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Capítulo VI

Los fines del derecho.


Teoría sobre los valores jurídicos

Preliminares

Al definir el derecho, dijimos que éste consiste en el ordenamiento


social fundado o inspirado en la justicia y en el bien común, y que,
por tanto, tales valores constituían los fines del derecho, esto es, lo
que el derecho persigue para que el ordenamiento social sea posible.
Esos fines del derecho son los valores jurídicos, porque responden a
la noción de valor. Debemos, pues, estudiarlos; pero antes es preciso
exponer algunas nociones relativas a la teoría de los valores, que nos
ayudarán a comprender mejor la índole de los valores jurídicos.

A) Noción general sobre los valores


¿Qué son los valores?
Indiquemos, primero, con algunos ejemplos, qué son los valores. Si
decimos de un cuadro que es bello, de una estatua que es hermosa,
de un libro que es importante, de un martillo o de una puntilla que
son útiles, de una acción humana, que es justa, caritativa o heroica,
no hemos hecho más que advertir o descubrir los valores de la belle-
za, la hermosura, la importancia, la utilidad, la justicia, la caridad o la
heroicidad radicada en tales cosas o acciones. Y tales son los valores.
Unos son de carácter estético, otros de naturaleza práctica, otros de
índole ética, y los hay también, como los ya mencionados arriba, de
consistencia jurídica.

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La teoría moderna sobre los valores ha sido obra de dos grandes fi-
lósofos alemanes: el uno es Max Scheller (1875-1928) con su obra El
Formalismo en la Ética y la Ética Material de los Valores1, el otro, Nicolai
Hartmann (1882-1950) con su tratado sobre Ética 2. Son importantes
igualmente los estudios de J. Hessen3 , profesor de la Universidad de
Colonia, y Ortega y Gasset con su Introducción a una Estimativa 4.
En un principio se pensó que los valores no eran más que ciertos fe-
nómenos psíquicos que el sujeto proyectaba sobre las cosas o sobre
determinadas acciones humanas haciéndolas estimables. La belleza
de un cuadro, la hermosura de una estatua, la justicia de una acción,
se decía, no son más que afecciones nuestras que, en virtud de una
ilusión, consideramos radicadas en dichos objetos o acciones. Tal
era la concepción subjetivista o psicológica sobre los valores.
Pero consideraciones posteriores llevaron a la filosofía a rechazar
esta manera de ver los valores. Y la reflexión fue muy sencilla. En
efecto, las sensaciones que los valores producen en nosotros no son
enteramente una creación nuestra. Las sentimos o experimentamos
como existentes en los objetos que contemplamos, o en las acciones
humanas que examinamos, porque hay algo que produce en noso-
tros tales afecciones. Como dice Ortega y Gasset en su estudio ya
citado, “toda complacencia es complacerse en algo”.
Se llegó así a la conclusión de que los valores tienen cierta objetivi-
dad, se hallan fuera de nuestra conciencia, son algo que percibimos.
Pero, ¿qué es ese algo en que los valores consisten? Considerados en
sí mismos, los valores no son más que objetos ideales, esencias,
como lo son, por ejemplo, también los objetos matemáticos, como
las nociones de cantidad, número, mayor que, menor que, igual a, etc.
Pero, en cuanto hacen parte de la realidad, son ciertas cualidades de
índole muy especial, que encarnan en las cosas y también en ciertas
1
Trad. esp., en Revista de Occidente, 2 tomos, Madrid, 1942.
2
Hay también trad. esp., en el Fondo de Cultura Económica, 2 tomos, México, 1973.
3
Tratado de filosofía, trad. esp., Buenos Aires, 1970.
4
Tomo VI de sus Obras completas, editadas por Revista de Occidente.

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acciones humanas. La belleza, la hermosura, la justicia, la caridad, la


utilidad, etc., son nociones abstractas, ideas generales, esencias que
hacen parte de nuestro entendimiento y que nosotros descubrimos;
pero se trata de esencias que tienen la virtud de radicarse en las co-
sas, en un cuadro, en una estatua, en determinadas acciones de los
hombres, en cosas u objetos que utilizamos para el ejercicio de un
arte (un martillo, una puntilla). Son, pues, desde este punto de vista,
cualidades de las cosas o de las acciones, pero cualidades muy dis-
tintas de las demás, y por eso se las ha llamado cualidades sui generis.
¿Por qué son tales? Porque se trata de cualidades que, mientras no
sean estimadas o apreciadas por un sujeto, no existen, no son tales.
Si no valoramos, por ejemplo, la utilidad que representa un martillo,
o la belleza de un cuadro, no se da ni la utilidad ni la belleza del cua-
dro o del martillo. Un ignorante, por ejemplo, no advertirá nunca el
valor que encarna un libro importante, y para él, por tanto, ese libro
es indiferente. Y así, podemos concluir que los valores, en cuanto
están en las cosas o en el obrar humano, son cualidades de ellas en cuanto
son estimadas o apreciadas, que provocan en nosotros ciertas sensaciones de tipo
emocional, como las de agrado, admiración, deseo, etc.

Características de los valores


Los valores presentan las siguientes características, que los distin-
guen de los objetos reales:
a) Polaridad. Los valores se dan en parejas opuestas, como quiera
que siempre frente a un valor positivo se ofrece otro negativo. Así,
a la justicia, valor positivo, se enfrenta la injusticia, valor negativo; a
la belleza, la fealdad, etc.
b) Jerarquía. Es esencial a todo valor, como anota Ortega, ser su-
perior, inferior o equivalente a otro. “Es decir, agrega el autor citado,
todo valor posee un rango y se presenta en una perspectiva de digni-
dades, en jerarquía”. Así, los valores sensibles, como los del agrado o
del placer, son inferiores a los valores espirituales. Esta jerarquía no
es establecida por el sujeto que valora, sino que es ínsita a los valores
mismos, está dada en ellos.

