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Barthes Sobre La Lectura PDF
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En primer lugar, querría darles las gracias por haberme acogido entre ustedes.
Muchas son las cosas que nos unen, empezando por esa pregunta común que
cada uno de nosotros por su cuenta está planteando: ¿Qué es leer? ¿Cómo es
leer? ¿Para qué leer?. Sin embargo, hay algo que nos separa y que no tengo
intención de ocultar: hace mucho tiempo que he dejado toda práctica pedagógica:
la escuela, el instituto, el colegio actual me son totalmente desconocidos; y mi
propia práctica como enseñante – que ha significado mucho en mi vida- en la
Ecole des Hautes Etudes es muy marginal, muy anómica, incluso dentro de la
enseñanza posescolar. Ahora bien, ya que se trata de un congreso, me parece
preferible que cada cual deje oír su propia voz, la voz de su práctica; así pues, no
pienso esforzarme en alcanzar una competencia pedagógica que no es la mía, o
en fingirla: permaneceré en los límites de una lectura particular (¿cómo toda la
lectura?), la lectura del individuo que soy, que creo ser.
1. Pertinencia
1.En este dominio de la lectura, no hay pertinencia de objetos: el verbo leer, que
aparentemente es mucho más transitivo que el verbo hablar, puede saturarse,
catalizarse, con millones de complementos de objetos: se leen textos, imágenes,
ciudades, rostros, gestos, escenas, etc. Son tan variados estos objetos que no me
es posible unificarlos bajo ninguna categoría sustancial, ni siquiera formal; lo único
que se puede encontrar en ellos es una unidad intencional: el objeto que uno lee
se fundamenta tan sólo en la intención de leer: simplemente es algo para leer, un
legendum, que proviene de una fenomenología, y no de una semiología.
2. En el dominio de la lectura – y esto es más grave – no se da tampoco la
pertinencia de los niveles, o hay posibilidad de describir niveles de lectura. Ya que
no es posible cerrar la lista de estos niveles. Sí es verdad que hay un origen en la
lectura gráfica: el aprendizaje de las letras, de las palabras escritas; pero, por una
parte, hay lecturas sin aprendizaje (las imágenes) – el menos sin aprendizaje
técnico, ya que no cultural – y, por otra parte, una vez adquirida esta techné, ya no
sabemos dónde detener la profundidad y la dispersión de la lectura: ¿en la
captación de un sentido? De qué clase, ese sentido?, ¿denotado?, ¿connotado?
Estos son artefactos que yo llamaría éticos, ya que el sentido denotado pasa por
ser el sentido verdadero, y a fundar una ley (¿cuántos hombres habrán muerto por
un sentido?), mientras que la connotación (ésta es su ventaja moral) permite
instaurar un derecho al sentido múltiple y liberar así la lectura: pero, ¿hasta
dónde? Hasta el infinito: no hay límite estructural que pueda cancelar la lectura: se
pueden hacer retroceder hasta el infinito los límites de lo legible, decidir que todo
es, en definitiva, legible (por ilegible que parezca), pero también en sentido
inverso, se puede decidir que en el fondo de todo texto, por legible que haya sido
en su concepción, hay, queda, todavía, un resto de ilegibilidad. El saber-leer
puede controlarse, verificarse, en su estadio inaugural, pero muy pronto se
convierte en algo sin fondo, sin reglas, sin grados y sin término.
Podemos pensar que la responsabilidad por no encontrar una pertinencia en la
que fundamentar un Análisis coherente de la lectura es nuestra, que se debe a
nuestra carencia de genialidad. Pero también podemos pensar que la in-
pertinencia es, en cierto modo, algo congénito a la lectura: como si algo, por
derecho propio, enturbiara el análisis de los objetos y los niveles de lectura, y
condujera así al fracaso, no sólo a toda búsqueda de una pertinencia para el
Análisis de la lectura, sino también, quizás, al mismísimo concepto de pertinencia
(ya que la misma aventura parece estar a punto de sucederle a la lingüística y a la
narratología). Me parece que puedo darle a ese algo un nombre (de una manera
trivial, por lo demás): el Deseo. Es precisamente porque toda lectura está
penetrada de deseo (o de Asco) por lo que la Anagnosología es tan difícil, quizá
hasta imposible; en todo caso, es por ello por lo que tiene la oportunidad de
realizarse donde menos la esperamos, o al menos, nunca exactamente allí donde
la esperábamos: en virtud de una tradición – reciente – la esperamos por el lado
de la estructura; e indudablemente tenemos razón, en parte: toda lectura se da en
el interior de una estructura (por múltiple y abierta que ésta sea) y no en el espacio
presuntamente libre de una presunta espontaneidad: no hay lectura “natural”,
“salvaje”: la lectura no desborda la estructura; está sometida a ella: tiene
necesidad de ella, la respeta; pero también la pervierte. La lectura sería el gesto
del cuerpo (pues, por supuesto, se lee con el cuerpo) que, con un solo
movimiento, establece su orden y también lo pervierte: sería un suplemento
interior de perversión.
