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Un país sin palabras

Poco a poco, el país se está quedando sin palabras para su uso cotidiano; todo se
reduce a un solo tema.

Sebastián de la Nuez

Tengo en mis manos una hojita que me dejo el poeta Rafael Cadenas, una
fotocopia de un escrito suyo. Al poeta, como es lógico, le preocupa el tema de las
palabras. Paradójicamente este sustantivo tema, ha invadido el habla del venezolano y
amenaza con carcomerle la comunicación hasta convertirla en aserrín. Se trata de una
verdadera pandemia. Es un síntoma sonoro de la anomia, pero todo de la laxitud
mental.es la prueba de que algo ha andado muy mal en el sistema educativo y en los
medios de comunicación.

Encienda usted la radio y verá. Aunque suene como un contrasentido, verá. Verá
que la lengua no solo es castigo del cuerpo, sino de todo un país al cual le han vaciado
de sentido sus palabras, incluso las más delicadas, las más vulnerables, como
democracia, equidad, respeto, civilización.

La hoja tamaño carta del poeta trae varios sustantivos para evitar la palabra
tema, asunto, cuestión, materia, punto, problema, tópico, hecho, idea, especie. No son
para nada, palabras rebuscadas; antes bien, las encuentra usted en cualquier diccionario
de bolsillo. Están en el frondoso árbol de los sinónimos del idioma. Basta inclinarse un
poco para alcanzar la rama adecuada, sacudirla y ver como caen solicitas las palabras,
como gotas de reminiscencias latinas, griegas o árabes.

También uno podría decir, tratando de no caer en el manoseado tema: dificultad,


inconveniente, contratiempo. O bien situación, planteamiento, propuesta, aspecto. En
especial algunos locutores de las radios comunitarias, que dicen empoderar al pueblo
con el tema de la patria y el socialismo, deberían echarle mano a la señora María
Moliner para ampliar sus horizontes, los cuales apenas llegan hasta Fuerte Tiuna.

El propio Rafael Cadenas escribió un bello pequeño libro titulado En torno al


lenguaje, y lo hizo hace años, pues hace tiempo que este problema de la pobreza
lexicográfica, sintáctica, gramatical o simplemente verbales notorio y polisémico en
Venezuela. Un pueblo que no sabe hablar de forma correcta es engañado con facilidad
por cualquier inescrupuloso con labia. Por ejemplo, quien hay dicho ante un público
dúctil algo como “compañeros, lamentablemente, por ahora los objetivos que nos
planteamos no fueron logrados…”, en realidad quizás oculte una verdad rotunda:
“secuaces y engañados, me acobardé y este golpe de traición a la democracia, por culpa
mía, ha fracasado pero en verdad no lamento haber enviado a varios de ustedes a
inmolarse en esta aventura a la que os he llevado por pura ambición de puro poder”.

El español es una lengua rica de vocablos y vitaminas. Las palabras son eso,
vitaminas de la inteligencia y del alma. Pero si no le inyectas a un niño desde pequeño
el amor por las palabras, ese niño crece con deficiencias. Igual que si no come alimentos
ricos en vitaminas.

¡El problema de la lengua es universal! Pero acá, con el chavismo en el poder, se


ha exacerbado la prostitución de las palabras. El poder ha desarrollado su propia lengua,
llena de grandilocuencia, falsedad y lugares comunes al por mayor.

Pero no es un problema exclusivo del chavismo. Cualquier interlocutor criollo,


de la tendencia que sea, que se le cruce a usted le esperará quizás que el tema de la
chocozuela o el lomito esté carísimo. Usted debería contestarle: ¿Y cuánto se ha
depreciado, sin embargo, la lengua propiamente dicha?

Una Educación muda


Arturo Uslar Pietri

La educación venezolana no enseña a hablar, ni a escribir. Ni se si este grave mal –


lleno de amenazas para el presente ye l futuro – se extiende a otros países hispano hablantes. El
caso constituye las más absurda y dañina condición. En la escuela nos empeñamos en enseñar
un heterogéneo cumulo de conocimientos dispersos e incompletos sobre las ramas de la ciencia,
la historia y la literatura, pero del instrumento fundamental, sin el cual esos conocimientos
quedará sin contenido y sin posibilidad de comunicación , no enseñamos prácticamente nada.

