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NACIONALIDAD, CIUDADANÍA Y DEMOCRACIA

¿A QUIÉN PERTENECE LA CONSTITUCIÓN?

Prof. Dr. Benito Aláez Corral


Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo
Oviedo/Freiburg i. Br./Washington DC, 2005
(Pendiente de su publicación en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales
durante el segundo semestre de 2006)
INTRODUCCIÓN......................................................................................................................................4
EL PROBLEMA CONSTITUCIONAL DE LA NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA................4
I. NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA: ¿A QUIÉN PERTENECE LA CONSTITUCIÓN? .........4
II. LA INCIDENCIA DE LA NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA EN LA COMPOSICIÓN Y
ATRIBUCIONES DEL SUJETO COLECTIVO DE LA SOBERANÍA ...........................................7
III. LAS PARADOJAS DE LA DEMOCRATIZACIÓN DEL ORDENAMIENTO PARA LA
NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA ..........................................................................................11
CAPÍTULO PRIMERO...........................................................................................................................18
I. NECESIDAD JURÍDICO-FUNCIONAL DE LOS CONCEPTOS DE NACIONALIDAD Y
CIUDADANÍA .....................................................................................................................................18
II. NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA: LA DIALÉCTICA FUNCIONAL
EXCLUSIÓN/INCLUSIÓN................................................................................................................22
1. Ciudadanía y nacionalidad en los ordenamientos preestatales...............................................24
1.1 El nacimiento de la ciudadanía en la Grecia clásica ............................................................................. 24
1.2 La ampliación de la ciudadanía y el establecimiento de las bases jurídicas de la nacionalidad en el
mundo romano ............................................................................................................................................. 27
2. La cuasi-desaparición de la ciudadanía y la emergencia de la moderna nacionalidad con el
nacimiento del Estado-nación. .......................................................................................................29
2.1 La transformación de la ciudadanía en sujeción.................................................................................... 29
2.2 El establecimiento de las bases políticas de la nacionalidad ................................................................. 30
3. Las revoluciones liberal-democráticas: de la diferenciación funcional a la confusión entre
nacionalidad y ciudadanía..............................................................................................................33
3.1 La diferenciación funcional entre nacionalidad y ciudadanía ............................................................... 33
3.2 La vinculación entre nacionalidad y ciudadanía: los círculos concéntricos.......................................... 39
3.3 La etno-culturalización de la nacionalidad y la ciudadanía .................................................................. 43
a) La etno-culturización de la nacionalidad en el constitucionalismo español del XIX.................... 46
b) La nacionalización de la ciudadanía en el constitucionalismo español del XIX........................... 48
4. Nacionalidad y ciudadanía en el proceso de socialización y democratización del Estado
constitucional...................................................................................................................................50
4.1 Mantenimiento de cierta vinculación formal pero renacimiento de la distinción funcional entre
nacionalidad y ciudadanía ........................................................................................................................... 50
4.2 Vinculación y diferenciación de la nacionalidad y la ciudadanía en el constitucionalismo español del
siglo XX........................................................................................................................................................ 55
a) El tránsito hacia una concepción más universalista de la nacionalidad ........................................ 55
b) Hacia una más precisa ampliación material y personal de la ciudadanía...................................... 58
CAPÍTULO SEGUNDO ..........................................................................................................................72
LA NACIONALIDAD EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO ........72
I. LA FUNCIÓN DE LA NACIONALIDAD: UNA INSTITUCIÓN NECESARIA EN
ORDENAMIENTOS ESTATALES DIFERENCIADOS.................................................................72
1. La construcción del ámbito personal de validez de un ordenamiento soberano ...................72
1.1 La diferenciación segmentaria (externa) del sistema jurídico ............................................................... 72
1.2 La función de delimitación externa en el ordenamiento español............................................................ 75
2. Del pueblo del Estado al pueblo de una organización supranacional.....................................77
2.1 El carácter soberano del ordenamiento al que se refiere la nacionalidad............................................. 77
2.2 La diferenciación segmentaria del pueblo del Estado español .............................................................. 80
2.3 La diferenciación segmentaria del pueblo europeo: ¿necesidad de una nacionalidad europea? .......... 84
3. Nacionalidad y soberanía popular: Identidad y cohesión en la construcción del sujeto
colectivo al que se imputa la soberanía .........................................................................................87
3.1 Ethnos y demos como elementos de cohesión e identidad del pueblo del Estado................................... 88
3.2 Ethnos y demos en la Constitución española de 1978 ............................................................................ 92
II. NATURALEZA Y CONTENIDO DE LA NACIONALIDAD ....................................................98
1. La naturaleza de la nacionalidad: ¿relación jurídica, status o derecho? ...............................98
1.1 La nacionalidad como relación jurídica iusfundamental ....................................................................... 98
1.2 El supuesto derecho a la nacionalidad y su desarrollo legal .............................................................. 100
2. El contenido de la nacionalidad: el presunto derecho a tener derechos y su vinculación al
acceso al territorio del Estado......................................................................................................104
2.1 El contenido necesario y el contenido contingente de la nacionalidad ................................................ 104
2.2 El contenido de la nacionalidad en la Constitución española de 1978 ................................................ 107
a) El contenido necesario: el acceso al territorio ............................................................................ 107
b) El contenido contingente: la ciudadanía política ........................................................................ 109
3. La doble y la múltiple nacionalidad ........................................................................................112
3.1 El tradicional rechazo a la doble nacionalidad por parte de la Comunidad de Estados ..................... 112
a) Verdaderos y falsos supuestos de doble nacionalidad ................................................................ 112
b) Rechazo de los Estados a la doble nacionalidad ......................................................................... 113
3.2 La evolución hacia un sistema de doble nacionalidad en la era postnacional..................................... 114
III. LOS CRITERIOS DE CONSTRUCCIÓN DEL SUJETO COLECTIVO DE LA
NACIONALIDAD .............................................................................................................................120
1. Mito y realidad de la distinción entre atribución/adquisición de la nacionalidad...............120
1.1 El mito de la diferente naturaleza del título jurídico............................................................................ 121
1.2 La realidad de la distinción entre españoles originarios y españoles nacionalizados. Sus límites
constitucionales.......................................................................................................................................... 123
2. Los criterios de atribución de la nacionalidad........................................................................125
2.1 ¿Diverso impacto del ius sanguinis y del ius soli en la función de la nacionalidad? Entre asimilación
cultural e integración democrática ............................................................................................................ 125
2.2 Límites constitucionales a los criterios de atribución de la nacionalidad............................................ 129
a) La presunción de funcionalidad del ius sanguinis y el ius soli ................................................... 130
b) La necesidad de incrementar la participación del ius domicilii en la atribución de la nacionalidad
132
3. Los criterios de adquisición de la nacionalidad......................................................................135
3.1 El ius domicilii junto con la voluntad del individuo como base principal de la adquisición de la
nacionalidad............................................................................................................................................... 135
a) La necesidad de la voluntad del individuo afectado para adquirir la nacionalidad ..................... 136
b) El ius domicilii como residencia legal, continuada y efectiva .................................................... 138
c) La funcionalidad respecto del ethnos y el demos constitucional de los plazos generales y
privilegiados de residencia.................................................................................................................... 140
3.2 El papel de la voluntad del Estado en la adquisición de la nacionalidad ............................................ 143
a) ¿Impide la afirmación de un derecho legal a la nacionalidad?.................................................... 143
b) La posibilidad de denegación por motivos razonados de orden público o de interés nacional ... 145
c) La discrecionalidad de la concesión de la nacionalidad por carta de naturaleza......................... 147
3.3 El ius sanguinis y el ius soli junto como criterios complementarios de adquisición de la nacionalidad:
el derecho de opción. ................................................................................................................................. 150
4. Requisitos adicionales para la adquisición de la nacionalidad..............................................153
4.1 La integración política y sociocultural en la comunidad nacional de destino ..................................... 153
a) La indeterminación de los requisitos de buena conducta cívica y suficiente grado de integración
en la sociedad española: su interpretación constitucionalmente adecuada ............................................ 156
b) La inconstitucional concreción de la integración sociopolítica del solicitante de la nacionalidad en
la legislación del Registro Civil ............................................................................................................ 158
c) El ámbito personal de aplicación de los requisitos de integración socio-política ....................... 159
4.2 La lealtad política y la renuncia a nacionalidades previas.................................................................. 160
CAPÍTULO TERCERO ........................................................................................................................174
LOS DIVERSOS GRADOS DE CIUDADANÍA EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL
DEMOCRÁTICO...................................................................................................................................174
I. LA FUNCIÓN DE LA CIUDADANÍA: DIFERENCIACIÓN FUNCIONAL DE LOS
ORDENAMIENTOS CONSTITUCIONAL-DEMOCRÁTICOS .................................................174
1. La diferenciación funcional (interna) del sistema jurídico....................................................174
2. El papel de la soberanía colectiva en la construcción funcional de la ciudadanía...............178
2.1 La función jurídica de la vinculación entre ciudadanía y soberanía colectiva .................................... 178
2.2 Vinculación entre soberanía y ciudadanía: semejanzas y diferencias según el modelo territorial del
Estado ........................................................................................................................................................ 184
a) El modelo en los Estados unitarios ............................................................................................. 185
b) El modelo en los Estados federales y las Uniones supranacionales de Estados.......................... 187
c) El modelo del Estado autonómico .............................................................................................. 190
II. EL CONTENIDO VARIABLE Y LA NATURALEZA DINÁMICA DE LA CIUDADANÍA 192
1. La participación en las diferentes esferas de comunicación social como contenido de la
ciudadanía .....................................................................................................................................192
1.1 Parcial desvinculación de la soberanía colectiva y la ciudadanía....................................................... 192
a) De la mera a la plena pertenencia a la comunidad política ......................................................... 192
b) ¿Universalidad material y personal de la ciudadanía? ................................................................ 197
c) Pueblo soberano y sujeto colectivo de la ciudadanía .................................................................. 200
1.2 Igualdad y grados de ciudadanía ......................................................................................................... 202
a) Igualdad formal y sustancial en la ciudadanía ............................................................................ 202
b) Desigualdad ciudadana e igual capacidad jurídica iusfundamental ............................................ 205
1.3 Contenido iusfundamental de la ciudadanía y pluralidad de cauces de ejercicio de la soberanía ...... 207

2
a) El contenido instrumental de la ciudadanía: los derechos civiles y sociales............................... 207
b) El contenido necesario de la ciudadanía: los derechos políticos................................................. 210
1.4 Los deberes de ciudadanía ................................................................................................................... 216
a) Fundamento de los deberes de ciudadanía y heterogeneidad de sus titulares ............................. 216
b) Algunos deberes de ciudadanía: tributarios, militares, de escolarización y de lealtad constitucional
219
2. Pluralidad de ciudadanías ........................................................................................................224
2.1 Pluralidad ad intra: ciudadanía nacional, autonómica o local ........................................................... 224
2.2 Pluralidad ad extra: doble ciudadanía nacional y ciudadanía europea .............................................. 227
a) Doble ciudadanía nacional.......................................................................................................... 228
b) Ciudadanía nacional y ciudadanía europea................................................................................. 229
3. Naturaleza jurídica de la ciudadanía: proceso jurídico iusfundamental .............................232
3.1 De status a proceso jurídico iusfundamental ....................................................................................... 232
3.2 El acceso al territorio como condicionante del proceso iusfundamental de la ciudadanía ................. 233
a) Entrada y permanencia en el territorio y ciudadanía................................................................... 233
b) Expulsión del territorio y ciudadanía......................................................................................... 235
III. LOS CRITERIOS DE ATRIBUCIÓN DE LA CIUDADANÍA ...............................................241
1. El criterio derivado del carácter personal del ordenamiento estatal: la nacionalidad .......245
1.1 Nacionalidad, ciudadanía y mayor grado de sujeción al ordenamiento .............................................. 245
1.2 La democratización del vínculo entre nacionalidad y ciudadanía ....................................................... 247
2. El criterio derivado del carácter territorial del ordenamiento estatal: el ius domicilii.......250
2.1 ¿Vecindad civil, domicilio o residencia?.............................................................................................. 251
2.2 ¿Permiso de residencia o mera presencia física continuada en territorio del Estado? ....................... 254
2.3 ¿Residencia legal e ilegal? ................................................................................................................... 256
3. El criterio derivado del principio de afectación .....................................................................259
3.1 Insuficiencia de los criterios de nacionalidad y ius domicilii............................................................... 259
3.2 La afectación como criterio autónomo de atribución de derechos de ciudadanía ............................... 261
A MODO DE CONCLUSIÓN...............................................................................................................274
BIBLIOGRAFÍA CITADA ..................................................................................................................279

3
INTRODUCCIÓN
EL PROBLEMA CONSTITUCIONAL DE LA NACIONALIDAD Y
LA CIUDADANÍA

I. NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA: ¿A QUIÉN PERTENECE LA


CONSTITUCIÓN?
Nacionalidad y ciudadanía son dos conceptos que apenas han tenido un
tratamiento científico-jurídico autónomo en el derecho constitucional español y mucho
menos desde la perspectiva del principio democrático, su auténtica columna vertebral
desde 19781. No así en otras ramas afines como la filosofía política, la teoría del Estado,
o, en fin, el derecho internacional -tanto público como privado-, ni en la literatura
científico-jurídica de otros países, donde los estudios sobre uno y otro término, mono o
plurisdiplinares, son habituales2. Es costumbre en los estudios de derecho constitucional
patrios centrarse en el análisis de la segunda parte del término democracia (kratos), esto
es, en los mecanismos de gobierno y en su naturaleza igualitaria, plural y participativa.
Mucho menos o nada habitual es que se ocupen de la primera parte del término (demos),
esto es, de la manera en la que se construye el sustrato personal del sujeto que ha de
ejercer ese gobierno3. En otras palabras, se parte de que democracia equivale a
autogobierno, pero no se responde al interrogante ¿el autogobierno de quién?, lo que,
siguiendo con la ficción del dogma soberanista, es tanto como decir que no se responde
a la cuestión de a quien pertenece el texto constitucional. Todo lo más se ha indagado
acerca de la naturaleza de ese sujeto en relación con la atribución al mismo de la
soberanía, esto es, sobre si aquél tiene un carácter abstracto (nacional) o concreto
(popular), si corresponde a una unidad homogénea culturalmente o a la suma
heterogénea de diversas nacionalidades, etc…, así como de los concretos requisitos para
el ejercicio de los derechos a través de los cuales se participa en el poder, pero unas y
otras cuestiones siempre se han tratado al margen de su abstracta e intrínseca relación
con la pertenencia nacional al pueblo de un Estado democrático. Incluso aunque la
diferenciación del ordenamiento jurídico como un subsistema social autorreferencial y
positivizado no admita más soberanía que la de éste, representado en la Constitución
como su norma suprema, y convierta a las fórmulas soberanistas en concreciones del
principio democrático en relación con la forma de creación normativa, sigue siendo
necesario saber qué súbditos considera la Constitución integrados en el sujeto colectivo
nacional de la soberanía y con qué criterios les permite participar en los procesos
normativos que pueden desarrollar o disponer de su contenido.
Además, las pocas veces que se utilizan los términos nacionalidad y ciudadanía
se hace de forma sinónima o concéntrica4, desconociendo su diferente funcionalidad en
el ordenamiento jurídico o, cuando menos, su diversa configuración jurídico-
constitucional5. Por otro lado, los estudios filosófico-jurídicos y socio-políticos
existentes suelen centrarse en la ciudadanía como cualidad activa de la persona, que a
través de la posesión de una serie de derechos y deberes participa en la vida política,
social y económica de la comunidad, mientras que los estudios jurídico-constitucionales
se centran en el ejercicio del derecho que constituye su contenido más nuclear, el de
sufragio, pero dejan desatendida la relación existente entre la ciudadanía y la
nacionalidad, entendida la primera como cualidad formal de la persona que le adscribe a
un colectivo humano sobre el que ejerce su poder el Estado, y la segunda como proceso
jurídico de integración del individuo en las distintas esferas de participación social, y
especialmente en la política6. Sin ver la naturaleza jurídica y funcional de esa relación
es muy difícil desentrañar la correcta configuración normativa que el Estado
constitucional democrático le ha dado a una y otra categoría.
Lo cierto es que la forma de definir quiénes componen el sujeto colectivo de la
soberanía es algo que puede modificar sustancialmente el aspecto y el funcionamiento
democrático del ordenamiento jurídico. Así, si la definición de quienes forman parte del
pueblo del Estado fuese ajena y previa a su Constitución democrática, se podría llegar a
la paradoja de que el ordenamiento fuese democrático en su interior respecto a la mayor
parte de los sujetos (nacionales) a los que les es aplicable, y por el contrario tiránico en
su exterior respecto a una minoría -variable- de sujetos residentes (extranjeros) a los que
también obliga. Por eso, la correcta comprensión del funcionamiento del Estado
constitucional democrático no es ajena al sentido que tengan las nociones de
nacionalidad y ciudadanía7, a cuyo través se ha venido definiendo históricamente el
sujeto al que se imputa la soberanía. La cuestión, aun compleja, tendría más fácil
solución si la definición de quienes componen el pueblo del Estado se pudiese realizar
de una vez para siempre en el momento fundacional y éste tuviese un carácter más o
menos estático e indefinido en el tiempo, como se ha conseguido mayoritariamente con
la definición de las fronteras del territorio del Estado. Ello, sin embargo, no es así. El
Pueblo o la Nación, aun concebidos como colectivos abstractos de imputación de la

5
soberanía, han de reflejar de la forma más fidedigna posible, por exigencias del
principio democrático, el conjunto de individuos sometidos al ordenamiento jurídico a
los que se atribuye el ejercicio del poder, con lo que han de tener un carácter dinámico;
de él entran y salen diversas personas del mismo modo que entran y salen del territorio
sobre cual el Estado ejerce su poder jurídico. Esta última entrada y salida del territorio
es también un criterio a tener en cuenta en la definición de quiénes pertenezcan al
pueblo del Estado, dado que aquellos sujetos que han logrado entrar lícita o ilícitamente
pasan a estar sometidos al ordenamiento jurídico vigente en el territorio que habitan, si
bien con distinta intensidad. Por eso no sólo son relevantes los criterios de pertenencia
aplicables a los originarios integrantes del pueblo del Estado, sino sobre todo los
criterios aplicables a quienes, como consecuencia de su nacimiento ulterior o de su
inmigración, se han convertido en súbditos y reclaman legítimamente la cualidad de
soberanos. Se trata en último extremo de indagar, a través de la relación existente entre
nacionalidad, ciudadanía y democracia, como conceptos jurídicos, la respuesta a la
pregunta antes formulada de ¿a quién pertenece la Constitución?8 Se adelanta ya la
respuesta: la tesis que se va a sostener en este trabajo y que se desarrollará en las
páginas siguientes es la de que una Constitución democrática, como la española de
1978, pertenece en diversos grados a todos los que están sujetos al ordenamiento del
que es cúspide, pues la misma habilita a todos sus súbditos a participar en los diversos
ámbitos de comunicación social (económica, política, cultural, etc.…), objeto de
regulación jurídica, aunque unos tengan mayores capacidades de disposición sobre su
contenido que otros según su grado de sujeción al ordenamiento. La nacionalidad y la
ciudadanía van a servir para medir respectivamente el mayor o menor grado de sujeción
del individuo a dicho ordenamiento constitucional y su mayor o menor grado de
participación social, y con ello contribuir al mantenimiento de la diferenciación
funcional externa (frente a otros ordenamientos estatales) e interna (frente a otros
sistemas de comunicación social como la moral, la economía, la política, etc…) del
ordenamiento estatal.

6
II. LA INCIDENCIA DE LA NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA EN LA
COMPOSICIÓN Y ATRIBUCIONES DEL SUJETO COLECTIVO DE LA
SOBERANÍA
La teoría del Estado, el derecho público o la filosofía política han dado diversas
respuestas a la pregunta de la titularidad del poder democrático a partir del dogma de la
soberanía popular, pero unas y otras, por regla general, han desconocido, tanto por
razones metodológicas como por razones conceptuales, que la democracia es una forma
de articular la creación normativa, exigida y garantizada autorreferencialmente por el
propio sistema jurídico. El significado del principio democrático, y por conexión el de
los dogmas de la soberanía colectiva, debe ser analizado a estos efectos en términos
estrictamente jurídico-positivos y no filosófico-políticos o morales, por importantes que
hayan sido estas perspectivas en el devenir histórico de aquélla9. En este sentido, es
necesario tener en cuenta que la nacionalidad y la ciudadanía son precisamente los
institutos a través de los cuales los ordenamientos jurídicos han contestado a lo largo de
la historia a la pregunta por los criterios de composición e identidad del Pueblo
autogobernante, esto es, son los instrumentos funcionalmente adecuados para construir
ese sujeto jurídico agente de la democracia10. Por ello, su configuración también debe
ser interna al ordenamiento jurídico y derivarse funcionalmente de la diferenciación de
éste.
El ordenamiento jurídico, y el Pueblo/Nación como la ficción jurídica en la que
éste se personifica, no necesitan ser democráticos por ningún imperativo de naturaleza
ética o moral11, o por ninguna exigencia filosófico-política, sino por razones jurídico-
funcionales; sencillamente porque la democracia es el principio estructural que mejor
refleja las condiciones funcionales para la existencia del ordenamiento jurídico: su
autorreferencialidad y su positividad, al articular la participación libre plural e igual de
los sometidos al poder en las diversas esferas de comunicación en torno a las cuales se
ejerce éste, convirtiéndolos en sujetos y no meros objetos de aquéllas12. Y ello tendrá,
como se verá, una incidencia decisiva en la consideración crítica de los criterios de
atribución y adquisición de la nacionalidad como la recreación jurídico-democrática de
un pacto social previo a la instauración del ordenamiento. Pero también en la definición
del contenido y la naturaleza de la ciudadanía, puesto que las formas de participar en la
formación de la voluntad colectiva pasarán a ser, en un Estado social y democrático de
derecho, plurales y no se circunscriben al ejercicio de los tradicionales derechos de

7
participación política, sino que abarcan múltiples derechos fundamentales de carácter
civil, social y político, con lo que el individuo ya no se integrará en la comunidad
política sólo como consecuencia de su conversión en nacional, sino que desde su
posición de extranjero disfruta ya de diversos canales de participación social y de
gradual integración en la comunidad de acogida. Como se verá, uno y otro instituto son
utilizados por el ordenamiento jurídico para definir el pueblo del Estado, como
subconjunto de súbditos del ordenamiento más intensamente sometidos a éste, pero
también para determinar quienes pueden participar en las distintas esferas de
comunicación social y especialmente en la toma de decisiones políticas, esto es, para
pasar de ser mera la población gobernada a convertirse en una u otra medida en Pueblo
gobernante. Y en que ello se haga de una u otra manera, es decir, que la nacionalidad y
la ciudadanía tengan una u otra configuración jurídica influye que el ordenamiento se
conciba a sí mismo como democrático y el sentido que le de a la democracia.
En la Europa continental desde los movimientos liberal-democráticos la
titularidad y ejercicio de la soberanía se ha vinculado mayoritariamente a un colectivo
nacional constituido por el pueblo del Estado. Ciudadanos, pues, se han considerado en
el más estricto sentido del término a un subconjunto de los miembros del pueblo, los
nacionales, a los que se imputa la soberanía; los primeros (los ciudadanos),
caracterizados por su capacidad para ser titulares y/o ejercer los derechos de
participación en los que se plasma aquélla; y los segundos (los nacionales),
caracterizados por conformar el sujeto colectivo de la soberanía a partir de un pacto
político y de un acervo étnico-cultural común más o menos intenso. Quizás ello pudiese
tener explicaciones histórico-políticas, derivadas del nacimiento y consolidación del
Estado-nación a partir del siglo XVII, e incluso es posible que tuviese un elevado grado
de congruencia con el relativamente pequeño flujo migratorio global que existía entre
las poblaciones de los recién constituidos Estados (por lo menos en Europa). Pero a
medida que la sociedad ha ido aumentando en su complejidad, y los flujos migratorios
internacionales han contribuido a ello, puede resultar contradictorio mantener esa
vinculación entre la soberanía y un sujeto nacional relativamente estático, y al mismo
tiempo afirmar el carácter democrático de dicha soberanía, por lo menos en la concreta
configuración que de la democracia han hecho algunos de los textos constitucionales
contemporáneos. Hace falta, por consiguiente, replantearse la función jurídico-
constitucional que desempeñan las categorías de la nacionalidad y la ciudadanía, así
como su relación recíproca, todo ello a la luz de la soberanía del Estado democrático13.

8
Se trata de una cuestión muy analizada tanto desde la perspectiva sociológico-
política14 como desde la teoría histórico-política15 o la filosofía política y moral16, pero
muy poco desde la perspectiva jurídico-constitucional, más centrada, como ya se dijo,
en la composición y forma de ejercicio del poder por parte del Pueblo o la Nación
(kratos), que en la composición y características del sustrato personal que integran estos
últimos (demos). Los estudios jurídicos de estos elementos se suelen limitar en nuestro
país al estudio de la nacionalidad desde la perspectiva del derecho internacional
privado17, del conjunto de derechos que componen la ciudadanía y corresponden a los
miembros del colectivo nacional18 desde una perspectiva constitucional, o de la
extensión democrática del contenido iusfundamental de la ciudadanía a los extranjeros
residentes desde una perspectiva filosófico-jurídica y teórico-política19. Poco o muy
poco dicen de la naturaleza jurídico-constitucional de la nacionalidad y la ciudadanía, ni
de la relación existente entre una y otra, o de cómo incide el principio democrático en la
regulación de los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad y la
ciudadanía. En efecto, el Pueblo/Nación al que se imputa la soberanía, no deja de ser un
concepto jurídico, por lo que la pertenencia al mismo es una cuestión constitucional que
se encuentra presidida por los mismos requisitos democráticos que el resto de los
niveles de creación normativa.
Por otro lado, los movimientos migratorios poseen una gran incidencia en los
institutos estatales de la nacionalidad y la ciudadanía y, por ende, en la soberanía del
Estado democrático20. La creciente globalización económica, cultural, y de otras esferas
de la comunicación social, no se ha traducido paralelamente en una globalización
jurídica que nos permita afirmar la existencia de un solo ordenamiento mundial, a cuyos
súbditos se pueda emancipar convirtiéndoles en ciudadanos y atribuyéndoles la
soberanía, sino que sigue teniendo plena vigencia la atribución de la soberanía a un
sujeto colectivo nacional, definido a partir de los mencionados institutos de la
nacionalidad y la ciudadanía. Por ello, mientras la ciudadanía cosmopolita siga siendo
una gran utopía, es necesario reinterpretar –cuando no reformar- el significado jurídico
de las categorías de la nacionalidad y la ciudadanía para adaptarlo a las funciones que
debe desempeñar una estructura estatal en trasformación cada vez más democrática y
cuyas fronteras territoriales y personales se van ampliando como consecuencia de la
creación de Estados federales y de organizaciones supranacionales de carácter
paraestatal como la Unión Europea. A los viejos y a los nuevos modelos de
ordenamientos segmentados territorialmente siguen siendo aplicables los institutos de la

9
nacionalidad y la ciudadanía pero requiere una readaptación de su significado a las
peculiaridades de su funcionalidad jurídica en una organización estatal con nuevas y
propias características. En efecto, la exigencia democrática de participación de quienes
son súbditos, consecuencia precisamente de la evolución histórico-funcional de la
nacionalidad y la ciudadanía, obliga a replantearse los criterios de pertenencia al sujeto
colectivo de la soberanía, esto es, los criterios de atribución y contenido de aquéllas,
sobre todo en relación con la integración en él de inmigrantes que en muchos casos no
poseen por nacimiento los elementos político-culturales identitarios del sistema21. En la
medida en que, como se verá, la adquisición derivativa de la nacionalidad (también
llamada naturalización) presupone la extranjería o apatridia de quien la pretende, el
concepto de extranjero inmigrante se ha de entender a estos efectos en un sentido
restringido referido sólo a aquéllos extranjeros residentes permanentes (con permiso de
residencia o de estancia), dado que el requisito de la residencia durante un período de
tiempo bastante largo es en la mayor parte de los casos condición necesaria (y
democrática) para la adquisición de la nacionalidad y el pleno disfrute de los derechos
de ciudadanía22. Esa misma condición se convertirá, además, en requisito para el
ejercicio de una buena parte de los derechos fundamentales que permiten al extranjero
integrarse en la comunidad política de residencia sin adquirir su nacionalidad, esto es,
convertirse en cierta medida en ciudadano, lo que obliga a una caracterización de la
ciudadanía más dinámica y abierta tanto en el ámbito personal de sus beneficiarios,
como en el ámbito material de su contenido.

