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El Destino

El Destino era una de las panaderías más limpias y ordenadas del barrio. Mejor hubiera sido no
conocerla nunca. Esa mañana que fue el comienzo de mi desventura, fui como siempre a comprar
pan con la canastita que me regaló Ada para las compras. Me detuve en el mostrador hasta que
vino Roque para atenderme con la cara empolvada de harina, con el guardapolvo almidonado,
buen mozo como siempre. Yo tenía el pañuelo celeste con enanitos anudado a la cola de mi pelo.
En ese momento llegó Silvio y, sin mirarme, ordenó a Roque: —Dame un pan casero, tres
sacramentos. —Sobre el taco del pie izquierdo giró, se acomodó al mostrador y me clavó los ojos.
—Somos compañeros de siempre, yo y Roque. A vos, a veces, siempre, te veo aquí. ¿Cómo te
llamás?. Me hice la tonta, miré para otro lado, como si creyera que no me dirigía esa frase. —¿El
gato te comió la lengua?. Me trataba como a una nena. El tal Silvio, que no es mi tipo, abrió el
paquete que acababa de hacer Roque, con sus manos grandotas de mono. —La verdad —dijo—
que me muero de hambre. Se comió al hilo los tres sacramentos y pidió otros tres. Roque acarició
un rato el pan casero antes de envolverlo. ¿Quién tiene esa delicadeza de envolver

pan sin que se lo pidan, máxime cuando acaban de deshacerle un paquete?. Roque me miraba con
esos ojos que me dan calambres, fijos como dos cuentas azules. Encendió un cigarrillo y me lo
ofreció. Dije: —No fumo, gracias. Siempre fue mi “Teste" desde que tenemos nueve años, y
siempre me emocionó porque es, digámoslo francamente, buen mozo. —Conozco un sitio ideal —
dijo Roque—. Pensé que me hablaba a mí y lo miré asombrada. —No es a vos que te hablo —dijo
—, es a Silvio. "La pucha que soy tonta", pensé. "La pucha". dice siempre mi mamá cuando no
quiere decir puta. —¿Ideal para qué? —preguntó Silvio. —¿No te acordás?. —Palabra que no me
acuerdo. —Delante de la piba no se si podré decírtelo. —Si las pibas nacen sabiendo. Pero ahora
me acuerdo. —Esta vez va en serio. —Cómo son, dale. —Una es más divina que tu hermana. Te la
cedo. —Podremos entrecambiarlas. Cuando yo tenga una, vos la otra. ¿Cómo es?. Vamos. —Alta,
un poquito rubia, no mucho, no vas a creer, con ojos azules como los míos, una vocecita de
paloma. Parecería que arrulla. —No me gusta —protestó Silvio. —Entonces la otra, que es todo lo
contrario, tiene que gustarte: pelo negro, estatura mediana, una piel que parece de terciopelo,
unos bucles que le rodean la cabeza como un gorro, ni más ni menos. Cuando los suelta parece
una leona, y limpia hasta decir basta. —¿Cómo se llama?. —¿Qué puede importarte?. —Me
importa. Si se llama Josefa, la estrangulo a la primera vuelta; Joaquina, la mato a patadas. Las
conozco a esas tipas. Empecé a darme cuenta de que hablaban de "mujeres de la vida", como las
llama mi tía. Me fui escondiendo en la sombra del mostrador. Sentí un golpe en el corazón y
después como si lo estrujaran del mismo modo que a una esponja. —Sos loco vos —dijo Roque—,
¿qué tienen que ver los nombres?. A ésta la llaman Preciosa, pero su nombre es Albina
Montemayor. Parece una estatuita. Se hace la nena, para ser más puerca. —Hay gustos para todo.
¿Y el sitio?. —Es un baldío. Lo vi ayer. Bastante limpio. Hay pasto y un muro donde recostarse.
Ningún foco de luz; el más próximo está a una cuadra. —¿No hay porquerías, papeles sucios?.
Porque mirá que si me ensucio los zapatos, te mato. Ni Dios le quita mierda de perro o de hombre
a un zapato. Yo, que no puedo oír decir cara de culo a nadie, aunque me gustara decirlo, tuve que
oír esa palabrota. —No tengas miedo. Soy bastante delicado para esas cosas —contestó Roque—.
Sin ir más lejos, los otros días, plaf, metí el pie en una porquería de color café; era dulce de leche,
pero igual me dio asco. Eran mis mejores zapatos.

