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La Europa oculta

Por: José Andrés Rojo | 28 de octubre de 2013

En un reciente libro de Bernard Plossu, Europa (La Fábrica/Fundación Santander 2016;


Madrid, 2010), se incluye una fotografía de un puñado de maletas que viaja en un barco por
el canal que une a Francia con el Reino Unido. Hay imágenes del puerto de Palermo y del
puerto de Antwerpen. Por una carretera de Polonia camina un grupo de personas. Un
hombre mayor cruza una calle de Madrid. Una pareja de ancianos pasea por Roma. En
Bruselas, un ejecutivo encorbatado corre con su cartera. También en Milán un hombre
envuelto en un abrigo avanza con prisas, seguramente va retrasado. Un paso subterráneo
en Londres, el túnel de un tren en Bayona. Gente por la calle en Coimbra y en Marsella. Una
ciudad nevada: Schmirn, en Austria. Un palacio solitario en Sicilia, un castillo en Aragón. En
Niza, una chica con unas hermosas piernas fuma sentada en el banco de una calle. Cuatro
personas están en distintos lugares de una plaza de Berlín y cada una está concentrada en
lo suyo. Hay unas grúas en Dover y un avión que pasa volando por encima de Innsbruck. Un
hombre con sombrero, corbata, traje y gafas negras avanza solitario por una espacio vacío
en Tesalónica. La relación de momentos podría seguir. Edificios viejos y nuevos, casas
imponentes y habitáculos destartalados, cielos nublados, bruma, las luces que iluminan una
calle al anochecer, las limpias líneas de la modernidad y las construcciones pobres y
abigarradas de tiempos lejanos. Niños que van con sus padres (primera
imagen:Cataluña), gente solitaria, amigas charlando (segunda imagen: Madrid), hombres
bebiendo en una bar, una pareja enamorada, los tacones de un señorita que camina por
París. Todo eso es Europa, nos cuenta Plossu. Sus fotografías son hermosas, conviene
perderse en cada una de ellas. En el norte de Francia, al lado del mar, tres edificios de
apartamentos seguidos y la playa vacía y el cielo cubierto de blanco. Un lugar cualquiera,
seguramente bastante feo, sin gracia por lo menos. Plossu lo convierte en otra cosa.
Resulta difícil traducir sus fotografías en palabras. Seguramente serviría de ayuda poner un
fado, una soleá, una canción napolitana. O un cuarteto de Debussy, una sonata de
Schubert, alguna cantata de Bach. Por ejemplo, la 199, que lleva por título Mi corazón nada
en sangre y que en alguna parte dice: “Profundamente inclinado y lleno de remordimiento /
me presento ante tí, Dios amado, / reconozco mi culpa / pero ten todavía paciencia, / ten
paciencia conmigo”. ¡Ah, Europa!

Las maletas, los puertos, las carreteras, los trenes y los aviones: Bernard Plossu, el
fotógrafo francés que nació en 1945 en Dá Lat (sur de Vietnam), nos cuenta la Europa de
estos últimos años yendo de un lado a otro. Lo mismo que han hecho los propios europeos
desde siempre: sales de un pueblo del sur lleno de sol y llegas a un rincón nevado del norte.
O al revés: de la bruma y el frío a los cielos despejados y cristalinos. Te vas porque estás
huyendo o porque no tienes trabajo; también los haces por afán de conocer, para hacer
negocios, por puro placer. No siempre salen personas en las fotografías de Plossu: como si
quisiera decir que hay un fondo que permanece y ríos de transformaciones que modifican
poco a poco la sustancia de las cosas. La Europa última que ha atrapado Plossu con su
cámara es la Europa que consiguió salir de una íntima desgarradura, pues estuvo nadando
en la sangre de dos terribles guerras, y que también dijo: Señor, reconozco mi culpa, ten
paciencia. 

En el catálogo de la exposición que el IVAM le dedicó en 1997, Josep Vicent Monzó escribe
que “Plossu ha escogido voluntariamente realizar sus fotografías con el mínimo nivel
tecnológico necesario, haciendo de esa decisión el elemento diferenciador de su personal
‘estilo”. Y explica que siempre trabaja con un objetivo de 50 mm, ya que este objetivo le
permite traducir, según el fotógrafo, “todo aquello que percibe, sin ningún efecto artístico,
traduce con precisión la emoción percibida. Es la esencia de la fotografía: la fuerza de su
directa simplicidad, la verdad de su lenguaje, del mediodía radiante del desierto a los
colores nocturnos del metro parisino”. En ese mismo catálogo, en Para un diccionario del
planeta Plossu, Juan Manuel Bonet recogía otra frase suya para ilustrar la
palabra instante: “La fotografía habla de todos los momentos aparentemente sin importancia
que en el fondo tienen tanta importancia”. Esa idea la tradujo Rafael Doctor de la siguiente
manera en la presentación del libro de Plossu Forget me not (Tf  Editores; Madrid, 2002): “El
fotógrafo de las cosas tontas. El fotógrafo que ve y nos dice que veamos donde
aparentemente no se ve nada”. Manuel Arce, en el texto incluido en Europarecuerda la vieja
deuda de Plossu con la nouvelle vague que el fotógrafo explicó así: “Un cine que era una
manera de caminar con una cámara a la espalda y sin saber dónde estaba la magia.
Porque una foto es una foto y no hay truco”. 

Al recorrer las fotografías de Plossu vuelve a emerger aquello que con tanta frecuencia se
olvida de Europa para seguir alimentando la bucólica imagen de un continente que supo
salir de aquellos ríos de sangre con un proyecto que consiguió un radiante triunfo. Aparece
simplemente la vida de todos los días. Solo eso. Momentos de paz, ratos solitarios, algunas
sombras. La Europa real. La de las cosas tontas, la que conviene aprender a ver. 

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