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LOS VALORES, LA IDENTIDAD NACIONAL Y

EL DESARROLLO HUMANO
Capítulo 1

Los valores en la construcción de la identidad nacional


1. Introducción

Sin lugar a dudas, el concepto mismo de "Desarrollo Humano" y todo programa que se inspire en él, es un
concepto cargado de valores, promotor de valores, e inspirado en valores; a su vez, ellos están firmemente
asociados con la idea de persona y su realización, que los anima de principio a fin.

Este nuevo paradigma fue definido sintéticamente como la formación de las capacidades y el despliegue de
las oportunidades de todas las personas y de toda la persona. Responde entonces a la necesidad de
complementar lo que atañe específicamente al crecimiento económico con aquello que involucra al ser
humano en su integridad vital, con lo que constituye su fondo espiritual más profundo. Y este fondo es, sin
dudas, axiológico: está hecho de valores y es constantemente atravesado por valores.

De aquí que la Libertad Humana sea, a la vez, un derecho y una responsabilidad de los pueblos. Por ella
puede optar, elegir entre diversas posibilidades; pero, a su vez, esta elección es también una "pesada carga"
y en ésta entra en juego existencial todo ese fondo valorativo y preferencial que lleva a determinados
comportamientos y no a otros. Con la Libertad, nace entonces propiamente la denominada vida moral.

Esta opción, esta Libertad, tiene un aspecto material y otro espiritual. En este sentido, la Libertad de opción
es un aspecto medular del bienestar humano. Por ello, si bien el acceso a una mayor cantidad de productos
permite el aumento del ingreso individual y lo mejora materialmente, no es un fin en sí mismo, sino que debe
considerarse sólo como un medio para el desarrollo de las capacidades éticas y morales de la persona.

Y es aquí donde -de la Libertad como valor elemental y básico- se pasa al valor Justicia que necesariamente
debe complementarla. Tiene así esta idea de Justicia, un papel rector axiológico en las sociedades
contemporáneas. Unida a la noción de Libertad, informaron desde el comienzo este paradigma del
Desarrollo Humano.

A su vez, ambas desembocan en la necesidad impostergable de la Participación, otro valor fundamental del
paradigma. En efecto, se trata de un Desarrollo Humano Sustentable y ello implica que la comunidad busque
por sí misma la solución de sus problemas, y no la salvación por parte de élites o gobernantes de tendencias
mesiánicas o de tecnocracias esclarecidas. La necesaria formación y el fortalecimiento de las capacidades
endógenas en las comunidades sólo es posible si se respetan las particularidades culturales y la historia
social de cada comunidad.

Por todo ello se han sintetizado en cinco claves (que son a su vez valores) las metas básicas del Desarrollo
Humano: equidad, participación, seguridad, gobernabilidad y sustentabilidad. Y estas metas le fijan a su vez
un método al nuevo paradigma: afirman la necesidad de promover la interacción de estos principios para
reafirmar la necesidad de reconstrucción de la comunidad sobre el imperativo de la Justicia Social.

El Desarrollo Humano no puede concebirse divorciado de su carácter sustentable. El principio de


sustentabilidad implica un proceso de desarrollo capaz de controlar armónicamente los medios que utiliza.
No se trata de limitar el crecimiento sino de liberarlo de sus propios límites conceptuales y fácticos, que lo
extravían al dicotomizar progreso material y humanización de la historia, preservación del ambiente y
expansión de recursos disponibles. El Desarrollo Humano no es un nuevo límite al crecimiento sino el
sentido y la realización concreta del mismo, todo ello a partir de la asunción explícita y activa de valores
fundamentales -tanto individuales como sociales.

El incentivo de esos valores, los esfuerzos por alcanzarlos y la concreción gradual de los mismos -en una
atmósfera de Libertad y Participación- es lo que permite hablar de la ciudadanía plena y mantener este
objetivo como ideal mayor de todo programa de Desarrollo Humano.

Se entiende por tal la integración de la ciudadanía política, social, ambiental y económica para todas las
personas de cada comunidad, en una única y plena ciudadanía integral. Así, a la ciudadanía política, ya
consagrada como derecho universal, y a la ciudadanía social, en proceso de consumación, es necesario
incorporar las ciudadanías ambiental y económica, que garanticen a todos los integrantes de una comunidad
nacional el derecho a vivir en un medio sano y a participar en los mercados, tanto en carácter de
consumidores, como en el de personas dispuestas a incorporarse, por medio del trabajo remunerado o del
ingreso no salarial, al intercambio de bienes y servicios necesarios para acceder a una vida digna. Esta
ciudadanía plena constituye un objetivo moral de primer orden.

Es por ello que este Informe Argentino sobre Desarrollo Humano 1998 está específicamente dedicado al
tema de los valores y no de manera abstracta, sino concretamente referido a los argentinos y a sus
preferencias e ideales valorativos.

Se ha buscado entrecruzar así el tema siempre vigente y candente de los valores, con este nuevo
paradigma del Desarrollo Humano, con la esperanza cierta de promover entre nosotros este último y hacerlo
desde el horizonte situado de las aspiraciones, deseos y necesidades vitales de nuestro pueblo y de nuestra
sociedad. Única forma -por lo demás- de dar durabilidad y sustentabilidad a cualquier programa de
desarrollo en el marco de las complejas sociedades actuales.

Un Programa Argentino de Desarrollo Humano indaga así -lógicamente- en las preferencias y realidades
valorativas de su propia gente, con la finalidad principal de mejor servir al momento de diseñar o
implementar políticas públicas que afecten a las personas y a su crecimiento como tales, así como de
promover su estudio y aplicaciones.

Por lo demás, el tema de los valores se presenta también como una lógica continuación del Informe 1997,
referido a las experiencias exitosas de nuestras comunidades locales en materia de Desarrollo Humano.
Fue precisamente allí cuando se advirtió -si aún en medio de grandes dificultades estructurales- que nuestro
pueblo era capaz de generar localmente experiencias exitosas en materia de Desarrollo Humano, y ello era
posible porque un marco positivo de valores e ideales los alentaba aún en medio de cualquier crisis. Y era
precisamente ese marco -en su aparente intangibilidad- el que permitía y soportaba las respuestas positivas
de protagonistas castigados en el orden económico y social.

Queriendo indagar ese marco, buscando definir mejor esa potencialidad insita en la sociedad, es que la
temática del Informe es la de los valores promotores del Desarrollo Humano de los argentinos.

Su densidad filosófica torna necesaria una reflexión previa del marco teórico y epistemológico, luego del cual
se abordarán las implicancias históricas de carácter sociocultural.

La teoría de los valores: breve historia del pensamiento

La expresión "valor", etimológicamente considerada, hace referencia a una doble significación. Como
derivada del latín valor (del verbo valere), significa "estar vigoroso o sano, ser más fuerte". En su
significación griega, axios, implica "merecedor, digno, que posee valor".

Así podemos decir, de manera integral, que el valor hace que el hombre aprecie o desee algo (por sí mismo
o por su relación con otra cosa); que es también la cualidad por la que se desean o estiman las cosas (por
su proporción o aptitud a satisfacer nuestras necesidades). Finalmente, en economía, que designa lo útil, el
precio de una cosa.

Con ser la discusión en torno de valores tan antigua como la propia filosofía occidental (la polémica entre los
sofistas y Platón acerca de su relatividad o no, tiene ya veinticinco siglos de sucedida), la teoría filosófica de
los valores (Axiología) es propia de este siglo a punto de finalizar (lo cual, a su vez, nos está señalando su
absoluta contemporaneidad).

¿Por qué esto ha sucedido así? Coinciden los principales comentaristas en señalar que -a partir de Platón y
hasta bien entrado el Siglo XIX y con el fin de superar el relativismo sofístico- el valor fue adscripto a la cosa
como uno de sus atributos y, al mismo tiempo, subordinado al conocimiento. Así lo Bello y lo Verdadero
eran, simultáneamente, lo Bueno. La cuestión del valor quedaba entonces maniatada al terreno de la
ontología y a la discusión metafísica, no advirtiéndose ni la posibilidad ni la riqueza de una tematización
autónoma y crítica de los valores.

El Siglo XVIII: teorías económicas del valor

Este estatuto metafísico del valor (en detrimento de su carácter histórico y social) se revierte a partir del
Siglo XVIII, cuando comienzan a elaborarse en Inglaterra las primeras teorías económicas en las que se
sustituye el concepto tradicional de bien común por el de "interés general".
Sostendrá entonces A. Smith (en sus Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las
naciones, de 1776) que la causa de la riqueza de los pueblos es el trabajo y que el valor de las cosas se
mide entonces por la cantidad de trabajo utilizado para producirlas. Se distinguirá así entre el "valor de uso"
y el "valor de cambio" (o valor propiamente dicho) de las cosas. El valor de uso de una mercancía (aquello
para lo que sirve) lo determina su utilidad en la sociedad; mientras que el valor de cambio (propiamente el
valor), se mide por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir el objeto que se intercambia.

Así, en esta teoría (que comienza en A. Smith y prosigue con David Ricardo y sus Principios de la economía
política, de 1817; hasta Karl Marx, en El capital, de 1867), la noción de "valor económico" muestra un
aspecto esencial del valor en general, hasta el momento minimizado: la relación necesaria e imprescindible
del valor con el hombre y con la época, relativizándose así en parte la anterior postura metafísica en torno de
los valores. La Economía propicia así un análisis más antropológico y funcional del problema de los valores
que será luego muy tenida en cuenta por la axiología contemporánea.

El Siglo XIX: replanteo filosófico de los valores.

En el terreno de la Filosofía propiamente dicha (a la que compete el análisis del valor en general y el estudio
de su naturaleza), la labor de Federico Nietzsche en el siglo siguiente será de fundamental importancia para
un replanteo del tema. La distinción entre hechos y valores, paralela a la que se efectúa entre ser y deber
ser, y la que se admite entre juicios de hecho y juicios de valor, pone ya de manifiesto que el valor de una
cosa no es lo mismo que el "ser de la cosa".

La noción de valor ocupará así un lugar fundamental en esa filosofía del Siglo XIX. Para Nietzsche en
particular, la cultura occidental no es más que la inversión reactiva de los valores primeros de la vida, al calor
de un racionalismo extremo que termina corroyendo a la sociedad toda. Por ello impone a la filosofía la tarea
crítica de una verdadera transvaloración de todos los valores transmitidos, sentando así caminos nuevos de
indagación en torno de los valores, de la facultad de valorar y de la jerarquía de los mismos. De aquí en más
-a favor o en contra- el tema del "valor" irá ocupando un lugar cada vez más destacado en la filosofía
contemporánea.

El Siglo XX: nacimiento de la Axiología.

A comienzos del Siglo XX, toda esa revisión de la problemática tradicional en torno del valor y los que le son
conexos, irá conformando una "ciencia o teoría de los valores" (Axiología), especialmente centrada en los
valores morales, de relativa novedad en la historia del pensamiento, puesto que el término y el concepto
fueron recién entonces desarrollados.

Ello fue, sobre todo en Europa, obra de autores neokantianos de la Escuela de Baden -en contraposición, no
obstante, con la ética formal de Kant. Autores como W. Windelband (que se refiere a valores morales y
religiosos, principalmente) y H. Rickert (que trata más bien del valor de verdad), son mencionados como
pioneros al respecto. Aunque también se afirma que fueron introducidos con anterioridad por el filósofo
idealista alemán R.H. Lotze (1817-1881). De allí E.Husserl asume la axiología dentro de su fenomenología y
siguen este nuevo enfoque M. Scheler y N. Hartmann, entre otros.

El tema de estudio específico de esta rama de la filosofía lo constituye la determinación de la naturaleza


propia del valor, su sentido objetivo o subjetivo, su relación con los juicios de valor y con las tendencias
humanas que satisfacen, y su clasificación e interdependencia mutuas.

Debemos así a H. Lotze, la concepción contemporánea del valor como algo no entitativo (pero presente, en
la cosa) que sintetiza en su conocida frase: «los valores no son, sino que valen». Así, los valores no son
substancias (como creía la metafísica tradicional), pero tampoco meras construcciones subjetivas (como
preconizaba el relativismo sofístico): su entidad es una entidad en acto, de carácter especial y complejo, que
amerita una comprensión propia, denominada axiología.

Sobre estas nuevas bases, quienes desarrollan una verdadera filosofía del valor son los representantes de la
Escuela de Baden, Windelband y Rickert, principalmente. A ellos pertenece una noción fundamental para ir
delimitando epistemológicamente el terreno de la Axiología: la distinción entre "ciencias ideográficas" y
"ciencias nomotéticas" (siguiendo la distinción de Dilthey entre ciencias del espíritu y ciencias de la
naturaleza) y la constitución de los "valores" y los "juicios de valor" como objetos propios de la filosofía
(mientras que de las ciencias de la naturaleza lo son los "hechos").

Junto a esta filosofía que da al valor una entidad propia (diferente de las cosas materiales y fundada en la
estructura trascendental de la conciencia), por la misma época surge en Austria la denominada corriente
subjetivista de los valores, patrocinada por Alexius von Meinong (1853-1920) y Christian von Ehrenfels
(1859-1932), discípulo del anterior (autores que, además, constituyeron el núcleo primitivo de la denominada
"psicología de la forma", Gestalt).

Meinong sostiene (en sus Investigaciones ético-psicológicas sobre la teoría del valor, de 1894) que la
valoración es un hecho meramente psíquico y subjetivo, y que el valor depende del agrado, opinión a la que
contrapone Ehrenfels (en su Sistema de la teoría de los valores, de 1896) que el fundamento del valor es el
deseo, y no el agrado, puesto que también son valiosas cosas que no existen (por ej., el bien perfecto).

Corrientes fenomenológicas y existencialistas.

La crisis del psicologismo y la crítica que le hace E.Husserl a esa corriente de interpretación de los valores,
origina una Escuela fenomenológica (defensora del objetivismo axiológico), cuyo exponente principal es Max
Scheler. Este, en directa oposición al formalismo kantiano, considera los valores como cualidades a priori de
las cosas, independientes por tanto de la experiencia humana, y verdadero contenido material de la ética.

