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EL DESIERTO QUEDÓ ATRÁS Y EL HORIZONTE ESTÁ CERCA.

 Dos Himnos para Cuaresma

Por fr Héctor Muñoz op


Mendoza (Argentina)

Los grandes Tiempos litúrgicos despliegan una gran riqueza de textos y gestos,
conmemorativos de acontecimientos de pasado y profecía del futuro que esos
gestos anticipan.

El género “Himno” no ha sido demasiado desarrollado en la Iglesia Católica en


Occidente, y esto es una pena grande, porque los himnos han sido un vehículo
tradicional para la transmisión de la fe, a nivel popular.

Hoy transcribiré, en este artículo, dos himnos que compuse recientemente para
Laudes y Vísperas de Cuaresma, dando un comentario espiritual/pastoral para el
mejor aprovechamiento de su celebración y para una posible catequesis cuaresmal
a partir de su texto.

Laudes

1. Que el sol ilumine nuestros rostros


al pisar nuestros pies duro desierto;
desnudos cruzamos el mar Rojo,
vestidos ingresamos en lo incierto.

2. Llenos de temor se mueven nuestros pasos,


cansados por el peso de la arena.
Llenos de esperanza palpitan nuestras almas,
conociendo el don de la alegría plena.

3. Falsos dioses se esconden, aterrados,


ante el rostro de Moisés y sus amigos;
el Señor de la Alianza va ocupando
hasta el último y recóndito escondrijo.

4. Arenas hirvientes detienen nuestra marcha,


y postergan los tiempos elegidos.
Sin embargo, más fuerte que ese peso
es el llamado que hiciste a tus hijos.

5. El monte Sinaí ya nos convoca,


truenos y relámpagos a todos enceguecen;
con la Ley de Dios firme en nuestras manos,
ante el fulgor de la gloria que amanece.

6. Padre, jefe de desiertos antiquísimos,


por tu Hijo, Palabra que ilumina,
no te olvides de infundir tu santo Espíritu
sobre el pueblo que hoy canta y camina.

El primer Pueblo de Dios va caminando rumbo al Este: el sol golpea en sus caras y
los inunda de luz. Hoy, nosotros, nuevo Pueblo del Señor, Iglesia de Cristo, sale al
encuentro del Señor que volverá como “sol que nace de lo alto”.
A pie desnudo la multitud conducida por Moisés cruzó el mar Rojo, pero tanto ese
pueblo como nosotros, caminamos revestidos del don de Dios, del poder que
otorga la elección, de la vocación de cristianos que -como peregrinos- caminamos
con la vestidura blanca del cristiano, con la ropa de los resucitados (1).

¿Qué pasó a nuestros primeros padres? ¿Eran temerarios o intrépidos que


desconocen el peligro, que no sufren el grito de alerta del miedo? Nada más lejano
que eso. La esperanza no excluye el temor ante los peligros y ante lo desconocido.
El pueblo de Dios tenía a sus espaldas al poderoso ejército enemigo. El desierto
era eso: ¡desierto!, “lugar donde habitan los demonios”, al decir de los antiguos.
Meterse en el desierto era sumergirse en el calor del día y el frío de la noche. Era
meterse de lleno en la vida. Era comenzar a vivir la Cuaresma. Lo que hoy hacemos
en la Cuaresma es dejar atrás Egipto, ingresar en un desierto bautismal, pisar con
los pies desnudos arenas hirvientes, sufrir la tentación, caer, levantarse, llorar…
Pero, aun en los momentos más difíciles y en los que el ánimo y la fe son puestas a
prueba, saber que “llenos de esperanza palpitan nuestras almas”. ¿Motivo de esta
actitud? Que caminamos a los tropezones “conociendo el don de la alegría plena”,
alegría que posiblemente no gocemos ahora, pero que está “allí”, en el horizonte
por Dios señalado a su pueblo (2).

Moisés y sus amigos eran líderes en lo humano y, sobre todo, hombres puestos
por Dios con una vocación singular, para guiar al pueblo con la certeza de que “la
nube y la columna de fuego” no eran otras sino el mismo Dios. Por eso “falsos
dioses se esconden, aterrados”, porque no hay otro Dios sino el de Israel. Ante
este hecho, Dios ocupa “hasta el último y recóndito escondrijo”, porque el
desierto es suyo y porque su pueblo debe conocerlo, poseerlo, dominarlo, como
tierra que Dios ha dispuesto providencialmente, permitiendo que los hombres
tropiecen, por su propia debilidad, para que sepan que Dios los levanta y restaura,
por el poder que tiene sobre todo y sobre todos (3).