10
III. LAS PARADOJAS DE LA DEMOCRATIZACIÓN DEL ORDENAMIENTO
PARA LA NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA
De cuál sea la concepción que se tenga de la nacionalidad y la ciudadanía:
política y prejurídica o jurídico-positiva, funcionalmente idénticas o diferentes,
relacionadas entre sí como círculos concéntricos o como círculos secantes, resultará una
u otra caracterización de la comunidad política: étnico-cultural o político-voluntarista,
cerrada o abierta, democrático-identitaria o democrático-aceptada. Y ello depende, en
último extremo, no sólo de cuáles hayan sido los modelos históricos en los que se haya
apoyado el ordenamiento constitucional vigente a la hora de regularlas, sino también de
cómo se ocupe de ellas, esto es, de cuál sea la incidencia que posea sobre ella su
incardinación en una norma jurídico-positiva con determinadas funciones internas al
ordenamiento y su impregnación por el principio democrático, tal y como haya sido
configurado por cada texto constitucional.
En ese sentido, que el origen histórico de la ciudadanía y su implicación
semántica con la participación en la comunidad política remonten sus orígenes al mundo
grecolatino clásico, puede tener su trascendencia en la configuración jurídica de aquélla
que reflejan los textos constitucionales contemporáneos, especialmente respecto de un
subgrupo de ciudadanos plenos (optimo iure) a los que se reserva el ejercicio de los más
intensos derechos de participación en el Estado moderno (sufragio en las elecciones a
los parlamentos nacional y autonómico). O que el origen histórico del nacimiento
formal de la nacionalidad fuera la creación de un vínculo federal (en la tradición
alemana), el reflejo de la lealtad y sujeción al monarca (en la tradición británica), o el
vínculo legal formal que recrea un presunto pacto social entre individuos iguales
dotados de derechos como ciudadanos (en la tradición revolucionaria americana o
francesa), puede también tener trascendencia a la hora de explicar las diferencias en el
tratamiento histórico-constitucional de la nacionalidad, su relación con la ciudadanía, el
predominio de unos u otros criterios de adquisición de la primera, etc…., tal y como ha
puesto de relieve la historiografía jurídica más relevante en los distintos países23. Pero
desde el momento en el que las Constituciones contemporáneas, y la española de 1978
no es una excepción, se han convertido en normas jurídicas supremas y han
democratizado plenamente el ejercicio del poder, el individuo pasa a derivar su estatuto
fundamental de su doble condición de persona y de ciudadano, tal y como ha sido
constitucionalmente garantizada, y no de ninguna otra circunstancia o status prejurídico,

11
por lo que la adquisición de la nacionalidad y los derechos de ciudadanía han de verse
impregnados por el contenido de aquel principio democrático.
El significado del principio democrático ha variado sensiblemente con respecto
al que le atribuían tanto la teoría política clásica grecolatina como la teoría política
revolucionaria de los siglos XVII y XVIII. No se trata de reconstruir el mismo a partir
de las interpretaciones que de la tradición histórica o filosófico-política, ni siquiera a
partir de unas u otras exigencias ético-políticas, sino de que, recogiendo parcialmente
elementos de unas y de otras, cada ordenamiento lo configure en cada tiempo y lugar de
forma cada vez más autorreferente y positivizada, sirviéndose para ello de las distintas
disposiciones orgánico-procedimentales y dogmáticas del texto constitucional que los
desarrollan y que, a partir de los elementos esenciales de una y de otras, le dotan de un
contenido autónomo propio característico. En este sentido, se asienta en los textos
constitucionales, incluido el nuestro, la comprensión del principio democrático como
una exigencia de que los sometidos al poder estatal puedan participar de forma libre,
igual y plural en la creación normativa a la que van a estar sujetos24, lo que conlleva un
cambio en la comprensión del dogma de la soberanía colectiva25.
En efecto, como se verá, con la culminación del proceso de diferenciación
funcional del sistema jurídico, la Constitución, a pesar de incluir todavía las
tradicionales formulaciones soberanistas revolucionarias, ha renunciado a través de su
autorreferencialidad y positividad a encontrar justificaciones metapositivas a su
validez26, debiendo éstas ser reinterpretadas en consonancia con el nuevo significado del
principio democrático como concreciones de éste respecto de la estructura general de la
creación normativa. Ello explica, de un lado, que la función de uno y otro instituto
pueda ser muy distinta de aquélla función política con la que originalmente nacieron y
que venga determinada por su plena integración en el ordenamiento jurídico. Pero,
además, de otro lado, explica que en un sentido estricto la nacionalidad y la ciudadanía
sólo adquieran su auténtica funcionalidad jurídica a partir del nacimiento del Estado
constitucional moderno. Por lo que se refiere a la comprensión funcional de la
ciudadanía, su incidencia en la titularidad de los derechos fundamentales ha de llevar a
incluir dentro de ésta, además de los tradicionales derechos políticos, todos los derechos
civiles o sociales que facilitan la participación del individuo en diversas esferas sociales
conectadas con la estricta participación política, pero también a extender buena parte de
los derechos políticos a los extranjeros residentes. Igualmente, la juridificación del
significado del principio democrático incide en la comprensión de la nacionalidad, pues

12
restringe la presunta libertad del legislador de la nacionalidad para definir las
condiciones de ingreso en el sujeto colectivo nacional de la soberanía, sometiéndola a
ese nuevo significado de la democracia y cambiando, con ello, buena parte de los rasgos
tradicionales de aquélla y de su equiparación a la ciudadanía. Ello ha de tener con toda
certeza una poderosa influencia en la situación de los extranjeros residentes en España
que desean no sólo ejercer una parte de la ciudadanía de titularidad universal, sino
también adquirir la nacionalidad española, para, con ello participar plenamente como
ciudadanos en la vida política y jurídica de nuestro país. Aquí es donde igualdad y
diversidad de intereses aparecen como un círculo vicioso, haciéndose difícil la salida
jurídica de él27.
La pertenencia a la comunidad estatalmente organizada y la posibilidad de
participación del individuo en dicha comunidad social se han venido definiendo,
habitualmente de forma indiferenciada28, con los términos, existentes en todas o en casi
todas las lenguas europeas, de ciudadanía y nacionalidad. De ahí que para proceder a un
correcto análisis de una y otra categoría a la luz de la soberanía democrática sea preciso
determinar previamente la razón de ser, tanto histórica29 como dogmático-normativa30,
de uno y otro concepto, el distinto significado y función jurídica que, en su caso, una y
otra han tenido, y la relación que ha existido entre ellas. A esta tarea se dedicará el
primer capítulo de este trabajo. En segundo término, es necesario un análisis conceptual
y jurídico-funcional de ambos institutos, tal y como han sido positivizados en los
ordenamientos contemporáneos, de su vinculación y de su caracterización conforme a
las exigencias de un Estado constitucional democrático como el nuestro y, a la luz de su
integración en un ordenamiento superior como el de la Unión Europea, de lo que se
ocuparán los capítulos segundo y tercero. En ningún caso se pretende aquí analizar
detalladamente el régimen jurídico de la nacionalidad o de los derechos que componen
la ciudadanía, sino sólo esbozar el marco teórico constitucional en el que se inserta su
desarrollo jurídico infraconstitucional. Ello debe servir para solventar las múltiples
dudas que surgen a los civilistas, internacionalistas, e incluso a los propios
constitucionalistas, a la hora de aplicar e interpretar los requisitos legales de
adquisición, conservación o pérdida de la nacionalidad o de titularidad y ejercicio de los
diversos derechos que integran la ciudadanía. Este trabajo tampoco pretende una
reconstrucción dogmático-jurídica del concepto de Pueblo o de Nación ni del dogma de
la soberanía popular, aspectos sobre los que son abundantes los trabajos desde las más
variadas dogmáticas constitucionales y socio-políticas, sino del sustrato personal que

13
está debajo de uno y de otro. Ciertamente, el análisis de la nacionalidad y de la
ciudadanía servirá para una mejor comprensión de la composición del sujeto colectivo
de la soberanía, así como del ejercicio que sus miembros puedan llevar a cabo de los
derechos de ciudadanía en los que ésta se plasma. Pero el esquema de razonamiento
parte de un determinado concepto de Nación/Pueblo y de soberanía popular/nacional,
que los integra plenamente como elementos al servicio de la diferenciación funcional
del sistema jurídico y huye de darles un sentido político o moral prejurídico31. Todo ello
explica, en buena medida, que en la estructura y desarrollo de la problemática
constitucional-democrática de la nacionalidad y la ciudadanía se intente dar un vuelco a
clásica concepción de la nacionalidad y de la ciudadanía a partir de una dogmática
jurídico-funcional que atienda a la función jurídica que nuestro ordenamiento
democrático les ha querido atribuir a una y a otra.
Como consecuencia de ello, en este trabajo se va a tratar de argumentar la
diferente función que nacionalidad y ciudadanía desempeñan respecto del ordenamiento
jurídico y la conveniencia de mantener parcialmente el vínculo existente entre ambas,
pero, al mismo tiempo, se tratará de exponer cómo la ciudadanía ha ido ampliando su
contenido en los Estados constitucional-democráticos y ha ido reformulando, a la luz
del principio democrático, los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad,
así como los de ejercicio de algunos derechos de ciudadanía, especialmente de los
relativos a la participación política. En resumidas cuentas, se intentará demostrar cómo
la nacionalidad ha de ser vista como el vínculo legal que une al individuo con un
ordenamiento jurídico soberano, integrándole en el colectivo estable y permanente de
súbditos, mientras que la ciudadanía, por su parte, se debe concebir como una pluralidad
de situaciones jurídicas a través de las cuales el ordenamiento jurídico permite la
integración del individuo en diversas esferas de comunicación social, jurídicamente
regladas. El principio democrático exige, además, que esta integración sea correlativa de
la afectación del individuo por el ordenamiento jurídico que disciplina dichas esferas,
por lo que estará justificado democráticamente utilizar como criterio de ejercicio de la
ciudadanía –especialmente de la política-, junto con la residencia, algún otro criterio
que, como la nacionalidad, refleje una más intensa afectación. Aunque este es un trabajo
eminentemente teórico constitucional, en su realización no se ha querido dejar a un lado
la proyección jurídico-práctica de las reflexiones aquí esbozadas. De ahí que para su
realización se haya tomado como referencia el ordenamiento vigente bajo la
Constitución española de 1978, sin por ello descartar incursiones en la legislación y la

14
jurisprudencia de algunos ordenamientos de nuestro derecho histórico y del derecho
comparado (europeo y norteamericano), seleccionados sin pretensión de exhaustividad
por su especial capacidad para reflejar los argumentos aquí abordados.

15
NOTAS A LA INTRODUCCIÓN

1
Entre los pocos estudios constitucionales existentes se pueden mencionar los de RUIZ MIGUEL,
Carlos, Nacionalidad, igualdad y descolonización. Comentario a la STS (Sala 1ª) de 28 de octubre de
1998, Revista Española de Derecho Constitucional, 1999, Nº 56, pág. 251 ss.; y RODRÍGUEZ-
DRINCOURT ÁLVAREZ, Juan, La nacionalidad como vía de integración de los inmigrantes
extranjeros, Revista de Estudios Políticos, 1999, Nº 103, pág. 171 ss.
2
Por mencionar algunos de los clásicos entre los de derecho público foráneo, véanse los trabajos de
GRAWERT, Rolf, Staatsangehörigkeit und Staatsbürgerschaft, Der Staat, Nº 23, 1984 y Staat und
Staatsangehörigkeit. Verfassungsgeschichtliche Untersuchung zur Entstehung der Staatsangehörigkeit,
Duncker & Humblot, Berlín, 1973, en Alemania, CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria
giuridica della cittadinanza, Cedam, Padua, 1998, en Italia, o ALEINIKOFF, Alexander, Citizens,
Aliens, Membership and the Constitution, Constitutional Commentary, Vol. 7, 1990, en EE.UU.
3
A una conclusión semejante llega MÁIZ, Ramón, Nation and deliberation, en MÁIZ/FERRÁN
REQUEJO (Edits.), Democracy, nationalism and multiculturalism, Routledge, Oxon/New York, 2005,
pág. 59, respecto de los estudios de teoría política sobre el nacionalismo liberal.
4
Cfr. MARTÍNEZ DEL PISÓN, José, Ciudadanía e inmigración, en BERNUZ BENÉITEZ/SUSÍN
BETRÁN (coords.), Ciudadanía. Dinámicas de pertenencia y exclusión, Universidad de la Rioja,
Logroño, 2003, pág. 75.
5
Críticamente sobre esa falsa sinonimia, LÓPEZ DE LA RIVA CARRASCO, Federico, Nacionalidad
y ciudadanía, un esfuerzo de síntesis, en VARIOS AUTORES, Ciudadanía y derechos fundamentales:
extranjería, Vol. IV, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2004, pág. 94-95.
6
En la filosofía política y buena parte de la teoría del Estado se viene utilizando para ambas categorías un
solo término, el de ciudadanía, aunque no ha faltado quién ha utilizado los términos ciudadanía sustantiva
y ciudadanía nominal (también formal) para referirse a una y a otra, sobre todo en el ámbito anglosajón,
en el que el término nacionalidad tiene unas connotaciones étnico-culturales ausentes en la iuspublicística
europea continental; cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, Edward Elgar, Aldershot, 1994,
pág. 23 ss.; BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, Ohio State Law
Journal, 2002, Vol. 63, Nº 5, pág. 1299-1300.
7
DAHL, R., Democracy and its critics, Yale University Press, New Haven, 1989, pág. 121 ss.
8
De la que sería tributaria la pregunta ¿quién es el Pueblo al que la Constitución finge atribuir la
soberanía? Sobre la necesidad de dar respuesta a esta última pregunta, véase BASTIDA FREIJEDO,
Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, Fundamentos, 1998, Nº 1, pág. 409.
9
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Constitución, soberanía y democracia, Revista del Centro de
Estudios Constitucionales, Nº 8, 1991, pág. 9 ss.
10
Sobre el carácter jurídico del sujeto colectivo al que se atribuye la soberanía nacional en nuestra
Constitución, véase PUNSET BLANCO, Ramón, En el Estado constitucional hay soberano,
Fundamentos, 1998, Nº 1, pág. 338-339.
11
Así, por ejemplo, WALZER, Michael, Spheres of justice. A defence of pluralism and equality, Basil
Blackwell, Oxford, 1983, pág. 62,
12
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 389 ss.;
ALÁEZ CORRAL, Benito, Los límites materiales a la reforma de la Constitución Española de 1978,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000, pág. 294 ss.
13
En un sentido parecido, BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage,
ob. cit., pág. 1299 ss.
14
Véase, entre muchos, HEATER, Derek, What is citizenship?, Polity Press, Cambridge, 2002;
MILLER, David, Citizenship and National identity, Polity Press, Cambridge, 2000; HOLZ, Klaus
(Hrsg.) Staastbürgerschaft. Soziale Differenzierung und politische Inkusion, Westdeutscher Verlag,
Wiesbaden 2000; BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit.
15
Por todos, BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in France and in Germany, Harvard
University Press, Harvard, 1992; ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia: una
revisión del liberalismo democrático desde el pluralismo, la autonomía y la tolerancia, Tesis doctoral,
Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, 1997; GOSEWINKEL, Dieter, Einbürgern und
Ausschliessen. Die Nationalisierung der Staatsangehörigkeit vom Deutschen Bund bis zur
Bundesrepublik Deutschland, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 2001; FAHRMEIR, Andreas,
Citizens and Aliens. Foreigners and the law in Britain and the German States 1789-1870, Berghahn
Books, New York/Oxford, 2000; KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent: conceptions of
democratic citizenship, Carnegie Endowment for international peace, Washington D.C., 1996.

16
16
Véase entre muchos, WALZER, Michael, Spheres of justice..., ob. cit., LUCAS MARTÍN, Javier de,
Inmigración y ciudadanía: visibilidad, presencia, pertenencia, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Nº
37, 2003, pág. 81 ss.
17
Véase, por todos, ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia, Nacionalidad y emigración, La Ley, Madrid,
1988; FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho de la Nacionalidad, Tecnos, Madrid, 1992.
18
Cfr, BIGLINO CAMPOS, Paloma/RUBIO LLORENTE, Francisco, Ciudadanía y extranjería:
derecho nacional y derecho comparado, McGraw Hill, Madrid, 1998.
19
Cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit.; RUBIO MARÍN, Ruth,
Immigration as a democratic challenge. Citizenship and inclusion in Germany and the United States,
Cambridge University Press, Cambridge, 2000.
20
Cfr. MASSING, Johannes, Wandel im Staatsangehörigkeitsrecht vor den Herausforderungen
moderner Migration, Mohr Siebeck, 2001, pág. 20 ss.
21
Sobre el impacto de la inmigración sobre los criterios de atribución de la nacionalidad y la ciudadanía,
como definitorios de la pertenencia, cfr. ZINCONE, Giovanna, Los cuatro significados de la ciudadanía
y las migraciones: una aplicación al caso italiano, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Vol. 37, 2003,
pág. 206 ss.
22
Como señala HAMAR, Tomas, Democracy and the Nation State, Avebury, Aldershot, 1991, pág. 12
ss., el problema de la naturalización o de la extensión de los derechos políticos, núcleo de la ciudadanía, a
los extranjeros se plantea sustancialmente en relación con los “denizens” (en la terminología de John
Locke), esto es, con los extranjeros residentes permanentemente en otro Estado, cuya sujeción a las Leyes
del Estado y la ausencia de una correlativa capacidad de participación en su elaboración, cuestionan la
legitimidad democrática del ordenamiento y, con ello, ponen en peligro su diferenciación funcional.
23
Cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in France and Germany, ob. cit.;
GOSEWINKEL, Dieter, Einbürgern und Ausschliessen…, ob. cit.; FAHRMEIR, Andreas, Citizens
and Aliens..., ob. cit.
24
Cfr. KELSEN, Hans, Wesen und Wert der Demokratie, (Neudruck der zweiten umgearbeiteten
Auflage von 1929), Scientia, Aalen, 1963, pág. 14 ss.
25
BRYDE, Brun-Otto, Ausländewahlrecht und grundgesetzliche Demokratie, Juristen Zeitung, 1989,
Bd. 44, pág. 257-258. Esto debe ser así, por lo menos para que la legitimación democrática no sea sólo de
origen sino también de ejercicio; sobre la vinculación del principio democrático con una y otra
legitimación, véase por todos BÖCKENFÖRDE, Ernst-Wolfgang, § 22 Demokratie als
Verfassungsprinzip, en ISENSEE/KIRCHHOF (Hrsg.) Handbuch des Staatsrechts der Bundesrepublik
Deutschland, Bd. I, C.F. Müller, Heidelberg, 1987, pág. 893, Rdn. 9. En las palabras del genial jurista
italiano ESPOSITO, Carlo, Commento all’art. 1 della Costituzione italiana, en Rasscolta di Diritto
Pubblico, Giuffrè, Milán, 1958, pág. 10, “el contenido de la democracia no radica en que el Pueblo sea la
fuente histórica o ideal del poder, sino en que tenga el poder. Y no sólo en que tenga el poder
constituyente, sino también en que a él correspondan los poderes constituidos; no en que tenga la nuda
soberanía (que prácticamente no es nada), sino el ejercicio de la soberanía (que prácticamente lo es
todo).”
26
Sobre ello, cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los límites materiales a la reforma de la Constitución
Española de 1978, ob. cit., pág. 139 ss.
27
Un análisis semejante del problema en la decimocuarta enmienda a la Constitución de los EE.UU. se
puede ver en BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, ob. cit., pág.
1316 ss.
28
Por todos en nuestro país, cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho de la Nacionalidad, ob.
cit., pág. 20.
29
Un muy interesante estudio histórico del diferente sentido de ambas categorías en Alemania, Francia,
EE.UU. y el Reino Unido es el realizado por GOSEWINKEL, Dieter, Untertanschaft,
Staatsbürgerschaft, Nationalität. Berliner Journal für Soziologie, Bd. 4, 1998, pág. 507 ss.
30
Sobre la distinta función sociológico-jurídica de uno y otro concepto, cfr. BÖS, Matthias, The legal
construction of membership: nationality law in Germany and the United States, Working Papers Series.
Center for European Studies, Vol. 5, 2000.
31
Este concepto puede verse, por lo que se refiere a nuestro ordenamiento, en OTTO Y PARDO,
Ignacio de, Lecciones de Derecho Constitucional, Guiastur, Oviedo, 1980, pág. 206 ss., 262 ss.;
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Constitución, soberanía y democracia, ob. cit., pág. 9 ss.;
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 389 ss.

17
CAPÍTULO PRIMERO
NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA: UNA APROXIMACIÓN
HISTÓRICO-FUNCIONAL

I. NECESIDAD JURÍDICO-FUNCIONAL DE LOS CONCEPTOS DE


NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA
El análisis de la relación existente hoy en día entre dos instituciones jurídicas
como la nacionalidad y la ciudadanía exige historiografiar ambos conceptos -y no tanto
las expresiones lingüísticas que los designan, no siempre coincidentes con un solo
significado-1 a la luz de la función jurídica que los mismos puedan haber desempeñado
hasta su plena integración y democratización en el Estado constitucional, obviando otras
perspectivas del análisis por importantes que puedan ser. Para ello, se abordarán las
expresiones en las que se plasman los conceptos de nacionalidad y ciudadanía (lenguaje
objeto) con un marco lingüístico-conceptual (metalenguaje)2 que los ponga en contacto
a través de su función jurídica, con independencia de que el sistema jurídico aún no
estuviese suficientemente diferenciado. Esta breve explicación metodológica resulta
especialmente importante para entender por qué en la actualidad los conceptos se
corresponden, por lo menos en algunos ordenamientos jurídicos como el nuestro, con
dos expresiones lingüísticas diferenciadas, lo que no ha sido siempre así, desde un punto
de vista histórico, y explica la confusión terminológica que aún persiste en otros
sistemas jurídicos. Así, mientras en algunos ordenamientos como el alemán y el español
es más común manejar el término nacionalidad (Staatsangehörigkeit) y que el de
ciudadanía (Staatsbürgerschaft) no aparezca o lo haga de una forma parcialmente
sinónima, en otros por el contrario, como el francés, el italiano, el inglés o el
norteamericano, la tendencia es justamente la opuesta: a precluir el término
nationality/nationalite/nazionalitá y a que el término
citoyenneté/cittadinanza/citizenship absorba el significado de ambas categorías.
Antes de aproximarnos a la historia jurídico-funcional de ambos institutos es
necesario, con carácter previo, fundamentar su necesidad jurídica. Sin duda que para
realizar este análisis se ha de partir de unos conceptos previos de lo que puedan ser una
y otra, que nos permitan reconstruir analítica y críticamente tanto las diversas
concepciones que se ha tenido de ellas a lo largo de la historia, como después, a la luz
de un concepto constitucionalmente adecuado, el tratamiento normativo que tienen en
los textos constitucionales contemporáneos, y en particular en nuestra Constitución de
1978. Pero no es menos cierto que también es necesario, como parte del proceso
discursivo de reconstrucción teórico-funcional de ambas categorías, plantearse la
posibilidad de su inexistencia en el sistema jurídico. En este sentido, ya Hans Kelsen3,
desde una concepción espacio-temporalmente unitaria del derecho, llegó a la conclusión
de que el ordenamiento jurídico constituye una unidad (preferentemente a partir de la
supremacía del derecho internacional), y se construye únicamente a partir de súbditos
por lo que, en pura teoría, no necesitaría ni nacionales ni ciudadanos. Desde esta
perspectiva, la nacionalidad y la ciudadanía serían institutos jurídicos meramente
contingentes, y su presencia en el ordenamiento jurídico dependería exclusivamente de
la voluntad del legislador. En el caso de la nacionalidad su existencia dependerá de que
la unidad del ordenamiento no se construya sobre la base del derecho internacional, sino
sobre la base del derecho constitucional de cada Estado que delimita su ámbito personal
de aplicación permanente en atención a sus previsiones de eficacia general; mientras
que, por su parte, la existencia de la ciudadanía dependerá de que cada concreto
ordenamiento estatal reconozca un cierto acervo participativo en el ejercicio del poder
político a todos o a parte de sus súbditos. Ciertamente, la progresiva unificación de los
ordenamientos territoriales tiende a restar funcionalidad a las categorías de la
nacionalidad y la ciudadanía, que sólo tiene sentido en relación con un Estado soberano,
dueño de la competencia sobre las competencias. En efecto, los procesos de integración
política supraestatal tienden a restar trascendencia jurídico-constitucional a la
nacionalidad y la ciudadanía estatal previas que, como consecuencia del proceso de
asimilación e igualación en derechos y deberes, derivado de la integración política y la
creación de una nacionalidad o ciudadanía superior (federal), quedan reducidas a meras
diferenciaciones administrativas sin mayor trascendencia sobre el destino de la
comunidad política supraestatal. Si el fenómeno se extendiese hasta la creación de una
gran federación planetaria, un gran Estado mundial que poseyese la competencia de las
competencias y sobre cuyas normas supremas descansase la validez del resto de
subordenamientos estatales, la nacionalidad y la ciudadanía de cada Estado perderían su
importancia jurídica por su desvinculación de una soberanía democrática que ahora
residiría en esa gran federación y por tanto, pasaría a ser definible sólo a través del
ejercicio de los derechos que componen esa ciudadanía cosmopolita.

19
Con todo, la insuperable dificultad, aun hoy existente, de fundar la unidad del
ordenamiento en la supremacía del derecho internacional, y la correlativa necesidad de
que dicha unidad tenga que sustentarse en ordenamientos estatales o supraestatales
como el de la Unión Europea4, circunscritos a una determinada comunidad humana,
conduce a que el instituto de la nacionalidad se haga necesario desde la perspectiva de
la coexistencia de los diversos ordenamientos estatales5. Parece difícil imaginar, por
razones meramente fácticas, que un ordenamiento jurídico tenga la pretensión de ser
aplicable a todo sujeto y en todo lugar, y mucho menos que pueda llegar a ser
mínimamente eficaz urbi et orbe. Lo habitual es que el ordenamiento cree un ámbito
personal de aplicación permanente (aunque no sea el único) en el que concentrar la
eficacia de sus normas que coincida con la población que más contacto posee con un
territorio sobre el que ejerce eficazmente el poder público (siguiendo la teoría de los tres
elementos del Estado de Georg Jellinek)6. Precisamente ese vínculo que define cuál es
el pueblo de un Estado, sobre el que se aplica la protección diplomática en el derecho
internacional público, y que determina la aplicación personal y no sólo territorial del
ordenamiento jurídico –especialmente en el derecho internacional privado, pero también
en el derecho fiscal, o en excepcionalmente en el derecho penal-, será lo que se
denomine nacionalidad7, y hace que esta institución jurídica sea por el momento
necesaria desde el mero punto de vista de la funcionalidad del sistema jurídico.
Por otro lado, la capacidad de participación del individuo como miembro de
pleno derecho de la comunidad estatal a la que está sometido, esto es la ciudadanía8, ha
ido recuperando en este proceso histórico su autonomía respecto de la nacionalidad, a la
que aparece unida desde las revoluciones liberal democráticas para representar el punto
de encuentro entre el ejercicio del poder por el individuo y la atribución de la soberanía
a un sujeto colectivo9. Desde el momento en el que para la legitimidad democrática del
ordenamiento jurídico, se hace necesario que los súbditos se conviertan en
“soberanos”10, la ciudadanía pasa a ser el instituto jurídico imprescindible que recoge
las condiciones subjetivas necesarias para esa conversión, así como el haz de derechos
en los que se ha de plasmar la participación en el ejercicio del poder de una comunidad.

De todo ello se deduce que, se les atribuya uno u otro significado, la


nacionalidad y la ciudadanía son hoy por hoy –mientras no exista un único
ordenamiento global en todo nuestro planeta- instituciones jurídico-funcionalmente
necesarias, a las que procede dar un sentido constitucional adecuado a la estructura

20
democrática de nuestro Estado. Además, como se verá seguidamente, se trata de dos
categorías cuyo mantenimiento pasa por adecuar su formal vinculación histórica como
categorías del Estado liberal-democrático, y su diferente especialización jurídico-
funcional, a las estructuras básicas de un sistema jurídico democrático plenamente
diferenciado como subsistema social. Con ello no se quiere decir que la nacionalidad y
la ciudadanía sólo tengan sentido allí donde existe un ordenamiento jurídico estatal
plenamente positivizado y autorreferente, ni siquiera donde exista un Estado moderno11.
Todos los ordenamientos jurídicos necesitan un sustrato personal, más o menos estable
y permanente, sobre el que verter su aplicación, y todos articulan una integración más o
menos intensa de los individuos en la comunidad política. Pero sólo desde el momento
en que ese proceso de diferenciación funcional del ordenamiento jurídico estatal se
acelera vertiginosamente –lo que ocurre con el advenimiento del Estado liberal-
democrático moderno y, particularmente, en ordenamientos y sociedades altamente
complejos como los actuales-12 la nacionalidad y la ciudadanía despliegan su
funcionalidad jurídica de forma nítida y diferenciada. Y ello es lo que hace necesario el
análisis histórico que permita deslindar el origen funcional de uno y otro instituto y ver
las diferencias que a ese respecto ha marcado la evolución histórica del ordenamiento.
No se trata de un análisis histórico-funcional exhaustivo de uno y otro instituto, sino
simplemente de centrar la atención en la función que uno y otro han ido desempeñando
a lo largo de la evolución de los ordenamientos jurídicos para entender mejor la función
que han de desempeñar hoy en día en ordenamientos jurídico-positivos plenamente
diferenciados y democratizados. Para realizar dicho análisis se partirá de los
ordenamientos preestatales, y en particular de los grecolatinos clásicos en los que se
gesta la noción de ciudadanía, y se llegará hasta los ordenamientos constitucional-
democráticos contemporáneos, pasando por el nacimiento del Estado-nación y los
movimientos revolucionarios liberal-democrático como hitos especiales en la formación
de la nacionalidad y la ciudadanía modernas. Y todo ello se hará con una atención
especial a la plasmación que de una y otra categoría han hecho los textos de nuestro
constitucionalismo histórico.

21
II. NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA: LA DIALÉCTICA FUNCIONAL
EXCLUSIÓN/INCLUSIÓN
En contra de lo que se ha sostenido habitualmente, la evolución histórica de la
nacionalidad y la ciudadanía nos demuestra que no ha existido un nítido y estático
reparto de funciones entre una y otra, particularmente, que la ciudadanía no siempre ha
sido una categoría incluyente y la nacionalidad excluyente, como lo son hoy en día13.
Ciertamente, esas son las funciones en las que se han ido especializando estos dos
institutos en el ordenamiento jurídico moderno. Pero no lo es menos que los avatares
históricos han deparado un intercambio de papeles contradictorio con este resultado
funcional que es preciso tener en cuenta para entender correctamente el actual reparto.
El desarrollo histórico de las funciones incluyente o excluyente que han desempeñado
una y otra institución ha estado marcado por el contexto social (demográfico,
económico, político y jurídico) en el que se han desarrollado14, y en el que un elemento
decisivo ha sido la progresiva diferenciación del sistema jurídico de otros subsistemas
sociales y la importancia que ello confiere a la nacionalidad y la ciudadanía como
categorías jurídico-constitucionales. Se ha recorrido un largo camino en el desarrollo
histórico-funcional de una y otra categoría15 hasta llegar a atribuir a la ciudadanía una
función incluyente, que hace de ella un instrumento que el ordenamiento constitucional
democrático utiliza para, a través del reconocimiento de derechos y libertades
fundamentales, permitir al mayor número posible de individuos la máxima integración y
participación en las distintas esferas de comunicación social jurídicamente regladas,
especial aunque no exclusivamente en la política; y hasta llegar a conferir a la
nacionalidad una función excluyente dentro de un mundo aún segmentado en Estados
nacionales, que permite al ordenamiento jurídico distinguir un conjunto de súbditos por
su más intensa, estable y permanente sujeción, a los que, merced a su vinculación con la
ciudadanía, les atribuye el núcleo esencial político-participativo de ésta. Un tracto
histórico jurídico que es el espejo del tránsito de unos ordenamientos preestatales muy
poco diferenciados tanto externa como internamente, en los que la posición del
individuo viene determinada por circunstancias socio-económicas distintas de su
condición política de nacional o extranjero, hacia unos ordenamientos estatales
modernos desarrollados en torno a la diferenciación externa primero (con la
nacionalidad) e interna después (con la ciudadanía), lo que explica la relevancia que

22
pasa a tener la condición de nacional y de ciudadano, frente al extranjero y al no
ciudadano.
Ciertamente, a diferencia de la nacionalidad, el instituto de la ciudadanía, con
origen grecolatino16, se concibe primero como un vínculo filosófico-espiritual y después
legal de pertenencia a una determinada cultura política, propia de una comunidad
humana. En efecto, la pertenencia tanto a la polis griega como a la civitas romana se
caracterizaba en buena medida, como se verá después, por la atribución a ciertas clases
de individuos de la plena capacidad de participación en la comunidad política, con
independencia de su concreta identidad cultural17. Las exigencias democráticas
modernas de libertad, igualdad y pluralismo estaban ausentes de la definición del status
de ciudadano18, del que quedaban excluidos, dada la preordenación natural o teológica
de la sociedad, amplios colectivos humanos por razón de sexo, raza o pertenencia a otra
comunidad política19. Sin embargo, algunos elementos definitorios de aquella histórica
configuración del instituto de la ciudadanía siguen teniendo plena aplicabilidad en los
procesos actuales derivados de la globalización y de los movimientos migratorios. Así,
al igual que en la Grecia clásica la ciudadanía expresaba la capacidad de participación
política del individuo en el gobierno de la comunidad, el núcleo esencial de la
ciudadanía moderna sigue vinculado a esa participación política, aunque sus
presupuestos y su contexto sean radicalmente diferentes y se extienda también a la
capacidad de actuación en diversas situaciones sociales. De igual modo que en el
período latino la ciudadanía sufrió un proceso de formalización que sirvió para crear un
vínculo jurídico de pertenencia a la comunidad política en beneficio de individuos que
residían más allá de la urbe, esto es, constituyó la expresión jurídica de un movimiento
centrífugo de extensión de las fronteras de la cultura política más allá de Roma, la
moderna relación entre el individuo y el Estado, se ha construido también hoy a partir
del vínculo jurídico formal de la nacionalidad y del vínculo jurídico-político de la
ciudadanía que, al contrario que en el mundo latino clásico, tienden a convertirse en la
expresión de un movimiento centrípeto integrador de los inmigrantes extranjeros en la
cultura política de cada Estado.
Con todo, como se verá seguidamente, una y otra categoría nacieron con una
preponderante función política, opuesta a la función jurídica que tienen atribuida en la
actualidad. Así, por ejemplo, la ciudadanía nace con una función política excluyente20,
justo lo contrario de la función jurídica incluyente que desempeña en la actualidad,
mientras que el primer antecedente funcional de la nacionalidad (la ciudadanía romana)

23
pretendía la inclusión, con finalidades político-económicas, del máximo número de
individuos sometidos al ordenamiento romano mediante la extensión y
desnaturalización de la ciudadanía romana, lo que se encuentra en abierta
contraposición a la función jurídica excluyente que desempeña la nacionalidad
moderna. La función excluyente de la ciudadanía e incluyente de la nacionalidad
responde al análisis de ambos institutos como instrumentos al servicio del sistema
político, lo que históricamente coincide con las fases de una menor diferenciación
funcional del sistema jurídico y una menor autonomía de éste respecto de la política o
de la moral. Por el contrario, la atribución a la ciudadanía de una función incluyente y a
la nacionalidad de una función excluyente responde a su comprensión como categorías
jurídicas, lo que históricamente se corresponde con una etapa en la que la diferenciación
del sistema jurídico y su especialización funcional camina hacia su plenitud en los
Estados occidentales. En este sentido, es fácil entender por qué en momentos históricos
-como los correspondientes a la denominada etapa preestatal- en los que la validez del
derecho positivo venía condicionada por elementos externos de naturaleza religiosa y
moral-, la ciudadanía y la nacionalidad (se conociesen o no con estos precisos términos)
desempeñaban aquella función política o moral. De igual modo, es también
comprensible que en momentos como los actuales, de un alto grado de especialización y
diferenciación funcional del sistema jurídico, en los que éste trata de autonomizarse de
cualesquiera otros sistemas de su entorno, incluido el político, los institutos de la
nacionalidad y la ciudadanía cobren una función jurídica propia, y las funciones
políticas sean accesorias, cuando no distorsionadoras21. Pero veamos esta evolución
histórico-funcional22 con un poco más de detalle, deteniéndonos especialmente en los
textos de nuestro constitucionalismo anterior a la vigente Constitución española de
1978.