Para Scheler, los valores son objetivos y universales, y son los fundamentos del aprecio o de la
desaprobación que producen en nosotros. Están ordenados jerárquicamente: desde lo agradable-
desagradable, lo noble-vulgar, y los valores espirituales (bello-feo, justo-injusto, verdadero-falso), hasta lo
sagrado-profano.
Finalmente, en las denominadas corrientes existencialistas, en cambio, se consideran los valores más bien
como fruto de la libre creación del individuo, que manifiesta así su capacidad de proyectarse fuera de sí, que
como entidades de algún tipo especial. La ética del francés J.P.Sartre es paradigmática al respecto.

El empirismo lógico y otras posturas desde la ciencia.

Dentro de la filosofía contemporánea, el problema de los valores no ha impactado por igual a las escuelas de
cuño o antecedentes científicos. Preocupadas por las "condiciones objetivas" de la experiencia natural,
muchas veces han creído encontrar en este tema "subjetividades" que empeñarían una visión objetiva de lo
real. Se consignan aquí algunos de sus representantes y manifestaciones, a los efectos de contrastarlos con
las axiologías anteriormente descriptas.

Las teorías sobre el valor sostenidas por ejemplo dentro del empirismo lógico, pueden considerarse como la
antítesis y negación de la filosofía de los valores ya señalada. Es el caso de Carnap -entre otros-, para quien
los juicios de valor son formas de lenguaje prescriptivo que expresan deseos en forma de mandatos. Por
esto mismo carecen de sentido, ya que un juicio de valor -como expresión que no puede ser ni verdadera ni
falsa- no es en consecuencia verificable.

Doctrina parecida sostiene Ayer, para quien tanto los juicios éticos como los estéticos son
"pseudoenunciados" y como tales sólo constituyen la expresión de un sentimiento.

Mucho más interesante es la postura de Donald Davidson, quien considera a los valores como actitudes
positivas del agente (las denomina "actitudes pro"), y entre ellos incluye no sólo los valores clásicos, sino
también los principios estéticos, las ideas morales, los deseos, los fines y toda clase de preferencias. De
esta manera, generaliza la noción de valor en un sentido semejante al usual en las teorías de sistemas
dinámicos y en cibernética, que consideran valores a toda clase de tendencias, como las que existen en todo
sistema que posea alguna clase de teleonomía, homeostasis o autorregulación.

Desde esta perspectiva, se habla de valores siempre que se manifiesten tendencias polares de atracción o
repulsión, lo que en la actividad humana se expresaría como aprobación o desaprobación.

Teniendo en cuenta la teoría de la evolución, a su vez se distingue entre valores preprogramados


genéticamente o "información valorativa" (información sobre cómo actuar, qué evitar, hacia dónde tender;
relacionados con los mecanismos biológicos de placer y dolor), y "valores culturales" adquiridos. Los
primeros son transmitidos genéticamente y forman parte del bagaje general de la especie; los segundos, son
el fruto del desarrollo de la cultura.

2. Un dilema ético: el alcance de los valores

Si como se extrae del recuadro "La teoría de los valores: breve historia del pensamiento", las fuentes
epistemológicas de la Teoría de los Valores son variadas y muchas veces hasta contradictorias entre sí, no
menos dificultosa es la relación entre los valores y la ética.
¿Qué son los valores?

Risieri Frondizi

"Los valores constituyen un tema nuevo en la filosofía: la disciplina que lo estudia -la axiología- ensaya sus
primeros pasos en la segunda mitad del Siglo XIX. Es cierto que algunos valores inspiraron profundas
páginas a más de un filósofo, desde Platón en adelante, y que la belleza, la justicia, el bien, la santidad,
fueron temas de viva preocupación de los pensadores en todas las épocas. No es menos cierto, sin
embargo, que tales preocupaciones no lograban recortar una región propia, sino que cada valor era
estudiado aisladamente. La belleza, por ejemplo, interesa por sí misma y no como representante de una
especie más amplia".

"Si bien no se ha perdido interés en el estudio de la belleza, ésta aparece hoy como una de las formas de
una peculiar manera de asomarse al mundo que se llama valor. Este descubrimiento es uno de los más
importantes de la filosofía reciente y consiste, en lo fundamental, en distinguir el ser del valer. Tanto los
antiguos como los modernos incluían, sin tener conciencia de ello, el valor en el ser, y medían ambos con la
misma vara. Los intentos de axiología se dirigían, sin excepción, a valores aislados y en particular al bien y
al mal. El estudio de estos valores aislados adquiere hoy nueva significación al advertirse el hilo sutil que los
une y la proyección de luz sobre cada uno de estos sectores que arroja toda investigación de conjunto sobre
la naturaleza propia del valor. De ahí que tanto la ética como la estética -de vieja estirpe filosófica- hayan
dado, en los últimos años, un gran paso adelante al afinarse la capacidad de examen del valor en tanto
valor".

"Cuando se descubre una zona nueva se producen, por lo general, dos movimientos opuestos. Uno, al que
ya aludimos, y que encabezan los más entusiastas del hallazgo, pretende ver todo desde la nueva
perspectiva, e intenta reducir la realidad anterior a la nueva. En oposición a este movimiento se origina otro
que pretende reducir lo nuevo a lo viejo. Mientras unos sostienen que toda la filosofía no es más que
axiología, otros se empeñan en que los valores no constituyen ninguna novedad, que se ha descubierto un
nombre nuevo para designar viejos modos del ser".

"¿A qué podrían reducirse los valores, según esta última concepción? Tres eran los grandes sectores de la
realidad que habíamos señalado: las cosas, las esencias y los estados psicológicos. Se intentó, en primer
término, reducir los valores a los estados psicológicos. El valor equivale a lo que nos agrada, dijeron unos;
se identifica con lo deseado, agregaron otros; es el objeto de nuestro interés, insistieron unos terceros. El
agrado, el deseo, el interés, son estados psicológicos; el valor, para estos filósofos, se reduce a meras
vivencias".

"En abierta oposición con esta interpretación psicologista se constituyó una doctrina que adquirió pronto gran
significación y prestigio, y que terminó por sostener, con Nicolai Hartmann, que los valores son esencias,
ideas platónicas. El error de esta asimilación de los valores a las esencias se debió en algunos pensadores a
la confusión de la irrealidad con la idealidad. La supuesta intemporalidad del valor ha prestado un gran
apoyo a la doctrina que pretende incluir los valores entre los objetos ideales".

"Si bien nadie ha intentado reducir los valores a las cosas, no hay duda que se confundió a aquéllos con los
objetos materiales que los sostienen, esto es, con sus depositarios. La confusión se originó en el hecho real
de que los valores no existen por sí mismos, sino que descansan en un depositario o sostén que, por lo
general, es de orden corporal. Así, la belleza, por ejemplo, no existe por sí sola flotando en el aire, sino que
está incorporada a algún objeto físico: una tela, un mármol, un cuerpo humano, etc. La necesidad de un
depositario en quien descansar da al valor un carácter peculiar, le condena a una vida «parasitaria», pero tal
idiosincrasia no puede justificar la confusión del sostén con el sostenido. Para evitar confusiones en el futuro
conviene distinguir, desde ya, entre los valores y los bienes. Los bienes equivalen a las cosas valiosas, esto
es, a las cosas más el valor que se les ha incorporado. Así, un trozo de mármol es una mera cosa; la mano
del escultor le agrega belleza al «quitarle todo lo que le sobra», según la irónica imagen de un escultor, y el
mármol-cosa se transformará en una estatua, en un bien. La estatua continúa conservando todas las
características del mármol común -su peso, su constitución química, su dureza, etc.-; se le ha agregado
algo, sin embargo, que la ha convertido en estatua. Este agregado es el valor estético. Los valores no son,
por consiguiente, ni cosas, ni vivencias, ni esencias; son valores".

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Risieri Frondizi, ¿Qué son los valores?, FCE, México, 1982, 5ª ed., p. 11-15 (selección).

Donde mejor se observa esta dificultad es al plantear el tradicional problema sobre el "alcance" de los
valores. ¿Son éstos universales (es decir válidos para todos los hombres, de todas las épocas) o, por el
contrario, su alcance es relativo (a los hombres y a las épocas en que se los formulan)? Las respuestas
extremas a estas cuestiones han dado lugar a dos posturas también antitéticas y poco maduras.

En primer lugar, nos encontramos con el denominado objetivismo ético. Tesis que defiende la existencia de
valores éticos plenamente objetivos, ya que no se reducen meramente al sentimiento de agrado, interés, ni
deseo, ni se limitan a un mero proceso psicológico de valoración, razón por la cual el estudio de estos
valores es objeto de la ontología. De esta manera, el objetivismo ético sustenta que los mencionados valores
son válidos y objetivos para todos los individuos y todos los tiempos, ya que no son ni subjetivos, ni relativos,
ni convencionales. Tal cual señaláramos, esta tesis ha sido defendida, entre otros, por Sócrates y Platón en
el mundo antiguo y, de manera más reciente, por aquellos autores que, como G.E. Moore, M. Scheler y N.
Hartmann, tienden a considerar los valores como objetos ideales.

Frente a esta posición, tendríamos el relativismo ético y moral que -en su postura también extrema- afirmará
que un juicio moral no es de por sí verdadero (afirma que algo es correcto o bueno) o falso (afirma que algo
es incorrecto o malo), y que su verdad o falsedad no depende de las razones que lo sustentan, sino del
estado de ánimo subjetivo (relativismo/subjetivismo) o de las costumbres culturales (relativismo cultural).

Ahora bien -y dado que en ciertas dosis lo anteriormente afirmado es innegable-, sin embargo habrá
"relativismo ético", propiamente dicho, cuando se sostenga que no hay forma de decidir, entre valores y
conductas morales opuestas, cuál es la correcta y cuál la incorrecta; o bien que hay opiniones éticas
conflictivas y opuestas que son igualmente aceptables moralmente, o que todos los códigos morales tienen
igual valor moral.

De más está señalar, los peligros socio-culturales que encierran posturas extremas de este tipo en el terreno
de la teoría ética y axiológica. El relativismo absoluto en materia de valores es tan peligroso como el
fundamentalismo axiológico que se le opone. En esto, como siempre ocurre, una posición integradora suele
estar más cerca de lo real y, al mismo tiempo, de lo verdadero.

Estos puntos de vista -intermedios e integradores- entre relativismo y universalismo axiológico y entre
objetivismo e idealismo ético, han sido muy tenidos en cuenta al encarar, epistemológicamente, el problema
de los valores de los argentinos y sus preferencias y aspiraciones en materia ética y axiológica.

En algunos, es posible rastrear con claridad su filiación con valores e ideales éticos universales; en otros,
por el contrario, está clara su referencia específica con circunstancias y problemas muy propios de nuestra
realidad nacional. Esta universalidad en situación resultó una categoría de análisis muy importante al planear
y ejecutar la investigación.

Otro tanto ocurre con la objetividad o subjetividad de los valores que, en la encuesta realizada en el marco
del Programa Argentino de Desarrollo Humano para elaborar el presente Informe, salen a la luz. Aquí resulta
evidente que algunos valores se le "imponen" a nuestra gente por su propio peso y carga ontológica objetiva;
pero también es cierto, que muchos otros tienen que ver con la experiencia personal e intransferible del
sufrimiento y con toda la riqueza cultural de la vida en comunidad nacional.

3. Nuestra compleja identidad nacional

Se ha escrito abundantemente sobre la difícil, trabajosa y siempre huidiza "identidad nacional" de los
argentinos. ¿Cómo negar que efectivamente lo es? Pero, al mismo tiempo, ¿hay identidad nacional o cultural
que no lo sea? ¿No son los procesos de construcción de las identidades -desde las personales, hasta las
históricas- siempre abiertos, complejos e inquietantes?

Esta cuestión ha sido tenida en cuenta al realizar la investigación del Informe 1998, al iniciar el rastreo
histórico del "¿cómo somos?" e ir confrontándolo con los cursos y testimonios del presente. Más aún, hemos
preferido siempre pensar en términos de "¿cómo nos vemos?", más que en el clásico "¿cómo somos?". El
cambio de perspectiva epistemológica permitió en parte superar ciertos debates ontológicos y sustancialistas
en torno del "ser nacional", los cuales -en la mayoría de los casos- desembocan en antinomias estériles y
poco operativas.
Así como la axiología contemporánea se renovó al pensar los valores como acciones, antes que como entes
fijos y universales ("los valores no son, sino que valen", señaló en su momento Lotze); también nuestra
filosofía de la historia nacional ganaría en mucho, si pudiera pensar más en términos de "procesos " que de
"ser".

Al respecto -y como marco general de la investigación- se han tenido en cuenta las dos direcciones
epistemológicamente posibles en la consideración de los temas referidos a la identidad , seleccionándose el
más adecuado a los propios intereses investigativos.

En primer lugar, están las visiones sustancialistas de la identidad, según las cuales los procesos de
identidad confluyen y concluyen en determinado momento histórico, a partir del cual se conforma un "ser
nacional" que -de allí en más- atraviesa la historia como entidad lograda y más o menos perfecta. Sufrirá
mayores o menores avatares, grandes o pequeños menoscabos, honores o derrotas diferentes o sucesivas,
pero la idea central es que "el ser nacional", está ya formado y completo.

Por el contrario, existe otra concepción que tiene una visión procesualista de la identidad, para la cual ésta
debe ser pensada siempre como construcción y como conciencia de esa construcción, y ambos términos
con el carácter de inacabados y abiertos. No caben aquí las apelaciones a "seres nacionales" (en el sentido
de sustancias inmarcesibles y ya logradas), sino más bien la referencia a imaginarios colectivos e históricos,
en los cuales un pueblo -en un momento dado- se reconoce medianamente a sí mismo y continúa su marcha
de búsqueda y perfección.

