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NYC

No conozco a ese hombre, sentado ahí arriba de traje y corbata leyendo monótonamente
contra la luz que se filtra por el ventanal que da a la plaza. No debe se ser aquí. De lo contrario, yo
que soy un NYC, tendría que conocerlo.
En cualquier lugar del mundo la sigla NYC tiene un significado solo: New York City, ciudad
en la que, dicho sea de paso, he estado varias veces, y no porque me hayan pagado el viaje. Yo no le
debo nada a nadie en la vida, salvo a mis padres, claro está. Pero aquí, en Santa Rosa, NYC tiene
otro significado, bastante preciso: identifica a los que somos Nacidos y Criados en la Ciudad, para
diferenciarnos del aluvión de inmigrantes que han venido bajando en los últimos años de otras
provincias, y que normalmente vana terminar viviendo en una casa regalada por el gobierno.
Esta escena me resulta irreal, pero a la vez, extrañamente familiar. Tal vez llegaría a
parecerse a una de esas películas que alquilan mis hijos en el videoclub, si no fuera porque este
hombre no viste una toga, ni usa peluca, y desde luego, en las películas no tendríamos como banda
de sonido esa música barata que se escucha desde la disquería que queda (válgame Dios) justo
debajo de aquí.
El hombre ha dicho mi nombre, mi edad, ha nombrado a mis padres y a mi mujer. Casi me
ha molestado que se tome semejante libertad, con ese desdén, o mejor dicho con la indiferencia de
formulario con que ha nombrado gente tan importante para la historia de esta ciudad.
Pensar que mi abuelo casi estuvo entre los fundadores, y no hay avance significativo en que él no
haya estado presente: mi apellido se identifica con el progreso que hoy gozamos todos.
Sentado a mi lado está el abogado de mi familia, el abogado de toda la vida, el que se compró el
campo que tiene con lo que ganó en la sucesión de papá. En el punto de unión del cuello de su
camisa se le forman tres arrugas en la piel. Esa corbata debe estar matándolo, pero más vale que se
la deje ahí donde está, que para eso le pago.
El hombre del estrado habla ahora de un tal Evaristo Lucero, otro extraño para mí. Quiero
decir, ahora que está muerto tengo una leve idea de quién era, de cómo pudo haber sido. Pero en
vida no lo conocí. Sólo lo vi por un instante aparecer por el horizonte de mi vida, un instante
mínimo, como una imagen de zapping televisivo. Pero al mismo tiempo, ese instante, esa imagen,
se va haciendo cada vez más pesada a medida que pasa el tiempo. Hoy que este hombre calvo y de
corbata está revolviendo de nuevo el asunto, que ocurrió hace más de dos años, se me hace tan
pesado, tan denso, que ya casi no me acuerdo, y lo poco que me acuerdo me es lejano, como un
recuerdo ajeno que me hubieran implantado en el cerebro.
Tengo un poco de náuseas, y de vez en cuando me sube del estómago una andanada de sabor
amargo. Mi estómago parece un frasco de pickles. Anoche estuvimos en el Club y bueno, che, a lo
mejor me excedí un poco. Las chicas habían cocinado las delicadezas de siempre, y Nacho justo
había recibido su partida anual de varietal mendocino, en fin.
No comenté nada de esto con los muchachos. A lo mejor la tensión de guardar el secreto me
hizo tomar alguna copa de más. Un hombre maduro como yo, un triunfador en la vida, tiene
derecho a darse un gusto de vez en cuando.
Ahora el pelado ahí arriba está hablando de mí de nuevo, dice que fui imprudente y negligente, que
no obré con la pericia necesaria, que no observé las reglas de tránsito. Justo ahora me doy cuenta de
que el único que no lleva corbata en esta sala, soy yo, pero después de todo yo no necesito corbata.
Estoy bien vestido, y aún si no lo estuviera, las leguas de campo que tengo me colocan en una
posición tal que no hace falta disfrazarme para que me reconozcan como a un señor.
Si voy a Buenos Aires, o a Estados Unidos, ahí sí me pongo la corbata, por una cuestión de