1. Ciudadanía y nacionalidad en los ordenamientos preestatales


1.1 El nacimiento de la ciudadanía en la Grecia clásica
Si se hace abstracción de las radicales diferencias existentes entre el mundo griego
clásico y el mundo del Estado moderno en lo que se refiere la concepción de la sociedad
y de la comunidad política, resulta fácil comprobar cómo la ciudadanía constituye en la
Grecia clásica la vía para la participación del individuo en la comunidad política23. Sólo
son acreedores de ella aquellos individuos virtuosos, que por sus cualidades y posición
social (de superioridad e independencia económica) se hallan en disposición de

24
participar directamente en la gestión de los asuntos públicos24. Dado que la teoría
política del momento no concibe la preexistencia de una libertad e igualdad naturales a
todos los hombres (libertad de los modernos), sino que, muy al contrario, concibe la
posesión de libertad como una virtud que convierte al individuo en un instrumento para
la realización de un determinado orden social predeterminado moralmente, no cabe
considerar a la ciudadanía como un mecanismo de inclusión política o social de las
personas, que sólo pueden ser libres para participar en la medida en que sus capacidades
naturales les hagan dignos de semejante virtud. La ciudadanía aparece, así, como un
instrumento político de exclusión social que permite diferenciar a aquellos sujetos, los
ciudadanos, cuya función política es la de participar en la definición de la voluntad de la
comunidad política, de aquellos otros individuos (esclavos, mujeres, niños, sirvientes
domésticos, trabajadores manuales, extranjeros, etc…)25, que desempeñan funciones
socio-económicas (productivas, educativas, etc…) en la comunidad y por ello se ven
excluidos de la virtud cívica. En otras palabras: unos individuos eran sujetos políticos
(ciudadanos), mientras otros eran meramente sujetos económicos, reproductivos o
educativos. Y ello con independencia de si el resultado de dicha participación terminaba
siendo la satisfacción del bien común, como era moralmente debido, o la “inmoral”
satisfacción del interés particular de los participantes; con independencia de si
participaba la mayoría, una minoría aristocrática o uno solo; esto es, con independencia
del concreto régimen adoptado, que cobra su sentido como consecuencia de la
identificación entre ciudadanía y participación en el gobierno de la polis que realiza la
Constitución de cada ciudad-estado, al definir la mayor o menor extensión personal de
la cualidad de ciudadano26.
Esta concepción de la ciudadanía y su naturaleza eminentemente excluyente27, tanto
hacia dentro (respecto de los individuos de la comunidad que no eran ciudadanos) como
hacia fuera (respecto de otras ciudades-Estado), se deriva, precisamente, de la peculiar
concepción del individuo y de la sociedad que tiene la teoría filosófico-política
preestatal. Aunque no sea éste el lugar adecuado para un desarrollo detallado de dicha
teoría, baste ahora mencionar cómo la comunidad política se concibe como algo natural
del mismo modo que lo es la división funcional y jerárquica de la sociedad. Las
diferencias naturales existentes entre los individuos justificaban las distintas funciones
sociales que unos y otros habían de desempeñar. La ciudadanía venía a ser una categoría
política que certificaba la existencia de ese orden natural y su razonabilidad filosófica,
incluyendo en él a aquellos individuos dotados de la capacidad para gobernar la

25
comunidad, por lo que se convertían en ciudadanos, y excluyendo -lo que es más
importante- aquellos otros, metecos e idiotes, carentes de aquélla y sin derecho a
conseguirla28. Esta primera formulación excluyente de la ciudadanía respondía, así, a la
función de diferenciación por nacimiento que aporta hoy el instituto de la nacionalidad
entre nacionales y extranjeros, pues a estos últimos se los considera también ajenos a la
comunidad política29.

Ciertamente, en sus orígenes, que se pueden datar en la reforma política llevada a


cabo por Clístenes en la segunda mitad del siglo VI a.C., la ciudadanía sirvió para una
cierta desetnificación de la división tribal de las pequeñas ciudades-Estado atenienses, y
para la integración en las nuevas unidades organizativas –deme- de los inmigrantes
residentes que no descendían originalmente de ninguna de las tribus preexistentes30. Sin
embargo, el contexto social y político de la Grecia clásica en el que se desarrolla el
nacimiento de la ciudadanía, esto es, la preordenación natural de las comunidades
políticas así como el reducido tamaño territorial y poblacional de las ciudades-estado,
explica que el principal criterio utilizado en la construcción del vínculo de la ciudadanía
después de Clístenes vuelva a ser el de la descendencia (ius sanguinis)31 y no el
consentimiento expresado con la residencia voluntaria (ius domicilii)32. No bastaba,
pues, la residencia, que se presuponía para el correcto ejercicio de los cargos públicos a
que daba derecho la ciudadanía, so pena de su pérdida. Además era necesaria la
adquisición de aquella virtud por la descendencia de una familia de ciudadanos y la
educación en el seno de los valores de ésta, que eran el reflejo de un orden natural o
teológico, del que el derecho consuetudinario o positivo venían a ser una mera
concreción procesal necesaria para su puesta en práctica33. Tanto los naturales de la
polis que no eran ciudadanos (mujeres, esclavos, trabajadores manuales, niños, etc…),
como los extranjeros, quedaban fuera del gobierno de la comunidad política, aunque
estaban sujetos a la aplicación de sus leyes escritas o no escritas34. Como regla general
no existía un mecanismo ordinario de concesión de la ciudadanía a quién no la tenía
originariamente por nacimiento, pero excepcionalmente a partir del siglo V a.C. se
otorgó en Atenas por motivos políticos –principalmente para incrementar la población-
una ciudadanía honoraria o limitada en derechos a individuos aislados o a grupos
reducidos de extranjeros combatientes a favor de la polis35.

26
1.2 La ampliación de la ciudadanía y el establecimiento de las bases jurídicas
de la nacionalidad en el mundo romano
En un principio, la ciudadanía romana también se construye a partir de un
conjunto variable de derechos y deberes de participación política y socio-económica
(ius munus et honorum, ius sufragii, ius conubii, ius commercii o ius actionis),36
atribuidos como privilegio a un número reducido de individuos, los ciudadanos
romanos37. En este sentido, la noción sigue desempeñando en sus inicios una función
eminentemente excluyente. El mundo romano sentará las bases del primer gran paso en
el desarrollo del sistema jurídico y ello será el origen de la moderna distinción entre
nacionalidad y ciudadanía: la presencia de un sentido débil y un sentido fuerte de la
ciudadanía, ya estaban implícitas en la noción aristotélica de ciudadanía. El sentido
fuerte haría hincapié en el elemento activo-participativo, en mandar; mientras que el
sentido débil, por su parte, en el elemento pasivo, en ser mandado. Y hacia este último
sentido es hacia el que acabará orientándose la noción romana de ciudadanía como
consecuencia de su progresiva extensión legislativa a cada vez más individuos
sometidos al poder de Roma38.
En efecto, la rápida evolución del contexto sociopolítico (expansión territorial)
en el que se desarrolla la civilización romana conduce hacia un uso político de la
ciudadanía como mecanismo de integración y asimilación jurídica de los cada vez más
numerosos pueblos conquistados o federados con Roma39. Ello tiene el coste de
devaluar su contenido político-participativo y permitir, en consonancia con la pluralidad
de estatutos jurídicos personales característica de los ordenamientos preestatales, la
creación de diversas clases de ciudadanía que, con todo, serán la antesala del nacimiento
del moderno concepto de nacionalidad por el mayor hincapié que terminan haciendo
sobre el vínculo jurídico que une al individuo con el Estado como consecuencia de su
sometimiento al derecho romano40. Pero también, en lo que aquí interesa, convierte a la
ciudadanía en un instrumento jurídico de inclusión más que de exclusión, aun a costa de
desvirtuar su inicial significado activo participativo y hacer de ella un mecanismo de
diferenciación jurídica de los súbditos del Imperio Romano, pues permite la inclusión
dentro de su orbe jurídico de culturas y modelos sociales diversos, aportados por los
nuevos tipos de ciudadanos. Se pasa, así, de una etapa inicial en la que únicamente
existían ciudadanos romanos (romanii), a conceder la ciudadanía romana a grupos de
individuos federados o aliados de Roma (latinii), e incluso a extendérsela, a través del
edicto del año 212 del Emperador Caracalla (Constitutio Antoniniana), a todos los

27
súbditos libres del Imperio (peregrini), con excepción de aquellos pueblos conquistados
y sometidos a Roma que por diversas razones no tenían reconocido ningún Derecho
propio (dediticii)41. Dado que esta extensión masiva de la ciudadanía en ningún caso era
plena, sino que solamente se atribuía a los nuevos ciudadanos una parte de su contenido
jurídico-facultativo (el socio-económico y casi nunca el político-participativo), ello en
la práctica acabó por privarle casi de significado político activo y por caracterizarla con
un significado mayoritariamente pasivo y legal42, mucho más coincidente con lo que
será la moderna institución de la nacionalidad43. En otras palabras, del ciudadano-
gobernante del mundo griego clásico, se pasa al ciudadano-súbdito del Imperio, que será
el elemento en el que se apoye la filosofía política en el nacimiento del Estado moderno
para sentar las bases políticas de la nacionalidad44.
Este significado termina por impregnar a la ciudadanía, dándole una apariencia
muy distinta de la que tenía en el mundo griego, en el que su validez y su contenido se
derivaban de los valores metapositivos que ordenaban la sociedad y la ciudad-estado.
Sin perjuicio de que el orden jurídico se encuentre todavía predeterminado por la
realización de valores morales -como la justicia-, la ciudadanía pasa ahora a ser una
institución preponderantemente legal, esto es, derivada del derecho positivo romano45,
lo que pone de relieve el valor de este primer paso en la diferenciación funcional del
sistema jurídico. La ciudadanía termina, así, cumpliendo una función jurídica de
inclusión, distinta de la excluyente que desempeña la nacionalidad en Estado
moderno46, aunque se asemeje a esta última en su caracterización como vínculo legal
formal que une a distintos pueblos con diversas costumbres y culturas bajo el manto de
un solo ordenamiento (el romano), con independencia de que su contenido material o
sustantivo pase ahora a estar formado por una pluralidad de derechos con diversos
niveles de garantía. Nada que ver con la tradicional vinculación que se quiere ver entre
el término moderno nacionalidad y el término romano natio, descriptivo de aquellos
pueblos y tribus no organizados en comunidades políticas47.
Congruentemente con el proceso aludido, los mecanismos de atribución de la
ciudadanía cambian con respecto a los simples mecanismos de la descendencia que
había utilizado la politeia griega. Junto al ius sanguinis aparecen también, cada vez con
mayor habitualidad, la manumisión por parte de un ciudadano romano, el matrimonio,
la naturalización en compensación por servicios militares prestados o la naturalización
en masa concedida por Edicto imperial48. Y en un período tan largo de tiempo como el
de la civilización romana, con movimientos políticos de progresiva extensión de la

28
ciudadanía a grupos ingentes de súbditos del Imperio romano, se pasa de que la
descendencia de padres ciudadanos sea el criterio cuantitativamente principal en la
atribución de la ciudadanía, a que lo sean los criterios de adquisición derivativa de la
ciudadanía, especialmente los dos últimos, con la consiguiente desnaturalización de ésta
como institución político-participativa y su correlativa aproximación funcional a la
moderna nacionalidad, al determinar el ámbito personal de aplicación de un extenso
ordenamiento jurídico romano.

2. La cuasi-desaparición de la ciudadanía y la emergencia de la moderna


nacionalidad con el nacimiento del Estado-nación.
2.1 La transformación de la ciudadanía en sujeción
La atomización del poder político y el retroceso en el proceso de diferenciación
del sistema jurídico alcanzado por el derecho romano se dejan notar en la configuración
de la nacionalidad y la ciudadanía durante la Edad Media y el Renacimiento. Las
características sociales y económicas que contextualizan la organización política y
jurídica medieval condicionan el sentido del término ciudadano, universalizado en su
orbe territorial por el imperio romano. La sustitución de las recompensas políticas y
económicas (materiales) por recompensas espirituales que propugna el cristianismo49
priva a la ciudadanía de los dos elementos que la habían caracterizado en el período
grecolatino: su carácter de privilegio político participativo excluyente durante la
civilización griega, y su carácter de status legal pasivo incluyente al final de la
civilización romana.
Este período medieval se caracteriza también por un culto hacia la vida
contemplativa en detrimento de la actividad50, destinada sólo a aquéllas fuerzas
productivas motor económico de la sociedad, pero no a la formación cultural o la
erudición de aquéllos que debieran participar en el gobierno de la comunidad. Ello
explica que la ciudadanía, cuando no se utiliza como término descriptivo del conjunto
de personas que habitan las incipientes ciudades (Bürger, civis, etc…), se perfile como
un término político (pocas veces o nunca se utiliza como un concepto jurídico
diferenciado al modo y manera del derecho romano), más sinónimo de súbdito que de
individuo gobernante51. En otras palabras, la ciudadanía se decanta aún más hacia su
sentido débil aristotélico, haciendo hincapié en el elemento de sujeción política a un
señor feudal o a un Monarca52, y no en el elemento político-participativo53. Con ello, se
sientan las bases políticas del moderno concepto de nacionalidad subsiguiente a la

29
concentración del poder político en manos de monarca -en detrimento de los señores
feudales o de la Iglesia-, esto es, con el nacimiento del moderno Estado-nación.
En contraposición al mundo grecolatino el ciudadano en el medioevo lo es más
por lo que consigue (seguridad a cambio de su sujeción), que por lo que hace54. El
carácter político clásico de la ciudadanía deja paso a un contenido eminentemente socio-
económico en el que al habitante de la ciudad se le otorgan una serie de privilegios
económicos y sociales55. En otras palabras, la ciudadanía se convierte en mera sujeción
porque describe fundamentalmente los beneficios económicos y sociales, pero no
políticos56, que se derivan de habitar permanentemente un determinado territorio y, con
ello, estar sometido a una determinada jurisdicción local, lo que explica que se excluya
a los extranjeros no naturalizados del acceso a las magistraturas locales de las ciudades
medievales, pero no de los más altos cargos públicos de los incipientes reinos57. Pero si
algo caracteriza la posición del individuo en el medioevo es su atomización en
correspondencia con la atomización del poder político, de modo que ser ciudadano deja
de conferir al hombre libre un status filosófico-político general, como en el período
grecolatino, y únicamente caracteriza algunas de sus relaciones sociales: las de habitante
de la ciudad (civis) o la de súbdito del reino (subditus), que coexisten y no absorben a
muchas otras como las de fiel (fidelis) o persona (homo) 58, esta última, sobre todo, en la
etapa bajo medieval y renacentista.
De ahí que las funciones que desempeñan la nacionalidad y la ciudadanía
cambien con respecto a las que se les habían atribuido hasta el momento. La ciudadanía
prácticamente desaparece al reducirse al mínimo los mecanismos de participación de los
hombres libres en el gobierno de la comunidad59, y la misma deja de desempeñar una
función política excluyente. Además, como se verá seguidamente, bajo el manto de la
categoría de súbdito, considerada durante buena parte del período medieval sinónima
del viejo término romano “civis”60, se sientan las bases políticas de la moderna
nacionalidad entendida como ciudadanía en sentido débil, lo que lleva a sustituir la
función jurídica incluyente que había adquirido en el Bajo Imperio Romano, por una
nueva función política excluyente en el reparto de los súbditos entre los nacientes
Estados-nación61.

2.2 El establecimiento de las bases políticas de la nacionalidad


A pesar de que el Renacimiento trata de rescatar, por lo menos parcialmente, la
visión y el patrimonio filosófico-cultural grecolatino para aplicarlos sobre todo en las

30
ciudades-Estado italianas, lo cierto es que este período de tránsito sirve mucho más a la
concentración del poder en manos del monarca y la superación de la atomización
medieval mediante el nacimiento del Estado nacional, que a la recuperación de la
ciudadanía como categoría político-participativa. A estos efectos, resultaba mucho más
útil el sentido débil de la ciudadanía que había explotado para su expansión
universalista el imperio romano, que el sentido fuerte y activo de las pequeñas y
descentralizadas ciudades-Estado griegas62.
Por todo ello, el término ciudadano se tiñe cada vez más del sentido que le
corresponderá al concepto moderno de nacionalidad, esto es, de ser la expresión del
vínculo legal que une al individuo con un determinado poder o autoridad soberano63, el
poder del emergente Estado-nación64, al que además se reviste de la cualidad política
primero, y jurídica después, de la soberanía65. La pertenencia a la comunidad política
implica en el Estado absoluto convertirse en un tipo especial de súbdito66, el sujeto
pasivo del poder público que se beneficia del status de protección que le presta el
monarca67. A cambio de esa protección, el súbdito presta al soberano un juramento de
lealtad perpetua del que no puede liberarse68, y que se transmite por el nacimiento en el
territorio sobre el que ejerce el monarca su jurisdicción (ius soli), pero también por la
descendencia sanguínea de un súbdito de aquél (ius sanguinis)69, esto es,
eminentemente por la nacionalidad, formulada con el concepto medieval hispánico de
“naturaleza”70, de ahí que se discurran casi paralelamente la conformación de las
Naciones como cuerpos políticos de súbditos y, en muchos casos, el nacimiento de sus
correspondientes Estados71.
Sin embargo, la formación del Estado-nación a través de la concentración del
poder en manos del monarca y su extensión a los diversos grupos humanos que pueblan
un determinado territorio se diferencia notablemente del proceso antes referido de
extensión del poder imperial romano, por lo menos en lo que se refiere al sentido que
adquiere la incipiente nacionalidad. De un lado, el proceso de concentración del poder
tiene una trascendencia personal mayor hacia dentro del territorio del Estado que hacia
fuera (donde lo importante no es tanto afirmar el poder sobre unos sujetos, cuando sobre
un territorio)72, lo que explica que se utilice más el término súbdito del reino (regnicole,
Untertan, subject) que el de nacional. Incluso, hacia dentro, la igualación como súbditos
permanentes que poseen los nacionales no desplegará todos sus efectos hasta que, con
los movimientos revolucionarios liberal-democráticos no se introduzca la generalidad
de las leyes, expresiva de que todos, en tanto, ciudadanos nacionales, deben estar

31
sometidos a unas mismas leyes. No se trata, pues, de que en el Antiguo Régimen no se
utilizase el término nacional, o que el mismo no sirviese para distinguir al súbdito del
reino del extranjero residente73, sino sólo que, dada la estructura aún estratificada y
desigual formalmente de las comunidades políticas, era mucho más importante para el
individuo, desde un punto de vista social, estar integrado en uno de los grupos sociales
estamentales que su condición de extranjero o de natural (español francés, británico,
etc…)74. De otro lado, además, mientras que la extensión del poder imperial romano
conllevó una cierta “multiculturalidad”, pues trataba de integrar bajo el poder de Roma
a pueblos y culturas muy diversas sin pretender asimilarlos a la cultura romana -lo que
explica la existencia de muy diversas fórmulas de ciudadanía con contenidos
facultativos muy distintos-, la extensión del poder regio y su consolidación durante las
monarquías absolutas europeas supuso, por regla general, la imposición, o cuando
menos la preeminencia, de una cultura -la del territorio dominante a partir del cual el
monarca lleva a cabo su expansión territorial- sobre las demás, que se ven
paulatinamente arrinconadas y en ese sentido sometidas a un proceso de asimilación
cultural75.
Y ello afecta a la función de la nacionalidad y a los criterios de atribución de
ésta. Ya no se puede hablar, como en el mundo griego, de que la nacionalidad
(ciudadanía en sentido débil) trate de recrear el mito de una gran familia (la de la
ciudad-estado), sino que ahora quedan patentes, tanto cuantitativamente -por la
extensión personal y territorial del Estado- como cualitativamente -por las diferencias
culturales existentes que tratan de ser erosionadas por la acción de un único poder regio
y de la asimilación cultural que conlleva-, las dificultades para construir ese mito de un
tronco cultural común y la necesidad de utilizar el poder del Estado para su
imposición76. En este sentido, el principal criterio de atribución de la condición de
nacional es el de la vecindad feudal del ius soli, que vincula al individuo en atención a
su nacimiento en el territorio sobre el que el monarca trata de consolidar el poder,
aunque se ve completado por el ius sanguinis grecolatino o incluso por el también
feudal del ius domicilii en la naturalización de los extranjeros residentes, pues es el más
adecuado para garantizar esa nueva función política de la nacionalidad, basada en la
extensión personal de un poder eminentemente territorial. Se otorga, así, a la
nacionalidad una función política excluyente, delimitativa del sustrato subjetivo del
Estado-nación, aunque sea mediante criterios atributivos de la condición de nacional lo
más inclusivos posible, en la creencia, además, de que una nación altamente poblada era

32
una nación fuerte77. Con ello se fijan también de forma indirecta las bases jurídico-
políticas de la homogeneización cultural (e incluso la recreación del mito de una unidad
étnico-cultural) del pueblo del Estado78. Esta función política delimitativa de la
nacionalidad es muy semejante a la función jurídica que desempeña en la actualidad,
también delimitativa y segmentadora de los ordenamientos estatales. Se diferencia de su
caracterización posterior revolucionaria, no sólo en los términos objetivos con los que
pretende construir a la nación política79, sino también en su falta de vinculación con una
ciudadanía activa prácticamente inexistente y basada en la participación estamental con
cierta independencia de la nacionalidad. En efecto, la nacionalidad no se convierte de
forma absoluta en un requisito previo al ejercicio de los pocos derechos de participación
estamental que reconocía el Antiguo Régimen, siendo frecuente que unos pocos
extranjeros, sobre todo del estamento de la nobleza, fuesen electores y elegibles a los
parlamentos estamentales, o que incluso fuesen encomendados por el monarca con el
ejercicio de algún cargo público80. Y del mismo modo, el estatus socio-económico de
los individuos no venía definido en los albores del siglo XIX por la nacionalidad –ni
siquiera por la prohibición de heredar que imponía a los extranjeros el droit d’aubaine-,
sino por la estratificación socio-económica de una población en la que en torno al 80%
de los individuos vivían en la pobreza y no eran propietarios, con lo que de poco les
servía el reconocimiento de su aptitud legal para serlo81. En otras palabras, la ciudadanía
no constituye un privilegio del nacional con respecto al extranjero porque el
reconocimiento de derechos políticos o de derechos civiles no forma parte de la ésta
durante el Antiguo Régimen, con lo que también la mayoría de los nacionales se ven
excluidos de una igualdad civil y política que la ciudadanía no les garantiza82.

3. Las revoluciones liberal-democráticas: de la diferenciación funcional a la


confusión entre nacionalidad y ciudadanía
3.1 La diferenciación funcional entre nacionalidad y ciudadanía
La transformación de la sociedad medieval en una sociedad moderna, el
nacimiento de la mano del concepto de soberanía de un orden de poder desvinculado de
las ataduras morales y religiosas de antaño, no trajeron consigo el cambio de una
sociedad jerárquica a una sociedad etárquica, ni la nacionalidad sirvió a esa finalidad de
inclusión e igualación social. Los diversos estratos sociales (aristocracia, clero y estado
llano) pervivían bajo el vínculo de la soberanía del monarca, con lo que seguía estando
presente el riesgo de desintegración de unos grupos humanos mucho más numerosos

33
que los de las ciudades-estado griegas, puesto que aquella concepción metapositiva del
individuo y de la sociedad ya no vinculaba al soberano. No era suficiente la cohesión
del corpus político del pueblo del emergente Estado-nación que venía de la mano del
proceso de asimilación cultural, al que contribuían los criterios de atribución de la
nacionalidad manejados por el Antiguo Régimen. Era precisa una revolución
filosófico-política que, sin deshacer la diferenciación funcional del poder político,
pusiese coto a los efectos que traía consigo su institucionalización como un poder
absoluto, y que no sólo hacen referencia a su posible abuso e injusticia, sino también al
imperialismo cultural y social que producía. Como es sabido, esa revolución se produjo
durante los siglos XVII a XIX de la mano del pensamiento liberal-democrático83. En
este contexto, la ciudadanía participativa va a recuperar el protagonismo perdido tras la
caída del Imperio Romano y se va a especializar funcionalmente al servicio de los fines
políticos que trataban de alcanzar esos movimientos revolucionarios. Aunque en
principio se distingue de la nacionalidad (ciudadanía-sujeción), después se vincula a
ésta hasta el punto de llegar a confundirse total o parcialmente con aquélla en una sola
categoría, de idéntico o diverso nombre según las tradiciones constitucionales. Veamos
con un poco más de detalle cómo sucede esto sobre todo en la Francia revolucionaria.
Las bases de esta nueva función político-incluyente de la ciudadanía se sientan
con la aparición de las nociones filosófico-políticas de estado de naturaleza y de
contrato social a partir de los cuales se construye la idea de Estado y se le dota de la
finalidad de garantizar los derechos y libertades que de forma natural disfrutaban los
individuos. La igualdad natural, consustancial a esta visión del individuo, era
incompatible con los privilegios y jerarquías sociopolíticas del Antiguo Régimen y su
concepto de nacional, pero también en cierta medida con la existencia de fronteras
territoriales nacionales84. Una forma de superarlos era construir un concepto de sujeto
colectivo (Pueblo/Nación)85 que agrupase a todos aquéllos que, por ser parte del
contrato social, se integraban plenamente en la comunidad política a la que pertenecían
mediante la apertura a los mismos de un igual disfrute de los derechos civiles y una
potencial capacidad de participación política, reservada durante siglos a unas minorías
aristocráticas y eclesiásticas86. La ciudadanía va a desempeñar, sobre todo en el
pensamiento revolucionario anglosajón y francés87, una función incluyente como virtud
cívica que permite unir a los individuos a través del reconocimiento de unos derechos
civiles y de participación política más allá del mero vínculo legal de sujeción que había
generado la nacionalidad para el Estado absoluto. En otras palabras, el ciudadano

34
comienza a ser identificado con el individuo integrante de la Nación o del Pueblo, y
para ello tiene que ser igual a los demás por lo menos en su titularidad abstracta de la
soberanía –cuando no también en su concreta capacidad de ejercer por sí mismo una
fracción de la misma-.
La ciudadanía revolucionaria pone de nuevo al hombre en relación con la
comunidad política88, pero de un modo bien distinto a como lo había hecho la tradición
griega clásica. Mientras que para esta última esa relación tenía una naturaleza objetiva y
moral, derivada de una concreta ordenación natural o religiosa del mundo, lo que hacía
de ella más una obligación que un derecho, en la filosofía del Estado liberal-
democrático la ciudadanía se deriva de la necesidad de garantizar la libertad y la
propiedad naturales del hombre, por lo que depende de su voluntad racional de
integrarse en una determinada comunidad política, así como de la voluntad de ésta de
aceptarlo (en el caso de integración posterior al pacto originario), esto es, depende de la
voluntad de ambos (individuo libre y sociedad) de ser partes en el contrato, por lo que
su caracterización es eminentemente facultativa y no obligatoria89. La titularidad del
poder, y por tanto la plena pertenencia a la comunidad política, corresponde a los
individuos integrantes de la Nación y la otorga precisamente la ciudadanía.
Aparecen así dos significados políticos distintos de la ciudadanía que darán lugar
a la imagen moderna que poseen los institutos de la nacionalidad y la ciudadanía. De un
lado, está el sentido de miembro de la Nación soberana meramente pasivo (ciudadano
pasivo), que designará al colectivo del que emanan y al que van dirigidas las normas
creadas en el seno de la comunidad política. Este sentido coincide, grosso modo, con la
comprensión moderna de la nacionalidad, cuyo antecedente era la condición de súbdito
del Antiguo Régimen en el sentido de ser un vínculo jurídico entre el individuo y la
comunidad políticamente organizada, pero diverge respecto del súbdito del Estado-
nación, pues lo incluye dentro del sujeto colectivo de la soberanía en su condición
política de representado y de titular de iguales derechos civiles90. De otro lado está el
sentido de miembro activo de la Nación (ciudadano activo), revestido de los derechos-
función de participación política, necesarios para extraer la voluntad de la Nación como
un todo y expresarla mediante la creación de normas jurídicas91. Este sentido coincide
también grosso modo con lo que hoy se entiende por ciudadanía92, aunque también
diverge en la extensión personal de los habilitados para el ejercicio de los derechos
políticos de ciudadanía activa. Esta dualidad entre nacionalidad y ciudadanía, que
producen los movimientos revolucionarios liberal-democráticos americano o francés, es

35
bien distinta de la que está presente en la formación del Estado alemán unificado
durante el siglo XIX. El único texto constitucional decimonónico de la Alemania
unificada que se inserta en esta tradición revolucionaria es la frustrada Constitución del
(I) Reich alemán de 1849, que contiene un amplio catálogo de derechos de ciudadanía
(Reichsbürgerrechte) de los integrantes del pueblo alemán. En efecto, la centralización
del poder conseguida en los diferentes Estados alemanes durante los siglos XVIII y XIX
culminará con la creación de un Estado nacional, el (II) Reich alemán en 1871, que bajo
el manto de un vínculo federal entre los príncipes alemanes dotará de unidad al
ordenamiento jurídico, centralizando buena parte del poder político y, sobre todo,
permitiendo al legislador recrear a través del vínculo jurídico de la nacionalidad federal
o estatal (Bundesangehörigkeit o Staatsangehörigkeit) un concepto étnico-cultural de
Nación preexistente (véase la Ley de 1 de junio de 1870 sobre nacionalidad federal y
nacionalidad estatal), y aglutinar diversas unidades políticas93. Se trata de una figura que
integra al individuo en el colectivo de súbditos del monarca acreedores de unos
derechos civiles otorgados por aquél, y que hallan su antecedente en los conceptos de
Indigenat -contemplado en las Constituciones otorgadas en Baviera (1818), Baden
(1818) y Hesse (1820), Staatsbürger en la Constitución otorgada de Württemberg
(1819), Eigenschaft eines Preussen en la Constitución otorgada de Prusia (1848). Todos
ellos hacían referencia a la condición de ciudadano pasivo (bávaro, badenés, prusiano,
etc…) y tenían su correlativo desde el punto de vista de la ciudadanía en los
Staatsbürgerrechte (derechos de ciudadanía), que incluían derechos civiles, algunos
derechos sociales y algunos derechos de participación política para cuyo disfrute era
condición indispensable la pertenencia al Indigenat, la condición de prusiano o la
pertenencia al Pueblo alemán94. La nueva Constitución de 1871 creó, a partir de dichas
figuras y del Indigenat de la Constitución del Norddeutscher Bund (1867), un Indigenat
alemán común (art. 3) que, a modo y manera de una nacionalidad federal, permitió la
unión de las nacionalidades de los distintos Estados miembros, atribuyendo una
igualdad de trato y un mínimo de derechos y deberes civiles a los habitantes del nuevo
Reich alemán, con independencia de su Estado de origen. Semejante nacionalidad
federal común de carácter pasivo se veía completada con una muy reducida ciudadanía
política-activa (Staatsbürgerrechte) de la que eran acreedores los nacionales que,
además, reuniesen ciertos requisitos capacitarios95.
Con todo, allí donde impera el movimiento liberal-democrático revolucionario
no se utilizaba el término nacionalidad96, seguramente por sus implicaciones históricas

