dos las líneas de crítica al marco fiincionalista. La posición


conocida como materialismo eliminativo -representada por P. M. Churchland207- rechaza
también la tesis de la identidad tipo-a-tipo, pero por una razón muy distinta: considera
imposible encontrar una correspondencia uno-a-uno entre los conceptos de la psicología y
los de las neurociencias, porque los conceptos psicológicos no corresponderían a nada real;
no cabe esperar que la explicación de las neurociencias acerca de nuestra «vida interior»
pueda proporcionar categorías que se ajusten a las categorías psicológicas o mentalistas, por
lo que se niega la existencia de la «mente». La observación crítica que se formula desde esta
posición contra la psicolingüística parece particularmente pertinente en relación con la teo­
ría de Fodor. Pues se señala la tendencia a imponer sobre la mente una representación explí­
cita del conocimiento gramatical que procede, inequívocamente, del modo en que habla­
mos conscientemente de la gramática, en términos de un conjunto de reglas explícitas para
la manipulación de símbolos explícitos; pero la gramática de una lengua puede no estar
representada explícitamente en las mentes de sus usuarios o, al menos, no hay de ello más
evidencia que la relativa facilidad con que nuestras realizaciones abiertas pueden describir­
se en los términos de esas reglas gramaticales explícitas.
Una corriente actual en armonía con el materialismo elimitivista es el conexionismo -o
procesamiento distribuido en paralelo—. En su aplicación al procesamiento del lenguaje, se
mantiene la tesis de que el aparato lingüístico humano no puede verse como una aplicación
centralmente coordinada de reglas lingüísticas explícitas a símbolos explícitos, como en el
modelo de la máquina: las reglas lingüísticas se consideran, más bien, efectos globales de la
actividad colectiva de una red de unidades diseminadas, pero ni las reglas según las cuales
operan estas unidades tienen parecido alguno con las reglas lingüísticas abiertas ni los
símbolos procesados se asemejan a los símbolos abiertos de la lingüística tradicional -mor­
fológicos, léxicos, sintácticos, etc.-. Si la tesis conexionista es correcta, entonces la mente
sólo se comporta «como si» estuviera gobernada por reglas, etc., pero se trataría de des­
cripciones apenas aproximadas a la verdadera dinámica del cerebro.
Este tipo de planteamiento permite ya una conclusión: la de que la investigación neu-
rológica de ningún modo entra en conflicto con las teorías que, desde la lingüística o inclu­
so desde la filosofía del lenguaje, se proponen como modelos reconstructivos de lo que es
explícitamente accesible en el uso del lenguaje. En línea con esta constatación se sitúa la
conclusión que parece aceptarse entre los propios científicos cognitivos y que lleva a reco­
nocer en el lenguaje una facultad con rasgos específicos que exige investigación y estudio
independientes de los de otras facultades cognitivas208.
La otra línea crítica con el funcionalismo, sin embargo, adopta una perspectiva exacta­
mente contraria a la anterior. Pues procede de los planteamientos intencionalistas que
defienden que la intencionalidad de la mente, y su capacidad representacional, son fenó­
menos irreductibles a operaciones o manipulaciones algorítmicas de símbolos con un con­
tenido representacional. Esta posición es la de Searle, quien se ha valido de un conocido
«experimento mental»209 para mostrar que los fenómenos cognitivos intencionales y, en par­
ticular, el dominio de una lengua, no pueden explicarse por completo mediante especifica-

352
ciones funcionalistas en términos de operaciones puramente sintácticas, es decir, en térmi­
nos de procedimientos para la manipulación de símbolos formales. Pues un sistema puede
manipular símbolos según reglas sin tener conciencia alguna del significado de esos símbo­
los. Su idea es que las manipulaciones meramente formales de símbolos carecen de signifi­
cado, por lo que ni siquiera son manipulaciones de símbolos. Contra esta posición de Searle
se ha argumentado que mistifica lo mental, o que su propia afirmación, la de que los esta­
dos mentales son en última instancia fenómenos biológicos, reduce su postulado de la exis­
tencia de la intencionalidad a un tipo de explicación funcionalista: la intencionalidad se
produciría en el interior del cerebro de un modo secreto y tal vez accesible en el futuro a la
neurofisiología210.
También se debe a Searle una discusión crítica de la teoría del significado funcionalis­
ta propuesta por Putnam. En un conocido experimento mental —que no se va a ver en deta­
lle-, Putnam suponía dos tierras gemelas en las que los hablantes designaban con el mismo
término, «agua», dos elementos idénticos en sus propiedades externas pero distintos en las
internas. Putnam intentaba defender con ello la posibilidad de que el significado de un tér­
mino sea idéntico en su intensión respecto a distintas comunidades de hablantes -pues los
hablantes de uno y otro planeta se encontraban en idéntico estado mental cuando pro­
nunciaban la palabra «agua»- pero difiera en su extensión -pues la estructura atómica de
los elementos de cada planeta sería distinta-. Su conclusión era una tesis que ya se ha
comentado: en contra de la concepción intencionalista, los significados no estarían «en la
cabeza»; conocer el significado de un término no sería equivalente a encontrarse en un esta­
do psicológico determinado, y tampoco podría afirmarse que es el significado de un térmi­
no (en el sentido de su intensión) el que determina su referencia (en el sentido de su exten­
sión), si «significado» hay que entenderlo de acuerdo con la concepción intencionalista2".
Puede decirse que el funcionalismo de Putnam es un funcionalismo matizado, que incor­
pora dos dimensiones ausentes en individualismo metodológico de las teorías intenciona-
listas: una dimensión social en la génesis y el conocimiento del significado, y una dimen­
sión semántica objetiva en la fijación de la referencia.
El contraargumento de Searle intenta ser una defensa de la noción intencionalista de
significado y de la tesis tradicional de que el significado (intencional) determina la referen­
cia. Observa que el contraejemplo propuesto permite una conclusión contraria si se inter­
preta del siguiente modo: el estado mental en que se encuentran los habitantes de ambos
planetas respecto a lo designado por el término «agua» se caracterizaría por poseer un con­
tenido intencional distinto, precisamente el de «idéntico en estructura a este material (indé-
xicamente identificado)»212. Sería este contenido intencional el que determinaría la exten­
sión, incluso aunque los hablantes desconociesen cuál es la estructura de referencia; aquí,
la identificación indéxica haría que cada contenido intencional fuera causalmente auto-
referente en el sentido visto y por tanto los habitantes de distintos planetas estarían en un
estado mental cuyos contenidos intencionales, aun a pesar de la identidad de experiencias
perceptivas, no son de tipo idéntico.
Parece claro que la defensa de Searle depende de la adopción del tipo de perspectiva
que Putnam ha llamado «del ojo de dios»; pues a ningún miembro de esas comunidades
lingüísticas le es accesible, bajo hipótesis, el conocimiento de aquello que describe el con­
cepto fundamental del contenido intencional: ser «idéntico en estructura» al compuesto
indéxicamente identificado. La explicación de Searle tiene la consecuencia de que los
hablantes «utilicen mal» su término, pues no en todos los contextos serían capaces de apli­
carlo al objeto o estado de cosas del mundo real que es, efectivamente, correlativo al tér­
mino lingüístico. Esta posibilidad de error sugiere más bien, en contra de Searle, que el con­

353
cepto mental «tener idéntica estructura a» no es un contenido intencional «originario», y ni
siquiera es un contenido o concepto propiamente, puesto que los sujetos en cuya mente se
encuentra no tienen el conocimiento que pretendidamente le da contenido. El contraargu­
mento se vuelve en contra de la teoría intencionalista, cuando se observa que el concepto-
contenido intencional está subordinado a la descripción lingüística que lo expresa: es la
posibilidad de esa descripción, y no un contenido intencional, la que constituye el con­
cepto. Esto se ve confirmado indirectamente con la propia estrategia de Searle, que ha con­
sistido en proponer una descripción alternativa para el contenido mental; pues este conte­
nido, como cualquier concepto, sólo es accesible y pasa a constituir conocimento o a
poderse discutir en el medio de su formulación lingüística.
Otra solución, que cabe ver en continuidad crítica con la de Putnam, es la que se
sigue de la propuesta de Fodor -y que, evidentemente, ya no puede recibir la imputa­
ción de «sintactismo» formulada por Searle-. Frente a la explicación externalista de
Putnam, ha introducido -por vía de la tesis de la dependencia causal asimétrica- la
idea de que sí hay contenidos semánticos «en la cabeza»; éstos no se identificarían,
empero, con los significados de las expresiones de algún lenguaje público o «conteni­
dos amplios», es decir, no con las propiedades denotadas por los predicados lingüísti­
cos. El «contenido estricto» de cualquier expresión del «mentalés» es una función -en
el sentido de la teoría de conjuntos— que aplica un contexto en un contenido amplio213.
Fodor observa -y es fácil reconocer aquí la tesis de Quine y su metáfora de los setos
podados con la misma forma externa— que pueden existir distintos mecanismos inter­
nos para cada «contenido estricto» -para cada concepto- que los seres humanos son
capaces de aprehender; todos los mecanismos para un concepto dado compartirían la
propiedad de hacer que el hablante «cierre» un símbolo particular sobre una determi­
nada propiedad en un contexto dado. Según Fodor, cualquier «contenido estricto» o
concepto puede caracterizarse en términos únicamente de fenómenos «externos a la
cabeza», si bien «se trata de un rasgo que ‘sobreviene’ por entero a partir de rasgos
internos de ella»214.
Así, cabe observar que, mientras la teoría de Putnam evitaba el mentalismo y el fisi­
calismo a partir de principios pragmáticos como el del reparto del trabajo lingüístico,
así como al reconocer la importancia, para la cadena causal de constitución del signifi­
cado, del uso del lenguaje público y de la elaboración discursiva del conocimiento,
Fodor intenta garantizar la necesidad y la universalidad del pensamiento postulándola
en la génesis fáctica de los conceptos; el lenguaje público sólo alcanzaría a dar expresión
de modos distintos a algo que está originariamente dado, los contenidos de las repre­
sentaciones intencionales, que serían las mismas para todos. De este modo, reaparece en
el ámbito de las modernas ciencias cognitivas lo que estaba ya en la concepción aristo­
télica del lenguaje: si Aristóteles tenía que postular que las ideas en la mente, signos de
las cosas, son «las mismas para todos», de modo análogo Fodor tiene que postular una
identidad funcional de «contenidos estrictos» —las expresiones enunciativas del «menta­
lés», en tanto que disposiciones realizadas «contrafácticamente» en los distintos hablan­
tes; pero de esta identidad sólo se tiene constancia por la identidad de los significados
convencionales, o «contenidos amplios», que los hablantes suponen para las expresiones
del lenguaje común y compartido. En el caso de la teoría de Fodor, el reconocimiento
de una diversidad de «mecanismos internos» tiene que ir unido, necesariamente, al uso
idéntico de los símbolos del lenguaje público: sólo este uso compartido garantiza la
identidad de significados que supuestamente sería más originaria y estaría a la base del
lenguaje público, común y compartido.

354
En la autocrítica posterior a su primera etapa funcionalista, Putnam adoptó una teoría
pragmatista del significado -el realismo interno- que partía de otra noción de uso del len­
guaje: la que se encuentra en las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. Es precisamente
esta teoría «wittgensteiniana» del significado la que está presente en algunas propuestas pro­
gramáticas formuladas desde la psicología cognitiva.

iii. Psicología cognitiva y filosofía del lenguaje

Se ha comenzado señalando ya que el paradigma de la cognición es al mismo tiempo


el paradigma de la aptitud lingüística; e igualmente que el estudio del lenguaje no puede
separarse del estudio de otras formas de cognición215. La inseparabilidad entre lo cognitivo
y lo lingüístico está presente ya en la comprensión preteórica y prefilosófica de los hablan­
tes y reaparece en los ámbitos teóricos en los que se trata de todo lo distintivamente huma­
no. Esto ha llevado a que se reconozca como una simbiosis característica la que tiene lugar
entre la psicología y la filosofía. J. Margolis ha defendido que ha sido Wittgenstein, en las
Investigaciones, quien ha procurado «una primera imagen, notablemente accesible, razona­
blemente coherente, ramificada, especialmente familiar e intuitivamente cautivadora de la
conducta lingüística, emparejada con lo que ha de estar próximo a los mínimos del lenguaje
de acuerdo con nuestras obviedades [sobre la inseparabilidad de lenguaje y cognición,
C.C.]»2’6.
En una primera aproximación al problema de la relación entre psicología y filosofía
del lenguaje, cabe señalar los temas específicos de una y otra disciplina. La psicología se
ocupa de temas como la dinámica de la adquisición y realización del lenguaje, las rela­
ciones entre los hablantes tomados individualmente y las sociedades en las que se inte­
gran, las precondiciones biológicas, o el sentido en el que el uso del lenguaje constitu­
ye una forma de aptitud y logro cognitivos. La filosofía del lenguaje se ocupa de los
respectos en los que el lenguaje representa el mundo, la naturaleza y los criterios de ver­
dad de las emisiones lingüísticas, de las condiciones de la inteligibilidad y el entendi­
miento lingüísticos, o de la naturaleza y las condiciones del conocimiento expresado lin­
güísticamente. El sentido en que la filosofía de Wittgenstein -o, más bien, una
interpretación particular de la misma—, de acuerdo con la propuesta de J. Margolis,
puede incorporarse al estudio de la intersección entre psicología y filosofía es el de la
constatación de dos hechos. Primero, que los rasgos psicológicos de la conducta lin­
güística individual son inseparables de las formas de práctica societal que atañen, con
igual pertinencia, a la adquisición y al uso continuado del lenguaje por parte de hablan­
tes individuales aptos, en condiciones de transformación de esa práctica socialmente
generada y que se percibe socialmente. Segundo, que la práctica del lenguaje, tanto en
términos de la conducta individual como en los de una suma provisional de regularida­
des institucionales, tiene una determinada estructura sólo en la medida en que está
incorporada a «formas de vida» viables que no pueden caracterizarse, en sí mismas, en
un sentido suficientemente fuerte, como exclusiva o primariamente lingüísticas.
Esta descripción subsume una tesis que se hace explícita en la crítica a otros posibles
planteamientos en filosofía del lenguaje y en teoría del significado. En opinión de Margolis,
las condiciones de los dos hechos anteriores determinan que el lenguaje sea «intrínseca­
mente abierto» en todos los respectos que el análisis ha considerado importantes: estructu­
ras sintácticas, vocabulario, capacidad conceptual, significado, actividad generativa, etc.
Esto lleva a Margolis a considerar que cualquier intento sistematizador o universalista sub­

355
sume una vana pretensión condenada al fracaso. Entre las propuestas que no pueden res­
ponder satisfactoriamente a este programa se incluiría cualquiera que proponga un sistema
general para el lenguaje; entre ellas cita la búsqueda de un marco gramatical general (o gra­
mática universal en el sentido de Chomsky), o de un marco semántico o conceptual
(Fodor), así como cualquier generalización concerniente a las precondidiciones extralin­
güísticas de la adquisición lingüística (Bruner); también se incluyen la teoría de actos de
habla, que ha intentado determinar las condiciones necesarias y suficientes para la realiza­
ción de tipos básicos de actos de habla, o los intentos universalistas -con punto de partida
en esa teoría- de formular una teoría general de las condiciones del habla y de los procesos
de entendimiento y de formación de consenso en general; o, finalmente, las propuestas
semantistas de la filosofía post-analítica. En todos estos casos se pretende bien la descrip­
ción o bien la reconstrucción lógica de lo que Margolis caracteriza como «fijaciones uni­
versales» que las lenguas naturales exhibirían217.
Frente a estos intentos, la propuesta de referencia, encuadrada en la psicología cogniti­
va, niega la posibilidad de asignar al lenguaje o al habla estructuras fijas en términos de
reglas —sintácticas, semánticas o pragmáticas-. Los argumentos en contra de esa posibilidad
parecen ser dos. En primer lugar, se señala la complejidad de los elementos psicológicos que
subyacen al lenguaje, que pueden haber sido institucionalizados o socializados y estar ope­
rativos en un nivel situado por debajo del nivel en el cual los hablantes se comportan como
agentes racionales, conscientes, rigiéndose por reglas o principios universales, etc. En
segundo lugar, se afirma que cualquier teoría sistemática tiene que «neutralizar» la comple­
jidad de esos elementos: lo hace restringiendo las expresiones del lenguaje natural a una
serie finita y explícita de usos, con lo que, bien sus significados pueden aproximarse a una
regla extensional de verdad, y las construcciones lingüísticas complejas generarse mediante
operaciones extensionales formales (semántica formal), bien se trata a los agentes humanos
como si se comportaran siempre según el modelo de agentes completamente racionales,
auto-controlados, con voluntad, individualizados y reflexivamente conscientes (teoría de
actos de habla)218.
Frente a las pretensiones sistematizadoras y universalistas se enuncian entonces seis
rasgos característicos del lenguaje humano y que cualquier teoría comprehensiva tendría
que tomar en consideración. Primero, el lenguaje está centrado fundamentalmente en la
conducta de agentes capaces de lenguaje. Segundo, estos agentes lingüísticamente aptos
son agentes socializados. Tercero, las regularidades societales del lenguaje no sólo fun­
cionan en el nivel superficial de los actos de habla deliberados, sino también tácitamen­
te, a través de una internalización profunda de hábitos socialmente regularizados.
Cuarto, si bien existe una división explícita del trabajo lingüístico (Putnam), no hay
reglas universales fijas ni leyes del lenguaje que los hablantes individuales hayan de inter­
nalizar. Quinto, las regularidades contingentes de las lenguas naturales particulares son
función, diacrónicamente, de patrones socialmente consensuados que conectan las emi­
siones reales y las interpretaciones de éstas. Sexto, y como conclusión, las estructuras que
cabe asignar a las lenguas particulares no son sino idealizaciones sincrónicas, tanto con
respecto al uso real como con respecto a lo que se percibe como un uso potencialmente
admisible; y estas idealizaciones son además, ellas mismas, función de un uso que cam­
bia con el tiempo. La propuesta final de Margolis es la de que estos rasgos pasen a ela­
borarse como los temas fundamentales de una psicología del lenguaje informada; al incluir
el estudio de la acción de agentes capaces de habla en la teoría del lenguaje, el análisis del
lenguaje pasaría a ser parte integral de la psicología cognitiva; y, al negar la prioridad modu­
lar y la independencia de los aspectos sintáctico, semántico, sintagmático u otros aspec­

356
tos formalizados del lenguaje -en relación con la conducta real, compleja, contingente­
mente socializada de los hablantes-, se impediría una demarcación de principio entre la
conducta lingüística y no lingüística en el nivel humano. El postulado que subyace a esta
propuesta teórica es explícito: «En una palabra, los aspectos sociales o institucionales del
lenguaje se elaboran correctamente, de modo predicativo, como aspectos de las propie­
dades psicológicas y las capacidades de agentes reales que hablan»219.
Si se acepta que la naturaleza humana es inextricablemente lingüística, y que una «psi­
cología científica» ha de dirigirse a todo el arco de las aptitudes lingüísticas humanas,
entonces es preciso tomar en consideración el elemento que puede considerarse abarcador
y sintetizador de todos los aspectos señalados antes, el contexto, pues el análisis anterior lleva
a la conclusión de que los significados asignables a las emisiones humanas pueden conside­
rarse tales sólo en tanto que dichas emisiones se contextualicen en el interior de prácticas
cambiantes de existencia societal; pero este contexto, tácitamente reconocido o entrañado
en la conducta apta de los usuarios de una lengua natural, «no puede en principio fijarse
independientemente por vía de alguna regla o ley». La propuesta finaliza con la pretensión
de elaborar una ciencia que, tomando como fundamento una psicología cognitiva del len­
guaje en el sentido visto, dé cuenta de «la simbiosis entre lo psicológico y lo social y de la
difusión efectiva de esta simbiosis, desde lo más explícito y deliberado a lo más subterráneo
y tácito, y de lo más improvisado a lo que emerge consensuadamente. Recójase esto en el
espacio de una práctica societal que varía diacrónicamente, historícense el lenguaje huma­
no y la naturaleza humana; el lenguaje deja de ser un sistema y el estudio del lenguaje deja
de ser una disciplina autónoma»220. El reconocimiento de Margolis de que aceptar que este
estudio puede ser científico supone revisar y modificar la concepción que se tiene del cono­
cimiento científico, proporciona una clave para entender cuál es su perspectiva.
Si se ha recogido esta propuesta con algún detalle, es por un doble motivo. Primero,
porque supone un ataque frontal a la búsqueda que se ha mantenido en el presente traba­
jo desde su comienzo. Segundo, porque este ataque atañe, en particular, a las posiciones en
teoría del significado que se van a estudiar a continuación: la última filosofía del lenguaje
de Wittgenstein -para la cual Margolis está proponiendo una determinada interpretación-,
y las teorías intersubjetivistas del lenguaje que, tomando como base la teoría pragmatista de
actos de habla (Austin, Searle), intentan formular una teoría sistemática de la interacción
lingüística sobre un presupuesto universalista (pragmática formal o universal). Hay una res­
puesta que surge casi de inmediato a una de las críticas formuladas por Margolis. La afir­
mación de que cualquier teoría sistemática supone una idealización sincrónica en un pro­
ceso dinámico obliga a preguntar cuál es la perspectiva temporal que se toma en
consideración. La teoría de actos de habla pretende ofrecer una sistematización de tipos
básicos de actos de habla, tomando como referencia lo que en la actualidad podemos con­
siderar un lenguaje humano inteligible y formas de vida humanas; caen fuera de su alcan­
ce formas de vida posibles que ahora no podemos concebir. Por otra parte, cualquier teo~
ría, en el sentido de nuestra cultura, introduce algún grado de simplificación y de
idealización; el problema es si es posible una «teoría» como la que parece proponerse,
omniabarcadora; o si, paradójicamente, se está negando la validez de algunas teorías
«modestas», pero efectivamente descriptivas o explicativas en ámbitos definidos, porque no
son teorías de lo que no pretenden serlo, o por no satisfacer un ideal que sólo se formula
programáticamente según unos objetivos que, tomados conjuntamente, parecen efectiva­
mente fuera del alcance de cualquier forma de teoría o de ciencia realmente disponible.
Una segunda parte de la crítica de Margolis es más fundamental, pues apunta direc­
tamente a una dificultad objetiva y merece que se la tome en serio. Es el problema de

357
cualquier teoría formulada con pretensión de universalidad o que, más en concreto, se
comprometa con el presupuesto teórico de la existencia de una estructura universal sub­
yacente al habla humana, y presente en los procesos de entendimiento y de formación
de consenso entre sujetos capaces de habla y acción. Como Margolis acertadamente
ponía de manifiesto, los procesos cognitivos -de los cuales dependen nuestro conoci­
miento de la naturaleza y de nuestra realidad social, así como de nosotros mismos— están
inextricablemente unidos al lenguaje; es el mismo fenómeno que la filosofía del lengua­
je, desde la Ilustración, identificaba al afirmar la conformación lingüística de nuestra
imagen del mundo. De este modo, la psicología cognitiva recupera la tesis de
Humboldt221. Por otra parte, en la argumentación de Margolis se produce un efecto
paradójico: pues, para afirmar la imposibilidad de reglas o elementos fijos y constantes
en el entretejimiento de lenguaje y acción en el contexto de una forma de vida
(Wittgenstein), se introduce una lista de seis rasgos que sí pretenden una validez teóri­
ca respecto al lenguaje humano en cuanto tal que estaría por encima de las distintas rea­
lizaciones contingentes: esto ocurre cuando se apela a un principio de división del tra­
bajo lingüístico, rasgo que debería ser universal si la propuesta teórica de Margolis tiene
la validez que pretende; igualmente ocurre con la idea de que el significado está deter­
minado por el uso en un contexto (Wittgenstein); o, finalmente, la afirmación de que
determinadas elaboraciones surgen como resultado de un consenso: pues esto entraña
que, sea cual sea el contexto, los hablantes tienen alguna precomprensión de qué hace
posible y válido un consenso alcanzado argumentativamente —y esto puede verse como
una aclaración de la gramática filosófica de la palabra «consenso»-. El reto de la teoría
de actos de habla, y de la pragmática universal que la toma como base, es el de mostrar
que la reconstrucción del habla que se lleva a cabo no sólo es descriptivamente adecua­
da, sino que puede integrar y dar cuenta tanto del aspecto espontáneo del uso creativo
individual, como del dinamismo inherente a las actividades y prácticas humanas; final­
mente, ha de hacer plausible que puede defenderse la pretensión universalista en el
marco de una diversidad irreductible de lenguas naturales históricamente contingentes
y diacrónicamente cambiantes.

NOTAS

1 P.e. K.-O. Apel (1990): «Ist Intentionalitat fundamentaler ais sprachliche Bedeutung?», en Forum für Phil.
Bad Homburg (ed.), Intentionalitat und Verstehen, pp. 13-54; D. W. Smith (1992): «Phenomenological approa-
ches», enM. Dascal et al. (eds.), Sprachphilosophie/Philosophy ofLanguage/La Philosophie du Langage,yo\. 1, Berlín,
etc., pp. 649-663.
2 Apel (1990), p. 14.
3 W. R. Kdhler (1990): «Einleitung», en Forum für Phil. Bad Homburg (ed.), pp. 7-12.
4 En el sentido en que lo puso de manifiesto Austin al descubrir y analizar las fuerzas ilocutivas del lenguaje:
usar el lenguaje es ‘hacer cosas con palabras’.
5 Esta teoría del significado se encuentra sobre todo en Husserl (1900/1): Logische Untersuchungen, 2 vols.,
en Husserlianay/XX., La Haya, 1984; se citarán también Husserl (1913): Ideen zu einer reinen Phanomenologie und
phanomenologischen Philosophie, 3 vols., en Husserliana III-V, 1950-1952; asimismo Husserl (1950):
Cartesianische Meditationen, en Husserliana I, 1950. Se van a tener en cuenta los estudios críticos sobre Husserl
de los siguientes autores. Schütz (1957): «Das Problem der transzendentalen Intersubjektivitát bei Husserl», en
Philosophische Rundschau 5/2 (1957), pp. 81-107; Bar-Hillel (1957): «Husserl’s conception of a purely logical
grammar», en Philosophy and Phenomenological Research 17 (1957), pp. 362-369; Tugendhat (1970): Der
Wahrheitsbegriff bei Husserl und Heidegger, Berlín; Habermas (1970/1): «Phánomenologische
Konstitutionstheorie der Gesellschaft...», en Vorstudien und Erganzungen zur Theorie des kommunikativen
Handelns, Francfort, 1989, pp. 35-59; Tugendhat (1976): Vorlesungen zur Einfiihrung in die sprachanalytische
Philosophie, Francfort, 61994, lecciones 9-11; Hennigfeld (1982): Die Sprachphilosophie des 20. Jahrhunderts,

358
Berlín, cap. d-III (sobre Merleau-Ponty); Stegmüller (1987-89): Hauptstrómungen der Gegenwartsphilosphie,
Stuttgart, vol. 1, cap. 2, y vol. 2, pp. 86-103 (sobre Follesdal).
6 La observación hace referencia a un pasaje en Ideen, vol. III, § 3, p. 89, que Stegmüller cita: «El noema no
es sino una generalización de la noción de significado al dominio de todos los actos». Es importante, porque per­
mite estudiar la relación entre las teorías de Frege y Husserl. (Cf. Stegmüller (1987-89), vol. 2, p. 97.)
7 Follesdal (1974): «Husserl’s notion of a noema», en The Joumal of Philosophy 71 (1974), pp. 680-687;
Tugendhat (1976), ibid.; Stegmüller (1987-89d), ibid.; Dummett (1993): The origins of analyticalphylosophy,
Londres.
8 HusserlianaW, La Haya, 21976. Se sigue aquí a Habermas (1970/1), pp. 35-38.
9 Cf. K. Wuchterl (1991): «Phánomenologische Methoden», en Martens/Schnádelbach (eds.) (1991),
Philosophie, 2 vols., Hamburgo, vol. 2, pp. 725-729.
10 Esto permite un comentario previo, que por el momento sólo puede verse como un juicio de valor.
Mientras que, para Kant, la experiencia es siempre experiencia sensible (sensorial), y el conocimiento arranca
de esta experiencia y lo es del mundo objetivo extra-lingüístico, para Husserl «experiencia» es cualquier fenó­
meno intencional en la conciencia: también los que se originan en la propia subjetividad de forma autónoma
y espontánea, sin que necesariamente remitan a un objeto exterior a la propia conciencia. Esto hace que el «tri­
bunal» último, cuando se trata de evaluar la validez de los rendimientos espontáneos de esta conciencia y su
expresión, sea primordialmente el sujeto, y no se exija —como en la filosofía analítica, o en la tradición kantia­
na- el requisito de la comprobación pública, o de la posible discusión racional tendente a un acuerdo, para
decidir su valor de conocimiento. Ello explica que la fenomenología proporcione una base filosófica adecuada
para los intentos de dar cuenta de la génesis del significado cuando ésta se retrotrae a la libre y espontánea
creatividad del individuo; pero hace difícil reconstruir la validez del discurso científico o de la discusión públi­
ca y racional tendente a un acuerdo. La única solución posible al problema de la validez intersubjetiva del sig­
nificado es el «ascenso trascendental» que Husserl lleva a cabo, al elevar al sujeto intencional a la categoría de
sujeto trascendental, cuyas estructuras y contenidos espontáneamente elaborados han de tener carácter universal y
objetivo. Así, frente al conceptualismo de Brentano y su rechazo de los universales por considerarlos «ficciones
lingüísticas», Husserl cree poder demostrar que los conceptos universales existen realmente y que, por consiguien­
te, ha de aceptarse la existencia de una forma de ser lógico-ideal (respecto a esto último, cf. Stegmüller (1987),
vol. 1, pp. 56-57).
11 Tugendhat (1976), pp. 94-95.
12 Ibid., p. 98.
13 Cf. Inv. I, secc. 15. Esto supone ya una distinción importante respecto a Frege, quien utilizó Sinn para lo
que Husserl denomina Bedeutung, este último término adquiere en el contexto fregeano carácter técnico: designa
la referencia, lo que Husserl va a llamar objeto (Gegenstand).
14 Husserl ha comenzado distinguiendo entre signos que son meras señales y signos con sentido o signifi­
cantes: sólo estos últimos son expresión desde la perspectiva de la teoría del significado. (Cf. Inv. I, secc. 5.)
15 Cf. Inv. I, secc. 6.
16 Cf. Inv. I, secc. 7.
17 Cf. Inv. I, secc. 9. Como se verá más adelante, Husserl distingue dos tipos de intuiciones concomitantes:
la intuición sensorial, o percepción de un objeto real, y la intuición categorial o eidética de un «objeto categorial».
18 Cf. Inv. V, secc. 16. Posteriormente, en Ideas, al objeto intencional le dará el nombre de noema.
19 Cf. Inv. I, secc. 14.
20 Cf. Inv. I, secc. 15.
21 Cf. Inv. I, secc. 15. Esto ha permitido considerar como una contribución fundamental de Husserl la mos­
tración de la referencia inmanente a la verdad de las vivencias intencionales. Esta concepción depende de una noción
evidencial de verdad. En Ideas, Husserl introduce su teoría de la verdad sin mayor fundamentación; declara ser el
«principio de todos los principios: que (...) todo lo que se nos ofrece originariamente en la intuición, por así decir
en su realidad vivencial, ha de aceptarse sin más como lo que se da» {Husserliana III, secc. 24, p. 52). De este
modo, la noción de verdad puede venir determinada por referencia a la de intuición. Pues verdad es la coinciden­
cia identificadora, acompañada por una vivencia de certeza, de lo pretendido en la intuición con su correspondiente
objeto intuitivamente dado. Con ello también todas las vivencias intencionales están referidas necesariamente a la
verdad de manera inmanente. (Cf. Tugendhat (1970), primera parte, y Habermas (1970/71), pp. 40-41.)
22 Cf. Inv. I, secc. 12.
23 La crítica que con frecuencia se dirige a Husserl es la de haber impreso un giro idealista a su filosofía del
lenguaje, giro que tendría lugar inmediatamente después de las Investigaciones Lógicas y se manifestaría con clari­
dad en Ideas. La tesis presente en las Investigaciones es que a toda intención está ligada una «posición» (Setzung),
que permite que el acto de la conciencia vaya más allá del sentido del objeto pretendido en la intuición y alcance
al «estar dado» fáctico de lo pretendido intencionalmente; la cualidad de la posición (setzende Qualitat) consiste

359
en una anticipación del cumplimiento intuitivo de la intención. Es esta posición la que determina que el concepto
de intención incluya siempre la anticipación de un cumplimiento posible y en principio susceptible de fracaso a
través de la autodonación (Selbstgegebenheit) evidente de los objetos, y por consiguiente es el concepto de posición
el que determina la referencia inmanente de la conciencia intencional a la verdad. En Ideas, Husserl extiende esta
noción desde los actos intencionales doxásticos a todos los tipos de actos, incluidos los del ámbito de la voluntad
y la afectividad. El estudio de filosofía del lenguaje que se va a ver a continuación permite defender, sin embargo,
que la dificultad en la teoría del significado de Husserl no surge con esta generalización a todos los actos inten­
cionales de la pretensión inmanente de verdad, sino -ya desde las Investigaciones- con la reificación de las deter­
minaciones que se predican de un objeto y de lo significado por los enunciados en los que esta predicación tiene
lugar: pues con ello la verdad del enunciado deja de ser susceptible de discusión racional y resolución discursiva,
y pasa a depender exclusivamente de «posiciones» (e.d. pretensiones de validez) sólo resolubles mediante la intui­
ción sensible o intelectual. (Esta última crítica sigue a Habermas (1970/71), pp. 41-49).
24 Inv. I, secc. 31.
25 Inv. I, secc. 15, p. 105.
26 Inv. I, secc. 31, p. 106.
27 Inv. I, secc. 32, p. 107.
28 Husserl no introduce ulteriores distinciones entre los términos singulares. Tugendhat observa críticamen­
te que la oposición conceptual significado / objeto sólo puede aplicarse propiamente a las descripciones definidas,
donde la noción fregeana de sentido como «modo de darse la referencia» encuentra plena aplicación. En el caso
de los términos singulares que son expresiones deícticas (pronombres personales, demostrativos, posesivos, etc.) la
referencia al objeto depende del empleo de la expresión, algo que cae fuera de la consideración y del alcance de
Husserl. Finalmente, los nombres propios sí refieren a un objeto, pero no cabe asociarles propiamente un signifi­
cado. Ello permite concluir que, al hablar de «nombres», lo que dice Husserl sólo sería aplicable a una subclase
particular de términos singulares: las descripciones definidas (cf. Tugendhat (1976), pp. 145-148).
29 Ideas, secc. 31; cit. en Tugendhat (1976), p. 149.
30 Cf. Inv. II, secc. 8, p. 125.
31 Cf. Tugendhat (1976), pp. 151-152. Este autor enfatiza la diferencia con la teoría de Frege, quien había mos­
trado la analogía entre sentido/objeto de las descripciones, por un lado, y sentido/valor de verdad de los enunciados,
por otro; Frege entendía por objeto una noción de carácter lógico, que explícitamente se distanciaba de la adoptada
por Husserl (objeto como posible referencia del sujeto gramatical). En opinión de Tugendhat, «Husserl, una vez más,
no llegó a entender por completo las relaciones formales que Frege tenía a la vista» (ibid., p. 154). Por ello, el «obje­
to» del enunciado no puede considerarlo Husserl, como es el caso en la semántica lógica inaugurada por Frege, el
valor de verdad determinado por las condiciones veritativas del mismo.
32 Cf. Inv. I, secc. 34; Tugendhat (1976), p. 155.
33 Tugendhat (1976), p. 157. Es interesante observar que, en castellano, la forma nominalizada requiere habi­
tualmente un cambio en el modo verbal, que pasa del indicativo al subjuntivo -lo que no ocurre en alemán; la
fórmula de Husserl, «die Sachverhalt, dafi S ist P», ha de traducirse por «el estado de cosas de que S sea P»-. Así,
enunciados como «llueve» o «se declara culpable» se nominalizan, siguiendo el esquema propuesto por Husserl,
mediante las expresiones «el hecho de que llueva», o «el hecho de que se declare culpable». Esto no afecta al aná­
lisis de Tugendhat; quizá puede considerarse, más bien, un argumento a su favor: pues la forma del subjuntivo
introduce formulaciones hipotéticas y contrafácticas, como en «el hecho de que se declare culpable no prueba su
culpabilidad». Con ello se confirma que en la forma nominalizada se ha perdido la fuerza pragmática de la aseve­
ración.
34 Tugendhat (1976), p. 158. De hecho, Husserl afirma que en la expresión no nominalizada «p» el estado
de cosas aún no es «objetual en un sentido pregnante» (cf. Inv. V, seccs. 36, 38). Pero esto no evita su interpre­
tación relativa a la forma nominalizada «que p», ni la precedencia de ésta respecto a la comprensión del significa­
do del enunciado.
35 Cf. Inv. VI, secc. 46.
36 Cf. Inv. VI, secc. 48; Tugendhat (1976), p. 164. Tugendhat señala que Husserl puede remitirse aquí a una
larga tradición, según la cual el pensamiento, el «entendimiento», es una facultad de síntesis, si bien una síntesis
que no puede remitirse al modo de composición real. Esta misma ¡dea está ya presente en la tradición filosófica:
cf. Aristóteles, Metafisica, VI, 4; De Anima, III, 6; Kant, Crítica de la razón pura, V, secc. 15.
37 Cf. Inv. VI, secc. 61; Tugendhat (1976), pp. 165-166. Husserl dice que el estado de cosas puede afirmar­
se como efectivamente real, y el correspondiente enunciado como verdadero, cuando la síntesis categorial con­
cernida puede efectuarse a partir de los objetos reales que integra.
38 Cf. Inv. I, secc. 12; Tugendhat (1976), p. 169.
39 Inv. III, secc. 2; cf. Tugendhat (1976), p. 168.
40 Cf. Inv. I, secc. 12, cit. antes.

360
41 Tugendhat (1976), p. 170.
42 Ibid., pp. 172-173.
43 La propuesta de Tugendhat, a la que ya se hizo referencia, se mantiene dentro de una concepción seman­
tista del significado, pero asume el giro lingüístico: la pregunta por el significado de un signo se ve remitida a la
pregunta por el modo en que el signo se comprende, y ésta a su vez se remite a la de cuál es su función o su modo
de uso, es decir: cuáles son las reglas de uso del signo en el sentido de Frege —e.d. en el contexto de un enuncia­
do- (Cf. Tugendhat (1976), pp. 180-181.)
44 Eran contextos opacos aquellos que introducían enunciados de actitud proposicional, como «Copérnico creía
que...» (la denominación es de Quine). Frege había hablado aquí de un fenómeno de referencia indirecta.
45 Stegmüller (1987-89), vol. 2, p. 94.
46 Ibid, p. 96
47 Husserliana III, p. 89; cit. por Stegmüller, ibid. p. 97.
48 Cf. Habermas (1970/71), p. 47. Este autor defiende que el modelo paradigmático de experiencia que
Husserl traslada a su noción evidencial de la verdad no se encuentra en las vivencias de la evidencia sensorial, sino
en las experiencias de construcción de conceptos mediante sistemas de reglas.
49 Y. Bar-Hillel (1957): «Husserl’s conception of a purely logical grammar», en Philosophy and
Phenomenological research 17 (1957), pp. 362-369.
50 En el caso de Chomsky, este ejemplo sirve para introducir su tesis de la determinación de la semántica por
la sintaxis, que no puede separarse de su postulación de una gramática universal. La teoría de Chomsky (Gramática
Generativa, posteriormente Teoría de la Rección y el Ligamiento, con un progresivo debilitamiento de esa pri­
mera «tesis fuerte») se aleja del planteamiento de Husserl, así, por la subordinación de la esfera de los significados
a la de la estructura sintáctica del lenguaje y porque su planteamiento, si bien cartesiano y mentalista, tiene el esta­
tuto de una teoría empírica sujeta a criterios públicos de comprobación y revisión.
51 Stegmüller (1987-89d): «Methodische Phanomenologie: Edmund Husserl», en id. (1987-89), vol. 1, p. 86.
52 Apel (1989a): «Pragmatische Sprachphilosophie in transzendentalsemiotischer Begründung»; en H.
Stachowiak (ed.), Pragmatik, vol. 4, parte I, Hamburgo, pp. 38-61, aquí p. 50.
53 Cf. Ideas, seccs. 116-117.
54 A. Schütz, en su estudio de este problema, señala que ya está presente en el primer volumen de Ideas-, poco
después, en Nachwort zu meiner Ideen, Husserl consideró incompleto su primer tratamiento y volvió sobre el pro­
blema en varios de sus escritos. El último desarrollo se encuentra en las Meditaciones Cartesianas {Husserliana I)
y, muy en especial, en la Meditación V, que representa el desarrollo más detallado del problema de la constitu­
ción de la intersubjetividad y otras cuestiones relacionadas. Es este último texto, por consiguiente, el que se va a
tener en cuenta en la exposición y la crítica que siguen.
55 Cf. Medit. V, secc. 56.
56 Medit. V, secc. 56.
57 A. Schütz (1957): «Das Problem der transzendentalen Intersubjektivitát bei Husserl», en Philosophische
Rundschau 5/2 (1957), pp. 81-106.
58 Cf. J. Habermas (1970/71), esp. pp. 52-59.
59 Medit. V, secc. 52, p. 144.
60 Habermas (1970/71), p. 55; cf. también Schütz (1957), pp. 90-93.
61 Cf. Schütz (1957), p. 95, y Habermas (1970/71), pp. 54-55.
62 Cf. Habermas (1970/71), pp. 56-58. La única alternativa a esta dificultad es, en opinión de Habermas,
partir de un concepto de sentido compartido y constituido en la comunicación; pues los significados idénticos no
se conforman en la estructura intencional de un sujeto que se enfrenta en solitario a su mundo, sino en el ámbi­
to de comunicación en el que eventualmente acreditan esa validez. Como alternativa a la construcción llevada a
cabo por Husserl se ha podido proponer la de G. H. Mead, quien abordó el mismo problema de la reconstruc­
ción del mundo social a partir de la noción de interacción simbólicamente mediada e hizo plausible la reciprocidad
de perspectivas a partir de un posible «ponerse en el lugar del otro» (v. infrd).
63 Este mismo diagnóstico de ambigüedad conceptual está presente en las conclusiones del estudio de
Tugendhat (1970), pp. 220-224.
64 Schütz (1957), p. 101.
65 Schütz (1957), p. 105.
66 La negación de que esto sea posible subyace a la hermenéutica filosófica. Frente a esta posición se sitúa el
intento de recuperar una noción ilustrada de razón universal entendida como racionalidad de la argumentación,
y tal que hace de la práctica comunicativa, y de la discusión racional tendente al entendimiento y el acuerdo, el
ámbito intersubjetivo de la constitución del sentido. Ambas posiciones se verán en la última parte.
67 Los artículos y ensayos de Grice a los que se va a hacer fundamentalmente referencia se encuentran recogidos
en la compilación: Grice (1989, 1991), Studies in the way ofwords, Cambridge, Mass. y Londres, 1989, 1991.

361
68 Para las nociones generales que aquí se aplican a Grice cf. J. Elster (1983): Explaining technical change,
Cambridge.
69 En el estudio de esta sección se han tenido en cuenta, además de los escritos de Grice a que se hace refe­
rencia, las discusiones críticas de los siguientes autores que se irán citando. E.v. Savigny (1983): Zum Begriffder
Sprache, Stuttgart, esp. pp. 245-272; R. E. Grandy/R. Warner (eds.) (1986): Philosophical grounds of rationality:
Intentions, categories, ends, Oxford 1988; A. Kemmerling (1986): «Utterer’s meaning revisited», en
Grandy/Warner (eds.), pp. 131-155; S. Schiffer (1987): Remnants of meaning Cambridge, Mass.; C. B
Christensen (1990): «Gegen den Bedeutungsnominalismus», en Forum fiir Phil. Bad Homburg (ed), pp. 55-
87; G. Meggle/M. Ulkan (1992): «Grices Doppelfehler. Ein Nachtrag zum Griceschen Modell», en Protosoziologie
2 (1992), pp. 16-23; G. Meggle (1995): «Kommunikation und Verstehen», en Dascal et al. (eds.),
Sprachphilosophie /..., vol. 2, pp. 1346-1359. Además, entre los primeros estudiosos de Grice y que a su vez han
influido sobre él hay que citar a los siguientes: P. F. Strawson (1964): «Intention and convention in speech acts»,
en Strawson (1971), Logico-linguisticpapers, Londres, pp. 149-169; D. Lewis (1969): Convention, Cambridge,
Mass.; J. Bennett (1976): Linguistic behaviour, Cambridge; S. Schiffer (1972): Meaning, Oxford.
70 Según Grandy/Warner (1986): «Paúl Grice: a view of his work», en Grandy/Warner (eds.), pp. 1-44.
71 Grice (1980): «Meaning revisited», en id. (1989, 1991), pp. 283-303; Grice (1986): «Reply to Richards»,
en Grandy/Warner (eds.), pp. 45-106; Grice (1987): «Retrospective epilogue», en id. (1989, 1991), pp. 339-385.
72 Grice (1957), en id. (1989, 1991), pp. 213-223.
73 Grice aclara que utiliza el término para hacer referencia, de modo neutral, a cualquier expresión suscepti­
ble de recibir un significado no-natural (cf. Grice (1957), p. 216, e id. (1969), p. 92).
74 Grice (1957), p. 221.
75 Como ejemplo arquetípico de un proceso de comunicación sobre estas bases, Grice imagina una situación
en la que un turista acepta la invitación de un comerciante local a pasar a su tienda, al interpretar así la emisión
que éste le dirige en la lengua autóctona -que el turista desconoce- unida a un gesto con la mano y una sonrisa;
qué haya dicho «realmente» el comerciante, según el significado convencional de las expresiones en su lengua,
puede ser materia de sospecha en una ulterior consideración. Se trata, evidentemente, de un caso de comunica­
ción indirecta o «anómala» con respecto a la comunicación abierta entre hablantes que comparten una lengua.
76 Grice (1968): «Utterer’s meaning, sentence meaning, and word meaning», en id. (1989, 1991), pp. 117-
137; Grice (1969): «Utterer’s meaning and intentions», en ibid, pp. 86-116.
77 Grice (1969), p. 92.
78 Grice habla de actitud proposicional en términos que parecen permitir identificar esta noción con la de un
estado psicológico particular; sin embargo, aquí ya se pone de manifiesto algo que se hará más claro después, y es
la imposibilidad de hacer referencia a las nociones psicológicas de la metateoría sin suponer su expresabilidad lin­
güística, al menos en principio.
79 Cf. Grice (1969), pp. 90-91.
80 Cf. Grice (1968), p. 123.
81 Grice (1968), p. 129.
82 De hecho, las nociones de procedimiento y repertorio son especificaciones para la noción general de con­
vención, que Grice entiende en el mismo sentido precisado por D. Lewis (1969) (cf. cap. anterior). A esta con­
cepción del concepto de convención se ha opuesto críticamente E. v. Savigny, quien ha mostrado cómo la defi­
nición de Lewis se apoya a su vez en una noción de «saber común» implausible si no se cuenta previamente con la
comunicación basada en significados convencionales. Así: «Para su demostración de que las señales convencionales
se emplean siempre con las intenciones de Grice, Lewis necesita el presupuesto de un saber común de las con­
venciones señalizadas», y lo mismo vale para Bennett (1976). (Cf. Savigny (1983), pp. 64-72, cita en p. 72.)
83 Cf. Grice (1968), pp. 61,59.
84 Grice (1968), p. 62.
85 Cf. Grice (1968), pp. 62, 59.
86 Cf. Grice (1968), pp. 62-63.
87 Cf. Grice (1986), p. 128. La segunda definición era la del significado atemporal aplicado a una proferen­
cia tipo (D.2).
88 Tácitamente, esto supone asumir que el componente de la actitud proposicional puede asimilarse a un
modo gramatical, en principio explicitable o reconducible a marcadores lingüísticos; esto va ligado a lo que en lin­
güística teórica, y en particular en la semántica generativa de los años ‘70, se ha conocido como hipótesis realiza-
tiva. Su discusión y puesta en cuestión final está unida a la segunda parte de la propuesta de Grice, y se ve en la
sección siguiente.
89 Cf. Grice (1968), p. 129.
90 La referencia a categorías sintácticas, en el marco de la lingüística teórica actual, lo justifica.
91 Grice (1968), pp. 136-137.

362
92 Esta definición, que no se encuentra en Grice (1968), es la que se ofrece en id. (1969), p. 91.
93 Cf. Strawson (1964), pp. 156-157; Schiffer (1972), pp. 17 y ss.; Bennett (1976), secc. 43; Kemmerling
(1986), pp. 136-138; Christensen (1990), p. 61; Meggle/Ulkan (1992), p. 19.
94 Cf. Strawson (1964), p. 157.
95 Cf. Kemmerling (1986), p. 142, n. 7; Meggle/Ulkan (1992), p. 19.
96 Cf. Grice (1969), pp. 99-112.
97 Cf. Kemmerling (1986), p. 147. Si bien esta actitud de cooperación mutua parece ir unida a la explicación
del significado que proporciona el modelo de Grice, en aquellos casos empíricos en que manifiestamente no se
cumpla esa condición la cláusula a añadir sería del tipo:
(i4**) H prefiere su acción x a cualquiera otro de los medios que cree a su disposición para logar el
fin de que A satisfaga r.
(Cf. ibid., p. 150).
98 Cf. Schiffer (1972), pp. 30 y s. De hecho, su definición incorpora iteraciones potencialmente infinitas del
tipo «A sabe, que H sabe, que ... que A sabe, que H sabe, que p». Sobre la base de esta noción, propone una rede­
finición para el significado del hablante:
«H significó algo al proferir (o mediante la proferencia de) x syss H profirió x con la intención de hacer efec­
tivo un determinado estado de cosas E, del que se tiene (H tiene) la intención de que sea tal que la consecución
de E sea suficiente para que H, y una audiencia determinada A, tengan conocimiento recíproco (...) de que E tiene
lugar y de que E es una prueba concluyente (muy buena o buena) de que H profirió x con la intención;
(11) de inducir una determinada respuesta r en A;
(12) de que que el reconocimiento por parte de A de la intención (il) funcionase como parte al menos de las
razones de A para responder con r;
(13) de llevar a efecto E».
(Schiffer (1972), p. 39).
99 Cf. Christensen (1990), p. 66.
100 Cf. Meggle/Ulkan (1992), pp. 19-20; Meggle (1995), pp. 1349-1353. No se sigue la presentación de los
autores en su literalidad, sino que se adapta a la presente exposición.
101 Grice (1986), pp. 85-86; cf. también id. (1980), esp. pp. 301-303; aquí Grice habla de un estado psico­
lógico óptimo, aquel —irrealizable— que envolvería una infinitud de intenciones o reconocimientos de éstas.
102 Se va a atender fundamentalmente a lo expuesto en Grice (1967, 1987): «Logic and conversadon», y
«Further notes on logic and conversation», ambos trabajos en Grice (1989, 1991), pp. 22-57. Para la discusión
se tendrán en cuenta los siguientes trabajos: Strawson (1964); P. Cole/J. L. Morgan (eds.) (1975): Syntax and
semantics, vol. 3, Speech acts, San Diego; D. Gordon/G. Lakoff (1975): «Conversational postulates», en
Cole/Morgan (eds.), pp. 83-106; J. L. Morgan (1975): «Some interactions of syntax and pragmatics», en
Cole/Morgan (eds.), pp. 289-303; G. Gazdar (1979): Pragmatics: Implicature, presupposition and logical form,
Nueva York; S. Soames (1989): «Presupposition», en D. Gabbay/G. Guenther (eds.), Handbook ofphilosophi-
cal logic, vol. 4, pp. 553-616; M. Astroh (1996): «Prásupposition und Implikatur», en Dascal et al. (eds.),
vol. 2, pp. 1391-1407.
103 Aunque se han visto ya la definición que propone Strawson y su crítica a la teoría de las descripciones
definidas de Russell, con fines expositivos pueden recordarse aquí. Strawson distingue tres aspectos del signifi­
cado de un signo: el tipo de signo lingüístico, su empleo habitual o convencional según reglas, y cada emisión
particular según esa práctica. En particular es preciso distinguir entre enunciados (sentences) y declaraciones (sta-
tements). No son los enunciados, sino las declaraciones que se efectúan al emplearlos, las susceptibles de verdad
o falsedad. Y este uso lingüístico presupone otro a su vez: sólo cuando, sobre todo mediante el empleo de sig­
nos nominales, quedan fijados los objetos de una declaración elemental para hablante y oyente, o determina­
dos los dominios objetuales de declaraciones cuantificadas, puede evaluarse el valor de verdad de la declaración
de referencia. En este sentido, los presupuestos del habla incluyen la designación de objetos; los nombres pro­
pios y las descripciones sólo se integran en declaraciones cuando indican una referencia inequívoca a los obje­
tos de esas declaraciones, y esto forma parte de lo que está presupuesto en el uso de dichas declaraciones. Una
declaración singular o general no afirma lo que presupone, y puede tener significado aunque ese presupuesto
no se cumpla; pero no puede ser verdadera o falsa. Lo fundamental es que la relación entre lo que una decla­
ración afirma y lo que presupone con vistas a ese fin resulta de una relación entre dos modos del uso lingüísti­
co de los signos. El inconveniente de la explicación de Strawson reside en que, si bien muestra cómo los fenó­
menos de presuposición resultan de un uso regulado y lógicamente pertinente de los signos lingüísticos, no
llega a describir de modo sistemático la contribución de estos presupuestos implícitos al intercambio comuni­
cativo explícito de información.
104 Cf. Astroh (1996), p. 1392.
105 Grice (1967, 1987), pp. 24-25.

363
'“Grice (1967, 1987), p. 26.
107 Originalmente Grice la formula como una exigencia de verdad; críticas posteriores pusieron de manifies­
to que lo que enuncia la máxima es la condición de sinceridad que ya entró en juego en la definición del significa­
do del hablante, como presupuesto inevitable para el buen funcionamiento del modelo.
108 Esta noción ha sido precisada por D. Wilson y D. Sperber, quienes consideran que la lógica adecuada para
dar cuenta de este principio, presente en las lenguas naturales, sería lo que se conoce como lógica de la relevancia.
Cf. Sperber/Wilson (1986), en Grandy/Warner (eds.), pp. 243-258.
109 Grice (1967, 1987), pp. 30-31.
110 Un ejemplo de implicatura convencional, es decir, basada en el significado léxico, sería el siguiente:
«quedó embarazada, pero se alegró»; del significado de la conjunción «pero» se sigue (implicatura) que el emba­
razo no estaba previsto, afirmación que no es una consecuencia lógica en el sentido de la implicación material. El
ejemplo es de Gazdar (1979), p. 38 (cf. Astroh (1996), p. 1406).
111 Cf. Grice (1967, 1987), p. 31.
112 Grice propone un ejemplo no excesivamente claro y que él mismo discute. Si el objeto de una oración
aparece designado mediante una expresión nominal introducida por un artículo indeterminado, del tipo «un x»,
la oración implicará conversacionalmente de modo generalizado que el objeto no guarda una relación de proxi­
midad o familiaridad con el sujeto -como en «H ha quedado esta noche con una mujer», donde el oyente supon­
drá que la mujer no es la esposa ni la madre de H—. En estos casos, sin embargo, puede considerarse que si el
hablante tiene información más específica y la omite, estaría violando la máxima de cantidad.
113 Grice (1967, 1987), pp. 42-45.
114 Cf. Astroh (1996), p. 1406; el ejemplo es de Gazdar (1979).
115 Astroh (1996), p. 1407. Sobre el tema en general: S. C. Levinson (1983): Pragmatics, Cambridge.
116 De nuevo, el término «fuerza pragmática» sustituye aquí al de «fuerza ilocutiva», noción que se tratará con
detalle después.
117 Se habla aquí de actos de habla indirectos: en ellos no se da una conexión sistemática entre la fuerza prag­
mática (ilocutiva) y la forma gramatical, en contra de lo que establece la hipótesis de la fuerza literal.
118 Cf. Gordon/Lakoff (1971), p. 84.
119 Gordon/Lakoff (1971), p. 88. Otro ejemplo lo constituyen los postulados que permiten salvar un caso de fallo
en la correspondencia entre forma gramatical y fuerza pragmática explícita:
(a.4) Es posible transmitir una solicitud (a) afirmando una condición de sinceridad basada en el hablante, o
(b) preguntando por una condición de sinceridad basada en el oyente:
a. DECIR(a,b,QUERER(A,Q)) -> SOLICITAR(a,b,Q)
b. PREGUNTAR(a,b,PODER(b,Q)) -> SOLICITAR(a,b,Q)
(cf. ibid., p. 86).
120 Cf. Cole/Morgan (eds.) (1975), esp. p. 258.
121 Cf. J. L. Morgan (1975).
122 Un ejemplo de neutralización en este sentido sería el que tendría lugar si se estipulase que existen reglas
gramaticales para el castellano cuyo efecto es asignar la misma estructura lógica a dos estructuras superficiales dis­
tintas como: «¿Acaso te mentiría?» y «Jamás te mentiría». Con ello se habría neutralizado la diferencia de forma
gramatical que corresponde a la diferencia pragmática entre una pregunta y una afirmación. La alternativa, desde
la pragmática, consistiría en establecer una correspondencia regular entre la forma lógica de algunas preguntas y
su fuerza pragmática. (Cf. Morgan (1975), pp. 290-292.)
123 Morgan (1975) muestra la existencia de casos «en los cuales uno se ve forzado a elegir entre un tratamiento
derivacional que no es pragmáticamente transparente, y un tratamiento pragmático que no es gramaticalmente
libre» {ibid. p. 292). Se apoya en el trabajo de otros lingüistas como J. Ross.
124 Cf. Grandy/Warner (1986), p. 15.
125 Grice (1986), p. 81.
126 En cierto modo, una conclusión próxima a ésta se encuentra en la última etapa del pensamiento de Grice,
donde afirma: «Sugiero que, sin correspondencias entre pensamiento y realidad, los miembros individuales de
tipos de estados psicológicos tan fundamentales como son los deseos y las creencias serían incapaces de satisfacer
su papel teórico, su propósito o función en la explicación del comportamiento y no serían, de hecho, distinguibles
entre sí; [sugiero, C.C.] que, sin correspondencias entre lenguaje y pensamiento, la comunicación, y con ello la
conducta racional, se vería suprimida de la vida; y que sin una correspondencia directa entre lenguaje y realidad,
por encima y más allá de cualquier correspondencia indirecta que las dos primeras sugerencias puedan propor­
cionar, no estaría a nuestra disposición ninguna especificación generalizada, como algo distinto de la especifica­
ción caso-por-caso, de las condiciones requeridas para que las creencias se correspondan con la realidad, es decir:
que sean verdaderas». (Grice (1986), p. 75).
127 Grice (1967, 1987), p. 29.

364
128 Grice (1967, 1987), p. 30.
129 Schiffer (1972), p. 37.
130 E. v. Savigny (1983), cap. VI, esp. pp. 259-264; J. Habermas (1975/76): «Intentionalistische Semantik»,
en Habermas (1984), pp. 332-349; K.-O. Apel (1980): «Three dimensions of understanding meaning in analy-
tic philosophy», en Philosophy and social criticism 2/7 (1980), pp. 115-142, esp. pp. 119-121. La síntesis de esta
crítica común se formula como la objeción de que «esta forma de entendimiento indirecto, para la cual éste [el
modelo de Grice, C.C.] ofrece una reconstrucción adecuada, presupone ya la posibilidad de un entendimiento
directo. El significado de una proferencia indirecta, inferido a partir de indicadores, es equivalente al significado
de una proferencia simbólica que el hablante habría realizado si hubiera estado en situación de entenderse direc­
tamente con el oyente. La proferencia indirecta ‘x’ es siempre parasitaria; presupone (al menos) la inteligibilidad
(validez intersubjetiva) de una proferencia ‘q’, a la cual H se refiere de manera inaudible cuando profiere ‘x’, a fin
de que A pueda verse motivado a inferir la intención de H a partir de ‘x’» (Habermas (1975/76), p. 343).
131 La existencia de esta estructura racional subyacente a la comunicación lleva a Grice a aventurar «cierta
demanda racional de una correspondencia entre categorías lingüísticas, de un lado, y categorías reales, o metafísi­
cas, de otro» (Grice (1986), p. 81). Esta declaración, sin embargo, no compromete ni aporta nada a su propues­
ta filosófico-lingüística.
132 J. R. Searle (1983): Intentionality. An essay in thephilosophy of mind, Cambridge, 1994, p. vii.
133 J. R. Searle (1974/76, 1986): «Meaning, communication and representation», en Grandy/Warner (eds.),
pp. 209-226, aquí pp. 211-212.
134 Ibid.
135 Se va a seguir, fundamentalmente, las exposiciones de Searle (1983) y Searle (1996): «Intentionality», en
Dascal et al. (eds.), vol. 2, pp. 1336-1345. Para el estudio crítico se van a tener en cuenta sobre todo las contri­
buciones recogidas en el volumen colectivo E. Lepore/R. V. Gulick (eds.) (1991): John Searle and his critics,
Oxford, 1993.
136 Cf. la introducción de los editores en Lepore/Gulick (eds.), pp. xi-xiv.
137 Searle (1996), p. 1336.
138 Searle (1983), p. 4.
139 Ibid., p. 5.
140 Ibid.
141 P.e. W. P. Alston (1991): «Searle on illocutionary acts», en Lepore/Gulick (eds.), pp. 57-80; K.-O. Apel
(1991), «Is intentionality more basic that linguistic meaning?», en ibid., pp. 31-55; J. Habermas (1991):
«Comments on John Searle...», en ibid., pp. 17-30. Alston declara: «si Searle contara con una explicación inde­
pendiente (...) para los estados psicológicos intencionales, podría entonces construir su explicación (...) para los
actos ilocutivos a partir de ella (...) Sin embargo, la dependencia conceptual parece ir en la dirección inversa. La
teoría de actos de habla se utiliza para proporcionar recursos a la conceptualización de los estados psicológicos
intencionales» (ibid, p. 75).
142 Searle (1991): «Response: Meaning, intentionality, and speech acts», en Lepore/Gulick (eds.), pp. 81-102,
aquí p. 101.
143 Searle (1996), p. 1336 [curs. mías, C.C.]
144 Ibid.
145 Searle (1996), pp. 1340, 1341.
146 Cf. Searle (1983), p. 7.
147 Cf. Searle (1965); «What is a speech act?», en id. (ed) (1971), Thephilosophy oflanguage, Oxford, pp. 39-
53; Searle (1969): Speech acts. An essay in thephilosophy oflanguage, Cambridge, 1992. Puesto que se volverá sobre
ello no se desarrolla aquí.
148 Searle (1996), p. 1338.
149 En la clasificación de los actos de habla se incluía un cuarto tipo de dirección de ajuste: la doble dirección
de los actos de habla declarativos. Para su realización, sin embargo, se requiere la existencia de alguna forma de ins­
titución, convención con reconocimiento social explícito, etc., así como determinadas condiciones de contexto; el
análisis de los declarativos ha de posponerse, por consiguiente, a que tenga lugar la explicación de cómo surgen los
usos convencionales e institucionalizados del lenguaje.
150 Searle (1996), p. 1338.
151 Cf. Alston (1991), esp. pp. 74-77; B. Vermazen (199?): «Questionable intentions», ms. Vermazen recoge
críticas análogas de otros autores.
152 Searle (1983), p. 12.
153 Todas las citas de este párrafo se toman de Searle (1996), p. 1339.
154 Searle (1996), p. 1340.
155 Cf. Searle (1983), caps. 3-4; id. (1996), pp. 1342-1345.

365
156 Cf. Searle (1983), p. 86, n. 5.
157 Cf. Davidson (1963): «Actions, reasons, and causes», en id. (1980), pp. 3-20.
158 Cf. Searle (1983), pp. 88-91.
159 Para una discusión de detalle, en el marco de la teoría de la acción, cf. Adams/Mele (1989): «The role of
intention in intentional action», en Canadian Joumal of philosophy 19 (1989), pp. 511-531 (reseñado por
Vermazen (199?)); J. Wakefield/H. Dreyfus (1991): «Phenomenology in action», en Lepore/Gulick (eds.), pp.
259-270; B. O’Shaughnessy (1991): «Searle’s theory of action», en Lepore/Gulick (eds.), pp. 271-287; B.
Vermazen (199?).
160 Cf. Searle (1983), cap. 5; id. (1996), p. 1342.
161 Searle (1983), p. 154.
162 Se siguen Searle (1983), cap. 6, e id. (1996), pp. 1344-1345.
163 Searle (1983), p. 162.
164 Cf. ibid., pp. 160-163.
165 Ibid., p. 164.
166 Ibid.
Cf. la referencia anterior a Searle (1965) y (1969).
168 Searle (1983), pp. 164-165; id. (1996), p. 1345.
169 Searle (1996), p. 1345; cf. id. (1983), pp. 167-168.
170 En relación con esto se encuentra la discusión de Searle tendente a diferenciar las nociones de intendo-
nalidad-con-c e intenáonalidad-con-s. Intencionalidad-con-c es la propiedad de la mente de orientarse hacia algo,
mientras que intensionalidad-con-s es una propiedad lógica de una clase particular de enunciados y otros fenó­
menos lingüísticos, consistente en que éstos dejan de satisfacer la prueba fregeana de la extensionalidad. Pero, aun­
que la representación lingüística de un estado intencional es característicamente intensional —pues se trata de la
representación de una representación-, sería un error categorial concluir que los estados mentales son, ellos mis­
mos, intensionales. (Cf. Searle (1983), cap. 7, e id. (1996), pp. 1342-1344.)
171 Cf. Searle (1996), p. 1345.
172 Searle (1983), p. 175.
173 Ibid., p. 169.
174 Ibid., p. 170.
175 Esta conclusión encuentra apoyo en la línea de crítica en la que han coincidido autores como W. P. Alston,
K.-O. Apel y J. Habermas (cf. ibid. antes). El argumento común defiende la necesidad de explicar la fuerza prag­
mática en términos del tipo de compromiso que el hablante contrae ante el oyente con su acto de habla -algo no
reductible a la intencionalidad de un único agente—. Esta interpretación, por otra parte, está en conformidad con
la primera teoría de Searle. Las primeras versiones de esta crítica, original de Habermas y Apel, encuentran eco en
la formulación más reciente de Alston cuando afirma que Searle «no ha sabido apreciar el elemento normativo,
regulativo, de los conceptos relativos al acto ilocutivo: cómo asumir la responsabilidad del cumplimiento de deter­
minadas condiciones se encuentra en el núcleo de la realización del acto ilocutivo (...) Mi sugerencia es (...) tomar
como núcleo de la cuestión la noción de asumir la responsabilidad de la satisfacción de condiciones cuando se emite
una oración» (Alston (1991), p. 77). Dentro de la teoría de la acción comunicativa, sin embargo, el elemento nor­
mativo que representa la fuerza ilocutiva no se explica en términos de una responsabilidad individual del hablante,
sino del compromiso que éste contrae ante el oyente de acreditar con razones, si se le requiere así, la pretensión de
validez de su acto de habla (cf. Habermas (1991), p. 28). - Sobre este problema se vuelve en la última sección.
176 Sí lo estarían, dentro del paradigma representacional de mente y lenguaje, con otros dos tipos básicos de
direcciones de ajuste, si se incluyen como tales —junto a la dirección de lenguaje-a-mundo y a la de mundo-a-len-
guaje- las dos siguientes: doble dirección de ajuste, y ninguna dirección de ajuste. Entonces puede incluso afir­
marse, como hace D. Vanderveken al describir su trabajo en colaboración con J. Searle: «Finalmente, la teoría de
actos de habla trata de las formas a priori del pensamiento (...) es preciso justificar (...) la clasificación de los pro­
pósitos ilocutivos según la cual existen exactamente cinco maneras básicas de utilizar el lenguaje para conectar un
contenido proposicional con el mundo. Por esto es por lo que Searle y yo hemos intentado realizar una deducción
trascendental de los cinco propósitos ilocutivos: asertivo, conmisivo, directivo, declarativo y expresivo, a partir de
la toma en consideración de las posibles direcciones de ajuste de las emisiones». El trabajo de Vanderveken con­
siste en el desarrollo de un lenguaje formalizado, sobre la base de una lógica de Montague, que permita expresar
los componentes pragmáticos y la lógica ilocutiva del significado. Sin embargo, este trabajo puede considerarse
más bien integrado en la primera teoría de actos de habla, como un desarrollo ulterior de la misma. La «declara­
ción de principios» de Vanderveken puede verse como una confirmación indirecta de la necesidad de basar la teo­
ría intencionalista en la identidad entre lenguaje y pensamiento o conciencia. (La obra conjunta de referencia es
Searle/Vanderveken (1985): Foundations ofillocutionary logic, 2 vols., Cambridge. La cita se toma de Vanderveken
(1993/1994): «Principies of speech act theory», en Cahiers d’épistemologie 9402 (1993/94), Montreal, aquí p. 83

366
[curs. mías, C.C.]. Cf. también Vanderveken (1983): «A model-theoretic semantics for illocutionary forces», en
Logique et analyse 103/104 (1983), pp. 359-394).
177 Cf. Searle (1983), p. 174.
178 Esta va a ser una de las discusiones centrales en el estudio del último Wittgenstein.
179 Searle (1983), p. 176.
180 Ibid., p. 172.
181 Cf. Searle (1965), (1969).
182 Este es el sentido que, en última instancia, cabe encontrar en la teoría intersubjetivista de la acción comu­
nicativa. Aunque Searle presentaba su propuesta como una «teoría institucional del lenguaje», el lenguaje sólo
podría considerarse «institución» en un sentido metafórico; más bien debería decirse que es una metainstitución,
en la medida en que cualquier otro acuerdo o concierto ha de tener lugar en el marco de un sistema simbólico
(lingüístico) compartido (cf. e.g. la observación final en Habermas (1991), p. 28).
183 Searle (1983), p. 178.
184 Ibid, p. 179.
185 Ibid., p. 179 [curs. mías, C.C.]
186 Ibid., p. 177.
187 La atribución de «intencionalidad» a expresiones lingüísticas, que en principio puede parecer una ocu­
rrencia extraña, cobra sentido si se recuerda la definición del concepto que ha hecho Searle: es la propiedad de
estar dirigido a, o tratar o ser acerca de, un objeto o estado de cosas en el mundo.
188 Searle (1996), p. 1345.
189 Searle (1988): «Collective Intentionality», conferencia pronunciada en el Instituto Goethe (Madrid,
1988). Puesto que el texto mecanografiado lleva la advertencia «not for quotation», se omitirán citas directas.
190 Con ello, Searle se sitúa críticamente con respecto a otras formulaciones dentro de las teorías intenciona-
listas de la acción; cita, en particular, la propuesta de Tuomela/Miller.
191 Searle (1991a): «Intentionalistic explanations in the social sciences», en Philosophy of social sciences 21/3
(1991), pp. 332-344, aquí pp. 343-344. Junto a este elemento Searle identifica otros cinco, que constituyen con­
juntamente las herramientas conceptuales posibilitadoras de un «análisis de la ontología de los hechos sociales»;
se trata de la auto-referencialidad de los hechos sociales, sistemas de reglas constitutivas, la noción de «intencio­
nalidad colectiva» —que se manifiesta en formas de comportamiento cooperativo—, la permeación lingüística de los
hechos sociales -no habría hechos sociales sin lenguaje, necesario para la propia auto-referencialidad- y, final­
mente, interrelaciones sistemáticas entre los distintos hechos sociales.
192 En respuesta a las críticas desde posiciones pragmatistas, Searle declara: «si el acto de habla tiene éxito, no sólo
el hablante significará algo, sino que el oyente entenderá lo que aquél significa (...) Pero es un error suponer que los ras­
gos que son característicos de la cooperación y la comunicación con éxito son parte de la definición del significado» (Searle
(1991): «Response: Meaning, intentionality, and speech acts», en Lepore/Gulick (eds.), pp. 81-102, aquí p. 99).
193 J. Margolis (1996): «Philosophy of language and psychology», en Dascal et al. (eds.), vol. 2, pp. 1590-
1603, aquí p. 1591.
194 Cf. J. Sleutels (1992): «Philosophical foundations of psychology of language and of psycholinguistics», en
Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 797-809. A esta exposición se hace referencia a continuación.
195 Sleutels (1992), p. 798.
196 Cf. Katz (1981): Language and other abstract objects, Oxford.
197 Cf. Skinner (1957): Verbal behaviour, Nueva York.
198 Sleutels refiere aquí al trabajo de Johnson-Laird (1983): Mental models. Towards a cognitive science oflan­
guage, inference and consciousness, Cambridge.
199 Sleutels (1992), p. 800.
200 Sleutels (1992), p. 802.
201 Se trata de los trabajos publicados en los años ‘70. En particular, sobre su posición funcionalista y su filo­
sofía de la mente, cf. Putnam (1978): «Realism and reason», en id., Meaning and the moralsciences, Londres, pp.
123-140. Sobre filosofía del lenguaje y la teoría de la referencia directa, cf.: Putnam (1973a): «Meaning and refe­
rence», en The Joumal ofphilosophy 70/19 (1973), pp. 699-711; Putnam (1975b): «The meaning of‘meaning’»,
en id. (1975), Mind, language and reality (Philosophical papers 2), Cambridge, Mass., 1987, pp. 215-271.
Posteriormente, Putnam abandonó esta posición funcionalista en filosofía de la mente y formuló lo que en filo­
sofía del lenguaje se conoce como realismo interno. Para la crítica a su primera posición funcionalista, cf. Putnam
(1988): Representation and reality, Cambridge, Mass. y Londres, 1992. Posteriormente ha abandonado también
esta posición y se ha aproximado a la de una forma de naturalismo basado en una teoría de la percepción -lo que
llama realismo naturalista-. Una descripción general del propio autor sobre su trayectoria intelectual puede leerse
en Putnam (1994): «Sense, nonsense, and the senses: an inquiry into the powers of the human mind (The Dewey
Lectures 1994)», en The Joumal of Philosophy 91/9 (1994), pp. 445-517.