2. Rechazo
Hablando con propiedad, no puede decirse que yo me esté interrogando sobre los
avatares del deseo de lectura; en especial, no puedo contestar a esta irritante
pregunta: ¿por qué los franceses de hoy en día no tienen deseo de leer? ¿Por qué
el cincuenta por ciento de ellos, según parece, no leen nada? Lo que sí puede
entretenernos por un momento es la huella de deseo – o de no deseo – que queda
en el interior de una lectura, suponiendo que ya haya sido asumida la voluntad de
leer. Y antes que nada, los rechazos de la lectura. Se me ocurren dos de ellos.
El primero es el resultado de todos los constreñimientos, sociales o interiorizados
gracias a mil intermediarios, que convierten a la lectura en un deber, en el que el
mismo acto de leer está determinado por una ley: el acto de leer, o, si se puede
llamar así, el acto de haber leído, la marca casi ritual de una iniciación. No estoy
por tanto hablando de las lecturas “instrumentales”, las que son necesarias para la
adquisición de un saber, de una técnica, y en las que el gesto de leer desaparece
bajo el acto de aprender: hablo de lecturas “libres” que, sin embargo, es necesario
haber hecho: hay que haber leído (La Princesa de Clèves, el Anti-Edipo). ¿De
dónde procede esa ley? De diversas autoridades, cada una de las cuales está
basada en valores, ideologías: para el militante de vanguardia hay que haber leído
a Bataille, a Artaud. Durante largo tiempo, cuando la lectura era estrictamente
elitista, había deberes universales de lectura; supongo que el derrumbamiento de
los valores humanistas ha puesto fin a tales deberes de lectura: han sido
sustituidos por deberes particulares, ligados al “papel” que el individuo se
reconozca en la sociedad actual; la ley de la lectura ya no proviene de toda una
eternidad de cultura, sino de una autoridad, rara, o al menos enigmática, que se
sitúa en la frontera entre la Historia y la Moda. Lo que quiero decir es que hay
leyes de grupo, microleyes, de las que debemos tener el derecho de liberarnos. Es
más: la libertad de lectura, por alto que sea el precio que se deba pagar por ella,
es también la libertad de no leer. ¿Quién sabe si ciertas cosas no se transforman,
quien sabe si algunas cosas importantes no llegan a suceder (en el trabajo, en la
historia del sujeto histórico) no solamente como resultado de las lecturas, sino
también como resultado de las que podrían llamarse las despreocupaciones de la
lectura? Es más: en la lectura, el Deseo no puede apartarse, mal que les pese a
las instituciones, de su propia negatividad pulsional.
3. Deseo
En el primer tipo, el lector tiene una relación fetichista con el texto leído: extrae
placer de las palabras, de ciertas combinaciones de palabras; en el texto se
dibujan playas e islas en cuya fascinación se abisma, se pierde, el sujeto-lector:
éste sería un tipo de lectura metafórica o poética; para degustar este placer, ¿es
necesario un largo cultivo de la lengua? No está tan claro: hasta el niño pequeño,
durante la etapa del balbuceo, conoce el erotismo del lenguaje, práctica oral y
sonora que se presenta a la pulsión.
4. Sujeto
Ahora bien, ésa es exactamente la situación del individuo humano, al menos tal
como la epistemología psicoanalítica intenta comprenderla: un individuo que ya no
es el sujeto pensante de la filosofía idealista, sino más bien alguien privado de
toda unidad, perdido en el doble desconocimiento de su inconsciente y de su
ideología, y sosteniéndose tan sólo gracias a una gran parada de lenguajes. Con
esto quiero decir que el lector es el individuo en su totalidad, que el campo de
lectura es el de la absoluta subjetividad ( en el sentido materialista que esta vieja
palabra idealista puede tomar de ahora en adelante): toda lectura procede de un
sujeto, y no está separada de ese sujeto más que por mediaciones escasas y
tenues, el aprendizaje de las letras, unos cuantos protocolos retóricos, más allá de
los cuales, de inmediato, el sujeto se vuelve a encontrar consigo mismo en su
estructura propia, individual: ya sea deseante, ya perversa, o paranoica, o
imaginaria, o neurótica; y, por supuesto, también en su estructura histórica:
alienado por la ideología, por las rutinas de los códigos.
Sirva esto para indicar que no es razonable esperar una Ciencia de la lectura, una
Semiología de la lectura, a menos que podamos concebir que llegue un día en que
sea posible – contradicción en los términos – una Ciencia de la Inagotabilidad, del
Desplazamiento infinito: la lectura es precisamente esa energía, esa acción que
captará en ese texto, en ese libro, exactamente aquello “que no se deja abarcar
por las categorías de la Poética”, la lectura, en suma, sería la hemorragia
permanente por la que la estructura – paciente y útilmente descrita por el Análisis
estructural – se escurriría, se abriría, se perdería, conforme en este aspecto a todo
sistema lógico, que nada puede, en definitiva, cerrar; y dejaría intacto lo que es
necesario llamar el movimiento del individuo y la historia: la lectura sería
precisamente el lugar en el que la estructura se trastorna.
Escrito para la Writing Conference de Luchon, 1975. Publicado en Le
Français aujourd`hui, 1976.