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«Por eso quiero que cuentes mi historia y que cuentes, de paso, esa otra pena que me atormenta, tan arraigada y dolorosa como la ceguera En esta novela biogrfica, Alonso Sinchex Baute econstruye la vida de uno de los personajes mas legendatios y encrafiables de la escena del vallenato en Colombia: el maestro Leandro Diaz. A partir de hechos reales producto de una exhaustiva indagacién en la vida y obra del maestro Diaz— y de su profundo conocimiento de la regién del Valle de Uy el autor consigue trazar el rerato vibrante de un hombre que nacié ciego en un pucblo remoto y perdido en donde la discapacidad era considerada un castigo. A pesar de la distancia y el abandono de sus padres en sus primeros afos, Leandro encontré una pasién: la miisica y leg a convertirse cen el compositor de algunos de los mas hermosos alle de mbia. (&¥# 5 de sus familiares y amigos, los sonidos de las aves y de la radio, y os recuerdos de muchas mujeres a las que dese6 a lo largo de su vida, forman un rico mosaico de los pueblos ¥ amores que inspiraron en Leandro cantos como «La diosa coronaday, «Matilde Linay y «A mi no me consuela nadie», Ison ovacsesios.464 iii SANCHEZ. BAU (C2) Alonso Sanchez Baute Leandro Leandro om “Hao Ldn Pea ee en Ags 2019 (©2019 Aba nce Be *Feopan Rano Hone Gp Baal SAS a SANS HAD Pages DC, Coon ax 50700 © Feo deci: A Bo anda deci el Ofte Martie ‘© Fog p10 1, 4, 15 forge ages Gann Pepa Rand Hee hap dtr poe prc el api ‘lapse nc Jenner on amo de ey el cone, eae epee wt utah Gc por compe en eacnde ‘deere po reper es leet! no perce et inns pe Jc sina ningi ml perma AUR pla se "pert RAGE cnn do pr ol aire np en Clr Pi Cai Isms ssese6at« Comps ence ote Guamoad Peo Penguin Hose ‘Grupotaitoriat El hombre mds sabio gue he conocido en toda ‘mi vida no sabla ni leer ni escribir. Jost Saramaco En su diseuerso al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1998 Tal ves el sentimiento més elevado ‘gue se puede sentir por otra persona sea elrespeto, mds que el amor y la adoracién. Mena Busquets También esto pasard ‘A mi edad, no me interesa que hagas mi biograffa, sino que cuentes mi historia. Y quiero que la cuentes con amor. Es decit,con la verdad. Muchos me conocen por las canciones que hice o por lo que he dicho en las entrevistas Saben que ereci como un retofo perdido. Hablar de mi pena no tiene mayor misterio porque, con solo verme, la gente se da cuenta de que soy ciego. Todos creen que no poder ver es una tragedia. Y lo es. Pero la mente es més flexible que el bambi y desde que uno nace, aprende a vivir con lo que le falta Si les digo a los que ven que sufto por la ceguera, les confirmo sus miedos y Ia idea que se han hecho de mi suftimiento. Y toda moneda tiene dos caras. La ceguera arrastra soledad en el alma. Yo la dominé y hasta me aproveché de ella para salir adelante. A veces es- tuve triste o asustado, como le sucede a cualquier persona. Estar tanto tiempo solo me puso a pensar, me ayudé a conocerme, a agradecer por lo que tengo y a encontrar la tranquilidad, Importa el camino porque lleva aun lugar. Al mio no le faltaron espinas, como al de casi todos. Pero nunca dejé de tefr, por més mal que me fuera. Ahora tengo ochenta y tes afios y me he ganado el respeto de los hombres. Por eso quiero que cuentes mi historia y que cuentes, de paso, esa otra pena que me atormenta, tan atraigada y dolorosa como la ceguera. Erotida llegé a viviren Alto Pino varios meses después de que naciera Leandro. Memorizé los pormenores del inicio de esta tragedia de tanto oftselos contar a Nacha, su cufiada, y un par de veces también a Abel, su hermano. Del recuento que me hace ahora que ha cumplido noven- ta afios me valgo para reconstruir la historia de la siguien- te manera: la casa estaba tan oscura como la noche, con la luz apenas insinuada de una vela encendida que permicia, distinguir algunos objetos: un par de taburetes de madera y cuero, uno de ellos con la cabecera recostada contra la pared, una estera de junco del color del trigo puesta sobre el suelo de tierra apisonada, una pequefia mesa con unas cuantas ollas, dos platos de peltre y un juego de totumos que se usaban como cucharas, ordenados en la parte supe- rior de un tinajero de madera de dos piezas del que guin- daba el cucharén dentado de aluminio que servia para sacar el agua del par de tinajas del color dela tierra hiime- da. El chinchorro colorido, tejido a tres hilos por las indi- sgenas vecinas, colgado con hicos blancos de una pared a la otra, era la tinica alegria en medio de la oscuridad. ‘Al centro de Alto Pino se ubicaba esta casa de algo mis de treinta metros cuadrados y una sola habitacién, La habjan construido con adobe, barro, caly techo de paja de sabana y en ella habjan puesto todo su tiempo y su empe- fio Abel Rafael Duarte Diaz y su mujer, Maria Ignacia Diaz, a quien con carifio llamaban Nacha, Ademés de ma- rido y mujer, eran primos. Hijos, cada uno, de otros pri- ‘mos que también eran primos entre sf. Nacha era a hija del dueio de Alto Pino, adonde ‘Duarte habia llegado a trabajar como jornalero dos afios 15 atrds, a finales de 1925 0 principios de 1926, luego de abandonar la casa de sus padres en Hatonuevo. Era una mujer agraciada y habia heredado el color de piel de su mamé, a la que apodaban «la cachaca» por set hija de un hombre del interior del pats que afias atrés ha- bia llegado en un barco a Riohacha y se habfa juntado con una indigena waydu, ese pueblo feroz que vivia en la fron- tera con Venezuela. Poco tiempo después de que lo hiciera Abel Rafael, Nacha llegé a Alto Pino cargando cuatro hijos menores, dos apellidados Diaz Figueroa y dos Diaz, Palmezano, na- cidos todos en Guayacanal, un caserio de donde también era oriundo el indio Manuel Marfa, Bastaron un par de * semanas para que Abel y Nacha comenzaran a amanecer juntos en esta tierra desolada. Erétida no esta del todo segura de que para entonces estuvieran enamorados. «zAcaso alguien sabe en realidad lo que es el amor», pre- ‘gunta como si le hablara al viento, Sihubo amor o no, no importa. Erdtida s6lo sabe que un hombre necesita a su Jado una mujer que le dé cuantos hijos requieran para tra- bajar la tierra. Cuenta también que Abel y Nacha nunca se ‘matrimoniaron, utiliza esa palabra, y me explica que por «30 los hijos de su hermano llevan primero el apellido ma- terno. Alto Pino estaba ubicado en la mitad de la nada, cerca de Lagunita de la Sierra, una aldea con menos de quince casas que hacfa parte de Barrancas, un municipio situado ~ mas alld del limite norte del antiguo Valle de Upar y del ¥ tfo Rancherfa, en el extremo sur de la comisaria de esa Guajira que Eduardo Zalamea describié en Cuatro arios a bordo de mé mismo, poco tiempo después de que naciera Leandto: «Es una tierra érida, de sol, de sal, de indios y de ginebray. La Guajira, Tan bella como peligrosa. 16 Abel Duarte sembraba yuca y malanga en esa tierra costrosa y estriada cubierta por un paisaje de trupillos y dividivis alos que el viento les habia esculpido sus troncos yy sus ramas. Una tierra de agua escasa, de viento quedo, ‘seco y silencioso; una tierra de hombres de amor seco y de mujeres obedientes y temerosas; una tierra de voces solita- rias donde se hablaba del mafiana, més no del fururos don- de progreso era una palabra desconocida, asi como carretens tuna tierra que tuvo duefio cuando aparecié el alambre de pias; una tierra de la que muy poca gente tenfa noticia y a la que principalmente se ingresaba por el norte, a través de goletas que desembarcaban en el mar de Riohacha. Si al- guien la conocha, esta tierra, no guardaba motives para re- \ cordarla. Era como sino existera. Ni siquiera llegaban car- tas, aunque en Barrancas haba telégrao. En la madrugada del 20 de febrero de 1928, afio bi- siesto, Abel Rafael se paseaba frente a la casa. Levantaba con los pies pequefias nubes de polvo que permanecian Juego en el aire por largo rato, Habia luna nueva, a la que también Haman oscura 0 negea. Cientos de estrellas y un par de rumazones detenidos, como fijados en el firma- ‘mento con un alfler, acompafiaban su soledad. Llevaba en la mano una botella de chirrinche de la que con frecuencia sorbfa tragos largos. Hacia calor, pero cuéndo no hace calor en esta tierra? Esa noche en particular a Abel se le desborda la angus- tia: se presiona con las manos la cabeza con tal de no acep- tar los nervios, 0 algo peor: una légrima. Es tal el silencio que un perro ladra con la mirada puesta hacia el lugar desde donde se alcanza a escuchar, en la Icjania, el eco de Ja cumbiamba que celebra el domingo de carnaval. Abel habia vuelto a casa agotado, como cada dia al f- nal de la jornada, para encontrarse con los gritos desespe- rados de Nacha, que hab/a hecho aguas. Enfrentaba 7 solitaria el parto del primer hijo de ambos y carecta de ferzas para levantarse dela estera. En lugar de abrazarla 0 intentar procegerla, Abel corrié hasta Lagunita de la Sierta cen busca de Fidelia Brito. Encontré al pueblo en el calor de la festa, la mayoria disfrazados con las capuchas alca- hhuetas de los libertinos, de fondo la banda sonora del acordedn, la caja, Ia guacharaca y una voz que no dejaba dle repetr las coplas que de tiempo atris se habian regado por la Provincia. Pallizo por gué pillai Si gallina no tiene tetas ‘Morrocin no sube palo ‘Nis le ponen horqueta Llevaban tres dias bebiendo sin parar y algunos dor- mian la borrachera en plena calle. Este es el amor amor Elamor que me divierte ‘Abel tropezé con uno de los borrachos en plena os- cutidad; uno que habta bebido canto que ni siquiera se ‘mosqued. «;Alguien ha visto a Fidelia Brito? Por acé no andaré Fidelia Brito?». Pregunté por la comadrona de casa en casa, mientras imaginaba la alegria de su compa- dre Juancho Ustariz, que debia estar enriqueciéndose con la venta de chirrinche en su alambique clandestino de Barrancas, Finalmente alguien al que no reconocié por el disfraz puso en su mano la mano de una mujer, lo supo por la suavidad de la palma, que vestéa un capuchén y un largo blusén que la cubrta del cuello a los pies. Abel le pregunté si era Fidelia, y la mujer respondié: «Lo que queda de cla, Le quité la careta, Fidelia se habia pasado de tragos yefa como una boba. No mostré interés en acompatiarlo. 18 A €l también le dieron ganas de quedarse cantando junto con ellos. Cuando estoy en la parranda Nome acuerdo de la muerte La obligé a ir con él, mas como una forma de obligar- se asi mismo ano quedarse enfiestado, Llegaron 2 Alto Pino pasada la medianoche, Abel se quedé fuera de la casa, Entrada el alba, el cansancio lo fue acogotando. Sintié flaquear las piernas, pero sabia que de- bia mantenerse despierto hasta conocer la noticia. Se arze- Iané en el suelo con la espalda pegada en la pated mien- tras ofa ladrar al perro y afanaba uno y otco largo trago de chirrinche. Un par de minutos después, finalmente el sue- fio lo rindid, atropado por la brisa suave, muy eve, casi imperceptible, que bajaba de la Sierra Nevada. Enel suefto vio aun chivo en un matadero colgado con ta cabeza hacia abajo, Balaba con la fuerza y la angustia del que cae al abismo. Oyé una descarga de tflesy vio al mata rife hundir su cuchilla en el cuello del animal mientras un chorto de sangre se deslizaba por el suelo. Con la garganta abierta de paren par, el chivo balaba cada vez.con més fer- zay més angustia, La cantinela del perro lo despert6. El sol lo golpeaba. La frente perlada de sudor. Sintié descender varias gotas por el rostro. El perto ladraba con insistencia, como si advirtiera de un peligro. Miré al animal y entendié que eran ladridos juguetones: tres chivas pastaban cerca de la casay ef perro correteaba entre ellos. Lo llamé, al perro. Cuando lo tuvo a su lado, lo regafié: la iltima vez.que ha- ba hecho lo mismo, uno de los chivos emprendié a corter por entre el monte y se vio en lios para alcanzarlos, al chivo yal perro, y traerlosa casa de vuelta. El perso parecié entender sus palabras porque escon- dis las orejas y bajé la cabeza, aunque luego, do que Abel seguia recostado, se abalanzé cat 19 su cuerpo y le acaticié la cara con sendos y muy hiimedos lengiietazos, «Estés muy alegre esta mafianas, le dijo ha- ciéndose el hosco. El viento ahora se deslizaba con suavi- dad, pero impregnado de fuego, como las bocanadas de esos muchachos a los que vio escupiendo candela, varios, afios después, en un circo en San Diego. Bostezé, se lim- pid la frente y arrasteé el sudor con el fadice de la mano derecha para luego secarse el dedo chasquedndolo en el aire con el pulgar. Allevantatse descubsié que estaba descalzo. Buscé las {guairefias eemendadas sin saber en qué momento se las ha- bia quitado ni dénde las habia dejado. Dio saltos cortos para no quemarse las plantas de los pies. Las encontré a los pies del tananco, una de ellas bafiada en babas de pert. Mientras se calzaba se percaté de que tenia las manos sucias yyde que bajo las ufas todavia habfa ticrra de la labranza del dia anterior. De nuevo se desperez6 y, atin medio dormido, puso ofdos al grito de dolor de la parturienta. Hubo luego varios gritos menores, sofocados. Al fina, el silencio. Du- rante un par de minutes no volvié a ofr nada. Se puso en pie: hora el aterrado era él. Respiré afanoso, se tap6 la boca con la mano izquierda. Entonces oyé de nuevo un sonido ‘que provenia del interior de la casa, un sonido que al prin- cipio parecia débil y lejario, pero que poco a poco fue to- mando impecu. Era el lanto de un nifio, Abel se permici6 una leve sontisa, muy timida, El nifo lloraba con la furiay la contundencia de un trueno. En ese momento se abrié la puerta de la casa. Fidelia Brito, con las manos baftadas en sangre, grité: ¢ Tu hijo es un machito grande y fuertel». ‘Como si de sibito hubiera sido poseido por una fuer- za sobrenatural, Abel comenzé a correr de un lado a otro y se carcajeaba. Al perro, sentado a un par de metros de dlscancia, e bailaban con extrafieza las pupilas. Nunca lo habia visto ni siquiera alegre. «Mi hijo es un machito'», les grit6 al perro y a Fidelia, eY en un par de afios me ayu- dard a trabajar la tierra y a capotear la pobreza». 20 ce Siguiendo la costumbre, durante la primera semana el recién nacido permanecié acostado en la estera junto a Nacha, que no lo desamparaba sino tan s6lo cuando el cuerpo le exigia sus afanes. Abel fue Feliz todos esos dias, Salia a cosechar la yuca desde antes del amaneces, pero en realidad se dedicaba a cantar y hacer planes para ensefiarle al nifio los cuidados de la tierra. La comadrona habia re- comendado no sacarlo de la casa hasta después de los ocho dias de nacido, cuando sus pulmones estuvieran més desa- rrollados. El octavo dia, por primera y tinica ver, el padre cargé al nifto y, con el pecho henchido de orgullo, lo sacé al sol, para farnliarizarlo con el campo. Si fue feliz el da en que nnacié, ahora la alegria le brotaba por los poros, aunque no permiti6 que Nacha lo notara: un hombre debe saber con- tener sus emociones. Nacha se habia quedado en casa y Abel aproveché que nadie lo veia para besar cariflosamente al bebé en la frente y juguetear con sus manitas, «Esto se siente ser papa», se habria dicho risuefo y en silencio. Entonces nots algo en el rostro de su hijo que lo llevé a fruncir el cefio: sus ojos permanecian cerrados, Un sismo lo recorrié por dentro. Le abrié levemente los pirpados cerrados y descubrié de- bajo de ellos una especie de nata. «;Esto qué fue? Aqui qué pas6?», se preguncaria mientras de nuevo intentaba abrirle los parpados con las manos temblorosas y sucias. El nfo se dejé hacer, y si, habia alli una nata y de ella asoma- ba un halo verde-azuloso. Intenté convencerse de que no habia razones para preocuparse por aquel viejo miedo que atrastraba desde la infancia. Quiso creer que no tenia asi- dero ese pensamiento nefasto que habia alcanzado a cru- zar, durante un par de segundos, por su mente. El nifio volvié a cerrar los ojos, pero a Abel le ganaban los nervios. icante. Nuevamente traté de 2 “2 mover los pérpados de su hijo y, al descubrisle los ojos, movié los dedos frente a su rostro. Pero los ojos del nifio se quedaron quietos,fijos. Con la ternura de quien se nie~ gaa perder la esperanza, Abel apret6 un poco mise! frégil ccuerpecito, lo separd del suyo y lo levanté hasta ponerlo de cara al sol. Entonces confirmé lo que tanto se negaba a creer: la luz recalcitrante no molestaba la vista del recién nacido. En ese instante a felicidad se le convirtié en trage- dia: el niso era ciego. Supongo que palidecié. Los labios, alegres apenas un par de minutos atrés, ahora le tembla- bban, al igual que todo el cuerpo. «:Por qué?», diria en vor baja, casi en susurro, como pata que ni siquiera el viento conociera su vergiienza: ya no sdlo su hijo no podria ayu- darlo en el trabajo, tampoco podrfa ser concertado, que era cuando a un nitio lo entregaban a una familia adinera- da para que ayudara en las faenas diarias. ‘A pattir de ese instante el primogénito perdié toda importancia para Abel. ;Cémo querer a un nifio que ha nacido incompleto? ;Cémo presentarlo a sus amigos en el pueblo? Se reirian de él, se burlarfan, lo apodarfan «EL papa del ciego». Quiza pensarfa que el dolor que ese nifto Tlegara a sentir cuando descubriera su desgracia munca se- ria tan fuerte como el de él, que lo habia engendrado. En ese momento Abel sélo tuvo a su lado a aquel pe- 10 pata sentizse vivo, No sabremos silo abraz6 y voles en el animal toda la ternura que él necesitaba que alguien le prodigara. Podriamos imaginar que al confirmar la senten- cia del destino en su contea, porque en ese entonces el destino todavia hilaba la vida de los hombres, e sorpren- al constatar que un par de ligrimas imprudentes co- ‘menzaron a rodar por sus mejillas. Se asusté de pensar en que Nacha saliera de casa en ese momento. Antes de que «30 sucediera, cortié con el nifio al lecho donde reposaba su mujer. «Tu hijo es ciego». Esta frase si sabemos que la dijo afanosamente porque asi cont6 Erétida que le conté su cufiada, Abel enfatizé las palabras ru hijo sin ser capar de 2 darle la cara a su mujer. Abandoné la habitacién, salié de rnuevo al campo, a caminar,y la dejé con las preguntas en la boca: «Qué dices? :De qué hablas?, Nacha no volvié a saber def hasta dos semanas des- pués. Regresé de noche, sobrio, silencioso. Un silencio que retumbé en aquella tierra hostil. 