36
y étnico-culturales excluyentes, que se habían puesto de manifiesto en el proceso de
formación de la nacionalidad en el Antiguo Régimen. En efecto, la pasividad propia de
la sujeción, y la integración cultural y no política que conllevaba, resultaban poco
compatibles con la participación en el pacto social y plena pertenencia a la comunidad
política soberana, propios de la filosofía revolucionaria97. De ahí que muchos de los
textos constitucionales del contexto revolucionario optasen por utilizar el término
ciudadano para referirse al nacional -en el sentido de ciudadano pasivo-98, y así evitar
las reminiscencias que la palabra nacional (natural) pudiera tener con el vasallaje feudal
o la sujeción al monarca absoluto del Antiguo Régimen99. Con todo, el concepto de
ciudadano (pasivo) se asemejaba al de nacional en que trataba de definir a quienes
pertenecían al corpus político de la nación, con independencia de que este cuerpo
político fuese, además, el detentador de la soberanía y no un mero destinatario pasivo de
las decisiones del monarca soberano, y con independencia también de si la cohesión
interna entre sus miembros provenía más de la asimilación política que conllevaba
compartir la titularidad del poder soberano que de la posesión de unas características
culturales comunes preexistentes100. Estos últimos elementos influirían en los criterios
de atribución o adquisición de la condición de miembro de la nación. De ahí que
predominasen criterios de atribución o adquisición de la nacionalidad abiertos a la
integración de todo aquél súbdito que tuviese voluntad (expresa o presunta) de formar
parte del cuerpo político soberano, particularmente el ius soli o el ius domicilii, aunque
también el ius sanguinis101, permitiendo también a los naturalizados participar como
ciudadanos activos cuando reuniesen ciertos requisitos de capacidad y hubiesen
prestado su voluntad de pertenecer a la Nación francesa y de fidelidad a la Constitución
y al ordenamiento (juramento cívico)102. Se trataba, en buena medida, de los mismos
criterios de atribución de la nacionalidad que manejaba el Antiguo Régimen pero con
una base filosófico-política diferente que, al vincular aquélla a la ciudadanía y hacerlas
cumplir una función de cohesión política de la Nación soberana, bien distinta a la que
desempeñaban bajo el Antiguo Régimen, exigían al presencia del ius domicilii tanto en
la naturalización como en la atribución de la condición de miembro de la Nación por
nacimiento.
La ciudadanía (activa) aparece, a su vez, vinculada a dos elementos, uno
conocido y otro desconocido en su tradición histórico-funcional103. El elemento
conocido hace referencia a la capacidad de participación en el gobierno de la
comunidad, aunque, por razones derivadas del diferente contexto social, se busquen

37
para su puesta en práctica fórmulas de democracia representativa alejadas de la
democracia directa de la Grecia clásica. Al estar presente en la ciudadanía este elemento
político activo, ello le permite en principio diferenciarse funcionalmente de la
nacionalidad, que sigue conservando el sentido pasivo que había adquirido con la
creación de los Estados absolutos. Así, mientras que esta última sigue manteniendo,
aunque sea involuntariamente, su función excluyente y diferenciadora en relación con
los nacionales del resto de los Estados, la primera desempeña una función incluyente del
máximo de ciudadanos activos que, perteneciendo a aquél sujeto colectivo de la
soberanía, posean la capacidad necesaria para ser titulares y/o ejercer el poder
político104.
El elemento desconocido, por su parte, hace referencia a una presunta y parcial
igualdad natural de los individuos, que se transmite a la comunidad políticamente
organizada y que obliga a la igual titularidad y, en su caso, igual capacidad de ejercicio
del contenido participativo de la ciudadanía por parte de aquéllos que se hagan
acreedores de ella105. La concepción revolucionaria francesa de la ciudadanía trae
consigo la eliminación de las diferencias históricas de acceso al sufragio por razón de
credo, propiedad, educación o clase social, pero no elimina todas las diferencias106. El
período revolucionario se aparta pues, aunque sea formalmente, del modelo de
ciudadano propietario y se inclina por el individuo-ciudadano igual107. Sin embargo,
permanecen dos líneas fronterizas delimitadoras, una interior y otra exterior, que el
propio pensamiento revolucionario no contempla como desigualdades sociales108. De
un lado, el de la frontera interior, quedan fuera de la ciudadanía las mujeres, los niños,
los incapaces e, incluso un conjunto de individuos varones mayores de edad que no
poseen la involucración económica suficiente como para hacerse acreedores de las
funciones políticas y extraer racionalmente la voluntad general de la Nación (mendigos,
vagabundos, sirvientes domésticos, etc...)109. De otro lado, el de la frontera exterior, se
excluye también de la ciudadanía a los extranjeros, esto es, a los que no forman parte
del sujeto colectivo de la soberanía110, pero en un sentido diverso al que tendrá
modernamente esa exclusión, puesto que son excluidos por no prestar su consentimiento
expresa o tácitamente al pacto social y no integrarse como nacionales en dicho sujeto
colectivo soberano. Con todo, la antes mencionada falta de utilización por los textos
constitucionales revolucionarios del concepto de nacionalidad, y su sustitución por el de
ciudadanía, es fuente de alguna confusión respecto al sentido normativo de ambas
categorías y al carácter excluyente del ejercicio de los derechos de ciudadanía, que aquí

38
se le ha atribuido a la nacionalidad111. Así, por ejemplo, es habitual invocar el art. 4 de
la Constitución francesa de 24 de junio de 1793, como manifestación de atribución de la
ciudadanía a los extranjeros (mayores de 25 años, domiciliados en Francia y con
vínculos socioeconómicos con la Nación)112, cuando en realidad, los mismos habían de
ser considerados unidos a la Nación por el vínculo jurídico de la nacionalidad (atribuida
por la Constitución o el Decreto de 30 de abril de 1790 de forma automática)113, aunque
proviniesen como extranjeros de una nación distinta, pues la teoría revolucionaria no
parece admitir la condición de ciudadano activo sin ser al mismo tiempo ciudadano
pasivo, esto es, la de elector o representante sin ser al mismo tiempo representado114. Y
lo mismo cabe decir de la atribución de la ciudadanía a los extranjeros que hace el art. 2
de la Constitución francesa de 13 de diciembre de 1799 y la adquisición de la
nacionalidad por parte de un extranjero prevista en el art. 9 del código civil de 1803.

3.2 La vinculación entre nacionalidad y ciudadanía: los círculos concéntricos


Si llegados a este punto la diferenciación funcional entre nacionalidad (sujeción
y pertenencia) y ciudadanía (participación) parecía conceptualmente clara, ¿por qué
terminaron, entonces, confundiéndose en una sola categoría? ¿Por qué terminó
vinculándose la ciudadanía a la posesión de la nacionalidad, contradiciendo con ello, de
forma paradójica, la finalidad incluyente del concepto revolucionario de ciudadanía, que
se ve condicionado por la previa función excluyente de la primera? El antecedente
jurídico-constitucional de este proceso de subordinación, primero, y de confusión
después, hay que verlo en la distinción entre ciudadanía activa y ciudadanía pasiva
como dos caras del sujeto colectivo al que se imputa la soberanía115. Buena parte de los
primeros textos constitucionales revolucionarios franceses, a pesar de afirmar que la
soberanía pertenece al Pueblo o la Nación116, distinguían entre los miembros de la
Nación que sólo eran titulares abstractos de ese poder pero no podían participar en su
concreto ejercicio, a los que se denomina doctrinalmente ciudadanos pasivos, y los
miembros que estaban investidos constitucionalmente con los derechos de participación
política y, por tanto, con el ejercicio de la soberanía, o ciudadanos activos117, e incluso
dentro de éstos aún a los que podían ejercerlos como electores118.
Precisamente esta distinción entre ciudadanos pasivos y ciudadanos activos,
además de ser muy útil para la implantación y predominio del sufragio censitario
durante el siglo XIX119, permite que el término ciudadano (en el sentido activo) se vea
absorbido por el término nacional (en el sentido pasivo)120. La cualidad de nacional

39
acaba siendo requisito necesario para la de ciudadano121, porque para ser ciudadano
activo se requiere previamente ser ciudadano pasivo y, además, reunir una serie de
requisitos adicionales de edad, sexo, capacidad, etc…. Y la condición de ciudadano
pasivo coincide en sus requisitos con la de nacional, como muestran el art. 2 de la
Constitución francesa de 1791 y, por lo que se refiere a la naturalización de los
extranjeros, el Decreto de 30 de abril de 1790, sobre condiciones de naturalización de
los extranjeros residentes en Francia, aunque la primera no tuviese la intención de ser un
código de la nacionalidad sino simplemente de la ciudadanía como condición
política122. Con ello se rompe la tradición del Antiguo Régimen de permitir a los
extranjeros el ejercicio de algunos derechos políticos, salvo los municipales, que son los
únicos que se permitirá ejercer al extranjero, dado que se considera que a través de ellos
no se ejerce la soberanía colectiva. Los extranjeros han de integrarse en el colectivo de
ciudadanos pasivos (nacionales) para, si reúnen los requisitos de ciudadano activo,
ejercer los derechos de participación política123. Y los derechos civiles los disfrutan bien
en su condición de ciudadanos pasivos, bien merced a la extensión que realiza el Título
VI de la Constitución francesa de 1791 de las obligaciones de protección de su persona
y sus bienes que pesan sobre los poderes públicos.
En lo que se refiere a nuestro constitucionalismo histórico, la Constitución de
1812, primera hija hispánica del movimiento revolucionario liberal-democrático124, es la
pionera en nuestro país en definir jurídico-políticamente el conjunto de individuos que,
como nacionales, conforman la Nación española, y, al mismo tiempo, atribuir a algunos
de ellos la capacidad para participar en la definición de la voluntad de aquélla125. Y lo
hace siguiendo los principios revolucionarios antes aludidos, no sin ciertos
compromisos con los criterios del Antiguo Régimen. En todo caso, el modelo gaditano
parte de que la nacionalidad española expresa la pertenencia del individuo a la Nación
soberana, mientras que la ciudadanía pone de relieve la capacidad de algunos de los
integrantes de aquélla para expresar su voluntad racional a través de los diversos
mecanismos de participación política.
Por tanto, la Constitución de 1812, de forma semejante a sus equivalentes
francesas de finales del siglo XVIII, concibe nacionalidad y ciudadanía como dos
círculos subjetivos concéntricos referidos a los ciudadanos pasivos y activos integrantes
de la Nación española126. No se conciben, pues, como dos círculos secantes, que
coinciden en un conjunto de personas mayores de edad y capacitados para el ejercicio
del derecho de sufragio con independencia de su nacionalidad, pero divergen respecto

40
del resto de nacionales carentes de nacionalidad (mujeres, menores o incapaces). Si bien
esta última parte de la proposición es cierta, no lo es la primera, toda vez que de los arts.
19 ss. del texto constitucional no se desprende que los extranjeros a los que se confiere
derechos de ciudadanía –particularmente el derecho de sufragio- sean distintos de los
extranjeros que previamente han adquirido la nacionalidad española al amparo del art. 5
del mismo texto y que, por tanto, son españoles127. Unos derechos de ciudadanía de los
que serían meros titulares, puesto que para el correcto ejercicio de algunos de ellos se
requerirán condiciones adicionales a las genéricamente derivadas de los supuestos de
pérdida de la condición de ciudadano de los arts. 24 y 25128, como por ejemplo la
posesión de una determinada edad mínima para el ejercicio del derecho de sufragio que,
sin embargo, no viene constitucionalmente fijada sino que se sobreentiende puede ser
fijada por el legislador129.
A favor de esta interpretación juegan argumentos tanto dogmático-
constitucionales como sistemáticos y textuales. Entre los primeros se encuentra la
congruencia de su comprensión como círculos concéntricos con la idea revolucionaria
de una Nación consensual, de la que formen parte quienes por nacimiento o por
residencia manifiesten una voluntad presunta o expresa de pertenecer a la comunidad
política nacional, con independencia de que el ejercicio de los derechos de participación
se confiera sólo a aquéllos integrantes de la Nación más capacitados para expresar la
voluntad racional de ésta. Entre los sistemáticos se encuentra que dentro de la
Constitución de 1812 no puede haber reconocimiento de derechos políticos para los
extranjeros, porque sólo los españoles integran la Nación conforme a lo dispuesto en los
arts. 1 y 4, y sólo a ésta corresponde el ejercicio de la soberanía conforme al art. 3, no
existiendo, además, una distinción expresa –como sí sucedía en el Estatuto de Bayona
de 1808- entre derechos de todas las personas y derechos de los españoles (arts. 126,
127, 141)130. Por último, también un análisis textual de la Constitución de Cádiz
confirma esta misma conclusión, puesto que no cabe ninguna de las categorías de
ciudadano enumeradas en los arts. 18 ss. sin poseer previamente la condición de
nacional español conforme a los arts. 5 ss.
En efecto, la Constitución gaditana define como ciudadanos a los españoles que
por ambas líneas traen su origen de los dominios de España en ambos hemisferios y
están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios (art. 18), esto es, a los
españoles por ius sanguinis, conforme al art. 5.1, que posean el ius domicilii (la
vecindad del Antiguo Régimen). También son ciudadanos los extranjeros que gozando

41
de los derechos de español obtuvieren de las Cortes “Carta especial de ciudadano” (art.
19). Pero no se trata de auténticos extranjeros, pues sólo se puede gozar de los derechos
de español si previamente se ha adquirido la condición de español por naturalización de
las Cortes (art. 5.2) o por llevar diez años avecindado en España (art. 5.3). No se debe
confundir la “Carta de ciudadanía” con la “Carta de naturaleza”, pues la primera sólo se
otorga por estar casado con española, tener comercio o industria apreciable en España,
bienes raíces por los que se pague una contribución directa o haber prestado servicios
relevantes en defensa o bien de la Nación (art. 20). Los hijos legítimos de extranjeros
domiciliados en España que habiendo nacido también en el territorio nacional no
hubiesen salido nunca fuera sin licencia del Gobierno y, tras alcanzar los 21 años, se
hubiesen avecindado en nuestro país ejerciendo profesión o industria útil, también son
considerados ciudadanos, pero es evidente que han de ser españoles por nacimiento
conforme al criterio del ius soli establecido en el art. 5.1 para la atribución de la
nacionalidad española. Por último, la restringida posibilidad de convertirse en
ciudadanos que otorga el art. 22 a los “castas” afecta a quienes ya son españoles
conforme al anterior criterio del ius soli (art. 5.1).
En el manejo de los términos español y extranjero por la Constitución española
de 1812 parece estar latente, tanto para la nacionalidad como para la ciudadanía, una
cierta semejanza con la concepción revolucionaria francesa de pacto131, conforme a la
cual se considera extranjero a aquél ajeno al pacto132. Un pacto que se podía suscribir de
forma tácita o expresa: tácitamente por nacimiento (ius sanguinis o ius soli) y residencia
(ius domicilii) en el territorio sobre el que la Nación extiende su soberanía (españoles
por nacimiento del art. 5)133; y de forma expresa en el caso de individuos que,
habiéndose expatriado de otras Naciones, decidiesen voluntariamente pactar su
incorporación a la Nación española e integrarse en ella mediante unos vínculos mínimos
con la misma (extranjeros naturalizados o avecindados por más de 10 años, que
adquieren la condición de españoles conforme a los arts. 6 y 7). De ahí que se utilice la
palabra extranjero en el art. 19 (incluyéndolos como ciudadanos españoles) o en el art.
231 (excluyéndoles del cargo de Consejeros de Estado) para referirse no a auténticos
extranjeros, sino a españoles que fueron extranjeros antes de ser naturalizados por las
Cortes o avecindarse. La Constitución se centra, pues, en los derechos de los integrantes
de la Nación, los españoles, y dentro de éstos, en los derechos de quienes son titulares
de la capacidad política, denominados ciudadanos españoles, olvidándose de la persona
en general, esto es, de quienes pueden habitar nuestro territorio conservando su

42
condición de extranjeros, lo que la mantiene lejos de la moderna caracterización
jurídico-funcional de la ciudadanía como mecanismo de integración de la persona en la
comunidad. Ello no quiere decir que no pudiesen tener derechos civiles, sino
únicamente que los mismos no fueron considerados parte del Código político de la
Nación, y su reconocimiento e igual regulación con respecto a los derechos civiles de
los españoles había de quedar relegada a la definición del legislador en el Código
Civil134.
Por tanto, el auténtico caballo de batalla de la ciudadanía gaditana no fue incluir
a los extranjeros en el ejercicio de los derechos civiles y políticos. El disfrute de los
primeros se lo debía atribuir –aunque muy restringidamente- la ley civil135, mientras que
para llegar a ejercer los últimos debían adquirir previamente la condición de españoles,
lo cual era relativamente sencillo con el uso generoso del ius soli y del ius domicilii136
como criterios de atribución de la nacionalidad por nacimiento, y después cumplir una
serie de requisitos de integración socio-económica en la Nación española. E incluso
poseyendo la “Carta de ciudadano”, los extranjeros naturalizados tenían vedado el
acceso a cargos y funciones públicas –diputado a Cortes, Regente, Secretario de
Despacho, Consejero de Estado o Juez- (arts. 96, 193, 223, 231 y 251 de la Constitución
de 1812), aunque podían ejercer el derecho de sufragio activo a las Cortes. Los
auténticos damnificados de la concepción de la ciudadanía en Cádiz fueron los
españoles americanos mestizos de origen africano (“castas”)137, y en lo que se refiere a
su ejercicio, todos aquellos huérfanos de una propiedad e independencia económica que
acreditasen una capacidad intelectual mínima para la exégesis de la voluntad racional de
la Nación, como ponen de relieve las causas de suspensión del ejercicio de la ciudadanía
del art. 25 o las exigencias económicas para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo
del art. 92138. En resumen, la nacionalidad se otorga generosa y democráticamente como
consecuencia del manejo prioritario de criterios como el ius soli y el ius domicilii,
mientras que la ciudadanía se restringe tanto fuera del círculo de nacionales como
dentro de éste, dadas las elevadas condiciones impuestas para el ejercicio efectivo de los
derechos de participación política y las diferenciaciones entre españoles de origen y
naturalizados que terminan estableciéndose para el ejercicio de algunos derechos de
ciudadanía139.

3.3 La etno-culturalización de la nacionalidad y la ciudadanía

43
Aunque en un principio algunos movimientos revolucionarios, como el francés,
tuvieran un carácter universalista y desligasen el concepto de Nación de su sentido
étnico-cultural histórico, en el momento en que los textos constitucionales, como
consecuencia de los efectos homogeneizadores que poseen los criterios utilizados para
la adquisición de la nacionalidad140, contribuyen a su etnificación o culturalización141,
se comienza a transmitir el efecto excluyente de ésta a la ciudadanía activa142. La causa
de la nacionalización de la ciudadanía hay que verla, por tanto, en la propia naturaleza
del dogma de la soberanía popular/nacional en la que se apoya aquélla y que remite a un
sujeto prejurídico, cuyas características homogeneizadoras han de estar natural y
racionalmente predeterminadas y no eran tanto la consecuencia cuanto la causa de ser
un sujeto unitario143. De ahí que, aunque los criterios de atribución de la nacionalidad y
la ciudadanía se distingan durante el período revolucionario, su común raíz en la
pertenencia a una comunidad política prejurídica presuntamente homogénea, heredada
del Antiguo Régimen, permitirá en la práctica su paulatina aproximación durante el
siglo XIX, lo que llevará a una construcción no siempre democrática del sujeto nacional
de la soberanía. Y ello no sólo por la construcción étnico-cultural de la nacionalidad, de
la que la ciudadanía pasa a ser un círculo concéntrico sumamente reducido, sino
también porque, al reafirmarse su parcial vinculación funcional, se introducen nuevos
criterios de exclusión del ejercicio de esta última para quienes ya son nacionales. En
efecto, de un lado están los criterios de atribución u obtención de la ciudadanía pasiva
(nacionalidad), y de otro lado aparecen los requisitos de adquisición de la ciudadanía en
sentido estricto (ciudadanía activa) que conllevan exigencias adicionales a las sentadas
para la nacionalidad. Respecto de los primeros es preponderante en la Francia
revolucionaria el ius soli para la atribución por nacimiento y el ius domicilii más un
juramento cívico para la adquisición posterior por naturalización144. Sin embargo, a
partir de su regulación legal en el Código Civil Napoleónico de 1803 experimentan una
etnificación como consecuencia del predominio del ius sanguinis (art. 10.1 Code Civil
francés de 1803)145, dulcificado sólo con la reintroducción del ius soli a partir de 1889,
y del incremento de los requisitos para la naturalización de los extranjeros. La capacidad
de influencia en el resto Europa de este proceso de etnificación vendrá de la mano de la
influencia del proceso codificador francés146. Por su parte, los criterios de atribución y
adquisición de la ciudadanía se centran, una vez establecida la pertenencia pasiva a la
Nación, en la posesión de unos requisitos capacitarios necesarios para desempeñar los
derechos/funciones de participación política activa, y que, tras un movimiento

44
restrictivo durante el siglo XIX, van quedando reducidos a la edad, el sexo, la
autonomía volitiva y la nacionalidad. Ello explica la confusión existente entre los
requisitos de la nacionalidad y los de la ciudadanía, manifiesta, por ejemplo, en el art. 2.
de la Constitución francesa de 1799 y en el art. 9 del Code Civil de 1803147. En los
países anglosajones uno y otro instituto llegan, incluso, a fundirse terminológicamente
en uno solo, el de la ciudadanía; mientras que en los Estados Europeos, el término
ciudadanía se ve absorbido por el de nacionalidad, que lo engulle como círculo
concéntrico más amplio, convirtiéndose parcialmente en sinónimos, y todo lo más se
distingue dentro de los nacionales, pero sin una denominación jurídica específica, entre
aquéllos que pueden ejercer los derechos político-participativos y aquéllos que no
pueden hacerlo por falta de la capacidad exigida. Así, por ejemplo, en Francia, a pesar
de que desde 1803 es el Código Civil el que define la condición de francés, los textos
constitucionales monárquicos o republicanos de 1814, 1839, 1848, utilizan
indistintamente los términos francés o ciudadano para referirse al nacional y reglar sus
derechos civiles (y en su caso también políticos). La Constitución del Reino de las dos
Sicilias de 1820 es el primer texto constitucional (art. 5 y art. 18) que utiliza
expresamente los conceptos de nacional y ciudadano para aludir a los círculos
concéntricos antes mencionados de forma semejante a como lo había hecho ocho años
antes la Constitución gaditana de 1812148, mientras que los arts. 24 a 32 del Estatuto
Albertino italiano de 1848 se refieren al ciudadano como sinónimo de nacional para
reconocerle derechos civiles. Los textos constitucionales españoles subsiguientes al de
1812, siguen en cierta medida la tendencia de nuestros vecinos franceses, propia de un
predominante pensamiento liberal-conservador, consistente en diferenciar las funciones
de la nacionalidad y la ciudadanía, centrándose en la determinación de la primera como
instrumento de definición de los integrantes del pueblo del Estado, y olvidándose casi
por completo de la segunda, que queda relegada al legislador. Con todo, la vinculación
entre una y otra sigue siendo la línea dominante, aunque ahora la distancia intermedia
entre los dos círculos concéntricos, que representan uno y otro instituto, tiende a
agrandarse como consecuencia de que la ciudadanía de los nacionales es definida en
términos cada vez más restrictivos. Ello, a pesar de que el tamaño del círculo de la
nacionalidad también se reduce, puesto que los criterios utilizados tienden a ser más
excluyentes, sobre todo como consecuencia de una creciente inmigración que domina el
siglo XIX, y a la que se responde con el afianzamiento del criterio del ius sanguinis en
detrimento del ius soli.

45
Todos los textos constitucionales españoles del período 1837-1876149, tienen en
común los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad, pero difieren, en
función del tipo de constitucionalismo predominante, en la manera de construir la
ciudadanía, regulando los derechos de las personas y de los españoles, y, por tanto, su
inserción como miembros de la sociedad. En este sentido, la etnificación y culturización
de los criterios de atribución de la ciudadanía permite aún la integración en el colectivo
nacional de extranjeros residentes, cuyo status político, administrativo y social, tiende a
diferenciarse del status de los naturales de origen en proporción inversa a las
necesidades de poblamiento del país, esto es, permite su parcial exclusión de cada vez
más ámbitos de participación política.

a) La etno-culturización de la nacionalidad en el constitucionalismo español


del XIX
La nacionalidad comienza a sufrir un proceso de objetivación (etno-
culturización) que resulta apreciable en diversos elementos y terminará por separarla
funcionalmente de la ciudadanía, que desaparece de los textos constitucionales aunque
éstos las mantengan vinculadas al exigir la posesión de una nacionalidad, cada vez más
étnico-cultural, para el ejercicio de los derechos políticos de la ciudadanía. En efecto, de
un lado, desaparece de todos estos textos la exigencia del ius domicilii para la atribución
de la nacionalidad por nacimiento, lo que deja al ius sanguinis y al ius soli como únicos
criterios de atribución, en contra del pensamiento revolucionario pactista acogido por la
Constitución de 1812, que requeriría una voluntad expresa o tácita de pertenencia a la
Nación a través de la residencia en el territorio y el sometimiento las leyes de ésta. Este
cambio de orientación se cohonesta mucho más con la tradición histórica -desde Las
Partidas- de asimilación cultural, conforme a la cual la mera residencia, por muy
continuada que fuese, permitía al extranjero adquirir la vecindad, pero no la
nacionalidad (naturaleza), y por tanto tampoco más derechos políticos que los
meramente municipales150. Además, y a pesar de que a lo largo del desarrollo
constitucional parezca que uno y otro criterio de adquisición de la nacionalidad han sido
establecidos en términos de igualdad, lo cierto es que su desarrollo legal, tanto antes del
Código Civil de 1889 como desde la entrada en vigor de éste, demuestra el predominio
del criterio sanguíneo con respecto al de nacimiento en territorio español, que pasa a
tener un papel subordinado al ejercicio del derecho de opción por parte del nacido en
España de padres extranjeros151.

46
De otro lado, a partir de la Constitución de 1845, que autoriza al legislador a
distinguir los derechos que habían de disfrutar los nacionalizados por “Carta de
naturaleza” o “de vecindad”, se abre la puerta a su diferenciación respecto a los
españoles de origen en todo lo no dispuesto por los textos constitucionales sobre el
régimen jurídico de la nacionalidad (procedimiento de adquisición, vecindad, pérdida,
suspensión etc...)152. La función de la nacionalidad se despolitiza, pues se desvincula de
la función configuradora del sujeto de la soberanía, seguramente por el predominio
durante este período del constitucionalismo conservador que atribuye la soberanía de
forma compartida al Rey y a las Cortes. Poco a poco su función se va orientando socio-
económicamente a ser un instrumento de control de los flujos migratorios153, así como
del tamaño y calidad de la población que había de componer la Nación española.
La concepción pactista revolucionaria concebía la pertenencia al sujeto colectivo
nacional como el efecto cuasi-automático de la coincidencia de dos voluntades de igual
valor. De un lado, estaba la voluntad de la comunidad ya organizada políticamente que
se expresa en las leyes sobre atribución de la nacionalidad por nacimiento o sobre
naturalización. De otro lado, aparecía la voluntad de quien, habiendo nacido en el
territorio del Estado o siendo hijo de padres integrantes de la comunidad, manifiesta
tácitamente su voluntad de integrarse en ella mediante su residencia bajo sus leyes, y en
el caso de provenir de otra comunidad nacional a la que ya se encuentra adscrito,
mediante su residencia bajo aquellas leyes durante un período de tiempo, su renuncia a
su nacionalidad anterior y el juramento de lealtad a la Constitución154. Sin embrago, la
etno-culturización de la nacionalidad hace que dicha pertenencia pase a ser, tanto en los
casos de atribución por nacimiento como en los de adquisición derivativa por el
extranjero residente, una característica objetiva de un status que le atribuye
unilateralmente el Estado para recrear ciertas características prejurídicas comunes y que
no depende de una coincidencia paritaria de voluntades. Por ello, la intervención
gubernativa, sobre todo en el expediente de adquisición derivativa de la nacionalidad
española, pasa a ser determinante y condicionante más allá de lo expresamente previsto
por los textos constitucionales o por el Código Civil155. Así, el Decreto de 6 de
noviembre de 1916, derogado por Decreto de 29 de abril de 1931, exige una previa
inscripción en el Registro de ciudadanía y vecindad civil para que comience a contar el
plazo de residencia con el que ganar la vecindad, y niega la posibilidad de solicitar la
nacionalidad española a los extranjeros condenados o imputados por ciertos delitos. A
pesar de que constitucionalmente se mantenga el criterio del ius soli como criterio

47
(junto con el ius sanguinis) de atribución de la nacionalidad por nacimiento, se ha dado
el paso decisivo en la etnificación y culturización del sujeto abstracto al que se imputa
la soberanía, puesto que se eliminan de su formación los elementos voluntaristas que
estaban presentes en la concepción revolucionaria francesa y se deja bajo el dominio,
aunque sea indirecto, de criterios de atribución objetiva por nacimiento que permiten
una homogeneización política y cultural del mismo156, tanto mayor cuanto más
predomine el criterio sanguíneo.

b) La nacionalización de la ciudadanía en el constitucionalismo español del


XIX
En lo que se refiere a la ciudadanía, ésta desaparece formalmente como
categoría de los textos constitucionales, aunque su contenido siga parcialmente presente
en ellos. Se pueden observar dos movimientos pendulares en la configuración
constitucional de su contenido durante este largo período decimonónico. Por un lado,
los derechos civiles, cuya garantía es imprescindible para una mínima integración del
individuo en la sociedad, pasan de estar constitucionalmente atribuidos sólo a los
españoles en los textos de 1812, 1837, 1845 y 1856, a estarlo a todas las personas
sometidas al ordenamiento español en los textos de 1869 y de 1876, lo que permite
dotarles del carácter de estatuto de integración en la vida social de la Nación, e incluso
permitirá politizarlos (piénsese en la libertad de imprenta o en el derecho de asociación)
hasta el punto de convertirlos en un mecanismo indirecto de participación política. Ello
sin perjuicio de que la falta de normatividad frente al legislador de los textos
constitucionales decimonónicos, haga que esta extensión de los derechos civiles a los
extranjeros dependa, en último extremo, del legislador civil, que establecía distinciones
en función de las circunstancias concretas en las que se encontrase el extranjero y de los
intereses del Estado español. Además, a pesar de la decidida intención de los
constituyentes de excluir de los textos constitucionales el núcleo de los derechos de
ciudadanía, esto es, los derechos de participación política, por considerarlos cuestión
mudable y que debe quedar a la determinación del legislador ordinario, algunos de ellos
terminan siendo acogidos en él muy restrictivamente, como el derecho de sufragio
pasivo al Congreso y el Senado (arts. 23 y 17 de la Constitución de 1837
respectivamente), y su regulación constitucional se va ampliando en los sucesivos textos
constitucionales al derecho universal y masculino de sufragio activo, al derecho a
acceder a los cargos y funciones públicas (art. 16 y 27 de la Constitución de 1869), etc...

48
Con todo, y ahí comienza el segundo movimiento pendular restrictivo del
contenido de la ciudadanía, el art. 27 de la Constitución de 1869 y del Proyecto de
Constitución de 1873, y el art. 2 de la Constitución de 1876 reintroducen una
prohibición de ejercicio de cargos y funciones públicas que lleven aneja autoridad o
jurisdicción por parte de los extranjeros naturalizados, parcialmente prevista, como se
vio, por la Constitución española de 1812. Los textos constitucionales la concretan
expresamente respecto de ciertos cargos –como diputados y senadores- (art. 22 y 26 de
la Constitución de 1876), y dejan esa concreción en manos del legislador respecto de
otros cargos –como diputados provinciales, alcaldes y concejales o jueces y
magistrados- (que establecen la Ley Provincial de 9 de agosto de 1882, la Ley
Municipal de 2 de octubre de 1877, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 15 de
septiembre de 1870). Con ello no se quiebran los supuestos excepcionales de ejercicio
de algunas funciones públicas por parte de los extranjeros, que había tolerado el derecho
del Antiguo Régimen (Novísima Recopilación de las Leyes de España, VI, II, 1) y la
propia Constitución de 1812 (art. 23), y que recoge el Real Decreto de extranjería de 17
de noviembre de 1852, vigente durante todo el siglo XIX. El art. 27 de este último,
aunque prohibía el ejercicio de derechos políticos por parte de los extranjeros
avecindados y no naturalizados, les permitía ejercer el sufragio municipal y obtener
cargos públicos municipales y estatales que no llevasen anejo el ejercicio de autoridad o
jurisdicción, siempre que renunciasen a su exención del servicio militar español y a la
protección del Estado extranjero del que procedían, tratando con ello de dar una falsa
apariencia de ciudadanía, reconducible en buena medida al concepto medieval-
renacentista de municipes. Al mismo tiempo, la vecindad se va transformando en una
condición que discrecionalmente concede el Ministerio de Gracia y Justicia previo
expediente incoado al efecto, conforme a lo dispuesto por los arts. 2-9 del Real Decreto
de 6 de noviembre de 1916, esto es, tiende a ser configurada como una circunstancia
objetiva, tal y como había sido prevista en la legislación histórica, y se aleja de su
consideración como una circunstancia subjetiva, expresión de la voluntad de
establecerse por parte del extranjero, tal y como trataron de reflejar los diversos
proyectos de código civil español decimonónicos.
La garantía constitucional de ciertos derechos civiles a los extranjeros (la
libertad personal, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones o la
propiedad), que como se dijo se produce a partir del texto constitucional de 1869, se ve
reforzada por el simultaneo reconocimiento del derecho a inmigrar y establecerse socio-

49
económicamente en España (art. 26 de la Constitución de 1869, art. 27 del Proyecto de
Constitución de 1873 y art. 2 de la Constitución de 1876), expresión aún de la necesidad
de repoblación del país. Su correlato es el derecho constitucional de los españoles a
emigrar sin sufrir la pérdida de la nacionalidad o la ciudadanía, cuyas obligaciones
continuaban expresamente vigentes, como por ejemplo la de contribuir a las cargas
públicas y la del servicio militar (art. 26 de la Constitución de 1869, art. 28 del Proyecto
de Constitución de 1873 y art. 9 de la Constitución de 1876). Pero del mismo modo, y
por influencia de la etno-culturización de la nacionalidad a que se hizo alusión antes, los
textos constitucionales permiten establecer una nueva distinción en el disfrute de los
derechos de ciudadanía –no prevista en el pensamiento revolucionario liberal-, referida
a la condición de natural (originario) o naturalizado (derivativo) del español que
pretende ejercerlos. La Constitución de 1845 así lo contempla en su art. 1 in fine y
habilita al legislador a determinar los derechos que deberán gozar los extranjeros que
obtengan carta de naturaleza o hayan sido naturalizados por vecindad, aunque nunca
llegase a ser desarrollada157.
Unos y otros elementos distorsionan la función jurídica incluyente de la
ciudadanía y dan la sensación de convertirla en una válvula de escape del sistema
político para mantener una mínima apariencia liberal, sin otorgar una real e igual
capacidad de participación a sus súbditos, como ponen de relieve la mayoritaria
ausencia constitucional de regulación del derecho de sufragio activo y su configuración
como sufragio censitario en la legislación electoral158, por lo menos los textos
constitucionales liberal-conservadores de 1837, 1845, 1856 o 1876, respecto de los
cuales los progresistas de 1869 y 1873 constituyeron una excepción de vigencia
efímera.

