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Revista de la Facultad
de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, N°39, Santiago de Chile, Invierno 2006

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Iconografía de un santo mulato


Celia L. Cussen
Universidad de Chile

"...el hermano Juan, que por nombre impuesto llamaban Maqueca Palapa, que ya es difunto, [y] de
natural muy sencillo, llamaba al dicho Siervo de Dios brujo volador, por averle visto elevado en la
capilla del Capitulo igualmente abrazado con la hechura del Santo Cristo que esta en el altar de
dicha Capilla tres o quatro varas en alto por cuya ocasión salió en una dando de gritos, diciendo este
mulato es embustero brujo y anda volando con el Santo Cristo..."[1]

Hace ya varios años que los historiadores de América colonial se dedican a investigar el complejo
proceso de mestizaje entre los tres grupos que poblaban el continente desde los albores de la
Conquista: los indígenas del continente, los europeos, y los africanos que llegaban en calidad de
esclavos. Mientras los estudios iniciales entendían el mestizaje en términos principalmente
biológicos, investigaciones posteriores han tomado un rumbo más bien cultural, explorando no sólo
las características de este mundo plural y las normas dirigidas a ordenarlo, sino también las
representaciones de las diferencias y las confluencias que surgían del encuentro entre pueblos
originarios de tres continentes. Esto es, hemos avanzado más allá desde un estudio de las
condiciones de vida de los diferentes grupos que conformaban la sociedad, hacia preguntarnos
cómo estos hombres y mujeres del pasado interpretaban y daban sentido a su mundo pluriétnico. Un
tema de estudio en este área interroga los significados que se daban a los términos etnoraciales
utilizados comúnmente en la sociedad colonial, y sus conotaciones en diferentes lugares, épocas y
contextos. En un libro reciente, Laura Lewis asevera que las cualidades morales que se asociaban
con la condición de español, de indio, y de las demás castas "constituyeron una lógica profunda en
la imaginación colonial y, como resultado, en las vidas y experiencias de los sujetos coloniales."[2]
Las autoridades intentaban regular a través de la normativa las condiciones y posibilidades de vida
de los diversos grupos, pero nunca lograron impedir una fluidez social real, dado que la "calidad" de
una persona era el resultado de una combinación de fenotipo y apariencia (gestos, corte de pelo,
ropa), posición económica, y la malla de relaciones sociales con que un sujeto contaba en un
momento dado.[3] El acercamiento a los estratos hispanos de poder, o blanqueamiento, era posible,
entonces, a través de un despliegue estratégico de una serie de factores, desde la vestimenta hasta la
participación en la milicia o la contracción de un matrimonio ventajoso. Sin embargo, a pesar de
una cierta flexibilidad aparente, el sistema exhibía una rigidez cada vez más profunda en cuanto a
las nociones del significado de huellas genealógicas de África: reales cédulas, procesos judiciales y
los conocidos cuadros de castas mexicanos (que representan familias interétnicas) indican que las
élites coloniales percibían una tendencia natural de los afrodescendientes a la beligerancia, de la
misma forma que creían que el español solía ser una persona razonable, y el indio un ser afeminado,
débil.[4]

Esta suspicacia profunda hacia el negro y sus descendientes se observa también en el ámbito
religioso, sobre todo al analizar los documentos producidos por la Inquisición, la institución
colonial encargada de velar por la conformidad religiosa. En los papeles del Santo Oficio se
encuentran muchos negros y mulatos, tanto esclavos como libres, procesados por transgresiones
religiosas tales como la hechicería, la blasfemia y la sodomía. A través de estos documentos,
algunos historiadores como James Sweet y Laura de Mello han encontrado que sobre todo en el

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caso brasilero, las técnicas tradicionales africanas para sanar y dañar desplegadas por los esclavos
provocaban profundo temor en la población europea.[5] Tan general era la creencia en los poderes
sobrenaturales de los africanos que algunos amos no sólo recurrían a sus artes mágicas, sino los
compraban con el claro propósito de vender sus servicios al resto de la población.

