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Después de Rosas
es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de sus padres, [...] ¿Qué
porvenir aguarda a Méjico, el Perú, Bolivia y otros estados sud americanos
que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento, las razas
salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización, y que conservan
obstinadamente sus tradiciones de los bosques, su odio a la civilización, sus
idiomas primitivos, y sus hábitos de indolencia y de repugnancia desdeñosa
contra el vestido, el aseo, las comodidades y los usos de la vida civilizada?
Por todo ello, la tarea era tan enorme como necesaria y urgente. Como planteó
agudamente Halperin Donghi, “la imagen del progreso en Sarmiento era más compleja
que la de Alberdi”, porque para el sanjuanino el cambio social era la condición para el
progreso, no su consecuencia. A través de la alfabetización, la plebe aprendería a
desempeñar un nuevo papel en la vida nacional, consolidando el modelo republicano de
gobierno, preestablecido por la élite dirigente. Sarmiento sintetizaba el vínculo que
unía la educación y la política afirmando que debía colocarse “Arriba la Constitución
como un tablero, y abajo el abecedario para aprender a deletrearla”.
Pero Sarmiento también estaba preocupado por constituir sujetos productivos
y consumidores. Había que consolidar el mercado interno y para ello era clave que
todos estuviesen alfabetizados. ¿Por qué? Porque productores, comerciantes y
consumidores -que hasta entonces eran un público disperso- se “encontrarían” en la
prensa escrita, a través de la lectura de los avisos comerciales. La sociedad moderna
necesitaba entonces fortalecer la cultura letrada para garantizar una masa de
consumidores. La difusión del alfabeto era la condición previa para la difusión del
bienestar. Alberdi, en cambio, privilegiaba la educación por imitación. Como hemos
visto en la lección 4, para él no era la instrucción formal la que permitía la inserción
laboral en la sociedad moderna, sino la educación a través del “ejemplo de destreza y
diligencia que aportarán los inmigrantes europeos”. La instrucción de los sectores
populares podría generar expectativas que la economía del país no estaba en
condiciones de ofrecerles. Esa preocupación de Alberdi no era una inquietud para
Sarmiento, porque la educación popular sería un instrumento de transformación social
y su implementación, lejos de poner en riesgo al orden establecido, lo fortalecería.
La educación debía generar nuevas actitudes, combatiendo la morosidad de los
habitantes, convirtiéndolos en sujetos productivos de ese orden económico, que
requería la eliminación del ocio y de la incapacidad industrial. Como afirma Dardo
Scavino. Educación Popular está atravesada por un espíritu disciplinario, la educación
se convierte en “ortopedia social”, debía ser la “espuela social” la que acicateara y
domara los cuerpos. Así lo plantea, por ejemplo, respecto de cómo consideraba
Sarmiento a las Salas de Asilo: cuarteles de instrucción preescolar y disciplinamiento
riguroso cuyo objetivo debía ser “modificar el carácter, disciplinar la inteligencia para
prepararla a la instrucción y empezar a formar hábitos de trabajo, de atención, de
orden y de sumisión voluntaria”. La educación impartida en la institución escolar se
daba en un tiempo y en un espacio que sustraía al individuo de su medio ambiente y lo
remitiría más tarde a la sociedad como un sujeto moderno.
En 1873, durante la presidencia de Sarmiento, la provincia de Buenos Aires
sancionó su Constitución (hasta entonces se había regido por la que dictaron en 1854,
cuando se proclamó Estado independiente). En ella, se ordenaba dictar una ley para
organizar la Educación Común, garantizando su gratuidad y obligatoriedad; además, se
establecía la creación de un Consejo General de Educación y el nombramiento de un
Director General para dirigir y administrar las escuelas, Una de las características más
importantes de aquel modelo -a imagen de la experiencia educativa norteamericana-
fue la decisión de que el gobierno de las escuelas quedara a cargo de los Consejos
Escolares electivos, compuestos por los vecinos de cada parroquia, de la Capital, y de
cada Municipio, en el resto de las provincias. Luego de ser debatida, en 1875, se
promulgó la ley de Educación 888, siguiendo esos puntos. Como sostiene Pablo Pineau,
los artículos y las reglamentaciones de la ley establecieron las bases legales de un
imaginario civilizatorio fuertemente influido por el modelo escolar norteamericano,
que articulaba principios modernos y liberales como la “formación de ciudadanos
iguales ante la ley, la civilización de las masas bárbaras. Estado docente, obligatoriedad
escolar, racionalización burocrática y descentralización económica y administrativa...”
Esos principios, que expresan parte de la agenda de temas que se estaban
debatiendo en las décadas de consolidación del Estado, convergieron con otras
preocupaciones. Por ejemplo, la necesidad de plantear métodos que estandarizaran y
potenciaran los procesos de enseñanza y la de constituir a los sujetos a partir de la
internalización de las normas. Entre otros, Marcos Sastre, a quien veremos a
continuación, ha sido uno de los pedagogos que contribuyó a retomar estos temas,
proponiendo e imaginando posibles respuestas.
[...] he dispuesto que sean reemplazados por cuadernos del tamaño de una
cuartilla de papel, los grandes cuadernos usados en algunas escuelas;
porque estos, además de fastidiar al alumno con la magnitud de sus páginas,
son incómodos y aun perjudiciales a la salud por la necesidad que tiene el
niño de encorvarse sobre la mesa para formar los primeros renglones.
Sastre no estaba solo, otro educador hizo su aporte a la trama del pensamiento
pedagógico con hilos semejantes, José Manuel Estrada -a él nos referiremos a
continuación- sintonizó con el sujeto de la educación que Sastre imaginaba; pero se
alzó con voz propia, instalando algunos debates que iban a tener repercusión directa en
las discusiones de la década del '80.
Mujeres
Leer bien, comprender aquello que se lee, formaba parte del itinerario que los
alumnos debían recorrer en el camino hacia la ciudadanía. Una preocupación en la que
se enlazaba con Sarmiento, Sastre, Estrada y Manso, más allá de las diferencias que los
distinguían.
La formación de una Argentina moderna requería una educación acorde con la
sociedad que se buscaba construir; en consecuencia, de una pedagogía que
contribuyera a constituir sujetos capaces de habitar y a su vez expandir esa
modernidad. La tarea por delante se vislumbraba enorme y fue directamente
proporcional a la potencia del deseo de realizarla. Las intervenciones, propuestas y
debates de estas décadas operaron como piso, tradición y referencia para la
configuración en pocos años de una sociedad y cultura letradas.
¿Cuál es el sujeto de la educación? ¿Quiénes son sus agentes? ¿Quién debe
garantizarla? ¿Quién debe enseñar? ¿Quién y cómo se debe educar al educador? ¿Cómo
deben ser las instituciones que educan? ¿Cuáles deben ser los métodos de enseñanza?
En las décadas de consolidación del Estado nacional, se instaló una agenda de temas
que fueron retomados en los años posteriores. Fueron cuestiones a debatir y problemas
a resolver. Las hebras de la trama pedagógica que se fue entretejiendo en aquellos años
se diseminaron a lo largo de la historia de la educación argentina. Ellas fueron
recuperadas, discutidas y resignificadas desde distintas tradiciones. Retornaron,
anudando pasado y presente, reactualizándose en los debates político-pedagógicos.