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Congo degradado a gorila

“Es que yo nunca más voy a volver a ser congo”, dice Alberto de
la Rosa, sentado en la terraza de su casa en el barrio San Felipe
de Barranquilla. ¿Por qué?, pregunto. Me mira con sus ojos
claros y comienza un llanto que desconcierta.

David Lara
“Es que yo nunca más voy a volver a ser congo”, dice Alberto de la Rosa,
sentado en la terraza de su casa en el barrio San Felipe de Barranquilla.
¿Por qué?, pregunto. Me mira con sus ojos claros y comienza un llanto
que desconcierta.

El congo es el guerrero de una danza originada en Cartagena de Indias


en tiempos de la Colonia. Se realizaba cada dos de febrero para
homenajear a la virgen de la Candelaria, y era liderada por esclavizados
nativos de la región del Congo (África). Esa misma danza llegó a
Barranquilla hace 138 años, y tomó el nombre de Congo Grande, con
sede en el Barrio Abajo, de la que Alberto hizo parte, desde que tenía
cinco años.

Alberto seca sus lágrimas, su mirada se clava en las desgastadas


baldosas de su terraza. Luego en la pintura de la fachada que se cae en
cáscaras llenas de  salitre y humedad. Alberto evade la pregunta, a pesar
de no vocalizar con claridad ni ser hábil con el verbo. Dice poyao en vez
de apoyado; ce, por once; pedice, por apéndice; atá, por atrás; o cáculo,
por cálculo.“Yo he sido tipo que no me han poyao, yo soy operao de
péndice, aquí tengo el hueco, acá atá, operao de cáculo, hace ce
años…”, dice, al tiempo que se levanta un suéter deportivo, mostrando
sus cicatrices, como si fuera un congo que ha venido triunfante de una
batalla.

Tiene 52 años y poco es lo que puede decir de su vida: “Yo no estudié,


yo no sé leer ni escribir, mi firma es un garabato y ya, pero yo no fui al
colegio, no tengo trabajo, hago cualquier cosa, maraña que
llaman”. Intento indagar en su infancia y la relación con su padre, y me
habla de un hecho sucedido al finalizar la Batalla de Flores de 1971. Su
padre, Moisés de la Rosa, inspector de pesas y medidas del mercado, lo
llamó aparte y le hizo prometer que solo dejaría de ser congo “cuando
dios venga a recoger tu espíritu”. Y Alberto así lo hizo. Entonces vuelvo a
preguntar ¿Si hiciste una promesa a tu padre, que murió hace años,cómo
dices que no puedes ser congo?

Llora otra vez. Al tiempo que seca sus lágrimas, dice que ya no puede
ser más congo porque ahora es un gorila. “Así me va bien, uno se la
vacila (goza) mejor, es que en la danza del Congo Grande había gente
que me tenía cola (rabia), y unos cabezas (directores) que se emputaban
(enojaban) por todo; uno no podía salirse de la fila. Una vez íbamos
marchando, y yo me salí de la fila a buscar agua, y el jefe de la cuadrilla
me sacó el machete, el de madera que usamos, y me pegó un
machetazo aquí en la clavícula, me cogieron puntos, y entonces yo me
salí, y me cambié para el Torito, que era el otro congo bueno que había
aquí.

La Danza del Torito fue fundada el 20 de enero de 1878, en el Barrio


Arriba, por Elías Fontalvo Jiménez. Estaba conformada por un grupo de
jóvenes que había sido rechazado del Congo Grande. Así surgió la
rivalidad entre las dos danzas, cuando coincidían en el mismo lugar, la
batalla era de verdad. “A machetazo limpio, era a darnos duro. Ahí había
cabeza parti’a huesos rotos, sangre por to’s la’os, era el orgullo, el honor
de proteger nuestra hermandad”. Así lo recuerda Benigno Hernández,
miembro de la danza del Congo Grande desde 1950.

