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REGLA DIECISIETE

Todos se esfuercen de tener la intención recta, no solamente acerca del estado de su vida,
pero aun de todas cosas particulares, siempre pretendiendo en ellas puramente el servir y
complacer a la divina bondad por sí misma, y por el amor y beneficios tan singulares en que
nos previno, más que por temor de penas, ni esperanza de premios, aunque de esto deben
también ayudarse; y en todas las cosas busquen a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es
posible, de sí el amor de todas las criaturas, por ponerle en el Criador de ellas, a él en todas
amando, y a todas en él, conforme a su santísima y divina voluntad.
(Const., p. 3.a, c. 1, n. 26.)
Es esta regla una aplicación del lema de la Compañía, «A. M. D. G.», todo a mayor
gloria de Dios; y de la regla 2.a, que nos obliga a procurar nuestra santificación y la de los
prójimos: y puede con verdad decirse que en ella se compendian el Principio y Fundamento y
la Contemplación para alcanzar amor, de los Ejercicios Espirituales. Es, sin duda, una de las
principales y más hermosas reglas del Sumario, de las más universales en su aplicación y de
las de más subida perfección.
De cómo deseaba nuestro Santo Padre que la practicasen sus hijos, nos dice el P.
Ribadeneira: «Deseaba mucho que todos los de la Compañía tuviesen una intención muy
recta, pura y limpia, sin mezcla de vanidad ni tizna de amor o interés propio, y buscasen la
gloria de Dios en su ánima, cuerpo y obras y bien de las almas en todas las cosas, cada uno
con el talento que Dios le diere.» (Trat. del modo de gobierno..., c. 2, n. 3.)
Tiene la regla dos partes, íntimamente unidas: La Dios debe ser nuestro único fin en
todo.-2.a El único objeto de nuestro amor.

