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Publicado originalmente en El Matadero.

Crítica de la Literatura Argentina, Nº 7 (2011),


revista del Instituto de Literatura argentina “Ricardo Rojas” (FFyL, UBA)

La literatura en el cine argentino contemporáneo: Rejtman, Di Benedetto, Llinás.

Tomás Binder

El cine no puede conquistar nada más en superficie. Le queda el regar


sus orillas, insinuarse entre las artes en las que ha trazado tan
rápidamente sus canales, atacarlas insidiosamente, filtrarse en el
subsuelo para perforar galerías invisibles.

André Bazin, “A favor de un cine impuro”

1.
La popularidad del cine argentino de los años ochenta descansó en dos exigencias
que, viniendo del público, las películas satisfacían en sus historias. Por un lado, la
sociedad argentina de la posdictadura exigía de los cineastas una respuesta a lo que
Gonzalo Aguilar llamó su demanda identitaria. ¿Quiénes somos? o, mejor aún, ¿cómo
somos? fue la pregunta que las ficciones del cine de la década respondieron de diversas
maneras. Por otro, el horizonte de espera de esos años se definía desde una demanda que
era también política: ¿qué hacer?, ¿cómo comportarse?, serían en este caso los
interrogantes que los films plantearon y respondieron1. El cine de la posdictadura fue un
cine de sentencias. Estas sentencias suponían un deber ser de la sociedad argentina de la
época y, por consiguiente, implicaban de manera más o menos explícita la dimensión
temporal de un pasado respecto del cual estas historias propusieron -juicio mediante- un
futuro mejor. Se ha hablado en este sentido de los “hombres morales” que habitan estas
historias: personajes que están por encima del mundo narrado, posibilitando de esa
manera la sentencia con la que debe identificarse el espectador. Hombres morales,
hombres de la corrupción, víctimas y victimarios del pasado reciente; los personajes de
los films de los años ochenta se definían previamente a su puesta en imágenes. Puede
hablarse por eso de un cine del lenguaje, cuando es el discurso el que determina tanto la
psicología de esos hombres como el espesor temporal de las imágenes que habitan. El
estereotipo, sostiene Barthes2, “es, en el fondo, un oportunismo: se conforma según el
lenguaje imperante, o más bien, según aquello que en el lenguaje parece imperar (una
situación, un combate, una institución, un movimiento, una ciencia, una teoría, etcétera).”
Y el costumbrismo del cine de la posdictadura fundó su adhesión popular y su eficacia
comercial en el juego de estereotipos sociales y en los valores morales en ellos
connotados.
Recordando esos años, Martín Rejtman declaró en una entrevista: “Pero entonces,
a esa edad, cuando tuve que hacer esa primera película, la idea fue partir de la nada.
Cuando uno hace una película está hablando un idioma y yo no quería hablar el idioma
del cine argentino de esa época, porque eran unos balbuceos horribles que para mí no
tenían ningún interés. Entonces, tenía que empezar de cero y ver adónde me llevaba lo

1
Cf., Aguilar, Gonzalo, Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2006.
2
Barthes, Roland, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Barcelona, Paidós, 1986, pp. 321-322.
que yo mismo podría construir”3. Rapado (1991), el título de ese primer largometraje,
refiere a una anécdota de la historia contada en el film (el protagonista “se rapa”) pero
señala también lo que fue una elección poética y política del cineasta. Poética, por el tono
neutro, rapado, que es propio del film y caracterizará en adelante al cine de Rejtman;
política, porque Rapado planteó de manera fundante una disputa, un patear el tablero
respecto del tipo de cine que podía hacerse en Argentina. Rejtman dice “partir de la nada”
y de esta manera se define negativamente respecto del sistema cinematográfico de la
época. Contra su demanda identitaria, cuando al ¿cómo fuimos? y al ¿cómo somos? del
cine anterior le opone una mirada que se propone mostrar lo que, de hecho, estamos
siendo. Contra su demanda política, cuando frente a los hombres morales de esas
películas propuso personajes intrascendentes. Esta negatividad de su cine requirió de una
distancia respecto del estatuto de lo real-representado, que en esos años cristalizaba en el
costumbrismo cinematográfico y televisivo. Y esa distancia precisó de una experiencia en
la literatura que es fundante de la poética del director: antes de ser cineasta, Rejtman fue
escritor; Rapado, la película, transpone dos cuentos que forman parte de Rapado, el libro,
publicado en 1992. La pregunta es entonces inevitable. ¿Por qué empezar por la
literatura? ¿Qué hubo allí que se impuso como necesario comienzo del cine argentino
contemporáneo? ¿Qué hay en la literatura, todavía, que pueda contribuir a la evolución de
ese cine?

2.

Martín Rejtman publicó tres volúmenes de cuentos: el antedicho Rapado, Velcro y


yo (1996) y Literatura y otros cuentos (2005). Todos sus relatos comparten un estilo que
ha sido delineado con precisión por Emilio Bernini: narración en tiempo presente,
neutralidad de tono, economía narrativa, lógica de avance y acumulación, una escritura
que se limita a registrar “lo que acontece como efectos de superficie”4. Bernini también
ha señalado el modo en que, en la obra de Rejtman, literatura y cine son lenguajes que se
determinan recíprocamente, intercambiando rasgos de estilo y posibilidades expresivas.
En este sentido, la narración en tiempo presente y el registro de lo que sucede en la
superficie son características propias del dispositivo cinematográfico que esta literatura
despliega como si de un guión de cine se tratara. En “Rapado”, justamente, Rejtman
escribe: “… un día, con el sol rajante de las dos de la tarde, en una calle poco transitada
de Floresta, Lucio ve cómo un tipo de unos veintiocho años le da un golpe fuerte y seco
al candado de una Honda 550 con un martillo y lo rompe, en el mismo momento en que
levanta la cabeza y mira a Lucio a los ojos. Se sube a la moto, arranca, y da vuelta la
esquina”.5 De esta manera, ciñéndose a la descripción neutra de las acciones de su
protagonista, sin dar cuenta de una perspectiva temporal para el mundo representado ni
de un espesor de la conciencia para sus personajes, Rejtman escribe lo que podría ser un
film. O, mejor, describe un film que podría hacer.
Este movimiento, que va del cine a la literatura, encuentra su complemento en
otro que, en sentido contrario, va de la literatura al cine: Rapado, la película, transita

