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“Es que yo nunca más voy a volver a ser congo”, dice Alberto de
la Rosa, sentado en la terraza de su casa en el barrio San Felipe
de Barranquilla. ¿Por qué?, pregunto. Me mira con sus ojos
claros y comienza un llanto que desconcierta.
David Lara
“Es que yo nunca más voy a volver a ser congo”, dice Alberto de la Rosa,
sentado en la terraza de su casa en el barrio San Felipe de Barranquilla.
¿Por qué?, pregunto. Me mira con sus ojos claros y comienza un llanto
que desconcierta.
Llora otra vez. Al tiempo que seca sus lágrimas, dice que ya no puede
ser más congo porque ahora es un gorila. “Así me va bien, uno se la
vacila (goza) mejor, es que en la danza del Congo Grande había gente
que me tenía cola (rabia), y unos cabezas (directores) que se emputaban
(enojaban) por todo; uno no podía salirse de la fila. Una vez íbamos
marchando, y yo me salí de la fila a buscar agua, y el jefe de la cuadrilla
me sacó el machete, el de madera que usamos, y me pegó un
machetazo aquí en la clavícula, me cogieron puntos, y entonces yo me
salí, y me cambié para el Torito, que era el otro congo bueno que había
aquí.
Los relatos sobre lo que pasó después varían. Sady, que vive diagonal a
Alberto, asegura que duró una semana llorando, con su disfraz de congo,
caminando por todo el barrio. “Fue como una traición —dice Sady— que
le debió doler mucho, se veía borracho, llorando, arrastrando su cola de
congo, de un lado para otro, y decía la embarré nojoda, la embarré… ya
no voy a ser congo nunca más, la embarré nojoda… ”.