I.—DIOS DEBE SER NUESTRO UNICO FIN EN TODO


Enuncia la regla una doble ley: de nuestra intención y de nuestro corazón.
La unidad en la intención es, a la vez, medio y fruto de la del amor.
1) Llamase intención el acto de voluntad por el que se propone uno el logro de algún
fin y suele también llamarse así al mismo fin propuesto.
Es lo que enlaza nuestros actos con el fin supremo de nuestra libre actividad: es la medida
de su mérito delante de Dios y lo que les da su verdadero valor.
El fin del hombre es «servir y complacer a la Divina bondad», por lo menos en lo que está
mandado, y éste es fin común a todo cristiano y aun a todo hombre. El fin que a sus hijos
propone la Compañía, incluye algo más; a saber, «complacer» a Dios, guardando no sólo sus
preceptos, sino aun sus consejos evangélicos, procurando en todas las cosas la perfección o
la mayor gloria de Dios, en nosotros y en nuestros prójimos. Y ese Dios a quien así debemos
desear servir y complacer, se nos presenta en la regla con el atributo más apto para atraer
nuestras voluntades, «la divina Bondad».
2) Se ha de procurar ese fin en todas las cosas.
a) Ante todo, «acerca del estado de su vida». La «intención recta» es elemento esencial en
toda vocación religiosa, y, por consiguiente, requisito previo para el ingreso y admisión
legítima en el noviciado. Ya el derecho canónico la exige, cuando en el canon 538 dice:
«Puede admitirse en la Religión a cualquier católico que no se halle impedido por algún
legítimo impedimento y se mueva por recta intención y sea idóneo para llevar las cargas que
la Religión impone.» Es voluntad de la Iglesia que no se admita a los votos a ningún novicio
escolar que previamente no diere testimonio escrito de «su vocación al estado religioso y
clerical». (Instruct. S. C. de relig., de formatione clericali et religiosa alumnorum ad
sacerdotium vocatorum. A. R. 1932, pág. 11, n. 13.)
San Francisco de Borja, en su carta de abril de 1569, «De los medios de conservar el espíritu
de la Compañía y de nuestra vocación», encarga mucho que en la admisión de candidatos a
la Compañía se tenga muy en cuenta la intención que los mueve a entrar, pues si esto se
descuida no podrá conservarse la Compañía. Y en la misma idea insisten otros Padres
Generales, como Aquaviva, Roothaan, Beckx... Y la Compañía no quiere admitir a los votos a
nadie que no se proponga únicamente tender al logro del fin para que se fundó, por los
medios establecidos por su Instituto.
Dignos son de recordarse los conceptos bellísimos de N. S. Padre, en su libro de los
Ejercicios, en el «Preámbulo para hacer elección» [1691. Pues, sin duda, quiere que sean
norma directiva a cuantos pretenden dar su nombre a la Compañía. Y señales serían de falta
de «recta intención», acerca «del estado de su vida», el pretender al entrar en Religión
asegurar el cotidiano sustento y un modo de vivir tranquilo en lo material; el querer, sí,
procurar su perfección y ejercitar el celo, pero a su capricho y por los medios que a él se le
antojen; pretender ilustrarse y adquirir una educación científicamente esmerada, no sólo
como medio para lograr su fin, y en la medida que los Superiores le señalasen, sino para
propia satisfacción y honra.
b) «En todas las cosas particulares.»—No basta tener recta intención al elegir un estado
conveniente de vida, sino que es además necesario que en el estado así elegido se vayan
dirigiendo todas las cosas convenientemente al fin de ese estado.
Las cosas particulares, unas las ordena el mismo Dios, o al menos las permite, como los
eventos del mundo físico y humano. Otras las ordenan los Superiores; otras las tenemos que
determinar nosotros mismos. Las dos primeras clases tenemos que aceptarlas, para el fin
indicado; las otras las hemos de elegir nosotros mismos, de suerte que nos ayuden lo más
aptamente posible para el mismo fin.
Apenas es dado al hombre tener en todas sus obras intención actual y explícita: hemos de
tender a ello, renovándola cuanto nos sea dado, siquiera al comenzar cada una de nuestras
principales acciones. Y al menos hemos de trabajar por tenerla siempre siquiera implícita; de
suerte que si te preguntasen, en cualquier momento, ¿por qué haces eso?, pudieras
responder: ¡por Dios!
3) Nada excluye San Ignacio de esta pureza de intención al decir que hemos de
tenerla «en todas las cosas particulares»; es, por consiguiente, indudable que se ha de
extender no menos a los medios que usamos para formarnos aptamente para nuestro fin,
que es el ejercicio del apostolado; de suerte que en nada nos busquemos a nosotros
mismos, cosa que puede fácilmente suceder, sino siempre sólo a Dios.
Por lo que toca, por ejemplo, a los estudios, quiere San Ignacio que los Escolares «no
busquen en ellos sino la divina gloria y el fruto de las almas». (R. l.a de los Esc., tomada de
p. 4.a, c. 6, n. 1): «Para que los Escolares en estas facultades mucho aprovechen,
primeramente procuren tener el ánima pura, y la intención del estudiar recta; no buscando
en las letras sino la gloria divina, y bien de las ánimas; y con la oración a menudo pidan
gracia de aprovecharse en la doctrina para tal fin.»
Cierto es que es deseable captarse la estimación y afecto de los hombres, en nuestros
