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HIMNOS-Cuaresma-En 'Vida Sobrenatural'
HIMNOS-Cuaresma-En 'Vida Sobrenatural'
Los grandes Tiempos litúrgicos despliegan una gran riqueza de textos y gestos,
conmemorativos de acontecimientos de pasado y profecía del futuro que esos
gestos anticipan.
Hoy transcribiré, en este artículo, dos himnos que compuse recientemente para
Laudes y Vísperas de Cuaresma, dando un comentario espiritual/pastoral para el
mejor aprovechamiento de su celebración y para una posible catequesis cuaresmal
a partir de su texto.
Laudes
El primer Pueblo de Dios va caminando rumbo al Este: el sol golpea en sus caras y
los inunda de luz. Hoy, nosotros, nuevo Pueblo del Señor, Iglesia de Cristo, sale al
encuentro del Señor que volverá como “sol que nace de lo alto”.
A pie desnudo la multitud conducida por Moisés cruzó el mar Rojo, pero tanto ese
pueblo como nosotros, caminamos revestidos del don de Dios, del poder que
otorga la elección, de la vocación de cristianos que -como peregrinos- caminamos
con la vestidura blanca del cristiano, con la ropa de los resucitados (1).
Moisés y sus amigos eran líderes en lo humano y, sobre todo, hombres puestos
por Dios con una vocación singular, para guiar al pueblo con la certeza de que “la
nube y la columna de fuego” no eran otras sino el mismo Dios. Por eso “falsos
dioses se esconden, aterrados”, porque no hay otro Dios sino el de Israel. Ante
este hecho, Dios ocupa “hasta el último y recóndito escondrijo”, porque el
desierto es suyo y porque su pueblo debe conocerlo, poseerlo, dominarlo, como
tierra que Dios ha dispuesto providencialmente, permitiendo que los hombres
tropiecen, por su propia debilidad, para que sepan que Dios los levanta y restaura,
por el poder que tiene sobre todo y sobre todos (3).
¿Fue fácil la marcha por el desierto? Fue tan difícil como nuestro tránsito por la
vida. Fue todo menos un tour o un crucero de placer. Sus arenas no eran las de
una playa, con carpa y sombrilla, con bañeros y seguridad, con algunos tragos
largos para calmar la sed y fomentar la charla amistosa. El pueblo dejó su sangre
en las arenas, “arenas hirvientes” que frenaron el peregrinar. “Arenas hirvientes”
que postergaron el ingreso a la patria prometida, a la bendita tierra de las
promesas. Todo esto fue doloroso y causa de llanto. Muchos apostataron. No
estuvieron “a la altura de las circunstancias”, dirían las noticias de hoy. Fueron
débiles y no confiaron. Pero, para quienes conservaron la esperanza, supieron
quién los llamaba y para qué los llamaba; para los que gustaron el sabor de la
aventura (pues el desierto fue hecho para quienes son de esta raza…), para ellos y
sólo para ellos, fue hecho el desierto, no cerrado en sí mismo como lápida que
aplasta, sino como un puente entre la esclavitud y la libertad, como el precio que
tienen que pagar los que desean ser libres. No es cualquier llamado. No es un
aviso publicitario para que compre tal o cual cosa, sino “el llamado que hiciste a
tus hijos”, la vocación que da el Padre. Tal llamado no puede caer en saco roto ni
ser desoído. Reclama la respuesta que le dio “el resto de Israel”. Reclama la
respuesta bautismal que nosotros podemos y, por lo tanto, debemos darle. ¿Es
difícil? Sí… ¿Me cuesta mucho? Sí… ¿Me parece algo que va más alá de mis pobres
fuerzas? Sí… Pero lo que para mí es imposible, no lo es para Dios, para un Dios que
todo lo puede (4).
Pero hay algo que marcará a fuego al Pueblo de Dios: la entrega de la Ley en el
monte Sinaí.
Es una Ley que otorga una vocación. Para un israelita fiel, “cumplir la Ley”, no era
observar disciplinadamente una ordenanza de tránsito. Era ser fiel al Dios autor de
la Ley que da al pueblo, como quien da en custodia un tesoro a guardar.
Esa Ley fue dada de modo espectacular, entre “truenos y relámpagos (que) a todos
enceguecen”. Y sabemos que podemos estar ciegos tanto por falta de luz como
por exceso de la misma. Moisés retorna al pueblo “con la Ley de Dios firme en sus
manos”, con esa Ley por la que tantos dieron su vida, vida entregada al Dios justo
que, con su Ley, busca la felicidad de su Pueblo.
La noche quedó atrás… El día ya despunta… Somos testigos de esa entrega “ante el
fulgor de la gloria que amanece”.
Creo de importancia destacar el valor de la Ley de Dios, para el Pueblo que Él
eligió. No era un Código con artículos e incisos. Era Dios mismo que así se
manifestaba. Esa Ley se sintetizó en un núcleo esencial: los Mandamientos,
comenzando por el del amor a Dios y al prójimo.
“La gloria que amanece” es Dios que vuele a salir, día a día, como sale el sol en el
Este, para iluminar el día, para dar alegría a los corazones, para vivificar lo que
despunta a la vida, para hacer huir al frío y a la noche…
“La gloria con nosotros” es Dios-con-nosotros y en-nosotros. El sol que no tendrá
ocaso. Eso será “el cielo”: la luz sin fin… (5).
ººº
Vísperas
Aun en los momentos más oscuros, la luz ilumina. Esto es claro en los viajes por
avión. En el aeropuerto, cielo cerrado, nubes plomizas, lluvia densa. Apenas el
avión atraviesa esa capa de nubes, el sol encandila y se hace dueño y señor de la
situación.
“Las luces de la gloria” iluminan nuestras tinieblas y, por esto, los pasos del
camino que nos falta recorrer, son menos… Se acerca del horizonte (1).
Al final de la larga senda, desde la Tierra prometida, poder decir: -¡Llegué! Y sólo
podré pronunciar esa corta palabra si salí, caminé y no desistí del esfuerzo que la
senda reclamaba.