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LA PARADOJA DEL AMOR: UNA REFLEXION ACTUAL SOBRE LAS

PASIONES
Pascal Bruckner

LA PARADOJA DEL AMOR

Traducción de Nuria Viver Barri

Colección dirigida por Josep Ramoneda

con la colaboración de Judith Carrera

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Primera parte

Un gran sueño de redención

Liberar el corazón humano

He amado a las mujeres hasta la locura.

Pero siempre he puesto por delante

mi libertad.

Giacomo Casanova

¡Pensar que amé tanto mi libertad en

otros tiempos antes de amaros más que

a ella! ¡Cómo me pesa hoy!

Guy de Maupassant,

Fuerte como la muerte

En 1860, cuando estaba en el exilio en las islas anglonormandas,

por oponerse a Napoleón, Víctor Hugo

asocia de manera inédita libertad de pensar y libertad

de amar: «Una responde al corazón y la otra al espíritu;

son dos caras de la libertad de conciencia. Sobre el Dios

1
en el que creo y sobre la mujer a la que amo, nadie tiene

derecho a informarse, la ley menos que nadie».1 Más

adelante, protestando contra el matrimonio burgués,

una esclavitud con infortunio asociado, escribe: «¿Ama

a un hombre que no es su marido? Pues bien, vaya con

él. Del que no ama, es su prostituta; del que ama, es su

mujer. En la unión de los sexos, el corazón es la ley.

Amad y pensad libremente. El resto es competencia de

Dios».2 Y Hugo exalta el adulterio, esa protesta salvaje

pero legítima contra el despotismo matrimonial que

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permite a la mujer escapar de la tumba de un himeneo

no deseado.3

El amor debe reinventarse (Arthur Rimbaud)

Hugo se inscribe aquí en la genealogía de los rebeldes

que, del siglo XVIII a finales del XX, intentaron incluir

el amor en la gran saga de la emancipación, desde los

filósofos prerrevolucionarios hasta Wilhelm Reich, pasando

por el utopista Charles Fourier, los anarquistas,

el surrealismo y todo el movimiento hippy del «Flower

Power». La Ilustración creyó posible conciliar el amor y

la virtud, el placer del cuerpo y la elevación del alma;

quien es capaz de amar es capaz de grandeza y arrastra

a sus semejantes por el camino del progreso. Para Rousseau,

por ejemplo, la reciprocidad y la transparencia de

2
las conciencias deben simbolizar la excelencia humana,

la moral y la comunión llevadas a su grado más elevado.

Y si en Julia o la nueva Eloísa rechaza la galantería y las

zalamerías de la cortesía, es para dar a los movimientos

del afecto su inocencia absoluta. Este mito de un amor

perfecto que «eleva al hombre por encima de la humanidad

» (Bernardin de Saint-Pierre) encontrará en los

acontecimientos de 1789, al menos en sus inicios, una

aceleración sin par.

Se trata en este momento de volver a empezar la historia

con unas bases nuevas, aunque para ello sea necesario

«purificar hasta el propio corazón», como pedirá

un tal Billaud-Varennes en floreal del año III.4 Forzar la

naturaleza, llevar el escalpelo hasta nuestro código íntimo,

ésa es la ambición de todos los reformadores desde

hace dos siglos; regenerar el amor y regenerar por el

amor. Despojarlo de los velos que lo afean a fin de devol-

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verlo a su vocación primera, hacer del género humano

una sola familia apasionadamente unida. Nos encontramos

aquí en el registro de la promesa radiante de la que

Rousseau no fue avaro cuando predecía días felices a las

madres que aceptaban dar de mamar a sus hijos:

