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MILLS, Charles Wright (1956). La élite del poder. México: FCE, 1963, pp.11-35; 253-201.

Resumen: el texto de Mills nos explica cómo funciona y está compuesta la elite de poder gobernante en estados
unidos, sumado a esto, nos explica también que otras elites integran las esferas menores del alto poder y también
qué papel juega la sociedad de masas en cuanto a las acciones de esta elite y como dice representarla mediante sus
acciones lo cual no es así.

Los altos círculos

La minoría poderosa está compuesta de hombres cuyas posiciones les permiten trascender los ambientes habituales
de los hombres y las mujeres corrientes; ocupan posiciones desde las cuales sus decisiones tienen consecuencias
importantes.

Los individuos de la minoría poderosa no son gobernantes solitarios. Consejeros y consultores, portavoces y
creadores de opinión pública son con frecuencia quienes capitanean sus altas ideas y decisiones. Inmediatamente
por debajo de la minoría están los políticos profesionales de los niveles medios de poder, en el Congreso y en los
grupos de presión, así como entre las nuevas y viejas clases superiores de la villa, la ciudad y la región. Mezcladas
con ellos de modos muy curiosos, que exploraremos, están esas celebridades profesionales que viven de exhibirse
constantemente, pero que nunca se exhiben bastante mientras son celebridades. Si esas celebridades no están a la
cabeza de ninguna jerarquía predominante, muchas veces tienen poder para llamar la atención del público, o para
brindar a las masas cosas sensacionales, o, más directamente, para hacerse oír de quienes ocupan posiciones de
poder directo.

La verdad acerca de la naturaleza y el poder de la minoría no es ningún secreto que los hombres de negocios saben
pero no dicen. Esos hombres sustentan teorías totalmente distintas acerca de su papel en la sucesión de
acontecimientos y decisiones. Con frecuencia se muestran indecisos acerca de su papel, y aún con mayor frecuencia
permiten que sus temores y esperanzas influyan en la estimación de su propio poder.
La conciencia personal de su papel que tienen los actores es sólo una de las varias fuentes que hay que examinar
para comprender a los círculos sociales superiores. Pero muchos de los que creen que no hay tal minoría, o en todo
caso que no hay ninguna minoría de cierta importancia, apoyan su argumentación en lo que los hombres de
negocios piensan de sí mismos, o por lo menos, lo que dicen en público.
Pero hay otra opinión: quienes creen, aunque sea vagamente, que ahora prevalece en los Estados Unidos una
minoría de gran importancia, con frecuencia basan esa opinión en la tendencia histórica de nuestro tiempo. Creen
que el Congreso ha abdicado de nuevo en un puñado de hombres decisivos y claramente relacionados con la
cuestión de la guerra o la paz. Por una parte, los que comparten esta opinión acerca de los grandes acontecimientos
históricos, suponen que hay una minoría y que esa minoría ejerce un poder muy grande. Por otra parte, los que
escuchan atentamente los informes de hombres que manifiestamente intervienen en las grandes decisiones, no
creen, con frecuencia, que haya una minoría cuyos poderes tengan una importancia decisiva.
Mills dice que ambas opiniones deben ser tenidas en cuenta pero estas no son explicación suficiente para este tema.
El camino para comprender el poder de la minoría norteamericana no está únicamente en reconocer la escala
histórica de los acontecimientos ni en aceptar la opinión personal expuesta por individuos indudablemente
decisivos, sino en comprender que Esas jerarquías del Estado, de las empresas económicas y del ejército constituyen
los medios del poder; como tales, tienen actualmente una importancia nunca igualada antes en la historia humana, y
en sus cimas se encuentran ahora los puestos de mando de la sociedad moderna que nos ofrecen la Clave
sociológica para comprender el papel de los círculos sociales más elevados en los Estados Unidos.

En cuanto a Las familias, las iglesias y las escuelas se adaptan a la vida moderna; los gobiernos, los ejércitos y las
empresas la moldean, y, al hacerlo así, convierten aquellas instituciones menores en medios para sus fines. Dentro
de cada uno de los tres grandes, la unidad institucional típica se ha ampliado, se ha hecho administrativa y, en
cuanto al poder de sus decisiones, se ha centralizado.
La economía: en otro tiempo una gran dispersión de pequeñas unidades productoras en equilibrio autónomo- ha
llegado a estar dominada por dos o trescientas compañías gigantescas, relacionadas entre sí administrativa y
políticamente, las cuales tienen conjuntamente las claves de las resoluciones económicas.
El orden político: en otro tiempo una serie descentralizada de varias docenas de Estados con una médula espinal
débil, se ha convertido en una institución ejecutiva centralizada que ha tornado para sí muchos poderes previamente
dispersos y ahora se mete por todas y cada una de las grietas de la estructura social.
El orden militar: en otro tiempo una institución débil, encuadrada en un contexto de recelos alimentados por las
milicias de los Estados, se ha convertido en la mayor y más costosa de las características del gobierno, y, aunque bien
instruida en fingir sonrisas en sus relaciones públicas, posee ahora toda la severa y áspera eficacia de un confiado
dominio burocrático.

En cada una de esas zonas institucionales, han aumentado enormemente los medios de poder a disposición de los
individuos que toman las decisiones; sus poderes ejecutivos centrales han sido reforzados, y en cada una de ellas se
han elaborado y apretado modernas rutinas administrativas.

Las decisiones de un puñado de empresas influyen en los acontecimientos militares, políticos y económicos en todo
el mundo. Las decisiones de la institución militar descansan sobre la vida política así como sobre el nivel mismo de la
vida económica, y los afectan lastimosamente. Las decisiones que se toman en el dominio político determinan las
actividades económicas y los programas militares.

Entendemos por poderosos, naturalmente, los que pueden realizar su voluntad, aunque otros les hagan resistencia.
En consecuencia, nadie puede ser verdaderamente poderoso si no tiene acceso al mando de las grandes
instituciones, porque sobre esos medios institucionales de poder es como los verdaderamente poderosos son, desde
luego, poderosos. Altos políticos y altos funcionarios del gobierno tienen ese poder institucional; lo mismo hacen los
almirantes y los generales, y los principales propietarios y directores de las grandes empresas. Es cierto que no todo
el poder está vinculado a esas instituciones ni se ejerce mediante ellas, pero sólo dentro y a través de ellas puede el
poder ser más o menos duradero e importante.
El aparato político abre y cierra muchos caminos hacia la riqueza. La cuantía y la fuente del ingreso, el poder sobre
los bienes de consumo así como sobre el capital productivo, están determinados por la posición dentro de la
economía política. Si nuestro interés por los muy ricos va más allá de su consumo pródigo o miserable, debemos
examinar sus relaciones con las formas modernas de propiedad corporativa y con el Estado; porque esas relaciones
determinan ahora las oportunidades de los individuos para obtener gran riqueza y percibir grandes ingresos.
Lo mismo que la riqueza y el poder, el prestigio tiende a ser cumulativo: cuanto más se tiene, más quiere tenerse.
Esos valores tienden también a ser convertibles el uno en el otro: para el rico es más fácil que para el pobre
conseguir poder; los que tienen una posición Hallan más fácil controlar las oportunidades para enriquecerse que los
que no la tienen.

La élite se considera a sí misma como el círculo íntimo de "las altas clases sociales". Forman una entidad social y
psicológica más o menos compacta, y tienen conciencia de pertenecer a una clase social. Las personas son admitidas
o no en esa clase, y es una diferencia cualitativa, y no una escala meramente numérica, lo que los separa de quienes
no pertenecen a la élite. Tienen una conciencia más o menos clara de sí mismos como clase social y se conducen
entre sí de un modo distinto a como se conducen con individuos de otras clases. Se aceptan unos a otros, se
comprenden entre sí, se casan entre sí, y tienden a trabajar y a pensar, si no juntos, por lo menos del mismo modo.
La idea de ese estrato dirigente implica que la mayor parte de sus individuos tienen orígenes sociales análogos, que a
lo largo de sus vidas mantienen entre sí una red de conexiones familiares o amistosas, y que existe, hasta cierto
punto, la intercambiabilidad de posiciones entre las jerarquías diversas del dinero, del poder y de la fama. Tenemos
que advertir inmediatamente, desde luego, que si existe ese estrato minoritario, su visibilidad social y su forma son,
por razones históricas muy fuertes, completamente distintas de las de los parentescos nobles que en otro tiempo
gobernaron diferentes naciones europeas y esto se debe a que estados Unidos se deshizo al inicio de este aparato
debido a que hecho a los colonizadores de su tierra, sumado a que esto dejo que la burguesía que se posiciono en el
poder prácticamente no tuvo rival. Pero esto no quiere decir que no haya estratos superiores en los Estados Unidos.
El que hayan salido de una "clase media" que no ha tenido superiores aristocráticos, no quiere decir que hayan
seguido siendo clase media cuando hicieron posible su propia superioridad enormes aumentos en riqueza.
La minoría que ocupa los puestos de mando puede considerarse como la poseedora del poder, la riqueza y la fama;
puede considerarse asimismo como formada por individuos pertenecientes al estrato superior de una sociedad
capitalista. También se les puede definir con criterios psicológicos y morales, como ciertas especies de individuos
selectos. Definidos así, los miembros de la élite son, sencillamente, personas de carácter y energía superiores.
La opinión opuesta que considera impotente a la minoría es ahora muy popular entre los observadores de
tendencias liberales.
Lejos de ser omnipotentes, considérense tan diseminadas las élites, que carecen de toda coherencia como fuerza
histórica. Su invisibilidad no es la invisibilidad de lo secreto, sino la invisibilidad de la multitud. Quienes ocupan los
puestos de autoridad, están tan acorralados -por otras minorías que los presionan, o por el público en cuanto cuerpo
electoral, o por los códigos constitucionales-, que aunque formen una clase superior no son una clase gobernante;
aunque quizás sean hombres de poder, no hay una élite de poder; aunque quizás haya un sistema de estratificación,
no hay un estrato superior efectivo. En definitiva, este concepto de la minoría, que la considera tan debilitada por las
componendas y desunida hasta el punto de ser impotente, es un substitutivo del destino colectivo impersonal; pues,
según este concepto, las decisiones de los hombres visibles de los altos círculos no cuentan en la historia.
Internacionalmente, tiende a prevalecer la imagen de la minoría omnipotente. Todos los acontecimientos felices y
los sucesos agradables son imputados inmediatamente por quienes moldean la opinión pública a los gobernantes de
sus propias naciones; todos los acontecimientos infaustos y los sucesos desagradables son imputados al extranjero
enemigo. En ambos casos, se presupone la omnipotencia de los malos gobernantes y de los líderes virtuosos.
Dentro de la nación, el empleo de semejante retórica es más complicado: cuando los individuos hablan de la fuerza
de su propio partido o círculo, ellos y sus jefes son, naturalmente, impotentes; lo único omnipotente es "la gente".
Pero cuando hablan del poder del partido o círculo adversario, atribuyen la omnipotencia a los líderes: "la gente" no
hace ahora más que seguirlos impotentemente.

Decir que en la sociedad moderna hay gradaciones manifiestas de poder y de oportunidades para decidir, no es decir
que los poderosos estén unidos, que sepan plenamente lo que hacen o que participen conscientemente en una
conspiración. Estas cuestiones se ven más claramente si, como primera providencia, nos interesamos más por la
posición estructural de los altos y poderosos, y por las consecuencias de sus decisiones, que por el grado en que sean
conscientes de su papel o por la pureza de sus móviles.
Para comprender la minoría del poder, hemos de atender a tres claves principales:
1) la psicología de las diversas élites en sus respectivos ambientes.
Por cuanto la minoría del poder está formada por individuos de origen y educación análogos, por cuanto sus
carreras y sus estilos de vida son similares, hay bases psicológicas y sociales para su unión.
2) la estructura y los mecanismos de esas jerarquías institucionales.
Detrás de la unidad psicológica y social que podemos descubrir, están la estructura y los mecanismos de esas
jerarquías institucionales, presididas actualmente por el directorio político, los grandes accionistas de las
grandes empresas y los altos grados militares. Cuanto mayor sea la escala de esos dominios burocráticos,
mayor es el alcance de su respectivo poder como élite. El modo en que está formada cada una de las grandes
jerarquías y las relaciones que mantiene con las otras, determinan en gran parte las relaciones de sus jefes.
Si esas jerarquías están diseminadas y desunidas, sus respectivas minorías tienden a estar diseminadas y
desunidas; si tienen muchas interconexiones y muchos puntos de intereses coincidentes, sus minorías
tienden a formar una agrupación coherente.
3) Pero la unidad de la minoría del poder no descansa únicamente sobre la analogía psicológica y las relaciones
sociales, ni totalmente sobre las coincidencias estructurales de los puestos de mando y de los intereses. En
ocasiones es la unidad de una coordinación más explícita. Decir que esos tres altos círculos están cada vez
más coordinados, que esto es una base de su unidad, y que en ocasiones, como durante las guerras, esa
coordinación es absolutamente decisiva, no quiere decir que la coordinación sea total ni constante, ni
siquiera que sea muy sólida. Mucho menos quiere decir que la coordinación voluntaria sea la única base, o la
más importante, de su unidad, ni que la minoría del poder haya nacido como realización de un plan. Pero sí
quiere decir que, al abrir los mecanismos institucionales de nuestros días caminos a los hombres que
persiguen sus diferentes intereses, muchos de éstos han llegado a ver que esos intereses diferentes se
realizarían más fácilmente si trabajaran juntos tanto sistemática como asistemáticamente, y en
consecuencia lo han hecho así.