En este sentido, sólo hay "ser" (personal o nacional) cuando este proceso histórico se ha cerrado (por
muerte individual o por cancelación de la libertad de una comunidad para seguir dándose un destino
posible); mientras que, cuando la vida alienta aún en sus cuerpos, no hay "ser", sino un estar-siendo,
siempre perfectible y en búsqueda de una armonía superior y más estable.

En esta última concepción de la "identidad" se ha enmarcado epistemológicamente este proyecto de


investigación. De aquí que se consideran los resultados de la encuesta de base sobre valores de los
argentinos y las conclusiones que de ella se extraen, más como fotogramas de una película (que de hecho
continúa y está en pleno curso), que como resultado -fijo y definitivo- que radiografía un supuesto "ser" fijo y
concluido.

Proceso y no sustancia; fotogramas y no radiografías; libertad siempre abierta y no condicionamientos fijos e


inmutables; mensaje de un futuro siempre plural y enigmático, antes que monótono y previsible discurso del
presente; confianza renovada en la persona y en la comunidad y no nihilismo profético y autocumplido del
supuesto pensamiento único; estos han sido algunos de nuestros propios valores, puestos en acto al iniciar y
concluir esta tarea de tomarnos el pulso como Nación, como pueblo y como país inmerso en la realidad
global.
Se plantea así que toda identidad cultural -y la de los argentinos no escapa a esto- es siempre un imaginario
colectivo en marcha, que se está haciendo y deshaciendo en cada instante, por la incorporación de nuevos
elementos, el descarte de otros, la redefinición de algunos, todo ello en un transfondo de aprendizaje
histórico concreto, en el cual les va su propia vida.

Esta concepción -democrática y plural de la identidad- es entonces diferente de aquella sustancialista, que
no pocas veces en la historia universal -y en la nuestra en particular- ha alimentado totalitarismos,
holocaustos y fundamentalismos de triste recuerdo y peor pronóstico.

Por lo tanto, cuando se habla de nuestros valores como sociedad histórica, más que a "seres" se está
refiriendo a conductas (más o menos responsables) y a ideales (más o menos compartidos), al calor de las
cuales se van tejiendo ciertos patrones comunes en los que -aún con nuestras diferencias- podemos
reconocernos como comunidad argentina. Con todo lo dificultoso y amoroso que de ello resulta.

Los fragmentos de un largo poema del poeta Leopoldo Marechal bien pueden servir para vivenciar, mejor
aún, las características de una tarea muy peculiar, por cierto: hacerse argentino.

Didáctica de la Patria

Leopoldo Marechal

La Patria es un dolor que aún no tiene bautismo

...La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre

...La Patria es una niña de voz y pies desnudos

...La Patria es un temor que ha despertado

No sólo hay que forjar el riñón de la Patria,

sus costillas de barro, su frente de hormigón:

es urgente poblar su costado de Arriba,

soplarle en la nariz el ciclón de los dioses:

la Patria debe ser una provincia


de la tierra y el cielo.

La Patria no ha de ser para nosotros

nada más que una hija y un miedo inevitable,

y un dolor que se lleva en el costado

sin palabra ni grito.

Es un trabajo de albañilería.

¿Viste los enterrados pilares de un cimiento?

Anónimos y oscuros en su profundidad,

¿no sostienen, empero

toda la gracia de la arquitectura?

Hazte pilar, y sostendrás un día

la construcción aérea de la Patria.

Somos un pueblo de recién venidos.

Y haz de saber que un pueblo se realiza tan sólo

cuando traza la Cruz en su esfera durable.

La Cruz tiene dos líneas: ¿cómo las traza un pueblo?

Con la marcha fogosa de sus héroes abajo

(tal es la horizontal)

y la levitación de sus santos arriba

(tal es la vertical de una cruz bien lograda).


El nombre de tu Patria viene de argentum. Mira

que al recibir un nombre se recibe un destino.

En su metal simbólico la plata

es el noble reflejo del oro principal.

Hazte de plata y espejea el oro

que se da en las alturas

y verdaderamente serás un argentino.

En La Patria, Cuadernos del Amigo, Buenos Aires, 1960 (selección)

A la luz de esta visión, tal vez lo correcto sea empezar a admitir que no hay una identidad argentina
categórica y tajante, cortada -por así decirlo- con el cuchillo de la historia en una época imprecisa e
indeterminada, sino una "suma de identidades" culturalmente elaboradas a lo largo de los años: son los
nombres que le damos a las diferentes maneras de cómo estamos situados por los relatos del pasado y a
cómo nos situamos nosotros mismos dentro de ellos, de acuerdo a nuestras experiencias del presente y a
nuestras expectativas de futuro.

Esta visión se articula más fácilmente con nuestros contradictorios procesos históricos.

* ¿De qué otra manera, sino, podríamos explicar las predilecciones de los argentinos, signadas por fuertes
contrastes, acerca de sus personajes, y aún situaciones, más representativos a lo largo de los años, tan
distantes y disímiles entre sí?

* ¿Cómo puede entenderse la fuerte valoración y respeto -en los que se combinan raíces míticas con dosis
de idolatría popular y de racionalidad política- que de manera subterránea vinculan a la épica del Martín
Fierro con los poemas de Jorge Luis Borges, quien consideraba al héroe literario de José Hernández un
deplorable "gaucho pendenciero", amigo del alcohol barato y de la insubordinación ante la ley establecida?

* ¿Cómo darle un sentido finalista definitivo al ambiguo mensaje martinfierresco que nos muestra al mismo
tiempo la ética decadente en los consejos perversos y acomodaticios del Viejo Vizcacha, y las sabias
lecciones de Martín Fierro a sus hijos para que diseminen "a los cuatro vientos" las verdades nobles del
hombre del llano y la Pampa indescifrable, que moldeó una de las facetas primeras de nuestra personalidad
contradictoria?
* ¿Por qué seguimos afirmando con un orgullo que no se negocia que Carlos Gardel, nacido en Toulouse,
Francia, es "el Zorzal criollo"? ¿Por qué "cada día canta mejor", si en verdad murió hace ya 63 años? ¿Por
qué sigue siendo nuestro artista mayor en el imaginario colectivo pero lo eternizamos en un tango como
"morocho y argentino, rey de París"?

*¿Por qué San Martín, un militar por formación y vocación, con fuertes influencias del pensamiento masónico
y los códigos secretos de las logias del poder, es el héroe menos cuestionado y por todos valorado como
paradigma de la Patria, en un país signado por las traumáticas experiencias de las intervenciones militares
en el poder político civil?

* ¿Qué factores ideológicos y qué código de valores unifican la adoración de los jóvenes de diferentes
épocas en las figuras emblemáticas del Che Guevara y de Eva Perón por encima de todo antagonismo
político?

*¿Por qué la gesta de Evita fue primero difundida universalmente por un musical que adulteró la verdad
histórica y distorsionó la raíz política de su obra, antes que por una genuina síntesis argentina sobre su
verdadera obra, en la que hubo aciertos y errores pero un camino claro en busca de una mayor Justicia
Social en nuestra comunidad?

*¿Por qué sólo ante situaciones de máxima tensión y de dramática nacional, como en la guerra de las
Malvinas, asumimos en plenitud nuestro sentido de pertenencia y nuestras raíces latinoamericanas, mientras
que en otras circunstancias, por así decirlo, nos ponderamos aún sin decirlo abiertamente como "los rubios
de América", europeos trasplantados a las orillas del Plata?

*¿Por qué sobreviven en nuestra vida cotidiana formas ocultas de desprecio y discriminación hacia los
argentinos del "país del interior" y a sus raíces folclóricas? ¿Por qué las olvidamos o las mantuvimos ocultas,
casi culposamente, por décadas y sólo las revoleamos como poncho al viento, con cierto orgullo por "lo
nuestro", recién una vez que una adolescente encantadora como Soledad, criollita de un poblado rural del
sur santafecino, se transforma en una atracción de mercado y en un negocio formidable para las compañías
discográficas?

* ¿Por qué un maestro como Atahualpa Yupanqui, que expresó el sentir quejumbroso y el desgarramiento
nativo, los cantos y súplicas del criollo y del indígena, tuvo que ser reconocido primero en París que en su
tierra, aunque siempre le cantó a ella y a sus hombres y mujeres, a nosotros mismos?

* ¿Por qué asumimos celebraciones y rituales ajenos a nuestras tradiciones populares, como ocurre en los
últimos años con la "noche de brujas", propia de la tradición celta y anglosajona, y ni siquiera reparamos en
el riquísimo acervo autóctono que en esa materia tenemos con ritos como el de la Pachamama, o el de San
La Muerte?

* ¿Cuál sería la clave para descifrar la idolatría popular -no sólo observable en los sectores de la sociedad
más postergados en el circuito de la educación, la producción y el consumo- hacia Diego Maradona, cuya
vida personal está teñida por desórdenes y desajustes permanentes, derivados de su problema de adicción
y de sus actitudes provocativas?

* ¿Serán algunas de éstas las motivaciones que nos hacen renovar a la vez nuestra apuesta colectiva por un
futuro mejor y compartido, fundado en la cooperación, la fraternidad y la solidaridad como rectores
axiológicos, al tiempo que ungimos como nuestro mayor himno cotidiano a un tema nacido del talento y el
desencanto del juglar ciudadano Enrique Santos Discépolo, quien nos enseñó aquello de que "el mundo fue
y será una porquería, en el 506 y en el 2000 también", porque "siempre ha habido chorros, maquiavelos y
estafaos" y porque "cualquiera es un ladrón, cualquiera es un señor"?

Desde luego, no hay una respuesta única y válida a todos estos interrogantes vinculados a la compleja
identidad argentina. Una clave de aproximación podría estar en el carácter mestizo de nuestra primera
síntesis cultural, que nos identificó con "el genuino latinoamericano", y que luego fue fecundada y modificada
por los contingentes inmigratorios, que nos transfirieron un carácter más cosmopolita y europeizante, sobre
todo en las élites conductoras del Estado hacia fines del Siglo XIX, continuamente abierto a nuevas
contribuciones e hibridaciones culturales.

Como quiera que fuere, lo cierto es que la búsqueda de la identidad no es un proceso lineal, ni acabado.
Reconoce caminos diagonales, construcciones y reelaboraciones permanentes. No se trata de un proceso
cerrado, ni de una práctica autista, sino de una amplia avenida de tránsito permanente que contradice a
diario la idea de haber llegado a un mundo ya restringido por las decisiones, los sueños y las limitaciones de
nuestros predecesores. Al respecto dice Larraín Ibáñez: "La identidad cultural está en permanente
construcción y reconstrucción, pero no ocurre al azar, sino dentro de las relaciones y prácticas disponibles y
de los símbolos e ideas existentes. Es importante subrayar que esta concepción no sólo mira al pasado
como la reserva privilegiada donde están depositados los elementos principales de la identidad; también
mira al futuro y concibe la identidad como un proyecto. La pregunta por la identidad no es sólo, entonces,
qué somos, sino también qué queremos ser".

3.1. El origen histórico

La cuestión de la identidad nacional, en verdad, ha sido una permanente fuente de reflexión en la historia del
pensamiento argentino desde el siglo pasado. Es así que ha sido abordada desde el ensayo y la crítica, pero
también desde la novela, la poesía y otras artes como el cine, el teatro y aun el folletín y el radioteatro. Una
indagación reiterada y hasta obsesiva acerca de la naturaleza de los orígenes es frecuente en países, como
el nuestro, de gran inmigración y cultura cosmopolita crecidos a la sombra de integraciones y rechazos, de
armonías y conflictos entre sus diferentes sectores sociales y sus élites políticas.

El ensayista D. Cattanovic sostiene que "la preocupación por la identidad, la búsqueda del ser nacional, es a
la vez intento de explicar la propia historia cultural y búsqueda anhelante de superar ancestrales tensiones".
En el caso argentino, el rastreo permanente de esa identidad reconoce un fuerte anclaje en espacios de
confrontación.
De allí que la idea de bandos enfrentados y la atmósfera omnipresente de una cultura controversial sean
casi arquetípicas de la idiosincrasia argentina desde tiempos fundacionales. Las tendencias a las síntesis
como conciliación de opuestos y a las confluencias como reemplazo de las desarmonías y extravíos, por lo
común se vieron desplazadas del imaginario colectivo por acendradas corrientes de intolerancia hacia "los
otros", agrupando en esta categoría tanto a quienes tuvieran intereses diferentes como a quienes pensaran
distinto.

Esta forma sutil de discriminación tiene -además de una fuerte raíz cultural- encarnaduras históricas
conocidas, modelos o proyectos antagónicos difíciles de encauzar en términos de consensos y acuerdos.
Con frecuencia se encaminaron por la vía de los disensos -y aun de sus formas más exacerbadas, las
discordias-, al amparo del dualismo seguramente más trágico de todos los sufridos por el país: el de
porteños y provincianos, el de "Buenos Aires" con "el interior".

A la sombra de esa confrontación, y aún cuando los modelos de construcción política se hallaban en estado
embrionario o recién comenzaran a esbozarse, se desprenden el resto de las luchas facciosas que, con
brochazos de pintor desordenado, fueron diseñando nuestra aluvional identidad:

* Morenistas-saavedristas

* Unitarios-federales

* Industrialistas-librecambistas

* Nacionalistas-liberales

* Radicales-conservadores

* Peronistas-antiperonistas

* Civiles-militares

* Laica-libre

* Estatistas-libremercadistas

* Neoliberales-neoestatistas

El investigador Luis Di Pietro dice que hay un hito emblemático de la fractura de nuestra identidad. Es la
visión de Domingo F. Sarmiento en su "Facundo", obra a la que considera "el punto de partida en las letras
nacionales de esa preocupación por develar el alma argentina". Dice más: "cuando Sarmiento invoca la
‘sombra terrible de Facundo’ para que venga a explicarnos la vida secreta de un ‘noble pueblo’, lo que
intenta es ir más allá del mero acontecer histórico y penetrar hasta las causas últimas que provocan la
guerra civil".
El conflicto primario de "civilización y barbarie" que expresa la obra, sintetiza la concepción de la vida y la
historia en el siglo pasado y polariza fuertemente todo el discurso político: no sólo recrea los antagonismos
del pasado, sino que además los proyecta con una firmeza vigorosa al futuro.