que hay que cuidar la imagen, más uno que proviene del sector que más exporta en la economía
nacional. Pero aquí en Santa Rosa soy un NYC, con corbata o sin ella. Los que tienen que usarla
son estos tipos que no sé de dónde los han traido, que el pagan el sueldo con los impuestos que yo
tengo que darle al fisco, y que se han pasado todos estos días hablando de mí, haciéndome ir a
declarar como a cuatro lugares distintos, averiguando mis antecedentes, mi conducta como si yo
tuviera que demostrarles algo.
Es curioso, tanto que había esperado este momento y es como si ya lo hubiera vivido. Y
claro, es la sexta o séptima vez que cuentan la misma historia, claro que desde distintos puntos de
vista. Por ejemplo, el tipo sentado frente a nosotros (al que después le tengo que preguntar de qué
Rodríguez es pariente, no creo que sea de aquí), me trató como si yo fuera cualquier cosa, como si
yo tuviera la culpa de que la policía haya perdido las muestras de sangre que me sacaron después
del accidente para el dosaje alcohólico. También estuvo aquí contando la misma historia el tipo que
justo estaba en esa esquina el día del accidente, el tipo que vino a decirme que el otro estaba
muerto, que cómo venía así. Yo me acuerdo de que me abracé al tipo y me puse a llorar, ahora me
da un poco de vergüenza verme ahí, abrazado a ese tipo que no conocía, llorando como un chico,
peor bueno, un momento de debilidad cualquiera lo tiene.
No creo que me reelijan presidente del Club si esto llega a salir mal. Peor no veo por qué
tendría que salir mal, si ya la compañía de seguros le pagó hasta el último peso a la familia del
muerto, a los abogados, hasta le deben haber pagado a este tipo que viene a servir café ahora a la
sala, y les sirve a todos estos menos a mí. Igual no lo hubiera tomado, con el estómago como lo
tengo. No me puedo acordar si aquella noche habíamos tomado tanto con los muchachos. Puede ser.
Lo que sí, cuando el comisario se dio cuenta que era yo, me trató como corresponde, “faltaba más”,
me dijo, me hizo esperar en un lugar confortable y hasta me dejó sacar el coche esa misma noche,
que apenas si podía manejar, con el parabrisas todo astillado como lo tenía.
Era un lindo coche. Lo vendí enseguida, porque me traía malos recuerdos, pero un buen auto, daba
mucho más que los ochenta kilómetros por hora que dicen que llevaba yo cuando el tipo se cruzó
por delante.
No creo que a esto lo vaya a comentar en el club, ni aunque salgo “todo bien”, como me dijo
el abogado, guiñándome un ojo.
Entonces vuelvo a escuchar el discurso monocorde del tipo de arriba, que ahora me empieza
a interesar, porque ya cambió el tono, y empieza a aclarar que una cosa es ser imprudente y otra
muy distinta ser un criminal, y que hay que tener en cuenta también la imprudencia del otro tipo,
que cruzó sin mirar, y que además parece que no veía muy bien.
Y ya me está cayendo simpático el pelado, cuando dice que, en definitiva, no existe un nexo
causal entre la culpa y el resultado, cosa que no entiendo muy bien pero parece favorable, y me
vuelve a nombrar, después de la palabra “absuelvo”, que me suena como debe haberle sonado la
voz de Cristo a San Pablo.
Y termina todo, el Señor Juez se para, respetuosamente nos paramos todos los demás hasta
que él se retira, después de haber hecho justicia, porque en definitiva para eso estamos todos aquí,
respaldando las instituciones. Y hasta cruzamos unas palabras amigables con el Señor Fiscal, que
dijo cosas tan duras sobre mí la semana pasada, pero que yo ahora puedo entender, casi perdonar
que lo haya hecho, porque es la plata de mis impuestos la que le pagan, y tiene que hacer su trabajo,
y me olvido de preguntarle de qué Rodríguez es pariente, porque si llega a ser un NYC capaz que lo
invito a una reunión del Club y todo.

Alberto Acosta, en La llanura Pampeana.


Cuentos regionales argentinos. Colihue, Buenos Aires, 2000.

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