3
Bernini, Emilio, “Un lenguaje propio. Conversación con Martín Rejtman”, en Estudio crítico sobre ‘Silvia Prieto’, Buenos Aires,
Picnic, 2008.
4
Cf., “Silvia Prieto. Un film sin atributos”, Ibíd.
5
Rejtman, Martín, “Rapado”, en Rapado, Buenos Aires, Planeta, 1992, p. 88.
primero un rodeo literario –el de la antedicha transposición- para arribar al que será
definitivamente el estilo de puesta en escena del cineasta. Haciendo a un lado la aporía
del huevo y la gallina, es lícito suponer entonces una genealogía para el cine de Rejtman
y, por consiguiente, para el cine contemporáneo en Argentina. Esta genealogía empezaría
por el carácter eminentemente discursivo del cine de la posdictadura, cuando en sus
estereotipos, según señala Barthes, se alinea del lado de “la fuerza del lenguaje”. Luego
explicaría cómo a un cine discursivo fue necesario oponerle un cine del silencio y de la
neutralidad del sentido. Finalmente, entendería desde esta antinomia el desplazamiento
que da inicio al nuevo cine argentino: Martín Rejtman lleva primero el cine al terreno de
la literatura -lo desterritorializa en la literatura- para disputar en el campo del lenguaje lo
que corresponde al lenguaje.
El estilo neutro del cine de Rejtman no puede entenderse sin el estilo neutro de su
escritura, porque fue allí donde Rapado dio su primera batalla, inventando con el grado
cero de su literatura la negatividad semántica que modificaría también el estatuto de la
imagen. Desde la literatura, ciñendo la palabra a la descripción epidérmica de lo real,
Rejtman logra dispensar al discurso de los atributos que en ese momento determinaban,
según la forma de la demanda identitaria, los sentidos de la imagen. Hubiese sido posible,
es cierto, un cine como el de Rejtman sin la mediación de la literatura. Pero no fue así.
Allí donde la materialidad de la imagen cinematográfica abre el juego de la polisemia, la
palabra escrita se ofrece en los cuentos de Rapado como una herramienta que facilita la
concentración y la desatribución del sentido de lo narrado. Desprovista del carácter
indicial de la imagen cinematográfica, la literatura marca entonces el punto de partida
para una distancia o desprendimiento respecto de la fuerza del lenguaje del cine de la
posdictadura.
Frente a la perspectiva temporal de las películas de los años ochenta, es el relato
en tiempo presente lo que caracteriza tanto al cine como a la literatura de Martín
Rejtman. La pregunta es, entonces, ¿de qué forma? Y aún: ¿qué tiempo presente? En su
literatura, el efecto de presente, si bien se basa en la conjugación de los verbos
empleados, termina de construirse con dos procedimientos específicos. Por un lado, los
hechos narrados suelen anclarse a marcas temporales precisas: “Es domingo. Suena mi
celular a las nueve y cuarto de la mañana…”; “Ahora, a la mañana, Javier abre la llave
del gas…”; “Son las dos y cuarto de la tarde, mi madre abre la puerta de la habitación…”;
“Vuelvo a mi casa al atardecer…”. Por otro, la precisión de estas marcas se aloja,
contradictoriamente, en un orden cronológico impreciso. En los cuentos de Rejtman
encontramos locuciones que sugieren una estricta sucesión: “Hay un paréntesis de tres
días de sol…”; “Otro día…”; “Tres semanas más tarde…”; “Una semana y media
después Aldana aparece drogada en el cinturón ecológico…”. Y sin embargo, ante la
acumulación opaca de este tipo de referencias, la expectativa cronológica del lector se
halla una y otra vez decepcionada. ¿Cuántos días entre estas dos situaciones? ¿En qué
semana, qué día de la semana? El relato se desarrolla en tiempo presente, pero es
prácticamente imposible asignarle a los hechos una progresión lineal.
En este mismo sentido, en los pocos momentos en que la escritura de Rejtman se
concede la posibilidad del pasado, los hechos evocados responden a una exigencia del
acontecimiento presente. Acaso “presencia del pasado” sea la forma correcta de expresar
el estatuto temporal de estas breves retrospecciones: el pasado irrumpe de manera efímera
y sólo en tanto deriva en el punto actual, se alinea a él, o nos provee de trazos que lo
refuerzan. Por ejemplo, en la tercera persona de “Alplax”: “Ese mismo día, durante un
partido de truco, surge una discusión absurda entre Daniel y Federico. Los dos se
conocen desde hace mucho, jugaban en el mismo equipo de rugby, pero en realidad
nunca fueron demasiado amigos. Ahora se ven seguido por Ana y Gabriela”6. De la
misma forma, en la primera persona de “Literatura”:

La ventana de mi cuarto da a un lavadero; el lavadero da a un jardín con


pasto muy crecido y una pileta de cemento blanco vacía desde hace mucho
tiempo. Mi casa queda en una cuadra de casas bajas de Ramos Mejía. Cuando
nací mi familia ya vivía ahí. Diez años después mis padres se divorciaron y
vendieron la casa. [...] Tiempo más tarde mi madre conoció a Raúl, un
mendocino dueño de una cadena de disquerías de la zona oeste del Gran
Buenos Aires. [...] Un día mi madre fue a visitar a una prima en Ramos
Mejía. De camino, pasó por nuestra antigua casa y vio que estaba en venta.
Ese fin de semana fueron con Raúl a ver la casa y mi madre lo convenció
enseguida de que la compraran, sin decirle nunca que antes habíamos vivido
ahí. A los pocos meses nos mudamos. Con mi madre nunca hablamos del
tema de la casa, pero siempre existió entre nosotros un acuerdo tácito de no
decir nada.7

El extenso pasaje sirve en este caso para percibir el modo en que la escritura de Rejtman
no sólo alinea el pasado en la actualidad del presente narrado sino, además, extendiendo
este paréntesis temporal más de lo habitual, tiende a desdibujar su valor pretérito. En este
sentido, resulta impropio pensar el pasado como virtualidad que explica o justifica al
presente: habría que hablar en cambio de resonancia actual, en tanto esta escritura no
establece distinciones entre los actos del personaje y sus evocaciones. Se trata, en este
caso, de desatribuir los tiempos verbales. El efecto es entonces el de presentes que
coexisten, haciendo del relato una superficie temporal uniforme, sin espesor.
En “Ornella”, publicado en Literatura y otros cuentos, un pasaje pone de
manifiesto la íntima reciprocidad entre las concepciones del tiempo y el sujeto en la
poética de Rejtman: “Para Luis hay un agujero en el tiempo y en el lugar de su memoria
que debería ocupar la imagen del momento en que aceptó quedarse con la perra y compró
la licuadora. ‘Es como si a una torta le faltara una tajada que nadie cortó’, piensa”8. La
metáfora, inusualmente robusta para esta literatura, puede ser también la cifra para
entenderla mejor. Estos personajes acumulan objetos y ocupaciones sin ningún propósito,
se vinculan afectivamente con perfectos desconocidos; para otorgarle a este desconcierto
su consistencia literaria, Rejtman hace converger la antedicha articulación del tiempo con
un singular uso de la elipsis. “Un agujero en el tiempo y en el lugar de su memoria”, dice
aquí, y en el vacío entre párrafo y párrafo Rejtman elide los momentos de decisión de sus
protagonistas:

Luis le informa a la mujer que encontró a Ornella perdida en los bosques


de Palermo. La mujer primero no lo cree, dice que es imposible. [...]

6
Rejtman, M., Literatura y otros cuentos, Buenos Aires, Interzona, 2005, p. 13.
7
Ibíd., pp. 45-46.
8
Ibíd., p. 80.
Finalmente admite que Ornella puede haberse escapado y sin mostrar
emoción le pregunta a Luis si se la puede llevar a la casa.