4. Nacionalidad y ciudadanía en el proceso de socialización y democratización


del Estado constitucional
4.1 Mantenimiento de cierta vinculación formal pero renacimiento de la
distinción funcional entre nacionalidad y ciudadanía
La idea democrática del autogobierno del Pueblo que estaba implícita en los
movimientos revolucionarios se desarrolla plenamente durante el siglo XX de la mano
de la consolidación del Estado constitucional democrático. Este desarrollo implicó, sin
embargo, una cierta desnaturalización y transformación de aquella inicial concepción
liberal-democrática a raíz de la recíproca dependencia que pasa a establecerse entre

50
democracia y Estado de derecho: sin democracia no se desarrolla plenamente el Estado
de derecho, pero, al mismo tiempo, sin el Estado de derecho es imposible concebir la
idea de democracia. Esta transformación, de la que es máxima representación la
soberanía de la Constitución democrática159, va a afectar también a la función y papel
que han de desempeñar la nacionalidad y la ciudadanía. En efecto, la consolidación del
Estado constitucional democrático no sólo trajo consigo el sometimiento pleno de todos
los poderes públicos al respeto de las libertades y derechos constitucionalmente
garantizados a los individuos (lo que en los EE.UU. se había conseguido de la mano de
la Constitución de 1787), sino que, además, provocó un proceso de eliminación sucesiva
de los requisitos para el ejercicio de los derechos de ciudadanía, especialmente del
derecho de sufragio, que ya había comenzado en el siglo XIX con la eliminación de las
exigencias de capacidad económica160. La posterior eliminación de la distinción de sexo
y la progresiva reducción de la edad, así como la espiritualización de los actos
simbólicos de juramento para acceder a los cargos públicos, son dos de los ejemplos que
hacen más patente el principio de igualdad democrática e incrementan el número de
sujetos integrantes de la Nación que pueden participar en la formación de su voluntad
política. Dicho con otras palabras, por lo que se refiere a la ciudadanía (activa), la
sucesiva ampliación del número de nacionales (ciudadanos pasivos) a los que se
confiere la capacidad de ejercicio del poder es la expresión natural del proceso de
democratización del ordenamiento y de su necesidad de alcanzar nuevas bases de
legitimación funcional.
La plena consolidación del Estado democrático de derecho hace también
necesaria la autonomización de su supremacía normativa, desvinculando su carácter
democrático de la idea de pacto fundacional y de un presunto sujeto prejurídico legibus
solutus. Todos, también los integrantes del Pueblo o la Nación, están sujetos al
ordenamiento, por lo que aquéllos no pueden ser sino ficciones jurídicas cuya finalidad
es, precisamente, reflejar algunas de las características del proceso de creación
normativa democrática. Entre ellas se incluye sin duda la ciudadanía, o mejor dicho, las
ciudadanías en función del grado de pertenencia que la democracia exija otorgar a cada
individuo en las distintas esferas de comunicación social, y cuya culminación puede ser
la pertenencia a un sujeto colectivo nacional que decide democráticamente los aspectos
más trascendentes de la regulación jurídica. Pero para ello es preciso desvincular la
pertenencia al Pueblo o a la Nación, esto es, la nacionalidad, tanto de una coincidencia
étnica, cultural o histórica, como de un pacto político asociativo entre los integrantes de

51
una comunidad. No depende, pues, de un concurso de voluntades entre los asociados o
entre éstos y los nuevos aspirantes a integrarse, sino de la voluntad del ordenamiento de
configurarse democráticamente. El ordenamiento democrático tiende a maximizar la
igualdad, el pluralismo y la participación de los sometidos al poder en su ejercicio, lo
que permite crear diversos círculos o niveles de ciudadanía en función de la afectación
de los individuos por cada sector del ordenamiento aplicable, sin con ello caer en una
democracia corporativa o de intereses. Además, la participación ya no sólo se centra en
la integración del individuo en alguna de las fases representativas o directas de la
creación normativa, sino que se extiende y se hace necesaria en el ámbito social,
reformulando democráticamente la mayor parte (si no todos) de los denominados
derechos civiles, que pasan, junto con los auténticos derechos de participación política
(sufragio y acceso a los cargos o funciones públicas), a convertirse en parte del
contenido de la ciudadanía161. Así, muchos ordenamientos democráticos, a los que el
nuestro no es ajeno, abren la participación social a quienes no son nacionales y les
extienden también algunos derechos de participación política en el ámbito local. Con
ello, la función jurídica de la nacionalidad tiende a quedar circunscrita a delimitar
exteriormente al pueblo del Estado, y a vincularlo interiormente al ejercicio de aquélla
parte de la ciudadanía que exige un mayor grado de afectación en la toma de decisiones
por el ámbito material y personal de éstas.
Junto a las dos transformaciones antedichas se produce, además, una tercera, la
socialización del Estado democrático, que conlleva la inclusión de los derechos sociales
entre los necesarios para la plena pertenencia a la comunidad. En otras palabras, en el
Estado social y democrático de derecho para ser ciudadano no basta con que el
ordenamiento jurídico garantice al individuo la participación civil o política, es
necesario tener garantizado un status socio-económico mínimo que la haga fácticamente
posible y generalizada. Para ello, los derechos sociales han de pasar a formar parte del
contenido facultativo de la ciudadanía162, lo que permite reforzar y extender también su
contenido obligatorio (sobre todo de las obligaciones tributarias y sociales) a un número
de sujetos cada vez mayor, que trasciende el colectivo de los nacionales. En efecto, la
capacidad de participación del individuo en el ejercicio del poder depende de que se le
proporcionen los medios necesarios para disfrutar real y efectivamente de la libertad e
igualdad formales que son el presupuesto de su participación democrática. Ello tiene
como consecuencia que para integrarse plenamente como ciudadano en una comunidad
política sea precisa la garantía prestacional por el Estado de los medios materiales

52
necesarios para formar parte de los distintos subsistemas sociales, y en particular del
sistema político, en condiciones de libertad e igualdad. A tal efecto el ordenamiento
garantiza a los individuos diversos derechos sociales según su nivel de sujeción, de
entre los cuales uno de los más relevantes es el derecho a la educación, tanto por su
conexión directa como presupuesto material de una efectiva participación política como
por su funcionalidad para una libre formación de la voluntad del pueblo del Estado
nacional. Dado que el cumplimiento por parte del Estado de semejantes obligaciones
prestacionales depende de su disponibilidad de los medios materiales necesarios, el
mismo sólo se consigue con un reparto equitativo de las cargas públicas, para lo cual es
necesario reforzar y ampliar el círculo personal de los obligados a sostenerlas en
proporción a sus ingresos, incluyendo a los extranjeros residentes de manera correlativa
a su pretensión de ser incluidos como potenciales beneficiarios de muchos de estos
derechos sociales. Piénsese que en sociedades envejecidas, como las occidentales
democráticas, la mano de obra inmigrante constituye una fuente de redistribución de la
riqueza generada por éstos. Por ello no parece democrático –y mucho menos social- que
dichas personas, que contribuyen al sostenimiento material del pueblo del Estado, y
están sujetos territorialmente a la mayor parte de su ordenamiento, no puedan ser al
mismo tiempo ciudadanos activos y participar en la formación de la voluntad política
colectiva, posean o no la nacionalidad del Estado.
Todo ello conduce a una autonomización de las funciones que han de
desempeñar la nacionalidad y la ciudadanía163. Mientras la primera puede ser utilizada
únicamente para definir hacia el exterior las fronteras personales del Estado-
ordenamiento164, esto es, puede tener una función jurídica excluyente, la segunda ha de
servir como elemento para incrementar la diferenciación funcional del sistema jurídico
mediante mecanismos que permitan el intercambio de papeles por parte de los
individuos en los distintos sistemas sociales, permitiendo la canalización de
expectativas hacia el primero, esto es, mediante la maximización material y personal de
su inclusión en la sociedad165. Un buen ejemplo actual de la regulación constitucional
diferenciada de ambos institutos lo ofrece la vigente Constitución federal de México,
que utiliza el término mexicanos para referirse a los nacionales, integrantes de la Nación
mexicana, regulando las condiciones de adquisición de dicha condición en el art. 30
conforme a una mixtura de los criterios del ius sanguinis y del ius soli para la
adquisición por nacimiento y del ius domicilii para la naturalización posterior. Por el
contrario, utiliza el término ciudadanos para referirse a un conjunto de nacionales a los

53
que confiere derechos y deberes de participación en las diversas esferas sociales, pero
especialmente en la política, regulando las condiciones de adquisición de esta segunda
condición, así como el concreto contenido facultativo y obligatorio que genera en el art.
34 ss.
Con todo, el sistema jurídico democrático no consigue librarse por completo de
la herencia histórica que arrastran ambas categorías, de ahí que sigan manteniéndose en
buena medida vinculadas, con distinta o con la misma denominación166. En efecto, al
amparo de las fórmulas decimonónicas de atribución de la soberanía a un sujeto
colectivo, aún presentes en la mayor parte de los textos constitucionales occidentales, se
sigue vinculando buena parte, cuando no toda, la participación política a la pertenencia
del individuo al colectivo nacional soberano, lo que conduce a identificar falsamente la
ciudadanía con una parte de los derechos que otorga la nacionalidad. La identificación
se produce, no obstante, sólo de forma parcial, pues muchos ordenamientos estatales y
supraestatales (como la Unión Europea) han independizado de la posesión de una
nacionalidad amplios sectores de la ciudadanía, sobre todo los referentes a la
participación económica y social, e incluso algunos aspectos de la participación política
(municipal), rindiendo así tributo a las exigencias del Estado social y democrático de
derecho. Así, aunque en algunos casos extremos se excluye del ejercicio de los
principales derechos ciudadanos de participación política a los nacionales no residentes
en el territorio del Estado (es el caso antes visto de México)167, en el otro extremo se
encuentran Estados que incluyen en dicho ejercicio a extranjeros residentes que no se
han incorporado al colectivo de nacionales (es el caso de Nueva Zelanda)168, hallándose
la mayoría en diversos puntos intermedios con una cierta tendencia hacia este último
polo de construcción de una ciudadanía postnacional169. Se sigue exigiendo, sin
embargo, la nacionalidad para el ejercicio de los principales derechos de participación
política, particularmente el acceso a funciones públicas que conlleven jurisdicción o
autoridad y el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones nacionales o
estatales, esto es, para todas aquellas funciones normativas que directa o indirectamente
inciden sobre el ejercicio de la “competencias de las competencias”170. Con todo, no es
la vinculación entre nacionalidad y ciudadanía lo que pone en peligro la legitimación
democrática del sistema jurídico, sino el desconocimiento, al llevarla a cabo, de la
diferente función que una y otra desempeñan, y que se produce al hacer de la
nacionalidad una condición para el ejercicio del núcleo de la ciudadanía sin antes
democratizar los requisitos de adquisición o atribución de la primera171.

54
4.2 Vinculación y diferenciación de la nacionalidad y la ciudadanía en el
constitucionalismo español del siglo XX
En lo que se refiere al constitucionalismo español del siglo XX, anterior a la
plena democratización y socialización del Estado que opera el vigente texto de 1978,
cuyo análisis se obvia aquí por exceder el marco temporal de este trabajo, destacan el
Anteproyecto de Constitución elaborado en 1929 durante la dictadura del General Primo
de Rivera y la Constitución de 1931 debido a su especial forma de considerar la
nacionalidad y la ciudadanía. Se dejan a un lado los casi cuarenta años de dictadura del
General Franco, que suponen un paréntesis en la consideración moderna de ambos
institutos, y conllevan una vuelta a los modelos historicistas medievales. Aunque se
trata de dos textos muy distintos entre sí en lo que se refiere a su vigencia y a sus
características estructurales172, tienen en común el renacimiento de la diferenciación
funcional de la nacionalidad y la ciudadanía desde bases teóricas diversas, y el
mantenimiento de su vinculación, subordinando el disfrute de la ciudadanía a la
posesión de la nacionalidad. Ello se pone plásticamente de relieve en el art. 14 del
Anteproyecto constitucional de 1929, conforme al cual tanto la naturalización
privilegiada como la común confieren al naturalizado los derechos y deberes inherentes
a la nacionalidad española, incluidos los de ciudadanía en los términos
constitucionalmente previstos después en el art. 20. Sin embargo, ambos textos
constitucionales difieren en la forma de caracterizar formal y materialmente al sujeto
nacional de la soberanía a cuya construcción contribuyen, en la medida en que el
Anteproyecto de Constitución de 1929 se basa en unos principios estructurales bien
distintos al principio democrático de la Constitución de 1931.

a) El tránsito hacia una concepción más universalista de la nacionalidad


Por lo que se refiere a la nacionalidad, las diferencias existentes entre el
Anteproyecto constitucional de 1929 y el texto republicano de 1931 respecto de la
configuración subjetiva de la Nación española se ven atenuadas por la necesidad de
darle a aquélla un tratamiento constitucional más extenso que el que había recibido en
los textos decimonónicos, atribuyéndole, con ello, una función política de control del
tamaño del pueblo del Estado, en atención a unos u otros valores políticos. El
Anteproyecto constitucional de 1929 es claro a la hora de decantarse por atribuir a la
nacionalidad una función excluyente en la configuración de la Nación (art. 3), cuya

55
composición primaria se deriva ya en términos étnico-culturales de la descendencia
sanguínea de padres españoles (art. 13.1), y sólo secundariamente en términos
voluntaristas del nacimiento o residencia continuada en territorio español (arts. 13.3, 14,
15 y 16). En efecto, estas últimas formas de adquisición de la nacionalidad en el caso de
la vecindad del extranjero inmigrado (ius domicilii) y de atribución por nacimiento en
España del hijo de extranjero (ius soli), se subordinan a la coincidencia de dos
voluntades: de un lado, la del extranjero que solicita la vecindad primero y la
nacionalidad después -optando o manifestando expresamente su voluntad de adquirir la
nacionalidad española (naturalización privilegiada)-, o que pide la adquisición de la
nacionalidad española por carta de naturaleza (naturalización común); y de otro, la del
Estado español que, con un mayor o menor margen de discrecionalidad, realiza los actos
jurídicos necesarios para el establecimiento del vínculo de la nacionalidad. Se
constitucionaliza, así, lo que había sido una tendencia legal desde finales del siglo XIX
bajo el Real Decreto de 6 de noviembre de 1916 y el art. 25 del Código Civil de 1889.
Curiosamente, el margen de discrecionalidad era menor en algunos supuestos de
adquisición de la nacionalidad por naturalización privilegiada, donde el art. 16 del
Anteproyecto de Constitución imponía al legislador límites formales (taxatividad de los
supuestos de rechazo) y materiales (carácter extraordinario y vinculación a la seguridad
pública u otro interés nacional) para su denegación más severos que en otros casos de
atribución constitucional de la nacionalidad (extranjeros avecindados), pues el silencio
constitucional, combinado con la lista de requisitos y exclusiones previstos en el Real
Decreto de 6 de noviembre 1916, hacía sumamente difícil la integración en la Nación
española de muchos extranjeros residentes. Mientras, la adquisición de nacionalidad por
carta de naturaleza (naturalización común) alcanza su máximo margen de
discrecionalidad política en el art. 15 del Anteproyecto, que concibe su libre
otorgamiento por parte del poder público. Congruentemente con ello, la ciudadanía se
atribuye preferente a los españoles de origen y a los naturalizados privilegiadamente, en
detrimento de los españoles por naturalización común, a los que se exige una residencia
adicional de cinco años para su disfrute.
Al contrario, la Constitución republicana de 1931, inspirada por la
transformación antes aludida del principio democrático173 y por un universalismo
ausente en la mayor parte del constitucionalismo del siglo XIX, se sirve de la
nacionalidad más para construir una Nación española nueva que para reconstruir una
Nación histórica y étnico-cultural, previa y anterior al ordenamiento jurídico. De ahí que

56
se aleje del manejo de los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad,
utilizados por el Anteproyecto de 1929, confiriéndole a ésta una función universalista
incluyente del máximo número de individuos, aunque ello no siempre sea plenamente
congruente con el principio democrático. En efecto, una primera medida adoptada por la
Constitución de 1931 fue ampliar el ámbito de actuación del ius soli como criterio de
atribución de la nacionalidad española por nacimiento, concediéndosela a los nacidos en
España de padres desconocidos de forma automática y a los nacidos en España de
padres extranjeros de forma latente, actualizable a través del ejercicio del derecho de
opción en la forma que las leyes determinasen (art. 23. 3 y 2). Y en lo que se refiere a la
adquisición de la nacionalidad española por residencia (ius domicilii), aunque el art.
23.4 del texto constitucional no difiriese sustancialmente en su dicción literal de lo que
venía siendo norma común en nuestras Constituciones decimonónicas, el Decreto de 29
de abril de 1931 la convirtió en una institución que operaba casi automáticamente
cuando se daban la solicitud del extranjero residente y el cumplimiento del requisito de
vecindad. El citado Decreto eliminó, con una clara vocación cosmopolita y
universalista, las exigencias de carácter político y administrativo que había establecido
el Real Decreto de 6 de noviembre de 1916, aunque requiriese en sus arts. 2 y 3 un
período de residencia bastante largo, de diez años si no concurrían circunstancias
especiales (matrimonio con una española, establecimiento empresarial en España,
servicios importantes para la Nación, etc…), o de cinco años si concurrían dichas
circunstancias. La segunda vía utilizada por el texto constitucional para ampliar el
tamaño de la Nación española, aún con una finalidad incluyente, tuvo una incidencia
menos coherente con el principio democrático. Consistió en reducir los supuestos de
pérdida de la nacionalidad española a la pérdida voluntaria, y en ampliar los supuestos
de doble nacionalidad con la finalidad de incluir entre los españoles a los hijos de
emigrados a las nuevas naciones americanas que habían adquirido la nacionalidad de
estos países174. Entre las causas de pérdida de la nacionalidad (art. 24) se incluyó junto a
la naturalización en un país extranjero, el hecho de entrar al servicio de armas de un país
extranjero sin autorización del Estado español o aceptar un cargo público de un Estado
extranjero que lleve anejo ejercicio de autoridad o jurisdicción (ejercicio de la
ciudadanía), lo cual parecía razonable desde el punto de vista democrático, pues
impedía la participación simultanea en dos comunidades políticas territoriales. Pero se
permitió la conservación de la nacionalidad española a aquellos españoles que se
nacionalizasen en alguno de los países hispánicos de América, con el correspondiente

57
mantenimiento del ejercicio de la ciudadanía para quienes carecían de la sujeción
mínima al ordenamiento español que, desde un punto de vista democrático, les hiciese
acreedores de los derechos de participación ciudadana.

b) Hacia una más precisa ampliación material y personal de la ciudadanía


Este último aspecto conduce a un análisis, siquiera sucinto, del tratamiento
constitucional dado por el Anteproyecto de 1929 y por el texto constitucional de 1931 a
la ciudadanía. Uno y otro coincidieron en diferenciar esta última categoría de la
nacionalidad, haciendo mención expresa de ambas en el texto constitucional –mucho
más clara en el Anteproyecto de 1929-. Sin embargo, divergieron en la forma de definir
la ciudadanía, fruto de su diferente configuración de la nacionalidad, y de la vinculación
inescindible establecida entre una y otra. El Anteproyecto constitucional de 1929 define
la ciudadanía en su art. 20 como la “capacidad de ejercicio de los derechos políticos y
de los cargos que tengan aneja autoridad o jurisdicción”, por lo que corresponde
únicamente a quienes poseen capacidad de obrar (cumplimiento de la edad legal para su
ejercicio) y son españoles de origen (por atribución constitucional de la nacionalidad
española) o extranjeros naturalizados privilegiadamente. Sólo se atribuye de forma
diferida, a los cinco años de haber obtenido la nacionalidad y residir habitualmente en
España, a los naturalizados comúnmente. Como se puede ver, la definición
constitucional es precisa y muy clara en comparación con lo que había sido usual en el
largo período decimonónico anterior, pero al mismo tiempo sumamente restrictiva en lo
relativo a quienes disfrutan de la ciudadanía y a cuál sea su contenido, también en cierta
consonancia con la tendencia reflejada por el constituyente y por el legislador del siglo
XIX de permitir un trato diferencial de los extranjeros naturalizados respecto de los
españoles de origen. El disfrute de cualesquiera derechos políticos, e incluso civiles, por
parte de los extranjeros súbditos coloniales175 quedaba a merced del legislador (art. 21),
con lo que se disolvía la constitucionalización de cualquier otra fórmula de ciudadanía.
El contenido de derechos ciudadanos a que hace referencia el art. 20 parece referirse
únicamente al derecho de sufragio activo y pasivo (derechos políticos), y al acceso a
cargos y funciones públicas (cargos que tengan aneja autoridad o jurisdicción). Sin
embargo, se ve completado posteriormente por un contenido adicional -en el que se
vuelve a hacer mención al término ciudadanía-, que confirma la cualidad política de los
derechos respecto de los cuales se utiliza, como las libertades de expresión e
información, asociación, reunión, o en fin los derechos de participación en los asuntos

58
públicos, que el art. 29 considera derechos de los españoles en sus relaciones con sus
conciudadanos. Fuera de la ciudadanía parecen quedar los derechos civiles o sociales
(arts. 23 ss.), que el propio texto constitucional reconoce a todas las personas o a los
españoles según los casos, y los deberes ciudadanos de los españoles (art. 22).
A diferencia del Anteproyecto de 1929, la Constitución republicana de 1931 no
contiene una definición de la ciudadanía ni de su vinculación con la nacionalidad, sino
que únicamente utiliza de forma aislada la palabra ciudadano, lo que ha llevado a
algunos autores a interpretar que el término ciudadano era más amplio que el de
nacional español e incluía a los extranjeros residentes, a los que de este modo se habría
reconocido también constitucionalmente el derecho de sufragio176. En nuestra opinión,
la Constitución española de 1931 no llegó tan lejos. El texto republicano garantizaba en
su Título III derechos de las personas, de los españoles, e incluso de los extranjeros
(como el derecho a inmigrar o las garantías legales frente a la expulsión del art. 31), a
pesar de intitularse “de los derechos y deberes de los españoles”177. A los españoles se
refería indistintamente con el término españoles, cuando hacía alusión a sus derechos
civiles, o con el término ciudadanos, cuando se refería a sus derechos político-
participativos, tanto en el Título III (art. 36 respecto del derecho de sufragio, art. 37
respecto del servicio civil o militar178) como fuera de éste (art. 53 y 69 respecto del
derecho de sufragio pasivo a Cortes y a Presidente de la República respectivamente).
Pero incluía a los ciudadanos dentro del círculo más extenso de los españoles, tal y
como se desprende a la luz de los siguientes argumentos de carácter sistemático. El
primero, que el art. 24, al regular la doble nacionalidad, utilizaba indistintamente los
conceptos naturaleza y ciudadanía respecto de los españoles nacionalizados extranjeros
(que no perdían la nacionalidad española) y respecto de los extranjeros de ciertos países
iberoamericanos naturalizados españoles (a los que tampoco se exigía perder su
nacionalidad de origen)179. El segundo, que el art. 40 confería a los españoles un
primigenio derecho de ciudadanía, el de acceso a cargos y funciones públicas180, y el
art. 76 e), al regular como competencia del Presidente de la República la de firmar
determinados Tratados internacionales, incluía entre ellos los que conlleven cargas
individuales para los ciudadanos españoles, calificando con ello de españoles a los
ciudadanos, en la tradición de la Constitución de 1812. Con todo, las sucesivas
abstracciones realizadas por un constituyente democrático como el de 1931 llevan a que
el círculo de los ciudadanos, aun siendo más pequeño que el de los españoles, tienda a
aproximarse en tamaño a éste, al suprimirse muchos de los requisitos capacitarios de

59
ejercicio de los derechos de ciudadanía. Además, el amplio reconocimiento
constitucional de derechos civiles y socioeconómicos de la persona, algunos de los
cuales son de clara vocación político-participativa, como las libertades de expresión
(art. 34) o de reunión (art. 38), y los silencios respecto de la posibilidad de atribuir el
derecho de acceso a cargos y funciones públicas que no lleven anejo el ejercicio de
autoridad o jurisdicción a los extranjeros, si bien no permiten reconstruir la categoría de
la ciudadanía en términos jurídicamente autónomos e incluyentes, sí sientan las bases
para el ulterior paso dado por el vigente texto de 1978 de reformulación y gradación
democrática de la ciudadanía.

60
NOTAS AL CAPÍTULO PRIMERO

1
Cfr. BRUNNER, Otto/CONZE,Werner/KOSELLECK, Reinhart, Geschichtliche Grundbegriffe.
Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Band I, Klett-Cotta, Stuttgart, 2004,
pág. XIX ss.
2
Siguiendo la terminología que propone COSTA, Pietro, Il discorso della cittadinanza in Europa:
ipotesi di lettura, en SORBA (a cura di), Cittadinanza. Individui, diritti sociali, collettività nella storia
contemporanea. Atti del convegno annuale SISSCO, Padua, 2-3 dicembre 1999, Pubblicazioni degli
Archivi di Stato, 2002.
3
KELSEN, Hans, La naissance de l’Etat et la formation de sa nationalite. Les principes leur application
au cas de la Tchécoslovaquie, Revue du Droit International, Vol. II, 1929, pág. 636; KELSEN, Hans,
Allgemeine Staatslehre, (Unveränderter fotomechanischer Nachdruck der ersten Auflage 1925), Max
Gehlen, Bad-Homburg v.d. Höhe, 1966, pág. 159-160.
4
Sobre el problema de la relación entre el ordenamiento internacional y el estatal cfr. ALÁEZ
CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e integración europea, Fundamentos, Nº 1, 1998, pág. 519
ss.
5
Como parece reconocer implícitamente el propio KELSEN, Hans, La naissance de l’Etat et la
formation de sa nationalite..., ob., cit., pág. 636.
6
JELLINEK, Georg, Allgemeine Staatslehre, (fünfter Neudruck der 3. Auflage), Julius Springer, Berlin,
1929, pág. 182 ss.
7
En la tradición anglosajona se la considera ciudadanía nominal o formal y se contrapone a la ciudadanía
sustantiva o material; cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 23 ss.;
BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, ob. cit., pág. 1299-1300.
8
Cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in France and Germany, ob. cit., pág. 21-23.
9
Cfr. EMERICH, Francis, Ethnos und Demos: Soziologische Beiträge zur Volkstheorie, Duncker &
Humblot, Berlin, 1965, pág. 88 ss. En contra de atribuir al principio democrático un carácter inclusivo,
cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 197 ss.
10
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 389 ss.
11
Como sostiene respecto de la nacionalidad GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit..., ob.
cit., pág. 22.
12
Sobre la contribución del concepto liberal-democrático de Constitución y del Estado moderno a la
diferenciación funcional del sistema jurídico, como subsistema de comunicación social, cfr. LUHMANN,
N., La Constitution comme acquis evolutionnaire, Droits 1995, Nº 22, pág. 112-113.
13
Cfr. HOLZ, Klaus, Citizenship: Mitgliedschaft in der Gesellschaft oder differenztheoretisches
Konzept?, en HOLZ (Hrsg.) Staatsbürgerschaft. Soziale Differenzierung und politische Inklusion,
Westdeutscher Verlag, Wiesbaden, 2000, pág. 195-196; KADELBACH, Stefan, Staatsbürgerschaft –
Unionsbürgerschaft – Weltbürgerschaft, in DREXL (Hrsg.), Europäischen Demokratie, Nomos, Baden-
Baden, 1999, pág. 91 ss.
14
En este sentido, cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen. Australian citizenship in the 20th
century, Cambridge University Press, Melbourne, 1997, pág. 13-44.
15
Un exhaustivo análisis histórico de las nociones de nacionalidad y ciudadanía en Europa desde la Edad
Media hasta la época contemporánea, recubiertas bajo el manto del término cittadinanza, se puede ver en
COSTA, Pietro, Civitas. Storia de la cittadinanza in Europa, Vol. I-IV, Roma/Bari, Laterza, 1999-2001.
16
Sobre la aplicabilidad del sentido esencial de la ciudadanía romana a la transformación de la ciudadanía
en el Estado moderno, cfr. CRIFO, Giuliano, Civis. La cittadinanza tra antico e moderno, Laterza,
Roma-Bari, 2000, pág. 27-28, 81-82.
17
Cfr. CRIFO, Giuliano, Civis. La cittadinanza tra antico e moderno, ob. cit., pág. 67 ss. También se
lograba una cierta asimilación cultural en la medida en que la forma originaria (y principal durante buena
parte del período grecolatino) de atribución de la ciudadanía era el nacimiento de padres de ciudadanía
romana, de manera semejante a como se adquiere la nacionalidad originaria hoy, con lo cual esa
adscripción natalicia producía ya una cierta inmersión cultural hereditaria.
18
Sobre la moderna ciudadanía (sobre todo en los EE.UU.) como un status y su vinculación la inclusión
en la comunidad política a través de la posibilidad de ejercicio de del derecho de sufragio, SHKLAR,
Judith, American citizenship. The Quest for inclusion, Harvard University Press, Cambridge/London,
1991, pág. 14 ss.
19
Sobre la posición de los extranjeros en la antigüedad en España, véase con carácter general
ÁLVAREZ-VALDÉS Y VALDÉS, Manuel, La extranjería en la historia del derecho español, Servicio
de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, Oviedo, 1991, pág. 67 ss.