Me atrevo a prometer a estas dignas madres un apego sólido

y constante por parte de sus maridos, una ternura realmente

3
filial por parte de sus hijos, la estima y el respeto

de la gente, buenos partos sin accidentes y sin consecuencias,

una salud firme y vigorosa (...). Si las madres se dignan

alimentar a sus hijos, las costumbres se reformarán

por sí mismas y los sentimientos de la naturaleza despertarán

en todos los corazones; el Estado se repoblará.5

Después de que la edad clásica condenara la pasión

–«El amor es por sí solo más de temer que todos los naufragios

», dice Fénelon en Telémaco–, el siglo XVIII inventa

la revolución de la intimidad. Es un fenómeno nuevo,

los vínculos del apego son los que unen cada vez más a

padres e hijos. La familia se convierte en el laboratorio del

sentimiento, que a su vez se encuentra en vías de constituir

la base del contrato social.6 Librarlo de las escorias

que las épocas anteriores acumularon en él es convertirlo

en una virtud encargada de elevar al género humano

de la barbarie a la civilización.

A esta voluntad de recrear de arriba abajo al hombre

y la sociedad, se añadirá, en la segundamitad del siglo XX,

el apoyo de la sexualidad, medicación complementaria

para unos y remedio de sustitución para otros. Nos encontramos

en este punto: desde hace dos siglos, la cultura

occidental quiere edificar «un taller de reparación

del hombre» (Francis Ponge) y devolver al amor su verdadero

rostro, convertirlo en la base de una sociedad de

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hermanos y de amantes. Contaremos aquí los episodios

de este intento loco.

La salvación por el orgasmo

Contra la pequeña burguesía y la pudibundez romántica

que idealiza a la mujer y la deserotiza, se perfila

una doble respuesta: la pasión única o el mariposeo

alegre. Por una parte, Engels predice en 1884 (en su libro

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado)

el triunfo de una monogamia feliz favorecida por

la revolución proletaria que barrerá la esclavitud de la

mujer y sus consecuencias, el adulterio y la prostitución.

Por otra parte, el anarquista francés Émile Armand

defiende, antes de 1914, la idea de una «camaradería

amorosa» desembarazada de la hipocresía y los celos y

fundada en el pluralismo sexual.7

Surge entonces la esperanza de proceder a una nueva

educación del género humano que aúne la higiene, el

goce y la inclinación: arrancar a los cuerpos de la doble

tutela de la Iglesia y del capital, sustraerlos de los sermones

gazmoños del cura, de las cadencias agotadoras

del patrón y de la tiranía de los relojes. Se trata una vez

más de desplazar «la frontera entre lo posible y lo imposible

» (Mona Ozouf) y de restablecer la desnudez en su

candor adámico. La sexualidad era una bestia que había

5
que encadenar, según los primeros cristianos; ahora es

un animal fabuloso al que hay que liberar. En la base de

esta aspiración que circula desde ciertas herejías religiosas

hasta los movimientos feministas y socialistas, se encuentra

la certeza de la bondad del deseo, la única capaz

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de arrancar a la sociedad de sus fealdades. Gracias a

Freud, por supuesto, que reveló los fundamentos carnales

de nuestras civilizaciones, junto con Herbert Marcuse,

que se marchó a enseñar a Estados Unidos, pero sobre

todo gracias a Wilhelm Reich, médico disidente del

psicoanálisis y del partido comunista alemán, fallecido

en Estados Unidos en 1957, ese militantismo de la reconstrucción

prometeica llegará a su apogeo. Al negarse

a distinguir entre revolución social y revolución personal,

al sostener que «la vida sexual no es un asunto privado»,8

Reich, víctima del nazismo y del estalinismo, buscará durante

toda su vida la mejor manera de escapar a «la estructura

servil humana». Sólo la plena disposición para el

placer reconciliará a los hombres consigo mismos y les

permitirá rechazar esos derivativos infantiles que son la

pornografía, la novela policiaca, los relatos de terror y sobre

todo la sumisión al jefe, todos ligados al miedo, es

decir, a la frustración. La «civilización maquinista autoritaria

», el misticismo religioso y la represión burguesa

6
construyen alrededor de cada uno una «coraza emocional

» que mata la alegría de vivir y empequeñece al hombre.

