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Perplejidad en las humanidades y el ocaso del «último hombre»

Iván Carvajal

ivcarvaj@gmail.com

La institución moderna destinada a la reproducción del saber que llamamos universidad ha sido el
escenario de un conflicto complejo y permanente entre los discursos de las humanidades
―discursos múltiples y contradictorios sobre la condición humana o sobre el sentido del mundo―,
de las ciencias y de la técnica. Afanes destinados a alcanzar la totalización del sentido de lo
humano frente a la naturaleza o del sentido de la historia y la existencia; esfuerzos orientados a
comprender la realidad, recortada siempre en regiones delimitadas, desde las «leyes generales de
la naturaleza» hasta los conocimientos especializados, y por último, impulso del dominio técnico
del hombre sobre la Tierra. La crisis de la universidad le es inherente: inestabilidad de los saberes,
imposible articulación de un sentido totalizante de la historia o de la vida ―dirección esta que
suele concluir en el totalitarismo―, incertidumbre que se ha constituido en condición del
conocimiento científico, evidencias de la devastación que ha producido la «voluntad de dominio»
sobre la naturaleza.

Se podría decir que la situación contemporánea es la del ocaso del «último hombre», recurriendo
a una conocida metáfora nietzscheana que vale traerla a colación a propósito de las consecuencias
de la «voluntad de dominio». Este ocaso se percibe justamente cuando el poderío manifiesta su
arrogancia con el extraordinario despliegue de la técnica contemporánea. Es entonces cuando las
sombras caen con todo su peso trágico sobre la figura del Hombre constituido por la metafísica
occidental, figura que se ha expandido hoy por todo el planeta.

La crisis de la institución universitaria es evidente tanto en la extrema especialización del trabajo


científico a que se ha arribado, como en el declive de las humanidades. Los científicos trabajan en
ínfimas parcelas de la realidad, y aunque están conectados a través de redes, en la mayoría de los
casos, no logran alcanzar siquiera una visión panorámica de las cuestiones fundamentales de la
ciencia, que no cabe confundir con el campo disciplinar en el que trabajan. El científico deviene así
un técnico que debe producir innovaciones tecnológicas o algún saber que derive en estas.

La crisis de las humanidades tiene que ver con las mutaciones de la condición humana en esta
época marcada por las revoluciones tecnológicas y por los nuevos conocimientos. Solo
desplazándonos hacia las fronteras de lo que han sido las humanidades, prosiguiendo los
esfuerzos por pensar acerca de los dispositivos técnicos que organizan, controlan y administran la
vida y la muerte en las sociedades contemporáneas, sería posible abordar la actual condición de
los seres humanos en la Tierra y enfrentar la evidencia del fin del Hombre del humanismo, esto es,
confrontar las mutaciones que se han operado en lo humano no solo desde la transformación
social o política, sino también «biotecnológica».

II

A las universidades de América Latina, durante el siglo pasado, se les asignó la «misión» de forjar
la «cultura nacional» y por tanto una «comunidad imaginada», la nación, sustento (imaginado) del
estado nacional, y más tarde, de generar las condiciones técnicas y los discursos legitimadores del
«desarrollo». El programa de modernización capitalista no fue cuestionado esencialmente por la
izquierda universitaria, la cual, siguiendo la dirección trazada por el propósito de formación de la
cultura nacional, llegó incluso a proponer la creación de una ciencia «nacional» o tercermundista o
del Sur ―propuestas que se asemejan a aquella estalinista de la «ciencia proletaria» o a la fascista
de la «ciencia al servicio del pueblo o la nación». Más tarde se insistiría en una cultura
descolonizada y descolonizadora, supuestamente a contracorriente de la mundialización. Sin
embargo, en las universidades han prevalecido los discursos subordinados a la idea de progreso,
orientados hacia la producción de un dispositivo tecno-burocrático que modernizara la economía
nacional y regional dentro del sistema capitalista mundial, y consiguientemente, a la
racionalización tecnocrática del estado. La idea de progreso, compartida por la derecha y por la
izquierda, colocaba el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza como fundamento del
desarrollo o incluso de la emancipación humana.

Las condiciones actuales del sistema capitalista mundial, de la geopolítica, y la posición de los
países latinoamericanos en ese escenario globalizado, y con mayor razón la posición de un
pequeño país marginal, como es el Ecuador, tornan anacrónicas las «misiones» universitarias
convencionales. Estas pueden derivar en utopías insulsas cimentadas en la nostalgia
neorromántica de una vuelta a los orígenes o a lo ancestral, en sueños de repúblicas o
comunidades autárquicas, o incluso en un delirio que propicia el fraude, como es el caso del
experimento llamado Yachay.

III

Mientras se intentaba la crítica de la universidad con herramientas provenientes de la filosofía


moderna, de la teoría social crítica o la teoría de la dependencia y sus respectivas reelaboraciones
posteriores, se había perdido de vista la cuestión esencial: los efectos de la devastación que hoy
día se colocan ante nosotros de manera brutal. La devastación tiene que ver, es cierto, con el
capitalismo, con su «lógica», pero también y en un sentido profundo, con la técnica, con su
historia y su articulación y despliegue en nuestra época; por consiguiente, también con los
dispositivos de administración y control de la vida y de la muerte ―y de resistencia―, tanto de las
sociedades humanas como de las restantes formas de vida. Tiene que ver, en consecuencia, con la
biopolítica y con la tanatopolítica. La incidencia de la actividad humana, especialmente en la
modernidad, y con una fuerza inusitada luego de la Segunda Guerra Mundial, ha provocado una
transformación radical de la Tierra, a tal punto que hoy se considera que cabe hablar de una
ruptura geológica, de una nueva era, el Antropoceno, posterior al Holoceno durante el cual surgió
nuestra especie.

