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Heidegger, guardián del ser

Ricardo Horneffer

La preocupación por el habla nunca abandonó a Heidegger. Y con esto


no me refiero solamente a una preocupación estética, que ya es de ad-
mirarse, sino sobre todo a una profunda inquietud por intentar permitir
que el habla lograra hablar desde ella misma. No le interesaba tanto
lo que llega al habla, lo que podríamos denominar su contenido, sea éste
un hecho, un suceso, una ocurrencia, una duda, sino más bien lo que ella
misma dice.
Ahora bien ¿qué entendía Heidegger por habla? Ya a una hora
muy temprana de su obra se dio cuenta de que el propósito de definir
trae consigo una serie de dificultades ya que el habla, más que determi-
nar ha de servir para liberar a las cosas.
En las primeras páginas de Ser y tiempo se enfrenta al problema de
encontrar un término que ofrezca la riqueza de significaciones y senti-
dos en los que él mismo piensa cuando se refiere al habla:

Logos se “traduce”, es decir, se interpreta, como razón, juicio, concepto,


definición, razón de ser o fundamento, proposición. Pero ¿cómo podrá
modificarse “habla” para que logos signifique todo lo acabado de enume-
rar, y lo signifique dentro del lenguaje científico? (Heidegger, 1974: 42).

Con lo dicho al menos queda claro que, al referirse al habla, Hei-


degger piensa en la multiplicidad de aspectos de un mismo fenómeno
que, precisamente por ser multívoco, con dificultad puede ser circuns-
crito a un solo vocablo. De ahí que la permanente tarea de reflexionar
en torno al habla llevara a Heidegger a recorrer las sendas del pensar, del
decir, de la palabra, de la leyenda, del poetizar, todo para intentar encon-
trar el camino que lo condujera al claro del bosque en el que se reúnen,
para ser, el cielo y la tierra; los dioses y los mortales.

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¿Qué poder posee el fenómeno del habla para que Heidegger vie-
ra en él algo más que “puro hablar”? Si consideramos que para el propio
Heidegger la característica fundamental de toda palabra es no tanto
definir la cosa, sino más bien “mandar señales” o “señas” para iluminarla,
entonces cobra especial sentido cuando dice:

Solamente cuando se ha encontrado la palabra para la cosa es la cosa una


cosa. Sólo de este modo es... Solamente la palabra confiere el ser a la cosa
(Heidegger, 1987: 147).

La palabra hace presente lo que ya está ahí, lo comunica, ofrece,


diversifica, transforma y enriquece y, al mismo tiempo, lo deja ser.
La palabra no es creadora del ser, sino re-creadora. La palabra no
es el origen de las cosas: tan sólo las humaniza. Decir y ser se pertenecen
mutuamente, las cosas se dan en cuanto son dichas. El poder de la pa-
labra radica en su capacidad de mostrar y de de-mostrar, en su potencia
para traer la cosa a la luz que da la palabra y, así, permitir verla.
Pero si hemos dicho que la palabra es poderosa, no queremos indi-
car con ello que pueda abarcarlo todo, que tenga la posibilidad de apro-
piarse del ser y poseerlo de manera definitiva. Más bien queremos señalar
que, mientras haya hombre, o sea lenguaje, el ser no podrá ser nombra-
do con un término que excluya a los demás, porque el ser mismo no es
excluyente sino incluyente, es decir, abierto.
Además, el poder de la palabra es limitado porque en su decir, en
lugar de presentar, puede desfigurar e incluso ocultar aquello que pre-
tende mostrar. Podría pensarse que, en este caso, hay una solución rela-
tivamente sencilla: si una palabra encubre en lugar de des-cubrir, des-
velar, simplemente se le remplaza por otra, tantas veces como sea
necesario, hasta encontrar la adecuada, la “verdadera”. ¿Se trata, sin em-
bargo, de adecuaciones? ¿Podemos realmente pensar que el habla se
reduce a un mero aplicar la técnica del ensayo y el error, a una búsqueda
de la “concordancia” entre palabra y objeto? Frente a esto, Heidegger
diría que

Reflexionar sobre el habla significa... que el hablar advenga como aquello


que otorga morada a la esencia de los mortales (ibid.: 13).

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La palabra confiere el ser a las cosas, pero también ha de hacerlo


con el hombre. La capacidad creadora del habla no es que se manifies-
te en ocasiones en las cosas y otras en el hombre. Más bien, lo que
hace la palabra con las cosas repercute asimismo en la “esencia” del
hombre.
El habla, entonces, no es un algo más, entre otras cosas, que pueda
ser señalada como responsable de “dar forma” a eso que Heidegger lla-
ma “mundo”. Su importancia es tal que “Sin la palabra... el ‘mundo’ se
hundiría en la oscuridad incluyendo al ‘yo’...” (ibid.: 158).