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c) Referencia a la realidad. Los valores, en cuanto son esencias,


se orientan hacia la realidad, es decir, tienden hacia ella, tienen una
fuerza, por decirlo así, que los lleva a encarnar en las cosas reales,
como en los objetos o en las acciones de los hombres, sólo que nun-
ca se realizan en su plenitud.
d) Normatividad. El valor, de otra parte, tiene carácter normati-
vo, es decir, exige ser tenido en cuenta, y, por ello, todo deber ser
arraiga en un valor. Así, no es el deber ser el que funda el valor, sino
el valor el que funda el deber ser. El valor justicia, por ejemplo, no
existe solamente para estar ahí, como pura esencia, sino para exigir
su realización en los actos del hombre que dicen relación a otro. Es
claro, como dice Scheller, que esta característica de los valores les
corresponde en la medida en que se los considere desde el punto de
vista de un posible ser real. La justicia tiene carácter deontológico en
la medida en que me proponga obrar en relación con otro. Con-
siderado en sí mismo, carece de tal característica.
Son, pues, los valores los que explican el deber: el deber ser jurídi-
co y el deber ser moral. Estamos obligados a cumplir una norma
jurídica no solamente porque sea el mandato o la voluntad de un
legislador, sino también porque nos sentimos obligados a realizar el
valor contenido en una norma, el valor realizado en ella.

Conocimiento de los valores

En relación con este punto, hay dos tendencias o doctrinas encon-


tradas: el emocionalismo o sentimentalismo y el intelectualismo. La
primera es defendida decididamente por Scheller. En efecto, en su
sentir, el órgano del conocimiento axiológico no es el entendimien-
to sino el sentimiento. Si el hombre no fuera más que intelecto, afir-
ma, carecería de toda conciencia del valor. Los valores están siempre
“totalmente cerrados para el entendimiento”, pues hacen parte del
ordre du coeur, de que hablaba Pascal. De su lado, también Hartmann
sostiene que la conciencia del valor “es ante todo sentimiento del

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valor” pero sin que se descarte su conocimiento intelectual5. En sín-


tesis, para Scheller y Hartmann los valores se captan en una intuición
emocional.
En el campo opuesto se sitúan los filósofos neotomistas contempo-
ráneos, según los cuales, siendo idénticos el ser y el valor, éste sólo
puede ser aprehendido racionalmente, en una intuición intelectual.
Algo hay de verdad, como piensa Hessen6 , en estas dos opuestas
doctrinas. En efecto, en primer término, cabe admitir que los valo-
res se captan a través de una intuición, es decir, de forma inmediata y
no a través de un razonamiento. Para aprehender que el Moisés de
Miguel Ángel es hermoso no razonamos y, si lo hacemos, nada ob-
tendremos distinto de aquella intuición que, de otra parte, genera en
nosotros una emoción, un particular estado de ánimo, que no produce,
por ejemplo, la intuición de un axioma de la lógica o de la geometría;
pero esto no quiere decir que dicha intuición emocional sea ajena al
acto de conocimiento intelectual que la acompaña, porque al fin y al
cabo son los sentidos y el entendimiento nuestras únicas facultades
cognoscitivas y todo lo que se diga en contra, lejos de tener algún
valor, lo confirma. Lo que ocurre es que, como anota Hessen, “todo
conocimiento de valores se basa en una cooperación de funciones
del pensamiento y del sentimiento”7 . Tratándose de valores, el pri-
mero genera instantáneamente el segundo, y esto ha inducido a los
filósofos de la primera tendencia a ver en la captación de los valores
una pura intuición emocional. Lo que ocurre, en consecuencia, es
que la intuición intelectual, mediante la cual captamos el valor, nos
produce una fuerte emoción que no nos permite advertir aquélla.

Clasificación de los valores

¿Cómo podemos ordenar el conjunto de los valores que se ofrecen


a nuestra estimación? Ello depende indudablemente de los criterios
5
Ética, T. II, p. 26.
6
Ob. cit., II, pp. 106 y ss.
7
Ob. cit., II. pp. 80 y ss.

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que se adopten, y es así como son varias las clasificaciones que se


han hecho de los valores. A nosotros nos parece acertada y clara la
propuesta por Hessen8 , que resumimos como sigue:
1. Formalmente considerados, los valores se dividen así: a) Positivos
y Negativos, oposición que, como ya anotamos, pertenece a la estruc-
tura del valor. b) De personas y de cosas, según sean solamente propios
de entes personales, como los valores éticos, o de seres impersona-
les. c) Propios y derivados, según se funden en sí mismos o deban su
valor a otro, como todos los que son medios para realizar un fin, es
decir, los que son útiles.
2. Materialmente enfocados, divídense en: a) Inferiores o sensibles,
que son los que miran al hombre como ser sensible, valores que son
siempre subjetivos y, por tanto relativos, porque su valor está en
función de lo que a cada cual parezca. A esta clase pertenecen los
del agrado y del placer, llamados valores hedónicos, los de la vida o
vitales, cuyo portador es la vida, como la salud, la vitalidad, etc., y los
de la utilidad, que son todos los que satisfacen necesidades ma -
teriales. b) Superiores o espirituales, que se refieren al hombre como ser
espiritual, y que se presentan con un carácter absoluto, en el sentido
de que son reconocidos por todos, y tienen potencia normativa. A
esta clase pertenecen los éticos, los estéticos o valores de lo bello, los
religiosos o valores de lo santo, y los jurídicos.
Ahora sí, pasemos al estudio de cada uno de los valores jurídicos.

B) La justicia
Idea formal de la justicia

Como anota Recaséns Siches9 , la historia relativa al concepto de la


justicia es bastante larga, pues se inicia con Pitágoras de Samos (580-
500 a. de J.), y llega hasta nuestros días sin solución de continuidad.
8
Ob. cit., II, pp. 85 y ss.
9
Filosofía del derecho, pp. 48 y ss.

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No obstante esa prolongada historia, que haría pensar en criterios


muy diferentes sobre ella, la verdad es que la justicia, como ano- ta
también el autor citado, ha sido entendida siempre de la misma
manera, al menos formalmente hablando. La justicia, en efecto, se
ha concebido a través de toda su historia como una cierta igualdad,
proporcionalidad o armonía en las relaciones de los hombres, ge-
neradora de la paz y del bienestar en las sociedades humanas. Por
ello consideramos justa una compraventa cuando el precio que se
paga corresponde al valor de la cosa vendida, e igualmente justo un
sistema tributario cuando las cargas fiscales se imponen proporcio-
nalmente a la capacidad económica de cada uno.
La justicia es, pues, la igualdad o la proporcionalidad que debe existir entre los
hombres con ocasión de sus relaciones, eliminando las ventajas, los privile-
gios y los provechos indebidos. Tal idea es también la que se expresa
cuando se la define como el dar a cada uno lo suyo, dar a cada uno
lo que le corresponde, pues “lo suyo” de cada cual, o lo que a cada
cual “corresponde”, es la resultante de la igualdad de las relaciones.