La elite de poder

En la sociedad estadounidense de inicios del siglo XIX la élite se convirtió en una pluralidad de grupos cimeros, cada
uno de los cuales carecía de Una gran cohesión. Está claro que se superponían, pero también sin rigidez. El sector
económico influía atreves Sobre la situación social y sobre el poder político; Y dentro "del sector económico, había
una buena proporción de hombres que decidían. Porque este fue el período de Jefferson hasta Lincoln, más o menos
en que la élite era, a lo sumo, una coalición bastante floja. El período terminó, naturalmente, con la división decisiva
entre sur y norte cuando estalla la guerra civil en donde el norte logra vencer a los confederados. La supremacía del
poder económico corporativo se inició, de modo oficial, con las elecciones de 1866 y fue consolidada por la decisión
de la Suprema Corte en 1888, declarando que la Enmienda Catorce protegía la corporación. Ese período presenció el
traslado del centro de iniciativa, del gobierno a la corporación.
Hasta la Primera Guerra Mundial (que nos dio un anticipo de ciertas características de nuestro período) ésta fue una
época de incursiones de la minoría económica contra el gobierno. Una época: de corrupción en que se compraba,
simplemente, a jueces y senadores.
El sector militar de este período, igual que en el segundo, estuvo subordinado al sector político, el cual a su vez lo
estaba al económico. Así, el militar se inclinó hacia las principales fuerzas Impulsoras en la historia de los Estados
Unidos. Las instituciones políticas de este país no han formado jamás un campo de poder centralizado y autónomo;
se han ensanchado y centralizado, reaccionando con lentitud a las consecuencias públicas de la economía
corporativa. Sin embargo, aún entre 1896 y 1919, acontecimientos importantes tendieron a asumir una forma
política, anticipando el tipo de poder que prevalecería en el Nuevo Trato, después de la bonanza parcial del año 20.
Quizá no hubo nunca un período de la historia de los Estados Unidos tan transparente en el aspecto político como la
era progresista de los fabricantes de presidentes y los escarbadores de vidas ajenas.
Hacia el siglo XX Los gobiernos iniciales y medio de Roosevelt se comprenden mejor Con una busca desesperada de
modos y medios, dentro del sistema capitalista vigente, para reducir el ejército bamboleante y ominoso de los
desempleados. En esos años, el Nuevo Trato, como sistema de poder, fue esencialmente un equilibrio de grupos
influyentes y bloques de intereses. La cima política ajustó muchos conflictos, cedió a una exigencia, ignoró otra, no
sirvió unilateralmente a nadie, y lo niveló todo en una línea de conducta continua que prevaleció de una crisis menor
a otra. Todo era resultado de un acto de equilibrio político en la cima. Claro que el acto equilibrador realizado por
Roosevelt no afectó a las instituciones fundamentales del capitalismo, como tipo de economía. Con sus métodos
suplió las omisiones de la economía capitalista, que había fracasado; y con su retórica, contrarrestó su deshonra
política, poniendo a los "monárquicos económicos" en la "perrera" política.
El "Estado benefactor" creado para sostener el equilibrio y repartir los subsidios, difería del Estado de laissez-faire:
"Si se creía que el Estado era neutral en tiempos de T. Roosevelt. Porque sus jefes alardeaban de no conceder
favores a nadie -observa Richard Hofstadter-bajo F. D. Roosevelt. El Estado sólo podía llamarse neutral porque
ofrecía favores a todo el mundo." El nuevo Estado de los delegados de las empresas es distinto del viejo Estado
benefactor. De hecho, es imposible comprender enteramente los últimos años del gobierno de Roosevelt
-empezando con la comisión de actos bélicos manifiestos por los Estados Unidos y sus preparativos para la Segunda
Guerra Mundial- considerándolos sólo como un hábil contrapeso del poder político.

La élite del poder no es una aristocracia, y esto significa que no es un grupo político dirigente fundado en una
nobleza de origen hereditario. No tiene base compacta en .un pequeño círculo de grandes familias, cuyos miembros
puedan ocupar y ocupen continuamente altas posiciones en los diversos círculos elevados que se superponen en
calidad de élite poderosa.
La mayoría de los muy ricos, de los directores corporativos, los advenedizos políticos y los militares de Categoría,
proceden del tercio superior en las pirámides de la riqueza de las profesiones. Sus padres pertenecen; por lo menos,
a los sectores profesionales o de los negocios, y son con frecuencia de origen aún más elevado; norteamericanos,
nacidos de padres norteamericanos, principalmente en zonas urbanas, y exceptuando a los políticos, son, en
proporción abrumadora, del Este. Su religión es la protestante, especialmente episcopal o presbiteriana. Cuanto más
elevado es el puesto, mayor es la proporción de hombres de las clases altas o relacionadas con ellas. La similitud de
origen de los miembros de la élite del poder queda subrayada y aumentada por el hecho de su educación común.
El hecho de que haya miembros de la élite del poder que proceden de la cima de las clases y niveles nacionales, no
quiere decir que sólo representen necesariamente a dichos niveles. Y, aunque fueran representantes, corno tipos
sociales, de una sección transversal de la población, esto no significaría que el hecho político vigente tendría que ser
de modo automático una democracia equilibrada del interés y el poder.
No podemos deducir el rumbo de una política, fijándonos tan sólo en el origen y las carreras de quienes la elaboran;
la procedencia social y económica de los hombres que están en el poder no nos dice todo lo que nos interesa a fin de
comprender la distribución del poder social. Porque: 1) Hombres de origen elevado pueden representar
ideológicamente a los pobres y a los humildes; 2) Hombres de origen modesto, que subieron por su propio esfuerzo,
pueden servir con eficacia los intereses creados y heredados. Por otra parte; 3) no todos los hombres que
representan con éxito los intereses de una capa social deben forzosamente pertenecer a ella o beneficiarse
personalmente con las gestiones que favorecen dichos intereses.

El concepto de la élite del poder y de su unidad se apoya en el desarrollo paralelo y la coincidencia de intereses entre
las organizaciones económicas, políticas y militares. Se funda también en la similitud de origen y de visión, y el
contacto social y personal entre los altos círculos de cada una de dichas jerarquías dominantes. Esta conjunción de
fuerzas psicológicas e institucionales, queda de manifiesto en el gran intercambio de miembros entre los tres
grandes sectores, así como el auge de los intermediarios y en la gestión política oficiosa de los altos planos. En
consecuencia, el concepto de la élite del poder, no se funda en la suposición de que desde los comienzos de la
Segunda Guerra Mundial la historia norteamericana debe entenderse como un plan secreto o como una gran
conspiración entre los miembros de esta élite. El concepto se basa en motivos impersonales.

La idea de una élite del poder Se funda en y explica: 1) las tendencias institucionales decisivas que caracterizan la
estructura de nuestra época, en particular, el ascendiente militar en una economía organizada en empresas privadas,
y, en sentido más amplio, las diversas coincidencias de intereses objetivos entre las instituciones económicas,
militares y políticas; 2) las similitudes sociales y las afinidades psicológicas de los hombres que ocupan los puestos de
mando en dichas estructuras, y especialmente el aumento de intercambio de los primeros puestos en cada una de
ellas y el creciente movimiento entre unas y otras observado en las carreras de los hombres de poder; 3) las
ramificaciones, hasta el grado de una totalización virtual, de las decisiones que se toman en la cima, y el ascenso al
poder de una serie de hombres que, por educación e inclinación, son organizadores profesionales de gran fuerza y
que desconocen las restricciones del adiestramiento de los partidos democráticos.

Negativamente, la formación de la élite del poder se funda en: 1) El relegamiento del político profesional y de
partido a los niveles medios del poder; 2) el empate semiorganizado de los intereses de las localidades soberanas, en
que ha caído la función legislativa; 3) la ausencia casi total de un servicio civil que constituya una fuente
políticamente neutral, pero adecuada y precisa de experiencia Intelectual y ejecutiva, y 4) el secreto oficial cada vez
más grande que oculta las decisiones trascendentes, sin someterlas al debate de la opinión pública, ni incluso a los
debates parlamentarios. En consecuencia, el directorio político, los ricos de las corporaciones, y la influencia militar
se han unido en la élite del poder, y las jerarquías ampliadas y centralizadas que encabezan, han usurpado los viejos
equilibrios relegándolos a los niveles medios del poder.
La Sociedad de masas
En la sociedad de públicos democrática, se asumía con John Locke, que la conciencia individual era el asiento
definitivo del juicio y por lo tanto el último tribunal de apelación. Pero este principio fue desafiado -como dice E. H.
Carr-, cuando Rousseau "pensó por primera vez en la soberanía de todo el pueblo, enfrentándose con el problema
de una democracia de masas".
En la sociedad de públicos democrática, se daba como hecho la existencia, entre sus componentes, de una armonía
de intereses pacífica y natural. Pero esta doctrina de esencia conservadora cedió el paso a la doctrina utilitaria según
la cual dicha armonía tenía que crearse por medio de una reforma antes de que pudiera operar, y después, a la
doctrina marxista de la lucha de clases, que sin duda estaba entonces, y está aún, mucho más cerca de la realidad
que cualquier supuesta armonía de intereses.
En la sociedad de públicos democrática, se suponía que antes de tomar una medida de consecuencias públicas, se
llevaría a cabo una discusión racional entre individuos, la cual determinaría la acción subsiguiente y que, entonces, la
opinión pública resultante sería la voz infalible de la razón. Pero esto ha sido puesto en entredicho no sólo: 1) por la
necesidad, ya confirmada, de expertos que resuelvan situaciones difíciles e intrincadas, sino también por: 2) el
descubrimiento -que hizo Freud- de la irracionalidad del hombre de la calle, y del descubrimiento -por Marx- de la
naturaleza socialmente condicionada de lo que en un tiempo se consideró como razón autónoma.
En la sociedad de públicos democrática se daba por hecho que después de determinar qué es cierto, bueno y justo,
el público actuaría en consecuencia o cuidaría de que sus representantes actuaran así. A la larga, la opinión pública
no sólo tendrá razón, sino que prevalecerá. Esta suposición ha sido derribada por el gran abismo que ahora existe
entre la población en masa y los que toman decisiones en su nombre, decisiones de enormes consecuencias cuya
elaboración el público a menudo desconoce hasta que están tomadas.
En vista de estas suposiciones, no es difícil entender el optimismo manifiesto de muchos pensadores del siglo XIX,
pues la teoría del público es, en muchos aspectos, una proyección sobre el grueso de la comunidad, del ideal
intelectual de la supremacía del intelecto.
A mediados de ese siglo el individualismo empezó a ser sustituido por formas colectivas de vida económica y política;
la armonía de intereses, por la lucha inarmónica de clases y por presiones organizadas; las discusiones racionales
minadas por las decisiones de expertos en relación con problemas difíciles, por el reconocimiento de la influencia
que ejercían sobre los debates los intereses creados; y para el descubrimiento de la eficacia de la apelación irracional
en los sentimientos del ciudadano. Por otra parte. Ciertos cambios estructurales de la sociedad moderna, que
estudiaremos ahora, empezaron a alejar al público del poder de decisión activa.

En los estados unidos no hay precisamente una sociedad de masas. Cormo no han sido nunca del todo una
comunidad de públicos. Estas expresiones designan tipos extremos; señalan ciertas características de la realidad,
pero son en sí, elaboraciones teóricas; la realidad social es siempre una mezcla de ambas. Sin embargo, no podemos
entender bien qué proporción de cada una se encuentra en nuestra situación actual, si no comprendemos primero,
en términos de dimensiones explícitas, los tipos extremos y absolutos. Para captar las diferencias entre públicos y
masa hay que observar por lo menos cuatro dimensiones.
Primero, la proporción entre los que exponen la opinión y los que la reciben; y éste es el medio más sencillo de
declarar el Significado social del instrumento formal para la comunicación de masas.
La segunda dimensión que debe preocuparnos es la posibilidad de impugnar una opinión sin miedo a represalias
internas o externas. Las condiciones técnicas de los medios de comunicación, al imponer una proporción menor de
oradores para los oyentes, puede restringir la posibilidad de contestar.
Tercero, Hay que considerar, asimismo, la relación entre la formación de opiniones y su aplicación en la acción social;
la facilidad con que la opinión influye en las decisiones de gran importancia. Claro que esta oportunidad para que el
pueblo formule sus opiniones colectivamente está limitada por su situación en la estructura del poder.
Cuarto, por último, el grado en que la autoridad institucional, con sus sanciones y restricciones, penetra en el
público. Aquí el problema reside en la medida en que el público es realmente autónomo frente a la autoridad
instituida. En un extremo, no hay ningún agente de la autoridad oficial entre el público autónomo.
Combinando estos distintos puntos, podemos obtener pequeños modelos o diagramas de diversos tipos de
sociedades.

En un público, tal como podemos entender dicho término, 1) expresan opiniones tantas personas como las reciben;
2) las comunicaciones públicas se hallan organizadas de modo que cualquier opinión manifestada en público puede
ser comentada o contestada de manera inmediata y eficaz. Las opiniones formadas en esa discusión 3) encuentran
salida en una acción efectiva, incluso –si es necesario-s- contra el sistema de autoridad dominante, y 4-) las
instituciones autoritarias no penetran en el público, cuyas operaciones son, por lo tanto, más o menos autónomas.
Cuando prevalecen estas condiciones, nos encontramos ante el modelo activo de una comunidad de públicos, y este
modelo encaja perfectamente con las diversas suposiciones de la teoría democrática clásica.
En el extremo opuesto, en una masa, 1) es mucho menor el número de personas que expresa una opinión que el de
aquellas que la reciben, pues la comunidad de públicos se convierte en una colección abstracta de individuos que
reciben impresiones proyectadas por los medios de comunicación de masas; 2) las comunicación es que prevalecen
están organizadas de tal modo que es difícil o imposible que el individuo pueda replicar en seguida o con eficacia; 3)
la realización de la opinión en la acción está gobernada Por autoridades que organizan y controlan los cauces de
dicha accion4-) la masa no es independiente de las instituciones; al contrario, los agentes de la autoridad penetran
en esta masa, suprimiendo toda autonomía en la formación de opiniones por medio de la discusión.