61
20
En este mismo sentido, pero manteniendo la función excluyente de la ciudadanía hasta la actualidad,
como consustancial a ésta, cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia…, ob. cit., pág.
36.
21
Se trata de un fenómeno, presente no sólo en éstos sino en muchos otros institutos jurídicos, como el
matrimonio, la familia, la paternidad, o la propiedad. Sobre la incidencia de esta diferenciación en los
distintos institutos jurídicos, cfr. TEUBNER, Günther, Recht als autopoietisches System, Suhrkamp,
Frankfurt a. M., 1989.
22
Un breve análisis evolutivo de las nociones de nacionalidad y ciudadanía entremezcladas bajo este
último término, junto con una selección de textos de clásicos políticos y filosóficos se puede ver en
RIESENBERGER, Peter, A history of citizenship: Sparta to Washington, Krieger Publishing Company,
Malabar, 2002.
23
Aunque la mayor parte de estas reflexiones sobre la ciudadanía sean aplicables a la democracia
ateniense, muchas son trasladables al sistema político de Esparta, aún más excluyente y restrictivo en su
atribución y caracterización iusfundamental que la primera; sobre el trato de los extranjeros en una y otra
sociedad griega clásica en general, PÉREZ MARTÍN, Elena, Los extranjeros y el derecho en la antigua
Grecia, Dykinson, Madrid, 2001.
24
Conforme a la formulación más perfilada de la misma que dio Aristóteles en su Politica. Un análisis
detallado de las distintas fases de construcción de este concepto en la Grecia clásica puede verse en
ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 37-.51 y en KLUSMEYER,
Douglas, Between consent and descent…, ob. cit., 1996, pág. 9-15.
25
PÉREZ MARTÍN, Elena, Los extranjeros y el derecho en la antigua Grecia, ob. cit., pág. 145-146.
26
Cfr. KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág. 14-15, y DAVIDSON,
Alastair, From subject to citizen. Australian citizenship in the 20th century, ob. cit., pág. 15-16.
27
En este mismo sentido, sobre la naturaleza excluyente de la ciudadanía aristotélica WALZER,
Michael, Spheres of justice…, ob. cit., pág. 95 ss.
28
Cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen..., ob. cit., pág. 15, para quien el ciudadano
ateniense lo es más por lo que la persona hace que por lo que la persona consigue.
29
Sobre el carácter excluyente de la ciudadanía respecto de los extranjeros (incluso los residentes) cfr.
PÉREZ MARTÍN Elena, Los extranjeros y el derecho en la antigua Grecia, ob. cit., pág. 109 ss.
30
Lo que daría a este embrión de la ciudadanía un cierto carácter inclusivo; sobre ello, cfr.
KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág. 10-11.
31
Un criterio que estaba presente en la regulación eminentemente consuetudinaria de la ciudadanía y que
se endurecerá a partir del año 451 a.C. con la famosa ley de ciudadanía de Pericles; cfr. PATTERSON,
Cynthia, Pericles Citizenship Law of 451-50 B.C., Arno Press, New York, 1981, pág. 8 ss., 82 ss.
32
En detalle sobre la transmisión de la condición de ciudadano por descendencia en la Atenas clásica
véase MACDOWELL, Douglas, The law in classical Athens, Cornell University Press, New York,
1978, pág. 66 ss.
33
De ahí que las normas jurídicas primarias sobre las que recae el proceso de positivización en las
sociedades antiguas, especialmente en la griega clásica, sean principalmente las de procedimiento, y sólo
secundariamente las sustantivas, que únicamente reproducen las normas metapositivas contenidas en el
orden moral y religioso; cfr. GAGARIN, Michael, Early Greek law, University of California Press,
Berkeley, 1986, pág. 12 ss., 143 ss.
34
Sobre ellos pesaban deberes y prohibiciones variados (militares, tributarios, civiles, penales, etc…),
tanto más intensos cuanto más lo era la vinculación del extranjero con el territorio de la polis, esto es,
mayores para los residentes que para los meramente transeúntes; cfr. con carácter general
MACDOWELL, Douglas, The law in classical Athens, ob. cit., pág. 73 ss., y más diferenciadamente,
distinguiendo la sociedad espartana y la sociedad ateniense, PÉREZ MARTÍN, Elena, Los extranjeros y
el derecho en la antigua Grecia, ob. cit., 114 ss.
35
Cfr. MACDOWELL, Douglas, The law in classical Athens, ob. cit., pág. 70 ss. Sobre su naturaleza
más bien excepcional, PÉREZ MARTÍN, Elena, Los extranjeros y el derecho en la antigua Grecia, ob.
cit., pág. 143.
36
Sobre la variabilidad de este contenido, sobre todo en el período imperial, cfr. SHERWIN-WHITE,
Adrian, The roman citizenship, Clarendon Press, Oxford, 1973, pág. 265-265 ss.
37
Cives iure optimo; cfr. CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria giuridica della cittadinanza, ob.
cit., pág. 49 ss., 57 ss.
38
En este mismo sentido, cfr. SHERWIN-WHITE, Adrian, The roman citizenship, ob. cit., pág. 222 y
KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág. 20.

62
39
Sobre su extensión progresiva en el territorio de la península ibérica, cfr. TOMÁS Y VALIENTE,
Francisco, Manual de historia del derecho español, en Obras Completas, Centro de Estudios
constitucionales, Madrid, 1997, pág. 998-999 ss.
40
Sobre esa evolución del concepto de ciudadanía en el mundo romano y sus diferencias con la
ciudadanía en la Grecia clásica, véase POCOCK, John, The ideal of citizenship since classical times, en
BEINER (Edit.), Theorizing citizenship, State University of New York Press, Albany, 1995, pág. 29 ss.,
para quien el ciudadano pasa de zoon politikon a ser homo legalis, y con ello la ciudadanía pasa de un
concepto político ideal, con Aristóteles, a ser un concepto jurídico real, con Gayo.
41
Sobre las distintas finalidades políticas que se imputaron al Edicto del emperador Caracalla
extendiendo la ciudadanía a los extranjeros, cfr. SHERWIN-WHITE, Adrian, The roman citizenship,
ob. cit., pág. 264 ss., 380 ss.
42
Cfr. GAUDEMET, Jean, Les romains et les “autres”, en La nozione di «romano» tra cittadinanza e
universalitá. Atti del II Seminario Internazionale di Studi Storici «Da Roma alla terza Roma» 21-23 aprile
1982, Edizione Scientifiche Italiane, Napoli, 1982, pág. 8-9.
43
Cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 57-58; SMITH,
Rogers, Modern citizenship, en ISIN/TURNER (Edit.), Handbook of citizenship studies, Sage, London,
2002, pág. 106.
44
Cfr. MURA, Virgilio, Sulla nozione di cittadinanza, en Il cittadino e lo Stato, Franco Angeli, Milano,
2002, pág. 18.
45
Cfr. POCOCK, John, The ideal of citizenship since classical times, ob. cit., pág. 34 ss.
46
Y parecida también a la que desempeña la ciudadanía europea en el proceso de integración política de
la Unión Europea, aunque en este caso se le haya querido dar más el sentido de un contenido material
iusfundamental que el de un vínculo formal con un ordenamiento soberano. En un sentido semejante, cfr.
CRIFO, Giuliano, Civis. La cittadinanza tra antico e moderno, ob. cit., pág. 81-83.
47
Sobre la pluralidad de significados históricos del concepto natio, cfr. BRUNNER, Otto/CONZE,
Werner/KOSELLECK, Reinhart, Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-
sozialen Sprache in Deutschland, Band VII, ob. cit., pág. 151 ss.
48
KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág. 18.
49
ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 59.
50
ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 60.
51
Sobre el significado del concepto “ciudadano” (“Bürger”) en este período medieval, véase BRUNNER,
Otto/CONZE, Werner/KOSELLECK, Reinhart, Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon
zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Band I, ob. cit., pág. 676 ss.
52
CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria giuridica della cittadinanza, ob. cit., pág. 78 ss.
53
BRUNNER, Otto/CONZE, Werner/KOSELLECK, Reinhart, Geschichtliche Grundbegriffe.
Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Band I, ob. cit., pág. 679-680, tratan
de poner de relieve cómo este significado del término ciudadano era un significado „vulgar“ y en parte de
la filosofía política alemana del siglo XVII dicho concepto retoma el sentido activo de la ciudadanía
aristotélica.
54
Cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen..., ob. cit., pág. 15.
55
ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 64. Sobre los beneficios
socio-económicos de los “naturales” del Reino de España tal y como los fijó la Real Cédula de Felipe II
de 1565, cfr. CASTRO Y BRAVO, Federico de, La adquisición por vecindad de la nacionalidad
española, Información Jurídica, Nº 37, 1945, pág. 76.
56
Paradójicamente, como explica HAHN, Alois, Staatsbürgerschaft, Identität und Nation in Europa, en
HOLZ (Hrsg.), Staastbürgerschaft…., ob. cit., pág. 67-71, a los extranjeros se les permite participar en las
sociedades premodernas, como la medieval y la renacentista, en algunos puestos administrativos o
militares, para asegurarse su fidelidad a cambio de un beneficio, sin que ni la extranjería ni la ciudadanía
estén aún generalizadas.
57
Cfr. ÁLVAREZ-VALDÉS Y VALDÉS, Manuel, La extranjería en la historia del derecho español,
ob. cit., pág. 106-107 ss, 302 ss.
58
Cfr. CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria giuridica della cittadinanza, ob. cit., pág. 81-82.
59
Se reducen prácticamente al ámbito municipal, donde no se puede prescindir por completo de la
participación de la persona individualmente considerada; cfr. MURA, Virgilio, Sulla nozione di
cittadinanza, ob. cit., pág. 19.
60
Sobre la intercambiabilidad de los términos civis, municipes y subditus durante toda la Edad Media, cfr.
RIESENBERG, Peter, Citizenship in the western tradition, University of North Carolina Press, Chapel
Hill, 1992, pág. 143-145, 175.

63
61
El monopolio del poder público ad extra explica que la función de la emergente nacionalidad sea
precisamente excluyente, de diferenciación del Estado-nación respecto de su medio externo, y no
incluyente como propone BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in France and Germany,
ob. cit., pág. 53 ss.
62
En un sentido semejante, cfr. KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág.
23-25.
63
Sobre ello MURA, Virgilio, Sulla nozione di cittadinanza, ob. cit., pág. 19; COSTA, Pietro, La
cittadinanza: un tentativo di ricostruzione “archeologica”, en ZOLO (a cura di), La cittadinanza:
appartenenza, identità, diritti, Laterza, Roma-Bari, 1997, pág. 57.
64
Cfr. BENDIX, Reinhard, Estado nacional y ciudadanía, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, pág. 78 ss.
65
Ello explica en buena medida las diferencias terminológicas existentes en las diversas tradiciones
jurídicas, continental/anglosajona, europea/americana, conforme a las cuales las segundas mantienen un
único término, el de ciudadanía, para hacer referencia a las dos instituciones aquí analizadas, la
nacionalidad (ciudadanía débil o formal) y la ciudadanía en sentido estricto (ciudadanía fuerte o
sustantiva); sobre ello véase GOSEWINKEL, Dieter, Untertanschaft, Staatsbürgerschaft, Nationalität,
Berliner Journal für Soziologie, 1998, Nº 4, pág. 507 ss.
66
Cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 66 ss. La mejor
expresión de ello es que en la teoría del contrato social desarrollada por HOBBES, Thomas, Leviathan,
(reimpresión de la 1ª edición de 1651), Cambridge University Press, Cambridge, 1991, pág. 154-155, éste
en ningún momento habla de ciudadanos sino sólo de súbditos, esto es, sólo se refiere a la posición pasiva
del individuo frente al poder del soberano, no su dimensión activa. Previamente BODIN, Jean, Six Livres
de la Republique, (reimpresión fotográfica de la edición de 1583), Scientia Aalen, 1961, pág. 70 ss.,
aunque utilizó el término ciudadano, se refirió a él en este mismo sentido pasivo, como equivalente a
súbdito nacional; cfr. LEFEBVRE-TEILLARD, Anne, Jus Sanguinis: L'émergence d'un principe
(Éléments d'histoire de la nationalité française), Revue critique de droit international privé, 1993, pág.
225-250 ss.; COSTA, Pietro, Cittadinanza…, ob. cit., pág. 22 ss.
67
Cfr. CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria giuridica della cittadinanza, ob. cit., pág. 94-95.
Respecto de Francia, cfr. RAPPORT, Michael, Nationality and citizenship in Revolutionary France: the
treatment of foreigners 1789-1799, Clarendon Press, Oxford, 2000, pág. 16-17 ss.
68
La discusión acerca de si el individuo puede liberarse de esa perpetual allegiance hacia su soberano y
convertirse en súbdito de otro soberano, esto es, si la incipiente nacionalidad es algo dependiente en
alguna medida o totalmente independiente de la voluntad subjetiva se pondrá de relieve por primera vez
en las decisiones de los jueces británicos sobre la pérdida de la ciudadanía pasiva inglesa de los colonos
disidentes tras la guerra de independencia americana (véase la decisión del juez Coke en el Calvin’s Case
de 1608); cfr FAHRMEIR, Andreas, Citizens and Aliens…, ob. cit., pág. 12 ss.
69
RAPPORT, Michael, Nationality and citizenship in Revolutionary France, ob. cit., pág. 23.
70
Sobre el manejo de uno y otro criterio de formación de la nacionalidad en los reinos integrantes de la
España medieval y moderna, cfr. PÉREZ COLLADOS, José María, Una aproximación histórica al
concepto jurídico de nacionalidad (la integración del Reino de Aragón en la monarquía hispánica),
Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1993, pág. 31 ss.
71
Lo que coincide con el paradigma hobbesiano de que la condición de súbdito se adquiere en un
hipotético pacto social por el que se sale del estado de naturaleza, y cuya causa real es el interés racional
del individuo de no perecer bajo el estado de naturaleza, y no lo es la voluntad subjetiva egoísta y
autónoma de los súbditos; sobre ello y su relación con la ciudadanía, cfr. BAUBÖCK, Rainer,
Transnational citizenship, ob. cit. pág. 55 ss.
72
Aunque uno y otro elemento estén vinculados, como pone de relieve el art. VI del Tratado de Westfalia
de 1648, que fija las bases poblacionales y territoriales del poder del Estado-nación.
73
Dicha distinción entre nacional y extranjero fue apareciendo –de forma implícita- con cada vez más
insistencia en las relaciones mercantiles, religiosas, etc… medievales, fuertemente personalizadas en
torno al incipiente poder del monarca, y se manifestará de manera expresa en el case law británico en
1608 con la decisión Calvin’s Case del Juez Coke; cfr. KIM, Keechang, Aliens in Medieval Law. The
origins of modern citizenship, Cambridge University Press, Cambridge, 2000, pág. 1 ss., 23 ss.
74
Sobre ello respecto de Francia, cfr. NICOLET, Claude, Citoyennete française et citoyennete romaine:
essai de mise en perspective, en La nozione di “romano” tra cittadinaza e universalita…., ob. cit., pág.
148-149; RAPPORT, Michael, Nationality and citizenship in Revolutionary France, ob. cit., pág. 31 ss.,
y respecto del Reino Unido FAHRMEIR, Andreas, Defining the Citizen. Citizenship law in the Code
Napoleon and its legacy, Paper presented to the Congress “Napoleon and the Empire”, University of
Verona, 2004 (http://www.newcastle.edu.au/school/liberal-arts/news/napoleon2004/papers/Fahrmeir-

64
DefiningTheCitizen.pdf). Sobre el origen foráneo de la noción de español, cfr. CASTRO, Américo,
Sobre el nombre y el quién de los españoles, Taurus, Madrid, 1973.
75
Cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen..., ob. cit., pág. 18. Un proceso muy lento, por
supuesto, que no es incompatible con la coexistencia inicial de diversas lenguas (aunque una fuese la
dominante) o diversas culturas y fórmulas de organización social, pero que en el fondo tendía a la
uniformización de las estructuras sociales y políticas básicas a través de la igualación legal de los
individuos como súbditos del Estado. Como botón de muestra véase la función del Allgemeines
Landrecht Prusiano a partir de 1794; sobre ello, BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in
France and Germany, ob. cit., pág. 61 ss. En nuestro país véanse los Decretos de Nueva Planta de Felipe
V (1707), por los que se extendía la organización política administrativa de la corona de Castilla a los
demás reinos de España excepto a Navarra y el País Vasco; sobre el proceso de unificación político-
administrativa en España, en general, cfr. PÉREZ COLLADOS, José María, Una aproximación
histórica al concepto jurídico de nacionalidad..., ob. cit., pág. 233 ss.
76
Cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen..., ob. cit., pág. 19.
77
John Locke, por ejemplo, se manifestaba en 1693 a favor de una nacionalización masiva de los
extranjeros residentes, como pone de relieve RESNICK, David, John Locke and the problem of
naturalization, The Review of Politics, Vol. 49, 1987, pág. 374 ss.
78
Sobre la extensión del poder regio como base política de la construcción del pueblo del Estado, cfr.
MARAVALL, José Antonio, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, (2ª edición), Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1997, pág. 111-112.
79
No se debe creer, pues, como ha hecho el grueso de la historiografía política sobre la materia, que el
concepto de Nación como corpus político nace por primera vez con los movimientos revolucionarios
liberal-democráticos, particularmente con el francés, sino que ya durante los siglos XVII y XVIII está
presente ese proceso de formación cultural y política de la Nación. Pero tampoco se debe pensar que la
concepción de Nación que surge en el pensamiento político del siglo XVIII está vacía de elementos
étnico-culturales y se asemeja con ello a la noción revolucionaria, que se formulará posteriormente. Lo
novedoso en la aparición del concepto de Nación durante el XVIII es que la misma se considere el
sustrato personal sobre el que se asienta el Estado, y esto es lo que permite verla como un cuerpo político,
sin perjuicio de que el mismo estuviera siendo construido a través de un proceso de cierta asimilación
étnico-cultural consustancial a la concentración de poder en las manos del Estado; sobre los antecedentes
de la noción política de Nación en el tiempo anterior a la Revolución francesa, cfr. CHIARAMONTE,
José Carlos, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2004, pág. 31-38.
80
PÉREZ COLLADOS, José María, Una aproximación histórica al concepto jurídico de nacionalidad,
ob. cit., pág. 194 ss., supravalora la influencia de la institución de la “reserva de oficios de las Coronas de
Castilla y Aragón” a los naturales de las mismas como un mecanismo de integración y de formación de
una conciencia nacional, que coadyuva al proceso de formación de la unidad política del Estado español.
Por su parte, CASTRO y BRAVO, Federico de, La adquisición por vecindad de la nacionalidad
española, ob. cit., pág. 76, señala cómo en España los extranjeros eran admisibles, conforme al derecho
histórico recogido en la Novísima Recopilación, para los oficios que no fuesen los de Corregidor,
Gobernador, Alcalde Mayor, Regidor, etc…; respecto de la situación en Francia véase RAPPORT,
Michael, Nationality and citizenship in Revolutionary France, ob. cit., pág. 84-85.
81
En este sentido, véase FAHRMEIR, Andreas, Defining the Citizen. Citizenship law in the Code
Napoleon and its legacy, ob. cit.
82
Sobre la posición de los extranjeros en el derecho civil francés del Antiguo Régimen, cfr. BENHOER,
Hans-Peter, Le citoyen et l’etranger en droit romain et droit français, en La nozione di “romano” tra
cittadinanza e universalita…, ob. cit., pág. 182 ss.
83
Sobre ello y el reflejo de esas limitaciones al poder y, con ello, de la construcción de un nuevo sentido
de la ciudadanía, en las obras de Locke, Montesquieu, Rousseau o Kant, cfr. ZAPATA BARRERO,
Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 74 ss.
84
Cfr. CORDINI, Giovanni, Elementi per una teoria giuridica della cittadinanza, ob. cit., pág. 98-99.
85
Se parte aquí de lo que de colectividad abstracta puedan tener la Nación o el Pueblo para el
pensamiento revolucionario, tal y como se plasmó en los documentos constitucionales franceses, y se
dejan a un lado sus diferencias; sobre esos elementos comunes, cfr. MAÍZ, Ramón, Los dos cuerpos del
soberano: el problema de la soberanía nacional y la soberanía popular en la revolución francesa,
Fundamentos, Nº 1, 1998, pág. 173 ss. Maíz trata con ello de matizar algunos aspectos de la
interpretación clásica de CARRÉ DE MALBERG, Raymond, Contribution a la Théorie Générale de
l’Etat, Vol. II, Sirey, París, 1920-1922, pág. 152-197, claramente diferenciadora de la naturaleza de uno y
otro sujeto colectivo; en contra de la existencia de dicha diferenciación en la teoría política revolucionaria

65
francesa de finales del XVIII, afirmando el carácter colectivo y concreto del sujeto de la soberanía, con su
consiguiente composición a partir de ciudadanos activos, véase BACOT, Guillaume, Carré de Malberg
et l’origine de la distinction entre souveraineté du peuple et souveraineté nationale, CNRS, Paris, 1985,
pág. 137 ss.
86
Las formas de realizar dicha apertura fueron muy diversas y variaron, dependiendo del momento y del
lugar, entre el sufragio censitario y el sufragio universal masculino, entre la forma asamblearia de
gobierno y la parlamentaria representativa, pasando por la presidencialista. Sobre las diversas formas de
construir el ideal liberal-democrático de ciudadanía en las tradiciones inglesa, americana o francesa, véase
KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág. 29 ss.
87
Cfr. DAVIDSON, Alastair, From subject to citizen..., ob. cit., pág. 27 ss.
88
Cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard, Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 76 ss. Un buen ejemplo
de ello es la distinción que realiza la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: al
hombre le corresponden derechos meramente civiles que requieren una actitud pasiva del Estado en
relación con la esfera privada del individuo, mientras que al ciudadano se le atribuyen derechos de
participación directa o indirecta en la formación de la voluntad de la comunidad política, esto es, en el
ejercicio de la soberanía.
89
Esta comprensión voluntarista de la integración posterior al pacto fundacional en la comunidad política
nacional ya es posible verla en Locke, como pone de relieve RESNICK, David, John Locke and the
problem of naturalization, ob. cit., pág. 378 ss.
90
Para TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, en Etudes en l’honneur du
Georges Dupuis, LGDJ, Montchrestien, 1997, pág. 304-305, sin embargo, la posesión de derechos civiles
la otorga la nacionalidad ya en el Antiguo Régimen, de modo que la nueva ciudadanía (nacional)
revolucionaria, más que atribuir a sus integrantes derechos civiles, les conferirá los derechos políticos de
ser representados (ciudadanía pasiva) y, en su caso, de elegir y ser representantes (ciudadanía activa),
pues los derechos civiles ya se los atribuiría la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de
1789 a todo hombre por el mero hecho de residir en una comunidad políticamente organizada como una
Nación soberana. En mi opinión, Troper sobreestima el valor cívico de la nacionalidad del Antiguo
Régimen, del que en general se puede decir que habría sometido a los súbditos nacionales a un mismo
poder, pero no a unas misma reglas, con lo que lo que sí aportaría la pertenencia a la Nación soberana
revolucionaria (ciudadanía nacional) será unos mismos e iguales derechos civiles.
91
Cfr. CARRE DE MALBERG, Raymond, Contribution a la Théorie Générale de l’Etat, Sirey, Paris,
1922, Tome II, pág. 170 ss.
92
GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 174-175 ss., 193 ss.
93
Cfr. BRUNNER, Otto/CONZE, Werner/KOSELLECK, Reinhart, Geschichtliche Grundbegriffe.
Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Band VII, ob. cit., pág. 302 ss.
94
Sobre estos conceptos en detalle, GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 123
ss.
95
Sobre ello, en detalle, véase GOSEWINKEL, Dieter, Einbürgern und Ausschliessen..., ob. cit., pág.
67 ss.; GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 156-157.
96
Respecto de los textos constitucionales franceses, cfr. TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la
Révolution française, ob. cit., pág. 303-304.
97
En un sentido semejante RAPPORT, Michael, Nationality and citizenship in Revolutionary France,
ob. cit., pág. 332-333.
98
TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 305, nota al pie nº
7, para quien se confunde con la ciudadanía pasiva.
99
Sobre la relación de las nociones de súbdito y ciudadano con la de soberanía bajo el enciclopedismo
ilustrado, cfr. MONNIER, Raymonde, La noción de ciudadano en la Francia de la Ilustración a la
Revolución: definiciones, normas y usos, Historia contemporánea, Nº 28, 2004, pág. 299 ss.
100
Se trata de redefinir en términos prescriptivos la nación (COSTA, Pietro, Cittadinanza, ob. cit., pág.
50). No parece claro, por tanto, que la nacionalidad como pertenencia se oponga a la ciudadanía como
participación (LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico. Diritti, crisi Della sovranità e
sfera pubblica: una prospectiva europea, Giappichelli, Turín, 2004, pág. 42-50), sino que el movimiento
revolucionario liberal-democrático parece encontrar una solución de continuidad entre ambos: la
participación, definida por la ciudadanía (activa), corresponde a algunos de los que pertenecen, por ser
ciudadanos pasivos (nacionalidad), a la Nación titular de la soberanía.
101
Cfr. el art. 2 del Título II de la Constitución francesa de 1791, conforme al cual son ciudadanos
(pasivos) franceses, “los nacidos en Francia de un padre francés, los nacidos en Francia de un padre
extranjero que haya fijado su residencia en el Reino, los nacidos en el extranjero de un padre francés que
se hayan establecido en Francia y hayan prestado juramento cívico, y los nacidos en el extranjero en

66
cualquier grado de un francés o francesa expatriados por motivos religiosos que se establezcan en Francia
y presten juramento cívico”; y el art. 3, que permite adquirir la ciudadanía (pasiva) francesa a los
“extranjeros nacidos fuera del Reino de padres extranjeros siempre que lleven cinco años domiciliados en
Francia, hayan adquirido inmuebles, contraído matrimonio con una francesa o emprendido una
explotación agrícola o comercial y, además, hayan prestado el juramento cívico”.
102
Cfr. el art. 2 del la Sección 2ª, Cap. I del Título III de la Constitución Francesa de 1791, conforme al
cual los ciudadanos franceses por nacimiento o adquisición podrán ser ciudadanos activos cuando hayan
cumplido veinticinco años, lleven domiciliados en la villa o cantón el tiempo determinado por la ley,
paguen en cualquier lugar del Reino una contribución directa por lo menos igual al valor de tres jornales
de trabajo y presenten el recibo, no tengan la condición de sirvientes domésticos, se hayan inscrito en el
municipio en el que tengan domicilio a los efectos del servicio militar, y hayan prestado juramento cívico.
Curiosamente, estos requisitos, a excepción de la expresión de voluntad del extranjero residente que
revela el juramento cívico, coinciden con los que había fijado del Decreto de 30 de abril de 1790 para la
naturalización como francés.
103
Cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico…, ob. cit., pág. 36-37.
104
Sobre el carácter inclusivo de la ciudadanía durante la revolución francesa a través de la extensión el
derecho de sufragio, cfr. ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen. Histoire du suffrage universel
en France, Editions Gallimard, Paris, 1992, pág. 45 ss., 55 ss.
105
Sobre ambos elementos y su plasmación sobre todo en Rousseau, cfr. ZAPATA BARRERO, Ricard,
Ciudadanía y democracia..., ob. cit., pág. 78 ss.
106
Sobre la tendencia inclusivo-democrática del derecho de sufragio a partir de la revolución, cfr.
PRESNO LINERA, Miguel Angel, El derecho de voto, Tecnos, Madrid, 2003, pág. 30 ss.
107
Cfr. ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen..., ob. cit., pág. 55 ss.
108
ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen..., ob. cit., pág. 110.
109
Cfr. el art. 2 del la Sección 2ª, Cap. I del Título III de la Constitución francesa de 1791, antes
mencionado. Para ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen..., ob. cit., pág. 105 ss., la exclusión de
menores, incapaces o mujeres no resulta repugnante a la concepción revolucionaria del principio de
igualdad, toda vez que éste se basa en la igualdad racional de los individuos que poseen autonomía de la
voluntad, y aquéllos carecen de ella.
110
ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen..., ob. cit., pág. 70 ss.
111
Cfr. ROSANVALLON, Pierre, Le sacre du citoyen..., ob. cit., pág. 73-74
112
MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado
nacional. Los derechos de participación política y el derecho de acceso a funciones públicas, Colex,
Madrid, 1997, pág. 119-120.
113
WEIL, Patrick, Qu’est-ce qu’un français? Histoire de la nationalité française depuis la Révolution,
Grasset, Paris, 2002, pág. 23-25.
114
Cfr. TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 312; WEIL,
Patrick, Qu’est-ce qu’un français?..., ob. cit., pág. 26, nota al pie nº 62.
115
También es de la opinión que nacionalidad y ciudadanía se vinculan a partir de la revolución francesa
HEATER, Derek, What is citizenship?, ob. cit., pág. 95 ss.
116
Con todo, la filosofía política ilustrada de los revolucionarios tenía un carácter universalista y no
nacionalista, lo que queda plasmado en los arts 4 y 7 de la Constitución francesa de 24 de junio de 1793,
conforme a los cuales podían ejercer los derechos de ciudadanía tanto los franceses por nacimiento como
los extranjeros naturalizados bajo ciertas condiciones, constituyendo unos y otros el Pueblo al que
corresponde la soberanía.
117
Cfr. los arts. 2 y 3 del Título II y art. 2 de la Sección 2ª, Capítulo I, del Título III de la Constitución
francesa de 3 de septiembre de 1791, aunque en este caso utilizase la denominación de (simples)
ciudadanos y ciudadanos activos respectivamente. Textos constitucionales posteriores (como la
Constitución francesa del año III –de 22 de agosto de 1795- o la Constitución francesa del año VIII –de
13 de diciembre de 1799-) utilizan únicamente el término ciudadano para referirse a los ciudadanos
activos, obviando toda referencia a los ciudadanos pasivos, que pasan a estar regulados a partir de 1803
como nacionales franceses en el Código Civil napoleónico (art. 9 y ss.).
118
Conforme al art. 7 de la Sección 2ª del Capítulo I del Título I de la Constitución francesa de 1791,
podrán ser electores los ciudadanos activos que, además, deben reunir ciertas condiciones de propiedad y
capacidad económica.
119
Cfr. MURA, Virgilio, Sulla nozione di cittadinanza, ob. cit., pág. 22.
120
A una conclusión semejante llega GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 162
ss.