Necesidad de completar esta idea

Entendida de tal manera, la justicia es una idea formal, pues se re-


duce a una pura forma de las relaciones sociales. Concebida única-
mente de este modo, es irrealizable. En efecto, hemos visto que la
justicia prescribe la igualdad y la proporcionalidad, pero resta por
saber en relación con qué deba realizarse esa igualdad o esa pro-
porcionalidad. En otros términos, para poder establecer la igualdad
entre los hombres hay que indagar acerca de los criterios, princi-
pios o valores que sirvan como medida para decidir cuándo resultan
iguales las relaciones de los hombres entre sí, o respecto del Estado
dentro del cual se agrupan. Así, pues, no basta afirmar, por ejemplo,
que la justicia es la igualdad entre lo que se da y lo que se recibe, o la
proporcionalidad en las cargas públicas. Se requiere, además, saber
en relación con qué debe fijarse esa igualdad o proporcionalidad.

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Sobre este problema expresa con mucha claridad Recaséns Siches:10


“Concuerdan todos en afirmar que la justicia es un principio de ar-
monía, de igualdad proporcional en las relaciones de cambio y en los
procesos de distribución de los bienes. Pero el promover igualdad
entre lo que se da y lo que se recibe, o la proporcionalidad en la dis-
tribución de ventajas y cargas, implica la necesidad de poseer criterios
de medida, es decir, pautas de valoración de las realidades que deben ser
igualadas o armonizadas”.
“La mera idea de armonía o de proporcionalidad, o de dar a cada
uno lo suyo, no suministra el criterio para promover esa armonía o
proporcionalidad, pues no dice lo que debe ser considerado como
“suyo” de cada cual. Se puede estar de acuerdo en que se debe tra -
tar igualmente a los iguales, y desigualmente a los desiguales según
sus desigualdades, pero al mismo tiempo se puede discrepar sobre
cuáles deban ser los puntos de vista para apreciar las igualdades y
desigualdades...”
Pues bien, la búsqueda de esos criterios, principios o valores es lo que
determina el criterio substancial de la justicia, lo que hace realizable
la justicia en sentido formal. Ésta, pues, hay que completarla, darle
un contenido, lo que ha dado lugar a largas e intrincadas disputas.
Este punto lo trataremos de resolver cuando nos ocupemos de las
diferentes clases de justicia.

Sentidos de la palabra justicia


La palabra justicia se toma en sentidos diferentes, lo que hay que
aclarar para saber a cuál de ellos nos referimos cuando empleamos
el vocablo.
a) En sentido teórico la justicia es la igualdad o la proporcionalidad
entre los actos humanos o entre las relaciones de los hombres, inde-
pendientemente de la voluntad que se tenga para ello por parte de
los sujetos así relacionados.
10
Ob. cit., pp. 48 y ss.

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b) 1. En sentido práctico subjetivo, la justicia se refiere a un sujeto; es el


significado que el término tiene en expresiones como las de “jus-
ticia divina”, “hombre justo”, etc. Así entendida, la justicia es una
virtud. Cicerón la definía como el hábito del alma, observado en el
interés común, que da a cada cual su dignidad1 1 . Ulpiano, como la
“constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo”12,
y Santo Tomás, como el “hábito según el cual con constante y per-
petua voluntad se da a cada cual su derecho”1 3 .
2. En sentido práctico objetivo, la justicia es la directriz de normas y con-
ductas. Secundariamente se utiliza el término también para significar
el acto o la decisión conforme con una regla o un criterio. Se trata,
entonces, de la justicia que imparten los jueces –justicia judicial–. Por
ejemplo, decimos que una sentencia es justa cuando es conforme
con las reglas de derecho que se aplican en la solución de un litigio.
Y decimos igualmente que una acción es justa cuando está de acuer-
do con la norma o regla que la orienta, aun cuando ésta se halle muy
lejos de las verdaderas exigencias de la justicia en sí, o teórica.
El sentido de justicia que aquí nos interesa es el práctico objetivo,
en su valor primario, pues éste es el que corresponde al de justicia
como valor jurídico. La justicia en sentido subjetivo, como virtud,
interesa más bien al moralista, y la justicia judicial a los abogados o
profesionales de la ciencia jurídica.

Divisiones de la justicia
La doctrina moderna ha llegado a identificar tres campos en la jus-
ticia entendida en sentido práctico objetivo. Esta división se ha fundado
en los tipos de relaciones que se dan dentro de la sociedad. En la so-
ciedad política, en efecto, hay que distinguir tres clases de relaciones
y sólo tres, a saber: la que se da entre los miembros de la sociedad;
la del todo social en relación con sus subordinados, y la de éstos
11
República, III, 22.
12
Dig., Lib. 1.10.
13
S. Teol., II-II, c, 58 a. 1.

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con aquél. De aquí se deduce, entonces, que sólo puede haber tres
tipos o clases de justicia, que se llaman: conmutativa, distributiva, y
general, llamada también legal o social.
1. La justicia conmutativa es la que regula las relaciones de persona a
persona, o de grupos de personas entre sí. El principio o criterio que
debe presidirlas es el de la igualdad de las prestaciones recíprocas. Como
estas relaciones surgen principalmente con ocasión de los contratos,
se la ha llamado también “justicia contractual” o “justicia de cam-
bios”. Este tipo de justicia es la propia del derecho privado porque
tal rama del derecho, formada principalmente por el derecho civil y
el derecho comercial, se ocupa de las relaciones de los individuos
entre sí, independientemente del Estado. Y vemos, entonces, que lo
determinante de la igualdad, la medida de ésta, radica en la índole o
naturaleza de las prestaciones, o mejor, de los valores que presiden
tales relaciones. Así, cuando se trata de prestaciones económicas, la
igualdad se determinará por el valor económico. En estos casos, ha-
brá igualdad y quedará realizada la justicia, cuando las prestaciones a
cargo de las partes sean económicamente iguales.
2. La justicia distributiva se refiere a las relaciones del todo social
con sus miembros, especialmente del Estado con sus súbditos. Ver-
sa, pues, sobre la distribución de los beneficios o bienes que el Es-
tado debe a los particulares. En lenguaje moderno, diríamos que es
el tipo de justicia que debe presidir la asistencia pública o la ayuda
debida por el Estado. El criterio que la rige es también el de la igual-
dad, pero el de la igualdad proporcional, porque cada uno de los
súbditos debe recibir del Estado según sus necesidades, aptitudes o
merecimientos. De consiguiente, aquí la igualdad la mediremos
según las necesidades o méritos de cada cual. Quien más necesite de
los bienes o servicios a repartir, debe recibir más, y a la inversa.
3. Está, finalmente, la justicia general, llamada también legal o so-
cial1 4 , que mira el bien común de la sociedad, y es la que defi n e
lo que cada individuo debe aportar para conseguir el bien común.
14
Se la llama legal porque corresponde a la ley positiva concretada o determinada.