Las tendencias estructurales de la sociedad moderna y el carácter manipulativo de su técnica de comunicación llegan
a un punto de coincidencia en la sociedad de masas que es, en gran parte, una sociedad metropolitana. El desarrollo
de la metrópoli, aislando a hombres y mujeres en sectores y rutinas cada vez más estrechos, les hace perder todo
sentido de su integridad como público.
Los miembros de públicos en comunidades más pequeñas se conocen unos a otros más o menos, porque se
encuentran en los diversos momentos de su rutina total. Los miembros de la masa en una sociedad metropolitana
sólo se conocen entre sí como fracciones en medios especializados: el hombre que arregla el auto, la muchacha que
le sirve a usted su almuerzo, la vendedora tras el mostrador, las mujeres que cuidan a su hijo en la escuela durante el
día. Cuando las personas se encuentran de este modo florecen los prejuicios y las estereotipias. La realidad humana
de los demás, no se manifiesta ni puede manifestarse.
Sabemos que las personas tienden a escoger aquellos ambientes que confirman lo que ya creen y disfrutan. Del
mismo modo, tienden en la segregación metropolitana, a ponerse en contacto con aquellos cuyas opiniones son
similares a las suyas. Y se inclinan a tratar superficialmente a los demás. En la sociedad metropolitana desarrollan, en
defensa propia, una actitud de indulgencia que es algo más hondo que una actitud. Por lo tanto, no experimentan
auténticos choques de puntos de vista, ni se plantean verdaderos problemas. Y cuando esto ocurre tienden a
considerarlo como simples faltas de educación.
Los públicos viven en determinados ambientes, pero pueden trascenderlos, individualmente, mediante el esfuerzo
intelectual; socialmente, valiéndose de la acción pública. Por la reflexión y el debate, así como la acción organizada,
una comunidad de públicos llega a sentirse a sí misma y en realidad a ser activa en aspectos de tipo estructural.
Pero los miembros de una masa viven en círculos y no pueden salir de ellos, ni espiritualmente ni activamente,
excepto -en el caso extremos en la forma de "espontaneidad organizada" del burócrata en motocicleta. No hemos
llegado aún a este caso extremo, pero observando al hombre metropolitano de la masa norteamericana, podemos
ver sin duda los preparativos psicológicos que conducen a él.
Podemos pensar en ello de esta manera: Cuando un puñado de hombres no tienen empleo, y no lo buscan,
indagamos las causas en su situación inmediata y su carácter. Pero cuando doce millones de hombres están sin
empleo, entonces no podemos creer que todos se volvieron "holgazanes" súbitamente o resultaron "inútiles". Los
economistas llaman a esto "desempleo estructural" –queriendo decir, por lo pronto, que los hombres en cuestión no
pueden controlar ellos mismos sus oportunidades de empleo. El desempleo estructural no se origina en una fábrica
o en una población, ni se debe a que una fábrica o una población hagan o no hagan algo. Por otra parte, es poco o
nada lo que el hombre de una fábrica en una población pueda hacer para resolver el fenómeno cuando éste invade
su medio personal.
Esta distinción entre estructura social y ambiente personal, es una de las más importantes de que disponemos en los
estudios sociológicos. Nos permite entender pronto la posición del "público" en los Estados Unidos de hoy. En todos
los sectores principales de la vida, la pérdida de un sentido de estructura y el naufragio en medios desprovistos de
poder constituyen el hecho cardinal.
La idea de una sociedad de masas sugiere la idea de una élite de poder. En contraste, la idea de público sugiere la
tradición liberal de una sociedad sin élite de poder, o en cualquier caso de élites transitorias, sin importancia
soberana. Pues si un público auténtico es soberano, no necesita dueño; pero las masas, en su pleno desarrollo, son
únicamente soberanas en algún momento de adulación plebiscitaria a una minoría como celebridad autoritaria. La
estructura política de un Estado democrático requiere público; y el hombre democrático, en su retórica, debe
afirmar que dicho público es la sede misma de la soberanía.
La cima de la sociedad norteamericana está cada vez más unificada y en ocasiones parece coordinada
voluntariamente; en la cima ha surgido una élite del poder. Los niveles medios son una serie de fuerzas a la deriva,
empatadas y equilibradas: este centro no une la cima con la base. La parte inferior de esta sociedad está
políticamente fragmentada, e incluso como hecho pasivo, cada día con menos poder; y, en esta parte inferior, está
surgiendo una sociedad de masas.

MEDINA ECHAVARRÍA, José (1969). “La ideología del desarrollo y los nuevos partidos”. En: Consideraciones
sociológicas sobre el desarrollo económico de América Latina. Buenos Aires: CLACSO, 2017, pp. 100-152.

Poco preparado en materia de asistencia o política social, se hubiera inclinado por vocación a las cuestiones más
teóricas de la sociología, pero algo ha dicho ya sobre ellas —poco ciertamente— y, a las mismas espera volver en
otro momento con renovado empuje. Algunas contingencias —la vida siempre es azar—, y quizá el “vicio impune” de
la curiosidad intelectual, le hicieron preferir en este caso la línea histórica, aunque fuera —como no podría ser
menos— en extremo delgada y provisional. ¿Cuál ha sido en la accidentada historia de la América Hispana —perdón,
de América Latina— el meollo esencial de sus peripecias político-sociales? Convenía de esa suerte relatar lo que ha
sido el origen y el ocaso del sistema de la hacienda, como la estructura fundamental cuyo movimiento se acompaña
de otros acontecimientos no menos esenciales, atrayéndolos o irradiándolos, según el caso.

En las primeras décadas del siglo XX el declive descendente del viejo sistema se encuentra con otras fuerzas ahora
ascensionales que pugnan por su total transformación. Años más tarde, en medio de una complicada constelación
internacional, se produce por la faz entera de América Latina una nueva y radical “toma de conciencia”, que tiene
como principal impulso la enérgica aspiración a su desarrollo económico y que coincide, por así decir, con el
comienzo de su edad plenamente adulta. La insistencia el surgir de un nuevo “nivel de aspiración” en el lenguaje de
los modernos psicólogos— pone de pronto en singular relieve la naturaleza política de la poderosa palanca que ha
de completar en nuestros días la transformación de América Latina. Pues acontece, en efecto, que el régimen
político de partidos, heredado de la vieja estructura agraria de la región, está hoy día tan caduco como el sistema de
la hacienda de que brota. Los observadores extranjeros suelen a veces describir como una manía latinoamericana lo
que ellos juzgan como preferencia —entre mágica y enfermiza— por unas u otras formas del “dirigismo” estatal. No
se trata de eso en realidad. Se trata más bien de que estamos en los albores de la formación de nuevas clases
dirigentes, de otra “clase política” que sea a la par tan enérgica como moderna.

En los últimos años transcurridos —ciego será quien no lo vea— se ha producido una intensa acumulación de saber
económico —en la teoría y en la práctica. Y solo se sostendrá en lo futuro como auténtica clase dirigente aquella que
posea un conjunto de ideas claras sobre semejante problema.

1. ¿EXISTE UNA SOLA FÓRMULA DE DESARROLLO?

En efecto, todo aquel que por equis motivos —sea de simple curiosidad o por obligación profesional— haya
tenido que manejar por algún tiempo la bibliografía cada vez más abundante sobre el desarrollo económico, se
ha visto precisado a seguir sucesivamente o en zig-zag una de estas tres rutas:
a) la de la teoría económica estricta sobre ese desarrollo, desde los padres venerables de la ciencia económica
hasta los más modernos constructores post-keynesianos de unos y otros modelos —Harrod, Domar y otros
dificultosos econometristas— pasando por las diversas teorías faseológicas del pensamiento tudesco;
b) b) la ruta de la experiencia histórica, acumulada por el saber de profesionales de uno u otro tipo,
historiadores generales, lo mismo que de la economía o los más modernos del acontecer social (los hombres
—huelga toda cita— son tan ilustres como numerosos), o c) la ruta por fin de b) las tipologías modernas,
entre cuyos autores descuella ahora entre los más citados W. Rostow y una abundante serie de
contradictores, desde los más suaves como R. Aron hasta los más virulentos y dogmáticos —es natural—
como P. A. Baran
c) la ruta por fin de las tipologías modernas, entre cuyos autores descuella ahora entre los más citados W.
Rostow y una abundante serie de contradictores, desde los más suaves como R. Aron hasta los más
virulentos y dogmáticos —es natural— como P. A. Baran.

Los historiadores de la economía muestran la extraordinaria variedad de circunstancias en que se dio el crecimiento
de estos o los otros países: la espontaneidad creadora de algunos industriales particulares, la influencia del estado
en otros, la aportación del sistema bancario en los de más allá y el distinto papel en el “despegue” de los más
variados sectores industriales —textiles o sederías, centros metalúrgicos o explotaciones forestales, ferrocarriles o
empresas navieras, etc.— o una peculiar combinación de unos y otros

La objeción fundamental del sociólogo se refiere sin embargo al problema de la mencionada “hipótesis”. Lo
inverosímil para el que haya realizado con cuidado la excursión anterior es la insistencia con que hoy se ofrecen.

Ahora bien, las lecciones de la teoría y de la historia, la riqueza del instrumental técnico del que hoy se dispone,
significan en definitiva que se está ante un conjunto de opciones ante las cuales elegir y decidirse. Lo único que se
exige es que el cuadro constituido al final por esas decisiones sea claro y coherente. Toda política “adulta” sabe que
no pueden quererse al mismo tiempo cosas contradictorias. Los valores elegidos han de acordar entre sí, los fines
armonizar con los medios y preverse las consecuencias secundarias de la acción hasta donde sea posible.

Sin embargo, el término de dilema antes deslizado no es del todo correcto, ya que no se trata de oposiciones
irreductibles, sino de opciones entre posibilidades susceptibles de discretos compromisos intermedios . Tratemos,
pues, de esas opciones en el desarrollo económico, de acuerdo con la naturaleza esencial de sus problemas:
técnicos, políticos y sociológicos. Pero habrá de hacerse —pues el tiempo lo exige con premura— sin
pronunciamiento alguno sobre el fondo de la cuestión ni consideración morosa de ninguna de sus ramificaciones. Y
quede bien entendido también que, como en toda clasificación, la realidad indócil ante la lógica permite el paso sin
dificultad entre uno y otro de los compartimentos puramente analíticos.

A) EL DESARROLLO COMO PROBLEMA TÉCNICO: LAS OPCIONES ECONÓMICAS


El problema técnico del desarrollo presenta, entre otras, las siguientes opciones, siempre que se entienda, a más
de lo antes dicho, que en muchos casos no deben interpretarse como “recetas” inalterables, sino más bien como
una enunciación de las principales fórmulas que hasta hoy se han aconsejado o siguen todavía aconsejándose:
1. La primera, —y en estos momentos fundamental— es la que dicta nuestra actual “impaciencia” ante la
historia. Hay que elegir, por un lado, entre el big push, entendido en un sentido mucho más amplio que el
rigurosamente técnico de alguna doctrina, y otros procedimientos de mayor mesura y lentitud, descontando
desde luego la bien intencionada esperanza que se puso por algunos en el tardígrado movimiento del
“desarrollo de la comunidad”, utilizable en todo caso aquí o allá, como modesto peón de brega, en tareas
complementarias y de ayuda. En efecto, el big push no es tan solo un empellón en los aspectos sectoriales
de la economía, sino que supone una auténtica “conmoción” social en la concentración de los
asentamientos humanos, en el sistema de las ocupaciones y en la formación apresurada de poderosas
cabezas dirigentes. Quede planteado una vez más el problema, que todavía no ha tenido hasta hoy
adecuado estudio.
2. La segunda opción es la que existe entre la expansión de las actividades primarias y sus exportaciones —
agricultura y minería— o el impulso de la producción industrial.
3. El problema técnico del desarrollo es asimismo la opción archisabida entre los sectores industriales
merecedores de mayor atención. Cabe elegir entre las industrias ligeras de los bienes de consumo y las
industrias pesadas de los bienes de equipo. Conocida es la inversión trazada en este punto por el desarrollo
soviético, en que al revés de lo común europeo la siderurgia acentuó su prioridad frente a los textiles.
Tampoco hay en este campo receta infalible. La industria pesada exige condiciones muy particulares —de
recursos, de energía y de capacidad profesional— que no se encuentran por todas partes. reconoce que allí
donde se ofrecen esas condiciones la construcción de una industria pesada es poderoso motor de expansión
y “permite, a la larga, un desarrollo mucho más rápido de las industrias de los bienes de consumo”
4. La cuarta opción en los problemas técnicos del desarrollo —si es que puede hablarse propiamente de opción
en este caso— es la que se formula por algunos en forma ahora sí dilemática: la elección entre “estabilidad”
y “desarrollo”. Este problema, unido a uno de los más pavorosos que pueden existir para el profano —el de
la inflación— ha sido objeto en estos años de una discusión apasionada,
5. Una quinta opción podría formularse como aquella que lleva a decidirse por una redistribución de inmediato
del ingreso racional “actual”, los incrementos del ingreso de una manera menos desigual que la
anteriormente existente
6. Una nueva opción es también posible entre una política económica de carácter general e integrado o una
acción que tienda a concentrarse en alguno o algunos de los sectores considerados como sectores clave o
“estratégicos”. La actualidad de esa opción se refleja en la bibliografía sobre el desarrollo económico
7. Implícita en otras afirmaciones de este trabajo, conviene sin embargo destacar en formulación explícita otra
opción de distinto carácter y a la que hoy se concede alguna importancia teórica48. Se trata en ella de optar,
ante determinados recursos escasos, entre cargar la mano sobre inversiones de carácter “social” (viviendas
populares, por ejemplo) y aún más sobre costosas inversiones en la “infraestructura social” capaces de
producir en su día “oportunidades” a la actividad económica propiamente tal, o de decidirse sin semejante
rodeo por las inversiones “económicas
8. En América Latina —quizá más hoy que en otras zonas de subdesarrollo— hay que contar asimismo con la
opción que supone un desarrollo nacional de carácter “independiente” o bien un desarrollo que se plantee
ya desde el principio dentro del cuadro de un área determinada de integración o de fórmulas de libre
comercio entre diversos países
9. Tampoco puede silenciarse la posibilidad de una elección, en ciertos momentos, entre contar o no con el
capital extranjero como elemento dinámico del desarrollo, con la decisión, en su caso extremo, de utilizar
exclusivamente el capital nacional
10. Otra opción en las cuestiones técnicas del desarrolló es la que se refiere al reparto óptimo de ciertas
situaciones económico demográficas, y que se formula de la siguiente manera, con una nota de
problematismo.
11. En algunos países latinoamericanos se han manifestado determinadas corrientes de opinión en favor de que
el Estado se apropie de algunas empresas y sectores de producción que en los denominados países
capitalistas se encuentran en manos particulares (compañías de teléfonos, de energía eléctrica, de
construcción naval, de fabricación de algunos tipos de vehículos automotores, o bien sectores como los del
petróleo, el carbón, el acero, los transportes, etc.). Es decir, ciertos servicios públicos, determinados recursos
naturales y algunas actividades económicas consideradas fundamentales. Que por circunstancias históricas
se expresa sin demasiada elegancia como la alternativa entre estatización y “privatización.
B) EL DESARROLLO COMO PROBLEMA POLÍTICO: LAS OPCIONES SOBRE EL SACRIFICIO
Los problemas políticos del desarrollo presentan asimismo otra serie de opciones no menos decisivas:
1. Conviene saber en primer lugar si se prefiere el laissez passer o la intervención estatal, es decir —en otra
terminología— el desarrollo espontáneo o el “inducido”, fea palabra sin lugar a duda. La cuestión está
zanjada por la historia en todas partes y apenas quedan ortodoxos del viejo estilo. Los modernos
neoliberales siempre hablan de una economía de mercado de carácter social, ordenada y dirigida por un
estado de derecho. Lo único que entra en la discusión es cuáles sean la naturaleza y límites da la
intervención permisible: apoyo de la pureza del mercado dentro del sistema; intervenciones ad hoc a tenor
de los problemas tanto nacionales como internacionales; orientación económica general; programación
rigurosa o planeación total por los mecanismos estatales. Al lado de la administración central de los países
soviéticos, en todos los demás, el estado es por todas partes un Welfare State, solo que, como ha puesto
Myrdal de relieve, su papel es muy distinto en los ricos y poderosos del que tiene en los más pobres y menos
desarrollados.
2. Carácter político y esta es quizá problemática por estar enlazada a realidades económicas que pueden ser
ineludibles, es la que existe entre los crecimientos abiertos o cerrados o, en otros términos, entre economías
dominantes o satélites. La elección, se insiste, no es puramente política pero ha habido casos históricos de
obstinada predilección por una de ellas, a pesar de todas las circunstancias aparentemente adversas
3. Refiere a la elección entre los intereses de potencia y los intereses del bienestar general. Los planteamientos
seculares de ese dilema pueden ser que algunos los consideren ya incomprensibles, pueden resolverse en
todo caso dentro de compromisos pasables tolerables.
4. Carácter político en el desarrollo económico no deja de ser la más grave de todas y sin duda alguna para los
países de nuestra América. Se trata de elegir sobre quiénes han de recaer las mayores cargas del sacrificio.
En sus formas extremas se trata de optar entre el sacrificio “exclusivo” de unos pocos o el sacrificio
compartido por todos.