Pero hay algo que no cuadra en este retrato historiográfico de la construcción social del
afrodescendiente colonial. Si bien muchas fuentes nos proveen de un retrato del negro como
peligroso y violento, queda sin explicar su alto valor comercial y el abierto aprecio e incluso afecto
demostrados hacia ellos en los testamentos de miembros de los estratos altos, por ejemplo.
Claramente, el miedo al negro existía en paralelo a otra percepción de aquellos miembros de la
casta hispana hacia los negros urbanos, los esclavos y sus descendientes de condición libre; es decir,
los hombres y mujeres que cuidaban los niños, remendaban los zapatos, y horneaban el pan de las
élites. Este aprecio coexistía, sin duda, con las sospechas y los temores de que un afrodescendiente
era proclive de brotes de violencia o capaz de echar mano a la magia negra de sus antepasados. Sin
embargo, falta identificar los dispositivos simbólicos que permitían que un negro con acceso a los
ocultos poderes ancestrales de África, llegaría a ser si no un insider del mundo colonial, por lo
menos un outsider de confianza.

Este ensayo pretende analizar cómo la elite española y criolla entendía y representaba los orígenes
africanos de un mulato peruano del siglo XVII, fray Martín de Porres (1579-1639). Hijo natural de
un español y una negra liberta, fray Martín fue un sirviente voluntario, o donado, del gran convento
dominico de El Rosario en Lima. A mediados del siglo XVII se abrió un proceso local para lograr
su beatificación, pero su causa procedió lentamente hasta que finalmente fue canonizado en
1962.[6] Mi análisis se basa en algunas de las imágenes textuales y visuales creadas para recordar al
humilde mulato que permiten plantear que, a pesar de la persecución de los africanos que utilizaban
sus poderes sobrenaturales para sus propios fines por su propio propósitos ciertos canales africanos
de poder sobrenatural, la elite colonial supo captar simbólicamente estos poderes para ser
desplegados en un contexto católico ortodoxo, un proceso de absorción cultural característico del
barroco americano.

Fray Martín de Porres era, tal vez, el miembro más conocido de las castas en el mundo colonial
peruano. A pesar de que había profesado los votos de un mero sirviente voluntario o donado del
convento y que ejercía como barbero y enfermero, fue muy celebrado por su capacidad de sanar
tanto a los enfermos del convento, como a las autoridades laicas, a los pobres de los alrededores de
la ciudad, e incluso los animales domésticos y salvajes. Las fuentes más tempranas de su vida datan
de 1658 a 1663, cuando una serie de testigos apareció frente a unos jueces eclesiásticos convocados
a iniciar el proceso de su eventual beatificación, testimonios que formaron la base de su hagiografía
publicada en 1676. En estos relatos biográficos, fray Martín es, por una parte, un místico premiado
por Diós con dones celestiales muy llamativos (solía estar en dos lugares a la vez, podía cruzar
largas distancias en un abrir y cerrar de ojos, y se elevaba frente a una cruz, por ejemplo). Al mismo
tiempo, es un sanador muy respetado y un hombre inserto en una red de amistades provenientes de
los estratos altos de la sociedad colonial.

La dualidad de sus atributos se refleja en la iconografía emergente de fray Martín, en que se le ve o


bien como un compuesto profesional de las artes medicinales, o bien como un místico. Sostengo
que estas dos formas de representar al santo, radicalmente diferentes entre sí, nos permiten
vislumbrar las complejas percepciones criollas del significado de un linaje de origen africano.