¿Fue fácil la marcha por el desierto? Fue tan difícil como nuestro tránsito por la
vida. Fue todo menos un tour o un crucero de placer. Sus arenas no eran las de
una playa, con carpa y sombrilla, con bañeros y seguridad, con algunos tragos
largos para calmar la sed y fomentar la charla amistosa. El pueblo dejó su sangre
en las arenas, “arenas hirvientes” que frenaron el peregrinar. “Arenas hirvientes”
que postergaron el ingreso a la patria prometida, a la bendita tierra de las
promesas. Todo esto fue doloroso y causa de llanto. Muchos apostataron. No
estuvieron “a la altura de las circunstancias”, dirían las noticias de hoy. Fueron
débiles y no confiaron. Pero, para quienes conservaron la esperanza, supieron
quién los llamaba y para qué los llamaba; para los que gustaron el sabor de la
aventura (pues el desierto fue hecho para quienes son de esta raza…), para ellos y
sólo para ellos, fue hecho el desierto, no cerrado en sí mismo como lápida que
aplasta, sino como un puente entre la esclavitud y la libertad, como el precio que
tienen que pagar los que desean ser libres. No es cualquier llamado. No es un
aviso publicitario para que compre tal o cual cosa, sino “el llamado que hiciste a
tus hijos”, la vocación que da el Padre. Tal llamado no puede caer en saco roto ni
ser desoído. Reclama la respuesta que le dio “el resto de Israel”. Reclama la
respuesta bautismal que nosotros podemos y, por lo tanto, debemos darle. ¿Es
difícil? Sí… ¿Me cuesta mucho? Sí… ¿Me parece algo que va más alá de mis pobres
fuerzas? Sí… Pero lo que para mí es imposible, no lo es para Dios, para un Dios que
todo lo puede (4).

Pero hay algo que marcará a fuego al Pueblo de Dios: la entrega de la Ley en el
monte Sinaí.
Es una Ley que otorga una vocación. Para un israelita fiel, “cumplir la Ley”, no era
observar disciplinadamente una ordenanza de tránsito. Era ser fiel al Dios autor de
la Ley que da al pueblo, como quien da en custodia un tesoro a guardar.
Esa Ley fue dada de modo espectacular, entre “truenos y relámpagos (que) a todos
enceguecen”. Y sabemos que podemos estar ciegos tanto por falta de luz como
por exceso de la misma. Moisés retorna al pueblo “con la Ley de Dios firme en sus
manos”, con esa Ley por la que tantos dieron su vida, vida entregada al Dios justo
que, con su Ley, busca la felicidad de su Pueblo.
La noche quedó atrás… El día ya despunta… Somos testigos de esa entrega “ante el
fulgor de la gloria que amanece”.
Creo de importancia destacar el valor de la Ley de Dios, para el Pueblo que Él
eligió. No era un Código con artículos e incisos. Era Dios mismo que así se
manifestaba. Esa Ley se sintetizó en un núcleo esencial: los Mandamientos,
comenzando por el del amor a Dios y al prójimo.
“La gloria que amanece” es Dios que vuele a salir, día a día, como sale el sol en el
Este, para iluminar el día, para dar alegría a los corazones, para vivificar lo que
despunta a la vida, para hacer huir al frío y a la noche…
“La gloria con nosotros” es Dios-con-nosotros y en-nosotros. El sol que no tendrá
ocaso. Eso será “el cielo”: la luz sin fin… (5).

ººº

Las Vísperas de Cuaresma, ese “sacrificio vespertino” en el que la luz descansa


para volver a brilla unas horas más tarde, quiere indicarnos la necesidad del
reposo, no sólo para “descansar” y reponer fuerzas, sino para saber en qué punto
del camino nos encontramos; cuánto trecho hemos recorrido y cuánto nos falta
recorrer; qué obstáculos encontramos y cómo los salvamos.
Deben tener un tono reflexivo y, si bien harán alusión al momento del día, a la
hora en que se celebran, no son, necesariamente, algo matemático que siempre
debe ser observado.
Algo así veremos en el Himno sobre el que meditaremos. Luces y sombras van
entremezclándose, no sólo en la materialidad de las mismas, sino en lo más
hondo: nuestras luces y nuestras sombras, tonalidad que marca nuestra marcha
cuaresmal, nuestra vida bautismal.

Vísperas

1. Lo oscuro ya dejó de ser tinieblas,


pues las luces de la gloria lo iluminan;
ya las horas han pasado, presurosas,
acortando los pasos del camino.

2. Cuarenta años fueron como un soplo


para tu pueblo peregrino en rauda marcha;
sus pasos titubeantes se cambiaron:
constancia del que siempre y siempre avanza.

3. Poco a poco, la luz se va encendiendo


en las tiendas de campaña de tu pueblo;
poco a poco, la luz de los fogones
anticipa el brillo de los cielos.

4. Rebeldías sin fin se sucedieron,


se diezmaron corazones elegidos;
prefirieron ser esclavos de la noche,
a la libre aventura de los hijos.