La casa de Ornella queda en Flores. Luis toca el timbre…9

Al realizar una elipsis, el escritor determina los segmentos del relato a los que el
protagonista, replicando al lector, no tiene acceso. Pero en la literatura de Rejtman, como
en su cine, lo elidido no sólo es inaccesible: lo que sucede entre párrafo y párrafo –entre
escena y escena- o entre oración y oración –entre plano y plano- excede a los personajes
de esos relatos al punto de que tampoco es lícito suponer allí “la motivación no narrada
de la historia”. Como señala Bernini, se trata en cambio de un silencio puro de la
narración, tras el cual o debajo del cual no sería lícito suponer un contenido. Si aquí se
eliden los momentos decisorios, no hay pregunta que pueda o deba hacerse al respecto;
de esta manera, la inaccesibilidad de lo elidido es en la literatura de Rejtman la medida de
la ingenuidad y la impotencia de sus personajes.

3.

Acaso sea necesario hablar de “sincronía” para definir la forma del tiempo que
describen tanto la literatura como el cine de Rejtman. Y es justo reservar esta palabra
para hablar de sus películas, porque es en ellas donde la concepción que Rejtman tiene
del presente se despliega con mayor eficacia. Esto se debe, en principio, a dos
posibilidades que la imagen cinematográfica ofrece y que la poética del cineasta emplea
en su provecho: la inmovilidad del encuadre y la “imagen total” provista por el plano
general. La fijeza de las imágenes y la co-presencia de sus partes se distinguen aquí de las
posibilidades expresivas de la literatura, que, por un lado, no está sujeta a un marco
invariante, y por otro, está obligada a focalizar sus significantes. Se dirá aquí,
evidentemente, que el cine, y no la literatura, es el arte del movimiento. También es el
arte de lo real; y sin embargo Rejtman invierte ambas potencias del dispositivo
cinematográfico mediante un agudo trabajo de puesta en escena. Pero vamos por partes.
Su segundo largometraje, Silvia Prieto (1999), se construye casi exclusivamente a
partir de planos generales, siendo las excepciones detalles de objetos o carteles
publicitarios y, en todo caso, planos medios de conjunto que cumplen una función
análoga a los primeros. Y la utilización del plano general debe entenderse en el cine del
director al interior de escenas que reducen el montaje al mínimo imprescindible. Es decir,
al interior de escenas que se componen en muchas casos de un único plano, que de esta
manera incluye los momentos sucesivos del diálogo o de la acción. Así, por ejemplo,
aquella en que Silvia Prieto entra a una farmacia con el propósito de comprarle un envase
de shampoo a una segunda Silvia Prieto. La imagen nos muestra, de espaldas, a la
protagonista, y de frente a la que parece ser una experta en cosmética. La silueta de Silvia
Prieto se recorta contra una estantería repleta de envases de shampoo, pero el plano no
tiene profundidad: la elección, para la toma, de un lente particular -el tele objetivo- hace
que se imponga una imagen de superficie, donde el cuerpo del personaje, ligeramente
fuera de foco, se asimila al fondo de productos coloridos. Sobre esta imagen, la
farmacéutica enumera: Revlon, Helena Rubinstein, Sedal, Wellapon, Plusbelle,

9
Ibíd., pp. 68-69.
Springtime, Head and Shoulders, Flex, Timotei, Satinique. Se trata, como es evidente, de
la acumulación de objetos que define todos los relatos, literarios o cinematográficos, de
Martín Rejtman. Pero lo que en literatura hubiese sido, de manera obligada, la
enumeración sucesiva de las marcas de shampoo que rodean a la protagonista, en el cine
puede ser al mismo tiempo la “imagen total”, sincrónica, de objetos que se acumulan
frente a cámara10. Cuando prescinde del montaje al interior de la escena, Rejtman extrae
del plano general su potencia para homogeneizar el conjunto; en el mismo sentido, una
opción por el aplanamiento de la imagen logra que el rostro de la protagonista tenga el
mismo valor que los objetos que lo enmarcan11. Y aquí el valor del plano general es a la
vez espacial como temporal, en una imagen que tiene para sus partes el común
denominador del presente.
Esto, que es cierto al nivel del plano, lo es también para el todo del film: iguales
entre sí, estos planos sin profundidad parecen superponerse, componiendo para el relato
una única “imagen total”. Es en este sentido que las películas de Rejtman aprovechan la
inmovilidad del encuadre, el elemento invariante que, a diferencia de la literatura,
caracteriza al cine: en ambos casos puede hablarse de una materia que no varía, la palabra
o la imagen, pero sólo en el segundo es lícito hablar de un continente que, imagen tras
imagen, permanece –puede permanecer- siempre igual a sí mismo. Así, cuando todos los
planos son planos fijos, la puesta en escena de estos films enfatiza ese marco invariante,
obteniendo entonces para las imágenes lo que podría llamarse una carga estática. En Los
guantes mágicos (2004), para el caso, la escena en que el protagonista festeja su
cumpleaños es la culminación de una sucesión de planos fijos que hasta allí se encargaron
de desplegar las series de intercambios entre los personajes del relato. La situación, como
señaló Gonzalo Aguilar12, “exhibe el regalo como variante del intercambio económico:
Piraña y Susana le regalan el perro Luthor, el paseador de perros le regala los paseos,
Cecilia los viajes en taxi del paseador para ir a buscar a Luthor”, mientras que su puesta
en escena se reduce a un único plano general, en el que conviven, uno sobre el otro, los
personajes y elementos que hacen y harán a la serie de intercambios que mueve a la
historia. Este plano general, y la imagen total en él contenida, es entonces la cifra que nos
permite acceder al funcionamiento del relato.
El valor de sincronía se construye en la imagen a partir de estas dos variables,
pero obtiene un potencial propiamente político en el montaje del film. En esto, sirve
primero recordar otro pasaje de “Ornella”, el último cuento del último libro de Rejtman:

Durante el transcurso de la noche entran y salen de su cabeza imágenes y


pensamientos que la atraviesan a toda velocidad como si fuera un túnel. El
exceso de tráfico lo mantiene en ese estado intermedio de sueño alerta,
consciencia e inconsciencia en combate, porque su mente no se resigna a
dejar escapar las imágenes y pensamientos evasivos y se esfuerza sin éxito en
descifrarlos.13
10
Considerando, como quiere Deleuze, al encuadre como un “sistema informático”, se trata en este caso de un encuadre saturado.
Como es evidente, no es este un ejemplo que pueda extenderse a la totalidad del cine de Rejtman, cuando en su gran mayoría se
compone de encuadres rarefactos. Pero sirve sin embargo como la anomalía que explica al sistema: también en los planos en los que
vemos solamente a dos personajes dialogar uno frente al otro debe hablarse del valor sincrónico de las imágenes.
11
En este sentido, véase Aguilar, G., op. cit., p. 106: “El enemigo de la puesta en escena de Rejtman es la perspectiva que crea la
profundidad de campo porque tiende a crear un sistema de jerarquías abominable. […] Rejtman dijo que en sus películas había como
‘una especie de utopía: un mundo donde todo tiene un mismo valor’.”
12
Ibíd., p. 91.
13
Rejtman, M., op. cit., p. 84.
Con esta noche de insomnio, el personaje expone el reverso de la poética rejtmaniana,
aquello a lo que el estilo del autor querría escapar. La bestia negra del cine y la literatura
de Rejtman bien podría ser en este sentido el flujo ininteligible de las imágenes -el
“exceso de tráfico”- propio de la sociedad del espectáculo y, por extensión semántica, de
la cultura contemporánea. Con esto no se quiere sugerir una hipotética condena moral,
por parte del autor, de este estado de la cultura sino, en todo caso, su imperiosa necesidad
de una mirada que lo ilumine. Ahora bien, para obtener esa mirada, Rejtman opera al
nivel del plano un doble movimiento: se distancia del flujo de imágenes (plano general),
y al mismo tiempo lo inmoviliza (plano fijo). En esto, el suyo es un cine analítico, que
deconstruye la propagación del simulacro característica de la cultura actual. Pero este
análisis se prolonga a su vez en lo que podría llamarse el “momento sintético” de estos
films, cuando la acumulación neutra de las imágenes permite la construcción, en el nivel
del montaje, de la antedicha imagen total. Se explica entonces por qué era necesario
hablar de “sincronía”: porque la potencia del arte de Rejtman reside en su capacidad de
otorgarnos un corte sincrónico del “exceso de tráfico” que no nos deja dormir.
El cine, arte del movimiento, es llevado por estas películas a una forma paradójica
de lo inmóvil. La de un presente continuo, sin pasado ni futuro. En esto, el cineasta logra
en parte lo que Fredric Jameson reclamó para un arte político en el capitalismo avanzado:
nos provee de un mapa cognitivo que facilita la lectura de un estado contemporáneo de
los afectos, la economía y la política.14 Aún modestamente, estas imágenes son también
coordenadas que hacen posible la recuperación del sentido de la orientación, en una
confusión que –como señala Jameson- es tanto espacial como social.
Si bien ha reconocido a Rapado como una película opuesta al cine que le fue
inmediatamente contemporáneo, la crítica no ha pensado esta oposición en los términos
de una disputa por el realismo. Quizá porque resultó conveniente para una taxonomía del
nuevo cine argentino, se ha definido en cambio a la poética de Rejtman como la de un
cine “no realista”15. Sin embargo, las declaraciones del cineasta parecen ir en sentido
contrario. Entrevistado por Patricio Fontana, por ejemplo: “Hay películas que parecen
programas de televisión. […] Esa especie de costumbrismo o de supuesto realismo de
buena parte de las ficciones de tevé es un poco nocivo. En un punto, se convierte en algo
más real que la realidad. Por eso, cuando se escucha hablar de otra manera no suena
verdadero, cuando para mí lo cierto es que en la vida cotidiana se habla mucho más como
en Silvia Prieto que como en una comedia televisiva del tipo de Son amores. Para mí
Silvia Prieto es una película realista y su código es absolutamente normal y cotidiano”16.
Así, si bien Rejtman busca alejarse del costumbrismo televisivo coetáneo, esta
declaración de principios puede aplicarse también a aquel enfrentamiento de origen con
el cine de la posdictadura. En cualquier caso, se trata de una disputa que tiene en su
centro a un concepto: el de realidad. Aunque fundado en un estricto trabajo de puesta en

14
Jameson ha trabajado la noción de mapas cognitivos en distintas obras. A este respecto, puede leerse el ensayo de Diego Peller
“Fredric Jameson. Cine y estética geopolítica”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº7, marzo de 2008.
15
Lo cierto, en todo caso, es que la distinción entre realistas y no realistas encuentra su verdadera justificación en el hecho de que los
primeros encuentran todavía un valor social, e incluso político, para las imágenes. Sin embargo, esa distinción no ha permitido pensar
el particular realismo del cine de Rejtman. En esto, habría que exceptuar a Emilio Bernini, que en algunas líneas ha sugerido este
aspecto del cine del director de Silvia Prieto. Cf., “Un proyecto inconcluso. Aspectos del cine contemporáneo argentino”, en
Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº4, octubre de 2003, p. 98.
16
Fontana, Patricio, “Martín Rejtman. Una mirada sin nostalgias”, entrevista en Milpalabras, nº4, primavera-verano de 2002.
escena, el cine de Rejtman reclama desde su primer largometraje un derecho de realidad
que, más acá de sus declaraciones, merece ser considerado.
No caben dudas de que la reticencia a leer en el cine de Rejtman un propósito
realista proviene de la singular concepción que el cineasta tiene de esa poética. Acaso
esta singularidad pueda leerse en las palabras de Juan Villegas, director de Sábado (2001)
y uno de los cineastas que, después de Rejtman, responderían a un cine no-realista: “Yo
hablaba en una época de objetivismo en lugar de realismo, porque el realismo para mí es
eso: no subjetivar, no enfatizar… lo cual no es una idea mía sino de Rosellini” (el
subrayado es nuestro). Y también: “… la planificación se terminaba de cerrar en las
locaciones, que para mí son fundamentales. […] Prefiero que las paredes de las calles
sean blancas, más bien, en ese sentido, abstractas, con líneas rectas. Es una unidad formal
que da una idea abstracta de la ciudad. Rejtman hace algo así y lo hace mejor…”17. El
modo en que estos cineastas conciben al realismo parece superponer, entonces, lo real a
lo abstracto, y viceversa. Pero en el caso del director de Rapado el “carácter abstracto” de
su cine debe leerse, como se ha mencionado, a partir de la doble negatividad que
determina su puesta en escena: de un lado, respecto del cine de las posdictadura; de otro,
respecto de la sociedad del espectáculo. En este sentido, “la abstracción” es en Rejtman
un medio –una forma de ascesis- para acceder a una realidad que estaba entonces
revestida por, y disimulada bajo, el énfasis de los estereotipos del costumbrismo. Es
importante no confundir aquí el extrañamiento de la imagen operado por Rejtman con
una supuesta no-transparencia de su cine: su “no realismo”, como la particular forma del
tiempo que compone su poética, parece responder al credo cinematográfico de Robert
Bresson, cuando éste afirma que “lo real en bruto no dará por sí mismo lo verdadero” o
cuando define el estatuto de lo real propio del cinematógrafo: "Es lo real, lo real preciso,
lo real visto desde lo más cerca posible, es lo sobrenatural”.
Como los de Adrián Caetano y Pablo Trapero, el de Martín Rejtman es un cine
del espacio público, cuando es principalmente “en la calle” que se desarrollan sus
historias. Los últimos dos párrafos nos permiten sumar a este conjunto otro rasgo en
común: se trata de cineastas que expresaron con sus primeras películas formas del
realismo insospechadas para el cine argentino de los años noventa. Rapado, Pizza, Birra,
Faso (Caetano/Stagnaro, 1997) y Mundo grúa (Trapero, 1999) buscaron modificar los
modos de producción, las formas de financiación y las posibilidades estéticas del cine
argentino, y esta ambición implicaba, evidentemente, conquistar primero el estatuto de la
imagen del cine de la época. Así, cuando ese cine encontraba en la palabra su principal
herramienta, los nuevos directores se alejaron del discurso, privilegiando de distintas
maneras el “puro registro”18; donde aquella imagen se definía por la representación -fuese
ésta alegórica o no- de conflictos políticos o morales enraizados en la coyuntura, el nuevo
cine impuso una imagen que se dedicó, ya no a representar, sino a presentar la propia
coyuntura. Para un cine que se reclamaba contemporáneo era necesario, primero,
apropiarse del presente, y al hacerlo estos cineastas respondían también a la necesidad de