Sarmiento traza allí una frontera que, con matices, dura hasta nuestros días. Y su esquema asume los
distintos modos de ser de la sociedad argentina, teñida por una conflictividad que no reconoce muchos
períodos de reposo: manifiesta, por el contrario, frecuentes tensiones en la política, en la sociedad y en la
cultura.

Esas tensiones son las que alimentan una identidad cambiante y en continua reelaboración, al compás de
los barquinazos producidos en las élites del poder, a su vez subordinadas a las ecuaciones urdidas en los
grandes centros de poder mundiales.

Estas singularidades fueron conformando trincheras de valores, creencias, pensamientos y conductas


refractarias entre sí, ligadas -sostiene Di Pietro- a proyectos diferenciados y opuestos de Nación,
entendiendo a ésta como "un pasado de glorias y remordimientos comunes", en donde los últimos son tan
rígidos que traban la posibilidad de elaboración de un contrato común de ideas y proyectos, en el marco de
una comunidad integrada.

3.2. El divorcio de la razón y la emoción

En su obra "Filosofía y Nación" José Pablo Feinmann comenta que uno de los más dramáticos
desencuentros nacionales del siglo pasado es el de Juan Bautista Alberdi, el mayor teórico de las leyes
argentinas, el padre de la Constitución Nacional, y Don Juan Manuel de Rosas, el restaurador de las Leyes,
el gendarme de la soberanía, el jefe del gauchaje desorganizado.

¿Qué leyes aspiraba a restaurar Rosas?, se pregunta Feinmann. Y responde: "a las leyes no escritas: las
costumbres, las tradiciones, los hábitos, el idioma, la religión". En suma, a la identidad embrionaria de los
argentinos. Aunque en verdad se trata de un episodio poco difundido por los historiadores, en sus años
jóvenes Alberdi se sintió muy próximo a Rosas: su historicismo, la idea de la construcción progresiva de una
historia y de una identidad al calor de las propias experiencias de la comunidad nacional, lo llevó a tomar
distancia del iluminismo de Rivadavia y su élite de "doctores europeístas".

Fue así que Alberdi vislumbró en Rosas la personificación de lo auténtico, lo propio, lo vernáculo: ese
estanciero bárbaro resumía, a su manera, la idea de Nación y de un derivado de la misma, el concepto de la
identidad popular.

Desde luego, Rosas se manifestaba extraño y hasta hostil con los rituales de las democracias modernas que
ya se insinuaban en Europa y en los Estados Unidos, sostenidas por el republicanismo y los derechos del
hombre y del ciudadano. Feinmann lo define bien: "Don Juan Manuel es hijo de la Pampa. Representa lo
autóctono, derrocha calor local. No es un individuo, es un hecho histórico".
Al respecto, en su "Fragmento preliminar al estudio del Derecho", dice Juan Bautista Alberdi: "El Señor
Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un
representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos
aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la
multitud, la plebe".

Aquella alianza implícita entre Alberdi y Rosas era la alianza entre la razón y las emociones, entre el
intelecto y la pasión. Y podría haber abierto puertas insospechadas al tránsito histórico argentino en el siglo
pasado, pero se quiebra cuando se produce el bloqueo francés al puerto de Buenos Aires en 1838. Rosas
enarbola entonces su idea de soberanía contra la flota extranjera.

"La Humanidad bloquea a la Nación. ¿Qué ocurre, cómo es posible? ¿Por quién optar? ¿Por la Humanidad
o por la Nación? Por la Humanidad: por el principio universal, por el progreso, por la civilización. En fin: por
Europa. Por todo eso opta Alberdi", afirma Feinmann.

Después de ese episodio, el mayor jurista argentino del Siglo XIX elige el exilio, como casi todos los jóvenes
románticos de la generación del ‘37, sus compañeros de ideales. Como antes San Martín, como mucho
después Perón, como todos aquellos cuyas luchas políticas terminaron traducidas como fuertes batallas en
busca de una identidad nacional abarcadora y genuina, contenedora de todos los sectores, experiencias y
expresiones de la comunidad.

3.3. Martín Fierro, de la Pampa a toda la Nación

A principios de 1872, a la vuelta de su exilio en Brasil, José Hernández se alojó en el Hotel Argentino, en la
calle Rivadavia y 25 de Mayo del centro de Buenos Aires, donde hoy se encuentra el edificio del Banco de la
Nación. En ocho días y ocho noches febriles escribió un folleto titulado "El gaucho Martín Fierro". Se publicó
en papel de almacén, con tapas grises. Al poco tiempo un almacenero mayorista de entonces le mostró a su
abogado, el ex Presidente Nicolás Avellaneda, sus libros contables donde anotaba los pedidos habituales de
las pulperías de campaña: 12 gruesas de fósforos, 1 barrica de cerveza, 100 cajas de sardina, 12 de Martín
Fierro.

¿Cómo leían Martín Fierro los gauchos analfabetos? No lo leían, lo escuchaban. Nunca faltaba en un
puesto, en una pulpería, en una estancia, algún "leído" que en voz alta, con los gauchos mateando a su
alrededor, leyera, bien despacio, la obra de José Hernández, las aventuras y desdichas de un cristiano como
ellos, que les contaba sus propias vidas en otra época. Era un relato que los mostraba cómo habían sido,
cómo en verdad eran, cómo tal vez ya no volverían a ser: un espejo de sus almas.

Lo excepcional del Martín Fierro es que, aun siendo la narración y la épica del prototipo del hombre de la
Pampa y el llano, cautivó rápidamente a hombres y mujeres de otras regiones del país. Leopoldo Lugones
cuenta en "El Payador" que, siendo joven, en Sumampa, Santiago del Estero, alcanzó a conocer a un mozo
llamado Serapio Suárez "que se ganaba la vida recitando el Martín Fierro en los ranchos y aldeas y no tenía
otro oficio... recuerdo haberme pasado las horas oyendo con admiración a aquel instintivo comunicador de
belleza".

Ricardo Rojas, otro escritor también nacionalista como Lugones, dejó un testimonio que revela igualmente
que el poema gaucho era "argentino en toda la extensión del país": "en solitarios ranchos de la selva
misionera he oído yo quien recitaba algunas estrofas conocidas por tradición, aunque se ignoraba que
pertenecieran al poema de Hernández".

Así pasó: el Martín Fierro traspuso las fronteras de la Pampa, fue uno y único para todos los argentinos.
Como cuenta el poema "Tiempo de Hombre" de Don Atahualpa Yupanqui, atravesó paisajes y unió sentires:
"Entonces vine a América para nacer en Hombre/ Y en mí junté la pampa, la selva y la montaña/ Si un
abuelo llanero galopó hasta mi cuna/otro me dijo historias en su flauta de caña".

¿Por qué la épica del Martín Fierro se constituyó en una obra tan representativa para todos los argentinos,
más allá de las geografías y de los particularismos locales? Porque expresa la formación de la raza (la
nacionalidad) y señala un destino que iguala a las grandes mayorías postergadas sin fronteras ni
jurisdicciones. Como poema épico, además, se entronca con toda la tradición de los poemas homéricos, lo
cual incorpora nuestra raza a la civilización grecorromana. Eso lo vuelve, en consecuencia, un mito
universal: le transfiere la europeidad de Occidente, venerada por décadas por las élites locales.

Al respecto, el historiador Jorge Abelardo Ramos dice que el poema refleja "un duelo entre los hombres de la
economía natural y un naciente capitalismo colonial de exportación. Sarmiento expresó la causa del puerto
de Buenos Aires en su célebre novela sociológica Facundo. José Hernández defendió en su poema el
derecho a la vida de una raza de argentinos amenazada por la extinción. Del choque de tales intereses nació
un poema épico a la altura del Mio Cid o la Canción de Rolando, que habrá de vivir cuando aquellos
intereses y pasiones hayan desaparecido para siempre en la noche de la historia".

El mensaje internalizado en la memoria colectiva es inequívoco. El héroe del poema -el gaucho- es el
civilizador de la Pampa, punta de lanza en la lucha contra "el salvaje" y el azote de los malones: un intento
luego varias veces frustrado de construir un país con lugar para todos los Fierro de cada rincón de la
Argentina.

Por eso mismo el poema de Hernández proyectó su influencia fuertemente polémica al siglo siguiente. Allí
hubo intentos para desvalorizar su contenido social y su significado histórico para reducirlo a una mera
expresión estética. A vaciarlo de identidad, en suma. "Detrás de eso hay, además, el propósito de despojar
al arquetipo de toda connotación colectiva, de transformarlo en un hecho humano accidental", comenta Juan
José Hernández Arregui.

3.4. Lo propio y lo foráneo

Esta polémica se inscribe en el marco de lo que Víctor Massuh describe como la dicotomía entre lo
vernáculo y lo europeo. "Con estos términos se designan dos modalidades bastante arraigadas en el
argentino. Una tiende a la valoración de lo propio, lo comarcano, lo inmediato, lo que ya tiene. La otra
valoriza lo distante, lo europeo, lo que viene de los centros prestigiosos".

Según Massuh estas dos actitudes marcaron al hombre argentino "y sellaron su historia". Para resolver este
dualismo crónico que tuvo expresiones políticas, militares, ideológicas, económicas y literarias
"desgarrantes", auspicia una propuesta nacional útil para "comprender que estos dos movimientos deben
mantenerse como alternancias complementarias de una misma realización".

El ilustre poeta, pensador y ensayista mexicano Octavio Paz, llamado por la frondosidad de su obra "El
azteca universal", se adentró en las cuestiones del tránsito de México hacia la modernidad en relación a su
pasado indígena. El nos dejó una definición que no deja de ser un aleccionador mensaje para los argentinos
y el debate sobre nuestra identidad: "Nunca he creído que la modernidad consista en renegar de la tradición,
sino en usarla de un modo creador... La historia de México está llena de modernizadores entusiastas... la
falla de muchos de ellos consistió en que echaron por la borda las tradiciones y copiaron sin discernimiento
las novedades de afuera. Perdieron el pasado y también el futuro. Modernizar no es copiar sino adaptar;
injertar y no trasplantar. Es una operación creadora, hecha de conservación, imitación e invención".

A fines del siglo pasado, y a principios de éste, surge el llamado pensamiento positivista, cuya filosofía
resulta funcional a la "Argentina moderna" tal como la concebía la generación del ‘80, "una élite de
gozadores de la vida", como la definió el escritor Manuel Gálvez. Esa generación contradictoria, que fundó el
Estado moderno, que incorporó a la Argentina a los mercados mundiales, y que apostó al progreso
indefinido como un valor en sí mismo, nos concibió como "los rubios de América".

Lo dice con claridad H. Biagini en sus reflexiones sobre el carácter nacional: "Poco a poco se fue
propagando la convicción de nuestra superioridad hemisférica por existir en la Argentina un mayor
predominio de la raza blanca, concebida como equivalente a civilización, cultura, tenacidad...".

Ya lo había explicado José Ingenieros, considerado el padre de la sociología argentina, el referente más
emblemático del positivismo nacional: "la europeización no es, en nuestro concepto, un deseo... es un hecho
inevitable en las zonas templadas, habitadas por la raza blanca, que se produciría aunque todos los
hispanos-americanos quisieran impedirlo. Nace de causas determinantes que ya existen, ajenas a nuestro
deseo: los agregados sociales más evolucionados se sobreponen a los menos evolucionados, toda vez que
consiguen adaptarse al ambiente en que se plantea la lucha entre ambos".

Para el positivismo la identidad de los argentinos es un simple episodio de "lucha de razas" y, por lo tanto, su
evolución se rige por leyes biológicas. La superioridad de la raza blanca es un hecho aceptado y la selección
natural tiende a extinguir las razas mestizas y de color. Nuestra Nación evoluciona así desde la barbarie
indígena (lo mestizo) hacia la civilización de tipo europea (lo blanco).

Muchas décadas antes Juan Bautista Alberdi, el Alberdi desencantado de lo vernáculo expresado en Rosas,
se había preguntado en la redacción de las "Bases y puntos de partida para la organización política de la
República Argentina": "¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién
casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y no mil veces con un zapatero inglés?".

Y había dejado en la obra, que alumbró la ingeniería constitucional argentina hacia mediados del siglo
pasado, otras definiciones igualmente categóricas e influyentes en el inconsciente colectivo de los
argentinos:

* "En América todo lo que no es europeo es bárbaro".

* "El antagonismo no existe; el salvaje está vencido, en América no tiene dominio ni señorío. Nosotros,
europeos de raza y de civilización, somos los dueños de la América".

* "Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos nuestro suelo hace tres siglos y sólo
tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización, organizados en el
suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre... esto se nos ha traído desde Europa".

Sin embargo, como si reflejara una curiosa parábola sobre el destino nacional y la trabajosa construcción de
nuestra identidad, en sus días finales, viejo y solitario, abandonado por la élite que se nutrió de sus ideas,
convertido casi en un extranjero en su propio país, Alberdi diría en clara alusión a su amor y odio por Rosas:
"Prefiero los tiranos de mi país a los libertadores del extranjero... El corazón, el infortunio, la experiencia de
la vida me sugieren esta vía máxima que yo he combatido en días de ilusiones y errores juveniles".

El pensamiento positivista enarbolado por José Ingenieros recoge, en definitiva, el pensamiento del Alberdi
de las Bases y dirá a principios de siglo que, en ese sentido, la superioridad de la Argentina en América
Latina es un hecho inexorable porque el país reúne los factores naturales que determinan el porvenir de las
nacionalidades: extensión, riqueza natural y raza blanca: "el exiguo resto de indígenas está refugiado en
zonas que de hecho son ajenas a la nacionalidad, aunque habiten su territorio político", comenta en
referencia a rincones del país lejanos de la metrópoli, de la Buenos Aires portuaria, nexo inevitable con las
luces europeas de la civilización, polo opuesto a la barbarie encarnada en el Rosas histórico y el Martín
Fierro literario.