2B Erétida Esa misma semana que el nifio nacié, mi cufiada se fue a Guayacanal para que el indio Manuel Marfa le curara los, ojos a su hijo. Sé que hablo de temas que han cafdo en el olvido, pero asi éramos antes, cuando los médicos no ha- ban aparecido por acd. Elera como esos que ahora llaman homeépatas. «No hay nada que hacer, le dijo tan pronto lo vio, Nacha no perdi la esperanza, Le insistié una y otra vez. Durante tres dias seguidos, el indio cubrié los ojos del recién nacido con pafitos caientes, le dio de tomar breba- jes raros, lo sumergié en aguas heladas y hasta lo rez6 con ruces de olivo, Le dijo aclla que regresara a casa, que él ya no podia hacer nada més. Y abi le lleg6 de nuevo a mi cu- fiada la mottificaci6n: «zAhora qué hago? ¢Con qué cara ‘yuelvo donde mi marido?». Era el primer hijo que le daba y habia nacido asf. Los cuatro anteriores, en cambio, le habian salido completos y sanitos. Més de una vez habéa ‘ido decir que los nifios que nacen ast debfan ser abando- nados a la vera del camino, como los enfermos de lepra. Conoci la historia de una pareja en San Diego de las Flores, padres de dos hijos ciegos a los que mantuvieron por siem- pre encerrados en un aposento, condenados a prisién per- petua para que nadie los viera. La humillacién era el moti- vo de ese enciezto. La humillaci6n de ser avergonzados por Dios, Porque en ese entonces también decfan que un hijo asf era un castigo. «{Castigo por qué, sinunca le hice mal a nadie?». Todo esto y muchas otras cosas se pregunté ella durante esos dias alld en Guayacanal. Decidié que, por més de que su hijo serfa un intl, no lo meteria en una canas- tlla para que la arrasteara a corriente del riachuelo, como habia contado el cura que hicieron con Moisés, ni lo uw dejaria tirado en algiin paraje de la sierra. Como te has dado cuenta, recuerdo al detalle todo, porque no fue una sola vez que mi cufiada me hablé de esto y de muchas ocras cosas, incluso cosas s6lo de mujeres. En las tardes, cuando znos sentébamos a hilar en la carrumba el maguey para las, ‘mochilas, Nacha me contaba su dolor. Billa suftié mucho, sabes? Porque sufrié en silencio, Como suftimos siempre ¥ las mujeres en Ia soledad de nuestras casas. Todos se van a ¥ trabajar y una queda sola y con pena, como le pasaba a Nacha. Ella me agradecta que me hubiera quedado a vivir con ellos. Nos hacfamos mutuamente compafifa. Discuil- pame por desviarme del camino, Te decia que el cura se lamaba Francisco Javier, como el santo de Navarra, tam- bign se lo conté dl, y se detuvo en Guayacanal junto con ‘otros capuchinos camino de Riohacha a Valleduipar. Cada vez que me contaba esta historia, yo le preguntaba: «;Por qué es0s curas viajaban abriendo trocha, cuando lo légico cra tomar la via entre ambos pueblos que cruza por Dibulla y Atinquezy. «Hmmm», me contestaba Marfa Ignacia, {que aproveché para que le bautizaran al niio de una vez. El cura sugirié el nombre de Leandro porque, le dijo, su hijo seria un santo, En agtadecimiento, ella le dejé de segundo nombre Javier. El caso es que ella pensaba que Abel le ibaa hacer algo al muchacho o que la iba a emprender contra ella. Andaba noche y dia con esa angustia. Se qued6 un par de dias més en el pueblo, temerosa de su reaccién. Pero al Mllegar a casa sucedié lo contrario. Cémo entender a los ~ hombres si son siempre asi de complicados? Desde el dia én que Nacha pis6 de nuevo Alto Pino, mi hermano se dedicé a mostrarle su amor. Pecaban un dia sy otro tam- ién; con frecuencia varias veces al dia. Lo hacian con ra- bia, afanados, y con tanta violencia de parte de Abel que a ella le dolia, le hacia dafio. Lo recibia tembleque al final de cada tarde, pero zqué otra cosa podia hacer, si era su mujer? El andaba todo el tiempo como perro olisqueando celo. Hasta que salié embarazada otra vez y él se calmé. En 25 adelante, y durante muchos meses, nunca més volvié a buscarla como mujer. Desde que nacié Leandro, a Abel lo alteraba su Ilanco. O verla a ella darle teta. Nacha cogid entonces la costumbre de amamantarlo tan sélo durante el, da, cuando Abel estaba en el campo. Rogaba a Dios que este otto naciera completico, «¥ si nace hembra», le pre- gunté un dia y él la miré con los ojos encendidos en lla- ‘mas, como si dl mismo fuera el infierno, Pero Dios oy6 sus stiplicas. Su nuevo hijo era un nifio completamente sano, con cada uno de los sentidos y la capacidad necesaria para percibir correcramente lo que ocurria a su alrededor. Lo bautizaron David, como una premonicidn de fortaleza: David, el que vencié a Goliat, habjan ofdo la historia en la parroquia varias veces. «Hay que proteger al fuerte», dijo ‘Abel. Nacha nunca més dio de mamar a Leandro, Unos ccuantos afios después Abel le compr6 una tierrita a nuestro hermano Pedro, Se llamaba Los Pajales y estaba cerca de ‘Alto Pino, pero mucho més arriba. Abel demoré un poco- t6n de afios pagando los ciento veinte pesos que le cost6. En esta roza habfa una casa més amplia, otra vegetacidn, la quebrada estaba relativamente cerca y hacia fresquito: el nordeste acaticiaba suave la regién como desde las cuatro de la tarde. Eran conocidos en el pueblo. No vivian con holgura, pero si con dignidad, Fue por esos dias que llegué a vivie con ellos. Ademés de Leandro y David, Nacha habia \ alumbrado también a Silvia y Elvia,Faltaba s6lo Jaime, que no nacié en Los Pajales. Tan pronto llegué a casa me encar- ggué de cuidar y datle de comer a Leandro. Contra los pro- nidsticos del destino, el nifio crecié sano, pero ya de grande se molesté con sus papés y le sacé a Nacha ese canto tan feo uc la hizo lorar un par de dias. Ellos lo quisieron a su modo, «Abel tenia razén», repetia Nacha para convencerse de que no debfa sentir culpa, chabia que proteger al més fucrten. Eso hicieron. 26 3 Erétida ‘Cuando entré a la casa of la melodia de una cancién conocida que Abel solia silbar en las mafianas antes de irse al campo, pero ya era casi mediodia y mi hermano habia salido a trabajar desde muy temprano, Miré bien por to- dos lados. Leandro estaba solo. Refa alborozado mientras sefialaba algo en lo alto del tinajero. Subi la vista y vi al loro que los Palmezano habfan traido de Riohacha y se les habia escapado varios dias atrés. Leandro habia aprendido a hablar algunas palabras. Debja de tener unos tres afios, quizés menos, Yo ya estaba grandecita. Lo sé porque tan pronto agarramos el pdjaro, Nacha me pidié que se lo levara a sus duefios en la finca vecina, y cuando era més chiquita los tfos no me dejaban salir sola, El loro seguia silbando aquella melodia que le gustaba a Abel Rafael. Arrastré una silla hasta el tinajero para st bisme y agarrarlo. En ese momento Leandro lo dijo. Dijo por primera ver en su vida esa palabra que olvidé un par de atios después. «Pap4... papav. Me bajé dela silla y me lo com a besos. Sali ala puerta y llamé a Nacha, que estaba hilando el maguey para el chinchorro de David. Le grité lo que su hijo habia dicho. Caminé hasta la casa y al ver al nifio le pidié que repitiera la palabra. Leandro la cored varias ve- ces. Le pidié que dijera emamd», pero el nifio segufa entu- siasmado con el silbido del loro. Volvi a trepar en la silla. Intenté agarrar al animal, pero alzé vuelo. Corti a cerrar las puertas para que no se saliera. Nacha pasé a mi lado cuando yo ajustaba la ey que daba a la parte de atrds. El nifo se carcajeé al oft al loro revolotear por Ia casa. Me hizo mucha gracia que siguiera repitiendo «papa, papa». Me le acerqué, me agaché a su lado y le dije: «Ay, veeee, como querei a cu papéaaa>. 28 Erétida afirma que Leandro tardé casi dos afios en pronunciar la primera palabra, y no fue ninguna de esas que suelen decir fos otros nifios. Ni papd ni mamd, sino gallo; el canto que ofa al amanecer. Erétida lo sentaba en sus piernas y le repetfa palabras que él memorizaba, pero pronto se dio cuenta de que el nifio era como los loros: teonocia el sonido y aprendia la palabra, mas no su signi ficado. Ella le ilevaba la mano hasta la pared y le repetia: «Esto es una pared, Pared>. Y él decla: eparé, paré», Pero cuando desde la distancia Erétida veta que Leandro corria hacia la pared, por mas que ella le gritaba «pared, pared», el nifio no le entendia, Un dia se aburrié de tratar de ensefiatle, «Cuando sea grande aprenderio, se dijo y dlej6 las cosas asl Bra dificil hacerle entender qué era una mesa o una puerta. Lo de los muebles fue ficil solucionarlo: mientras no se utilizaban, se arrumaban para dejar libre el espacio por el que él andaba, aunque en ocasiones alguno de sus hermanos dejaba donde no debfa una silla 0 cualquier otro objeto. Una vez Leandro pisé un trompo que David habia olvidado en el suelo y al irse de bruces se rompié la frente. Erétida desistié de su empefo, peto poco a poco Leandro desarrollé su propia forma de comunicarse a tra- vés de sus otros cuatro sentidos bisicos. ¥ no era que estos, por si mismos, estuvieran mas desarrollados sino que mds bien se acentuaron por la necesidad de apoyarse en ellos, 29 Cietto dia, Leandro debia de tener entre siete y ocho afios, Erétida le agarté la mano izquierda, Esta es la mano izquierda, y este otra, Ja derecha. a ¢s la inquierda —repitié Leandro—. Esta, la derecha. —En cada mano hay cinco dedos. Uno, dos, ees, cua- tro, cinco —dijo mientras iba agarrandole uno a uno los dedos—, Este iltimo se llama mefiique. —El mefiique de la mano iaquierda—contesté Leandco. —jMuy bien! —sonri6 Erdtida. ¥ siguié la leccibn El que sigue es el anular. ;Sabes para qué sirve? Aqui es donde las personas se ponen el anillo cuando se casan, —2¥ para qué el anillo? —De eso hablamos después, porque ya te conozco, y si contesto una de tus preguntas me dispararis diez més. —A Enitida le hizo gracia la risa alegre de Leandro al de- cirle esto, Continud—z El que sigue es el del medio. Se lama asi porque de este lado hay dos —le agarra el indice yelanular—, y aqui, otros dos... Este se llama indice y sirve para sefialar y para pedir a palabra cuando otra per- sona esté hablando, pero también para acusar. Y este tilti- mo es el pulgar, que era el que te metfas en la boca cuando eras chiquito. 30 En La historia de mi vide, Helen Keller, que nacié en Alabama en 1880 y murié en 1968, narra el drama de lo Y que le significé haber perdido la vista y el ofdo antes de © cumplir dos afios y posteriormente baber quedado muda. Los padres de Helen gozaban de comodidad econémica, pero las institutrices que contrataban se impacientaban, con rapides y crefan que era demasiado consentida. No lograban entender que Helen vivia inmersa en su propio mundo de dolor. La rabia era contra ella misma. Hasta que un dia los padres dieron con la que eta. Anne Sulli- van, era una chica nacida en la pobreza que habia contraf- do una enfermedad que le decerioré la vista, habla estado en una escuela para ciegos y habia aprendido el alfabeto manual, La mano es la que oye y la que habla, la que aprende, la que da forma a las palabras, la que crea el mundo, La mano es la fuerza y las agallas. Es la que me- moriza y comunica. Tan pronto llegé a vivir con los Keller, Sullivan co- ‘mena6 a ensefiale y Helen aprendié a hablar como cual- quier otra persona. ‘Al recordar los cuatro afios de rabia y dolor anteriores ala llegada de Sullivan, cuenta Helen en su libro: «Vivi privada del menor concepto sobre la naturaleza o la men- te, la muerte o Dios. Puede decirse que pensaba con mi cuerpo, y, sin excepcidn, los recuerdos de aquella época estin relacionados con el tacto... No habia una chispa de emocidn o racionalidad en esos recuerdos clarisimos, aun- que meramente corporales; podia compararme con un insensible pedazo de corcho. De pronto, sin que recuerde 31 el lugas,el tiempo o el procedimiento exacto, sentf en el cerebro el impacto de otra mente y desperté al lenguaje, e saber, el amor, a las habieuales nociones acerca de la nacu- raleza, el bien y el mab. Erétida Mi hermano fue un buen hombre y diria también que fue un buen marido: nunca le levanté la mano a Nacha, ni cera bebedor, ni andaba de parranda en parranda. Trabaja- ba duto desde la madrugada. Tenia su cardcter hosco y esa ‘mirada hostil que ponfa para parecer més macho frente a los jornaleros o a los hombres que no eran de la familia, pata que supietan que debfan respetarlo. El silencio hace eso. Los hombres sélo hablan lo necesario, pero cuando hablan, esa palabra se respeta. "Nacha contaba que su mamé solfa decir que una mu- jer no puede andar buscandole camorra a su marido por- que se queda sola. Con los dos primeros que tuvo se le salié lo cachaco. Por nada les armaba su salmodia, Por cualquier pequefiez. Era alzaita, No le gustaban ni la fan- tocheria ni la farted, como a las amigas del pueblo. Pero se las daba porque era bonita, tenia su gracia y por eso pedia lo suyo, que era un poco més de lo que pedian las demés, Una vez un politico que pas6 por el pueblo dijo {que los jévenes eran arrogantes porque sabian que tenian toda la vida por delante, Eso ¢s ser alzaito: caminar con los talones en el aire para mirar por encima a los demés. Por andar tiréndoselas de la gran cosa, a los veinte afios Nacha ya se habia abandonado de dos maridos y, fuera de la suya, tenia cuatro bocas para atender. Volvié a casa de su papé con el rabo entre las piernas. Qué mis podia hacer si no sabfa hacer nada? Hija es hija, ela cra conscience de que sus padres no pondrian Ifos en recibida Un dia Abel comenzé a ponerle cebo. Ella sabfa que no podia aceptarle las insinuaciones porque podia volvé a 33 salf prefiada, pero usted sabe cémo son ellos, que hasta que no obtienen lo que quieren no se quedan quietos. El la siguié perequeando. Qué mujer no cae cuando un hombre todos los dias le dice cosas bonitas? Se le entregs porque le gustaba, pero también porque era el nico con quien estar. En Lagunita de la Sierra no habia muchachos desu edad. Y, por ms de que ya habia conocido hombres cuando volvié a Alto Pino, su papé le negaba el permiso para salir de la finca, A veces su mama tenia que hacer al- guna vuelta en la tienda de Barrancas 0 iban juntas a la iglesia, Entonces ella volteaba la vista por ahi, haciéndose la mosquita muerta, pero ningtin muchacho intentaba ti- rate el lance. ;Quién se iba a atrevé, con cuatro hifos enci- ma? Dicen’que a la tercera va la vencida, Cuando se rejun- 16 con Abel ya habfa aprendido la leccién. El se encargé de sus muchachos y ella bajé la cabeza. Parié cinco hijos de Abel. Sise separaba de él, pa énde iba a cogé? Un hombre de buen corazén le acepta a una cuatro, pero no nueve. Ademds, gpor qué iba a dejarlo, si estaba bien con él? In- ‘luso cuando Abel se encapriché con otra, muchos afios después. Hombre que no haga eso es del otro equipo y, ‘como dicen por aqui: «Para fidelidad, la de los papagayos>. Eso es ahora, que ven mal que ellos tengan dos o tres mu- jeres al tiempo. A nosotras nos criaron cuando eso era nor- ‘mal. Eso sf: Nacha siempre le exigié que durmiera en la casas y si él le incumpli6, no serfan més de dos o tres veces. Abel regresaba del campo al final de la tarde. Al prin- . Esta idea pasaba por mi mente y entonces sabia lo que esser fel El olia siempre a tierra seca, a yuca, a platano. Pocas veces a alcohol y nunca a sexo, salvo cuando se enredé con laotra. Yo imaginaba sus manos limpias, pero con el borde de las ufas ennegrecido de tierra afeja Sus manos eran pequefias, gruesas y callosas. Lo sé porque, cuando terminaba de motilarme, ponia otro tabu- fete al frente y me agarraba las manos con cierta ternura En ocasiones no crefa que ese de veras fuera Abel. Enton- ces, con una tijera mas pequefia me cortaba las ufas de las, manos y al final las de los pies. Luego yo desocupaba el taburete, David se sentaba en él y me alejaba oyéndolos 6 Busco en mi memoria. No hay imagenes. O al menos no las hay tal cual me las describen los que ven. Hay, en cambio, palabras. Cientos de palabras. Miles de ellas. ‘También hay olores y sensaciones, pero lo que abundan son las palabras. Los laberintos de mi memoria estén cons- truidos con palabras que albergan todas esas otras pala- bras, tanto las que se arraigan para siempre como las que nauftagan antes de llegar al limbo, el limbo de la memo- ria, que también esta habitado por palabras: las palabras olvidadas a las que les basta una sefial para volver a ser usadas. 