Dado que el alivio de las tensiones en la convulsión

erótica es la fórmula misma de lo vivo (las auroras boreales

no son otra cosa que orgasmos cósmicos), sólo ella

debería poner fin «a la obediencia ciega a los Führer» y

conducir a la desaparición progresiva de la posesividad,

del cáncer, de la dictadura, de la violencia.

La revolución sexual bien comprendida no es unamejora

de los trastornos de la genitalidad, implica un corte

histórico, nos hace pasar en términos marxistas de la

prehistoria a la historia. Con Wilhelm Reich, nos encontramos

en un utilitarismo biológico basado en una metafísica

de la salvación; como la gracia entre los calvinistas,

el orgasmo es la puerta estrecha de la redención. El po-

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der de liquidación que implica constituye la panacea que

supuestamente nos previene de todas las epidemias políticas

o físicas: «La satisfacción sexual de la población es

la mejor garantía de la seguridad social general».9 Dado

que nuestro cuerpo es nuestra única patria, solidaria,

como entre los griegos, con el cosmos y los movimientos

climáticos, en el vientre de los hombres y las mujeres es

donde tiene lugar una partida fundamental. Depende de

nosotros convertirlo en un jardín de las delicias o en un

7
infierno de represión; porque la bioenergía que nos atraviesa

en los espasmos es exactamente la que anima la

materia viva y el movimiento de las estrellas (W. Reich,

exiliado al final de su vida a América, donde fue perseguido

por el FBI, construirá extrañas máquinas para captar

las radiaciones «orgónicas», entre ellas un rompenubes,

que conseguirá hacer llover en el desierto). Según se

goce o no, la tierra se decantará hacia la armonía o la discordia;

ya Fourier trazaba una analogía entre la copulación

humana y la de los planetas, y veía en la Vía Láctea

un inmenso depósito de semen luminoso. Si los seres humanos

redoblaran su celo en sus abrazos, harían nacer

una multitud de galaxias que iluminarían el planeta a

giorno y resolverían con pocos gastos el problema del

alumbrado. El propio Sade comparó el goce con una

erupción volcánica y la apatía del libertino con los bloques

de lava enfriada después de la explosión.

En los años sesenta, cuando se redescubrió a estos

autores (así como la inspiración de ciertas sectas milenaristas),

el sexo se volvió demostrativo, cargado de un

estatuto mesiánico; lo que habla, a través de él, de manera

confusa, es ni más ni menos que el enigma humano.

Las turbulencias de Eros no pueden reducirse a un

despliegue de impudicia, del que las acusaron los mojigatos,

corresponden a una «agitación del alma», como

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26

señalaba ya el gran historiador Denis de Rougemont

en 1961. Se trataba de recrear el Paraíso con los propios

instrumentos de la decadencia, de fabricar una nueva

Eva y un nuevo Adán. Nuestros antepasados anunciaron

lo que nosotros enunciamos por fin claramente; los mejores

de ellos fueron precursores, nosotros entramos

ahora en el Reino, en el estado mayor de la humanidad.

Las partes vergonzosas del hombre se convierten en partes

gloriosas, pero también en partes guerreras. La erección

es una insurrección, el cuerpo excitado altera los

dictados del orden establecido, el deseo es profundamente

moral. No hay ninguna necesidad de recurrir al

viejo concepto freudiano de sublimación, los instintos

son en sí mismos sublimes y abrazan el conjunto de la

condición humana. Dado que el mal era de origen pulsional,

nos volveríamos buenos haciendo el amor. El coito

es a la vez rebelión contra la sociedad y realización de

la naturaleza humana. Esta pretensión de los profetas

de la liberación de intervenir en la propia fuente de la

sensibilidad explica a la vez su exaltación y su tono belicoso.

La época reactivó la sospecha, ya despertada por la

Ilustración, según la cual el amor no es más que la máscara

del deseo, una mentira que los hombres se cuentan

para vestir su codicia. «El amor ya no existe», dijo Robert

9
Musil, «sólo quedan la sexualidad y la camaradería.

» Deleuze y Guattari hablaban del «innoble deseo de

ser amado». Colocado en el banquillo de los acusados, el

sentimiento fue absuelto por el deseo a condición de renunciar

a su preeminencia y contentarse con un pequeño

papel en el nuevo guión que se estaba escribiendo.

