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EL ABRIGO DE MAMÁ

Cuando yo era adolescente, a mí me parecía que mi madre tenía todas las palabras del
mundo albergadas en la garganta, y que bastaba cualquier pequeño incidente para
que comenzaran a salir de ella en abundancia. La mayoría de las veces, como buena
adolescente, no solía escucharla: en cuanto ella empezaba a hablar, mi mente viajaba a
cualquier lugar que me alejara de sus reprimendas. Sin embargo, un día no fueron sus
palabras, sino sus actos los que me mostraron el gran ser humano que era. Desde muy
pequeña me acostumbré a la ayuda que ella proporcionaba a las personas humildes
con las que de alguna manera tenía contacto. Era algo tan cotidiano en ella, que esas
acciones se convirtieron ante mis ojos en algo completamente normal. No me parecían
acciones extraordinarias. Parecían tan simples y comunes que no les prestaba mucha
atención.

 Un abrigo sin igual: Aquel día fue distinto a los demás. Mi madre estaba feliz
estrenando un abrigo que había comprado con sus ahorros. Y que, según sus
propias palabras, valía cada centavo que se hubiera gastado en él. No recuerdo
exactamente el color o la forma de este. Sólo quedó grabada en mi mente, la
alegría que reflejaba mi madre al usarlo por primera vez. Caminaba orgullosa
por la calle. Feliz de usar una prenda que la protegía del frío, a la vez que le
otorgaba elegancia. Caminábamos juntas después de una visita eterna a
familiares aburridos, de grandes charlas y poca diversión para los jóvenes. Yo
caminaba poniendo poca atención a mí alrededor. Los lugares eran los mismos;
al igual que las personas que pasaban. Las calles no estaban muy oscuras,
gracias a la luz de los faroles; sin embargo, era poco el interés que yo tenía en
ese camino. El frío se incrementó al llegar el anochecer. Yo, de la misma
manera, vestía ropa lo suficiente abrigadora para no sentirme mal por el aire
fresco en mi rostro. En el camino nos encontramos amigos de mis padres que la
felicitaban por la linda prenda que portaba orgullosamente.

 Cómo reaccionar ante el sufrimiento de nuestros semejantes: Seguimos


caminando y cuando estábamos a unas cuadras de casa, mi madre saludó a una
mujer humilde de rostro amable y sonriente. Su amabilidad y su sonrisa se me
antojaron incoherentes al temblor de su cuerpo causado por el frío. Mi
indolencia terminó ante la duda que había surgido en mí, al ver a esa mujer
temblando, cubierta por tan sólo un suéter.—¿Y los suéteres que le regalé? ¿Por
qué no los usa? —Le dijo mi madre—: están bastante gruesos y la protegerían
del frío fácilmente.—¡Ay “señorita”! — le contestó llamándola de la manera en
que solían nombrar a las maestras en aquel tiempo. Uno se lo puse a mi niña y
con los otros tapé al bebé. Es que está malito—Le contestó la mujer un tanto
avergonzada.

La señora siguió hablando de sus hijos, de sus enfermedades, y de todas las


cosas que venían a su mente. Mientras ella hablaba, mi madre comenzó a
desabrochar su abrigo. Y luego rápidamente se lo quitó y lo colocó en los
hombros de la mujer quien, sorprendida, intentó quitarlo de su cuerpo.—¡No!
¿Cómo cree? No se lo dije por eso, yo…—Comentó la mujer.—Lo sé. No se
preocupe. Yo tengo otro. Mamá ayudó a la mujer a ponérselo; lo abrochó
lentamente, como en un ritual de despedida ante algo de lo que le dolía
desprenderse. No pude ver el rostro de la mujer. Porque mi mirada se quedó
clavada en el rostro de mi madre. Su boca temblaba un poco ante el frío que el
suéter no alcanzaba a cubrir.El resto del camino lo hicimos en silencio. Ninguna
de las dos quisimos interrumpir los pensamientos de la otra. Yo me preguntaba
si alguna vez sería capaz de hacer algo similar a lo que ella había hecho esa
noche. No lo sé. Tal vez algún día.—¿Qué vas a hacer ahora que ya no tienes tu
abrigo nuevo? — Le pregunté al entrar a casa.—Nada. Seguir usando los que
tengo.—Pero, uno está muy viejo y el otro está roto.—Pues, se remienda y
luego que junte más dinero, me compraré otro—. Se encogió de hombros,
mientras caminaba hacia la cocina a preparar el chocolate que tanto nos
gustaba.

 A veces las grandes lecciones de la vida son inesperadas y duran segundos.


Ese día los discursos se le quedaron escondidos en la garganta. Pero no los
necesité para entender la definición de generosidad que tantas veces intentó
inculcarme. No fueron sus palabras las que me la enseñaron, sino sus acciones.
Mamá tenía defectos y virtudes como todos los seres humanos. Pero una de sus
virtudes quedó inculcada muy dentro de mis recuerdos. Desde ese día intenté
escucharla un poco más. Algunas veces lo logré; otras simplemente oía palabras
sin sentido para mí. Pero de alguna manera ese día me acerqué un poco más a
su alma. Cada día intento ser, aunque sea un poco de lo generosa que ella fue.

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