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Amor de madrugada, madrugada del amor. Historia del encuentro con el resucitado.

Siento una amargura inexpresable. Me duele el corazón. Me siento defraudada. Tengo bronca. Nada me satisface.
¡No puedo más!

Se lo llevaron. Yo le había dicho... ¡Todos le dijimos! Pero Él decía que vino a servir y dar la vida, que eso era lo que lo
llenaba, lo que le daba sentido a su existencia, lo que lo hacía feliz... ¿Y ahora? ¡Nos dejó solos! Se fue, se dejó
atrapar, no sé... yo estuve ahí hasta el final. Pobre, mi amor... Agonizaba, y en ese momento pensaba en los demás.
Se fue, es verdad, pero siempre vivió para los demás. A su mamá la dejó con Juan. A Juan le dejó a su mamá. Ella
estaba... y rezaba. En un momento, con los ojos llenos de lágrimas, y a la vez la cara iluminada, me contó lo que le
había dicho un viejito el día que llevaron al bebé al templo. Recordó que el viejito la bendijo, hablaba de su hijo
como Luz, y también le dijo que una espada le atravesaría el corazón y la vida entera. Ella, a pesar de tener el alma
dolida, estaba de pie. En ella me apoyé cuando no di más. No me dijo nada, pero su mirada me calmó. Ahora sé que
puedo ir a buscarla, pero no... no. Yo quiero buscar a Jesús... lo quiero abrazar. Quiero que vuelva. Lo necesito a mi
lado. Quiero que sea mío. Lo extraño. Extraño sus ojos, su paso lento y seguro. Extraño su voz, me faltan sus
consejos, sus tiernas caricias, sus respuestas... su silencio... Él siempre estaba cerca mío. Intuía lo que me pasaba. Me
acuerdo, cuando andaba con varios hombres... Yo los necesitaba. Estaba con todos. Creía que los amaba, y peor,
pensaba que ellos me amaban a mí. Pero no, no. Yo los celaba, los perseguía, y ellos lo hacían conmigo. En el fondo...
ninguno me conoció bien. Creo que sólo el maestro lo hizo... Él me enseñó algo. El día que nos conocimos yo estaba
desconsolada. Una vez más habían jugado conmigo. Me habían abandonado otra vez. Estaba sola, golpeada, vacía...
De repente pasó Jesús. Me miró. Él sabía quién era. Sabía que lo que decían de mí era verdad. Yo estaba tan
destruida que ni siquiera pude avergonzarme al verlo. Él simplemente me miró... y me sanó con la mirada. Creo que
me enamoré... no sé... soy bastante enamoradiza... O por lo menos lo era... Ese día Jesús me entendió. Y me dijo una
sola cosa: Mi Padre te ama incondicionalmente. En realidad dijo Abbá. Se refería al Dios Altísimo, lo sé. Varias veces
lo escuché hablar así de Dios con una dulzura, una familiaridad...

Esas palabras, y su cálido abrazo, me cautivaron, y me sanaron. Cuando me sentía mal las recordaba, o me las
recordaba él. ¿Cómo no voy a quererlo? Me arrancó del sufrimiento, me hizo salir de mi vacío y... ¡Dios! Ahora no
está. Se lo llevaron. Lo mataron. Se fue. No lo tengo más. No aguanto más. Necesito tenerlo. Necesito abrazarlo, que
sea para mí, que sea mío y de nadie más. Me siento abandonada. Una vez más. Abbá me ama... no lo siento. No me
abraza.

¿Qué hora es? Pronto va a amanecer... No pude dormir nada... y siento un dolor en el pecho... No doy más. Lo voy a
buscar. Lo extraño tanto... Y pensar que pasaron sólo tres días...

Bien de madrugada sale al sepulcro. Lloraba tanto... Esperaba poder verlo muerto. Eso la habría calmado un poco. Y
sin embargo... entra al sepulcro y no está. ¡¡Se lo habían llevado!! Parece un juego piensa. Un juego perverso. Ella
más que nadie lo amaba. Lo quería todo para sí. Y ahora no está. Otro abandono más... Pero... ¿y el amor del Abbá?
¿Dónde estaba?

De repente se me aparece un hombre. Me pregunta por qué lloro. Me enjugo las lágrimas y, sin ocultar mi rabia, le
pregunto dónde lo pusieron. ¡Yo quiero estar con él! Lo necesito más que nadie. Me pregunta a quién busco. Busco
al que amo, o sea.... busco al que necesito. Al que poseo. Busco al que me cautivó. Busco a mi Señor. Mi maestro. Mi
amor.

Yo conozco al que me pregunta... tiene algo familiar... ¿quién es?