trabajos y ministerios apostólicos, pues que se logra de esta suerte la autoridad, que facilita
en gran manera el buen éxito en ellos; pero ha de cuidarse que no nos busquemos a
nosotros mismos y nuestra vana complacencia, sino que únicamente pretendamos el logro
de nuestro fin. Más aun, hemos de procurar que en todo ello nuestros intereses particulares,
consuelos y gloria personal, sean lo más exiguos que se pueda. Como lo procuraba el Santo
Precursor: «Conviene que El crezca, y que yo mengüe.» (Jo., 3, 30.)
Digno de recordarse es lo que San Ignacio encargaba a nuestros operarios: «Recibe con gran
caridad a cuantos a ti acudan a buscar auxilio o consuelo espiritual; pero siempre, cuando
seas llamado, o mientras acudes, di algunas jaculatorias, pidiendo a Dios que se digne
ayudar a aquella alma por tu medio, y después dirige tus pensamientos y palabras todas a
procurar la ayuda espiritual del que te busca.» (P. Manareo, Resp. ad Lancicii postulata. MI.,
4, 1, 515.)
El lograrlo supone esfuerzo, como el del conductor al dirigir un coche o el del piloto al
gobernar la nave; así en el hombre virtuoso el resistir a la corriente de las pasiones.
4) Enuméranse en la regla algunos motivos por los que debemos siempre proceder
tendiendo a ese fin, y de ellos son unos principales, que debieran ser los que de continuo
obrasen en nosotros; y otros subsidiarios, como reservas por si los principales perdieran su
eficacia.
1) Motivos principales.—
a) La divina bondad, o perfección de Dios; es el más perfecto de todos los bienes existentes
o posibles, bien infinito y, por consiguiente, digno sobre toda ponderación de nuestro amor y
de nuestro servicio. La razón de presentárnosla es fácil de entender, pues que así se ejercita
en grado excelentísimo la caridad, la más noble de todas las virtudes y por la que se mide la
perfección; y se cumple bien aquel precepto que Cristo llamó «el primero y máximo
mandamiento»: «amarás a tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente» (Mt., 22, 37.) El P. Lessio dice: «Piensa en la infinita luz, infinito poder, infinita
sabiduría, infinita hermosura, infinita dulcedumbre, infinito gozo, infinita riqueza, infinita
gloria, infinita majestad, infinita santidad: todo lo contiene la infinita Bondad, como piélago
infinito de todos los bienes.» (De perfectonibus moribusque dívinis, 7, 1, 2.) «Amete sobre
todas las cosas y siempre te sirva, porque eres infinitamente mejor que todos, y digna de
que se te rinda y ofrezca por todas las criaturas, durante toda la eternidad, todo amor, toda
benevolencia, toda bendición, toda gratitud, toda gloria, todo servicio.» (Ib., 1, 7, 34.)
b) El divino amor y los inmensos beneficios con que nos previno. Debemos considerar a Dios,
no sólo como suma perfección en sí, sino como finísimo amador nuestro, que con sus
innumerables beneficios nos ha testimoniado su amor, y lo que más es, con beneficios
gratuitos, concedidos liberalmente. «Dios es caridad. En esto se manifestó la caridad de Dios
con nosotros, en que envió Dios a su Hijo Unigénito al mundo, para que por El vivamos... El
nos amó primero.» (Jo. Ep., 1, 4, 8-10.) Y han de entenderse los dones naturales y
sobrenaturales, y así los comunes todos, como los particulares de cada uno. Puede a este
propósito recordarse la Contemplación para alcanzar amor y la carta a los Escolares de
Coimbra
2) Motivos complementarlos.—
a) La esperanza de premio. Se entiende, claro está, de premio eterno: la
bienaventuranza, con todos los goces que la acompañan y que alcanzan aun a los mismos
cuerpos glorificados. Cuán legítima sea esta esperanza, como motivo de obrar el bien, se
puede entender por lo que la inculca el Señor en todas las «bienaventuranzas» y por la
invitación a la guarda de los consejos evangélicos hecha con el aditamento del galardón que
consigo lleva: «Todo el que dejare a su padre, su madre..., y poseerá la vida eterna.» Y el
Apóstol propone varias veces semejante aliciente: «Porque las aflicciones, tan breves y tan
ligeras, de la vida presente, nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable
gloria.» (2 Cor., 4, 17, y v. Ad Rom., 8, 18, etc.) Por eso condenó el Concilio de Trento a
quien afirmara que «peca el justo cuando obra el bien por lograr la eterna recompensa» (s.
6, c. 31).
Conclusión: digno es el Señor de ser El solo servido, por sí mismo, aunque no hubiese
esperanza alguna de premio; sin embargo, puede esta esperanza ser un aliciente utilísimo, si
en alguna ocasión el amor puro comienza a debilitarse. Pueden leerse a este propósito los
cc. 47-49 del l.3.° de la Imitación de Cristo.
b) El temor de la pena, sobre todo el de las eternas del infierno y de las temporales del
Purgatorio. El mismo Señor inculcaba este temor a sus discípulos: «No temáis a los que
matan el cuerpo, y esto hecho ya no pueden hacer más. Yo quiero mostraros a quién habéis
de temer: temed al que, después de quitar la vida, puede arrojar al infierno. A éste, lo
repito, es a quien habéis de temer.» (Lc., 12, 4-5.)
Dos clases hay de temor: filial y servil. De ellas dice Santo Tomás: «Si se convirtiere uno
a Dios y se adhiriese a El por temor de la pena, será temor servil; pero si por temor de la