10 Cuando mis hermanos regresaban de la escuela yo me sentaba en un rineén de la casa y, mientras ellos hacfan sus tarcas, yo repetia para memorizar: amarillos son los polli- tos, el so, la luz que alumbran las velas. Amarillos son los bananos, la lor de los campanos, aunque hay otra que es morada, la de la Iluvia de oro, la de la hierba esa que se extiende y florece en invierno, cuando también nos vistan las mariposas amarillas. Amarilla es una fiebre que llaman asi y nadie supo explicarme por qué. El atardecer es ama- rillo, aunque en algunas partes es naranja y hasta rojo; la mazorca ¢s amarilla, asi como los ajies. En China hubo un, emperador amarillo, conté Erétida que lo leyé en un li- bro, amarillaes la mostaza (que probé muchos afios des- pués). Amarillo, cosa importante, es el chirrinche y ama- rillo también es el ron. Amarillo es el orin y es también el color de la bilis, como Ja que vomita el abuelo cuando se emparranda, Amarillo es el color de la nostalgia, «Las fo- tos cuando estén viejas se amarillan y al verlas se nos viene el pasado encima, como un chaparrén, y nos ponen me- lancélicos», también dijo Erétida. Me gusta la palabra amarillo porque lleva implicito el verbo amar. Quizé por «30 la tia dice que cuando alguien quiere pedir perdén debe regalar rosas amarillas, de esas que siembra Nacha en su jardin. Verdes son los guineos y los plétanos y las matas de plétanos y las hojas de los arboles y el follaje y el paisaje ‘cuando se ve desde la sierra. Verdes son los mamones y los limones. Verde, dicen, es la esperanza. :Por qué? jHmmr! Ciego el que no quiere ver. {De qué colores la ceguera? Por fuera es negra, como la muerte, y oscura porque eso creen, Jos demés, los que no tienen la capacidad de imaginar més, ” allé de lo que ven, Piensan que en la cabeza de un ciego todo es negro. ;Embiia! El negro para mi no existe. Por dentro, en cambio, la ceguera tiene los colores del atcottis: es luminosa, al menos para mi, porque pasan por mi cabe- a tantas cosas que no tengo tiempo de ocuparme de lo sombrio. Aunque a veces me pongo todo palido por den- tro, blanco como un rat6n. Blancas son en ese momento, jay! las lagrimas que ruedan por mis mejllas porque son salinas y a blanco sabe el agua de mar, Negra es mi pena (y no hablo de la ceguera). Negea tiene la consciencia David, que piensa en fechorias. A negro huelen los negros y a blanco huelen los blancos. Ninguno es mejor que el otto. Cada uno es lo que es. Punto. Los colores se sienten y se oyen, se huelen y se saborean, No hay que ver para saber que rojo es el color de los raspones, roja es la lengua, rojas, las mejillas de las nifias cuanclo les gusta un muchacho, rojo es el achiote que sacan de un arbol que crece en la finca del tio Antonio, rojas son las mariquitas: rojas con uuntitos negros; rojo es el color del sexo y la pasién, pero también de la ira. :Serd por eso que a rojo huele lo cha- ‘muscado? Rojo es el color de los sangre toro cuando son rojos, porque hay también de otros colores, y rojos los toros cuando estén muy bravos. Roja es también la ver gitenza de Abel? Mejor sigamos en lo nuestro. A rojo hue- Ten las frutas y la tia dige que es el color del apetito, asf que ‘yo debo ser fojo porque siempre ando con hambre vieja. Los limones son verdes por fuera y dcidos por dentro, pero hhuele a rojo la acide?: te pone la cara como un tomate, igual que el af, que es picante. También es verde por fuera la patilla y roja por dentro, pero ese rojo es un placer por- que sabe a dulce. Como ves, un mismo color puede ser al tiempo muchos sabores. Pero no me distraigo. Café s el olor del amanecer. El café por dentro es café, pero por fuera es verde cuando esté verde y rojo en tiempo de cose- cha, ;¥ el café? Huele amargo y todo lo amargo es marrén, como lo que bota mi cuerpo cuando voy al excusado. :Los 8 pcos también son marrones? El viento suena a susurro y tiene el color de las cometas que hacen volar mis herma- nos. No se puede agarrar el viento, pero se siente rico cuando golpea la piel. Café es el suelo que piso y las rax mas secas también, La humedad huele a café, huele a tierra y hucle también a podrido. Cafés se sienten los dedos cuando tocan los troncos de los drboles. Hay flores color abeja y otras del color de los colibries. Gris es la ceniza, a gris sabe el sancocho y a amarillo la gallina, gris es el cielo cuando va llover y grises son las emociones de Abel. Gris se siente uno cuando tiene miedo y no ne- gro, como me habia ensefiado la ca, BI naranja es el co- lor del fuego, de la amistad, de la calidez, de la gratitud. ‘Naranja se sienten la alegriay la felicidad. El blanco hue- lea arrozy hucle también a limpio. Blanco es el coco por dentro y blanco se me pondré el pelo cuando esté igual de viejo a los abuelos. A morado sabe el dulce de maduro y morados se sienten los dedos machucados y los ojos hinchados, como cuando me sale un orzuelo, Rosado es el color de las muchachas de la sierra, que stefian casarse con un principe azul. ;Azul! Ah, el azul es un color que no existfa en Ia Antigtiedad, me conté un maestro que durmié una noche en Los Pajales. Me llamé tanto la atencién, quea todo el que podia decirme algo sobre es0, le pregunté. Supe asf que el azul no se menciona en la Miada wi tampoco en la Odisea, que son libros casi tan viejos como la humanidad, ;serd porque los escribié un ciego? Y supe también que hace muchos afi el cielo no cera azul, ¥ el mar tampoco. El celeste, el {ndigo y el afl me dicen que tampoco son mencionados en los libros antiguos. El azul, sencillamente, no existié durante mu- chos, muchos afios. «Si miro el campo, no veo nada azul, dijo la tia. «Hay verde, rojo, amarillo, naranja, morado, pero azul. |Hmm! Quiz un ave 0 una floreci ta... He ofdo decir que en algunos parajes hay mariposas, azules, pero yo nunca he sabido de una de esas por acd. 9 «Por qué no existfa el azulz», pregunté. El maestro con- testé aquella vez: «Porque no tenia nombres, Yas apren- di que es la lengua lo que importa, mucho mis que los ojos. Pero hay gente que sdlo ve. Y, peor: hay gente que sélo ve lo que quiere ver. 50 a Las letras también tienen color. Lo escribié Nabokov que era sinestésico: «La “aaa” larga del alfabero inglés tiene para mf un tinte de madera envejecida a la intemperie, peto la “a” francesa me recuerda al ébano pulido. Este grupo de soni- do negro comprende la dura “g” (caucho vulcanizado) y la “r” (rasgadura de un trapo ennegrecido). La “n”, avena; Ja “I”, macarrén blandos yla“o”, espejo de mano con dor- so de marfl, dan cuenta de los blancos. Me desorienta mi “on francés, que veo como el anillo de tensién superficial del alcohol al borde de un pequefio vaso. Y pasando al ‘grupo azul, estén la “x” de aceto, la “z” de nube relampa- gueante y la “k’ de hebilla. Como hay una sutil interac- in entre el sonido y la forma, veo a la “q? mis castatia que la“k’, en tanto que las no tiene el azul pilido de la “c" sino una curiosa mezcla de azul celeste y nécary En su biografla, Habla, memoria, el Nobel de Litera- ‘ura afirma también que los diptongos no tienen color y que el color de las letras del arcoiris es muy dificil de pro- nunciar: «KZSPYGV», st 12 {Ti conoces a Diomedes? La otra vez me ofrecié de regalo un chinchorro de cabuyita. Esa misma semana fui a comprarme un par de manilitas para colgarlo, y aqui todavia lo sigo esperando, Dijo que lo trafa el domingo, lo malo fue que no especificé cul. 32 Ley Erétida Duarte vivla en Hatonuevo (murié poco tiempo después de esta entrevista). El dia que la visité, la aplicacién del estado del tiempo informaba en mi celular una temperatura de treinta y nueve grados. El viento se habfa detenido, Erétida estaba acostada en una hamaca de tela azul celeste. Era una mujer menuda, de piel oscura. Llevaba el pelo hasta la nuca y vestia un batén azul con blanco, Estaba descalza. Por tinico ornamento lucia un par de aretes de piedras negras. Al principio hablaba poco, quizd por efecto del sopor. Al final de la entrevista le pre- gunté: «;Puedo tomarte una foto?». Me dijo que ya estaba ‘muy vieja para eso, sin embargo, se atus6 el cabello y son- 116 con picardfa, cual si fuera una quinceafera. Qué recuerdas de la nitiez de Leandro? —Tai perdiendo el tiempo —contesta con esa m calidad con la que habla la gente de la regién. — gor qué lo dices? —Ya estoy muy vieja y no me acuerdo de né. —Queé raro: tus sobrinas afirman que tienes una me- moria prodigiosa —jEmbial —Leandro me dijo que le gustaba que le leyeras no- velas, —Jando murié el aio pasao. —Me lo dijo hace rato. —Qué iba a sabé él de eso sf era un pelaito —me in- terrumpe, hosca. —Cuéntame de ti entonees. —2Qué querei sabe? 33 —Lo que quieras contarme... Por ejemplo, gquign te regal6 esos aretes? Guarda silencio durante un par de minutos al final de los cuales dice al aire, sin verme ala cara Maria —¢Quién es Maria? Una hija cuya? —La novela que Jando le gustaba que le leyera. —jAh! Por eso la menciona en un canto —recuerdo entonces—. Qué edad tenia él cuando se la lefas? Ya te dije que era un pelafto. —;Cémo conseguiste ese libro? —jNo sé! Esa caja estaba en la casa y nadie le paraba bolas. Cuando la abri, encontré un pocotén de libros. Qué otra novela recuerdas? —La del hombre que vivié solo en una isla, Cul mis? —(Tii si eres preguntén! —Bueno, pero entonces es verdad que le lefas novelas. —;P2 qué me preguntdi si no me vai a creé? —Tiu sobrino Urbano afirma que a Leandro le lefan Jas novelas sus vecinos de Lagunita de la Sierra —:El muérgano ese que va a sabé? ;Acaso él estaba vivo cuando eso? —;Por qué me lo habré dicho entonces? —A to'el mundo se le dio ahora por dect que se sabe todita la vida de Jando. Tilo criaste, no? —jEl tenia su mam! —me interrumpe. —Olvidé preguntarte: gdénde aprendiste a leer? —En la escuela que habia en Barrancas. —2A qué edad? —No me acuerdo —dice y cammbia de tema—: A Jan- do le gustaba inventase cosas cuando yo le lefa, —:Qué tipo de cosas? —Cosas que se imaginaba. —,Como cuiles? 54 ‘Ya no me acuerdo, {Hmmm ... Por qué te gustaba leerle? —Una tarde llegaron a la casa los erabajadores de la finca a recogé el café. Else puso a deciles lo que yo le habia leido. «Oye Jando, ;ti de dénde sacate eso?>, le preguntd uno de ellos, Else eché a ret. —De repente se te empatiaron los ojos. —A alle gusté cuando los trabajadores lo oyeron —de nuevo hace una pausa larga—. Recuerdo la carica que puso: tierna, conmovedora. —:Qué edad tenia? —Como siet... No, no, no. Déjame ve —hace cuen- tas con los dedos—. Fso fue como en 1936, Jando debia tener ocho afios. Ahi fue cuando comenzé a pedime que le leyera més cosas. Cuando terminé de leerle todos los libros que habta en la caja, hacia como si le leyera versos de canciones que me sabia, De nuevo guarda silencio por un tiempo breve. Luego afirma: —Yo le escribia las canciones. — Las de Leandro? —me tomaron por sorpresa sus palabras. —Si, yo las escribia —repitié enfitica. —:Chmo asi? —no salia de mi asombro—. tos no los escribié él? —No, yo los escribia, iY dl por qué decia que las canciones las habia escri- to él? —2Y cb mo las iba a escribt, si era ciego? —iAh! —suspiré aliviado—. A ver si entiendo: gLean- dro compuso las canciones que dice que compuso? —Claro, gy quién més lo iba a hacé? AY tii las escribias en el papel? — Aja! —dijo como si se tratara de una verdad que yo debfa conocer de antemano. —alncluso la primera? 55 —Esa sélo la conocié él. —La segunda, «La loba ceniza», zesa sf la escribiste vi? —Y «Los tocaimeros» y «La Ford modelo» y «Radio Pied»... Y las dem —Dinde las escribias? —En el cuademo. ¥ las camtaba después con él &¥ Al las memorizaba? se acordaba siempre, desde que las inventaba. 2s cierto que le cantabas rancheras? —aDe dénde sacite ti es0, ve? lo dijo en una entrevista. Te leo: «De cinco atios habia unas canciones que cantaba una tia mia llamada Exétida. Yo cantaba pedacitos de esas canciones y me fui Vinculando poco a poco a las canciones que cantaba la tia, Ahi me fui familiarizando con la misica, casi siempre vi- via cantando un pedacito de una ranchera». —Eso no es verdad. Al principio él no cantaba ran- cheras. Luego de aquel dia me las aprendi todas para can- tarlas con él. Arios después, le encantaban las de José Al- fredo Jiménez, aLuego de cudl dia? —Te voy a contar bien lo que pasé esa tarde. Jando vagaba por el campo. Yo lo seguia con la mirada desde donde estaba pilando el mafz para las arepas del dia si- gulente; cuidando que no le sucediera nada malo, pero permitiéndole gozarse la aventura de perderse entre los ccafetos y arrancarles los frutos para olerlos, De repente lo vi correr presuroso hacia donde yo estaba y dejé de hacer Jo que hacia, alertada, Al tiempo of regresar a la casa, luego de la faena diatia, a los encargados de la limpia de la carre- tera que iniciaba en Riohacha, cruzaba por Cuestecita, punto més cerca entre la sierra y la serranta, y se acercaba ahora Barrancas. Eran unos cuantos jornaleros que desa- yunaban y almorzaban con nosottos, pagando cada uno lo suyo, junto ala peonada que ayudaba a Abel y los mucha- chos. Ese mediodia cantaban: 36 Alla en el rancho grande, alld donde vivia, habice una rancherita que alegre me decta, gue alegre me... »“Buenos dias, Erétida’, me saludaron al cruzar para la cocina, al otro lado de la casa. Leandro se me acercé en silencio con una sonrisa de maldad. Of a Nacha servicles, el almuerzo. “Don Abel siguié para Barrancas’, dijo uno. Jando atravesé la puerta y siguié de largo hasta la cocina, Of enconces su vo2, melocotosa, entrecortada: Alli en el rancho grande, alld donde vivia, habia wna rancherita que alegre me decta, que alegre me decia: te vay a hacer unos calzones, como los que usa el ranchero Telos comienzo de... » Bravo, bravo”, aplaudieron los jornaleros cuando J do terminé de cantar. Nunca antes habia visto tal felicidad cn la cara de ese muchachito, “Dofia Nacha, este le nacid cantante”, dijo uno, El otzo agregé otro elogio, Uno pre- gunt6: “;Cudl més te sabes?”. Jando no paraba de reir. “La otra que ustedes cantan, la de Adelita’, dijo, el jornalero se hizo el que la habfa olvidado, *;Céntala para ver cbmo es que es la letra”, Jando puso cara de picardfa, Al verlo tan contento me dieron ganas de comérmelo a besos. 0% su voz: Si Adelina se fuera con otro, a seguiria por tier y por mar. Si por mar en un bugue de guerra, si por tierra en un tren militar. 7 »De nuevo los jornaleros aplaudieron. Recuerdo que toda esa tarde Jando corria de un lado a otro con la carita como una pifiata —Qué bonita historia. —A mi me gustaban més los cantos de Agustin Lara. —dLeandro también ofa boleros? —Se echaba a ref cuando me ofa. El que més le gusta- ba era el de las palmeras borrachas de sol. «;Cémo se em- borrachan las palmeras?», me preguntaba. Y yo le decia: «Eso es poesta. Jando era igual de preguntén que ti. «Qué es poesia?». Pa'quitdmelo de encima le decta: «Es cuando decimo lo mismo, pero con palabra bonita» —;Cual fe la palabra més bonita que te dijo? Cetré los ojos y apret6 con fuerza los labios como quien reprime las lagrimas. Entendi su gesto como un dejo de nostalgia. —;Orra ver te pusiste sentimental? —A cso fiue que ti vinite, zno? A poneme a llord. Por eso no me queria acordé de nd. —Cambiemos de tema. —Ve, entendé —me interrumpe—: ya yo estoy muy vieja y no me acuerdo de las cosas. —Dejemos aqui entonces, pero no creas que me voy aclvidar de ti —,Qué me venf tii a amenazd con eso, si hasta la muerte se olvidé de mi? Por qué te quieres mori? —Estoy cansé. 58 4 Primero me quedé la idea en la cabeza de que yo era un cantante. De eso me di cuenta hace poco tiempo, no cuando era pelao. Luego me quedé el gusto por los aplausos. De esto, en cambio, si fui consciente desde siempre, Cirino Castilla, que muchos afios después de esta his- toria se convirtié en uno de los cajeros més importantes del vallenato, me conté hace un tiempo que él me habia conocido cuando yo era un pelao, y d, un adolescente que conducia una recua como de veintidés mulas, asi de gran- de la recua, con la que transportaba mercancias a Valledu- par desde Puerto Colombia, donde vivia. Enere otros, lle- vvaba acordeones que viajaban en cajas grandes de madera que trafan cuatro instrumentos de esos cada una, y que Tuego vendian a dos pesos en La nueva paciencia, la tienda de Jacob Luque, frente ala catedral de Valledupas. Cirino y sus ayudantes llegaron a la finca de casuali- dad, seguian el curso de la carretera que cambié la ruta que antes iba de Riohacha a Dibull viajaban en cayucos, subian por Guayacanal hasta Atinquez, buscando la parte iis baja de la sierra para que las mulas no se cansaran, hhasta llegar a Valledupar ‘Uno de los muchachos que arreaba la recua de mulas acompariaba en el acordedn a Cirino, que se iniciaba en lo que luego le dio tanta fama. Al oftlos, y de esto me acordé después de que Cirino lo conté, yo me acerqué a ellos y principié a cantar. Cirino, en aquel momento yo no sabia que se llamaba asi, el acordeonero, y los otros ayudantes me animaron con palmas y elogios. Luego Erétida, mis hermanas y Jaime se sumaron a ese coro alegre que me hacia sentir todo naranja por dentro, como si, en lugar de sangre, por mis venas corriera una bandada de pericos ¢s- candalosos. No sé si Nacha, Abel y ese otro hermano mio andaban por ahi. No lo sé porque no me ocupé en averi- guarlo. ie Jaime Soy el vejé de los hermanos Dfaz Duarte, pero nunca fui un nifio consentido, zEl primer recuerdo de mi vida? Debfa de tener algo més de dos afios, Hay una gran pa- rranda en casa y el sefior que me carga en sus brazos dice que es el pap de mi papa. Recuerdo que el hombre me ira fijamence a los ojos, como si los suyos quisieran me- terse en mi cuerpo a través de los mios. Al comienzo me causa gracia, pero poco a poco, entre mis acerca su cara a la mia, empiezo a asustarme hasta que suelto un bertido. Lloro con desespero y mamé corre a mi lado. Paso de los brazos de mi abuelo a los de ella, que me abraza fuerte- mente y luego me deja sobre el suelo mientras oigo decit al abuelo, no recuerdo bien la frase, ya dije que era muy niifo, pero era algo asi como «Este tambia salié normal La imagen comenzé a navegar en mi memoria cuando empect a perder la vista, hace hoy trece afios, cinco meses y nueve dias. Al principio la veia dfusa, lejana. Como si en lugar de estar atada a mi pasado fuera el recuerdo que otro me habia contado. Gocé dela vista hasta los sesenta y dos afios. De repente un dia empecé a ver bortoso. Como cuando la tormenta es tan fuerte que el agua te impide ver a dos metros de distancia. Luego la niebla se fue volviendo iis densa. Entre més perdia la vise, mis nitida se me fi- jaba aquella imagen en la cabeza. Llegé el momento en que la veia como si hubiera sucedido ayer: el abuelo con- tento porque yo habia nacido «normal», Por eso me recluf aqui: no quiero listima de nadie. Ni compasién. comprensién, ou Apoyado en un bastin de madera, Jaime me recibe en su casa vestido como un quinceafiero que se apresta a ju- gat un partido de fiitbol: camiseta amarilla con lineas blancas y pancaloneta azul turqui con figuras de colores. Es alto, Maco, de piel oscura, barba canosa y cabello des- cuidado. A pesar de la edad, y quiizd por el color oscuro de la piel, apenas se le dibuja el mapa de las arrugas