367
202 Cf. Putnam (1994), pp. 457-458.
203 J. A. Fodor (1987): Psychosemantics. The problem of meaning in the philosophy of mind, Cambridge, Mass.
(trad. cast. de O. L. González-Castán, Madrid, 1994). Para la discusión crítica cf. la serie de contribuciones en B.
Loewer/G. Rey (eds.) (1991), Meaning in mind: Fodor and his crides, Oxford. La presente exposición de los principa­
les elementos teóricos del pensamiento de Fodor sigue fundamentalmente la introducción de los editores en ibid., pp.
xi-xxxvii.
204 Este postulado de un lenguaje del pensamiento, de estructura inequívocamente similar a la que resulta de
analizar el lenguaje natural con los intrumentos de la lógica estándar, ha llevado a Fodor a polemizar con filóso­
fos del lenguaje que defienden una teoría semantista y externalista, como Quine o Davidson. (Cf. p.e.
Fodor/Lepore (1993): «Is radical interpretation possible?», en Stoecker (ed), pp. 57-76.)
205 Si bien esto podría tener lugar siguiendo las líneas de lo sugerido por Grice (en particular, en id. (1957)),
Fodor ha observado críticamente que la teoría de éste no podría proporcionar una naturalización satisfactoria de
la semántica del lenguaje del pensamiento, pues hace derivar la intencionalidad de ciertas representaciones de la
de otras actitudes preposicionales consideradas más fundamentales y cuya intencionalidad permanece sin explica­
ción. (Cf. Loewer/Rey (eds.), pp. xix-xx.)
206 Cf. ibid, p. xxvii.
207 Se sigue de nuevo a Sleutels (1992), quien refiere a Churchland (1984): Matter and conciousness. A con-
temporary introduction to thephilosophy ofmind, Cambridge, Mass., y Churchland (1989): A neurocomputational
perspective. The nature ofmind and the structure ofscience, Cambridge, Mass. (cf. ibid., pp. 804-806). La posición
instrumentalista de D. C. Dennett tendría también rasgos eliminativistas.
208 Cf. Seleutels (1992), p. 809.
209 Cf. Searle (1980): «Minds, brains, and programs», en Behavioraland brain sciences 3 (1980), pp. 417-457.
El experimento se conoce como «de la caja china».
210 Es la crítica de Sleutels (1992), p. 804.
211 Cf. Putnam (1975b), pp. 219, 270. Putnam defiende entonces una explicación alternativa, en la que
-como ya se había visto- el significado de una expresión se hace equivaler a una secuencia finita o vector cuyos
componentes incluyen: marcadores sintácticos, marcadores semánticos, un modelo simplificado o estereotipo, y
la extensión del término. Se asume además un principio de división del trabajo lingüístico que intenta dar cuen­
ta de la dimensión social de la cognición, y se asigna a una clase determinada de términos, los de género natural,
el carácter de términos indéxicos. (Cf. ibid., esp. pp. 268-271.)
212 Searle (1983), p. 205; cf. la discusión general en cap. 8, esp. pp. 200-208.
213 Si se aplica esta definición al experimento mental de Putnam sobre una «tierra gemela», en la que el com­
puesto XYZ presenta todas las propiedades externas que el FQO tiene en la tierra y recibe además también el nom­
bre de «agua», puede decirse que el contenido estricto del término «agua» es la función que aplica el contexto
-propiedades de color, sabor, tacto, etc.- de los hablantes de la tierra sobre el elemento H2O, y el contexto de los
hablantes de la «tierra gemela» sobre el elemento XYZ. (Cf. Loewer/Rey (eds.), p. xxix.)
214 Ibid., p. xxix.
215 Algunos autores han observado que hasta tal punto eso es así que, cuando se estudian formas de vida no
humana, los contenidos cognitivos se representan normalmente mediante proposiciones lingüísticas: esto supone
un reconocimiento del valor irrebasable del modelo humano y de la autoridad del modelo lingüístico de la cog­
nición. (Cf. Margolis (1996), p. 1591.)
216 Margolis (1996), pp. 1591-1592. Es fundamentalmente esta propuesta la que se tiene en cuenta.
217 Ibid., pp. 1594-1602.
218 Cf. ibid., esp. pp. 1602, 1598.
219 Ibid., p. 1600.
220 Ibid., pp. 1602-1603.
221 No es casual que Margolis cite aprobatoriamente a filósofos como Gadamer, Lévi-Strauss, Barthes,
Derrida, Lacan o Foucault. (Cf. Margolis (1996), pp. 1599-1600.)

368
PARTE 4

Teorías pragmatistas
del significado
4.1. Significado y uso del lenguaje. La teoría de actos de habla

El enfoque general de las teorías que se van a estudiar ya ha quedado descrito. Unica­
mente parece necesario, antes de iniciar el estudio de la filosofía de Wittgenstein posterior
al Tractatus, advertir que el tratamiento que se va a hacer de la teoría de actos de habla
-como continuación de la perspectiva que introducen las Investigaciones- no es absoluta­
mente neutral. Lo que se ha llamado la segunda -o última- filosofía de Wittgenstein ha
encontrado desarrollo ulterior en otros planteamientos alejados de aquélla e incluso puede
considerarse que determinados aspectos de la teoría introducida por Austin y continuada
por Searle entran en conflicto explícito con una adscripción estricta a las tesis defendidas
por el primero. Esto se hará ver explíctamente cuando sea necesario.

4.1.1. L. Wittgenstein: Investigaciones filosóficas

Se suele recoger una anécdota narrada por Russsell y relativa a la dificultad de interpreta­
ción de los textos de Wittgenstein. Por sus aspiraciones estéticas, a menudo éste sintetizaba sus
ideas hasta el punto de hacerlas impenetrables y prescindía de exponer los argumentos que las
apoyaban. Cuando, en 1913, explicó a Russell que hacer esto último supondría «arruinar su
belleza», el primero le contestó que en ese caso tendría que encontrar un esclavo que realizara
esta tarea por él. Al parecer, más tarde el propio Wittgenstein reconoció su incapacidad para
expresar sus ideas mediante una argumentación sostenida. Esto explica la oscuridad de sus tex­
tos, aunque no la belleza que se descubre en ellos. Este rasgo ha hecho asimismo imprescindi­
ble el trabajo de estudiosos y críticos de su obra -los «esclavos» que reclamaba Russell- para
reconstruir con detalle los procesos de argumentación que permiten acceder a una filosofía ori­
ginal y revolucionaria. Este «trabajo colectivo», si bien ha tomado a menudo la forma de dis­
cusiones críticas y confrontaciones, ha permitido un consenso básico sobre el significado de los
conceptos y tesis fundamentales, así como sobre el significado de pasajes particularmente oscu­
ros. Entre las líneas de interpretación actuales cabe identificar también los planteamientos más
importantes y los puntos fundamentales de desacuerdo entre ellos. Todo lo anterior justifica la
necesidad de apoyar cualquier estudio sobre Wittgenstein en los análisis de los especialistas en
aquellos puntos básicos sobre los que hay consenso, así como la de prestar atención a las dife­
rencias de interpretación admisibles y acreditadas por la discusión crítica1.

i. El período de transición

Uno de los elementos de consenso es el reconocimiento de que a Wittgenstein se le deben


dos planteamientos teóricos radicalmente diferentes y autocontenidos en filosofía, con inde-

371
pendencia de cómo se interprete la transición entre ellos. Se ha estudiado ya la filosofía del len­
guaje ofrecida en el Tractatus y su influencia posterior en el Círculo de Viena y, en particular,
sobre Carnap. Se ha defendido, en particular, que el giro lingüístico’ introducido por
Wittgenstein continuaba y se alejaba al mismo tiempo del trabajo previo de Frege y Russell.
Pues suponía una transformación filosófico-lingüística de la idea de Kant: para el autor del
Tractatus sería el análisis del lenguaje el que, al modo de una reflexión casi-trascendental, per­
mite mostrar las precondiciones necesarias y generales de la representación de la realidad, enten­
dida como descripción lingüística del mundo. Pero, al mismo tiempo, la concepción de una
notación simbólica ideal, que pudiera expresar la lógica subyacente al lenguaje ordinario, esta­
ba en deuda con el desarrollo de la conceptografía por parte de Frege y su reelaboración por
Russell. En los años posteriores Wittgenstein fue adoptando una posición crecientemente críti­
ca con respecto al Tractatus', esta nueva perspectiva encontró finalmente su expresión más
madura, de nuevo según consenso, en las Investigaciones filosóficas. La tesis central de la teoría
figurativa del significado afirmaba una conexión lógica interna entre las proposiciones y los
hechos figurados por ellas, por vía de sus condiciones de verdad; la lógica subyacente a esta rela­
ción era veritativo-fúncional, lo que iba unido a la tesis de la independencia lógica de los esta­
dos de cosas en que consiste el mundo, estados constituidos a su vez por concatenaciones de
objetos en una relación interna que se refleja en la estructura interna de la proposición; esta rela­
ción aparecía como una conexión mn-trascendental, una precondición inevitable para la signi-
ficatividad pero que no era posible describir -de la que no se podía decir nada, pues sólo se mos­
traba. Posteriormente, Wittgenstein renunció a la teoría de la verdad como correspondencia: la
armonía entre lenguaje y realidad dejó de tener para él naturaleza lógica -identidad de forma
lógica entre la proposicición y el hecho figurado- para ser el resultado contingente de conven­
ciones lingüísticas; los hechos no eran ítems extralingüísticos, sino configuraciones internas a
una pluralidad genuina de formas de representación; las reglas del uso del lenguaje, o gramáti­
ca, pasaron a afirmarse como autónomas respecto a la realidad empírica. Esta misma tesis de la
autonomía de la gramática -que afirma que las reglas del uso del lenguaje no pueden verse
como «responsables» de la realidad extralingüística o de un tercer reino de lo «objetivo-no-real»—
es la que impide interpretar esta segunda filosofía de Wittgenstein en los términos del tipo de
idealismo lingüístico presente en el Tractatus. En vez de ello, y frente a la concepción del len­
guaje como un cálculo de reglas precisas subyacentes a la gramática superficial, las reglas de la
gramática se conciben como estándares normativos de la práctica lingüística: son estándares de
corrección para el uso de las expresiones, que en tanto tales les han de ser accesibles a los hablan­
tes. El método adecuado de clarificación conceptual no es el análisis lógico, sino la descripción
de las prácticas lingüísticas constituidas por entramados de juegos de lenguaje2.
Se ha hecho ya referencia al período de entreguerras y al contacto que se estableció por
entonces entre Wittgenstein y los filósofos del Círculo de Viena, del cual hay testimonio a
través de las actas de esas reuniones recogidas por Waissman3; parece que en esta época
Wittgenstein efectivamente asumió una versión fenomenalista del verificacionismo. Pero
sus ideas pronto sufrieron una transformación rápida y radical. Tomando como referencia
las indicaciones de H.-J. Glock4, pueden señalarse las siguientes etapas en la biografía inte­
lectual de Wittgenstein. Entre 1929 y 1933, lo que se conoce como el período de transición,
tuvieron lugar los cambios de perspectiva que se han señalado arriba. La incorporación de
Wittgenstein a la docencia en Cambridge como investigador asociado («research fellow»)
iba unida, en un primer momento, al proyecto de revisar algunas de las ideas del Tractatus;
la decisión de escribir un nuevo libro que continuase y corrigiese el primero dio lugar a un
conjunto de cuadernos de notas y manuscritos que no llegaron a publicarse en vida de
Wittgenstein. El primero de ellos, las Observaciones filosóficas5, representa su fase verifica-

372
cionista: había abandonado ya el atomismo lógico, pero retenía la idea de un lenguaje
«fenomenológico» primario que subyacería bajo la superficie del lenguaje corriente. Pronto,
en parte motivado por la influencia de sus conversaciones con el economista marxista Piero
Sraffa, abandonó la concepción del lenguaje como un sistema abstracto de precondiciones
íTW-trascendentales para la representación de la realidad y pasó a verlo como parte de una
práctica humana, de una forma de vida. El conocido como «Big Typescript» («Gran manus­
crito»), también entre los escritos postumos6, marca el final del período de transición y con­
tiene ya su concepción madura del significado y de otras nociones centrales, como la inten­
cionalidad y la filosofía. El conjunto de escritos compilados bajo el título general de
Gramática filosófica'1 procede de ese manuscrito y de otros fragmentos en los que
Wittgenstein intentó reelaborarlo. Durante 1933-34, Wittgenstein dictó a sus alumnos en
Cambridge el Cuaderno azul\ se trata de un texto no aforístico sino discursivo, en el que
Wittgenstein critica el solipsismo metodológico de su etapa verificacionista e introduce las
nociones centrales de criterio y parecidos de familia. En 1932 ya había abandonado la idea
de que son las proposiciones sobre datos sensoriales, o las que pueden verificarse por recur­
so a la experiencia inmediata, las que proporcionan la base del lenguaje. Entre 1934 y 1936
dio cursos sobre experiencia privada y datos sensoriales y comenzó a formular dos tesis fun­
damentales: lo que se conoce como argumento del lenguaje privado, y la idea de que los
enunciados de primera persona en presente de indicativo son testimonios (en alemán,
«Ausdrücke» o «Áufierungen»; en inglés «avowals», «expressions», «manifestations»). En el
curso 1934-35 dictó el Cuaderno marrón, que consiste en una aplicación repetida del
«método de juegos de lenguaje» para la discusión de prácticas lingüísticas ficticias9.
Al finalizar su contrato en Cambridge, y tras el período de 1936-37, Wittgenstein
comenzó a escribir los manuscritos que finalmente darían lugar a las Investigaciones filosóficas.
Por otra parte, en todo el período comprendido entre 1929 y 1944 escribió sobre filosofía de
las matemáticas; los textos más importantes se publicaron en las Observaciones sobre funda­
mentos de matemáticas™ y aquí aparecen sus tesis principales sobre este tema y -lo que tiene
un interés particular para su filosofía del lenguaje y su teoría del significado— reflexiones fun­
damentales sobre la noción de seguir una regla. Wittgenstein consideró que las matemáticas
no eran un cuerpo de teorías sobre entidades abstractas, sino parte de una práctica humana;
al problema de Kant de cómo es posible que las proposiciones matemáticas sean verdaderas
en su aplicación a la realidad empírica si se establecen a priori, le dio una solución radical al
afirmar que lo que estas proposiciones matemáticas expresan son reglas para la transforma­
ción de otras proposiciones relativas a la realidad empírica. Según esta concepción, una
demostración matemática no lo es de verdades relativas a la naturaleza de los números o las
formas geométricas -entidades ideales en un mundo platónico-, sino un fragmento en la for­
mación de conceptos: la demostración estipula una nueva regla para la transformación de
enunciados verdaderos sobre la realidad. Esto implicaba una nueva forma de convencionalis­
mo, distinta de la del positivismo lógico, y según la cual las proposiciones necesarias de las
matemáticas y la lógica no son expresión de convenciones del significado, sino reglas, normas
de representación que determinan en parte el significado de las palabras. Esto tiene una apli­
cación directa en su explicación de los significados del lenguaje corriente.
En 1946 dejó de trabajar en el manuscrito de la primera parte de las Investigaciones, su obra
más madura; aunque nunca lo finalizó, sí autorizó su publicación -que tuvo lugar postuma­
mente, en 1953. Mientras que, en las Investigaciones, nociones mentales como las de intencio­
nalidad, comprensión o pensamiento tienen importancia por su conexión con la de significa­
do, entre 1945 y 1949 la psicología filosófica fue el tema predominante de sus escritos y sus
conferencias, recogidos en varias publicaciones postumas: Observaciones sobre filosofía de la psi-
cologia, Ultimos escritos sobrefilosofía de la psicología^, y segunda parte de las Investigaciones. Los
últimos años de su vida trabajó sobre el problema de los colores (Observaciones sobre los colores)
y sobre epistemología (Sobre la certeza)ii. 12. En esta última obra, Wittgenstein intentó mostrar
que tanto las dudas escépticas relativas a nuestro conocimiento del mundo material, como los
intentos fundacionalistas de encararlas, son igualmente erróneos. Todo el trabajo posterior a la
primera parte de las Investigaciones se ha visto como un desarrollo independiente de aquéllas,
aunque puede considerarse que no lo contradice en lo esencial sino que lo complementa y lo
extiende a otras áreas13. Ambas etapas tienen en común la presencia de aclaraciones que supo­
nen una refutación de tesis filosóficas muy arraigadas, tanto tradicionales como más recientes.
En el ámbito de la filosofía de la mente y de la psicología filosófica, como ha señalado
P. M. S. Hacker, una gran parte de los problemas filosóficos surgen cuando, erróneamente
llevados por similaridades en las formas gramaticales, proyectamos características de un
juego de lenguaje sobre otro. En general se defiende lo que Hacker ha llamado la «concep­
ción interior/exterior de lo mental»; dentro de ella, la naturaleza de lo «interior» se conci­
be de muy diferentes maneras: como una sustancia mental pensante (Descartes), como
impresiones e ideas sin sujeto (Hume), imágenes y datos sensoriales (fenomenalismo), esta­
dos cerebrales (materialismo del estado central), estados funcionales con una realización
neuronal (funcionalismo contemporáneo). En todos los casos, las expresiones psicológicas
se consideran nombres de objetos o propiedades, estados, acontecimientos o procesos «inter­
nos» que, en su calidad de nombres, son lógica y semánticamente semejantes a los nombres
de análogos «externos». El debate se centra entonces en la naturaleza de lo que esas expre­
siones nombran; se discute si sus nominata son mentales o neuronales, o si designan dis­
posiciones conductuales y su realización o meras ficciones. Pero en todos los casos perma­
nece sin estudiar el uso específico de las expresiones psicológicas y las condiciones de ese
uso: si la gramática de la expresión «es el nombre de una experiencia» es idéntica a la gra­
mática de «es el nombre de un objeto», y si los conceptos de «estado mental», «proceso
mental», etc. son similares a los conceptos de «estado físico», «proceso físico», etc., tal y
como lo sugiere su apariencia gramatical. Llevar a cabo este estudio fue la propuesta de
Wittgenstein; y sobre la base de aclaraciones lingüísticas como las indicadas defendió, tanto
en la primera parte de las Investigaciones como en otros escritos, que un lenguaje privado es
imposible-, que a los estados internos les son constitutivos determinados criteros externos;
que los testimonios no son descripciones de una experiencia propia; que «sé que tengo
dolor» no es un enunciado epistémico; que distintas personas pueden tener la misma expe­
riencia, etc. Lo importante a tener en cuenta es que estas observaciones «no son tesis, que
se establezcan en competición con otras tesis filosóficas. Son elucidaciones gramaticales que
se alcanzan por medio de un examen doloroso de los usos de las expresiones»14. Esta es la
propuesta metodológica que está presente también en la primera parte de las Investigaciones
para el estudio de la noción de significado; en esta obra se va a centrar la exposición.

ii. Investigaciones filosóficas. Crítica a la concepción semanticista y nueva teoría


del significado15

Investigaciones filosóficas

Parece que, tras la redacción del primer borrador de las Investigaciones, §§1-189,
Wittgenstein dudó si continuarlo con sus reflexiones sobre filosofía de las matemáticas
(Observaciones sobre fundamentos de matemáticas, Parte I) o un examen de la gramática de lo

374
mental. Según Hacker, tanto en el caso de la concepción realista platónica de los números y
la concepción opuesta del formalismo, como en la concepción interior/exterior de lo men­
tal y la concepción opuesta del conductismo, el diagnóstico de Wittgenstein fue que una
misma concepción del lenguaje estaba presente: lo que siguiéndole se denomina «concep­
ción agustiniana»16, es decir, la concepción tradicional según la cual la relación semántica
fundamental es la del nombre con lo nombrado. Es la crítica a esta concepción del lengua­
je la que abre la primera parte de las Investigaciones, lo que obliga a Wittgenstein a introdu­
cir las principales nociones de su nueva propuesta. Defiende que el significado de una pala­
bra no es un objeto designado, sino su uso según reglas gramaticales; estas reglas se entienden
a su vez como estándares de corrección. Ni siquiera las definiciones ostensivas proporcionan
alguna suerte de conexión privilegiada entre el lenguaje y la realidad: pues los objetos a los
que se señala cumplen la función de ejemplos arquetípicos, de modelos para el uso correcto
del nombre; en este sentido, tanto los objetos nombrados como los hechos descritos son
parte de la gramática, parte del uso regulado. En consecuencia, la primera parte de las
Investigaciones continúa con una amplia elucidación de uno de los temas también centrales
en su reflexión sobre filosofía de la matemática: la noción de seguir una regla. Las reglas no
son formulaciones abstractas a las que cupiera atribuir una naturaleza separada de sus apli­
caciones: seguir una regla es una práctica, es una capacidad inseparable de sus realizaciones.
Por ello, para establecer cuándo un hablante sigue competentemente una regla se requieren
criterios externos; esto implica que los criterios externos, conductuales, sean en parte cons­
titutivos del significado, también en el caso de los términos mentales. Incluso lo que se llama
«comprensión del significado» ha de verse como una capacidad para el uso correcto y, en esta
medida, ni «comprender» ni otras nociones tradicionalmente asociadas con supuestos esta­
dos o procesos mentales, como «pensar» o «experimentar», pueden separarse de la gramáti­
ca que guía el uso correcto de las expresiones correspondientes: «comprender», «pensar»,
«experimentar» no designan procesos psicológicos, sino una capacidad que se pone de mani­
fiesto al usar la expresión correctamente. Lo que así queda establecido en las Investigaciones
es un presupuesto para lo que sigue: la discusión conocida como el argumento del lenguaje
privado, y con la cual Wittgenstein refuta la concepción según la cual la experiencia subjeti­
va está a la base del conocimiento y el lenguaje. La estrategia de Wittgenstein se apoya en la
imposibilidad de nombrar ni siquiera las propias sensaciones e ideas sin contar con reglas,
con estándares que permitan distinguir entre el uso correcto y el incorrecto de los términos
que las nombran; constatarlo así le permite concluir que sólo puede tener significado un len­
guaje cuyas reglas puedan en principio ser explicadas a otros y comprendidas por otros -es
decir, sólo la idea de un lenguaje público, no privado, es inteligible.
Es posible estudiar las Investigaciones distinguiendo en la obra tres grandes bloques o
secciones.

- Las proposiciones §§1-142 introducen la crítica a la concepción «agustiniana» del lengua­


je -en particular, a la teoría semántica del Tractatus- y la nueva propuesta de Wittgenstein.
La sección puede subdividirse: §§1-27 tratan directamente de la crítica indicada; §§27-64, de
la definición ostensiva y el análisis; §§65-88, de la determinación del sentido; §§89-133, de
la filosofía; §§134-142, de la forma general de la proposición.

- Las proposiciones §§143-242 tratan de la noción de reglar, una primera subsección, §§143-
184, estudia fundamentalmente la gramática de los conceptos de explicar/comprender un sig­
nificado; la segunda, §§185-242, la relación interna entre las reglas y sus aplicaciones.

- Las proposiciones §§243-315, finalmente, contienen el argumento del lenguaje privado'7.

375
Las proposiciones §§316-490 aplican lo anterior a temas conexos, como el pensa­
miento, la expectativa y el cumplimiento; las últimas páginas, desde §491 hasta el final,
contienen muchos párrafos que reproducen los de la Gramática filosófica. A. Kenny recoge
la indicación de los editores de que la intención de Wittgenstein era suprimir gran parte de
ellos y elaborar en su lugar las notas de 1947-1949 que figuran también en la segunda parte
de las Investigaciones^.

Proposiciones §§1-142

Las Investigaciones se abren con un pasaje de las Confesiones, I, 8 de Agustín de Hipona


donde éste, en un estilo autobiográfico, describe su aprendizaje de la lengua materna.
Wittgenstein parece haberlo elegido porque ofrece la imagen pre-teórica de una concepción
del lenguaje fuertemente arraigada y que subyace a teorías filosóficas más elaboradas19. En
la descripción de Agustín, Wittgenstein identifica dos tesis filosófico-lingüísticas: primero,
que toda palabra del lenguaje tiene un significado asociado, y este significado es el objeto
que la palabra nombra, es decir, aquél por el que está (su referencia); y segundo, que todas
las palabras del lenguaje nombran objetos, y las oraciones son combinaciones de esos nom­
bres. Wittgenstein hace ver entonces que, frente a este uso designativo del lenguaje, es posi­
ble imaginar otras maneras de operar con las palabras. Las expresiones de número, como
«cinco», o de color, como «rojo», sirven para clasificar u ordenar objetos, o para formar gru­
pos de objetos; y esta función sería su significado. Si se pregunta por el «significado», la
explicación que se dé habrá de consistir, en estos últimos casos, en una descripción del
modo en que se opera con esas palabras, de su modo de uso. Aquí, la referencia al uso no
puede hacerse retroceder indefinidamente a otra descripción o explicación en términos más
básicos: «Las explicaciones acaban en alguna parte». La descripción de Agustín es sólo un
sistema de comprensión, válido en ámbitos limitados de empleo del lenguaje; pero hay
otros posibles. Wittgenstein ve que los distintos usos del lenguaje son comparables a los jue­
gos: hay que contar con una diversidad de ellos, cada uno determinado por reglas específi­
cas. Por ello concluye que hay que evitar el extravío de suponer un concepto general de sig­
nificado, pues ello impide ver con claridad cómo funciona el lenguaje, qué fin cumplen las
palabras. Agustín describía un modo «primitivo» de uso, en donde la finalidad era enseñar
el lenguaje a un niño; pero aquí no se trata, entonces, de explicar el significado de las pala­
bras, sino de adiestrar en su uso: por medio de este adiestramiento, que puede estar basado
en definiciones ostensivas, se logra una determinada comprensión del significado, es decir:
se aprende un determinado uso. Wittgenstein defiende que la descripción del aprendizaje
del lenguaje por los niños es sólo un modelo arquetípico de un posible modo de empleo
del lenguaje: al observar el uso del lenguaje en el contexto de una actividad, se aprende a
reaccionar de un modo determinado a las palabras de los otros. Siguiendo con la analogía
de los juegos, este modelo sencillo de uso del lenguaje en el contexto de su aprendizaje es
un juego de lenguaje; y también lo serían otros modelos sencillos de uso y otros ejemplos
arquetípicos de modos de operar con las palabras. Este concepto puede generalizarse:
«También llamaré ‘juego de lenguaje’ al todo formado por el lenguaje y las actividades con
las que está entretejido»20. Tanto en el caso de los juegos de lenguaje imaginarios, como en
el de los reales, la palabra ‘juego de lenguaje’ pretende poner de manifiesto que hablar el
lenguaje es parte de una actividad, o de una forma de vida.
El lenguaje puede verse entonces como una caja de herramientas, en la que las palabras
cumplen muy distintas funciones -entre las cuales las de nombrar objetos o representar esta­

376
dos de cosas son sólo dos de otras muchas posibles. Wittgenstein enfatiza la diversidad de
empleos posibles -de operaciones con las palabras y funciones de éstas-; describe varios
modelos imaginarios de usos sencillos del lenguaje, o de juegos de lenguaje, y ofrece una
amplia lista de ejemplos de juegos de lenguaje corriente: dar y cumplir una orden, describir
un objeto según distintos puntos de vista, formular una hipótesis, etc. Sin embargo,
Wittgenstein observa que esta cualidad del uso de las palabras, que constituye su significado,
permanece en ocasiones oculta por la igualdad formal de las expresiones; así, la misma expre­
sión puede emplearse para describir un estado de cosas o para dar una orden, como en «¡cinco
platos!»; y el contexto puede permitir la constatación de que «lo que él dice tiene la forma de
una pregunta, pero es en realidad una orden». La función que haya de desempeñar una expre­
sión -por ejemplo, la de contar como una orden- está determinada por «la praxis del len­
guaje». Frente a la introducción por parte de Frege de un signo para indicar el juicio,
Wittgenstein afirma que no hay una única manera de hacer una aseveración, ni una única
forma lógica que asignar a la expresión de un juicio; la afirmación no consiste en dos actos de
habla distintos, el de la enunciación y el de la aseveración, sino que se establece en el empleo.
Frente a su análisis del significado en términos de sentido y referencia, Wittgenstein observa
que no todas las palabras tienen por función referir a algo, y que la igualdad de «sentido» sólo
puede entenderse como igualdad de empleo21.
Con respecto al caso particular de las definiciones ostensivas, Wittgenstein observa que
en ningún caso se establece una correspondencia directa entre la palabra o expresión y el
objeto nombrado; también aquí mi determinación de la referencia «dependerá de las cir­
cunstancias bajo las cuales se da, y de a quién se la dé». La propia definición ostensiva no
fija unívocamente una referencia, sino que admite una pluralidad de interpretaciones. Los
ejemplos paradigmáticos de definiciones o explicaciones de un término por ostensión son,
en las Investigaciones, los términos numéricos o de color; y en estos casos dice Wittgenstein
que la definición ostensiva explica el uso -el significado- de la palabra cuando ya está claro
cuál es el papel que la palabra puede desempeñar en el lenguaje. Así, es posible explicar el sig­
nificado de la palabra «sepia» mediante la explicación ostensiva «esto es sepia»; pero esta
explicación ostensiva sólo ayuda a la comprensión de la palabra cuando ya se sabe algo
antes: que la palabra «sepia» es en ese contexto una designación de color, es decir, que la
nueva palabra cumple el tipo de función o tiene el tipo de uso que corresponde a las pala­
bras de color en general. Por analogía con el juego del ajedrez, la explicación ostensiva «este
es el rey» referida a una figura sólo ayuda a comprender qué función va a cumplir la pieza
así definida cuando ya se domina el juego; análogamente, para que la explicación ostensi­
va muestre el uso de una nueva palabra es preciso que «la posición esté ya preparada». Esto
es posible incluso sin un conocimiento explícito de la formulación de las «reglas del juego»;
pero no puede prescindirse del tipo de capacidad o saber previo que permite llevar a efec­
to dicho juego. La definición ostensiva, por consiguiente, no se limita a dirigir la atención
de modo inmediato a una forma, un color, o un objeto en general; es preciso conocer el
conjunto de procedimientos que llamamos «jugar una partida de ajedrez», o «describir el
color de un objeto»22. Esto permite también una precisión importante: en todos aquellos
pasajes en que Wittgenstein, aparentemente, identifica el significado con el uso -p.e.
Investigaciones, §§30, 43-, es preciso completar: el significado es el uso según reglas.
Todo lo anterior permite precisar la crítica a la teoría semantista del Tractatus y al méto­
do analítico en general; pero lo que Wittgenstein dice puede aplicarse igualmente a cual­
quier teoría en la que prevalezca la función designativa y representativa del lenguaje como
función semántica primordial -así, cita el Teeteto como ejemplo tradicional de lo mismo.
Ironizando acerca de su propia pretensión inicial, muestra cómo no es posible llevar a cabo

377
un análisis del lenguaje que culmine en constituyentes simples -los «nombres» del
Tractatus- y supuestamente en correspondencia con los elementos ontológicamente simples
de la realidad —los «objetos» del Tractatus. Pues los propios conceptos de «simple» y «com­
puesto» son relativos al juego de lenguaje, al punto de vista, a las circunstancias, a la fun­
ción o modo de empleo del lenguaje, etc: «Utilizamos la palabra compuesto’ (y también la
palabra ‘simple’) en un sinnúmero de maneras distintas, emparentadas entre sí». De modo
que los «constituyentes últimos» no van a ser esencias autosubsistentes o elementos irre­
ductibles, sino que dependerán de la finalidad del juego o del tipo de práctica lingüística.
Correlativamente, un enunciado no es una representación de un estado de cosas gracias a
una identidad estructural, sino que constituye un «movimiento», una operación dentro del
juego de lenguaje de que se trate; el enunciado -la proposición- carecería de sentido sin el
sistema en el que está integrado y sin el contexto general del que forma parte. El sentido de
una proposición es su función en la práctica lingüística que contribuye a constituir. Con
estas indicaciones, Wittgenstein está minando la posibilidad de cualquier tesis filosófica de
carácter metafísico acerca de la realidad o de la esencia del lenguaje; pero no está rechazan­
do la posibilidad de contar con algún método que permita conocer más de cerca cómo
están constituidos los juegos de lenguaje. Lo que se precisa es atender a las singularidades
de los procesos que constituyen esas prácticas lingüísticas, «qué ocurre visto desde cerca»13.
Al considerar así las cosas, Wittgenstein observa que no hay algo que pueda llamarse
«la forma general de la proposición y del lenguaje». Pues lo que se llama «lenguaje» no es algo
unitario, sino un conjunto de fenómenos que, al estar emparentados entre sí de maneras
diversas, se designan mediante una palabra única. Pero, frente a la tendencia esencialista, el
resultado de una observación cuidadosa sólo muestra una complicada red de semejanzas
entre los diversos usos y juegos de lenguaje; de modo análogo a lo que ocurre con los jue­
gos en general, en el caso de los usos y juegos de lenguaje el tipo de vínculo o relación que
aparece entre ellos puede describirse mediante una imagen: «parecidos de familia». Un
mismo término se puede usar en una diversidad de maneras; cuando entre éstas existe una
similaridad, un «parecido de familia», Wittgenstein habla de que el término designa un con­
cepto-. es decir, no se cuenta con una pluralidad de significados -uno por cada modo de
uso-, sino que la similaridad o «solapamiento» da lugar a la formación de un concepto. Como
ejemplos, Wittgenstein recurre al propio concepto de juego, o al concepto de número. Este
último caso cobra el valor de un arquetipo: los distintos tipos de números -cardinal, racio­
nal, real, etc.— admiten una definición unívoca de carácter analítico, pero todos ellos se sub­
sumen bajo un concepto común. Aunque es difícil saber con exactitud a qué hace referen­
cia Wittgenstein al hablar de que los distintos tipos de números están «emparentados» entre
sí, sí parece claro que en este caso paradigmático no puede decirse que la diversidad que
subsume haga del de «número» un término ambiguo, como tampoco las distintas aplica­
ciones posibles del mismo permiten hablar de una pluralidad de significados. Por otra
parte, su insistencia en que este método de formación de conceptos no admite el estableci­
miento de límites rígidos entre ellos -los conceptos así formulados son de «bordes difusos»-
no impide que, dentro del conjunto de casos que el método puede incluir, sí puedan encon­
trarse definiciones analíticas. Finalmente, los conceptos formados a partir de parecidos de
familia no son los únicos que no admiten una determinación o una definición exactas, o
que no se ajustan al modelo esencialista. Así, los conceptos de color se emplean también en
una pluralidad de casos, sin que quepa identificar un único rasgo o una única propiedad
que todos comparten24.
Uno de los criterios que permite subsumir una pluralidad de usos bajo un mismo con­
cepto es la explicación que se da de él, es decir: que puede darse una explicación de lo que el

378
término significa, o delimitárselo mediante ejemplos paradigmáticos, o mostrando distintas
aplicaciones del mismo. Saber, por ejemplo, lo que es un juego, no es equivalente a poder dar
una definición que permanecería «oculta» pero subyaciendo al concepto, sino que -como
Wittgenstein pregunta retóricamente- «¿[n]o expresa por entero mi saber, mi concepto de
juego, la explicación que yo podría dar?». Este saber se muestra en la capacidad de describir
ejemplos de juegos, o de construir nuevos juegos por analogía con los anteriores, o de excluir
determinadas prácticas del concepto de juego. Esto lleva a una serie de observaciones de
importancia capital, y que Wittgenstein va a desarrollar más adelante. Observa, por ejem­
plo, que la formación de conceptos mediante parecidos de familia excluye la posibilidad de
asociar, con cada uso de un término, un conjunto fijo de reglas según el cual se procede. El
saber en que consiste el significado es, más bien, semejante a una capacidad o habilidad; así,
saber cómo usar la palabra «juego» es similar a saber cómo hacer sonar un clarinete. El saber
del significado no puede identificarse con un saber sustantivo, bien de contenidos, bien de
reglas fijas; pues no hay reglas fijas para todas las situaciones posibles en que un término
puede usarse. Por ello hay que entender ese saber como una capacidad que se manifiesta en
sus realizaciones, es decir: en los usos correctos del término -incluidas las explicaciones del
significado, los ejemplos de aplicaciones paradigmáticas, etc.
Al rechazar la existencia de reglas fijas para el uso de cada término Wittgenstein no está,
sin embargo, negando que haya reglas. Pero esta noción de regla no puede entenderse en el
sentido de una fórmula o de una prescripción, de una enunciación formal. Una regla para
el uso del lenguaje tampoco es algo que «subyace», y que es preciso «interpretar» a partir
del uso que se observa. Pues esto conduciría a una situación paradójica, en la que serían
posibles distintas interpretaciones o formulaciones para lo que se supone una misma regla;
e incluso habría que contar con reglas para interpretar correctamente reglas, etc. Pero la
dificultad surge con el error de creer, como hizo el autor del Tractatus, que existe una «lógi­
ca sublime» que subyace al lenguaje, o un conjunto de reglas exactas cuyo conocimiento
está presupuesto en el uso correcto de las palabras. La solución de Wittgenstein sólo está
por el momento apuntada: «Una regla está ahí como un indicador de caminos (...) El indi­
cador de caminos está en orden cuando, en contextos normales, cumple su finalidad». La
regla no es una formulación abstracta que haya que aplicar a casos concretos; ella es inse­
parable de estas aplicaciones, cuando cumple su finalidad -cuando las aplicaciones son
correctas-25. Pues no hay reglas ocultas tras la superficie del lenguaje corriente, que actúen
a distancia o puedan identificarse con el esqueleto formal de un lenguaje lógico ideal, el len­
guaje lógicamente perfecto.
Esta última idea aparece reiteradamente en un conjunto de proposiciones en las que
Wittgenstein expone a una crítica radical la concepción de la naturaleza del lenguaje pre­
sente no sólo en la semántica filosófica {Tractatus, Frege, Russell), sino también en la filo­
sofía tradicional que preguntaba por las esencias. Así, cuando se exige «exactitud» en una
explicación o una definición conceptual, parece aspirarse a un ideal al que sin embargo no
se tendría acceso; se olvida con ello que el propio concepto de exactitud depende de que la
explicación alcance, mejor o peor, su objetivo. El supuesto fundamental del Tractatus era el
de que la lógica representaba el orden a priori del mundo, es decir, el orden de las posibi­
lidades que el pensamiento y el mundo habían de tener en común; esta lógica subyacía al
uso corriente del lenguaje, se encontraba por así decir «bajo la superficie». Preguntar por la
esencia del lenguaje, de la proposición o del pensamiento era buscar una respuesta defini­
tiva, dada de una vez por todas e independiente de cualquier experiencia -pues la lógica así
entendida era la que hacía posible las preguntas de las ciencias naturales. Por ello también
se consideraba que la tarea de la filosofía era llegar al análisis último de las formas lingüís­

379
ticas, a una «forma completamente analizada» de la proposición: se asumía que en ella se
encontraría el orden a priori compartido por el lenguaje y el mundo, las reglas claras y pre­
cisas de la esencia de un lenguaje lógicamente perfecto. Ahora, sin embargo, la perspectiva
de Wittgenstein cambia. Si bien la filosofía sigue sin ser una forma sustantiva de conoci­
miento y carece de valor cognitivo, pues sus consideraciones no son las de las ciencias ni
pretende establecer teorías o hipótesis empíricas -en este sentido sigue siendo a priori-,
ahora su tarea tiene que ver con la elucidación de cuestiones de significado: el modo de con­
sideración es gramatical. Wittgenstein consiera que muchos de los problemas filosóficos
surgen por una falta de comprensión o de atención al uso de las palabras; se pregunta por
la esencia o el fundamento supuestamente oculto tras ellas, sin ver que el significado con­
siste en el uso, en la función que estas palabras cumplen o en el modo en que operamos
con ellas. Así, «lenguaje» o «proposición» no designan conceptos únicos, sino un conjunto
de posibles aplicaciones emparentadas entre sí por parecidos de familia. Esto significa que
lo que aparece como una «esencia», con una naturaleza a priori respecto a cualquier expe­
riencia posible, son en realidad cuestiones gramaticales: dependen de las reglas de uso de
los términos. La tarea de la filosofía es la aclaración gramatical, de modo que lo que está
por sí mismo «en orden tal como está» -el uso regulado de las palabras en que consiste su
significado o sentido— no se vea distorsionado por un modo de preguntar «filosófico» que
no distingue, en ocasiones, los distintos usos de un mismo término y asocia éste a una
«esencia». En tanto que hablantes competentes, conocemos las reglas de la gramática; por
ello, describirla o explicarla no puede llevar a nuevos descubrimientos o a la construcción
de teorías: se trata de contemplar lo que ya está a la vista y reconducir las palabras a su
empleo en el lenguaje corriente. Puesto que las preguntas tradicionalmente filosóficas del
tipo «¿qué es?», en la medida en que pretenden ser concernientes a aspectos «esenciales» y
no contingentes o empíricos, surgen de la falta de claridad acerca de la gramática, la tarea
de la filosofía es —no describir o explicar la realidad, sino— aclarar nuestras propias formas de
representación. Si la filosofía «deja todo como está», y si las tesis en filosofía no son algo que
pueda discutirse, es porque lo que ofrece es una recopilación de aclaraciones gramaticales
relativas al modo de empleo de términos y proposiciones en circunstancias y contextos rea­
les26.
En el caso de las proposiciones, en particular, se ha visto ya que su sentido viene dado
por la función que cumplen en determinadas circunstancias y respecto al sistema en el que
se integran, según determinadas reglas; y se ha visto, también, que existe siempre una diver­
sidad de interpretaciones posibles de las reglas, cuando se pretende identificar a éstas
mediante formulaciones explícitas y exactas —lo que remitía a la paradoja de tener que supo­
ner «reglas de reglas». En el Tractatus, lo esencial a la naturaleza del lenguaje era la forma
lógica, constitutiva de las posibilidades veritativas de las proposiciones; la proposición tenía
sentido cuando su estructura era idéntica a la de un estado de cosas que la hacía verdadera
o falsa. A esta identidad estructural Wittgenstein la llamaba «regla de proyección» y, para
evitar el peligro de una pluralidad posible de reglas de proyección —lo que anularía el pre­
supuesto filosófico-lingüístico fundamental del Tractatus: la identidad de forma lógica entre
el lenguaje y la realidad-, Wittgenstein tuvo que postular la existencia de una relación inter­
na entre la proposición, en tanto que figura de la realidad, y el estado de cosas por ella figu­
rado: esta relación interna no era sino la regla de proyección, que, de este modo, pasaba a
quedar integrada en el «interior» de la proposición misma; la teoría figurativa del significa­
do consistía en la estipulación de que la relación figurativa, o método de proyección, era
parte integrante de la figura, constituía a la figura como tal. Ahora, la nueva determinación
del sentido en términos del uso lleva a una perspectiva muy diferente: lo que proyecta los

380
signos lingüísticos sobre la realidad no es sino el uso que se hace de ellos, según reglas gra­
maticales27.

Algunas nociones fundamentales

Por gramática1* de un término, proposición o expresión Wittgenstein entiende una


determinada manera de uso: las reglas de la gramática, en este mismo sentido pragmático,
son estándares para el uso correcto de una expresión y que determinan su significado; dar
el significado de una palabra es especificar su gramática. La gramática de un lenguaje, en
un sentido global, es el sistema total de reglas gramaticales para sus expresiones; estas reglas
de la gramática son entonces constitutivas del lenguaje, en la medida en que determinan lo
que tiene sentido decir29. Aunque la gramática de una lengua no es universal, la gramática
de determinados términos individuales, como «comprender», sí lo es: pues se constata que
las distintas lenguas tienen conceptos equivalentes. Una de las tesis centrales de
Wittgenstein, como se va a ver, es la de que hablar una lengua -hablar el lenguaje- supo­
ne integrarse en una actividad guiada por reglas: por vía del concepto de gramática,
Wittgenstein enfatiza el vínculo entre lenguaje, significado y reglas y enfatiza la distinción
entre «proposiciones empíricas», que hablan de la realidad, y «proposiciones gramaticales»,
que se utilizan para expresar una regla; el criterio para la distinción consiste en observar si
la proposición se usa como estándar de corrección lingüística30.
Se ha establecido que31, a partir de 1930, Wittgenstein utilizó la comparación de los sis­
temas axiomáticos con el juego del ajedrez; tomó la analogía de los formalistas, que habían
tratado a la aritmética como un juego con símbolos matemáticos. Frege se había opuesto a
esta concepción, al considerar que la aritmética o bien trataba meramente con signos o era
relativa a aquello por lo que estaban los signos. Wittgenstein introduce una nueva perspec­
tiva: el «significado» de un signo matemático, al igual que el de una pieza de ajedrez, es la
suma de las reglas que determinan sus posibles «movimientos» o «jugadas». La noción de
juego de lenguaje es el resultado de una extensión de la analogía del juego a la totalidad del
lenguaje, que Wittgenstein llevó a cabo a partir de 1932 -sustituyendo, de ese modo, la
anterior analogía del Tractatus entre el lenguaje y un cálculo. Los estudios han permitido
identificar cuatro usos distintos del término «juego de lenguaje» a través de sus escritos, que
se van sustituyendo uno a otro como uso fundamental. En el Cuaderno azul51 aparecen
explicados, sobre todo, en el contexto de prácticas educativas y de la enseñanza de la len­
gua; son modos simplificados de usos de signos, o «formas primitivas de lenguaje», que per­
miten exponer rasgos distintivos del subsiguiente uso de los signos y, en particular, expli­
caciones que mantienen su función de procurar estándares de corrección. Un segundo uso
de la noción aparece ligado a juegos de lenguaje ficticios, prácticas lingüísticas hipotéticas
o inventadas de un tipo sencillo y que pretenden servir para aclarar otras prácticas reales
más complejas. En el Cuaderno marrón, Wittgenstein recurre a ellos para mostrar cómo
construir el complicado discurso relativo a la «verdad», la «aserción» o la «proposición» a
partir de juegos de lenguaje más primitivos. En las Investigaciones y en el Cuaderno azul,
estos juegos de lenguaje ficticios son parte de una estrategia de reducción al absurdo, que
construye los juegos de lenguaje que corresponderían a la comprensión de determinados
conceptos por parte de ciertas teorías filosóficas -en particular, la del Tractatus- y a conti­
nuación los contrasta con los juegos de lenguaje y conceptos reales33. Un tercer uso del tér­
mino es el que cobra importancia creciente en los escritos posteriores a las Investigaciones,
aunque ya aparece aquí34; se centra en las prácticas lingüísticas reales, que describe sobre el

381
trasfondo de prácticas no-lingüísticas; estos juegos de lenguaje incluyen modos de discurso
tales como formular predicciones inductivas, hablar acerca de objetos físicos o de impre­
siones sensoriales, y adscribir colores a los objetos. Tres son los rasgos característicos que
Wittgenstein liga con los juegos de lenguaje: su diversidad, la confusión que resulta cuan­
do se «violentan» sus reglas -como cuando, al filosofar, se usan las palabras de un juego de
lenguaje según reglas tomadas de otro35-, y su carácter autónomo respecto a fines extra-lin­
güísticos y también frente a la realidad. El último uso del término surge ante la constata­
ción de que existe un punto en el que la analogía entre el lenguaje y el juego se rompe: pues,
a diferencia de los juegos, los fragmentos de nuestras prácticas lingüísticas sí están interre­
lacionados y forman parte de un sistema omnicomprensivo. Wittgenstein utiliza «juego de
lenguaje» para hacer referencia a este sistema en su totalidad y habla de la totalidad de prác­
ticas, actividades, etc. con que el lenguaje está entretejido, o menciona «el juego de lenguaje
humano», «la totalidad del juego de lenguaje»36.
Hay también un componente naturalista en la concepción de Wittgenstein, que le lleva
a enfatizar que las técnicas para el uso del lenguaje son parte de «nuestra historia natural»,
y que «[l]o que tenemos que decir para la explicación del significado (...) de un concepto,
son a menudo hechos naturales extraordinariamente generales. Aquellos que, por su gran
generalidad, apenas ni se mencionan»37. Pero los estudios coinciden en general en defender
que las referencias de Wittgenstein no han de entenderse tanto en un sentido biologicista
como antropológico38 -recuérdese la influencia marxista de Sraffa. Pues el tipo de activida­
des no-lingüísticas con las que el lenguaje está entretejido son, como Wittgenstein repite a
lo largo de su escritos, parte de nuestra forma de vida; y los propios juegos lingüísticos están
integrados en nuestra forma de vida, en el conjunto de las prácticas de una comunidad lin­
güística. De nuevo siguiendo resultados generales de los estudios39, sí hay un consenso gene­
ral en considerar que la expresión «forma de vida» remite al entretejimiento de cultura, con­
cepción del mundo y lenguaje que caracteriza el conjunto de prácticas de una comunidad
lingüística; una forma de vida es una cultura o una formación social, y también la totalidad
de actividades comunales en que los juegos de lenguaje se integran40. Aunque en ocasiones
Wittgenstein habla de «formar de vida» en plural, el contexto general permite establecer que
una forma de vida está constituida por patrones dinámicos de actividad comunal, y que son
éstos a su vez los que constituyen la base del lenguaje. Esos patrones de actividad son for­
mas de interacción social, resultados de una práctica histórica.
Existe, sin embargo, un aspecto en esta noción de forma de vida que sí es materia de
interpretación. En diversos puntos, Wittgenstein señala que las distintas formas de repre­
sentación sólo son inteligibles sobre el trasfondo de diferentes formas de vida41. Esto, como
se va a ver a continuación, atañe también a nociones con valor normativo, tales como «ver­
dadero» o «correcto». Ello significa que cualquier justificación de la validez de una prácti­
ca, o cualquier criterio de racionalidad, sólo puede establecerse desde el interior de una
forma de vida, pues es inmanente a un juego de lenguaje. Lo que entra en juego aquí, como
algunos autores han señalado, es una forma de relativismo conceptual que depende, a su
vez, de la tesis que se conoce como de autonomía de la gramática (o del lenguaje) y que lleva
consigo la constatación de que los métodos de justificación y evaluación, criterios de vali­
dez y racionalidad, etc. son «observaciones gramaticales»42. Más adelante en las
Investigaciones se pueden leer dos de los pasajes más citados y discutidos: «‘¿Dices, enton­
ces, que es la concordancia de los seres humanos la que decide lo que es verdadero y lo que
es falso?’ — Verdadero y falso es lo que los seres humanos dicen; y los seres humanos con-
cuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de forma de vida»;
y «[a] 1 entendimiento mediante el lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las defi­

382
niciones, sino (por extraño que pueda parecer) una concordancia en los juicios (,..)»43. Esto
parece entrañar, en una primera lectura, un relativismo de las categorías que permiten juz­
gar la validez del conocimiento respecto al contexto amplio de una formación histórico-
social o forma de vida. También en las Observaciones sobre los fundamentos de las matemáti­
cas reaparece la misma idea, en una forma que alcanza a la racionalidad en la medida en que
ésta se entienda constituida por cadenas de conexiones gramaticales (cadenas de explicacio­
nes): «(...) La concordancia de los seres humanos, que es un presupuesto del fenómeno de
la lógica, no es una concordancia de opiniones (...)»; «La relación de consecuencia lógica es
parte de un juego de lenguaje (...) quien en el juego de lenguaje lleva a cabo inferencias lógi­
cas sigue determinadas instrucciones, que fueron dadas con el aprendizaje del propio juego
de lenguaje (,..)»44. Una forma de vida no puede, en su totalidad y de modo global, justifi­
carse ni ponerse en cuestión. Los criterios de validez y de racionalidad son internos a una
forma de vida.
Sin embargo, al mismo tiempo Wittgenstein hace depender esa concordancia en las
definiciones y los juicios —por tanto, en los significados— de la capacidad de reconocer y
seguir reglas, que son estándares de corrección y sobre cuya base se constituyen los propios
juegos de lenguaje. La última de las citas anteriores continúa: «(...) Es posible interpretar
(...) que las reglas de inferencia dan a los signos su significado por ser reglas del empleo de
esos signos. Que las reglas de inferencia pertenecen a la determinación del empleo de los
signos (...) En este sentido, las reglas de inferencia no pueden ser ni correctas ni incorrec­
tas». Y, sobre la base de estas reglas, que actúan como precondiciones inevitables para la
constitución del significado, tiene lugar la formación de conceptos normativos que, en sí
mismos y vistos «desde dentro» de una forma de vida, pretenden una validez que trascien­
de el contexto en el que se formulan. De que estas precondiciones, además de inevitables,
sean universales -o universalizables- parece depender la posibilidad de que la propuesta de
Wittgenstein acabe en un relativismo conceptual irrebasable o admita su incorporación a
una teoría universalista del lenguaje.
De hecho, la propuesta metodológica de Wittgenstein no pretende sino describir. Pero la
tensión aquí presente ha dado lugar a una pluralidad de interpretaciones. Así, se ha conside­
rado que son las distintas formas de vida socio-culturales las que determinan el tipo de con­
cepción del mundo y de interacción comunicativa existentes entre sus miembros; pero esto
entraña una forma de relativismo cultural, de acuerdo con el cual no es posible evaluar críti­
camente las reglas paradigmáticas de los miembros de una comunidad primitiva: pues éstas
serían inseparables de elementos contingentes —costumbres, instituciones, historia—45.
Contrapuestamente, desde otra perspectiva se ha observado que el interés de Wittgenstein no
estaba tanto en preguntarse por los límites que el relativismo conceptual marca para la racio­
nalidad como en enfatizar los límites naturalistas de ésta, una tendencia que se encontraría
crecientemente en sus últimos escritos: el lenguaje en general, y el razonamiento en particu­
lar, arraigarían en formas de conducta que no serían ni racionales ni irracionales, sino que pre­
cederían cualquier consideración sobre la racionalidad. Este sería el sentido de la afirmación
de que, para entender una lengua extraña, es preciso presuponer no una convergencia en las
creencias, sino en los patrones de comportamiento —lo que a su vez presupone iguales capa­
cidades de percepción, necesidades y emociones—46. Pero asimismo se ha sugerido una lectu­
ra trascendental, en el sentido de que esos elementos que preceden necesariamente a la cons­
titución de los juegos de lenguaje incluyen determinadas certezas, o «evidencias
paradigmáticas» (Apel), que están presupuestas en todas las posibles evidencias y contraevi­
dencias a las que pueda apelarse desde el interior de un sistema lingüístico contingente. Este
problema se volverá a tratar; pero antes es necesario estudiar con mayor detalle el concepto

383
central, ya introducido, de reglas de lenguaje, al que Wittgenstein otorga una función consti­
tutiva para el significado y el entendimiento mediante el lenguaje.

iii. Investigaciones filosóficas, §§143-242. Comprensión y explicación


del significado. Seguir una regla. Autonomía de la gramática

La gramática de «comprender»

La teoría del Tractatus, así como la tradición de Frege y Russell en general, habían con­
siderado los procesos psicológicos y las imágenes mentales irrelevantes para el significado
proposicional —aunque Frege sí asumió una forma de platonismo que le llevó a asignar a los
pensamientos la naturaleza de lo objetivo-no-real, y a considerarlos independientes de su
envoltura lingüística. Posteriormente Wittgenstein, en su período de transición, consideró
el concepto de comprensión constituido a partir de una diversidad de procesos interconec­
tados por parecidos de familia; esto se habría debido a la constatación de que existen diver­
sas manifestaciones conductuales de la comprensión47. Pero ya en las Investigaciones había
abandonado esa idea; en esta obra defiende, por el contrario, que «comprender» no desig­
na un proceso mental, físico o fisiológico que acompañe al hablar —idea presente antes—, y
que ni siquiera designa una familia de fenómenos o procesos más o menos interconectados;
aunque no niega que pueda haber fenómenos psicológicos o fisiológicos que «acompañen»
característicamente a la comprensión, no es esto en lo que consiste lo que se llama «com­
prender» ni, de modo arquetípico, comprender el significado de una expresión.
Para mostrar esto, Wittgenstein recurre a una serie de ejemplos de juegos de lenguaje
en los que se intenta enseñar a alguien a resolver un problema particular -como el de la
continuación de una serie matemática-; y pregunta cuándo podrá decirse que el estudian­
te ha comprendido. Lo primero que se pone de manifiesto es que no basta con la vivencia
subjetiva que le lleva a exclamar «¡ya he comprendido!»; pues creer seguir la serie no es
seguir la serie. Y ni siquiera es suficiente que, a partir de los primeros ejemplos de resolu­
ción del profesor, pueda continuar la serie un número limitado de veces. Puede pensarse
que lo que se requiere es que pueda llegar a formular la regla matemática, el conjunto de
operaciones en que se basa la construcción de la serie. Pero también aquí se tropieza con el
problema de que la misma serie puede definirse a partir de distintas formulaciones. En
todos los casos, el criterio para la comprensión es que el estudiante muestre que puede apli­
car satisfactoriamente la regla, aunque no llegue a formularla explícitamente; e, incluso, la
propia regla matemática de la serie no es separable de su aplicación al continuar ésta. Este
saber aplicar la regla no parece poder identificarse, sin embargo, con un proceso mental que
subyazca a la aplicación de la regla pero que permanezca separado de esa aplicación. Para
mostrar esto, Wittgenstein utiliza varios argumentos. En primer lugar, la aplicación correc­
ta de la regla durante la resolución del problema se juzga por el resultado, aunque este pro­
ceso práctico pueda estar empíricamente acompañado por muy distintos estados psicológi­
cos, emociones, o imágenes mentales por parte del estudiante; ninguno de éstos puede
considerarse «el» estado de comprensión. En segundo lugar, y a diferencia de los estados y
procesos psíquicos que tienen característicamente una duración temporal, en el caso de la
comprensión la pregunta por la duración carece de sentido: una vez se ha «comprendido»,
¿se está permanentemente en ese estado de comprensión, si se mantiene la capacidad de
resolver el problema?, ¿o coincide con el instante de exclamar «¡ya sé seguir!»? En tercer
lugar, y como ya se ha señalado, una vivencia de «comprensión» por parte del estudiante no

384
garantiza que efectivamente posea la capacidad de resolver el problema competentemente
—de «saber seguir». Esto lleva a concluir que lo que se llama «comprender» es una capacidad,
que se manifiesta en una aplicación competente al mostrar positivamente la resolución del
problema -o el uso competente del término o la expresión, si lo que se comprende es un
significado- en las circunstancias adecuadas. La conclusión fundamental del examen de las
distintas situaciones imaginadas por Wittgenstein es la de que no hay criterios para el «esta­
do» de comprender que sean independientes de su manifestación, mediante la aplicación com­
petente de la regla correspondiente —continuación de la serie matemática, uso correcto del
término. El criterio para la comprensión lo proporciona que el estudiante haya adquirido
la capacidad de continuar, de modo correcto, una práctica establecida48.
Wittgenstein aclara todo lo anterior recurriendo a un ejemplo, el de la lectura, y analizan­
do en qué situaciones puede hablarse de comprensión de lo que se lee. Mediante un recorrido
por varias situaciones ficticias posibles —aprendizaje de un niño, lectura en voz alta y lectura en
silencio de un adulto, lectura de un texto escrito en una lengua extraña, fingimiento de que se
lee algo aprendido de memoria—, Wittgenstein muestra la imposibilidad de defender dos tesis
contrapuestas: que «el único criterio efectivo de que se lee es el acto consciente de la lectura»,
y que la lectura pueda identificarse con procesos cerebrales neurológicos. Pues, en ambos casos,
se supone un proceso mental o cerebral que permanece oculto, y para cuya identificación no
hay más criterio efectivo que el de ser capaz de aplicar competentemente las reglas de lectura
generales previamente adquiridas; este criterio, sin embargo, no es único, sino que variará con
las circunstancias de la lectura. Y esto último es un argumento más a favor de Wittgenstein:
pues no hay un único rasgo que esté presente en todos los casos de lectura, no hay una carac­
terística que todos los procesos de lectura tengan en común y que pueda considerarse «esen­
cial». Frente al supuesto de una vivencia o experiencia interna «única», Wittgenstein afirma que
la lectura consiste en una destreza, que se adquiere mediante entrenamiento49.
Lo que Wittgenstein ha mostrado para el caso de «comprender» puede generalizarse a
todos aquellos casos en los que se exclama «ya sé seguir», o «ya puedo»: con ello no se des­
cribe un estado psicológico único, que se encontraría siempre en conexión con la realiza­
ción efectiva de la actividad. Para que esté justificado afirmar que se comprende, o que se
conoce una regla, es preciso que se dé una conexión entre la formulación de la regla y su
aplicación efectiva en la continuación de la serie o la realización de la actividad. Y el crite­
rio para esta conexión ha de ser externo. Así, ante la expresión «ya sé seguir» por parte de
alguien, dice Wittgenstein: «(...) sería muy confundente llamar a estas palabras la ‘descrip­
ción de un estado mental’. - Antes podría llamárselas aquí una ‘señal’; y juzgamos el que
se la haya aplicado correctamente según lo que él [el agente, C.C.j haga después»50. El inte­
rés de esta conclusión reside en que anticipa dos conceptos que van a ser clave cuando se
avance en el estudio de la noción de seguir una regla. Wittgenstein ha apelado a la necesi­
dad de criterios externos para reconocer la corrección de un uso o de la aplicación de una
regla. Y ha introducido tácitamente una diferencia entre una oración en primera persona,
como «ya sé seguir», que no cuenta como una descripción de un estado interno, y la oración
en tercera persona «ya sabe seguir» que formula el profesor, sobre la base de criterios exter­
nos. Esta última diferencia es esencial para el argumento del lenguaje privado.

Criterios

La noción de criterio5' no tiene valor teórico en los escritos de Wittgenstein, pero


desempeña una función esencial. En general es una manera de decir si algo satisface un

385
concepto X, o es una evidencia que de que algo es X. En la raíz de la noción se encontra­
ría la distinción kantiana entre las proposiciones de las ciencias y los principios a priori que
-como el principio de razón suficiente, la ley de conservación del movimiento, las leyes de
continuidad y del mínimo esfuerzo en la naturaleza- no expresan proposiciones genuinas
descriptivas de la realidad empírica, sino que constituyen principios normativos que deter­
minan la forma general de las leyes científicas. Con posterioridad al Tractatus, Wittgenstein
introdujo una distinción paralela a la de Kant entre proposiciones -descripciones de lo que
se da de modo inmediato, enunciados de datos sensoriales- e hipótesis-, estas últimas poseí­
an una gramática muy distinta, pues podían verse como «leyes» que unifican experiencias
reales y posibles y, a diferencia de las proposiciones genuinas, permiten formular predic­
ciones. A las proposiciones empíricas que prestan soporte evidencial para las hipótesis,
Wittgenstein les dio el nombre de síntomas-, y afirmó que la relación entre las hipótesis y los
síntomas es gramatical y, por consiguiente, queda determinada a priori. Más tarde -explí­
citamente en el Cuaderno azul- Wittgenstein sustituyó la relación entre una hipótesis y sus
síntomas evidencíales por la existente entre una proposición y sus criterios-, especificar los
criterios para la verdad de una proposición es caracterizar los modos de verificar la propo­
sición. Haciendo un nuevo uso del viejo término, un «síntoma» es ahora un fragmento de
evidencia inductiva que se descubre mediante la experiencia; en cambio, la relación crite-
riológica es a priori gramatical: los criterios vienen fijados por la gramática, y proporcionan
el fundamento o la base de evidencia para decidir la validez de una proposición52. Los cri­
terios se encuentran en la gramática del lenguaje y, en este sentido, son materia de conven­
ción'2'. Aunque Wittgenstein se refiere en ocasiones a la noción de criterio en términos de
evidencia —una evidencia no inductiva—, se ha señalado54 que esto es confundente, pues la
relación entre criterio y proposición es interna; los criterios son fundamentos o razones para
la afirmación de proposiciones que están fijados por la gramática y no por la experiencia. Un
criterio q para una declaración p es una razón para la verdad de p, no en virtud de la evi­
dencia empírica, sino de las reglas de la gramática.
En este mismo sentido, un primer rasgo importante de la noción de criterio es que los
criterios están internamente conectados con procesos epistémicos de demostración, justi­
ficación, verificación, etc., y permiten a Wittgenstein mostrar el modo en que la com­
prensión y la explicación del significado están internamente conectadas. Así, por ejemplo,
afirma que el significado de la proposición «A tiene dolor de muelas» queda parcialmente
aclarado cuando se dan los criterios que permiten conocer la verdad de la proposición
—por ejemplo, conductas como el llanto o el grito; la explicación es parcial porque el sig­
nificado de la expresión puede venir dado de otro modo. Con ello, al mismo tiempo se
está dando una explicación gramatical de la expresión «dolor de muelas» y un criterio para
el dolor de muelas55. Un segundo rasgo, asociado con éste, es la necesidad de contar con
criterios externos-, pues lo que conecta el significado con los criterios es la verificación, y
especificar criterios para una expresión es especificar reglas para su uso correcto que pue­
dan enseñarse y evaluarse56. Un tercer rasgo importante es el de que los criterios no pro­
porcionan condiciones necesarias y suficientes para el uso de una expresión; no son, por
tanto, definiciones analíticas, aunque sí introducen elementos que habría que invocar al
dar una explicación del significado de la expresión, o una justificación del modo en que
se ha aplicado. Esto permite decir también que los criterios son falibles-, el hecho de que
los criterios proporcionen evidencia definitiva -por ejemplo, que el comportamiento de
dolor permita afirmar «A siente dolor»- puede depender de las circunstancias; y es posi­
ble también que determinados criterios cambien -lo que ocurre con determinados térmi­
nos médicos, p.e.-57.

386
Esto plantea la cuestión de si un cambio en los criterios lleva consigo un cambio con­
ceptual o de significado. Casos arquetípicos serían los de los términos científicos, donde se
adoptan nuevos criterios para la aplicación de términos como «anginas» a la luz de nuevos
descubrimientos. Desde el punto de vista de una semántica realista (Putnam), la conclusión
de Wittgenstein llevaría consigo la absurda conclusión de que cada nuevo avance científi­
co supone un cambio conceptual y que, por tanto, la teoría no «habla» de lo mismo. La
posición de Wittgenstein, sin embargo, es capaz de integrar esta dificultad al señalar la
«oscilación en la gramática entre criterios y síntomas» y que puede interpretarse como una
aceptación de que el estatuto lógico de determinadas relaciones puede cambiar, de ser cri-
teriológico a ser «sintomático» en el sentido de Wittgenstein58. Si bien un cambio en las
reglas de aplicación de un término suponen un cambio conceptual, hay ocasiones en las que
el cambio de criterio constituye una extensión del concepto anterior59.
A esta dificultad le subyace, sin embargo, una idea que ya se ha enunciado como tesis
de la autonomía de la gramática y que sería un componente fundamental en la concepción
de Wittgenstein. Aparece ya en la necesaria precedencia del significado sobre la verdad60, y
en el hecho de que el aprendizaje del lenguaje -del uso regulado- no necesita estar deter­
minado por la correspondencia que se supone entre el lenguaje y la realidad. Frente al
supuesto «esencialista» del Tractatus y las teorías semanticistas, ahora Wittgenstein defien­
de que la aparente «esencia» de la realidad no es sino una «sombra de la gramática»; la gra­
mática, o sistema de reglas para el uso correcto de los términos, es constituyente de las for­
mas de representación: esto es, determina lo que cuenta como representación y, en este
sentido, ha podido decirse que el lenguaje «no es responsable de la realidad»61. Pero se ha
defendido igualmente que esta tesis de la autonomía de la gramática no implica necesaria­
mente una forma de «idealismo lingüístico», según el cual nuestra concepción del mundo,
la realidad tal y como nos aparece, sería ella misma «creación» o resultado de las reglas de
la gramática62. La tesis de la autonomía de la gramática puede precisarse señalando tres ideas
conectadas con ella. En primer lugar, las reglas de la gramática no se «siguen» de los signi­
ficados, sino que en parte los constituyen; efectivamente, se ha visto ya que, incluso en el
caso de las definiciones ostensivas, en las que un término parece entrar en relación con la
realidad extra-lingüística, los ejemplos usados para la definición son parte de la gramática;
y que también las inferencias lógicas son consideradas por Wittgenstein parte de la gramá­
tica, y de ningún modo generalizaciones empíricas. En segundo lugar, las reglas de la gra­
mática no pueden justificarse; pues, como también ha quedado visto, cualquier criterio de
validez o cualquier procedimiento de justificación se apoya en las propias reglas internas del
lenguaje: no existe una perspectiva extralingüística o pre-conceptual externa a toda gramá­
tica y desde la que quepa justificar un sistema lingüístico como un todo -esto, tanto por
referencia a la realidad extralingüística, como con respecto a algún fin que pudiera hacer,
de las reglas gramaticales, reglas estratégicas o técnicas para algún propósito o función-63.
En tercer lugar, es un hecho empírico que existen formas alternativas de representación, que
distintas gramáticas son posibles: pero esto vuelve a llevar al problema ya visto del relati­
vismo conceptual.
Es cierto que en Wittgenstein no hay una tesis «metafísica» acerca de que el lenguaje
«cree» la realidad. Reconoce límites para nuestras formas de representación y su revisión
posible. Algunos de estos límites consisten en hechos muy generales de la naturaleza64.
Otros son conceptuales y, por tanto, internos —así, una práctica que no se conforma a la ley
del modusponens simplemente no cuenta como una inferencia, en el caso normal; e, inver­
samente, lo que podemos llamar inteligiblemente «lenguaje», «enunciado» o «pensamien­
to» depende de las reglas de la lógica que nos son familiares—; pero ello no significa una

387
absoluta arbitrariedad o contingencia: «Las leyes lógicas son ciertamente expresión de ‘hábi­
tos del pensamiento’, pero también del hábito de pensar. E.d., puede decirse que muestran
cómo piensan los seres humanos y también a qué\e llaman ‘pensar’»65. Lo que está aquí pre­
sente es la tensión que se ha descrito al final de la sección anterior, entre un relativismo con­
ceptual que parece inevitable y el rechazo de Wittgenstein a alguna forma de idealismo lin­
güístico. Así, precisa: «Puede llamarse ‘arbitrarias’ a las reglas de la gramática, si con ello se
quiere decir que el fin de la gramática es sólo el del lenguaje»66. La tesis de la autonomía de
la gramática rechaza la posibilidad de explicar el significado por referencia a cualquier tipo
de relación entre lenguaje y realidad; su perspectiva metodológica es interna y descriptiva,
y esto es todo lo que una tarea intelectual honesta puede hacer: «La gramática no dice cómo
ha de estar construido el lenguaje para satisfacer su fin, para tener tales y tales efectos sobre
los seres humanos. Ella tan sólo describe, pero de ningún modo explica, el uso de los sig­
nos»67. El problema es si esto no aboca a Wittgenstein al relativismo, o bien al tipo de ide­
alismo metafísico del lenguaje que rechaza; cabe preguntar si no hay, en su propia descrip­
ción de la gramática del lenguaje, elementos que puedan ayudar a evitar esas dificultades.