Traté de limpiarlos con una hoja, pero se les había metido dulce en esos agujeritos por donde pasa
el hilo de la costura. Imposible limpiarlos. Hasta probé con un cepillo de dientes. No me los puse
más. Los vendí, quieras o no quieras creerlo. Eran de charol, nuevitos. Soy así. Qué querés. —¿Para
cuándo es la cita? —preguntó Silvio—. —Esta noche a las ocho, cuando cierro el negocio. Puedo
demorarme un poco, pero es mejor que nos esperen, que esperarlas nosotros. —Bueno, vendré a
buscarte, Roque. Sos piola. ¿Como las descubriste?. —Y bueno, buscando con paciencia. No te
olvides que estoy emparentado con cada una. La gringa es muy servicial: cualquier cosa que le
pidas, ella cumple, para sacar algún provecho, naturalmente. Pobre Rocha, si supiera que la mujer
anda en eso, qué chasco. Silvio palmeó el hombro de Roque y se fue. Roque lo retuvo en la puerta
y lo llevó de nuevo al interior de la casa, frente a un espejo redondo donde se detuvo y lo miró. Yo
pensé que me había vuelto sombra, pues ninguno de los dos me veía ni me olía (uso un perfume
muy fino), ni me oía respirar. —¿Te parece que me corte el pelo?. —preguntó Roque. —Estás
chiflado. —Pero mirame bien la nuca; mirás para otro lado, pensando Dios sabe qué. —No sé.
Preguntale a las chicas: no es a mí que debes preguntar. —¿Pero estos rulos me los hago cortar?.
—Vamos. Está bien. En el tiempo de María Antonieta se usaba largo y con rulos. ¿No viste en el
cine?. Y hasta Cristo lo usó, pero lacio, porque en la iglesia está así retratado. Pensar en eso todo
el tiempo, parece cosa de loco. ¿Qué querés que te diga?. ¿Vas a trabajar en el cine?. En ese
momento tuve que esconderme, pero a la hora convenida entraría a la panadería de nuevo, como
una sombra, resuelta a seguirlos para saber qué haría Roque con la porquería de tipa que más le
gustara. De mi conducta ya no respondía, porque la pasión y el odio podían cegarme. Y chau la paz
cuando me enojo. Nunca pasé una tarde tan larga, devanando una madeja de lana colorada, para
tejer una bufanda que había pensado regalar a Roque. Cualquier día se la iba a regalar al
sinvergüenza. Sin embargo, me parecía de mal agüero seguir tejiendo lana de ese color. A las ocho
de la noche, la oscuridad era casi total en el barrio, porque los chicos habían apedreado los
faroles. Nadie me vio entrar en la panadería: No soy curiosa, pero, cuando algo me interesa, soy
capaz de matar para averiguar lo que quiero; soy capaz hasta de volverme invisible, que era lo que
había conseguido ya: invisible y silenciosa, contemplando las últimas medialunas. Roque estaba
bien vestido, bien peinado, con una bufanda de lana, aunque hacía calor. Me había dicho que
sudar tanto, cuando amasaba el pan y lo echaba al horno, le daba después frío. Silvio llegó y su
vestimenta no era muy elegante, aunque de feo no tiene nada. Traía un pantalón gris de pana,
bastante arrugado. Fueron caminando hasta el baldío, hablando de mujeres. No valía la pena
esconderme en los zaguanes: no veían. La noche estaba oscura. Fumaban un cigarrillo tras otro.
Les oía la voz. No se me escapaba una palabra: —Parecemos luciérnagas —dijo Roque—. ¿Sabés
por qué?. Las luciérnagas andan con luz, cuando buscan una mina; cuando la encuentran se
apagan. —¿Quién te contó esas macanas?.
—Marna. Me cazó una luciérnaga, que guardó cinco minutos en la mano, como en una jaulita, y
ese día me contó la historia. No usó la palabra minas, dijo novia. Me gustó tanto que no la olvidé.
Encendieron ocho cigarrillos antes de llegar al baldío. Los conté. —Estarán ya esperando —dijo
Silvio, consultando el reloj; relinchó, no se río—. —Seguramente —dijo Roque—. Las mujeres son
puntuales. La Lila siempre llega a la hora. Es más aburrida que un vaso de agua tibia. Yo soy Lila,
pensé (como si hubiera sido otra persona), y no acepté que me considerara aburrida. Era una
injusticia. Siempre tengo una risa en la garganta. Llegaron al baldío; me escondí detrás de una
tapia y perdí un poco de la conversación. Por suerte el lugar estaba limpio, de otro modo Roque no
lo hubiera elegido. Miré a mi alrededor, nadie. Ideal para la cita. —Qué bien vinieron —le gritó de
pronto Silvio a Roque—. —Esperate, viejo. —No estoy para esperar; los haraganes siempre
esperan. —De todos modos no te hubiera gustado. —¿Qué decís?. —¿No dijiste, si se llama Josefa
la estrangulo; Joaquina, la mato a patadas?.. —¿Entonces me engañaste?. ¿No conseguiste a
ninguna?. —¿No te das cuenta?. Qué piola sos. Su voz bruscamente dulce me llamó la atención.
Era como oírlo vender pan al final de la tarde, cuando ya no quedan ni miñones ni flautas. —Me
has engañado. No habías arreglado nada con las tipas —gritaba el bruto de Silvio—. Sos una
porquería. —Apaguemos los cigarrillos, como las luciérnagas –contestó Roque, y se le acercó con
su amabilidad de siempre—. —Te voy a dar luciérnagas. Parecían dos perros que había visto el día
anterior en la esquina, uno todo negro, el otro rubio. De pronto Silvio sacó el cuchillo que llevaba
siempre en el cinto. Ciego de rabia, amenazó. Tardé en comprender, se le acercó de atrás. Roque
se volvió bruscamente, como para recibir con más ímpetu la cuchillada. Debía de ser el asombro
que así lo desfiguró. No era broma lo que parecía broma. Silvio clavó el cuchillo. Cerré los ojos y vi
todo a través de mis párpados. Cuando los abrí, y no tardé mucho, vi a Roque tendido en el suelo
como un trapo, con hebras que le colgaban del color de la lana de mi bufanda. Silvio, como un
maniquí de la tienda Los Miraflores, clavado en la tierra. Dios mío, si lo hubiera visto en el cine, las
manos me hubieran sudado de miedo. Se me helaron, se me pusieron blancas cuando quise
recoger del suelo mi pañuelito con los enanos que se me había soltado. Y era en la oscuridad
desde donde vi todo eso, como si cada cuerpo tuviera su luz interior, como el Niño Jesús que me
regalaron para Navidad, que alumbra mi cuarto, de noche. Corrí a casa y me metí en la cama, a
llorar. No miré los diarios del día siguiente, ni oí la radio, ni vi la televisión. Yo era un vaso de agua
tibia para Roque.