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Debe tenerse presente que este aporte no es solamente el pecunario,


que se traduce en el pago de los impuestos, tasas y contribuciones,
sino también el de aquellas contribuciones que no tienen un valor
enteramente económico. En todo caso, este tercer tipo de justicia
está igualmente presidida por la igualdad proporcional, pues el apor-
te que cada uno debe al bien común hay que determinarlo propor-
cionalmente a las capacidades de cada cual, en todos los campos.
Por tanto, la igualdad se determina, en este tercer tipo de justicia,
por la índole de lo debido al bien común, y siempre según el criterio
de la proporcionalidad.
Tanto la justicia distributiva como la general o legal son propias del
derecho público, porque esta rama del derecho es precisamente la
que se preocupa de las relaciones del Estado con sus súbditos, y de
éstos con aquél.
Es ésta la oportunidad de anotar que algunos estiman que la justi-
cia social, que nosotros hemos identificado con la justicia general o
legal, es diferente de ésta y que, por tal razón, constituye un cuarto
tipo de justicia. Consideramos infundada esta tesis porque para que
la justicia social resulte distinta de la general habría que comenzar
por precisar a qué tipo de relaciones sociales se refiere, distinto de
los tres que antes mencionamos. Mas, como este cuarto tipo de re-
laciones sociales no existe, no habría campo para una justicia social
como algo diferente de la justicia general. En nuestro sentir, pues, el
concepto de justicia social se identifica con el de justicia general.

C) La equidad
Concepto

La equidad es un complemento del valor justicia, pues la equidad es


el criterio que permite realizar la justicia en los casos particulares. Se
ha dicho, por ello, que la equidad es la misma justicia, pero no la jus-
ticia abstracta, sino la justicia aplicada a la solución de los conflictos
que suelen presentarse en el diario vivir.

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¿Cómo puede explicarse esa función de la equidad frente a


la ley que precisamente se expide para solucionar esos conflictos
mediante su aplicación? Porque si las leyes tienen la misión de so-
lucionar los conflictos mediante la aplicación que de ellas hacen los
jueces, no se ve cuál puede ser el papel de la equidad en la resolución
de esos mismos casos. Pero la cuestión es fácil de explicar. Las leyes
son enunciados generales que se refieren a situaciones que frecuen-
temente ocurren. Pero, dada la complejidad de ellas, es imposible
que las normas puedan prever todas las situaciones posibles que
lleguen a ocurrir, de una parte, y, por la misma razón, es imposible
también que las normas puedan prever todas las circunstancias espe-
ciales que acompañan a tales situaciones. Entonces, se dan casos en
que, si dichas normas se aplican a casos no previstos, o a situaciones
con circunstancias especiales que tampoco fueron contempladas, se
producirían efectos o resultados contrarios a los perseguidos por las
leyes, es decir, se obtendrían soluciones reñidas con la justicia, lo que
no es aceptable. Es preciso, entonces, que intervenga la equidad, bien
para adaptar la norma a esas situaciones imprevistas, bien para
buscar una solución diferente de la contemplada por la ley, a fin de
que se imponga el valor justicia. Así, pues, como antes dijimos, la
equidad es un complemento de la justicia, o el criterio que permite
adaptar ésta a las situaciones conflictivas para obtener soluciones
justas.

La doctrina aristotélica sobre la equidad


La teoría sobre la equidad fue ya expuesta por Aristóteles en for- ma
clara y precisa. Es, pues, indispensable conocer la exposición
aristotélica sobre el particular. Dice así Aristóteles: 15 “Lo equitativo
y lo justo son una misma cosa; y siendo buenos ambos, la única
diferencia que hay entre ellos es que lo equitativo es mejor aún. La
dificultad está en que lo equitativo, siendo justo, no es lo justo legal,
sino dicha rectificación de la justicia rigurosamente legal. La causa

15
Ética a Nicómaco, lib. V. cap. X.

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de esta diferencia es que la ley necesariamente es siempre general, y


que hay ciertos objetos sobre los cuales no se puede estatuir conve-
nientemente por medio de disposiciones generales. Y así es en todas
las cuestiones respecto de las cuales es absolutamente inevitable de-
cidir de una manera puramente general. Sin que sea posible hacerlo
bien, la ley se limita a los casos más ordinarios, sin que disimule los
vacíos que deja. La ley no es por esto menos buena; la falta no está
en ella, tampoco está en el legislador que dicta la ley, está por entero
en la naturaleza misma de las cosas; porque es precisamente la
condición de todas las cosas prácticas. Por consiguiente, cuando la
ley dispone de una manera general, y en los casos particulares hay
algo excepcional, entonces, viendo que el legislador calla o que se ha
engañado por haber hablado en términos generales, es impres-
cindible corregirlo y suplir su silencio, y hablar en su lugar, como él
mismo lo haría si estuviese presente; es decir, haciendo la ley como
él la habría hecho, si hubiera podido conocer los casos particulares
de que se trata. Lo propio y lo equitativo consiste precisamente en
restablecer la ley en los puntos en que se ha engañado a causa de la
fórmula general de que se ha servido. Tratándose de cosas indeter-
minadas, la ley debe permanecer indeterminada como ellas, igual a la
regla de plomo de que se sirven en la arquitectura de Lesbos, la cual
se amolda y acomoda a la forma de la piedra que mide”.