67
121
Un análisis detallado de los Archivos Parlamentarios de la Asamblea Constituyente francesa
revolucionaria de 1789 puede verse en RAPPORT, Michael, Nationality and citizenship in
Revolutionary France, ob. cit., pág. 84-85 ss.
122
Sobre las raíces revolucionarias de la distinción entre nacionalidad y ciudadanía, cfr. GUIGUET,
Benoît, Citizenship and Nationality: tracing the french roots of the distinction, en LA TORRE (Edit.),
European Citizenship: An Institucional Challenge, Kluwer Law Internacional, The Hague, 1998, pág. 95
ss.
123
Cfr. TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 301-322. En
un sentido opuesto, por lo menos, respecto de la Constitución francesa de 1795, cfr. CORSI, Cecilia, Lo
Stato e lo straniero, Cedam, Padova, 2001, pág. 17-23.
124
El Estatuto de Bayona de 1808, además de ser un documento constitucional otorgado e impuesto por
un monarca extranjero, no se ocupaba de forma directa de la nacionalidad ni de la ciudadanía, sino sólo
de forma indirecta; respecto de la primera, en la medida en que permitía a los extranjeros que hayan sido
o sean política o económicamente útiles para España adquirir el derecho de vecindad (art. 125), derecho
que será utilizado después por la Constitución de 1812 como una de las vías para la adquisición de la
nacionalidad española, y que conforme a nuestra legislación histórica del Antiguo Régimen ya les
confería cierta capacidad de participación política municipal; y respecto de la segunda, en la medida en
que reconoce ciertos derechos civiles a todas las personas por el hecho de serlo (arts. 126 y 127), aunque
reserva los derechos de acceso a los cargos y funciones públicas a los españoles naturales o naturalizados
(art. 141).
125
Una Nación soberana concebida en ese sentido colectivo y abstracto diferenciado del de Pueblo, cfr.
VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín, El pueblo en el pensamiento constitucional español,
Historia Contemporánea, Nº 28, 2004, pág. 208-209.
126
GUERRA, François-Xavier, El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en
América Latina, en SABATO (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas
históricas de América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, pág. 44.
127
En un sentido diferente PRESNO LINERA, Miguel Angel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 59-60, y
MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado
nacional..., ob. cit., pág. 119-120.
128
En contra de lo que sostiene ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia, Nacionalidad y emigración, ob.
cit., pág. 48 (nota al pie 152), recogiendo la STS de 10.02.1926, no suponía la pérdida de la nacionalidad
sino solo de la condición de ciudadano, necesaria para el ejercicio de los derechos de participación
política.
129
La exigua y tortuosa vigencia de la Constitución de 1812 no permitió ese desarrollo legislativo para la
celebración de nuevas elecciones a Cortes, pero sirven como ejemplo del establecimiento de condiciones
de ejercicio del derecho de sufragio, superiores a las que se establecen en el propio texto constitucional,
las que para la elección de diputados a Cortes constituyentes fijó la Instrucción de la Suprema Junta de
Gobernación (Junta Central) de 1 de enero de 1810, entre las que se encuentran, por ejemplo, ser
parroquiano mayor de 25 años con casa abierta y español de origen, con lo que para la elección de las
Juntas de Parroquia, primer escalón de la cadena electoral indirecta a las Cortes, no eran electores los
españoles naturalizados (art. 3).
130
Con lo cual no está del todo claro que los constituyentes gaditanos considerasen –como los franceses-
que los derechos civiles alcanzaban a todas las personas habitantes del territorio del Estado, mientras que
los políticos sólo a los ciudadanos pasivos y activos, como sostiene respecto de la Constitución francesa
de 1791 TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 301-322.
131
Sobre la convivencia en la Teoría de la Nación plasmada por la Constitución de Cádiz de elementos
historicistas y de elementos revolucionarios franceses, cfr. VARELA SUANZES-CARPEGNA,
Joaquín, La Teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo Hispánico (Las Cortes de Cádiz),
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, pág. 175 ss.; FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio,
La Constitución española de 1812 y su proyección europea e iberoamericana, Fundamentos, Nº 2, 2000,
pág. 370 ss.
132
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit. pág. 59 ss., que analiza las teorías
pactistas de Rousseau y Locke y su trascendencia para una formulación voluntarista del vínculo de la
ciudadanía.
133
Ciertamente, el art. 5 utiliza el término vecindad como requisito para la atribución o adquisición de la
nacionalidad, pero dicho término poseía en la Constitución de 1812 un significado muy parecido al de
domicilio, pues trataba de expresar la relación del individuo con el territorio de alguno de los municipios
del Estado español, esto es, su arraigo territorial, expresión de la tradición histórica española desde Las
Partidas. Véase la vinculación del concepto de vecindad con el de domicilio y el de residencia en un

68
pueblo de la Monarquía en los arts. 64 en relación con el art. 52 del Proyecto de Código Civil de 1836, y
en los arts. 35-36 en relación con los arts. 38-39 del Proyecto de Código Civil de 1851.
134
Véanse al respecto los arts. 26, 27 y 29 del Proyecto de Código Civil de 1821, en LASSO GAITE,
Juan Francisco, Crónica de la Codificación española. 4. Codificación Civil, Vol. II, Ministerio de
Justicia, Madrid, 1970, pág. 30-31.
135
Así, por ejemplo, no se preveía atribuirles el derecho de libre entrada y salida del territorio nacional, ni
la libertad de asociación, manifestación o expresión de carácter político (art. 29 del Proyecto de Código
Civil de 1821).
136
Más sencillo, como se verá, que en textos constitucionales posteriores a 1869, pero menos generoso,
no obstante, que su homóloga francesa de 1791.
137
No es este el lugar ni el momento de analizar esta cuestión con más detalle, pero, al igual que la
masculinidad, esta exigencia de pureza étnica pone en tela de juicio la presunta universalidad del sufragio.
Sobre lo primero véase BLANCO VALDÉS, Roberto, El problema americano en las primeras Cortes
liberales españolas (1810-1814), en CRUZ VILLALÓN Y OTROS (edits.), Los orígenes del
constitucionalismo liberal en España e Iberoamérica: un estudio comparado, Junta de Andalucía, Sevilla,
1994, pág. 78-79 ss.
138
Aunque el propio art. 25.6 previese que esa exigencia de capacidad intelectual (saber leer y escribir)
que no debía entrar en vigor hasta 1830 y el art. 93 suspendiese sine die la vigencia del requisito de
capacidad económica; cfr. VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín, El pueblo en el pensamiento
constitucional español: 1808-1845, ob. cit., pág. 214.
139
No parece, pues, razonable la conclusión a la que llegan FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos,
Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 67 y ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia,
Nacionalidad y emigración, ob. cit., pág. 49 (nota al pie 153), acerca del carácter nacionalista de nuestra
Constitución de 1812, producto de la confusión de nacionalidad y ciudadanía en una misma categoría, por
lo menos con base en las causas de pérdida de la ciudadanía. La emigración continuada como causa de la
pérdida de los derechos de ciudadanía se puede hallar plenamente justificada, por lo menos en lo que se
refiere a los fundamentos democráticos del Estado, debido a que conlleva la ausencia de sujeción a un
ordenamiento eminentemente territorial.
140
La Constitución francesa de 1791 atribuía la nacionalidad a los nacidos en Francia o de un padre
francés, los nacidos en Francia de un padre extranjero cuando hayan fijado su domicilio en Francia, los
nacidos en el extranjero de un padre francés que se establezcan en Francia y presten juramento cívico,
distinguiendo ya desde finales del siglo XVIII entre atribución (originaria por imperativo constitucional o
legal) y adquisición (derivativa) de la nacionalidad francesa, aplicables respectivamente a los franceses
por nacimiento y a los extranjeros naturalizados, lo que conduce a una territorialización y nacionalización
de esa ciudadanía pasiva; cfr. LOCHAK, Danielle, La citoyenneté: un concept juridique flou, en
COLAS/EMERI/ZYLBERBERG (Dirs.), Citoyenneté et Nationalité. Perspectives en France et au
Québec, Presses Universitaires de France, Paris, 1991, pág. 182.
141
Una especie de liberalismo nacionalista que recorre Europa de la mano, entre otros, del filósofo
británico John Stuart Mill (cfr. KLUSMEYER, Douglas, Between consent and descent..., ob. cit., pág.
61 ss.) y que tiene diversas causas político-sociales, cuando no se trata de un retroceso conservador al
pensamiento absolutista prerrevolucionario, teñido ahora de las crecientes necesidades de unificación y
diferenciación nacional, como en la Alemania del siglo XIX.
142
Sobre los beneficios recíprocos que desde el punto de vista de la consolidación de los Estados-nación
experimentaron las instituciones políticas de la nacionalidad y la ciudadanía como consecuencia de su
recíproca interacción durante el siglo XIX, cfr. HEATER, Derek, What is citizenship?, ob. cit., pág. 99
ss.
143
En un sentido semejante, con una magnífica explicación de las perniciosas implicaciones conceptuales
que existen desde un punto de vista entre el dogma liberal de la soberanía popular/nacional y el emergente
nacionalismo a partir del siglo XIX, cfr. YACK, Bernard, Nationalism, Popular Sovereignty and Liberal
Democratic State, en PAUL/IKENBERRY/HALL (Edits.), The Nation-State in Question, Princeton
University Press, Princeton, 2003, pág. 29 ss., 39 ss.
144
En oposición a los Estados –como Alemania- en los que, desde presupuestos filosóficos y necesidades
políticas distintas, se forja un concepto étnico-cultural de Nación y se tiende a primar el ius sanguinis en
la atribución por nacimiento y a excluir o dificultar profundamente la naturalización de los extranjeros
con exigencias lingüístico-culturales y más largos períodos de residencia (cfr. los arts. 2-8 de la Ley de 1
de junio de 1870 de la Federación del Norte de Alemania sobre nacionalidad federal y estatal); sobre la
evolución de uno y otro modelo, cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in Germany and
France, ob. cit., pág. 114 ss., aunque no muy acertado en lo que se refiere a su previsión del desarrollo de
la regulación legal actualmente vigente en Alemania.

69
145
Sobre ello, WEIL, Patrick, Qu’est-ce qu’un français?..., ob. cit., pág. 26 ss., 35 (nota al pie nº 3).
146
Sobre su influencia en el resto de Europa, véase con detalle FAHRMEIR, Andreas, Defining the
Citizen. Citizenship law in the Code Napoleon and its legacy, ob. cit. Y ello, a pesar de que en la práctica
en la propia Francia esa concepción nueva, basada en la descendencia, que trata de introducir el Código
Civil de 1803, no tuviese la impronta que dejó en muchos países europeos, por diversas razones que no
procede analizar aquí, y fuere de facto suplantada por los viejos criterios del Antiguo Régimen (ius soli)
que en el cuerpo legal aparecían solo como secundarios.
147
Cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico…, ob. cit., pág. 41.
148
LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico…, ob. cit., pág. 41-42.
149
Se deja a un lado el texto del Estatuto Real de 1834 porque el mismo carecía de cualquier referencia a
la nacionalidad o la ciudadanía.
150
Así lo constata criticando la vinculación revolucionaria de 1812 entre nacionalidad y vecindad,
CASTRO y BRAVO, Federico de, La adquisición por vecindad de la nacionalidad española, ob. cit.,
pág. 81.
151
Cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 70-71
ss. Esta tendencia legal se aprecia en los Proyectos anteriores al Código Civil de 1889, como el Proyecto
de Código Civil de 1851 (arts. 22 y 23), el Proyecto de Código Civil de 1869 (arts. 24 y 25), el Proyecto
de Código Civil de 1882 (arts. 16 y 17) y, posteriormente, el Código Civil de 1889 (art. 19).
152
Al efecto véase el Proyecto de Ley sobre naturalización de 1847, el art. 34 del Proyecto de Código
Civil de 1836, que se aparta incluso del requisito de vecindad, establecido por el Estatuto Real de 1834, y
de la forma de adquisición de la vecindad, fijada con carácter general por el propio Proyecto en su art.
64; los arts. 35 y 36 del Proyecto de Código Civil de 1851 y los arts. 37 y 38 del Proyecto de Código
Civil de 1869, que fijan plazos de residencia más extensos a los requeridos para los españoles y requisitos
adicionales (no previstos por los textos constitucionales) para que un extranjero pueda obtener la
vecindad y con ello naturalizarse español. Sobre ello en general FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos,
Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 69.
153
Sobre la relación entre emigración y nacionalidad en el constitucionalismo español del siglo XIX,
véase ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia, Nacionalidad y emigración, ob. cit., pág. 47 ss.
154
Véase el art. 25 del Código Civil de 1889, que también añade el requisito formal de la inscripción
como españoles en el Registro civil.
155
Una valoración muy positiva del mismo es realizada por CASTRO y BRAVO, Federico de, La
adquisición por vecindad de la nacionalidad española, ob. cit., pág. 84-85.
156
En particular, como demuestra BÖS, Matthias, The legal construction of membership: nationality
Law in Germany and the United States, ob. cit., pág. 24, ius sanguinis y ius soli son mecanismos
funcionalmente equivalentes para la socialización del individuo en el seno de una comunidad
políticamente organizada.
157
El legislador ordinario trata de establecer esa distinción, en la consideración, cada vez más
generalizada, de que la nacionalidad y la ciudadanía son materias que deben ser reguladas por el Código
civil y no por la Constitución; cfr. el art. 37 del Proyecto de Código Civil de 1836, que excluye a los
naturalizados por vecindad del ejercicio de cualesquiera derechos políticos nacionales (no los municipales
que, siguiendo la tradición histórica medieval, podían ejercer al convertirse en vecinos de un municipio);
y el art. 44 del Real Decreto de 17 de noviembre de 1852, vigente hasta 1916, que reitera hasta 1931 la
diferencia entre español de origen y español naturalizado a los efectos del disfrute de los derechos de
ciudadanía previstos en la Constitución de 1845.
158
De ahí que el legislador electoral durante todo el siglo XIX transite desde una consideración censitaria
del sufragio activo (Ley de 28 de julio de 1837 y ley de 18 de marzo de 1846) hacia una universalización
del mismo (Decreto de 9 de marzo de 1869, confirmada por la Ley de 1890), no sin vaivenes (Ley de 20
de julio de 1877 que retorna al sufragio censitario), para asentarse definitivamente en esta última postura
en la Constitución de 1931); cfr. PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 66 ss.
159
Haciendo buena la frase de KRIELE, Martin, Introducción a la Teoría del Estado. Fundamentos
históricos de la legitimidad del Estado constitucional democrático, Depalma, Buenos Aires, 1980, pág.
49 ss., “en el Estado constitucional no hay soberano”.
160
Sobre la progresiva abstracción de las condiciones para el ejercicio del derecho de sufragio, cfr.
PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 62 ss.
161
ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía ante las exigencias del Estado constitucional
democrático, Revista de Estudios Políticos, Nº 127, 2005, pág. 143 ss.
162
MARSHALL, Thomas Humphrey, Citizenship and Social Class (1950), Pluto Press, Chicago, 1992,
pág. 8 ss.

70
163
Una muy clara exposición de su diferente significado jurídico y de la vinculación existente entre
ambos conceptos la da KADELBACH, Stefan, Staatsbürgerschaft – Unionsbürgerschaft –
Weltbürgerschaft, ob. cit., pág. 91 ss.
164
Cfr. HOLZ, Klaus, Citizenship: Mitgliedschaft in der Gesellschaft oder differenztheoretisches
Konzept?, ob. cit., pág. 195-196.
165
Cfr. STICHWEH, Rudolf, Zur Theorie politischer Inklusion, en HOLZ (Hrsg.), Staatsbürgerschaft...,
ob. cit., pág. 166.
166
Respecto de quiénes forman parte del conjunto de individuos unidos por el vínculo legal de la
nacionalidad con el Estado, y de cuál es el contenido iusfundamental que conforma la ciudadanía, incluso
en ordenamientos que engloban los dos aspectos interrelacionados bajo el concepto de ciudadanía, cfr.
BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, ob. cit., pág. 1296 ss.
167
Sobre ello, críticamente, CARPIZO, Jorge, El voto de los mexicanos en el extranjero: contexto,
peligros y propuestas, en CARPIZO/VALADÉS, El voto de los mexicanos en el extranjero, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1988, pág. 73 ss.
168
Desde 1975 se permite a los extranjeros residentes permanentes ejercer el sufragio activo –no el
pasivo- en las elecciones al Parlamento neozelandés.
169
SOYSAL, Yasemin Nuhoglu, Limits of citizenship. Migrants and postnational membership in
Europe, University of Chicago Press, Chicago, 1994, pág. 136 ss.
170
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía ante las exigencias del Estado
constitucional democrático, ob. cit., pág. 158 ss.
171
Sobre ello críticamente, ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía desde la perspectiva
de la soberanía democrática, en PRESNO (coord.), La situación jurídica y socioeconómica de los
extranjeros en España, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, pág. 59.
172
Sobre el Anteproyecto de Constitución de 1929, véase con carácter general, GARCÍA CANALES,
Mariano, El problema constitucional en la Dictadura de Primo de Rivera, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1980; y sobre la Constitución de 1931, PÉREZ SERRANO, Nicolás, La
Constitución Española (9 de diciembre de 1931). Antecedentes. Texto. Comentario. Ed. Revista de
Derecho Privado, Madrid, 1932.
173
Esta democratización se observa no sólo en una mayor inclusión de los extranjeros residentes a través
del proceso de naturalización, sino también en aspectos como la equiparación entre el hombre y la mujer
en materia de nacionalidad, con la consiguiente quiebra del principio de unidad jurídica familiar; sobre
ello, cfr. ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia, Nacionalidad y emigración, ob. cit., pág. 68-69.
174
Sobre ambos elementos, cfr. ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, Aurelia, Nacionalidad y emigración, ob.
cit., pág. 67 ss.
175
Con una cierta confusión, el Anteproyecto constitucional habla de súbditos coloniales españoles, lo
cual parece un contrasentido, salvo que con ello se quiera hacer referencia a los españoles naturalizados
comúnmente que todavía no pueden ejercer los derechos de ciudadanía por no haber trascurrido el plazo
de cinco años desde su naturalización y por ello son súbditos españoles, pero no ciudadanos. Sin embargo
esta interpretación sería contradictoria con la filosofía nacionalista del texto constitucional, pues
permitiría tratar mejor a los naturalizados de países que no son colonias españolas y no se encuentran bajo
la influencia cultural de la metrópoli. Más razonable parece la interpretación según la cual el término
haría referencia a quienes, a pesar de haber nacido en territorio español de padre o madre españoles, no
adquirían la nacionalidad española automáticamente, sino que todo lo más podían optar por ella a través
del mecanismo de la naturalización privilegiada, manteniendo mientras tanto la condición de extranjeros
súbditos de las colonias españolas, a los que el Anteproyecto constitucional quiso permitir ejercer
aquellos derechos de ciudadanía que en cada momento determinase el legislador ordinario.
176
Cfr. MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado
nacional…, ob. cit., pág. 123.
177
Sobre la inexactitud de la rúbrica y la heterogeneidad de su contenido, véase PÉREZ SERRANO,
Nicolás, La Constitución Española (9 de diciembre de 1931)…, ob. cit., pág. 119 ss.
178
Para PÉREZ SERRANO, Nicolás, La Constitución Española (9 de diciembre de 1931)…, ob. cit.,
pág. 163, se plantea la duda de si el término ciudadano ha sido utilizado aquí en sentido estricto y técnico
o por el contrario es impreciso y permite imponer cargas personales –como las impositivas-a los
extranjeros residentes.
179
Los toma como idénticos PÉREZ SERRANO, Nicolás, La Constitución Española (9 de diciembre de
1931)…, ob. cit., pág. 117.
180
Una interpretación restrictiva de los cargos que llevaban anejo el ejercicio de autoridad o jurisdicción
se puede ver en PÉREZ SERRANO, Nicolás, La Constitución Española (9 de diciembre de 1931)…, ob.
cit., pág. 169.

71
CAPÍTULO SEGUNDO
LA NACIONALIDAD EN EL ORDENAMIENTO
CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO

I. LA FUNCIÓN DE LA NACIONALIDAD: UNA INSTITUCIÓN NECESARIA


EN ORDENAMIENTOS ESTATALES DIFERENCIADOS
1. La construcción del ámbito personal de validez de un ordenamiento
soberano
1.1 La diferenciación segmentaria (externa) del sistema jurídico
Se ha visto cómo a lo largo de la historia han coexistido diversas concepciones
del sustrato personal que integra la Nación/Pueblo, y por tanto de nacionalidad, cuyo
concepto jurídico no siempre ha estado suficientemente diferenciado del sociológico o
del político. Con este estudio jurídicamente diferenciado se conseguirá no sólo atribuir a
la nacionalidad un contenido normativo conforme con su consideración como instituto
jurídico-positivo, sino construir en términos jurídicos funcionales aquel sustrato
personal de la Nación, imprescindible para la plena diferenciación de los sistemas
jurídicos modernos. La función que ha de desempeñar la nacionalidad, y por la que se
indagará en este epígrafe no es, por tanto, ninguna función exógena al sistema jurídico,
ni de naturaleza política ni de naturaleza sociológica, sino una función exclusivamente
endógena1, que sólo complementariamente puede tener efectos políticos o sociológicos.
De lo visto en el capítulo anterior se deduce que la nacionalidad sigue siendo
una institución jurídicamente necesaria, por lo menos mientras no se pueda fundamentar
la unidad del ordenamiento jurídico en el derecho internacional y haya que acudir al
ordenamiento nacional o todo lo más al supranacional. Cada ordenamiento soberano
necesita definir su ámbito temporal y espacial, pero también personal de aplicación, sea
de forma explícita sea de forma implícita. En dicha definición la nacionalidad
desempeña una función vital para la diferenciación exterior (en segmentos territoriales)
del sistema jurídico estatal2. En efecto, mientras que algunos subsistemas sociales como
la religión, la economía, o la cultura se han desarrollado hasta el punto de desconocer
las fronteras territoriales -o haberlas interiorizado como un elemento más de los
mismos-, no sucede lo mismo con el subsistema jurídico que, si bien ha alcanzado un
altísimo grado de diferenciación funcional respecto de los demás subsistemas sociales,
no escapa a su segmentación territorial en Estados nacionales3. En ese sentido, como se
verá seguidamente, mientras persista esa diferenciación segmentaria, son necesarios
elementos como la nacionalidad, pues sirven para realizarla y preservarla. Paralela al
proceso de diferenciación funcional de la sociedad estatal (interna) discurre también, de
la mano del nacimiento y desarrollo del Estado moderno, una diferenciación territorial
en el ámbito internacional (externa), respecto de la que la sociedad aún no ha
conseguido emanciparse. En efecto, parece poco imaginable que un ordenamiento sea
capaz de gozar de eficacia general4 sobre la totalidad de los individuos habitantes del
planeta, y, con ello, poseer un ámbito de validez personal y territorial universal. Aunque
la fundamentación unitaria del ordenamiento jurídico5 a partir de la primacía del
derecho internacional habría permitido al sistema jurídico interiorizar plenamente su
segmentación territorial en Estados nacionales, resulta más congruente por el momento
inclinarse por la primacía de cada derecho nacional6. Los ordenamientos jurídicos de los
que se puede presumir esa eficacia general como condición de validez se han construido
sobre un espacio y un conjunto de personas determinados7. Los mismos absorben e
interiorizan, como parte eventual de sí mismos, tanto el vínculo jurídico entre los
segmentos, como cada uno de los demás segmentos territoriales (mediante el reenvío al
derecho extranjero que hacen las normas de Derecho Internacional Privado) o
interterritoriales (derecho internacional público)8.
Ciertamente, el pueblo y el territorio no se superponen de manera idéntica, por lo
que sólo conjuntamente pueden representan elementos de cierre o clausura exterior de
Estado respecto de otros Estados9. En efecto, es posible que haya individuos que no
formen parte del pueblo del Estado sobre los que sea aplicable el poder jurídico estatal,
pero en general han de franquear la frontera territorial del Estado, pues el territorio suele
ser presupuesto de la aplicación no personal del ordenamiento estatal. Del mismo modo,
también es posible que dicho poder sea aplicable regularmente a quienes forman parte
de ese pueblo pero temporalmente se encuentren fuera del territorio del Estado, para lo
cual es necesaria una vinculación personal con el ordenamiento que les otorga la
nacionalidad. Sin embargo, una cierta vinculación territorial es necesaria para la
aplicación extraterritorial de un ordenamiento a un sujeto de forma estable y
permanente, sobre todo cuando se trata de dirimir un posible conflicto entre varios
Estados que pretenden atribuir su nacionalidad al mismo sujeto y sus efectos son
internacionalmente excluyentes. Así ha quedado sentado por la Corte Internacional de
Justicia desde el Caso Nottebohm de 6 de abril de 195510. Precisamente en este contexto

73
es donde la nacionalidad cumple la función de determinar respecto de que sujetos existe
una sujeción más intensa al poder jurídico estatal, y allí donde ese poder se ejerza de
forma democrática, la de concretar mediante su vinculación con la ciudadanía quienes,
por formar parte del sujeto colectivo abstracto al que se impútala soberanía, van a ser
beneficiarios de un núcleo esencial de derechos de participación política y social. Lo
que comenzó siendo un instrumento de sometimiento a poderes jurídicos de intensidad
diversa bajo el derecho romano, ha terminado convirtiéndose en la herramienta a través
de la cual el poder del Estado moderno (primero en manos del Monarca y después en
manos de los representantes del Pueblo) define a quienes han de formar parte de un
colectivo humano más intensamente sometido a dicho poder.
La nacionalidad desempeña ad extra una función diferenciadora del sistema
jurídico estatal, respecto de aquellos otros poderes que, afirmados sobre distintos
colectivos humanos y territorios, constituyen los diversos ordenamientos estatales que
integran la comunidad internacional. Junto con el territorio contribuye a delimitar el
ámbito de validez y/o aplicabilidad de las normas emanadas del poder del Estado. La
nacionalidad permite identificar al conjunto de individuos sobre que se pretende aplicar
más intensa y preferentemente aquel poder jurídico supremo. Suele ser tenida en cuenta,
por ejemplo, por el derecho penal a la hora de definir y castigar penalmente aquellas
conductas que, por su gravedad, más amenazan su existencia y, en particular, las que
quiebran su monopolio del uso de la coacción, aunque las mismas tengan lugar fuera del
territorio del Estado; pero también por el derecho internacional privado a la hora de
regular las relaciones jurídico-privadas en las que existe algún elemento de extranjería.
Y en lo que más trascendencia tiene aquí, es tenida en cuenta también desde las
revoluciones liberal-democráticas de forma más o menos excluyente para definir los
beneficiarios del conjunto de derechos y deberes que conforman la ciudadanía, esto es,
para convertirlos en miembros del sustrato personal del sujeto colectivo de la soberanía,
a pesar de la distinta función que, como se verá más adelante, desempeña esta última,
que expresa no tanto la diferenciación segmentaria (territorial) de la sociedad mundial
en Estados nacionales, cuanto la diferenciación funcional (interna) de éstos como
órdenes jurídicos, respecto de otros subsistemas sociales11. Ciertamente, cabe sostener
que el Estado puede renunciar a definir quiénes son nacionales y aplicar con igual
intensidad sus normas a todo aquél que se encuentre en su ámbito territorial. Pero no es
menos cierto, como muestran las primeras decisiones jurisprudenciales británicas sobre
la nacionalidad (Decisión del juez Coke en el Calvin’s Case de 1608), considerándola

74
una perpetual allegiance hacia el Monarca no susceptible de ser rescindible por la
voluntad autónoma del individuo, que la existencia del Estado moderno depende en sí
misma de un ámbito personal de destinatarios relativamente estable en su definición
temporal, de cuyos deberes –principalmente militares y tributarios- dependen los
presupuestos materiales para la eficacia general y, por tanto, para la misma existencia
del sistema jurídico estatal. En parte, ello explica que muchos ordenamientos
constitucionales prohibieran durante buena parte del siglo XIX la emigración de sus
nacionales, o que la sometiesen a contrapartidas que la hacían prácticamente imposible,
sobre todo en los países como España que habían sido potencias coloniales y
amenazaban con perder parte del potencial humano de sus ordenamientos como
consecuencia de los procesos descolonizadores. En otras palabras: aunque el
ordenamiento jurídico estatal se afirme como un sistema normativo eminentemente
territorial12, esa misma segmentación espacial le lleva a reclamar para sí, al mismo
tiempo, la condición de orden personal que impone ciertos deberes esenciales para su
eficacia al grueso de sus destinatarios con independencia de su presencia permanente en
el territorio e, incluso, a tratar de impedir la ruptura del vínculo de la nacionalidad en
que se fundamenta esa mayor sujeción13.

1.2 La función de delimitación externa en el ordenamiento español


La nacionalidad delimita, por tanto, el ámbito de aplicación personal del poder
jurídico de un Estado respecto del de otros Estados. Es, ante todo, un instituto ligado a
la proyección relacional del ordenamiento estatal frente a otros ordenamientos jurídicos
territoriales y personales: los de los demás Estados nacionales, y los de las
organizaciones internacionales de cooperación y de integración. Se trata de la dimensión
vertical de la nacionalidad, pues va de arriba (poder público estatal) abajo (súbdito
sometido estable y permanentemente al convertirse en nacional)14. Semejante función
aparece reflejada en su definición legal por el derecho convencional internacional,
aunque sea de forma limitada para Europa, en el art. 2 a) del Convenio Europeo sobre
nacionalidad, de 6 de noviembre de 1997. En él se establece que, a los efectos del
Tratado, se entiende por nacionalidad “el vínculo legal que une a una persona con un
Estado y que no hace referencia a su origen étnico”, para evitar así las confusiones que
se derivan para la nacionalidad del origen etimológico de la palabra y de su uso en
ciertas lenguas.

75
A pesar de no ser aún parte en ese convenio, el ordenamiento español no es
ajeno a la atribución a la nacionalidad de esa función formal. En efecto, la Constitución
española de 1978 se concibe a sí misma norma suprema de un ordenamiento jurídico
positivo autorreferente, tal y como se deduce de lo dispuesto en el art. 9.1 y el art. 166 y
ss15. De la nacionalidad, sin embargo, nuestro texto constitucional sólo se ha ocupado
en los arts. 11 y 149.1.2ª que, apartándose de la tradición mayoritaria en nuestra historia
constitucional, no la regulan directamente, sino que remiten al legislador estatal la
competencia para regularla, estableciéndole únicamente unos límites expresos con
relación a la privación de la nacionalidad y la posesión de una doble nacionalidad.
Pudiera parecer, con ello, que el texto constitucional se desentiende de la nacionalidad,
no importándole la función que está pudiera desempeñar para el sistema, pero esto no es
así. De un lado, porque la Constitución española de 1978 presupone en múltiples
ocasiones de manera implícita el cumplimiento por parte de la nacionalidad de la
función de diferenciación segmentaria del ordenamiento antes aludida. Así, diversos
preceptos constitucionales implican la creación de un colectivo nacional sobre el que
gira la eficacia de la propia Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y al que
dota de unidad el vínculo de la nacionalidad. Tal es el caso del Preámbulo o del art. 1.2,
por mencionar los más significativos, conforme a los cuales la soberanía nacional reside
en el pueblo español, que es la fuente de legitimidad política del poder. El ordenamiento
del que la CE de 1978 es cúspide nace, pues, en primer término por y para los
españoles, aunque su ámbito personal de aplicación pueda coyunturalmente ser más
amplio que el mero conjunto de nacionales, lo que certifica el manejo de la palabras
“todos”, “individuo”, “persona”, “extranjero”, así como de la partícula impersonal “se”,
en la atribución de la titularidad de diversos derechos fundamentales (Preámbulo, art.
9.2, art. 10, art. 13, art. 15, art. 16, etc…). De otro lado, porque la Constitución de 1978
ha asumido nuestra integración en la comunidad internacional de Estados en diversos
preceptos -desde el art. 10.2 hasta los arts. 93-96-, presuponiendo con ello la
diferenciación segmentaria de los ordenamientos jurídicos. La misma sólo puede venir
dispuesta por el derecho internacional convencional o general suscrito por España, o por
su propio derecho constitucional interno, lo que reforzaría el argumento de que la CE de
1978 misma se haya ocupado, aunque sea tácitamente, del marco jurídico-constitucional
de la nacionalidad, en tanto elemento definitorio de su ámbito personal de aplicación
estable y permanente: la Nación española. En este sentido, nuestro ordenamiento se ha
incorporado a diversos tratados internacionales, como la Declaración Universal de

76
Derechos Humanos de la ONU de 10 de diciembre de 1948 o el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos de la ONU de 19 de diciembre 1966, en los que queda
patente la función de la nacionalidad en la distribución de la población mundial entre los
distintos ordenamientos estatales.