17
Bernini, E., Choi, D., Goggi, D., “Los no realistas. Conversación con Ezequiel Acuña, Diego Lerman y Juan Villegas”, en
Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº5, noviembre de 2004, p. 167.
18
El “puro registro” de Pizza, Birra, Faso y Mundo grúa es ostensible, sobe todo si se piensa en las imágenes de cámara en mano que
dan inicio al primer film. Respecto de Rejtman, lo antedicho basta para pensar su cine desde esta voluntad de registro, y en el mismo
sentido se expresa el director en una entrevista: “Hay una narración que intenta ser testigo de lo que ve, y es lo que a mí me interesa
del cine: usar ese mecanismo de registro; usarlo de manera clara, precisa…”.
encontrar una tradición que los legitimase19. En este sentido, el realismo del nuevo cine
es, respecto del realismo costumbrista que lo antecedió, un neorrealismo: porque es un
cine que se hace desde la coyuntura, y porque el registro de esa coyuntura le otorga la
autoridad para reformular el estatuto de la imagen. Lo que se pone entonces en evidencia
es la íntima reciprocidad que, en los inicios del cine argentino contemporáneo, existe
entre realismo y disputa por el espacio público de la cinematografía local.

4.
Con Rapado, fue la literatura de Rejtman la que hizo posible la renovación del
realismo en el comienzo del cine argentino contemporáneo. Y la figura del escritor-
cineasta volvería a aparecer, aunque en un sentido distinto y de alguna manera contrario,
con un documental estrenado en 2002. Balnearios, de Mariano Llinás, fue para el nuevo
cine un objeto desconcertante. De algún modo un documental, en muchos sentidos varias
ficciones, y alternativamente cine y fotonovela, las sucesivas transformaciones de la
película de Llinás encuentran su equilibrio en un uso agudo de la voz over. El texto,
escrito por el cineasta, transita los distintos registros de la parodia y la ironía, mientras
que la imagen del film se compone del registro documental de las diferentes aristas de los
balnearios de la provincia de Buenos Aires. Desde la voz over, Llinás inventa relatos
policiales para mansiones costeras, ironiza sobre las costumbres de los balnearios y
otorga a personajes pueblerinos la dimensión del mito. Así, aún cuando no se trata aquí
de la transposición de una obra literaria a la pantalla, puede hablarse ciertamente de una
forma de la imagen -una forma del cine- que existe en estrecha correspondencia con una
forma de la palabra, es decir, con la literatura.
Balnearios fue una película pequeña, pero ya en 2002 insinuaba nuevas
perspectivas para el cine argentino contemporáneo. Como se sabe, la parodia, al igual que
la ironía, se constituye como una forma de distancia entre dos textos: el texto parodiante
se distingue del texto parodiado, y en esa distancia adquiere su espesor particular, que es
el de un discurso que exhibe su autoconciencia. De esta manera, en su uso de una voz
over permanentemente irónica, en su constante distancia respecto de lo que la cámara
registra, el documental de Llinás impone un espesor para la imagen cinematográfica que
los distintos realismos del nuevo cine no habían querido o no habían podido dar: aquí la
imagen no es sólo la imagen. Este espesor es, en efecto, producto de un trabajo con la
palabra, que ocupa en la voz over de Balnearios un lugar del todo distinto al que ocupaba
en el cine de Rejtman.
El director de Silvia Prieto desarrolla entre la palabra y la imagen una relación no
problemática. Esto es evidente si se piensa su obra como un todo: Rejtman despliega en
sus películas una amplificación de su literatura, mientras que sus cuentos fueron, desde el
comienzo, la inmisión literaria del cine. Estas operaciones, amplificación e inmisión,
suponen la homogeneidad expresiva desde la que se construyen ambas poéticas. Pero la
homogeneidad se expresa a su vez, sobre todo, al interior de sus películas, en los rasgos
que definen la presencia de una voz over “literaria” en Silvia Prieto y Los guantes
mágicos. Se trata, por un lado, de un relato que en nada difiere de la escritura neutra de
sus cuentos. Por otro, de una voz over que habla en primera persona y se alinea, por lo
tanto, con el punto de vista que determina también las imágenes del film. Finalmente,

19
Respecto de la relación de los directores del nuevo cine argentino con la tradición del cine moderno, véase el citado ensayo de
Emilio Bernini, “Un proyecto inconcluso. Aspectos del cine contemporáneo argentino”.
habría que recordar que la neutralidad de la voz se replica en un tratamiento análogo de la
imagen. No hay discordia en el cine de Rejtman entre la imagen y la palabra, cuando
ambas comparten un mismo propósito: otorgarnos la autenticidad bressoniana de un
mundo sin espesor. Y es en este punto donde Balnearios implica una novedad para el
cine argentino contemporáneo; porque el over ha pasado aquí a una tercera persona
omnisciente, pero principalmente porque Llinás realiza desde esa omnisciencia una
crítica de la imagen, estableciendo una relación conflictiva entre ambos niveles de la
puesta en escena. Evidentemente, allí donde en Rejtman los conceptos obligados son
superficial y neutro, describiendo así tanto a la imagen como a la voz, el documental de
Llinás impone un texto que impugna las superficies y, por consiguiente, hace imposible
cualquier neutralidad de la imagen.
Ni neutra, como en Rapado, ni referencial, como en las películas de Trapero o
Caetano, la imagen de Balnearios parece exigirle a la crítica nuevas categorías. La
transparencia de Pizza, Birra, Faso, la autenticidad de Silvia Prieto, comparten una
creencia en la imagen: en el primer caso afirmativamente -mediante los modelos
narrativos del género-, en el segundo en los términos de una singular negatividad –
mediante el modelo ontológico de la ascesis-, ambas poéticas confían en la posibilidad
que tendría el cine de registrar cierta verdad del mundo. Balnearios cree también en la
verdad del mundo y en la verdad del cine, pero parece decirnos que esta verdad estará
mediada, necesariamente, por el lenguaje: de allí su omnipresencia en el film; de allí,
sobre todo, su permanente puesta en evidencia. Los juegos lexicales del texto escrito por
Llinás, el estilo opaco de su escritura y las histriónicas entonaciones elegidas para la voz
over están en las antípodas del idioma simple y coloquial utilizado por Rejtman: en un
caso se opera un retiro de la escritura, en el otro se exhibe su materialidad de todas las
maneras posibles. Y como es a esta altura evidente, la materialidad del lenguaje se
corresponde a la opacidad de la imagen.
El cine de Llinás realiza como el de Rejtman un extrañamiento de la imagen, pero
hay entre ellos una diferencia fundamental. La distancia que funda este procedimiento,
que en Rejtman existía respecto del estatuto de la imagen que le era contemporánea,
aparece aquí en otros términos. Ya no en relación a una disputa en torno al realismo (que
se extiende, de alguna manera, al ámbito de lo profílmico), sino al interior del film, al
interior de la imagen y al interior del lenguaje. La literatura reaparece entonces diez años
después de Rapado, pero su capacidad de desterritorializar la imagen cinematográfica se
vuelca en otra dirección. “Se han terminado los tiempos en que bastaba hacer cine para
adquirir la consideración de séptimo arte”, decía André Bazin en su clásico ensayo sobre
la transposición20, y acaso la coyuntura del cine argentino en 2002 deba leerse a la luz de
esa sentencia. La necesidad de modificar el sistema cinematográfico, que definió las
poéticas de los primeros directores del cine contemporáneo al interior de los límites del
realismo, parece en 2002 una exigencia caduca, una batalla ganada. A partir de
Balnearios -o a partir del momento que Balnearios vino a señalar- parecen haber
terminado los tiempos en que bastaba la autenticidad de la imagen, su realismo, para
adquirir la consideración de cine nuevo. “Las condiciones ya están dadas, no nos
podemos dar el lujo de no ser inteligentes, de no preocuparnos por problemas estéticos o
filosóficos, por los problemas que demanda el arte. […] No basta con hacer películas un
poco diferentes a las anteriores”, declaró Llinás en 2002, tras hacer un film que pone en