Por lo tanto, había que desterrar la antigua fórmula del

«te amo» y sustituirla por la única auténtica: «Te quiero

». Elogio del hombre desnudo entregado a sí mismo, a

27

su bien más preciado, el cuerpo, la única realidad de un

materialismo bien entendido. Dado que la represión provoca

neurosis y enfermedades, la licencia nunca será

bastante licenciosa. Ningún exceso de los hijos del Mayo

del 68 podía equivaler en fealdad a las hediondas restricciones

de sus padres. De ahí la tolerancia de aquellos

años hacia todas las formas de atracción, incluido el incesto

y la pedofilia, y la certeza de que los niños también

tienen derecho a una sexualidad, aunque sea con adultos.

El irenismo de la palabra pueril encubría prácticas

que no lo eran tanto. Se consideraba que se arrancaba el

amor del encierro doméstico y a la vez se remodelaban

la familia y la educación. Cualquiera que encontrara

atractivas las antiguas costumbres era acusado de traición.

No se permitía ninguna duda, la época había encontrado

10
la solución a los sufrimientos sentimentales y

accesoriamente a los sufrimientos sociales.

Los años sesenta y setenta fueron una revolución sentenciosa

como lo eran las novelas libertinas del siglo XVIII;

las diversas eróticas y las perversiones se transformaron

en ideas revolucionarias, dirigidas contra el orden

establecido. Se pasa demasiado por alto la ambición casi

religiosa de este periodo, que quería a la vez hacer pasar

de moda la comedia lastimosa del sentimiento tal como

se da a leer desde Racine hasta Proust e iniciar una aventura

que no se parece a ninguna otra. Malraux hablaba

a propósito de la Comuna de París y del Mayo del 68

de un «idilismo obstinado», de una voluntad de reconciliar

a los hombres los unos con los otros, aunque fuera

al precio de la violencia. En efecto, después de aquellos

días se llegó al «todo es política» y a la costumbre

graciosa, todavía viva actualmente, de hacer pasar la línea

derecha/izquierda por el dormitorio; ¡la postura del

misionero y la zorra serían de derechas, la sodomía y la

28

pareja de hecho, de izquierdas! La creencia principal de

aquel periodo persuadido de su superioridad era que no

existe la tragedia, no existen las malas construcciones

sociales (el constructivismo ideológico es el evangelio

del pensamiento occidental, perceptible hoy en la teoría

11
de los géneros). Los años sesenta y setenta representan

el culto del angelismo de Eros, magnífico, forzosamente

magnífico tan pronto como deja de verse ahogado por

la censura, los curas, los comisarios políticos y la burguesía;

representan el elogio de la «economía libidinal

» (Jean-François Lyotard), de las «máquinas de deseo»

(Deleuze, Guattari) en las que cada uno busca su verdad.

El cambio fundamental es que el goce pasa de ser sospechoso

a obligatorio, cualquiera que lo evite es sospechoso

de enfermedad grave. Un nuevo terrorismo del orgasmo

sus-tituye a las antiguas prohibiciones.10 Eros era

un dios para los antiguos; para los modernos, se supone

que nos convierte en dioses a nosotros.

Pero con un bemol: una lectura no tendenciosa del

marqués de Sade, finalmente publicado in extenso aquellos

años, habría podido moderar el ardor de nuestros

zelotes; este aristócrata caído, libertino recidivante que,

del Antiguo Régimen al Imperio, pasó veintisiete años de

su vida en prisión, no dejó de mostrar a lo largo de sus

novelas el deseo emancipado, que nos inclina irresistiblemente

hacia lo arbitrario, la brutalidad y el crimen de

masas. El verdadero escándalo de Sade, ese gran banderín

negro colocado sobre la bandera de la Ilustración, no

es su lubricidad furiosa, es su pesimismo, su manera torva

de confirmar lo que la religión siempre ha dicho, que

12
el sexo, lejos de ser neutro, conduce directamente a la

crueldad. «No hay ningún hombre que no quiera ser déspota

cuando se excita», dice un personaje de La filosofía

en el tocador. Sólo él comprendió el «gozar sin trabas»