Los economistas pueden aconsejar diversas fórmulas; cuestiones técnicas, fuera ahora de nuestro alcance. Para
el político, que es un problema de justicia, esa opción quizá deba a veces sacrificar algunas de las mejores de
entre las propuestas al objetivo supremo entre los suyos —es de suponer— que es conseguir el consenso y la
cohesión nacionales.

C) EL DESARROLLO COMO PROBLEMA SOCIOLÓGICO En el campo sociológico si cabe distinguirlo, de hecho, del
político, aunque sí en lo analítico.
1. Hay que decidirse o no, en primer lugar, sobre si a la acción del desarrollo económico deben acompañarse
intentos mayores o menores de una reforma de la estructura social. Y el Estado puede actuar en muchos
campos, comenzando por el muy decisivo de la educación. No entraremos sin embargo en más detalles.
2. 2. Hay que decidirse, en los comienzos sobre todo del desarrollo, sobre si debe imperar una general
disciplina que empiece de modo ejemplar por los cuadros dirigentes mismos —sobran ejemplos históricos—
o si cabe abandonarse a la común laxitud y bonhomie a que nos inclinamos casi sin excepción la mayoría de
los seres humanos. Con todo, los economistas tienen razón, dentro de las presentes sociedades industriales,
y se preocupan por encontrar la estrategia capaz de estimular el rendimiento y el sentido de la
responsabilidad, y de crear las ambiciones que ponen en marcha la movilidad social.
3. 3. Otra alternativa en los problemas sociológicos del desarrollo económico es la que demarca la distancia
entre la apatía e indiferencia de las clases populares, o, al contrario, su decidido apoyo y entusiasmo.
Conviene subrayar que nunca se dio mayor unanimidad que en este punto entre los más varios
representantes de la ciencia social: economistas y sociólogos, teóricos políticos, educadores y psicólogos. Es
decir, todos estuvieron contestes en que no puede darse un desarrollo económico duradero y eficaz por
tanto a la larga, si no está mantenido por el entusiasmo y la participación popular. Cuál sea esa participación
popular —desde la minúscula comunidad campesina a la populosa ciudad— y cómo lograr ese entusiasmo
sin mitos engañadores, es también cosa que no puede rozarse aquí.
D) LAS DIFERENTES OPCIONES Y SU ARTICULACIÓN EN LAS IDEOLOGÍAS DE LOS PARTIDOS: no obstante, su
premura, de las principales opciones y alternativas del desarrollo económico no pretendía la menor
originalidad, y excusado es decirlo. Solo intentó mostrar en qué forma y manera, por la articulación
coherente de algunas de ellas, los nuevos partidos de la era industrial podrán construir los adecuados
idearios, sustitutos de las viejas fórmulas caducas y de la faramalla arcaizante sin raíz alguna ya en los
auténticos problemas de estos tiempos.
Estos nuevos partidos políticos y las “clases dirigentes”, que siempre son su inspiración, tienen sobrada materia
si quieren encarar seriamente el triple proceso de trasformación social de América Latina en nuestros días: su
desarrollo económico, el término de sus integraciones nacionales y la iniciación de las configuraciones
supranacionales que son la única garantía de su supervivencia —política y cultural— en el azaroso tablero
planetario de nuestro tiempo. Pero para ceñirnos una vez más, al problema esencial de estas páginas sobre el
desarrollo económico, importa hacer constar que la ciencia económica ya ha acumulado saber bastante para que
de la riqueza de sus proposiciones, puedan elegir los grandes partidos los elementos esenciales de su ideología
se ponga: i) en el tempo; ii) en los mecanismos que se ofrezcan; iii) en la forma de la distribución de los sacrificios,
y iv) en el grado, mayor o menor, de la intensidad de su apelación popular.

A pesar de lo que antes se ha dicho sobre la falsedad de la creencia acerca de la imperiosidad de determinados
modos de crecimiento económico —deslizándose incluso cierta curiosidad admirativa por la capacidad creadora
del Japón o de la India— dejaríamos de ser hijos de nuestro tiempo si resistiendo, por así decirlo, al imperativo
mostrenco que nos rodea, no concediéramos ahora alguna atención a los “modelos” que pretenden mayor
vigencia. Alguna atención, es decir, aquella mínima necesaria para llevar a buen término el examen concreto de
la cuestión, objeto esencial de estas páginas.

2. ACERCA DEL MODELO SOVIÉTICO

A) LA PROGRESIÓN ASCENDENTE DE LA ECONOMÍA SOVIÉTICA Hace ya algunas décadas que los intentos de la
revolución del 17 se anunciaron repetidamente como un fracaso en los aspectos cabalmente que ahora más nos
importan, en los de su crecimiento económico. Las hay a no dudarlo, como en el caso de la agricultura
reconocido asimismo generalmente— del desarrollo económico soviético. Los espectaculares triunfos
posteriores en el campo técnico científico de la conquista de los espacios siderales han tenido que silenciar las
dudas más profundas del mayor escéptico. Sin embargo, lo malo por añadidura para el profano en los ámbitos
recónditos de la economía, es que tampoco puede descansar en las interpretaciones académicas de carácter
oficial para compararlas con las que le son habituales.

B) LA CONVERGENCIA EN LOS ASPECTOS MATERIALES DE LOS SISTEMAS EN PUGNA A diferencias del anterior,
ya caducado, otros problemas de mayor complicación y hondura teórica, preocupan hoy a las mejores mentes,
aunque no pueda ser—a la corta y a la larga— de los dos sistemas que aparecen hoy en inconciliable pugna.
Convergencia por un lado en el problema extremadamente técnico de la denominada racionalidad económica y
convergencia por otro lado en los mecanismos y soluciones prácticas de que hacen uso ambas economías. Es lo
más probable que los planeadores soviéticos procedieran en los primeros años de manera empírica, base del
conocido método del tanteo y error; pero poco a poco refinaron sus métodos y hoy poseen un campo de
doctrina que equipara en el campo de la calculabilidad, de la racionalidad, económica, los procedimientos
dominantes tanto en el Este como en el Oeste

4. CONSIDERACIONES SOBRE LA FÓRMULA OCCIDENTAL

Una mera declaración de principio, el paréntesis de una preferencia dentro de una estimativa de valor, una
atenuación al rigorismo weberiano que compartimos quizá generaciones contemporáneas, aunque no
coetáneas, no resuelven por sí mismos el problema objetivo. Y por eso, cerrado aquel paréntesis, hay que volver
lo más cerca posible a la inescapable neutralidad del análisis científico. Pasemos pues, a considerar ahora la
“fórmula occidental” luego de examinada —a la ligera sin duda— la soviética.

B) LA NUEVA BIBLIOGRAFÍA Y LAS REUNIONES INTERNACIONALES SOBRE EL TEMA Sobre el tema democracia y
desarrollo ha caído de pronto en estos últimos años una extensísima bibliografía62. Su razón de ser se
comprende sin mayores dificultades. EL tercer mundo del que tanto se escribe y habla en estos instantes no es
solo un campo, naturalmente de experiencias económicas —no hablemos de los intereses de unos u otros—,
sino de intensas innovaciones políticas en el más estricto sentido de aquella palabra. Se trata de milenarias
culturas esforzadas por modernizar sus fachadas políticas a tono de sus transformaciones económicas, y en este
caso nos interesan más que nada, en su significado intelectual naturalmente, las que siguen o intentan adoptar
los modelos “occidentales”, o son más bien en la mayoría de los casos —en particular en África— países
obligados a resolver conjuntamente.

C) LA CONVERGENCIA EN LA ESTRUCTURA SOCIAL Es decir, la convergencia en la estructura social que, de ser


cierta, muestra por lo pronto la uniformidad de fisonomía de todas las sociedades industriales avanzadas, y que
despierta además esperanzas de tipo político que ya no tienen iguales seguridades a las ofrecidas por la sobria
constatación objetiva de la mencionada comparación estructural

E) PARÉNTESIS FINAL SOBRE LA “LEGITIMIDAD” Y LA “EFICACIA” Las consideraciones anteriores aluden a


situaciones objetivas que cualquiera puede comprobar y aceptar. Y nadie que no esté ciego desconoce el
poder de atracción que esos logros soviéticos —aparte la doctrina— ejercen por todos lados, sobre todo en
los pueblos más vapuleados por la historia en la ancha zona del tercer mundo. Lo que eso significa es una
lección que no parece aprenderse con la eficacia debida. Pero tampoco es esto la última palabra para los que
de algún modo son y se sienten herederos de la vieja Europa. Los mejores historiadores de su larga historia
suelen explicar en último extremo el secreto de su fuerza y la gracia de su creación en que en todo momento
supieron los europeos conservar separados sus poderes mayores: iglesia e imperio, monarquía y nobleza,
estado llano y burguesía, intelectuales y hombres de toga, las letras y las armas, la ciencia y las creencias.
2. CONSIDERACIONES SOBRE LA FÓRMULA OCCIDENTAL

El problema científico en su más riguroso meollo consiste en saber si el sistema democrático tradicional es o no
compatible y en qué grado con las exigencias del desarrollo económico, pero no solo en general sino con
atención expresa a los países que comienzan o pretenden acelerar el mencionado crecimiento

A) LA TRADICIÓN DEL LIBERALISMO Y LA DEMOCRACIA FORMAL El primero y más obvio, que casi parece de
Perogrullo, es el hecho de que en definitiva somos o nos sentimos occidentales
B) LA NUEVA BIBLIOGRAFÍA Y LAS REUNIONES INTERNACIONALES SOBRE EL TEMA Sobre el tema democracia
y desarrollo ha caído de pronto en estos últimos años una extensísima bibliografía. Su razón de ser se
comprende sin mayores dificultades. EL tercer mundo del que tanto se escribe y habla en estos instantes no
es solo un campo, naturalmente de experiencias económicas

C) LA SUPUESTA CORRELACIÓN DE RIQUEZA Y DEMOCRACIA, Pues bien, en este instante del despliegue de
nuestro tema —con conciencia de la formación, “subdesarrollada” de quien la emprende— es imprescindible
volver de nuevo a una correlación antes enunciada. La idea de que democracia y bienestar económico son
fenómenos paralelos, se encuentra hoy en declaraciones de tan variada catadura.

a) que el estado de la democracia se encuentra en una relación directa con el desarrollo económico , que en una
sociedad son tanto mayores las probabilidades de una democracia cuanto mayor sea su riqueza, y por tanto, que
una sociedad dividida entre una masa miserable y una pequeña elite afortunada da lugar a la oligarquía (imperio
dictatorial del delgado estrato superior) o a la tiranía (dictadura de base popular);

b) que el desarrollo económico en la medida en que se ve acompañado de ingresos cada vez más altos, de una
mayor seguridad económica y de una educación más elevada y general, influye decididamente en la naturaleza
de la “lucha de clases”, en la medida en que las capas inferiores adquieren ideas mucho más amplias y complejas
sobre la realidad, social, de carácter reformista en consecuencia. “La creencia en un reformismo gradual solo
puede ser la ideología de una clase obrera relativamente acomodada. Pruebas concluyentes de esta tesis
pueden encontrarse en las relaciones entre las formas de conducta política de las clases trabajadoras y el ingreso
nacional en distintos países una correlación casi desconcertante en vista de los muchos otros factores naturales,
históricos y jurídicos que afectan la vida política de las naciones”

c) Sin embargo, cuando la industrialización ocurre muy rápidamente, introduciendo violentas rupturas de
continuidad entre la situación industrial y pre-industrial, son mayores las probabilidades de que surjan
movimientos obreros de carácter extremista. Con lo que tenemos aparte de una contraprueba, una confirmación
de las posibilidades ya antes descritas de las llamadas “situaciones de masa”.
La democracia es ante todo, una creencia, una ilusión si se quiere, un principio de legitimidad. Sin esa creencia,
nada hubieran hecho los pueblos pobres por conseguirla, pero es también una “vigencia” que algún día puede
evaporarse en la plenitud de la riqueza

D) LA INESTABILIDAD POLÍTICA A pesar de todo, hay un elemento de verdad, en la famosa correlación entre
democracia y desarrollo, y no hay por eso que echar a la ligera, a humo de pajas , la idea de que una general y
equitativa distribución de ingresos medios relativamente elevados favorece la cordura y la calma de las
actividades políticas. Y sin embargo la inestabilidad política no es un sinónimo de pobreza. Topamos así con la
palabra que más veces se ha echado en cara a los latinoamericanos.

E) LAS DEFICIENCIAS DE LA DEMOCRACIA La inestabilidad política latinoamericana ofrece por el reverso de su


medalla otra imagen cuya percepción puede dar lugar asimismo a penosos sentimientos. Pues semejante
inestabilidad significa en fin de cuentas un estado deficiente de la democracia, no por todas partes y en todo
momento, pero sí en algunos de unos y otros. Y esa experiencia, en la medida que afecta a una de sus más caras
representaciones, ha sido a veces para el latinoamericano más penosa que la aceptación consuetudinaria de los
cambios numerosos de los personajes gubernamentales. Además de ese sonrojo, por vivencia propia de las
deficiencias de su democracia, se tropieza el latinoamericano por añadidura, con las clasificaciones de la ciencia,
propia o foránea, de la situación política de sus respectivos países, capaces de acentuar todavía más los colores
de aquel estado de ánimo. Una, entre las más sencillas, es la que distingue entre los distintos países según
predominen en ellos una de estas cuatro situaciones: democracias estables, dictaduras de no menor estabilidad,
democracias inestables o dictaduras de naturaleza semejante.

