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Reseña de la época:
Philip K. Dick, autor de "El tiempo
doblado", es una joven y ascendente
estrella en la constelación de la
novelística de ficción científica. Su
primer libro, "Lotería solar", publicado
en 1955, atrajo muchos excitados
comentarios de los críticos y de los
lectores. Por ejemplo, Damon Knigth,
escribiendo en la revista "Infinity",
decía del autor que "es como si Robert
Sheckley se hubiese convertido
abruptamente en una combinación de
Alfred Bester, Henry y Katherine
Kuttner y A.E. Van Vogt"
H.H. Holmes, escribiendo en el
"New York Herald Tribune", calificaba
al libro de "tan elaboradamente
excitante como una cosecha de Van Vogt
con un toque añadido de la sátira social
de C.M. Kornbluth." Sin embargo hemos
de pensar que Philip K. Dick no es
precisamente una combinación de otros,
sino un verdadero nuevo gran escritor
por sus propios méritos. Y creemos que
su última novela, ésta, lo prueba
cumplidamente.
EL TIEMPO DOBLADO
I
II
EL FUTURO DE LA
HUMANIDAD
III
IV
MINISTRO QUE
ARRASTRA A
MULTITUDES
RELIGIOSO DE ALCANCE
MUNDIAL
V
VI
VII
¡ADVERTENCIA AL
PUBLICO!
LOS PROTOZOOS
EMIGRANTES
VIII
PATRIO
JONES QUIERE
IX
X
XI
ACABEMOS CON EL
REINO TIRÁNICO
¡LIBERTAD A LA MENTE
HUMANA!
QUE SE ACABEN LOS
CAMPOS DE
CONCENTRACIÓN PARA
EL TRABAJO DE
ESCLAVOS ¡QUE SE
RESTAURE LA LIBERTAD
DEL HOMBRE!
A LAS ESTRELLAS
REFERÉNDUM UNIVERSAL
XII
XIII
XIV
XV
XVI
TENEMOS FE
JONES SABE, JONES OBRA
XVII
XVIII
XIX
XX
FIN
EL TIEMPO
DOBLADO
Philip K. Dick
Título original: The world Jones
made
Corrección: abur_chocolat
Apaños:Jack!2010
I
MAS PRUEBAS DE UN
RENACIMIENTO
RELIGIOSO DE
ALCANCE
MUNDIAL
En la diminuta, blanquísima y
ascética celda de la Policía, Jones se
dedicaba a enjuagarse la boca con el
Tónico Especial para la Garganta del
Dr. Hammerton. El tónico era amargo y
desagradable. Trasladaba la buchada de
un carrillo a otro, la mantenía durante un
momento sobre la parte superior de su
tráquea y la escupía luego al lavabo de
porcelana.
Sin hacer comentarios, los dos
policías uniformados, uno a cada
extremo de la habitación, vigilaban.
Jones no les prestaba la menor atención;
mirándose al espejo colocado encima de
la palangana, se peinó escrupulosamente
los cabellos. Luego se pasó el pulgar
por los dientes. Quería estar en forma;
dentro de una hora iba a verse metido en
asuntos importantes.
Por un momento trató de recordar
lo que sucedía a continuación. La orden
de libertad estaba ya en marcha, o así le
parecía al menos. Hacía tanto tiempo
que había ocurrido aquello… todo un
año había pasado, y los detalles se
habían difuminado. Vagamente guardaba
el recuerdo de un policía que entraba
con algo, un papel cualquiera. Eso era:
aquella era la orden de libertad. Y
después de eso venía un discurso.
El discurso estaba todavía muy
claro en su memoria; no lo había
olvidado. Le acometió el fastidio al
pensar en aquello. Tener que decir las
mismas palabras, repetir los mismos
gestos. Las viejas acciones mecánicas…
acontecimientos pasados, secos y
polvorientos, chirriando bajo la sabana
niveladora de una época lúgubre.
Y mientras tanto, la onda viviente
continuaba centelleando.
Era un hombre con los ojos en el
presente y el cuerpo en el pasado.
Incluso ahora, mientras estaba
examinando su traje deteriorado,
alisando su cabello, frotando sus encías;
incluso estando allí, en la aséptica celda
de la Policía, sus sentidos se hallaban
fuertemente pegados a otra escena, a un
mundo que todavía se agitaba con
vitalidad, un mundo que no se había
hecho rancio. Mucho había sucedido en
el año próximo. Y mientras se rascaba
viciosamente el mentón cubierto de
barba espinosa, arrancándose un viejo
barrillo, la ola descubría nuevos
instantes, nuevas excitaciones y
acontecimientos.
La ola del futuro estaba alzando
conchas increíbles para que él las
examinara.
Impacientemente, se acercó a la
puerta de la habitación y miró afuera.
Aquello era lo que más odiaba; la cosa
repulsiva. La jalea del tiempo: no se le
podía dar prisa. Era algo que se
arrastraba con cansados pasos de
elefante. Nada le hacía ir más aprisa;
era algo monstruoso y sordo. Y él había
agotado ya el año próximo; estaba
totalmente harto de él. Pero iba a
acontecer de un momento a otro. Le
gustase o no -y no le gustaba-, iba a
tener que revivirlo pulgada a pulgada,
volviendo a experimentar en su cuerpo
lo que hacía mucho tiempo había
experimentado en su mente.
Y así le había sucedido durante
toda su vida. El desfasamiento había
existido siempre. Hasta que cumplió los
nueve años, se había imaginado que todo
ser humano debía sufrir la duplicación
de todos los instantes de vida. A los
nueve años había vivido dieciocho años.