3.5. El país del Centenario

A principios de siglo, Buenos Aires, ese reflejo afirmador y negador de la Argentina profunda, como la París
de Hemingway, era "una fiesta". El progreso era más que una idea: era una convicción y un destino. Por
debajo, en las catacumbas de las provincias y en los barrios urbanos periféricos, la sociedad muta: los
hombres y mujeres del país real alzan sus voces y sus deseos. Mezclan sus hábitos, se entregan a los
amores y a los sueños de una Argentina que se insinúa diferente a la que sus élites imaginan. Su identidad
no es como otros piensan y quieren: "va siendo" como ellos pueden y consiguen expresarla.

El aluvión inmigrante tiene una fuerza cultural imparable. Retroceden las antiguas tradiciones colectivas bajo
el empuje de contingentes humanos sin arraigo que van creando un clima de hostilidad y vacío hacia los
ideales mundanos de la clase dirigente: la identidad empieza a orientarse, una vez más, en un sentido no
previsto por los constructores de la sociedad.

Los núcleos inmigrantes que vienen detrás de la pretensión de "fare la América" y del sueño de la tierra
propia que les había negado la Europa imaginada por las élites locales, conservan sus antiguas costumbres
y resisten la asimilación a su manera. Esta vigorosa presión cultural de la inmigración no sólo se expresa en
barriadas populares de Buenos Aires: también se prolonga hacia vastas zonas chacareras de Santa Fe y
Córdoba, con lo que su influencia alcanza un carácter más definidamente nacional.

Esos inmigrantes, que pertenecen a bajas capas sociales, expresan su rebeldía en cotidianas profanaciones
a la lengua castellana de las tierras del Plata: incorporan vocablos y sus creaciones modifican el idioma a
gran velocidad. Surge así el "cocoliche", un hablar que mezcla el español con los dialectos de las
comunidades inmigrantes, especialmente las de las italianas que se sitúan en la ribera de la Boca del
Riachuelo.

Es así que el idioma, por su naturaleza colectiva, transforma y se transforma. Impone modas y crea vocablos
definitivos. El fenómeno es común a las ciudades portuarias de todo el país, no sólo a Buenos Aires:
después de todo, los puertos son la vía por la que los inmigrantes han llegado a esta tierra de promisión,
luego transformada en comarca de lucha por la supervivencia. El puerto es la "gran boca" de una pasión
argentina: expresa a la vez el deseo y las imprecaciones y fracasos de una estirpe que está construyendo un
país a la medida de sus sueños y derrotas, de sus ambiciones y de sus resignados silencios.

El país del Centenario no es el del Alberdi de las Bases ni el de la Generación del ‘80: ya es, decididamente,
una rara confluencia entre la economía del incipiente capitalismo impulsado por Inglaterra y los Estados
Unidos; la cultura y el "charme" parisinos de la Europa de las luces; y el folclore y las raíces criollas más
silenciadas del país del interior, que ya empieza su petición por un lugar en la historia.

Es la época en la que ya se insinúa el agotamiento del legado de las élites del ‘80. El viejo lema de "paz y
administración" cede a la fuerza aluvional de la invasión inmigrante que modifica hábitos y comportamientos.
Pensadores y poetas impregnados por el pensamiento positivista en auge, como Ingenieros, Lugones,
Gálvez, Manuel Ugarte, Almafuerte, Florencio Sánchez, David Peña, Martín Coronado, José Alvarez y
Roberto Payró, entre otros, sueñan a su modo con un país mejor, aunque lo imaginen con la utopía de 100
millones de habitantes de raza blanca para el siglo entrante.

Esta generación del 1900 -formada por escritos de clase media urbanos y provinciales- cumple su obra en
medio del gigantismo material de la ciudad, pero confía en el porvenir y en la viabilidad de la Argentina como
Nación: fue una generación romántica porque a pesar de su formación europea supo detenerse en la
sabiduría reflexiva de mirarse hacia adentro, antes que en la ficcional representación de una patria regida
por valores foráneos.
En su obra "El Mal metafísico" Manuel Gálvez hace preguntar a su personaje central: "¿Quién era él? Un
pobre muchacho lleno de ensueños sin más capital que su sensibilidad y su talento, su gran amor a la
belleza: cosas sin ningún valor en este país".

Por aquel tiempo los versos de Pedro B. Palacios, "Almafuerte", cuestionados por su valor poético, se
muestran históricamente reveladores de una atmósfera social enrarecida que arrastra a la clase terrateniente
y anuncia la creciente potencia política de la inmigración. Asoma la rebeldía de un país que no se resigna a
los planos secundarios: "No te sientas esclavo, ni aún esclavo, trémulo de pavor, siéntete bravo y acomete
feroz, ya mal herido...", dice Almafuerte en su difundido soneto "Piu Avanti".

Para el inmigrante, fuerza motor de la transformación de la cultura y factor constituyente de una nueva
identidad nacional, la Argentina de principios de siglo ya no es la tierra de promisión de su viaje de ida. Sus
metas se invierten, sus corazones se oponen: la Argentina se vuelve una tierra demasiado lejana de su
aldea natal, remota y triste como la infancia.

El dolor del desarraigo los hace fundar un pensamiento obsesivo: el de un pronto regreso a su suelo
originario. Pero esa vuelta sería sólo una ilusión, un imposible: ya no la invocarían más una vez que vieron a
sus hijos y a sus nietos nacer en la Argentina, ese país confuso, ambiguo y mixturado donde, después de
todo, había lugar, tanto lugar para las desventuras, las nostalgias y los fracasos como para los proyectos, los
sueños y las realidades. Como en los pujos desordenados y dolorosos de los partos de la vida y el amor.

Recuadro 1

La vidala Montañesa

3.6. La restauración del interior

Lentamente se va forjando un nuevo alma popular de los argentinos. En Buenos Aires y en algunos centros
rurales del interior la fusión con los inmigrantes avanza cada vez más. Con Hipólito Yrigoyen los sectores
medios llegan al poder. La hibridación cultural comienza a expresar el rostro de una identidad remozada:
propia y extraña a la vez. Muchos hijos de nuestra tierra, criaturas de la "pachamama" de los rituales
folclóricos, inician a la vez un proceso de migración interna que traerá cambios profundos. Viajan desde sus
orígenes remotos hacia la periferia de la ciudad grande, donde empiezan a crearse oportunidades de trabajo
industrial. También, de una oportunidad histórica.

En el fondo, esos migrantes expresan una reacción contradictoria. Refutan el cosmopolitismo de Buenos
Aires, una ciudad "de gringos", pero piden un lugar bajo sus ubres grandes y protectoras: ella representa
trabajo y futuro. En las élites asoma un mirar al pasado más distante, un cierto retorno a la tradición hispana
y a la edad heroica de la formación de la nacionalidad, donde aún brillaban virtudes como el coraje, el ansia,
la justicia y la libertad, observa el investigador Luis Di Pietro (Ob. Cit).

Hacia 1922 Ricardo Rojas explicaba que el propósito de su libro "La Restauración Nacionalista" era
"despertar a la sociedad argentina de su inconsciencia, turbar la fiesta del mercantilismo cosmopolita". Para
eso propone un retorno urgente a la educación basada en las humanidades y a una reindagación de la
historia para así contribuir a la formación de una conciencia nacional nutrida en la tradición, inclusive la
aborigen: así -argumenta- aflorará el alma genuinamente nacional.

La identidad argentina empieza a completar su destino inconcluso, sobre la base de conjeturas y


refutaciones. Es la lógica de los antagonismos con el signo cambiado. Rojas quiere restaurar un espíritu
fraguado en las razas indígenas que habitaban nuestro suelo, la tradición española y la montonera bárbara.
Para eso invierte la ecuación sarmientina: ubica la civilización en el indigenismo y le adjudica a la barbarie el
materialismo del progreso contaminado y el cosmopolitismo individualista.

En "Blasón de Plata" aborda el tema del origen y la diferenciación de las poblaciones urbanas con las
muchedumbres rurales. Advierte la desconexión de la identidad, sus desacuerdos, sus crisis y sus
fluctuaciones.

Así lo explica: "Bárbaros para mí son los extranjeros del ‘latino’. Yo diré en adelante el exotismo y el
indianismo: ellos me explican la lucha del indio con el conquistador de la tierra; del criollo con el realista por
la libertad; del federal con el unitario por la Constitución; y hasta del nacionalismo con el cosmopolitismo por
la autonomía espiritual. Indianismo y exotismo cifran la totalidad de nuestra historia, incluso de la que no se
ha realizado todavía".

Rojas vislumbra, en definitiva, que no hay una identidad nacional cristalizada en valores eternos importados
de creencias europeístas: "La argentinidad está constituida por un territorio, un pueblo, por un Estado, por un
idioma, por un ideal que tiende cada día a definirse mejor".

El pensamiento de Leopoldo Lugones, con sus frecuentes mutaciones ideológicas -que lo llevaron desde el
socialismo anarquista de su juventud al nacionalismo beligerante de sus años finales-, también expresa los
claroscuros de esa época convulsionada que concuerda con el ascenso democrático de las masas de la
ciudad y el campo.

Se retoma el tema nacional y la búsqueda de ocultas raíces: Lugones sintetiza como nadie la tragedia de
esa identidad extraviada. Juan José Hernández Arregui lo define con mucha precisión y brillantez: "Leopoldo
Lugones tiene todos los lastres del nacionalismo de la época, pero también una visión grandiosa de la
Argentina y, sobre todo, comprende la esencia de la nacionalidad, el espíritu nacional que late en las
hondonadas de lo colectivo. Alcanzó a su pueblo por vía poética. Su grandeza está en ello. En su amor a lo
propio. Amor que en Lugones, alma trágica, fue una pasión mutilada".
La lucha interior de Lugones expresó con claridad los vaivenes de una identidad colectiva en conflicto: fue un
duelo dramático que acabó en su propio sacrificio y lo llevó al suicidio en 1938. En su persona se funde el
holocausto de una generación intelectual: sus funerales son el entierro tardío de la generación liberal del ‘80,
a la que, sin embargo, ya había refutado en su ardua tarea en busca de un reencuentro clarividente y
tormentoso con el país verdadero.

En "La guerra gaucha", por ejemplo, reivindica la gloria de los caudillos de las épicas montoneras. Y en "El
Payador" exalta el valor simbólico de lo telúrico y la existencia del hombre gaucho: "El, como hijo de la tierra,
tuvo todos los deberes pero ni un solo derecho".

Perteneciente a una tradicional familia de Córdoba venida a menos, el recuerdo de lugares maternales casi
invulnerables a contactos culturales no hispánicos, retorna en las últimas obras de Lugones con melancólica
anunciación a la tierra entrañable. Es casi una parábola perfecta sobre esa identidad en tránsito continuo. En
su célebre "Romances del Río Seco", una de sus poéticas crepusculares, dirá:

"En la Villa de María del Río Seco

Al pie del cerro del Romero, nací

Y es todo cuanto diré de mí

Porque no soy más que un eco

Del canto natal que traigo aquí".

Hacia 1930 en el mundo y en la Argentina concluye una época. La crisis internacional de 1929,
dramáticamente expresada en el desplome bursátil de Wall Street, desencadena un proceso de crisis de las
democracias liberales. Con ellas se derrumba el sistema de representaciones y creencias urdido en torno al
acceso de los sectores medios a mejores formas de vida: en la Argentina cae el gobierno radical de Hipólito
Yrigoyen y se inaugura el ciclo de los golpes de Estado en el Siglo XX.

En verdad, es todo un modelo de país el que está cuestionado. El liberalismo político, económico y cultural
de la generación del ‘80 ancla en el fondo del mar de la historia, carcomido por factores e intereses
exógenos pero también acorralado por la olla a presión de una Argentina subterránea que no hallaba forma
ni lugar para expresarse.

Antiguas certezas desaparecen. La indagación sobre nuestra identidad, sobre el "ser nacional", adquiere un
nuevo rostro. Aparecen nuevos comportamientos sociales y pautas culturales que, enancadas en la
restauración de la idea de lo nacional, intentan una interpretación de nuestra realidad con fuerte hincapié en
el valor telúrico.
Tal vez la mejor síntesis de esta revalorización del hombre autóctono sea un texto de Ezequiel Martínez
Estrada, "Radiografía de la Pampa", un buceo profundo sobre las fuerzas psíquicas y telúricas de la historia
argentina y americana. El planteo es que el medio ha determinado la vida individual y colectiva de una
manera oculta e implacable. Esta fatalidad dada por lo telúrico, lo primitivo, ha dejado una norma impresa
que atraviesa todas nuestras instituciones: "los pueblos de América sufren una fatalidad geográfica y étnica
que ha triunfado sobre la civilización".

Pero esa identidad que a través del tiempo es cambiante y compleja, siempre contradictoria, se abre ya por
esos años a una visión más abarcadora, como en los tiempos del Martín Fierro, cuyo mensaje se irradió
desde la ciudad portuaria hasta los confines del norte y del sur del país. Buenos Aires empieza a conocer la
vitalidad de un regionalismo que nos muestra a los argentinos los rostros ocultos del país negado.

Es el tiempo de admitir la verdad de una identidad fraccionada, de un país escindido en su realidad


geopolítica y en su cultura; de exhibir a flor de piel los dolores del aislamiento derivados de nuestra falta de
integración territorial y cultural. Hay una identidad que asoma y no, que quiere y no puede: ¿el mal que
aqueja a la Argentina es la identidad?

El autor y poeta salteño Juan Carlos Dávalos es el exponente de esa realidad del país del interior que los
porteños empiezan a descubrir. De su mano Buenos Aires conoce formas auténticas que se alejan del
gauchismo decorativo, de la acuarela rural. En Dávalos y en sus relatos y poemas el paisaje y el hombre se
funden, tienen significado real: "son", expresan la belleza del medio, la índole mediterránea y extraportuaria
de su tradición, su más lenta transformación de las estructuras coloniales y su vínculo raigal con el habitante
primitivo de la Argentina temprana.