en el rosteo. ‘Una maiana se sintié tan mareado que creyé que cac- ria de bruces. El hombre que estaba a su lado, el duefio de Ia finca para quien trabajaba, lo ayudé a sostenerse. «Ti, ‘qué ticnes?», le pregunt6, Jaime dijo: «Siento una punzada en el ojo derecho». Al dia siguiente su sefiora, Emelina Romero, lo acompaiié al médico en Valledupar, a una hora y cuarenta minutos al suroccidente de Hatonuevo. Un atio después habia perdido por complet la vista y su «esposa y sus hijos lo habfan abandonado. Para tenerlo cer- ca, cuidarlo y alimentarlo, una media hermana por parce de padre, Carmen Dia, lo mudé a fa casa ubicada justo al frente de la de ella. La.casaesté separada de la calle por una cerca de tablo- nes puestos de manera caprichosa. Un pedazo de cinc de ‘menos de un metro de aleura hace las veces de portén. “Luego dela cerca, tres'o cuatro metros nos distancian de la puerea principal. La primera vez que lo visité, estaba titada sobre la tierra una manguera de plistico verde que desembocaba en una llave de agua instalada, como al ga- rete, en la mitad del patio. «Tengo que tanquear el inodo- 10 con la manguera porque hace varios dias no llega agua al bafio», me explicé luego, sefialando con exactitud un pequetio cubiculo construido a pocos metros de la entrada de la casa, Estamos sentados frente a frente bajo un pequefio portal que ayuda a soportar el sol canicular del mediodta, en un taburete con un cojin de cuero en las posaderas y yo en una Rimax blanca, Se trata de una casa de paredes 6 escascaradas, techo de tejas de cine viejas que alguna ver fueron rojas y han devenido rosadas y, en cl interior, dos pequeftos cuartos separados por un tabique de cartén ta- pizado con revistas vieja. En el primero de ellos, sobre el piso de cemento sin pulir, hay un mecedor de mimbre junto aun pequefio y viejo abanico eléctrico de color rojo, mientras que del techo pende una hamaca cle Ifneas ama- rillas y naranjas. Al fondo, la puerta abierta que conduce al patio permite ver una mesa de madera que sitve de base a.un par de platos y pocillos de peltre, pegada a un viejo, homo de lefia del que se nota que hace mucho tiempo no se usa. En el otro cuarto, en tanto, al que se accede luego de cruzar una puerta de cine, tan s6lo hay una cama sen- cilla y un colchén cubierto con un juego de sébanas con motivos florales. Es la misma casa en la que vivié la familia Diaz Duar- te, salvo Leandro y Jaime, al regresar de Tocaimo a princi- pios de los cincuenta. Abel habia vendido Los Pajales y hhabia vuelto a Hatonuevo, el pueblo en el que nacié, Le gustaba mds Hatonuevo que Barrancas porque el clima era ‘mejor y era un buen lugar para temperar. Ambos estin ala ‘misma altura sobre el nivel del mar, pero por su cercania, con el cafién donde confluyen las dos sierras, en Hatonuc- vo los vientos son mis generosos, en especial el del nordes- te, que entra al Valle de Upar a través de la peninsula de La Guajira, 6 16 —Jando tenia una gran curiosidad por saberlo todo —es lo primero que me dice Jaime, sin preguntérselo—. Desde pelaito fue ast. Qué tan cercano fuiste de él? —Mi niiez fue muy triste —dice lentamente, como si le pesaran los recuerdos y las palabras—: a mi no me pusieron a estudiar para que nunca lo dejara solo. Lo dejé hablar. —Siempre me perturbé la idea de perder la vista. Lo muestra el hecho de que sea justamente ese el primer re~ cuerdo que conservo. Con los afios he llegado a creer que ami me preocupaba perder la vista més de lo que le preo- cupaba a Leandro saber que eta invidente. Como nunca vio Ia luz, si nadie le hubiera dicho que era ciego tal vez hhabria tenido la idea de que no ver es algo normal, como suede con los animales que nacen sin ver. El sabia que no podia cambiar el hecho de haber nacido sin vista, pero nunca se sintié menos por eso. Lo que le molestaba era gue la gente veia en él tan sdlo que eta ciego. Eso lo enttis- tecfa mucho porque era inteligente. Con el corter de los, afios algunos dijeron que era un filésofo. «Un fildsofo po- pulam. A veces me decia cosas que yo no entendia. Cosas, de la vida, de la gente. Podia hablar de cualquier tema y aun asf, cuando ya era famoso, en las entrevistas sélo le preguntaban que sila ceguera esto o si la ceguera aquello. Eso le dolfa. »Para mi, en cambio, no fae facil crecer con la guillo- tina de que algin dia podria perder yo también la vista ‘Nunca en mi infancia of en casa la palabra ceguera. Tam- poco ciego, ni siquiera para mencionat a Leandro, Papa 64 solia refetitse a l con frases como: “Dile a ese que se vaya otto lado” o “Dile al loro que se calle”. »El miedo a perder la vista tenfa su ancla atorada en lo profuundo de los genes. Era una especie de fantasma que se paseaba todo el tiempo por abi. Como una mosca de esas, que espantamos cuando olisquean la comida, pero vuelve como si nada a sobrevolarla, de repente. A veces encontra- ba a mamé llorando sola en la cocina y yo sospechaba que cera por eso. Quizd no fiuera esa la razén: quign sabe de las angustias que soporta cada quien. Quizé en ese momento mamé lloraba por otra raz6n, pero yo ya tenia ese miedo, porque asi me lo habjan metido ellos en la cabeza, de tan- to evadir el roma o de hablar en secreteo», 6 seg Hay otro recuerdo que me acompafia de aquella épo- ca. Ocurrié un afo y medio después de aquella ocasién en que el abuelo me miré fijamente a los ojos. Lo sé porque, y no me avergiienza decirlo pues a todos de nifios nos pasa, antes de ese momento me orinaba en la estera. Era una sola estera en la que dormiamos cuatro her- manos. Papa y mama dormian para entonces en un catre de tijera. David dormia en su chinchorro de cabuyita. Eta el nico de todos que dormia solo. Siempre fue el rey que- rido, el consentido. Yo vivia celoso de ese amor. Cuando mami tenfa un gesto de carifio con alguno de nosotros, él luego nos golpeaba o nos hacfa maldades, A Jando con frecuencia le hacia zancadilla con el palo de la escoba para catcajearse al verlo en el suelo. «Jando» le decfamos a Leandro con carifio la tia Brétida y codos sus hermanos, salvo David), que s6lo le hablaba para mortificarle la vida, Y no te creas: Jando no era tampoco ningiin bobo con David. Lo enfientaba y hasta le devolvta los pusios. Lo que recuerdo es eso: David empujaba a Jando, y Jando, en el suelo, lloraba. Cuando sucedia esto, papé aga- rraba a David de la mano y se iban ambos para el campo ‘mientras mamé vela a papé desde la cocina, con los ojos ttistes, como los de las vacas. ;O acaso lo veta con miedo? 18 Jaime narra luego un tercer recuerdo, Atin no habla cumplido cinco afies, lo que significa que Leandro tendria nueve. Abel sembraba café en Los Pajales. Su hermano ‘Antonio vivfa con su mujer en la finca vecina. Eran las tinicas casas en varios kilémettos ala redonda. Nacha, en tanto, eta dueria de una pequetia parcela que se llamaba San Esteban. Cada afo la familia entera se desplazaba hasta esta otra tietra para recoger el café, Era un lugar con el que Leandro no estaba familiarizado y con frecuencia alguno de sus hermanos debfa dejar de trabajar para servirle de lazarillo. Ese ato fue diferente: como Jaime ya estaba agrande», Abel decidié dejarlo en Los Pajales como res- ponsable de su hermano mayor. «Encargarle a un nifio el cuidado de su hermano ciego durante todos estos das seré como abandonatlos a la suerte». Abel pasé por alto la sti- plica de Nacha. Ella no insisti. al se qued6 una vez solo y no le pasé nada», dijo luego Abel al recordar que el ao anterior se habia ido toda la familia. ala celebracién de las fiestas de la Virgen del Carmen, y se habian quedado en Hatonuevo mucho mds tiempo del inicialmente previsto luego de abandonar a Leandro en Los Pajales junto con los animales. O, mejor, como si fuera un animal mds, Esta vez Nacha consiguié que el tfo Antonio y su mujer les llevaran comida a Jaime y a Leandro y que se ocuparan de confirmar que estuviera todo en orden. An- tonio les dejé a los muchachos en Los Pajales una burra que tenfa de mis, «El no la querfa porque era horra», dijo Jaime. «Esa burra no conocfa potrero. No se soltaba nunca, Donde habia puntas de palo, ahi la amarraba 7 Porgu sno ocabasalira medanoche, asia dénde estaba». Ese dia, Jaime recuerda, luego de que sus padres y her- manos se hubieran ido para San Esteban («Ceo que fue a finales de junio o a principios de julio»), él y Leandro co- rreteaban por el campo. De repente Leandro olisqueé el aire. «Se avecina un aguaccro», dijo al momento de sentir las primeras gotas sobre la piel, «Es slo una gartian, co- menté Jaime al ver el cielo enteramente desnudo. El ins- tinto le dijo otra cosa a Leandro, «Vamonos para la casa». Comenzaron a caminar en esa direccién. «Como ala una de la tarde empez6 a caer un invierno: el ciclo se embrave- i6 y lo que unos ctiantos minutos antes se anunciaba como una simple llovizna se convirtié en una gran tor- ‘menta». Se dieron ala carrera; Jaime agartaba fuertemente Ja mano de Leandro. Era tal la fuerza de la lluvia, que avanzaban con dificultad, Mas de una vez uno de los nifios, cayé por cuenta de la caida del otro, En un momento dado, un trueno los paraliz6 al mismo tiempo que Jaime, que cotria gritando la ruta para que Leandeo pudiera sor- tear los obstéculos, frené en seco y enmudecié al ver la luz brillante de un rayo. «Pasé muy cerca», dijo riendo, quizés incentando camuflar el miedo. Otro trueno y otro retém- pago. Jaime sintié que el corazén se le iba a salir del cuer- po de lo répido que bombeaba. No podian permanecer ahi, De nuevo tomé a su hermano de la mano y siguieron Ja carrera hasta la casa al claror de los rekimpagos. Lean- dro ofa el crujir de las ramas al caer, que cada ver eran més, y leadvertia a su hermano: «Por ahi no, pot ah no>, ‘Cuando se acercaron a la casa se tropezaron con las matas de plitano que habian sucumbido a la tormenta, Se encontraron con la noticia de que varios de los pos- tigos de las ventanas no estaban en su lugar, «Eso pas6 por hhaberlas dejado cerradas, le dijo Jaime a Leandro. Entra- ron cottiendo justo cuando los rayos volvieron a iluminar 68 el paisaje, ya oscuro a pesar de la hora. «No més truenos, no més truenos», grité Leandro y corrié a meterse debajo del tinajero, Se acuclllé contra la pared, tiitaba de miedo, Jaime a su lado. Se abrazaron fuertemente mientras lora- ban, quizés con la esperanza de que alguien los oyera y cortiera a rescatarlos. Desde el escondite Jaime vio que toda la casa estaba inundada, «;Por qué no nos llevaron con ellos?r, se queja- ba Leandro, entumecido de miedo, «Yo todavia era tierno y Jando ya era grande; yo no tenia a més nadie, nada mas que a él, Nada mas los dos solitos»; la vor de Jaime suena a nostalgia, De repente oyeron los rebuznos. A pesar de gue lloraba de miedo, Leandro dijo que habia que salir a buscar la burra, Jaime se neg, temeroso de los destellos. Leandro no le hizo caso a su hermano, se limpié las ligri- mas y corrié fuera de la casa. Jaime salié detrés. Habia amarrado a la burra en el 4rbol de tananeo. «Para acé, Jan- do», Enere los dos a agarraron, «¥ luego fue una lidia para obligarla a entrar en la casa»; Jaime rfe, pero se le oye tris- te. «Se le dio entonces por salir a buscar a Jos dems ani- males, alos gallos, las gallinas, los chivos, el cerdo, queria meterlos a todos en la casa. Yo dije que no, que estaba loco, En esas trond otra vez, mucho mas fuerte que las ‘veces anteriores, como si Dios tuviera rabia». Cortieron de nuevo a la casa, cerraron la puerta tras de si y ya no supie- ron mas del diluvio. Los truenos cesaron y el sol inundé por completo la casa que no tenia ventanas. Aun asi, los nifios no se atte- vieron a salir hasta mucho tiempo después: de nuevo Ilo- raban, abrazados con tal fuerza como si estuvieran pega- dos. El hambre los obligé a salir del escondite. No encontraron nada de comer. «Deben de ser como las cin- co», contesté Jaime cuando su hermano pregunté la hora. «Vamonos de aquio, dijo tajance mientras se ajustaba el sombrero con el barboquejo y se colgaba en el hombro la 6 mochila que guardaba un cuchillo. Buscaron una soga para amarrarla a cuello de la burra. Jaime ayud6 a su her- ‘mano a trepar sobre el animal y to jal de la soga. «Espéra- te aqui, ordend Jaime a mitad de-camino. «:Qué pasé2>, pregunté Leandro, temeroso de enfrentar una ntieva tor- ‘menta, pero al olisquear el aire confirmé que la lluvia se habia disipado por completo. «Voy por el canasto», dijo. Al regresar, Jaime le cuenta lo que hace: «Hay que arrancar estas yucas porque no nos vamos a dejar morir de ham- bre». Llené el canasto, lo amarr6 en el anca del animal y emprendieron de nuevo el camino. Pero ambos nifios nunca antes habfan salido de los limites de Los Pajales. -Adénde ir? Leandro recordé que cruzando la quebrada vivian los Palmezano, Hacia alld se encaminaron, A lado y lado del camino habia un paisaje de destrozos: ramas caidas, plitanos salidos de raiz, buena parte del cafetalarrasado. Habla charcos y lodazales por todas partes. Al llegar al borde de la pendiente Jaime advirtié que era imposible el descenso: sfando, las aguas se estén salien- do de la quebrada». Leandro dijo que no importaba: Pre- fiero morit ahogado a que me parta en dos un rayon. Jaime le desctibid el panorama: no se trataba sélo de que el ria- chuelo estaba crecido. Era también la velocidad que arras- ttaban las aguas. «Esté lleno de ramas y de vainas que ba- jan de la sierra». Leandro insisti6, pero al tirar Jaime de la soga la burra se negé a bajar la pendiente. El nifto insistié una y otra ver, pero la burea se mostté atin més terca. Jaime entonces se dejé levar por la rabia: «Ami no me vasa gandl, le grité mientras la jalé hacia el barranco con fuerza. La burra reaccioné haciendo lo ‘mo, pero hacia el otro lado. Movié con tal fiereza la cabe- za que Leandro cayé al suelo en el mismo instante en que Jaime solté la soga y rodé hasta la quebrada, Alcanzé a cacr al agua, pero por fortuna logeé asirse a un grueso 7 tronco que arrastraba la corriente, el cual fue a encallar varios metros adelante. El nifio entonces no sdlo tuvo que atunar todas sus fuerzas para salir del riachuelo sino tam- bién para escalar luego la pendiente enlodada. Después de resbalarse un par de veces, y bafiado en barro, se reencon- 116 con su hermano y decidieron regresar a casa ie Al dia siguiente, Leandro desperté a su hermano con la noticia de que no tenian agua para beber, Cuenta Jaime: «Eran como las dos o las dos y media de la tarde. Cogt la burra por la enjalma, le acotejé las tinajas y monté en ella a Leandro, De nuevo me fui caminando mienttasjalaba al animal, Cuando fbamos llegando a la quebrada, subfan dos sefiores por la pendiente, un tal Ciro Ortiz y otro al que llamaban Nicolds. Dijo entonces Nicolis: “Mucha- cho, la tierra estd enfangada, cuidado se van a resbalar”, Dicho y hecho: otra vez la buera se negé a seguir andando, Jando se bajé de la burra y ya ni recuerdo cémo fue que hice para recoger el agua de la quebrada, pero volvimos a {casa con las tinajas lena En el camino de regreso a casa, Leandro le dijo: —Hermano, ; ofste? —No he ofdo nada —contesté Jaime. —Yo of un cogido, un cogido feo. —;Un qué? —pregunté Jaime intrigado. —Un cogido feo —repitié Leandro. —,Qué es un cogido? —Un quejido, pero més fuerte, —A Jaime le llamé la atencién esa palabra: nunca antes la habia ofdo. ‘Un par de metros més adelante, Leandro volvié a pre- guntarle: —dAhora silo oiste? Salié del monte. Qué? ;Orro cogido? —No, la vor de un hombre. Jaime detuvo la burra y lo miré extrafiado. n i qué dijo? —=Dijo: «Porque andas con lo que andas o si no te censefiaba a ser un hombre para que te respeten».. —¢Pero qué vor era esa? —Una vor en el monte, ;Tii no la olste? —No, yo no I of. —Manito, tengo mucho dolor de cabeza —cambié de sibito el vema Leandro, —Jaime lo misé detenidamente. —Jando, zqué te pasa? —le preguntd. Jaime se monté en el anca de la burra y lo abrazé fuer- temente por la espalda: Leandro temblaba de la fiebre. Se volvié a bajar del animal y corrié jaldndolo hasta la casa del tio. Este debié de haber sido un momento de horror para Leandro. Hasta su muerte siguié recordandolo con dolor, quiz porque fue esa la primera ver que enfrenté el miedo de moris. Un miedo cerval por el que enfermé de inmediato, ‘Tan pronto los vio acercarse, Antonio corrié hacia ellos, bajé las tinajas con agua para aminorar la carga del animal y llevé a ambos nifios a Hatonuevo. «Habia una sefiora que comprendfa bastante de esas cosas. Mi tio le pregunté qué enfermedad tenia, Ella contest6 que no era una enfermedad sino un mal, un mal maligno. “;Cudl es ese mal2”, preguntaba Antonio una y otra vez. “Por tanto miedo que le cogié a las tormentas se le metié al alma el demonio”, dijo ella», El tio puso cara de acontecimiento. Leandro deliraba, Finalmente, Antonio decidié dejartos a ambos en la casa de la curandera. Regresé tres dias des- pués, El dolor de cabeza y la fiebre de Leandro habjan desaparecido, pero el nifio aseguraba que, por momentos, sentia punzadas en el lado izquierdo de la cabeza ‘Antonio cargé a su sobrino hasta la parte exterior de la casa de la curandera, lo monté en la burra y dejé para Jai- me y su otro burro. Durante el trayecto a la finca, Lean- drole pidié a su hermano que se pasara.a la burra. Jaime lo hizo. «Creo que mi hermano queria que le mostrara que B lo queria». A legar ala fina, micneras Jaime le quitaba la sill al animal, Leandro se le acereé a decirle que tenia mu- cha hambre, Luego de eres dias sin comer, Jaime le llevé guineo cocido. Al dia siguiente, ya recuperado Leandro, los dos nifios se fueron a caminar por la sierra. «Me dijo que no querfa quedarse solo en la casa». Durante la caminata, Leandro le pidié a su hermano que le consiguiera un palo largo. Jaime corté la rama de un drbol y se la entregé, A partir de entonces se acostum- bré a utilizarla como bastén. 