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como es debido: gozar hasta la destrucción del otro. En

Europa, con Sade el sexo se volvió legislador, se asoció

licencia erótica y anarquía política, pero en su caso se

trata de una legislación puesta al servicio de los fuertes

para aplastar a los débiles y disponer de ellos a su antojo

hasta el exterminio. Con toda su euforia, la época,

a excepción de un Bataille o un Blanchot, sólo produjo

lecturas sulpicianas del divino marqués, ascendido a delicado

ordenador de sintagmas barrocos o valioso precursor

de los gentiles melenudos que se acoplaban entre

humo de porro y vibraciones de músicas embriagadoras.

Las astucias de la razón sentimental

Somos los herederos perplejos de estas tradiciones a

las que tanto debemos. Sin estos pioneros, estos locos

sublimes que pagaron su audacia con la prisión, el manicomio

y el destierro, no estaríamos donde estamos.

Los años sesenta quedarán como el decenio de la experimentación,

la invención de nuevas posibilidades de

vida, a través de la música, las drogas, los viajes. Si bien

se impone listar los pros y los contras en este campo más

13
que en ningún otro, en primer lugar hay que recusar un

contrasentido absoluto: el sentimiento no solamente ha

sobrevivido a su condena por los defensores de un Eros

energúmeno sino que se ha reforzado. En mayo del 68,

el futuro cardenal Lustiger, entonces cura, fue a la Sorbona,

en plena efervescencia. Desanimado por el jaleo,

el joven sacerdote habría dicho lo siguiente: «No hay

nada evangélico en esta leonera». Se puede pensar, al

contrario, como habían visto Maurice Clavel y sus amigos,

que el Mayo del 68 fue en lo más profundo una insurrección

espiritual que reactivó el sueño de una re-

30

dención del mundo por la bondad y la solidaridad. Clavel

utilizaba la metáfora muy expresiva del grifo muy

abierto que un dedo intenta contener; el grifo es el Espíritu

Santo, el dedo las fuerzas de la reacción, las consecuencias

y las repercusiones milagrosas de este enfrentamiento.

Nunca hay que tomarse al pie de la letra

los discursos de los actores de un acontecimiento. Mayo

del 68 no fue tanto una revolución del proletariado como

una reacción del deseo. De la misma manera que habló

del bolchevismo para acabar con la erosión del comunismo,

sólo celebró el deseo radiante para permitir el

triunfo de un amor evangélico totalmente encarnado:

profundización y no rechazo. El corazón se hizo carne

14
para manifestarse mejor.

Ésta es la astucia de la razón amorosa: cada generación

sólo puede cargar con un papel histórico limitado

antes de que sus actos y sus intenciones se vuelvan contra

ella y se le escapen. Los perdonavidas de la mentira

sentimental fueron a pesar suyo los artesanos de su restauración.

Al rehabilitar la sexualidad, el Mayo del 68

abrió una nueva carrera al amor integral. Imposible sostener

como Roland Barthes en 1977 que el amor se habría

colocado fuera de la ley con respecto al sexo o precisar

con un toque de coquetería: «Nosotros dos es más

obsceno que el marqués de Sade».11 No se denunció tanto

el amor como su manipulación por el orden patriarcal

para mantener a las mujeres en segundo plano. Se

fustigó la máscara, no el ideal de intimidad. La retórica

libidinal, bajo sus aspectos más excesivos, terminó con

la sacralización de los afectos, que sobrevivieron a su extinción

programada.

Así pues, se liberó el amor como se libera a una princesa

dormida. Pero también se liberó al individuo de la

lacra de las tradiciones, de la religión, de la familia.

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