culpa, será temor filial, porque de hijos es temer la ofensa del padre.» (2-2, 19, 2.)
Llámase servilmente servil a aquel en que por temor a la pena se abstiene uno de pecado
actual, pero no de la voluntad de pecar: y es temor nada honesto.
En el libro de los Ejercicios, escribió San Ignacio del temor: «Dado que, sobre todo, se ha de
estimar el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el
temor de la su divina majestad; porque no solamente el temor filial es cosa pía y santísima,
más aun el temor servil, donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcanza, ,ayuda
mucho para salir del pecado mortal; y salido fácilmente viene el temor filial, que es todo
acepto y grato a Dios nuestro Señor por estar en -uno con el amor divino» [370]. (Reg.
18.a, para sentir con la Iglesia.) Así que el temor de las penas no se ha de excluir, sino,
como San Ignacio nos enseña, tenerlo de reserva: «para que si del amor del Señor me
olvidare, por mis faltas, a lo menos el temor de las penas me ayude para no venir en
pecado» [65].
Ha de guardarse, pues, y fomentarse cuidadosamente, el temor de las penas, que puede
servirnos de ayuda eficacísima, sobre todo en los más vehementes ataques de la tentación y
en los mayores peligros del alma.
Es, sin embargo, de esperar que a los Nuestros sólo el amor les sirva de estímulo habitual
suficiente y que, como escribe San Ignacio, «en lugar del temor de la ofensa, suceda el amor
y el deseo de toda perfección, y de que mayor gloria y alabanza de Cristo nuestro Criador y
Señor se siga». (Const., p. 6.a, c. 5.)
Cuán lejos está la doctrina de San Ignacio, acerca de los motivos que, nos han de mover a
obrar, no sólo de los errores condenados por la Iglesia, como por ejemplo, el de los
Quietistas, que afirmaba que debíamos mantenernos indiferentes en lo que toca a nuestra
eterna salvación, pero aun de las exageraciones de aquellos autores católicos ascéticos, que
de tal suerte propugnan el puro amor de Dios, que se diría que quieren remover del camino
de la perfección la virtud de la esperanza, cuyo objeto son los bienes eternos.
5) La intención del fin, de que se nos habla en la regla, no es meramente teórica,
como un propósito especulativo, sino que se supone efectiva, es decir, tal que lleve consigo
la elección de las cosas conforme a la tal intención. Y requiere empeño o conato, «se
esfuercen en tener la intención recta», puesto que no se puede lograr sin abnegación y
mortificación continua, sin olvido de sí mismo, de sus comodidades, de su honor, y victoria
sobre las inclinaciones naturales, que jamás se desarraigan por completo y que empujan a
otros fines muy distintos.
6) Esta intención debe ser «pura». Lo será, a) si de ella quitamos cuanto pudiera
haber de fingido, de suerte que no se haga consistir en meras palabras, en apariencias y
exterioridades, en gestos y ritos visibles, y nos falte el ánimo interno que responda a las
señales aparentes. b) si no se mezcla con motivos humanos y naturales, de suerte que sea
Dios, no sólo el primero, sino más bien el único fin nuestro, de modo que sea no sólo
«primero Dios», sino más aun, «¡sólo Dios!».—Debe ser nuestra disposición y norma la que
describe San Ignacio en el «Preámbulo para hacer elección», y «así ninguna cosa me debe
mover a tomar los tales medios o privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios
nuestro Señor y salud eterna de mi ánima» [169]. Quien así no hiciere su elección, se nos
dice allí que no hará elección «sincera y bien ordenada» [174]. El procurar y conservar en
ejercicio esta recta intención ha de ser trabajo de toda la vida y materia aptísima de los
exámenes de conciencia.
Claro que la pureza de intención no excluye el que a la intención principal se unan otras
subordinadas: así el que piensa dar una batalla, compra las armas y elementos necesarios;
tiene varias intenciones, pero todas subordinadas a un fin. Así también puede uno castigar
su cuerpo por la penitencia, para conservar intemerada su pureza; para semejarse.
c Cristo paciente por nuestro amor y ofrecerse en holocausto a Dios. La primaria es la que
principal, sino exclusivamente, mueve a obrar, y sin ,ella no se llevaría a cabo lo que se
pretende.
7) A lograr esta pureza y rectitud de intención nos ayudarán, sin duda, las normas
de acción que San Ignacio nos enseña en los Ejercicios.
Los modos de elección en ellos propuestos pueden servirnos ciertamente 'toda la vida. El
Directorio, 10, 13, nos dice: «Se ha de instruir con diligencia a los Nuestros, para que sepan
usar bien de las reglas de elegir, para indagar la voluntad y beneplácito de Dios; como
cuando los Superiores deben ordenar alguna cosa dudosa, sobre todo si no pueden tratarla
con sus consultores, como se dice en la reg. 16 del Provincial...», y de los modos de elegir
pueden tomarse normas que ayuden a entender la voluntad de Dios en todas las cosas.
Decía San Ignacio que no debemos hacer cosa de alguna importancia sin implorar
previamente el consejo de Dios, por medio del recurso especial a El y de alguna breve
elevación de la mente..., como de Padre óptimo y sapientísimo, poniendo en El toda nuestra
confianza... (Resp. P. Manaraei ad P. Lancicii postulata. MI., 4, 1, 515, n. 16.)