¡María! ¡Raboní! ¡claro! Sos vos, mi amor. Lo reconocí y al instante corrí a sus brazos, a poseerlo para siempre. No
dejaría que se me escape esta vez, no. Nadie me lo iba a sacar.

¡No me retengas!

...

Algo en mí murió ese día. Recuerdo la experiencia con claridad. Como si fuera hoy, y pensar que pasó tanto tiempo...
Algo murió, sí. Hasta ese momento, para mí amar era poseer. Era la experiencia que tenía. Con los hombres, con mis
amigas, con el Maestro... mi corazón necesitaba aferrarse fuerte a algo, o a alguien. Eso me daba seguridad, me
hacía bien, podía caminar. A la menor amenaza de separarnos, lo recuerdo bien, yo me volvía loca. Los celos me
carcomían, el miedo me paralizaba. ¡Me iba a quedar sola! Sólo a eso le tenía miedo. Y vivía con miedo. Miedo de ser
abandonada. Miedo de no ser querida. Miedo que me llevaba a disfrazarme a veces, sí. Hacía cosas que no quería
del todo. Lo recuerdo bien.

Desde ese día, el gran día, todo cambió en mí. Experimenté una gracia indecible. No sé... algo... Alguien... Jesús me
enseñó una vez más. De repente se me fue la angustia. Comprendí todo de una vez. Me sentí renovada, con un
corazón nuevo. No pude aguantar y salí a contarle a todo el mundo lo que viví ese día. Él lo había dicho. Iba a
resucitar. Iba a levantarse de entre los muertos. Y a mí también me resucitó. Me dio una vida nueva, un corazón
nuevo. Me enseñó otro modo de amar. El que hace feliz. El que no tiene que ver con la angustia, ni con los celos, ni
con la inseguridad, y mucho menos con el miedo. El que tiene que ver con implicarse hasta el fondo. El que es pura
intimidad. María me dijo. Me llamó por mi nombre. Entró de una vez y para siempre en mi historia, para sanarme,
para salvarme, para llenarme de sentido. Me enseñó a amar, sí. Me enseñó que amar no es poseer. Amar no es
disponer del otro. Amar nunca es necesitar, ni ser necesitado, no. Amar no es agobiar, no es pretender cosas del
otro. Ni siquiera es esperar algo. No es merecer, no es algo debido. Él me enseñó que amar no es retener para sí. Eso
solo lleva a la angustia. Eso no es amor, es egoísmo, dependencia.

Mirándolo a él aprendí que amar es darse. Amar es ser para los demás. Amar es vivir siendo ofrenda. Amar es ser
libre. Amar es dejar al otro que sea sí mismo, y gozar de eso. Amar es divertirse, compartir, cuidar, dejar ser. Amar es
acompañar a crecer. Amar es respetar el tiempo de los demás. Amar, ante todo, es perdonar. Él me enseñó eso
muchas veces. Amar es tener misericordia. Amar es no defraudar, pero a la vez no temer a los límites. Amar es, la
mayoría de las veces, cargar la cruz del dolor y la incomprensión. Amar es servir, sobre todo en lo oculto, y no
esperar reconocimiento. Amar es darse. Él me enseñó eso con su modo de vivir. Ahora, después de la Pascua,
después de mi Pascua, lo veo claro.

También veo claro que vivir estas cosas me es muy difícil. Por suerte el Abbá me ama incondicionalmente, y me lleva
de la mano para poder ser feliz.

Hoy, sin duda, soy más libre que antes. No lo tengo conmigo, no. O por lo menos no lo tengo como antes. Pero lo
tengo más. Sí. Lo tengo más cerca. Lo tengo más porque soy suya. Antes creía que amar era recibir. Hoy aprendo que
amar es darse. Toda una vida y mucho dolor me costó este aprendizaje. Pero valió la pena. Hoy soy yo misma. Hoy
soy feliz. Hoy mi vida está llena de sentido. Hoy no tengo miedo. Hoy soy libre, y a la vez soy de Dios. A Él le
pertenezco. Soy libre y de otro a la vez. Eso es amar.

Gracias, mi Raboní, por enseñarme estas cosas. Gracias por la paciencia que me tuviste. Gracias porque me
perdonaste, me acompañaste, me amaste de verdad. Gracias por no dejarme retenerte. Gracias por darme la misión
de anunciarte, y de compartirte, y de darte a los demás. Gracias por llenar de sentido mi vida, desde lo más
profundo, desde el amor. Gracias por amarme siempre, incondicionalmente, aunque no siempre lo percibí así.
Gracias por llevarme de la mano, gracias por no dejarme sola. Gracias porque tu amor no se acaba y ahora me
sostiene para que pueda agradecerte. Gracias, Señor, gracias por enseñarme a amar.

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