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Corazón Amoroso

Fuente: Gama - Virtudes y Valores


Autor: Fernando Tamayo, L.C.

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Entre los distintos pasajes donde brilla el corazón amoroso de María destaca la narración del
nacimiento de Jesús (Lc 2,1-7), como una oportunidad magnífica para descubrir, agradecer y
asimilar los altos quilates del amor de nuestra Madre.

Podemos definir inicialmente así el verbo “amar”: aceptar que otro entre en la intimidad de mi
persona, llegando a determinar lo que yo pienso y soy. (Cf. Instrumento de trabajo del Sínodo
de los obispos de Europa de 1991). Cuando ese “Otro” se escribe con mayúscula y es Dios
mismo, se produce en el alma y en la vida de la persona una serie de acontecimientos del todo
particulares e irrepetibles. Esto ocurre así sobre todo si ese “Otro” viene, como en el caso de
María, para encarnarse y, sin dejar de ser Dios, nacer como Hombre para redimir a la
humanidad.

Y también como donación y entrega constantes. En el caso del corazón de María, este amor
irrumpe en dos direcciones: amor a Dios y amor a los demás. Estas dos direcciones confluyen
en el pasaje del nacimiento.

La anterior donación de María a Dios, sintetizada en: “Aquí está la esclava del Señor: hágase en
mí según tu palabra” (Lc 1,38) tiene aquí muchos matices que le aportan grandeza, hondura,
universalidad, fecundidad. No olvidemos que nos encontramos ante el mejor y más amoroso de
los corazones maternos, según lo intuyó y expresó el santo Cura de Ars en el siguiente texto:

Un corazón de madre, el corazón de cualquiera de ellas es un abismo de bondad: ¿Qué tendrá


que ser, pues, el corazón de María? "El corazón de María es tan tierno para con nosotros, que
los de todas las madres reunidas no son sino un pedazo de hielo al lado del suyo".

Es un amor sencillo, el propio de una criatura consciente de la grandeza infinita de Dios y de la


propia pobreza. Este amor no cavila, no pide explicaciones ni excepciones, no atribuye a una
mala suerte o a una fatalidad la orden de empadronamiento de Augusto, no exige nada al
Señor y acepta lúcida y serena los caminos que la Providencia va disponiendo con todo lo que
entrañan.

Es un amor humilde: acepta el rechazo y la humillación que supone el no haber para ellos lugar
en el mesón como parte del proyecto divino. María no retira su amor cuando se ve relegada y
obligada a dar a luz al Rey del universo en una cueva, empleando como cuna un pesebre.
Acepta con fe la humillación del silencio y del anonimato en que ocurre el suceso más
importante de la historia de la humanidad.

Es un amor paciente: acata la lejana orden de un poder político extranjero en unas


circunstancias personales penosas e incómodas, viaja así los más de cien kilómetros que
separan Nazaret de Belén, no pide al Señor que el Niño nazca como quien es en realidad - el
Hijo del Altísimo, cuyo reino no tendrá fin-, carece de las posibilidades que tenía previstas en
Nazaret para el nacimiento de su Hijo. Y Dios no actúa como humanamente cabría esperar:
manifestando su poder infinito.

Es un amor realista: no achaca a mala suerte las circunstancias del nacimiento de su Hijo, no
añora comodidades que podría tener si se encontrara en su casa de Nazaret o en el mesón de
Belén. Acepta el designio de Dios con todas las circunstancias, tan duras para un corazón
materno, delicado y fino. Capta que la voluntad del Padre no siempre coincide con nuestros
proyectos, gustos, aspiraciones; ni con nuestro sentido práctico.

Este realismo lleva a María y a José a manifestar su amor como pueden, ofreciendo todo lo
poco, lo mejor, lo único que tienen a ese Hijo que es también su Dios: un pesebre y unos
pañales que su corazón previsor y amoroso había llevado consigo para el cercano nacimiento de
Jesús.

En este realismo entra también el buscar soluciones al problema de la carencia de un sitio digno
para el nacimiento de Jesús. Un amor que es auténtico no se cruza de brazos ni se deshace en
actitudes quejumbrosas: se las ingenia para buscar, encontrar y aplicar las mejores soluciones
del momento.

Es, también, un amor confiado: ella no planeó ningún detalle de los que están ocurriendo en
ese momento, el más importante de su vida y de toda la historia. Hay Otro que lo ha dispuesto
todo en este día en que ha llegado “la plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), cuando Jesús está
iniciando la aventura divina y humana de la redención, ese proyecto que “hace nuevas todas las
cosas” (Is 43, 19). Si el Señor de la vida y de la historia lo ha dispuesto todo precisamente así,
a María le corresponde colaborar, confiadamente abandonada a los designios amorosos de
Dios. Tiene ella oportunidad de vivir en carne propia aquel versículo del salmo 23: “Aunque
camine por valles oscuros nada temo, porque tú estás conmigo”.