II.—DIOS, EL OBJETO UNICO DE NUESTRO AMOR


8) Las dos partes de esta Regla se enlazan aptísimamente, porque en la primera se
nos inculca el amor de Dios efectivo, sobre todas las cosas; más aún, el amor único, de
suerte que siempre se elija lo que a Él agrada, y esto principalmente por su amor. En la
segunda parte, se inculca también análogo amor afectivo, es decir, un acto de la
voluntad, de complacencia y de benevolencia para con Dios, y se explica qué amor de las
criaturas se nos manda en tal amor de Dios.
Sin el amor afectivo apenas fuera posible el efectivo, ordenado en la primera parte de la
Regla. Y a su vez, el amor efectivo fomenta de continuo el afectivo. Nótese que por amor
«afectivo» no se entiende el amor sensible, sino el amor de la voluntad. Cierto que no raras
veces acompaña al acto de la voluntad el amor sensible, pero es accidental y secundario, ni
está siempre en la mano del hombre.
9) Inculca, pues, la Regla que hemos de despojarnos del amor a las criaturas, no
para descansar en tal despojo, sino para vestirnos del amor de Dios. No se nos manda, por
consiguiente, matar nuestro amor, sino enderezarlo a su objeto más noble, más alto, más
excelente; no que se reprima, sino que se dilate inmensamente, amando a las criaturas no
en sí, sino en Dios, y a Dios en ellas.
¿Cómo se puede hacer esto? Se nos enseña en los tres últimos puntos de la
Contemplación para alcanzar amor: no basta para lograrlo conocer que todas las criaturas
son dones de Dios, como enseña el primer punto, sino que hay que considerar, además, que
Dios habita y obra en ellas, y que todas sus perfecciones son viva imagen de las divinas
perfecciones, de suerte que por ellas podemos subir a Dios.
Nota San Ignacio, en otro lugar de los Ejercicios, que «los perfectos, por la asidua
contemplación e iluminación del entendimiento, consideran, meditan y contemplan más ser
Dios nuestro Señor en cada criatura, según su propia esencia, presencia y potencia» [39].
En otra parte nos declara que es efecto de la consolación espiritual que el alma «ninguna
cosa criada sobre la haz de la tierra, pueda amar en sí, sino en el Criador de todas ellas»
[316]. Lo mismo inculca en el «segundo modo para hacer sana y buena elección» [184], al
exponer el tercer tiempo: «La primera es que aquel amor que me mueve y me hace elegir la
tal cosa, descienda de arriba del amor de Dios...» Y la misma norma se aplica a las Reglas
para distribuir limosnas: «La primera es que aquel amor que me mueve y me hace dar la
limosna descienda de arriba, del amor de Dios nuestra Señor; de forma que sienta primero
en mí que el amor, más o menos, que tengo a las tales personas es por Dios, y que en la
causa por que más les amo reluzca Dios» [3381.
Esto en cuanto a las criaturas todas en general. Además, por lo que a las personas atañe,
conviene recordar que los prójimos todos, en alguna manera, representan a Jesucristo. «En
verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos,
conmigo la hicisteis.» (Mt., 25, 40.) Y a los Superiores se les rinde obediencia porque se
reconoce en ellos la persona de Jesucristo; y hemos de amar a cuantos por la gracia
santificante viven incorporados a Cristo, como a miembros de su cuerpo místico.
En las cosas que Dios no hace, sino sólo permite, ha de reconocerse esta divina
aquiescencia, para nuestro bien, y se ha de amar esta divina disposición, aunque no
podamos amar las cosas mismas, por ser malas.—
Puede leerse la Imitación de Cristo, 3, 21.
10) Todas estas normas se han de guardar para vivir conforme a su santísima
y divina voluntad. Es lo que San Ignacio en sus cartas desea, como sumo bien, a los que
escribe, que conozcan y cumplan la divina voluntad.
A modo de conclusión, vaya una plegaria de Santo Tomás de Aquino:
«Sean viles para mí, Señor, todas las cosas transitorias, y amadas todas, tus cosas por Ti; y
Tú, Dios mío, más que todo. Amárgueme el gozo que sea sin Ti, no quiero cosa fuera de Ti.
Deléiteme, Señor, el trabajo tomada por Ti, y sea tedio para mí todo descanso que sea sin
Ti.»