En un caso, es la de la propia América Latina, que no está exenta de relativos largos períodos en que esa democracia
ha funcionado en unos y otros países con aceptable compostura.

F) LA ESTABILIDAD DEMOCRÁTICA NORTEAMERICANA Conviene por eso, reconocida la deficiencia, examinar


la textura de algún caso relativamente ejemplar y de algún otro que, siéndolo menos, pueda ser
aleccionador en nuestras circunstancias.
G) EL CASO DE ALEMANIA
Si ahora volvemos a la contrafigura antes anunciada elijámosla esta vez sin titubeos no en América, sino en
Europa. Pensemos en Alemania, por tantas cosas no menos admirable que los Estados Unidos —nadie
imagine en desplazadas comparaciones— pero cuya historia democrática ha sido —digámoslo con suavidad
— poco edificante. No solo hay que tener en cuenta los años catastróficos de la patología nazi, explicable
quizá en sus orígenes por un complejo de causas ya hoy de todos conocidas. Se trata de recordar la historia
entera de esa infortunada democracia desde los días aciagos del fracasado.

La estructura social de Alemania, fue hasta el presente —la de la República Occidental— poco favorable a la
consolidación de la democracia, por los siguientes hechos, entre otros: a) Por la permanente defección de
sus clases medias. La antigua, en la medida en que por oposición a lo ocurrido en otras partes —y no
obstante sus ideas liberales— no supo ser el verdadero soporte de la revolución industrial hecha en
Alemania (de 1871 a 1914) desde arriba; la “nueva”, apenas liberal, prefirió entregarse para la defensa de
sus intereses a la protección del estado.
b) Porque el capitalismo alemán careció del típico dinamismo de otros países —Inglaterra o los Estados
Unidos— en el grado en que estuvo dirigido por la acción del estado. De esa suerte, si recordamos el hecho
de la diferenciación y relativa autonomía de las distintas instituciones y élites a que antes se hizo mención,
aconteció en Alemania una determinada confusión e imposición de dominio. “El Estado fue en Alemania el
ámbito institucional que dio el tono dominante”, mientras que en las sociedades burguesas, por el contrario,
ese tono provenía del lado económico (Shumpeter).
c) Porque, en vez de la discusión y el compromiso fue una característica germánica la regulación autoritaria
de los conflictos sociales. Elementos utópicos y totalitarios muy difíciles de desterrar, todavía hoy, al parecer.
d) Porque los intelectuales, mantuvieron por lo general una tendencia a la “enajenación”, o, dicho en
términos corrientes, un relativo desinterés por la cosa pública, con notables excepciones, claro está. “En
Alemania es un fenómeno poco frecuente, la existencia de intelectuales con conciencia de su carácter de
miembros de su propia sociedad, y dispuestos, por tanto a enfrentar las realidades de su efectiva estructura
con la debida distancia crítica”

H) LAS MUDANZAS EN LA ESTRUCTURA DE LA DEMOCRACIA Aburre repetir —y sobra por eso la


acompañante petición de excusa— que sobre tales cuestiones solo cabe decir aquí —con nervioso paso— lo
verdaderamente esencial. Suele reconocerse, hasta que no aparezca otra que la supere, que la mejor
exposición de las mudanzas ocurridas en la estructura de la democracia al paso de las últimas décadas es y
que a pesar de la comprensible acentuación de las experiencias referentes a su propio país —Alemania—
vale en su conjunto y en general para todos los demás. Para evitar caer en la tentación de examinar algunas
de las cuestiones técnicas que salen al camino, prefiero no seguir el mencionado escrito y acogerme al
esquema general de otro trabajo del mismo autor80, que no está dirigido a “expertos” y colegas, sino al gran
público en general, y que tiene como tema principal señalar algunos de los peligros que todo ese proceso
lleva consigo para el mantenimiento y defensa de las libertades individuales. Tema este que solo más tarde
en un solo punto valdrá quizá la pena insinuar. Los tres momentos en que aparece distinta la situación de las
libertades individuales son los siguientes: primero, el de la monopolización del poder legislativo por el
parlamento; segundo, el de la sustitución de la democracia liberal y representativa por la democracia radical
e igualitaria del estado de partidos; y tercero, el momento constituido por el desarrollo cada vez más
acentuado del denominado Welfare State, término este que todavía no ha encontrado una adecuada versión
canónica en lengua castellana.
Pero, en cambio, la segunda fase está mucho menos explorada y tiene singular interés para el sociólogo.
Cabalmente, porque se caracteriza desde este último punto de vista, por las transformaciones ocurridas en
la estructura social durante el desarrollo de su creciente industrialización. Dado el hecho de que esas
sociedades han ido realizando poco a poco una nivelación en muchas de las anteriores diferencias sociales —
ingresos, niveles de vida y formas de cultura y convivencia— se ha producido, como fundamental
consecuencia, una despolitización del gobierno democrático parlamentario. Fórmula quizá extremosa para
algunos, que conviene por eso examinar con mínimo detalle. Las consecuencias, en una palabra, de las
transformaciones de la estructura social se han traducido políticamente en los siguientes hechos, entre
otros:

a) en que “la creciente homogeneización social deja cada vez menos espacio a la multiplicidad de partidos”
y una consecuencia de ello sería la significación menor de las ideologías, tesis mantenida por diversos
pensadores y a la que ya antes se aludió en estas mismas páginas;
b) b) en que la preocupación cada vez mayor por la diversidad de actividades estatales que afectan al
ciudadano —sea o no común— en el campo de la economía, de la salud, de la seguridad social, de la
educación, etc., han conducido a “una atrofia de los sectores políticos de las modernas democracias
parlamentarias y a una hipertrofia correspondiente de la administración”
c) c) en que la mayor participación del individuo en numerosas organizaciones privadas —sean o no de
puros intereses materiales— vuelca cada vez más la atención hacia el significado político de semejantes
“grupos de intereses”, que por cierto se orientan “predominantemente hacia el ejecutivo como centro
de la actividad estatal”. (Tampoco siempre cierto por todas partes como es necesario advertir de nuevo
en otro paréntesis).

Con todo, las tesis generales muy incisiva y conviene no echarla en saco roto, incluso en su fórmula al
parecer más extremada, o sea, la de que todo este proceso significa al mismo tiempo la socialización del
gobierno por una parte y la nacionalización de la sociedad por la otra
I) LA DEMOCRACIA PLURALISTA A pesar de todo lo que viene de ser escrito se nos dirá, y con razón,
que no hemos dado todavía con una fórmula que exprese en forma concisa el mencionado complejo
de ingredientes de la democracia moderna. Sin embargo, esa fórmula existe, y, sea o no afortunada
en sus términos, goza hoy ya de la aceptación general. Se trata de la denominada democracia
pluralista. Tratar de exponer ahora su contenido con sistemático detalle, no solo sería impertinente
en vista de que el tiempo apremia y la paciencia se agota, sino porque no habría de consistir sino en
articular, en forma lógica, todos y cada uno de los fenómenos antes mencionados. Sin embargo,
incapaces de total renuncia, baste con recordar con brevedad telegráfica que la democracia
pluralista consiste en esencia en la aceptación política de la realidad social como un conjunto de
grupos muy diversos, cada uno con distintos intereses y, por tanto, con inevitables conflictos y
discusiones entre ellos, pero que se someten a la norma común para buscar en cada caso el
convenio y compromiso más adecuado, a sabiendas, naturalmente, de su carácter temporal. Mas
semejante pluralismo de intereses y convicciones, esa fructificación fecunda de la tolerancia, solo
puede obtenerse caso de existir ese agreement on fundamentals con tanto acierto comentado y
explicitado por un gran maestro germano-americano de la ciencia política. Ahora bien, a pesar de
que esa democracia pluralista se vive hoy de una u otra forma en los países occidentales más
avanzados,
II) DEMOCRACIA Y PLANEACIÓN A pesar de los comentarios anteriores sobre las preocupaciones más
actuales de la investigación sociológico-política contemporánea, causa extrañeza, por no decir
estupor, que apenas existan investigaciones sobre el punto más importante de la democracia
contemporánea al menos para nosotros los latinoamericanos: el de las relaciones entre democracia
y planeación económica. Y esa carencia, por lo mismo que es tan extraña y alarmante, nos pondría
en un brete de intentar explicarla o interpretarla. No es cosa pues de intentarlo. El hecho es que
desde el día en que la noble figura de Karl Mannheim —el mayor sociólogo de estos tiempos
después de Max Weber— lanzó el tema de la “planificación para la libertad”, entregándose con toda
pasión a la defensa del “tercer camino”, de lo que él llamaba una democracia militante, obligado es
reconocer que no es mucho lo adelantado en este terreno. Su prematura muerte o el carácter
misional de sus últimos días —ya lejanos de la densidad mental de los primeros— le impidieron
completar por sí mismo su tarea. Quizá también el riguroso carácter técnico de la misma. Desde
entonces, sobre democracia y planeación se ha hablado en abundancia, y no siempre con la peor
fortuna —acuidad intelectual se entiende— por parte de sus detractores.

Ya que ha salido una y otra vez el estado benefactor —desconozco si podrá aceptarse esta fórmula— no
sería correcto olvidar que el reconocimiento de su existencia, ha planteado en una y otras partes diversos
problemas, según la vivacidad con que haya sido sentido o de acuerdo con ciertas propensiones
intelectuales.

K) ¿EXISTE UNA SOLA FORMA DE DEMOCRACIA? Descomunal parece la pregunta de este encabezado y
desaforada o fuera de lugar en estas páginas, si no declinamos solemnemente de antemano todo intento de
considerarla en su sustancia filosófica o en su completo contenido político-sociológico. El último gran
filósofo que se ha atrevido con el tema del valor de la democracia en toda su radical profundidad ha tenido
que apelar a la Razón (Vernunf) con mayúscula, para defenderla contra las irracionales alternativas que en
su lugar parece brindamos nuestro tiempo. Y aunque se impone renunciar a la atracción de seguir algunos
de sus luminosos análisis —complicados desde luego— nada perdemos con recoger una tan solo de sus
penetrantes fórmulas. Y es que la democracia no es ante todo una pretensión del hombre frente al estado,
sino una pretensión de todo hombre frente a sí mismo y cuyo cumplimiento es lo que le permite
cabalmente su participación en esa democracia; y esa pretensión podemos verla desde estos tres puntos de
vista: conciencia de responsabilidad, amor por las grandes figuras humanas, y capacidad de educarse uno a
sí mismo.
Algunos quizá encuentren en la fórmula del denominado “partido dominante” (no partido único, cuidado)
el instrumento más eficaz de mantener un programa y de contar con el apoyo popular. O si se quiere, la
fórmula dentro del parlamentarismo clásico, de una coalición mayoritaria con iguales efectos en ambos
sentidos. Lo esencial, sin embargo, es una cosa: que no es uno sino plural el paradigma de la vida política
democrática. Ahora bien, si como antes se dijo, los economistas trataron, “desde dentro”, de plantear con
originalidad los problemas de la realidad latinoamericana, es porque, naturalmente, no olvidaron los
conceptos fundamentales de su ciencia, válidos igualmente en cualquier parte. Los políticos y sus consejeros
—los especialistas de la ciencia social— no pueden olvidar que también existen principios fundamentales de
la democracia, si de ella se pretende hablar con algún sentido. Y aunque son harto conocidos conviene re

M) LA INTEGRIDAD MORAL. NUESTRA AMÉRICA “FARÁ DA SÉ” ¿Sería posible, mejor dicho, seremos
capaces de enfrentarnos en este instante con una última y punzante cuestión? La convicción hasta aquí
mantenida es que la fórmula democrática es capaz de llevar adelante el desarrollo económico y en modo
alguno tan solo por preferencias de valor, sino por razones técnicas. Razones que abonan a la par los
supuestos teóricos del crecimiento —una tasa sostenida y suficiente del mismo— y una distribución
equitativa y humana de sus resultados. Nada se opone en principio a que la inteligencia sea capaz de
determinar los procedimientos necesarios para una programación democrática. Será sin duda más difícil —
como dudarlo— pero de ninguna manera imposible, lograr una equiparación entre planeamiento y
democracia. Quizá la impaciencia de los intelectuales llegue a irritarse en algún momento con las dilaciones
y tropiezos que sus ideas sufren al contacto con la compleja realidad de la vida; más la experiencia de los
hombres de acción puede disuadirles a tiempo de su intemperancia profesional. Pero que puede ocurrir de
llegar el instante, aquí o allá, de que se extienda cómo convicción general la del fracaso de la fórmula
democrática, la del derrumbe del modelo occidental. El futuro se encuentra en el regazo de los dioses y no
es cosa, de que nos pongamos ahora a luchar a brazo partido con Proteo a fin de sacarle su secreto.

La fórmula democrática puede perecer consumida por el estrago de la ineficacia. Pero también puede morir por una
anemia galopante en la savia mantenedora de su legitimidad. Ahora bien, conviene en este punto no engañarse ante
ambas amenazas la segunda es mucho más grave e implacable que la primera. Siempre puede haber una última
esperanza de que, ya casi en la hora cero, puedan surgir algunos hombres aptos para convertir la ineptitud en la
eficacia, hombres capaces, si es necesario, de una última y salvadora intervención quirúrgica. Pero, en cambio, la
evaporación completa de las creencias, la quiebra moral que hasta en sus últimos fundamentos, puede tener la
disolución de esa fe.

MEDINA ECHAVARRÍA, José (1972). Discusión sobre política y planeación. México, D.F: Siglo XXI; pp.5-41.