Relación interna entre una regla y sus aplicaciones

Al explicar la noción de gramática se vio ya que Wittgenstein tiene lo que se ha llamado


una concepción normativista del lenguaje: hablar una lengua es integrarse en una actividad
regulada normativamente, pues el significado de las expresiones viene dado por su uso según
estándares de corrección. Estos estándares son las reglas de uso. Se ha visto, asimismo, que el
modo en que Wittgenstein responde a la pregunta socrática por «qué es» consiste no en una
«investigación de las esencias» -entendidas como objetos platónicos o entidades mentales o
empíricas-, sino en una puesta en claro de las reglas para el uso de los términos que supuesta­
mente las nombran68. La tesis de la autonomía de la gramática determina que sea ésta la que
constituya nuestra forma de representación de la realidad, en el sentido de que establece lo que
cuenta como una descripción inteligible de una manera no sujeta a refutación empírica. Pero
esto obliga a plantear varias cuestiones: cuál es la naturaleza de esas reglas y en qué sentido tie­
nen valor normativo; cómo se conocen y cómo se usan; y si se trata de meras regularidades
empíricas o estadísticas o de actuaciones conformes a convenciones o costumbres, o si estas
explicaciones violentan su carácter normativo69.
En las proposiciones anteriores (Investigaciones, §§143-184) Wittgenstein ha defendi­
do la idea de que la comprensión no es un proceso mental del que emerjan las palabras,
sino que consiste en una capacidad para usarlas según determinados estándares de correc­
ción -según reglas. Hay consenso entre los intérpretes70 acerca de que este concepto es uno
de los formados por «parecidos de familia» y para el que no hay una definición analítica. El
problema, entonces, es doble: hace falta establecer cuál es la naturaleza de las reglas, y el
modo en que una regla determina lo que cuenta como su aplicación correcta o incorrecta.
Pues, cuando se juzga según los criterios habituales si alguien sigue correctamente una regla,
en cierto modo parece como si en la formulación de ésta tuvieran que estar contenidas
todas sus aplicaciones; parece como si, de un modo peculiar, la formulación de la regla pre­
supusiera o anticipara todas sus aplicaciones, virtualmente infinitas. Y esta constatación
hace natural la pregunta de cómo puede tener lugar esto. Wittgenstein comienza imaginan­
do una situación sencilla en la que alguien da una instrucción para construir una serie
matemática mediante una fórmula general, es decir, mediante una regla para esa construc­
ción (por ejemplo, «+2»), Cabe preguntarse qué permite al estudiante saber lo que signifi­

388
ca la fórmula, esto es, lo que su profesor ha querido significar con la fórmula. La respuesta
de Wittgenstein consiste en hacer equivaler el significado de la fórmula al adiestramiento
que el estudiante ha recibido y que le permite aplicar la fórmula como una instrucción:
«¿Cuál es el criterio del modo en que se ha significado la fórmula? Digamos que el modo y
manera en que la usamos habitualmente, el modo en que se nos ha enseñado a usarla». No
hay, por tanto, una separación entre el significado de la regla y las prácticas de su enseñan­
za y su aplicación. Sin embargo, el aprendizaje puede tener lugar -en el caso del ejemplo-
cuando el profesor da la fórmula general y los primeros ejemplos de su aplicación; aquí per­
siste la diferencia entre la expresión de la regla y la aplicación de la misma -el alumno del
ejemplo puede creer que su aplicación es correcta cuando construye la serie «1002, 1004,
1008». Con esta posibilidad Wittgenstein pretende poner de manifiesto algo que luego
hace explícito: no es lo mismo creer seguir la regla y seguir la regla71.
Como tampoco es lo mismo seguir la regla y meramente actuar conforme a ella: pues
confundir estas dos últimas cosas sería hacer equivaler la regla a una mera regularidad esta­
dística o empírica, lo que anularía su valor normativo. Esta normatividad se pone de mani­
fiesto en las cuatro posibles respuestas a la pregunta por qué conecta a la formulación de la
regla con sus aplicaciones correctas, que Wittgenstein examina. La primera considera la
regla como un mecanismo que, de un modo «peculiar», contiene en sí todos sus posibles
movimientos futuros. Pero Wittgenstein rechaza esto al afirmar que la regla no actúa
«mecánicamente», como una causa para producir un efecto; no es exterior y contingente.
Por el contrario, la pregunta por cómo puedo seguir la regla no es una pregunta por cau­
sas, sino por {•¿justificación de que yo actúe de un cierto modo -no se pregunta por hechos,
sino por una justificación: en esto consiste la normatividad de la regla11. Una segunda res­
puesta, alternativa a la anterior, es mentalista: identifica la comprensión de la regla con un
estado mental, bien con una suerte de intuición o de «voz interior» que dijera cómo apli­
car la fórmula, bien con un estado intencional —pues si se realiza una práctica según una
regla, la regla no actúa como causa, sino que debe ser parte de las razones para realizar esa
práctica. Sin embargo -y al margen de todo lo que Wittgenstein ha establecido ya antes con
respecto a la comprensión-, aquí el problema persiste: pues, en el primer caso -el de la «voz
interior»-, sigue pendiente el problema de cómo esta «voz» guía en la aplicación de la regla
en una multiplicidad de ocasiones; en el segundo caso, el carácter normativo de la regla
hace que la supuesta intencionalidad sólo pueda verse como algo virtual: quien realiza una
práctica constituida por reglas, al igual que quien juega una partida de ajedrez, no tiene que
comportarse como si consultase explícitamente las reglas, o como si confrontara todas sus
actuaciones con éstas o tuviera que pensar en ellas; el vínculo entre las palabras «juguemos
una partida de ajedrez» y las reglas constitutivas del juego está «en la lista de las reglas del
juego, en la enseñanza del ajedrez, en la práctica corriente del juego». Es decir, el carácter
normativo de la regla no reside en que actúe como una orden ciega, procedente del exte­
rior o del interior: la normatividad de la regla que subyace a una práctica se muestra en que
es preciso invocarla o hacerla explícita en el transcurso de otras prácticas específicas: cuan­
do se trata de justificar esa práctica, o de enseñarla o explicarla11.
Una tercera posible respuesta a la pregunta por la conexión entre la regla y sus aplica­
ciones es platónica: consiste en ver la regla como una entidad abstracta que, de un modo
«misterioso», contiene toda la serie de sus infinitas aplicaciones. Esto supone introducir la
imagen de una especie de «hecho sobrenatural» ininteligible conectado con una «super-
expresión» -Wittgenstein habla con ironía de un «superlativo filosófico». Pero a esta ima­
gen le son ajenos tanto el carácter práctico de la regla, su vinculación con costumbres y
hábitos institucionalizados, como su carácter normativo, que frente a esta imagen se pone

389
de manifiesto en la falibilidad de la regla: su formulación no «predice» la actuación que se
va a llevar a efecto, sino que permite juzgar cuándo ésta no ha tenido lugar de modo correc­
to74. Finalmente, la cuarta posible respuesta es hermenéutica-, la comprensión de la regla sería
idéntica al modo en que se la interpreta; si bien la formulación de la regla no determina,
por sí misma, cada posible aplicación, sí lo haría el modo en que se la interpreta. Pero,
como objeta Wittgenstein, si hubiera que suponer que una interpretación proporciona el
contenido simbólico que falta en la formulación de una regla, lo único que se obtendría es
un símbolo añadido a otro; y esto dejaría la regla y su interpretación «suspendidas en el
aire». El problema que surge aquí, explica Wittgenstein, es que esta solución conduce a un
regreso al infinito, pues cada interpretación puede remitir a otra interpretación posible: que
se trata de un malentendido se muestra en que, si seguimos este modo de pensar, ponemos
una interpretación tras otra; como si cada una de ellas nos tranquilizara al menos durante
un instante, hasta que pensamos en otra que de nuevo se encuentra tras aquélla. Lo que
mostramos con ello es que existe una concepción de la regla que no es una interpretación,
sino que, para cada una de sus aplicaciones, se expresa en lo que llamamos «seguir la regla»
y «actuar violentándola». La idea fundamental es ésta: que «la interpretación tiene un fin»,
y la regla es esa última interpretación. Entre una regla y sus aplicaciones hay una diferen­
cia conceptual, son dos categorías distintas; pero no hay un «salto» que el hablante tenga
que cubrir, ni ningún tipo de concepto intermedio interpuesto75.
Esto permite concluir que la relación entre una regla y sus aplicaciones es para
Wittgenstein la de un vínculo interno. Existe una comprensión de la regla que no es una
interpretación, sino que se identifica con su correcta aplicación o su violación. Conocer la
regla es saber qué cuenta como una actuación correcta de acuerdo con la regla, y qué como
incorrecto. Pero cuando Wittgenstein enuncia esta conclusión —la de que existe un vínculo
interno entre la regla y sus aplicaciones-, tanto en las Investigaciones como en las Observacio­
nes sobre los fundamentos de las matemáticas16, inmediatamente a continuación aparece una
reflexión sobre la necesidad de un uso constante, de una práctica habitual e institucionali­
zada, para que esa normatividad del lenguaje sea posible. Ello se justifica por dos observa­
ciones de carácter lógico. La constancia en el uso es necesaria, en primer lugar, porque de
otro modo no sería posible distinguir lo que es seguir una regla de lo que es creer seguirla;
faltaría el criterio externo de corrección de acuerdo con el cual es posible juzgar una actua­
ción particular, y tampoco sería posible enseñar y aprender el lenguaje -en este sentido,
Wittgenstein identifica la práctica de hablar el lenguaje con el dominio de una técnica. En
segundo lugar, la regularidad en el uso es constitutiva de lo que llamamos «lenguaje», forma
parte de la gramática del concepto de lenguaje: «La palabra concordancia y la palabra
‘regla’ están emparentadas entre sí, son primas. El fenómeno de concordar y el de actuar
según una regla dependen el uno del otro»; y «[djecimos que, para que los seres humanos
se entendieran entre sí, tuvieron que concordar en el significado de las palabras. Pero el cri­
terio para esta concordancia no es sólo una concordancia relativa a las definiciones, p.e. las
definiciones ostensivas. Para la comprensión es esencial que concordemos en un gran
número de juicios»77. Esto plantea la cuestión de si el acuerdo dentro de una comunidad de
hablantes es lo que constituye la regla, o se trata tan sólo de una condición necesaria -nece­
sariamente presente de modo fáctico— aunque no constituyente. En algunos pasajes
Wittgenstein parece conceder un peso decisivo a lo que está instituido como una práctica
estable, como una costumbre o una «institución». Pero en otros puntos parece dejar claro
que el valor normativo de las reglas no puede depender de algo fáctico y contingente, de
una repetición estadística de conductas; pues, si bien los conceptos de «hacer lo mismo» y
«seguir una regla» están emparentados, el que algo cuente como «hacer lo mismo» sólo puede

390
determinarse por referencia a un criterio previo para la comparación y, por tanto, a una regla
particular'1'. La primera posible interpretación: que el fundamento para las reglas se encuen­
tra en las regularidades sancionadas por el consenso tácito y las prácticas estables de una
comunidad lingüística, se conoce como la solución escéptica (Fogelin, Kripke). A ésta se
opone una segunda interpretación, que afirma que la normatividad de las reglas, tal como
la entiende Wittgenstein, es irreductible a lo que es fáctico y contingente (Baker/Hacker,
Glock). Ambas posiciones se discuten brevemente en la última sección.
Una segunda dificultad, interconectada con la anterior, es la que ha enfrentado a los par­
tidarios de la concepción comunitarista frente a quienes defienden una concepción individualista,
en lo que respecta a la competencia que permite instituir y seguir reglas. El problema lo plan­
tea una pregunta de Wittgenstein o, más bien, la manera de formular la pregunta: «¿Es lo que
se llama ‘seguir una regla’ algo que pudiera hacer sólo un ser humano, sólo una vez en su vida?
(...) Una regla no puede seguirla un sólo ser humano una única vez. No puede transmitirse una
información, formularse una orden, o entendérsela, etc., una única vez. - Seguir una regla,
transmitir una información, formular una orden, jugar una partida de ajedrez son costumbres
(usos, instituciones)»79. Para la concepción individualista (Hacker/Baker), el rechazo de la uni­
cidad afecta sólo a la acción o la práctica: para que haya una regla se requiere una pluralidad
de aplicaciones; pero es posible que una persona, en solitario, siga e invente reglas. Para apoyar
esta interpretación se observa que, en las Investigaciones, Wittgenstein está refiriéndose a reglas
de carácter comunal, lo que explicaría su cuestionamiento de «sólo un ser humano»; y se citan
otros escritos de Wittgenstein y, en particular, su discusión del caso «Robinson Crusoe»80. Los
partidarios de la concepción comunitarista insisten en el hecho de que Wittgenstein siempre
considera el seguir reglas como algo paradigmáticamente social, y que incluso actividades cul­
turales no interactivas -como hacer matemáticas- requieren explícitamente el contexto de una
forma de vida. De hecho, el propio Wittgenstein parece oscilar a la hora de decidir si sólo se
requiere una repetición estable de aplicaciones de la regla, o esta práctica ha de ser compartida
por más de un ser humano81. Así, en las Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas,
en puntos distintos se pueden leer proposiciones que manifiestan esa oscilación o tensión.
«¿Podría haber aritmética sin la concordancia de los que calculan? ¿Podría un ser humano solo
calcular? ¿Podría alguien solo seguir una regla?»82, lo que sugiere una respuesta negativa: hace
falta un consenso respecto a en qué consiste la regla. Pero: «Al calcular pertenece, de modo esen­
cial, ese consenso, esto es seguro. E.d.: al fenómeno de nuestro calcular pertenece ese consen­
so (...) Pero qué ocurre con ese consenso: ¿no significa que un ser humano solo no podría cal­
cular? Bien, en cualquier caso un ser humano no podría calcular una sola vez en su vida»83. Se
vuelve a ello en la última sección.

iv. Investigaciones filosóficas, §§243-315. El argumento del lenguaje privado

Toda la discusión del apartado anterior está vinculada a lo que se conoce como el argu­
mento del lenguaje privado, es decir, el argumento que permite a Wittgenstein hacer causa
de la imposibilidad de que pueda haber «lenguajes privados»; pues la propia noción sería,
de acuerdo con su argumentación, ininteligible. Wittgenstein afirma: «Por ello, ‘seguir una
regla es una práctica. Y creer seguir la regla no es seguir la regla. Por ello no puede seguir­
se ‘privadamente’ la regla, pues en ese caso creer seguir la regla sería lo mismo que seguir la
regla»84. Se ha discutido si aquí está ya contenido el argumento del lenguaje privado -como
ha defendido la concepción comunitarista- o si, por el contrario, la noción de «privacidad»
que Wittgenstein introduce aquí no es incompatible con la afirmación de que un indivi­

391
dúo puede instituir y seguir reglas para él sólo —como pretende la concepción individualis­
ta-. En cualquier caso, sí hay consenso sobre el hecho de que el argumento de Wittgenstein
sobre lenguajes privados presupone y está en cierto modo anticipado en su discusión sobre
el seguimiento de reglas.
En un sentido amplio85, la expresión «argumento del lenguaje privado» refiere al estu­
dio de la relación entre lo mental y lo conductual que Wittgenstein lleva a cabo en las
Investigaciones, §§243-315. En un sentido más restringido, designa la línea de argumenta­
ción que discute la idea de un «lenguaje privado», idea que Wittgenstein precisa cuando
dice: «Las palabras de este lenguaje referirían a algo que sólo el hablante puede conocer; esto
es, a sus sensaciones inmediatas, privadas»86. La noción se aplicaría no sólo a las palabras de
sensación, sino también a las que designan experiencias en un sentido más amplio -para­
digmáticamente, experiencias visuales. Es un lenguaje, por tanto, que en principio no
puede compartirse, ni enseñarse o aprenderse; no es un código personal, ni el lenguaje que
se usa en un soliloquio, ni un lenguaje que hable una única persona -como Robinson
Crusoe. La estructura del argumento, siguiendo a Glock, es la siguiente: en las proposicio­
nes §§243-255 Wittgenstein introduce la noción de lenguaje privado y muestra que nues­
tro vocabulario psicológico no es privado en ese sentido; las proposiciones §§256-271 argu­
mentan que la propia noción es incoherente, y §§272-315 que todo lo anterior no implica
que lo mental sea irreal. Con respecto a esto último cabe añadir que también aquí se
encuentra un contraargumento a la imputación que se le ha hecho a Wittgenstein de defen­
der una posicióri conductista. Su argumentación encuentra fundamento en una idea que
desempeña una función importante: el concepto de testimonio o manifestación expresiva,
bajo el que Wittgenstein agrupa determinados usos de enunciados en primera persona
sobre sensaciones y experiencias, y la diferencia establecida por Wittgenstein entre la fun­
ción semántica de éstos y la de los enunciados sobre sensaciones y experiencias en tercera
persona. Mientras que, para determinar el valor semántico de éstos últimos, el concepto de
criterio es fundamental -«Un proceso interno’ requiere de criterios externos»87-, de los
enunciados psicológicos en primera persona Wittgenstein va a hacer un tratamiento muy
distinto.
Al preguntar por el modo en que las palabras se refieren a las sensaciones, Wittgenstein
se fija en el término «dolor», o en expresiones como «tengo dolor de muelas», por su carác­
ter paradigmático, y examina la manera en que se aprende su significado. Su respuesta
supone una perspectiva radicalmente distinta a la de la teoría tradicional del lenguaje pri­
vado, de acuerdo con la cual lo que se requiere es haber tenido sensaciones de dolor y, a
continuación, emplear instrumentalmente las expresiones lingüísticas disponibles para
nombrarlas; el significado de estas expresiones vendría dado por las sensaciones que nom­
bran. La tesis de Wittgenstein es que las expresiones psicológicas de este tipo, formuladas
en primera persona y autorreferenciales, no son enunciados de valor cognitivo, sino expre­
sivo: «Se conectan palabras con la expresión natural, originaria de la sensación y se ponen
en su lugar (...) la expresión de dolor sustituye al grito, y no lo describe»; cuando los adul­
tos enseñan al niño a utilizar la expresión lingüística, «enseñan al niño una nueva conduc­
ta de dolor»88.
Para mostrar que estos enunciados psicológicos en primera persona no tienen valor
cognitivo, Wittgenstein muestra el tipo de asimetría lógica que establecen con los enuncia­
dos cognitivos en tercera persona, como «él tiene dolor de muelas». Lo hace investigando
la gramática de la palabra «saber» y el sentido de una afirmación como «sólo yo sé que tengo
dolor», con la que se pretendiese reivindicar el carácter cognitivo de las expresiones priva­
das de sensación89. Observa que la gramática de «saber» está unida al carácter falible del

392
conocimento: esto es, en primer lugar a la posibilidad de comprobación pública, y en
segundo lugar a la posibilidad de dudar y equivocarse, así como a la de corregir un error
previo. En el caso de las sensaciones, sin embargo, tal posibilidad está lógicamente exclui­
da: pues en los casos normales no es posible dudar de que se tenga una sensación, ni se
cuenta con criterios externos de identidad que permitan fijar la referencia de la expresión
«mi dolor»; la única justificación para ello, el único criterio que podría garantizar la aplica­
ción correcta de la palabra, lo proporciona el propio hablante, lo que disuelve el propio
concepto: pues una justificación ha de apelar siempre a una instancia externa. El que, en el
caso de estos enunciados psicológicos, se carezca de criterios que justifiquen la aplicación
correcta de las expresiones, no implica sin embargo que el uso del término sea inadecuado.
La dificultad, para Wittgenstein, surge cuando se cae en la confusión de considerar que esas
expresiones son «descripciones», que el significado de los términos individuales viene dado
según el modelo de una relación designativa entre el nombre y el objeto nombrado: pues
aquí se están confundiendo dos juegos de lenguaje90.
La sugerencia de que los testimonios no tienen valor cognitivo porque no son descrip­
ciones supone asumir que existe una conexión gramatical entre los conceptos epistémicos
y el concepto de descripción. Esto entraña un énfasis en la distinción entre los usos expre­
sivo y descriptivo. Si bien Wittgenstein reconoce que una misma expresión lingüística
puede satisfacer las dos funciones, mantiene que el uso expresivo de los testimonios psico­
lógicos mediante enunciados de primera persona constituye el uso estándar. Asimismo,
reconoce la diferencia existente entre las expresiones naturales -gesto, grito, llanto, risa- y
el lenguaje articulado. Pero la distinción fundamental se basa en la gramática: el criterio de
validez que conviene a los testimonios no es el de «ser verdaderos», sino el de su veracidad’'; no
son susceptibles de error sino de insinceridad. Su tesis fundamental es que las manifestacio­
nes expresivas no están basadas primordialmente en la observación interna o el reconocimiento
de fenómenos privados, sino que son en cierto modo «parasitarias» respecto a determinadas con­
ductas no lingüísticas: sin la existencia de determinadas formas de conducta que de modo
natural se cuentan como manifestación de sensaciones, creencias, emociones, etc., el voca­
bulario psicológico y mental no tendría el significado que tiene. Por ello los enunciados psi­
cológicos en tercera persona están basados fundamentalmente en criterios conductuales: se
requiere una instancia exterior que permita^ hablar con sentido de conocimiento justificado
o de error respecto a lo que se enuncia. Pero, en este caso, el lenguaje de sensaciones deja
de ser «privado». Por ello, enunciados como «sólo yo sé que tengo dolor» han de verse más
bien como proposiciones gramaticales, que expresan reglas para el uso de los términos psi­
cológicos -por ejemplo, que una manifestación sincera por parte del hablante tiene un esta­
tuto de autoridad, o que el hablante puede decidir esconder sus emociones. La particulari­
dad de las manifestaciones expresivas lingüísticas residiría en que aprendemos su significado
de modo que nos es posible emplearlas cuando nos encontramos en el correspondiente esta­
do psicológico92.
La tesis de Wittgenstein, al asignar a los enunciados psicológicos en primera persona
un valor paradigmáticamente expresivo y no cognitivo, se apoya en un análisis filosófico-
lingüístico: muestra que la gramática excluye la posibilidad de auto-atribuirse experiencias
o sensaciones de manera fundamentada, o de considerar los correspondientes enunciados
verificables. Este es el núcleo del argumento en contra de un lenguaje privado: consiste en
mostrar que en un lenguaje así no podría contarse con reglas, con estándares de corrección para
el uso —lo que haría que fuera, en última instancia, ininteligible incluso para su único
hablante. Wittgenstein imagina una situación en la que alguien intenta construir un len­
guaje privado y, para ello, lleva un diario en el que anota el símbolo ‘S’ siempre que expe­

393
rimenta una determinada sensación; con ello, pretende reconstruir una definición ostensi­
va que haga, del signo, un nombre para la sensación y fije esa referencia como su significa­
do. La pretensión del «hablante privado» sólo se podrá considerar realizada si «ese procedi­
miento tiene el efecto de que él pueda, en el futuro, recordar correctamente la conexión»
entre el signo y la sensación particular de que se trató en el acto de «bautismo» original; y,
sin embargo, «en nuestro caso yo no tengo criterio alguno de corrección. Aquí podría decir­
se que es correcto lo que a mí me parece correcto. Y esto únicamente significa que aquí no
puede hablarse de ‘correcto’»-, pues, continúa Wittgenstein, «la justificación consiste en apelar
a una instancia independiente»^. Lo que Wittgenstein niega es que este procedimiento, el
de una definición ostensiva «privada», pueda conducir a un uso con significado del signo,
ya que ni siquiera para el propio hablante el procedimiento puede haber establecido una
regla como estándar de corrección para el uso. En el caso de un lenguaje público, como se
ha visto ya, las definiciones ostensivas funcionan señalando ejemplos paradigmáticos que
permiten la aplicación del término en el caso general; es preciso contar, para ello, con cri­
terios de identidad y semejanza entre los objetos -además de las condiciones-marco de
determinadas capacidades de percepción, etc. En el caso de las sensaciones privadas, estos
criterios no existen. Nada permite «comparar» la sensación pasada, que cumplió la función
de «ejemplo paradigmático» en la fijación de la referencia, con el nuevo ítem -la sensación
aquí y ahora. No hay una norma de corrección para el uso de ‘S’, o para la afirmación «aquí
está S de nuevo»; este enunciado no cumple una función descriptiva. No se trata sólo de la
posibilidad de un error o de un fallo de memoria -estos son acontecimientos contingen­
tes—, sino de una imposibilidad de principio: la de comprobar la identidad o la diferencia
entre el ejemplo y el caso actual. La apelación a una «justificación subjetiva», o a una «com­
prensión subjetiva» —o a un acto consistente en «señalar dentro de sí», o en «dirigir hacia
dentro la atención»-, carecen igualmente de sentido: pues violentan la gramática del con­
cepto de justificación94.
La falta de un criterio público de corrección gramatical hace que el supuesto «objeto pri­
vado» sea semánticamente irrelevante y la idea de un lenguaje privado que supuestamente
nombra y describe sea ininteligible95. Se ha pretendido ver en esta conclusión una forma de
conductismo, de semántica conductual. Pero lo que está afirmando Wittgenstein es que la sen­
sación es una especie de ficción gramatical sólo cuando se construye la gramática del lenguaje
de sensaciones según el modelo designativo. El hecho de que no haya criterios de identidad
para las sensaciones no significa que éstas no sean «nada», sino que no pueden considerarse,
desde un punto de vista gramatical, como «objetos privados». Por el contrario, su examen pre­
tende arrojar luz sobre cuáles son las reglas de uso de los enunciados psicológicos en primera
persona, distinguiéndolos de los que se formulan en tercera persona y mostrando que los pri­
meros no son verificables96. Una explicación conductual, o disposicional, explica el significado
en términos de disposiciones a actuar -asentir o disentir, etc - y, por tanto, introduce una expli­
cación nomológica que pretende describir el comportamiento futuro y hacer predicciones. Lo
que la explicación de Wittgenstein ha mostrado no es que los enunciados psicológicos en primera per­
sona puedan reducirse a comportamiento observable o a disposiciones conductuales comprobables,
sino que constituyen en sí mismos una forma de conducta: se trata de enunciados que son, en sí
mismos, conducta, porque sustituyen a las manifestaciones naturales de las sensaciones. Con
ello lo que se obtiene es una expresión, y no la sensación misma -como se pretende cuando se
identifica el «significado» con la sensación97.
La afirmación de que los enunciados psicológicos en primera persona no tienen valor
cognitivo parece difícil de aceptar. Sin embargo, es la premisa de la conclusión a que con­
duce la crítica de Wittgenstein: las experiencias privadas dejan de constituir el fundamen­

394
to para el lenguaje y el conocimiento. En su interpretación, A. Kenny ha defendido que ya
en la presentación de las definiciones ostensivas {Investigaciones, §§27-35) se encuentra en
germen la crítica a los lenguajes privados98. E. Tugendhat ha intentado mostrar la validez
de la conclusión de Wittgenstein partiendo de esta observación y comparando los enun­
ciados psicológicos de sensación con valor expresivo y aquéllos que tienen valor cognitivo,
como los que incluyen términos de color -«esto es sepia»-99. Aquí Wittgenstein sí ha reco­
nocido la presencia de una definición ostensiva en sentido genuino. Pero que esto sea así
depende de que se pueda contar con un criterio de corrección para la aplicación del término
de color. Se ha visto ya que un predicado en primera persona no permite una aplicación del
indéxico «esto»; no es posible contar con un criterio para la aplicación correcta del térmi­
no a una sensación privada -la relación del signo con su significado no se establece «fijan­
do la atención en el propio interior»-, o mediante un acto de memoria que permita que el
recuerdo de la sensación originaria cumpla la función de un ejemplar arquetípico para la
comparación de experiencias futuras. Y podría pensarse que, al aprender un término de
color, lo que se está haciendo es nombrar la experiencia sensorial privada. Tugendhat inter­
preta que, si existen criterios para la aplicación correcta de los términos de color -fijados
mediante definiciones ostensivas-, es porque aquí no se trata de «nombres»; estos términos
no cumplen una función designativa, sino que constituyen en realidad expresiones predi­
cativas y su función es la de clasificar y discriminar entre objetos: «Lo decisivo es que sólo
podemos aplicar la palabra ‘correcto’ a una expresión clasificatoria -y los nombres de sen­
sación y, naturalmente, todos los predicados-/» [predicados de estados psicológicos, C.C.]
son expresiones clasificatorias— al emplearla para clasificar objetos (...) el criterio es el
empleo correcto al clasificar»100. Lo que criticaría el argumento de Wittgenstein es una com­
prensión errónea de las definiciones ostensivas, comprensión que pretende asociar la pala­
bra con un «contenido»; una definición de este tipo introduce un predicado, cuya función
semántica es la de clasificar o discriminar entre objetos espacio-temporales, empíricamente
cognoscibles -y es el desempeño de esta función la que permite hablar de un criterio de
corrección en el uso.
Complementaria con lo anterior es la observación de que la función del pronombre
personal «yo», en los enunciados psicológicos en su uso expresivo, no es ni la de un térmi­
no indéxico ni la de un término singular en el sentido habitual. Basándose en un trabajo
previo de H.-N. Castañeda, Tugendhat ha señalado que el empleo del pronombre «yo» no
puede reducirse al de otros deícticos, por vía de su sustitución mediante la expresión «este
hablante» o alguna similar. Pues el uso indéxico del lenguaje presupone un sistema de refe­
rencia espacio-temporal, pero el hablante es para sí mismo el último punto de referencia de
cualquier identificación; al mismo tiempo, sin embargo, el hablante no se basta a sí mismo
como sistema de referencia, sino que necesita otras referencias objetivas sin las cuales no
podría identificar nada. Los términos indéxicos son una clase particular de los términos sin­
gulares, cuya función es la de identificar o seleccionar: mediante un término singular, el
hablante puede indicar a qué objeto de entre todos los posibles hace referencia. En el caso
de los enunciados expresivos a examen, el pronombre «yo» aparece como un término sin­
gular de carácter peculiar y único, por medio del cual el hablante se refiere a si mismo sin
identificarse, aunque sabe que eso mismo no-identificado puede serlo mediante otros términos
singulares —p.e. «ése», «el señor X», etc. Esta ampliación mediante otros términos singula­
res, que sí cumplan propiamente la función identificativa —lo que no ocurre con el pro­
nombre «yo»-, tranformaría el estatuto gramatical del enunciado, que pasaría a poder tener
un uso cognitivo y a ser susceptible de justificación según criterios cognitivos. Lo peculiar
del uso expresivo del lenguaje —en particular, de los predicados psicológicos— es que el
hablante sólo puede adscribírselos desde la perspectiva del «yo» que habla pero que, de este
modo, no se identifica -por ello, el predicado correspondiente adquiere un valor expresivo,
y no cognitivo—101.
Esta interpretación es consistente con la que ha asociado la crítica de Wittgenstein con
la crítica kantiana al mito de lo «inmediatamente dado» como base para el conocimiento.
Las intuiciones pre-conceptuales, o los contenidos pre-conceptuales -y aquí esto significa
ahora: pre-lingüísticos- pueden, en el mejor de los casos, considerarse parte del mecanis­
mo causal que está presupuesto en el habla, pero no forman parte de las reglas que dan sig­
nificado a los signos. Un contenido empírico o una intuición sensorial o intelectual pre-lin-
güísticos carecerían de pertinencia semántica, caerían «fuera de consideración por
irrelevantes»: pues no son elementos constitutivos ni del sentido de los enunciados ni de la
evidencia que permite verificarlos102. De ello se sigue también que es posible comprender
un concepto -conocer su gramática lingüística- sin que ello dependa de haber experimen­
tado una vivencia subjetiva particular. La importancia de esta constatación reside en que
remite, de modo inmediato, a la transformación semiótica de la filosofía trascendental de
Kant llevada a cabo por Peirce. También aquí se introducen, como base «causal» del len­
guaje, fenómenos de percepción que prestan soporte a las funciones icónica e indéxica del
lenguaje; pero no hay propiamente lenguaje con valor cognitivo hasta que no se introduce
la función simbólica (predicativa) y, con ella, la posibilidad de formular juicios cognitivos
susceptibles de validez epistémica (verdad).

v. Interpretaciones

En un brillante y polémico ensayo titulado Wittgenstein on rules and prívate language,


S. A. Kripke ha defendido una interpretación sobre las Investigaciones que ha dado lugar a
lo que se conoce, con respecto al concepto de regla, como la solución escéptica -algo que ya
había adelantado R. J. Fogelin—, así como a la concepción comunitarista en relación con la
propuesta global de Wittgenstein. Kripke considera que el problema central de las
Investigaciones es el de lo que llama la «paradoja escéptica», que atañe fundamentalmente a
dos ámbitos lingüísticos: el del lenguaje de las matemáticas y el de la psicología, o de las
reglas matemáticas y las expresiones relativas a experiencias privadas —sensaciones y otros
estados internos. La paradoja la enunciaría Wittgenstein en Investigaciones, §201: «Nuestra
paradoja era ésta: ninguna regla podría determinar un modo de acción, pues cualquier
modo de acción podría hacerse concordar con la regla». Se trata, por tanto, de un proble­
ma ya visto al estudiar las posibles explicaciones del concepto de regla, y que en particular
recogía la solución hermenéutica: la posibilidad de distintas interpretaciones de una con­
ducta, es decir, la posibilidad de distintas formulaciones de la regla, lo que implica la posi­
bilidad de una cadena infinita de interpretaciones -o la necesidad de una «regla para inter­
pretar reglas». Kripke utiliza un ejemplo matemático para mostrar el alcance destructivo de
esta paradoja: la operación «+», y el supuesto del hablante de haber comprendido la regla
al aprender a sumar. El hablante se enfrenta a una suma superior a todas las que ha reali­
zado en el pasado, por ejemplo «68+57», pero que está seguro de poder realizar siguiendo
la misma regla que conoce. Kripe imagina entonces un interlocutor escéptico, que sugiere
al hablante la posibilidad de que en el pasado éste no hubiera aplicado en realidad la regla
de adición, sino otra regla de «quadición» simbolizada por «*» y que podría formularse:
«x*y=x+y, si x,y<57; x*y=5 en otro caso». El escéptico afirma que el interlocutor podría estar
ahora malinterpretando su propio uso previo, pues por «adición» en realidad estaba signi­

396
ficando «quadición». Lo que se demanda del hablante es un criterio que permita decir qué
regla se aplicó en el pasado, en términos individualistas, es decir, en términos mentalistas o
intencionalistas: pues lo que se propone Kripke es mostrar que no es posible una solución
individualista a la paradoja y que, por tanto, el fundamento de la noción de regla no puede
encontrarse en un hablante individual que sigue reglas que él ha establecido o identificado
por sí mismo. Para mostrar esto, en una argumentación que sigue las pautas de una «reduc­
ción al absurdo» Kripke supone que una respuesta al escéptico debería satisfacer dos con­
diciones, la primera de las cuales es lo que quiere refutar: en primer lugar, debería poderse
proporcionar una explicación de cuál es el hecho, relativo al estado mental del hablante, que
constituye su intención de significar «adición» y no «quadición»; en segundo lugar, habría
que mostrar por qué el hablante está justificado cuando ofrece como respuesta «125» a
«68+57». El desafío del escéptico toma la forma de una hipótesis escéptica acerca de un
cambio en el uso por parte del hablante: sostiene que no hay hecho alguno, en la historia
anterior del hablante -algo que estuviese en su mente, o en su conducta exterior-, que per­
mita establecer que éste quiso significar la adición y no la quadición.
Kripke sostiene que es el propio Wittgenstein quien desarrolla esta paradoja en
Investigaciones, §§137-242103; y su escéptico argumenta que no sabe de ningún hecho, rela­
tivo a un hablante individual, que pudiera constituir un estado mental por parte de éste
consistente en significar la adición antes que la quadición, como tampoco sirve recurrir a
disposiciones conductuales: pues en este último caso se contaría con una explicación des­
criptiva de la relación entre el conocimiento de la regla y su aplicación, y no normativa.
Concluye que, si hay que aceptar un supuesto estado mental primitivo de «significar la adi­
ción mediante ‘+’», ello sólo sería posible por recurso a un postulado que dejaría el supues­
to estado mental en el más absoluto misterio. Este escepticismo frente a las reglas, que
Kripke llama concepción «privada», implica que no hay nada que cuente, objetivamente,
como un seguimiento correcto o una violación de la regla, pues cualquier acción sería con­
forme a la regla para alguna interpretación. En este caso, sin embargo, y puesto que las
reglas son constitutivas del significado, habría que concluir que se ha desembocado en una
especie de «nihilismo semántico», que no hay lo que se ha llamado «significado lingüísti­
co». Ahora bien, este escepticismo se auto-refuta: pues la evidencia empírica confirma que
las palabras de nuestro lenguaje tienen significado. La «solución escéptica de Hume», que
Kripke adopta, consiste en la estrategia de reintroducir el valor normativo de la regla, y los
criterios de corrección e incorrección, apelando a lo que está vigente en la comunidad lin­
güística.
Lo que Kripke llama la «solución escéptica de Wittgenstein» toma la forma de un argu­
mento en contra de una regla «privada». Si se examina el modo en que tienen lugar las atri­
buciones de significado, en el caso de un único hablante considerado aisladamente se llega
siempre a la conclusión de que éste actúa «sin justificación», que aplica las reglas «ciega­
mente». Pues «la idea global del argumento escéptico era que no puede haber hechos rela­
tivos a él [el hablante, C.C.] en virtud de los cuales concuerde con sus intenciones [de sig­
nificado anteriores, C.C.] o no». De una sola persona considerada aisladamente, todo lo
que puede decirse es que es la práctica común la que le justifica cuando aplica la regla del
modo en que lo hace; pero, desde la perspectiva del hablante, la regla pierde su valor nor­
mativo, deja de tener pertinencia gramatical, ya que éste actúa de manera «ciega» y sin posi­
bilidad de justificación. La situación es muy distinta, sin embargo, cuando se examina el
modo en que tiene lugar la atribución de significado tomando en consideración al hablan­
te en su interacción con una comunidad lingüística; en este caso es posible concentrar la
explicación de la conducta en las condiciones de justificación de la misma. Estas condicio­

397
nes vendrían determinadas por un tipo muy especial de juegos de lenguaje de la comuni­
dad lingüística, que Kripke llama «juegos de atribución de conceptos» y en los que, según
su lectura, estaría basada la solución escéptica de Wittgenstein: si el hablante individual no
actúa conforme a lo que la comunidad haría en las circunstancias dadas y bajo el supuesto
de estar aplicando la regla, la comunidad no puede continuar atribuyendo al hablante la
posesión del concepto de que se trate. «Incluso aunque, al jugar este juego y atribuir con­
ceptos a individuos, no describimos un estado especial de sus mentes, hacemos algo impor­
tante. Les consideramos provisionalmente integrados en la comunidad, mientras una con­
ducta desviada posterior no les excluya»104.
Kripke considera que el argumento del lenguaje privado se encuentra ya en
Investigaciones, §202, donde se afirma que «no es posible seguir privadamente’ una regla»;
las secciones §§243-315 defenderían la idea de que un discurso significante requiere de una
comunidad real de hablantes, frente al contraejemplo potencial de los términos de sensa­
ción. Esto es lo que se conoce como concepción comunitarista"". Su idea final es que, en vez
de intentar encontrar un «hecho» acerca de los hablantes individuales en virtud del cual
pueda decirse con seguridad cuál era la interpretación que éstos hacían de una regla en el
pasado, es preciso tomar en consideración el modo en que realmente se usan dos tipos de
aserciones: (i) la aserción categorial de que un individuo está siguiendo una regla dada (p.e.
que con ‘+’ significa la adición), y (ii) la aserción condicional de que «si un individuo sigue
tal regla, ha de comportarse de tal manera en una situación dada». Al igual que Hume creyó
haber demostrado que una relación causal entre dos acontecimientos es ininteligible salvo
si se encuentran sujetos a una regularidad, Wittgenstein habría pensado que cualquier dis­
curso acerca del seguimiento de reglas por parte de un individuo tiene que referirse a él en
tanto que miembro de una comunidad. En particular, para que los condicionales del tipo
indicado por (ii) tengan sentido, la comunidad ha de ser capaz de juzgar si un individuo está,
realmente siguiendo una regla en sus aplicaciones particulares, es decir, si sus respuestas son
concordantes con las de los miembros de la comunidad. Ante el aparente contraejemplo
que discute el caso de Robinson Crusoe, y para el que Wittgenstein parece aceptar que se
hable de un seguimiento genuino de reglas, Kripke observa: «si pensamos que Crusoe sigue
reglas, le estamos suponiendo integrado en nuestra comunidad y estamos aplicándole nues­
tros criterios para el seguimiento de reglas. La falsedad del modelo privado no tiene que
implicar que de un individuo físicamente aislado no pueda decirse que sigue reglas; implica
más bien que de un individuo considerado aisladamente (tanto si está físicamente aislado
como si no), no se puede decir eso»106.
Han sido muchos los estudiosos de Wittgenstein que han criticado esta interpretación
de Kripke; incluso considerándosela inadecuada como trabajo de exégesis, se ha valorado
su aportación a la filosofía del lenguaje como solución original al problema que plantea107.
Tiene particular interés el trabajo que G. P. Baker y P. M. S. Hacker han llevado a cabo y
que, a partir de un estudio muy detallado y extremadamente riguroso de toda la obra de
Wittgenstein -sometiendo a constante contrastación los pasajes más difíciles con todos los
otros textos que podrían arrojar alguna luz-, permite establecer con toda precisión la medi­
da en que las sugerencias de Kripke se alejan de los textos originales. En particular, ponen
de manifiesto que la proposición §202 de las Investigaciones no puede considerarse ya que
anticipe la esencia del argumento del lenguaje privado, pues en los borradores originales
esta proposición §202 sigue a y presupone las proposiciones §§243-315. El argumento,
además, no se limita a aplicar las conclusiones de la discusión sobre el seguimiento de reglas
a las sensaciones, sino que intentaría -según interpretan estos autores- hacer desaparecer
concepciones erróneas sobre la naturaleza de lo mental en general -estados y procesos-, así

398
como sobre su relación con la conducta. Se ocupan de la discusión sobre Robinson Crusoe
y la posibilidad de que un hablante, considerado de manera aislada, pueda seguir una regla.
Esto es algo a lo que Wittgenstein explícitamente asiente en sus cuadernos, en un argu­
mento que puede considerarse un precedente de Investigaciones, §243(a), cuando observa
que Crusoe podría haber jugado juegos de lenguaje para sí mismo y que, si alguien hubie­
ra observado secretamente sus prácticas de empleo de signos, y hubiera sido capaz de iden­
tificar en ellas determinados tipos de regularidades complejas, podría haber juzgado correc­
tamente que estaba usando un lenguaje propio -que no sería un «lenguaje privado» según
la definición dada, pues otro podría comprenderlo. El contraargumento frente a Kripke es:
que «[e]l criterio para saber si Crusoe está siguiendo una regla reside verdaderamente en su
conducta, pero no en que su conducta sea concordante con una conducta nuestra inde­
pendiente, hipotética o contrafáctica». En su interpretación, este juicio -saber si el hablan­
te aislado sigue reglas— no depende de la referencia a una comunidad, sino de regularidades
conductuales «suficientemente complejas como para dar lugar a una normatividad»108.
Esto parece sugerir que los autores consideran que son regularidades conductuales de
un tipo específico, y no alguna forma de concordancia o acuerdo entre los hablantes, lo que
puede considerarse constitutivo del significado lingüístico. Esto es efectivamente lo que cri­
tican en la interpretación comunitarista: frente a la pretensión de Kripke de considerar que,
para Wittgenstein, el consenso tácito entre los hablantes es constitutivo del significado,
afirman que para éste dicho consenso es únicamente una condición-marco para la existen­
cia de juegos de lenguaje, pero no constitutivo de ellos. Kripke querría situarse «por detrás»
del seguimiento de reglas, para buscar una fundamentación de ello109. Pero la posición de
Wittgenstein —como se ha visto en el estudio precedente— sería clara: tiene que haber un
momento en que la justificación llegue a su fin, en que el valor normativo de la regla la haga
absolutamente irreductible a cualquier otra. Ello no supone desembocar bien en una forma
de irracionalidad, bien en un regreso al infinito -de reglas que justifiquen reglas-, como
parece sugerir el argumento de Kripke: «La ausencia de razones es criticable si las razones
son en principio posibles, y si la duda acerca de la justificación es razonable. Pero ninguna
de estas condiciones está presente en el punto en el que la justificación cesa. Precisamente
porque la regla y su extensión están internamente conectadas, ya que su nexo es gramati­
cal, no puede haber una cosa tal como su justificación». Lo que hace correcta una aplica­
ción del término «rojo» a un tejado o a un amanecer rojos es «[njada. Eso es lo que llama­
mos aplicar rojo correctamente’. No hay lugar para la justificación»110. La explicación del
significado es lo mismo que la norma para su uso correcto; lo que está aquí presente es una
conexión gramatical, y no es posible situarse «por detrás»: las reglas consituyen el límite del
sentido.
La contraargumentación de estos autores se basa, ante todo, en la tesis ya vista en
Wittgenstein que afirma la autonomía de la gramática, así como la existencia de una rela­
ción interna entre las reglas, entendidas como estándares de corrección, y sus aplicaciones.
Esto supone que lo que cuenta a priori como razón o fundamento para una proposición
reside en la gramática, que en este sentido antecede a la verdad: pues marca los límites del
sentido. En particular, y siempre según estos autores, puede decirse que son tres los errores
de la solución escéptica. En primer lugar, no ve que no hay separación entre la compren­
sión de la regla y el conocimiento de cómo aplicarla; comprender una regla, por contra, es
saber qué cuenta como una aplicación correcta o incorrecta, es saber qué cuenta como una
actuación según la regla. En segundo lugar, describir la conducta como un seguimiento de
reglas no puede asimilarse a explicar un acontecimiento a partir de una hipótesis; la regla
seguida ha de serle conocida al agente, en el siguiente sentido: en caso necesario, el agente

399
ha de ser capaz de invocarla -al menos, rasgos pertinentes de ella- para justificar o explicar
su propia conducta; la intención de actuar de un modo determinado ha de «contener» la
regla de actuación, en el mismo sentido en que la intención de jugar una partida de ajedrez
«contiene» las reglas del juego. En tercer lugar, la comprensión de la regla no es algo que se
establezca hipotéticamente, como si la conducta constituyera la evidencia casi-inductiva
que confirma esa hipótesis; la conducta es un criterio -necesariamente externo— para esta­
blecer la comprensión de la regla, que es equivalente a estar en posesión de una capadidad
práctica; pero entre la conducta y la regla existe una relación interna que no está mediada
por una «interpretación». Comprender una regla es inseparable de saber cómo aplicarla y
actuar conforme a ella. Pero esto implica, además, que el concepto de significado es inse­
parable de la explicación y del uso. La significatividad requiere un uso acorde con estánda­
res de corrección (reglas). Wittgenstein habría mostrado el modo en que el uso está inter­
namente conectado con la explicación: «Al concebir la explicación del significado de una
palabra como una regla, como un estándar para su uso correcto, y al concebir los usos de
una palabra como las aplicaciones de esa regla (como instancias de su seguimiento), conci­
bió la relación entre la explicación y el uso de una palabra como un caso especial de la rela­
ción entre una regla y sus aplicaciones»111. Así, la aclaración de la relación interna entre las
reglas y sus aplicaciones es una aclaración de la relación interna entre las explicaciones del
significado y los usos de las palabras.
Lo fundamental en la apreciación de estos autores es que la explicación del significado,
es decir, lo que cuenta como justificación o validación del uso, es al mismo tiempo consti­
tutivo del significado. Por ello es legítimo concluir que existe una relación interna entre el
seguimiento de una regla -entre el uso correcto de una expresión- y la capacidad de enun­
ciar la regla que se está siguiendo -la capacidad de justificar la validez del propio uso, o de
enunciar los criterios que lo justifican. Es en este sentido en el que puede decirse que el sig­
nificado es «la última interpretación», y cualquier pretensión de validez o cualquier prácti­
ca justificatoria están internamente conectadas con la gramática -cuyas reglas marcan el
«límite del sentido». Anticipándose a una objeción posible, los autores citados argumentan
que esto no supone forma alguna de «idealismo lingüístico»; entienden por tal la posición
filosófica que afirma que el lenguaje determina la concepción del mundo, o que el marco
conceptual determina una interpretación de la realidad. La crítica de Wittgenstein a esta
posición sería la de que ver las cosas así supone asumir dos instancias independientes, la rea­
lidad y el lenguaje, para a continuación afirmar que la realidad sólo es accesible en la media­
ción de una interpretación lingüística. Frente a esta concepción, Wittgenstein ha mostrado
que la relación entre los enunciados y los hechos es una relación gramatical y que existe, por
tanto, una conexión interna, no separada por el tipo de instancia intermedia que seria una
interpretación. Es posible hablar de una «armonía entre lenguaje y realidad», en la medida
en que un «hecho» no es una realidad extralingüística, sino que está en parte constituido
por la proposición que lo describe en un juego de lenguaje. Lo que hay son juegos de len­
guaje, para los que no es posible una «fundamentación» o justificación última externa a la
propia gramática. Sin embargo, esto no lleva al irracionalismo: pues aquí no hay espacio
para razones o justificaciones, ni para la introducción de criterios «externos» a la gramáti­
ca112.
Respecto a la interpretación de G. P. Baker y P. M. S. Hacker cabría observar lo siguien­
te. Lo que estos autores llaman «idealismo lingüístico» es en realidad, por su caracteriza­
ción, relativismo lingüístico: no surge, como ellos parecen sugerir, por suponer infundada­
mente una instancia intermedia, interpretación o concepción del mundo, entre el lenguaje
(significado lingüístico) y la realidad, sino por la confrontación entre las diversas lenguas

400
-que se entienden como diversas interpretaciones posibles de una misma realidad objetiva.
Parece posible preguntarse, en principio, si el argumento en contra del lenguaje privado
supone que cualquier hablante competente puede tener acceso a la lengua de cualquier
otro. O, expresado de otra forma: qué garantiza que no hay lenguas naturales «comunita­
riamente privadas», esto es, que sólo pueden entender los miembros de una comunidad cul­
tural y lingüística. Se ha señalado ya que la opción relativista, o «comunitarista privada», ha
sido adoptada en antropología cultural y en otras ciencias sociales a partir de los estudios
de P. Winch113. Si la comprensión y el entendimiento con los otros no depende tanto de
alguna forma o método de conocimiento empírico, como de una competencia en el segui­
miento de reglas que pertenecen a un plexo de juegos de lenguaje o a una forma de vida,
las distintas formas socio-culturales de vida aparecen como un límite irrebasable para el
estudio de las interpretaciones del mundo y la comunicación. La aportación de Winch ha
sido fundamental porque quebró la línea interpretativa habitual hasta ese momento -que
veía en el argumento del lenguaje privado una posición conductista- al entender que inclu­
so los hechos relativos a la conducta han de verse, si se sigue a Wittgenstein, como un segui­
miento de reglas. Al mismo tiempo, Winch asumió que las reglas de los juegos de lengua­
je y las formas de vida que los integran, que aparecen entonces como las condiciones
¿Tzú-trascendentales de la comprensión y la comunicación, son irreductiblemente diversas.
La dificultad de esta aproximación se hace sin embargo inmediatamente obvia: pues no se
trataba sólo de comprender fenómenos particulares de la cultura humana a la luz de las
reglas de juegos de lenguaje y la forma de vida conocidas, sino también de acceder a las
reglas de nuevos juegos de lenguaje y a formas de vida extraña. Winch concluyó que no era
posible, no ya comprender, sino ni siquiera evaluar críticamente las reglas paradigmáticas
de una forma de vida primitiva o extraña.
Es esta perspectiva del problema a la que han intentado hacer frente los defensores de
una interpretación universalista de Wittgenstein. El presupuesto básico en el que se apoya
este proyecto es el de que existen determinados elementos que tienen que estar presentes en
Zoilas formas de vida, pues son constitutivos de cualquier juego de lenguaje en cuanto tal
que pueda integrarlas. Esta afirmación puede parecer un presupuesto excesivo e imposible
de fundamentar. Sin embargo, el propio argumento de Wittgenstein en contra de un len­
guaje privado le presta plausibilidad. Cuando Wittgenstein, en las Observaciones filosóficas,
afirma que no es posible justificar las reglas de la gramática porque «no puedo saltar con el
lenguaje fuera del lenguaje», añade: «La posibilidad de explicar estas cosas se basa siempre
en que el otro use el lenguaje como yo. Si afirma que una concatenación de palabras tiene
sentido para él y para mí no posee ninguno, tan sólo puedo suponer que aquí él está usan­
do las palabras con otro significado o que habla sin pensar». Esto puede interpretarse como
una imposibilidad de comunicarse con otro cuando no se comparten los mismos juegos de
lenguaje114, lo que iría en contra de la interpretación universalista. Pero, al mismo tiempo,
el argumento en contra del lenguaje privado establece dos conclusiones: en primer lugar,
que la significatividad requiere un uso acorde con un estándar de corrección, con una regla,
algo que ningún acto mental individual puede por sí mismo procurar; en segundo lugar,
que todo aquello que se puede querer decir o significar ha de ser, en principio, susceptible
de expresión. Puesto que se ha excluido la posibilidad de un lenguaje privado, aquel que sólo
su hablante puede entender, cualquier lenguaje en sentido propio, es decir, inteligible para un
hablante, puede en principio ser entendido por otro. Al tiempo que la metodología descripti­
va de Wittgenstein hace imposibles afirmaciones generales del tipo requerido por una posi­
ción universalista, la aplicación de su método requiere de un tipo particular de juego de len­
guaje que le permita situarse en una perspectiva czzrz-trascendental, y llevar a cabo su análisis

401
crítico dando cuenta de los juegos de lenguaje corrientes y su relación con una forma de
vida. La «estrategia» de la argumentación universalista consiste en intentar apresar las con­
diciones de posibilidad de esta perspectiva.
A partir del estudio de Sobre la certeza, K.-O. Apel115 ha defendido que los juegos de
lenguaje incluyen en su constitución determinadas certezas, que llama evidencias paradig­
máticas, y que estarían presupuestas en todas las posibles evidencias y contraevidencias a las
que puede apelarse desde el interior de un sistema lingüístico contingente. Podría decirse
que estas certezas deben su estatuto a la función que desempeñan en el interior de un juego
de lenguaje particular: en el interior de un «sistema de argumentación». Así, afirma
Wittgenstein: «Toda demostración, todo apoyo y debilitamiento de un supuesto aparece ya
en el interior de un sistema. Y este sistema no es un punto de partida más o menos arbi­
trario y dudoso de todos nuestros argumentos, sino que pertenece a la esencia de lo que lla­
mamos un argumento. El sistema no es tanto el punto de partida de los argumentos cuan­
to su elemento vital»116. Apel considera que ésta y otras afirmaciones autorizan finalmente
la conclusión de que el juego de lenguaje argumentativo de la filosofía tiene un carácter
prioritario sobre todos los demás, incluidos los otros sistemas de argumentación.
Wittgenstein había aceptado que el tipo de evidencias paradigmáticas de las que hablaba
podían cambiar a partir de nuevas experiencias; e incluso sería posible, como han defendi­
do algunos intérpretes del racionalismo crítico, poner en cuestión todos los juegos de len­
guaje junto con sus evidencias paradigmáticas. Apel cree, sin embargo, que esta duda gene­
ralizada en el metanivel de la reflexión falibilista es, precisamente, la que permite
preguntarse por las evidencias paradigmáticas del juego de lenguaje crítico en el cual, al
ponerse en cuestión todos los demás juegos de lenguaje, se puede formular el principio uni­
versal del falibilismo117. Pero el juego de lenguaje trascendental del discurso filosófico que
propone Apel, al que le es constitutiva la duda universal del falibilismo filosófico, tendría
que llegar a una fundamentación última de las certezas paradigmáticas, algo a lo que
Wittgenstein explícitamente renuncia118. Apel defiende -y esta es una de las tesis centrales
de su propia posición filosófica- que en el discurso filosófico no dependemos contingente­
mente de la «historia natural» del desarrollo de los juegos de lenguaje. En este ámbito sería
posible orientar la búsqueda de evidencias paradigmáticas del juego de lenguaje trascen­
dental, preguntándose por las condiciones de posibilidad que hacen válida la pretensión de
significado de frases como «todas las tesis filosóficas son falibles», etc. Esta orientación diri­
giría la búsqueda desde las evidencias paradigmáticas del discurso filosófico a los presupues­
tos necesarios de la argumentación con significado -como, por ejemplo, el hecho de que
hemos de contar con pretensiones de validez universales y hemos de suponer que éstas
podrían y deberían probarse sólo con argumentos y, finalmente, verse confirmadas o refu­
tadas por el consenso universal de una comunidad ilimitada de discurso. Con ello, Apel está
proponiendo una interpretación de la última filosofía de Wittgenstein que debería condu­
cir al programa de una pragmática trascendental del discurso argumentativo, sobre la base del
reconocimiento de la función czwz-trascendental de la comunidad de usuarios del lenguaje.
Pero, mientras en Wittgenstein parece haber una remisión inevitable de todo seguimiento
de reglas de uso, e incluso del propio concepto de regla, al uso fáctico de una comunidad
lingüística empírica, la semiótica trascendental de Peirce sí permitiría superar este relativis­
mo, al favorecer el supuesto de un proceso trans-individual e indefinido de conocimiento
e interpretación que tiende a alcanzar un último consenso o una «última opinión»119.
La propuesta de Apel descansa, sin embargo, en una convicción filosófica: que es posi­
ble una fundamentación última de los principios constitutivos del discurso filosófico, a par­
tir de la exigencia que establece el principio de no-autocontradicción realizativa™. Sin asu­

402
mir una tesis tan fuerte como ésta, J. Habermas ha defendido también una lectura univer­
salista de la última filosofía de Wittgenstein. Su propuesta ha consistido en reelaborar el
concepto de regla a partir de la teoría sociológica de G. H. Mead. Para situar este intento,
puede observarse lo siguiente. En su interpretación, Kripke ha pretendido estar llevando a
cabo una lectura humeana de Wittgenstein. Para ello ha introducido a la comunidad de
hablantes en el papel de entidad supra-individual —ausente como tal de las Investigaciones-
y de instancia de la que proceden y dependen en su aplicación los criterios de corrección
para el seguimiento de reglas. El individuo se ve, así, relegado a una peculiar pasividad, y
las reglas adquieren un dinamismo «ciego» respecto a las elaboraciones o decisiones de los
hablantes. Para que la comunidad de hablantes pueda constituirse en esa instancia norma­
tiva, sin embargo, Kripke tiene que introducir explícitamente un supuesto fundamental: los
miembros de la comunidad han de ser capaces de juzgar si un comportamiento individual
se ajusta a reglas121. Esto no es banal, porque esa misma capacidad es la que se ha conside­
rado inaccesible al individuo aislado -no así para un hablante individual que, en cuanto
miembro de una comunidad, puede ser considerado competente para establecer reglas para
sí, reglas que los otros hablantes podrían llegar a comprender122-. La importancia de este
«movimiento» argumentativo reside en que implica asumir, para los miembros de la comuni­
dad, el concepto general de lo que significa seguir correctamente una regla. Pero esto, sin que
aparentemente Kripke lo advierta, supone introducir una perspectiva que va más allá de
Hume y del concepto de regla de Wittgenstein, formado por parecidos de familia. Este
mismo elemento aparece en el estudio de Hacker y Baker, cuando observan que la relación
interna entre reglas y acciones, y entre explicación y comprensión, está basada en una capa­
cidad normativa: la que entra en juego al enseñar, justificar, etc.; es decir, al identificar y
explicar las reglas, a fortiori recuperándolas explícitamente. La teoría de Mead le ha servi­
do a Habermas para llevar a cabo una reconstrucción genética de esta capacidad, así como
del concepto de regla de Wittgenstein. El tipo de reconstrucción que se lleva a cabo no está,
sin embargo, exenta de dificultades que será preciso estudiar después con mayor detalle.

4.1.2. La teoría de actos de habla. J. L. Austin (1911-1960)'

En las Investigaciones, Wittgenstein había dudado acerca de que la tarea de la filosofía


pudiera ser la de formular teorías y proponer hipótesis; de hecho, consideró este proceder
fuente de errores, y expresó su opinión de que una teoría del significado sistemática no era,
por muchas razones, ni posible ni deseable. La teoría de actos de habla considera que las
distintas lenguas naturales, y cualquier lenguaje que sea un fragmento del lenguaje natural,
pueden considerarse realizaciones convencionales de una misma estructura de reglas sub­
yacente; para identificar esta estructura, la teoría parte de una serie de supuestos teóricos y
propone un sistema de conceptos que han de verse, en cierto modo, como hipótesis empí­
ricas. Desde este punto de vista, la teoría de actos de habla adoptaría un planteamiento con­
trario a las indicaciones de Wittgenstein. Pero, al mismo tiempo, todo lo que dijo y escri­
bió sobre juegos de lenguaje y forma de vida, sobre explicación y comprensión, y sobre el
concepto de seguir una regla indica la dirección constructiva de una teoría del significado
orientada al estudio de las reglas de uso. Si se opone esta perspectiva al escepticismo expre­
sado más arriba, en la teoría de actos de habla se podrían encontrar los principios funda­
mentales de una teoría del uso en continuidad con las Investigaciones. La formulación de los
conceptos y principios teóricos fundamentales se debe a J. L. Austin y su continuación, en
una forma más sistemática y completa, a J. R. Searle en la primera etapa de éste. La teoría

403
ha contado con una exposición final, que la modifica y amplía en algunos respectos, gra­
cias al trabajo de colaboración de D. Vanderveken, quien ha propuesto una semántica for­
mal en términos de teoría de modelos para las fuerzas ilocutivas del lenguaje natural.
Aunque esta última formulación es contemporánea con la segunda etapa de Searle y pre­
supone su giro intencionalista, esto no tiene de hecho incidencia en la estructura funda­
mental de la teoría ni en los supuestos y conceptos fundamentales, en los que se parte de
la primera teoría de Searle.

i. Método

El trabajo de Austin se integra, junto con el de G. Ryle y P. E Strawson, en lo que se


conoce como filosofía del lenguaje ordinario'15 y que, en el marco de la filosofía analítica
anglosajona, se caracteriza porque remite la aclaración y resolución de problemas filosófi­
cos al medio de expresión y las herramientas conceptuales del lenguaje corriente -que
incluye lenguajes hablados y al uso, tanto las lenguas naturales habladas como lenguajes téc­
nicos y especializados, por contraposición con los lenguajes formales de la filosofía del len­
guaje lógico ideal. Lo que diferencia el enfoque de Austin del de los otros dos filósofos es
que su investigación sobre el lenguaje corriente no sólo pretendía ser clarificadora y tera­
péutica respecto a cuestiones filosóficas tradicionales, sino que tenía también una finalidad
heurística: la atención al lenguaje corriente permitía establecer hipótesis filosóficas. Austin
consideró que uno de los métodos filosóficos posibles para el estudio de las acciones huma­
nas era el de atender al lenguaje corriente; su propuesta se apoyaba en el convencimiento
de que la tarea de la filosofía consiste, sobre todo, en el análisis de los conceptos ordinarios
incorporados a ese lenguaje común. No se trataba de liberar a este lenguaje de la ambigüe­
dad, la imprecisión o el carácter no explícito de sus reglas de uso, como tampoco de «des­
velar» alguna verdad originariamente oculta en el lenguaje. Pero, si se ponía en claro el com­
plejo aparato conceptual presupuesto en el uso de las palabras y expresiones del lenguaje
corriente, entonces era posible tener acceso a distinciones y conexiones propias de los obje­
tos y fenómenos de los que esas palabras y expresiones hablan, y que se hacían accesibles
entonces como hipótesis susceptibles de comprobación independiente. Así, explicaba:
«Cuando examinamos qué diríamos y cuando, qué palabras usaríamos en qué situaciones,
no estamos tampoco meramente considerando las palabras (o los significados’, sean lo que
sean) sino también las realidades para hablar de las cuales usamos las palabras; estamos
empleando una agudizada apercepción de las palabras para agudizar nuestra percepción de,
aunque no como el árbito final de, los fenómenos»'15.
Esto puede sugerir, en una primera lectura, una forma de realismo ingenuo, según la cual
sería posible separar las palabras y las cosas, o el saber del lenguaje y el saber del mundo. Pero
la posición de Austin ha de verse más bien como una tesis filosófico-lingüística con valor meto­
dológico, como el supuesto heurístico de lo que se ha llamado economía natural de las lenguas
históricas'26-, se trata de la idea de que «nuestro común stock de palabras incorpora todas las dis­
tinciones que los seres humanos han hallado conveniente hacer, y las conexiones que han halla­
do conveniente establecer, durante la vida de muchas generaciones; seguramente es de esperar
que éstas sean más numerosas, más razonables (...) y más sutiles, al menos en todos los asun­
tos ordinarios y razonablemente prácticos, que cualesquiera que usted o yo pudiéramos espe­
cular en nuestros sillones»127. El método filosófico que propone Austin, cuando se trata de
investigar algún fenómeno relativo a las acciones humanas, es el de extraer a partir del diccio­
nario el vocabulario y las expresiones paradigmáticamente conectadas con ellas y reconstruir y

404
analizar las situaciones en las que se usan de hecho o podrían usarse esos términos y expresio­
nes. En sus primeros trabajos sobre teoría de la acción, Austin aplicó este planteamiento meto­
dológico de una manera original; partió de los posibles fallos de las acciones y, en particular, de
las indicaciones lingüísticas de tales fallos: las formas expresivas y procedimientos lingüísticos
que permiten excusar la propia conducta, justificarla, disculparla, etc. Lo hizo bajo el supues­
to de que las distinciones y clasificaciones que así aparezcan -p.e. alegar que la propia acción
fue un error, o que no fue premeditada, que se actuó inadvertidamente o en estado de ofusca­
ción- pueden permitir conocer, por contraposición, categorías morales, reglas y principios que
los seres humanos ligan con sus acciones. La investigación lingüística no sólo se fija en las
expresiones y vocabulario —sobre todo los adverbios que modifican la acción—, sino en detalles
filológicos de la forma de la expresión: la influencia de prefijos y sufijos, preposiciones o sus­
tantivos abstractos que se emplean en la formación de determinaciones adverbiales. Además,
en esta investigación lingüística no sólo tenía importancia el lenguaje corriente; también la
atención a la etimología de las palabras podía ser heurísticamente fértil -pues hace posible recu­
perar modelos o imágenes que aún subyacen al uso actual y son determinantes del significa­
do-, y es preciso tener en cuenta las distinciones y clasificaciones de lenguajes especializados
—para la teoría de la acción eran particularmente pertinentes los lenguajes del derecho, la psi­
cología, y la investigación empírica del comportamiento-128.
Austin no habla de un método en filosofía, sino de un conjunto de técnicas, en plural;
de lo que se trata es de llegar a conocer nuestra experiencia de la realidad -al menos, la rea­
lidad social- partiendo del lenguaje corriente en que la expresamos. Con una cierta distan­
cia irónica propuso llamar a este tipo de estudio fenomenología, lingüistica.

ii. Cómo hacer cosas con palabras

La teoría de actos de habla se encuentra expuesta, en sentido estricto, en las cinco últi­
mas conferencias del libro. En la primera conferencia, «Realizativos y constatativos», Austin
se ocupa de un problema que ya había tratado previamente en el ensayo «Emisiones reali-
zativas». Allí, frente a la ilusión de que existen infinitos usos del lenguaje —en una referen­
cia implícita a Wittgenstein-, proponía estudiar un uso particular del lenguaje: el que se
basa en un tipo de enunciados que, a diferencia de los considerados arquetípicamente por
la semántica lógica, no caen bajo las categorías de «verdadero» o «falso», y que habitual­
mente incluyen verbos en primera persona del singular del presente de indicativo en voz
activa. Lo que caracteriza a este tipo de emisiones, que Austin llamó realizativos, es que «si
una persona hace una emisión de este tipo, diríamos que está haciendo algo, en vez de mera­
mente diciendo algo»129. Como ejemplos propone: «Le pido disculpas», «Sí, quiero [tomar
a x como cónyuge]» (emitido en el curso de una ceremonia matrimonial), «Lego mis bie­
nes a y» (en un testamento), «Nombro a x presidente del gobierno» (declaración firmada
de un rey o el presidente de una república), o «Te apuesto una cena». Todos estos casos
comparten dos rasgos importantes: (a) emitir el enunciado equivale a, o es parte de, la rea­
lización de una acción que no se describiría como consistiendo meramente en «decir algo»;
y (b) no son enunciados que «describan», «informen de» o «constaten» algo, no cabe eva­
luarlos según las categorías de «verdadero» o «falso». Si a estos últimos enunciados -los que
sí satisfacen la condición (b)- se les llama expresiones constatativos, en principio parece que
se han identificado dos usos arquetípicos del lenguaje e irreductibles entre sí: constatativo y
realizativo. En este último caso, la acción que se lleva a cabo es habitualmente la que enun­
cia el verbo realizativo que aparece, aunque este verbo no sea siempre explícito. En el caso

405
general, para que la emisión tenga la fuerza de una acción se requiere que la emisión tenga
lugar en circunstancias apropiadas. Pues, aunque no cabe hablar de verdad y falsedad, exis­
ten diversas maneras en las que estas emisiones realizativas pueden resultar fallidas o insa­
tisfactorias. Austin les da el nombre de infortunios (infelicities), y afirma que «un infortunio
surge -es decir, la emisión es desafortunada- si se rompen determinadas reglas»130.
Al igual que en ensayos anteriores, Austin sugiere que un estudio de las posibles mane­
ras en que los realizativos pueden fallar o resultar insatisfactorios permitirá concer las reglas
que subyacen a las correspondientes acciones —como prometer, advertir, o disculparse.
Esto puede formularse como un segundo principio heurístico: los casos generales de infor­
tunio son casos de infracción de una regla o conjunto de reglas. Las conferencias segunda
a cuarta llevan a cabo un estudio que permite a Austin identificar seis posibles casos gene­
rales de infortunio y clasificarlos en dos categorías básicas que a su vez se subdividen: (1)
los desaciertos (misfires) hacen que la acción resulte nula o vacía; y (2) los abusos hacen que
la acción resulte en un abuso de procedimiento. Al aplicar el segundo principio heurísti­
co, resultan seis reglas que constituyen condiciones para que la emisión realizativa no sea
desafortunada:

a) Debe existir un procedimiento convencionalmente aceptado que tenga un determinado


efecto convencional, y tal que
l) el procedimiento debe incluir la emisión de ciertas palabras por parte de ciertas personas
a.
en ciertas circunstancias, y
a. 2) las personas y circunstancias particulares han de ser las apropiadas para el procedimien­
to invocado;
b) El procedimiento debe llevarse a cabo por todos los participantes de modo
b. l) correcto, y
b. 2) completo;
c) Con respecto a los participantes:
c. l) cuando el procedimiento requiere que los participantes presenten determinados senti­
mientos, pensamientos o intenciones, esta condición se ha de satisfacer, y
2) los participantes se han de conducir realmente como el procedimiento lo requiere131.
c.