En 1921, en el aristocrático Jockey Club, Dávalos se presenta ante los porteños con un discurso
emblemático y memorable: "Vosotros estáis realizando un tipo humano soberbio: el argentino del futuro; yo
represento un viejo tipo, retardado quizá, que se viene cimbreando en la sangre de mis venas, desde el
fondo de mi raza. Vosotros sois alegres, optimistas, afirmativos; yo soy arcaico, lento, huraño, inactual. Por
eso yo no he pedido a la existencia más que una ínfima parte de sol y alegría; no he reclamado a la tierra
más que un rincón estrecho donde vivir y morir; no he pedido a la sociedad de mis coterráneos más que un
poco de soledad y aislamiento. No soy, pues, ni literato, ni retórico, ni sociólogo, sino esta cosa sencilla y
casi triste: un buscador de belleza en el paisaje natal y en las almas ingenuas de mis comprovincianos... y, si
queréis, un poeta".

Más de una década después, en plena incertidumbre entre ambas guerras mundiales, Enrique Mallea da
otra vuelta de tuerca vigorosa para descifrar el alma nacional. En su clásico "Historia de una pasión
argentina" interroga los contrastes de la Argentina visible, que juzga contaminada y ficticia, con el país
invisible. La suya es una búsqueda de autenticidad, es la asunción del país como dolor: la tierra auténtica, la
tierra profunda de millones de hombres y mujeres que construyen su destino.
Mallea se pregunta dramáticamente: "Los hijos de los hijos de argentinos, ¿a qué se parecerán? He aquí
una cuestión que hay que sentir preocupadamente. Yo sé a lo que se parecerán en su forma vital, pero no
sé a lo que se parecerán en su forma moral. Yo sé que serán ricos, yo sé que serán físicamente fuertes,
técnicamente hábiles; lo que no sé si serán es argentinos. Y no sé si serán argentinos porque sé que sus
padres han perdido ya hoy el sentido de la argentinidad. ...La Argentina que queremos es otra. Diferente.
Con una conciencia en marcha, siendo esta conciencia lo que debe ser, es decir, sabiduría natural, ...en
nuestro origen natural está potencialmente contenido nuestro devenir; si perdemos el recuerdo, o sea la
ciencia, de nuestro origen interior, ¿qué podremos ser más que un optimismo errabundo? Haberse originado
es originarse constantemente, nacer es seguir naciendo... ¿Qué hacer ante este país en el que se reproduce
la parábola del Hijo Pródigo? Se ha echado a andar en busca de deleite y riqueza; imposible no advertir que
se ha alejado también en demasía de algo de lo que no debió alejarse nunca: del sentido de su marcha
interior". (Ob. Cit.)

3.7. El subsuelo sublevado de la Patria

Los sectores sociales mayoritarios y más postergados, a los que la sociología moderna denomina "masas",
entran en escena con el advenimiento del peronismo al poder. Ese proceso histórico desencadena un paso
adelante en la construcción de una identidad más genuinamente propia, con los dolores y sufrimientos
propios de un parto, del alumbramiento de una nueva vida.

La jornada del 17 de octubre de 1945 pasa a ser paradigmática: trabajadores de los suburbios industriales,
migrantes del interior y muchachos y muchachas de los barrios pobres, muchos de ellos herederos de la
inmigración pasada, salieron a las calles como hongos después de la lluvia. Inundaron el paisaje de la
metrópoli orgullosa con un color diferente: en ellos se adivinan inequívocos signos y conductas propias de la
humildad provinciana. Los llaman "el aluvión zoológico" y la crítica elitista los castiga por poner "las patas en
la fuente", cuando en verdad sólo querían refrescar sus pies cansados por la larga marcha de la jornada en
los canteros con agua de la Plaza de Mayo.

Raúl Scalabrini Ortiz reflejó aquella conmoción política y social con un texto hoy considerado emblemático
del nuevo tiempo político, social y cultural de los argentinos:"...las multitudes continuaban llegando. Venían
de las usinas de Puerto Nuevo. De los talleres de Chacarita y Villa Crespo. De las manufacturas de San
Martín y Vicente López. De las fundiciones y acerías del Riachuelo. De las hilanderías de Barracas.
Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el
mismo grito y en la misma fe, iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el
mecánico de automóviles, el tejedor, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo sublevado de
la Patria. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra
en la conmoción del terremoto. Era el sustrato de nuestra idiosincrasia y nuestras posibilidades colectivas allí
presentes en su primordialidad sin reato y sin disimulo".

Ese día los argentinos se asoman a un profundo replanteo de su identidad. El ciclo histórico que se inicia
viene a auspiciar un proceso de transformaciones en la economía y en la sociedad: cambian las condiciones
del desarrollo, se cuestionan los mecanismos de distribución y toca fondo la crisis de legitimidad del modelo
liberal-conservador, que ya había estallado antes, en 1930.

Si bien la aparición del país de masas fue explosiva, y puede resumirse simbólicamente en la jornada del 17,
en verdad se trató de un proceso gradual. Juan José Hernández Arregui muestra con acierto cómo los
segmentos más aristocráticos de la sociedad de décadas anteriores no comprendieron los cambios en
gestación: "La aristocracia porteña, encaramada nuevamente en el poder político, sigue su vida ramplona,
dividida entre la crónica social, el palco en el Colón, el viaje a Europa, ("Solamente los pobres, los ignorantes
y los salvajes -se lee en Gálvez- no van a Europa"), y el yatch, el palacio barroco "fin de siecle" francés
atestado de mármoles y bronces o cuadros heredados o adquiridos sin gusto, todo ello, tras el boato de sus
mujeres como notificación de opulencia y de un patriciado de fecha próxima. Aristocracia sin pasado,
compensa esta privación con una altanera separación del pueblo y sus símbolos. Esta aristocracia le
reprochaba a Yrigoyen su caudillismo bárbaro como consecuencia de no haber viajado a Europa".

Silla en la vereda

Roberto Arlt

"Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de las casas;
llegaron las noches del amor sentimental de "buenas noches vecina", el político insinuante "Cómo le va Don
Pascual?". Y Don Pascual sonríe y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le
va. Llegaron las noches... Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan
lindos cuando la luna los corre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos,
todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre
distintas y sus viejos, siempre iguales, y siempre distintos también.

"Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen estos barrios!; estos barrios
porteños largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus
jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por
ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del
"te quiero". Fulería poética, eso y algo más".

Indudablemente, hacia los años ‘40 hay un cambio marcado en los estados de conciencia. La gente común
percibe la pérdida de prestigio de la clase alta tradicional. Los estratos más bajos de la sociedad, que se
encuentran en franca expansión, plantean un dilema claro: exigen -y gradualmente lo logran- ser
incorporados a la comunidad nacional.

Pero no todos les dan la bienvenida. Los migrantes del interior vienen a la ciudad con sus pieles oscuras
curtidas por el sol de otras zonas del país. Y el látigo de la discriminación los golpea. La versión más
benigna los descalifica como vulgares "chacareros", gente simple con hábitos distintos a los de los
pobladores urbanos. Pero sufrieron una descalificación aún más grave, que hizo historia: los "peloduros" y
los "cabecitas negras" -como rebautizaron en la Buenos Aires de entonces a sus viejas estirpes- pasaron a
formar así una nueva categoría social y política en la Argentina de mitad de siglo.

La invasión de esos provincianos de piel morena, conductores incógnitos de una cultura nacional
postergada, opera a través de la música nativa, de sus bailes, de sus costumbres, de su cotidiana presencia
física, la nacionalización de no pocos aspectos de la vida de Buenos Aires. Sus zambas, sus chamamés, sus
cuecas, sus aires melodiosos, son un llamado secreto de la tierra argentina más profunda.

Y es esa cultura provinciana la que refresca y recrea los sentimientos patrios, en muchos casos desecados o
suplidos por gustos foráneos en el hombre de Buenos Aires, poco habituado a mirar hacia "el país del
interior". Son esos grupos marginales y periféricos los que constituyen la base social que anima al
peronismo. Y sufren el mismo desprecio que antes padecieron los vastos contigentes de clase media
encolumnados detrás del radicalismo de Hipólito Yrigoyen.

Cambian los motes, no la esencia de la marginación: aquellos hijos directos de la inmigración de los
primeros años del siglo habían sido llamados "la chusma yrigoyenista", antepasados inmediatos del
"cabecita negra" de las épocas de Perón. Lo cierto es que en uno y otro caso hubo un hilo conductor de la
historia, un clásico de nuestra identidad, luego proyectado al resto del siglo: la Argentina de élite enfrentada
a la Argentina de masas.

Al referise a la conmoción de este período, Juan José Hernández Arregui distingue entre cultura colectiva y
cultura subjetiva. Y dice: "La cultura es un hecho objetivo externo al individuo. Pero también la cultura es
subjetiva, pues el individuo -aunque extrae sus creencias, normas y valores de conducta del mundo de los
valores colectivos- los devuelve avalados por su espíritu. Pero los valores se inspiran, cuando son
nacionales, en la tierra y su erario colectivo... Cada individuo es comunidad. Y toda comunidad es historia,
añoranza colectiva vivida como devolución a la tierra natal. La cultura no es simple conocimiento. Es más
bien el saber natural de las muchas incógnitas de la vida. El criollo de la pampa, de la serranía del monte,
que ignora la teoría de Copérnico... adolece, sin duda, de una limitación en su personalidad humana. Pero
cuando resume en un proverbio la experiencia heredada de sus antepasados, la individualidad histórica
misma de la comunidad, sabe más con relación a la vida como destino último del hombre que el intelectual y
sus libros. Se puede ser analfabeto y, sin embargo, ser culto".

Un símbolo de esta fusión del Interior y del Puerto que sugiere Hernández Arregui tal vez lo represente como
pocos Homero Nicolás Manzione, conocido por su nombre artístico de Homero Manzi. Su vida es casi una
metáfora del país y una radiografía de nuestra personalidad social y cultural: una síntesis de la cambiante
pasión argentina.

Nació en un hogar inmigrante en Añatuya, pequeño pueblo de Santiago del Estero, al que su padre se había
trasladado desde el porteño barrio de Boedo para probar fortuna. Mucho después conquistó la ciudad
grande y se transformó en uno de sus poetas del tiempo de oro. Allí supo cantarle a las cosas que mucho
importan a los argentinos y que a través de los años han considerado valores centrales de sus vidas: los
buenos amores, las buenas amistades, los diálogos íntimos del corazón, las confidencias y complicidades
entre las almas de las gentes.

Pero fue en aquella geografía hostil y desolada de Santiago del Estero que Manzi graba nombres, paisajes y
costumbres sobre los que volverá con creativa recurrencia en sus evocaciones del tiempo ido. Por eso
alguna vez dirá en crónicas costumbristas sobre Santiago del Estero: "Siempre es lindo el lugar donde uno
se ha criado. Los primeros movimientos de la vida embellecen todo lo que tocan... El ruido del azúcar dentro
del tarro que abría mi madre para llenar la azucarera chica. El repiquetear del palo del mortero. Y, más tarde,
los sorbos que daba mi padre en la bombilla del mate. Allí, con el mate, me levantaba...".

Una vez aprobado por los círculos literarios de Buenos Aires, no renunciará a su férrea defensa de ese
interior olvidado. Refleja esa actitud en muchas de sus obras, en su concepción sobre la cultura nacional y
en su afanosa búqueda de una identidad popular abarcadora de todos las regiones del país y de todos los
sectores sociales.

Un cierto ruralismo provinciano apoyará, en consecuencia, sus luchas políticas. Fue un poeta con vocación
social que participó de la protesta popular, militó en el yrigoyenismo y después en el grupo FORJA (Fuerza
de Orientación Radical de la Joven Argentina), que supo vislumbrar y entender las raíces populares del
peronismo naciente. Todo ello le transfirió una singular sensibilidad para cantarle y hablarle de amor y de
otras cuestiones del corazón a los verdaderos necesitados de la tierra. Al respecto, dice en 1935: "Cuando
hablamos del hombre de Santiago del Estero, hablamos de un hombre que no es dueño de su trabajo, a
pesar de la letra de la Constitución. De un hombre que no es dueño de su salud. Que no es dueño de sus
hijos. Que no es dueño de su conciencia y ante la realidad implacable que nada le deja, no encuentra más
alivio que cantar en el dolor de una vidala ese grito apretado que debiera sonar en nuestro oído como
desolada protesta, pobre nosotros, qué vamos hacer". (Ob. Cit.)

Cine, política, tango, poesía, compromiso: ningún camino dejó por recorrer el genial Homero. En la década
del ‘40 el poeta toca la cumbre, que coincide con el esplendor del tango. Es el tiempo de oro de la música
popular de Buenos Aires. Una época mítica en la que confluyen al mismo tiempo la pasión por el fútbol y las
tertulias de café: un tiempo moroso y creativo del ocio bien ganado a través de la inserción en el mundo del
trabajo y de los beneficios sociales dispensados por el Estado benefactor.

El tango, ya consagrado en el mundo, arrasa entonces en Buenos Aires sin distinciones sociales: se lo baila
y goza en cabarets y en pistas improvisadas de clubes populares; se lo escucha a través de grandes
orquestas y de grandes solistas; y también en las radios, otro suceso del momento.

La literatura y la poesía del tango, que expresan el sustrato popular del hombre de Buenos Aires más
próximo a la sensibilidad del provinciano recién llegado a la gran ciudad, encuentran en Homero a una de
sus figuras centrales. En el Olimpo de los grandes tiene a su lado nada menos que al juglar del desencanto y
el escepticismo ciudadano: Enrique Santos Discépolo, quien encarna en tangos memorables de los años ‘30
al alma popular de los argentinos de cualquier región del país, como "¿Qué vachaché?" y "Cambalache",
entre los más notorios.

Algunas de sus letras, como las de Manzi, forman parte del patrimonio de la cultura nacional y son un legado
que se transmite de generación en generación: cada una lo recrea con sus vivencias, sus mensajes,
incertidumbres y evocaciones. La amistad entre ellos casi los hace uno solo, las caras opuestas de la misma
moneda: la poesía y la queja, el amor y el desencanto, la ilusión y la querella.