Aclaraciones de la teoría anterior


Dice Recaséns Siches 1 6 , con mucha razón, que lo que parece dedu-
cirse de los razonamientos de Aristóteles es lo siguiente:
“a) El legislador dicta sus normas generales teniendo a la vista deter-
minado tipo de casos: los casos habituales.
“b) Al dictar la norma, el legislador requiere que con ella se produz-
can determinados efectos jurídicos respecto de los casos cuyo tipo
ha previsto.

16
Ob. cit., pp. 657 y ss.

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“c) El legislador dicta la norma que precisamente dicta y no otra,


porque anticipando el efecto que ella va a producir sobre el tipo de
casos que él ha previsto, estima que ese efecto es justo.
“d) Ahora bien, si después resulta que la vida plantea nuevos casos,
respecto de los cuales la aplicación de aquella norma general produ-
ciría efectos no sólo diferentes sino inclusive contrarios a aquellos
efectos a los que la norma da lugar cuando se aplica a los casos que
el legislador tuvo a la vista, entonces, notoriamente no procede
aplicar la norma en cuestión a los nuevos casos que se presentaron,
que son de un tipo diferente del tipo previsto por el legislador. Es
decir, en estos casos procede, si se interpreta bien el pensamiento
aristotélico, crear una nueva norma”.
Esta explicación de Recaséns Siches es correcta, en nuestra opi-
nión, porque precisamente el criterio o valor de la equidad no en-
tra en juego sino cuando la aplicación de la norma de que se trata a
un caso particular produciría los efectos contrarios queridos por ella.
En esa hipótesis, quedaría demostrado que la regla jurídica en
cuestión debe descartarse para regir la situación que se considera, lo
que llevaría a concluir la ausencia de norma aplicable a dicho caso, y
la necesidad de corregirla, adaptarla o crearla, si esto último es lo
conveniente, al modo como lo haría el legislador, para regularla
convenientemente. “Lo propio de lo equitativo –dice Aristóteles en
el pasaje antes transcrito– consiste precisamente en restablecer la ley
en los puntos en que se ha engañado a causa de la fórmula general
de que se ha servido”.

Los campos en que interviene la equidad


De lo anterior resulta que el criterio de la equidad que, como se ha
dicho, se propone realizar la justicia en el caso particular, debe inter-
venir en dos eventos:
a) Cuando la situación que se estudia ha sido prevista por la ley, pero
su aplicación conduciría a una solución injusta, dadas las particu-
laridades que el caso presenta, que no fueron contempladas por la
norma ni podían serlo por razón de su generalidad.

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b) Cuando la situación que se examina no ha sido prevista por la ley,


es decir, cuando la legislación presenta una laguna, un vacío.
En el primer evento debe buscarse un correctivo de la ley, esto es, su
adaptación al caso particular en forma tal que se cumpla la finalidad
prevista por ella, vale decir, que se realice la justicia. Tal adaptación,
lejos de quebrantar la ley, procurará su cumplimiento a la luz de su
finalidad. El problema de la equidad en este caso será un problema
de interpretación de la ley.
La segunda hipótesis es diferente. Como el caso no puede dejarse
sin solución con el pretexto de que no hay ley aplicable, procede- rá
llenar el vacío de la legislación. La equidad consistirá entonces en
buscar una solución justa, con apoyo en los criterios o princi- pios
adecuados. En este segundo caso, pues, la equidad intervendrá como
criterio para llenar los vacíos legislativos.

D) La seguridad
Dos sentidos del concepto
El valor jurídico de la seguridad se entiende de dos maneras: prime-
ro, como la seguridad creada por el derecho, es decir, la seguridad
que el derecho confiere a sus destinatarios de que su status jurídico
no podrá ser cambiado sino de acuerdo con las normas vigentes,
con el derecho que aplica el Estado. Ésta es la seguridad entendida
desde el punto de vista subjetivo. Pero este valor puede igualmente
entenderse en el sentido de la seguridad derivada de la existencia del
derecho positivo o, como dice Radbruch, la seguridad “del derecho
mismo”1 7 . Tal es la seguridad entendida en sentido objetivo.
Salta a la vista que la seguridad en sentido subjetivo se apoya en la
seguridad en sentido objetivo, pues para abrigar la certeza de que el
estado jurídico de las personas sólo puede ser cambiado de acuerdo
con el derecho vigente se requiere precisamente la existencia de este
derecho.
17
Ob. cit., p. 40.

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Fundamento de la seguridad en sentido objetivo.


La teoría de Radbruch
¿Cuáles son las razones en que descansa el valor jurídico de la segu-
ridad en sentido objetivo? ¿Por qué la existencia del derecho positi-
vo realiza el valor jurídico de la seguridad?
Veamos, primero, la explicación de Radbruch1 8 . Según este ilustre
filósofo, la justicia es una idea puramente formal, “pues no da res-
puesta a dos preguntas, sino que las presupone más bien como con-
testadas. Supone trato igual para los iguales y trato desigual para los
desiguales, pero sin que pueda decirnos 1) a quién ha de considerar-
se igual y a quién desigual, ni 2) cómo han de ser tratados los iguales
y los desiguales...”, porque la noción de justicia “no puede decirnos
nada en cuanto al contenido de las leyes generales, valederas por
igual para todos los equiparados como iguales”. Para conseguir este
resultado, agrega Radbruch, tenemos que acudir a la idea de fin, al
fin del derecho. “Por fin en el derecho no debe entenderse, sin em-
bargo, un fin empíricamente perseguido, sino la idea de fin, de lo que
debe ser”. Y ocurre, continúa, que mientras el concepto de justicia
incumbe a la filosofía del derecho, la idea de fin tiene que tomarla el
derecho de la ética, pues no nace o surge del concepto del derecho.
Ahora bien, continúa Radbruch: “la teoría de los bienes morales
distingue tres grupos de valores, con arreglo a la naturaleza de sus
soportes o exponentes. Es exponente del primer grupo la personali-
dad individual, del segundo la personalidad colectiva y del tercero la obra
cultural”, de lo cual resultan tres sistemas de valores: el individualista,
“que aprecia los valores de la personalidad individual; el supraindivi-
dualista, que reconoce los valores de las personalidades colectivas, y
el traspersonalista que proclama como supremos bienes los valores de
la cultura”. Así las cosas, pregunta ahora Radbruch: ¿cuál de estos
tres valores debe corresponder a los fines del Derecho? ¿Cuál de
ellos debe orientarnos? “El orden jerárquico de las tres clases de
valores no puede determinarse de un modo inequívoco”, responde
18
Ob. cit., pp. 31-42.