Estaba agotado, deshecho, aplastado por
un sentido de fatalidad. A los nueve
años y medio comprendió que era el
único individuo gravado con aquella
carga. A partir de entonces su
resignación se convirtió rápidamente en
rabiosa impaciencia.
Había nacido en Colorado, el 11 de
agosto de 1977. La guerra estaba
todavía en su apogeo, pero había pasado
de largo el centro oeste de América. La
guerra no había pasado nunca por
Greeley, Colorado; nunca había llegado
hasta allí. Ninguna guerra podía alcanzar
a todas las ciudades, a todos los seres
humanos vivos. La granja que mantenía a
su familia continuaba casi como de
costumbre: una unidad económica que se
autoabastecía y continuaba una rutina
estancada, ignorante e indiferente hacia
la crisis del género humano.
Los primeros recuerdos eran
extraños. Más tarde había tratado de
desenmarañarlos. El feto lánguido había
ya experimentado impresiones de un
mundo no existente todavía; mientras
estaba acurrucado en las entrañas
sangrientas de la madre, una
fantasmagoría, incomprensible y vívida,
se arremolinaba a su alrededor.
Simultáneamente había estado tendido al
sol brillante de un otoño del Colorado y
vegetado tranquilamente en el negro
saco mojado, goteante proveedor de
todo. Había conocido el terror del
nacimiento antes de ser concebido; en la
época en que el embrión tenía ya un mes
de edad, el trauma llevaba largo tiempo
de existencia en el pasado. El hecho real
del nacimiento no tuvo para él
significación alguna; mientras se
balanceaba colgado del puño del doctor,
la verdad era que llevaba ya en el
mundo un año entero.
Se asombraban de que el nuevo
bebé no lloraba. Y de cómo su proceso
de aprendizaje fue tan rápido.
Es más; en cierta ocasión, él se
había hecho estas conjeturas: ¿cuál era
el verdadero momento de su origen?
¿En qué momento del tiempo había
llegado a existir realmente por vez
primera? Mientras flotaba en el útero
había estado claramente vivo, sensible.
¿A qué punto se retrotraían las primeras
memorias? Un año antes del nacimiento,
él no era todavía una unidad; ni siquiera
un cigoto. Los elementos que lo
formaban no se habían juntado aún. Y en
la época en que el óvulo fertilizado
había empezado a dividirse, la pared
había saltado mucho más allá del
momento del nacimiento: a tres meses de
distancia en el otoño cálido, polvoriento
y brillante de Colorado.
Era un misterio. Terminó por dejar
de pensar en eso.
En sus primeros años de niñez
había aceptado su doble existencia
aprendiendo a integrar los dos
continuos. El proceso no había resultado
fácil. Durante meses se había arrastrado
penosamente hacia puertas, muebles,
paredes. Se había rebelado a tomar una
cucharada de aceite de hígado de
bacalao un año antes de que se la dieran;
había rechazado frenéticamente un pezón
olvidado hacía mucho tiempo. La
confusión le había llevado al borde de
la muerte por inanición; había sido
alimentado a la fuerza, y a la fuerza se le
impidió alejarse de la existencia.
Naturalmente se supuso que era un
retrasado mental. Un bebé que se empina
por objetos invisibles, que trata de pasar
las manos por los tableros cerrados de
la cuna…
Pero a los cuatro meses ya estaba
diciendo palabras completas.
Algunas escenas de su niñez,
reforzadas por el doble acaecimiento, no
habían abandonado nunca su recuerdo.
Una de ellas surgió ahora, mientras se
hallaba en la blanca y solitaria celda de
la Policía, aguardando impaciente su
orden de libertad. Cuando él tenía nueve
años y medio, había llegado la primera
bomba de hidrógeno. No la primera
bomba de hidrógeno arrojada en la
guerra, naturalmente; ya habían caído
docenas en el mundo. Esta era la
primera que atravesaba las intrincadas
pantallas que guardaban el corazón de
América, la región desde las Montañas
Rocosas al Mississipi. La bomba había
estallado a unos doscientos kilómetros
de Greeley. Ceniza y partículas
radiactivas habían flotado
implacablemente sobre la región durante
semanas enteras, enfermando al ganado
y agostando las cosechas. Camiones y
carros desalojaban penosamente a los
mutilados y a los enfermos de la zona de
muerte. Brigadas especiales de
reparación se iban abriendo camino para
examinar la amplitud del daño y para
sellar la gigantesca úlcera hasta que
desalojara su carga de toxinas.
En el tablero de anuncio de la
administración principal de Correos,
entre los anuncios sobre falsificadores
escapados y la información acerca del
correo en cohetes, colgaba un ancho
cuadrado blanco, firmemente asegurado
en su sitio por chinchetas y defendido
por cristales protectores.
¡ADVERTENCIA AL
PUBLICO!
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JONES QUIERE
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Sentado en el pavimento,
escupiendo sangre, Jones aguardaba que
los equipos médicos de la Policía
llegasen hasta él. Desde donde se
hallaba podía ver los restos del asesino.
Turbiamente, a través de un velo,
contemplaba cómo las enfurecidas
figuras grises iban destrozando lo que
había quedado.
Se acabó. Entre sus dedos
crispados, fluía el calor vivo de su
sangre. Había sido herido; pero todavía
estaba vivo. En su agonía estaba ya el
gozo rugiente de la victoria.
XIV
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07/03/2010