74 20 Jaime Nos acostumbramos a levantarnos a la hora que que- rfamos, a correteat hasta que el sol se iba, a bafarnos en la quebrada. Lo ayudaba a subir alos drboles cuando las ra- mas estaban bajas, Cada dia la pasébamos mejor que el anterior, salvo cuando los truenos anunciaban la tormen- ta. Entonces nos merlamos debajo del tinajero; Leandro temblaba de miedo. Cuando saliamos de casa, o dejaba caminar delante de imi para tener la certeza de que no le pasara nada. Un dia, cuando fbamos por la trocha para el rio, Jando se detuvo en seco, me rom li mano con fuerza, como jaléndome, y me ordené en susurros: «Quieto». Le pregunté si le pasaba algo. Contesté: «No ves nada raro?>, Aleé la vista y mett los ojos por entre las ramas. Miré luego al suelo, por si ha- bfa una boquidoré o una guardacamino. Yo también hablé pasito, aunque no sabia por qué: «Dime qué busco que no veo nada rato». ¥ de veras no habia a la vista ningin peli- fo. Sélo habfa el canto de un pajaro que rompia el profun- do silencio, pero eso era normal. «Es un chaochao», dijo Leandro en vor baja. «El ave que canta es un chaochao». EL Jos conocfa. Eran unos cuervos muy coloridos, asf que me puse a buscar al que cancaba. Leandro me transmitié lo Yy por eso nos habiamos detenido en seco. Le se-vela ranquilo, que no habia razones por qué temer. Vol- vi6 a agarrarme del brazo, eEsté pendiente por si nos toca corre», De repente una bandada de pjaros salié volando, ‘como si algo los hubiera asustado, Miré hacia el lugar en donde antes estaban las aves y entonces lo vi: un tigrillo caminaba lento sobre la rama de un bol. re) 21 Otro dia, al regresar de la acequia, Jaime no encontrs a Leandro, Lo llamé un par de veces sin obtener respuesta, Desesperado, cortié a buscarlo por toda la finca y lo lla- maba cada vez. mds fuerte. «Era como si a Leandro se lo hubiera tragado la tierra». Lo buscé hasta que el cielo se oscurecié. Esa noche Jaime se negaba a dormirse. Caminaba por la casa de una pared a la otra mientras lloraba por la suerte de su hermano. Llevado por el cansancio, finalmente se acosté en el catre que usaban sus padies. Desperté con los primeros rayos del sol y de nuevo salié al campo a buscar a su hermano. «A él le gustaba mucho caminar, cogia camino y se iba. En ese entonces no habfa carretera y mucho menos alambre de puis. Todo era abierto, Habfa noms el camino», Un par de horas después lo enconté inconsciente, ¢5- tirado en el suelo al pie del papayo que se habia partido. Habia unas diez papayas desperdigadas sobre la tierra que los puercos se comian. Jaime zarande6 a su hermano tan fuerte como su infantil cuerpo se lo permitié, Leandro despertd. Le conté que todo habia ocurrido tan répido que no habia tenido tiempo de reaccionat: se habia ttepa- do en el érbol seguro de que el papayo soportarla su peso y habia extendido el brazo, cuando el olfato le indicé que estaba a pocos centimetros de los fruros, Luego oyé cuan- do el drbol se rompia y ambos cafan al suelo. Cuando Leandro se levant6, Jaime noté que tenfa un chichén en la cabeza, se habfa raspado en un codo y toda- via sangraba, 76 ae Fuc durante esos dias que vivieron solos cuando a Jai- me comenzé a llamarle la atencién el interés de Leandro por cualquier sonido que ofa. En ocasiones se quedaba quiet, como quien presiente un suceso. Jaime lo vefa mo- ver la cabeza con parsimonia, como si el ofdo fuera un detector de merales y encontrara e lugar exacto de donde provenia el sonido que lo inquietaba. «gCul es ese péjaro ‘que canta de manera tan sonora y melodiosa2», pregunta ba de repente, «Es un jilgueron, se aprestaba Jaime a con- testar y a describirle su forma, luego de encontrar el paja- tito amarillo con alas y cola negra perdido entre las ramas de algiin drbol. Leandro preguntaba siempre que ofa el tino de algin ave desconocida. Poco a poco, fue identificando los nuevos cantos que relacionaba con el nombre de cada ave y los sumaba a la vor de los otros animales que ya identificaba: la vaca, el perro, el burro, el chivo, el gallo, Se familiariz6 también con el nombre de los sonidos de la navuraleza: el silbido del viento, cl chischis de la Iluva, el rumor dela eafiada, el murmullo de los drboles. Jaime le ensefié la palabra que designaba cada olor. Leandro satisfacta la curiosidad también a través de las yemas de los dedos. Se las ingeniaba para acaticiar todo lo {ue enconeraba a su paso y luego memorizaba las sensa- ciones que le producia. Hasta que aprendié a reconocer las, hojas de los drboles por su tamafio, por su forma, por su textura. Aprendié que un pedazo de metal se siente frio; que la madera es célida; y que el cinc al medioda quema Jos dedos tanto como sumergir la mano durante largo tiempo bajo el agua helada de la quebrada. Aprendié que 7 Jas espinas del cardén puyan, a pesar de que la textura del tronco es suave y blanda, Sus dedos eran sus ojos, igual a como lo es la piel para los animales ciegos por naturaleza. Las manos le ayudaban a rclacionarse y explorar. A través de ellas, y del sonido que dejaban escapar en ese momento, sabja cuando alguien estaba triste o angustiado, ‘o.cudndo rebosaba de alegria. «Mis dedos ven mas que los ojos de ustedes», Le dijo algtin dia a Jaime: «Los dedos me permiten observar que cada cosa de la naturaleza es dife- rente de la otra y que, a pesar de ser diferentes, cada una de ellas convive con la otra, y en algunos casos hasta se ayudan mutuamentes. Le pregunté por qué hablaba de observar si no veia, Dijo: «Observar, para mi, es poner ofdos a lo que se habla a mi alrededor. Toda esa gente que me cree sordo porque soy ciego no se da cuenta de la can- tidad de cosas que dice de si misma delante de mf Ms adelante, cuando las hormonas comenzaron a ‘manifestarse, aariciaba por largas horas la piel de las mu- jeres. Se embelesaba, particularmente, mimando la piel de Exétida. «¢Le gustaba mis la piel de ella por algo en parti- cular?», quise saber. Jaime no supo qué contestar. Dias después le pregunté a Ivo, el hijo con el que Leandro tuvo mayor cercania: «Acaso fue Erétida su primera mujer? ‘Contesté: «Bs posible que asi haya sido. La de Erétida era su piel consentida porque era para él la piel materna y porque fue la primera piel que sus dedos aprendicron a recorrer. Era su confidente, su mejor amiga. Pienso que Erétida tuvo mucho que ver con su iniciacién. Nadie nunca me lo dijo. Es s6lo una intuicién». 23, «Plitano, Esta es la mata de plétano», le dijo Jaime a Leandro una mafiana perezosa mientras le contaba que los gajos se estaban amarillando. Si los plétanos no se corta- ban pronto, los frutos se perderian. Jaime carecia de la fuerza fisica y de la aleura adecuada para alcanzar el gajo. Le habia pedido a Leandro que lo hiciera por él. Le puso ‘un machete en tuna mano y le guio la otra hasta el racimo. «No le vayas a dar muy duro que esti muy afilado», Cuan- do lo dijo, ya era tarde: Leandro corté la mata de un solo tajo. «El suelo quedé alfombrado con una carrandanga de plitanos», rle Jaime al recordar ese momento. Jaime corrié a casa en busca de un saco y, al regresar, entre ambos los recogieron. Cuando terminaron, Leandro dijo: «Por qué no vamos ahora a sacar una matica de malanga2». Jaime lo tomé de la mano y lo Ilevé hasta el sembrado de malangas. Luego se acuciillé, guio la mano de su hermano y le explicé la forma de extraer de la tierra la malanga sin dafar la mata. «Yo vela a mi papé hacerlo. Cuando supe cortar ben, le expliquéa Jando oémo debia hacerlo, pero él no tenia paciencia y zumbaba el machete ala loca», Antes de salir a trabajar la tierra Jaime vestia ef burro de su padre con angarillas, que es como llaman alos sillo- nes que se colocan sobre la esterilla, de los que luego cuel- gan los sacos cargados con platanos o café. Durante esos dias que estuvieron solos, Jaime ayudaba a Leandro a tre- parse en el animal; él se subfa en el anca y lo arreaba hasta el platanal, preocupado siempre por indicarlea su herma- no dénde debia agachar la cabeza para no golpearse con Jas ramas mas bajas de los érboles. Luego le entregaba una 7” hhorqueta y le aconsejaba hacia dénde debia ditigitla para tirar correctamente de los racimos. «A Leandto le entu- siasmaba mucho que yo le ensefiara lo que papé nunca quiso ensefarler. Lo mismo sucedié cuando se metieron por entre el caferal. «Habla que tener mucho cuidado por- que siel fruro era abundante, los granos se desparramaban montafia abajo». —2Y cudndo aprendié Leandro a sacar de la tierra la ‘malanga o a cortar bien el racimo de plétano? Cuando ya habia cumplido 12 0 13 afios, Para en- tonces yo lo dejaba con la cuchilla que mamé usaba en la cocina y se iba juicioso para el sembrado a intentarlo una yootra vez, Era muy disciplinado, A veces se quedaba todo 4 dia en el platanal, solo, sin pararle bolas al sol. Yo me acercaba sin hacer ruido y veia que le daba y le daba, pero eran més las matas que dafiaba que el plécano que cortaba © la malanga que sacaba. Le gritaba: «Mi papa nos va a matar cuando vea que jodimos toda la siembral». Mi ad- vertencia le entraba por un ofdo y le saa por el otto: has- ta que no aprendia a hacer algo bien, no dejaba de inte: tarlo. Y, claro, cuando papd vefa todo ese desastre nos cogia a fuete a los dos. Todos los dias lo mismo? —El lo dice en un canto: «Se crio lleno de miseria/ allen la monotonia». 80 24 Jaime Un dia Jando llegé de donde Antonio todo seriote. «La ta te manda esto», me entregé Ia comida. «Yo me voy». Le pregunté que para dénde. «Hermano, aqui hay gallinas y puercos, pero yo no me voy a esclavizar mds por esos animales. Aquellos no deben estar recogiendo ningiin café porque ya hace muchos dias que se fueron, Vimonos para San Esteban». El siempre decia las cosas con mucha determinacién. Desde que lo recuerdo fue asi. Entonces me despert6 al amanecer, cog' la burra, lo ayudé a montar- seen ella y lajalé con el hico que fe habia puesto. Camina- ‘mos no sé cudntos kilémetros. Uno de chiquito todo lo ve grande, grande, grande, y todo es lejisimos. Pero sé que de veras caminé muchisimo porque se me envejigaron las, plantas de los pies. A veces me cansaba y me montaba un ratico en el anca, detrés de Jando, Pero la burra no andaba ¥ tenia que seguir jalindola. Llegamos al cafetal ya de no- che. Ni sé cémo fue que legamos alld porque yo todavia cra muy tierno las veces que me llevaron. Pero Hlegamos, vivos y sanos, «Qué vinieron a buscar», pregunté mamé cuando nos vio. Miraba para todas partes con ojitos de misterio, como con miedo de que papé apareciera. Le dije que Jan- do estaba muy abuttido en Los Pajales. Le eché la culpa a 1, aunque yo también estaba aburrido en aquella soledad. Mamé dijo que habiamos perdido el tiempo porque ellos se regresaban dos dias después. Ota voz de Erétida, que gritaba de contenta por ver nos, Nos abrazaba y nos besaba y no paraba de refrse. 81 En esas apatecié pap y yo cori, Con la cara que trafa, ya sabia que me iba a pegar por haber dejado la finca sola. «Ellos tiene que abusrirse mucho los dos solos alli», le dijo mamé. Erétida también nos defendid. A papé se le bajé la rabia. Luego dijo que mamé y las hermanas se de- volvian a Los Pajales, tal cual estaba previsto. Jando se iba con ellas y yo me quedaba con él y con David para que aprendiera bien a recoger el café porque, dijo, «Lo que no se ejerce se olvidar. Sabe qué creo yo ahora que mito pa’ ateés? Que algo dentro de Jando se rompié para siempre durante esos dias, pero ni él ni yo nos dimos cuenta en ese momento. Cuan- do Jando se mudé a San Diego, yo me fui vivir eon él, hasta que conoc{ a Maritza, mi primera mujer. Jando siempre le tuvo miedo al invierno, aunque yo siempre he sospechado que el miedo no era tanto a las tormentas como alo otro. La titima ver que lo vi se acordé de cuan- do se enfermé. Dijo que eta verdé lo que le habia dicho la curandera, que el demonio de la tormenta se le habia me- tido al cuerpo y que nunca més habia vuelto a salirde abt. ‘Sabe una cosa? Yo.me se sentia muy engreido de mi hermano, 82 Abel se cayé porque me le atravesé. El sabia que no lo habia hecho a propésito, pero le dio tanta rabia que luego dijo delante de mf: «Ese muchacho es un estorbo», Nacha no le contesté y su silencio la hizo cémplice. Ya yo venia con la rabiecita adentro desde cuando nos dejaron solos, pero ese dia me dio tanta célera, que los cachetes me ardian. Quise pegarles; gritarle a Abel cual- quier vaina que lo enfureciera, porque cuando uno tiene rabia quiete que a los demds también les dé rabia. Me con- uve. Corrf al campo y caf varias veces. En una de esas, rodé cuesta abajo hasta que me atajé un érbol. Paré oreja para confirmar que no habia nadie cerca y grité tan fuerte como balan los chivos cuando el perro los persigue. O como gritaba aquel maco al que mataton a pedradas. Llo- 16 de la rabia, También de miedo. ;Pa' dénde irme? Ese dia, 15 de julio, me llegé una melodia a la cabeza, una melodia que nunca habfa oido. Enconces principié a rimar palabras hasta que estuvieron 2 tono con la misica En esas se me fue la mafiana. En la tarde volvi a casa y le dijea Nacha: —Le guardé un regalo. —:Cual es ese regalo? —pregunté ella. —Es este —y le canté la cancién. Al principio quedé queca como la tuqueca, Zurumbé- tica, Tan callada que crei que le habia dado un yeyo. Luc- 0 ‘me sentia mejor. Como cuando uno vornita la comida que senti salir de la casa y caminar hacia el sembrado. Yo 83 Je ha hecho dafio. Cuando uno se quita de encima lo que Jo mortifica, leda a uno cranquilidad. Varios dias después Nacha se me acereé, agarré mis ‘manos y con la vor temblorosa y triste me pidié que nun- ca més volviera 2 cantar ese canto, Yo le dije que iba a ol- vidarlo, pero no senti remordimiento ni me disculpé. 2A. cuenta de qué debfa pedisle perdén? Ella me prometié que iba a cambiar conmigo, que ya veria yo cudnto me equiyo- caba, porque ella me queria mucho, lo mismo que Abel. Lo dijo con esa facilidad con la que algunos hacen el dafio y luego piden disculpas s6lo pa’ sentirse bien con ellos mismos. Quise creerle, pero yo tenia clarito que no cum- pliria, no habia que ser brujo para saberlo: Nacha necesi- taba el permiso de Abel pa’ mostrarme su carifio. Llegé otro dia y luego otro més. Fueron pasando las semanas y los meses, y ese olor de Nacha, que en los pri- metos afios se me metfa por réfagas en la nariz y me hacia sonreft, fue perdiendo fuerza. Ya no me importaba saber si me queria o no. Hasta que Ilegé el momento en que am- bos se me fueron convirtiendo en lo mismo que yo era para ellos: fantasmas que rondaban por la casa 4 26 Ouros que se volvieron fantasmas, porque nunca més he vuelto a saber de ellos, a pesar de que varias veces les he mandado razén, son Lazaro Cotes, Alfredo Gutiérrez, José Carlos y Herndn Mufioz. Todos quedaron de raerme un regalo, una grabadora, un ventilador, y nada que me lo traen, {Serd. que se les olvid6 dénde vivo yo? 85 27 ‘Me gustaba cémo sonaban las palabras cuando Exéti- da las leia en los libros. Los libros, esas cajas repletas de palabras. Poco a poco las fui memorizando para jugar lue- go con ellas. Las palabras son arcilla para construir a vo- luntad. Hay unas que sirven como fachada y otras que hay que dejar en la parte de atrés. Muchos afios después, cuando principié a frecuentar cen las tardes el parque Zapata, las muchachas decian que yo hablaba bonito. 36 28 En Los Pajales los dias no desaparecian tan rapido como en el almanaque. Se sucedian en calmas intermina- bles de calurosas horas estiradas en las que no sucedia ab- solucamente nada. El maftana se demoraba siempre en llegar. :Para qué afanarse? ;Por qué preocuparse por la es- pera? El futuro no llega porque el futuro no existe. Sélo existe el tempo de sembrar y el tiempo de cosechar. Se esperan, a veces, las lluvias. Pero las Huvias llegan una vez alafio, desde marzo hasta el veranillo de San Juan, aunque aa veces se extienden hasta los primeros dias de julio, y lo hacen de manera torrencial. A veces no llegan y hay que esperar el siguiente afi. O el que le sigue. Y entoneeslle- gan con més rabia. Cuando Abel y Nacha regresaron fue otra la monoto- nia, Abel usaba unas guairefias de suela gruesa que no ha- cfan ruido al pisar la tierra, pero su hijo aprendié a reco- nocer el sonido cuando todavia le faleaban varios metros para llegar ala casa. En ocasiones, Leandro lo ofa cantar de regreso con alguno de los hombres que lo ayudaban a trabajar el campo, su vor mezclada con el mugido de las, vvacas, como silos animales coreatan el estribillo. Una voz decia: «ieee, La mujer cuando es bonita, ella necesita tres cosas: buena cara, buena pierna, buena cadera famosa, cece», La otra contestaba: eBeee, bonita muchachita, si su ‘madre me la diera, le comprara una cartilla y en la escuela Ja pusieras. Nacha los recibia con una taza de café o de aguapane- 1a. A veces, los domingos, los visitaban Antonio, la mujer los hijos. Entonces entre ambas mujeres cantaban coplas el amor o de ese paseo llamado eLa pobre negra mia», 97 que afios después, fue el primer disco vallenato grabado con acordedn, el de Abel Antonio Villa, al que se le sumé ta guitarra de Guillermo Buitrago. O ese canto que para entonces estaba tan de moda por su alegria y picarescat Tengo una roza sembrada. Ay, con melén y pasilla Yo soy el hombre que pongo ala mujer amarilla Tengo wna raza sembrada ‘yuca, melin y dguacate Yo soyel hombre que hace que la mujer no se mate. De que te pongo te pongo, acaminar de rodillas Yo soy el hombre que pone ala mujer amarilla, Mientras cantaban, preparaban en el caldero de hierto sancocho de chivo o gallina rellena. Para lo primero, ade- mds de la carne, conseguian con tiempo los plétanos, el guineo, el ame, la malanga, la mazorca, la batata, la yuca, Iaauyama, la col, el aj{ dulce, el ajo, cl comino, el cilantro, la sal y la pimienta, La olla la repletaban con agua y ver tian en ella, al mismo tiempo, todos los ingredientes; la pontan luego sobre tres grandes piedras cubiertas con lefia ¥ esperaban dos horas a que estuviera en su punto. En medio de las cenizas desperdigadas por cl viento, a los ni- fios se les abria el apetito con los vapores de la sopa de los que sobresalian los olores del plétano, la mazorca y la pi- mienta, el olor dulzén del comino y, en especial, el intenso y penetrante aroma del culantro, una hietba muy comin en la regin. A eso se le sumaba el perfume del aguardien- te anisado que bebfan Abel y Antonio mientras conversa ban. El viento, usualmente limpio, se perfiumaba de place- res que cotrian sin detenerse en la anchura de Los Pajales, 88 Por el crujir del rescoldo, pero también por el calor de la candela, Leandro sabia hasta dénde podia acercarse al fue- gosin quemarse Junto con el arroz volado, la gallina rellena era la comi- da preferida de David. Era un plato zeservado para fechas especiales pues, salvo las aves que alimentaban con mafz y artoz y corrlan alegres y silvestres por los alrededores de la casa, y el aj criollo que Nacha preparaba con anticipacién y conservaba en una botella guindada junto al horno de lefia construido afuera de la vivienda, pocas veces habia dinero para comprar los ingredientes del relleno, amén de que eran escasos y habfa que encargarlos a Maicao, adonde llegaban por la via de la frontera con Venezuela, una linea imaginaria llamada Paraguach6n que los comerciantes intespetaban desde tiempos de la Colonia. La vida no era més que un desafio constante al tedio dela cotidianidad. 