20
Cf., Bazin, André, “A favor de un cine impuro”, en ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 2004, p. 126.
primer plano a la palabra y a la literatura, y a su posibilidad de otorgarle a lo real un
espesor del que las poéticas del nuevo cine habían prescindido21. Así, cuando el nuevo
cine nace, a partir de la literatura, con un aplanamiento de la imagen, ésta vuelve a ganar
protagonismo para demandar lo contrario: una profundización del terreno, de la superficie
ganada. Es decir, una profundización del cine.
Un año anterior a Balnearios, Sábado, de Juan Villegas, es la película que más
claramente suscribe a la poética de la abstención del cine y la literatura de Rejtman. La
puesta en escena del film se compone casi exclusivamente de planos generales, la
entonación de los actores es neutra, sus actuaciones están desprovistas de cualquier
inflexión emotiva. Y sin embargo puede encontrarse en Sábado algo que la distingue
cualitativamente de las películas del director de Silvia Prieto: la opción por un estilo
neutro no excluye aquí la voluntad del cineasta de dar un espesor existencial a sus
personajes. Las parejas de Sábado discuten sobre el azar, persiguen la posibilidad del
encuentro sexual o refieren elusivamente a sus respectivas situaciones amorosas. A
diferencia de lo que sucede en los relatos de Rejtman, los personajes no son aquí la
manifestación silenciosa de un malestar de la cultura: padecen un malestar que es
también íntimo22. En este sentido, la principal novedad de la puesta en escena de la
película de Villegas, “la más importante”, pasa por su empleo de la elipsis, semejante
pero distinto al analizado en el caso de Rejtman. La elipsis es aquí la cifra de la poética
del film, al punto de que es el procedimiento que determina su estructura: el carácter
azaroso de los encuentros, en torno al cual gira la historia, es antes producto del montaje
que del guión. Así, la escena central de Sábado, en la que el personaje de Daniel Hendler
choca en su auto con el de Gastón Pauls, condensa una decisión que Villegas repite a lo
largo de la película: llegamos al choque tarde, unos segundos después de que haya
acontecido, cuando el azar, podría decirse, ya ha sido dado. Como en Rejtman, la elipsis
es aquí una forma de la imposición; pero en este caso aquello que se impone ha sido
tematizado por los personajes, que hablan del azar porque son concientes de la
precariedad de su experiencia, y porque sospechan que las cosas podrían ser de otra
manera: mejores.
El vacío de la elipsis, el silencio de la subjetividad, son en Rejtman dos
movimientos de una misma neutralidad; Sábado retoma aquel tono neutro, pero al mismo
tiempo incorpora personajes que ansían aquello que la puesta en escena parece
escatimarles. Impedida en el empleo de la elipsis, negada en la condición plana de la
imagen y del registro actoral, la voluntad de reflexionar respecto de la propia situación
afectiva (de ponerla en perspectiva) caracteriza a las parejas del film. De allí que, como
ha señalado Rafael Filippelli, se produzca un desfase entre el tono de comedia del relato y
la gravedad con que los personajes habitan sus historias: las subjetividades, se diría,
resisten la neutralidad del significante, allí donde sus preocupaciones suponen una
semántica subyacente23. ¿Subyacente a qué? A la imagen como superficie, que ya no está
exenta del barro del sentido.
21
En este punto habría que exceptuar a Martel, quizá la única de los “primeros cineastas” (Rejtman, Caetano/Stagnaro, Trapero,
Alonso) cuyo trabajo con la imagen se funda en cierta desconfianza, que por otra parte define la poética naturalista de sus películas.
22
Habría que recordar aquí que Rapado se distingue de los otros dos largometrajes de Rejtman precisamente en este punto, cuando
hay en esa película algo del orden de la experiencia que no está ni en Silvia Prieto ni en Los guantes mágicos. En este sentido, se
puede leer el citado ensayo de Emilio Bernini, Estudio crítico sobre ‘Silvia Prieto’, pp. 41-49.
23
En sentido opuesto, justamente, Rejtman ha definido Silvia Prieto desde una primacía del significante: “… [en la película] el tema
del lenguaje es más importante que el de la identidad. El gran problema de Silvia Prieto no es que haya otras personas como ella, sino
otras que se llamen como ella. El nombre es lo que más importa”. Como es evidente, el trabajo con el significante es en esta película el
correlato del antedicho aplanamiento de la imagen. Cf. Aguilar, G., op. cit.
Evidentemente, el grado cero de la puesta en escena de Rejtman implicó en sus
primeros films la expresión, llena de sentido, de un estado de cosas coetáneo; pero si
pudo hacerlo a partir de una imagen neutra fue porque la coyuntura desde la que se
hicieron estas películas así lo exigía: decir algo era, en ese momento, no decir nada,
limitarse a desenmascarar el presente desde un trabajo de puesta en escena entonces
inédito. En eso, Rejtman fue, y sigue siendo, el gran cineasta argentino de la
contemporaneidad. Pero quizá sea este el lugar para un solo artista, o en todo caso, como
escribe –otra vez- Bazin, “el genio y el talento son fenómenos relativos que sólo se
desarrollan con referencia a una coyuntura histórica”24. En este sentido, Villegas replica
la puesta en escena de las películas de Rejtman pero manifiesta además la voluntad de
ocuparse, como reclamaba Llinás, de los problemas que demanda el arte25. Esta, que
suena quizá como una declaración conservadora o retrógrada, no lo es. Rapado, Silvia
Prieto, son películas que barren con el lenguaje del “viejo cine”; los films de Trapero o
Caetano conquistan para el nuevo el espacio público: sus poéticas, como ha sido dicho, se
explican desde la coyuntura y en ese sentido su principal valor es sobre todo formal. Pero
ese logro, ciertamente inmenso y pasible de ser prolongado por esos primeros cineastas,
comporta un movimiento que le es ajeno a aquellos que hacen su cine después de esa
ruptura inicial. Llegado cierto momento, el cine argentino contemporáneo parece haber
asimilado un nuevo estatuto de la imagen, el que ganaron para sí esas primeras películas,
y debió pensarse entonces sobre ese fondo novedoso. La presencia de la subjetividad en
los personajes de Sábado, la del lenguaje en la voz over de Balnearios, testimonian ambas
–con mayor y menor timidez- la posibilidad de la duda respecto de aquel nuevo estatuto
de la imagen. Y la opacidad de la palabra, el espesor de la conciencia, la desconfianza
respecto de la imagen son, evidentemente, distintos avatares de lo que comúnmente se
conoce como modernidad. Ahora bien: ¿cómo pensar la paradoja de una “modernidad”
para el nuevo cine argentino?; ¿qué lugar ocuparía la literatura en este nuevo impulso del
cine contemporáneo?