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En el grabado de 1676 que acompaña una edición madrileña de su hagiografía, fray Martín aparece
representado como un hombre de edad no definida vestido con el hábito blanco y la capa negra de
un donado dominico. Tiene el pelo negro y rizado, sus labios son delgados, los ojos grandes, su
nariz respingada, y los pómulos pronunciados. Su mirada es directa y atenta. Colgados al cuello y
de su mano izquierda hay rosarios, sin duda en alusión a su devoción, pero también, quizás, a su
residencia en el Convento de Nuestra Señora del Rosario. En el brazo izquierdo lleva un canasto
lleno de pan, en referencia a su caridad, y en la mano derecha tiene una pequeña escoba, señal de
humildad. De su cinturón cuelga una vasija ovalada, presumiblemente donde guarda los polvos y
hierbas que forman parte de sus famosas y novedosas técnicas curativas. Debajo de la imagen se lee
una inscripción, "Vener. F. Martinus de Porras. Ord. Praed. Martinus Hic pauper et modicus caelum
dives ingraditur ex. of aec." ("Venerable fray Martín de Porras. Martín de la Orden de Predicadores.
Aquí pobre y modesto. Camina rico hacia el cielo.") El grabado establece, entonces, que fray Martín
fue en vida--y es todavía al momento de contemplar su imagen--una persona serena, piadosa y
generosa, un sirviente disponible y un hábil curador.

Una segunda imagen es un grabado sin fecha pero que se cree data del siglo diecisiete. Representa a
un hombre erguido, usando las vestimentas blancas y negras de un donado dominico. Nuevamente,
tiene un rosario en el cuello y otro en la mano derecha. En su mano izquierda lleva una escoba de
paja. A diferencia del grabado descrito antes, en éste fray Martín no lleva un canasto de pan, ni
tampoco la vasija en su cinturón. Pero sus destrezas de sanador se recuerdan vivamente con una
serie de frascos de boticario que cubren la pared a sus espaldas. Sobre una pequeña mesa se
encuentran un mortero para moler polvos y una tasa para servir los brebajes. En esta imagen, fray
Martín está de nuevo muy sereno, pero ahora su mirada se fija en un punto sobre el hombro derecho
del observador. Sus rasgos también aquí son angulares, pero su pelo rizado es canoso, indicador de
que estamos en presencia de un hombre mayor, plácido y compuesto, un practicante de las artes
medicinales quien es además un humilde y piadoso miembro de la orden dominica. Así, los dos
grabados comparten rasgos importantes--ambos presentan a un hombre serio y moreno de rasgos
europeos--a pesar de que en uno se representa una variedad de virtudes mientras en el otro se
enfatizan las capacidades de un practicante de las artes medicinales.

A pesar de que no se conoce el origen del segundo grabado, el hecho de que los dos estén impresos
en papel nos permite postular que circulaban bastante en Lima. El pequeño retrato de fray Martín
podría haber sido la estampa que distribuían los dominicos para promover el culto, y que incluso a
menudo se colocaba sobre las apostemas o partes dolidas para pedir su intercesión. Sí sabemos que
la imagen que se incorporaba a la vida procuraba milagros para varios enfermos, gracias a la
intercesión de fray Martín.[7]

Un segundo juego de imágenes de fray Martín nos proporciona una interpretación diferente de su
vida, sin ser incompatible con los grabados descritos arriba. Estas imágenes, y otras parecidas,
proveen una lectura alternativa de sus características más emblemáticas, aquellas cualidades que
apuntan a su condición de santo místico.

El primero es un cuadro del siglo XVIII en el cual se ve a Martín de Porres en éxtasis, una figura
compacta con los rasgos redondeados de un hombre joven. Usa el hábito de su orden, pero sin
ningun objeto accesorio. Mira hacia arriba, sus brazos extendidos, sus piernas recogidas mientras
está suspendido en el aire. Le rodean cuatro ángeles, uno de los cuales le ofrece flores. Otro cuadro
parecido muestra a fray Martín elevado frente al crucifijo ubicado en la Sala Capitular del convento.

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Aquí, Cristo abraza al joven moreno, mientras varios dominicos de diferentes rangos observan la
escena desde el claustro, en actitud de asombro. La escoba está abandonada en un rincón. Existe
una tercera versión de esta escena muy parecida a la anterior, con la diferencia de que la Virgen está
debajo del altar, siendo su presencia una aprobación simbólica de los hechos.