477
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

Radbruch, y ello se debe, agrega, a que “los fines y valores supremos


del Derecho no sólo varían con arreglo a los estados sociales de los
distintos tiempos y los distintos pueblos, sino que son enjuiciados,
además, subjetivamente, de diferente modo según las personas, con
arreglo a su sentimiento del Derecho, a su manera de concebir el Es-
tado, a su posición de partido, a su credo religioso, a su concepción
del mundo”. En otras palabras, decimos nosotros, según Radbruch,
aquellas preguntas sólo pueden responderse desde el punto de vista
político, mas no de acuerdo con la Filosofía del Derecho. Así, los par-
tidos liberales reparan ante todo en los valores de la individualidad;
los partidos socialistas, en los valores de la colectividad, los totalita-
rios en los valores del Estado, etc. Nos hallamos, pues, en presencia
de un relativismo, pues la pregunta inicial no podemos responderla
en forma absoluta, sino desde un punto de vista relativo. Tal el re-
lativismo de Radbruch. Pero de todas maneras es necesaria una res-
puesta. Hay que optar por uno de esos tres valores para alcanzar el
valor jurídico de la seguridad. ¿Cómo conseguirlo? Para Radbruch la
respuesta es ésta: mediante el derecho positivo. El derecho positivo es
el único medio de que podemos servirnos para lograr esa seguridad.
Tal la razón de ser de este derecho, su fundamento, su necesidad. La
seguridad jurídica no se logra sino mediante el derecho positivo, que tiene,
entonces, que reunir estas condiciones: 1) que se halle estable- cido
en leyes; 2) que sea un derecho basado en hechos “y que no se remita
a los juicios de valor del juez en torno al caso concreto”; 3) que tales
hechos puedan establecerse con el menor margen posible de error;
4) finalmente, que tal derecho no esté sujeto “a cambios demasiado
frecuentes, no debe hallarse a merced de legislación in- cidental”.

Nuestra opinión es diversa

Nuestra opinión respecto del problema que hemos planteado es


muy diversa. En primer lugar, consideramos que los fines del Dere-
cho, o sea, los valores jurídicos, pueden inferirse de lo que es el De-
recho ontológicamente considerado, y que por ello una definición

479
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

completa del Derecho no puede limitarse a decir qué es el Derecho,


sino también lo que el Derecho debe ser. Confirmamos este pensa-
miento con lo que expusimos atrás al definir el Derecho. Y nuestra
segunda discrepancia con la tesis de Radbruch se apoya en esta otra
razón: la necesidad del derecho positivo, y, por tanto de la seguri-
dad jurídica, no se halla tanto en los valores éticos extrajurídicos,
cuanto en las exigencias del derecho natural. Este derecho, en efec-
to, formado por principios muy abstractos y generales, requiere ser
desarrollado, positivizado, si podemos decirlo así, para que alcance
sus objetivos, sus fines. Por eso el derecho natural y el positivo se
reclaman mutuamente, se exigen entre sí.
Quienes estiman, como los neopositivistas, que, si existe el derecho
natural sobra el positivo, y a la inversa, o privan al derecho positivo
de su idea, esto es, de lo que el derecho positivo debe ser, o sencilla-
mente ignoran lo que es el derecho natural. El derecho positivo y el
derecho natural se complementan.
Nuestra conclusión es, pues, la misma de Radbruch: el valor jurídico
de la seguridad se alcanza con el derecho positivo, pero los motivos
que nos llevan a dicha tesis, son diferentes.

La seguridad como valor determinante de varios


principios generales del derecho
El valor jurídico de la seguridad, en cuanto seguridad por medio del
derecho, es determinante de muchos principios generales que infor-
man el ordenamiento jurídico, como los siguientes:
a) Nullum crimen sine lege, nulla poena sine lege, es decir, los delitos y las
penas tienen que hallarse establecidos o determinados por las leyes,
pues de lo contrario no podemos saber qué hacer y qué no hacer.
b) Las leyes no deben ser retroactivas, esto es, no deben destruir los
derechos que hemos adquirido conforme a las normas vigentes.

480
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

c) Las decisiones que resuelvan los litigios en forma definitiva no


pueden revivirse, esto es, hay que respetar la cosa juzgada.
d) Toda persona debe presumirse inocente respecto de todo acto
antijurídico mientras no se demuestre lo contrario.
e) Toda persona debe ser oída, y las pruebas que invoque a su fa-
vor deben ser practicadas, en cuanto sean conducentes, antes de ser
sancionada.
f) A toda persona a quien se prive de su libertad debe definírsele, por
la autoridad competente, su situación a la mayor brevedad, principio
llamado de habeas corpus.
El reconocimiento y la protección de los llamados derechos fun-
damentales de las personas se inspiran igualmente en el valor de la
seguridad, como lo estudiaremos al tratar de los derechos funda -
mentales de la persona humana.

E) El bien común
Preliminares
El bien común es el fin perseguido por toda sociedad. Si los hom-
bres por naturaleza viven en grupos, como el Estado (grupo políti-
co), es para conseguir el bien de todos, que no puede alcanzarse con
el solo esfuerzo individual. Ahora bien, como el derecho es con-
substancial a la sociedad, de suerte que no hay sociedad sin derecho,
éste se halla, por tanto, ordenado también al bien común, el cual, en
esa virtud es un valor jurídico, el valor jurídico supremo.
Pero la expresión “bien común” es vacía de contenido, sólo tiene un
valor formal. Porque ¿en qué puede consistir ese bien que sea el
bien de todos? Han sido muchas las doctrinas propuestas para
responder a tal pregunta, y se trata de una cuestión que nunca pier-
de ni puede perder actualidad. Debemos, pues, estudiarla con algún
detenimiento.