Al hablar de esos combates, Alberto me cuenta qué también practicó


boxeo, tenía la idea de ser campeón mundial en la categoría welter junior
(140 libras), la misma de ‘Pambelé’, me aclara. Álvaro Mercado,
integrante del equipo de boxeo de Colombia en los Juegos Olímpicos de
Los  Ángeles 1984, recuerda que Alberto era muy bueno haciendo
sombra, pero no pegaba: “Había un púgil de nombre Aníbal ‘Suzuki’
Miranda, y Alberto quería llamarse ‘Kid Toyota’, pero ese apodo no pegó,
todo el mundo lo conocía como ‘Jata-jata’, por su manera de hablar”. Su
récord como aficionado fue de un triunfo y siete derrotas, por lo que su
salto al profesionalismo jamás se dio, establece Álvaro.
Le pregunto sobre esas peleas; sobre sus derrotas y se levanta de prisa
de la mecedora, donde ha estado evadiendo la pregunta sobre por qué
no puede volver a ser congo: “Te voy a mostrar los dos disfraces de
gorila que tengo… tengo uno negro y uno blanco”, y me invita a pasar a
la casa. Es un hall con un sofá manchado y unas sillas plásticas rojas,
una sobre la otra en un rincón. El primer cuarto hace también de cocina.
Hay una mesa con una estufa eléctrica de un solo fogón, de la que salen
dos cables hacia el techo. Doris, la compañera de Alberto, desde hace 18
años, cocina un arroz blanco. Mientras Alberto entra al cuatro contiguo,
me le acerco a Doris y le pregunto si sabe por qué Alberto no puede ser
congo nunca más. “Eso que te lo diga él”, reacciona, y me hace una
mueca con su boca que entiendo como su silencio.

Alberto aparece rugiendo con su disfraz de gorila negro. “Yo soy gorila,


orrg arrg”, dice con su voz ahogada en la máscara.

Pregunto qué hizo su atuendo de congo. “Eso yo lo regalé, cuando me


salí del Torito”, responde arrancándose la máscara, y secándose nuevas
lágrimas con los guantes de gorila que lleva en sus manos. Le insisto en
que diga por qué dejó de ser congo para convertirse en gorila, y me
suelta un llanto que mezcla con sus problemas económicos: “A mí no me
han ‘poyao, debo dos millones de luz, esta luz que tenemos aquí la
traemos de otra casa, mí nadie me ayuda”. Le comento enseguida lo que
algunos vecinos han dicho sobre él: “Que en un programa de televisión
gritaste “¡Viva el Congo Grande!”, en vez de gritar “¡Viva la Danza del
Torito!”, de la que hacías parte”. Me mira y me invita a volver a la terraza,
dice que así fue, que él ahí se la embarró (cometió un error). Con nuevas
lágrimas en sus ojos y con su dicción aún más trastocada afirma: “Po’
eso no fue, yo me quivoqué, pero no es la razón, por la que dejé de ser’
congo, soy un gorila y así me rebusco (consigo dinero) mejor”.

La versión de Jainer de las Salas, vecino del lugar, es muy opuesta a la


que Alberto intenta promover. Jainer explica:“Durante un desfile de La
Guacherna en 2002, una periodista lo entrevistó, porque hay que decirlo,
él era un congo excelente, impecable, limpio, tenía su disfraz bien
decorado, reluciente… al finalizar la entrevista, la cámara lo sigue, y él
comenzó a gritar: ‘Viva el respeto, viva; viva la camisa rayá; viva, viva la
plaza, viva; viva el cumbión, viva…’ y al final gritó: ‘¡Viva el Congo
Grande! ¡Viva el Congo Grande! cuando debió decir ¡Viva la Danza del
Torito!,  que era su danza”.

Los relatos sobre lo que pasó después varían. Sady, que vive diagonal a
Alberto, asegura que duró una semana llorando, con su disfraz de congo,
caminando por todo el barrio. “Fue como una traición —dice Sady— que
le debió doler mucho, se veía borracho, llorando, arrastrando su cola de
congo, de un lado para otro, y decía la embarré nojoda, la embarré… ya
no voy a ser congo nunca más, la embarré nojoda… ”.