89 Pie {Sabes por qué cuando era nifio yo era tan parlanchin yy preguntén? Para que me vieran, para que supieran que ‘estaba ahi. El silencio era para mi lo que es la oscuridad para los que pueden ver. No ofr ningiin sonido era como estar perdido en una cueva en las profundidades de la Tie- 1a, Incluso cuando yo mismo me callaba, habia como un vacio, una ausencia de todo. ¥ habia miedo también. Mic- do a que me olvidaran o a descubrirme de repente en al- giin paraje solitario donde me hubieran abandonado mientras dormia. Sentia més miedo en el silencio cuando me sabia entre ellos, Como se siente més la soledad cuando uno esté acompafiado de mucha gente, Cuando erraba por Los Pa- jales, en cambio, no me sentia solo porque me dejaba lle- vat por la imaginacién. Bl olor de un drbol y la sensacién gue quedaba en los dedos luego de haberlo tocado, me llevaban a pensar cémo era su forma, lo que me daba la idea de que mi imaginacién era mayor que la de los que pueden ver. Mientras Erétida me lefa aquella novela, yo imaginaba cémo eran Efrain y Maria, Lo que llegaba a mi mente quizé no es lo mismo que imagina mientras lee alguien {que ha conocido la cara de un hombre y de una mujer. Por «so digo que la imaginacién de un ciego es més fértil. La tia decfa, por ejemplo, que si Maria era tan linda debfa de tener el cabello apretado que le caia en ondas, los ojos claros y la piel morena; y que él era mucho més oscu- 10 que ella, alto y de manos grandes y fibrosas, a pesar de set un hijo de familia distinguida. La tia imaginaba a Efrain igualito al hombre con el que esperaba casarse. Yo 90 en cambio crefa que Maria debia de ser gordita y cadero- na, con la piel oscura y velluda, las manos alargadas, las tetas chiquitas las piernas Fuertes, como recordaba, pre- cisamente, las de Erétida. Un periodista me pregunté una ver cémo podfa ima- ginar si nunca habia visto una imagen. Le dije que preci- samente por eso podfa imaginar més, pues no estoy limi- tado por la imagen como la conocen los que pueden ver, sino que yo mismo la creo en mi cabeza, «Mira nada més ‘cémo mi imaginacién puede ser mayor que la tuya, que ni siquiera puedes imaginar que yo imagino», le dije y me senti aplaudido con su silencio. 91 30 En Carta sobre ciegos para uso de los que ven, Diderot narra su didlogo con una joven ciega: —Sefiorita, imagine un cubo. —Bien. —Imagine un punto en el centro del cubo. fa estd. —Trace lineas rectas desde ese punto a los éngulos; entonces, habré dividido el cubo... —... En seis pirdmides iguales —agregé por si mis- ma—, cada una de ellas con las mismas caras, la base del ccubo y la mitad de su altura. —Es cierto, pero ;cdmo lo vio? —En mi cabeza, como usted. 2 31 Un padre que se avergtienza de su hijo, se avergiienza de si mismo. Me hubiera gustado irme de alli. Un par de veces lo pensé, pero sabia que si me iba seria para siempre y en Los Pajales tenia techo y comida. La solucién fue alejarme lentamente de ellos. Mi cuerpo estaba alli, pero yorno, Quin es uno lo decide uno, no los demas, ni las ad- versidades con las que nos parieron, ni el sitio donde naci- ‘mos, ni la pobreza ola riqueza, ni las dificultades con las que crecimos —en esa tierra hostil y desolada—, ni las imposiciones paternas, ni el desprecio de los familiares, ni la envidia de los amigos; tampoco el mal de ojo, ni las apuestas que muchos hacen porque fracasemos, ni las bur- las, ni el engatio de las mujeres o a deslealtad de los hom- bres, ni lo que otros te dicen que no puedes hacet —los que quieren cortarte las alas—. Cuando uno sabe quién ¢, lo dems no importa. Me bautizaron Leandro, no Jeremias. ;Para qué la- mentarme o sentir culpa por algo que no puedo cambiar? El que quiera sonrefr, que camine. % 32 Me puse el reto de sembrar un cafalito. Jaime me apo- 6. Lo primero que hicimos fue escoger el terreno. Jaime debia de tener unos ocho afios. Sin confiarle a nadie nues- tro secreto, arrancamos un dia desde la buena mafanita. Le preguntaba a cada rato qué tal estaba el terreno que pisdbamos y él me contestaba que no habfa agua cerca o que habia demasiado matorral para destroncar. Hacia el mediodia encontramos un paraje sabanoso que tenia una pendientica que en los inviernos podia ayudar a evitar que las aguas se empozaran. Volvimos a casa y Erotida nos ayudé a conseguir una pala, Me acostumbré a levantarme més temprano, cuando la brisa era fresca y el calor no iniciaba. Me comaba una taza de café cerrero, tan cerrero como la vida misma; de- voraba el chicote de yuca cocida o el plitano asado que ‘mami habia reservado para mi almuerzo el dfa anterior y ‘me perdfa caminando a lo largo del campo. Sabia hasta qué lugar exacto habja trabajado el dia an- terior por el tiempo que gastaba en llegar. A partir de ese mismo sitio continuaba arando. Luego me servi para lo mismo del canto de las aves. Los péjaros son territoriales. ‘Acada especie le gusta alardeat ce su propio espacio. Can- tan come diciendo «Aqu{ estay yo, aqui estoy yoo. Lo ha- ‘cen normalmente con una melodia diferente ala que usan pata el cortejo oa la que cantan como alarma cuando hue- Ten el peligro, Luego de tantos dias caminando por la mis- ma trocha, sabfa que al salir de casa ofa el canto de los guayaberos, luego entraba a la zona de las oropéndolas, gue son las que mis bonito cantan, y terminaba en terri- torio del sinsonte. 94 ‘Tenia una idea en la cabeza y no iba a dejar que se me fuera, Al principio hice el trabajo con mis propias manos. Guiado pore arrullo de la acequia, cavaba lineas rectas en el mismo sentido en que cafa la pendiente, La tatea diaria se convirti6 en rutina, A veces hay silencio por fuera, pero en la cabeza no. {Te has dado cuenta? Uno tiene como un ‘murmullo en la mente que no lo deja en paz. En cambio, ‘cuando repites todos los dias de la misma forma lo que has aprendido, la mente vuela y Ia angustia se calma: no hay rabia ni tristeza. Eso ayuda a que uno oiga lo que nos dice la naturaleza, Porque la naturaleza es més sabia que el hombre, y siempre nos habla Asi supe que las melodias estan en el aire, que no hay «que romperse los esos inventandolas porque nos las tega- lan la alegria de los péjaros y el silbido del viento y l susu- rro de las hojas al acariciarse y el murmullo de las aguas y las voces de los animales y el ulular de los mochuelos y el ctujido de las ramas al caer y el grufiido de los cerdos y el zumbido de las abejas y las pisoteadas de los ciernpiés y las hormigas y el aleteo de las mariposas, Eran estos los sonidos que ofa mientras trabajaba. Estos, y el latido de mi corazén, que era calmado, salvo cuando la belleza se me ‘metfa por alguno de los sentidos. Era esa la misica de un mundo que nunca vi. La misica de los poetas, Esos momentos cran bellisimos. Todo lo que necesita- ba lo tenfa conmigo, dentro de mi cabeza, en mi mundo. La soledad era imponente, pero no dolfa. Tampoco el si- lencio, porque era un silencio escogido. El silencio dice ‘mds que las palabras. Las palabras ocultan lo que somos. El silencio en cambio nos enfrenta a nuestros miedos, alos dios, las envidias, los resentimientos. EI silencio es nucs- to espejo. Por eso la gente le tiene tanto miedo. Estaba lejos de casa y cuando uno ve las cosas de lejos, las ve mejor. 95, ‘A mi me tocé pararme solito, A veces cantaba para ofr mi propia voz o gritaba para oir el eco que devolvian las montafas, Gritaba también para hacerme fuerte. Silbaba y tarareaba todo el dia. Silbaba el canto de las aves, particularmente el de aquel que habia oido al amane- cet y quedaba dando vueltas en mi cabeza, en ocasiones hhasta que regresaba a casa, Taraceaba también las cancio- nnes que ofa alos jornaleros, canciones que no sabia quién las habia hecho. Aiios después me enteré que hacian parte del repertorio de Bolafios, de Emiliano, de Juan Musioz, de Morales. El presente es muy breve cuando uno es feliz, En cam- bio, cuando a uno lo arormenta un dolor 0 un desespero, quicre que esa vaina pase pronto. Entonces el presente se demora mis en convertirse en pasado. Lo que mis me gustaba de trabajar en el campo y lejos de casa era que tenia un espacio mio para pensar, para in- ventarme preguntas que luego le llevaba a Erétida a pesar de que no todas cenfan una respuesta o de que, en ocasio- nes, a respuesta que buscaba la encontraba yo soit. Para pensar hay que volver al campo. Lo digo después de vivir tanto tiempo entre ciudades, de San Diego a La Paz, de La Paz a Valledupar. Hay que volver siempre al campo. ‘A veces la vida te ayuda a conseguir cosas, pero hay otras que no. Sabes por qué? Porque a veces la vida quiere que nos hagamos fuertes en algo que es importante para nosotros. La gente insiste ¢ insiste en conseguir eso que se ha propuesto sin entender que Dios le ese’ hablando, en- tonces la vida se encarga de poner las cosas en su puesto. ‘Como no es lo que queremos, nos amargamos la existencia. Por eso, cuando vi que Dios me querfa solo, no luché contta fl, Me die: «Si El no quiere que eso pase ahora, seguramente pasar después». Y si no sucede, pues ni modo. Yo trabajaba hasta muchas horas después de que el calor no me quemaba. Al azote del sol uno se acostumbra. 96 La piel se cuarteaba y los rayos del sol se me metian hasta la médula de los huesos. Aun asi, cada dia habria querido demorat lo mis posible con tal de estar lejos de casa Volvia cuando principiaban a chizriar los grillos. Ca- minaba despacio porque al tiempo hay que restarle impor- tancia, Sino existen ni el dia ni la noche, el mafiana es hoy. O puede ser antier. La vida tiene sus propios tiempos y son a estos a los que hay que ajustarse. No tenia afanes, en fin Sil relojse detenia, tanto mejor. La paciencia es la prueba més veraz de amor a la vida. Quien vive con rapidez no la disfruta. Hay que aprender la paciencia de los Arboles, que chan raices, demoran mucho tiempo en crecer y mueren en el mismo lugar, testarudos, sin dejarse arrastrar por la fuerza de las tormentas 0 las caudalosas corrientes de los Hos. El sicmpo es paciencia porque va y viene. Si yo hubie- rasido un farolén que lo quiere todo facil y répido, nunca hubiera aprendido a desyerbar el campo, a desmontar la tierra, a sacar completos la yuca, el flame y la malanga. Me demoré més que el comtin de las personas, pero lo disfru- té. Con sus alzas y sus bajas, lo disfruté asi, con paciencia, la herida san6. No pasé de un dia para otto, pero sucedié, Muchos afios después, alguien me ley6 tun cuento so- bre un viejo pintor chino condenado por el emperador a que le arrancaran los ojos y le cortaran las manos por pin- tar el mundo demasiado hermoso. ¥ yo entendi que ese fue el mundo al que de pelao me aferré. ”7 Bel Cada edad del hombre trae lo suyo. Ahora también soy feliz cuando los amigos me buscan al final de la tarde para que les cante mientras ellos se divierten bebiendo con Jas muchachas, pero no voy a negar que echo de menos aquellos dfas en que estaba solo y tenia todo el tiempo del mundo para no hacer nada, salvo vivir. Erdtida a veces me acompatiaba y me ensefiaba dénde y cémo debia cavat. Nunca le pedi que lo hiciera por mi. Me hubiera perdido el respeto como hombre. Tve que sacar fuerzas para mover el apero: me caf varias veces en los surcos que habfa hecho y estuve a punto de quedarme sin una mano por un golpe que me di. Sin contar el calor. Por cuenta del sol me acostumbré a mantener los ojos ce- rrados. Pero nunca me le rendi: yo soy como el cardén, guajiro, que no lo marchita el sol. 98 34 ‘Abel y Nacha supieron del cafalito por boca de Eréti- day Jaime. Ninguno de los dos dijo nada, ni Abel ni Na~ cha, Ni para bien ni para mal. Mi hermano Eustacio Diaz Figueroa, en cambio, decidié visitarlo cuando la cana es- taba en su punto de corte. Le gust6 y me propuso un true- que: me entregaba a su burro, al que llamaba Medina, a cambio del cafalto, Esa tarde volvi a casa en mi burrito. Estaba alegre, pero también preocupado: era la prime- ra vex que ganaba algo y eso implicaba una responsabili- dad. Ya no podia decir: «Yo no puedo hacer eso porque soy , Lo dije en broma, pero sabia, porque habia olido todavia cn la distancia, que se aproximaba un tremendo aguacero, «-Que va a llové con este tiempo tan malsano?», dijo la sefiora, incrédula. Y rematé con una frase dicha al viento mientras yo ofa que caminaba de espaldas a mi: «Este pe- lao esté por volvése loco». No alcanzaron a pasar diez minutos cuando se regé la sierra con un voraz aguaccro. Todo pasé tan ripide que no alcancé a llegar a Los Pajales y tuve que volver corriendo a ‘meterme en la casa de esa seftora hasta que la lluvia se cal- 1mé. Llegé el marido de ella y la mujer le dijo que yo era brujo. «De dénde sacé esta idea esa vieja?», pregunté para mis adentros. «Vea, pues», dijo el sefior, «un ciego que ve el fueuro>. En esas iba Abel pasando por ahi, camino a Los Paj les. EI hombre le grit6: «Abel, este va pa’ adivino», En cuestién de segundos mi pecho se abulté y una sonrisa se dibujé en mis labios. A pesar de que sabia que yo no era nningéin brujo, senti recorrer por las venas una suerte de orgullo y amor propio, no tanto porque alguien creyera en mis palabras, sino porque esa persona me daba bombos delante de Abel. Si hubiera sido otra la persona que en ese momento pasara por alll y este sefior, o su esposa, le hu- biera hablado de mi supuesto don, seguramente no me habria importado. Pero fue a Abel a quien se lo dijo. De uy modo que senti que ese breve elogio de apenas cinco pala- bras era un desquite Pero él, Abel, fue el mismo de siempre: «No le pare bolas, que ese hijo me salié loquito y habla lo que no debeo, le aconsejé al seior, quien asu vez le contest: «No, loco no esté. El muchacho es inteligentes, En ver de ale- grarme sent{ entonces una punzada en el estémago de adi- viinar, esa ver si la rabia con que Abel recibiria esas pala bras. Lo senti acercarse. Me agarré con fuerza un brazo, quizé el crefa que yo iba a salir cossiendo, y dijo: «Qué inteligente ni qué ocho cuartos: no ve que tiene los ojos podridos». La sefiora corrié a decirle;a voz en cuello, «No lo tate ast: a lo mejor es ciego porque en vez de ojos tiene un par de bolas de cristal de las que usan los adivinos para anticiparse al fururo>. Abel no le hizo caso. Ella insistié: «Este pelao es de los que ve con los ojos del alma». Abel centonces me jal6 de la oreja y me llevé casi a rastras hasta el camino hacia casa, mientras decia en vor alta: —Embia. 18 Nacha me despert6 al amanecer del dia siguiente. «Te buscan», fue todo lo que dijo. «ZA mis, aleancé a decie. rei que se habia confundido de hijo y segui durmiendo. ‘Mi hermana Silvia vino a lamarme ala estera. Menciond los nombres de gente que yo no conocfa, Pregunté quiénes eran y por qué me buscaban. «Hmm», dijo Silvia. Pensé que bromeaba. «gHoy es 28 de diciembre’, se me ocurrié preguntarle. Ella rio y me dijo que la vaina era en serio, que en la puerta de fa finca habia mucha gente que me buscaba ‘Me levanté, sali a la puerta y of la griterfa. Uno dijo «Ese es, ese esl. Yo seguia medio dormido y no entendia qué pasaba, Erétida se me acercé. «Ti y qué lei el futu- 102», dijo como burlndose. No sabia si reir 0 esconderme. La gente comenzé a preguntarme vainas que yo no tenia por qué saber. Era tal fa bulla, que Erétida ordené hacer una fila por orden de llegada. Cada quien empez6 a gritar que habia llegado de primero. De repente todo aquello me parecié divertido, Agarré la mano de cada uno y me detu- vea contestarles lo que cada quien queria saber. ‘De un dia para otro Los Pajales se convirtié en un lu- gar de peregrinacién y yo en adivino. Haba una romeria de mujeres, particularmente muchachicas —de esas que tanto me gustaban—, buscndome para que les predijera 1 futuro. Iba gente extrafia, ban curiosos, ban familiares que yo ni siquiera sabia que existian, Gente de la serrania delos Motilones, pero también de la Sierra Nevadas gente de Barrancas, de Hatonuevo, de Tocaimo, de Papayal, de Machobayo, de Riohacha. Una vez incluso me visitaron unas que habfan viajado en mula desde Valledupar. 19 Llegaban tantas mujeres que bromeaba con la tia y le pe- da que ella también hiciera el papel de hechicera Todas venian y me extendian sus manos, «Leandro, descfra la linea de mi vida», me pedtan. Volvi a hacer lo mismo que habia hecho cuando «predije» el aguacero: uti- lizaba el sentido comin. Asi, si tocaba a mi puerta una persona adulta, me bastaba con conocer dos o tres datos de su pasado para pronosticar su fururo. La mano de una mujer te dice cémo es ella, Con el tacto sé mas de una persona de lo que sabe el que la ve. Todo lo que sé de las mujeres lo sé por haber cocado tantas manos durante aquellos afios. Me causa el mismo placer tocar sus manos que el de un hombre que ve cuan- do mira a una mujer, ‘Una ver of que a los ciegos en Grecia les atribufan el don de la clarividencia ‘Aqui llaman clarividencia al autoengafio: dime lo que quiero oft. ‘A todas las engafiaba para que me quisieran. Por eso accedi al juego. Sillegaba a casa una muchachita de 12, de 14 afios, y ‘me preguntaba qué le iba a pasar cuando grande, yo pen- saba: «Qué muchachita a esta edad no vaa estar pendien- te de un noviecito?