Las cuatro primeras reglas dan lugar a desaciertos cuando no se observan: las dos pri­
meras resultan en malas invocaciones o actos desautorizados, p.e. cuando la persona no osten­
ta la autoridad adecuada, y las dos siguientes en malas ejecuciones o actos viciados. Las dos
últimas son abusos -p.e. cuando se formulan promesas insinceras. Sobre esta base, es posi­
ble analizar actos de habla particulares e identificar las reglas que han de observarse, es decir,
las condiciones que han de satisfacerse para que la emisión cuente como la acción que el
verbo realizativo enuncia. Cuando, por ejemplo, se presentan disculpas, se requieren las
siguientes condiciones: (1) que el hablante, entre otras cosas, esté realizando la acción de
pedir disculpas; (2) que concurran las condiciones especificadas por a.l) y a.2); (3) que
concurran las condiciones especificadas por c.l) y c.2); en particular, que el hablante esté
pensando determinadas cosas y que sea sincero; y (4) el hablante queda comprometido en
su comportamiento ulterior, que ha de ser consistente con lo que ha manifestado132.
La importancia del planteamiento de Austin se pone ya aquí de manifiesto: pues el
estudio de lo que ha distinguido como un uso específico del lenguaje, el uso realizativo, le
permite identificar una estructura subyacente al habla constituida por reglas, de tal modo
que estas reglas hacen posible que el lenguaje deje de cumplir una función preeminente­
mente representativa -como en el caso de los constatativos- y sea constitutivo de acciones
que determinan la interacción posterior entre los hablantes. Pero, cuando intenta estudiar

406
con mayor detalle la demarcación entre estos dos usos básicos del lenguaje, el uso consta-
tativo o representativo y el uso realizativo (conferencias cuarta a la séptima), el resultado
parece poner en cuestión todo el planteamiento; pues lo que Austin observa es que esa dis­
tinción conceptual, aparentemente trazada de modo preciso, no puede sostenerse, y que ha
sido más bien resultado de desestimar determinados aspectos del uso y privilegiar otros.
Pues, incluso adoptando como criterio gramatical la presencia de un verbo conjugado en
primera persona del presente de indicativo, hay muchos casos de enunciados en los que
ambos usos están simultáneamente presentes —como en el ejemplo «el toro es peligroso»,
donde hay un constatativo y una advertencia—; y hay otros que no se querrían clasificar
como realizativos —como en «afirmo que...». Para llegar a establecer la distinción con mayor
claridad, comienza por buscar criterios bien definidos. Austin distingue entonces entre
enunciados realizativos explícitos, cuando el verbo correspondiente está presente, y enuncia­
dos realizativos primarios, cuando no es así. La fórmula realizativa explícita es tan sólo el
recurso más efectivo a la hora de identificar «las distintas fuerzas que esa emisión podría
tener»133. Otros elementos lingüísticos que permiten esta distinción son: el modo; el tono de
voz, la cadencia o el énfasis; conjunciones y disyunciones -«así» indica, p.e., lo mismo que
«concluyo que»-; determinados acompañamientos de gestos o acciones no verbales; y las
circunstancias de la emisión -que permiten distinguir, p.e., una orden de un ruego.
La referencia de Austin a la fuerza de las emisiones introduce otro elemento teórico
fundamental en su propuesta: se trata de la distinción entre «lo que se está diciendo», el sig­
nificado, y la fuerza de las emisiones, o el «cómo [la emisión] ha de tomarse»134. Pues, fren­
te a la pluralidad de «marcadores de fuerza» de la lista anterior, y frente al hecho de que ni
siquiera la presencia de un verbo realizativo es un criterio definitivo para clasificar una emi­
sión como realizativa antes que constatativa135, la fórmula anterior sí introduce un criterio
de carácter conceptual: el tipo de fuerza de la emisión depende de cómo la toman los
hablantes. Esta es la línea de investigación que explícitamente va a adoptar Searle en su con­
tinuación de la teoría. Austin, sin embargo, parece asumir un tercer principio heurístico: el
de que a cada posible verbo realizativo explícito le corresponde un tipo áe fuerza de las emi­
siones136. Es la adopción de este principio, junto con el «fracaso» en la búsqueda de crite­
rios gramaticales para los realizativos y la aproximación de ambas categorías de uso137, lo que
lleva finalmente a ver como necesario un nuevo enfoque del problema. Es así como, en la
conferencia octava, Austin hace explícitos finalmente los conceptos y principios funda­
mentales en que va a consistir la teoría de actos de habla.
Todo el estudio previo estaba guiado por la idea de que la distinción entre constatati-
vos y realizativos equivale a una distinción entre decir y hacer. Ahora se trata de abordar
directamente esta cuestión: la de «considerar desde el origen en cuántos sentidos decir algo
es hacer algo, o al decir algo hacemos algo, e incluso por medio de decir algo hacemos
algo»138. Aquí se contiene implícitamente la tesis más importante de la teoría de actos de
habla, y que Austin va a introducir inmediatamente: la que establece la distinción entre
actos locutivos, ilocutivos y perlocutivos. Este es el tema de la conferencia octava.

1. El acto locativo consiste en el acto de decir algo con significado, en el sentido tradicional
de esta noción; se subdivide en:
a. acto fonético (emisión de ciertos sonidos)
b. acto fático (emisión de vocablos y expresiones según las reglas de construcción de una gra­
mática, con una entonación, etc.)
c. acto rético (emisión de vocablos y expresiones a los que cabe asociar sentido y referencia);
el rema es una unidad de habla.

407
El acto locutivo equivale a la emisión de una oración con significado, es decir, con sentido y
referencia determinados.

2. El acto ilocutivo consiste en el tipo de uso que se hace de la locución. Al realizar un acto
locutivo, lo que se dice tiene, además de sentido y referencia, una determinada fuerza: la de
una pregunta o una respuesta, un informe o una comprobación, una advertencia, un vere­
dicto, una intención, una aseveración o una descripción, el establecimiento de una cita o la
formulación de una crítica, etc.
La explicación de en qué consiste esta fuerza puede encontrarse en la formulación en parale­
lo de dos ejemplos, en los que Austin tácitamente hace equivaler que una locución tenga una
determinada fuerza, y que los hablantes deban tomarla como poseyendo un determinado valor
en la comunicación139. El que una locución tenga una determinada fuerza es conceptualmen­
te idéntico al modo en que los hablantes toman o consideran esa expresión; y esta noción se
explica, a su vez, por el tipo de función que cumple en la situación de habla.
Austin propone llamar, al estudio de los diferentes tipos de funciones del lenguaje, teoría de
las fuerzas ilocutivos.

3. El acto perlocutivo consiste en el tipo de consecuencias o efectos a que la locución puede


dar lugar —sentimientos, pensamientos, acciones sobre la audiencia, el hablante o incluso ter­
ceras personas.

La segunda mitad de la conferencia octava, y toda la conferencia novena, están dedica­


das a delimitar con claridad una distinción que Austin considera esencial, pero que recono­
ce difícil: la que existe entre la fuerza ilocutiva y el efecto perlocutivo. Este intento por pre­
cisar la distinción le permite ampliar el concepto de fuerza, que Austin liga con la existencia
de algún tipo de convención «en el sentido de que al menos podría hacerse explícita median­
te la fórmula realizativa»140, mientras que no ocurre así en el caso de la perlocución -Austin
ironiza sobre la ausencia en el lenguaje de expresiones que hagan que determinados verbos
adquieran el carácter de realizativos, como «te insulto con que...», o «te persuado de que...».
Esta idea de la necesaria presencia de una convención como constitutiva de la fuerza ilocu­
tiva -de como qué se toma la locución- adquiere el valor de una definición cuando Austin
identifica a continuación los actos ilocutivos «como informar, ordenar, advertir, emprender,
etc.» con «emisiones que tienen una determinada fuerza (convencional)»; y, mientras «el acto
ilocutivo, e incluso también el acto locutivo, envuelven convenciones», «el acto perlocutivo
siempre incluye ciertas consecuencias (...) algunas de las cuales pueden ser ‘inintenciona­
das’»; por todo ello, finalmente, «los actos ilocutivos son actos convencionales; los actos per-
locutivos no son convencionales»141. El énfasis de Austin, que hace depender la fuerza ilocu­
tiva de la existencia de convenciones, obliga a precisar esta última noción. Pues cabe
preguntarse, en principio, si la convención es la que constituye a la fuerza ilocutiva, con lo
que lo que se ha venido llamando fuerza no sería sino expresión de determinadas regulari­
dades del uso, fijadas por un procedimiento instituido como tal; o si la convención expresa
o manifiesta la presencia de una regla, en el sentido de Wittgenstein, cuyo valor normativo
sería irreductible al de las formulaciones convencionalmente fijadas. En este último sentido,
el respeto de la convención podría entenderse como un criterio del seguimiento de la regla
-de su aprendizaje, explicación, comprensión, etc.
Austin habla en ocasiones como si su apelación a la existencia de procedimientos con­
vencionales le proporcionara un criterio claro para la distinción fundamental que está inten­
tando precisar, sin que quepa identificar «fuerza ilocutiva» y «uso según una convención»;
pero, en otras ocasiones, parece establecer una identificación entre las fuerzas ilocutivas,

408
entendidas como tipos básicos de funciones del lenguaje, y determinados procedimientos
convencionales que, de modo «ciego» o mecánico para los hablantes, llevan a efecto esas fun­
ciones. Al analizar con mayor detalle en qué consiste el acto ilocutivo, Austin introduce nue­
vos elementos conceptuales. En primer lugar, la realización del acto ilocutivo supone la
obtención de un cierto «efecto»: pero éste consiste, en general, en «dar lugar a la compren­
sión del significado y de la fuerza de la locución». Se trata, por tanto, de que el acto ilocuti­
vo sea comprendido y aceptado como tal. En segundo lugar, el acto ilocutivo «tiene lugar»
en modos que no pueden verse como un dar lugar a consecuencias -esto último, entendido
como la causación de un estado de cosas en el sentido usual—; así, por ejemplo, de un acto
de bautismo se sigue una fijeza en la asignación de un mismo nombre a alguien. Esto puede
generalizarse diciendo que la aceptación del acto ilocutivo tiene consecuencias pertinentes
para la acción posterior. De qué tipo son estas consecuencias se precisa en la tercera y últi­
ma observación: los actos ilocutivos invitan, por convención, a una respuesta o una acción
ulterior -a una toma de posición por parte del interlocutor, o a una acción del hablante. Así,
«una orden invita a responder con la obediencia y una promesa con su cumplimiento». Todo
lo anterior permite precisar la naturaleza de la fuerza ilocutiva del lenguaje: si el acto ilocu­
tivo se realiza de modo satisfactorio y comprensible en el contexto de habla, puede decirse
que «invita a una respuesta» -dentro del espectro de posibles acciones preconfiguradas por
la convención subyacente- y tiene consecuencias pertinentes para la interacción posterior
entre los hablantes. Sin embargo, aquí la o las posibles respuestas no responden a una cau­
sación mecánica o «ciega»: los actos de habla «invitan por convención a una respuesta o una
continuación»142.
En este sentido la convención tendría el valor normativo de una regla que rige contra­
fácticamente. En la medida en que el acto ilocutivo, por vía de una convención, invita a
una respuesta, equivale a un ofrecimiento que el hablante hace al oyente, éste puede aceptar
o no ese ofrecimiento -respondiendo a una pregunta o a una petición, o aceptando una
promesa- y su respuesta da lugar a que continúe la interacción. Esto es posible en la medi­
da en que ambos, hablante y oyente, comparten un conocimiento acerca de como qué cuenta el
acto ilocutivo, y pueden aceptar el ofrecimiento o la invitación implícitos. Esto parece remitir,
con necesidad lógica, a la pregunta por las condiciones que hacen aceptable la invitación.
Aunque esta pregunta no está así formulada en el texto de Austin, la conferencia undécima
puede leerse en parte como una respuesta. Pues aquí, en el transcurso de una discusión que
recupera la contraposición entre constatativos y realizativos, Austin analiza las distintas
dimensiones de crítica que permiten juzgar la validez de los distintos tipos de actos ilocuti­
vos. La conferencia undécima supone una cierta ruptura en la línea argumental, más o
menos continua, que Austin ha venido manteniendo. En el contexto del conjunto de las
conferencias, aparece como una aplicación de la nueva perspectiva teórica lograda a la dis­
cusión que originariamente la ha motivado y que, sin embargo, había quedado aplazada.
Pero, al mismo tiempo, sugiere un planteamiento posible de lo que ahora ha pasado a ser
el problema central: determinar la naturaleza de la fuerza ilocutiva del lenguaje, a partir de
la invitación en que consiste cada tipo de acto ilocutivo y el criterio, o dimensión general
de crítica —por decirlo con las palabras de Austin—, que hacen a ese acto ilocutivo, como
ofrecimiento o invitación al oyente, aceptable.
No es ésta la línea de discusión que adopta Austin. Se concentra en investigar en qué
medida el criterio de demarcación anteriormente establecido entre las emisiones constata-
tivas y las realizativas continúa siendo sostenible, a la luz de las nuevas conclusiones. Ese
criterio incluía: la distinción entre emisiones que consisten en decir algo y emisiones que
consisten en hacer algo, y la distinción entre enunciados susceptibles de ser verdaderos y

409
falsos y emisiones que se juzgan según otras categorías -como su mayor o menor correc­
ción, rectitud, adecuación, acierto, etc. Austin observa ahora que todo acto de habla, es
decir, toda oración emitida en un contexto de habla, presenta una dimensión locutiva
-incluye una locución con sentido y referencia- y una dimensión ilocutiva -supone reali­
zar algún tipo de acción. La unidad a estudio ha de ser, por tanto, el acto de habla143. Y, del
mismo modo que las emisiones realizativas en general se juzgan, de un modo u otro, según
su correspondencia con los hechos -por ejemplo, una advertencia puede ser correcta o
incorrecta, o una amonestación merecida o inmerecida, o un veredicto justo o injusto-, las
emisiones que son constatativos están sujetas a dimensiones de crítica que no son estricta­
mente las de verdad o falsedad -así, una inferencia o un argumento pueden ser correctos o
válidos, y un enunciado más o menos corroborado o justificado. Finalmente -y ésta es la
última «vuelta de tuerca» de Austin en la disolución de su anterior diferencia de conceptos-
las propias categorías de «verdadero» y «falso» dependen de aspectos relativos al contexto
del habla: la fijación de la referencia depende del conocimiento disponible en un momen­
to dado, la aceptación final del enunciado depende de circunstancias contingentes o del
auditorio, etc.: «Es esencial darse cuenta de que verdadero’ y ‘falso’, como ‘libre’ y ‘no libre’,
no están por algo simple; denotan la dimensión general de lo que es correcto o apropiado
decir, como algo opuesto a lo incorrecto, en esas circunstancias, ante esa audiencia, para
esos fines y con esas intenciones»144. Y, en una alusión implícita a las Investigaciones filosófi­
cas, afirma que la verdad o falsedad de un enunciado -es decir, del juicio que expresa- no
depende sólo de los significados de las palabras -como había afirmado Wittgenstein145-,
sino también del acto de habla que se está realizando. Esto supone invertir la perspectiva
que se había adoptado al comienzo. No son las categorías normativas de verdad y falsedad
las que, al poseer una cierta preeminencia sobre cualesquiera otras, permiten demarcar un
tipo básico de actos de habla; antes bien, son los tipos de actos de habla los que introdu­
cen, o -por vía de la función lingüística que desempeñan, o de la existencia de determina­
das convenciones- están internamente vinculados con, las categorías que permiten juzgar
su validez. Esta perspectiva permite concluir a Austin que lo que hacía posible separar el
uso constatativo del lenguaje era una abstracción o idealización, que prescindía de la
dimensión ilocutiva y se concentraba en la locución, a partir de una «noción en extremo
simplificada de correspondencia con los hechos». Asimismo, en el uso realizativo se atendía
preeminentemente a la fuerza ilocutiva, y se abstraía de la dimensión locutiva o de corres­
pondencia con los hechos. En realidad, ambas dimensiones son constitutivas del acto de
habla en general. Esta conclusión de Austin, que se valora como un resultado original, per­
mite establecer la doble estructura del hablaw\
El objetivo final de la investigación de Austin es determinar los tipos básicos de fuer­
zas ilocutivas existentes, y esto con una doble pretensión de sistematicidad -la lista debería
ser exhaustiva- y máxima generalidad -pues se ha asumido que las fuerzas ilocutivas del
lenguaje son universales, aunque las formas de sus realizaciones empíricas puedan variar. El
método de Austin para la determinación de estos tipos básicos puede reconstruirse como
encontrando fundamento en la aplicación de los dos principios heurísticos vistos: que todas
las lenguas naturales subsumen las distinciones y clasificaciones fundamentales, y que la
extracción a partir del diccionario de los verbos realizativos explícitos puede servir para
identificar los tipos de fuerzas ilocutivas básicas. Con el primer principio heurístico, Austin
parece estar creyendo fundamentado, de manera implícita, el carácter general de la clasifi­
cación que va a obtener. El segundo llama la atención por lo siguiente: había surgido, ori­
ginariamente, en el contexto de la discusión sobre realizativos y constatativos; una vez
disuelta esta distinción -sobre la base de una argumentación que ha tenido fundamental­

410
mente en cuenta las dimensiones de validez o de crítica que corresponden a cada tipo de
acto de habla-, Austin mantiene su idea de que el principio es aplicable. Ello podría deber­
se a que mantiene una concepción fundamentalmente convencionalista de la noción de fuer­
za ilocutiva y considera que la realización convencional explícita de lo que está presente
como convención implícita en el lenguaje es un criterio seguro; o al hecho de que esta rea­
lización convencional explícita que suponen los verbos realizativos permite no confundir
las fuerzas ilocutivas con los efectos perlocutivos. Pero, con ello, está también perdiendo de
vista algo que va a «lastrar» su clasificación final: que ésta esté determinada por las realiza­
ciones léxicas de una lengua natural particular, sin que el resultado final pueda considerar­
se máximamente general en el sentido pretendido.
Así, «utilizando (con precaución) la simple comprobación de la forma activa de la pri­
mera persona del singular del presente de indicativo, y recorriendo el diccionario (...) con
un espíritu liberal, obtenemos una lista de verbos»147 que a su vez se van a clasificar en cinco
grandes grupos según el tipo básico de fuerza ilocutiva que realicen. Este es el contenido de
la duodécima conferencia, que expone la clasificación siguiente.

1. Veredictivos: consisten en una estimación, valoración o aprobación de algo —hecho o valor-


acerca de lo cual es difícil estar cierto. Ejemplos: sobreseer, condenar, interpretar, estimar,
regular, aseverar, valorar, describir, etc.
' 2. Ejercitativos: consisten en emitir una decisión a favor o en contra de un cierto curso de
acción, o abogar por ello. Ejemplos: votar, nombrar, cesar, desestimar, etc.
3. Compromisorios-, comprometen al hablante a un cierto curso de acción. Ejemplos: prome­
ter, ofrecerse, asumir, emprender, etc.
4. Comportamentales-, tienen que ver con las actitudes y el comportamiento social; expresan
la reacción al comportamiento, suerte, actitud, o expresión de la actitud, pasados o inminen­
tes, de otros. Ejemplos: disculparse, felicitar, condolerse, retar.
5. Expositivos, hacen explícito el modo en que las propias emisiones del hablante se integran
en el curso de una argumentación o una conversación, cómo se usan las palabras, etc.
Ejemplos: replicar, argüir, conceder, ilustrar (con un ejemplo), postular, etc.

La crítica de los estudiosos de Austin se centró inmediatamente en el carácter incom­


pleto e insatisfactorio de su propuesta -algunos verbos aparecían bajo más de una catego­
ría, mientras que otros no encontraban ubicación precisa-, así como al hecho de que esta­
ba determinada por el léxico de una lengua natural particular, en este caso el inglés. El
primer paso para dar continuidad a la teoría, por consiguiente, consistió en proponer nue­
vos criterios de clasificación que permitieran mejorar el resultado. Para ello se hacía preci­
so reexaminar el concepto central de fuerza ilocutiva. Se criticó que Austin delimitaba la
noción bajo el supuesto de la existencia de convenciones explícitas y que contaran con algu­
na forma de institucionalización social extralingüística; era preciso, para superar esto, deli­
mitar el tipo de convenciones, o de reglas, que subyacen a la dimensión ilocutiva del habla.
Esta es la tarea llevada a cabo por Searle dentro de su primera propuesta, en el ámbito de
la filosofía del lenguaje.

iii. Discusión final. Oposición entre lo normativo y lo fáctico en la noción de fuerza ilo­
cutiva

La conferencia undécima termina con una doble conclusión. En primer lugar, insiste
de nuevo en la necesidad de distinguir entre los actos de habla locutivo e ilocutivo, para,

411
finalmente, reconocer que estos «actos» son en realidad abstracciones de dos dimensiones
presentes en todo acto de habla. Como algunos autores han señalado148, la distinción supo­
ne el descubrimiento de la doble estructura del habla, en una formulación que supera la tra­
dicional distinción gramatical de modos oracionales -meramente sintáctica- y que no
puede reducirse a la explicación, en el marco de la semántica referencial, del significado en
términos de las condiciones de verdad. Si esta estructura realizativo-proposicional, presen­
te en todo acto de habla, se analiza en las oraciones del lenguaje natural, no sólo supone
una distinción entre semántica referencial y pragmática, sino que introduce también una
división en el contexto de la semántica para el lenguaje natural. El análisis en términos de
condiciones de verdad sólo es válido para el elemento proposicional de la oración; pero el
elemento realizativo, implícito en las emisiones realizativas primarias y presente en las explí­
citas, no puede explicarse en esos mismos términos: pues no posee un valor de verdad, sino
que comunica el modo en que el hablante pretende que se tome preferentemente su emi­
sión. Así, por ejemplo, en las dos oraciones siguientes: «hoy brilla el sol» y «asevero que hoy
brilla el sol», el elemento realizativo de la segunda, «asevero», no tiene un significado —en
el sentido convencional- que quepa explicar en términos semánticos por referencia a un
estado de cosas en el mundo; se trata de un realizativo explícito, implícito en el realizativo
primario de la primera oración, en el que lo esencial es su carácter auto-referente o reflexi­
vo y que expresa una pretensión comunicativa frente al oyente. Esto ha permitido afirmar
la tesis de que «la doble estructura realizativo-proposicional caracteriza al lenguaje humano.
En ella se manifiesta (...) la reflexividaddel lenguaje humano y del pensamiento humano
(...) El descubrimiento de los realizativos por Austin ha mostrado también que de lo que
aquí se trata es (...) de una función simbólica con un significado propio, reflexivo y comu­
nicativo»149.
La segunda conclusión contenida en la observación que cierra la conferencia undécima
apunta a un posible principio heurístico para la determinación de lo que constituye el obje­
tivo final de su investigación, la de los tipos básicos de fuerzas ilocutivas. No es éste el sig­
nificado que tiene para Austin cuando lo enuncia: «la auténtica conclusión ha de ser, sin
duda, la de que necesitamos (...) establecer, específica y críticamente, con respecto a cada
tipo de acto ilocutivo -advertencias, estimaciones, veredictos, enunciados y descripciones-
cuál es, si existe, la manera específica en que se pretende, en primer lugar, que estén o no
en orden, y en segundo lugar que sean correctos’ o ‘incorrectos’; qué términos de aprecia­
ción se usan para cada uno y qué significan»150. Ya se ha visto que no es éste el criterio que
adopta Austin para identificar los tipos básicos de fuerzas ilocutivas. Y, sin embargo, sólo
este criterio, conceptual en el sentido de Wittgenstein -pues se basa en la gramática del tér­
mino «ilocución» y su conexión interna con ía norma de su aplicación correcta, por consi­
guiente que lo hace aceptable-, podría permitir que la clasificación final no estuviera deter­
minada contingentemente por las realizaciones léxicas de una lengua natural particular.
Una reconstrucción de la investigación de Austin permite ver que se contaba con dos opcio­
nes para la determinación de los tipos básicos de fuerzas ilocutivas. La primera opción,
sugerida al final de la undécima conferencia, habría consistido en atender al como qué se
toman las emisiones en un contexto de habla; es decir, adoptar un criterio conceptual que
partiese de la propia noción de fuerza ilocutiva y que, a fortiori, tomase en consideración
las categorías normativas que juzgan la validez de las emisiones. La segunda opción es la
que de hecho adopta Austin, tal como se enuncia al comienzo de la duodécima conferen­
cia; consiste en aplicar el principio heurístico que parte de la lista exhaustiva de verbos rea­
lizativos —criterio lingüístico empírico-, principio basado a su vez en una caracterización de
la noción de fuerza ilocutiva que entiende ésta primariamente como constituida por con­

412
venciones, relativas a acciones humanas, de las que cabe esperar que se encuentren refleja­
das en convenciones lingüísticas -por vía del segundo principio heurístico adoptado por
Austin. Este segundo procedimiento, o método de investigación, es empírico y descriptivo.
El primero requeriría una reconstrucción de la dimensión normativa que constituye y sub­
yace al habla, una perspectiva que Austin explícitamente rechaza151.
Cuando Austin ha caracterizado la fuerza ilocutiva en términos de como qué se toma una
emisión por parte de los hablantes, y ha entendido la fuerza ilocutiva del acto de habla como
una invitación, estaba apuntando a una dimensión normativa del habla. Pues estaba viendo
que la fuerza ilocutiva de un acto de habla obliga al hablante y al oyente de modos caracte­
rísticos: una promesa compromete al hablante, un bautismo a toda la comunidad de hablan­
tes. Ello significa que el elemento ilocutivo del significado está internamente conectado con
las consecuencias típicas que se siguen de cada tipo de ilocución. Esta conexión interna entre
los significados de las emisiones y sus consecuencias convencionales puede caracterizarse en
términos de una regla. De hecho, este tipo de reglas sería uno de dos que se han podido dis­
tinguir en la teoría de actos de habla que propone Austin152. El primer tipo sería el de las
reglas lingüísticamente invariantes: quien investiga si una determina comunidad de hablantes
conoce la institución de la promesa, ha de estudiar si sus miembros pueden contraer obliga­
ciones mediante acciones lingüísticas; aquí se establece esa conexión interna entre el signifi­
cado de las emisiones y determinadas consecuencias socialmente institucionalizadas. El
segundo tipo sería el de las reglas lingüísticamente relativas: establecen los modos específicos
que adoptan determinadas accciones lingüísticas en las lenguas particulares.
La adopción de una perspectiva empírica y descriptiva lleva a identificar la fuerza ilocu­
tiva con una función lingüística que el uso del lenguaje permite realizar, y a explicar este
fenómeno por la presencia de determinadas convenciones de carácter social. Con esta pers­
pectiva, sin embargo, la dimensión normativa del habla desaparece, pues se ve remitida a
convenciones o a regularidades empíricas y contingentes. En cierto modo, el tratamiento que
Austin hace de la noción de verdad es paralelo: la aplicación del término «verdadero» se afir­
ma dependiente de aspectos circunstanciales y contingentes, lo que lleva a Austin a concluir
que se trata de una idealización en cierto modo vacía. Pero con ello está prescindiendo del
valor normativo de la noción, que persiste en sus aplicaciones fácticas. Como ya había mos­
trado Frege, la fuerza aseverativa de los actos de habla constatativos está internamente vin­
culada con la categoría de verdad. Y, en la medida en que la noción de fuerza ilocutiva no es
sino una generalización a los demás tipos básicos de actos de habla, lo mismo puede decirse
respecto a éstos y sus correspondientes categorías normativas o criterios generales de validez.
El no ver esto es lo que, en cierta medida, frustra el proyecto de Austin: pone en cuestión la
pretendida sistematicidad y generalidad de su clasificación, al hacerla dependiente de aspec­
tos contingentes como son las realizaciones en las lenguas históricas particulares. La prime­
ra vía indicada, que ocasionalmente el propio Austin parece adoptar pero que abandona
finalmente por la anterior, supondría tomar en consideración la conexión interna existente entre
las posibles fuerzas ilocutivas, el «como qué» cuentan las emisiones para los hablantes, y las cate­
gorías normativas generales que permiten juzgar su validez. Sólo este planteamiento puede per­
mitir la reconstrucción sistemática de la estructura universal del habla.

4.1.3 Ultima teoría de actos de habla. J. Searle/D. Vanderveken

En Expresión y significado Searle escribía: «En la última década, desde la publicación de


Actos de habla, me he visto confrontado con tres conjuntos de problemas en filosofía del

413
lenguaje. En primer lugar están los problemas específicos que surgen dentro del paradigma
existente. En segundo lugar está el problema de fundamentar toda la teoría en la filosofía
de la mente, y en tercer lugar está el reto de intentar proporcionar una formalización ade­
cuada de la teoría utilizando los recursos de la lógica moderna, en particular de la teoría de
conjuntos. Este libro se dirige por entero al primero de los problemas. Pretendo publicar
una explicación del segundo en Intencionalidad (...) y estoy trabajando con Daniel
Vanderveken en el tercero, en la exploración de los fundamentos de la lógica ilocutiva»153.
No es necesario reiterar la explicación que ya se dio respecto a la evolución de J. Searle. Sí
es importante recordar que su primera propuesta, que supuso la recepción crítica y la con­
tinuación de la teoría original de Austin, ha encontrado una última formulación en el tra­
tamiento modelo-teorético de D. Vanderveken. Aunque el trabajo conjunto de ambos
incorpora algunas referencias a la explicación intencionalista del significado, la estructura
de la teoría final y los conceptos y principios fundamentales pueden considerarse una con­
tinuación revisada de la perspectiva de Actos de habla.

i. J. Searle. Presupuestos iniciales de la teoría154

Actos de habla (1969)

En esta obra Searle comienza formulando lo que afirma ser su hipótesis fundamental:
que hablar una lengua es implicarse en una forma de comportamiento, altamente compleja,
gobernada por reglas; haber aprendido y dominar una lengua equivale a haber aprendido y
dominar esas reglas. Más específicamente, hablar una lengua es realizar actos de habla que
consisten, en primera instancia, en formular enunciados, dar órdenes, hacer promesas, etc.
y, más abstractamente, en referir y predicar; estos actos son posibles mediante, y se realizan
de acuerdo con, determinadas reglas para el uso de los elementos lingüísticos155. Consecuen­
temente, puede asumirse que la caracterización de esa competencia lingüística ha de con­
sistir en describir los rasgos de una destreza que se guía por reglas.
Este principio metodológico permite adoptar una perspectiva para el estudio no con­
centrada en la compilación y descripción de oraciones particulares y que posee un grado
amplio de generalidad. Pues saber hablar una lengua implica el dominio de un sistema de
reglas que hace que el uso de los elementos lingüísticos sea regular y sistemático. Al apelar
a este conocimiento, compartido por los hablantes competentes de cualquier lengua natu­
ral, Searle justifica la posibilidad de una teoría empírica sobre la propia competencia lin­
güística: «Al reflexionar sobre mi uso de los elementos de la lengua puedo llegar a conocer
los hechos recogidos en las caracterizaciones lingüísticas. Y estas caracterizaciones pueden
tener una generalidad que va más allá de esta o aquella instancia del uso de los elementos
en cuestión, incluso si las caracterizaciones no están basadas en una muestra amplia o inclu­
so estadísticamente interesante de las apariciones de los elementos, porque las reglas garan­
tizan la generalidad»156. Con esta declaración Searle hace explícitas dos pretensiones funda­
mentales de la teoría de actos de habla: en primer lugar, la pretensión de ser una
reconstrucción descriptivamente adecuada de un conocimiento que ya poseen los hablan­
tes, y que se manifiesta como una competencia práctica; en segundo lugar, una pretensión
de generalidad máxima. Implícita en la declaración hay un tercer elemento: el valor nor­
mativo de las reglas que subyacen al uso del lenguaje y que no pueden reducirse a meras
regularidades fácticas. La pretensión de que la reconstrucción que lleva a cabo la teoría no
sea la mera construcción de un «modelo posible», sino que refleje un saber real, es explíci­

414
ta en la afirmación de que la tarea proyectada: ofrecer caracterizaciones y explicaciones del
propio uso de los elementos de una lengua, se basa en la hipótesis de que «a mi uso de los
elementos lingüísticos le subyacen determinadas reglas»157. Por otra parte, las constantes
referencias de Searle al valor de hipótesis de los supuestos y principios que enuncia confir­
man lo anterior. Al problema de justificación que esto plantea, Searle responde que no pre­
tende tanto demostrar su hipótesis fundamental como extraer de ella consecuencias que
permitan verla más o menos corroborada; se trata de mostrar la posibilidad de una carac­
terización lingüística en los términos señalados.
Una segunda hipótesis, o un segundo supuesto fundamental de la teoría, es el de que
la unidad mínima de la comunicación lingüística es el acto de habla, es decir: la emisión de
una instancia o muestra oracional (sentence token) en circunstancias determinadas. El tercer
supuesto fundamental adopta la forma de un principio, del cual Searle afirma que puede
tomarse como una verdad analítica sobre el lenguaje; se trata del principio de expresabilidad,
que informalmente afirma: «todo lo que se puede querer significar, se puede decir», y cuya
formulación más precisa es:

Para todo significado x y todo hablante h, siempre que s quiera decir \mean<\ x (pretenda
transmitir x, desee comunicar x con una emisión, etc.), ha de ser posible que exista una expre­
sión e que sea expresión o formulación exacta de x158.

Aquí es preciso distinguir el significado del hablante de los efectos perlocutivos que éste
pueda querer producir en el oyente -p.e. en el caso de un uso del lenguaje literario o poé­
tico. Asimismo, el principio no refiere a una disponibilidad fáctica, realizada en las lenguas
naturales, sino a una virtualidad: lo que el principio afirma es que en principio ha de ser
posible ampliar el lenguaje e introducir en él recursos que permitan esa capacidad expresi­
va que se demanda. Un rasgo más fundamental del lenguaje, y que podría cuestionar la vali­
dez del principio, es el que se señaló al estudiar la doble estructura del habla: el significado
total del acto de habla no está determinado unívocamente por la semántica veritativa de la
locución que integra; para que esta determinación, incluido el componente ilocutivo del
significado, sea unívoco, es preciso asumir que el hablante hace un uso literal del lenguaje
y que el contexto es apropiado.
La necesidad de tener en cuenta estos requisitos, que Searle hace explícitos, presenta
dificultades y ha dado lugar a formulaciones alternativas del principio de expresabilidad159.
En particular, el principio de expresibilidad se apoya en un doble supuesto: que toda ora­
ción con significado se puede usar para realizar un acto de habla particular -o conjunto de
ellos-, y que todo acto de habla posible puede recibir en principio una formulación exacta
mediante una oración o conjunto de oraciones, asumiendo un contexto adecuado para la
emisión. Con ello, el estudio de la semántica de los actos de habla no es distinto del estu­
dio de la semántica de las oraciones; la pragmática pasa a ser una parte de la semántica. El
sentido heurístico del principio es el de hacer aceptable que, para todo posible acto de
habla, se asuma que tiene que haber un conjunto de oraciones cuya emisión literal en el
contexto adecuado constituye la realización de ese acto de habla. Alternativamente, es posi­
ble adoptar el principio metodológico de centrar el estudio en actos de habla explícitos (en
el sentido de Austin), proposicionalmente diferenciados (en los que la doble estructura se
ponga de manifiesto), e institucionalmente no ligados (tales que la fuerza ilocutiva no
dependa de la existencia contextual de alguna institución extralingüística); entonces puede
prescindirse de la condición relativa al contexto. El sentido del principio de expresabilidad
reside en su aplicación no tanto al contenido semántico de la locución como al elemento

415
ilocutivo del significado; se trata de garantizar que la doble estructura del habla y, en par­
ticular, la ilocución, sean transparentes y explícitamente accesibles; de ese modo, en el aná­
lisis estructural del significado no sólo se tiene en cuenta el significado de la locución en
términos de una semántica veritativo-referencial, sino el modo en que la ilocución deter­
mina o contribuye a ese significado global.
La hipótesis de que el acto de habla es la unidad lingüística mínima, junto con el prin­
cipio de expresabilidad, permite conjeturar que existen conexiones -que Searle llama «ana­
líticas», y que serían internas o gramaticales en el sentido de Wittgenstein- entre las nocio­
nes de acto de habla, significado del hablante, significado de la expresión, intencionalidad
del hablante y comprensión del oyente y, finalmente, el conjunto de reglas que gobiernan
el uso de los elementos lingüísticos. Éste es el estudio que Searle va a llevar a cabo y para el
que arranca del trabajo y las conclusiones de Austin. Critica que, para éste, «referir» y «pre­
dicar» denoten actos de habla en el mismo nivel conceptual que «aseverar», «preguntar»,
«solicitar», etc.; pues la referencia y la predicación tienen lugar al realizar distintos tipos de
actos de habla. Su tercer supuesto fundamental, así, incorpora el análisis propuesto por
Austin para la estructura de los actos de habla, con la modificación indicada. Ahora, la reali­
zación de todo acto de habla incluye:

a) emitir palabras = realización de actos de emisión


b) referir y predicar = realización de actos proposicionales
c) afirmar, preguntar, ordenar, prometer, etc. = realización de actos ilocutivos
d) (ocasionalmente) producir determinados efectos, como persuadir, convencer, alarmar, etc.
= realización de actosperlocutivos^'.

Esta estructura permite distinguir en el acto de habla, desde un punto de vista semán­
tico (en el sentido de Searle), el acto ilocutivo y el contenido proposicional de ese acto ilocu­
tivo. Correlativamente, en la estructura sintáctica de la oración se distinguen el indicador
proposicional y el indicador de la fuerza ilocutiva. En representación simbólica, la estructu­
ra general del acto de habla sería F(p), donde F está por el indicador de la fuerza y p por el
indicador del contenido proposicional -F, a su vez, puede sustituirse en cada caso por sím­
bolos específicos para cada tipo de acto ilocutivo: |- para afirmaciones, Pr para promesas, !
para peticiones, A para advertencias, etc. En el caso de que se trate de estudiar proposicio­
nes simples de la forma sujeto-predicado y donde el sujeto gramatical es un término refe-
rencial singular, la estructura se representaría mediante el símbolo F(RP), donde R está por
la expresión referencial y P por la expresión predicativa161. Esto refleja algo que Searle ha
enunciado ya: los actos de referir y predicar tienen un estatuto diferente al de los actos ilo­
cutivos en el sentido de Austin. Cuál sea éste habrá de venir especificado por sus reglas de
uso.
Para precisar de qué tipo son las reglas que subyacen al uso de las expresiones Searle
introduce una distinción esencial entre reglas regulativas, que regulan una forma preexis­
tente de comportamiento, y reglas constitutivas, que crean nuevas formas de comporta­
miento y de acción —arquetípicamente, las reglas del ajedrez o de cualquier juego; en gene­
ral, los ejemplos de Searle coinciden con los utilizados por Wittgenstein al hablar de la
noción de regla. Mientras las reglas regulativas adoptan habitualmente la forma de impera­
tivos -«haz x»-, las reglas constitutivas tienen que expresarse en general por medio de la fór­
mula: «x cuenta como y», o «x cuenta como y en el contexto c» —así, «tal y tal movimiento
cuenta como un enroque del rey», o «tal tipo de expresión lingüística cuenta como un com­
promiso que el hablante contrae ante el oyente». Searle pone de manifiesto el valor norma-

416
tivo de las reglas constitutivas cuando explica que «el sintagma nominal a continuación de
cuenta como’ se utiliza como un término de apreciación, y no de especificación», y «las
apreciaciones no son especificaciones o descripciones según estoy utilizando ahora la pala­
bra»162. De este modo, puede considerarse que Searle está precisando la noción de regla que
Wittgenstein había perseguido en las Investigaciones y en sus otros escritos, y que subyacía
a su oscura observación de que existe un vínculo interno entre las reglas y sus aplicaciones;
pues esta relación interna forma parte del propio concepto de regla constitutiva de Searle.
Al incorporar este nuevo concepto a la hipótesis fundamental de la teoría -que hablar
una lengua consiste en realizar determinadas acciones según reglas—, ésta se modifica en el
siguiente sentido: ahora afirma que la estructura semántica de una lengua puede considerarse
la realización convencional de una serie de conjuntos de reglas constitutivas subyacentes y que
los actos de habla son actos realizados, de modo característico, emitiendo expresiones de
acuerdo con esos conjuntos de reglas constitutivas. El objetivo de la teoría es llegar a for­
mular el conjunto de reglas constitutivas que hacen posible la realización de los tipos espe­
cíficos de actos de habla -contrapuestamente, el éxito en la formulación de conjuntos de
reglas satisfactorios servirá como comprobación indirecta de la hipótesis de que esas reglas
subyacen a, y constituyen, los tipos de actos de habla de que se trate. Es importante tener
en cuenta el carácter normativo de las reglas constitutivas, pues es el que determina que, a
diferencia de otro tipo de técnicas, procedimientos o estrategias, «[e]n el caso de los actos
de habla realizados en el contexto de una lengua (...) sea materia de convención —entendida
como algo opuesto a una estrategia, una técnica, un procedimiento o un hecho natural— el que
la emisión de determinadas expresiones, en condiciones determinadas, cuente como hacer una
promesa»^. Con esta precisión Searle está superando el tipo de ambigüedad presente en
Austin, quien, al afirmar la necesidad de la convención como criterio que permitía demar­
car la fuerza ilocutiva del efecto perlocutivo, daba lugar a que las reglas de uso pudieran
verse como mecanismos fijados por la tradición y la historia o resultantes de estipulaciones
igualmente contingentes, y por tanto no distintas del tipo de regularidades y mecanismos
empíricos que Searle enumera -técnicas, estrategias, procedimientos o hechos naturales.
Estas interpretaciones posibles del concepto de regla son las que, tanto en Austin como
antes en Wittgenstein, ponían en cuestión su posible universalidad. Precisar este concepto
permite a Searle defender la plausibilidad de la que enuncia como tercera hipótesis, y cuar­
to supuesto fundamental de la teoría: «Las distintas lenguas humanas, en la medida en que
son intertraducibles, pueden verse como distintas realizaciones convencionales de las mis­
mas reglas subyacentes»164. De hecho, esta misma estrategia argumentativa era la que per­
mitía considerar que el concepto de regla de Wittgenstein era máximamente general -en el
sentido de que las reglas son, en principio, universalizables. Pues, al discutir la noción de
lenguaje privado, Wittgenstein mostraba que no era posible asignarle inteligibilidad si
había que suponer a sus reglas de uso inaccesibles a cualquier otro ser humano; la posibili­
dad de acceso a esas reglas —es decir, la posibilidad de traducción— mostraba, por el con­
trario, que el lenguaje no era privado en el sentido pretendido. El supuesto de Searle afir­
ma que, si la traducción entre dos lenguas es posible, se debe a que ambas comparten un
mismo sistema subyacente de reglas constitutivas; con ello no se hace referencia a la forma
particular de las convenciones que se invocan al hablar una lengua natural, sino al sistema
subyacente de tipos básicos de reglas que las convenciones manifiestan o realizan. La función del
principio de expresabilidad es, precisamente, garantizar que para la generalidad de los dis­
tintos tipos de actos ilocutivos se puede contar con algún indicador convencional: pues el
acto de habla sólo puede realizarse mediante esas reglas y ha de poderse contar con algún
procedimiento para invocarlas165.

417
Austin había invocado la existencia de convenciones -sin aclarar suficientemente si
éstas podían entenderse como realizaciones de reglas- con el fin de poder diferenciar, del
efecto perlocutivo, el tipo de efecto’ ilocutivo que se precisa para que el acto de habla
pueda considerarse satisfactoriamente realizado, para que pueda decirse que «se toma
como», o que «cuenta como», un tipo específico de acción para los participantes. Searle
está ahora en condiciones de aclarar esto: el efecto característico de la fuerza ilocutiva, o, en
general, del significado de una emisión, «es el entendimiento»'66. Searle explica esta distin­
ción que preocupaba a Austin al discutir la teoría intencionalista de Grice y tener que
precisar la noción de intencionalidad -o de intención del hablante- que entra en juego
en la determinación del significado. Formula dos objeciones críticas a la explicación
intencionalista del significado de Grice. En primer lugar, afirma, esa explicación no
muestra la conexión entre el significar algo por medio de lo que se dice y lo que aquello
que se dice significa en el lenguaje; falla la explicación del modo en que el significado está
constituido por reglas o convenciones. En segundo lugar, cuando Grice explica el signi­
ficado del hablante en términos de la intención de producir un «efecto» en el oyente, el
único tipo de efectos que toma en consideración son perlocuciones. Frente a Grice,
Searle afirma lo que puede considerarse el quinto supuesto fundamental de la teoría: «El
efecto característico de la intención de significado es el entendimiento, pero el entendi­
miento no es el tipo de efecto que se incluye en los ejemplos de efectos de Grice. No es
un efecto perlocutivo»167. El modelo de comunicación que la teoría intencionalista cons­
truía puede describirse así: desde la perspectiva del hablante, decir algo y querer decirlo
estaba estrechamente conectado con la intención de producir determinados efectos en el
hablante; desde la perspectiva del oyente, entender la emisión del hablante establa estre­
chamente conectado con el reconocimiento de sus intenciones. Para la teoría de actos de
habla, en el caso que la teoría ha tomado en consideración de emisiones literales y explí­
citas -es decir, prescindiendo de los casos de comunicación indirecta o anómala que la
explicación de Grice hacía paradigmáticos-, puede decirse que «el lenguaje común pro­
porciona el puente entre la perspectiva del hablante y la del oyente»168. El modo en que
se establece este puente, es decir, los supuestos teóricos que permiten dar cuenta de las
condiciones que hacen posible el entendimiento, los reconstruye Searle del modo
siguiente:

1) Entender una oración es conocer su significado.


2) El significado de una oración está determinado por reglas, y estas reglas especifican las
condiciones para la emisión de la oración y también el como qué cuenta dicha emisión.
3) Emitir una oración y querer significarla es una cuestión que depende de:
1.1) tener la intención de que el oyente llegue a saber que determinados estados de cosas,
especificados por ciertas reglas, son el caso;
1.2) tener la intención de que el oyente llegue a saber lo anterior mediante su reconocimien­
to de (i.l); y
1.3) tener la intención de que el oyente reconozca (i.l) en virtud de su conocimiento de las
reglas para la oración emitida.
4) La oración proporciona entonces un medio convencional para lograr la intención de pro­
ducir un determinado efecto ilocutivo en el oyente169.

El interés de esta reformulación de Searle reside en que muestra el modo en que las
intenciones de significado dependen de un conocimiento, que hablante y oyente compar­
ten y saben que comparten, relativo a las herramientas lingüísticas disponibles para comu­
nicar contenidos preposicionales en determinados modos ilocutivos. Con ello, la intencio­

418
nalidad deja de ser previa o prevalente; ahora el prespuesto para la comunicación o el enten­
dimiento es que el oyente comparta con el hablante una lengua común: que ambos conoz­
can los significados oracionales, lo que equivale a la exigencia de que concozcan las reglas
que subyacen a sus elementos. Así, el «efecto» ilocutivo que el hablante pretende con su
acto de habla es que sea entendido, que resulte inteligible; pero este tipo de pretensión es
interna al uso del lenguaje: no puede explicarse como medio para un fin. La intención de
significar no es una intención previa al lenguaje o independiente del mismo: pues presu­
pone ese lenguaje compartido, sin el cual no puede verse realizada. Puede decirse que la
propia noción sólo resulta inteligible por referencia a una noción de significado que se
explica en términos de uso según reglas -las mismas reglas que lo constituyen, en la medi­
da en que permiten a los interlocutores saber como qué cuentan sus emisiones y entender­
se entre sí.
Todos los supuestos que Searle ha enunciado -principios e hipótesis- son vacuos mien­
tras no se lleve a cabo una reconstrucción explícita de las reglas constitutivas del habla. En
Actos de habla Searle formula estas reglas para el acto de habla de prometer, al que asigna
un carácter paradigmático, e indica el modo de extender el análisis para los demás actos ilo-
cutivos. Asimismo formula explícitamente las reglas para los dos tipos de actos de habla a
los que la teoría revisada ha concedido un estatuto especial: referencia y predicación. El
recurso heurístico para formular estas reglas y llegar así a un análisis de los actos ilocutivos
consiste en preguntar por las condiciones necesarias y suficientes para que cada tipo de acto
de habla pueda realizarse con éxito, y de modo no defectuoso170, al emitir una oración dada.
Las condiciones se formulan mediante un conjunto de proposiciones, cada una de las cua­
les presenta una condición necesaria y cuya conjunción total representa la condición sufi­
ciente para la realización del acto de habla. A partir del conjunto de condiciones se obtie­
ne el conjunto de reglas para el uso del indicador de la fuerza ilocutiva. Searle justifica la
conexión entre condiciones y reglas mediante un principio heurístico, de acuerdo con el
cual es posible llegar a establecer las reglas para la realización de un acto ilocutivo particu­
lar si se logra dar las condiciones necesarias y suficientes bajo las cuales puede decirse que
ese acto ilocutivo ha sido realizado correctamente. Frente a Wittgenstein y a la posible obje­
ción de quienes, siguiéndole, han considerado que muchos de los conceptos del lenguaje
corriente carecen de reglas precisas por ser conceptos formados por «parecidos de familia»,
Searle reconoce que el tipo de análisis teórico que se propone llevar a cabo supone un cier­
to grado de idealización respecto al concepto que se analiza171. Ello implica que la recons­
trucción que la teoría lleva a cabo envuelve un tipo de abstracción e idealización que puede
verse como construcción de un «modelo idealizado» del habla -en un proceso análogo al
del conjunto de las teorías empíricas.
El análisis del «hecho institucional» que es el acto de habla de prometer, expresado median­
te enunciados del tipo «H prometió», se lleva a efecto en los términos siguientes. Supuesto que
un hablante H emite una oración E en presencia de un oyente O, entonces H promete modo
no defecturoso que p a O si, y sólo si, se satisfacen las siguientes condiciones.
1. Condiciones normales de inteligibilidady comprensión del habla: incluyen que hablan­
te y oyente tengan un dominio competente de la lengua empleada, que sean conscientes de
lo que están haciendo, etc. (Pueden interpretarse como condiciones generales de contexto.)
2. Condiciones de contenido proposicional.
2.1. H expresa la proposición de que p al emitir E
(Esta condición aísla la proposición del resto del acto de habla y permite concentrar el
análisis en las particularidades de la promesa como acto ilocutivo);

419
2.2. al expresar que p, H predica una futura acción A de H.
3. Condiciones preparatorias:
3.1. O preferiría que H hiciese A a que no lo hiciese, y H cree lo anterior;
3.2. no es obvio ni para H ni para O que H hará A en el curso normal de aconteci­
mientos;
(Las condiciones 2 y 3 pueden verse como condiciones restringidas de contexto).
4. Condición de sinceridad: H tiene la intención de que su emisión de E le haga res­
ponsable de [es decir, cuente como expresión de] la intención de hacer A.
(La referencia a la intencionalidad del hablante ha de entenderse en el sentido de la
anterior reformulación crítica de Searle a la explicación de Grice).
5. Condición esencial: H tiene la intención de que la emisión de E le ponga bajo la
obligación de hacer A. La condición esencial de una promesa consiste en que cuenta como
el contraer la obligación de llevar a cabo una determinada acción.
(Al igual que antes, la referencia a la intención del hablante ha de entenderse en el sen­
tido visto.)
6. Condición revisada de Grice: H intenta que O tenga conocimiento de que la emisión
de E cuenta como un emplazamiento de H bajo la obligación de hacer A (i.l); H intenta
que O tenga ese conocimiento a través de su reconocimiento de i.l, e intenta que O pueda
reconocer i.l en virtud de su conocimiento del significado de E.
(Aquí, el hablante asume que las reglas semánticas -que determinan el significado- de
la expresión emitida son tales que dicha emisión cuenta como el compromiso con una obli­
gación).
7. Condición semántica-, las reglas semánticas del dialecto que H y O hablan son tales
que la emisión de E es correcta si, y sólo si, las condiciones 1 a 7 se satisfacen. (Se trata de
garantizar que la oración emitida se usa, de acuerdo con las reglas semánticas, para formu­
lar una promesa)172.
Las reglas para el uso del indicador de la fuerza ilocutiva, en símbolos Pr, se obtienen a
partir de este conjunto de condiciones y, en particular, de las condiciones 2 a 5; Searle lo
justifica observando que 1, 6 y 7 se aplican en general a cualquier tipo de acto ilocutivo y
no son, por tanto, específicas de la ilocución de la promesa.

Regla 1. Regla para el contenido proposicional: Pr puede emitirse sólo en el contexto de una
oración (o fragmento más amplio de discurso) E, en la cual se predica alguna futura acción A
por parte del hablante H.
(Deriva de la condición 2.)

Regla 2. Reglas preparatorias:


2.1. Pr puede emitirse sólo si el oyente O preferiría que H hiciese A antes que no lo hiciese,
y H cree que O preferiría que hiciese A antes que no lo hiciese;
2.2. Pr puede emitirse sólo si ni para H ni para O es obvio que H hará A en el curso normal
de acontecimientos.
(Ambas reglas derivan de las condiciones preparatorias 3).

Regla 3. Regla de sinceridad: Pr puede emitirse sólo si H tiene la intención de que su emisión
de E le haga responsable de [es decir, cuente como expresión de] la intención de hacer A.
(La regla deriva de la condición de sinceridad 4.)

Regla 4. Regla esencial: la emisión de Pr cuenta como el contraer la obligación de hacer A.


(Deriva de la condición esencial 5)173.

420
Las mismas cuatro reglas pueden especificarse para otros tipos de actos ilocutivos.
Searle da indicaciones generales de cómo hacerlo para algunos -petición, aseveración, pre­
gunta, agradecimiento, advertencia, consejo, saludo, felicitación-174 y deja abierto con ello
un problema del que se ocupará en un ensayo posterior: el de ofrecer una clasificación sis­
temática y completa de los tipos básicos de actos de habla175.
La referencia y la predicación reciben el tratamiento de actos de habla de un tipo pecu­
liar, tipo que resulta de un mayor grado de abstracción y donde los límites del concepto no
están definidos de modo preciso. Decir que una expresión refiere a, o que predica, es una
abreviatura para indicar que los hablantes usan la expresión para referirse a, predicar, etc.
Los predicados reciben por convención, dentro de esta teoría, el tratamiento de expresio­
nes que «se predican de objetos», «de las que se puede decir que son verdaderas o falsas de
objetos», por contraposición con los universales176; con ello Searle se distancia críticamente
de la concepción tradicional que trata las expresiones predicativas referencialmente, como
nombres de algún tipo de entidad. Por otra parte, la predicación no es un acto de habla
«separado» de los otros. Lo que se simboliza mediante la expresión «F(RP)» es, de acuerdo
con el presente análisis, que el indicador de la fuerza ilocutiva opera sobre una expresión
predicativa neutral, para determinar el modo en el que se plantea la cuestión de la verdad
de la expresión predicativa en relación con el objeto referido por la expresión del sujeto.
Contrapuestamente, la referencia sí es un acto de habla separado, y permanece neutral res­
pecto a la fuerza ilocutiva; aunque resulta de una abstracción respecto al acto de habla total,
es para Searle un acto de habla separado. La predicación es igualmente una abstracción,
pero no constituye por sí misma un acto de habla separado; por contra, es siempre parte de
algún acto de habla. Al hablar del «acto de habla de la predicación», la teoría pretende hacer
referencia al fragmento del acto de habla que determina el contenido de significado aplica­
do al objeto al que la expresión del sujeto se refiere, haciendo abstracción del modo ilocu­
tivo.
El análisis de la referencia se limita a lo que Searle llama expresiones definidas singula­
res, que define como aquellas que cumplen la función de referir a particulares y que inclu­
yen los nombres propios gramaticales, las expresiones nominales formadas por un artículo
definido o un posesivo y un nombre y, finalmente, los pronombres. De acuerdo con su aná­
lisis, la emisión de una expresión referencial se usa paradigmáticamente para seleccionar o
identificar un objeto particular frente a otros objetos. Las reglas para el uso del indicador
referencial R presuponen un principio de identificación que se incluye entre las condiciones
necesarias para la realización del acto de habla de referir. Las reglas para este acto de habla
son las siguientes. Regla 1: R se emite sólo en el contexto de una oración (o fragmento más
amplio de discurso) cuya emisión puede constituir la realización de un acto de habla. Regla
2: R se emite sólo si existe un objeto X tal que: o bien R contiene una descripción identi-
ficativa de X, o bien el hablante es capaz de suplementar R con una descripción identifica-
tiva de X; además, al emitir R, el hablante tiene la intención de seleccionar o identificar X
para el oyente. Regla 3: La emisión de R cuenta como la identificación o selección de X para
el oyente177.
Las reglas para el uso de un indicador predicativo P (para predicar P de un objeto X),
y con ello, para la realización del acto de habla de la predicación, son las siguientes. Regla
1: P se emite en el contexto de una oración (u otro fragmento más amplio del discurso), E,
cuya emisión pueda constituirse en realización de algún acto ilocutivo. Regla 2: P se emite
al emitir E sólo si la emisión de E incluye una referencia con éxito a X. Regla 3: P se emite
sólo si X es de un tipo o categoría tal que es lógicamente posible que P sea verdadero o falso
de X. Regla 4: La emisión de P cuenta como el plantear la cuestión de la verdad o falsedad

421
de P sobre X (en un cierto modo ilocutivo, que está determinado por el indicador de la
fuerza ilocutiva de la oración)178.
El motivo de haber detallado estas reglas se apunta a continuación.

Algunas observaciones críticas

Las explicaciones preliminares de Searle relativas a la teoría de actos de habla, así como
sus supuestos explícitos, han defendido su universalidad y su estatuto de teoría empírica. El
objetivo de la teoría era el análisis de las condiciones que hacen posible la comunicación;
se asumía que las reglas constitutivas que subyacen a los actos de habla son las mismas en
las distintas realizaciones convencionales que representan las lenguas particulares, y que son
estas reglas las que permiten explicar las nociones de significado, comprensión y entendi­
miento lingüístico. Respecto a las reglas constitutivas de la promesa, cabe defender su uni­
versalidad del modo en que Wittgenstein lo hacía en las Investigaciones: señalando que sólo
en aquellos contextos lingüísticos en los que estas reglas tienen validez puede decirse que
los hablantes conocen y llevan a efecto la institución de la promesa. La idea, en general, es
que las reglas constitutivas que la teoría de actos de habla hace explícitas son reglas grama­
ticales en el sentido de Wittgenstein: constituyen el concepto mismo que regulan, de modo
que en su ausencia la posibilidad de identificar el uso de ese concepto es ininteligible. Las
reglas para la referencia, sin embargo, introducen un problema más complejo. Como se
acaba de ver, para la realización del acto de habla de referir una condición necesaria es que
el hablante pueda identificar el objeto ante el oyente. Si esto tiene lugar mediante descrip­
ciones definidas de la misma lengua, lo que Searle está defendiendo es una teoría de la refe­
rencia indirecta (Putnam) que necesariamente conduce a la puesta en cuestión, al menos en
principio, de la universalidad del procedimiento. Pues el conocimiento del significado, es
decir, de las reglas de uso de la expresión referencial, dependería del conocimiento de las
reglas de uso de otras expresiones y términos -los que componen la descripción. El tipo de
operaciones que permiten al hablante aplicar de modo correcto las reglas referenciales no
estaría entonces disponible como una capacidad universal, independiente de su realización
particular en cada lengua natural. El resultado parece ser un relativismo lingüístico inevi­
table179.
H. J. Schneider se ha ocupado también del problema de las expresiones referenciales en
Searle, aunque lo hace en otros términos. Pero señala críticamente que, o bien el enuncia­
do de las reglas supone que hablante y oyente disponen ya antes de un «lenguaje referen­
cial» distinto al del habla, al cual remiten las descripciones definidas, o bien la explicación
de Searle se mueve en un círculo en el que, en la misma lengua cuyas expresiones referen­
ciales se conectan con los objetos identificados, se encuentran ya disponibles recursos para
la referencia que permiten establecer previamente la conexión entre la descripción definida
y el objeto. De hecho, esta crítica de Schneider presupone tácitamente la distinción entre
una función del lenguaje directamente referencial y otra referencial indirecta, por vía de
descripciones. La conclusión de Schneider parece ser que, puesto que la teoría conduce a
una situación aporética, no puede considerarse una reconstrucción de la competencia lin­
güística «real», sino un «modelo posible» que describe la competencia de los hablantes
«como si» éstos actuaran siguiendo determinadas reglas, las que se especifican180. En este
«como si» se contiene la posibilidad de una diversidad de reconstruciones o de modelos y,
por consiguiente, la afirmación de que las reglas son relativas al modelo o marco teóirico
que se adopte.

422
Una respuesta a esta crítica desde la teoría de actos de habla podría orientarse en la
dirección de reconocer en el lenguaje una función directamente referencial, algo ya presen­
te en la teoría del significado como uso desde su origen (Wittgenstein) y que de ninguna
manera está excluido en la formulación de las reglas para la referencia, como Schneider
parece interpretar: pues lo que la segunda regla demanda es que el hablante pueda suple-
mentar o acompañar la expresión referencial R mediante una descripción. Esta virtualidad
sólo se haría efectiva en caso de que la situación lo demandara, es decir, en casos de difi­
cultad en la comunicación o interrupción del proceso de entendimiento; la regla parece
destinada a garantizar la aplicación del principio de expresabilidad también en los casos de
comunicación defectuosa o fallida, o en aquellos otros en los que se pretendiera apelar, fren­
te al principio de expresabilidad, a un «lenguaje privado». Se ha visto que este principio de
expresabilidad se formulaba, originalmente, en relación con el componente ilocutivo del
significado. El sentido heurístico de la segunda regla sería el de cumplir la función de sus­
tituir al principio de expresabilidad en los actos de habla referenciales, los cuales —como se
ha visto— constituyen un caso específico y separado del resto de los actos ilocutivos, lo que
no ocurre para la predicación. La explicación que se sugiere aquí, si bien pretende defender
la plausibilidad del análisis propuesto para las expresiones referenciales y del conjunto de
reglas constitutivas correspondientes, no «demuestra» que la universalidad de éstas esté
garantizada, es decir, que sus aplicaciones concretas sean universalizables, o accesibles desde
las realizaciones convencionales de las distintas lenguas particulares. Sobre este problema
habrá que volver en la última parte.

ii. Teoría de actos de habla. Semántica de las fuerzas ilocutivas

En su colaboración con J. Searle, D. Vanderveken ha continuado el desarrollo de la teo­


ría de actos de habla y ha propuesto una semántica modelo-teorética para un lenguaje for­
mal cuyas sentencias son de la forma F(p). La idea es dar expresión rigurosa y precisa a los
conceptos y supuestos de la teoría inicialmente propuesta por Searle; para ello se utilizan
los recursos de la lógica formal y la teoría de conjuntos, con el fin de formular las reglas
básicas que gobiernan los actos de habla en el ámbito del discurso. Antes de avanzar los
detalles concretos de esta última propuesta se hace preciso puntualizar algo. En su ensayo
sobre «Una taxonomía de los actos iloctutivos»181, Searle introducía ya una perspectiva que
anunciaba su giro intencionalista. Así, junto a la condición esencialy, por tanto, a la función
ilocutiva del lenguaje como criterio fundamental para identificar los tipos básicos de actos
de habla, tomaba en consideración otros criterios que incluían la atención a la función
representativa. Tras su giro intencionalista, como se vio, esta última función, la representa­
tiva, pasa a ser considerada más importante que cualquier otra y la noción de intencionali­
dad del hablante tiene preeminencia conceptual cuando se trata de explicar en qué consis­
te el significado de las expresiones lingüísticas -frente a la noción de regla constitutiva y a
la explicación en términos de como qué cuenta el acto de habla para hablante y oyente, que
constituyen los elementos conceptuales básicos en Actos de habla. Aunque la reelaboración
de Vanderveken es posterior al giro intencionalista de Searle, su enfoque puede considerar­
se una continuación del trabajo llevado a cabo en Actos de habla y en «Una taxonomía...».
Para poder sostener esta afirmación, sin embargo, es necesario tener presentes los dos aspec­
tos del tratamiento que el primer Searle hace de la teoría de Grice y en los que modifica,
de modo esencial, el planteamiento intencionalista que posteriormente ha suscrito. En pri­
mer lugar, la explicación de las reglas constitutivas en términos de «x cuenta como y»; este

423
contar cómo remite al modo en que hablante y oyente entienden lo que se dice, en el con­
texto de su interacción lingüística. Esto se aplica igualmente en el caso de los actos de la
referencia y la predicación, que sólo aparecen como resultado de un proceso de abstracción
en el que lo primario es el uso que los hablantes hacen de las expresiones y, por consi­
guiente, el contexto total de la ilocución. La asignación posterior de un valor preeminente
a la función representativa del lenguaje es extraña a esta primera teoría de actos de habla y,
en cierto modo, un supuesto innecesario respecto a su formulación final. Pues, como se
pone de manifiesto en la formulación de las condiciones necesarias y suficientes para la rea­
lización de cada tipo de acto de habla y de las reglas subsiguientes, la condición esencial
depende de como qué cuenta la emisión en el contexto comunicativo o de interacción entre
los participantes, antes que del tipo de representación en términos de la dirección de ajus­
te -como se enfatiza luego. En segundo lugar, importa tener presente también la reelabo­
ración que Searle llevaba a cabo de la explicación propuesta por Grice del significado del
hablante, reelaboración en la que hace entrar en juego el recurso a una lengua común y al
conocimiento compartido de las reglas de uso correspondientes, para explicar la intencio­
nalidad del hablante a partir de esas dos nociones. Si se mantienen estas modificaciones,
que más que afectar al cuerpo de la teoría remiten al modo en que se interpreta su alcance
o al énfasis que se pone en unos elementos o en otros, puede considerarse que la formula­
ción de Vanderveken continúa los textos seminales de Searle182.