¿Quién no se ha enamorado alguna vez cantando Ninguna? ¿Quién no ha evocado tiempos felices y
nostalgias profundas con Sur, Fuimos, Barrio de Tango, Milonga del 900, Che Bandoneón, El último
Organito, Malena, Milonga Sentimental, Romance de Barrio? ¿Quién no se sintió conmovido, como si se
mirara en un gran espejo del país, con las denuncias sociales de Cambalache, Qué vachaché, Yira yira, Qué
sapa señor, Mensaje, Un tal Caín? ¿A quién no se le estrujaron alma y corazón con Malevaje, Esta noche
me emborracho o Chorra?

Tangos, valsecitos, milongas, cantares y decires: todos los ritmos fueron buenos para el talento de su pluma.
Está claro que es poco menos que imposible reconstruir la cultura popular de los argentinos sin indagar en
estos porteños constituidos en padres fundadores de una corriente de solidaridad con los desesperanzados
y los humildes de tierra adentro: un fuelle de Troilo, una poesía de Homero, una querella de Discépolo, un
verso de Cátulo Castillo.

Por eso mismo, hombres como Homero y Discépolo no fueron sólo poetas del tango: fueron, sobre todo,
argentinos comprometidos que lucharon junto a toda una generación por la dignidad de millones de
compatriotas que pedían un lugar bajo el sol. Juntos revindicaron, además, cuestiones del sentimiento que
excedían la problemática de la pertenencia y la identidad: el derecho a la tristeza, a la nostalgia, al
sentimiento y a los placeres dulces y amargos de los amores contrariados.

Somos como somos

Letra y música: Eladia Blázquez

Miremos este espejo bruñido y reluciente

sin el engrupe falso de una mentira más…

Y vamos a encontrarnos con toda nuestra gente

mirándonos de frente sin ropa y sin disfraz…

Con toda nuestra carga pesada de problemas


hagamos un teorema de nuestra realidad…

¡Perdamos todo el vento, la torre y el "alfil",

en este "escrachamiento", de frente y de perfil!

¡Cómo somos!

Sensibleros, bonachones

compradores de buzones por creer en el amor.

¡Cómo sómos!…

con tendencia al melodrama

y a enredarnos en la trama por vivir en la ficción.

¡Tal como somos!…

como un niño acobardado con el andador gastado

por temor a echarse a andar

Chantas… y en el fondo solidarios

más al fondo muy otarios y muy piolas más acá…

¡Vamos!… aprendamos pronto el tomo

de asumirnos como somos o no somos nunca más.

¡Nos gusta hacer las leyes, después crear la trampa

tirando por la rampa las tangas a rendir,

cargar voz en cuello y protestar bajito

prefabricando mitos para poder vivir!

Nos gusta sobre todo comer dos a carrillos

rociando con tintillo la gris preocupación


y así mancomunados hacernos con unción

el culto más sagrado… a la manducación.

3. 8. El antagonismo reciclado

Los grupos más aristocráticos de la sociedad de mitad de siglo, vinculados a la dirigencia política tradicional,
quedaron paralizados: no tuvieron respuestas creativas ante la crisis de expansión y crecimiento de la
sociedad. Se aferraron a privilegios que ya no se les querían reconocer, y a tradiciones que empezaban a
cambiar. Los nuevos actores sociales les cuestionan sus pretensiones de conducción, ponen en duda la
legitimación de sus dominios y atacan sus privilegios.

El país y sus gentes habían cambiado. Tanto, que la clase dirigente dejó de ser considerada una élite -
aristocrática heredera del patriciado del ‘80- y pasó a ser simplemente "la oligarquía", grupo asociado por la
visión de las grandes mayorías con el uso ilegítimo del poder.

Nacen en este ciclo dos categorías que reviven los antiguas conflictividades de la identidad nacional: el
pueblo se enfrenta a la oligarquía. La nueva dualidad, que por años definirá los modos sociales y las
conductas políticas, se plantea en términos acaso tan rígidos como los de la antinomia sarmientina de
civilización y barbarie.

En un ensayo considerado clásico el autor alemán Peter Waldman dice: "Ninguno de los restantes estratos
sociales estaba entonces en condiciones de ubicar ese vacío en la cúspide de la pirámide social, de
desarrollar e imponer ideas rectoras que se adaptaran al cambio de situación de toda la sociedad y que
satisfacieran las exigencias de todos los grupos... Los proyectos sociales nacionalistas se concentraron
exclusivamente en el problema de la formación y la renovación de las élites y descuidaron el de la formación
e integración de los estratos sociales inferiores, cada vez mayores en Buenos Aires por la migración interna
y la industrialización".

Las antinomias se agudizan y la identidad sufre el desgarramiento que trae la dura puja política y de
intereses. El ciclo del peronismo en el poder produce fuertes adhesiones y rechazos drásticos. Las
profundas transformaciones sociales, la democratización del poder y la incorporación de enormes
contingentes sociales al circuito de la educación, la producción y el consumo, conviven con formas
autoritarias en lo político.

La contradicción impregna los hábitos de los argentinos. Los valores que signan la vida social son
ambivalentes: la conflictividad marca la década. La cultura de la confrontación domina y exacerba inútiles
pasiones. Un slogan popular refleja desde el grotesto una radiografía de época: alpargatas sí, libros no.
Ese trágico extravío de culturas e identidades de los argentinos estigmatiza a varias generaciones: los odios
y enconos se profundizan al ser desalojado el peronismo del poder. Uno de los jefes militares del movimiento
triunfante, el general Lonardi, quien sin embargo encarnaba el ala moderada de la insurgencia golpista, dice
que con la caída del peronismo lo que verdaderamente por fin concluye en la Argentina es "el estridente mal
gusto" de los sectores populares.

El país del interior

Letra: Teresa Parodi

Música: Enrique Llopis

Mi abuelo me dijo un día

que si canto mi canción

y voy cantando lo que pasa

al país del interior

habré de cantar por todos

que así sirve mi canción

ya hay muchos que sé bien le cantan

al paisaje y al amor

El país de la gente nuestra

el que somos vos y yo

el país ceniciento y puro

de sencillo corazón

el que a veces se queda solo

como un niño sin amor


el que siempre se muere de hambre

si trabaja de peón

El país que a pesar de todo

ni la muerte silenció

ese que desaparecieron

pero nunca se rindió

el que tuvo un abuelo gringo

que llegó y se arremangó

y que tuvo un abuelo indio

que jamás se resignó

El país que te estoy diciendo

el que aún puede ser canción

el que ahora por chamarrita

voy cantando en Sol mayor

El país que parimos juntos

el país del interior

el de los cabecitas negras

construimos sol a sol

el país por el que ahora vamos


otra vez buscándonos

el país que mira hacia adentro

el que somos vos y yo

3.9. De la violencia al pluralismo

La fractura política y la distorsión institucional anidan en la vida cotidiana de los argentinos. Se afirma la
cultura de la resistencia: un país grande y para todos es la gran utopía; oponerse a la arbitrariedad, una
meta; perdurar antes que vivir, una necesidad; no entregarse, una consigna.

En los años ‘70 el poeta Juan Gelman definiría en pocas palabras la clave de varias generaciones golpeadas
por la intolerancia que alumbraba la traumática cultura de la sobrevivencia: "ni irse, ni quedarse, resistir".

La coyuntura política lleva a que toda una generación legitime el uso de la violencia como arma política
genuina. El alma de los argentinos se parte casi de manera definitiva. La lucha primera de provincianos y
porteños se transforma ahora, y más crudamente, en una dicotomía aún más trágica: civiles y militares.

Los valores acendrados en la cultura popular de los argentinos asumen formas de intolerancia.
Paradójicamente, para combatirla se invocan valores y principios como la tolerancia, la concordia y la
armonía que los detentadores del poder niegan y escamotean.

La búsqueda de la legitimidad a través de un liderazgo genuinamente popular adquiere formas virulentas.


Predomina una cultura de la revolución y del cambio drástico que impregna a las generaciones jóvenes y
hace retomar antiguos espíritus heroicos en las más viejas. Resistencia y cambio forman parte del mensaje
que se impone y que marca a fuego la identidad de la época.

El sueño dura poco. Sobrevienen años de plomo con signo trágico. La insurgencia popular es duramente
reprimida. Miles de jóvenes son inmolados en la hoguera del golpe de Estado más sangriento de la historia
argentina. Amplios sectores de la población son alcanzados por el brazo siniestro de la violencia de Estado.

Porteños y provincianos concluyen su histórica dualidad. El signo de los tiempos, por fin, los iguala
dramáticamente. Ambos son, a la vez, víctimas y victimarios de la lógica arbitraria de un tiempo sin ley ni
piedad: amigo-enemigo, autoridad-obediencia. No hay matices. El léxico de la cultura política argentina se
denigra con una palabra que adquiere un significado hiriente para la condición humana: surgen los
"desaparecidos", víctimas errantes, sin destino ni tumba conocidos, del terrorismo de Estado. La categoría
social de "pueblo" se resignifica bajo renovadas formas de resistencia popular.
Fugazmente, el Campeonato Mundial de 1978 desata en todo el país la euforia del sentimiento nacional.
Argentina gana, por primera vez en su historia, una Copa del Mundo de fútbol. La emoción se mezcla con la
culpa: los campos de concentración de la dictadura ya son un secreto a voces que el mundo ventila aunque
en el país real aún aflore en cuentagotas.

La guerra de las Malvinas, cuatro años después, marca también en la piel y el alma de los argentinos una
herida para unos "absurda", como la del tango -no por la legitimidad de la causa sino por el gobierno militar
que la ejecuta-, para otros tan épica como la de las grandes epopeyas nacionales.

Fútbol, país y guerra: el tiempo final de la dictadura se tiñe de contradicciones que expresan amores y odios
de la comunidad nacional. El tiempo de la recuperada democracia trae en los años ‘80 valores
resignificantes para los argentinos. Son reivindicados por las mayorías de cualquier signo político: el
pluralismo, la tolerancia y los derechos humanos.

Los rectores axiales se modifican aún más una vez que en el horizonte internacional se desploma el Muro de
Berlín y el comunismo colapsa junto a las ideas políticas y a los vaticinios de Marx.

La idea épica de "pueblo" muta así hacia una categoría más aséptica, aunque no por ello menos
significativa: surge la noción de "sociedad civil". El agotamiento de los discursos emancipatorios y las crisis
de las formas tradicionales de representación devalúan la noción de pueblo y aun de sus viejas formas de
agrupamiento y de acción.

De las "organizaciones libres del pueblo", características de la comunidad organizada de los años ‘50, se
pasa ahora a la sociedad civil, entendida como un espacio diferenciado del Estado y del mercado que
componen organizaciones comunitarias, sindicatos, iglesias, organismos no gubernamentales de apoyo y
organizaciones de base que actúan en el ámbito de lo privado y de lo público.

Justamente, en este tiempo tiene lugar una fuerte resignificación del espacio de lo público, pensado ahora
como un ámbito no sólo de intervención gubernamental sino de responsabilidades compartidas.

Dice Di Pietro que la referencia a la sociedad civil implica el reconocimiento de una lógica signada por la
tensión entre la pluralidad de intereses y la exigencia de funcionar con mecanismos de cooperación y
articulación.

A fines de siglo, la identidad argentina asume, una vez más, desafíos de enorme intensidad y magnitud. La
globalización ya está instalada en la cultura: los procesos de asociación y desarrollo de los pueblos vulneran
las fronteras y diluyen los perfiles nacionales, en un proceso incrementado por las nuevas tecnologías de la
comunicación.

La crisis del Estado-Nación se manifiesta en la pérdida de su centralidad con relación al auge de lo global y
al resurgimiento específico de lo local. Lo universal y lo propio, ¿son una sola cosa? Como quiera que fuere,
esta dualidad parece tener características distintas a los dualismos anteriores.
Estas nuevas categorías de análisis no pueden ser ignoradas a la hora de preguntarnos por la identidad
nacional en los umbrales del tercer milenio:

* Lo global: por la interdependencia que produce entre lo económico y lo cultural que difuminan los contornos
del "yo nacional". Sin embargo, este proceso es también un puente de articulación con el "nosotros
latinoamericano".

* Lo local: como explosión de las diferencias y particularismos, la contracara, el equilibrio y la resistencia


natural al proceso creciente e imparable de la globalización. En este caso asistimos al inicio, en forma aún
incipiente, de propuestas de desarrollo de carácter endógeno llevadas adelante por ciudades y municipios
donde es más sencillo conciliar desarrollo social y económico con sentimientos de identidad y arraigo a un
territorio, a partir de estrategias que se asumen como de "actuar local, pensar global".

Sobre este tema, hace más de un cuarto de siglo, un estadista argentino que dividió a la sociedad de su
tiempo y que regresó a morir al país, ya convertido en un mito unificador de las grandes contradicciones
nacionales, dejó una verdad que aún hoy perdura como huella y camino para la búsqueda continua de la
identidad nacional:

"El universalismo constituye un horizonte que ya se vislumbra y no hay contradicción alguna en afirmar que
la posibilidad de sumarnos a esta etapa naciente descansa en la exigencia de ser más argentinos que
nunca. El desarraigo anula al hombre y lo convierte en indefinido habitante de un universo ajeno".

Recuadro 2

EL MILENIO

Recuadro 3

EL NUEVO VACILAR DE LAS COSAS

3.10. Actualizaciones

El Informe Argentino sobre Desarrollo Humano 1998 partió de este marco teórico epistemológico para
responder a la temática sobre la actualización de los valores que los argentinos consideran como
promotores de su Desarrollo Humano. A través de ésta investigación exploratoria cuali-cuantitativa se
abordaron las expectativas, ideales, temores y opiniones de los ciudadanos mayores de dieciocho años,
residentes en diferentes ciudades de la geografía nacional.