>. De pronto resultaba cierto que la muchacha tenfa su pretendiente, Si el tal muchacho no cexistia, le decia a la nia: «Tienes que tener pacienciay. A sa edad, cuando la mariposa no ha terminado de romper su crisilida, todos los jévenes son iguales: creen que el mundo gira alrededor de ellos. —Veo en tu mano que tienes un pretendiente. —Ay, Leandro, zeémo va’ se eso, ve? —decfa, con la vocecita toda timida, Si, sefiorita, tienes un enamorado —enfatizaba mis palabras para que no quedaran dudas. 120 | I | | } —2¥ vaa llegé pronto? —preguntaba entre frasecitas nerviosas —Més pronto de lo que crees. Tienes que estar pen- diente porque te pueden proponer matrimonio. —Ay, Leandro, ji si ere bueno pa diviné! —la nifia ponta la vocecita asf, coda recatada, toda pudorosa, y yo la imaginaba, mientras me ofa, dando saltitos de felicidad @Por qué les decta esas cosas? Para que fueran felices. {Hay algo mejor que un hombre pueda hacer por los de- més que alegrarles la vida? a gente quiere conocer su futuro, y cuando conocen el que realmente es, no saben qué hacer con él. Es muy duro para una persona saber que su destino no es como lo ha pensado. Muchos se paralizan. Por eso les decfa a todas cllas cosas bonitas, asf la mente me estuviera diciendo lo contrario. Cada persona lleva a cuestas su propia tragedia. Entre mds la calle, més la mortifica. Asi sea a punta de embustes, por qué no decirle al otro lo que le arranca una sonrisa? No todo fie un asunto de sentido comin. A veces se sumé también la informacién, Cuando me contazon su historia las primeras personas que me buscaron para que les adivinara el porveni salié a relucir la gente del entor- no de cada uno de ellos, asi que cuando estos otros me buscaron, ya yo sabia quiénes eran y qué les preocupaba, Cuando mis palabras coincidian con lo que luego le suce- diaa alguno de ellos, mi fama como adivino se acrecenta- ba, ¥ cuando andaba por el mundo montado en Medina, los vecinos me saludaban. 121 44 —lvo, zeusndo crees tii que tu papd se encontrd a si mismo? —Creo que como alos 11 0 12 afos. —zEn la época en que sembrd el cafalito? —Yo dirfa que ah{ nacié el germen. La soledad, el si- lencio, los sonidos de la naturaleza. Que le gritara a las, montafias para que le devolvieran el eco era una manera de enfrentarse asf mismo, Pero eso no contesta tu pregun- ta. Desde muy nifio, él siempre buscé lamar la atencién, que la gente lo quisiera, que lo tuviera en cuenta, Cuando sucedié el cuento del adivino, Leandro se dio cuenta de que mucha gente crefa en él. Fse fue ef momento en que se encontré cara a cara con Leandro Diaz. Entendié su capacidad para hacer muchas cosas que desde nito le ha- bian dicho que no podta hacer. —La palabra tiene poder, pero él logré torcerle el pes- cue. —El se dio cuenta de que tenia una sensibilidad dife- rente de la de los demés. Lo que pasa es que en ese mo- mento Leandro sabla que engafaba a las mujeres que crefan en sus dotes de adivinador. Pudo haberse ganado la vida haciendo eso, peto cteo que intufa que no era lo suyos que la vida lo tenia reservado para algo mayor. 122 45 Lanoche del 22 de febrero de 1946, viernes de carna- val, dos dias después de mi cumpleafios ntimero 18, llegs 4 parrandeara Los Pajales el abuelo José Luis Diaz, que era buen misico y tocaba ahora un acordedn con dos hileras y media de pitos y ocho bajos, de esos que llamaban «dos y medio». No era la primera vez que el abuelo nos visitaba ‘Antes usaba uno de una sola hilera con diez botones en el caballete y apenas dos bajos que sonaban luego de tocar un par de botones con forma de cuchara, de los que se conocian como eacordedn de cuchara El abuelo sabfa mucho de acordeones porque habia caminado toda la regién, desde Riohacha hasta la Zona Bananera, desde El Paso hasta Sabanilla, Paraba en los, pueblos que quedaban junto al so 0 abria caminos que no existian. EI me habia contado, varios afios atrés, que el primero de esos aparatos lo habia traido al pais un marine- ro que llegé a Riohacha desde las islas del Caribe y lo ha- bia comprado en Colén o en Nueva Yorks y que los miisi- cos de aqui preferian los Hohner que venian de Alemania, cn lugar de otras marcas de Tealia 0 Francia. Ami me gustaba mucho oitle los cucntos. Tenia gra- cia para contar las cosas y siempre mezclaba las historias del acordedn con las canciones que habia aprendido en los recorridos. Decfa que asf hacfan los acordeoneros en las noches calientes en la Zona Bananera: contaban y canta- ban al mismo tiempo, que fue lo mismo que hicieron ly Jos compadres con los que viajaba, los dos dias que eseu- vieron en la casa. Luego de esa parranda en la que no durmié nadie, el abuelo y sus amigos se mazcharon con sus acordeones a 123 cuestas por el mismo camino por el que habfan llegado, pero nos dejaron en el aire unas ganas de hacer cosas nue- vas, particularmente en Nacha. Después de que su papa contara tantas historias del mundo y sus placeres, a Nacha se le dio por el cuento de que queria salir de ahi, visitar otros pueblos, conocer otra gente. Al principio decia las cosas de una manera esponté- nea que a todos nos hacfa gracia. Pero llegé un momento ‘en que las frases sueltas se convirtieron en candela y prin- ipiaron a aburriznos a todos, en especial a Abel, que para entonces se habia atrincherado en otro campo de batalla y habia vuelto a sembrar su semilla en tierras virgenes y fer- tiles, En tanto, la cercanfa de Chico Bolafios, de mi abuelo y’de sus otros amigos me reforz6 la idea de que yo también podia ser misico. No sabia tocar el acordedn, pero ya ha- bia compuesto mis cancioncitas, como aquella que llamé «La juventud de la sierra», y otra, «Los traicionados», y tuna més: «La azucarera», Me acuerdo de que por esos dias yo le hacfa un canto, que terminé al afio siguiente, a la reina mora, una mujer de la que se hablaba mucho porque tenia carro y tenia avién, siete empleados, nevera, una planta moderna y dos parlantes para poner una estacién. Me dije: «Si quiero ser mtisico, debo irme de aqui». No queria irme por los motives de antes. Ahora era una necesidad: queria recorrer el mundo, igual que el abuelo, mientras encontraba lo que desde siempre habia perdido. O lo que nunca habia tenido. Vivir dos, res, cin- co meses en un mismo pucblo, para luego desaparecer de alliy colgar la hamaca en otro lugar. 124 | | | | | 46 Erétida Fue en esa época que Leandro se aficions a oft el radio receptor que habia en una tienda en Barrancas, Se iba para alld desde la buena mafianita. A veces llegaba y tenia que esperar porque todavia no habian abierto. ¥ ahi se queda ba hasta que cerraban. Le gustaba mucho un programa que se emitia desde Barranquilla en La Vor de la Patra, llamado De todo wun ‘poco. Ahi oy por primera vez el nombre de Pacho Rada, ‘a quien le habian grabado eL.a sabrosita» y «El botén de oro», y les seguia la pista alas orquestas Emisora Fuentes Jazz Band y Emisora Atlantico Jazz Band, de la que reco- nnocfa a leguas la vor de su cantante, Castillta. Un par de afios atts se habia obsesionado con oft a esta orquesta en. vivo y en directo, por la cercania de Hatonuevo, en una fiesta que hubo en la casa de la sefiora Anita Castro, en. tuna esquina de la plaza Marfa Concepcién Loperena, que ahora llaman Alfonso Lépez, en Valledupar, en la que Pa- cho Galin, Antonio Maria Pefialoza y Guido Perla, que era su director, conocieron a Chemita Gémez, de quien srabaron la historia del «Compa'e Chipuco». Fue el pri- mer disco en aire vallenato que salié a la venta. Estaba de moda el son cubano, y como Gémez les habia entregado cl canto en Valledupar, cuando lo prensazon en Chile, le pusieron al disco del sello Odeén «Son vallenato Ese muchacho ofa tanta radio que yo alcancé a pensar que no estaba bien de la cabeza. Nadie puede pasarse un dia entero pegado a un aparato. El dia que conocié ese invento, corrié donde mi cufiada y le dijo: «Mam, mam, Llegé el progreso a Barrancas. La radio va a cambiar la 12s historia». Leandro estaba tan emocionado que casila hizo correr hasta el pueblo para mostratle el descubrimiento. Ya més adelante, cuando sacé mujer y se mudé a San Diego, su compadre Lucho Quintero le regalé un transis- tor que parecia como si estuviera soldado a su orej. 126 | { | 47 A principios de octubre de 1948 tuve un suefio, Una vor me decia: «Vete. Ya esta bueno. Tu futuro no esté aqui. Al otro dia lo recordé y decidi salir dela sierra con Aarén Ortiz, Nos cayé un aguacero en el camino que casi nos hace regresar. Por fortuna no hubo ni rayos ni truenos. oral, llegamos a Hatonuevo yal dia siguiente, 4 de octu- bre, tio Chema, que ahora vivia en Paraguachén, bajé al pueblo y me puso a cantar en la plaza principal. No nece- sitaba ver a los que me ofan para saber lo alegres que esta- ban coreando mis cantos. Uno de los que estaba en el parque, Marciano Ortiz, se aceroé a felicitarme. Hablamos un rato y nos caimos bien. Al dfa siguiente me llevé del brazo hasta El Pozo, donde habia una parranda de politicos, y me present6 con todos diciendo que yo era cantante. Canté unas tres 0 cua~ tro canciones. Al final me devolvieron en carro ala casa de los abuelos. Fue la primera vez que monté en una méqui- na de esas. Ese dia lo senti diferente de los demés. Habia el mis- ‘mo calor, el mismo olor a chivo envuelto con el viento limpio, pero al tiempo todo era nuevo para mi, Las risas, los chistes, las voces, la alegria, el humor de la gente. Ese dia, también hice una amiga: Josefa. En Hatonuevo habia una cadena, que era como les decfamos a los retenes que hacian los guardias para con- trolar el contrabando: cruzaban un palo largo de un lado a otto de la carretera. A veces usaban hicos en ver de palos. Al otro dia Josefa me dijo: «Leandro, vimonos para la ca- dena». Alguien alli cumplia afios y otra vez canté. Como Chico Bolafos ya me habfa ensefiado a diferenciar los 127 aires, entendi que lo que més queria oie el pablico eran merengues y puyas, en especial ese canto que decfan que hhabja compuesto Francisco Moscote, que dice: La chencha me dijo ami, que iba a ser un estanciero, pero se queds esperando, ‘a miel para los buriuelos. ‘Alla gente le gustaba que yo cantara porque lo hacia con gracia, pero también, lo sabia, porque les llamaba la atencién mi ceguera, que no pasaba para nadie desaperci- bida. Unos se burlaban y otros la lamentaban. Me moles- taba tanto lo uno como lo otro, y si me hubieran puesto a escoges habria preferido la risa antes que la listima, Nadie tenia razones para compadecerse de mi porque la ceguera no era un tormento, como los ofa decir, ni tampoco era el castigo por un pecado que Abel y Nacha habfan cometido, y que a todos les intrigaba mucho saber cual habia sido. Unos decfan que su pecado era no haberse casado, aunque hhabja otros paps que tampoco se habian casado y no ha- ian tenido hijos ciegos. Mi pena mis grande, me repeti en silencio, era esa otra. Pero la genee sélo ve por encimia lo que no quieren que les suceda a ellos. Muchas veces me han preguntado si me gustaria ver. No sélo me lo han preguntado los amigos. También lo han hecho los periodistas 0 gente que uno conoce por ahi Todos viven con mucho miedo. A veces creo que se lo in- ventan para suftir. Yo, que soy el que no ve, no me preo- cup por es0, Hasta el punto de que se me olvida que soy ciego. ‘También los médicos creen que yo soy como soy por- que soy ciego. Uno me dijo: «Mie, para saber de dénde vino su mal hay que hacerle un examen en el cerebro». Le Ls contesté: «Doctor, si usted me asegura una operacién que ime cute, le presto el cerebro» Me salié con el cuento de que ese examen era para una investigacién que le iba a servir a toda la humanidad. Querfa ganar gloria a cambio de que yo quedara como un, vegetal, ;Bonito asi! Insistf: «No, sefior, no me voy a pres- tar para congjillo de la ciencia. Yo he vivido muy feliz con mi cerebro, me he defendido muy bien con él todo el tiempo que Dios me ha dado, como para exponerme aho- raa que usted me deje peor. No, sefior médico, le agradez- co mucho». No quise hacerme ese examen porque no me asegura- ba nada y yo tenfa ya una buena vida con mi cerebro. ‘Alla pregunta aquella de si deseo ver, respondo: «Me habria gustado tener los ojos buenos para complacerme con la belleza desnuda de las muchachas en flor, De resto, no me hacen falta los ojos» 129 48 ANacha no le importé saber que me habia hecho mii- sico, Las demas mamés fregaban a sus hijos tan pronto se enteraban de que tocaban acordedn o de que eran buenos para versear. Decfan que los misicos eran parranderos y no servian para nada, salvo pa’ beber ron. Nacha, en cam- bio, nunca dijo nada. Creo que no me neceé con eso por- {que su papé era acordeonero y habfa varios miisicos en la familia. Es que eso de ser parrandero lo traigo en la sangre. ‘As{ naci, asi me erie y asf voy a morit. La nueva mujer de pap, en cambio, despreciaba mis cantos. No podia ofrme cantar porque enseguida se le daba por la cantaleta. A veces yo llegaba con mis amigos a la tienda que ella tenia en Hatonuevo y se le daba por la gritadera, Decia, «Erda, ahora si estoy linda yo, zeh? Con el radio picd este en casa». Una ver estaba ahi y Hegé mi hermano Jaime y le pidié en préstamo veinte pesos. LY tii que vai a hacé con veinte pesos, ve? —pregun- 16 ella entre risas, —Es para una vaina mia —le dijo él con cierto miste- tio, —Si no me dect, no te los doy. —Son pa’ regaliselos a Leandro para un viaje que vaa hacer. — Erda, bonito —dijo ella, ahora con la vor seca y en ono de molestia—: To'el mundo tiene una adoracién con el radio pics ese Ese dia estaba ahf también un sefior que oyé todo aquello y le tenia pique a la nueva mujer de Abel. Enton- ces el hombre dijo: 130 —Ve, Leandro, si necesatai la plata, aqui la tenei —y me dio yeinte pesos. —Ahora si ‘tamos bien lindos —repiti ella, burlin- dose de mi—: To'el mundo adorando al Dios de la tierra, iBendito radio pics! Esas palabras me dolieron. Me dio tanta rabia que ahi mismo se me prendié la chispa y le compuse un canto para que se mordiera la lengua, porque diecisiete méiscu- los tiene la lengua y hay que ver lo que duele cuando uno se la muerde. De las palabras que of, una sola me gusté, ‘porque canta Leandro Diaz lo aman radio picb De burla que me tenian, ‘por una ola tontera, ‘porque canta Leandro Diaz, to aman Dios dela terra Voy at poné un telegrama, ala nacién de Inglaterra, (pa que vengan de Alemania, ‘aconocé al Dios dela tierra Por todo lo que me pasa, ast creen que mal me hicieron, voy a mandé a deci a Francia, que Dios vive en Hatonuevo. BI 49 Un afio después, en 1949, Leandro contrajo virucla, una enfermedad contagiosa que aparecia con erupciones en la piel y podia ser letal. Durante varios dias la fiebre y el dolor se apoderaron de su cuerpo. Todos en el pueblo se enteraron y en uno de sus cantos Leandro se queja de que Ja gente huta al verlo. Los vecinos de la familia Diaz Duar- te dejaron de visitar la finca. En palabras del mismo Lean- dro: «Por la puerta pasaban como la bisa». Esto lo afects visiblemente, Durante la enfermedad, Nacha fue la tinica que estu- vo siempre a su lado, cuidéndolo. Al verlo al borde de la muerte, la enfermedad significé un cambio en la relacién dela madre con el hijo. a viruela le dej6 a Leandro marcas en la espalda, 132 50 Conocf a Carmen Diaz, hermana de Leandro, en su ‘casa en Hatonuevo. Vestia con un camisén blanco con arabescos grises y una argolla pequefia en cada oreja. Le dije mi nombre y le conté en lo que andaba. «¥ ti que quetei sabé de Leandro», pregunt6, «Todo lo que puedas contarme». Se volteé a ver ala muchacha asu lado, «And al patio y trdenos unas sillaso. La joven volvié un par de segundos después, caminando igual de lenta, como con flojera, y cargando entre brazos varias Rimax, una sobre otra. —Soy medio hermana de Leandro —se present. —iEres hija de Maria Ignacia? —le pregunté al recor- dar que, antes de iniciar su relacién con Abel Duarte, Na- cha Diaz habia parido dos hijas. —Nacha era mi abuela. —zTu abuela? —Mi mamé fue una de esas dos hijas que tuvo Nacha antes de arrejuntarse con mi papa. —Bardjamela més despacio —dije sorprendido. —Mi mama era hija de Nacha. Se llamaba Nicolasa Diaz Palmezano. Salié prefiada por primera vez cuando tenia 16 afios y mi papa, Abel Rafael Duarte, ya habia cumplido los 34. Tuvieron ocho hijos. —A ver si entiendo —no salia de mi asombro—. Por el lado paterno, eres hermana de Leandro y por el maver- ‘no, sobrina. —Siempre nos traramos como hermanos, a pesar de que él era veinte afios mayor que yo. 133 todos tus hermanos viven aqui, en Hatonuevo? —Agui estamos sdlo tres. Edith, que vive por los lados de la sierra; Jaime, que esté ahi al frente, y yo. —Estoy hecho un rompecabezas... Cuando tu pap dejé a tu abuela, ella se mudé a la casa que en este mo- mento tengo al frente. —Mi papé y mi abuela nunca se separaron. Vivian en ‘Tocaimo junto con mi mamd y mis hermanos mayores. Por ahi como en 1951 se mudaron todos para acd. —2¥ tu mamé vivia ahi, en la misma casa donde tam- bin vivia tu abuela con sus cinco hijos? —Mamé vivia en aquella casa. —Sefalé la casa ubiea- da en la esquina, al otro lado de la acera, a tres casas de distancia de la de Nacha—. Ahi nact yo. —Me pregunto qué pudo haber dicho tu abuela cuan- do se enteré de que su hija mayor tenia telaciones con su marido, ~cQué iba a podé deci? {Nal Era su hija —oontesté casi ofendida—, Una de mami cémo va a sali de pelea con tuna hija por algo asf. —La respuesta soné l6gica, pero me costé asimilarla durante unos euantos y largos segundos, —Bueno, no sé... —balbuceé en monosilabos—. Quins Nacha hubiera podido no volver a aceprar en su. cama a tu papa después de que supo que él habia dejado embarazada a su hija, —gUsté de ‘onde €& —pregunté—. Una como mujé no puede dejé al matido que le tocé.... Las cosas han cam- biado y ahora la mujer también gana su platica. Pero en ese entonces, gpa’ énde iba a cogé una? —Tienes razén. —Sabfa que mis palabras sonaban falsas—. Cambiando de tema, zsabes en qué afio se fueron todos ellos a vivir a Tocaimo? —La fecha exacta no se la tengo, pero fue mucho des- pués de que mataron al politico. 