Lo que logró la palabra fue romper con el silencio “mudo”, indiferente,


que no dice nada, y lo seguirá haciendo mientras haya una voz dispues-
ta a dar sentido, es decir, múltiples sentidos posibles a aquello que, por
sí mismo, se presentaría siempre de la misma manera. La palabra es la
voz del ser, en ella el ser resuena, como sonido y como silencio.
Sin embargo, la multivocidad no se debe confundir con la pura
multiplicación, con una re-producción sin límites ni dirección, con una
mera necesidad de creación a toda costa, incluso a costa de lo que repre-
senta el habla.
Hay voces que desentonan. Este problema que advierte Heideg-
ger no es uno meramente “posible”, sino uno cuya constante presencia y
amenaza debe hacernos aprender a escuchar con atención lo que dice la
palabra misma. Si el decir no muestra sino encubre, entonces el habla se
convierte en “simple palabrería” carente del sustento que la hace posible
ser, se transforma en lo que Heidegger llama “dictadura de la publici-
dad” o de lo público, en un instrumento de dominio. Esta deformación
del sentido del habla es un verdadero peligro, pues

El empobrecimiento del habla no corroe únicamente la responsabilidad


estética y moral que hay en todo empleo del lenguaje. Él viene de un
peligrar, de un peligro que se cierne sobre la esencia del hombre. Un
empleo del lenguaje meramente pulido no demuestra que nos hayamos
evadido de este peligro esencial (Heidegger, 1972: 70-71).

Hablar, como bien dice Heidegger, constituye una responsabili-


dad: cabría decir, una responsabilidad vital. Hablar bien no es cuestión,
en este contexto, de “puro” estilo. Se puede hablar de manera bella, in-

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cluso elocuente, y no decir absolutamente nada o, lo que es aún peor,


de-formar aquello que se pretendía mostrar.
De ahí que Heidegger insista en la necesidad de lograr que el
habla “advenga como aquello que otorga morada a la esencia de los
mortales”, como aquello que ofrece al hombre un lugar en el que se
pueda detener, en el que pueda permanecer y resguardarse. Pero no sólo.
La morada ha de servir no únicamente como protección, como lugar
cerrado o “guarida”, sino como aquel “espacio interior” permanente-
mente abierto que el hombre, para ser, tiene que construir, cuidar y
habitar de manera pensante. Una morada vacía es como el habla sin
sentido. Así como construir es, al mismo tiempo, cuidar y edificar, así
hablar es vigilar y manifestar.

La palabra —el habla— es la casa del ser. En su morada habita el hom-


bre. Los pensantes y poetas son los vigilantes de esta morada. Su vigilar
es el consumar la manifestación del ser, en cuanto ellos, en su decir, dan
a ésta la palabra, la hacen hablar, y la conservan en el habla (ibid.: 65).

Los pensantes y poetas han de vigilar que la casa del ser no sea
morada por mal-hablados, por mortales que no sepan lo que dicen o
que empeñen su palabra en impedir que se habite la casa del ser en paz.
En definitiva, como dice Heidegger, “El habla es la flor de la boca. En
el habla florece la tierra hacia el florecimiento del cielo” (ibid.: 184).
Con lo dicho ¿cómo atrevernos a definir lo que es habla para Hei-
degger? Quizá sí haya alguien que pudo acercarse lo suficiente como
para escuchar e interpretar lo que las palabras de Heidegger le dijeron
al oído.
Ernst Jünger y Heidegger compartieron preocupaciones de su
época e incluso posiciones teóricas. Jünger es conocido, entre otras co-
sas, como estudioso de la entomología, de la botánica, de la sociología y
de la filosofía, es un lector insaciable, un agudo crítico del ser y quehacer
humanos y un amante, muy bueno por cierto, del lenguaje. Acerquémo-
nos a él; quizá algo podamos escuchar y, tal vez, interpretar:

…si se quiere que la palabra sea eficaz, entonces en ella habrá de perma-
necer siempre la magia... ésta ha de ser soterrada en las profundidades,
en la cripta. Encima de ella se alza la bóveda del lenguaje hacia una li-

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bertad nueva, que cambia y a la vez conserva la palabra. Y también el


amor ha de aportar su contribución; él es el secreto de la maestría ( Jün-
ger, 1989: 14).

Bibliografía

Heidegger, Martín (1987), De camino al habla, tr. de Yves Zimmermann,


Barcelona, Ed. Odós.
(1974), El ser y el tiempo, tr. de José Gaos, México, Fondo
de Cultura Económica.
(1972), Carta sobre el humanismo, Argentina, Ed. Huascar.
Jünger, Ernst (1989), Radiaciones, vol. 1, tr. de Andrés Sánchez Pascual,
Barcelona, Tusquets Editores.

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