Conceptos y principios teóricos fundamentales

De acuerdo con la clasificación inicialmente propuesta por Searle, atendiendo al pro­


pósito ilocutivo de los actos de habla pueden distinguirse cinco tipos básicos de usos de len­
guaje. 1) Propósito ilocutivo asertivo: con los actos de habla asertivos -como conjeturas,
aseveraciones, informes y predicciones— los hablantes expresan proposiciones que represen­
tan cómo son las cosas. 2) Propósito compromisorio: con los actos de habla compromiso­
rios -como promesas, avales, juramentos- los hablantes expresan proposiciones con las que
se comprometen ellos mismos a realizar acciones futuras. 3) Propósito directivo: con los
actos de habla directivos -como peticiones, preguntas, órdenes, encomendaciones y súpli­
cas- los hablantes expresan proposiciones con las que pretenden que sus oyentes realicen
acciones futuras. 4) Propósito declarativo: con los actos de habla declarativos o declaracio­
nes —como nombramientos, sentencias, imputaciones, excomuniones o abreviaturas— los
hablantes expresan proposiciones que dan lugar a estados de cosas únicamente en virtud de
la realización de sus actos de habla. 5) Propósito expresivo: con los actos de habla expresi­
vos -como lamentos, felicitaciones o disculpas- los hablantes expresan proposiciones que
manifiestan sus estados psicológicos en relación con estados de cosas. Con esta tipología,
Searle ha podido mejorar el intento de clasificación original de Austin y proponer una dis­
tinción de tipos de fuerzas ilocutivas que no depende como aquélla de una lengua particu­
lar. Se observa, en primer lugar, que no existe una correspondencia uno a uno entre las fuer­
zas ilocutivas y los verbos realizativos o los indicadores de la fuerza ilocutiva en las lenguas
naturales; en segundo lugar, se hace posible tener en cuenta que, aunque muchos verbos
realizativos tienen un mismo comportamiento sintáctico en la estructura superficial, su
forma lógica es distinta.
Lo anterior plantea, sin embargo, un problema de justificación de la teoría. Puesto que
la clasificación no se basa en rasgos lingüísticos externos -léxico o marcadores sintácticos-,
sino que ha adoptado como criterio fundamental para la clasificación el propósito ilocutivo,

424
de la aclaración de este concepto depende la fundamentación de toda la propuesta teórica.
Originalmente, Searle explicaba la noción vinculándola a la de la condición esencial de las
ilocuciones: las diferencias en el propósito ilocutivo «corresponden a las condiciones esen­
ciales de mis análisis de los actos ilocutivos en el capítulo tercero de Actos de habla (...) creo
que las condiciones esenciales constituyen la mejor base para una taxonomía»183. De las
diversas aproximaciones al concepto o explicaciones que de él se dan en el transcurso de los
distintos trabajos184, parece legítimo concluir que se trata de un concepto primitivo de la
teoría e internamente vinculado con el de la fuerza ilocutiva; el propósito ilocutivo es la con­
trapartida, desde la perspectiva del hablante, de la noción de efecto ilocutivo respecto al
oyente que Searle aclaraba en su ensayo inicial deslindándola del efecto perlocutivo e iden­
tificándola con el entendimiento sobre la base de un lenguaje común. Una justificación
filosófica adicional para la clasificación la ha encontrado Searle en la correspondencia que
podía establecerse entre el propósito ilocutivo y lo que llamaba la dirección de ajuste entre
el contenido proposicional del acto de habla y el mundo. Pero, mientras en la primera teo­
ría la dirección de ajuste era conceptualmente subsidiaria respecto a la condición esencial,
posteriormente -tras el giro intencionalista- ha adquirido preeminencia junto con la fun­
ción representativa del lenguaje185.
Los principios básicos de la teoría son los que se enuncian a continuación186.
Primer principio teórico. Los actos ilocutivos poseen condiciones de éxito y condiciones
de satisfacción. La competencia lingüística de los hablantes se reconstruye en términos de
su capacidad para comprender cuáles son las condiciones de éxito y las condiciones de satis­
facción de los actos ilocutivos, cuando éstos se expresan mediante la emisión literal y seria
de oraciones en los varios contextos posibles de uso del lenguaje. Las condiciones de éxito de
un acto ilocutivo son aquéllas que han de darse en un contexto posible de emisión para que
el hablante pueda tener éxito en la realización del acto ilocutivo en ese contexto. Por ejem­
plo, una condición de éxito para la promesa es que el hablante se comprometa a realizar la
acción futura representada en el contenido proposicional187. Las condiciones de satisfación de
un acto ilocutivo son las condiciones que han de darse en un contexto posible de emisión
para que el acto de habla resulte satisfecho en el mundo de ese contexto, es decir, para que
el contenido proposicional de la emisión sea verdadero en el mundo de ese contexto. Por
ejemplo, una condición de satisfacción para la promesa es que el hablante lleve a cabo en
el mundo la acción futura que aparece representada en el contenido proposicional. El con­
cepto de condiciones de satisfacción de un acto ilocutivo es, de hecho, la generalización del
de condiciones de verdad que se requiere para una teoría general de las fuerzas ilocutivas. Así,
una aserción resulta satisfecha si y sólo si es verdadera; una orden, si y sólo si se la obede­
ce; una promesa, si y sólo si se ve cumplida; una solicitud, exactamente cuando se conce­
de, y de modo análogo para las demás fuerzas ilocutivas.
Segundo principio teórico. Analíticamente se distinguen seis tipos de componentes en
toda fuerza ilocutiva, que sirven para determinar las condiciones de éxito y las condiciones
de satisfacción de los actos ilocutivos que tienen esa fuerza: el propósito ilocutivo, el modo
de logro del propósito ilocutivo, el contenido proposicional, las condiciones preparatorias
y de sinceridad y el grado de intensidad. Se afirma además que dos fuerzas ilocutivas con
los mismos componentes son idénticas y determinan las mismas condiciones de éxito. 2.1)
La noción de propósito ilocutivo se afirma como el componente fundamental; es esta
noción188 la que determina qué dirección de ajuste, de las cuatro posibles, corresponde a las
emisiones con esa fuerza: de palabras-a-mundo (propósito ilocutivo asertivo), de mundo-a-
palabras (propósitos directivo y compromisorio), doble dirección de ajuste (propósito de las
declaraciones) y dirección de ajuste vacía (propósito expresivo). 2.2) El modo de logro per­

425
mite tomar en consideración que algunas fuerzas ilocutivas imponen restricciones sobre el
conjunto de condiciones bajo las cuales puede alcanzarse el propósito ilocutivo correspon­
diente, en caso de una realización con éxito de los actos ilocutivos con esas fuerzas. Por
ejemplo, en el caso de una orden el hablante ha de invocar una posición de autoridad sobre
el oyente; en el caso de una solicitud, el hablante ha de conceder al oyente la posibilidad de
negarse. El modo de logro del acto ilocutivo permite, por tanto, establecer distinciones
entre actos ilocutivos con el mismo tipo de fuerza. 2.3) Las condiciones de contenido propo­
sicional permiten dar cuenta del hecho de que algunas fuerzas ilocutivas imponen restric­
ciones sobre el conjunto de proposiciones que pueden tomar como contenido proposicio­
nal de los actos que tienen esa fuerza en un contexto de emisión. Por ejemplo, todas las
fuerzas ilocutivas con propósito ilocutivo compromisorio comparten la condición de que
su contenido proposicional ha de representar una acción futura del hablante. 2.4) Las con­
diciones preparatorias se explican en términos de los presupuestos del hablante: son las pro­
posiciones que éste presupondría verdaderas en el mundo cuando realizase un acto de habla
con esa fuerza en particular en un posible contexto de emisión. Por ejemplo, un hablante
que promete hacer algo presupone que su acción futura es deseable para el oyente. 2.5) La
condición de sinceridad correspondiente a cada fuerza ilocutiva determina los modos de los
estados mentales en los que el hablante se encontraría, en relación con el estado de cosas
representado por el contenido del acto de habla, si estuviera realizando sinceramente un
acto de habla con esa fuerza en particular. Por ejemplo, un hablante que asevera algo expre­
sa su creencia en la verdad del contenido proposicional, un hablante que solicita algo expre­
sa un deseo, etc. La condición de sinceridad es un conjunto de modos de actitudes propo­
sicionales. 2.6) El grado de intensidad de la condición de sinceridad se refiere a los estados
psicológicos expresados, cuando está en función de la fuerza ilocutiva. Así, por ejemplo, el
grado de intensidad de una promesa es mayor que el de la mera conformidad con algo189.
Tercer principio teórico. El conjunto de fuerzas ilocutivas para las posibles emisiones es
recursivo. Hay cinco fuerzas ilocutivas primitivas, las mismas correspondientes a los cinco
propósitos ilocutivos; estas fuerzas primitivas tienen un propósito ilocutivo, ningún modo
de logro en particular, un grado neutro de intensidad y tan sólo las condiciones preparato­
rias, de contenido proposicional y de sinceridad que el propósito ilocutivo determina. Las
fuerzas son: la fuerza ilocutiva de la aserción -que nombra el verbo «aseverar»-, la fuerza
ilocutiva compromisoria -nombrada por el verbo «comprometerse»-, la fuerza ilocutiva
directiva —que se realiza sintácticamente mediante el modo oracional imperativo-, la fuer­
za ilocutiva de la declaración -expresada por oraciones realizadas o mediante verbos como
«declarar»— y la fuerza ilocutiva expresiva —realizada sintácticamente mediante las oraciones
exclamativas—. Todas las demás fuerzas ilocutivas pueden derivarse de estas fuerzas primiti­
vas mediante un número finito de aplicaciones de operaciones que consisten en enriquecer
sus componentes; estas operaciones son: determinar el modo de logro del propósito ilocu­
tivo exigiendo un nuevo modo, aumentar o disminuir el grado de intensidad, y añadir con­
diciones adicionales de contenido proposicional, preparatorias o de sinceridad. Por ejem­
plo, la fuerza ilocutiva de la promesa se obtiene a partir de la fuerza ilocutiva
compromisoria primitiva al imponer un modo de logro especial del propósito ilocutivo,
que supone asumir una obligación; la fuerza ilocutiva de un informe se obtiene a partir de
la fuerza ilocutiva primitiva de la aseveración mediante la adición de una condición de con­
tenido proposicional, según la cual el contenido proposicional representa un estado de
cosas presente o pasado respecto al momento de la emisión190.
Cuarto principio teórico. Las condiciones de éxito de los actos ilocutivos elementales están
determinadas de manera única por los componentes de su fuerza ilocutiva y por su conte­

426
nido proposicional191. Este principio permite dar cuenta de aquellas situaciones en las que
el hablante presupone proposiciones que son falsas o expresa estados psicológicos insince­
ros; ambas situaciones reciben el nombre de realizaciones defectuosas de un acto ilocutivo.
Desde un punto de vista formal, un acto ilocutivo se realiza de modo no defectuoso en un
contexto de emisión si, y sólo si, se realiza con éxito y sus condiciones preparatorias y de
sinceridad se satisfacen en ese contexto.
Quinto principio teórico. Las condiciones de satisfacción de los actos ilocutivos elementa­
les de la forma F(p) son función de las condiciones de verdad de su contenido proposicio­
nal y de la dirección de ajuste de su fuerza ilocutiva. Puesto que la noción semántica de con­
diciones de satisfacción está basada en la teoría semántica de la verdad como
correspondencia para proposiciones, un acto ilocutivo elemental de la forma F(p) se satis­
face en un contexto de emisión sólo si su contenido proposicional es (o resulta) verdadero.
Sin embargo, la noción de condiciones de satisfacción incluye algo más que la noción de
condiciones de verdad, pues para determinar la satisfacción de un acto ilocutivo elemental
es preciso tomar en consideración la dirección de ajuste de su fuerza ilocutiva. Así, a dife­
rencia de las aseveraciones, los actos de habla compromisorios y directivos presentan con­
diciones de satisfacción auto-referenciales. Pues un acto de habla aseverativo es verdadero
si, y sólo si, su contenido proposicional corresponde a un estado de cosas existente, sin
importar el modo en que dicho estado de cosas ha llegado a existir; pero un aval se man­
tiene o una encomienda se cumple sólo si el hablante o el oyente, respectivamente, llevan
a cabo una acción futura en el mundo debido al aval o a la encomienda.

Teoría de actos de habla y semántica

El objetivo de la semántica modelo-teorética desarrollada para formalizar los conceptos


y principios enunciados192 es el de permitir el estudio de las dimensiones ilocutiva y verita-
tivo-funcional del significado. Los desarrollos de la semántica formal han tendido a cen­
trarse -siguiendo a Carnap- en la sintaxis y la semántica de las lenguas naturales; pero la
atención exclusiva a los aspectos veritativo-funcionales del significado ha impedido el aná­
lisis de los marcadores de las fuerzas ilocutivas y de los verbos realizativos cuyo significado
contribuye a determinar las fuerzas ilocutivas de los actos de habla. El análisis sistemático
llevado a cabo por Searle y Vanderveken de los verbos realizativos en inglés ha permitido
mostrar que existe una gran cantidad de elementos del léxico, y rasgos sintácticos, cuyo sig­
nificado contribuye de manera sistemática a la determinación de las condiciones de éxito
de las emisiones de oraciones que los incluyen. Con ello, la identificación del significado
con las condiciones de verdad deja de poderse mantener. En el campo de la lingüística teó­
rica se ha mostrado, al intentar clasificar los tipos de oraciones, que el modo verbal, el orden
de las palabras y los signos de puntuación son ilocutivamente significantes. La teoría de
actos de habla pretende haber integrado estos aspectos en su análisis del significado, mos­
trando que «el significado y los actos de habla están lógicamente conectados en la estruc­
tura profunda del lenguaje»193. Desde un punto de vista lingüístico, la integración de la teo­
ría de actos de habla en la semántica modelo-teorética permite, en primer lugar, analizar los
marcadores de la fuerza ilocutiva e interpretar, directamente o tras su traducción al lengua­
je formal, cualquier tipo de oración; en segundo lugar, permite dar cuenta de formas de
entrañamiento y de inconsistencia relativa que existen entre oraciones reales que expresan,
en los mismos contextos, actos ilocutivos con condiciones de éxito y de satisfacción conec­
tadas entre sí. Así, una oración como «te pregunto si está lloviendo» entraña ilocutivamen-

427
te la oración «¿está lloviendo?» en el sentido de que expresa, en un contexto de uso dado,
un acto de habla que el hablante no podría realizar sin realizar también el acto ilocutivo
expresado por la segunda oración en ese contexto.
El desarrollo completo de una semántica formal para las condiciones de éxito y de ver­
dad en el lenguaje natural, sobre la base de la teoría vista, requiere la inclusión en la teoría
de actos de habla de principios semánticos adicionales como los siguientes.
Sexto principio teórico. Puesto que muchas oraciones pueden usarse para realizar actos
ilocutivos literalmente diferentes en distintos contextos -por ejemplo, cuando contienen
demostrativos-, se hace preciso distinguir dos tipos de significado. El significado lingüístico
de una oración en una interpretación semántica es una función de contextos de uso posi­
bles en actos ilocutivos. El significado en un contexto de una oración es el conjunto de actos
ilocutivos particulares que la oración expresa en ese contexto. Así, los significados lingüís­
ticos se aplican a los tipos de oraciones, mientras que los actos ilocutivos se aplican a ora-
ciones-en-contexto o a muestras o instancias (tokeri) oracionales.
Séptimo principio teórico. Los tipos de actos ilocutivos, y no sus muestras o instancias,
constituyen las unidades básicas del significado oracional en el uso de las lenguas naturales.
Octavo principio teórico. Dos tipos de actos ilocutivos elementales son idénticos si, y
sólo si, poseen el mismo contenido proposicional y las mismas condiciones de éxito194.
Finalmente, la incorporación de la teoría de Grice relativa a las máximas conversacio­
nales -asumiendo que se trata de «universales pragmáticos del uso del lenguaje»- permite
dar cuenta, en el marco de la teoría de actos de habla, de los fenómenos de actos de habla
indirectos y de actos de habla irónicos o metafóricos195.

Descripción informal de la semántica modelo-teorética para la formalización de la teoría


de actos de habla

La propuesta hace uso de los métodos disponibles de la lógica formal y la teoría de


conjuntos, e incorpora un lenguaje de segundo orden que extiende, mediante nuevas
operaciones, conjuntos y símbolos primitivos, el lenguaje de la lógica clásica, con el fin
de mostrar cómo construir todos los posibles actos ilocutivos a partir de las funciones
correspondientes. Con este fin se parte de los cinco propósitos ilocutivos primitivos
para, según un principio de construibilidad recursiva —la hipótesis de construibilidad— y
mediante la aplicación regulada de algunas operaciones que se especifican, obtener
todos los elementos componentes de las fuerzas ilocutivas: propósito ilocutivo, modo de
logro (o de satisfacción) del propósito ilocutivo, condiciones preparatorias, de conteni­
do proposicional y de sinceridad, grado de intensidad del propósito ilocutivo y grado de
intensidad de las condiciones de sinceridad (cuando exista). Con los recursos de la teo­
ría de conjuntos se definen o explicitan las nociones de contexto de emisión, universo
del discurso, fuerza ilocutiva y relaciones y funciones ilocutivas, elementos primitivos y
actos ilocutivos elementales y complejos196.
Para ello es preciso suponer la existencia de siete conjuntos fundamentales que no se
analizan: los de todos los hablantes posibles, todos los oyentes posibles, todos los puntos
temporales posibles, todos los posibles lugares de emisión, el conjunto de todos los mun­
dos posibles en los que tienen lugar emisiones, de todas las proposiciones y de todos los
tipos de estados psicológicos posibles que tienen proposiciones como contenido. El conte­
nido es el componente de un acto ilocutivo mediante el cual se expresa un estado de cosas;
el segundo componente es el de la fuerza ilocutiva. Un contexto de emisión es una tupia

428
ordenada de cinco coordenadas: hablante, oyente, tiempo, lugar, y mundo. Estos elemen­
tos se incorporan mediante los recursos de la lógica modal, incluidas las nociones de
mundo real y posible y de relación de accesibilidad (reflexiva). El universo del discurso de
la lógica ilocutiva es el conjunto de todas las entidades pasadas, presentes y futuras cuya
existencia es al menos posible. Los elementos del conjunto de las proposiciones expresan
estados de cosas y reciben un valor de verdad; si una proposición es verdadera, lo son tam­
bién todas sus presuposiciones. El conjunto de las proposiciones está cerrado bajo las ope­
raciones lógicas habituales y bajo los operadores modales de necesidad, posibilidad, nece­
sidad y posibilidad físicas, así como también bajo las nuevas funciones que los autores
añaden para la construcción de proposiciones. El conjunto de los tipos de estados psico­
lógicos se emplea para definir las actitudes proposicionales con ayuda de las proposicio­
nes; entre los tipos posibles se destacan la intención, la creencia y el deseo. Todas las ope­
raciones y funciones se definen en términos de teoría de conjuntos, a partir de los
conjuntos fundamentales o sus productos cartesianos. Para ello se emplea una lógica de
predicados de segundo orden ampliada con la incorporación de nuevos símbolos. La fuer­
za ilocutiva se define mediante una tupia de siete componentes y cada uno de ellos es una
función definida sobre los conjuntos fundamentales o productos cartesianos de éstos. La
noción de propósito ilocutivo se toma como concepto primitivo sin definición y sus pro­
piedades importantes se especifican extensionalmente mediante relaciones definidas sobre
el producto cartesiano del conjunto de todos los contextos de emisión y el conjunto de las
proposiciones. Los cinco propósitos ilocutivos primitivos -asertivo, directivo, compromi­
sorio, declarativo y expresivo- se representan mediante relaciones que fijan sus condicio­
nes de éxito; todas las emisiones se clasifican de acuerdo con ellos. En general, todos los
conceptos de la teoría de actos de habla se introducen en la lógica ilocutiva dando las con­
diciones que han de satisfacer para que un acto de habla pueda realizarse con éxito. Este
supuesto, junto con la hipótesis de construibilidad, permite definir todas las fuerzas ilo­
cutivas complejas recursivamente a partir de las simples, en términos de la satisfacción de
determinadas relaciones197.
La hipótesis de construibilidad afirma, en primer lugar, que existe un número infinito de
propósitos ilocutivos y que a cada uno le corresponde una fuerza ilocutiva primitiva, y en
segundo lugar que todos los demás propósitos ilocutivos pueden obtenerse a partir de dos
fuerzas simples. Para mostrar esto es preciso introducir dos nuevos tipos de relaciones: la rela­
ción de estar obligado, y la relación de estar fuertemente obligado. Intuitivamente la idea es
que, en la realización de un acto ilocutivo o en el logro con éxito de un propósito ilocutivo,
el hablante o el oyente pueden contraer una obligación respecto a otros actos ilocutivos o
acciones; también puede ocurrir que el acto de habla tenga como consecuencia el estableci­
miento de relaciones lógicas, tanto veritativo-funcionales como ilocutivas, entre los compo­
nentes de esas obligaciones. De ese modo, los dos tipos de relaciones -de implicación verita-
tivo-fimcional y de entrañamiento ilocutivo, respectivamente- cumplen la función de exigir
coherencia en los contextos de emisión y pueden interpretarse como relaciones de conse­
cuencia lógica. Las relaciones se definen recursivamente para los actos ilocutivos, especifican­
do así las condiciones de su cumplimiento en un contexto de emisión. También por recur-
sión se define el concepto de realización con éxito de un acto ilocutivo198. Finalmente, se
definen las fuerzas ilocutivas primitivas y, a partir de éstas y de la especificación de nuevas ope­
raciones, todas las demás fuerzas ilocutivas. Cuatro de estas operaciones añaden ulteriores
condiciones a las condiciones de contenido proposicional, preparatorias, de sinceridad y de
modo de logro, mediante las operaciones modelo-teoréticas de unión e intersección. No todas
las aplicaciones de estas operaciones arrojan como resultado nuevas fuerzas ilocutivas, pero sí

429
ocurre que todas las fuerzas ilocutivas pueden construirse de ese modo: es lo que afirma la
hipótesis de construibilidadm.
Finalmente, la introducción de las conectivas ilocutivas de denegación, conjunción y
condicional ilocutivos permiten definir la noción de realización con éxito para actos ilo­
cutivos complejos; para ello es preciso introducir nuevos supuestos en la forma de siete
axiomas adicionales sobre las propiedades de transitividad e identidad de las relaciones de
realización con éxito y del estar obligado. La lógica resultante no es completa, en el senti­
do de que no todos los principios válidos de las fuerzas ilocutivas pueden derivarse a par­
tir de la axiomatización200. Pero sí puede probarse un teorema de completud de las opera­
ciones definidas sobre las fuerzas ilocutivas respecto a la relación de consecuencia
ilocutiva201.

4.2. Teorías intersubjetivistas del significado

Esta última parte presupone explicaciones que ya se han dado, tanto en el tema intro­
ductorio como en la descripción general sobre la diferencia entre teorías intencionalistas
e intersubjetivistas del significado. Intersubjetividad significa aquí comunicación o enten­
dimiento en el medio simbólico de un lenguaje común y compartido, lenguaje que apa­
rece como la condición irrebasable (nichthíntergehbar) del conocimiento y la acción
humanos. En una caracterización quizá simplificadora podría decirse que el giro lingüís­
tico de la filosofía del siglo XX ha adoptado la forma de la tesis que afirma la irrebasabili-
dad del lenguaje-, es decir, la prioridad (conceptual) del lenguaje sobre el pensamiento,
que se traduce en la imposibilidad de una conciencia cognitiva no estructurada lingüís­
ticamente202.
Esta tesis puede entenderse, sin embargo, de dos maneras distintas. En continuidad con
la tradición de Humboldt, se asume y se reelabora la tesis de que las distintas lenguas his­
tóricas representan distintas perspectivas del mundo y constituyen, simultáneamente, un
apriori irrebasable y la condición de posibilidad de nuestro acceso al mundo; pues expe­
riencia y conocimiento están ya siempre lingüísticamente mediados por una lengua natural
y por la cultura, la historia, el arte, la ciencia, etc., que en ella se expresan. El lenguaje apa­
rece fundamentalmente, en su función constitutiva del conocimiento, como apertura del
mundo203. A este planteamiento se ha opuesto críticamente el que considera que lo irreba­
sable es la capacidad de habla como tal, y no las distintas lenguas naturales. Esta capacidad
de habla se explica en términos de una competencia comunicativa que hace posible parti­
cipar con otros en procesos de entendimiento y de diálogo, basados en una argumentación
racional. Sin embargo, para que la intersubjetividad de estos procesos —y, por consiguien­
te, la validez de sus resultados- no pueda considerarse manifestación encubierta de un
«acuerdo» previo y más fundamental dependiente de la concepción lingüística del mundo
compartida, cuando no una abierta proyección de los prejuicios lingüísticos del que inter­
preta, es decir, para poder defender la universalidad virtual de los rendimientos del habla,
es preciso, si no demostrar, sí poder hacer plausible que las propias estructuras lingüísticas
de la comunicación son universales. El primer planteamiento aludido es el que aquí se va a
considerar representado por la consumación del giro lingüístico en la hermenéutica filosófi­
ca de H.-G. Gadamer. El segundo es el defendido por la teoría de la pragmática universal
de J. Habermas y la pragmática trascendental de K.-O. Apel204, que pueden considerarse
una reelaboración crítica en continuidad con la tradición del segundo Wittgenstein y la
teoría de actos de habla de Austin y Searle.

430
4.2.1. El giro lingüístico en la filosofía alemana del siglo xx. La hermenéutica filosófica
de H.-G. Gadamer

i. Comprensión y lenguaje en la tradición hermenéutica205

La hermenéutica es originariamente el arte de informar, explicar e interpretar.


Antiguamente su problema fundamental era el de la interpretación alegórica de los textos,
y puede distinguirse una hermenéutica teológico-filológica y una hermenéutica jurídica. En
la actualidad el término ha de situarse en la tradición científica de la modernidad, pues su
uso comienza con el surgimiento de los conceptos modernos de ciencia y método. Con D.
Schleiermacher (1768-1834) la hermenéutica pasa a definirse como la doctrina universal de
la comprensión y la interpretación. Aquí la universalidad se entiende en el sentido de un
deslindamiento respecto a las interpretaciones dogmáticas y ocasionales que sólo cobraban
validez, a modo de apéndice, en la hermenéutica de un giro bíblico específico; de este
modo, el sentido normativo fundamental de los textos se hace presente. Schleiermacher
entendió la comprensión de un texto como una repetición que reproduce de la producción
mental originaria, repetición lograda mediante la «congenialidad de los espíritus». Gadamer
enfatiza la importancia de este concepto de comprensión porque encontraba su funda­
mento en la conversación y el entendimiento humano en cuanto tales y con ello configu­
ró la institución de un sistema científico sobre una base hermenéutica: «la hermenéutica se
convirtió en el fundamento de todas las ciencias humanas históricas»206. Fue W. Dilthey
(1833-1911) quien, frente a la línea de interpretación psicologicista de los seguidores de
Schleiermacher, consideró que la comprensión podía ser un método científico y que era
posible dar un nuevo fundamento a las ciencias humanas sobre la base de una psicología
descriptiva y comprensiva. Contrapuso las nociones de comprender y explicar, y buscó una
nueva instancia que mediara entre la pretensión de verdad de la ciencia y la conciencia his­
tórica. Entendió la comprensión como una manifestación espiritual -o mental- del sentido,
y basó el nuevo método en tres premisas: (1) el fundamento del nuevo conocimiento se
encuentra en lo ya conocido en una forma de vida; ésta pone a disposición una precom­
prensión del sentido, ordena los fenómenos en un contexto histórico y representa la totali­
dad; (2) se presupone un principo espiritual como fuente de todo sentido; (3) comprender
significa incorporar, integrar un sentido extraño. Esta posición, sin embargo, condujo a
dificultades que han llevado a buscar una instancia que medie entre la objetividad científi­
ca y la subjetividad específica de las ciencias humanas, y a encontrarla en la historia. El
planteamiento de M. Heidegger (1889-1976) en Ser y tiempo (1927) permitió una nueva
forma de hermenéutica filosófica, en la cual la existencia humana se interpretaba como un
comprender y un proyectarse en las posibilidades del propio ser. Para Heidegger, compren­
der no era un proceso de la conciencia que pudiera interpretarse metódicamente, ni tam­
poco un caso especial de un modo de conocimiento posible entre otros, distinto de expli­
car, sino que la comprensión era el modo de comportarse existencial del ser humano en el
mundo y este comportarse en el mundo podía caracterizarse como facticidad. Se daba lugar
así en Ser y tiempo a una «hermenéutica de la facticidad». Pero aquí todavía no había una
consideración de la posición fundamental del lenguaje, tal y como aparece en los escritos
posteriores a la «Kehre»207.
Esto es lo que ha elaborado Gadamer, dando lugar a que la hermenéutica filosófica
alcance el estatuto de una posición filosófica específica; se caracteriza por sus conexiones
con la filosofía del lenguaje y su pretensión de constituirse en un modo de comportamien­
to existencial-filosófico, que desde el punto de vista de su contenido permanece indeter­

431
minado y se sustrae a disputas metodológicas y científicas208. De modo análogo a lo que ha
ocurrido en la filosofía analítica, la hermenéutica filosófica no se autocomprende como una
«filosofía» en el sentido tradicional -un sistema con contenidos doctrinales-, sino como un
método; pero, a diferencia del método analítico, que pretende ser terapéutico respecto a los
extravíos de la filosofía tradicional, la hermenéutica filosófica sitúa la verdad filosófica más
allá de cualquier método, al afirmar que ésta no puede buscarse metódicamente. Para
Gadamer, en el ámbito del arte, la historia y la filosofía, verdad y método van a ser concep­
tos opuestos: la comprensión no es una acción metódica, sino un elemento de la historia
efectual (Wirkungsgeschichte) a la que los seres humanos pertenecen. Al comienzo del movi­
miento hermenéutico que se despliega en la comprensión, la interpretación y la aplicación,
se encuentra para Gadamer la conciencia de la situación hermenéutica: ésta consiste en la
conciencia de la propia historicidad, una posición que limita las posibilidades perspectivas
y a la que pertenece el horizonte, «el campo de visión que comprende y abarca todo lo que
puede verse desde un punto»209, pero que, en sentido positivo, significa poder mirar más
allá de lo inmediatamente adyacente. Pues en el proceso de la comprensión se efectúa una
fusión de horizontes, que no es ni intropatía de la propia individualidad en otra ni un some­
timiento del otro a los propios criterios, sino «elevación a una generalidad más alta que
supera no sólo la propia particularidad, sino también la del otro»210. Este proceso es posible
por la mediación de la autoridad y la tradición; puesto que la finitud del ser humano no le
permite retroceder al origen de las cosas -texto, obra de arte-, son la tradición, la autori­
dad y el prejuicio —entendidos en un sentido que quiere rehabilitarlos- las instancias que
aparecen como presupuestos necesarios de la conversación que tiene lugar en el proceso de
la comprensión y la interpretación -en la «fusión de horizontes» en que tiene lugar un
«acontecer de la verdad». Gadamer utiliza el modelo de la conversación para dar cuenta del
proceso por el cual la recuperación de lo recibido históricamente media en la experiencia y
el conocimiento del mundo y se constituye en realidad. Este proceso tiene lugar necesaria­
mente en el seno de una comunidad lingüística: «La anticipación de sentido que guía nues­
tra comprensión de un texto no es una acción de la subjetividad, sino que viene determi­
nada por la comunidad que nos conecta con la tradición»211. Así, son las lenguas históricas,
en su función de apertura del mundo, las que aparecen como instancias irrebasables y base
de la historia efectual212.
El propio Gadamer indica que en Verdad y método, frente al objetivismo tanto históri­
co como científico, se trataba de «señalar los límites de la autointerpretación del conoci­
miento histórico y de devolver a la interpretación dogmática una legitimidad limitada». Por
ello el estudio partió de un ámbito de la experiencia, el de la experiencia estética, que en
cierto sentido puede considerarse siempre dogmático, en la medida en que «su pretensión
de validez aspira a reconocimiento y no se puede poner en suspenso (...) Aquí comprender
significa, en toda regla, reconocer y conceder validez», y la objetividad de la teoría literaria
y estética está subordinada a la experiencia de la poesía y del arte213. Lo que Gadamer con­
sidera fundamental aquí es que la contribución productiva que el intérprete hace pertenece, de
modo inevitable, al sentido de lo que se comprende. Esta validez de la obra de arte, que no
puede ponerse en cuestión porque constituye ella misma el sentido de la propia obra, es la
que Gadamer va a buscar en la tradición cuando se trata de estudiar lo que constituye nues­
tra experiencia del mundo en sentido amplio: «Incluso es esto lo que llamamos tradición:
valer sin justificación. De hecho, al romanticismo le debemos que rectificara a la ilustración
en el sentido de que, al margen de las razones fundadas, también la tradición posea legiti­
midad y, en amplia medida, determine nuestras instituciones y nuestra conducta»214. Esta
legitimidad no puede proceder de lo privado y arbitrario de las particularidades individua­

432
les, no puede basarse en lo psicológico-subjetivo, sino en un «sentido objetivo» que se trans­
mite a través de la historia efectual y que nos es transmitido en las lenguas históricas. Esta
objetividad del sentido consiste en el carácter supra-subjetivo de los valores y principios que
se invocan y reconocen como tales. El lenguaje aparece así como una «donación» en la cual
se efectúa el proceso de la comprensión; pero la hermenéutica filosófica pretende evitar la
«ingenüidad positivista» de la filosofía analítica, que acepta el lenguaje como lo dado y sólo
puede analizar parcialmente modos de habla y juegos de lenguaje particulares apoyándose
en los propios presupuestos lingüísticos (Wittgenstein). Frente a ello, la tarea hermenéuti­
ca sería superar esta perspectiva y alcanzar una visión global «mediante la reflexión sobre las
condiciones del entendimiento (precomprensión, precedencia de la pregunta, historia de la
motivación de cada enunciado)»215. Es, por tanto, el lenguaje, en su función de apertura del
mundo, la instancia que aparece como condición de posibilidad y garantía de la legitimi­
dad del entendimiento.
Esta última aclaración es fundamental, porque permite situar la hermenéutica filosófi­
ca no sólo frente a la filosofía analítica del segundo Wittgenstein -Gadamer menciona aquí
explícitamente las Investigaciones filosóficas, y a Austin como continuador de la misma filo­
sofía-, sino frente a cualquier planteamiento de orientación kantiana que pretenda distin­
guir el ámbito fáctico de la génesis del sentido y el ámbito normativo de su justificación.
La hermenéutica no explica el sentido de los enunciados a partir de su valor lógico en tér­
minos de condiciones de verdad, sino que -tomando como modelo la conversación- los
considera respuesta a una pregunta previa; obtiene el sentido de un enunciado a partir de
la «historia de su motivación», con lo que pretende superar el contenido proposicional úni­
camente accesible desde un punto de vista lógico. La perspectiva desde la que se intenta jus­
tificar la validez del sentido no está «más allá» de ese mismo contexto histórico, sino igual­
mente determinada por él. No es posible separar la historia del sentido, su génesis
contingente y empírica, de la justificación de su validez -pues cualquier principio evaluati-
vo, enjuiciamiento o criterio responde igualmente a una constitución histórica contingen­
te. Por ello, la reflexión sobre el sentido que constituye la experiencia y el conocimiento del
mundo sólo puede encontrar un punto de apoyo normativo en los principios y valores de \
sentido común que han «puesto a prueba» su vigencia con el transcurso del tiempo. La tra­
dición, la autoridad de los clásicos y los prejuicios básicos de cada comunidad lingüística
constituyen el horizonte dentro de cuyos límites tiene que tener lugar cualquier proceso de
comprensión y cualquier enjuiciamiento. «No sólo el lenguaje del arte establece pretensio­
nes legítimas de entendimiento, sino cualquier forma de creación cultural humana en cuan­
to tal». El fundamento de esta legitimidad se encuentra en la constitución lingüística de
todo lo que hay: «Todo conocimiento del mundo por parte del ser humano está lingüísti­
camente mediado. La primera orientación en el mundo se cumple en el aprendizaje de una
lengua. Pero esto no es todo. La lingüisticidad de nuestro ser-en-el-mundo articula, en últi­
ma instancia, todo el ámbito de la experiencia»216. Esta tesis es la que se encuentra desarro­
llada en la tercera parte de Verdad y método, en particular en la tercera y última sección.

ii. H.-G. Gadamer. La constitución lingüística del mundo humano217

Gadamer afirma que la lingüisticidad es el medio universal de la mediación entre el


pasado y el presente, y que la relación del ser humano con el mundo es lingüística y, por
ello, inteligible. La hermenéutica aparece entonces como «un aspecto universal de la filo­
sofía», y no sólo como la base metodológica para las ciencias humanas218. La universalidad

433
que pretende la hermenéutica lo es de su método, para el que Gadamer utiliza el modelo
de la conversación. Pero, para que este diálogo pueda tener lugar, una condición necesaria
es hablar la misma lengua. El problema hermenéutico no es el del dominio correcto de la
lengua, sino «el recto entendimiento sobre la cosa que acontece en el medio del lenguaje».
Para entenderse de este modo sobre algo en la conversación, el dominio de la lengua es una
precondición: «Todo diálogo subsume el presupuesto obvio de que los hablantes hablan la
misma lengua. Sólo donde es posible entenderse lingüísticamente a través del hablar entre
sí es posible que el comprender y el entendimiento se traten como un problema»219.
El lenguaje aparece, así, como la condición de posibilidad del entendimiento con los
otros y de la comprensión de la experiencia. Es la instancia supra-subjetiva de la que proce­
den las convicciones básicas desde las que se pregunta y los criterios que permiten enjuiciar
las respuestas. En la reconstrucción que la filosofía post-analítica (Davidson) ha llevado a
cabo de los procesos de comunicación e interpretación, también este trasfondo lingüístico
era condición necesaria para que el intérprete pudiera formular juicios; pero la validez se
obtenía de una experiencia extralingüística que se presuponía compartida, y de un mundo
de objetos y estados de cosas que aparecía como la instancia garantizadora de la objetividad
del significado. Sobre la base de esta experiencia extralingüística común era posible el pro­
ceso de interpretación, en la forma de elaboración de hipótesis empíricas que habían de ser
corroboradas en términos de su coherencia. Este tipo de objetivismo es el que la perspectiva
de Gadamer rechaza: pues su punto de partida ha sido el de que la propia experiencia está
ya siempre lingüísticamente constituida220, y no existe una posición exterior a la experiencia
lingüística del mundo desde la cual ésta pudiera «objetivarse»221. Paradójicamente, éste era
también el argumento de Davidson cuando se trataba de negar, como hace aquí Gadamer,
una consecuencia inevitablemente relativista: esto es, el argumento de que es imposible
encontrar una posición desde la que cotejar y comprobar la diferencia de dos perspectivas
lingüísticas del mundo. Del mismo modo, Gadamer parte de la imposibilidad de contrapo­
ner dos perspectivas lingüísticas del mundo entre sí, o la propia perspectiva con un mundo
extralingüístico: el mundo lingüístico no se puede contemplar «desde arriba», pues «no exis­
te posición alguna fuera de la experiencia lingüística del mundo desde la cual éste se pudie­
ra convertir en un objeto». Pero, mientras en el caso de Davidson la garantía de la objetivi­
dad del conocimiento dependía de un presupuesto epistemológico —la objetividad de la
experiencia extralingüística, que es por ello intersubjetiva—, para Gadamer es la propia expe­
riencia la que está ya siempre constituida lingüísticamente; el mundo lingüístico se presu­
pone siempre, como trasfondo necesario y condición de posibilidad de las objetivaciones de
la ciencia: «El mundo que se manifiesta y constituye lingüísticamente no es en el mismo sen­
tido en sí, ni en el mismo sentido relativo [a una lengua particular; C.C.], como lo es el obje­
to de la ciencia. No es en sí, en la medida en que no tiene en cuanto tal el carácter de lo ob­
jetual. En tanto que el todo abarcador que es, nunca está dado en la experiencia. En tanto
que el mundo que es, tampoco es relativo a una lengua determinada»222.
Es la necesidad de superar el planteamiento objetivista de la relación sujeto-objeto pro­
pia de las ciencias, que «olvida» la consitución lingüística y por tanto histórica de todo obje­
to del conocimiento, lo que lleva a Gadamer a considerar la necesidad de un nuevo mode­
lo, el del diálogo con la tradición: «Partimos de que en la comprensión lingüística de la
experiencia humana del mundo lo presente no se cuantifica o se mide, sino que lo existen­
te, en tanto que se le muestra al ser humano como existente y con un significado, se expre­
sa [zu Wbrt kommen]»; y esta misma situación se da cuando lo que «se expresa» no son los
objetos de la experiencia del mundo, sino los productos culturales legados por la tradi­
ción223. En este «expresarse» (zu Wort kommen, zur Sprache kommen) de las cosas y de la tra­

434
dición, el propio lenguaje se forma y se perfecciona; y esto es lo que hace posible que en el
lenguaje tenga lugar un «acontecer de la verdad» cuando se aplica el método hermenéuti-
co, cuyo modelo es el lenguaje: pues, al mismo tiempo, la estructura de la experiencia her­
menéutica se basa a su vez en el «carácter de acontecer del lenguaje». Con esta expresión
Gadamer no se refiere sólo a que el uso del lenguaje y el perfeccionamiento de las herra­
mientas lingüísticas, por su carácter supra-subjetivo y su desarrollo histórico, se sitúan más
allá de los conocimientos o las decisiones conscientes de los hablantes individuales; el len­
guaje es un «acontecer de la verdad» porque en él —en la conversación- se constituye lo que las
cosas son, y esta constitución del sentido no puede por tanto interpretarse como una auto-
producción consciente de los hablantes224. Por el contrario, sólo es posible entre los que
comparten una apertura del mundo previamente dada y su apropiación exige tanto el reco­
nocimiento de la pertenencia a ella -«es literalmente más correcto decir que el lenguaje nos
habla, que decir que nosotros lo hablamos»- como el reconocimiento de la verdad que
encierra -«sólo es rectamente verdadero decir que este acontecer no es una acción nuestra
sobre la cosa, sino una acción de la cosa misma»-225. Esta concepción del lenguaje como el
ámbito supra-subjetivo en el que, a través del diálogo con la tradición, tiene lugar un «acon­
tecer de la verdad», hace que la irrebasabilidad de la apertura lingüística del mundo -como
ha señalado C. Lafont- sea no sólo fáctica, sino normativa1*.
Gadamer expone su concepción del lenguaje al hilo de un recorrido por la acuñación
del concepto a través de la historia del pensamiento occidental. Como resultado de su estu­
dio contrapone dos concepciones fundamentales: la de los griegos, que encontraría conti­
nuación en la orientación formalista de la semántica lógica, y la que se inicia con la tradi­
ción romántica y que representan Herder y, sobre todo, Humboldt. Los griegos no tenían,
afirma Gadamer, una palabra para lo que nosotros llamamos lenguaje. Su concepción del
lenguaje era instrumentalista: el verdadero ser de las cosas había de investigarse «sin los
nombres», pues no era el ser propio de las palabras como tal el que daba acceso a la verdad
-aunque sí fuese obvio que este buscar, preguntar, responder, aprender y discriminar no
podía tener lugar sin instrumentos lingüísticos. El pensamiento se sustraía al ser propio de
las palabras al tomarlas como meros signos mediante los cuales era posible fijar la atención
en lo designado, el pensamiento, las cosas; las palabras quedaban relegadas a una relación
completamente secundaria con las cosas, se convertían en un mero instrumento de trans­
misión. Esto es así en las dos concepciones del lenguaje presentes en el mundo griego, y que
se contraponen en el diálogo Crátilo de Platón: la que defiende el carácter convencional de
los signos, y la que afirma la existencia de una relación natural entre el nombre y lo nom­
brado. En ambos casos, y como consecuencia de lo anterior, se está haciendo entrar en
juego un sistema de signos ideal con el fin de poder establecer una correlación unívoca
entre las palabras y las cosas; el «poder de la palabra», que consiste en el margen de varia­
ción de lo contingente inscrito en las lenguas concretas surgidas históricamente, aparece
frente a ese ideal como «una mera perturbación de su utilidad». Este ideal, que reaparece
en la búsqueda de Leibniz de una characteristica universalis y que sería el «lenguaje de la
razón», estaría también presente -siempre según Gadamer- en los desarrollos contemporá­
neos de sistemas formales artificiales: todos ellos se introducen y se emplean como medios
e instrumentos para el conocimiento. La crítica de Gadamer es radical: estos sistemas no
pueden ser nunca en sentido propio lenguaje, pues su propia institución, en la medida en
que depende de un acuerdo o un convenio, presupone ya siempre una lengua común en la
que entenderse227.
Esta orientación abstracta que pretende llegar finalmente a la construcción racional de
un lenguaje artificial yerra, en opinión de Gadamer, al moverse en una dirección que se

435
aleja de la «esencia del lenguaje». Pues la experiencia no puede verse como algo extralin­
güístico que después, gracias al recurso de las palabras que la nombran, puede convertirse
en objeto de reflexión. Esto no significa que la palabra preceda a la experiencia y la deter­
mine, sino algo aún mucho más radical: que «la palabra pertenece a la cosa misma»; pues
«[l]a lingüisticidad se integra en el pensamiento de las cosas tan por completo que es una
abstracción pensar el sistema de las verdades como el sistema previamente dado de las posi­
bilidades del ser, al cual le estuviesen subordinados los signos»228. A la concepción del len­
guaje como sistema ideal de signos Gadamer va a contraponer la suya, que encuentra intro­
ducida en la historia del pensamiento con la tradición de Herder y Humboldt229. Afirma
que, a partir de estos dos autores, el pensamiento moderno sobre el lenguaje está domina­
do por un interés radicalmente distinto: un interés normativo, que no se limita a describir
particularidades empíricas comparándolas entre sí, ni pretende sólo entender la participa­
ción del sujeto en la constitución lingüística del mundo; ahora se trata de comprender el
modo en que al lenguaje en cuanto tal se debe, precisamente, que los seres humanos tengan
mundo. En Humboldt perviviría, según Gadamer, un elemento idealista cuando diferencia,
dentro de cada lengua natural, el contenido material de la perspectiva del mundo que intro­
duce y la forma lingüística, abstracción con la que Humboldt intentaba hacer plausible una
ciencia general del lenguaje que diese cuenta de la universalidad de la conexión entre len­
guaje y pensamiento. Pero esta abstracción es rechazable: pues «[l]a forma lingüística y el
contenido transmitido no pueden separarse en la experiencia hermenéutica»230. La impor­
tancia de Humboldt residiría más bien -siempre según Gadamer- en su tesis fundamental,
que pone de manifiesto cómo toda perspectiva lingüística es una perspectiva del mundo2i\
El lenguaje, afirma Gadamer, no es sólo una de las dotaciones que le son propias al ser
humano que se encuentra en el mundo, sino que en él se basa y se manifiesta que los seres
humanos tengan un mundo en cuanto tal. La existencia del mundo está constituida lin­
güísticamente: en este sentido habría que interpretar la afirmación de Humboldt de que las
lenguas son perspectivas del mundo. De acuerdo con esta concepción el lenguaje represen­
taría, para el individuo que pertenece a una comunidad lingüística, una existencia en cier­
to sentido autónoma y que al mismo tiempo, si el individuo crece y se educa en ella, le
introduce en una relación con el mundo y en un modo de comportarse determinados. Pero
a la base de la afirmación de Humboldt se encontraría también la idea contrapuesta de que
el lenguaje a su vez no representa una existencia autónoma respecto al mundo que se expre­
sa en él: pues lenguaje y mundo no serían dos instancias separables. «No sólo el mundo es
mundo en la medida en que se expresa en el lenguaje: el lenguaje tiene su verdadera exis­
tencia en el hecho de que en él se presenta el mundo»232. Esta lingüisticidad originaria del
«ser-en-el-mundo» humano proporciona una libertad de la que carecen otros seres vivos, ya
que «el lenguaje es, en su uso, una posibilidad variable del ser humano (...) no sólo en el
sentido de que existen otras lenguas distintas que pueden aprenderse (...) también es para
él variable en la medida en que pone a su disposición distintas posibilidades enunciativas
para la misma cosa»233. Esta posibilidad de formular distintos enunciados en relación con
una misma cosa es manifestación de algo que Gadamer va a considerar un aspecto funda­
mental del lenguaje humano y que supone otra tesis central en su propia concepción del
lenguaje: «De la relación del lenguaje con el mundo se sigue su peculiar objetualidad [del
lenguaje, C.C.]». La relación del ser humano con el mundo se caracteriza por su libertad
frente al entorno, y esta libertad comprende la constitución lingüística del mundo y la posi­
bilidad que abre de que los seres humanos se entiendan entre sí sobre estados de cosas en
cuanto tales234. Esta «objetualidad» fundamental del lenguaje, es decir: la posibilidad que
abre de referirse a estados de cosas en el mundo y de formular distintos enunciados, estaba

436
presente ya en la concepción griega; el problema es que, aquí, sólo se consideraba —o pri­
mordialmente- esa dimensión235.
Frente a ello, Gadamer enfatiza «que el lenguaje sólo tiene su verdadero ser en la con­
versación, por tanto en el ejercicio del entendimiento». Esto no ha de entenderse como si
con ello se diera la finalidad del lenguaje, pues el lenguaje no es una acción encaminada a
un fin, ni una herramienta, sino que «[e]l lenguaje humano ha de pensarse como un pro­
ceso vital especial y único, en la medida en que en el entendimiento lingüístico se hace
manifiesto el mundo’». Este es el significado de la tesis que afirma la función de apertura
del mundo del lenguaje, función que sólo se realiza en el medio de una lengua común: «El
mundo es de este modo el suelo común, no pisado por nadie y reconocido por todos, que
une a todos los que hablan entre sí». Y, a su vez, el lenguaje se constituye en la conversa­
ción: «Todas las formas de comunidad de vida humana son formas de comunidad lingüís­
tica, y aún más: configuran el lenguaje. Pues el lenguaje es, según su esencia, el lenguaje de
la conversación. Él mismo configura su realidad sólo en la realización del entendimiento.
Por ello no es un mero medio para el entendimiento»236. Afirmar la lingüisticidad de la
experiencia humana del mundo significa afirmar que es el mundo que se nos presenta en
la vida en común, y que abarca todo sobre lo que tiene lugar el entendimiento, el que cons­
tituye el objeto de este entendimiento; precisamente por el carácter constitutivo del len­
guaje para aquello sobre lo cual ha de tener lugar el entendimiento, es posible éste último.
En una comunidad lingüística real «no nos ponemos primero de acuerdo, sino que estamos
ya siempre de acuerdo»237. Ciertamente que los que han crecido y se han educado en una
determinada tradición lingüística y cultural ven el mundo de modo distinto a los pertene­
cientes a otra tradición, así como se diferencian entre sí y del mundo actual los «mundos»
históricos que se suceden en el correr de la historia. Pero Gadamer explica que en todos los
casos y todos los momentos sería un mundo humano, es decir, un mundo lingüísticamen­
te constituido, el que se manifiestaría en las distintas transmisiones. En tanto que lingüís­
ticamente constituido, estaría siempre abierto a toda posible opinión y, con ello, a toda
ampliación de su propia imagen del mundo, y consiguientemente sería accesible a otros238.
Sin embargo, a esta última afirmación puede objetársele que este «ser accesible a otros»
no garantiza que el otro pueda llegar a compartir la misma perspectiva del mundo, que ésta
sea universalizable en el sentido de poder ser compartida -como lo es para los miembros de
una misma comunidad. Pues Gadamer afirma, al mismo tiempo, que «[1] a experiencia lin­
güística del mundo es absoluta’. Sobrepasa todas las relatividades de la posición del ser por­
que abarca todo ser-en-sí, en cuyas relaciones (relatividades) se muestra siempre. La lin­
güisticidad de nuestra experiencia del mundo es previa respecto a todo lo que, en tanto que
lo existente, puede ser reconocido e interpelado». Esta constatación tiene puntos de con­
tacto con algunas posiciones de la filosofía analítica y post-analítica: se trata de la tesis que
afirma la imposibilidad de separar el saber del lenguaje y el saber del mundo239 y, por lo
mismo, la imposibilidad de confrontar diversas perspectivas del mundo —pues no hay una
posición «fuera» de aquélla en la que se está. La diferencia entre las posiciones de tradición
empirista y la tradición humboldtiana en la que se sitúa Gadamer reside en el rechazo de
éste al «objetivismo» que supone aceptar alguna forma de experiencia extralingüística fácti-
ca como base del conocimiento. Pero Gadamer también rechaza —de nuevo aquí en con­
cordancia con la tradición empirista- el supuesto de un mundo objetivo, autónomo res­
pecto a la experiencia del tipo que sea -lingüística (Gadamer) o extralingüística (Carnap,
Quine)-, como supuesto normativo del entendimiento. Para Gadamer, la relación funda­
mental entre el lenguaje y el mundo no comporta que el mundo se convierta en objeto del len­
guaje: «Lo que es objeto del conocimiento y del enunciado está más bien ya siempre abar­

437
cado por el horizonte lingüístico del mundo. La lingüisticidad de la experiencia del mundo
humana en cuanto tal no entraña la objetualización del mundo»240. La objetualidad que una
posición realista empírica reconoce, y a través de la cual alcanza su propia objetividad, sería
relativa a un determinado modo del saber y de la voluntad. Frente a este proceder, caracte­
rístico de las ciencias empíricas, sitúa Gadamer la experiencia hermenéutica del compren­
der, cuya condición de posibilidad es la pertenencia a una comunidad lingüística y el dis­
poner previo de una perspectiva lingüística del mundo -perspectiva que tiene primacía, así,
sobre la abstracción objetivadora del realismo empírico.

iii. Crítica

Lo que Gadamer llama la estructura especulativa del lenguaje refiere al modo en que el
lenguaje se configura y perfecciona continuamente en el proceso mismo de expresar «su»
experiencia del mundo, en el marco de la conversación, y al hecho de que, contrapuesta­
mente, el ser que puede ser comprendido es lenguaje; «la palabra es sólo palabra a través de
aquello que se expresa en ella», e inversamente «aquello que se expresa en el lenguaje no es
lo previamente dado sin lenguaje, sino que en la palabra experimenta la determinación de
su propio ser»241. Gadamer defiende que este movimiento especulativo de la experiencia lin­
güística del comprender es universal, en el sentido visto: está presente tanto en la experien­
cia del mundo como en la interpretación de los productos culturales y de la historia; lo uni­
versal es la lingüisticidad, como medio de transmisión del sentido del que ya siempre se
parte, y la conversación como ámbito en el que tiene lugar el acontecer que funda un nuevo
sentido. En el caso de la interpretación de textos transmitidos por la tradición, «[l]a antici­
pación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto (...) se determina desde la
comunidad que nos liga con la tradición»242. En el caso del conocimiento científico del
mundo, «[l]a lingüisticidad de nuestro ser-en-el-mundo articula en última instancia todo el
ámbito de la experiencia»243. Sin embargo, aquí cabe objetar que la universalidad de la que
habla Gadamer no ofrece garantía alguna de que otro pueda llegar a compartir una misma
perspectiva del mundo, cuando en el punto de partida no es ese el caso entre los interlo­
cutores. La idea de Gadamer, como ya ha quedado reflejado, parece próxima a la que
Davidson desarrollaba en un argumento detallado: si la conversación se inicia, es preciso
que los participantes compartan ya siempre ese «suelo» o ámbito común que constituye su
condición de posibilidad; si la conversación no se inicia, tampoco puede afirmarse la diver­
gencia de perspectivas. Pero aquí el problema persiste: el «acontecer de la verdad» que tiene
lugar no tiene como referente alguna instancia autónoma que permita juzgar su validez,
una exigencia que ya había puesto de manifiesto Wittgenstein244. Este es, sin embargo, el
supuesto de la perspectiva hermenéutica. Al defender la universalidad de su posición -que
no es sino universalidad del método hermenéutico, pero no garantiza que los contenidos así
elaborados sean universalizables—, Gadamer ha hecho entrar en juego en un momento dado
posterior un elemento ausente de Verdad y método: «El lenguaje (...) se encuentra en una
relación especial respecto a la comunidad potencial de la razón, que se realiza comunicativa­
mente (...) Aquí se basa la universalidad de la dimensión hermenéutica»245. Esta virtualidad
de alcanzar comunicativamente un acuerdo racional, o de llegar a un entendimiento a par­
tir de un diálogo racional, la remite Gadamer, como ya se ha visto, al hecho de que «el len­
guaje (...) establece pretensiones de entendimiento legítimo». Pero el modo en que la reali­
zación del entendimiento depende de una precomprensión originaria hace que la razón sólo
pueda considerarse igualmente contingente y dependiente de la apertura lingüística del

438
mundo en la que los interlocutores se sitúan. Con ello, apelar a un diálogo racional pierde
su valor normativo respecto a la constitución del sentido.
Si se pretende hacer valer un concepto de universalidad concebido como el logro vir­
tual de un entendimiento entre miembros de cualesquiera comunidades lingüísticas acerca
de algo sobre la base de una argumentación racional -y de modo tal que el concepto de
razón conserve su fuerza normativa y una función constitutiva respecto a aquello sobre lo
que se alcanza el acuerdo-, entonces se hace necesario defender que hay elementos norma­
tivos universales, presentes en toda experiencia lingüística del mundo y en todo proceso de
entendimiento -es decir, una estructura formal compartida umversalmente. Este fuerte pre­
supuesto filosófico sólo puede defenderse mostrando su plausibilidad a partir de una teoría
del lenguaje capaz de dar cuenta de las condiciones que hacen posibles un conocimiento
verdadero del mundo objetivo y el establecimiento de relaciones interpersonales legítimas
en cuanto tales, y mostrando que estas condiciones tienen un carácter formal que las hace
no estar determinadas por los diversos modos de sus realizaciones empíricas.
Esta necesidad teórica estaba en el trasfondo de la conclusión de la crítica que J.
Habermas formuló en su ensayo sobre «La pretensión de universalidad de la hermenéuti­
ca»246. En este ensayo señalaba que, para Gadamer, cualquier aclaración hermenéutica se
basa en un consenso fiablemente establecido de antemano por tradiciones convergentes y
tal que no es posible que quienes han crecido y se han educado en ellas puedan confron­
tarlo críticamente y ponerlo en cuestión; pues a cualquier manifestación de desacuerdo y
cualquier crítica le subyace ese plexo de precomprensiones concretas a las que los interlo­
cutores pertenecen. El argumento de Gadamer presupone que el reconocimiento y el acuer­
do que fundan la tradición y la legitiman se producen sin coacción; con ello, el saber del
intérprete a que da lugar la «fusión de horizontes» no puede separarse de los prejuicios y
convicciones fácticamente vigentes: «El saber-mejor que caracteriza al intérprete encuentra
su límite en las convicciones, formadas por vía de tradición y reconocidas, del mundo
sociocultural de la vida a que el propio intérprete pertenece». La objeción de Habermas
parte de la sospecha, racionalmente fundada, de que «el consenso de fondo que acompaña
a las tradiciones y juegos de lenguaje hechos costumbre (...) puede ser una conciencia inte­
grada a la fuerza, el resultado de una pseudocomunicación». Cualquier consenso, incluido
el que pueda haberse ido instaurando de modo aparentemente «racional», «puede también
ser muy bien resultado de pseudocomunicaciones»; la conversación puede encubrir un
plexo de relaciones de poder, en el que el consenso alcanzado no ha tenido lugar sin coac­
ciones ni distorsiones: «en la dogmática del plexo de la tradición no solamente se impone
la objetividad del lenguaje en general, sino también la naturaleza represiva de las relaciones
de poder que deforman la intersubjetividad del entendimiento como tal y distorsionan sis­
temáticamente la comunicación lingüística cotidiana»247.
Frente a la facticidad del horizonte previo de sentido en que los hablantes están nece­
sariamente situados, la idea de un consenso alcanzado sin coacción ni distorsiones, y de
validez universal, aparece como una idea normativa que permite «poner bajo sospecha»
cualquier consenso en que la comprensión termine, y criticar como «falsa conciencia» todo
acuerdo fáctico que sea un falso acuerdo. Pero con ello Habermas está introduciendo una
idea que va a ser el punto de partida de su teoría: la de que toda crítica -es decir, toda com­
prensión capaz de enfrentar las convicciones impuestas pseudocomunicativamente— se orienta
por el concepto de un consenso idealy se atiene, por tanto, alprincipio regulativo del habla racio­
nal. Esto entraña que en toda comunicación fáctica y todo proceso de entendimiento está
presupuesta, en tanto que principio regulativo, la anticipación de un consenso alcanzado
racionalmente, sin coacción ni distorsiones. Lo anterior plantea, sin embargo, un proble­

439
ma de fundamentación filosófica y de justificación teórica: «Para averiguar los fundamen­
tos de derecho que asisten a esa anticipación es menester desarrollar (...) una teoría que per­
mita deducir de la lógica del lenguaje ordinario el principio del habla racional como ele­
mento regulativo necesario de toda habla real, por distorsionada que ésta sea»248. No se
trataría únicamente de mostrar que esta anticipación de un consenso ideal está presente fác-
ticamente, sino que tiene que estarlo, es decir: que no se trata tan sólo de una idea o prin­
cipio regulativo —como ideal nunca realizable—, sino de un elemento normativo constituti­
vo de la comunicación y el entendimiento fácticos.
Habermas acepta la reflexión de Gadamer en la medida en que constata que la tradi­
ción, la lengua recibida en la que vivimos, abraza todas las gramáticas de juegos de lengua­
je y todos los sistemas de reglas; el lenguaje aparece como un «Absoluto contingente», que
se diversifica en la pluralidad de tradiciones y de lenguas y que, si bien se hace sentir sobre
la conciencia subjetiva como un poder absoluto, en la transformación histórica de los hori­
zontes de la experiencia posible se torna en un poder objetivo. Pero también constata que
el lenguaje es un medio en el que se reproducen el dominio y el poder social, que sirve a la
legitimación de las relaciones de poder organizado. Gadamer daría por absoluta la expe­
riencia hermenéutica, sin reconocer la posibilidad de una reflexión o un análisis del len­
guaje que trascienda la remisión a un horizonte lingüístico irrebasable; no obstante sería
preciso encontrar un sistema de referencia que, como tal, trascienda el plexo de la tradición.
Ya en un ensayo previo al «giro lingüístico» en su pensamiento249, Habermas veía la necesi­
dad de que su propuesta teórica se orientase a una sociología fundamentada en términos de
análisis del lenguaje, capaz de reflexionar sobre ese sistema de referencia que está presente
y subyace a cualquier lengua recibida y permite situarse críticamente frente a la tradición.
Consideraba entonces que son dos los elementos constitutivos de cualquier forma de vida
y cualquier gramática de juegos de lenguaje: la realidad objetiva de estados de cosas, y la
realidad social de Ínterrelaciones personales; pero «[l]a infraestructura lingüística de la
sociedad es momento de un plexo que, aunque sea por mediación de símbolos, viene tam­
bién constituido por las coacciones de la realidad: por la coacción de la naturaleza externa,
que penetra en los procedimientos con los que la sometemos a control, y por la coacción
de la naturaleza interna, que se refleja en las represiones que ejercen las relaciones de poder
social. Ambas categorías de coacción no son sólo objeto de interpretaciones; operan tam­
bién a espaldas del lenguaje sobre las reglas gramaticales conforme a las que interpretamos
el mundo»250. Aparecen aquí tres aspectos de la teoría del lenguaje posterior y que importa
retener. En primer lugar, la necesaria referencia a la realidad objetiva de hechos, y a la rea­
lidad social de relaciones interpersonales, como dos dimensiones constitutivas del uso del
lenguaje en general. En segundo lugar, la función que esta referencia necesaria desempeña
en el contexto de los juegos de lenguaje particulares: la idea de una «coacción» remite al
momento falibilista en las elaboraciones lingüísticas -«interpretaciones» de los hechos y de
las relaciones intersubjetivas-, que obliga a no poder considerar definitivo lo recibido. En
tercer lugar, la subsistencia de una estructura formal que opera «a espaldas del lenguaje» en
su manifestación fáctica —que incluiría las dos dimensiones de referencia a la realidad seña­
ladas- y que es consitutiva de cualesquiera sistemas de reglas gramaticales que determinan
una apertura o una perspectiva del mundo.
Se ha puesto ya de manifiesto cómo Gadamer, al hablar de una «comunidad potencial de
razón», supone que cualquier discusión o cualquier proceso argumentativo está necesariamen­
te basado en un preacuerdo -trasfondo de definiciones, juicios compartidos, criterios evaluati-
vos, estándares de racionalidad- que sería como tal «inmune» a una evaluación crítica. Por ello,
en Verdad y método tomaba como punto de partida y «sistema de referencia» el ámbito de la

440
experiencia estética, en el que se cuenta ya siempre con una afirmación de verdad cuya legiti­
midad es irrebasable -la crítica de arte tiene que presuponer la verdad de la experiencia estéti­
ca. Al generalizar esta perspectiva su reflexión parece atender únicamente a lo que se han lla­
mado sociedades convencionales, que se caracterizan porque en ellas lo que cuenta como una
razón está fijado y viene dado por la tradición particular a la que se pertenece, y en las que la
legitimidad de determinados principios se sitúa más allá de toda discusión251. Por ello puede
mantener la indistinción entre dos conceptos básicos de la teoría del significado desde
Wittgenstein: los de enunciado gramatical y enunciado empírico. La indistinción entre la gra­
mática (Wittgenstein) o las reglas constitutivas, de un lado, y la enunciación de los prejuicios
o las convicciones básicas recibidos, de otro lado -lo que desemboca en una indistinción de
forma y contenido-, permite interpretar su punto de vista como una concepción del lenguaje
en la que todos los enunciados serían, en última instancia, enunciados gramaticales o podrían remi­
tirse a éstos, punto de vista desde el que todas las convicciones básicas, preexistentes o no, serían
reflejo de la gramática de la lengua —de nuevo, en el sentido de Wittgenstein. Pues, para
Gadamer, entendemos un enunciado sólo en la medida en que nos entendemos o alcanzamos
un acuerdo (sich verstandigen) con respecto a un objeto común, pero este acuerdo depende a
su vez de un consenso fundamentante e irrebasable en el que ya siempre se está.
La teoría habermasiana que ahora se introduce intenta oponerse a esta hipostatización
del lenguaje en su función de apertura del mundo que tiene lugar en la hermenéutica filo­
sófica; lo hace desde una perspectiva casi kantiana que, si bien renuncia a hacer del lenguaje
una instancia trascendental, sí pretende hacer plausible la existencia de una estructura prag­
mático-formal subyacente al uso del lenguaje en el habla en generaly constitutiva de ésta en
la diversidad de las gramáticas de juegos de lenguaje. Un elemento esencial de la recons­
trucción de esa estructura es la distinción entre la capacidad de llegar a un acuerdo
(Gadamer) y la competencia que permite integrarse en un proceso de argumentación racio­
nal.

4.2.2. Filosofía del lenguaje y teoría crítica. El programa de la pragmática universal.


J. Habermas

i. Planteamiento teórico general y supuestos metodológicos

La teoría de la acción comunicativa que ha propuesto J. Habermas252 continúa el inten­


to de la Escuela de Francfort de desarrollar una teoría crítica de la sociedad. El giro lingüís­
tico en filosofía ha permitido poner de manifiesto que el lenguaje es la «metainstitución» de
la que dependen todas las demás instituciones sociales, pues la acción social sólo se consti­
tuye en la comunicación que tiene lugar en el lenguaje corriente. La propuesta teórica que
se va a estudiar parte del concepto de acción comunicativa para dar cuenta del modo en que
la comunicación por medio del lenguaje permite coordinar las acciones253. Y, en lo que
puede considerarse una declaración programática, escribe Habermas: «para una teoría de la
acción comunicativa, que centra su interés en el entendimiento lingüístico como mecanis­
mo de coordinación de las acciones, la filosofía analítica ofrece, con su disciplina nuclear,
que es la teoría del significado, un punto de partida sumamente prometedor»254. La teoría
de la acción comunicativa pretende llevar a cabo una reconstrucción que identifique las
estructuras universales del habla en la comunicación cotidiana de las sociedades modernas,
pues ello representa identificar los presupuestos de las condiciones generales para el cono­
cimiento y la acción255; a esta reconstrucción le ha dado el nombre de pragmática formal o

441
pragmática universal. Frente a la pragmática empírica, que se ocupa de la descripción y aná­
lisis de elementos específicos del uso, esta teoría pretende la reconstrucción de una compe­
tencia general: el tipo de saber preteórico que cualquier hablante competente tiene y que le
permite dominar el sistema de reglas de su lengua y saber cómo aplicarlo en cada contexto
específico -se trata, por tanto, de un saber acreditado-256. Frente a la filosofía especulativa,
por un lado, y el proceder de las ciencias empírico-descriptivas, por otro, Habermas ha
defendido un procedimiento metodológico que caracteriza como de análisis formal y cuyo
paradigma queda reflejado en el tipo de reconstrucción racional que llevamos a cabo cuan­
do hablamos de la aclaración de significados y conceptos, del análisis de presuposiciones y
sistemas de reglas, etc. Este tipo de procedimiento reconstructivo, si bien es importante
para las ciencias empírico-analíticas -cuando hay que aclarar un marco categorial o forma­
lizar supuestos formulados en el lenguaje natural-, no caracteriza tanto a las ciencias empí­
ricas que proceden nomológicamente como a las ciencias que reconstruyen sistemática­
mente un saber preteórico. Esto no significa basar la investigación en lo que se supone son
las intuiciones de los hablantes, ni tampoco pretender «realidad psicológica» para los siste­
mas de reglas reconstruidos. Para la estrategia de reconstrucción conceptual es suficiente
con la hipótesis de que las estructuras de reglas construidas reflejan la competencia prag­
mática de los hablantes adultos. Esta competencia es, a su vez, resultado de un proceso de
aprendizaje que obedece a un patrón reconstruible racionalmente257.
Esta reconstrucción pragmático-formal de las presuposiciones generales e inevitables de
los procesos de entendimiento posibles es de inspiración kantiana, pero guarda importan­
tes diferencias con respecto al tipo de investigación que desde Kant se conoce como análi­
sis trascendental. Kant llamaba «trascendental» a una investigación que identifica y analiza
las condiciones a priori de la posibilidad de la experiencia. La idea que subyace es la de que,
junto al conocimiento empírico, que se refiere a la experiencia de los objetos, ha de haber
un conocimiento trascendental que se ocupe de los conceptos de objetos que preceden a la
experiencia en general. Pero Habermas señala como menos claro el tipo de método que per­
mite mostrar esos conceptos a priori de objetos en general en tanto que condiciones váli­
das de la experiencia posible. En la recepción analítica del programa kantiano -por ejem­
plo, Strawson-, el fuerte apriorismo de la filosofía trascendental se ha visto reducido a una
versión más débil; se renuncia en particular a la pretensión que Kant quiso resolver median­
te una deducción trascendental: a una prueba de la validez objetiva de los conceptos de
objetos de la experiencia posible en general. Esta recepción analítica parte de que toda expe­
riencia coherente está organizada en una red categorial; en la medida en que descubramos,
en cualesquiera experiencias coherentes, la misma estructura conceptual implícita, estaría­
mos legitimados para llamar «trascendental» a ese sistema conceptual de la experiencia posi­
ble. Una investigación trascendental ha de ocuparse en lo sucesivo de la competencia de
sujetos de conocimiento capaces de juzgar a qué experiencias pueden llamar «coherentes»,
con el fin de analizar ese material respecto a los presupuestos categoriales generales y nece­
sarios que contiene. Toda reconstrucción de un sistema de conceptos fundamentales de la
experiencia posible tiene que considerarse una propuesta hipotética, que ha de verse corro­
borada a partir de nuevas experiencias. Para la recepción analítica del programa kantiano es
«trascendental», entonces, toda aquella estructura conceptual que se repita en todas las
experiencias coherentes, en tanto que la afirmación de su universalidad y su necesidad no
se vea refutada. Pero de la necesidad y universalidad no puede darse una prueba a priori, y
ello significa que no puede excluirse la posibilidad de que esa estructura categorial de la
experiencia posible no se haya desarrollado filogenéticamente y que, en toda ontogénesis
que discurra de forma normal, surja de nuevo en un proceso que puede ser accesible a un

442
análisis empírico. Incluso cabe la posibilidad de que el apriori de la experiencia así relativi-
zado sea válido sólo para círculos funcionales de la acción -profundamente arraigados
desde una perspectiva antropológica- que hacen posible una determinada estrategia de
objetivización de la realidad258.
Pero hay dos aspectos de la propuesta kantiana que la recepción analítica pierde y que
la pragmática formal quiere preservar. En primer lugar, el concepto de constitución de la
experiencia; en segundo lugar, un tratamiento explícito del problema de la validez.

Análisis de la constitución de la experiencia comunicativa

La propuesta de la pragmática formal pretende llevar a cabo una investigación trascen­


dental de los procesos de entendimiento, considerándolos desde el punto de vista de pro­
cesos de la experiencia. El oyente, al entender el acto de habla de otro hablante en tanto
que participante en un proceso de comunicación, realiza una experiencia; los actos de habla
concretos y los actos de habla en general son los objetos de la experiencia posible; final­
mente, es posible analizar los conceptos a priori del habla, es decir, la estructura básica que,
en las situaciones de entendimiento posible, permite emplear oraciones para realizar actos
de habla correctos -conceptos como significado, intencionalidad, capacidad de lenguaje y
acción, relación interpersonal, etc. La diferencia fundamental con el análisis trascendental
kantiano atañe al problema de la validez, y reside en que lo que está en juego aquí no es la
constitución de la experiencia, sino la producción de argumentos. Además, Kant tuvo que
establecer una diferencia tajante entre el análisis empírico y el trascendental. Si se entiende
la propuesta teórica de la pragmática formal como una investigación czwz-trascendental, en
el sentido de una reconstrucción de los presupuestos generales e inevitables de la experien­
cia del habla que puede pretender ser objetiva, la diferencia entre un procedimiento recons­
tructivo y uno empírico-descriptivo aún se mantiene. Por otra parte, sin embargo, el giro
lingüístico ha puesto de manifiesto la imposibilidad de mantener una separación tajante
entre un saber a priori y uno a posteriori -al mostrar que el saber de las reglas que tienen
los hablantes competentes es, para ellos mismos, a priori, pero que la reconstrucción de ese
mismo saber requiere de una investigación realizada recurriendo a sujetos empíricos y que
arroja el resultado de un saber a posteriori—259. En este sentido, la pragmática formal apare­
ce como una teoría reconstructiva que no renuncia a hacer uso de las ciencias empírico-des­
criptivas: el estatuto de sus reconstrucciones de las reglas generales y presupuestos inevita­
bles del saber preteórico de los hablantes, tal y como se manifiesta en el curso de los
procesos de entendimiento, es el de hipótesis que han de considerarse sujetas a los proce­
dimientos científicos usuales. La pretensión de universalidad de la pragmática formal no
puede resolverse en el sentido de la filosofía trascendental, pero sí puede hacerse plausible.
Para ello cumple una función importante la posibilidad de integrar la teoría, de modo cohe­
rente, en un conjunto de teorías que operan conjuntamente y se complementan entre sí260.