134 —;A cual politi pregunté con cierta timidez. Pensaba que la légica con la que se resuelven los proble- ‘mas en esta regién era muy distance de la mia. —A uno que mataron en Bogota. Era un politico tan importante que Jando le compuso un canto. Ese que dice: Se acabs, se acabé, El viejo Jorge Gaitén Era el bombre més grande Elcaudillo del Partido Liberal. No me queda clara la relacién entre el asesinato de Gaitén en Bogotd y el viaje de tu familia a Los Pajales —le comenté. ' Qué relacién puede exist? Ninguna! Usted lo dni- ‘co que tiene que sabé es que ellos se fueron a vivia’Tocai- mo después de que mataron a Gaitén. SL No habfan pasado quince minutos de conversacién con ‘Carmen Diaz cuando Ilegaron de visita a su casa sus herma- nos Wilmer y Urbano. El destino se confabulé a mi favor, ya no tendria que viajar a Planeta Rica, en Cérdoba, para entrevistar a este tiltimo. Urbane es moreno, de 1,70 m de estatura, nacié en 1940. A los 19 afios, mientras trabajaba como tejedor de sillas, comenzé a perder la vista y alos 30 quedé completamente ciego. «Lloraba y no queria sali de ‘mi casa para que nadie me viera», dice hoy entre risas al recordar aquellos diez afios en que se dejé llevar por la tabia contra Dios, contra su destino, su familia, sus pa- dres, contra a gente a su alrededor, contra la sociedad en- tera. Resentido con la vida, culpaba de su desgracia a todo el mundo, incluso a s{ mismo. «Una cosa es no ver de na- cimiento, como mi hermano, y otra haber visto toda la belleza de las mujeres y el verdor del campo y luego ya nunca mds poder hacerlo», Urbano enfienté la ceguera de forma diferente a Leandro, que solia decir: «Siempre he vivido conforme. Hay gente ingrata con la humanidad, inconforme por lo que no consigue o lo que no tiene, ¥ so les da mala vida. Yo no» Alllimive de cumplir Urbano 40 afios, una mujer que llegé a su casa, cuyo nombre no quiere recordar, lo ena- mord y ese amor por ella le hizo olvidar el dolor y la rabia Usted sabe que las mujeres son las que nacen repletas de amor y a los hombres nos toca salir a reclamarselo», dijo 136 con tal seguridad que alcancé a creer que, efectivamente, yo lo sabia Se reconcilié entonces con la vida. Volvié a la calle, se reencontré con los amigos, conocié a otros nuevos, pa- rrandeé con todos ellos. Estuvo junco a esa mujer por més de dos afios, hasta que se enteré de que le era infel «por- que él era ciegoo, afirma entre rsas que ella le dijo sabien- do que la infidelidad corre pareja para todo el mundo, sea uno ciego 0 no. «Ciego es quien se niega a aceptar que no hay amor donde quiere creer que lo hay». Por eso la dejé. Lo que no abandoné fue la parranda. Siguié el cami- no de su hermano y comenzé a componer cantos. Su me- renguito «Si la vieras» fue grabado por los hermanos Lé- pezen la voz de Jorge Ofiate mucho tiempo antes de que ellos mismos hicieran lo mismo con las canciones de Leandro. Desde entonces se gana la vida cantando. Ya le hhan grabado veinticineo de estos cantos y afirma que con- serva inédivos més de doscientos. ‘Tan pronto supo el motivo de mi presencia en casa de su hermana, tom6 la palabra: «Vea, la cosa fue asi: como Jaime estaba ya grande, mi abuela Nacha me ordend que anduviera pegado a Jando y le sirviera de eso que llaman lazarillo, Yo tenia como ocho afios y él ya andaba por los 20, Cuando se le daba por ir a Hatonuevo, se me acercaba y me decia, “Urbano, vamos para el pueblo”. Como era hhabladorcito, tenia sus tantos amigos. Cuando alguien de- mostraba interés por su amistad, se esmeraba en costes- ponderle, bromeaba, le ponfa apodos carfiosos. »En esa época llegibamos a dormir en casa de unos familiares y todas las noches nos ibamos para el parque Zapata, donde se reunia la muchachada a mamar gallo, entre ellos el acordeoneto Luis Enrique Martinez. Jando le tomé mucho carifio desde que supo que Luis Enrique era cl gran rival de Abel Antonio Villa, siempre vestido como 137 quién sabe que cosa con tal de juntarse con los riquitos de cualquier pueblo que visitaba. Jando le tenia pique porque Je habia robado un canto». Luis Enrique habia grabado un disco con Jos¢ Maria Pefiaranda, al que llamaron «P2 que chupe y pa’ que sepa», que dio inicio a esa piqueria que por afios hubo entre los dos y que se profundiz6 luego de que compusiera «La vi- muela de Fundacién» y que Guillermo Buitrago la inter- pretaraen la Emisora Ackintico sin dale el crédivo. Enton- ces la cizafia ya no fue s6lo con Villa sino también con su. compaiero de grabacién, En el parque Zapata, Jando cantaba «La loba ceniza», ‘Los traicionados», «Campo abril. La preferida del pabli- co era «La que se vas: La que deja un cartio deja dos sigue experimentando, y si deja el tercero, ruegue a Dios ‘que le sigue gustando, deja el cuarta y el quinto y hasta el seis nada més por gozar _y después se convierte en la mujer ‘matadora de hombres por maldad, con el alma perdida, se muelve traicionera, ole importa su vida, ni le importa la ajena. A los pelaos del parque les gustaban sus ocurrencias porque, como ellos no podian imaginar el mundo sin ver lo, les parecta gracioso la manera en la que Jando se los contaba. A veces esos mismos pelaos no nos dejaban it. «Leandro, cfntanos otra cancién», coreaban entre risas. Jando no estaba dest ido al canto, Su vor-era cavernosa y 138 spera, disonante, Pero cantaba cada nueva cancién que le exigfan sélo por el placer de ofr la emocién de ellos. Esto era de verdad lo que le gustaba: que los muchachos y las muchachas de su edad se quedaran hasta bien tarde, a ve~ ces hasta la madrugada, a oftlo cantar El cantaba y, chas, le daban que los cinco chavos, que los diez chavos, que el peso. Siempre volvia a case con monedas en el bolsillo. Cuando comenzé a ganar placa, las mujeres se le acer- caban a decirle que las tenia enamoradas, pero él no se enamoraba de ninguna. Conocié mujer cuando ya era hombre. No de muchacho, como el resto de nosotros, que alos 11, quealos 13. Fl ya andaba por los 20 cuando pasé «so. Una de esas noches, de regreso a casa conocimos a una mujer que andaba por los 15, oriunda de un pueblo lla- mado Machobayo, entre Papayal y La Pefia. De una le eché el lance a Jando. Yo creo que fue la primera hembrita que él tuvo. Una vainita pasajera, nada importante. Lo que le gusté de ella fue la necesidad. A partir de entonces no les paraba bolas a las mujeres sino para lo que habia que hacer. Como los perros: tun, tun y pa fuera. Pero ella se enamoré de tanto ofrlo cantar. Tuvo un hijo de Al, Eudaldo, al que crio la abuela Nacha. Ya murié. Cuando Jando se mudé a Tocaimo, ella se fue detris de él, pero después de que alumbré a Eudaldo, a Jando ya no le volvié a interesar. Entonces ella se puso a repartirlo, a.co- get marido por todos lados. A unos les cobraba, a otros zo, pero a ninguno rechazaba, Se Hamaba Iselina Aragén. Leandro le puso de sobrenombre «la Ford modelo» y, ha- ciendo juego con la camioneta de su amigo Tilo, le com- puso una cancién. 139 La Ford modelo, de buenas Uantas, mdquina suave 19 de buenos focos, se baja el uno yseembarcael otro ‘Como es de gratis se va sin plat, coma es de gratis se va sin plata. 140 E] valle 52 ‘Tocaimo era una partoquia de treinta y siete casas de bahareque y techo de palma. Alli vivian de tiempo atris dos hermanos de Abel Duarte, y alli se muds él, a finales de 1948, con Nacha y cuateo hijos y con Nicolas y si de los suyos. A Leandro lo dejaron en Los Pajales al cuida- do de su hermano Urbano. Al llegat la familia de Abel Duarte a Tocaimo, varios en el pueblo preguntaron por qué no los acompafaba Leandro. A mediados de mayo de 1949, su tio Laureano Duar- te llegé a buscar a Leandro a Los Pajales. «En Tocaimo hay cinco acordeoneros, pero ni un solo cantante», le dijo. Uno de los acordeoneros, Pedro Julio Castro, le habia pa- trocinado los pasajes a Laureano con la orden perentoria de regresar con Leandro. Durante el camino a Tocaimo, Leandro se enteré de que los otros acordeoneros se llama- bban Juan Mutioz, Camilo Lépez y Manuel Hilario Calde- rén, El quinto nombre Laureano prefirié callarlo. Tam- bién se enteré de que, tres afios después de haberla compuesto, «La loba ceniza» se acreditaba cada vez més y cra ahora una cancién que alegraba las parrandas de toda la Provincia. Le habia dado fama Abel Antonio Villa, que tuvo el «detalles de presentarla como si fuera una obra suya bajo el nombre «La camaleona». «Estuve de malas con esa cancién», cont6 Leandro, «porque, como yo vivia enel monte, lleg6 a oidos de Abel Antonio y él se apoderd de la melodia. Hizo unos versos, me la cambié y la grabé como suya. :Qué podia hacer yo? Lo peor fue que pasé inadvertida porque Villa no tenia fundamento, Este robo dio pie a que en adelante en muchos de mis cantos inclu- yera el nombre 147 Para fortuna de Leandro, quienes lo conocfan, como era el caso de Pedro Julio Castro, le reconocian la paterni- dad del canto, Esta fue la razén por la que Castro habia decidido mudarlo a Tocaimo y convertirlo en el cantante de su conjunto para que lo acompafiara en sus noches de parranda. Leandro fue feliz tan pronto puso un pie en Tocaimo, ef 15 dejunio de ese mismo afio. No solo el pueblo entero tocaimero lo reconocia, sino que ademés le confirmé la idea que habian sembrado en su mente aquellos jornale- ros: él era un cantante, El reconocimiento unido a un don. Y de nuevo, como en su nifiez, eran personas desconoci- das, pues la mayoria en el pueblo nunca fo habia visto, quienes lo hacfan feliz. Exe dia, el vo Domingo compré una botella de chi- rrinche ¢ invité a beber a su hermano Laureano y a su hermana Reyes, que vivian de tiempo atras en el pueblo, A Abel no le alegeé la llegada de su hijo a Tocaimo y por eso no asistié a la fiesta. Leandro resintié su ausencia. Des- de su attibo al pueblo habia preguntado un par de veces por Abel y Nacha, Alguien le dijo que sus padres se uni- ran al festejo mds tarde, pero durante esa noche no oy sus voces ni sintié el olor de cada uno de ellos. Canté y agradecié la presencia de la familia, pero hubiera sido feliz si Abel y Nacha se mostraran orgullosos de su hijo, «el cantantes, ante el resto de la familia, 148 53 ‘Ala parranda donde Domingo Duarte fueron invita- dos también los cinco acordeoneros que de tiempo atris habitaban en Tocaimo, incluido el quinto, cuyo nombre Laureano evité mencionar para darle la sorpresa a su so- brino. Era Francisco «Chico» Bolafios. La presencia de su maestro y amigo hizo sentir a Lean- dro como en casa. Se senté a su lado después de tanto tiempo sin saber de él. Esa noche se enteré de que, luego de recorrer durante dos afios la Zona Bananera con su. acordeén al hombro, Bolaiios habia regresado al rancho donde vivian su mujer y sus hijos, que lo habjan dado por muerto al no recibir nunca noticias suyas. «Volvi a casa como si me hubiera ido el dia anterior», le conté a Lean- dio entre carcajadas, «Con un gajo de guineo y unas com- pritas domésticas para amainar la cantaleta». Leandro nue- vvamente se mostré maravillado por la vida de trotamundos de los acordeoneros. Ivo Diaz, st hijo, contaria muchos afios después: «El se fue entusiasmando con la idea de re- correr con su miisica todos los caminos» Esa parranda duré hasta el 29 de junio. Pudo haber seguido unos cuantos dias més, pero a la orilla de los tra- gos, Amancio Romero convencié a Leandro de que lo acompafiata a Maicao, donde estuvieron parrandeando ‘otto mes més. A su regreso a Tocaimo se dedicé al canto acompafiando el acordeén de Pedro Julio Castro. ‘A mediados de 1951, Abel Rafael, sus dos mujeres y sus doce hijos fueron obligados a abandonar Tocaimo lue- go de que David «se metiera en lios», ast lo conté Ivo Diaz, econ unos maleantes de la region». Abel decidié mudarse con sus dos familias de vuelta a Hatonuevo, 49 El dltimo dia en el pueblo, Leandro los visité para despedirse, «Yo me quedo», fue la frase seca y cortante que espeté a su padre, Hufa de ellos como, desde que nacid, ellos habjan huide de d, Abel, como siempre, no dijo nisi ni no. Tampoco se despidié. Simplemente se fue junto ‘on los demés. No es gratuito que esta separacién se haya producido en Tocaimo, un pueblo que fue para él més alegre que Barrancas o Hatonuevo. Y lo fue porque aqui tuvo un pa- pel protagénico: Leandro era el vinico cantante entre tan- tos acordeoneros. Ayudé también el hecho de que este pueblo fuera més pequefio. Todos los habitantes lo cono- clan y él los conocia a todos. Los primeros dias tras la partida de su familia Leandro se sintié intranquilo, De repente estaba solo, como si nu ca antes lo hubiera estado. Durante algunos dias vagé ‘como quien carga una pena por entre las casas del pueblo, “Atios después dirfa él mismo, para justficar el miedo que lo invadié durante esos dias: «a uno de muchacho nunca Je falta una inguietud. Y no fue por un asunto de mujeres. En ese entonces no estaba pendiente de hembras». Sim- plemente se entristecid. Tarde 0 temprano, to sabia Leandro, deberia dejar atris a su familia y hacerse a su lugar en el mundo. Ahora finalmente tomaba el toro por los cuernos. Esta decision fae, quizés, la mds importante que tomé en su vida y no se attepentiria jamés de ella. En aquel momento algo le decia que no regresaria nunca més. la tierra donde erecié, Sabfa que lo que hacia estaba bien. Eso no le impidié que rer regresar con su familia, Pero estaba atollado en Tocai- ‘mo, pues no contaba con el dinero para el pasaje. «Le dije a mi abuela que me prestara y no quiso», contaria tiempo después sobre la angustia que le mortifics el alma esos dias. Desesperado por salir de Tocaimo, la madrugada del 4 de octubre de 1949 al fin entendié que la misica era la 150 manera que tenia a la mano de hacerse al dinero del pasaje de regreso. Agarté la primera linea que le lle pontinea, ala cabera y se dejé llevar por la inspiracin, Afos atrés Leandro intenté censar la regidn en sus cantos. Lo hizo por primera vez.en 1945 cuando compuso La juventud de la sierra». Alli da cuenta de todas las mu- chachitas vecinas de Los Pajales con la clara intencién de piropear, en la tiltima estrofa, a la que més le gustaba: Chulé tiene una hermanita, que exa muchacha esta buena. Dos afios después compuso «Los traicionados», donde lis- 16 alos muchachos vecinos de Barrancas, pero en este cas0 para burlarse de ellos. La idea le siguié dando vueltas en la cabeza. En su intento por perfeccionarla hizo un canto al que llamé «La trampa» y que el pueblo bautizé «Los tocaimeros»: Sefores les vengo a contar, La gente que habita en Tocaimo 19 todos ls vay a enlazar ‘en este merengue cantando, Vive Ramona y Laureano, Chema Gonsziles con Reye 19 vive Rosa con Carlos, Victor y Clara Mercedes, Tonto Molina y Vicenta, Miguel Aratijo, donde Eva, Nisa estd con Esteban, Julio Zuleta y Pubenza. Esta Clodomiro con Rosa viviendo tranquila en Tocaimo de Leandro es que son estas cosas, Vive Ana Dolores y Bolatias. Ahora seguind Maria Antonia viviendo con Cuadro tranguita 151 estd Sigifieda y la Mona -y Franco Cuddro con Hilda. ‘Extén Carmencitay Manuel y vive Nena con Nieve. Vive Camilo Gutiérrez xy Angel Gonsiles también, ‘De paso llegué a’onde Teotste cuando sall parrandeando, sive a Pedro Julio le dicen que Leandro lo vino buscando, La lengua de Leandro en la noche canta alegrta con la gracia Juanita Baguero con Lépez, la vieja Ana Engracia en su casa. Evid la familia de Abel, std Saturnino y la Nina, Diémaso Guerra y la de él Francisco y Ferreira en La Lidia. Antes del amanecer, yo canto con buena fortuna Francisco y Miguel tan a wna, una estén Franco y Miguel. Yo paso la vide en la sierra cantando con buena fortuna, vive en Tocaimo una viuda (que Leandro se muere por ella. 152 54 «Todos los hombres Famosos saben que lo son, Ningu- no, en cambio, podrfa decir en qué momento preciso se le os la fama sobre la cabeza. La tinica excepcidn a esa re- sla infalible es Garcla Marquez», escribié Tomds Eloy Martinez del momento en que el escritor de Aracataca conocié la fama. Guardadas las proporciones, Leandro también supo cudl fire ese momento exacto. Es cierto que su fama, a diferencia de la de Garcia Marquez, no se des- plegé de Buenos Aires al resto del mundo. No fre univer- sal. Pero lo sabemos desde los griegos, fama es sinénimo de celebridad local, y ese 4 de octubre de 1951, Leandro, como lo cuenta él mismo, y también como lo cuentan los testigos, dejé de ser el cieguito que cantaba en wn parque a cambio de monedas y se convirti6, con prosapias y per- gaminos, en Leandro Diaz: todos lo buscaban, todos que- rian abrazarse en puiblico con él, todos celebraban sus chistes y ocurrencias y aplaudian sus cantos. Todos se preocupaban, en fin, porque estuviera feliz, El primero en conocer la cancién que lo hizo famoso fue Laureano Duarte. Leandro le dijo, «Tio: tengo una cancién que hice en la aurora. Al primero que nombro es a usted, asf que vale cinco pesos la estrenada». Lautreano centnudecié con la sorpresa. Luego de un par de segundos finalmente dijo, «Cémo me vas a quitar a mi cinco pe- sos?». Leandro tenia de antemano preparada la respuesta. Dijo, «Cinco pesos, tio, porque la ley entra por casa». «Céntela», le ordend Laureano. Cuando Leandro termind de cantar el verso final, su tio le dio un fuerte abrazo y le dijo: «Tienes cinco pesos mas», Con ese dinero ya tenia el ‘completo para los pasajes 158

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