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Candelaria Abello

Escrituras en contexto
Profesor: Manuel Kalmanovitz
Universidad Javeriana
Ejercicio 11
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Siempre supe de la existencia de Juanita. Crecí con sus fotos en los retratos de las paredes de la
casa de mis abuelos. Todos los diciembres en Cali encontraba un pedacito de Juanita en la casa,
una anécdota, un recuerdo, una historia. 
Junita empezó a trabajar con mi bisabuela cuando mi abuela tenía tres años y mis tíos abuelos
eran niños. La adoraban, pero tuvieron que despedirla porque la encontraron en una pelea, a
punto de llegar a los golpes, con la persona que trabajaba en la cocina, nunca supieron el porqué.
Años después, cuando mi abuela se casó, estaba buscando a una persona de confianza para que
ayudara en la casa. Albita, que trabajaba para una amiga de mi abuela, la volvió a contactar con
Juanita, mi abuela no la había olvidado. 

Cuando mi tía, Isabel,  nació, Juanita ya llevaba un buen tiempo trabajando para mi abuela, “para
mí ella siempre estuvo ahí, como mi papá, mi mamá y mi hermana”, me dijo. La recuerda como
a una Celia Cruz; una mujer llena de luz, de vida, decorada con turbantes y colores vibrantes, su
alegría era lo que le daba esa chispa de vida a la casa, pues nuestra familia es más bien de
personas tranquilas. Siempre estaba riéndose y cantando.
 Juanita era analfabeta, mi tía intentaba enseñarle cada cosa que aprendía, ella siempre confundía
la J y la B, por lo que escribir su nombre completo, Juanita Banguera, le era casi imposible. De
su cuarto salía el ruido de una máquina de coser. Le encantaba usarla a pesar de no ser muy
pulida. Tenía el cuarto lleno de cubrelechos de retazos, cojines, delantales, individuales e incluso
hacía las “bambas de pelo que estaban tan de moda en los noventa”. Hacía miles y se las daba a
mi mamá para que las vendieran en el colegio.

Ir a mercar con ella, según mi tía “era una fiesta diaria porque todo el mundo la quería”. No
podía salir a la calle sin que alguien la saludara, los vecinos la paraban para contarle algún
chisme, la que vendía chontaduros siempre le guardaba dos de regalo, el vigilante le contaba
chistes y se la pasaba riéndose con las cajeras de las tiendas de la cuadra. 
Mi mamá se acuerda de su aguda y contagiosa, de algunas palabras raras que usaba como
“entelerido” -apodo que le tenía a su novio adolescente-, su sazón del pacifico, del “pastel de
cumpleaños” que hacía como tradición cada año y unos Waffles que acompañaba con
mermelada, razón por la que nunca aprendió a comerlos con miel de mapple. Tenían un pequeño
ritual en la mañana“nos despertaba para ir al colegio,  hacía el desayuno y nos cepillaba con agua
de manzanilla que ella misma preparaba con flores del mercado, se preocupaba por conservar el
color de nuestro pelo y nos peinaba… pero pésimo, hacía trenzas chuecas y colas de caballo
torcidas”. En contraste a esto, mi mamá vio su pelo por primera vez, cuando ya estaba muy
enferma, en la clínica, pues Juanita  siempre lo ocultaba con turbantes, pañuelos y pelucas. Tenía
una especie de alambre en su cuarto donde iba tejiendo sus extensiones que encargaba a todo el
que viajara a San Andrés.  
Mi mamá recuerda cómo se enteró de la muerte de Olafo, el cocker de la familia.  Después de no
verlo velando en el desayuno, le preguntó a Juanita por él. A lo que ella respondió con
naturalidad “Olafo está por allá muerto”, con sólo diez años se enfrentó ese día por primera vez a
la muerte y gracias a Juanita, lo hizo de manera simple y honesta.

Juanita trabajó con mi familia hasta el día que murió. Tenía setenta y pico años, la verdad es que
nunca supieron su edad exacta, ella tampoco sabía, incluso se tuvo que inventar una fecha para
poner en su cédula. Sus pulmones se llenaron de agua, mi tía me contó que los doctores decían
que tenía el corazón muy grande, en ese momento ella no lo entendía pero hoy dice que tenía
todo el sentido, que “personas como ella, con el corazón inmenso, no pertenecen a este lugar”.

 Su entierro fue una celebración de su vida, hubo tanta gente ese día que la policía tuvo que
escoltar el carro fúnebre. De su barrio llegaron buses llenos de gente y música. Otras personas
llegaron por su cuenta, viejos amigos, mi familia, todo el barrio de mis abuelos, la del carrito de
chontaduros, su mejor amiga “la comadre María” y Albita. Mi tía me contó con la voz quebrada
que mientras llevaban sus cenizas al osario, un grupo musical cantaba “Ay Joselito no llores, por
esa morena hermosa”. 
Su ausencia dejó un vacio enorme, junto con un silencio estremecedor.

En su barrio también le hicieron una misa, a la que asistió mi familia, solo hasta ese día
conocieron su casa. Esa casa que compró con tanto esfuerzo y que era “su mayor orgullo y su
mayor felicidad” como decía mi tía. Mi abuela, que es artista y le encanta el diseño de interiores,
descubrió entonces que la decoración de la casa de Juanita era una versión de la de ella, adaptada
a su estilo, con remiendos, y algunas cosas que le habían sobrado de las
redecoraciones. Reconoció el papel de colgadura verde de la sala, Juanita se había llevado
algunos pedazos sobrantes y los puso de la misma forma en su sala. No era muy pulida, pero eso
era lo que le daba encanto a cada detalle de la casa.

Todavía hay muchas preguntas que mi tía se hace sobre la vida de Juanita: ¿Con cuántas familias
trabajó antes de ellos? ¿cómo la trataban? ¿por qué nunca se casó? 
A pesar de estar rodeada de gente que la amaba, Juanita era una mujer muy sola. 
Mi tía dice que Juani es su ángel de la guarda y que todavía hoy sigue aprendiendo de ella. 

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