Análisis de la validez del habla

La teoría de la acción comunicativa se basa, entonces, en la pragmática formal enten­


dida como una teoría reconstructiva de las condiciones necesarias y los presupuestos uni­
versales del habla. Se trata de un análisis ow-trascendental en el sentido de que pretende
reconstruir el conocimiento universal, preteórico e implícito que hace posible a los hablan­

443
tes competentes tomar parte en procesos de entendimiento. Con respecto al problema de
la validez, la renuncia al planteamiento trascendental en el sentido de Kant determina que
la relación entre la objetividad de la experiencia y la verdad de los enunciados no pueda pro­
barse a priori; en vez de ello, lo que se tiene es una investigación de las condiciones que hacen
posible y válida la defensa argumentativa de las pretensiones de validez que se llevan a efecto o
se resuelven discursivamente261. Esto no sólo va a ser así con respecto a la dimensión empíri­
ca o teórica de la relación entre enunciados y realidad objetiva (objetos y hechos), sino tam­
bién con respecto a la dimensión práctica de la relación entre normas de acción y realidad
social. La existencia de un vínculo fundamental entre el habla en el lenguaje cotidiano y la
argumentación racional es una de las tesis fundamentales de esta teoría: Habermas defien­
de que, como resultado del análisis de las estructuras de la comunicación, se pone de mani­
fiesto un potencial de racionalidad -al que llama racionalidad comunicativor- que está implí­
cito en las bases de validez del habla262.
En el marco de la teoría de la acción comunicativa, el término «racional» se entiende
como un predicado disposicional que refiere a una competencia; esta competencia se mani­
fiesta, fundamentalmente, como una capacidad para seguir reglas. El concepto de raciona­
lidad comunicativa sirve para caracterizar fundamentalmente al habla argumentativa: en
particular, a los procesos argumentativos conducidos sin coacción y con fuerza para fundar
un consenso, en los que los participantes superan sus perspectivas subjetivas y, mediante el
logro de convicciones comunes racionalmente motivadas, aseguran al mismo tiempo la
unidad del mundo objetivo y la intersubjetividad de su contexto vital263. Por racionalidad
se entiende, por consiguiente, la racionalidad discursiva que es inherente a la práctica de la
argumentación. La intuición que subyace a esta hipótesis es la de que aquello que llama­
mos «racional» son opiniones, acciones y emisiones lingüísticas que dependen, en última
instancia, de que el actor esté dispuesto a justificarlas, y esto quiere decir: que pueda defen­
derlas con buenas razones frente a la crítica de sus interlocutores. La racionalidad de una
afirmación o de una acción se basan en la posibilidad de crítica y de justificación frente a
esa crítica264. La teoría distingue, asimismo, tres dimensiones o núcleos de la racionalidad:
la racionalidad comunicativa que se orienta al entendimiento, la racionalidad epistémica y
la racionalidad estratégico-instrumental o teleológica. La racionalidad discursiva o procedi-
mental incorporada en la práctica de la argumentación, que surge de la comunicativa, per­
mite integrar las tres dimensiones y cobra una posición teórica fundamental265.
Otros planteamientos filosóficos, en línea con la filosofía de la conciencia tradicional,
han defendido que lo que constituye la racionalidad es la posibilidad de volverse reflexiva­
mente sobre la propia capacidad de conocimiento, de acción y de lenguaje, y de saber por
qué una opinión es verdadera, o una acción correcta, o una emisión válida o eficaz; esta
capacidad de los seres humanos consistiría en el poder «tomar distancia» y volverse reflexi­
vamente sobre los propios contenidos de conciencia. Frente a ello, Habermas se ha basado
en la reconstrucción dialógica de la conciencia que llevó a cabo G. H. Mead para defender
que tenemos, tras el giro lingüístico, buenas razones para explicar la referencia a sí mismo
del sujeto que conoce, actúa y habla —por tanto, la relación de la primera persona consigo
misma— desde la adopción de la perspectiva de una segunda persona respecto a aquél y, con
ello, para hacer depender la relación reflexiva con uno mismo —desde el punto de vista de
su estructura- de la relación entre los participantes en una argumentación. La tematización
discursiva de pretensiones de validez, con las que la racionalidad de las manifestaciones está
internamente conectada, y el hacerse reflexivo con estas manifestaciones se encuentran,
según Habermas, en una relación de complementariedad mutua; la actitud reflexiva res­
pecto a las propias manifestaciones sólo se puede llevar a efecto según el modelo dialógico

444
de la actitud de otro participante en la argumentación que cuestiona su validez. La racio­
nalidad aparece como una estructura que hace posible la relación complementaria entre la
justificación discursiva de manifestaciones susceptibles de crítica, por una parte, y la refe­
rencia a sí mismo en actitud reflexiva, por otra266. Esta aclaración conceptual está a la base
del intento, en el marco de la teoría de la acción comunicativa, de analizar el concepto de
racionalidad al hilo de la posibilidad de fundamentar y criticar las manifestaciones y, con
ello, de otorgar a la racionalidad procedimental incorporada en la práctica de la argumen­
tación una posición teórica central. Esta racionalidad procedimental, o racionalidad dis­
cursiva, surgiría de la racionalidad comunicativa, que está orientada al entendimiento y
que, como se va a ver, es uno de los tres núcleos de la estructura de la racionalidad en sen­
tido amplio y desempeña una función integradora respecto a los otros dos núcleos de la
racionalidad: el epistémico y el estratégico-instrumental o teleológico267.
Estos tres núcleos o dimensiones de la racionalidad se afirman universales y con un
carácter formal. Para defender la plausibilidad de esto Habermas tiene que mostrar, sin
embargo, que su concepto de racionalidad no puede identificarse con estándares o criterios
materiales vinculados contingentemente a una forma de vida o una lengua particulares. Es
precisamente la conexión que existe entre los conceptos de competencia y de regla, y la
explicación del término «racional» como un predicado disposicional relativo a una capaci­
dad o una competencia, lo que permite poner de manifiesto que la racionalidad se consti­
tuye como una capacidad formal y general para seguir reglas y disponer de ellas. Con ello,
el concepto deja de aplicarse de modo estrictamente descriptivo y neutral, restringido a
contextos particulares más o menos amplios, y adquiere valor normativo: como ya puso de
manifiesto Wittgenstein, en el seguimiento de reglas hay siempre una referencia interna a
las categorías de correcto e incorrecto; sin esta dimensión normativa no puede establecerse
descriptivamente si alguien sigue o no la regla. Como consecuencia de ello se hace preciso
adscribir al concepto disposicional de racionalidad un contenido normativo, que puede
explicarse en términos de la capacidad para seguir las reglas de una práctica guiada por un
saber intuitivo. Basándose en Wittgenstein, Habermas268 ha defendido lo que constituye la
tesis central de la teoría de la acción comunicativa: que la validez de determinadas reglas
pragmáticas —las reglas de la argumentación discursiva basada en razones, o reglas de la argu­
mentación racional— es precondición para la posibilidad del habla y de la comunicación lin­
güística. La importancia de este planteamiento, y el modo en que permite dar respuesta a
posiciones tanto naturalistas como hermenéuticas, la ha puesto de manifiesto R. Alexy269 al
referirse al problema de justificación de los enunciados normativos en el ámbito del dis­
curso práctico. Este autor indica que existen fundamentalmente dos tipos de teorías; las
naturalistas consideran que expresiones normativas como «bueno» y «debería» pueden defi­
nirse mediante expresiones descriptivas; las intuicionistas consideran que las dos expresio­
nes indicadas designan cualidades o relaciones de alguna clase no empírica y se accede a
ellas por vía de alguna capacidad no sensorial, por una suerte de intuición intelectual o de
captación a priori. Ambos tipos de teorías coinciden en remitir la justificación de los enun­
ciados normativos a evidencia de uno u otro tipo, y ambos dan lugar a la situación que se
conoce como el «trilema de Münchhausen»: el intento de llegar a una justificación última
conduce a una recursión infinita o a una decisión explicable en términos psicológicos o
sociológicos, pero que no puede justificarse en sí misma; y ambas soluciones sólo se evita­
rían simultáneamente mediante un círculo lógico, mediante una «petición de principio».
Esta situación se produce de manera idéntica cuando se trata de justificar enunciados empí­
ricos o teóricos en el ámbito del discurso teórico. La teoría de la acción comunicativa sería,
siempre según Alexy, el único planteamiento que logra evitar el trilema de Münchhausen,

445
al precio de renunciar a una justificación material basada en enunciados cuya legitimidad
no se ponga en duda. Pues, aquí, la demanda de justificación de un enunciado puesto en cues­
tión por otro enunciado se sustituye por una serie de requisitos relativos a la propia actividad de
justificación; estas exigencias se formulan en términos de reglas y formas de la discusión
racional.
Para mostrar que, efectivamente, a la comunicación le subyace una estructura de reglas
pragmáticas cuya validez es precondición suya, y que esas reglas son las de la argumenta­
ción racional, Habermas ha partido de las teorías del significado de G. H. Mead y
L. Wittgenstein.

ii. Identidad intersubjetiva del significado y validez intersubjetiva de las reglas.


Incorporación de Mead y Wittgenstein

La incorporación de las teorías de Mead y Wittgenstein es central para la teoría de la


pragmática universal. El modo en que se lleva a cabo representa, de hecho, un desarrollo
ulterior de ellas, al introducir un tercer momento en la génesis social del lenguaje y nuevos
conceptos que no se encuentran de modo directo en los textos originales. J. Habermas toma
como punto de partida los estudios previos de H. Joas y E. Tugendhat para su propia lec­
tura270, que en aspectos importantes es radicalmente original y le permite dar respaldo teó­
rico al concepto de racionalidad comunicativa que en última instancia trata de desarrollar.
El análisis de la noción de interacción simbólicamente mediada como base para una teo­
ría del significado y de las estructuras de sentido socialmente constituidos, que ya se
encuentra en Tugendhat, lo profundiza Habermas al mostrar que la interacción basada en
el ponerse en el lugar del otro, anticipando así sus reacciones o sus expectativas respecto a
las propias manifestaciones, no sólo supone el paso a una forma más elevada de la subjeti­
vidad, o la emergencia de la conciencia de sí, como Mead mismo había enfatizado y reco­
ge Tugendhat. Supone también una transformación de las propias estructuras de la inte­
racción lingüísticamente mediada que conduce, en última instancia, a «la emergencia de
una forma de vida de un nivel superior»271. Se trataría de una forma de intersubjetividad,
lingüísticamente constituida, en la que se hace posible para los integrantes distinguir entre
una comunicación estratégica e instrumental, orientada a la obtención de determinados
efectos y consecuencias, y un intercambio comunicativo orientado al entendimiento con
los otros. Pero para que esto último sea posible, Habermas tiene que dar un paso más en el
desarrollo de la teoría trazada originalmente por Mead. Apoyándose para ello en el estudio
de H. Joas, Habermas muestra el modo en que tiene lugar el paso desde el nivel de la inte­
racción simbólicamente mediada al nivel de la interacción lingüísticamente mediada que se
guia por normas.
Para esta reconstrucción, Habermas extiende la teoría de Mead a partir del
Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas y, en particular, de la noción de regla y su expli­
cación del seguimiento de reglas. La transición de una etapa a otra, en el marco de la
reconstrucción contrafáctica de Mead, se explica igualmente mediante el mecanismo que
permite «ponerse en el lugar del otro». Con la primera toma de posición, los participantes
en la interacción aprenden a interiorizar un fragmento de la estructura de sentido objetiva,
de tal modo que ambos pueden ligar a los mismos gestos interpretaciones concordantes
-cuando implícita o explícitamente reaccionan a ellos de modo semejante. Con la segunda
toma de posición, aprenden qué significa emplear un gesto con intención comunicativa y qué
el establecimiento de una relación reciproca entre hablante y oyente272.

446
Esta caracterización del segundo momento del proceso incluye nociones que no están
tomadas directamente de Mead y que entrañan el giro interpretativo que Habermas se pro­
pone dar a la teoría. Pues, como se ha visto antes, lo que Mead enfatizaba en ese segundo
momento era el nacimiento de una forma de subjetividad consciente de sí misma, en la
medida en que es capaz de objetivarse a sí misma en el proceso de interacción y de atribuir
a sus propias manifestaciones el significado que emerge en el curso de ésta, desde la pers­
pectiva del otro. Este énfasis en la emergencia de una forma superior de la subjetividad es
el que guía los estudios de Tugendhat, que explica la comunicación con el otro como guia­
da por el modelo, más originario, de la comunicación consigo, y de Joas, que acentúa la
importancia del «yo» originario como fuente de creatividad. Frente a ellos, Habermas
invierte la perspectiva: no es el surgimiento de la conciencia de sí, ni el establecimiento de
una comunicación interna consigo mismo en paralelo a la externa, lo que hace posible esta
comunicación externa. La conciencia lo es del propio proceso comunicativo y del estable­
cimiento de una relación recíproca, esto es, de ser parte integrante de una actividad com­
partida. Lo más originario, desde esta perspectiva, es la actitud comunicativa que permite
aprender los roles de hablante y oyente y entablar una relación recíproca de búsqueda de
entendimiento.
Esta reconstrucción de la teoría de Mead por parte de Habermas le permite también
precisar algo que en el primero no llega a estarlo suficientemente: que la interpretación
concordante de las manifestaciones no es todavía identidad intersubjetiva de los significa­
dos. Para que se dé ésta hace falta todavía una tercera toma de posición, necesaria para que
los participantes en la interacción no sólo supongan una interpretación objetivamente
concordante, sino que adscriban un significado idéntico a sus expresiones: «Se presenta un
significado idéntico cuando ego conoce cómo debería reaccionar alter a un gesto signifi­
cante; no es suficiente con confiar en que alter reaccionará de una determinada manera»273.
Así, esta anticipación de una interpretación previamente acordada hace posible una toma
de postura crítica frente al otro en el caso de un malentendido o una interpretación fallida
de un acto de comunicación. De este modo se forman convenciones de significado y sím­
bolos que pueden emplearse con un significado idéntico. La introducción creativa de nue­
vas convenciones de significado en un sistema lingüístico existente sólo puede llevarse a
cabo a partir del material de convenciones de significado aceptadas. Con ello, se ha dado
el paso desde el nivel de la interacción mediada por símbolos al de la interacción guiada
por normas.
Habermas reconstruye este último paso en el proceso haciendo valer el análisis de
Wittgenstein de la noción de regla. Este análisis le permite hacer explícito un elemento cen­
tral en su propia teoría del significado: el vínculo interno existente entre significado y vali­
dez. Así, afirma: «En el concepto de regla se encuentran unificados los dos momentos que
caracterizan el uso de símbolos simples: significado idéntico y validez intersubjetiva»274. La
validez de una regla así entendida no reside en su mera constatación desde una actitud des­
criptiva; no se trata de una mera regularidad empírica, sino de una norma que rige contra-
fácticamente y cuyo conocimiento tácito por parte de los participantes en la interacción les
permite una toma de postura crítica ante el otro -que discrimine entre p.e. un acto de
comunicación logrado y uno fallido, e identifique los rasgos del fallido bien como innova­
ciones o bien como desviaciones ilegítimas. Esto es lo que aporta la reconstrucción de
Wittgenstein, en la lectura que de él hace Habermas: «La comprensión de una acción sim­
bólica está conectada con la competencia de seguir una regla (...) La identidad de la regla en
la pluralidad de sus realizaciones no se basa en invarianzas observables, sino en la intersub­
jetividad de su validez»275.

447
Esta interpretación de Habermas, que ha seguido asimismo Apel, no está exenta de difi­
cultades. Se apoya, en primer lugar, en una lectura de Wittgenstein que de ningún modo
es la que puede considerarse canónica. Así, como ya se vio, desde distintas posiciones
-tanto comunitaristas (Kripke) como individualistas (Hacker/Baker)- se ha defendido, con
buenos argumentos, que las reglas de las que habla Wittgenstein son «hechos» de la gra­
mática, inmanentes a una forma de vida. Y, en segundo lugar, la interpretación está abier­
ta a la crítica interna que se le ha hecho desde el entorno de Francfort: pues se ha conside­
rado que la reconstrucción de Wittgenstein por parte de Habermas no logra prestar apoyo
a la posición universalista que quiere defender, y que la noción de seguir una regla en tér­
minos del reconocimiento intersubjetivo de su validez no escapa al relativismo lingüístico.
Con respecto a esta segunda imputación, tiene especial importancia el breve párrafo en el
que Habermas deja de considerar el empleo del lenguaje en abstracto o en su referencia al
mundo social del establecimiento de relaciones interpersonales, y hace entrar en juego una
referencia al mundo objetivo de estados de cosas: «Con la ‘identidad’ de un significado no
puede querer decirse lo mismo que con la identidad de un objeto (...) Este acto de identi­
ficación de un objeto, sobre el que los hablantes hacen determinadas declaraciones, presu­
pone ya la comprensión de los términos singulares (...) Los significados cuentan como idén­
ticos gracias a regulaciones convencionales»276. Pero una regulación convencional depende,
efectivamente, del contexto de una comunidad lingüística. Con ello se pone de manifiesto
una dificultad fundamental a la que la pragmática universal deberá responder.
Habermas ha considerado también, críticamente, que el descubrimiento esencial reali­
zado por Wittgenstein del carácter de acción de las emisiones lingüísticas conduce, en la
teoría del significado como uso, a una concepción inmanente de los conceptos de juego de
lenguaje y de regla que hace depender la referencia objetiva del lenguaje de la realidad de
la relación entre los hablantes. Pues es la concordancia previa en una forma de vida inter­
subjetivamente compartida, o la precomprensión de una práctica común regulada a través
de instituciones o costumbres, lo que constituye la interconexión entre actividades y actos
de habla que permite explicar, a su vez, la génesis de la constitución del significado; con la
gramática de juegos de lenguaje se abre la dimensión del trasfondo intersubjetivamente
compartido del mundo de la vida en el que pueden tener lugar las múltiples funciones del
lenguaje; pero, al mismo tiempo, la referencia al mundo de las expresiones lingüísticas se
sitúa, por así decir, «por detrás» de la relación entre hablante y oyente277. De este modo
Wittgenstein, siempre según Habermas, introduce la relación interna entre lenguaje y vali­
dez con independencia de la referencia del lenguaje al mundo; pues, en vez de poner en
conexión las reglas del significado con la validez veritativa de las oraciones, compara la vali­
dez de las convenciones de significado con la validez social de usos e instituciones y asimi­
la las reglas gramaticales de los juegos de lenguaje a normas sociales de acción. Pero, de este
modo, Wittgenstein «abandona toda referencia a una validez que trascienda los juegos de
lenguaje. Las emisiones son válidas o inválidas sólo conforme al criterio del juego de len­
guaje correspondiente» y, con ello, «se pierde la referencia del habla enunciativa a la ver­
dad»278.
Generalizando esta misma crítica al conjunto de las funciones o usos del lenguaje, y no
sólo al caso de la función representativa, la teoría que ha propuesto Habermas intenta supe­
rar el contingencialismo de Wittgenstein manteniéndose fiel a la intuición de que las
dimensiones de validez del lenguaje no pueden reducirse a mera intersubjetividad empíri­
ca, aunque esa intersubjetividad sea exigible, contrafácticamente, como una condición
necesaria. De hecho, como se va a ver, Habermas sí asigna al reconocimiento intersubjeti­
vo el estatuto de un elemento constitutivo de las normas morales, mientras que en el caso

448
de los enunciados empíricos y teóricos este reconocimiento público sólo puede verse como
un criterio de verdad (v. infra.). Esta intuición subyace a la tesis que afirma, desde la teoría
de la acción comunicativa, la existencia de una estructura pragmático-formal que se repite
en todos los procesos de entendimiento en general, y que estaría integrada por las condi­
ciones inevitables y generales, o condiciones de posibilidad y validez, que constituyen el uso
comunicativo del lenguaje. Pues la única manera de salvar el relativismo a que aboca la
identificación validez intersubjetiva / validez simpliciter es mostrar de qué modo, en los
contextos de problematización que hacen necesaria una revisión crítica de lo previamente
establecido, esa crítica es efectivamente posible sobre la base de una argumentación racio­
nal en la que entra en juego una competencia universal, formal y práctica. La función de
esta competencia es equivalente a la del esquematismo trascendental kantiano -la de un
procedimiento general que permite unir la diversidad de las representaciones lingüística­
mente mediadas en una común alcanzada argumentativamente por consenso o acuerdo—,
pero el proceso ha perdido su oscuridad y su misterio: la instancia de «control» no es una
conciencia transcendental, sino la discusión racional orientada al acuerdo (discurso).
El siguiente paso sería el de identificar los elementos constitutivos de esas elaboracio­
nes, aquellos que representan la estructura formal de la competencia que permite integrar­
se junto con otros en un discurso o argumentación racional; es decir, se trataría de procurar
una representación general del procedimiento práctico en juego. A esto se orienta la teoría
intersubjetivista del significado propuesta en términos de pragmática universal. El lugar de
la síntesis trascendental de la apercepción pasa a ser el de la argumentación racional orien­
tada al entendimiento; y las reglas a priori de las capacidades psíquicas -de la intuición, la
imaginación, el entendimiento y la razón-, entendidas como procedimientos generales para
poner unidad en la diversidad, pasan a ser las reglas formales de la competencia lingüística
y racional que permite entrar con otros en esos procesos de entendimiento. El programa de
la pragmática formal pretende: identificar, mediante un análisis reconstructivo, las reglas
que tienen el carácter de presupuestos universales y necesarios en cualquier proceso de
entendimiento posible; determinar qué reglas son constitutivas de los tipos básicos de actos
de habla; establecer cuáles son las formas de la acción específicamente humana y qué actos
de habla son necesarios en relación con ello; y, finalmente, responder a la cuestión de si es
posible justificar los resultados del análisis desde una perspectiva teórica y científica.

iii. El concepto de racionalidad comunicativa. La base racional del habla.


Las reglas de la argumentación

El concepto de racionalidad comunicativa, como ya se ha visto, pretende dar cuenta del


potencial de razón inherente al uso del lenguaje en la comunicación corriente, cuando ésta
se orienta al entendimiento. El punto de partida de la investigación de esa estructura racio­
nal del habla que es la pragmática universal lo ha representado el concepto de acción comu­
nicativa. Partiendo de la teoría de Max Weber sobre tipos básicos de acción social racional
y de la primera teoría crítica de la Escuela de Francfort, Habermas ha centrado su atención
en los mecanismos de coordinación de la acción social y ha defendido la contraposición
teórica de dos tipos básicos de interacción: la acción racional orientada a fines, o estratégi-
co-instrumental, y la acción comunicativa orientada al entendimiento. Es instrumental una
acción que se orienta a la consecución de determinados fines, cuando se la considera bajo
el aspecto del seguimiento de determinadas reglas técnicas de acción y se la evalúa según el
grado de eficacia de la intervención a que da lugar en un contexto de estados de cosas y

449
acontecimientos; es estratégica una acción orientada a fines, cuando se la considera bajo el
aspecto del seguimiento de reglas de elección racional y se la evalúa según el grado de
influencia que tiene sobre las decisiones de un oponente racional. Las acciones instrumen­
tales pueden estar ligadas a interacciones sociales, y las acciones estratégicas representan
ellas mismas acciones sociales. Frente a estas formas de acción, una interacción es comuni­
cativa cuando los participantes coordinan de común acuerdo sus planes de acción, a partir
de actos de entendimiento (Verstandigung); los actores no se orientan primariamente al
logro de sus objetivos particulares, sino que persiguen sus fines individuales sólo bajo la
condición de que sus planes de acción puedan coordinarse entre sí sobre la base de una defi­
nición común de la situación279.
El consenso (Einverstandnis) así conseguido se mide por el reconocimiento intersubje­
tivo de pretensiones de validez. La teoría defiende que, en el caso de procesos de entendi­
miento explícitamente lingüísticos, al entenderse entre sí los actores elevan, con sus actos
de habla, pretensiones de validez, y éstas pueden ser de tres tipos básicos: una pretensión
de verdad, una pretensión de corrección y una pretensión de veracidad, según que con sus
actos de habla los interlocutores se refieran a algo en el mundo objetivo —en tanto que tota­
lidad de los estados de cosas existentes-, a algo en el mundo social común -en tanto que
totalidad de las relaciones interpersonales legítimamente reguladas de un grupo social-, o
a algo en el mundo de la propia subjetividad -en tanto que totalidad de vivencias a las que
el hablante tiene acceso de modo privilegiado-280. Mientras que, en la acción estratégica, se
influye en el interlocutor mediante la amenaza de sanciones o la promesa de gratificacio­
nes, con el fin de dar lugar a que la interacción continúe de la manera deseada, en la acción
comunicativa el interlocutor se ve racionalmente motivado a una acción complementaria, y
ello merced al efecto ilocutivo de vínculo que supone el ofrecimiento que representa el acto
de habla281. El hecho de que un hablante pueda motivar racionalmente a su interlocutor a
aceptar ese ofrecimiento no se explica por la validez de lo que se dice, sino por el efecto
coordinador de la garantía que el hablante ofrece de que, en caso de que le sea requerido,
justificará su pretensión de validez. En el caso de pretensiones de verdad y de corrección o
rectitud, el hablante puede llevar a efecto su garantía discursivamente, es decir, aduciendo
razones; en el caso de la pretensión de veracidad, esto sólo es posible mostrando una con­
ducta consistente. Cuando el oyente se fía de la garantía del hablante y acepta el ofreci­
miento que el acto de habla entraña, entran en juego los vínculos pertinentes para la pro­
secución de la interacción que están contenidos en el significado de lo dicho282. El acto de
habla sólo puede considerarse realizado con éxito cuando el oyente, al tomar postura con
un sí o un no —aunque sea tácitamente- frente a una pretensión de validez que en princi­
pio es susceptible de crítica, acepta el ofrecimiento que ese acto de habla contiene. Esta
posibilidad de crítica, internamente vinculada a la pretensión de validez del acto de habla,
es la que permite que el efecto de vínculo del intercambio comunicativo tenga una base
racional283. Así, por ejemplo, este vínculo se establece debido a la obligación típica que con­
trae el hablante en el caso de promesas y anuncios; la que contrae el oyente, en el caso de
órdenes e indicaciones; ambos, de manera simétrica, en el caso de acuerdos y contratos; y
ambos, de manera asimétrica, en el caso de recomendaciones y advertencias de contenido
normativo; el tipo de obligación correspondiente a enunciados constatativos tiene que ver
con que hablante y oyente se pongan de acuerdo en una interpretación de la situación que
no contradiga los enunciados aceptados como verdaderos, y basen a continuación sus accio­
nes en esa interpretación.
El concepto de acción comunicativa se ha introducido al estudiar los mecanismos de
coordinación de la acción social; consistiría en el tipo de interacción que se establece cuan­

450
do el oyente toma postura, con un sí o un no en el caso más simple, frente a una preten­
sión de validez que en principio es susceptible de crítica. En casos más complejos, el oyen­
te pone en cuestión esa pretensión de validez argumentando con razones. Sólo porque las
pretensiones de validez están conectadas internamente con razones, tienen los intercambios
comunicativos la fuerza de coordinar las acciones. Y sólo los actos de habla empleados
comunicativamente, es decir, aquellos a los que el hablante vincula una pretensión de vali­
dez susceptible de crítica, tienen la capacidad de mover al oyente a aceptar el ofrecimiento
de acreditar esa pretensión que el acto de habla entraña, pudiendo con ello resultar efica­
ces como mecanismos para coordinar la acción sobre la base de un entendimiento. En los
casos de actos de habla en los que el oyente no pueda tomar postura con un sí o un no, o
disentir argumentando, permanece sin efecto el potencial que la comunicación lingüística
tiene siempre para establecer un vínculo basado en la fuerza de convicción que tienen las
razones284. Por esto mismo, el disenso y la crítica sólo son posibles sobre esta base de vali­
dez del habla en la acción comunicativa. A los actos de habla que mantienen una relación
reflexiva con el proceso de comunicación, porque se refieren o bien directamente a las pre­
tensiones de validez, o bien -como en el caso de justificaciones, fundamentaciones, refuta­
ciones de hipótesis, pruebas y demostraciones, etc.— a la elaboración argumentativa de pre­
tensiones de validez, se les da el nombre de actos de habla discursivos; el discurso es el uso
argumentativo del lenguaje en el que se resuelven las pretensiones de validez que han resul­
tado problematizadas285.
Las reglas del discurso son las reglas de la argumentación racional, y representan el tipo
de conocimiento que posee cualquier hablante competente cuando sabe lo que significa
participar con otro en un proceso de argumentación guiado por razones. La justificación
de pretensiones de validez problematizadas sólo puede llevarse a efecto bajo los presupues­
tos pragmáticos de la argumentación, y esto significa: en una actitud que pone entre parén­
tesis la supuesta validez ingenuamente aceptada de estándares de valor, hechos, normas o
vivencias, para tratar las pretensiones de validez que los respaldan como si se tratara de
hipótesis. En alusión implícita a la pretensión de la fenomenología de Husserl, Habermas
recupera el realismo de base marxista de la teoría crítica para afirmar que las problematiza-
ciones, y con ellas la suspensión de la actitud natural respecto al mundo, no surgen de una
decisión filosófica o una actitud especulativa que decide introducir la duda cartesiana, sino
que los problemas reales se presentan por si mismos y no se provocan a voluntad286. Frente a
la hermenéutica filosófica, si bien reconoce la importancia que los recursos del saber de
fondo tienen para la práctica comunicativa cotidiana, y la imposibilidad de poner en cues­
tión todas las certezas constitutivas del mundo de la vida, enfatiza que esas certezas y con­
vicciones básicas, así como los estándares de cualquier racionalidad de contenidos y cuales­
quiera criterios valorativos contextúales, están en conflicto con el concepto contrafáctico
(normativo) de un saber que establece un vínculo interno con pretensiones de validez sus­
ceptibles de crítica. Pero sólo bajo la presión de un problema que sale al encuentro es posi­
ble que fragmentos pertinentes de ese saber de trasfondo pierdan su supuesta legitimidad y
se cuestionen. En relación con esta revisión crítica, Habermas ha hablado de «procesos de
des-aprendizaje»287.
Aquí, sin embargo, reaparece el problema que ya se había planteado, la objeción de
Gadamer: si cualquier proceso argumentativo en general, y el discurso en particular, pue­
den tener lugar, sería porque los participantes comparten ya siempre una precomprensión
y un preacuerdo que no pueden ponerse en cuestión, pues constituyen la condición de
posibilidad de la conversación misma. Como respuesta tácita a esta objeción, la pragmáti­
ca universal intenta hacer plausible la hipótesis que afirma el carácter formal y universal del

451
juego argumentativo a partir de dos supuestos básicos. El primero recupera una idea que ya
Wittgenstein había puesto de manifiesto: es la idea de que las reglas que constituyen los jue­
gos de lenguaje no pueden considerarse susceptibles de una infinitud de formulaciones
posibles o de interpretaciones para su aplicación, ni son objeto de comprensión en sí mis­
mas con independencia de cómo se aplican en la práctica del uso del lenguaje; no tiene sen­
tido pensar en la justificación o fundamentación de las reglas constitutivas de un juego de
lenguaje como si se tratara de un proceso de interpretación en principio infinito. Pues el
estatuto normativo de las reglas consiste, precisamente, en que hay un punto en el que no
puede hablarse de interpretación: una regla constitutiva de un significado no es una for­
mulación abstracta preexistente que espera que se la aplique, sino que está internamente
conectada con la pluralidad de sus aplicaciones virtuales y es inseparable de éstas: en este
doble carácter, contrafáctico pero constituyente de la facticidad del juego de lenguaje, con­
siste la normatividad de una regla288. En el caso del juego de la argumentación racional, y
del discurso como un caso particular, puede trasladarse la argumentación de Wittgenstein
afirmando que existe un vínculo interno entre las reglas de la argumentación y sus aplica­
ciones que no puede remitirse a una pluralidad de interpretaciones posibles de las mismas,
a una diversidad de posibles estándares de la racionalidad argumentativa o discursiva o a
una pluralidad de criterios contingentes, histórica y contextualmente situados, respecto a
las reglas del juego del discurso. Las reglas del discurso constituyen lo que llamamos argu­
mentación racional, y esto ha de verse como una aclaración gramatical.
Puede considerarse que la misma idea de Wittgenstein es la que expresa Habermas
cuando afirma que no hay «metadiscurso», en el sentido de un discurso de orden superior
en el que se prescriban las reglas de otro discurso de orden inferior: los juegos de la argu­
mentación racional no establecen una jerarquía, sino que se regulan a sí mismos y son en
principio abiertos. Si bien sí es posible que las reglas pasen a ser objeto de una teoría de la
argumentación o de la verdad, o -en el caso de formas de discurso particulares- objeto de
una teoría moral o científica, la fundamentación de esas teorías se inserta de nuevo en el
ámbito de un juego de lenguaje argumentativo cuyas reglas no difieren de las que se requie­
ren para problematizar los actos de habla del lenguaje cotidiano289. Se pone de nuevo de
manifiesto lo que ya más arriba se explicaba al hablar de los problemas de fundamentación
de los enunciados: sólo se evita la situación paradójica que describe el «trilema de
Münchhausen» si la base de validez de la argumentación no descansa sobre enunciados, for­
mulaciones o reglas materiales, sino sobre un procedimiento según reglas. Pero al mismo
tiempo, sin embargo, Habermas explica que las reglas de la argumentación y del discurso
no son constitutivas en el mismo sentido en que lo son las reglas del ajedrez. Pues, mien­
tras las reglas del juego del ajedrez determinan una práctica real, las reglas del discurso, en
su enunciación explícita, son una forma de representación de los presupuestos pragmáticos
que caracterizan la práctica comunicativa del discurso, tácitamente aceptados y que cono­
cemos de modo intuitivo. Las reglas del ajedrez han de seguirse de hecho-, algunas de las
reglas del discurso, en cambio, rigen contrafácticamente, en el sentido de que únicamente
dicen que los participantes en la argumentación han de suponer que esas condiciones están
lo «suficientemente satisfechas» con respecto a los fines de la argumentación, independien­
temente de que no se cumplan de hecho. Al afirmar esto, lo que a Habermas le importa
remarcar es que las reglas del discurso no pueden considerarse meramente convenciones
tácitas vigentes o regularidades estadísticas, sino que tienen un valor normativo290.
Pero la «carga de la prueba» recae, entonces, en estas reglas de la argumentación dis­
cursiva, o mejor: en hacer plausible su carácter formal y universal. Habermas ha explicado
estas reglas en términos de lo que llama idealizaciones o anticipaciones contrafácticas: serían

452
presupuestos que, con carácter general e inevitable, los hablantes hacen entrar en juego
siempre que toman parte en un proceso de argumentación racional orientado a la forma­
ción de un consenso. No se trata de convenciones o reglas técnicas, sino de presupuestos
que inevitablemente tenemos que tomar en consideración si queremos reconstruir cohe­
rentemente lo que estamos haciendo. Para su determinación es preciso apelar al tipo de
saber intuitivo de los hablantes con que éstos, en tanto que sujetos capaces de habla y de
acción, se integran como participantes en un proceso argumentativo y discursivo en par­
ticular291. El primero de ellos sería el supuesto de que los participantes en el intercambio
comunicativo están usando las mismas expresiones lingüísticas del mismo modo, es decir,
comparten los mismos significados. Se trata de un presupuesto de consistencia del signifi­
cado necesario para que la comprensión sea posible, pero es contrafáctico: por ello, ha de
verse como una idealización292. También parte integrante de la gramática del juego argu­
mentativo, y constitutivo del mismo, es el supuesto de que cualquier pretensión de validez
es en principio susceptible de crítica, y que las bases lingüísticas de cualquier consenso pre­
vio pueden revisarse críticamente. Habermas habla en relación con ello de una reserva fali­
bilista, que sería interna a las estructuras de validez del habla en el sentido ya visto. No ha
de entenderse como un principio falibilista (Popper), sino que constituye un «hecho gra­
matical»: pues «entendemos la expresión ‘fundamentar’ cuando sabemos qué hemos de
hacer para, con la ayuda de razones, resolver argumentativamente una pretensión de vali­
dez»293. Esto ha permitido considerar a la pragmática formal como una teoría dialógico-fali-
bilista-"''. Pues lo que Habermas está defendiendo es una interpretación falibilista del pro­
ceso de justificación de las pretensiones de validez, y ello implica que ninguna prueba o
final de la argumentación pueden considerarse conclusivos o cerrados, y que ninguna jus­
tificación de una pretensión de validez es inmune a la revisión o la crítica -como ya se puso
de manifiesto al dar cuenta de la conexión interna entre justificación y crítica-; y, en segun­
do lugar, ese falibilismo posee una dimensión inevitablemente dialógica, ya que la puesta
en cuestión crítica de las pretensiones de validez problematizadas tiene lugar siempre en el
contexto de una argumentación discursiva295.
El principio dialógico-falibilista no ha de entenderse, sin embargo, como si toda pre­
tensión de validez susceptible de crítica fuera resoluble discursivamente. Este sólo es el caso
para aquellas pretensiones de validez conceptualmente ligadas a un tercer presupuesto, o
idealización: la idea de que se trata de una validez universal, en un doble sentido: que aque­
llo que el acto de habla expresa es válido para todos, y que todos asentirían a ello. Sólo una
pretensión de validez universal, es decir, capaz de trascender contextos espacio-temporales
y, en este sentido, incondicionada, puede resolverse argumentativamente296. Este supuesto
o idealización es el que entra en juego en el caso particular de argumentación que es el dis­
curso, y que puede ser de dos tipos: en un discurso teórico, se tratan pretensiones de validez
epistémica (de verdad) proposicional, tanto empírica como teorética; en un discurso prácti­
co, se tratan pretensiones de validez normativa (de rectitud)297. Las pretensiones de validez
estética, evaluativa o ética, son relativas a contextos particulares, pertenecen al horizonte del
mundo de la vida de una cultura determinada. En el discurso teorético y en el discurso
práctico, donde se ponen a prueba respectivamente la verdad de proposiciones y la rectitud
de normas de acción, entran en juego pretensiones de validez universales que sólo pueden
ponerse a prueba discursivamente298. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre
ambos tipos de discurso, que va a tener implicaciones después cuando se analice la fuerza
ilocutiva de los actos de habla. Un acto de habla constatativo que emplee una enunciado
asertivo eleva una pretensión de verdad respecto al hecho que representa; un acto de habla
regulativo que emplee una oración normativa —p.e. una promesa— eleva una pretensión de

453
corrección respecto a una norma. Pero, mientras la pretensión de verdad reside únicamen­
te en el correspondiente acto de habla, una pretensión de validez normativa remite, en pri­
mera instancia, a la validez de la norma con respecto a la cual se justifica la corrección del
correspondiente acto de habla, y sólo de manera derivada el acto de habla puede conside­
rarse por sí mismo recto -si lo es la norma-299. Esto hace que la conexión entre validez y
argumentación sea distinta también. La verdad de un enunciado no puede identificarse con
una justificación obtenida discursivamente por consenso, aunque esta justificación sí pueda
valer como un criterio de verdad; pero la noción de verdad conserva un momento de incon-
dicionalidad, ligado al presupuesto epistémico del carácter falible del conocimiento, que
impide considerar que el vínculo entre argumentación y verdad sea constitutivo o inter­
no300. En el caso de las pretensiones de verdad normativa, por el contrario, es únicamente
el consenso alcanzado en un proceso de argumentación el que permite considerar una
norma justificada; pero también aquí esta validez descansa, en última instancia, en el prin­
cipio falibilista-dialógico que impide considerar ninguna pretensión de validez inmune a la
revisión y a la crítica en un proceso de argumentación. En este sentido, puede decirse que
el vínculo entre argumentación y validez, o entre validez y procesos intersubjetivos de eva­
luación crítica, sería externo y no constitutivo para algunos tipos de pretensiones de vali­
dez. Una pretensión de validez equivale a una demanda de reconocimiento intersubjeti­
vo301. La teoría de la pragmática formal es una teoría intersubjetivista del significado
exactamente en este sentido: como se va a ver, reconstruye la fuerza ilocutiva del habla en
términos de esta demanda de reconocimiento intersubjetivo.
Esta misma observación permite prestar respaldo a la tesis de que, en todos los proce­
sos de argumentación racional, más específicamente en los procesos discursivos, y con
carácter más general en el uso comunicativo del lenguaje en la comunicación cotidiana,
entran en juego una serie de presupuestos contrafácticos o fuertes idealizaciones -además
de las señaladas- que sólo en el discurso pueden considerarse realizadas suficientemente302.
Entre las reglas de la argumentación racional que se han señalado303 se encuentran las siguien­
tes.

1. Reglas lingüístico-analíticas básicas. Entran en juego como precondiciones de cual­


quier comunicación lingüística en la que lo que está en juego es la corrección o la verdad;
permiten la aclaración de problemas de comprensión y, además de asegurar la creación de
un uso lingüístico común, garantizan la significatividad y la claridad del habla.

(1.1) Ningún hablante puede contradecirse.


(1.2) A los hablantes les está permitido afimar sólo aquello que crean.
(1.3) Todos los hablantes que apliquen un predicado A a un objeto a, han de estar dispues­
tos a aplicar F a cualquier otro objeto que se asemeje a a en todos los respectos pertinentes.
(1.4) Distintos hablantes no pueden utilizar la misma expresión con diferentes significados.

Puede observarse que (1.1) hace referencia a reglas de la lógica; (1.2) asegura la since­
ridad de la discusión; (1.3) refiere a la consistencia del hablante304; (1.4) requiere la comu-
nalidad del uso lingüístico: se trata del supuesto que afirma la identidad intersubjetiva del
significado.

2. Regla racional de justificabilidad. Las argumentaciones aparecen como procesoss de


entendimiento regulados de tal modo que los participantes, en actitud hipotética y descar­
gados de la presión de la acción y la experiencia, pueden probar pretensiones de validez que

454
han resultado problematizadas. En este nivel entra en juego el supuesto de que cualquiera
que manifiesta algo se compromete con que aquello que dice es verdadero o correcto, es
decir, que es susceptible de justificación. (No se trata de que el propio hablante sea capaz,
en todos los casos, de proporcionar de hecho esa justificación; es posible remitirse a la com­
petencia de otros hablantes que pueden especificarse.)
La regla general de justificación establece que todos los hablantes han de justificar lo
que afirman cuando se les requiera a ello, salvo que puedan dar razones que expliquen el
no dar esa justificación. Además, cualquiera que justifica algo presupone también el respe­
to a demandas de igualdad, universalidad y ausencia de coacción respecto a sus interlocu­
tores y una relación con éstos de reconocimiento mutuo. Estas demandas pueden desglo­
sarse en otras tres reglas:

(2.1) A cualquiera capaz de habla le está permitido tomar parte en discursos.


(2.2 (a) Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación.
(b) Cualquiera puede introducir cualquier afirmación en el discurso.
(c) Cualquiera puede manifestar sus opiniones, deseos y necesidades.
(2.3) A ningún hablante puede impedírsele mediante coacción dentro o fuera del discurso que
ejerza los derechos reconocidos en (2.1) y (2.2).

Estas reglas permiten a cualquiera problematizar cualquier afirmación sin restricciones.


Alexy señala que permiten establecer las condiciones que Habermas ha distinguido como
las propias de una «situación ideal de habla»305. Algunas de ellas tienen un contenido ético
y, en general, presentan el habla argumentativa como un proceso de comunicación que, con
vistas al objetivo de un entendimiento racionalmente motivado, ha de satisfacer condicio­
nes «improbables»: pues se presentan estructuras de una situación de habla que está parti­
cularmente «inmunizada» contra la coacción y la desigualdad y que constituye una forma
de comunicación próxima a condiciones ideales, en donde los participantes asumen que «la
estructura de su comunicación, sobre la base de características susceptibles de descripción
formal, excluye cualquier coacción ejercida desde el exterior o desde el interior mismo del
proceso de entendimiento, con la excepción de la del mejor argumento; y, con ello, neu­
traliza cualquier motivo que no sea el de la búsqueda cooperativa de la verdad» o la correc­
ción306.

3. Reglas generales de competencia y de pertinencia. Son reglas que permiten distribuir la


carga de la argumentación, ordenar los temas y las contribuciones, etc.

(3.1) Cualquiera que pretenda tratar a una persona A de modo diferente a una persona B, ha
de justificarlo.
(3-2) Cualquiera que ataque un enunciado o una norma que no es objeto de la discusión ha
de justificarlo.
(3.3) Cualquiera que haya avanzado un argumento sólo está obligado a proporcionar nuevos
argumentos en caso de que haya contraargumentación.
(3.4) Cualquiera que introduzca una afirmación o un enunciado relativo a sus opiniones,
deseos o necesidades en el discurso, y que no estén conectados en tanto que argumentos a un
enunciado previo, ha de justificar, si se le requiere, por qué ha introducido esa afirmación o
este enunciado.

Finalmente, Habermas ha considerado que, en el ámbito del discurso práctico, el prin­


cipio de universalidad deriva de la estructura de la argumentación racional, en particular del

455
principio de justificación (reglas 2.1-2.3); su tesis afirma que todo aquel que acepta los pre­
supuestos generales e inevitables de la comunicación en el discurso, y que sabe lo que sig­
nifica justificar una norma de acción, siempre que haga un intento serio de resolver dis­
cursivamente pretensiones de validez problematizadas ha de suponer, tácitamente,
condiciones de procedimiento que equivalen al reconocimiento de este principio307.

Principio de universalidad. Sólo pueden alcanzar consenso entre los participantes en un dis­
curso práctico las normas cuyas consecuencias y efectos colaterales, aquellos que se seguirían
previsiblemente de un seguimiento general de la norma con respecto a la satisfacción de los
intereses de cada individuo, pueden ser aceptados por todos sin coacción308.

Una crítica reiterada a esta teoría de la argumentación racional y del discurso es que
subsume idealizaciones contrafácticas muy fuertes, que difícilmente se encuentran realiza­
das en la comunicación real. La idealización dialógico-falibilista que afirma que ningún
argumento puede en principio sustraerse a la crítica implicaría que, en cualquier proceso de
entendimiento orientado a lograr un consenso, las pretensiones de validez elevadas con los
actos de habla pueden poner en cuestión lo que se ha aceptado como válido. Sin embargo,
el concepto de acción comunicativa pretende conceder a este modo de interacción el esta­
tuto de un mecanismo fundamental para la cohesión social en el mundo de la vida, y no
sólo proporcionar un ámbito privilegiado para la crítica. No se trata sólo de probar que
determinados procedimientos argumentativos son inválidos, deshonestos o injustos, sino
de mostrar de qué modo el intercambio comunicativo cotidiano se orienta al estableci­
miento de un nuevo terreno común. Para ello hace falta mostrar que existe una conexión
entre significado y validez. Desde un punto de vista filosófico-lingüístico, esta pretensión
teórica se traduce en una tesis también central para la teoría de la acción comunicativá: que
«el entendimiento es inherente, como telos, al lenguaje humano»309.

iv. Actos de habla y pretensiones de validez. Teoría del significado

La tesis de que el entendimiento (Verstandigung) es inherente como telos al lenguaje está


unida a una segunda tesis, también fundamental: la que afirma que «¡ejntendemos un acto
de habla cuando sabemos qué lo hace aceptable»™. Esta segunda tesis la explica Habermas del
modo siguiente: «Para entender una emisión, en el caso arquetípico de un acto de habla
orientado al entendimiento, el intérprete ha de conocer las condiciones de su validez; ha de
saber bajo qué condiciones la pretensión de validez conectada con el acto de habla es acep­
table, es decir, podría ser reconocida por un oyente en una situación normal»311. El objeti­
vo de la teoría del significado de la pragmática formal es llegar a hacer explícito en qué con­
sisten esas condiciones y, para ello, ha de prestar apoyo argumentativo a una tercera tesis
importante, ya enunciada: que los actos de habla, en la comunicación cotidiana, elevan tres
tipos de pretensiones de validez que equivalen a demandas de reconocimiento intersubjeti­
vo y que son, así, susceptibles de crítica. Esta teoría intersubjetivista o pragmático-formal del
significado parte de una reelaboración crítica de la teoría de actos de habla e intenta inte­
grar lo que considera la aportación fundamental de las teorías semantistas, a fin de respon­
der a la cuestión a la que se enfrenta cualquier teoría del significado: qué quiere decir enten­
der el sentido de una expresión simbólica gramaticalmente bien formada. Habermas ha
partido del esquema propuesto por el lingüista K. Bühler para las funciones del lenguaje y
que sitúa a toda expresión lingüística, empleada comunicativamente, en una triple relación

456
con el hablante, el oyente y el mundo, para defender que en el uso comunicativo del len­
guaje se hacen posibles tres funciones: expresar la intencionalidad del hablante, representar
estados de cosas (o suponer su existencia), y entablar una relación con un oyente o interlo­
cutor. Aparecen así los tres aspectos básicos del uso del lenguaje: entenderse/sobre algo/con
alguien312 De este modo, el uso del lenguaje en el marco del mundo de la vida puede cum­
plir las tres funciones que la teoría de la acción comunicativa atribuye a ésta: la de la repro­
ducción cultural o la actualización de tradiciones -perspectiva desde la que Gadamer ha
desarrollado su hermenéutica filosófica-, la de la cohesión social o la coordinación de los
planes de acción —perspectiva desde la que se desarrolla la teoría de la acción comunicati­
va-, y la de la socialización individual o interpretación cultural de las necesidades -pers­
pectiva desde la que Mead proyectó su psicología social-313.
Importa observar aquí que, desde el inicio, Habermas está centrando su análisis en el
uso comunicativo del lenguaje, en su contraposición con un uso orientado a fines o estra-
tégico-instrumental. Esta restricción le permite situarse críticamente respecto a otros plan­
teamientos en teoría del significado. Así, las teorías intencionalistas —en particular las de
Grice y el último Searle- son reductivas porque parten de una concepción instrumentalis-
ta del lenguaje y consideran al hablante desde el punto de vista de un agente que actúa ins­
trumental-estratégicamente, tanto respecto a la realidad objetiva que representa como res­
pecto a la realidad social de relaciones interpersonales, que considera bajo el aspecto de la
influencia sobre sus interlocutores; los signos lingüísticos se consideran aquí únicamente
instrumentos para representarse estados de cosas e influir sobre los otros, y se recurre a la
existencia de convenciones para explicar este efecto perlocutivo. Con ello se está ignoran­
do la fuerza del vínculo intersubjetivo que, merced a la base racional del habla, la comuni­
cación hace posible314. Las teorías semantistas -de Frege a Davidson- parten de una intui­
ción distinta: el uso y la comprensión correctos del significado de una expresión no
dependen de las intenciones del hablante o de convenciones fácticas, sino de propiedades
formales y reglas de construcción que permiten reconstruir, en términos de condiciones de
verdad, la relación interna entre el significado y la validez epistémica (o verdad) de las pro­
posiciones. La importancia de este planteamiento, desde la perspectiva pragmático-formal,
es doble: el significado se puede analizar en términos de algo objetivo y accesible pública­
mente, y se pone de manifiesto el vínculo interno entre significado y validez epistémica, en
el ámbito restringido del uso epistémico del lenguaje. Esto último lo puso de manifiesto
Frege al distinguir entre la fuerza asertórica que convierte a una oración en una afirmación
y el contenido proposicional de lo que así queda dicho; el qué de lo afirmado puede expli­
carse totalmente en términos de condiciones de verdad, mientras la fuerza sólo añade que
esas condiciones valen en tanto que satisfechas. La insuficiencia de este planteamiento, en
opinión de Habermas, reside en que el tipo de abstracción semanticista que lleva a cabo
impide dar cuenta de otros usos del lenguaje y de otras dimensiones de validez y de crítica,
así como también del efecto de vínculo racionalmente motivado de la fuerza ilocutiva. Pues
las múltiples funciones del lenguaje sólo se hacen accesibles al análisis en términos de la
forma de oraciones asertóricas que cumplen una función representativa; también el signifi­
cado de las oraciones no asertóricas se explica por recurso a las condiciones que hacen a una
oración verdadera. Las limitaciones de este análisis se ponen de manifiesto cuando se con­
sidera, por ejemplo, la asimetría entre el modo enunciativo y el modo imperativo, de la que
planteamientos semantistas (Stenius, Kenny) intentan dar cuenta por recurso a dos «direc­
ciones de ajuste» de sentido contrario. Habermas considera que un oyente sólo puede
entender una oración como un imperativo si conoce las condiciones bajo las cuales el
hablante puede esperar imponer su voluntad y lograr su objetivo respecto a la conducta del

457
oyente; el conocimiento de estas condiciones de éxito del imperativo sólo puede explicarse
en términos pragmáticos, por referencia a una autoridad que lo respalde315.
La propuesta de Habermas ha querido integrar las intuiciones fundamentales de la
semántica formal: objetividad de la relación entre lenguaje y mundo -recuérdese su crítica
a la teoría de Wittgenstein-, intersubjetividad de la base del análisis, y vínculo interno entre
significado y validez epistémica (o verdad). Pero al mismo tiempo ha llevado a cabo una
extensión de ese planteamiento que tiene lugar en dos movimientos. Como primer paso,
ha encontrado en la teoría verificacionista del significado de Dummett el tipo de «giro epis­
témico» que permite extender el análisis en la dirección de una teoría pragmático-formal;
Dummett conecta las condiciones de verdad con el conocimiento que hablante y oyente
tienen de ellas, ya que considera que las condiciones de verdad permanecerían sin efecto
para el entendimiento de los significados enunciativos si no fueran (susceptibles de ser)
conocidas. Este giro, desde las condiciones objetivas de la verdad de un enunciado a las
condiciones epistémicas bajo las cuales hablante y oyente pueden identificar y conocer las
condiciones de verdad, no sólo permite explicar la comprensión de los enunciados; permi­
te asimismo extender el ámbito de aplicación de la semántica formal a modos oracionales
que de otro modo se sustraerían al análisis. Pues, si «las razones que un hablante puede dar
a favor de la posible verdad de una oración son constitutivas de su significado»316, y si
-como ya se defendió antes- el significado de un enunciado está internamente conectado
con su validez veritativa a través de sus justificaciones potenciales, entonces es posible
extender el análisis semántico-veritativo a proposiciones contrafácticas, modales, con tér­
minos indéxicos, etc. El segundo paso de Habermas, sin embargo, intenta ir más allá del
verificacionismo de Dummett; tomando como punto de partida la teoría de actos de habla
propuesta por Austin a partir de Wittgenstein, se propone extender el análisis a todo el
espectro de usos básicos de lenguaje y de correspondientes dimensiones de validez del
habla. La noción de fuerza ilocutiva permite superar el tipo de relativismo o contextualis-
mo a que aboca la tesis de Wittgenstein ya vista -que el significado no viene dado por una
referencia objetiva de las oraciones a estados de cosas en el mundo, sino por el empleo con­
vencionalmente regulado de esas expresiones lingüísticas—; la clasificación de tipos básicos
de actos ilocutivos, sistemáticamente motivada, permite investigar las reglas generales para
el empleo típico de oraciones en actos de habla317.
Junto a este planteamiento teórico general y sistemático, que Habermas sitúa en el ori­
gen de su teoría de la pragmática formal, importa retener algo que no hace igualmente
explícito pero que constituye el elemento fundamental de la transformación que va a llevar
a cabo con respecto a la teoría de actos de habla de Austin y Searle. Se trata de la tesis de
que «las razones que un hablante puede dar a favor de la posible verdad de un enunciado
son constitutivas de su significado»; aquí se trata del significado ilocutivo o pragmático, por
lo que esta misma idea va a poderse generalizar a todas las dimensiones posibles de validez
del habla. La fuerza ilocutiva de una emisión no es únicamente un componente del signi­
ficado que quepa explicar en términos del modo de la comunicación según el significado
del verbo realizativo (Austin), sino una fuerza coordinadora de la acción basada en el poten­
cial de razones que servirían al hablante para justificar la validez de su acto de habla, y al
oyente para situarse con un sí o un no frente a éste. Este conjunto potencial de razones, o
de justificaciones posibles, que vinculan internamente el significado de una emisión y su
validez, pueden retrotraerse al tipo de compromiso que el hablante contrae con su acto de
habla ante el oyente, y que consiste en una garantía tácita de que, de serle requerido, ofre­
cerá al oyente esa base de razones. La teoría de la pragmática formal explica en qué consis­
te entender una emisión a partir de «las condiciones bajo las cuales la emisión podría ser

458
aceptada por un oyente»318. Este es el sentido de la tesis que afirma que entendemos un acto
de habla cuando sabemos qué lo hace aceptable y que lleva a Habermas a introducir la noción
de condiciones de aceptabilidad de un acto de habla en sustitución del concepto de condi­
ciones de satisfacción (Searle). La aclaración y especificación de esta categoría requiere de un
análisis previo de los actos de habla y de los principales componentes del significado.
Habermas parte de la teoría de actos de habla de Austin y Searle. Asume tres tesis que
caracterizan a esta teoría: en primer lugar, la que afirma que el acto de habla -la oración
emitida en un contexto de comunicación- constituye la unidad analítica mínima de signi­
ficado; en segundo lugar, el principio de expresabilidad de Searle, en la reformulación del
lingüista Kanngiefíer; en tercer lugar, la existencia de una doble estructura en el habla, que
permite analizar todo acto de habla en dos componentes: un componente proposicional y
un componente ilocutivo. Con el primero, el hablante expresa estados de cosas; con el últi­
mo fija el modo de comunicación de lo dicho, esto es, el modo en que se emplea el com­
ponente proposicional: si se trata de una afirmación, una promesa, un ruego, un mandato,
una confesión, etc. Esta doble estructura del habla319, unida al principio de expresabilidad,
permite adoptar una restricción metodológica: extender el análisis únicamente a los actos
de habla (i) empleados comunicativamente320, (ii) proposicionalmente diferenciados321, (iii)
institucionalmente no ligados322 y, finalmente, (iv) en forma verbal explícita y en contextos
que no desplacen el significado323. Sobre esta base puede considerarse que los actos de habla
tienen típicamente las formas siguientes: «Yo te... [verbo] que...» («te prometo que vendré
mañana»), o «Se... [verbo] que... [oración]» («Se ruega no fumar»), o «Yo te... [tiempo com­
puesto con un verbo auxiliar] que... [oración]» («Te puedo asegurar que yo no he sido»)324.
Habermas ha ampliado además el análisis de la estructura de los actos de habla respecto a
su formulación original, distinguiendo -en correspondencia con las tres funciones del len­
guaje (Bühler)- un tercer componente estructural en todo acto de habla, junto al proposi­
cional y al ilocutivo: un componente expresivo, que en la forma normalizada descrita per­
manece implícito pero siempre puede hacerse explícito325.
Se puede afirmar además la autonomía de cada uno de los tres componentes estruc­
turales, ya que cada uno de ellos presenta significativas peculiaridades; con cada compo­
nente está conectado un rasgo que es constitutivo para el entendimiento gramaticalmen­
te diferenciado. Las oraciones aseverativas pueden ser verdaderas o falsas y aquí, afirma
Habermas, la semántica formal ha mostrado de manera ejemplar la conexión interna
existente entre significado y validez. Además, con las oraciones realizativas el hablante
lleva a cabo, al decir algo, una acción; aquí ha sido la teoría de actos de habla la que ha
mostrado la conexión interna entre habla y acción, poniéndose de manifiesto que estas
oraciones realizativas no pueden ser verdaderas o falsas, si bien sí pueden entenderse
como un tipo de compromiso. Las oraciones expresivas, finalmente, presentan la pecu­
liaridad —por comparación con las oraciones enunciativas— de que, en el caso de un
empleo con pleno sentido, ni la referencia a un objeto ni el contenido expresado pueden
discutirse, pues una identificación errónea está tan excluida como la crítica a un saber al
que el hablante tiene un acceso privilegiado326; en este último caso se muestra la conexión
interna entre significado e intención, entre lo que se quiere decir y lo que se dice. Pero
«entre las oraciones aseverativas, normativas y expresivas no existe una continuidad lógi­
ca, de modo que de oraciones de una categoría puedan derivarse las de otra categoría. Los
componentes estructurales del acto de habla no pueden reducirse entre sí»327 y, por ello,
una teoría del significado no reduccionista ha de tomar en consideración estos tres aspec­
tos del significado: el contenido semántico, el modo de la comunicación y la intencio­
nalidad del hablante328.

459
Esta autonomía de cada componente estructural del habla -semántico, pragmático y
expresivo- no contradice la articulación interna de los tres en cada acto de habla. La teoría
de la pragmática formal hace suya, como una de sus tesis fundamentales, una idea que ya
estaba contenida en Austin y en Searle: que cualquier acto de habla basa su fuerza ilocuti­
va en que apunta a una dimensión general de apreciación o de crítica329, el como qué cuen­
ta el acto de habla para hablante y oyente330, lo que a su vez está conectado con esos tres
componentes estructurales; y que, en este sentido, puede decirse que el hablante contrae
con su acto de habla obligaciones típicas o un tipo de compromiso frente al oyente. Lo
específico de la pragmática formal es el considerar que esta conexión entre significado y
validez puede analizarse en términos de la referencia a tres pretensiones o dimensiones
generales de validez que potencialmente contiene todo acto de habla, y que pueden recu­
perarse y tratarse explícitamente merced a la base racional del habla. Las tres pretensiones
o dimensiones de validez son la base para una clasificación en tipos de actos de habla o usos
de lenguaje básicos, si bien se trata tan sólo de categorías analíticas o idealizadas331. Y, al
mismo tiempo, cada una hace referencia a un «mundo» o aspecto de la realidad. Pero la idea
fundamental es que estas dimensiones o pretensiones de validez no se determinan desde la inten­
cionalidad del hablante, sino desde el aspecto bajo el cual el acto de habla puede ser puesto en
cuestión por el oyente, o ante el cual el oyente puede verse racionalmente motivado a situarse con
un sí o un no. Asi:

1. Con los actos de habla constatativos el hablante vincula una pretensión de verdad, al refe­
rirse a algo en el mundo objetivo en el sentido de reflejar un estado de cosas; una toma de
posición negativa por parte del oyente significa que cuestiona la pretensión de verdad que el
hablante ha elevado con la proposición afirmada. (Ejemplos de este tipo de actos de habla son
los enunciados empíricos y teóricos.)
2. Con los actos de habla regulativos el hablante vincula una pretensión de corrección o recti­
tud, al referirse a algo en el mundo social común en el sentido de querer entablar una rela­
ción interpersonal legítimamente reconocida; una toma de posición negativa por parte del
oyente significa que cuestiona la corrección normativa que el hablante ha pretendido para su
acción. (Ejemplos arquetípicos de estos actos de habla son las promesas, los ruegos o los man­
datos.)
3. Con los actos de habla expresivos el hablante vincula una pretensión de veracidad (o since­
ridad), al referirse a algo en el mundo de su subjetividad personal en el sentido de querer des­
velar ante un auditorio una vivencia a la que él tiene acceso de modo privilegiado; la toma de
posición negativa por parte del oyente significa que duda de la sinceridad del hablante.
(Ejemplos paradigmáticos de este tipo de actos de habla son los testimonios o las confesio­
nes)332.

La diferencia esencial de esta nueva teoría de actos de habla no consiste tanto en el


resultado de la clasificación final, como en el criterio que la motiva: «como hilo conductor
para la clasificación de los actos de habla es conveniente recurrir a las opciones que tiene el
oyente para tomar postura con un sí o un no, de manera racionalmente motivada, ante la
emisión de un hablante»333. Lo que Searle había tratado en términos del éxito ilocutivo del
acto de habla -logro del propósito ilocutivo o satisfacción de la condición esencial del acto
de habla- se explica ahora como el logro del reconocimiento intersubjetivo de una pretensión
de validez. Este éxito ilocutivo está basado en el compromiso que el hablante contrae de apo­
yar lo que dice con razones, en caso de que le sea requerido por el oyente; y es a este com­
promiso a lo que Habermas ha dado el nombre de pretensión de validez. se trata de la asun­
ción, por parte del hablante, de la responsabilidad de justificar su acto de habla ante el oyente.

460
Así, con una promesa el hablante reclama validez para su declaración de intenciones;
con una orden, reclama validez para una exigencia; con una confesión reclama validez para
la expresión de sus sentimientos; y, con una predicción, reclama validez para un enuncia­
do. Si el oyente toma postura con un no, lo que cuestiona es la corrección de la promesa o
de la orden, la sinceridad de la confesión o la verdad de la predicción. De hecho, sin embar­
go, en el habla corriente no se presentan tipos puros de actos de habla, en el sentido de que
estén concertados a una única pretensión de validez. La hipótesis de la pragmática formal
en este punto afirma que, en un contexto de acción comunicativa, un acto de habla siem­
pre puede ser rechazado bajo uno de estos tres aspectos: el de la corrección que el hablan­
te reclama para su acción con respecto a un contexto normativo —e indirectamente para esas
normas mismas-, el de la veracidad que pretende para la manifestación de esas vivencias
subjetivas a las que él tiene acceso de modo privilegiado, o el de la verdad que, con su emi­
sión, el hablante pretende para una proposición -o para los presupuestos existenciales del
contenido de una proposición nominalizada-334. En las condiciones de una comunicación
normal, los actos de habla empleados comunicativamente están insertos en una compleja
red de referencias a la realidad; pero «de su función ilocutiva (en condiciones estándar, del
significado de su componente ilocutivo) se infiere bajo qué aspecto de validez el hablante
prefiere que su emisión sea preferentemente entendida»335. Por consiguiente, con todo acto
de habla el hablante eleva directamente o de modo preferente una pretensión de validez,
mientras que las otras dos permanecen presupuestas de modo implícito y pueden igual­
mente ser puestas en cuestión o problematizadas por el oyente.
La explicación de qué se entiende por «significado del componente ilocutivo» se for­
mula, dentro de la teoría de la pragmática formal, en términos del concepto central de con­
diciones de aceptabilidad -concepto que sustituye al de condiciones de satisfacción de la teo­
ría de actos de habla anterior. Un acto de habla es aceptable cuando puede satisfacer las
condiciones que son necesarias para que un oyente pueda tomar posición con un sí ante la
pretensión de validez del hablante. Son, por tanto, condiciones para el reconocimiento inter­
subjetivo de una pretensión lingüística que, en caso de ser aceptada, funda un consenso de
contenido específico sobre obligaciones que son pertinentes para la interacción posterior.
En un contexto de empleo comunicativo del lenguaje, los propósitos ilocutivos de los actos
de habla se consiguen por medio del reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de vali­
dez. Consiguientemente, el conocimiento del significado de una emisión se va a explicar en
términos del conocimiento que un oyente ha de tener para poder tomar postura ante el
hablante: «Un oyente entiende el significado de una emisión cuando, además de las condi­
ciones de buena formación gramatical y las condiciones generales de contexto, conoce
aquellas condiciones esenciales bajo las cuales podría verse motivado por el hablante a una
toma de posición afirmativa»336.
Para intentar aclarar la relación entre condiciones de aceptabilidad, éxito ilocutivo y
entendimiento, Habermas distingue entre éxito ilocutivo en sentido «amplio» o «de mayor
alcance» (weiter) y en sentido «estricto» (enger). El éxito ilocutivo en sentido estricto consiste
en el mero comprender (Verstehen); en este caso, se logra el propósito ilocutivo cuando el
oyente comprende lo que el hablante dice. El éxito ilocutivo en sentido amplio consiste en
que el oyente acepte las pretensiones de validez que el hablante le ha presentado y tome
posición con un sí; en este caso, el acto de habla tiene éxito cuando se logra un entendi­
miento (Einverstandnis) entre hablante y oyente capaz de tener un efecto coordinador en la
interacción posterior337. Habermas distingue además dos componentes en las condiciones
de aceptabilidad: lo que llama condiciones de satisfacción (Erfullungsbedingungen) (a), y las
condiciones de validación (Gültigkeitsbedingungen) (b). Las primeras consistirían en las cir­

461
cunstancias que tendrían que ser el caso, o las acciones que tendrían que realizarse, para que
el contenido proposicional se ajustara al mundo en el modo de la comunicación. Se trata­
ría, por tanto, de la misma noción que la teoría de actos de habla ha introducido, y que
puede especificarse bajo la forma de condiciones de verdad empíricamente comprobables.
Las segundas son las condiciones que permitirían que un oyente tuviera buenas razones
para considerar que el acto de habla está justificado o es válido338. La distinción entre con­
diciones de satisfacción y condiciones de validación remite, por tanto, a la distancia prag­
mática que existe entre la comprensión del acto de habla por parte del oyente, y su acepta­
ción racionalmente motivada del acto de habla, sin exigir al hablante que lleve a efecto esta
garantía o una vez lo ha hecho.
Aunque Habermas no lo establece así, esta especificación general permite conjeturar
que la distinción continúa la que antes ha establecido entre dos tipos de éxito ilocutivo; así,
conocer las condiciones de éxito ilocutivo en sentido estricto sería conocer las condiciones
que la teoría de actos de habla desglosaba en condiciones preparatorias y de contenido pro­
posicional, de sinceridad y condición esencial; y conocer las condiciones de éxito ilocutivo
en sentido amplio sería conocer las condiciones de satisfacción y de validación339. En el caso
de un acto de habla regulativo -por ejemplo, una petición o una promesa-, las condicio­
nes de satisfacción (a) hacen referencia a las obligaciones típicas de acción ligadas a ese acto
de habla -que el oyente satisfaga la petición, o que el hablante cumpla la promesa-; cono­
cer las condiciones de validación (b) es conocer las condiciones que permitirían, con bue­
nas razones, aceptar la pretensión de validez correspondiente en esa situación particular, o
considerar el acto de habla normativamente justificado -por ejemplo, aceptar como recta
la petición si el hablante tiene autoridad o legitimidad para hacerla y las circunstancias la
justifican, o aceptar como correcta la promesa, si el compromiso del hablante es recto y éste
puede justificar su competencia o capacidad para cumplirlo-340. La misma distinción entre
condiciones de satisfacción y de validación, al especificar las condiciones de aceptabilidad
de los actos de habla, se establece en el caso de actos de habla constatativos y expresivos.
Aquí, sin embargo -como el propio Habermas reconoce, y algunos autores han puesto crí­
ticamente de manifiesto—, la distinción no puede establecerse con la misma claridad. En el
caso de una predicción como «te adelanto que las ferias se van a pasar por agua», para que
el oyente pueda entenderla ha de conocer (a) las condiciones bajo las cuales la predicción
sería verdadera, y (b) las condiciones bajo las cuales el hablante podría tener razones con­
vincentes para considerar verdadera la predicción. En el caso de una manifestación expre­
siva, como «te confieso que tu comportamiento me ha decepcionado», el oyente la entien­
de cuando conoce (a) las condiciones bajo las cuales una persona puede sentirse
decepcionado ante su acción, y (b) las condiciones que llevan al hablante a decir lo que dice
y, de ese modo, a aceptar la responsabilidad de que su comportamiento futuro sea consis­
tente con el contenido de la confesión. Habermas reconoce la existencia aquí de una asi­
metría con respecto a los actos regulativos; ésta reside en que, en el caso de los constatati­
vos y expresivos, las condiciones de satisfacción (a) no son relativas a obligaciones típicas
de acción -que a su vez descansan en un reconocimiento intersubjetivo de la validez de las
normas subyacentes—, sino que conciernen «únicamente al entendimiento [ Verstandnis] del
contenido proposicional de una oración de vivencia o una oración enunciativa, para las que
el hablante obtiene o pretende validación»341.
Esta afirmación sugiere algo que ha sido reiteradamente puesto de manifiesto como crí­
tica: si el conocimiento de las condiciones de satisfacción, en el caso de los constatativos y
expresivos, sólo depende de la comprensión del contenido proposicional, entonces la teo­
ría de la pragmática formal está aceptando una noción de significado lingüístico que es

462
estrictamente semántica, e independiente de las dimensiones de validez y del significado
ilocutivo. Es decir, para que un hablante pueda conocer las condiciones de validación de
una predicción o un testimonio y, por tanto, tener buenas razones para aceptar su verdad
o veracidad respectivas, antes ha de conocer el significado semántico de las expresiones
correspondientes. Pero esto parece poner en cuestión que pueda defenderse —como
Habermas ha hecho- que entender un acto de habla es conocer las razones que permitirí­
an al hablante justificarlo o fundamentarlo. Lo que quedaría puesto en cuestión es la tesis
central de que «entendemos un acto de habla cuando sabemos qué lo hace aceptable». Esto
lleva a una segunda dificultad, conectada con la anterior. Todo el análisis llevado a cabo, así
como la propia teoría del significado, se han propuesto partiendo de una importante res­
tricción teórica: la que limita el estudio al uso comunicativo del lenguaje, y a una especifi­
cación estándar del acto de habla. Ello obliga a preguntarse qué ocurre en el caso de los usos
no comunicativos del lenguaje.
Han sido las dificultades surgidas en relación con esto, así como las críticas que se van
a ver a continuación, las que han llevado a J. Habermas a una última revisión de su teo­
ría pragmatista del significado y a dos subsiguientes modificaciones342. Para esta teoría,
como se ha visto, es central un concepto de validez generalizado y que se aplica con valor
epistémico; de ello se sigue que las condiciones de validez de un acto de habla se estable­
cen tomando como base las razones que, en una situación normal arquetípica, pueden
valer para hacer efectiva la pretensión de validez correspondiente. La teoría, en la formu­
lación original que se acaba de estudiar, asumía que la aceptabilidad de los actos de habla
depende del conocimiento de las razones que, en primer lugar, justifican el éxito ilocuti­
vo y, en segundo lugar, podrían motivar racionalmente un entendimiento entre hablante
y oyente. La revisión de la teoría conduce a precisar la diferencia existente entre la com­
prensión del significado de un acto de habla y el entendimiento o acuerdo, racionalmente
motivado, a que su aceptación puede dar lugar. Junto a ello se hace explícito que no todo
uso del lenguaje es comunicativo, y que no toda comunicación lingüísticamente mediada
se orienta en la dirección de un acuerdo basado en pretensiones de validez intersubjetiva­
mente reconocidas. Así, en los casos del uso epistémico del lenguaje -e.d., aplicado a la
expresión de un conocimiento objetivo- y del uso teleológico del mismo -e.d., empleado
al servido del logro de objetivos particulares o el éxito en una interacción personal-, la
orientación a fines estrictamente ilocutivos deja de ser esencial. Para la comprensión y el
uso competente del acto de habla basta, en el primer caso, que el hablante conozca las con­
diciones de verdad de su afirmación y que manifieste así su creencia en la verdad de ésta;
en el segundo caso, que arquetípicamente sería el de un enunciado intencional, monoló-
gicamente empleado y dirigido hacia un plan de acción, es suficiente con un conoci­
miento de las correspondientes condiciones de éxito, esto es, de las condiciones bajo las
cuales el enunciado de intenciones se haría verdadero. En este sentido, las condiciones de
éxito pasan a ser condiciones de verdad vistas desde la perspectiva del hablante. En ambos
casos, el de un uso del lenguaje aplicado meramente a los fines de la representación, y el
de un uso dirigido a los fines del plan de acción intencional trazado por un hablante, lo
que entra en juego es un uso no comunicativo del lenguaje: ambos son posibles gracias a
un proceso de abstracción, que deja en suspenso la referencia, siempre dada, de los enun­
ciados epistémicos a la verdad y de los enunciados intencionales a la sinceridad. Lo que
queda así abstraído y en suspenso es la demanda de reconocimiento intersubjetivo. Pues
en ambos casos el acto de habla sólo puede recibir justificación si se adopta la perspectiva
del hablante, y se asume como racional lo que cuenta como tal desde la perspectiva relati­
va de éste.