I. Circunstancias iniciales

En su estudio titulado Transformación y desarrollo (La gran tarea de América Latina), Raúl Prebisch nos entrega un
enérgico esfuerzo por plantear de nuevo, enriquecido ahora por la nutrida diversidad de experiencias de los últimos
años, la dilatada perspectiva de problemas y exigencias que deben tenerse en cuenta en todo designio de vigorizar
los propósitos de llevar pronto a cabo la renovación económica de América Latina. Hay puntos que el autor no ha
podido ni ha querido silenciar, los cuales se abren y proponen a la consideración no sólo de especialistas sino a la
reflexión de todos los que estén preocupados por lo que nos sucede en estos momentos y dispuestos a poner algo
de su pensamiento en aclararlo. De entre esos puntos, reviste cierto dramatismo el que se manifiesta de inmediato
cuando se trata de determinar los métodos o modos de proceder que son posibles en el hacer cotidiano del hombre
en las tareas del desarrollo. Esa interrogante plantea como un dilema de difícil contestación improvisada el dilema
de si es posible lograr el desarrollo gracias a una disciplina general impuesta por sus propias exigencias o si sólo
queda abandonarse o entregarse, caso de fracasar tal disciplina, a los mecanismos de un sistema coactivo . Ahora
bien, este dilema entre disciplina voluntariamente ejercida y compulsión forzosamente aceptada se precisa todavía
más en el lenguaje político cuando el autor se pregunta si el juego corriente de la política de partidos no podría ser
un obstáculo en la gestión económica que el Estado está obligado a emprender cuando pretende realizarla dentro de
un orden de general reconocimiento.
Por detrás o como trasfondo de estas dudas no sólo se encuentra evidentemente la experiencia latinoamericana de
los últimos años, sino la general del mundo moderno. Decantada en su último significado, obliga a interrogarse
perentoriamente por las condiciones de posibilidad de poner en marcha de manera efectiva las tareas del desarrollo
económico dentro de las formas heredadas de la democracia o con más precisión al amparo del régimen
representativo como sistema político vigente.

Tanto el planteamiento en su dilema como en la referencia a su trasfondo, hasta ahora imprecisa, ofrecen sin lugar a
dudas un grave problema a una empresa intelectual que pareciera presentarse con escasas esperanzas de éxito
desde el primer momento. ¿Qué significa en definitiva la palabra “disciplina” como forma y contenido de cualquiera
actividad social? La connotación que el término sugiere, como derivación histórica de requerimientos militares, pone
de modo abrupto una interrogante cuando se le traslada a otros campos en que precisamente subyace como ideal
un tipo distinto de participación espontánea y autónoma. Sin embargo, esta breve alusión roza un solo aspecto nada
más, quizá menor, del rosario de cuestiones con que ha de encontrarse quienquiera que pretenda hacer frente a la
alternativa inicialmente formulada. Un conjunto que arrastra sin duda sumas dificultades en el despliegue del
pensamiento y en el equilibrio de un escrito que no quieran convertirse en una enciclopedia o en una exploración
ilimitada y por consiguiente perturbadora. En efecto, van agolpándose aun sin quererlo una multitud de cuestiones
que en su abundancia insorteable provienen tanto de una experiencia histórica más que centenaria como de los
planteamientos conceptuales que frente a ella fueron elaborando distintas disciplinas sociales . Por otra parte, frente
al dramático dilema que nos ocupa, surge la interrogante de si será posible encontrar en la busca de su solución
propuestas o demostraciones de carácter científico o si más bien nos encontramos ante un tipo de fenómeno que
por resistir en algún grado la completa aplicación de esos métodos científicos exija maneras distintas de tratamiento,
algo que signifique más un esfuerzo de persuasión que de elaboración de una fórmula.

Por otro lado, no son en modo alguno de extrañar las dificultades con que tropieza el ensayo de atacar nuestra
cuestión porque por sí misma —es decir, en su planteamiento— pende de un gran equívoco. Resulta, en efecto, que
lo mismo puede plantearse como un análisis de las condiciones políticas del desarrollo como a la inversa: un análisis
de las condiciones económicas de un orden político determinado, democrático en ese caso; así ha acontecido
realmente, como consecuencia de que los distintos especialistas han procedido las más de las veces echándose unos
a otros la pelota. Los economistas trataron de desarrollar sus modelos de desarrollo dejando a otros, sociólogos o
teóricos de la política, el problema de precisar los datos que por sí mismos dejaban sin tocar, como aceptados o
supuestos. Y al contrario, los actuales politólogos, preocupados por destacar los elementos puramente políticos de
los sistemas postulados como deseables —por lo general no distintos de los ya alcanzados por los países que
consideraban más avanzados—, dejaban a los economistas el estudio de los mecanismos económicos que hicieran
viable el mantenimiento de tales instituciones políticas. Así, es frecuente encontrar en la bibliografía contemporánea
ejemplos abundantes de una y otra posición, con las consiguientes excusas por un lado y los correspondientes
reproches por el otro.  Los economistas esperaban de otros científicos sociales que de alguna manera les dieran
satisfactoriamente elaborado lo que consideraban fuera de su alcance, de las fronteras precisas de su específica
actividad; de modo semejante pero a la inversa, no pocos científicos de la política, de la administración y bastantes
sociólogos reprochaban a los economistas su resistencia a entregarles los conocimientos seguros que estimaban
necesarios en apoyo de su propia tarea. Semejantes discusiones y enfrentamientos en un campo puramente teórico,
sostenidos por el deseo de encontrar generalizaciones válidas para diversas situaciones y tiempos, carecen
posiblemente de sentido; lo único lógico y coherente hubiera sido partir de análisis condicionados en el espacio y en
el tiempo, es decir, de situaciones históricas concretas bien definidas, para plantearse en vista de ellas el problema
en estos u otros parecidos términos.

El enigma presentado por los países económicamente más atrasados obligaba a un planteamiento de dirección
inversa al que guió en su tiempo la obra de Max Weber. Así como este sociólogo se preguntó con toda claridad por
las razones históricas capaces de explicar cómo el capitalismo moderno había surgido únicamente en Occidente y
sólo en ciertos momentos de su historia, el problema de los países subdesarrollados impulsaba a preguntarse por las
condiciones que habían hecho imposible o dificultoso la aparición y el mantenimiento de ese mismo sistema u otro
equivalente en ciertos países y culturas. Con la diferencia de que en el momento en que podía plantearse el
problema en esa forma, todos los países rezagados, casi sin excepción, ya habían sido tocados e influidos en medida
mayor o menor por la aportación expansiva del sistema económico occidental.

La consideración del problema tuvo en sus comienzos un carácter notoriamente político, como consecuencia de que
después de la guerra algunas cabezas previsoras en los países dirigentes empezaron a percatarse con mayor o menor
claridad de que la tensión que parecía más notoria, la ya manifiesta con carácter horizontal entre el Este y el Oeste,
iba a ser tarde o temprano superada por otra quizá más aguda, la tensión ahora vertical entré Norte y Sur. De ahí los
primeros planteamientos teóricos así como la iniciación de los diversos programas y políticas de ayuda técnica y
económica. En efecto, la tensión vertical entre los países ricos del hemisferio norte y los países pobres situados en su
mayoría en el hemisferio sur, constituía una amenaza para el futuro de tal gravedad que obligaba de inmediato a una
acción política responsable. Por su parte, los políticos y los intelectuales de los países económicamente atrasados
tuvieron que percibir en su propio caso con mayor dramatismo aún el problema planteado y emprender por su
cuenta tanto las interpretaciones teóricas adecuadas a su peculiar situación como una serie de medidas políticas
perentorias más o menos improvisadas, de consciente tanteo muchas veces. Lo que de esta manera era un
problema vital para determinados países y para la estabilidad del futuro planetario se convirtió al mismo tiempo
en un tema intelectual, que fue atrayendo sucesivamente a los más diversos especialistas. Es natural que los
economistas fueran los primeros en intentar la elaboración de una teoría del desarrollo que hasta entonces no se
había cultivado explícitamente en esa forma.  La teoría del desarrollo, que ahora comenzaba a elaborarse como
tema destacado, solía concebirse como válida no sólo para los países económicamente en retardo sino en igual
medida para los más avanzados y ricos. En cualquier caso la unilateralidad inevitable de la teorización económica
había de suscitar tarde o temprano en otros estudiosos de la vida social un esfuerzo por completar sus lagunas o sus
fallas. De esa suerte venía a formularse por vez primera la idea de que el denominado desarrollo constituía en
realidad una experiencia más amplia, integral o total como se decía. Los sociólogos aportaron algunos temas al
parecer olvidados que derivaban sin dificultad de su peculiar perspectiva; reiteraron algunas posiciones de la teoría
sociológica tradicional; renovaron con pretensiones de originalidad —especialmente terminológica— algunas ideas
ya contenidas de algún modo en esa tradición, y aconsejaron, por último, la aplicación de las técnicas de la sociología
empírica a ciertos problemas concretos, sea en el campo de las motivaciones o en el terreno de los análisis de
estructura. Sin embargo, parece obligado reconocer sin titubeos que el esfuerzo mayor junto al de los economistas
proviene en estos años de los que se decidieron a enfocar el tema unitario del desarrollo desde el ángulo de la teoría
política: ha ofrecido sin asomo de dudas una contribución muy considerable al examen de aspectos en extremo
serios del desarrollo económico que apenas se tomaron en cuenta en los primeros momentos.

Lo que en muchas partes constituía un problema sentido en carne propia, fue convirtiéndose poco a poco en tema
académico pasto de profesores en busca de novedades, forzados seguidores de una moda o beneficiarios de la
multiplicada aparición de institutos y centros de investigación que se creaban en los países más ricos del hemisferio
norte en virtud de intereses políticos o por motivos humanitarios. El resultado ha sido una profusa producción
bibliográfica, cuajada de repeticiones, resumida en digestos de varia fortuna para el aprendizaje universitario y
materia ineludible de lugar común en el discurso político o en la tarea periodística. De esa variada producción teórica
quedan como precipitado esencial, haciendo caso omiso de sus matices, estas dos cosas: un diagnóstico y un
consejo, ambos repetidos hasta la saciedad por propios y extraños.

El diagnóstico, con connotaciones a veces sumamente simples, manifiesta en su fondo una tesis negativa, es decir,
una respuesta en términos muy generales a la inversión del planteamiento weberiano. Esa tesis, formulada de varias
maneras, venía a descubrir que el atraso económico de los llamados países subdesarrollados ponía de manifiesto
de modo notorio uno u otro o ambos a la vez de estos dos fenómenos: un retardo estructural de tipo económico,
explicado por tales o cuales razones, y los efectos de una continuada dependencia política. Una dependencia que si
por un lado aparecía como causa de ese rezago estructural, por otro era, su consecuencia forzosa, una causalidad
histórica susceptible de interpretación inteligible, fuese o no condenatoria. A este diagnóstico se solía añadir que el
retraso en cuestión era también producto de la actividad humana, de una conducta en la que aparecían total o
parcialmente ausentes las motivaciones económicas indispensables y que tal falta no era otra cosa que la herencia
de la denominada sociedad tradicional. Con la expresión "sociedad tradicional” se ofrecía las más de las veces una
pura construcción conceptual, que por sí misma no dejaba transparentar la diversa calidad de las muy distintas
tradiciones y de los tipos muy diferentes de resistencia, adaptación o transformación que las mismas ofrecían. Ésta
constituía por lo general una generalización útil e indispensable para referirse tan rápida como seguramente a su
tipo opuesto, el de la llamada “sociedad moderna”, definida con mayores precisiones a tenor de los rasgos
fundamentales de la sociedad que en Europa y en otras partes del mundo se habían puesto a la cabeza de ciertas
formas de vida de la cultura occidental. Semejante diagnóstico llevaba implícito un consejo, dado desde fuera por
cierto y reiterado asimismo sin descanso alguno: la urgencia de acelerar el proceso de modernización. Ello equivalía
en definitiva a la confusión, teórica y práctica, entre modernización y desarrollo. El consejo ofrecía algunos
instrumentos de análisis al intento de explicar con algún rigor el proceso o conjunto de procesos que permitían pasar
de lo tradicional a lo moderno. En esa explicación, sin embargo, ha solido predominar un criterio evolucionista (el
neoevolucionismo implícito o explícito de los sociólogos funcionalistas y de los politólogos que en ellos se apoyan).
La línea evolutiva repetía en categorías casi spencerianas la fijación de las consecuencias ineludibles de una
progresiva diferenciación, aunque no siempre se concibiera en forma lineal sino sujeta a numerosos casos de regreso
o involución. A la postre los países subdesarrollados estarían destinados a alcanzar tarde o temprano formas de vida
políticas y económicas iguales o próximas a la de los países considerados como más avanzados, guía de los demás.
Esto no siempre es/fue aceptado.

La reflexión mostraba pronto, tras el consejo, las dificultades de su cumplimiento. Esos países más avanzados,
modelos por una parte y meta del proceso evolutivo por otra, nos presentaban al término del largo trecho de su
historia una aparente relación entre las formas políticas y las económicas, o dicho en su extrema síntesis: entre un
sistema económico de creciente expansión y un sistema político pluralista y democrático. Es cosa de mayores análisis
averiguar hasta qué punto y en qué intensidad se había dado un condicionamiento recíproco entre ambos sistemas,
pero por lo pronto bastaba con aceptar la confirmada presencia de ese reiterado parentesco histórico.

Ahora bien, los países poco desarrollados se caracterizan por las deficiencias paralelas de ambos sistemas, de tal
manera que no importa por dónde se empiece para que surja en seguida la penosa serie de los círculos viciosos . En
vista de ello los consejeros de la modernización y los más convencidos adeptos de la teoría evolutiva no dejaron
silenciar sus serias dudas acerca de la posibilidad de que un desarrollo económico acelerado pudiera lograrse a
través de las instituciones democráticas incipientes o inmaduras que en el mejor caso imperaban en ciertos países.
Frente a esas circunstancias fue tomando cuerpo la idea y el término de “movilización”. Los países en atraso o en
subdesarrollo debían movilizarse, ponerse en marcha no sólo con la máxima energía sino utilizando todos los
elementos humanos disponibles. De suerte que si en la palabra “disciplina” resonaba lejana la actividad militar,
trasparece de inmediato en el término “movilización”, en el grado y en la medida en que se trata de poner en
marcha, aunque no sea de guerra, la mayor cantidad posible de hombres y recursos para formar un cuerpo
compacto de combatientes por la acumulación de capital, es decir, por una sostenida aplicación del excedente cuyo
resultado sea el aumento continuo de la tasa de desarrollo. El término “movilización” era en algunos politólogos un
eufemismo para encubrir otros vocablos de más vieja solera pero de escasa neutralidad; no puede negarse, sin
embargo, que en algunos estudiosos de la vida social la idea de movilización traducía una seria preocupación por
encontrar los medios de despertar motivaciones y de aunar esfuerzos y capacidades creadoras al parecer latentes.