Estas escenas llaman la atención por varias razones. Primero, no hay referencia alguna a las
capacidades médicas de fray Martín, e incluso a menudo falta su escoba, símbolo entrañable de su
humildad. En segundo lugar, el santo es muy joven en estas representaciones de sus episodios
místicos, los rasgos angulares y la postura distinguida son reemplazados por las curvas de una cara
más bien africana y un hábito sin capa, ondulante. Finalmente, en varios de estos cuadros se
encuentran algunos frailes observando la escena desde una distancia. ¿Cómo debe entenderse este
hecho? Primero, la presencia de testigos de la levitación de fray Martín se basa en los muchos
testimonios de este tipo de acontecimiento relatados por los frailes del convento, episodios que se
describen en la vida publicada por Medina.[8] Por lo tanto, los frailes de la Orden de Predicadores
autentifican los hechos de algún modo, y el observador devoto de la imagen está invitado a
contemplar la escena también, su mirada acompañando a la de los testigos. En segundo lugar, la
presencia de frailes en la escena le da un contexto histórico a los eventos, situándolos en un lugar
(el convento de El Rosario) y un tiempo preciso (cuando estaban estos observadores presentes.)
Esta contextualización de un evento místico como episodio presenciado por terceros es importante
no sólo porque le agrega autenticidad al acontecimiento, sino porque refuerza la fuerte relación
entre la orden dominica y fray Martín, prestándole la credibilidad de la orden, que, a cambio, recibe
la sacralización del espacio donde se ubica su institución. Finalmente, y de manera clave, al situar o
enmarcar la expresión física de los dones sobrenaturales de fray Martín en un contexto observable y
histórico, las experiencias místicas del mulato santo están controladas y su interpretación ortodoxa
resguardada.

¿Cómo explicar la divergencia entre estos dos juegos de representaciones de fray Martín? Primero,
es importante recordar que los grabados en papel y los cuadros cumplen funciones diferentes. Las
estampas no sólo se mencionan frecuentemente como canales del poder milagroso y objetos de
devoción; además tienen un propósito didáctico para el público que los adquiere, o para esas
personas que se topan con el lego dominico que deambula por las calles promoviendo la devoción al
santo putativo y pidiendo limosnas para la causa. Los cuadros de fray Martín, en cambio, adornaban
el convento dominico y algunas iglesias de Lima, pero su uso estaba delimitado por las
prohibiciones papales en cuanto al culto a un personaje no canonizado. Sin embargo, dado su
público más exclusivo, es posible que los pintores y los que encargaron estas imágenes se sintieran
más libres de expresar características que no tenían relación directa con un mensaje didáctico.
Tampoco su propósito principal era destacar las capacidades de interceder en casos de
enfermedades. Más bien, enfatizaban las cualidades místicas que provocaban la admiración a fray
Martín.

Para concluir, me gustaría proponer que tanto las características como sanador competente como
aquellas de místico estarían ligadas a las nociones culturales existentes en Lima tocantes a las
cualidades y las capacidades del afrodescendiente. Por una parte, hemos establecido que los mulatos
figuraban entre los barberos-cirujanos de Lima en esta época, y algunos de ellos eran muy
respetados por sus habilidades y completamente integrados a la sociedad criolla.[9]

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Por otro lado, la imagen del místico negro (y en estos retratos el fenotipo de fray Martín es sin duda
más africano que en las estampas), quien se eleva en raptos místicos frente al Cristo crucificado en
la Sala Capitular ante los ojos de otros religiosos se resiste a un análisis simple. Sin embargo, creo
que estos cuadros también se comunican con corrientes culturales nunca explícitas que asocian el
acceso al poder sobrenatural con una ascendencia africana. Así, fray Martín aparece como un
hombre joven y muy moreno en los cuadros que retratan sus dones sobrenaturales precisamente
porque estos están asociados a sus orígenes africanos. En ellos, este negro asciende de una zona
oscura, de la suciedad asociada con la escoba y la servitud, hacia la luz del cristianismo, donde es
acogido por Cristo, ante la mirada atónita y a la vez contenedora de sus hermanos frailes y del
observador. Juntos, estos dos tipos de imágenes presentan a Martín como un negro hispano, un
conocedor de los usos del mundo de su padre español, y a la vez, como un miembro de las castas
cuya diferencia física y pasado pagano justifican y legitiman el régimen colonial.