No solo ello, sino que hemos arribado a una circunstancia excepcional en cuanto a la «condición
humana». La pregunta por qué sea el hombre pertenece a la tradición de Occidente; es una de las
interrogantes fundamentales de lo que ha sido su historia, pero hoy adquiere una dimensión
global. Tal pregunta se articulaba en una doble dirección: por una parte, en relación con lo animal,
orientaba la respuesta hacia la diferencia y la superación de la condición animal asociada a la
razón, el lenguaje, el trabajo, el conocimiento. Detrás del hombre quedaba el animal, la bestia. Por
otra, en relación con lo sobrenatural, con lo divino: el hombre, criatura privilegiada, era sin
embargo un mortal, pero a la vez era espíritu. La ciencia moderna ha terminado por dar un golpe
de gracia a la arrogancia humana, al demostrar la proximidad de nuestra especie con los restantes
seres vivos de la Tierra (que es donde, por ahora, conocemos que existe la vida), y al colocarnos
ante la evidencia no solo de la condición mortal de cada individuo, sino de la posibilidad de
extinción o trasmutación de la especie. Los dioses o el dios se han alejado del horizonte que dota
de sentido a lo humano; el retorno de las religiones e incluso del fanatismo no implica en modo
alguno que haya habido una modificación de las consecuencias de la «muerte de Dios» anunciada
por el Zaratustra de Nietzsche: la ciencia no se fundamenta en la teología, y aunque aún funcione
el dispositivo teológico-político, el poder político se sustenta en dispositivos tecnológicos de
control, administración, vigilancia o persuasión. A la vez, las tecnologías operan ya una profunda
mutación del ser humano, de su inserción creciente en ambientes artificiales, de conexión con
artefactos o con otros seres humanos a través de artefactos. Para decirlo con una imagen: los
seres humanos se desplazan hacia un mundo de ciborgs y robots, donde parece desvanecerse el
espíritu.

¿Qué es ser humano en una situación en que está en riesgo la supervivencia de la especie a
consecuencia de la catástrofe de gigantescas proporciones ocasionada por la actividad humana?
¿Qué es, cuando las tecnologías contemporáneas están transformando radicalmente las
condiciones de lo humano? A tal pregunta se suceden otras: ¿Qué es ser inteligente? ¿Qué es ser
trabajador o qué es ser intelectual? ¿Qué es conocer? ¿Qué es sabiduría?… Colocar estas
preguntas en el horizonte de la actualidad implica el hacernos cargo de la perplejidad que deviene
del ocaso del «último hombre» y del nihilismo radical de nuestra época.

Perplejidad que se junta al abandono de las pretensiones de los determinismos, de la supuesta


capacidad para planificar y calcular los resultados de las acciones humanas ―desde los efectos de
las tecnologías hasta los resultados de las revoluciones o de cualquier proyecto político.
Perplejidad vinculada al tránsito desde el determinismo de la mecánica clásica a la prevalencia del
principio de incertidumbre… Perplejidad ante la crisis de las formas políticas, especialmente la
crisis de la democracia… ¿Cómo concebir el presente, la actualidad, en esa condición de
perplejidad? ¿Qué ética cabría postular, qué se puede esperar para los seres humanos actuales y
para los que están por venir?

IV

No creo que sea posible hablar de universidad allí donde se cierre la posibilidad de pensar y
polemizar (debatir) sobre la «condición humana», o quizá habría que decir más bien «la condición
poshumana», como de hecho ya se ha postulado. No cabe pensar una universidad sin
humanidades, así como no cabe pensarla sin ciencias. Mas unas y otras deben afrontar el
horizonte de perplejidad ante el que nos encontramos. ¿Es posible cambiar la dirección de unas y
otras, es posible encontrar la singladura que abra una nueva historia del saber? La devastación del
planeta no se corregirá, desde luego, con el retorno a lo ancestral o premoderno que se propone
desde la nostalgia neorromántica. Implica avanzar más allá de las tecnologías actuales, de las
formas de dominio vigentes hoy día, de las formas políticas existentes. No sabemos si esto es
posible, ningún proyecto político puede afirmar la concreción de cualquier posibilidad. La
universidad en ese horizonte de perplejidad no debería permanecer atada a la «misión» que el
estado y el capital (las corporaciones) le imponen, pero ¿puede existir una universidad más allá de
las imposiciones que provienen del estado o de las corporaciones? ¿Es posible una autonomía que
la lleve a darse su propia norma para afrontar esta época de perplejidad? Tal vez la pregunta sea
errónea; quizás habría que preguntarse más bien por la posibilidad de colocarse en la frontera de
la universidad, en búsqueda de nuevas formas de asociación ―para debatir, para la confluencia y
la disensión― entre filósofos, artistas, literatos y científicos, con el propósito de contribuir
cotidianamente a derruir los muros del «claustro», los muros mentales del «alma mater», y de
abrirse a las preguntas inquietantes que provienen del escenario del «último hombre».

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