463
Las dos modificaciones resultantes de la revisión llevan entonces a establecer lo siguien­
te. En primer lugar, se afirma que comprender un acto de habla significa conocer las con­
diciones para su éxito ilocutivo o su éxito perlocutivo: aquéllos que el hablante puede pre­
tender mediante él. En segundo lugar, se afirma que conocer las condiciones para el éxito
ilocutivo o el éxito perlocutivo de un acto de habla significa conocer las razones, indepen­
dientes del hablante o relativas al hablante, con las que el hablante podría llevar a efecto,
discursivamente, su pretensión de validez. Ello significa que el entendimiento entre actores
que se orientan al éxito es posible también, en un «sentido débil», cuando la seriedad (y rea-
lizabilidad) de un aviso o de una exigencia (o una amenaza) pueden rechazarse al ser exa­
minados en función de su racionalidad desde una perspectiva relativa al agente, esto es,
cuando no parecen justificarse sobre la base de lo que serían «buenas razones particulares»
para el agente. Lo que las dos modificaciones indicadas aseguran es que los actos de habla
son también actos ilocutivos cuando sólo están ligados a pretensiones de verdad o de sin­
ceridad, y cuando estas pretensiones pueden encontrar fundamento, únicamente, por
recurso a la seriedad (y realizabilidad) de las intenciones y decisiones referidas tan sólo a las
preferencias (y, con ello, sólo desde la perspectiva) de un hablante orientado al éxito.
Esta revisión supone, sin embargo, un reconocimiento de la insuficiencia de la teoría ori­
ginal para dar cuenta, de modo satisfactorio, de los usos no comunicativos del lenguaje. Lo
que sigue comprende las contribuciones críticas que han permitido ponerlo de manifiesto.

4.2.3. Algunas posiciones criticas

i. A. Wellmer: «¿Qué es una teoría pragmática del significado?». El problema del uso
epistémico del lenguaje

La primera dificultad de las dos señaladas puede retrotraerse, como algunos estudiosos han
señalado, a las nociones de comprensión (Verstehen, Verstandnis), entendimiento (Verstandnis,
Verstandigung) y acuerdo o consenso (Einverstandnis) tal y como las emplea Habermas en el con­
texto global de la teoría de la acción comunicativa. Por acuerdo o consenso (Einverstandnis)
Habermas entiende un acuerdo bien fundado, alcanzado a partir de un proceso de argumen­
tación racional genuino, es decir, en el discurso. Entendimiento (Verstandigung) designa, más
bien, el proceso de argumentación o discusión que se encamina a obtener un acuerdo o con­
senso; remite a la idea de un proceso de discusión intersubjetiva y crítica que, en cuanto tal,
tiene como objetivo la obtención de un consenso343. Pero ello no implica que fácticamente tal
consenso haya de lograrse siempre, ni siquiera que sea posible. La tesis de que «el entendi­
miento es inherente como telos al lenguaje humano» remite al vínculo interno entre significa­
do y validez, por el que cualquier acto de habla es susceptible de crítica en un foro intersubje­
tivo de discusión -concepción dialógico-falibilista de la comunicación humana. Pero esta tesis
no implica, como ya se ha visto, que todo proceso de entendimiento haya de acabar en con­
senso. Pues la conexión entre argumentación -en el límite, entre un consenso alcanzado argu­
mentativamente- y validez sólo es interna en el caso del discurso práctico, donde se decide la
validez normativa; en el discurso teórico el consenso es un criterio, pero no una fundamenta­
ción última, para la validez epistémica o verdad; asimismo, en el ámbito de los juicios estéticos
no puede esperarse que el entendimiento tenga que fundar un consenso. Pero lo que en todos
los casos es esencial para la teoría de la pragmática formal, aquello que constituye el núcleo teó­
rico y el rasgo más específico de su propuesta, es la afirmación de un vínculo interno entre sig­
nificado y validez, que conecta lo que se dice con las razones que permitirían justificarlo y
hacen posible la toma de posición crítica del oyente.

464
La dificultad señalada arriba344 surgiría porque la teoría de la pragmática formal no dis­
tingue con claridad entre dos usos del término «comprensión» (Verstandnis). En un sentido
más débil, designa el saber del significado (Bedeutungswissen) de los hablantes; en un sentido
más fuerte, la comprensión de expresiones lingüísticas exige ya una orientación según pre­
tensiones de validez al entendimiento lingüístico (Verstandigung), al cual le es inherente una
fuerza racionalmente motivadora. Habermas parece ceñirse a la acepción más fuerte —que
vincula la comprensión con el entendimiento en sentido enfático como conocimiento de las
condiciones de validez, y no sólo como saber del significado- cuando explica que compren­
der una expresión significa saber cómo puede un hablante servirse de ella para entenderse
(sich verstandigen) con alguien sobre algo; afirma que ya en las condiciones para la compren­
sión de las expresiones lingüísticas se ve cómo los actos de habla que pueden realizarse con
su ayuda están orientados a un consenso o acuerdo (Einverstandnis), racionalmente motiva­
do, entre los participantes en la comunicación. No se habría captado en absoluto lo que sig­
nifica comprender el significado de una emisión si no se conociera que ésta ha de servir para
entenderse sobre algo, es decir, para llegar a un acuerdo racionalmente motivado acerca de lo
dicho —a cuyo concepto pertenece que este acuerdo «vale» para los interlocutores. No sería
posible saber qué significa comprender el significado de una emisión si no se supiera que ésta
puede y debe servir a la producción de un acuerdo racionalmente motivado. En este sentido
se afirma la tesis de que «fa]l lenguaje le es inherente la dimensión de la validez», pues «[l]a
orientación según pretensiones de validez pertenece a las condiciones pragmáticas del enten­
dimiento posible, es decir, de la propia comprensión del lenguaje»345. La tesis central de la teo­
ría de la pragmática formal es, por tanto: que «[ejntendemos un acto de habla cuando cono­
cemos el tipo de razones que un hablante podría aducir para convencer a un oyente de que,
en las circunstancias dadas, está justificado que pretenda validez para su emisión»346.
Ahora bien, la crítica de Wellmer ha tendido a poner de manifiesto que, para que la teo­
ría de la pragmática formal pueda estudiar esa noción de comprensión en el sentido «fuerte»
de entendimiento, tiene que dar por supuesto que los interlocutores ya comprenden el signi­
ficado de las expresiones en el sentido «débil» de la semántica veritativa; el análisis de la prag­
mática formal parte de la inteligibilidad del lenguaje, es decir, de un lenguaje común que los
hablantes suponen en principio compartido, como precondición para el inicio del proceso de
entendimiento mismo. El saber del significado, o saber del lenguaje que la pragmática formal
quiere reconstruir, sería distinto al saber que es objeto de la semántica veritativa. Wellmer
defiende que lo que llama «principio de aceptabilidad» de la pragmática formal -la tesis de
que entender un acto de habla significa conocer sus condiciones de aceptabilidad-, cuando se
aplica a las afirmaciones, no es un principio lógico-semántico de construcción de enunciados
y, por tanto, tampoco un principio básico de construcción para una teoría del significado en
proyecto; más bien mostraría de qué modo los principios de la semántica veritativa pueden
integrarse y ser superados por una teoría pragmática del lenguaje. Lo que se muestra con ello,
en opinión de Wellmer, es la peculiar inconmensurabilidad de la pragmática formal y la
semántica veritativa: «la pragmática formal reconstruye un tipo de saber del lenguaje distinto
al de la semántica veritativa; no se involucra en absoluto en los problemas de detalle de la
semántica veritativa, sino que sólo dice, de un modo general, qué lugar ocupan esos proble­
mas en el marco de una teoría pragmática del lenguaje»347. La pragmática formal se ocuparía
del estudio de las condiciones generales de aceptabilidad; sería, en sentido estricto, «una teo­
ría del significado de los indicadores pragmáticos, dicho con brevedad, de los verbos realiza­
tivos»348. Si se acepta así, la pragmática formal no estaría necesariamente en conflicto con la
semántica veritativa; podría, como ha propuesto Dummett, verse como su complemento, y
así también puede entenderse la teoría de actos de habla de Searle.

465
La referencia de Wellmer a Searle hace legítimo intentar situar su propuesta crítica -la
de que es necesario aceptar una «división del trabajo» tácita entre la pragmática formal y la
semántica veritativa- a la luz de la teoría de actos de habla. Pues aquí —y en particular en el
caso de la última formulación de la teoría, debida al trabajo conjunto con D.
Vanderveken349- lo que se defiende es que la semántica integra a la pragmática. Se ha visto
que Habermas hace equivaler las condiciones de aceptabilidad en sentido estricto a lo que, en
la teoría de actos de habla anterior (Searle), se había llamado condiciones de éxito ilocutivo.
En la última revisión de esta teoría se introduce una nueva distinción conceptual, entre éxito
ilocutivo y condiciones de satisfacción, que es pertinente aquí. Las condiciones de éxito ilocu­
tivo, en el sentido de Searle/Vanderveken, incluyen las condiciones preparatorias, la condi­
ción de sinceridad, las condiciones de contenido proposicional y la condición esencial -esta
última es la que determina que el acto de habla pueda contar como algo350-. Puede conside­
rarse que estas condiciones de éxito ilocutivo, en el sentido de Searle/Vanderveken, coinci­
den con lo que Habermas ha llamado condiciones de éxito ilocutivo, o de aceptabilidad, en
sentido estricto. Importa notar que, si esta correspondencia es adecuada, entonces lo que
Habermas ha llamado «mera comprensión» (bloses Verstehen} no puede identificarse con el
conocimiento del significado semántico, como afirma Wellmer: pues implica ya el conoci­
miento del como qué cuenta el acto de habla para hablante y oyente, es decir, del tipo de com­
promiso o de obligación típica que el hablante ofrece contraer. Esta interpretación se ve con­
firmada porque, cuando Habermas habla de condiciones de éxito ilocutivo en sentido
estricto en el caso particular de actos de habla regulativos, remite a las obligaciones típicas
que los hablantes contraen con sus actos de habla, y éstas a su vez al reconocimiento inter­
subjetivo de la pretensión de validez correspondiente351. Asimismo, en el caso de expresivos
y constatativos, la comprensión del contenido proposicional está vinculada a la comprensión
del tipo de éxito ilocutivo en sentido estricto que el hablante pretende.
Esto confirmaría la autocomprensión de Habermas, sin entrar en conflicto con la pro­
puesta de Wellmer: pues el significado semántico del componente proposicional es susceptible
de un análisis en términos de condiciones de verdad, en tanto que este saber del significado
semántico se integra, como condición del contenido proposicional, en el conjunto de condicio­
nes que constituyen el acto de habla; pero, en ese mismo sentido, el significado semántico es
uno de los elementos del significado ilocutivo total del acto de habla. Lo que con esto se quie­
re indicar es que el tipo de «saber del significado» que estudia la semántica veritativa no puede
verse -como parece sugerirse en ocasiones- como un tipo de saber previo al del significado
pragmático, como si fuera preciso un conocimiento de lo que las expresiones particulares sig­
nifican o designan para poder entender el significado global de la oración y, en última instan­
cia, de su emisión en un acto de habla352. Este modo de ver las cosas supone un retroceso inclu­
so respecto a la semántica veritativa y al giro lingüístico que introduce Frege, al afirmar que sólo
en el contexto de un enunciado alcanza un nombre referencia. Es esta tesis, precisamente, la
que está a la base del giro lingüístico, ya que supone la constatación del vínculo interno entre
significado semántico y condiciones de verdad (de validez). Más bien habría que decir que ese
significado lingüístico, en el sentido de la semántica veritativa, resulta de un proceso abstrac­
ción -algo que, por otra parte, ya había puesto de manifiesto Searle al estudiar los actos de
habla de la predicación y la referencia y señalar que, si bien el de la predicación no es autóno­
mo respecto al acto ilocutivo global en el que tiene lugar, el acto de referir sí puede estudiarse
de manera independiente, aunque siempre resulte de una abstracción353.
Finalmente, la siguiente observación va ser pertinente después. Las condiciones de satis­
facción en el sentido de Searle/Vanderveken se ven cumplidas cuando tiene lugar la corres­
pondencia o ajuste entre la emisión y el mundo -cuando el enunciado es verdadero, el

466
mandato se cumple efectivamente o la promesa se guarda. En la teoría de Habermas, todo
efecto que vaya más allá del éxito ilocutivo en sentido amplio, es decir, de la aceptación del
acto de habla por parte del oyente, ha de considerarse efecto perlocutivo; por tanto, las con­
diciones de satisfacción son condiciones de un tipo de efecto perlocutivo. Al analizar esta
noción, y con posterioridad a su trabajo original de 1981 (Teoría de la acción comunicati­
va), Habermas ha distinguido tres tipos de efecto perlocutivo para una misma emisión. El
primer tipo o «efecto perlocutivo j» refiere a todos los objetivos y efectos que van más allá
del éxito ilocutivo en cualquiera de sus dos sentidos —el de la comprensión de lo que se dice
y el de la aceptación del acto de habla como válido por el oyente. El segundo tipo o «efec­
to perlocutivo2» no tiene lugar a partir de lo dicho como resultado gramaticalmente regu­
lado, sino tan sólo de una manera contingente y condicionada al éxito ilocutivo. Mientras
este tipo de efecto perlocutivo puede hacerse explícito, el tercer tipo o «efecto perlocutivo^»
no podría logarse si el hablante lo declarara abiertamente. Este último es el único que cons­
tituye un ejemplo de uso latentemente estratégico del lenguaje354. De los tres, ahora tan sólo
interesa el primero, lo que llama «efecto perlocutivo p>: puede considerarse, a partir de la
definición propuesta, que éste consiste en el cumplimiento de las condiciones de satisfac­
ción en el sentido de Searle/Vanderveken.
En línea con la conclusión de Wellmer y su sugerencia de que el análisis del significa­
do ilocutivo es independiente y complementario respecto del análisis del significado semán-
tico-veritativo, puede situarse el inteligente estudio crítico que C. Lafont ha llevado a cabo
de la teoría de la pragmática formal355. Su tesis es que, debido a la atención preeminente
que Habermas ha concedido al uso comunicativo del lenguaje y a su olvido del uso episté­
mico -al asumir una tácita «división del trabajo» que delegaba en la semántica formal el
análisis del componente proposicional, así como de los fenómenos lingüísticos de la predi­
cación y la referencia-, su teoría pragmatista del significado acaba integrando tesis que ine­
vitablemente cuestionan la universalidad que su propuesta pretende. Estas tesis serían,
siempre según Lafont, fundamentalmente dos: la que afirma la preeminencia del sentido
sobre la referencia -de acuerdo con la cual los mecanismos lingüísticos de fijación de la refe­
rencia son indirectos, por vía de una predicación identificativa-, y la que tácitamente sus­
cribe una concepción holista del significado -que acaba determinando la imposibilidad de
aislar las «condiciones de aceptabilidad» de los actos de habla del «saber de fondo» que las
determina y que, por ello, hace posible su comprensión—356. La solución a esta dificultad la
ha encontrado Lafont en una incorporación heterodoxa de H. Putnam, que le permite
conectar la teoría de la referencia directa propuesta por este autor en su primera etapa fun­
cionalista con el realismo interno -o pragmático- defendido por Putnam en su segunda
etapa357. Según esta novedosa concepción, la referencialidad directa de determinados tér­
minos que funcionan indéxicamente ha de verse como una presuposición contrafáctica que
constituye el uso epistémico del lenguaje. De este modo, «[ajunque nuestro acceso al
mundo (o a los referentes) está siempre fácticamente prejuzgado por la elección de los
medios lingüísticos con que nos referimos a él (...) en la medida en que hemos aprendido
a utilizar referencialmente dichos medios lingüísticos, merced a la función designativa del
lenguaje, podemos distinguir contrafácticamente entre el mundo supuesto como indepen­
diente de éstos y las atribuciones implícitas (o el «saber de fondo») subyacentes a los medios
lingüísticos. Tal distinción permite, a su vez, a los hablantes suponer que se refieren a “lo
mismo” aún cuando sus interpretaciones al respecto varían»358.
Aunque sin poner en duda la validez de la propuesta -es decir, la necesidad de incorpo­
rar una función directamente referencial en el análisis de las estructuras semánticas del
habla—, sí cabe hacer algún comentario crítico a la interpretación que Lafont hace de la teo­
ría de la pragmática formal y, en particular, a su idea -tácita- de que una teoría pragmatista
del significado como uso subsume necesariamente una concepción holista del significado y
anula cualquier pretensión universalista. Un momento importante de la argumentación a
favor de la teoría de la referencia directa lo constituye la distinción de Donnellan, ya men­
cionada, entre un uso referencial y un uso atributivo de las expresiones designativas. En el
caso del famoso ejemplo de Donnellan, «el asesino de Smith...», que serviría para defender
la función directamente referencial de las expresiones nominales, puede observarse que si
aquí una «falsa» descripción puede referir «correctamente» es porque otros elementos con­
textúales proporcionan la información requerida -incluso, el gesto ostensivo. Pero se trata
más bien de un caso anómalo o indirecto de referencia, similar en esto a los ejemplos de Grice
para su análisis de la comunicación: se eleva a paradigma el caso no-normal del funciona­
miento del lenguaje, que, paradójicamente, en el caso de este ejemplo cumple su función
porque se presupone o conoce el caso de buen funcionamiento estándar, aquí el de las des­
cripciones definidas. (La del ejemplo es una situación similar a la que tiene lugar cuando se
llega a establecer un enunciado verdadero por una vía equivocada, p.e. por una argumenta­
ción falaz o una heurística incorrecta). En su argumentación, C. Lafont contrapone los con­
ceptos de referencia e identificación, de modo que «identificación» parece designar el proce­
so de fijación indirecta de la referencia mediante un conjunto de predicaciones. Pero, en la
precisión de Strawson que han seguido Tugendhat y Searle, la función identificativa del len­
guaje no está subordinada a la predicativa; consiste en permitir seleccionar o discriminar un
objeto entre otros, función que pueden cumplir las expresiones directamente referenciales.
Según se acaba de ver, y bajo el supuesto de que la reconstrucción aquí propuesta es váli­
da, la consideración de que la teoría de actos de habla subsume, inadvertidamente, una teoría
de la referencia indirecta está en conflicto con el tratamiento de la referencia llevado a cabo por
el primer Searle -tratamiento que puede integrarse de una manera natural en la teoría de la
pragmática formal. El acto de habla de la referencia no depende lógicamente de su integración
en un acto ilocutivo, es autónomo respecto a éste. Pero sí presupone un principio de identifica­
ción, que únicamente garantiza la posibilidad -en los contextos de habla en los que la comuni­
cación así lo requiera- de recuperar la referencia de la expresión nominal mediante una des­
cripción. Se trata de una virtualidad, que entra en juego en la justificación de la validez del acto
de habla -no en su génesis-359. Tiene, por tanto, el estatuto dialógico-falibilista de los presu­
puestos contrafácticos que son al mismo tiempo constitutivos del habla comunicativa.
Finalmente, respecto a la posibilidad de hacer abstracción, en el caso de los términos que refie­
ren directamente, de la «historia» del concepto (Gadamer), o del modo en que llega a fijarse la
referencia —como la teoría de la referencia directa tácitamente asume—, la discusión de
Wittgenstein relativa a las definiciones ostensivas representa en este contexto una objeción impor­
tante, en la medida en que muestra que una fijación de la referencia de este tipo tampoco puede
separarse de la gramática del concepto correspondiente; tiene que haber «muchos preparativos
en el lenguaje» para que puedan nombrarse directamente un nuevo color, o un nuevo objeto.
La incorporación de la(s) teoría(s) de Putnam por parte de C. Lafont supone, como se
ha señalado, una síntesis original entre la primera teoría de la referencia directa, funciona-
lista, y el posterior pragmatismo interno: si se quiere evitar el esencialismo de la primera
posición, y el contextualismo o relativismo débil de la segunda, la propuesta de Lafont se
traduce en la hipótesis o principio de que, en el acto de habla de la referencia (Searle), exis­
ten «puntos fijos», tipos de referencia invariantes a través de las diversas realizaciones con­
tingentes e históricas. El problema es cómo se somete a corroboración la hipótesis, o -alter­
nativamente— cómo se defiende argumentativamente la plausibilidad del principio. Esta es
la dificultad a la que la teoría de la pragmática formal intenta dar respuesta.

468
Pues en este punto cabría preguntarse en qué medida la «objeción de Gadamer» -la de
que también los enunciados empíricos y teóricos son gramaticales en el sentido de
Wittgenstein- anula la pretensión de universalidad de la teoría de la acción comunicativa,
y en qué medida una teoría de la referencia directa salva esta dificultad. Si se supone
-dando la partida por perdida- que Gadamer tiene razón, entonces también en una socie­
dad post-convencional, en la que es posible argumentar críticamente frente a cualquier acto
de habla -y no sólo tomar posición con un sí o un no-, cualquier crítica o manifestación
de disenso sería asimismo gramatical. En ese caso no habría diferencia cualitativa entre un
acuerdo estratégico y un consenso (acuerdo basado en razones), ni entre este entendimien­
to y la prosecución del desacuerdo, pues en todos los casos los participantes estarían extra­
yendo sus convicciones, criterios y estrategias del trasfondo de su cultura y su historia. Pero
entonces el trasfondo del mundo de la vida parece dejar de cumplir función alguna, al
menos desde un punto de vista teórico; se convierte en una instancia tan omnipresente
como inerte y en definitiva indiferente, en tanto en cuanto cualquier enunciación o cual­
quier criterio evaluativo, cualquier argumento o crítica en el curso del proceso de entendi­
miento, pueden igualmente remitirse a ese origen sin que quepa, por el contrario, anticipar
algún modo de determinación o de restricción de posibilidades. Afirmar que tanto la posi­
bilidad de consenso como la de disenso se basan en un trasfondo común que es resultado
de la tradición y la historia, sin que ello añada o quite nada al conocimiento de los ele­
mentos específicos que están constitutivamente presentes, es análogo a algunas declaracio­
nes piadosas de fe respecto a acontecimientos importantes de la vida humana.
Donde la «objeción de Gadamer» -en el sentido en que la discute C. Lafont- sí
parece poder incidir y desempeñar una función importante es en el caso de un «diálo­
go entre culturas», en aquellos contextos o foros donde quienes pretenden llegar a un
entendimiento proceden de tradiciones e historias distintas360. Tanto la objeción de
Gadamer como su aplicación al uso epistémico del lenguaje por C. Lafont tienen la
máxima pertinencia aquí. Si bien sería preciso distinguir entre el ámbito del discurso
teórico y el del discurso práctico, en ambos casos entran en juego las condiciones para
la comprensión (inteligibilidad) y para el entendimiento; asimismo, como ha hecho ver
Habermas, antes de que tenga lugar una discusión práctica es preciso que los partici­
pantes lleguen a una definición común de la situación, lo que probablemente envuelva
el uso epistémico del lenguaje. Las condiciones para la comprensión las garantizaría el
uso de una lengua común, con los márgenes de indeterminación de la interpretación
radical que ello conlleva (Davidson). Para preguntarse por las condiciones que hacen
posible la referencia a objetos y estados de cosas idénticos, la reconstrucción de
Davidson ha mostrado que es preciso situarse en un punto en el que la comunicación
falla, lo que obliga a suspender el supuesto del intérprete de que su teoría previa de la
verdad es adecuada. Pero en este punto se hace preciso situarse no ya en el ámbito
semántico de elaboración de una nueva teoría de ajuste, sino en el ámbito pragmático-
discursivo en el cual se intenta llegar a un entendimiento en relación con la validez de
lo pretendido por cada interlocutor.
En el caso de que la falta de entendimiento persista, lo que se requiere es «retroceder» a
presupuestos cada vez más abstractos y que permitan a los participantes una coordinación
basada en aceptar aspectos del mundo de la vida de sus interlocutores sobre los que no es
posible el entendimiento. Así, lo que la crítica de autores como E. Dussel demanda es la dis­
posición a tener en cuenta las necesidades, deseos, etc. de aquellos que, por no pertenecer a
una sociedad post-convencional o no provenir de una tradición cultural occidentalizada,
carecen de la competencia que les permitiría su expresión y su defensa racionalmente argu­

469
mentada. Esta demanda pasa a formar parte de los presupuestos del discurso y adquiere el
estatuto de una más de las reglas de la argumentación, a un tiempo regulativas y fácticas.
La anterior reconstrucción, sin embargo, obliga a hacer entrar en juego elementos que
tanto el planteamiento de la hermenéutica filosófica como el de la semántica post-analítica
excluyen de sus modelos. Al mismo tiempo, no cabe duda de que la crítica de C. Lafont res­
pecto a lo que es constitutivo del uso epistémico del lenguaje aclara la función de una teo­
ría de la referencia directa. Esta función directamente referencial de algunos términos no se
pone de manifiesto, ni garantiza la universalidad en la comunicación, cuando los partici­
pantes ya comparten una lengua común —es decir, cuentan con una «traducción radical» de
los términos directamente referenciales a su propia lengua, con el margen de indetermina­
ción correspondiente-; sino que se actualiza, en tanto que competencia internamente vin­
culada con las estructuras del habla, cuando es posible aprender a emplear nuevos términos
en esa función, o corregir el propio uso de un término en consonancia con el uso del inter­
locutor. Aquí, de nuevo, la función directamente referencial del lenguaje aparece como un
presupuesto constitutivo del discurso teórico y, al mismo tiempo, regulativo del mismo.
Forma parte, por consiguiente, de los supuestos idealizados de la argumentación racional en
su aplicación al discurso teórico —como la anterior lo era en el discurso práctico. De hecho,
esta crítica ha llevado a una última modificación de la teoría en el sentido ya visto361.

ii. K.-O. Apel. Solución al problema del uso manifiestamente estratégico del lenguaje:
defensa de una pragmática trascendental

En ocasiones Habermas ha distinguido el uso comunicativo del lenguaje del uso episté­
mico (o cognitivo) como dos modos de uso analíticamente contrapuestos; cabría añadir,
siguiendo la misma lógica, un uso expresivo362. Esta distinción resulta muy problemática, sin
embargo, cuando se sitúa sobre el trasfondo de la distinción categorial esencial de acción
comunicativa y acción estratégico-instrumental; pues sugiere, y casi implica, que los usos no-
comunicativos del lenguaje tienen que asimilarse con las acciones orientadas a fines. No es
éste, sin embargo, el desarrollo de la teoría del significado pragmático-formal, que más bien
pretendía considerar integradas a las tres funciones en el uso comunicativo del lenguaje y con­
cede a éste el estatuto de uso fundamental o básico. En la formulación más reciente de la teo­
ría, la distinción -por vía de los tipos fundamentales de racionalidad- es triple. Existen tres
dimensiones o aspectos de la racionalidad, que pueden ponerse en correspondencia con tres
tipos básicos de usos del lenguaje: una racionalidad comunicativa, una racionalidad episté­
mica y una racionalidad teleológica, orientada según fines363. La teoría de la racionalidad
comunicativa, con base en la teoría de la pragmática formal y a partir del análisis de la estruc­
tura del habla, intenta mostrar que es la racionalidad comunicativa, tal y como se manifiesta
en el discurso (racionalidad discursiva), la que tiene un efecto de vínculo integrador entre los
tres tipos de racionalidad; y esta tesis depende de otra de filosofía del lenguaje: la que afirma
que el uso comunicativo del lenguaje es el fundamental, y que cualquier uso no-comunicati-
vo está subordinado al primero. De esta tesis depende a su vez toda la teoría de la sociedad de
Habermas: pues su punto de partida es que el modo de interacción básico en el mundo de la
vida presupone siempre la posibilidad de un entendimiento exento de coacción y racional­
mente motivado; y que, como resultado de ello, el consenso es el mecanismo fundamental de
coordinación de la acción en el mundo de la vida. La teoría crítica de la sociedad basada en
el concepto de racionalidad comunicativa tiene que mostrar que, efectivamente, ya en el
ámbito de la comunicación y la práctica interactiva del mundo de la vida, el entendimiento

470
y la coordinación social de la acción se logran, en el caso normal, merced a la fuerza social de
vínculo de pretensiones de validez aceptadas, es decir, en razón de criterios de validación
-normas jurídicas o morales- reconocidos intersubjetivamente.
El uso epistémico del lenguaje se integraría en el uso comunicativo en el ámbito del dis­
curso teórico, en el sentido ya visto. El uso orientado a fines, o estratégico-instrumental, sin
embargo, ha sido motivo de discusión y de difícil tratamiento en el contexto de una teoría
pragmático-formal que parte, por principio —como se ha enfatizado reiteradamente—, del
análisis del uso comunicativo del lenguaje. El problema reside en que los actos de habla ins-
trumentalizados para la acción estratégica se ven desprovistos de su fuerza ilocutiva de
vínculo racionalmente motivado. Habermas tiene que probar la plausibilidad de la tesis que
afirma que «el uso del lenguaje orientado al entendimiento es el modo original, con respecto
al cual el entendimiento indirecto, el dar-a-entender o el dejar-entender se comportan para­
sitariamente»364. De hecho, ha tenido que modificar su tratamiento inicial de este problema,
ya que -como sus críticos pusieron de manifiesto- la solución era insuficiente365. En el caso
de los actos de habla latentemente estratégicos sí ha podido mostrar, de forma convincente, el
carácter parasitario de este uso del lenguaje respecto al uso comunicativo: pues quien quiere
engañar a otro ha de comportarse «como si» estuviera respetando las reglas y los presupues­
tos de la comunicación no estratégica. Quien quiere lograr a través de su interlocutor sus
propios fines individuales -p.e. económicos o políticos- mediante una obtención latente­
mente estratégica del éxito perlocutivo de lo que dice, tiene que despertar en su interlocutor
la impresión de que, en el plano de la comunicación lingüística, le da la oportunidad de juz­
gar la fuerza ilocutiva del habla en cuanto tal en términos de sus pretensiones de validez.
Quien quiere persuadir por medio de la retórica, tiene que despertar en el oyente la impre­
sión de que quiere convencerle con la fuerza de sus argumentos. Pero, si quien recurre al habla
latentemente estratégica tiene que fingir un uso del lenguaje no estratégico, entonces está
reconociendo implícitamente el primado normativo de la fuerza ilocutiva del habla basada en
pretensiones de validez. Este análisis justifica la plausibilidad de la tesis de Habermas: que ya
en el plano de la práctica comunicativa del mundo de la vida está tácitamente reconocida la
dependencia «parasitaria» de la comunicación latentemente estratégica con respecto a la
práctica comunicativa que debe su fuerza de vínculo social a la apelación implícita a preten­
siones de validez susceptibles de crítica. Ello permite concluir legítimamente la normalidad
de la práctica comunicativa no estratégica en el mundo de la vida366.
En el caso de los actos de habla manifiestamente estratégicos, sin embargo, esta prueba no
es igualmente concluyente. Habermas ha seguido defendiendo que el empleo del lenguaje
manifiestamente estratégico tiene un estatuto derivado, pues en este caso a todos
los participantes en la interacción les sería presente que el entendimiento lingüístico se halla
sometido a condiciones de acción estratégica y que, por tanto, permanece deficitario. En el
caso paradigmático de un imperativo que basa su fuerza en la coacción de una amenaza o
en un potencial sancionador, la pretensión de validez se ve remplazada por una pretensión
de poder; aquí no puede considerarse que entender el acto de habla incluya la satisfacción
de los dos tipos de condiciones de aceptabilidad de una orden o un mandato legítimo, es
decir: (a) las condiciones normales de éxito ilocutivo, y (b) aquellas condiciones bajo las
cuales el hablante tiene razones para considerar válido, es decir, normativamente justifica­
do, su particular acto de habla imperativo. Habermas ha argumentado que, desde la pers­
pectiva de un observador sociológico, existe un continuum entre las relaciones de poder fác-
ticas basadas en la coacción y las relaciones de poder transformadas en autoridad normativa
legítima; la conducta manifiestamente estratégica sería un «caso límite» en el que la pre­
tensión de validez normativa «se encoge», reduciéndose a una pura pretensión de poder que

471
sólo se apoya en un potencial de sanción, y no en el potencial racional que legitimaría a la
autoridad: en este caso límite, las condiciones de validez normativa han sido sustituidas por
condiciones de coacción y de sanción367. En la situación de un uso del lenguaje manifiesta­
mente estratégico, las pretensiones de validez -de verdad proposicional, de corrección o rec­
titud normativa y de veracidad subjetiva- se ven suspendidas y se sustituyen por condicio­
nes de sanción; los actos de habla, desprovistos de su fuerza ilocutiva —lo que se puede
observar en la estructura condicional del «si (no)... entonces» de las amenazas-, cesan en su
función coordinadora de la acción en favor de un ejercicio de influencia que es externo al
lenguaje. Un acto de habla como la amenaza tiene que «tomar prestado», afirma Habermas,
su significado ilocutivo de otros contextos de uso en los que las mismas oraciones se emi­
ten, normalmente, según su orientación originaria al entendimiento. Estos actos de habla
perlocutivos, no autónomos, no serían en cuanto tales actos ilocutivos, pues no están orien­
tados a una toma de posición racionalmente motivada por parte del interlocutor368.
K.-O. Apel ha discutido la propuesta de Habermas no en su desarrollo concreto, que
suscribe, sino en cuanto a su fundamento teórico369. Se ha visto ya cómo Habermas ha con­
siderado que no es posible mantener, tras el giro lingüístico, una separación estricta entre
lo que es a priori y lo que es a posteriori en el conocimiento, precisamente porque no es
posible separar el saber del significado y el saber del mundo. Por lo mismo, ha defendido
que la investigación de las estructuras inevitables y generales de los procesos de entendi­
miento no puede entenderse en el sentido de una investigación trascendental a la manera
de Kant, sino que las propias ciencias empíricas pueden contribuir, junto con las ciencias
reconstructivas —entre las que se cuenta la teoría de la pragmática formal-, a ese conoci­
miento. Apel, por el contrario, ha considerado siempre insuficiente una investigación de
base empírica y ha reivindicado la necesidad de una fundamentación última para la teoría;
este es el sentido de su reivindicación de una pragmática trascendental. Con respecto al pro­
blema que ahora se discute, ha formulado una doble crítica. En primer lugar, observa que
lo que Habermas ha podido probar en todo caso no es la normalidadfáctica del uso del len­
guaje no latentemente estratégico, sino su primado normativo, tácitamente reconocido, en
el mundo de la vida. En segundo lugar, Habermas no habría mostrado que, en el ámbito
de la práctica comunicativa del mundo de la vida, también se reconoce necesariamente el
primado de la racionalidad comunicativa, basada en criterios de validez y formadora de
consenso, frente a la racionalidad basada en el poder y manifiestamente estratégica. Apel
afirma que ninguna de las dos cosas puede probarse, es decir: «que el primado normativo
de una formación de consenso no-estratégica en cuanto tal esté reconocido, es algo que no
puede mostrarse en principio por recurso a la práctica del mundo de la vida»370. Esto sería
así porque quien se enfrenta a sus interlocutores con acciones manifiestamente estratégicas
-con amenazas o con ofrecimientos de favores- de ningún modo reconoce, de hecho, el
primado normativo de la racionalidad no-estratégica; por el contrario, no acepta integrar­
se en una discusión sobre pretensiones de validez y, en esa misma medida, no cumple las
condiciones de un entendimiento sin reservas. Apel considera —y éste es el núcleo de su dis­
crepancia con Habermas- que «por medio de una reconstrucción casi-empíricamente com­
prensiva de la práctica del mundo de la vida no es posible mostrar el reconocimiento del prima­
do normativo de la comunicación no-estratégica y la formación de consenso»11 \
Lo que no es posible por medio de una reconstrucción de la práctica del mundo de la
vida —de sus pretensiones de validez y de sus certezas convencionales— sí lo sería sin embar­
go, según ha defendido Apel, en el ámbito del discurso argumentativo, cuando se reflexiona
sobre los presupuestos que todos los participantes en la comunicación tienen necesariamen­
te que haber reconocido aquí, en este ámbito. El discurso argumentativo —del que depende­
ría también la interdependencia entre filosofía y ciencias particulares- representa el modo de
reflexión de la comunicación humana: cuando, en un caso de diversidad de opiniones o de
un conflicto práctico, los implicados quieren saber quién tiene razón —esto es, cuando quie­
ren saber si sus pretensiones de validez pueden recibir reconocimiento en tanto que inter­
subjetivamente válidas-, entonces la única alternativa a una lucha abierta y a las negociacio­
nes estratégicas es el paso a un discurso argumentativo; éste representaría la forma irrebasable
(nichthintergehbar) de la racionalidad, inscrita en el propio lenguaje humano. Pero este paso
no es fácticamente necesario, y eso es lo que debilita el argumento de Habermas. Sólo el que
acepta entrar en un discurso argumentativo ha reconocido ya, necesariamente, los presu­
puestos constitutivos de todo proceso de entendimiento. Para mostrar esto, Apel se apoya en
lo que ha llamado el principio de no autocontradicción realizativa (o pragmática)-, quien quie­
re argumentar en contra del primado normativo de criterios de validación, y a favor de cri­
terios de racionalidad estratégica, está ya presuponiendo, realizativamente, el primado nor­
mativo de los criterios de validación argumentativa y con ello está «tomando prestado», de
la práctica comunicativa cuyo primado discute, el que se entienda su propia pretensión de
validez; cae con ello en una autocontradicción realizativa. Así, el único modo de mostrar la
prioridad normativa del uso comunicativo del lenguaje orientado al entendimiento es por
recurso a un argumento trascendental: el que consiste en mostrar que, en el ámbito del dis­
curso argumentativo, cualquier participante que quiera negar esa prioridad en favor del uso
manifiestamente estratégico se ve abocado a una autocontradicción realizativa372.
Desde la posición filosófico-lingüística de Apel, lo irrebasable en filosofía no es la con­
ciencia del «yo pienso» que reflexiona en solitario (Descartes o Husserl) ni el pre-reflexivo
ser-en-el-mundo (Heidegger o Merleau-Ponty), pero tampoco la práctica de la acción comu­
nicativa del mundo de la vida (Wittgenstein, y también Habermas), sino la práctica de la
comunicación consensual que es inherente a esta última sólo en el plano del discurso argu­
mentativo.

iii. Sobre el concepto de comunicación sistemáticamente distorsionada.


J. F. Bohmann

J. F. Bohmann ha señalado373 que las teorías sociales críticas de base marxista han con­
siderado un objetivo primordial el desvelar las formas de ideología presentes en la sociedad,
entendiéndolas como falsas creencias acerca de la acción y de las orientaciones cognitivas
humanas. Tras el giro lingüístico en filosofía, las teorías de la ideología han pasado a ocu­
parse de los modos en que el lenguaje y el significado se emplean en el mundo social para
generar, codificar y reproducir relaciones de dominio y de poder. Las teorías de enfoque
semantista, que han podido considerarse más directamente ligadas a la concepción marxis­
ta de la ideología como una falsa representación o una falsa referencia374, intentan estudiar
los modos en que el significado parece sostener relaciones de dominio (Thompson). Desde
un enfoque pragmatista, en cambio, el lenguaje aparece como un medio que contribuye a
estructurar la acción y la interacción; la competencia comunicativa representa la capacidad
para generar contextos de vida social. Desde esta perspectiva se considera ideológico cual­
quier acto de comunicación cuya estructura esté distorsionada mediante el ejercicio del
poder; la ideología aparece como una forma de comunicación sistemáticamente distorsio­
nada en el mundo social (Habermas). El planteamiento semantista puede explicar algunos
aspectos de la representación y la información transmitida mediante enunciados, pero es
claramente insuficiente para dar cuenta del modo en que el lenguaje se convierte en un
modo de acción con capacidad para establecer relaciones de poder, dominación y conflic­
to: esta tarea sólo la puede llevar a cabo, afirma Bohmann, un análisis pragmático de los
actos de habla ideológicos, que dé cuenta sistemáticamente de los mecanismos pragmáticos
que hacen posible que las relaciones de dominio y poder se constituyan y mantengan, y ello
a través de las «distorsiones» de la estructura básica de los actos de habla y de la interacción
comunicativa recíproca. Se trata de analizar el modo en que la ideología restringe la comu­
nicación con el fin de producir su efecto pragmático primario de un consenso forzado o
falso. Pues ahora puede considerarse que el «falso consenso» describe el aspecto funcional
de la comunicación distorsionada375.
Este «falso consenso», que Habermas describe como resultado de un uso latente­
mente estratégico del lenguaje, se produce cuando los modos de integración sistémica
-el dinero y las instituciones mercantiles, o el poder y las instituciones burocráticas- se
infiltran en el ámbito del mundo de la vida, comunicativamente estructurado, y ejercen
una presión irresistible sobre la organización interna del habla. Ello da lugar a una racio­
nalización social sólo aparente, en la que los requerimientos funcionales han sustituido
a la racionalidad comunicativa376.
Bohmann ha recogido la sugerencia de desarrollar una idea que Habermas había
planteado en alguno de sus ensayos tempranos: dar cuenta de esa comunicación distor­
sionada en términos de las alteraciones y lesiones que sufre la base de validez del habla.
Aquí Habermas defendía la tesis de que las patologías sociales pueden interpretarse
como manifestaciones de esa comunicación sistemáticamente distorsionada. El análisis
posterior en Teoría de la acción comunicativa^ al distinguir en la estructura interna del
habla tres tipos básicos de pretensiones de validez, tiene que llevar a la conclusión de
que la distorsión puede producirse en cada una de estas tres dimensiones de validez
independientemente, dando lugar a que se rompan las conexiones intrínsecas al uso
comunicativo del lenguaje en el mundo de la vida: las conexiones entre significado e
intención del hablante, entre significado y validez normativa y entre habla y acción.
Bohmann ha analizado el modo en que tienen lugar estas rupturas de la conexión inter­
na del habla.
Así, por ejemplo, una promesa de igualdad no sería ideológica tanto cuando simple­
mente se ve violada como cuando se mantiene sin que suponga una obligación para quie­
nes tienen el poder en la interacción subsiguiente. Y, contrapuestamente, una expresión
de necesidad o deseo se haría ideológica cuando no es capaz de llevar al discurso público
las necesidades y deseos de los pobres, los oprimidos y los colonizados. En cuanto a la
conexión entre significado y validez tal y como se manifiesta en el uso epistémico del len­
guaje, aquí la distorsión ideológica no tendría lugar mediante una violación de la pre­
tensión de verdad -lo ideológico no es qué se dice, sino cómo se dice. La crítica de la ide­
ología habría de ocuparse, entre otras cosas, del modo en que una pretensión de verdad
se lleva a efecto en el discurso; serían ideológicos, por ejemplo, aquellos discursos en los
que determinados contenidos semánticos se sustraen a la crítica en una discusión públi­
ca377. Esto último pone de manifiesto, como ha señalado Cooke, que la crítica de la
comunicación sistemáticamente distorsionada sólo puede tener lugar sobre el trasfondo
del concepto de racionalidad comunicativa. La teoría de la ideología ha de identificar
estos mecanismos pragmáticos que distorsionan la estructura del habla comunicativa al
servicio del poder.

474
NOTAS

1 Las obras de Wittgenstein se van a citar, salvo otra indicación, a partir de la edición Ludwig Wittgenstein.
Werkausgabe, 8 vols., Francfort 1984, ’®1995- - Los estudios que se van a tener en cuenta son fundamentalmente
los siguientes. A. Kenny (1972): Wittgenstein, Harmondsworth (se cita por la trad. cast. de A. Deaño: Wittgenstein,
Madrid, 1988); R. F. Fogelin (1976): Wittgenstein, Londres; E. Tugendhat (1979): Selbsbewufitsein und
Selbstbestimmung: Sprachanalytische Interpretationen, Francfort; G. P. Baker/P. M. S. Hacker (1980): Wittgenstein:
Understanding and meaning, vol. 1 de An analytical commentary on the Philosophical Investigations, Oxford, 1997;
J. Habermas (1981): Theorie des kommunikativen Handelns, vol. 2, cap. 1: «Zur kommunikations-theoretischen
Grundlegung der Sozialwissenschaften», Francfort; S.A. Kripke (1982): Wittgenstein on rules andprívate language,
Oxford; Baker/Hacker (1984): Scepticism, rules and language, Oxford, 1984; Baker/Hacker (1985): Wittgenstein:
Rules, grammar and necessity, vol. 2 de An analytical commentary on the Philolosphical Investigations, Oxford, 1997;
P. M. S. Hacker (1990): Wittgenstein: Meaning and mind, vol. 3 de An analitycal commentary on the Philosophical
Investigations, parte 1: «Essays», parte 2: «Exegesis §§243-427, Oxford, 1993; H.-J. Glock (1996): A Wittgenstein
dictionary, Oxford. Se hará precisa también la referencia a otros estudios, entre ellos los siguientes: P. M. S. Hacker
(1972): Insight and illusion, Oxford, 1986; C. McGinn (1984): Wittgenstein on meaning Oxford; J. y M. B.
Hintikka (1986): Investigating Wittgenstein, Oxford; D. Pears (1988): Thefalseprison, vol. 2, Oxford.
2 Cuál fue el «detonante» conceptual que dio lugar a la transición entre ambos momentos es materia de dis­
cusión. Dos interpretaciones distintas pueden servir para ilustrar la diferencia de puntos de vista sobre ello. H.-J.
Glock (1996) recoge la tesis de que el punto de partida para el desmontaje del sistema del Tractatus lo constitu­
yó una observación marginal, conocida como el «problema de la exclusión de colores»: dos enunciados como «A
es rojo» y «A es verde» son lógicamente incompatibles, sin que esta relación lógica puede subsumirse bajo la com-
posicionalidad veritativo-funcional. Ello habría llevado a Wittgenstein a poner en cuestión la tesis de la indepen­
dencia lógica de los estados de cosas elementales y correlativamente de las proposiciones elementales, lo que mina­
ba la adopción de una lógica veritativo-funcional bivalente y, en consecuencia, la idea de que existe una única
forma general de la proposición (cf. ibid., p. 21). Resulta interesante observar que el problema de la exclusión de
colores está vinculado a la aceptación, en el marco de la fenomenología filosófica (Husserl), de enunciados sinté­
ticos a priori que son al mismo tiempo enunciados materiales o de contenido. La observación del fenómeno llevó
a Wittgenstein a una solución muy distinta, que toma la forma de la tesis de la autonomía de la gramática y que
se va a ver con mayor detenimiento. - La segunda interpretación es la de J. y M. B. Hintikka (1986), quienes par­
ten de su defensa de que el lenguaje básico del Tractatus era un lenguaje fenomenalista de la experiencia inme­
diata para afirmar: «el punto de inflexión decisivo en el desarrollo filosófico de Wittgenstein en 1929 fue la susti­
tución de su lenguaje fenomenología) por un lenguaje fisicalista corriente como lenguaje operativo y, de hecho, único
lenguaje viable en filosofía» (ibid., p. 138). En última instancia, interpretan el argumento en contra de los len­
guajes privados (v. infra.) a partir del abandono por parte de Wittgenstein del fenomenalismo que le atribuyen.
3 F. Waissman (1967): Ludwig Wittgenstein und der Wiener Kreis [1929-1932], ed. de B. F. McGuinness,
Oxford, 1979 y Werkausgabe, vol. 3, Francfort, 1984.
4 Cf. Glock (1996), pp. 19-27.
5 Philosophische Bemerkungen (Observaciones filosóficas), en Werkausgabe, vol. 2.
6 Glock (1996), p. 9, indica varios proyectos de edición, actualmente en curso, de todos los escritos postumos.
7 Philosophische Grammatik (Gramática filosófica), en Werkausgabe, vol. 4.
8 Das Blaue Buch (El cuadro azul), y Eine philosophische Betrachtung (Das Braune Buch) (El cuaderno marrón),
en Werkausgabe, vol. 5. (El primero es una trad. alemana a partir de la ed. inglesa de R. Rhees, The blue and brown
books [1933-35], Oxford, 1958; el segundo es una reelaboración en alemán iniciada por el propio Wittgenstein,
en ed. de P.v. Morstein a partir de la versión inglesa).
9 Glock observa un detalle biográfico que más avanzado el estudio puede tener interés. Hay testimonios de
que en 1935 y bajo la influencia de Sraffa, Wittgenstein manifestó su intención de viajar a la Unión Soviética y
estudiar medicina; hizo un viaje allí, pero después abandonó el proyecto. Al parecer, durante los años ’30 y ’40
Wittgenstein simpatizó con ideologías de la izquierda radical, algo que en él estuvo unido a su asunción del ideal
de vida cristiana que se encuentra reflejado en la literatura de Tolstoi (cf. Glock (1996), p. 24). Esta influencia
marxista sobre Wittgenstein ha permitido una aproximación de su planteamiento filosófico a la filosofía de la pra­
xis y, muy en particular, de su filosofía del lenguaje al intento de desarrollar una filosofía del lenguaje marxista
que en los años ’30 llevaron a cabo los estudiosos del círculo de M. Bajtín (cf. Voloshinov (1929): El marxismo y
la filosofía del lenguaje, Madrid, 1992). Los puntos de contacto entre las reflexiones de este heterodoxo autor y el
planteamiento general de Wittgenstein han sido estudiados por algunos especialistas. Cf. en particular F. Rossi-
Landi (1968): El lenguaje como trabajo y como mercado, cap. 3: «Por un uso marxista de Wittgenstein», Venezuela,
1970, pp. 93-149. También las referencias de M. R. Volkbert (1992): «Die marxistische Lehre», en M. Dascal et
al., vol. 1, pp. 677-688, esp. pp. 683-685.

475
10 Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik (Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas),
en Werkausgabe, vol. 6.
11 Respectivamente Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie y Letzte Schrifien über die Philosophie der
Psychologie-, en Werkausgabe, vol. 7.
12 Respectivamente Bemerkungen über die Farben (Observaciones sobre los colores) y Über Gewifiheit (Sobre la
certeza), en Werkausgabe, vol. 8.
13 Así Glock (1996), p. 27.
14 P. M. S. Hacker (1990a): «The prívate language arguments», en id. (1990), pp. 1-16, aquí p. 15.
15 Philosophische Untersuchungen, en Werkausgabe, vol. 1. (Las referencias se harán teniendo en cuenta esta
edición, así como la traducción al castellano de A. García Suárez y U. Moulines: Investigacionesfilosóficas, México
y Barcelona, 1988.)
16 Cf. Hacker (1990a), p. 2.
17 Se sigue aquí el criterio temático de Baker/Hacker (1980).
18 Cf. Kenny (1972), p. 159.
19 Cf. Glock (1996), p. 41. La misma cita aparece en escritos previos.
20 Cf. Investigaciones, §§1-7.
21 Cf. Investigaciones, §§8-26.
22 Investigaciones, §§27-35.
23 Cf. Investigaciones, §§36-64.
24 Cf. Investigaciones, §§65-74.
25 Cf. Investigaciones, §§75-87.
26 Cf. Investigaciones, §§88-133. En relación con esta concepción de la filosofía ha podido observarse:
«Algunos comentadores creen que Wittgenstein optó por la inconmensurabilidad con la tradición filosófica (...)
Es cierto que Wittgenstein no tomó partido en polémicas tradicionales, sino que intentó, más bien, minar las pre­
misas comunes a los que tomaban parte en ellas -una estrategia iniciada con la ‘Dialéctica trascendental’ de Kant
y a la que Ramsey se había sumado» (Clock (1996), p. 297).
27 Cf. Investigaciones, §§133-142.
28 Cf. Glock (1996), pp. 150-155.
29 Cf. Cuaderno azul, p. 49; Investigaciones, §496; Sobre la certeza, §§61-62.
30 Cf. Investigaciones, §§251, 458.
31 Se sigue a Glock (1996), pp. 193-198.
32 P.e. ibid., pp. 29-32.
33 P.e. Investigaciones, §§60-64.
34 Cf. ibid., §§249, 363, 630.
35 Cf. p.e. Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, §118.
36 Cf. Investigaciones, §§7, 18; Sobre la certeza, §§554-9.
37 Investigaciones, §§23-25, 143 n.
38 Entre los «fenómenos antropológicos» que forman parte de la «historia natural» Wittgenstein cita activi­
dades como medir, e incluso la lógica y las matemáticas. Cf. Observaciones sobre los fundamentos de las matemáti­
cas, parte I, §§63, 141.
39 Cf. Glock (1996), pp. 124-129.
40 Cf. Investigaciones, §§7, 19.
41 Cf. Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, pp. 38-39.
42 Cf. Gramática filosófica, §§184-185; Observaciones filosóficas, §§6-7; Investigaciones, §§491-496.
43 Investigaciones, §§241, 242.
44 Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte VI, §49, parte VII, §30.
45 Cf. P. Winch (1958): The idea ofa social science, Londres. Esta misma consecuencia parece inevitable en
la lectura «comunitarista» de Kripke (1982) que se va a ver.
46 Es la interpretación de Baker/Hacker; también Glock (1996) (cf. p. 127). - Cf. Wittgenstein, Sobre la cer­
teza, §§204, 206, 475.
47 Cf. Glock (1996), pp. 373-374; ref. a la Gramática filosófica, aquí en Werkausgabe 4, p. 74.
48 Cf. Investigaciones, §§143-155.
49 Cf. Investigaciones, §§156-178.
50 Cf. Investigaciones, §§179-184.
51 Se sigue a Hacker (1990), pp. 243-266, y a Glock (1996), pp. 93-97.
52 Cf. p.e. Cuaderno azul, pp. 47-48; Investigaciones, §§182, 228.
53 Cf. Investigaciones, §§322, 371.
54 Cf. Glock (1996), p. 96.

476
55 Cf. el Cuaderno azul, p. 47.
56 Cf. Investigaciones, §§180, 246, 250, 580.
57 Cf. el Cuaderno azul, pp. 48-52.
58 Cf. ibid. e Investigaciones, §354; cf. Hacker (1990), pp. 255-256.
59 Una posible respuesta a la objeción de la semántica realista desde el marco de Wittgenstein podría ser la
siguiente. El significado incluye el uso según reglas, junto con determinadas correspondencias -lógicas y gramati­
cales— con otras expresiones lingüísticas. Dados nuevos criterios para la fijación de la referencia de un término,
p.e. «oro», podría decirse que el nuevo concepto incluye, como parte de su significado, una correlación con el con­
cepto precedente sobre la base de una referencia temporal -esto no sería una cuestión de correspondencia o no
con la realidad, sino que se mantendría en el plano de la gramática.
60 Cf., como antes, Investigaciones, §§241, 242. En este punto, como ha señalado Kripke (1982), la teoría de
Wittgenstein invierte el punto de vista de Quine —y el de Davidson. Quine basa su teoría semántica en una psi­
cología conductista, que parte de la determinación de la verdad a partir de la disposición al asentimiento y des­
pués -por vía del principio de caridad- permite asimismo la determinación de los significados de términos parti­
culares. En Wittgenstein, sin embargo, la explicación del significado no se basa en disposiciones conductuales
-que permiten predicciones respecto a la conducta-, sino, en algunos casos -no todos-, en criterios externos, que
pueden ser falibles y que sólo determinan parcialmente el significado (cf. Kripke (1982), pp. 57-58). - A esta obser­
vación de Kripke cabe añadir que, en el caso de Wittgenstein, los criterios lo son de corrección del uso de los tér­
minos; tienen por ello un valor normativo ausente en el concepto de disposición.
61 Glock (1996), p. 46; cf. Investigaciones, §§371-373.
62 Cf. Hacker/Baker (1984), p. 135.
63 En este sentido, Glock observa que, para Wittgenstein, la relación entre el lenguaje y la comunicación es
conceptual, no instrumental: un lenguaje que no satisfaga la función de comunicar deja de ser un lenguaje (cf.
Glock (1996), p. 47). Cf. Investigaciones, §§491-497.
64 Cf. Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte I, §116.
65 Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte I, §131; cf. también §§133-134.
66 Investigaciones, §497.
67 Investigaciones, §496.
68 Cf. Investigaciones, §383.
69 En última instancia, de la respuesta que se dé a esto depende la posibilidad de salvar el relativismo con­
ceptual a que aboca la perspectiva descriptivista de Wittgenstein.
70 Cf. Glock (1996), pp. 323-329.
71 Cf. Investigaciones, §§185-192.
72 Cf. Investigaciones, §§193-195, 217, 220.
73 Cf. Investigaciones, §§196-197, 205, 209-214, 217, 232.
74 Cf. Investigaciones, §§191-192, 194, 197.
75 Cf. Investigaciones, §§198, 201; Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte VI, §38.
76 Cf. Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte VI, §§26-49.
77 Cf. Investigaciones, §§198-199, 206-208; Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte VI,
§§39,41.
78 Cf. Investigaciones, §§223-227.
79 Investigaciones, §199.
80 Hacker/Baker (1984).
81 Kripke (1982).
82 Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas, parte VI, §45.
83 Ibid., parte III, §67.
84 Investigaciones, §202.
85 Cf. Glock (1996), pp. 309-315. Se ha podido establecer que la noción de lenguaje privado aparece por pri­
mera vez en las lecciones de Wittgenstein de 1935-36; el argumento en su contra se encuentra desarrollado en los
manuscritos de 1937-39 y se completa en los de 1944-45; ya antes, entre 1932 y 1935, Wittgenstein había ido
abandonando la idea de un lenguaje primario y había criticado el idealismo y el solipsismo de su primera posición
{ibid., p. 310).
86 Investigaciones, §243.
87 Investigaciones, §580.
88 Investigaciones, §§243-244. Las expresiones «uso cognitivo» y «verificación» o «comprobación», que se uti­
lizan aquí para caracterizar la posición defendida por Wittgenstein, no son literalmente suyas. Algunos intérpre­
tes considerarían que esta atribución es inadecuada, ya que Wittgenstein nunca habría admitido un uso específi­
co del lenguaje delimitado en estos términos, ni una separación estricta entre uso cognitivo (o epistémico) y no

477
cognitivo. Putnam, por ejemplo, ha recordado con razón que entre los ejemplos paradigmáticos de conceptos for­
mados por «parecidos de familia» se encuentran los de lenguaje, enunciado o referencia (cf. Putnam (1994): Cómo
renovar la filosofa, trad. cast. de C. Laguna, Madrid, 1994, pp. 221-246, esp. pp. 231-233). Sin embargo, en el
ámbito del argumento que se estudia no se trata de llevar a cabo una clasificación sistemática de los usos posibles
de lenguaje; la delimitación atañe a dos tipos básicos de enunciados, de los cuales el propio Wittgenstein hizo
explícito que lo defmitorio era su empleo y no su forma sintáctica: se trata de los enunciados psicológicos en pri­
mera y tercera persona, en el sentido que aquí se precisa.
85 Se ha señalado que la privacidad de las sensaciones puede defenderse en dos respectos, o desde dos pers­
pectivas distintas: entendiendo que se las posee privadamente de modo inalienable -ningún otro puede tener o
sentir mi dolor; a lo sumo, pueden tener un dolor similar al mío- o entendiendo que son epistémicamente pri­
vadas —sólo yo puedo saber que tengo un dolor; los otros sólo pueden suponerlo a partir de mi conducta—.
Wittgenstein va a señalar la diferencia categorial existente entre poseer un objeto y «poseer» un dolor, y va a poner
en cuestión la privacidad epistémica. Cf. Glock (1996), pp. 305-306.
90 Cf. Investigaciones, §§246-255, 288-292.
91 Cf. Investigaciones, parte II, §222.
92 Cf. Investigaciones, §§246-248, 251-252, 256-257.
93 Investigaciones, §§258, 265 [curs. mías, C.C.].
94 Cf. Investigaciones, §§258-265, 271-273.
95 Cf. Investigaciones, 293.
96 Cf. Investigaciones, §§288-293.
97 Cf. la ironía de Investigaciones, §245. - Sobre el supuesto «conductismo» de Wittgenstein se ha discutido
mucho, aunque finalmente parece haberse alcanzado un consenso sobre lo inadecuado de esta apreciación. Se ha
recordado el rechazo del propio Wittgenstein a teorías que, como la de Russell, explicaban la relación interna del
signo y su significado en términos de la relación externa entre un estímulo y una respuesta —un deseo y su satis­
facción, una intención y su logro, etc.— Aunque, en su última filosofía de la psicología, sí mantiene puntos de con­
tacto con el conductismo lógico —rechaza el dualismo de lo mental como algo inalienable y epistémicamente pri­
vado, acepta que el aprendizaje del lenguaje se basa más en el adiestramiento que en la explicación, presupone
patrones naturales de conducta y reacción, y afirma que la adscripción de predicados psicológicos a otros está
conectada lógicamente con la conducta-, esta conexión entre proposiciones psicológicas y conductuales toma dos
formas específicas. En primer lugar, sólo puede adscribirse un fenómeno mental a una criatura capaz de manifes­
tar lo mental en su conducta. En segundo lugar, los términos mentales no significarían lo que significan si no estu­
viesen conectados con criterios conductuales. De ese modo, lo mental no es totalmente reductible, ni totalmente
separable de, su manifestación corporal y conductual. La conexión entre lo mental y lo conductual es criteriológi-
ca, y no de tipo causal o susceptible de establecerse empíricamente. La tesis de Wittgenstein sería: que la inteligi­
bilidad de los términos mentales presupone la posibilidad de su manifestación conductual. (Cf. Glock (1996),
pp. 55-58.)
98 Cf. Kenny (1972), cap. 10.
99 No llegar a ver esta diferencia, así como tampoco la que existe en el tratamiento de los enunciados psico­
lógicos en primera y tercera persona, da lugar a interpretaciones que, como la de Strawson, pueden considerarse
fallidas. Strawson ha creído ver que Wittgenstein oscila entre dos posibles tesis, una «fuerte» y otra «débil», en rela­
ción con el lenguaje privado. La tesis más fuerte dice que ninguna palabra nombra sensaciones (o «experiencias
privadas»); y, en particular, que la palabra «dolor» no lo hace. La tesis más débil dice que han de satisfacerse deter­
minadas condiciones para que exista un lenguaje común en el que se adscriban sensaciones a aquellos que las ten­
gan; y que ignorar esto y, consiguientemente, no apreciar el modo en que funciona el lenguaje de las sensaciones,
da lugar a determinadas confusiones a este respecto. En opinión de Strawson, la oscilación entre las dos tesis se
explica porque la más débil se convierte en la fuerte cuando se le añade una premisa relativa al lenguaje: que todo
lo que ha de decirse sobre el significado descriptivo [sic] de una palabra se dice cuando se indica qué criterios puede
usar la gente al emplearla o al decidir si se la emplea correctamente o no. No hay duda de que esta última premi­
sa se encuentra entre las asumidas por Wittgenstein. Pero Strawson concluye que, en ese caso, su asunción de la
tesis fuerte es inevitable, y ello tiene como consecuencia que lo mismo es válido en el caso de las expresiones de
color y las expresiones de experiencias sensoriales en general —algo que lleva a Strawson a juzgar críticamente el
«error de Wittgenstein»-. Evidentemente, en el momento en que se introducen las distinciones aquí indicadas el
juicio valorativo de Strawson pierde su apoyo. (Cf. Strawson (1974): «Las Investigaciones filosóficas de
Wittgenstein», en Libertad y resentimiento (trad. cast. de J. J. Acero), Barcelona, 1995, pp. 93-138, aquí pp. 114-
122.) Con posterioridad a este trabajo, Strawson parece haber abandonado su defensa de la existencia de argu­
mentos trascendentales, algo que subyace a la crítica anterior, y ha adoptado lo que parece ser una forma débil de
naturalismo. (Cf. Strawson (1985): Skepticism and naturalism, Londres.)
100 Tugendhat (1979), pp. 108-109.

478
101 Cf. Tugendhat (1979), pp. 75, 130-132. Tugendhat sugiere, además, que los enunciados psicológicos en pri­
mera persona, que tienen la misma estructura sintáctica de las aseveraciones, se podrían considerar con valor cogniti­
vo cuando se empleasen de acuerdo con sus propias reglas de uso: pues éstas incluirían una condición de sinceridad
que, de verse satisfecha, permitiría afirmar que el enunciado es verdadero; o, dicho de otro modo, el enunciado expre­
sivo se emplearía correctamente cuando, y sólo cuando, su correspondiente transformación en un enunciado en terce­
ra persona fuera verdadero. - Esto va explícitamente en contra del énfasis de Wittgenstein en negar valor cognitivo a
los enunciados psicológicos en primera persona. La observación de Tugendhat más bien parece subsumir una tesis de
su propia posición semanticista -que considera la posibilidad de reducir la dimensión pragmática del lenguaje a la
dimensión semántica, por vía de expresiones predicativas que hagan explícito el modo de empleo de las expresiones.
La reducción de un criterio pragmático (correcta aplicación de las reglas de uso) a uno semántico (satisfacción de las
condiciones veritativas) supone un salto categorial que no está en Wittgenstein.
102 Cf. Glock (1996), pp. 314-315. Esta interpretación kantiana procede de Hacker (1972): Insight and illu-
sion, Oxford. Pero, mientras en la primera edición de esta obra Hacker incluía un capítulo especialmente dedica­
do a poner de manifiesto los posibles puntos de contacto entre Kant y Wittgenstein, en la edición posterior de
1986, que incluye una revisión profunda e importantes cambios, este capítulo ha desaparecido.
103 Cf. Kripke (1982), p. 45. Kripke señala en más de una ocasión el carácter introspectivo de la investigación
y de los «experimentos mentales» de Wittgenstein. Cf. Fogelin (1976), pp. 138-152.
104 Kripke (1982), p. 95.
105 El propio Kripke sintetiza la estructura de su discusión y sus conclusiones en seis pasos. (Cf. Kripke
(1982), pp. 107-109.)
106 Kripke (1982), p. 110.
107 En un brillante artículo, Putnam se basa en un error de lectura de Kripke -que al citar la primera parte
de Investigaciones, §195, confunde la voz del interlocutor con la del propio Wittgenstein- para conjeturar que la
posición de Kripke es exactamente la contraria de la que él ha atribuido a Wittgenstein: es decir, que Kripke sí
pensaría que la comprensión de un concepto es una cuestión relativa a un hablante individual considerado aisla­
damente, con lo que su posición sería la de un realista metafísico (cf. H. Putnam (1996): «Kripkean realism and
Wittgenstein’s realism», ms. de la conferencia pronunciada en el Instituto de Filosofía del CSIC, Madrid, 1996).
Para un repaso actualizado de las posibles «soluciones» a la paradoja planteada por Kripke, al margen de las que
se comentan aquí a continuación, puede verse A. Millar (1998): Philosophy of Language, Londres, cap. 5,
«Scepticism about sense (II): Kripke’s Wittgenstein’s suptical paradox», pp. 153-219. Millar presenta, en par­
ticular, las soluciones encontradas de Me Ginn y C. Wright.
108 Baker/Hacker (1984), p. 42.
109 Esta misma línea interpretativa de Kripke habría sido la adoptada por Dummett, quien ha considerado
que la evolución desde el Tractatus a las Investigaciones supone el paso desde una teoría realista del significado en
términos de condiciones de verdad de los enunciados a una teoría «anti-realista» en términos de condiciones de
asertabilidad.
Baker/Hacker (1984), p. 83.
Baker/Hacker (1984), p. 121.
112 Así, en las Observaciones filosóficas, §§6-7: «(...) Las convenciones de la gramática no pueden justificar­
se mediante una descripción de lo representado. Una tal descripción presupone ya las reglas de la gramática.
E.d., lo que en la gramática que se va a justificar cuenta como sinsentido tampoco puede contar como tenien­
do sentido en la gramática de las proposiciones justificatorias», «No puedo saltar con el lenguaje fuera del len­
guaje».
113 Cf. Winch (1958): The idea of social science and its relation to philosophy, Londres; Winch (1964):
«Understanding a primitive society», en American Philosophical Quarterly 1 (1964), pp. 307-324.
114 La proposición inmediatamente anterior enuncia una reflexión muy similar a la de Humboldt, cuando
éste llegaba a la conclusión de que el lenguaje tenía que haber aparecido «de golpe y de una sola vez». Así,
Wittgenstein: «toda forma de hacer comprensible un lenguaje presupone ya un lenguaje. Y, en cierto sentido, la
utilización del lenguaje no puede aprenderse» {ibid., §6).
115 Se sigue el texto ms. del Seminario sobre «Trascendental semiotics as first philosophy», Gerona, 1995. -
El estudio de Wittgenstein por parte de Apel comenzó en los años ’60 y ’70; los ensayos de esta época aún no son
representativos de la posición filosófica original que después Apel, tras su propio «giro lingüístico», ha desarrolla­
do. (Cf. Apel (1976): Transformation der Philosphie, Francfort, vol. 1, cap. 2: «Hermeneutik und Sinnkritik»,
pp. 223-377.)
116 Sobre la certeza, §§105; cf. también §§672, 3, 83, 114 s., 126, 185, 188, 196, 247 ss., 341, 432, 657,
672. Cit. en Apel (1995), p. 10.
117 Cf. Sobre la certeza, §114: «Quien quisiera dudar de todo, no podría llegar a dudar también de la duda.
El propio juego de la duda presupone ya la certeza».