La elite criolla entendió a fray Martín de Porres como un santo no a pesar de ser un mulato, sino
precisamente debido a ello. Es decir, los orígenes africanos le permitieron acceder a un ámbito de
poder sobrenatural que se pudo cristianizar y desplegar en el Convento de El Rosario. Aquí, dentro
de los confines seguros del monasterio, estas conexiones ambiguas con el cosmos africano llegaron
a ser demostraciones de los favores del Dios cristiano.

[1]Archivo Arzobispal de Lima, Sección Eclesiástica, Proceso de Beatificación y Canonización de


Martín de Porres, Libro 1, 466v-467.

[2]Laura A. Lewis, Hall of Mirrors: Power, Witchcraft, and Caste in Colonial Mexico (Durham,
N.C.: Duke UP, 2003), 8.

[3]El estudio clásico del sistema de castas es Magnus Mörner, Race Mixture in the History of Latin
America (Boston: Little, Brown & Co., 1967). Aportes más recientes que incorporan un elemento
cultural a su definición del mestizaje son los de Carmen Bernand, "Los híbridos en Hispanoamérica.
Un enfoque antropológico de un proceso histórico", Lógica mestiza en América, Guillaume Bocarra
y Silvia Galindo, eds. (Temuco: Instituto de Estudios Indígenas, U de la Frontera, 1999), 61-84; y
los ensayos contenidos en el volumen Entre dos mundos. Fronteras culturales y agentes
mediadores, Berta Ares Queija y Serge Gruzinski, eds. (Sevilla: Escuela de Estudios
Hispanoamericanos, 1997). Para los aspectos relacionados con género ver a Susan Kellogg,
"Depicting Mestizaje: Gendered Images of Ethnorace in Colonial Mexican Texts", Journal of
Women's History 12, 3 (2000), 69-92.

[4]Lewis, Hall of Mirrors, 6 y 68.

[5]James H. Sweet, Recreating Africa: Culture, Kinship, and Religion in the African-Portuguese
World, 1441-1770 (Chapel Hill, NC: University of North Carolina Press, 2003) y Laura de Mello e
Souza, El diablo en la tierra de Santa Cruz (Madrid: Alianza, 1993).

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[6]Para la vida de Martín de Porres ver las obras hagiográfícas: Bernardo de Medina, Vida
prodigiosa del venerable Siervo de Dios fray Martín de Porras natural de Lima de la Tercera
Orden de Nuestro Padre Santo Domingo (Madrid: García Morrás, 1675), y José Manuel Valdez,
Vida admirable del bienaventurado Fray Martín de Porres (Lima: Huerta y Cía., 1863). Existen
dos estudios más recientes, ambos de corte devocional: Rubén Vargas Ugarte, S.J., El beato Martín
de Porras, 3rd edición (Lima: n.p., n.d), y José Antonio del Busto Duthurburu, San Martín de
Porras (Martín de Porras Velásquez) (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1992).
Finalmente, para un estudio que situa a fray Martín en el contexto social de Lima, ver Celia L.
Cussen, "Raza y santidad en el culto a fray Martín de Porres", Estudios Coloniales 3 (Santiago:
Universidad Andrés Bello, 2004), 131-146.

[7] Celia L. Cussen, "Barroco por dentro y por fuera: redes de devoción en Lima colonial," Anuario
Colombiano de Historia Social y de la Cultura (Bogotá), 26 (1999): 215-225.

[8]Medina, Vida prodigiosa, 85v-87.

[9] El cirujano mulato, Pedro de Utrilla, no sólo autentificó varias sanaciones milagrosas en el
proceso de beatificación de Martín de Porres, sino fue el blanco de algunas de los versos satíricos de
un contemporáneo suyo, el poeta Juan Caviedes. Ver Diente del Parnaso, en Manuel de Ordiozola,
Documentos literarios del Peru Colectados y arreglados (Lima: Imprenta del Estado, 1873) 5:58-9.

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