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Dos teorías equivocadas sobre el bien común

Aunque han sido muchas las doctrinas para contestar la pregunta


que arriba nos hicimos, como acabamos de anotarlo, hay dos que
debemos rechazar de plano: la individualista-liberal y la totalitaria o
absolutista.
a) La primera parte del supuesto de que el hombre es un individuo
autónomo y autárquico, es decir, que debe gobernarse a sí mismo y
bastarse él solo, por cuya razón concibe la sociedad política o Esta-
do como el resultado de las voluntades de sus miembros, plasmada
en una especie de contrato, el contrato social, según el cual la única
misión de las autoridades consiste en la tutela o protección de los
derechos innatos o fundamentales, dejando a todos los súbditos que
se desenvuelvan sin limitaciones. Sus principios son los del laisser
faire, laisser passer, le monde va de lui-meme. Es la doctrina del Estado
policía. Naturalmente, dentro de tal pensamiento, el bien común
sólo puede consistir en la suma de los bienes de cada uno, y nunca
en un bien superior.
Arrancó esta teoría en los tiempos del Renacimiento, y alcanzó su
esplendor en los siglos XVIII y XIX, de acuerdo con las ideas pro-
testantes y del liberalismo inglés, con Locke como principal inspira-
dor, y con Stuart Mill como su continuador.
Pero todas las bases en que se apoya esta doctrina son equivocadas,
porque, antes que individuo, el hombre es una persona humana, la
cual ni es del todo autónoma ni autárquica, porque necesita de sus
semejantes para el desarrollo y perfeccionamiento de su persona-
lidad; de donde se sigue inevitablemente que el bien común no se
identifica con los bienes particulares, sino que es algo superior que
los trasciende, sin que ello quiera decir que tal bien sea extraño al
bien de cada uno.
b) La segunda teoría es tan errónea como la anterior. Según ella, el
bien común no es más que el bien del Estado, de la sociedad políti-
ca, sin importar para nada el bien particular. Se considera que el Es-

482
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

tado es el titular de todos los derechos, y, por tanto, que el individuo


le está integralmente subordinado, sin dejársele ningún campo a su
libertad y a su propia acción. Así se pensaba, aunque sin mayores
reflexiones, en el mundo de los griegos y de los romanos; lo sostu-
vo en los tiempos modernos Hobbes, con su teoría del Estado a la
manera de un Leviatán, y más recientemente las doctrinas nazistas,
fascistas y comunistas, hace poco extirpadas en el mundo por la sola
fuerza de las cosas.
Bien se comprende que el hombre no nació para la esclavitud, ni el
hecho de que necesite de sus semejantes puede llevarlo a renunciar
a lo que es, a despojarse de su personalidad, renunciando a sus fines
individuales o particulares, terrenales unos y trascendentes otros. La
sociedad o Estado es para el individuo humano, y no éste para aquél.

Definición del bien común

¿Qué es, entonces, el bien común? Lo primero que tenemos que


decir es que no puede consistir en algo concreto, singular, porque
ninguna de las cosas de esta naturaleza tiene las características de la
universalidad, precisamente por su singularidad. Lo particular no
puede, sin más, pasar a ser universal.
De otra parte, ese bien cuya noción buscamos tiene que ser un bien
comunicable a todos, un bien del cual todos puedan participar y del
que efectivamente participen en la convivencia. Así las cosas, ese
bien sólo puede consistir en algo que trascienda los bienes particu-
lares, pero que, a la vez, sea como la condición o el supuesto para
conseguirlos, algo así como un clima o una plataforma donde cada
cual pueda realizar su existencia desde el punto de vista material,
intelectual y moral.
Bien definido lo ha sido, por tanto, por el Concilio Vaticano II en
estos términos: “el Bien Común abarca el conjunto de aquellas con-
diciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las
asociaciones puedan alcanzar con mayor plenitud y mayor facilidad

483
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

la propia perfección”1 9 , o con estos otros: “El bien común de la so-


ciedad es la suma de las condiciones de la vida social, mediante las
cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad
su propia perfección”2 0 .
Por nuestra parte, lo definimos de esta manera: conjunto de condiciones
que facilitan a todos los miembros de una sociedad, y, por ende, de un Estado,
su perfeccionamiento como personas y la consecución de sus fines particulares .

Misión del Estado

De lo anterior podemos inferir cuál es la misión del Estado a través


de sus autoridades o representantes, y la posición que la persona
humana tiene frente a él. Cabe decir que es al Estado a quien corres-
ponde en primer lugar promover ese bien común. Ésa es, y ninguna
otra, su misión. A él compete crear ese conjunto de condiciones que
le permitan a cada uno de sus súbditos realizar la plenitud de su
personalidad, sus fines propios. Entendida de esta manera su misión
está, como dice Renard2 1 , “entre la doctrina liberal que, para legi-
timar todas las ilegalidades sociales, desdeña nuestra igualdad eco-
nómica y los derechos irreductibles que se siguen de ella para todo
hombre como hombre, y la doctrina socialista, que con pretexto de
salvar a éstos últimos, condena toda desigualdad de individuo a in-
dividuo en el seno de la especie humana y sueña con una nivelación
imposible y estéril”.

Supremacía del bien común

El bien común, pues, está por encima del bien particular, porque, en
cierta forma, como ya dijimos, aquél es la condición de éste. De
consiguiente, en caso de conflicto entre los dos, debe prevalecer el
bien común. Como dice el adagio latino salus populi suprema lex esto.

19
Constitución Gaudium et Spes, IV, 74.
20
Declaración Dignitatis Humanae, 1, 6.
21
Ob. cit., p. 177.

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Santo Tomás lo demuestra muy bien así: las personas que integran
una sociedad “se ordenan a la misma como las partes al todo; y como
la parte en cuanto tal es del todo, síguese que cualquier bien de la
parte es ordenable al bien del todo”2 2 .
Pero esto necesita una aclaración que hace el mismo Tomás de
Aquino: el bien particular o individual está subordinado al bien de la
comunidad, como la parte lo está al todo, pero siempre y cuando
pertenezcan a un mismo género. Si son diferentes, si no coinciden
en el género, aquel principio no es aplicable, es decir, el bien privado
no debe ceder al bien público. El texto tomista dice así: “El bien co-
mún es mejor que el privado, cuando pertenecen al mismo género,
pero no cuando son de diversa clase”, porque puede ocurrir, agrega
el Aquinatense, “que el bien privado sea mejor en su género”2 3 . Y en
otro lugar dice: “Lo común es superior a lo propio, si ambos son de
un mismo género; pero en las cosas que son de distinto género nada
impide que lo propio sea superior a lo común”2 4 .
No es, pues, que el individuo o el bien particular, sea cual fuere, esté
subordinado a la sociedad o al todo social. Si así fuese, seríamos
esclavos del Estado. El bien particular se halla subordinado al bien
común en la medida en que éste se entienda en la forma que antes lo
definimos, o sea, bajo la condición de que pertenezcan a una misma
clase. El bien común, por ejemplo, no puede exigirnos el sacrificio
de nuestros derechos fundamentales, pues son extraños entre sí. Po-
drá imponernos limitaciones, pero nada más.