479
118 Cf. Sobre la certeza, §§110, 112, 131, 144, 148, 166, 175, 185, 192.
1,9 Cf. Apel (1995), esp. pp. 9-11, 22-23.
120 Cf. más adelante.
121 Cf. Kripke (1982), p. 109.
122 Cf. Kripke (1982), n. 83 en pp. 102-104.
123 La obra que representa el inicio de la teoría de actos de habla, y en la que se va a centrar la presente exposi­
ción, es la serie de conferencias pronunciadas en 1955 en Harvard como Conferencias William James y publicadas
en Austin (1962): How to do things with words, ed. de J.O. Urmson y M. Sbisá, Oxford, 1980. Hay además otras
dos compilaciones de ensayos y conferencias: Austin (1939-1958): Philosophicalpapers, ed. de J. O. Urmson y G. J.
Warnock, Oxford,31979 (trad. cast. de A. García Suárez: Ensayosfilosóficos, Madrid, 1989, por donde se cita); Austin
(1962a): Sense and sensibilia, ed. de G. J. Warnock, Oxford. Sobre Austin se ha tenido en cuenta aquí la bibliogra­
fía siguiente. K. T. Fann (ed.) (1969): Symposium on J. L. Austin, Londres; I. Berlin (ed.) (1973): Essays on J. L.
Austin, Oxford; E. v. Savigny (1974): Die Philosophie der normalen Sprache, Francfort, esp. cap. 3; W. Stegmüller
(1987-89e): «Theorie der Sprechakte: J. L. Austin und J. R. Searle», en Hauptstrómungen der Gegenwartsphilosophie,
vol. 2, cap. 1.3; D. Holdcroft (1978): Words and deeds, Oxford; J. Hennigfeld (1982): «Austin», en Die
Sprachphilosophie des 20. Jarhunderts, Berlín, cap. b.4, pp. 120-145; W. Strube (1985): «Austin und die linguistic-
phánomenologische Analyse des Sprechens», en H.-U. Hoche/W. Strube (eds.), Handbuch Philosophie: Analytische
Philosphie, Friburgo, pp. 225-251; G. J. Warnock (1991): J. L. Austin, Londres; E. v. Savigny/O. Scholz (1992):
«Das Normalsprachenprogramm in der Analytischen Philosophie», en M. Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 859-872.
124 Los continuadores de Wittgenstein se han agrupado en dos grandes escuelas: la de Cambridge, que ha
intentado continuar su programa «terapeútico», y la de Oxford, centrada en la atención al lenguaje corriente en
una forma que recoge su influencia. Austin había estudiado filología clásica y fue profesor de Filosofía Moral en
Oxford; sus primeros trabajos versaron sobre el análisis de algunas categorías de la ética de Aristóteles. Ambos
aspectos —la atención a las acciones humanas desde un punto de vista normativo, y el análisis de las categorías
semánticas que describen y califican esas acciones- son elementos fundamentales de su teoría posterior.
125 «El significado de una palabra», en Austin (1939-1958), aquí pp. 174-175.
126 Así Savigny/Scholz (1992), pp. 867-868.
127 «El significado de una palabra», ibid., p. 174. Cf. también «Un alegato en favor de las excusas», Austin
(1939-1958), p. 177.
128 Cf. esp. «Un alegato en favor de las excusas» y «Tres modos de gastar tinta», en Austin (1939-1958).
129 «Emisiones realizativas», en Austin (1939-1958), aquí p. 219.
130 Ibid, p. 220. Cf. Austin (1962), pp. 1-11.
131 Cf. Austin (1962), pp. 14-15.
132 Cf. Austin (1962), pp. 45-46.
133 Austin (1962), p. 72.
134 Austin (1962), p. 73.
135 Austin da una lista de verbos realizativos, clasificados en tres grupos, y tales que los primeros son decidi­
damente realizativos -«agradezco», «apruebo», «pido disculpas»-, los segundos son parcialmente descriptivos
-«estoy agradecido», «me alegro de»- y los últimos, en su opinión, definitivamente descriptivos -«me siento
impresionado por», «experimento aprobación hacia»— (cf. Austin (1962), pp. 79, 83). - De hecho, Austin atribu­
ye este doble carácter a verbos que expresan estados psicológicos del hablante, sin llegar a distinguir aquí un tipo
específico de uso del lenguaje.
136 Así: «quizá podríamos insistir en que todo realizativo podría en principio adoptar la forma de un realizativo
explícito, y a continuación podríamos hacer una lista de verbos realizativos» (Austin (1962), p. 91). Finalmente, es éste
el principio metodológico adoptado (cf. ibid., p. 150).
137 En el ensayo «Emisiones realizativas», esta imposibilidad de delimitar los usos constatativo y realizativo se
pone de manifiesto al examinar las categorías normativas -no es ésta expresión de Austin- que sirven para juzgar
la validez de las emisiones; Austin concluye que también los realizativos se juzgan según una cierta correspon­
dencia con los hechos -pues se estima si son más o menos adecuados, o justos, o correctos- y que las categorías
de «verdadero» y «falso» que se aplican a los constatativos son sólo «etiquetas generales para toda una dimensión
de diferentes valoraciones, valoraciones que tienen algo que ver con la relación entre lo que decimos y los hechos»
{ibid., p. 230). Esta línea argumentativa reaparece en la conferencia undécima.
138Austin (1962), p. 94.
139 Cf. Austin (1962), p. 99.
140 Austin (1962), p. 103.
141 Austin (1962), pp. 109, 107, 121.
142 Cf. Austin (1962), p. 117.
143 Cf. Austin (1962), p. 139, 148.

480
144 Austin (1962), p. 145.
145 Recuérdense Investigaciones, §§241-242.
146 El estudio de Austin ha encontrado aplicación en el campo de la pragmática lingüística. Cf.: Levinson
(1983): Pragmatics, Cambridge, cap. 5, «Speech acts»; Leech (1983): Principies ofpragmatics, Londres, cap. 9,
«Speech act verbs in English».
147 Austin (1962), p. 150.
148 Searle (1969): Speech acts, Cambridge, 1992; Habermas (1971): «Theorie der kommunikativen
Kompetenz», en Habermas/Luhmann (1971), Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, Francfort, pp. 101-
141; Apel (1982): «Austin und die Sprachphilosophie der Gegenwart», en H. Nagl-Docekal (ed.), Überlieferung
undAufgabe, vol. 1, Viena, pp. 183-196.
149 Apel (1982), p. 196.
150 Austin (1962), pp. 146-147.
151 Así: «(...) el contraste familiar de lo ‘normativo o evaluativo’, como algo opuesto a lo fáctico, precisa, como
tantas otras dicotomías, de verse eliminado» (Austin (1962), p. 149).
152 Cf. Savigny/Scholz (1992), p. 871.
153 Searle (1979): Expression and meaning. Studies in the theory ofspeech acts, Cambridge, 1993, p. xii.
154 Se tienen en cuenta los siguientes trabajos: Searle (1965): «What is a speech act?», en Searle (ed.) (1971),
The philosophy of language, Oxford, pp. 39-53; id. (1969): Speech acts. An essay in the Philosophy of Language,
Cambridge, 1992; Searle (1979): Expression and meaning. Studies in the theory ofspeech acts, Cambridge, 1993.
155 Cf. Searle (1969), pp. 12, 15, 16, 41.
156 Searle (1969), p. 13 [curs. mías, C.C.]
157 Searle (1969), p. 15. Esto se matiza después.
158 Searle (1969), p. 20.
155 Cf. J. Habermas (1976): «Was heifit Universalpragmatik?», en id. (1984), Vorstudien undErganzungen zur
Theorie des kommunikativen Handelns, Francfort, pp. 353-440, aquí pp. 403-404. Habermas recoge la reformu­
lación del principio propuesta por Kanngiesser: «Para todo significado x vale lo siguiente: si existe un hablante H
de una comunidad lingüística C que quiere decir x, entonces ha de ser posible que en la lengua hablada por C
haya una expresión que sea expresión exacta de x». La formulación que propone Habermas como alternativa supo­
ne un debilitamiento, pues se limita a afirmar el principio para el elemento ilocutivo del acto de habla y no para
la locución: «En una lengua dada, para toda relación interpersonal que un hablante pudiera querer entablar explí­
citamente con otro miembro de su comunidad lingüística, o bien se cuenta con una expresión realizativa adecua­
da, o bien es posible, en caso necesario, obternerla a partir de una especificación de las expresiones disponibles, o
introducir una nueva». Este debilitamiento no impide que el principio continúe satisfaciendo su función: hacer
posible que el estudio del significado de las oraciones no sea distinto, en principio, del estudio del significado de
los actos de habla (Searle (1969), p. 18).
160 Cf. Searle (1969), pp. 23-25.
161 Cf. Searle (1969), pp. 30-33.
162 Searle (1969), p. 36.
163 Searle (1969), p. 37 [curs. mías, C.C.]
164 Searle (1969), p. 39.
165 Cf. Searle (1969), pp. 37-42.
166 Searle (1969), p. 47.
167 Searle (1969), p. 47.
168 Searle (1969), p. 48.
169 Cf. Searle (1969), p. 48.
170 Aunque la noción de acto de habla defectuoso que utiliza Searle es, según su propia declaración, próxima
a la noción de infortunio de Austin, Searle introduce una distinción que el anterior no había establecido con cla­
ridad: las condiciones de éxito y las condiciones de satisfacción del acto de habla no son las mismas; un acto de
habla puede realizarse con éxito, aunque algunas de sus condiciones intrínsecas no se satisfagan -por ejemplo, en
el caso de una promesa insincera— (cf. Searle (1969), p. 54). Esta distinción, implícita en este punto del desarro­
llo de la teoría, aparece expuesta con claridad en su versión más reciente.
171 Este tipo de aproximación tiene como consecuencia que los casos marginales y anómalos -los que el análisis
de Grice tomaba como arquetipo— se presenten como aparentes contraejemplos. Searle observa que su existencia no
invalida el análisis, pero sí hace precisa una explicación de cómo y por qué se separan de los casos paradigmáticos (cf.
Searle (1969), p. 55). Este problema está presente en la teoría de actos de habla desde su origen y reaparece en las
distintas reelaboraciones. Vanderveken se ha ocupado del problema, ya tratado por Searle anteriormente, de los actos
de habla indirectos -actos de habla cuya fuerza ilocutiva no es la que aparentemente se manifiesta de modo explícito
mediante indicadores gramaticales- y de figuras del habla como la metáfora o la ironía; su tratamiento permite un

481
análisis de este tipo de fenómenos basado en la noción de Grice de implicatura conversacional, que pasa a integrarse
dentro de la teoría general de actos de habla. (Cf. Searle (1979), esp. cap. 2, «Indirect speech acts», pp. 30-57, y
cap. 4, «Metaphor», pp. 76-116; también Vanderveken (1996): «Illocutionary forcé», en Dascal et al. (eds.), vol. 2,
pp. 1359-1371, aquí pp. 1369-1371.) - El mismo problema se presenta en el contexto de la pragmática universal,
en la discusión de los casos de comunicación tanto latente como abiertamente estratégica (cf. después).
172 Cf. Searle (1969), pp. 57-62.
173 Cf. ibid., pp. 62-64.
174 Cf. ibid., pp. 64-71.
175 Cf. Searle (1975): «A taxonomyof illocutionary acts», en id. (1979), cap. l,pp. 1-29. Este ensayo lo ha toma­
do después en consideración la última formulación de la teoría en el trabajo conjunto de Searle y Vanderveken.
176 Cf. Searle (1969), pp. 26, 119-121.
177 Cf. ibid., pp. 94-96. Se dan también las condiciones necesarias y suficientes para la realización del acto de
habla correspondiente {ibid., pp. 81-88).
178 Cf. ibid., pp. 126-127. Antes se han dado las condiciones necesarias y suficientes para que un hablante
lleve a cabo, con éxito y de modo no defectuoso, el acto de habla de la predicación.
179 Sin embargo, esto no tiene que verse necesariamente así; se vuelve sobre ello más adelante.
180 Cf. Schneider (1992): Phantasie undKalküll. Über diepolaritat von Handlung und Struktur in der Sprache,
cap. 2, «Form oder Funktion...», Francfort, pp. 35-142; id. (1992a): «Die sprachphilosophischen Annahmen der
Sprechakttheorie», en Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 761-775.
181 Cf. antes, Searle (1975).
182 El trabajo conjunto en su exposición más extensa y detallada es Searle/Vanderveken (1985): Foundations
of illocutionary logic, 2 vols., Cambridge. De Vanderveken han de tenerse en cuenta: Vanderveken (1983): «A
model-theoretical semantics for illocutionary forces», en Logique et Analyse 103/104 (1983), pp. 359-394; id.
(1988, 1990-91): Meaning and speech acts, 2 vols., Cambridge; id. (1993-94): «Principies of speech act theory»,
en Cahiers d’épistemologie 9402, Montreal; id. (1994): «A complete formulation of a simple logic of elementary
illocutionary acts», en S. L. Tsohatzidis (ed.), Foundations of Speech Act Theory, Londres y N.Y., 1988, pp. 99-
131; id. (1996): «Illocutionary forces», en Dascal et al. (eds.), vol. 2, pp. 1359-1371.
183 Searle (1975), en Searle (1979), p. 2.
184 Siguiendo directamente a Searle (1975), que derivaba el propósito ilocutivo de la condición esencial para
la realización de actos de habla, Vanderveken (1983) explica que el propósito ilocutivo es interno a la fuerza ilo­
cutiva (cf. ibid., p. 362); posteriormente, en Searle/Vanderveken (1985) parece adoptarse un punto de vista «natu­
ralista» cuando se declara que «[l]as fuerzas ilocutivas son, por así decir, géneros naturales del uso del lenguaje»
{ibid., p. 179). Pero en Vanderveken (1993/94) se adopta un punto de vista racionalista, de acuerdo con el cual
«la forma lógica de los actos ilocutivos impone determinadas restricciones sobre la estructura lógica de cualquier
lengua natural posible (...) determinados rasgos sintácticos, semánticos y pragmáticos son trascendentes [¿tras­
cendentales?, C.C.] y universales»; estos rasgos trascencentales son «universales lingüísticos formales» {ibid.,
pp. 72, 73). - Estas distintas aproximaciones ponen de manifiesto la imposibilidad de reducir la noción a otras y
la necesidad de considerarla un concepto primitivo.
185 Así, ahora se considera que «[e]l propósito ilocutivo es la principal componente de la fuerza ilocutiva por­
que determina la dirección de ajuste de las emisiones que poseen esta fuerza» (Vanderveken (1996), p. 1361).
186 Por razones de simplicidad expositiva y por ser el trabajo más reciente, en la explicación de los conceptos
y principios teóricos se seguirá fundamentalmente a Vanderveken (1996). En el último subapartado se da una
breve descripción de la semántica modelo-teorética que se presenta en Searle/Vanderveken (1985), Vanderveken
(1983), id. (1988, 1990-91), e id. (1994).
187 Es fácil ver que se trata de lo que la primera teoría llamaba la condición esencial. Las condiciones de éxito
pueden interpretarse como las que han de cumplirse para que el acto de habla resulte inteligible y el oyente lo
entienda; remiten a como qué cuenta la emisión para hablante y oyente.
188 Cf. antes.
189 En el desarrollo modelo-teorético de la semántica para las fuerzas ilocutivas, cada uno de los componentes se
representa simbólicamente mediante un operador, para el que se especifican de manera precisa el dominio y el reco­
rrido. Cf. la descripción informal del último apartado.
190 En la semántica formal, cada una de las fuerzas ilocutivas primitivas se representa mediante constantes pre­
dicativas y cada operación de las indicadas es un operador sobre ellas. Cf. después.
191 Esta afirmación se justifica por la definición inductiva hecha explícita en la semántica formal.
192 El lenguaje-objeto de la semántica para las fuerzas ilocutivas es un lenguaje ideal, las oraciones del lengua­
je natural no pueden interpretarse directamente en esta semántica, sino que es preciso traducirlas al lenguaje for­
mal. Para ver algunas indicaciones de cómo llevar a cabo esto, cf. p.e. Vanderveken (1983), pp. 376-379.
193 Vanderveken (1996), p. 1364.

482
194 Cf. Vanderveken (1996), pp. 1366-1367. Se añaden además dos últimos principios. El noveno principio
teórico —«Las proposiciones presentan, además de condiciones de verdad, un contenido determinado»— intenta
garantizar una comprensión del significado que preserve los aspectos cognitivos. El décimo principio teórico -«Los
hablantes competentes son racionales»- permite situar la teoría de actos de habla en la tradición filosófica de la
lógica y la gramática universales de Port-Royal.
195 Cf. Vanderveken (1996), pp. 1367-1371.
196 Cf. Searle/Vanderveken (1985), p. 37.
197 Cf. Vanderveken (1983), pp. 370-374.
198 Así, un hablante realiza con éxito un acto elemental en un contexto de emisión con una determinada fuerza y
un determinado contenido proposicional cuando tiene éxito en el logro del propósito ilocutivo de esa fuerza y de ese
contenido proposicional, con el modo de logro y el grado de intensidad característicos de esa fuerza, y asimismo reali­
za un acto proposicional, que consiste en expresar la proposición correspondiente, que ésta satisfaga las condiciones de
contenido proposicional de la fuerza respecto al contexto de emisión y que, además, el hablante presuponga la validez
o satisfacción de las condiciones preparatorias del acto ilocutivo y los presupuestos preposicionales, y que exprese el
estado psicológico requerido por las condiciones de sinceridad del acto ilocutivo con el grado de intensidad requerido.
199 Searle/Vanderveken (1985), pp. 67, 82.
200 Cf. Searle/Vanderveken (1985), p. 106.
201 Searle/Vanderveken (1985), p. 134.
202 Cf. Apel (1989a): «Pragmatische Sprachphilosophie in transzendentalsemiotischer Begründung», en H.
Stachowiak (ed.), Pragmatik, vol. 4, parte I, Hamburgo, pp. 38-61, aquí p. 39; también E. Holenstein (1980):
Von der Hintergehbarkeit der Sprache, Fancfort, p. 10.
203 En expresión de H.-G. Gadamer: «El ser que puede ser comprendido es lenguaje (...) la relación del ser huma­
no con el mundo es por completo y desde su fundamento lingüística y, por eso mismo, susceptible de ser com­
prendida». Cf. Gadamer (1960, 1990): Wahrheit und Methode, Tubinga, 1960,61990 (6.a ed. revisada y amplia­
da de la original de 1960), pp. 478-479 (se cita por esta edic. orig.; hay trad. cast.: Verdad y método, de A. Agud
y R. de Agapito, Salamanca, 1991).
204 Evidentemente, no se pretende que estas dos posiciones representen todas, ni siquiera las más importan­
tes de entre las orientaciones actuales en la filosofía alemana contemporánea.
205 Se sigue a Gadamer (1974): «Hermeneutik», en Ritter/Gründer (eds.), Historisches Wórterbuch der
Philosophie, vol. 4 (ed. de J. Ritter), Basilea y Stuttgart, 1974, pp. 1061-1073; también K. Wuchterl (1992): «Die
hermeneutische Position», en M. Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 638-649.
206 Gadamer (1974), p. 1064.
207 Existe una disputa entre los especialistas acerca de si hay ruptura o continuidad entre los dos momentos
de la obra de Heidegger. A partir de un estudio riguroso llevado a cabo desde una perspectiva estrictamente filo-
sófico-lingüística, C. Lafont ha defendido que, si se atiende a la función que desempeña el lenguaje, existe una
continuidad interna entre el planteamiento del primer y el último Heidegger, «continuidad que puede cifrarse en
la progresiva elaboración de la problemática que en [Ser y tiempo] es tratada bajo la rúbrica del ‘estado de abierto’
del Dasein y tras la ‘Kehre’ en relación con la conexión entre ‘apertura del mundo’ y ‘lenguaje’» (C. Lafont
(1993a): «El papel del lenguaje en Ser y tiempo», en Isegoría 7 (1993), pp- 183-196, aquí p. 183; también C.
Lafont (1994): Sprache und Welterschliefíung. Zur linguistischen Wende der Hermeneutik Heideggers, Francfort).
208 Esto diferencia a la hermenéutica filosófica de otras disciplinas hermenéuticas, que estudian los métodos
y reglas para la comprensión de las formas expresivas y ponen sus resultados a disposición de las ciencias particu­
lares. En la hermenéutica filosófica el proceso de la interpretación no sólo ofrece una instrucción práctica a las
ciencias particulares, sino que reflexiona al mismo tiempo sobre sus propias posibilidades de fundar o instituir sen­
tido en tanto que método universal. (Cf. Wuchterl (1992), p. 638.)
209 Gadamer (1960, 1990), p. 307.
210 Ibid., p. 310.
211 Ibid., p. 298.
212 Cf. Gadamer (1960, 1990), pp. 446-447.
213 Gadamer (1974), p. 1069.
214 Gadamer (1960, 1990), p. 285.
215 Gadamer (1974), p. 1070.
216 Ibid., p. 1071.
217 La exposición de este tema está en deuda con el excelente estudio de C. Lafont: «La concepción del len­
guaje de la hermenéutica filosófica», en id. (1993): La razón como lenguaje, cap. 3, esp. pp. 87-123.
218 Gadamer (1960, 1990), p. 479.
219 Ibid., p. 388.
220 Ibid., pp. 447, 448, 454.

483
221 Ibid., p. 456.
222 Ibid, p. 456.
223 Ibid, 460.
224 Así, antes Gadamer ha señalado: «En primer lugar hemos de constatar que el lenguaje en el cual se expre­
sa algo [zur Sprache kommeri\ no es una posesión disponible para uno u otro de los interlocutores. Toda conver­
sación presupone un lenguaje común, o mejor: configura un lenguaje común. El entendimiento sobre alguna cosa,
que ha de tener lugar en la conversación, comporta por ello necesariamente que sólo en la conversación se elabo­
re ese lenguaje común. No es éste un proceso externo de ajuste de herramientas, y ni siquiera es correcto decir que
los interlocutores se adaptan el uno al otro; más bien ambos van situándose, cuando la conversación se logra, bajo
la verdad de la cosa, que les liga en una nueva comunidad. El entendimiento en la conversación no es una mera
autopresentación y un intercambiar el propio punto de vista, sino una transformación hacia lo común, en donde
no se sigue siendo lo que se era» (Gadamer (1960, 1990), p. 384). - Pero esta explicación ha de situarse en el con­
texto de lo visto antes: que un lenguaje común previo es condición indispensable para el arranque de cualquier
proceso de entendimiento.
225 Gadamer (1960, 1990), p. 467.
226 Lafont (1993), p. 91.
227 Cf. Gadamer (1960, 1990), pp. 409-412, 418. Gadamer ha interpretado a Aristóteles, sin embargo, defen­
diendo que la concepción del lenguaje de éste no es una mera teoría instrumental de los signos. Cuando Aristóteles
afirma que los sonidos y signos escritos, cuando se convierten en símbolos y designan, son «según una conven­
ción», no estaría con ello refiriéndose a una estipulación o un concierto respecto a un medio de entendimiento
—pues este procedimiento presupondría ya siempre un lenguaje—; se trataría más bien de un originario y casi míti­
co «llegar a estar de acuerdo» en el que se fundamenta cualquier comunidad entre seres humanos, así como su
concordancia sobre lo que es bueno y justo. El llegar a estar de acuerdo en el uso lingüístico de los sonidos y sig­
nos sería sólo expresión de ese acuerdo fundamentante acerca de lo bueno o lo justo. La convención o convenio
de que habla Aristóteles en relación con el lenguaje caracterizaría el «modo de ser» del lenguaje, pero no preten­
dería describir su génesis fáctica. (Cf. ibid., pp. 435-436.) A esta interpretación de Gadamer -que él mismo reco­
noce hecha desde la Política, más que desde los otros escritos lógico-lingüísticos de Aristóteles- le subyace la con­
cepción del propio Gadamer que se está estudiando, y que hace del lenguaje una magnitud supra-subjetiva,
constitutiva de la experiencia del mundo y condición de posibilidad del entendimiento entre los seres humanos;
en particular, está presente su idea de que sólo sobre el trasfondo intersubjetivo y compartido de principios, con­
ceptos, criterios de validez y estándares de racionalidad que vienen dados con una lengua histórica y que los miem­
bros de esa comunidad lingüística comparten, son posibles el entendimiento y el acuerdo. Las convenciones lin­
güísticas no serían sino expresión de esa precomprensión y esa concordancia previas.
228 Y: «La palabra lingüística no es un signo (...) ella es siempre significado». (Gadamer (1960, 1990), p. 421.)
229 Cf. Gadamer (1960, 1990), p. 442-443. De Humboldt afirma que es el «creador de la filosofía del len­
guaje moderna».
230 Ibid., p. 445.
231 Ibid., pp. 444, 446.
232 Ibid., p. 447, cf. pp. 446-447.
233 Ibid., pp. 448-449.
234 Cf. ibid, pp. 448, 449.
235 «Así, la ontología griega está fundada en la ’objetualidad del lenguaje, en tanto que piensa la esencia del
lenguaje desde el enunciado» {ibid., p. 449).
236 Ibid., p. 450.
237 Ibid. A pesar de que Gadamer remite aquí a su propia interpretación de Aristóteles, cf. la famosa obser­
vación de Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, §§241-242.
238 Cf. Gadamer (1960, 1990), p. 451.
239 Recuérdese a Quine, según Follesdal (1973).
240 Gadamer (1960, 1990), p. 454.
241 Ibid., p. 479.
242 Ibid., p. 298.
243 Gadamer (1974), p. 1071.
244 Recuérdese Investigaciones, §§258, 265.
245 Gadamer (1974), p. 1071.
246 Habermas (1970): «Der Universalitatsanspruch der Hermeneutik», en id. (1982), Zur Logik der
Sozialwisssenschaften, Francfort 51982, pp. 331-368 (trad. cast. de M. Jiménez Redondo: La lógica de las ciencias
sociales, Madrid, 1988, por donde se cita).
247 Habermas (1970), pp. 304-305.

484
248 Ibid., p. 305.
249 Esta expresión hace referencia al cambio de orientación que ha tenido lugar a lo largo de la década de los
’70 en la teoría de Habermas, quien, como base para su teoría crítica de la sociedad, ha abandonado el marco de
la teoría del conocimiento —su teoría inicial de los intereses cognitivos fundados antropológicamente— para situar­
se en el de la teoría del lenguaje. (Cf. T. McCarthy (1978): The critical theory ofjürgen Habermas, Cambridge.)
250 Habermas (1967): «Zur Logik der Sozialwissenschaften», en id. (1982), p. 259.
251 Cf. Habermas (1992): Faktizitat und Geltung, Francfort, p. 395.
252 La exposición más sistemática y completa es Habermas (1981): Theorie des kommunikativen Handelns, 2
vols., Francfort, en particular la tercera parte del primer vol., «Zwischenbetrachtung: Soziales Handeln,
Zwecktátigkeiten und Kommunikation», pp. 369-454 (trad. cast. de M. Jiménez Redondo: Teoría de la acción
comunicativa, Madrid, 1987). Para la teoría del significado de la pragmática universal es fundamental asimismo
la bibliografía siguiente. Habermas (1976): «Was heifit Universalpragmatik?», en id. (1984): Vorstudien und
Ergdnzungen zur Theorie des kommunikativen Handelns, Francfort, 1989, pp. 353-440 (trad. cast. de M. Jiménez
Redondo: Teoría de la acción comunicativa: Complementos y estudios previos, Madrid, 1989); id. (1983):
Moralbewufttsein und kommunikatives Handeln, Francfort (trad. cast. de M. Jiménez Redondo: Conciencia moral
y acción comunicativa, Madrid, 1984); id. (1986): «Entgegnung», en A. Honneth/H. Joas (eds.), Kommunikatives
Handeln. Beitrage zur Jürgen Habermas’ «Theorie des kommunikativen Handelns», Francfort, pp. 327-405; id.
(1988): Nachmetaphysisches Denken, Francfort (trad. cast. de M. Jiménez Redondo: Pensamiento postmetafisico,
Madrid, 1990). Una última revisión de la teoría, con alguna modificación puntual pero importante en relación
con problemas que se van a comentar, se encuentra en Habermas (1996): «Sprechakttheoretische Erláuterungen
zum Begriff der kommunikativen Rationalitát», en Zeitschriftfiirphilosophische Forschung 50 (1996), pp. 65-91;
e id. (1988): «Richtigkeit vs. Wahrheit», en Deutsche Zeitschrift fiir Philosophie, 46 (1988), pp. 179-208.
253 En el trasfondo de la teoría de la acción comunicativa se encuentra la distinción categorial entre dos modos
de racionalización social, correspondientes a dos modos de integración social: son las categorías de sistema y mundo
de la vida. En el mundo de la vida, la coordinación de las acciones tiene lugar fundamentalmente a través de la
acción comunicativa y depende de las orientaciones a la acción de los individuos miembros de esa sociedad. La coor­
dinación sistémica, por contraste, opera a partir de las interconexiones funcionales de las consecuencias de la
acción, y pasa por alto las orientaciones a la acción de los agentes individuales. La base para la distinción entre
ambos modos de cohesión social, la del mundo de la vida y la sistémica, es si la coordinación de la acción depen­
de de, o pasa por alto, la conciencia de los individuos en su capacidad como agentes. En ambas dimensiones de la
integración social son posibles los procesos de racionalización. En el mundo de la vida, la racionalización tiene
lugar en los ámbitos de la reproducción cultural, de la cohesión social y de la socialización individual; en general,
esa racionalización toma la forma de una independencia creciente de los procedimientos de justificación respecto
a los contextos normativos tradicionales de validez, así como de una confianza creciente en la acción orientada al
entendimiento. La racionalización del sistema, en contraste, consiste en un aumento de la complejidad y un
aumento de la capacidad para realizar funciones de dirección —incluida la reproducción material— en la sociedad.
La evolución de las sociedades modernas ha dado lugar, históricamente, a la separación de los dos subsistemas de
la actividad económica y administrativa respecto al mundo de la vida, lo que ha tenido como resultado la «colo­
nización» de éste último desde el sistema: las esferas comunicativamente estructuradas del mundo de la vida se han
visto crecientemente sometidas a los imperativos de la coordinación funcional sistémica. La teoría crítica de
Habermas pretende explicar el tipo de patologías que se originan —pérdida de significado, anomia, desórdenes psi­
cológicos- como resultado de esa colonización del mundo de la vida desde los subsistemas económico y adminis­
trativo. (Cf. M. Cooke (1994): Language and reason. A study ofHabermas’spragmatics, Massachusetts, pp. 5-6.)
254 Habermas (1981), vol. 1, p. 370.
255 En la teoría de la acción comunicativa, el análisis sincrónico del lenguaje corriente se ve complementado
con una teoría diacrónica de la evolución social. Se trata de defender la tesis del paso desde sociedades conven­
cionales -que basan la integración social y la reproducción material y cultural de la sociedad en la sujeción a prin­
cipios institucionalizados y convicciones básicas no revisables— a las sociedades postconvencionales modernas —en
las que toda pretensión de validez es, en principio, susceptible de revisión crítica. Con el fin de facilitar la expo­
sición, se va a adoptar la restricción metodológica de considerar la teoría en su aplicación a las sociedades post­
convencionales modernas; la pretensión de universalidad de la teoría no se ve contradicha por esta restricción si
se tiene en cuenta el marco teórico más amplio. (Cf. Cooke (1994), p. 13 y n. 52.)
256 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 440.
257 Cf. Habermas (1976), pp. 363-379.
258 Cf. ibid., pp. 379-380. - Habermas se refiere aquí explícitamente a la conexión estructural que Peirce
intentó establecer entre experiencia y acción instrumental, así como a la subordinación que la hermenéutica filo­
sófica lleva a cabo del apriori de la experiencia respecto al apriori de la comprensión y de la experiencia comuni­
cativa.

485
™ Cf. ibid., pp. 381-385.
260 Habermas (1981), vol. 1, p. 199; vol. 2, p. 589.
261 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 382.
262 Ibid., pp. 28, 170.
263 Cf. ibid, p. 28.
264 Cf. ibid, p. 27.
265 Cf. Habermas (1994): «Rationalitátskonzepte», ms. (texto del Seminario de Verano, Francfort, 1994),
pp. 20-23, 25, 27.
266 Cf. Habermas (1994), pp. 20-23.
267 Cf. ibid., pp. 25, 27.
268 Cf. Habermas (1986), pp. 346-347.
269 Alexy (1990): «A theory of practical discourse», en S. Benhabib/F. Dallmayr (eds.), The communicative
ethics controversy, Cambridge, Mass. y Londres, pp. 151-190.
270 H. Joas (1980): Praktische Intersubjektivitat, Francfort, 1989; Habermas (1981b): «Zur kommunika-
tionstheoretischen Grundlegung der Sozialwissenschaften», en Habermas (1981), vol. 2, pp. 11-68, esp. pp. 28-
34, 38-46; id. (1988a): «Individuierung durch Vergesellschaftung. Zu G.H. Meads Theorie der Subjektivitát», en
Habermas (1988), pp. 187-241 (esp. la contraposición crítica entre v. Humboldt y Mead); id. (1988b): «Zur
Kritik der Bedeutungs-theorie», en ibid, pp. 105-135, esp. p. 118 (relación interna entre significado y validez);
también Tugendhat (1979): Selbstbewufítsein und Selbstbestimmung, Francfort.
271 Habermas (1981), vol. 2, p. 23.
272 Ibid., p. 28.
273 Ibid.
274 Ibid., p. 31.
275 Ibid., pp. 32-33.
276 Ibid.
277 Cf. Habermas (1988), pp. 111-112.
278 Ibid., p. 118.
279 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 384-385.
280 Posteriormente Habermas ha reconocido una cuarta pretensión de validez, ligada a la función lingüística
constitutiva de la apertura del mundo en el uso literario y el ámbito de la estética en general: la de armonía esté­
tica. Pero esta pretensión de validez se distingue de las otras tres de verdad proposicional, corrección normativa y
veracidad subjetiva por el modo de su fundamentación cuando resulta problematizada: un estándar valorativo
estético, y los correspondientes enunciados evaluativos, sólo pueden validarse indirectamente, mediante produc­
tos que verdaderamente constituyan una apertura del mundo. En los otros tres casos -enunciados de hechos, nor­
mativos o de vivencia- sólo puede procederse a la justificación de pretensiones de validez problematizadas bajo
los presupuestos pragmáticos de la argumentación, distanciándose de la presión de la experiencia y las decisiones
del mundo de la vida. (Cf. Habermas (1986), pp. 344-345.)
281 Cf. Habermas (1983), p. 68.
282 Cf. ibid., pp. 68-69; también Habermas (1981), vol. 1, pp. 405-406.
283 Cf. Habermas (1981), vol. 1, p. 387.
284 Cf. ibid., pp. 410.
285 Cf. ibid., p. 436.
286 Cf. ibid., vol. 2, pp. 589-590; id. (1986), p. 345.
287 Así, una teoría «que no pueda excluir a priori esta posibilidad de desaprender, tiene que comportarse crí­
ticamente frente a la precomprensión que la encierra en su propio entorno social» (Habermas (1981), vol. 2, p.
588; cf. id. (1986), p. 347).
288 Recuérdese la discusión sobre el concepto de regla; cf. p.e. Investigaciones, §201.
289 Cf. Habermas (1986), p. 350.
290 Cf. Habermas (1983), pp. 101-102.
291 Cf. Habermas (1992), pp. 33 y ss. Para defender su carácter general e inevitable, ocasionalmente
Habermas ha recurrido al argumento de la inevitable caída en una autocontradicción realizativa siempre que se
intenta negar la validez de estos supuestos: «Los propios presupuestos sólo pueden identificarse haciéndole ver, a
cualquiera que ponga en cuestión las reconstrucciones ofrecidas con carácter hipotético, cómo se mueve en una
contradicción» (id. (1983), p. 100). Este argumento, sin embargo, junto con el concepto de autocontradicción rea­
lizativa, caracterizan la posición filosófica de Apel y su defensa de una fundamentación última para la pragmáti­
ca formal, que Apel suscribe aunque modificándola en el sentido de una pragmática trascendental. (Se hace refe­
rencia de nuevo a ello más abajo.) Por otra parte, el tipo de concepción normativista del significado que aquí se
pone en juego ha dado lugar a la reciente propuesta de una pragmática normativa. Véanse: R. Brandom (1994):

486
Masaing it explicit. Reasoning representing, and discursive commitment, Cambridge, Mass. y Londres, 1998; y M.
N. Lance/J. O’Leary-Hawthorne (1997): The grammar of meaning. Normativity and semantic discourre,
Cambridge.
292 Cf. Habermas (1988), p. 55. En trabajos más tempranos, Habermas incluía este supuesto con la catego­
ría de una pretensión de validez: la pretensión de inteligibilidad, en cierto modo previa o precondición de las otras
tres (cf. p.e. Habermas (1981), vol. 1, p. 71).
293 Habermas (1986), p. 350.
294 El término lo ha introducido M. Cooke (1994), pp. 108-109.
295 Cf. Habermas (1981), vol. 1, p. 426.
296 Cf. Habermas (1986), p. 350.
297 Esta aplicación del término «universal» refiere en ambos casos, por tanto, al contenido de lo que se dice.
Habermas habla también de la universalidad de los tres tipos básicos de pretensiones de validez (verdad, correc­
ción, veracidad), en un sentido formal y más amplio, por referencia a su presencia necesaria en todo acto de habla
en general. (Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 417 y s.)
298 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 70-71; id. (1983), pp. 68-69.
299 Un posible ejemplo de esto sería el de la promesa correctamente realizada respecto a la «norma» de
silenciar un crimen de estado: aquí la corrección de la promesa en cuanto tal depende de que el hablante man­
tenga su compromiso; pero la rectitud o legitimidad de su acción dependen de la validez de la «norma» indi­
cada.
300 La exposición original y más detallada se encuentra en el ensayo «Wahrheitstheorien» (1972), en
Habermas (1984), pp. 127-183. Aquí se defiende lo que se conoce como teoría discursiva de la verdad, de acuer­
do con la cual la noción de verdad ha de verse más bien como una idea regulativa a la base de los procesos de
aprendizaje y las prácticas epistémicas, y tal que conserva siempre un momento de incondicionalidad respecto al
concepto de justificación. Se trata de una teoría epistémica, que define la verdad -en línea con Dummett y
Putnam- como asertabilidad racionalmente justificada en condiciones ideales. (Cf. Habermas (1986),
p. 352). En un trabajo bastante posterior, y sin duda motivado por las críticas que se recogen más adelante,
Habermas ha reconocido que el concepto de verdad discursivo, y la concepción epistémica de la verdad ligada a
él, son insuficientes para «dar cuenta de las débiles connotaciones ontológicas que, tras el giro lingüístico, vincula­
mos también con la “interpretación de los hechos”». Con ello se pretende salvar el momento de incondicionali­
dad que los hablantes, en contextos de elaboración del conocimiento, unen a todo enunciado que se pretende con
valor epistémico y, por tanto, verdadero. Lo que Habermas llama aquí «connotaciones ontológicas» son, sin duda,
los presupuestos existenciales introducidos por la referencialidad directa de determinadas expresiones nominales.
Cf. Habermas (1988): «Richtigkeit vs Wahrheit. Zum Sinn der Sollgeltung moralischer Urteile und Normen»,
Deutsche Zeitschrift fiir Philosophie, 46 (1988), pp. 179-208, aquí pp. 191-192.
301 Cf. Habermas (1981), vol. 1, p. 401.
302 En Teoría de la acción comunicativa Habermas reserva el concepto de discurso para aquellos procesos argu­
mentativos que no sólo están lo suficientemente próximos a hacer realidad estas idealizaciones, sino que en ellos
también está presente el presupuesto indicado de que es posible alcanzar un consenso sobre la universalidad de las
pretensiones de validez —en el doble sentido señalado. En otros puntos, sin embargo, este último presupuesto no
es indispensable para hablar de «discurso».
303 J. Habermas se ha hecho eco del trabajo de R. Alexy en este campo. Cf. Alexy (1978): «Eine Theorie des
praktischen Diskurses», en W. Oelmüller (ed.), Normenbegründung, Normendurchsetzung, Paderbor. Aquí, por
razones de claridad expositiva, se sigue preferentemente a Alexy (1990).
304 Cuando se aplica a expresiones evaluativas toma la forma del principio de universalización de Haré: «A todo
hablante sólo le está permitido afirmar aquellos juicios de valor y de obligación a los que asentiría igualmente en todas
aquellas situaciones que sean iguales, en todos los respectos pertinentes, a la situación en la que hace la afirmación»
(cf. Alexy (1990), p. 164).
305 Cf. ibid, p. 166.
306 Habermas (1983), p. 99.
307 Cf. ibid, p. 103.
308 Este principio ha recibido distintas críticas. S. Benhabib lo ha considerado implausible, y ha defendido
que el principio de la ética del discurso también enunciado por Habermas -«sólo pueden pretender validez aque­
llas normas que podrían alcanzar la aprobación de todos los concernidos por ellas, en tanto que participantes en
un discurso práctico»— es suficiente como comprobación de la universalidad. (Cf. Benhabib (1990):
«Communicative ethics and current controversies in practical philosophy», en Benhabib/Dallmayr (eds.), cit.
supra, pp. 330-369, esp. pp. 344-345.) - R. Alexy completa su análisis incluyendo, además de una tabla de las for­
mas básicas de la argumentación en los discursos prácticos, una serie de reglas relativas a la crítica o al reconoci­
miento de aquellas normas que tienen una génesis histórica y que forman parte del trasfondo de convicciones bási­

487
cas o que tienen vigencia institucional o social. Finalmente, propone reglas de transición entre los discursos teo­
rético (o empírico), lingüístico-analítico y práctico (cf. Alexy (1990), pp. 174-176).
309 Habermas (1981), vol. 1, p. 387.
310 Ibid., p. 400.
311 Ibid., p. 168.
312 Cf. Habermas (1994), pp. 33-34; id. (1988), pp. 105-106.
313 Cf. Habermas (1983), p. 33.
3,4 Cf. Habermas (1988), pp. 107-108; Habermas (1991): «Comments on John Searle: ‘Meaning, commu-
nication, and representation’», en Lepore/Van Gulick (eds.), pp. 17-30.
315 Cf. Habermas (1988), pp. 108-110, 115-116; Habermas (1986), pp. 354-355.
316 Habermas (1986), p. 355.
3,7 Cf. ibid, pp. 356-357.
318 Habermas (1981), vol. 1, p. 400.
319 Habermas ha enfatizado la importancia de esta doble estructura del habla porque permite que los actos
de habla «se identifiquen a sí mismos» y hace posible la reflexividad inherente al lenguaje natural, gracias a la
autorreferencialidad pragmática que ya está contenida en todo acto de habla: «Al satisfacer la doble estructura
del habla, los participantes en un diálogo tienen que comunicarse simultáneamente en ambos planos: tienen que
unir la comunicación de un contenido con la metacomunicación sobre el sentido en que se emplea el conteni­
do comunicado». El hablar de «metacomunicación» no debe entenderse aquí en el sentido de un metalenguaje,
pues la idea de una jerarquía de lenguajes se introduce precisamente para lenguajes formales a los que falta esta
reflexividad peculiar del lenguaje corriente. En el plano metacomunicativo del lenguaje corriente no se formu­
lan enunciados metalingüísticos, sino que «se elige más bien el rol ilocutivo en que ha de emplearse un conteni­
do enunciativo (...) Así, la peculiar reflexividad de las lenguas naturales se basa primariamente en el modo en que
se asocia la comunicación de un contenido realizada en actitud objetivante y la metacomunicación, efectuada en
actitud realizativa, sobre el aspecto de la relación bajo la que ha de entenderse el contenido» (Habermas (1976),
pp. 407-408).
320 Es decir, «aquellos que descansan en una base consensual de pretensiones de validez recíprocamente ele­
vas y reconocidas» (Habermas (1976), p. 402).
321 Son aquellos actos de habla explícitos que satisfacen en su estructura superficial la forma estándar: cons­
tan de un componente proposicional, y un componente ilocutivo:
- el componente ilocutivo consiste en un acto ilocutivo, que se lleva a efecto mediante una oración realizativa
en la que el verbo está en presente de indicativo, el sujeto lógico es un pronombre en primera persona y el obje­
to lógico un pronombre en segunda persona;
- el componenteproposicional está representado, en el caso de actos de habla constatativos, por una oración enun­
ciativa; esta oración, en el caso más simple de una oración predicativa elemental, consta de (a) un nombre o descrip­
ción definida, con cuya ayuda el hablante designa un objeto del cual desea decir algo, y (b) una expresión predicati­
va para la determinación general que el hablante quiere afirmar o negar del objeto; en el caso de actos de habla
no-constatativos, «el contenido proposicional no se afirma, sino que se menciona, con lo que el ‘contenido proposi­
cional’ coincide con lo que se llama ‘unasserted proposition [‘proposición no aseverada’, C.C.]» (Habermas (1976),
pp. 398-399, aquí p. 399; cf. también id. (1981), vol. 2, pp. 97-98).
Este tratamiento del componente proposicional por parte de Habermas va a tener particular importancia
cuando se vea la crítica que ha podido dirigirse a su «olvido» del uso epistémico del lenguaje. - Puede recordarse
aquí que el tratamiento de Searle en este punto es básicamente el mismo; Searle recurre también al concepto de
presuposición para dar cuenta de la contribución del componente proposicional al significado total, cuando se trata
de actos de habla no representativos (cf. Searle (1996), p. 1338).
322 Son ligados los que requieren de la existencia de alguna institución social o cultural -el caso paradigmáti­
co en la consideración de Austin, como Searle hizo notar. Los actos de habla institucionalmente no ligados pre­
cisan condiciones generales de contexto, que han de cumplirse típicamente para que el acto de habla pueda lograr­
se (cf. Habermas (1976), p. 402).
323 Es decir, que no sean actos de habla indirectos en el sentido estudiado por Searle.
324 Cf. Habermas (1976), pp. 393, 398, 403, 404-406. Aquí se asume el principio de expresabilidad, que,
como se recordará, en la versión de KanngieEer era: «Para todo significado x vale lo siguiente: si existe un hablan­
te H de una comunidad lingüística C que quiere dar a entender x, entonces ha de ser posible que en el lenguaje
hablado en C exista una expresión que sea expresión exacta de x» {ibid, p. 403).
325 Este componente expresivo «se forma con la primera persona del presente (como expresión de sujeto) y
con ayuda de un verbo intencional (en función predicativa), al tiempo que o bien un objeto (como p.e. en ‘amo
a N.’) o bien un estado de cosas nominalizado (como en ‘temí que p’) ocupan la posición del objeto lógico»
(Habermas (1981), vol. 2, p. 98).

488
326 Esta misma intuición es, precisamente, la que está a la base de la distinción que Wittgenstein introduce
tácitamente en las Investigaciones, en relación con las expresiones de vivencias, entre los enunciados en primera
persona y los enunciados en tercera persona; mientras que, en este último caso, se cuenta con criterios externos
para el aprendizaje y la determinación del significado, en el primer caso no es así, y el uso de estas expresiones ha
de entenderse —recurriendo a un ejemplo arquetípico— como «otra conducta de dolor».
327 Habermas (1981), vol. 2, pp. 98-99, aquí p. 99.
328 Habermas (1988), p. 55.
329 Recuérdese Austin (1962), pp. 146-147.
330 Recuérdese Searle (1969), pp. 34-35.
331 Habermas (1981), vol. 1, p. 414.
332 Cf. ibid., pp. 435-436.
333 Ibid., pp. 411.
334 Esto se aclara mediante un ejemplo: la petición del profesor a un estudiante «por favor, tráigame un vaso
de agua» puede ser cuestionada por el último (i) poniendo en tela de juicio la corrección normativa de la emisión
(«no, no puede tratarme como a su criado»), (ii) cuestionando la veracidad de la petición («no, usted no quiere
agua, sino dejarme en mal lugar ante mis compañeros»), o finalmente (iii) poniendo en cuestión determinados
presupuestos de existencia relativos al contenido proposicional («no, no hay agua corriente en el edificio»)
(cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 411-412).
335 Ibid., p. 414.
336 Ibid., pp. 400-401, 435, aquí p. 401.
337 Habermas (1986), pp. 359, 362-363.
338 Cf. Habermas (1981), vol. 1, p. 406. Aquí se hace preciso distinguir entre la validación de una acción o de
la norma que la subyace, la pretensión de que las condiciones para su validación se satisfacen, y el llevar a efecto
(Einlosung) esa pretensión de validez, e.d., la fundamentación o justificación de que las condiciones para la valida­
ción de una acción o de la norma que la subyace se ven cumplidas. El hablante puede motivar racionalmente a un
oyente a aceptar la oferta que representa su acto de habla porque, en razón del vínculo interno entre validación, pre­
tensión de validez y el llevar a efecto de esa pretensión de validez, puede ofrecer la garantía de que, en caso de serle
exigido, dará razones convincentes que hagan frente a la crítica del oyente a su pretensión de validez. El hablante le
debe la fuerza de vínculo de su éxito ilocutivo no a la validez de lo que ha dicho, sino al efecto coordinador de la
garantía que ofrece de que, llegado el caso, llevará a efecto la pretensión de validez presentada con su acto de habla.
339 En realidad, Habermas no establece este paralelismo conceptual de modo explícito. Habla únicamente de
condiciones de aceptabilidad en sentido estricto (cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 402-403), y esto sugiere que tiene
que haber una noción correlativa en sentido amplio. Pero de hecho no es así —esta segunda noción ni siquiera apa­
rece mencionada—, y es en la primera noción donde se distinguen los dos componentes indicados. Puede consi­
derarse que el uso que hace Habermas de los términos no es enteramente consistente; indirectamente, esto hace
legítima la interpretación que se propone aquí.
340 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 405-406. - Un ejemplo de promesa cuyas condiciones de validación el
oyente no considera cumplidas, y que le llevan a rechazar la pretensión de validez normativa del hablante, sería
una situación en la que responde: «no, nunca has sido de fiar en estas cuestiones» (Habermas (1988), p. 78). - Es
importante darse cuenta aquí de que existe una diferencia entre la corrección formal de la acción o acto de habla,
y la validez del contenido proposicional correspondiente. Así, por ejemplo, puede ocurrir que una orden sea nor­
mativamente correcta, si el hablante ocupa una posición de autoridad legítima respecto al oyente, y que sin embar­
go el contenido de la orden, lo que se ordena, pueda ser puesto en cuestión por este último. En ocasiones, la expli­
cación de Habermas no es lo suficientemente clara en este punto.
341 Habermas (1981), vol. 1, p. 407.
342 Cf. Habermas (1996), esp. pp. 89-91.
343 Cf. Habermas (1981), vol. 1, pp. 386-387.
344 El tratamiento crítico original y más extenso es el de A. Wellmer (1989): «Was ist eine pragmatische
Bedeutungstheorie? (Variationen über den Satz ‘Wir verstehen ein Sprechakt, wenn wir wissen, was ihn
akzeptabel macht’)», en Honneth/McCarthy/Offe/Wellmer (eds.), Zwischenbetrachtungen. Zum Prozef der
Aufklarung, Francfort, 1989, pp. 318-370. También sobre ello: C. Lafont (1993), pp. 197-225; P. Fabra
(1994): «En torno a la racionalidad comunicativa y sus presupuestos lingüísticos», ms.; M. Cooke (1994),
pp. 110-117.
345 Habermas (1986), p. 360.
346 Habermas (1988), p. 128.
347 Wellmer (1989), p. 343.
348 Ibid, p. 345.
349 Searle/Vanderveken (1985), Vanderveken (1996).

489
350 Así, por ejemplo, un hablante realiza con éxito una promesa en un contexto particular de emisión si y sólo
si: (1) el objetivo de su emisión es comprometerse a realizar una acción A (condición de propósito ilocutivo), (2)
con su emisión el hablante se pone a sí mismo bajo la obligación de hacer A (modo de logro), (3) el contenido
proposicional de la emisión es el de que el hablante hará A (condiciones de contenido proposicional), (4) el
hablante presupone que está capacitado para hacer A y que hacer A redundará en beneficio del oyente (condicio­
nes preparatorias) y, finalmente, (5) el hablante expresa, con un grado de intensidad elevado, su intención de hacer
A (condiciones de sinceridad y del grado de intensidad) (cf. Vanderveken (1996), pp. 1361, 1362-1363).
351 Habermas (1981), vol. 1, pp. 406, 407.
352 Así se sugiere en Cooke (1994), p. 104.
353 Cf. Searle (1969), p. 123.
354 Esta clasificación resulta plausible en el caso del ejemplo que Habermas propone: cf. id (1988), p. 71. Sin embar­
go, es difícil evitar la impresión de que tiene un cierto carácter «ad hoc» que pone en duda su generalidad. Sí parece
generalizable la primera de las nociones, puesto que se delimita con precisión a partir del concepto de éxito ilocutivo.
355 Se sigue C. Lafont (1993), caps. 4 y 5.
356 Cf. Lafont (1993), aquí pp. 222-225.
357 Recuérdese lo visto en la parte tercera.
358 Lafont (1993), p. 251.
359 Recuérdense las condiciones para el «acto de habla» de la referencia y, en particular: «Una condición nece­
saria para la realización con éxito de una referencia definida al emitir una expresión es que, o bien la expresión es
una descripción identificativa, o bien el hablante ha de ser capaz de formular una descripción definida cuando le
sea requerido» (Searle (1969), pp. 88 [curs. mías, C.C.]; cf. ibid., p. 95).
360 Así, por ejemplo, el filósofo E. Dussel ha acusado a la filosofía occidental, sólo más tardíamente recibida
en los EE.UU., de imponer pautas intelectuales y no escuchar la voz de otras formas de expresión. (Cf. Dussel
(1980): Filosofía de la liberación, Bogotá, esp. pp. 11-26.)
361 Cf. apdo. 4.2.2, final.
362 Cf. Habermas (1983), pp. 32-33.
363 Cf. Habermas (1994), pp. 25 y ss.
364 Habermas (1981), vol. 1, p. 388.
365 Ha reconocido que, en un primer momento, al intentar dar razón del primado del uso del lenguaje orientado
al entendimiento con la ayuda de la contraposición entre actos ilocutivos y perlocutivos, estableció una correspon­
dencia entre estas dos nociones -de teoría del significado- y las de acción comunicativa y acción estratégica -de teoría
de la acción— que resultaba confundente. La nueva estrategia ha consistido en mostrar que ese primado del uso del len­
guaje orientado al entendimiento puede establecerse en términos de teoría del significado; la distinción entre acción
comunicativa y acción estratégica se puede determinar, a su vez, definiendo la acción comunicativa como aquella en
que los hablantes persiguen sin reservas fines ilocutivos y que se halla sujeta, por tanto, a las condiciones realizativas
del mecanismo de coordinación de la acción que es el entendimiento (cf. Habermas (1988), p. 135, n. 31).
366 Se ha objetado, sin embargo, que esto prueba tan sólo una subordinación conceptual, pero no funcional: si
el uso ocultamente estratégico es la norma en el ámbito del mundo de la vida, entonces es difícil que ocurra, como
la teoría de la acción comunicativa pretende, que el mecanismo de coordinación de la acción que es el entendi­
miento «interrumpa la teleología de las cadenas de acción individuales» al conectarlas a través de la formación de
consenso (cf. Cooke (1994), pp. 19-20). - Lo que aquí se discute, en cualquier caso, es la primacía conceptual.
367Cf. Habermas (1988), pp. 134-135.
368 Cf. ibid., pp. 73-74.
369 Cf. Apel (1987): «Sprachliche Bedeutung, Wahrheit und normative Gültigkeit», en Archivio di Filosofa
55 (1987); id. (1992): «Illokutionáre Bedeutung und normative Gültigkeit. Die transzendentalpragmatische
Begründung der uneingeschránkten kommunikativen Verstandigung», en Protosoziologie 2 (1992), pp. 2-15.
370 Apel (1992), p. 11.
371 Ibid., p. 13.
372 Cf. Apel (1987), pp. 51-88.
373 Cf. Bohman (1992): «Critique of ideologies», en M. Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 689-704; id. (1986):
«Formal pragmatics and social criticism: The philosophy of language and the critique of ideology in Habermas’s
‘Theory of communicative action’», en Philosophy andsocialcriticism 12 (1986), pp. 331-353. Cf. también Cooke
(1994), pp. 148-150. Se siguen estos trabajos.
374 La referencia clásica es la obra de K. Marx (1848): Die deutsche Ideologie, en Marx-Engels Werke (MEW)
III, Berlín, 1970.
375 Cf. Bohmann (1992), pp. 698-701; id. (1986), pp. 336-337.
376 Cf. Bohmann (1986), pp. 346-347.
377 Cf. Bohmann (1992), p. 700; id. (1986), p. 339.

490
La bibliografía siguiente compila los libros y artículos que se han ido citando por
extenso y/o se han consultado para el presente trabajo. Sólo se hace referencia a las tra­
ducciones al castellano cuando hayan sido éstas las consultadas. Al final se incluye, con
carácter de sugerencia orientativa, una selección bibliográfica básica de textos en caste­
llano.

Alexy (1978): «Eine Theorie des praktischen Diskurses», en W. Oelmüller (ed.),


Normenbegründung, Normendurchsetzung, Paderbor.
- (1990): «A theory of practical discourse», en S. Benhabib/F. Dallmayr (eds.), The com-
municative ethics controversy, Cambridge, Mass. y Londres, pp. 151-190.
Alston (1991): «Searle on illocutionary acts», en Lepore/Gulick (eds.), pp. 57-80.
Apel (1963): Die Idee der Sprache in der Tradition des Humanismus von Dante bis Vico,
Bonn, «Kapitel I: Einleitung», pp. 17-103.
- (1973): «Von Kant zu Peirce: die semiotische Transformation der transzendentalen
Logik», en Transformation der Philosophie, 2 vols., Francfort, vol. 2, pp. 157-177.
- (1976): «The transcendental conception of language-communication and the idea of a
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Blaue Buch y Eine philosophische Betrachtung (Das Braune Buch), en Werkausgabe, vol.
5; el primero es una trad. alemana a partir de la ed. inglesa de R. Rhees; el segundo es
una reelaboración en alemán iniciada por el propio Wittgenstein, en ed. de P.v.
Morstein a partir de la versión inglesa).
- Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik, en Werkausgabe, vol. 6.
- Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie y Letzte Schriften über die Philosophie der
Psychologie, en Werkausgabe, vol. 7.
- Bemerkungen über die Farben, en Werkausgabe, vol. 8.
- Über Gewifheit, en Werkausgabe, vol. 8.
- (1953): Philosophische Untersuchungen, en Werkausgabe, vol. 1. (ed. bilingüe y trad. cast.
de A. García Suárez y U. Moulines: Investigaciones filosóficas, México y Barcelona,
1988).
Wuchterl (1991): «Phánomenologische Methoden», en Martens/Schnádelbach (eds.),
vol. 2, pp. 725-729.
- (1992): «Die hermeneutische Position», en M. Dascal et al. (eds.), vol. 1, pp. 638-
649.

Bibliografía en castellano

a. Textos generales

Acero (1982): Introducción a la filosofía del lenguaje. Madrid: Cátedra.


- (ed.) (1998): Filosofía del lenguaje. I. Semántica. Barcelona: Trotta.
Acero/de Bustos/Quesada (1989): Introducción a la filosofía del lenguaje. Madrid: Cátedra.
Bustos (1987/1992): Filosofía del lenguaje-, vol. I: Semántica filosófica^ vol. II: Pragmática
filosófica. Madrid: UNED.

506
Conesa/Nubiola (1999): Filosofía del lenguaje. Barcelona: Herdar.
Frápolli/Romero (1998): Una aproximación a la filosofía del lenguaje. Madrid: Síntesis.
García Carpintero (1996): Las palabras, las ideas y las cosas. (Introducción a la filosofía del
lenguaje). Barcelona: Ariel.
García Suárez (1997): Modos de significar. (Una introducción temática a la filosofía del len­
guaje). Madrid: Tecnos.
Hierro S.-Pescador (1982): Principios de filosofía del lenguaje. Madrid: Alianza, 1986.
Muñiz (1989/1992): Introducción a la filosofía del lenguaje, vol. I: Problemas ontológico?, vol.
II: Cuestiones semánticas. Barcelona: Anthropos.
Nieto Blanco (1997): La conciencia lingüística de la filosofía. (Ensayo de una critica de la
razón lingüística). Madrid: Trotta.

b. Compilaciones de textos

Ayer (ed.) (1959): El positivismo lógico. México: FCE, 1978.


Garrido (ed.) (1989): Lógica y lenguaje. Madrid: Tecnos.
Muguerza (ed.) (1981): La concepción analítica de la filosofía. Madrid: Alianza, 1986.
Valdés Villanueva (ed.) (1983): Significado y acción. Valencia: Rubio.
- (ed.) (1991): La búsqueda del significado. (Lecturas de filosofía del lenguaje). Madrid:
Tecnos.

c. Sugerencias de lectura

c. 1. Parte I

Gadamer (1960): «Acuñación del concepto de ‘lenguaje’ a lo largo de la historia del pensa­
miento occidental», en Verdad y método, pp. 487-525. Salamanca: Sígueme, 1991.
(Trad. de A. Agud y R. de Agapito.)
Habermas (1988): «Crítica de la teoría del significado», en Pensamiento postmetafisico,
pp. 108-137. Madrid: Taurus, 1990. (Trad. de M. Jiménez Redondo.)

c.2. Parte II

Carnap (1935): «Filosofía y sintaxis lógica», en Muguerza (ed.), pp. 294-337. (Trad. de C.
Solís.)
- (1950): «Empirismo, semántica y ontología», en Muguerza (ed.), pp. 400-419. (Trad. de
A. Deaño.)
Davidson (1973): «En defensa de la convención T», en De la verdady la interpretación, pp.
82-91. Barcelona: Gedisa, 1990.
- (1973): «Interpretación radical», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 354-369. (Trad. de L.
M. Valdés Villanueva.)
_ Q974); «Oe la idea misma de un esquema conceptual», en De la verdad y de la interpre­
tación, pp. 189-203.
Frege (1892): «Sobre sentido y referencia», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 24-45. (Trad. de
U. Moulines.)

507
Hempel (1950): «Problemas y cambios en el criterio empirista del significado», en Valdés
Villanueva (ed.), pp. 199-219. (Trad. de w.aa.)
Quine (1959): «Significado y traducción», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 244-270. (Trad.
de A. Pérez Fustegueras.)
- (1990): La búsqueda de la verdad. Barcelona: Crítica, 1992. (Trad. de J. Rguez.
Alcázar.)
Russell (1919): «La filosofía del atomismo lógico», en Muguerza (ed.), pp. 139-251. (Trad.
de J. Muguerza.)
Tarski, A. (1944): «La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semán­
tica», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 275-313. (Trad. de w.aa.)
Wittgenstein (1922): Tractatus Logico-Philosophicus. Madrid: Alianza, 1989. (Ed. bilingüe;
trad. de J. Muñoz e I. Reguera.)

c.3. Parte III

Grice (1969): «Las intenciones y el significado del hablante», en Valdés Villanueva (ed.),
pp. 481-510. (Trad. de J. J. Acero.)
- (1975): «Lógica y conversación», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 511-530). (Trad. de J.
J. Acero.)
Husserl (1901): Investigaciones lógicas, vol. 1, Primera Investigación: «Expresión y signifi­
cación». Madrid: Alianza, 1985. (Trad. de J. Gaos y M. García Morente.)
Putnam (1975): «El significado de significado’», en Valdés Villanueva (ed.), pp. 131-194.
(Trad. de J. J. Acero.)
Searle (1983): «Significado», en Intencionalidad. (Un ensayo en la filosofía de la mente),
pp. 168-186. Madrid: Tecnos, 1992. (Trad. de E. Ujaldón, revis. de L. M. Valdés
Villanueva.)

c.4. Parte IV

Apel (1987): «Significado lingüístico, verdad y validez normativa. (La fuerza social vincu­
lante del habla a la luz de una pragmática trascendental del lenguaje)», en Semióticafilo­
sófica, pp. 89-187. Buenos Aires: Almagesto, 1994. (Trad. de J. de Zan.)
Austin (1962): Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós, 1982. (Trad. de G. R.
Carrió y E. A. Rabossi.)
Gadamer (1960): «El lenguaje como horizonte de una ontología hermenéutica», en Verdad
y método, pp. 526-585. {Ibid)
Habermas (1981): «Interludio Primero. Acción social, actividad teleológica y comunica­
ción», en Teoría de la acción comunicativa, vol. 1, pp. 351-432. Madrid: Taurus, 1987.
(Trad. de M. Jiménez Redondo. )
Searle (1969): Actos de habla, Parte Primera: «Una teoría de los actos de habla». Madrid:
Cátedra, 1990. (Trad. de L. M. Valdés Villanueva.)
Wellmer (1989): «¿Qué es una teoría pragmática del significado? (Variaciones sobre la pro­
posición ‘Comprendemos un acto de habla, si sabemos qué lo hace aceptable’», en
Daimon 1 (1989), pp. 9-38. (Trad. de E. J. Fillol Vivancos.)
Wittgenstein (1954): Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica, 1988. (Ed. bilingüe;
trad. de A. García Suárez y U. Moulines.)

508
índice

Págs-

Presentación............................................................................................................ 11

PARTE 1. Introducción histórica y sistemática............................................... 15


1.1. Posiciones históricas fundamentales ........................................................... 17
i. El paradigma ontológico ....................................................................... 18
ii. El paradigma mentalista de la filosofía de la conciencia.................. 20
iii. El paradigma del lenguaje..................................................................... 23
1.2. Tres planteamientos en teoría del significado: intencionalista, seman­
tista y pragmatista ......................................................................................... 35
i. Filosofía y lenguaje en el siglo XX ........................................................ 35
ii. Teorías del significado........................................................................... 42
iii. Algunas cuestiones centrales en las discusiones contemporáneas... 46

PARTE 2. Teorías semantistas del significado.................................................. 63


2.1. Significado y referencia. La búsqueda de un lenguaje perfecto.............. 65
2.1.1. Gottlob Frege (1825-1917). «Sobre sentido y referencia»
(1892)................................................................................................. 65
i. El programa logicista y el sentido de la conceptografia......... 66
ii. Exposición de su teoría semántica........................................... 66
iii. El principio del contexto............................................................. 74
iv. Discusión. Sobre la contaminación ontológica de la teoría
semántica y el estatuto del lenguaje lógicamente perfecto .... 79
2.1.2. Bertrand Russell (1872-1970)........................................................ 85
i. «Sobre el denotar». Teoría de los símbolos incompletos...... 86
ii. Filosofía del atomismo lógico .................................................. 94
iii. Algunas discusiones críticas en torno a la teoría semántica
de Russell.................................................................................... 100
iv. Comentario final....................................................................... 106
2.1.3. Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Tractatus logico-philosophicus . 109
i. Concepción ontológica ......................................................................... 111
ii. Teoría figurativa del significado proposicional .................................. 119
iii. La distinción decir/mostrarse. Sintaxis lógica y reglas........................ 124
iv. Interpretación kantiana del Tractatus.................................................. 133
v. Valoración final ....................................................................................... 136
2.2. Significado, experiencia y verdad ............................................................... 142

509
2.2.1. La teoría semántica del Empirismo Lógico. Rudolf Carnap
(1891-1970) ...................................................................................... 145
i. Tres tesis fundamentales............................................................ 145
ii. El sistema de constitución para los conceptos empíricos: La
construcción lógica del mundo.................................................... 148
iii. Sintaxis lógica del lenguaje y el principio de convencionali-
dad de las formas lingüísticas ................................................... 151
iv. Teoría semántica y sintaxis lógica. Intensión y extensión...... 156
v. Valoración crítica. El estatuto de los principios de la teoría
empirista del significado. (Empirismo y normatividad) ...... 162
2.2.2. La definición semántica de la verdad de Tarski ........................... 167
2.2.3. W.V.O. Quine ................................................................................... 172
i. Estructura referencial y criterio de compromiso ontológico
de teorías. Propuesta de una regimentación lógica................. 173
ii. Crítica a la noción de analiticidad. Criterio empirista y
holismo del significado............................................................. 179
iii. Indeterminación de la traducción y aprendizaje lingüístico.
Inseparabilidad de teoría y lenguaje ....................................... 184
iv. ¿Naturalización de la teoría del significado? Algunos argu­
mentos críticos............................................................................ 195
2.2.4. D. Davidson...................................................................................... 205
Introducción. Filosofía general ....................................................... 205
Filosofía del lenguaje ........................................................................ 212
i. Verdad, significado y forma lógica.......................................... 213
ii. Teoría de la interpretación radical........................................... 221
iii. Aplicaciones. Análisis paratáctico ........................................... 228
iv. Lenguaje y comunicación. Convenciones y normas............ 235
2.3. Semántica formal y teorías lingüísticas ..................................................... 244
2.3.1. Lógica modal. Semántica relacional o «de mundos posibles».
Modalidades de dicto/de re............................................................... 246
2.3.2. La lógica intensional de Montague................................................. 251

PARTE 3. Teorías intencionalistas del significado........................................... 287


3.1. La teoría del significado de E. Husserl (1859-1938) como precedente 291
i. Intencionalidad, expresión y significado ............................................ 293
ii. Crítica de la teoría semántica de Husserl............................................ 296
iii. El problema de la intersubjetividad del significado .......................... 302
3.2. H. P Grice...................................................................................................... 307
i. Teoría del significado: intenciones y significado del hablante........... 309
ii. Los presupuestos pragmáticos de la comunicación ........................... 318
iii. Racionalidad y comunicación .............................................................. 323
3.3. J. Searle............................................................................................................ 326
i. Teoría de la intencionalidad................................................................... 327
ii. Teoría del significado............................................................................. 336
iii. Crítica. El lenguaje como institución. Significado del hablante y
validez pública del habla ......................................................................... 341
3.4. El lenguaje desde la perspectiva de la ciencia cognitiva y la psicología .. 346

510
i. Ciencia cognitiva y filosofía del lenguaje. La posición funcionalista . 347
ii. Críticas al funcionalismo....................................................................... 352
iii. Psicología cognitiva y filosofía del lenguaje ....................................... 355

PARTE 4. Teorías pragmatistas del significado................................................ 369


4.1. Significado y uso del lenguaje. La teoría de actos de habla .................... 371
4.1.1. L. Wittgenstein: Investigaciones filosóficas...................................... 371
i. El período de transición ........................................................... 371
ii. Investigaciones filosóficas. Crítica a la concepción semanti­
cista .............................................................................................. 374
iii. Investigaciones filosóficas, §§143-242. Comprensión y expli­
cación del significado. Seguir una regla.................................. 384
iv. Investigaciones filosóficas, §§243-315. El argumento del len­
guaje privado .............................................................................. 391
v. Interpretaciones.......................................................................... 396
4.1.2. La teoría de actos de habla. J. L. Austin (1911-1960)................ 403
i. Método ....................................................................................... 404
ii. Cómo hacer cosas con palabras................................................... 405
iii. Discusión final. Oposición entre lo normativo y lo fáctico
en la noción de fuerza ilocutiva............................................... 411
4.1.3. Ultima teoría de actos de habla. J. Searle/D. Vanderveken....... 413
i. J. Searle. Presupuestos iniciales de la teoría............................ 414
ii. Teoría de actos de habla. Semántica de las fuerzas ilocutivas .... 423
4.2. Teorías intersubjetivistas del significado ................................................... 430
4.2.1. El giro lingüístico en la filosofía alemana del siglo XX. La herme­
néutica filosófica de H.-G. Gadamer.............................................. 431
i. Comprensión y lenguaje en la tradición hermenéutica....... 431
ii. H.-G. Gadamer. La constitución lingüística del mundo
humano........................................................................................ 433
iii. Crítica.......................................................................................... 438
4.2.2. Filosofía del lenguaje y teoría crítica. El programa de la prag­
mática universal. J. Habermas......................................................... 441
i. Planteamientoteórico general y supuestos metodológicos .... 441
ii. Identidad intersubjetiva del significado y validez intersubje­
tiva de las reglas. Incorporación de Mead y Wittgenstein .... 446
iii. El concepto de racionalidad comunicativa. La base racional
del habla. Las reglas de la argumentación .............................. 449
iv. Actos de habla y pretensiones de validez. Teoría del signifi­
cado .............................................................................................. 456
4.2.3. Algunas posiciones críticas .............................................................. 464
i. A. Wellmer: «¿Qué es una teoría pragmática del signifi­
cado?» El problema del uso epistémico del lenguaje............ 464
ii. K.-O. Apel. Solución al problema del uso manifiestamente
estratégico del lenguaje: defensa de una teoría pragmática
trascendental................................................................................ 470
iii. Sobre el concepto de comunicación sistemáticamente distor­
sionada. J. F. Bohmann ............................................................. 473

511
NOTA FINAL

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Referencia: 1652
Una visión crítica muy completa y precisa de la filosofía
del lenguaje, anterior y posterior al llamado giro lingüís­
tico, entre cuyas virtudes figura la atención a la recepción
de los planteamientos analíticos y postanalíticos por parte
de la filosofía alemana. A lo largo de sus páginas se
subraya algo que, para la autora, comparte en este terre­
no las distintas corrientes filosóficas y que da a la filoso­
fía del lenguaje una fuerte consistencia interna: el con­
senso en que «el único modo de hacer valer una pro­
puesta teórica o filosófica es estar dispuesto a aceptar
que se la ponga a prueba en un foro de discusión abier­
ta, basada en argumentos».

ISBN M-7774-Í7K)

9 7 8 84 77"74 8 7 8611

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