NOTA.—«En todas las cosas busquen a Dios nuestro Señor.» No impide esto el que
formemos y pretendamos en cada obra varias intenciones y el logro de fines en nada
opuestos a la gloria de Dios. Enseña el P. Lancicio, Opúsc. XI, c. 2, que puede la obra
alcanzar mayor mérito si se ofrece por muchos fines sobrenaturales subordinados al principal
del amor y gloria de Dios. Y el modo práctico de enderezar la obra puede ser este:
Santísimo y amadísimo Señor, Dios mío y Padre mío, yo quiero hacer esto, o decirlo, u
omitirlo 1) por puro amor tuyo, es decir, porque te amo sobre todas las cosas; 2) para
obedecer tu divino precepto; 3) para vencerme y mortificarme; 4) para satisfacer por mis
pecados; 5) para amarte y glorificarle lo más posible y todo por darte gusto y consolación,
etc.
Tengo que ayunar, ¿con qué fin? 1) para castigarme y padecer algo por Cristo; 2) para
defender la castidad a que me obliga mi estado; 3) para conservar mi salud, y así mejor
servir a Dios; 4) para disponer mí alma a la oración, a las inspiraciones divinas, y para
recibir mejor mañana la S. Comunión; 5) para satisfacer mis excesos en la comida, bebida y
otras delicias; 6) para apagar el fuego de la concupiscencia; 7) para mayor gloria de Dios y
gusto suyo y agrado de su bondad, etc...
Así se cuenta del P. Martín Stredonius, austríaco, que multiplicaba sus intenciones de este
modo: «tengo que hacer ahora mi oración: 1) para cumplir con la obediencia y mostrarme
sumiso; 2) para confesar a Dios y serle fiel; 3) para lograr de El auxilios de salvación; 4)
para inflamarme en su amor sobre todas las cosas, ejercitando la obediencia, la fe, la
esperanza, la caridad, etc

Cuantas más señales muestre, mayor su pureza de intención


(no en orden de importancia o mérito, basada en los pensamientos de santos):

1) Ve sólo a Dios en su corazón.

2) Combate la envidia con benevolencia.

3) No desea volver mal por mal y perdona de corazón.

4) No busca la propia alabanza.

5) No se complace en la alabanza cuando se ofrece.

6) Cuenta siempre con la gracia de Dios y no con su nada.

7) Ama los trabajos de su mayor desagrado y de menos relieve.

8) Se queda tranquilo cuando sus planes no tienen éxito.

9) Disfruta del bien que hacen los demás como si usted mismo lo hiciera.

10) Continúa a hacer el bien a pesar de menosprecio.

1) “El que desea saber si habita en él Dios, examine sinceramente el fondo de su corazón e indague con empeño con
qué humildad resiste al orgullo, con qué benevolencia combate la envidia, en qué medida vence los halagos y se
alegra con el bien ajeno. Examine si no desea volver mal por mal y sí prefiere perdonar las injurias antes que perder
la imagen y semejanza de su Creador.” (S. León Magno)

2) “Cuánto poder tenga para hacer daño el deseo de la vanagloria, nadie lo conoce mejor que aquel que le declara la
guerra; porque es fácil no buscar la propia alabanza cuando ésta es negada, pero es difícil no complacerse en ella
cuando se ofrece. (S. Agustín)

3) “He aquí las señales por las que se conoce si un sacerdote obra con recta intención:
1. Si ama los trabajos de su mayor desagrado y de menos relieve.
2. Si se queda tranquilo cuando sus planes no tienen éxito; quien obra por Dios alcanza su fin, que es agradarle;
quien, por el contrario, se intranquiliza al considerar el fracaso de sus planes, da indicios de que no ha obrado sólo
por Dios.
3. Si disfruta del bien que hacen los demás como si él mismo lo hiciera, y ve sin envidia que los demás emprendan
las obras que emprenden, deseando que todos procuren la gloría de Dios.” (S. Alfonso de Ligorio)

4) “Aquel que, después de ser menospreciado, deja de hacer el bien que hacia, da a entender que actúa por el aplauso
de los hombres; pero si en cualquier circunstancia hacemos el bien a los demás, tendremos una grandísima
recompensa.” (S. Juan Crisóstomo)

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