O mejor dicho, enseñamos lo que tiene menos importancia. Hacemos pasar a los
estudiantes largas y tediosas horas memorizando inútiles reglas de gramática y muy poco o nada
se hace por hacerles aprender, con la práctica continua y viva, como usar con propiedad y
limpieza la lengua hablada y escrita.

No aprender a expresarse es salir de la educación muda y aislada. El más importante


instrumento que el hombre posee de conocimiento y comunicación, es la lengua. Quien no sabe
hablar es un mutilado, un maltrecho, un ser incompleto, aunque haya acumulado en sus
memorias todas las ecuaciones matemáticas o todas las formulas químicas.

La lengua es mucho más que un instrumento, es el medio de pensar y entender. Quien


no sabe expresarse bien, no puede pensar bien. Es la precisión del concepto y el matiz del
conocimiento. Los antiguos creían, con razón, que el don fundamental de los dioses había dado
a los hombres era la lengua.

Mientras la escuela hace muy poco para enseñar a usar el lenguaje, otros medios, más
poderoso que ella, hacen todo lo posible – con la terrible eficacia – para empobrecer,
desnaturalizar y destruir el lenguaje.

Las calles de nuestras ciudades son un ala abierta de corrupción del lenguaje. Jergas de
“hippies”, de peloteros, de pandilleros, llenas de comodines deformados y deformadores, de
imitación fonética de otras lenguas, predominan en una conversación casi inarticulada que no
emplea más que algunas decenas de palabras.
La contribución mayor a este proceso de empobrecimiento y adulteración la hacen los
medios modernos de comunicación de masas. Los programas cómicos, los comentarios
deportivos y muchos novelones seriales se convierten en muy eficaces focos de infección del
lenguaje. Se recurre a la barata comicidad de hablar mal, con palabras adulteradas, con
pronunciaciones grotescas, para hacer reír sin mayor esfuerzo intelectual y de paso se siembra a
todo lo ancho del país un vocabulario y una manera de hablar que muy poco tienen que ver con
ese maravilloso medio de expresión y comunicación que es el castellano.

La proliferación ostentosa y satisfecha de mal hablar se extiende ya a todas las edades y


a todas las capas sociales. Es sorprendente la pobreza el léxico, el abuso de comodines y
palabrotas, la incapacidad de describir de la mayoría de las gentes con las que en el curso de una
jornada hay que comunicarse para los más variados fines. A este paso se puede llegar al punto
en que se hablará una o varias jergas, un “patois”, una “lingua franca”, un dialecto de bajos
fondos, que impedirá toda posibilidad eficaz de comunicación, de lectura o de escritura. Lo más
triste es que muchas de estas personas que destrozan literalmente su lengua materna, hablan con
propiedad y corrección alguna lengua extranjera, sencillamente porque se las han enseñado
mejor que la propia.

En su día, Andrés Bello vio con temor la posibilidad de que el castellano se


desintegrara, siguiendo el ejemplo del latín, y diera nacimiento a varios dialectos
incomunicables entre sí. Para evitar esa nefasta tendencia, escribió su monumental gramática y
se esforzó, a todo lo largo de su facunda vida, en hacer que las personas hablasen mejor. No
hubiera podido prever Bello que el mal no iba a venir de la gente inadecuada sino,
precisamente, de los más grandes y avanzados medios tecnológicos de comunicación que el
hombre ha inventado.

Por una dolorosa paradoja, estamos en camino de poder tener más modernos
instrumentos científicos, las construcciones más atrevidas, las ciudades más modernas, los
sistemas electrónicos más eficientes, pero ante ellos, cada día más, vamos a expresarnos en un
hablar más pobre, más vil, más sucio, más elemental y más aislante. Vamos a disponer de todos
los medios, más no podremos saber cómo hablar de ellos y por medio de ellos.

“Habla para que te pueda ver”, decía un olvidado autor alemán. Nada revela más a una
persona que su lenguaje. Al hablar declaramos inequívocamente quiénes somos y hasta donde
llega nuestra cultura. La lengua corrompida que estamos hablando, desnuda y revela una
condición incompatible con ninguna aspiración de cultura.

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