¿Se dan antinomias y contradicciones entre los valores


jurídicos como consecuencia de ciertas situaciones de
hecho? La tesis de Radbruch. Crítica
El examen de este punto es de gran importancia. En sentir de Gus-
tavo Radbruch, son frecuentes las contradicciones entre los valores
22
S. Teol., II, c. 152, art. 4.
23
S. Teol., II-II, q. 154, a. 4, ad. 3.
24
Ob. cit., III, q. 7, a. 13, ad. 3.

485
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jurídicos. Unas veces, en su opinión, el valor del bien común pre-


valece sobre el valor justicia y aun también sobre el de la seguridad.
Otras, es éste el que desplaza a los otros dos. Y tampoco son pocos
los casos en que la justicia se impone sobre el bien común y la se-
guridad.
He aquí cómo defiende Radbruch su pensamiento sobre el parti-
cular: “Cuatro viejos adagios, dice, hacen aparecer a nuestros ojos
los principios supremos del derecho y, al mismo tiempo, las fuertes
antinomias que reinan entre esos principios. He aquí el primero: sa-
lus populi suprema lex esto (sea la suprema ley el bienestar del pueblo);
pero ya un segundo adagio responde: iustitia fundamentum regnorum (la
justicia es el fundamento de los reinos). Entonces no es el bien
común el fin supremo del derecho, sino la justicia. Esta justicia, sin
embargo, es una justicia suprapositiva, y no es la justicia positiva o
más exactamente la legalidad la que contempla nuestro tercer ada-
gio así concebido: fiat iustitia, pereat mundus (hágase justicia, perezca
el mundo): la inviolabilidad de la ley debe ser colocada por encima
del mismo bien común. A lo cual, en fin, el cuarto adagio objeta:
summum ius, summa iniuria (la ley en su máximo rigor es la máxima
injusticia). Así, el bien común, la justicia, la seguridad se revelan
como los fines supremos del derecho. Estos fines no se encuentran,
sin embargo, en una perfecta armonía, sino por el contrario en un
antagonismo muy acentuado”2 5 .
Es decir, para explicar mejor el pensamiento de Radbruch, en unos
casos la necesidad de servir al bien común (salus populi) implica el sa-
crificio de los valores referentes a la justicia y la seguridad. En otros,
el hacer valer la justicia puede aparejar el sacrificio del bien común
(fiat iustitia, pereat mundus), y, en otros, el defender la inviolabilidad de
la ley, exigida por el valor jurídico de la seguridad, puede conducir al
quebrantamiento de la justicia, según el último de los principios
traídos a cuento por Radbruch: summum ius, summa iniuria.

25
El fin del derecho, en la obra Los fines del derecho publicada por la editorial Jus, México,
1994, pp. 103 y ss.

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No compartimos esta opinión. Si el ordenamiento social en que el


derecho consiste se apoya o se inspira en los valores de la justicia, la
seguridad y el bien común, no pueden darse antinomias o contradic-
ciones entre ellos porque entonces el orden social se alteraría y con
ello la noción del derecho, es decir, el derecho ya no sería el recto
orden de la convivencia social.
Lo que ocurre es que los valores jurídicos no siempre se entienden
en sentido correcto.
Por ejemplo, si por bien común entendemos el bien del Estado y
sólo el del Estado, como lo piensan las teorías totalitarias o absolu-
tistas, resulta indubitable que en muchos casos quedarán sacrifica-
dos los valores de la justicia y de la seguridad jurídica.
Y, al contrario, si entendemos los valores de la justicia y de la segu-
ridad en la forma en que los conciben las doctrinas individualistas y
liberales, en las que el bien común no es más que la suma de los
bienes individuales, indudablemente resultará sacrificado dicho va-
lor ante la prevalencia de éstos.
Pero si los valores jurídicos los consideramos en la forma en que los
expusimos, lejos de presentarse antinomias, resultarán armónicos
entre sí.
Pero Radbruch todavía acude a otras razones para defender su tesis.
Son numerosas las situaciones en que, por imponerse el valor de la
seguridad jurídica, afirma, se elimina el valor de la justicia y en las
que verdaderos estados de hecho, de carácter antijurídico, se con-
vierten en situaciones de derecho. Por ejemplo, la posesión en de-
recho civil (que es un estado de hecho) goza de protección jurídica.
“La prescripción adquisitiva o extintiva no significa otra cosa que la
transformación en estado de derecho de una situación antijurídica,
mediante el transcurso de un determinado periodo de tiempo. En
gracia a la seguridad jurídica, es decir, para cerrar el paso a intermi-
nables disputas, hasta las sentencias judiciales erróneas adquieren el
valor de cosa juzgada y, en ciertos países, por la fuerza del precedente,

487
IntroduccI ón General al d erech o | L ibr o iV

sirven incluso de norma para el fallo de futuros litigios... La revolu-


ción, es decir, la alta traición, es un delito cuando no triunfa, pero si
logra el triunfo, se convierte en base para un nuevo derecho. Es tam-
bién la seguridad jurídica la que, en estos casos, convierte en nuevo
derecho la conducta antijurídica”2 6 .
Pero examinemos con detenimiento estos casos y se verá que en
ellos la seguridad no afecta el valor justicia. ¿Acaso no es justo que
se proteja al poseedor de un bien inmueble abandonado por su pro-
pietario? Si no fuera así, el derecho estaría premiando contra la jus-
ticia al dueño de tal bien que no se ha preocupado por recuperarlo
mediante el ejercicio de las acciones que tiene a su disposición. ¿No
es acaso justa la revolución que derroca a un gobierno que ha deja-
do de lado su obligación de realizar el bien común? Y en cuanto al
ejemplo de la cosa juzgada, téngase presente que para esos casos, y
con el fin de hacer valer la justicia, el derecho ha creado las llamadas
acciones de revisión, cuya finalidad es atacar la injusticia de una senten-
cia para restablecer precisamente la justicia. Los errores humanos,
de otra parte, en que también incurren los jueces, no pueden traerse
a cuento para menoscabar la verdad.

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