De nuestra investigación surge que una impronta parece distinguir a los argentinos de hoy, acaso tanto
como a los de ayer: se observa un hilo conductor entre el sentir y el pensar de los consultados con el
trabajoso proceso histórico de la formación y consolidación de la Nación, singularizado por una alta
conflictividad económica, política, social y cultural.

La enorme mayoría de la población reconoce, en efecto, un anclaje de significación provisto por la historia,
por la memoria común de un pasado no siempre feliz, a veces traumático, con frecuencia impregnado de
tensiones y discordias. Y el mismo es visualizado, en buena parte, como fuente originaria de sus deseos,
metas y aspiraciones.

Es aquí donde observamos una particular relación entre lo que somos, lo que queremos ser y lo que en
verdad podemos ser, en donde parecen condensarse emociones y sentimientos de alto voltaje dramático.
Esta actitud implica una carga altamente valorativa sobre los orígenes de nuestro "ser comunitario".

Como sostiene Alfred Stern: "...Una Nación se caracteriza por determinada manera de valorar o, en otras
palabras, una Nación es una comunidad de valores e ideales".

El sentimiento de nostalgia y decepción que con frecuencia parece impregnar las actitudes y el pensamiento
de los argentinos no produce, sin embargo, un efecto paralizante o un reflejo de resignación fatalista. Al
contrario, en la investigación se detecta un fuerte sentimiento de pertenencia comunitaria que, lejos de
haberse debilitado por el complejo proceso histórico nacional, parece haber adquirido una notable vitalidad y
un claro sesgo de proyección hacia el futuro, aún cuando las decepciones y las frustraciones puedan ocupar
por largos períodos el centro de la escena.

RECUADRO 1

La vidala montañesa

Joaquín V. González*

He dicho alguna vez que las músicas de los montañeses tiene una tristeza profunda; sus cantos son quejas
lastimeras de amores desgraciados, de deseos no satisfechos, de anhelos indefinidos que se traducen en
endechas tan sentidas como primitiva es su expresión.

Las noches se pueblan de esos cantares oídos a largas distancias, acompañados por el tamborcito que
sostienen con la mano izquierda, mientras con la derecha golpean el parche, arrancándole ecos como
sonidos lúgubres. Es la vidalita provinciana en la que el gaucho enamorado, de inspiración natural y fecunda,
traduce las vagas sensaciones despertadas en su alma por la constante lucha de la vida, la influencia de los
llanos solitarios, de las montañas invencibles y el fuego salvaje de la sangre tropical.
Me he adormecido muchas veces al rumor de esos cantos lejanos que parecen descender de las alturas,
como despedida doliente de una raza que se pierde, ignorada, inculta, olvidada y se refugia en medio de las
penas como último baluarte, repudiada por una civilización que no tiene para ella ocupación activa.

Desterrada dentro de la patria, se esfuerza por volver al seno de la naturaleza que la vio nacer, y las horas
mortales de su abandono, girando eternamente como los astros, engendran en sus hijos esa íntima tristeza
reflejada en los ojos negros, en las creaciones de su fantasía y en los tonos y sentidos de sus canciones.

Joaquín V. González (1863-1923) nació en Nonogasta, La Rioja. Fue diputado, senador, ministro, fundador
de la Universidad de La Plata, co-redactor de la Ley Nacional del Trabajo. Pero por sobretodo fue un
pensador profundo de la Argentina de su tiempo. Indagó y reflexionó sobre ella con una mirada intensa que
no la hizo detenerse tan sólo en las cuestiones políticas, jurídicas o institucionales. En trabajo como "la
tradicional nacional", "Mis montañas" y "Fábulas nativas" fue más allá: buscó articular al país del interior con
el modelo que a comienzos de siglo se diseñaba desde el puerto de Buenos Aires.

RECUADRO 2

EL MILENIO

Luis. R. Fernández

La década del ‘90 parece caracterizarse por las preguntas sin término y las respuestas que llegan, cuando
llegan, a cuenta gotas. Se nos ha dicho que este es el mundo posible, el de la Pax Americana, el del único
mundo interconectado manejado con tecnología, pragmatismo y autoridad, en el que la abundancia y la
escasez, el entusiasmo y la desazón conviven, y el resto es el fin de la historia. Lo otro, los movimientos
sociales, las reformas y revoluciones, las utopías, las ideas renovadoras de los ‘60, son teorías que el tiempo
ha desdibujado hasta convertirlas casi inexistentes.

Vivimos en la vorágine de la cultura de masas. Un escepticismo generalizado nos rodea en una sociedad
laicista, agnóstica y relativista, sin creencias que unifiquen, movilicen y den sentido a toda ella.

Y mientras eso ocurre nos acercamos al fin de un nuevo milenio, época de efervescencia mediática y
voracidad informática, transformada por el SIDA y el cólera y la revolución tecnotrónica. Con avances de la
ciencia y la tecnología desligada de la ética.

Imagen de la Ciudad apurada de fines de siglo, contaminada, superada por la violencia, la marginalidad, la
exclusión social, por la pobreza y la falta de oportunidades. Con agua contaminada y escasa. Cuando
reflexiona sobre la Nueva Edad Media que, quizás, estemos viviendo, Umberto Eco dice, con buen criterio,
que las ciudades actuales, con sus cambios culturales, son inhabitables por paroxismo de actividad.
Inseguridad es la palabra que acompaña al hombre contemporáneo (en cualquier momento el agua se
contamina, en cualquier momento me contagio, en cualquier momento me asaltan, me veo involucrado en el
juego del poder que no entiendo y no controlo).

La idea es la desprotección, y la sensación de que los signos de los tiempos son los que marca el
Apocalipsis de San Juan nos lleva, por ejemplo, a aumentar la ansiedad y a apostar por horóscopos,
adivinos y futuristas, que nos aseguren que este presente, y en especial el futuro, no serán al término tan
terribles como lo vemos diseñado en novelas, en el cine, televisión, diarios, es decir, en nuestra vida
cotidiana. Crisis de certeza que nos vuelve fetichistas y aumenta nuestra alienación.

La cercanía del final del milenio nos hace decir, mientras bajamos los brazos, que estamos orillando el fin de
los tiempos. De tanto en tanto aparecen predicadores, santones y gurúes que lo confirman y, mientras los
unos llaman a la oración y a la vuelta a la fe para que -si pasa- el Cielo no nos encuentre tan desprevenidos,
otros, en una especie de delirio místico, llevan al suicidio colectivo.

Con la desaparición de las utopías y la declinación de los valores, el fin del milenio parece inmovilizarnos
mas y hace vacilar nuestros pies, porque todo en derredor parece derrumbarse y nada surge como
contrapartida. La paranoia crece entre tantos distribuidores de consignas huecas y desencantadas ilusiones.

Fracaso y decepción son palabras que se vuelven sinónimos en esta época en que impera la angustia del
rumbo. Fracaso, como resultado de las iniciativas generales, decepción, ante propuestas que prometen
cambios sustantivos pero que demoran en cristalizar en hechos positivos (con planes que no se cumplen,
porque la dinámica van desplazándolos, tornándolos impracticables).

Entre la desilusión de la izquierda y la impotencia de la derecha, entre actitudes intransigentes y retórica


agresiva, la tentación de la desesperanza cunde a lo largo y ancho de este paradógico mundo de
costumbres tecnocráticas, grandes contradicciones y mercados globalizados y, como signo de los tiempos,
la feroz combinación de pánico financiero, problemas bancarios y recesión económica abre el apetito a
cazadores de gangas.

Pero entre quienes creen y aquellos que se reúnen para trabajar en conjunto (muchas veces al margen del
poder, al que por múltiples razones se le desconfía) parecen surgir luces de esperanza -a pesar de
Fukuyama y los profetas del fin de la historia-. A que engañarse, cuando llegó el fin del primer milenio, en
Europa también había apocalípticos que veían en los signos de su tiempo el fin de la humanidad y se
preparaban para ese the end terrible que no llegó.

Y en cambio, mientras cambiaban la historia, parieron el Renacimiento...

Quizás de entre sufrimientos, locuras y descreimientos, entre el SIDA, las enfermedades eruptivas, el cólera
y el agua (a lo mejor contaminada), la intolerancia, la agresión gratuita y las María Soledad que mueren a
partir del abuso de poder; el hombre, recupere la valoración ética, encuentre la vía de salida y haga más
vivible el planeta, la ciudad, su barrio, su cuadra, su propia casa. Descubra el refugio y el sentido que hoy no
halla, por causas comprensibles, pero también por los muchos fantasmas que hace agitar ante sí para su
propia destrucción.

RECUADRO 3

EL NUEVO VACILAR DE LAS COSAS

Mario C. Casalla

Si se quisiera condensar en una sola palabra el "signo de los tiempos" que corren, ésta no sería otra que:
ambigüedad.

Se trata por cierto de una sensación contradictoria y difícil de explicar. El diccionario usual la define como
"duda, incertidumbre"; "lo que ofrece más de una interpretación". Pero esto no basta. La ambigüedad es más
que la duda (signo del hombre moderno, cartesiano) y menos que la convicción (signo de la cultura clásica).

Es un vacilar de las cosas, donde su verdad o falsedad no saltan a la vista de manera clara e
incontrovertible, sino que se relaciona mucho más con la perspectiva y la situacionalidad del que mira.

Merleau Ponty la caracterizaba no como un defecto, sino como algo típico del buen pensamiento, aquél
donde se dan "inseparablemente unidos el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad. Y agregaba:
"Cuando se limita a sufrir la ambigüedad, ésta se llama equívoco. En los más grandes se convierte en tema,
contribuye entonces a fundar certidumbres en vez de amenazarlas". Para finalizar advirtiendo: "Se podría
distinguir entre una buena y una mala ambigüedad". De esto precisamente se trata.

La característica básica de este fin de siglo y milenio es precisamente esa ambigüedad básica de todo lo
existente (instituciones, valores, creencias, sistemas filosóficos y científicos, etc). Nada se escapa a ello y es
bueno no minimizar este nuevo signo de estos tiempos, error que luego se paga demasiado caro al tener
necesidad de actuar con un ímpetu auténticamente transformador.

Sin embargo -recordando esa distinción- podemos preguntarnos: debe esa ambigüedad llevarnos a un
absoluto relativismo?; a una suerte de "escepticismo estoico"?, a un desinterés cada vez más peligroso por
lo "publico"?, a un encierro en lo privado, degradándonos así a una vida de "idiotas" (en el sentido que los
griegos daban a esta palabra: los "privados", los que no participaban de la vida de la polis). Debemos
necesariamente desembocar en una apología irónica del presente, o en el mero recuento de los fragmentos
de ese "gran estallido" moderno, que la postmodernidad despedaza con fruición?

No necesariamente, aunque bien pueda ser que terminemos en esa "mala ambigüedad", ya que en la
historia no hay garantías a priori y mucho menos en una época como la presente.
Para que esto no ocurra es menester ejercer una mirada comprensiva y planetaria sobre esa rica
ambigüedad que todo lo envuelve que, como dijimos, no es lo mismo que el usual "estar informado"; o ese
"mirar" sin ver, tan propio de la cultura 'zapping'.

Es necesario entonces construir un pensamiento (y una práctica) de la buena ambigüedad; esa "segunda
inocencia que da el no creer en nada", de la que hablaba Antonio Machado como reaseguro contra el
nihilismo incompleto. Volver a creer, después de las crisis de las viejas creencias; establecer algunas
certezas -aun en medio del vacilar de las cosas- es esta una condición básica para vivir, pensar y trabajar en
tiempos ambigüos. Y seguramente ésta será una de las cualidades más preciadas en quienes tienen la
responsabilidad de dirigir u orientar en épocas como la presente.

Cualidad que -como siempre- ni se hereda automáticamente, ni se compra ya hecha en el mercado, sino que
se cultiva y aprende en la práctica política, social y sindical cotidiana.

Una pedagógica para el presente

No tenemos por cierto una "receta" hecha, pero creemos que la construcción de esta nueva sensibilidad
histórica supone al menos los siguientes compromisos básicos:

a) el rechazo de las actitudes extremas: ni el pesimismo ni el optimismo extremos son posturas correctas
para entender lo que está realmente pasando;

b) el reconocimiento de la ambigüedad positiva que encierra toda crisis profunda, para quien sepa
comprenderla y moverse en ella con inteligencia y cordura. Y esto por dos motivos: primero, porque una
crisis profunda pone casi todo al descubierto y esto -para quien sepa aprovecharlo- es positivo;
(Recordemos otro poeta, Hölderlin: "Allí donde crece el peligro; crece también la posibilidad de la
esperanza"). Y en segundo lugar: porque nosotros (latinoamericanos) no hemos sido precisamente los
grandes beneficiarios de este mundo que entró en crisis (más aún, lo hemos padecido, soportado y criticado
casi siempre). Nuestro desencanto, en este sentido, no es igual que el de un europeo o norteamericano, por
ejemplo. Por ende tampoco lo serán los motivos de nuestro desencanto, ni serán necesariamente iguales las
propuestas de cambio y solución de los problemas. Lo cual deberemos no olvidar a la hora de la búsqueda
de un necesario y deseable consenso regional e internacional.

c) Se requiere además una aceptación crítica de esta época. Aparente contradicción que no es tal, ya que
sin aceptación no puede haber conocimiento y sin crítica no puede haber superación. Paradójicos "tiempos
interesantes" -como denominaban los antiguos chinos a los momentos más difíciles- en los que se requiere
esa difícil e inestable amalgama de amor y rebeldía.

d) Finalmente, es necesario con urgencia formular una pedagógica para esta época: es decir una educación
deliberada de la voluntad para vivir en una época de crisis, en una época ambigüa. Un enseñar a ver y un
comprender, que no se agota en la simple "actualización" de nuestros planes de estudio en el sistema formal
de enseñanza, sino un prédica cultural con el ejemplo que deberá informar todas y cada una de nuestras
actitudes.

Si nuestra voluntad no puede volver a querer (con valores reasumidos o nuevos), no hay salida duradera
posible. Por el contrario: nos amenazan la hipocrecía y la resignación. Las cuales no suelen ser buenas
consejeras ni guías, a la hora de tomar decisiones.

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