5.
Los suicidas (2005), el segundo largometraje de Juan Villegas, lleva al cine la
novela homónima de Antonio Di Benedetto. A priori, dos lecturas complementarias
pueden hacerse de la elección del cineasta. Por un lado, debe señalarse en la literatura de
Di Benedetto un estilo eminentemente cinematográfico, cuando se articula a partir de un
singular uso del fragmento y las descripciones visuales. En este sentido, la decisión de
Villegas puede leerse junto a aquella que definió también su primer film: donde Sábado
toma, aunque indirectamente, la literatura cinematográfica de Martín Rejtman como
modelo, Los suicidas haría algo semejante con Di Benedetto. Es decir, llevaría al cine los
aspectos cinematográficos de un estilo literario. Pero a esta lectura se superpone otra, que
responde menos a impugnar el “estilo cinematográfico” de la novela que a la necesidad
de pensarlo desde el estilo cinematográfico, ahora propiamente dicho, del cineasta. En
este sentido, hay que decir que lo que en Di Benedetto responde a una construcción
cinematográfica es al mismo tiempo aquello de lo que la puesta en escena de Sábado
había prescindido: el falso raccord, procedimiento soberano de gran parte del cine

24
Bazin, A., op. cit., p. 124.
25
Que se entienda: no se pretende decir aquí que el cine o la literatura de Martín Rejtman no se hayan ocupado, no se ocupen, de “los
problemas que demanda el arte”. Se trata en cambio de establecer una distinción entre los contenidos de un arte signado por la
coyuntura y de otro que pretende para sí asuntos que “exceden” el presente de la enunciación, lo logre o no.
moderno, encuentra su expresión literaria en la prosa fragmentaria de Los suicidas (1969)
pero es un procedimiento ausente –e incluso negado- del primer largometraje de Villegas.
Y acaso sea desde este conflicto entre estilos (que es también un conflicto entre edades
del arte) que deba entenderse su segunda película.
Como es sabido, no puede pensarse el falso raccord del cine moderno sin
considerarlo a la par de una nueva forma de concebir la subjetividad: las primeras
películas de Antonioni y Godard, en las que este procedimiento se constituye como tal,
no dejan de asociar la discontinuidad operada en el montaje a la experiencia también
fragmentaria de los personajes. En este mismo sentido, el carácter fragmentario de la
escritura de Di Benedetto encuentra su justificación en el espesor de la conciencia de sus
protagonistas, que en sus novelas no cesan de representarse a sí mismos, de dudar de sí
mismos, de reflexionar respecto de la propia situación. La especulación constante del
narrador de Los suicidas, la obstinación del escritor de El silenciero (1964), la razón
paranoica de Don Diego de Zama son todas expresiones de las marchas y contramarchas
de la conciencia, que en la escritura de estas novelas se traducen en frases concisas, en
párrafos breves y en los saltos que a la fuerza se imponen entre unas y otros. De allí que
sea lícito hablar de golpes de montaje, leves discontinuidades o continuidades que, siendo
tales, se definen por cierta aspereza en el pasaje de una oración a la siguiente. De allí, en
última instancia, que esta literatura encuentre su correlato en el falso raccord del cine que
le fue contemporáneo. En esto, baste el ejemplo de un pasaje central de la novela
adaptada por Villegas:

Me sobra noche. Podría buscar una mujer. O llegar a donde lo hizo


Adriana Pizarro. No es hora de entrar, sólo vería un bulto oscuro, el de la casa
dormida. La exploración empezará mañana. ¡Mañana! … ¿Cuántos mañanas
me quedan?...
Mañana podría cambiar de vida. Pero no puedo cambiar de oficio. Soy mi
oficio. Si no cambio de oficio no puedo cambiar de vida.
Cambiar de Julia. Cambiar de mujer no cambia nada.
Cambiar de recuerdos. El pasado no se cambia, a menudo nos gobierna.
[…]
Tengo ayer, no sé si tendré mañana. No poseo más que una certidumbre, la
de que, en algún momento, moriré.

Sueño con mi profesora de inglés.


Dice que estudie, que debo irme.
Parece que dice escapar.26

El vagabundeo nocturno del personaje se prolonga en necesidad, y las idas y venidas de


esa necesidad se imponen aquí sobre el fondo de un temor y sobre el fondo de una
insuficiencia. Sensaciones ambas que Di Benedetto despliega al nivel del contenido pero,
principalmente, logra también materializar en la escritura misma. Puntualmente, en el
protagonismo que ésta le otorga al silencio, que insiste aquí mediante dos figuras
fundamentales. De un lado, en su insistente trabajo con lo que podríamos llamar la