Es, además, un amor puntual a la cita con el Señor. “Sucedió que, mientras estaban ellos allí,
se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito”. El amor es un
encuentro entre dos personas preparado por ambas. Y María está allí. Más allá de sus
previsiones humanas, Dios tenía una cita con ella en Belén para cumplir la profecía según la
cual el Mesías nacería en esa ciudad (cf. Mt 2,6). Para llegar con puntualidad a las citas con el
Señor hay que salir del propio territorio como Abrahán, desembarazarse de impedimentos como
Elías que deja su manto a Eliseo, caminar en la dirección correcta, aligerar el paso, no pensar
en las propias limitaciones, llegar hasta el punto de encuentro. Para María era Belén y allí está
para el nacimiento de Jesús a la hora prevista por Dios. Y aceptada y vivida a conciencia por
ella.

Es un amor que tiene detalles: el amor se construye y se mima con gestos concretos, diarios,
que agradan al amado. Estos gestos son los detalles que indican las preferencias del corazón,
su delicadeza, su ternura. Son los que manifiestan que el amante se ha quitado del centro de
su existencia y ha colocado allí al amado para pensar en él antes que en sí mismo, para
atenderlo a él en primer lugar. Seguramente María habría querido manifestar su amor y su
cariño a su Hijo recién nacido de muchos modos, y seguramente en su casa lo habría logrado
mejor. En Belén manifiesta estos detalles del único modo que puede, expresado sobriamente
así en el relato evangélico: “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”.

Este amor abre los ojos del alma para admirar las maravillas y paradojas encerradas en el
Nacimiento del Señor. San Agustín resumió así algunas de estas paradojas o verdades
desconcertantes que la Madre empezaría a ver entonces:

“Se hizo Hombre el autor del hombre para que el Pan tuviera hambre; para que la Fuente
tuviera sed; para que la Luz durmiera; para que el Camino se fatigara al caminar; para que la
Verdad fuera acusada por falsos testigos; para (...) que la Ley fuese azotada; para que la Rosa
fuera coronada de espinas; (...) para que la Fuerza fuese debilitada, la Salud herida y la Vida
muerta.”(S. AGUSTÍN, Sermones 8, 1 PL 38, 1009)

Este amor suaviza, dulcifica, serena el propio mundo interior, las relaciones humanas en que se
encuentra, el ambiente que lo rodea. Todo lo que hace y sufre María en el nacimiento y el
espíritu con que lo afronta es un bálsamo para su alma y a la vez para el alma de José, de los
pastores y de los magos que van a venir a adorar al Niño recién nacido.

Este amor no desfallece y persevera hasta el final de la prueba concreta por la que el Señor la
lleva en este pasaje del nacimiento de su Hijo. Y es ésta también la actitud que mantendrá
hasta el final de su vida. Dios, que está con ella según se lo dijo el ángel en la Anunciación, es
quien la fortalece para mantenerse en pie espiritualmente.

El corazón de María, con Jesús recién nacido entre sus brazos, nos invita a amarlo, a tratarlo
con el mismo cariño que ella le tiene. Así, parece decir a cada uno de nosotros lo que escribe
un autor religioso de nuestra época:

María se nos aparece envuelta en su manto azul de pureza virginal para ofrecernos el fruto de
sus entrañas. "Cógelo", nos suplica. "Te pesará un poquito, como suelen pesar los niños, pero
descubrirás que su peso es ligero y su carga suave. Cógelo y, a cambio, tus tristezas
desaparecerán. Tú, que estás cansado y agobiado, carga con su yugo y verás que es mucho
más liviano que la losa de tu pecado. Cógelo entre tus brazos, dale tu amor, aunque éste sea
muy pequeño, y comprobarás que quedas enriquecido, millonario de una alegría que no se
compra ni en las más lujosas tiendas."(MARTÍN, S., Católicos del siglo XXI, 18 de diciembre del
2000, p. 4).

Es, así, un amor que construye el Reino. Su aceptación del plan de Dios sobre su vida que llega
a su culmen en el nacimiento de Jesús es su aportación a la obra de la redención. El edificio del
Reino de los cielos encuentra en María una piedra preciosa que sirve de fundamento cercano y
sólido a la Iglesia que Cristo iniciará en su vida pública. El plan de salvación oculto desde
antiguo, Dios decide manifestarlo de un modo nuevo e inigualable con el nacimiento de su Hijo.
Y María es esa piedra elegida que, con su amor, contribuye a la construcción de la nueva
Jerusalén.

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