Puestos ante la situación de hecho de encarar el paso de la modernización y ante la dificultad de realizarla de
acuerdo con los viejos modelos europeos y americanos, parecía que la movilización era quizá el único recurso para
salir del atraso y lograr con relativa rapidez un mayor o menor desarrollo económico, aunque en ese esfuerzo
hubiera de sacrificarse cualquiera aspiración a mantener al mismo tiempo las formas políticas democráticas y
pluralistas que habían acompañado el crecimiento de los pueblos supuestamente a la cabeza del progreso
económico y de la convivencia civil. Es decir, toda esta serie de razones traducía sin ambages la incertidumbre de
que muchos países subdesarrollados pudieran manejar con eficacia los instrumentos democráticos tradicionales en
su empeño por alcanzar con alguna prontitud su mayor bienestar económico. Esa vacilación la expresaban, como
excusa o como aceptación de un episodio seguramente pasajero, algunos de los que veían en la ecuación riqueza =
pluralismo no sólo su ideal personal sino el secreto más o menos inexorable del proceso diferenciador de la historia.
El diagnóstico, el consejo y las dudas se aplicaron o se aplican por igual a todos los países en trance de desarrollo y
por consiguiente a América Latina en su totalidad o en cada una de sus partes. En principio las interpretaciones y la
temática de los estudiosos del desarrollo pretendían valer de la misma manera respecto de todos los países sin
mayores distinciones. De tal suerte, nada expresa mejor la perduración de esa actitud que la metáfora del “tercer
mundo”, en donde se encerraba también, con ciertas reservas por parte de algunos enterados, al conjunto entero de
América Latina. No pocos latinoamericanos así lo aceptaron de buena fe o por consideraciones de táctica política.
Pero al enigma por sí mismo suficiente de los países subdesarrollados se une ahora el misterio que supone la
incorporación sin más atenuaciones de América Latina al “tercer mundo”, a la zona de tensión generalizada entre el
norte y el sur. Ahora bien, ¿pertenece en estricto sentido América Latina al fragmento cultural y político del “tercer
mundo”? Afirmarlo sin más en las actuales circunstancias supondría situarla al mismo tiempo en el plano que ocupan
muchos países africanos y en el ámbito complejo y distante de las grandes culturas milenarias del oriente asiático.
Plazca a algunos o disguste a otros, América Latina pertenece desde fechas lejanas por derecho propio a la variada
configuración de la cultura occidental.  Por consiguiente, su historia a partir de un momento exhibe todas y cada
una de las manifestaciones institucionales y personales de lo que ha sido el ethos de esa cultura, de asequible
comprobación sin necesidad de averiguaciones complicadas. Carece, por lo tanto, de sentido aplicarle a ella el
término “europeización”, que incluso aceptan algunos de sus historiadores para determinadas fases de su desarrollo.

La pugna intelectual que se manifiesta en este punto —aunque ni mucho menos en él tan sólo— no deja de
trasponerse a la contraposición actual entre el análisis de la tipología histórica y el esquematismo de los análisis
comparativos a base de indicadores. Sin embargo, si gracias al saber histórico podemos salir del espacio gris de los
indicadores para encontrarnos en una realidad casi tan coloreada como la que nos regala la experiencia viva y
directa, también ese saber nos pone de inmediato en guardia ante la supuesta univocidad de la expresión “América
Latina”, tan diversa, no obstante su unidad, en el contenido concreto de su geografía y de su historia.

II. El poder político y sus funciones

En una simplificación brillante cabría sostener que la disciplina es algo que corresponde a la sociedad mientras que la
compulsión es característica privativa del Estado, lo que sería completamente falso porque el Estado puede ejercer
actividades de estímulo, de sostenimiento, casi de tutela disciplinaria, y la sociedad es por sí misma penosamente
coactiva. Sin embargo, en toda consideración preliminar sobre el tema del poder político no se puede eludir la
significación esencial que tiene la coacción como atributo del Estado, ámbito en que transcurre ese poder. Esa
coacción se ejerce de diversas maneras, pacíficas en cuanto legales las más de las veces, pero siempre teniendo
detrás la posibilidad de la violencia. Violencia no sólo como última ratio en la perduración del Estado sino como
permanente amenaza de hecho en las actividades políticas, orientadas en definitiva por la conquista o el
mantenimiento del poder.

Al predominio del punto de vista sociológico en nuestros días se debe la aguda conciencia de ese último componente
del poder político, pero además la habitual preocupación por las llamadas funciones del Estado más bien que por sus
fines. La historia del pensamiento político es la historia de una diferenciación gradual del tema de los fines, que
antes ocupaba el primer lugar. Así, en la perspectiva sociológica no cabe definir al Estado por sus fines, según haya
podido perseguir unos u otros a su voluntad, sino por las funciones que ha ejercido y ejerce efectivamente.

Cabría lamentar y quizá deba hacerse, el abandono del interés por los fines, pero no por eso es posible desconocer
las aportaciones positivas de los posteriores análisis empíricos dirigidos hoy por una perspectiva funcionalista. Por el
momento esta perspectiva nos interesa sobremanera. De acuerdo con ella recordemos la distinción habitual, no
siempre enteramente idéntica en sus detalles, de las 3 formas funcionales que manifiesta el poder en cualquier tipo
de sociedad: el poder político, el poder económico y el poder social. Formas del poder no sólo controvertidas por
razón de sus respectivos contenidos, sino objetivos de la expresión doctrinal de preferencias ideológicas que pueden
llegar hasta la negación de la efectiva importancia histórico-social de una u otra de ellas.

Ahora sólo nos incumbe proponer esa distinción como punto de partida para aceptar en seguida la tesis que suele
acompañarla, la cual sostiene que entre las mencionadas formas pueden darse determinadas equivalencias
funcionales, es decir, que los resultados perseguidos por una de ellas pueden también conseguirse por las demás . La
equivalencia funcional es más notoria entre el poder económico y el poder político, pero no menos perceptible en la
relación de ambos con el denominado poder social. Supuesta la existencia de un poder político, ejercido a través de
un sistema históricamente variable, lo que más interesa en este instante es la posibilidad de perfilar las funciones del
poder político respecto de la actividad económica, de especial importancia cuando se trata como ahora del hecho
del desarrollo económico. Cabe advertir que en este punto se ofrece, con variaciones terminológicas, cierta unidad
de consenso, pues unos y otros destacan las siguientes funciones del poder político respecto de la actividad
económica: la función de estímulo, la función distributiva y la función integradora. En lo que afecta a la función de
estímulo, el Estado puede actuar declarando en un momento dado lo que entiende por la calificación del trabajo;
designando la cantidad o calidad de ese trabajo que según las circunstancias considera más conveniente o a la
inversa, determinando la cantidad y modalidades de la renuncia al consumo, posible exigencia, no siempre
necesaria, de la intensificación de aquel trabajo; por último, el poder político puede influir asimismo de diversos
modos en las formas de la división del trabajo, acentuando o estimulando las que en determinado momento y lugar
considere preferibles. La función distributiva del poder político es bien conocida por las maneras en que puede
actuar sobre la distribución de los ingresos o de las potencialidades de acción económica implicadas en el
otorgamiento del crédito. Sin que éstos sean los únicos ejemplos de esa función distributiva, son seguramente los
más importantes. La función integradora se lleva a cabo siempre que el poder político logra en cierta medida
ordenar o unificar el campo de las actividades económicas: proponiendo metas, tratando de armonizar el
crecimiento de los diversos sectores o de imponer determinadas normas de coherencia al sistema económico en su
conjunto.

Desde la perspectiva del desarrollo, estas tres funciones del poder político son singularmente importantes: puede
esforzarse, en efecto, por aumentar la productividad del trabajo, por recortar ciertos tipos de gasto o por preferir en
la división social del trabajo a determinadas actividades frente a otras. No hay crecimiento económico que no lleve
consigo espontáneamente una distribución de los ingresos y con ello del poder de compra efectivo . El poder político
puede acentuar esos efectos acelerando aquellos cambios que tengan por resultado una mayor igualdad entre los
mismos. La función integradora se ha ejercido siempre de algún modo por el poder político, pero no cabe duda que
alcanza su expresión más definida en las formas actuales de la planificación, cualquiera que sea su naturaleza.

Ahora bien, la perspectiva funcional ha insistido en poner de manifiesto un hecho decisivo, el de las posibles
equivalencias entre los distintos poderes. Resulta de esa suerte que algunas de las funciones asignadas antes al
poder político pueden parecer superfluas o innecesarias cuando gracias a la acción de los otros poderes se han
logrado ya previamente los efectos que pudieran perseguirse. Menos reconocida, en cambio, es la función
equivalente que el denominado poder social o cultural ha desplegado en la historia y puede seguir manteniendo. Es
cabalmente al hilo de semejantes equivalencias funcionales como algunos destacan el carácter predominantemente
coactivo, o sea político puesto de relieve particularmente en el crecimiento de los países menos avanzados. En
efecto, la ausencia en ellos de una u otra de las mencionadas equivalencias funcionales entre los poderes social,
cultural y económico hacen de la intervención del poder político, con la acentuación de sus elementos coactivos, un
momento necesario e imprescindible en el despegue y mantenimiento del desarrollo económico; dicho de otra
manera, la falta de esas equivalencias, tal como se dieron en otras sociedades, es lo que hace muy difícil, cuando no
imposible, el ejercicio de la democracia política en marcha paralela al desarrollo económico.

La misma proposición puede formularse en esta otra forma: los conflictos entre el poder económico y el poder
político, cuando el primero es por sí mismo muy débil o inmaduro, determinan forzosamente la exigencia de una
acción más enérgica del segundo sobre el desarrollo económico y le obligan a poner en movimiento la variada gama
de sus funciones. Volvemos a tropezar de esta suerte con las incertidumbres ya conocidas acerca de las
probabilidades de que un régimen representativo pueda acompañar y sostener el desarrollo económico de los países
atrasados a semejanza de lo que pareció ocurrir en los países occidentales más avanzados. El análisis de estos
conflictos entre el poder económico y el poder político tiene una orientación muy clara en toda interpretación, como
la marxista, que niegue total o parcialmente la autonomía del poder político frente a la estructura económica y
social, reconociéndole tan sólo como el gestor y representante de sus intereses más poderosos. Pero en modo
alguno parece necesaria la profesión de una ortodoxia marxista para plantearse con rigor en todo estudio de esos
conflictos, por una parte, la alternativa de su resolución sea por vía evolutiva o por el camino revolucionario, y por
otra parte, en qué medida el resultado o desemboque de los mismos puede dar lugar a un sistema democrático o,
por el contrario, autocrático y autoritario.

Antes convendría recordar, dejándolo bien asentado, que el ejercicio de las funciones del poder político sobre el
estrictamente económico no es en modo alguno cosa nueva, pues se ha dado siempre en un grado mayor o menor.
Es decir, la doctrina de la proclamada neutralidad del Estado frente a la economía es pura mitología, aunque algunos
países, de acuerdo con sus inveteradas inclinaciones, se hayan aproximado a ella hasta cierto punto en oposición a
otros cuyas tradiciones inclinaban a una posición estatista. La prueba de esta afirmación llevaría al intento,
descartado ahora, de resumir la historia toda del capitalismo occidental, indicando las intervenciones directas o
indirectas con que el poder político contribuyó a su desarrollo y conformación desde la aparente acción casi neutral
de las alteraciones en la tasa del interés en la historia de la economía inglesa, hasta la acción ejercida por los grandes
bancos alemanes con apoyo decidido del Estado y de su burocracia.

Sin el trasfondo de esa historia inmediata sería imposible comprender el extraño fenómeno que los sociólogos han
pretendido estudiar por sus propios medios y que se ha bautizado con diversos nombres más o menos afortunados:
sociedad posindustrial, de clases medias, de empleados, meritocrática, etc. Ese fenómeno se impuso a la atención de
todos por las alteraciones manifiestas de una estructura social que aminoraron en las últimas décadas los conflictos
internos e hicieron dudar —con o sin razón— con respecto a determinadas creencias revolucionarias. La
concentrada alusión a las historias paralelas de la economía, la sociedad y la política pone nuevamente de relieve la
validez de la pretendida ecuación entre riqueza y democracia, cuya posibilidad se niega enteramente o al menos se
pone en serias dudas respecto al desarrollo de los países que todavía caminan en su busca. Estas dudas, en efecto, se
manifiestan más visibles y como notorias cuando las conexiones entre el poder económico y el poder político se
enfocan desde una óptica marxista o neomarxista, y no pueden dejar de extenderse a las posibilidades —más o
menos latentes— que apuntan en ciertos países occidentales en el sentido de que puedan darse en ellos
transformaciones socialistas —gobiernos de ese carácter— dentro de los marcos democráticos tradicionales. No es
de ningún modo necesario declararse por el marxismo —aunque nadie deje de escapar hoy a su influencia mayor o
menor— para interrogarse ante condiciones históricas dadas sobre la capacidad de unos u otros grupos o capas
sociales para asumir las responsabilidades de la decisión política necesaria.

En los más diversos lugares se plantea después la misma interrogante acerca de la disponibilidad y la capacidad
efectiva de las distintas clases existentes en un momento dado para cargar sobre sus hombros la tarea del
desarrollo. Estas incertidumbres no podían menos de darse también en América Latina y ciertas respuestas
repercuten asimismo en forma negativa con relación al problema de la ecuación entre democracia y desarrollo,
manifiesta en el modelo de otros países occidentales. La crítica ha empezado por subrayar la imprecisión misma del
sistema de clases de Hispanoamérica, el cual termina cabalmente con el grupo escurridizo de los llamados
marginales, de difícil apresamiento con las conceptuaciones recibidas. Se ha insistido sobre todo en la imprecisión,
debilidad y mimetismo de la clase burguesa, que en tales condiciones difícilmente podía asumir en nuestra región el
papel histórico que cumplió en otras naciones occidentales europeas o americanas. Como es también sabido, la
burguesía, al menos en Europa, actuó arropada las más de las veces por las clases tradicionales, pero en la América
Latina no se trata de que pueda o no existir en algún grado semejante apoyo sino de la confusión mimética de la
burguesía incipiente con los grupos tradicionales —terratenientes exportadores— o con los representantes de los
capitalistas extranjeros y con sus maneras de ver y concebir, sobre todo cuando se trata hoy de la nueva modalidad
de los grandes “conglomerados”. Esta crítica, en modo alguno enteramente incorrecta, golpea a veces en falso sobre
un maniqueo. Nunca se pensó, en efecto, que la burguesía hispanoamericana reprodujera a estas alturas de la
historia los rasgos ya desaparecidos del casi legendario burgués decimonónico, pues gran parte de la burguesía
latinoamericana pertenece más bien en nuestros días al tipo del manager y a ella suelen acompañarla en su actitud
cierta proporción de técnicos, profesionales y funcionarios especializados, por escasos que todavía puedan ser. No es
cosa, sin embargo, de entrar ahora en la polémica. En todo caso y desde el punto de vista señalado, la consecuencia
es que el desarrollo no podía reproducir aquí la forma que le dio en su tiempo la burguesía liberal, y que su ausencia
quizá determina la denostada incapacidad de la burguesía actual para la creación de un capitalismo nacional
autónomo.