26
Di Bendetto, Antonio, Los suicidas, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006, p. 75.
“puesta en párrafo”, el autor le otorga una presencia particular al blanco de la página, que
reaparece una y otra vez como una advertencia. De otro, en la condensación de los
pensamientos del protagonista en oraciones breves y exactas, y en la permanente
construcción de yuxtaposiciones lógicas entre ellas, esta escritura le otorga a la
puntuación un lugar protagónico, entre cada uno de los momentos de la reflexión
escalonada del narrador. ¿Qué hay entre párrafo y párrafo? ¿Qué hay entre punto y
punto? Son preguntas que la literatura de Di Benedetto obliga a hacerse; y la respuesta es
siempre la misma: hay lo que media entre un acto de pensamiento y el otro, entre una
afirmación del ser y la siguiente. No hay nada, o hay la nada sobre la que estos
personajes dudan, piensan, son27.
Allí donde los personajes de Rejtman se confundían con la neutralidad del
sentido, con el grado cero de los afectos, los protagonistas de Di Benedetto buscan
distinguirse del vacío que los socava. Aunque el lugar que ocupa ese vacío tampoco es
tan simple: como sostiene el existencialismo, la nada es al mismo tiempo la posibilidad
absoluta, el fundamento de la plena libertad. Pero ese punto de partida resulta tan
inmenso como indeterminado: ¿cómo forjarse un destino, una identidad, una vida a partir
de la pura nada? La escritura fragmentaria de Los suicidas expresa el carácter paradójico
de ese vacío, cuando revela a la vez los movimientos -siempre renovados- de la
conciencia del narrador y su eterna insuficiencia, que se manifiesta aquí en un lenguaje
que una y otra vez parece trabarse, no poder avanzar.
Villegas transpone en su segundo largometraje una novela de Di Benedetto, pero
no deja de ser el director que en su primer film hizo propios los parámetros formales del
cine de Rejtman. Así, la discontinuidad de la escritura de Los suicidas, sus falsos
raccords, serán forzosamente leídos desde la óptica superficial de aquellas películas. Se
está, en principio, ante un problema de montaje, cuando al estilo entrecortado del escritor
se oponen los planos de duración extendida preferidos por el cineasta: como sucedía en
Sábado, las escenas de Los suicidas suelen reducirse a un único plano, y de esta manera
parecerían contradecir el efecto estilístico de las oraciones breves de Di Benedetto. Pero
no se trata aquí de juzgar la fidelidad de la transposición sino de encontrar en su elección
una particular necesidad expresiva del cineasta. O en todo caso no se trata de exigirle al
film una traducción palabra por palabra –o punto por punto- sino aquella que logre
restituirnos lo esencial de la letra y el espíritu. En este sentido, no habría que exigir a
Villegas el uso de un montaje fragmentario sin antes preguntarse, como punto de partida,
respecto de aquello que esa condición fragmentaria logra para el arte de Di Benedetto. Y
esta es una pregunta que ya hemos respondido: se trata, en todos los casos, de la
tenacidad con que estos personajes habitan el mundo.
Esta tenacidad toma en Villegas otra forma, cuando la conciencia del protagonista
se refleja en la “conciencia cámara” del film. Porque Los suicidas, la película, encuentra
el equivalente de la primera persona de la novela en el solipsismo de su puesta en
escena28, que se manifiesta en dos procedimientos fundamentales. Por un lado, Villegas

27
Sobre el valor del silencio en la obra de Di Benedetto, véase: Premat, Julio, “Di Benedetto: silenciero”, en Héroes sin atributos.
Figuras de autor en la literatura argentina, Buenos Aires, FCE, 2009. O, también: Giordano, Alberto, “Las víctimas de la
desesperación. Una aproximación al mundo de Antonio Di Benedetto”, en Zama, publicación del Instituto de Literatura
Hispanoamericana de la FFyL-UBA, nº1, 2008.
28
En este punto se impone una precisión: se utiliza el verbo “reflejar” porque sería impropio hablar de “refractar”, acaso el verbo que
mejor define el empleo del discurso indirecto libre, tanto en cine como en literatura. La puesta en escena de Los suicidas se distingue,
efectivamente, del discurso indirecto libre del cine moderno, allí donde, en lugar de volverse inasignables, las imágenes parecen
anclarse exclusivamente en la conciencia de los protagonistas.
opera una neutralidad del mundo en el plano del sonido: los ambientes sonoros han sido
silenciados en el film, dando por resultado una imagen centrípeta que encuentra un único
anclaje en la figura del protagonista. Por otro, los espacios han sido homogeneizados
mediante un singular uso del color: la película realiza una abstracción del mundo,
utilizando colores primarios o colores neutros que monopolizan los interiores en que se
desarrolla el relato. Lo primero resulta notable en las distintas escenas que transcurren en
la redacción: donde el espectador esperaría el mundo bullicioso del periodismo, Villegas
concede únicamente el sonido de los diálogos y las actividades del personaje. Lo segundo
se aplica tanto al rojo, el azul y el amarillo, que vuelven extraño el espacio de la
redacción, como al blanco sobre blanco que define el departamento de la viuda de Tiflis,
espacio en que la película tematiza el suicidio. Se trata de dos movimientos
complementarios: una vez neutralizado el afuera mediante el sonido, una vez conquistado
el mundo para la subjetividad, el color satura el espacio volviéndolo una imagen de la
conciencia del protagonista. En esto, Los suicidas estaría transponiendo la modernidad
del “falso raccord” a la imagen neutra con que nace –y todavía vive- una parte del cine
argentino contemporáneo. “La verdadera fidelidad al tono del novelista exigía por tanto
una especie de inversión de la violencia del texto”, podría decirse con Bazin. Sería
pertinente, aunque no del todo: evidentemente, hubiese hecho falta un Bresson para
lograr proyectar la particular alquimia entre el fragmento y lo absoluto que define a la
literatura de Di Benedetto. Aunque Villegas parece no ignorar esta imposibilidad, y acaso
la supera cuando, en determinados momentos del film, encuentra en el plano detalle una
puntuación particular para la subjetividad del personaje. La imagen del clavo, en la que el
protagonista recuerda a su padre, pero sobre todo la imagen de la lluvia que puntúa el
encuentro entre los protagonistas son en este sentido imágenes inéditas para el nuevo cine
argentino.
Lo que logra Villegas mediante el recurso de la literatura de Di Benedetto es una
renovación de los parámetros formales de su anterior largometraje: Los suicidas, la
película, prolonga la poética superficial que Sábado tomaba del cine de Rejtman, pero
encuentra en su referente literario un nuevo espesor. En este sentido, allí donde el primer
film se distinguía del cine de Rejtman, es decir, allí donde sus personajes se resistían a la
neutralidad de la puesta en escena, habría que encontrar el germen de una apertura para el
cine del director. Pero lo que en ese primer film era apenas una sutil interferencia entre el
tono narrativo y la forma en que los personajes enunciaban sus diálogos encuentra en Los
suicidas una manifestación más acabada. En su segunda película, Villegas toma de la
literatura de Di Benedetto personajes de una complejidad inusual para el nuevo cine, y
logra a partir de ellos una forma de la abstracción del todo distinta de aquella que definió
a las poéticas “no realistas”. Cuando abstrae el sonido, como cuando enrarece la imagen,
Los suicidas organiza su puesta en escena a partir de una decisión precisa de focalización,
y ya no desde el “objetivismo” antes descrito. Pero al mismo tiempo, como sucede en Di
Benedetto, la particularidad del punto de vista no niega aquí la generalidad de los
problemas planteados. Y acaso lleguemos con esto a algo que es extremadamente simple
y debe no obstante ser dicho: se trata de una película que se ocupa del hombre, a secas.
Podría decirse incluso “del Hombre”, con mayúscula. A fin de cuentas, un film que
pretende para sí asuntos universales o, como reclamaba Llinás, los problemas que
demanda el arte.

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