5. ¿No será esto cansancio, muerte y vida,


sacrificio de pasos peregrinos,
huella de tu pueblo en el desierto,
que en nuestra historia, tus hijos repetimos?
6. Danos, Dios Padre, la fuerza y el aliento,
para no renegar de tu bautismo;
y que tu Hijo nos muestre el horizonte
señalado por el soplo de tu Espíritu.

Aun en los momentos más oscuros, la luz ilumina. Esto es claro en los viajes por
avión. En el aeropuerto, cielo cerrado, nubes plomizas, lluvia densa. Apenas el
avión atraviesa esa capa de nubes, el sol encandila y se hace dueño y señor de la
situación.
“Las luces de la gloria” iluminan nuestras tinieblas y, por esto, los pasos del
camino que nos falta recorrer, son menos… Se acerca del horizonte (1).

La marcha no fue en avión supersónico, sino a pie y zigzagueando. El pueblo tenía


que ocupar espacios hostiles. Hubo titubeos: esto es innegable. Como los hay en
nuestra vida. No siempre el camino es camino se muestra claro. No siempre la
distancia más corta entre dos puntos es una recta. Vivir es el arte de lo posible. A
veces, lo será caminar en línea recta. Otras, daremos vueltas sobre un mismo
punto. En ocasiones, tendremos que dar largos rodeos para sortear obstáculos y
hacernos un camino que, si bien no es recto, es el único camino posible. Sólo el
que sale y camina, llega. La constatación de este hecho y la constante
perseverancia en seguir caminando, más allá del desgano o de las pocas fuerzas,
será clave para llegar al término de la senda (2).

Estamos celebrando Vísperas. Ya anochece. Y precisamente porque anochece,


debemos encender lámparas, innecesarias cuando reina el día.
En nuestra vida necesitamos luces, para poder ver. Serán luces de lo alto: la luz de
Dios. Serán luces de la tierra: lámparas en los fogones. Luz que me da el hermano.
Luces que la misma vida y la experiencia cotidiana me regala, para que lo oscuro
se haga claro. Toda luz procede de un Dios que es Esplendor. Por eso, cualquier
luz, venga de donde venga, “anticipa el brillo de los cielos” (3).

No somos diferentes a los hombres de todos los tiempos. No somos diferentes a


quienes emprendieron el Éxodo desde Egipto a Canaán. ¿Ellos fueron rebeldes y
obstinados? Nosotros también lo somos. Somos de la misma pasta. Más de una
vez Dios apareció cansado ante nuestra corta inteligencia. Más de una vez debe
haber lamentado habernos lanzado a la aventura de la libertad y hubiera preferido
que nos quedáramos en Egipto, fabricando ladrillos y sufriendo duras pruebas. No
fuimos libres porque elegimos mal. Preferimos el estómago más o menos lleno en
Egipto, a la libertad a la que Dios nos invitó en el desierto.
Pero, en el desierto hay viento, hay frío, hay calor, no hay agua, el alimento llega
de modo incierto y escaso. Hay protestas y reclamos de todas partes. Hay
rebeldía… ¡Pero hay libertad! ¿No nos pasará a nosotros que necesitamos un amo
duro, fuerte y cruel, que nos imponga su parecer? ¿No nos da esto “seguridad”, la
seguridad de que cada día pasará sin sobresaltos, aunque esa tranquilidad sea a
costa de dolorosas pruebas?
El día en que prefiramos la esclavitud a la libertad, ese día habremos renunciado a
nuestra vocación de hombres (4).

La Pascua a la cual la Cuaresma nos prepara, no es “vida”, sino “muerte y vida”,


paso de la muerte a la vida.
Nuestro paso cuaresmal por el desierto, la vida que llevamos a diario -a veces, a la
rastra…- es cansancio, muerte, sacrificio y también vida. Es, Señor, “huella de tu
pueblo en el desierto”. Es volver a dar los pasos que, desde Adán, dieron nuestros
antepasados. Son historia conocida y repetida. No hay nada nuevo bajo el sol. Los
hombres de mi tiempo no inventaron ni la fidelidad ni la apostasía: existieron
mucho antes, desde el albor de la Creación (5).

¿Qué nos queda?


Caminar. Caernos. Levantarnos. Pedir ayuda. Ayudar. Llorar. Secarnos las lágrimas
y secar las lágrimas del hermano. Buscar a Dios. No desesperar si no lo hallo. Vivir
y dar vida. Ser feliz y hacer felices a otros. Compartir solidariamente el pan
nuestro de cada día y los minutos de cada día y los afanes de cada día.

Al final de la larga senda, desde la Tierra prometida, poder decir: -¡Llegué! Y sólo
podré pronunciar esa corta palabra si salí, caminé y no desistí del esfuerzo que la
senda reclamaba.

La Cuaresma nos ayuda a no perder la esperanza, aunque todavía falte mucha


senda a recorrer.

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