Emprendí mi vida de siempre. Fui a confesarme y el cura no me oyó. Me cerró la portezuela del
confesionario, sin atenderme. En la mercería, cuando fui a comprar alfileres, la vendedora se retiró
después de mirarme, como si fuera de vidrio. En una revista, poco tiempo después, apareció la
noticia en grandes títulos: "Un panadero asesinado en un baldío". Silvio, fotografiado, confiesa su
crimen: "Soy un asesino, y por encima de todo, después de haber matado a un perro, salgo en los
diarios como un amoral, por defender la moral. Eso es la justicia. A veces en la cárcel me ofrecen
pan, guiñándome un ojo. ¿Pero quién come el pan?. El desgraciado que me lo ofrece". En la
primera página, la foto de Roque, muy sereno, parecía dedicarme su mirada, como a una persona
y no como a un vidrio. A Roque le hubiera gustado verse fotografiado en ese papel brillante. Si
pudiera matar, como puedo besar en fotografías, mataría a Silvio, pensé. Alguien sacó de mis
manos, como de una mesa, la revista.

Colinas como elefantes blancos

Ernest Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni
árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la
estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de
la puerta del bar, para que no entraran las moscas. Elnorteamericano y la muchacha que iba con él
tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de
Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía
hacia Madrid.

-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la
mesa.

-Hace calor -dijo el hombre.

-Tomemos cerveza.

-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.

-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.

-Sí. Dos grandes.

La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y
los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas
bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

-Parecen elefantes blancos -dijo.

-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.

-No, claro que no.

-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.

La muchacha miró la cortina de cuentas.

-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?

-Anís del Toro. Es una bebida.


-¿Podríamos probarla?

-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.

La mujer salió del bar.

-Cuatro reales.

-Queremos dos de Anís del Toro.

-¿Con agua?

-¿Lo quieres con agua?

-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?

-No sabe mal.

-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.

-Sí, con agua.

-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.

-Así pasa con todo.

-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto
tiempo, como el ajenjo.

-Oh, basta ya.

-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

-Bien, tratemos de pasar un buen rato.

-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

-Fue ocurrente.

-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

-Supongo.

La muchacha contempló las colinas.

-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de
su piel entre los árboles.

-¿Tomamos otro trago?


-De acuerdo.

El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.

-Es preciosa -dijo la muchacha.

-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una
operación.

La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

La muchacha no dijo nada.

-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es
perfectamente natural.

-¿Y qué haremos después?

-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

-¿Qué te hace pensarlo?

-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé


que es perfectamente sencillo.

-¿Y tú de veras quieres?

-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

-Te quiero. Tú sabes que te quiero.

-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes
blancos?
-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me
pongo cuando me preocupo.

-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

-¿Qué quieres decir?

-Yo no me importo.

-Bueno, pues a mí sí me importas.

-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

-No quiero que lo hagas si te sientes así.

La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había
campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había
montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los
árboles.

-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más
imposible.

-¿Qué dijiste?

-Dije que podríamos tenerlo todo.

-Podemos tenerlo todo.

-No, no podemos.

-Podemos tener todo el mundo.

-No, no podemos.

-Podemos ir adondequiera.

-No, no podemos. Ya no es nuestro.

-Es nuestro.

-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

-Pero no nos los han quitado.


-Ya veremos tarde o temprano.

-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.

-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.

-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?

Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a
ella y miró la mesa.

-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente
dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé
que es perfectamente sencillo.

-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

-¿Querrías hacer algo por mi?

-Yo haría cualquier cosa por ti.

-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos
los hoteles donde habían pasado la noche.

-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.

-Voy a gritar -dijo la muchacha.

La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de
fieltro.

-El tren llega en cinco minutos -dijo.

-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.


-Que el tren llega en cinco minutos.

La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.

-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la
distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se
hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el
tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

-¿Te sientes mejor? -preguntó él.

-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.

FIN

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