Pedro Púa, taxista, vecino de San Felipe, afirma que la traición se la


cobró la danza del Torito: “Claro, porque esas danzas han sido rivales
toda la vida, antes peleaban a machetazos, y a trompá (puños), hoy no,
pero se conserva la tradición y eso se respeta entre ellos, se la cobraron
feo, lo castigaron, porque, nojoda, tú sabes qué es caminar en plena
Batalla de Flores forra’o con ese disfraz de gorila, el sol, más de 40
grados, caminando… mejor es que te echen”.

Le propongo al instante a Pedro Púa, que me haga la carrera a la sede


de la Danza del Torito, en el barrio Rebolo, en la calle del Comercio,
entre Concordia y Hospital.
Allí nos recibe Alfonso Fontalvo, director de la Danza del Torito. Luego de
recorrer la sede, y mostrarnos algunos valiosos objetos, como la espada
que su abuelo Elías Fontalvo, fundador de la danza, que usó en la
Guerra de los Mil Días, o la primera máscara de torito, que cumple 135
años, o el primer tambor de la agrupación, construido a comienzos del
siglo XX, Alfonso dice que espere, y se pierde en el fondo de la casa.

Alfonso Fontalvo ha sido director de la danza desde 1970, honor, como él


mismo lo dice, que recibió de su padre Marco Fontalvo, que murió el 25
de abril de 1971.

Mientras observo las distinciones que cubren las tres paredes de su


casa, remodelada como museo por la empresa privada, Alfonso aparece
con su atuendo de congo, y con un grito de “Bienvenidos a la sede del
Torito”. Luego de prodigar admiración por la importancia de su danza en
el carnaval de Barranquilla, le cuento la razón de mi visita.

—Maestro   —digo— quizá usted se acuerde de un congo que perteneció


a su danza, que se llama Alberto de la Rosa.

—Ombe, yo tuve unos de la Rosa, que vivieron aquí en Rebolo mucho


tiempo y luego se fueron a vivir al barrio San Felipe, el papá era inspector
de pesas y medidas, y el hombre hizo plata, y salió de la pobreza y se
mudó para ese barrio que era un barrio bueno.

—Ese es el papá, yo le pregunto es por el hijo… que se llama Alberto.

—¿Alberto?… (espera) ombe claro, a ese le decíamos aquí el llorón…


(espera un instante como refrescando la memoria y dice) lo que le pasó a
él fue que se equivocó en el grito de combate, y en vez de decir ¡Viva el
Torito!, que era su danza, dijo ¡Viva el Congo Grande!, y la verdad es que
no habría sido grave si corrige, pero no corrigió, no se retractó, eso fue
en la televisión, y dejó así la cosa, y nosotros eso no lo podíamos
aceptar. Aquí vino llorando, y le dijimos que de congo no salía más, que
si quería se vistiera de gorila. Salió de gorila tres años, y después se
retiró de la danza.

La historia está completa. La decisión de Alberto de no volver a ser


congo nunca más, es una mezcla de lealtad y traición, razones que lo
condenaron a ser gorila por el resto de su vida, así él lo niegue y lo
disfrace con la idea que de gorila se rebusca mejor.

“Cuál de los dos disfraces de gorila prefieres —le pregunto a Alberto— el


blanco o el negro” y sin dudarlo, me dice: “El blanco”. Tiene adelante un
congo en coloridas lentejuelas, que va desde la cintura hasta la rodilla.
Atrás, el Torito, del lado derecho, y el Congo, del lado izquierdo. Mientras
muestra las dos figuras en su espalda, comprendo la forma de su lealtad:
prefiere incumplir la promesa hecha a su padre, y así escaparse de la
muerte, que lo buscará disfrazado de congo, mientras él, en solitario
sufre y llora su condena de ser gorila.

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