En caso de permanecer encerrados en este tipo de análisis, se muestra como muy improbable el logro para el
desarrollo de la relación funcional entre riqueza y democracia en que tanto han insistido los sociólogos y politólogos
contemporáneos. La inexistencia de la riqueza o, al contrario, el predominio de la pobreza determina en nuestros
países la inseguridad de que puedan repetirse innegables paralelismos históricos. El problema entonces consistiría
en averiguar cuáles son y dónde residen las fuerzas de vanguardia, las verdaderamente capaces de acometer, con la
transformación social, el anhelado despegue económico.

III. Movilización social y poder

Hemos dado con la opinión de que „los países subdesarrollados no pueden abandonarse a-la tramitación lenta de
sus dificultades —como ocurrió de hecho en el progreso centenario de los más avanzados— utilizando las técnicas
de la democracia y del régimen representativo, con sus viejos valores liberales y constitucionales, sino que por el
contrario, deben actuar con procedimientos más enérgicos capaces de poner en pie de efectiva participación a la
mayoría de sus ciudadanos. Este procedimiento de mayor potencia y rapidez ha sido bautizado con el nombre de
“movilización”, sin que exista ni mucho menos un acuerdo preciso sobre lo que este término significa fuera del
sentido corriente y primero ya antes indicado. Ocurre, sin embargo, que no sólo se trata de un problema de
precisión conceptual sino de la cuestión eminentemente práctica de cómo llevar a cabo una movilización semejante,
lo que implica tener por sabido o averiguar de qué manera aconteció de hecho esa movilización en los países que de
una u otra forma la invocan y practican.

La acentuación de la decisión política implícita en la idea de movilización puede considerarse en primer lugar como
una consecuencia lógica de, que en los países subdesarrollados, dada la naturaleza incipiente de su equipo técnico,
sea difícilmente imaginable la posibilidad de realizar de inmediato el ideal, viejo como el industrialismo, de entregar
la toma de decisiones a los dictados que se desprenden de las simples condiciones objetivas y materiales en que se
desarrollan todos los procesos directa o indirectamente sometidos al enorme aparato técnico y científico actual.
Dicho en otra forma, las condiciones objetivamente estructurales de los países de menor desarrollo no permiten
alimentar la esperanza de proclamar para hoy mismo la supuesta “futilidad” de la política, sustituyéndola por el
acatamiento riguroso de la orientación que marca la marcha objetiva de las cosas mismas. Interesa recordar que
este ideal tiene una historia relativamente larga, compartida por las ideologías contrapuestas de la izquierda y la
derecha.

En su otro extremo —es decir, en radical contraposición a la fuerza coactiva de las cosas en su implacable
extrañamiento— se encuentra la atracción que ejerce la figura humana extraordinaria capaz de quebrantar con sus
mensajes y profecías la inercia de una tradición secular o de alentar hoy la superación de los obstáculos de una
modernización inicial todavía incompleta. Reaparece así una y otra vez la venerable atracción carismática, la creencia
de que la movilización requerida sólo será posible cuando la encabece un hombre que arrastre a los demás en
contagio emocional e ideológico gracias al vigor y al carácter ejemplar irresistible de su personalidad. De esta
manera, la esperanza puesta en la movilización viene a renovar a veces el tipo de dominación carismática, cuya
existencia efectiva sólo se podría determinar de caso en caso por un análisis riguroso. Los hombres artífices de esa
liberación, enfrentados con la tarea de organizar o de sacar de la nada, nuevas nacionalidades, pretenden encarnar o
encarnan realmente la figura de los gobernantes carismáticos capaces de agrupar tras sí el entusiasmo y la devoción
de sus “compatriotas”. Ahora bien, importa darse cuenta de que, aun dentro de ese tipo de dominación la práctica
efectiva de la movilización ha solido tener en nuestros días como vehículo o instrumento al sistema político
organizado en torno al funcionamiento de un partido único. De esa manera, por la vía de una renovada aspiración
carismática, nos topamos en estas páginas con la estructura política del partido único, cuyo funcionamiento y
avatares tendremos que examinar luego con mayor detalle.

Algunos sociólogos y politólogos se esfuerzan por precisar mejor el concepto de movilización, pero en la
imposibilidad de tener en cuenta todos esos intentos no cabe sino elegir alguno de los que me parecen más
fecundos. El planteamiento inicial de nuestro tema nos induce por eso a poner a prueba en su obra gruesa la
construcción conceptual de uno de los ensayos más recientes y logrados de la denominada macrosociología, es
decir, un estudio sociológico de las unidades políticas de gran tamaño. Así, A. Etzioni nos brinda una tipología de las
actuales sociedades globales que ofrece sin duda buenos apoyos, tanto negativos como positivos, en el examen de
nuestro problema, el de si es posible y en qué medida un desarrollo económico sujeto a una disciplina colectiva
espontánea o si sólo cabe semejante proceso por obra de la imposición externa de unos u otros medios compulsivos.
Parecería que nuestro interés debiera ponerse ante todo en la posibilidad de determinar a cuál de entre los tipos
propuestos pertenecen las sociedades en desarrollo y cómo es posible, si lo es, la eficaz movilización de las mismas.
Los tipos que Etzioni distingue son los siguientes:

 Existen ante todo las sociedades pasivas, por lo regular de primitivismo extremo, en las cuales la capacidad
para organizar el consenso requerido en un proceso de transformación es sumamente bajo y en las que, por
ende, la coacción constituye el elemento predominante de cualquiera clase de mudanza.
 Están en segundo lugar las sociedades sobredirigidas, aquellas en que se ofrece un grado muy alto de control
en manos de sus grupos dirigentes, pero en cambio con un grado bajo de consentimiento general por ser de
carácter difuso e insuficientes las estructuras de su formación.
 Frente a estas sociedades sobredirigidas se encuentran en tercer lugar las sociedades sin dirección alguna
cuya capacidad para movilizar un consenso suficientemente amplio sólo se da en determinadas situaciones
críticas, es decir, aquellas en que las decisiones suelen tomarse con retardo evidente respecto a la velocidad
con que los acontecimientos se suceden, por lo cual podría afirmarse de sociedades de tal naturaleza que
marchan a la deriva ya que no se muestran capaces de orientar y dirigir de un modo sostenido los procesos
de su propio cambio.
 Al lado de estos tipos de sociedades históricamente caracterizables con las tradicionales, las totalitarias y las
democracias capitalistas, se bosqueja como ideal —en nuestro caso como ideal de la forma de movilización
más adecuada— la denominada sociedad activa, capaz de combinar una capacidad de movilización no
inferior a la que manifiestan las sociedades sobredirigidas con un apoyo del consentimiento en ningún caso
por debajo del que mantienen las sociedades capitalistas. Para Etzioni esa combinación es posible y no
meramente imaginable —queda entre paréntesis la falla metodológica— porque la sociedad activa dispone
de mecanismos más efectivos tanto de control como de formación de un consentimiento generalizado y
porque descansa además en tipos de poder que no provocan reacciones marcadamente alienantes.

Algunos de los términos contenidos en la referida construcción tipológica permitirían elaborar con más calma la
teoría en que la misma se apoya. Resulta, en efecto, que las sociedades se distinguen por su mayor o menor
capacidad de información, es decir, por la dimensión de sus conocimientos de la realidad, más o menos próximos a
los de carácter científico; de acuerdo con la moda o las tendencias efectivas del saber —no importa ahora su
discusión—, puede denominarse cibernética a una capacidad semejante, que es además susceptible de un análisis
tanto de sus fuentes como de su formación. Mas las sociedades se distinguen asimismo por las distintas maneras de
darse en ellas el acto de la toma de decisiones, y como las decisiones suelen ser atributo de los grupos dirigentes o
élites éstos constituyen en la terminología propuesta el “equivalente” funcional sociopolítico del centro electrónico.
Según sean las características de los grupos destinados a tomar las decisiones supremas, pueden darse resultados
muy diferentes en condiciones estructurales semejantes Sin entrar en otros puntos de un análisis más detenido, lo
que interesa destacar en las mencionadas capacidades cibernética y de decisión —y en ello encontramos un primer
paralelismo con el proceso planificador- es la presencia decisiva en ellas de la máxima claridad posible sobre los fines
propuestos y sobre el grado de compatibilidad existente entre los mismos.

La realidad de ambos elementos —las capacidades cibernéticas y de toma adecuada de decisiones— no basta por sí
sola; se requiere además que a través de ellos se ejerza algún control sobre las fuerzas espontáneas de la estructura
social. Ahora bien, semejante control se lleva a cabo por el acertado manejo de las disponibilidades con que cuenta
una sociedad (assets), es decir, por su aplicación o uso más conveniente en cada caso. El concepto de estos
mecanismos de asignación de disponibilidades nos permite concebir ahora la idea de movilización con mayor
precisión, pues a este respecto la movilización se traduciría por una acción que, en vista de los fines de la tarea
colectiva propuesta, trataría de aplicarles en la mayor cantidad posible —aumentándola incluso— la parte de los
bienes disponibles con que cuenta una sociedad.

Sin embargo, ni la capacidad cibernética ni la gravitación de una toma adecuada y oportuna de decisiones unidas al
ejercicio de un control efectivo, capaz de poner en marcha el impulso movilizador por el juego del mecanismo
mencionado, tampoco serían suficientes en su conjunto de no ofrecerse al mismo tiempo la existencia de un
determinado consenso social, o sea sin actos de disciplina espontánea de la misma sociedad en relación con las
formas de control que sobre ella se ejercen. Resulta así, por consiguiente, que dado un determinado nivel de
activación, la necesidad de control es menor mientras mayor sea el consenso, o a la inversa: a una menor existencia
de consentimiento corresponde una mayor necesidad de control o si se quiere de compulsión. De esta forma
llegamos al punto en que nuestra originaria alternativa entre disciplina y compulsión puede examinarse con los
instrumentos de un aparato teórico que en su complejidad puede parecer satisfactorio. No se trata, sin embargo, de
llegar a análisis detenidos, sino de atenernos a una impresión de conjunto.

En suma y dicho de otra manera, en caso de que los países subdesarrollados no sean capaces de aproximarse al
modelo —tenido como posible— de la sociedad activa, antes descrito, aparecerían en extremo frágiles las
posibilidades de que su desarrollo económico pudiera darse sobre la base de los regímenes democráticos conocidos.
Si en tales circunstancias se acepta por añadidura la validez del evolucionismo en boga, el círculo en que penetramos
parece más que vicioso. En semejante caso, al desembocar los países subdesarrollados en el tipo de la denominada
sociedad sin dirección —conformada por los sistemas económicos occidentales— sería para comenzar en seguida el
complicado proceso de convergencia que se les señala en relación con las sociedades totalitarias, movidas a su vez
por tendencias de carácter inverso. Se comprende entonces, como luego habrá de verse, que algunos no vean más
escape a ese circuito cerrado que la posibilidad de fenómenos históricos de metamorfosis en oposición radical a toda
tesis evolutiva. En efecto, exista o no una capacidad plena de mutación, está por lo menos dentro de las lecciones de
la experiencia la posibilidad de capacidades limitadas de innovación que bastan a los grupos humanos que así lo
deseen para acercarse algo a la meta de la “sociedad activa” que dentro de un proyecto de “ingeniería social”
permitiría, de acuerdo con la teoría de Etzioni, equilibrar con mayor o menor fortuna la disciplina y el control
sociales, o sea, tratar de aunar la participación democrática, el consenso y la “acción concertada” con las exigencias
insoslayables de los impulsos movilizadores provenientes de los centros en donde se concentran el conocimiento y el
poder.

Llevados por el empuje de lo que parece un movimiento dialéctico, la configuración constituida por el partido único
surge de nuevo ante nosotros, pues en este instante de nuestro discurrir sobre las alternativas entre disciplina y
compulsión se insinúa la sospecha de que pudiera darse un debilitamiento de la atracción ejercida por el modelo
histórico del socialismo no por su contenido económico sino por su carácter hasta ahora predominantemente
coactivo. Dicho en otra forma, esa atracción aparece en muchas partes menos vigorosa no tanto por la conciencia de
determinados costos sociales o humanos que algunos no quisieran pagar sino como resultado de una reflexión,
apenas o nada hostil en principio, sobre las experiencias directa o indirectamente conocidas por las cuales han
pasado y siguen pasando en estos últimos años las instituciones políticas que sostienen el funcionamiento de esos
modelos.

Si se interpreta la crisis interna de esos sistemas no como una amenaza de su eliminación, sino como el brote de una
conciencia —aguda o difusa— de la necesidad de mayor participación de base, de la justificada pretensión de que
sea escuchada la voz de los distintos intereses en modo alguno convergentes —el reconocimiento no sólo tácito de
su inevitable pluralismo— y de los requerimientos de que pueda darse una política alejada de combinaciones
secretas y sostenida en el juego abierto de una confrontación de las distintas opiniones, las dudas que de tal manera
se amontonan pueden contenerse en una sola pregunta: ¿por qué no partir de una vez, en el esfuerzo por el
desarrollo, con la aceptación inmediata de los elementos puestos al descubierto en esas experiencias que algún día
habrán de mostrársenos también como exigencias forzosas en la maduración del partido único, postulado todavía en
su carácter monolítico como el motor indispensable de la propuesta movilización? La naturaleza de esta pregunta y la
posibilidad de su contestación ponen de relieve, sin lugar a dudas esta vez, el verdadero sentido de nuestra tarea
como ensayo razonable de persuasión más que como una hipótesis susceptible de ser falsificada o comprobada por
la estricta lógica científica. En efecto, esa tarea reflexiva y suasoria no puede menos de buscar su apoyo en un
sistema de preferencias capaz de decidirnos en un momento sobre los diversos lados de una cuestión que
pertenece, dicho en vieja terminología pasada de moda, al problema último sobre el bien común, de cualquier
manera que se le entienda. Algo más tendrá que decirse al final sobre este tema.

CARDOSO, Enrique; FALETTO, Enzo (1967). Dependencia y desarrollo en América Latina. Buenos aires: Siglo XXI,
1977, p.65.

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