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ORQUERA VECILE RODRIGO NICOLÁS – T.P.

Comienzo de novela (3ra reescritura)

Taller de escritura – Comisión 2 - Prof. Sebastián M. Daniell

Da capo a fine

Para colmo la pelota es azul, eso lo hace más difícil todavía. Complot. Los
rayos del sol rebotan en el agua y no me dejan distinguir nada más allá de la línea
divisoria; estoy seguro que la pelota cayó en el lado hondo de la pileta. Yo tengo
seis años y estoy jugando solo. Ya soy grande, pienso. Todos mis compañeros del
colegio ya saben nadar y andar en bicicleta; nunca nadie me enseñó. No puedo
flotar y todavía uso una bici muy chica para mí, con rueditas de auxilio. Traición.
Tengo seis años, no sé nadar y estoy en una pileta jugando solo; ahora sin pelota.

Estamos de vacaciones. Creo que es la primera vez que salimos de la


provincia, todos juntos al menos. El hotel está en medio de la nada; la pileta está
vacía, como me gusta. Por un instante soy un nadador profesional, como los de los
juegos olímpicos que mira mi papá en la tele. Trepo. Hace mucho calor, pero la
baranda está fría. Las plantas arrugadas de mis pies se planchan un poco sobre el
pedazo de metal. El sol todavía no deja ver nada más allá; podría estar parado al
borde de un precipicio. Cierro los ojos.

Dibujo los andariveles de izquierda y derecha, y la pelota azul flotando en el


otro extremo. Estiro los brazos por encima de mi cabeza y me agacho hasta tocar
la punta de mis pies. Humedad. Suena el disparo de partida. Tomo impulso para
despegarme del suelo, me elevo pero en el último instante resbalo. Caigo de cara,
de pecho y de panza, todo golpea el agua al mismo tiempo con un ruido
estridente.

Hay un zumbido fuerte, constante, como si una mosca se hubiera metido en


mi oreja y aleteara a un ritmo regular. El tiempo se desgasta, se vuelve pesado.
Cada músculo se adormece de a poco y vibra, como en un cosquilleo pero de
cuerpo completo. No puedo abrir los ojos, o no quiero hacerlo; a lo lejos se
escucha un sonido muy agudo. Pausa.

Arcadas. Abro los ojos y escupo el cloro que guardaba en mi garganta.

Mi hermana me vio caer y saltó a la pileta a rescatarme. Eso fue lo que duró
mi carrera de nadador profesional. Lo gracioso es que la pelota azul había caído
más allá del borde de la pileta, resaltaba ahora entre el verde del pasto crecido.

Apagón. Así empieza, el director camina entre los músicos, se sube a la


tarima y saluda con una reverencia. La necesidad humana de resaltar por sobre los
demás. Por ahí abajo, entre el público, está ese que se siente importante cuando
percute el primer aplauso y todos lo siguen aunque no entiendan nada de lo que
está pasando. Existen dos tipos de personas que en realidad son la misma; aquella
que reclama el primer aplauso y aquella que grita “bravo” una milésima de
segundo después que se toca la nota final de una obra. Parásitos.

Se corre el telón y comienza la rutina. Disfraz, que se viste arriba y abajo


del escenario. La soprano se adelanta y canta su rol principal, escupe ego, invade
cada rincón. Desde acá arriba la sala se ve como un gran piletón de aguas negras.
Mar de noche. Tiempo, liviano y denso a la vez.

El zumbido es constante, baila entre los extremos de lo poético y lo


insoportable. Otro sobreagudo más, empieza a doler. Su boca se abre como en un
bostezo y su voz me golpea en la cara. Siento que me conoce. Ese timbre agudo,
quebrado por tantas vibraciones exageradas, es un disparo teledirigido desde el
escenario hasta mi butaca. El tempo de la obra desacelera; el discurso musical se
vuelve procesión y nosotros creyentes, yo al menos.

Saltar es inevitable. Decirlo así ya suena decepcionante, y me pesa.


Vapor. Los armónicos persisten, flotan en el aire. Butaca número 91, nivel
galería centro. Mis poros absorben lo que tocan, la historia virgen de un edificio
memorable, la podredumbre de la gente que lo invade. Absorben, se expanden un
poco más. El elitismo flota en el aire como una nube de sudor, transparente y
vacía, que envuelve y pervierte mi cuerpo. La ópera también se ve pervertida por
una puesta extravagante; si el compositor estuviera en mi lugar también saltaría.

Ahí está, suena otro, por decimosexta vez en la noche. La tos grave y
exagerada de los señores se vio reemplazada por el ruido de los envoltorios de
caramelos de las señoras, y éstos hoy son desterrados por la tecnología
amplificada. Suena otro, más fuerte. Las herramientas de sabotaje fueron
mutando, los terroristas también. Ésta es la época en la que los jóvenes vuelven al
teatro; pero somos jóvenes viejos, sin fuerza ni valentía, y con suficiente plata en
los bolsillos para comprar entradas a paraíso de pie. La batalla se pelea allá abajo,
en la platea, y ya estaba perdida antes de empezar. Somos minoría.

Arcadas. El vapor asciende y el vómito empuja, choca contra las paredes de


mi laringe. El cloro aparece y se mezcla entre los jugos gástricos.

Complot. Es nuestro aniversario, ella compró las entradas como un regalo.


Está sentada a mi derecha, butaca 93, sus manos enlazadas sobre la baranda y
sus rodillas casi al nivel del suelo; la imagino en un confesionario. No veo sus ojos,
aunque quiero hacerlo. Ya no puedo tocarla y mucho menos despedirme. Más allá
de ella distingo en nuestra fila puntos irreconocibles, casi transparentes. Traición.
Asomo la cabeza hacia adelante, en los palcos hay una multitud de puntos y más
puntos, vacíos. Empiezo a unirlos para generar dibujos aleatorios, como si fueran
estrellas en un cielo enorme, pero todo cabeza abajo.

Otro sobreagudo. Desato los cordones de mis zapatillas; las guardo junto
con mis medias debajo de la butaca. Acaricio con los pies la alfombra bordó,
tanteo la suciedad cargada en las huellas de quienes se conciben a sí mismos
como adoradores del arte. Parásitos.
Mi piel, los poros, se expanden y contraen. Envejezco. La baranda está fría
y las palmas arrugadas de mis manos se plancha un poco sobre el pedazo de
metal cuando comienzo a trepar.

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