2. Del pueblo del Estado al pueblo de una organización supranacional


2.1 El carácter soberano del ordenamiento al que se refiere la nacionalidad
La nacionalidad desempeña su función jurídica principal en la construcción y
delimitación del pueblo del Estado, al que además, desde la revolución francesa, se ha
convertido en un sujeto colectivo (Pueblo/Nación) y se le ha atribuido la titularidad y/o
ejercicio de la soberanía. El proceso de paralela diferenciación segmentaria y funcional,
del que son reflejo la nacionalidad y la ciudadanía, se plasma en la aparición de centros
de poder político de ámbito territorial y personal, caracterizados no tanto por la posesión
de una historia común o de unos rasgos étnico-culturales uniformes, sino por conllevar
la clausura y diferenciación jurídica de la comunicación social en un colectivo humano,
el pueblo del Estado, al que se atribuye una capacidad de autoorganización política. Ello
se consigue primero delimitando su ámbito personal de aplicación estable y permanente
a través de la nacionalidad, y después diferenciando internamente las distintas esferas de
comunicación social a través de la ciudadanía. Si dejamos a un lado el problema de la
posible necesidad de construcción de una identidad para ese ente colectivo, que se
tratará en el epígrafe siguiente, llama ahora la atención cómo su conformación a través
de la nacionalidad ha ido trascendiendo paulatinamente las fronteras de los originales
Estados-nación, no sólo para conformar unidades estatales más o menos heterogéneas
de corte federal, sino también para configurar nuevas unidades de poder político de
corte supraestatal.
Que la nacionalidad deba centrarse en la construcción de uno u otro sujeto
colectivo estatal o supraestatal depende más de dónde se ubique la soberanía, en el
Estado nacional, en una entidad federal o, incluso, en una entidad supranacional como la
Unión Europea16, que de las características histórico-políticas de la nacionalidad –como
su carácter inmediato, personal, exclusivo o efectivo-17, correlativas de una
homogeneidad étnico-cultural o política de los vinculados por aquélla, que sólo son un
efecto del proceso de diferenciación funcional del ordenamiento jurídico estatal. Si,
como se ha dicho, la función de la nacionalidad es definir el vínculo jurídico a través del
cual construir el ámbito personal estable de aplicación del ordenamiento jurídico, parece

77
claro que ha de tratarse de un ordenamiento al que se pueda caracterizar
normativamente como soberano. Para que sea todo lo estable y permanente posible la
definición de dicho ámbito personal de aplicación, la misma debería realizarse a través
de aquella norma suprema y generalmente rígida, en la que reside la competencia sobre
las competencias, esto es, en la que se identifica la soberanía como cualidad del
ordenamiento jurídico. O por lo menos debe hacerse de forma coherente con dicha
norma –aunque lo haga una norma con rango inferior18-, pues la misma condiciona la
validez de las posibles definiciones que hagan de sus ámbitos personales de aplicación
las normas institucionales básicas de los subordenamientos inferiores. La existencia de
la nacionalidad en un ordenamiento, cuya validez está subordinada a una estructura
jurídica superior, carecería de la estabilidad que poseen las expectativas de pertenencia
al pueblo del Estado garantizadas al más alto nivel, y dependerían de cualquier posible
cambio en la cúspide del ordenamiento19. Dicho con otras palabras, no se trata de que la
nacionalidad sirva para definir el pueblo del Estado –y no otros “pueblos” como el del
municipio, la provincia, la Comunidad Autónoma, o el Estado federado- porque éste sea
un sujeto prejurídico homogéneo al que se imputa la soberanía, sino porque éste se
convierte en el principal, necesario y permanente –aunque no único-, destinatario de un
orden jurídico soberano20.
En este sentido, es frecuente ver cómo los procesos de centralización y
subordinación de ordenamientos originalmente soberanos, como los de los Estados
miembros de un Estado federal, terminan por dejar en un segundo plano la pertenencia a
los pueblos de éstos, en beneficio de la pertenencia al pueblo del Estado federal
soberano, y ello a pesar de que la “Constitución total”21 (federal o nacional) establezca
múltiples limitaciones a la capacidad de la Federación para modificar unilateralmente el
territorio o el pueblo de sus Estados miembros. No es que dejen de existir las
nacionalidades de cada uno de los Estados miembros –por ejemplo de los Estados
miembros de la República Federal de Alemania, Austria, Suiza o los Estados Unidos-,
sino que su funcionalidad jurídica, lo mismo que su cualidad como Estados en sentido
normativo del término, se ven relativizadas por la presencia de una nacionalidad
superior, la federal, que es la que despliega efectivamente la función de diferenciación
segmentaria de ordenamientos territoriales soberanos. Esta nacionalidad suele venir
definida por la Constitución federal, que atribuye, además, competencia a la Federación
para su regulación directa o indirecta a través de las nacionalidades infrafederales. Este
proceso de federalización de la nacionalidad suele correr parejo, y en ocasiones

78
mezclado, con el de la ciudadanía, a la que la primera también se halla íntimamente
vinculada en los Estados compuestos. Así, se ha pasado históricamente de que entre las
competencias de la Federación se encuentre la fijación de criterios mínimos para que los
Estados miembros concedan sus respectivas nacionalidades y, con ello, se adquiera
mediatamente la nacionalidad federal (§1 ss. Ley sobre adquisición y pérdida de la
nacionalidad federal y estatal, de 1 de junio de 1870, durante el I Reich alemán), a que
sea la Federación la que determine de forma exhaustiva las condiciones de adquisición
de la nacionalidad federal (Enmienda XIV, Sec.1 de la Constitución de los EE.UU), a
través de la cual mediatamente se adquiere una de las “nacionalidades” del Estado
miembro de residencia (art. 6 de la Constitución austriaca). Ello es congruente con la
función delimitativa exterior del pueblo del Estado que desempeña la nacionalidad, lo
que tiene como corolario la competencia de la Federación para regular la nacionalidad
federal (art. 73.2 GG alemana, arts. 8, 9 y 74 Constitución belga, o art. 11.1.1
Constitución austriaca) y para las relaciones internacionales (art. 73.1 GG alemana, o
art. 10.1.2 Constitución austriaca).
Otra cuestión distinta, aunque menos compleja desde el punto de vista
dogmático-jurídico, es la de aquellos ordenamientos de pasado imperial o colonial,
como el británico con una confusa categoría de nacionalidad imperial o colonial (Ley
británica de nacionalidad de 1981), que puede llegar a superponerse a la nacionalidad de
cada uno de los nuevos Estados independientes que una vez formaron parte del Imperio.
Semejante nacionalidad imperial (British overseas citizenship o British dependent
territories citizenship) hace referencia a la pertenencia del individuo a los sujetos
colectivos de ordenamientos distintos del británico, pero que en el pasado estuvieron
total o parcialmente subordinados a la soberanía de este último, con el que aún
mantienen lazos de naturaleza histórico-cultural. Sin embargo, no pueden ser
consideradas auténticas nacionalidades en el sentido estricto de la palabra, por lo que no
generan, como se verá después, supuestos de auténtica doble nacionalidad ni de
supranacionalidad. No tanto por que dichos vínculos no puedan llegar a generar una
vinculación con la ciudadanía y con una correlativa participación en la comunidad
política de la antigua metrópoli, lo que es contingente incluso respecto de los nacionales
de cada una de las unidades en las que se ha desmembrado el Imperio, sino porque
dicho vínculo con la metrópoli es un vínculo sociocultural con ciertos efectos jurídicos
dulcificadores de las condiciones de acceso al territorio o a la nacionalidad
metropolitana, pero no es un auténtico vínculo jurídico de sujeción entre el individuo y

79
un ordenamiento jurídico soberano al modo y manera de la nacionalidad. Una vez que
las comunidades políticas integrantes de la metrópoli han alcanzado su independencia y
se han convertido en Estados soberanos, la metrópoli termina perdiendo todo poder
político sobre las antiguas colonias, incluido el de definir directa o indirectamente sus
pueblos. El vínculo con la metrópoli pasa a ser meramente simbólico, de modo que esa
vinculación de los habitantes de los nuevos Estados con la metrópoli, en la mayor parte
de los casos no genera una auténtica nacionalidad –o doble nacionalidad-, sino un mero
vínculo sociocultural. Buena prueba de ello es que los nacionales de las antiguas
colonias británicas carecen, a diferencia de los nacionales de la metrópoli, de un
derecho cuasi absoluto a entrar y salir libremente del territorio de esta última, contenido
mínimo del instituto de la nacionalidad e indispensable para que ésta pueda desempeñar
adecuadamente sus funciones22.

2.2 La diferenciación segmentaria del pueblo del Estado español


Por lo que se refiere a nuestro ordenamiento, parece claro, de un lado, que la
Constitución de 1978 parte de la existencia de un ente colectivo nacional (los españoles)
que constituyen el ámbito personal estable y permanente de aplicación del ordenamiento
del que es cúspide, como se desprende de la atribución de la soberanía nacional al
Pueblo español (art. 2 CE), cuyos integrantes –aunque no sólo ellos- están sometidos a
la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 CE). Son incluso
destinatarios de ciertos derechos y deberes de ciudadanía, como el derecho de sufragio y
al trabajo, o las obligaciones militares (arts. 13.2, 23, 30 y 35 CE), y los poderes
públicos han de tratar de recuperar su sujeción territorial con políticas orientadas a su
retorno en el caso de que la hayan perdido por emigrar al extranjero (art. 42 CE). De
otro lado, también resulta que, a pesar del carácter territorialmente descentralizado del
Estado, la supremacía normativa de la Constitución española de 1978 y la existencia de
un solo sujeto colectivo unitario al que se imputa la soberanía23, colocan a la
nacionalidad española en el centro de la delimitación de su sustrato personal de cara al
exterior, y dejan en un segundo plano, por muy importantes que puedan ser, a las
supuestas “nacionalidades” o “ciudadanías autonómicas”. No se trata sólo de que la
soberanía nacional resida en el Pueblo Español y ello tenga una influencia decisiva
desde el punto de vista de la atribución de competencias para configurar su contenido
ciudadano en derechos y libertades, sino que nuestro ordenamiento pretende ofrecer una
imagen unitaria hacia el exterior frente a otros sistemas jurídicos estatales o

80
internacionales24 a partir de la existencia de un solo sujeto colectivo, construido a través
del vínculo jurídico de la nacionalidad25. De ahí que la remisión del constituyente al
legislador para que defina las condiciones de adquisición, conservación y pérdida de la
nacionalidad (art. 11.1 CE) se vea completada por la reserva de la competencia
exclusiva en esta materia para el legislador estatal (art. 149.1.2 CE). Y ello, con
independencia de que la Ley estatal debería ser orgánica si se entiende que regular la
nacionalidad es afectar a los derechos y libertades fundamentales26, lo que se abordará
después en relación con su concreta naturaleza jurídica.
Además, mientras que el art. 147 CE menciona entre los contenidos preceptivos
de los Estatutos de Autonomía la delimitación de su territorio y de sus órganos y
competencias, no hace referencia a la definición del pueblo de la Comunidad
Autónoma27, con el efecto, sin duda, de negarle carácter paraestatal y remarcar su falta
de soberanía, necesaria para la presencia de una auténtica nacionalidad autonómica. En
otras palabras, la tantas veces pretendida plurinacionalidad de nuestro Estado, amparada
en la expresión “autonomía de las nacionalidades y regiones” que utiliza el art. 2 CE, no
deja de tener un alcance más sociocultural que jurídico-político, pues, de existir,
reflejaría únicamente la pluralidad de elementos históricos, políticos y culturales que
han sido tenidos en cuenta por nuestro sistema constitucional para permitir a los
territorios convertirse en subordenamientos políticamente autónomos, pero no
confirmaría la coexistencia de una pluralidad de Naciones soberanas configuradas a
partir la nacionalidad de cada una de ellas28. Con todo, las CC.AA. han creado vínculos
entre el grueso de los individuos sujetos territorialmente a sus ordenamientos parciales a
través de instrumentos técnico-jurídicos distintos de la nacionalidad: la ciudadanía
política y la ciudadanía cultural (andaluza, asturiana, vasca, catalana, etc…). Una y otra
son la expresión autonómica de una identidad política (demos) y una identidad cultural
(ethnos) de los residentes en el territorio autonómico, y no de que las CC.AA., ni
siquiera las históricas -a pesar de algunas proclamaciones retóricas en las disposiciones
generales de sus Estatutos de Autonomía (por ejemplo en el art. 1 del Estatuto de
Autonomía del País Vasco y en el art. 1.1 Estatuto de Autonomía de la Comunidad
Valenciana)-, posean un pueblo autonómico como sujeto estable y permanente de
aplicación de dicho subordenamiento. Precisamente por ello, ni una ni otra reflejan un
vínculo de delimitación personal externa de un ordenamiento soberano, esto es, de
nacionalidad en sentido estricto29. El vínculo que genera la ciudadanía política
autonómica entre el individuo y el ordenamiento de la Comunidad Autónoma es de

81
ciudadanía y no de nacionalidad, pues responde a la función de integrar políticamente al
individuo en el proceso de legitimación democrática, al permitirle adquirir la condición
política de andaluz, aragonés, asturiano, etc.. y, con ello, participar en los asuntos
públicos (véanse, por ejemplo, los arts. 7 y 9 del Estatuto de Autonomía del Principado
de Asturias). Sirve, pues, más a la diferenciación funcional interna del sistema jurídico
que a su diferenciación segmentaria externa. Por su parte, la ciudadanía cultural
autonómica tampoco genera un vínculo vertical entre el individuo y la Comunidad
autónoma, sino un nexo horizontal entre los individuos que comparten una herencia
histórico-cultural común que está muy alejado funcionalmente de la nacionalidad en la
que la cohesión cultural es una consecuencia del vínculo vertical con el Estado y no una
premisa de éste, y se encuentra más próximo a la integración en las esferas de
comunicación social que facilita la ciudadanía. Prueba de ello es el carácter colectivo
que le han atribuido todos los Estatutos de autonomía, que permiten a las comunidades
culturales andaluzas, aragonesas, asturianas, etc.…, residentes fuera del territorio de la
Comunidad Autónoma, solicitar el reconocimiento de esa identidad cultural y obtener
con ella derecho a colaborar y compartir su vida social y cultural (por ejemplo art. 8
Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias)30. Ninguna de estas dos ciudadanías
autonómicas confieren a sus beneficiarios el derecho de entrar y salir libremente del
territorio de la Comunidad Autónoma, consustancial a la nacionalidad, convirtiendo en
extranjeros a los no integrantes del pueblo autonómico, puesto que el art. 139.2 CE
prohíbe a toda autoridad adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la
libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes
en todo el territorio español. Lo que viene a corroborar la diferencia funcional que
existe entre las ciudadanías autonómicas y la nacionalidad española.
Solo puede enturbiar esta claridad en la territorialidad y no personalidad de los
ordenamientos autonómicos el reconocimiento en la D.A. 1ª CE y el art. 149.1.8ª CE de
los derechos civiles forales o especiales, cuya actualización y conservación debe hacerse
en el marco de las CC.AA., pues los mismos conllevan la determinación de un ámbito
personal de aplicación estable que incide sobre la eficacia territorial general de las
normas autonómicas (art. 7.1 Estatuto de Autonomía de Cataluña, art. 9.1 Estatuto de
Autonomía de Aragón, art. 4.1 Estatuto de Autonomía de Galicia, art. 5.3 Estatuto de
Autonomía de Navarra, art. 8 Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana) . En
efecto, las CC.AA. con derecho foral31, como Aragón, Navarra, Cataluña, Galicia, el
País Vasco, Valencia o Extremadura, junto a la genérica afirmación de eficacia

82
territorial de sus ordenamientos, establecen la vigencia personal de su derecho civil
foral o especial, que serán aplicación a quienes tengan la vecindad civil con dicho
ordenamiento. El parangón de esta figura con la nacionalidad es, sin embargo, falaz por
diversas razones. En primer lugar, se trata de un vínculo meramente parcial puesto que
sólo da lugar a la aplicación personal de las normas civiles en aquellos ámbitos que no
son competencia exclusiva de la legislación civil del Estado (art. 149.1.8ª CE), sin que
las CC.AA. puedan extenderlo a materias distintas. A pesar de ello, la Ley 16 de la
Compilación de Derecho Foral de Navarra somete a los aforados también a las normas
administrativas y fiscales de la Comunidad, en contra de lo dispuesto en el art. 149.1.8ª
CE y el art. 5.3 Estatuto de Autonomía de Navarra que reducen la condición de aforado
al ámbito civil. En segundo lugar, a pesar de que algunos Estatutos de Autonomía e
incluso algunas leyes autonómicas de compilación de su derecho civil foral o especial
propio así lo hayan hecho, tal y como se desprende del citado art. 149.1.8ª que atribuye
al Estado la competencia exclusiva en legislación civil relativa a la interpretación y
aplicación de las normas jurídicas, la definición de en qué consiste el vínculo de la
vecindad civil corresponde al Estado (arts. 14, 15 y 16 Código Civil (CC)) y no a la
respectiva Comunidad Autónoma32. Ello ha dado lugar a algunos conflictos. En efecto,
el derecho civil común del Estado ha establecido como criterio principal para la
adquisición de la vecindad civil el ius sanguinis –y sólo secundariamente el ius soli o el
ius domicilii por opción y para los extranjeros nacionalizados-. Sin embargo, algunas
compilaciones forales (art. 5.1 Estatuto de Autonomía de Galicia, Ley 11 de la
Compilación de derecho Foral de Navarra, y arts. 133, respecto del Fuero de Ayala, y
149, respecto del Fuero de Guipúzcoa, ambos de la Compilación de Derecho Foral
Vasco), en lugar de remitir a la legislación civil del Estado han optado por establecer
criterios propios de atribución de la vecindad civil, como el del ius soli, divergentes del
estatal (art. 14, respecto del Fuero de Vizcaya, de la Compilación de Derecho Foral
Vasco), o incluso por sustituir el criterio de aforamiento de la vecindad civil común
(arts. 14 y 15 CC) por el de la vecindad administrativa (art. 7.2 Estatuto de Autonomía
de Cataluña y art. 16 de la Compilación de Derecho Civil Vasco, en lo que se refiere al
fuero de Vizcaya respecto de los extranjeros nacionalizados españoles). Dichos criterios
han de ser considerados inconstitucionales por vulnerar la competencia exclusiva del
Estado en materia de derecho civil interregional del art. 149.1.8ª CE conforme a la
jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional. En este sentido, la STC 156/1993, de
6 de mayo, F.J. 3º ha declarado inconstitucional el art. 2 de la Compilación de Derecho

83
Civil de Baleares, que introducía la vecindad administrativa como criterio de vecindad
civil y de aforamiento, en contra de los criterios de atribución previstos en los arts. 14
ss. CC. En tercer y último lugar, los criterios de atribución de la vecindad civil como
vínculo de aforamiento permiten al sujeto una libertad casi absoluta para sustraerse a
ella a través del ius domicilii (art. 14.5 CC), lo que no se corresponde tampoco con la
función de la nacionalidad de sujetar a un conjunto de individuos a la aplicación de las
normas estatales, incluso en contra de su voluntad, cuando residen más allá del territorio
estatal y no han cambiado de nacionalidad33.

2.3 La diferenciación segmentaria del pueblo europeo: ¿necesidad de una


nacionalidad europea?
La incorporación de nuestro Estado a una organización supranacional de
integración, cuyo ordenamiento jurídico autónomo está dotado de eficacia directa y
primacía respecto de los ordenamientos de los Estados miembros, arroja los mismos
interrogantes respecto de la nacionalidad que planteaba la federalización de los
tradicionales Estados-nación. Por tanto, cabe preguntarse, si existe una nacionalidad
europea que desempeñe hacia el exterior la misma función diferenciadora de un sujeto
colectivo cohesionado e identificado que desempeñan las nacionalidades de los Estados
miembros, los cuales tendrían que pasar a ser vistas como nacionalidades de segundo
grado subordinadas a la nueva nacionalidad supranacional. Más allá de reflexiones
filosófico-políticas acerca del grado de cohesión e identidad europea que se haya podido
alcanzar entre los ciudadanos de los países miembros de la Unión Europea, a lo que sin
duda contribuye, como ha demostrado el Indigenat alemán durante el siglo XIX, la
existencia de una ciudadanía europea común, lo cierto es que la respuesta a esta
cuestión pasa por el análisis de los presupuestos dogmático-jurídicos de la nacionalidad.
No se trata pues de saber si existe un pueblo europeo, étnico-culturalmente homogéneo
o políticamente soberano, que permita fundamentar dicha unidad. Lo trascendente es si
existe un nuevo ordenamiento supraestatal soberano, con capacidad para definir su
propio ámbito personal de aplicación estable y permanente y, con ello, de forma directa
o indirecta, condicionar los ámbitos personales de aplicación de los ordenamientos de
sus Estados miembros.
En este sentido, sólo cuando se conciba al ordenamiento comunitario como
normativamente soberano –lo que presupone no tanto su omnicompetencia, sino su
titularidad de la competencia de la competencia-34, será posible construir de manera

84
funcionalmente útil para el sistema jurídico una auténtica nacionalidad europea35. Hasta
entonces se podrá avanzar más o menos en una ciudadanía europea, como mecanismo
jurídico de integración política, social y económica de los nacionales de los Estados
miembros en las esferas de comunicación regladas por el derecho comunitario, e incluso
se podrá tener una política de fronteras exteriores común, dictada total o parcialmente
por la Unión, pero el ámbito personal estable de aplicación del ordenamiento
comunitario no se unificará en un sujeto colectivo europeo, al que correlativamente se
pueda imputar la soberanía. La ausencia de una nacionalidad europea como tal y de una
competencia de la Unión sobre dicha materia es, pues, una consecuencia de la
indefinición aún existente acerca de la naturaleza jurídica de la Unión Europea, que se
refleja en la controvertida interpretación de la cláusula de supremacía sobre el derecho
de los Estados miembros del reciente Tratado por el que se instituye una Constitución
para Europa (art. I-6 CEu)36, más que de la imposibilidad de fundir un ethnos y un
demos europeo en un mismo concepto fuente, el de la nacionalidad37. La necesidad de
su existencia es paralela a la necesidad de transitar de una organización supranacional
que siga siendo una Unión de Estados “señores de los Tratados”, a una Federación
soberana de Estados europeos, cuyos órganos constituyentes –aunque en ellos tengan
participación federal los Estados miembros- pasan a ser titulares de la competencia
sobre las competencias. Ello depende en buena medida de que la diferenciación
segmentaria entre Estados miembros cada vez tenga una relevancia menor y aumente la
necesidad de diferenciación segmentaria hacia fuera de la Unión y de diferenciación
jurídico-funcional dentro de éste. Que ese terminará siendo el punto de llegada no
parece discutible, lo discutible por el momento es el cuándo y el por qué vía se hará.
Las aproximaciones hacia ese objetivo se dejan ver sobre todo en los esfuerzos
que trata de realizar el art. I-4 CEu38, en el que ad intra se potencian, en comparación
con su aún mermado contenido político, los que han sido elementos tradicionales de la
nacionalidad en los Estados federales: la libre circulación en el territorio interior común
de personas y la igualdad de trato y prohibición de discriminación por razón de
nacionalidad por parte de los Estados miembros, aunque de momento esta última
garantía sólo se extienda a la aplicación de las normas de la Constitución Europea y no a
cualesquiera regulaciones jurídicas de los Estados miembros precisamente por esa falta
de supremacía normativa de la Unión. En este mismo sentido, pero ad extra la
competencia de la Unión en materia de política exterior y de seguridad común permite
unificar la regulación por parte de los Estados miembros de algunos aspectos formales

85
de otro de los contenidos tradicionales de la nacionalidad: el derecho de acceso al
territorio. En este sentido, y aunque no sea éste el lugar adecuado para tratar esta
cuestión en detalle, son destacables los progresos realizados en el establecimiento de
política de inmigración y asilo común, fructificados en diversos Reglamentos europeos
que regulan de forma vinculante para los Estados algunos aspectos de los requisitos que,
como el visado, se establecen para permitir la entrada en el territorio de la Unión a
quienes no son nacionales de los Estados miembros. Este es el caso, por ejemplo, del
Reglamento (CE) nº 574/1999 del Consejo de 12 de marzo de 1999, el Reglamento
(CE) n° 539/2001 del Consejo, de 15 de marzo de 2001, el Reglamento (CE) n°
789/2001 del Consejo, de 24 de abril de 2001, el Reglamento (CE) n° 790/2001 del
Consejo, de 24 de abril de 2001, o, en fin, el Reglamento (CE) n° 333/2002 del Consejo,
de 18 de febrero de 2002, todos ellos en materia de visados y fronteras exteriores de la
Unión. Más allá de la eliminación de las fronteras interiores para los Estados miembros
de la Unión que han suscrito el Acuerdo de Schengen, semejante competencia de
política común de extranjería (art. III-265 CEu) avanza en la dirección de establecer un
poder jurídico sobre el territorio común, históricamente correlativo de la distinción entre
nacional y extranjero y de la libertad de acceso del primero a aquél.
De igual manera, el establecimiento de esta ciudadanía europea como
mecanismo de integración de la mayor parte de los sometidos al ordenamiento de la
Unión (los nacionales de los Estados miembros)39 ineludiblemente arrastra consigo
ciertas características del proceso de formación de esa futura nacionalidad, al modo y
manera de la formación histórica de los grandes Estados federales, como los EE.UU. o
Alemania. Por un parte, sienta las bases de una futura vinculación vertical entre un
conjunto de individuos residentes en el territorio de la Unión Europea y ésta, que les da
una mínima cohesión e identidad política para así desempeñar eficazmente la función de
la nacionalidad. La misma vendría dada tanto por el más o menos extenso pasado
histórico-cultural común que poseamos los europeos como, sobre todo, por un
contenido político-participativo propio, complementario de la libre circulación por el
territorio de la Unión o la protección diplomática frente a terceros Estados. Por otro
lado, todo ello sucede haciéndose depender la adquisición de esa ciudadanía europea de
la posesión de una nacionalidad de un Estado miembro (art. I-10.1 CEu), lo que
conlleva limitaciones para la inicialmente omnímoda capacidad del Estado miembro de
regulación de la nacionalidad40, hasta el punto de poner en tela de juicio la
invocabilidad del criterio internacional de la vinculación efectiva con el Estado, cuya

86
nacionalidad se pretende41. Así, por ejemplo, en el caso Micheletti el Tribunal de
Justicia de la Unión impidió al Estado español apelar al criterio internacional de la
nacionalidad efectiva para excluir la vigencia de la nacionalidad concedida por un
Estado miembro, como Italia, a los efectos de disfrutar de la ciudadanía comunitaria42.
Todos ellos son pasos en la dirección de construir una nacionalidad europea, quizás aún
insuficientes dada la falta de soberanía del ordenamiento de la Unión.

3. Nacionalidad y soberanía popular: Identidad y cohesión en la construcción


del sujeto colectivo al que se imputa la soberanía
La eficacia general, como condición de validez de un ordenamiento jurídico, sea
estatal o supranacional, requiere un mínimo de observancia de sus normas por parte de
sus destinatarios. La identificación de un grupo de personas, como súbditos
permanentes de dicho ordenamiento, que lleva a cabo el instituto jurídico de la
nacionalidad, es un primer paso para conseguir una cierta estabilidad en los criterios de
definición del ámbito personal de aplicación del ordenamiento y, por tanto, esa eficacia
general mínimamente requerida. Sin nacionalidad, la definición de quiénes constituyen
el sustrato personal de aplicación del ordenamiento jurídico, y por tanto, uno de los
elementos necesarios para alcanzar esa eficacia general necesaria para su validez, queda
al albur de la decisión individual de cada persona de trasladarse y de la imposibilidad
para cualquier Estado de preservar impermeables sus fronteras territoriales.
Sin embargo, su mera existencia no es suficiente a la hora de generar la
legitimidad interna del ordenamiento que lleve a sus súbditos a estar dispuestos a
aceptar las decisiones de poder que se tomen sobre sus expectativas vitales por los
poderes públicos43. El mero vínculo jurídico-formal de la nacionalidad tiende a reflejar
la fusión de otros dos elementos que se han revelado históricamente como necesarios
para que aquélla desempeñe eficazmente su función en el ordenamiento jurídico,
cohesionando y dotando de identidad a quienes a través de ella se ven unidos con el
Estado44. Dichos elementos, ethnos y demos, recrean la tensión filosófico-política entre
nacionalismo y republicanismo que cada ordenamiento jurídico estatal resuelve con una
fórmula concreta de combinación de ambos elementos sin prescindir por completo de
ninguno de los dos45. La presencia de ambos elementos no trata de deshacer ahora el
camino recorrido en pro de la diferenciación funcional del sistema jurídico, ni de que
elementos exógenos a él, provenientes del mundo de la sociología, la historia o la
política, determinen la existencia y el contenido de uno de sus instrumentos más

87
técnicos. Se trata más bien de describir los condicionantes que en la evolución histórico-
funcional del sistema jurídico se han revelado necesarios para que la nacionalidad pueda
interiorizar de forma autorreferente y positiva alguno de esos elementos externos,
atribuyéndoles una funcionalidad jurídica en su ósmosis con el medio que le rodea. Por
ello, lo trascendente para la nacionalidad como institución jurídica no es generar un
sentimiento de pertenencia a una comunidad, sino que el colectivo de nacionales tenga
sujeción estable y permanente a un ordenamiento jurídico46. Lo que sucede es que una
cierta identidad cultural y, sobre todo, una cierta capacidad democrática de participación
política, refuerzan los elementos extrajurídicos que llevan a los nacionales a mantener la
eficacia de la nacionalidad y, por tanto, la eficacia del ordenamiento jurídico cuyo
sustrato personal de aplicación constituyen. De ahí que la nacionalidad primero, y la
ciudadanía después, tiendan a tenerla en cuenta para el cumplimiento de sus respectivas
funciones jurídicas, pero tienden a hacerlo, precisamente por esa misma exigencia de
eficacia, dentro del marco multicultural de respeto a la dignidad de la persona y su
capacidad jurídica iusfundamental, fundamento de la legitimidad de una Constitución
democrática47.

3.1 Ethnos y demos como elementos de cohesión e identidad del pueblo del
Estado
Cada sociedad ha fundido desde el nacimiento del Estado moderno el demos
(derechos de participación democrática) y el ethnos (identidad étnico-cultural) en las
instituciones de la nacionalidad y la ciudadanía respectivamente para construir el
sustrato personal del Estado48, contribuyendo a generar una adhesión y sentimiento de
unidad entre los individuos integrantes de la nación49. La relación entre uno y otro y su
incidencia sobre la nacionalidad y la ciudadanía halla reflejo en los diferentes modos de
vinculación y coexistencia política, cultural y jurídica que han experimentado ambos
institutos a lo largo de la historia, y sobre los que se volverá más tarde para su encuadre
a la luz de los ordenamientos constitucional-democráticos modernos50. Esta doble y
recíproca interactuación de uno y otro elemento hace que hoy en día tenga poco sentido
mantener la dicotomía Kulturnation y Staatsnation expuesta en 1907 por Meinecke51,
puesto que todos los ordenamientos jurídicos liberal-democráticos han reflejado en su
configuración de la Nación/Pueblo soberano tanto un elemento identitario cultural
(mono o pluricultural) como un elemento participativo en la construcción de la voluntad
colectiva52, y ello sigue siendo democráticamente necesario53. La tarea del intérprete

88
constitucional consiste, pues, en determinar a partir de las normas jurídico-positivas de
cada ordenamiento estatal la concreta combinación constitucional de identidad étnico-
cultural (ethnos) y de participación democrática (demos) con la que el legislador ha
querido dar forma a la Nación a través de los vínculos jurídicos de la nacionalidad y la
ciudadanía54. Es preciso determinar qué específica combinación de ethnos y demos
permite cada texto constitucional reflejar en los criterios legales de definición de
quiénes son nacionales y de cuáles son los derechos de ciudadanía y cómo se ejercen55.
Pero ésta es una cuestión que se tratará después aplicada al ordenamiento español.
Centrémonos, por el momento, en la influencia abstracta de uno y otro elemento sobre
la función de la nacionalidad.

Por una parte, es necesaria una vinculación entre ámbito personal de aplicación
de un ordenamiento jurídico y la soberanía. La misma, como ya se adelantó antes, está
presente en la moderna noción de la Nación como demos y se ha venido explicando
históricamente en la teoría política del Estado a partir de la atribución de la soberanía a
un sujeto colectivo abstracto. La nacionalidad aparece como el instrumento jurídico para
llevar a cabo la construcción del sustrato personal de aquel sujeto colectivo soberano, de
forma más o menos abstracta en el tiempo y, con ello, conseguir la disponibilidad de un
mayor número de sujetos56 dispuestos a aceptar las decisiones de poder de los
gobernantes. El nexo existente desde los movimientos liberal-revolucionarios entre
nacionalidad y soberanía conduce a que sólo los nacionales estén habilitados para
ejercer los principales derechos de ciudadanía política. Como consecuencia de ello, el
individuo está vinculado con el Estado no sólo a través de la nacionalidad, sino también
de la ciudadanía, que le permite el máximo grado de integración socio-política en la
comunidad y ello sirve a la cohesión de los integrantes de la Nación. Precisamente por
ello, el dogma soberanista se transforma paulatinamente de liberal a democrático, o lo
que es lo mismo, de menos a más incluyente, convirtiendo al demos de la ciudadanía en
una limitación de los criterios legales de construcción de la nacionalidad.
Con todo, desde una perspectiva histórica se observa que la incidencia del demos
sigue sin ser suficiente por sí sola para conseguir la cohesión y unidad de la nación57 y,
por tanto, para la plena funcionalidad de la nacionalidad como institución jurídica. Por
un lado, cabe que amplios sectores de la Nación soberana, con unas ciertas
características histórico-culturales comunes forjadas en los primeros siglos de
consolidación del Estado-nación por la vía de la asimilación, no deseen coparticipar en

89
la toma de decisiones por y para un conjunto con cuyos intereses y valores socio-
culturales mayoritarios no se sienten identificados. Y por otro lado, también cabe que
esa misma Nación soberana no desee permitir la integración en ella de individuos
pertenecientes a grupos étnico-culturales muy diferenciados del predominante en
aquélla, a los que, sin embargo, por su presencia territorial como inmigrantes les aplica
su ordenamiento. Piénsese tanto en los movimientos centrífugos de desmembración del
Sacro Imperio Romano Germánico, del Antiguo imperio austro-húngaro, o ya más
próximos a nuestra comprensión liberal-democrática del Estado, en los movimientos
separatistas de Québec o el País Vasco, en la exclusión de la ciudadanía de los
extranjeros o los obstáculos impuestos a su nacionalización.
Esto conduce, al segundo de los elementos, el ethnos, que ya desde los primeros
momentos de gestación histórica de la nacionalidad condiciona su configuración
normativa y el desempeño eficaz de su función jurídica. Recuérdese que el vínculo de la
ciudadanía apenas desempeñaba durante el Antiguo Régimen ese efecto cohesionador y
aglutinador del sustrato personal del ordenamiento, puesto que los elementos de
desigualdad interna entre estratos sociales primaban sobre los de diferenciación externa
frente al extranjero, que pasaban prácticamente desapercibidos. De tal modo, la posición
jurídica de los extranjeros no venía definida tanto por su capitidisminución respecto de
los nacionales, cuanto por el estrato social concreto en el que se hubiesen integrado. La
cohesión e identidad colectiva entre los naturales venía determinada por su
sometimiento a un mismo poder soberano que había llevado a cabo a través de la
nacionalidad durante el proceso de construcción del Estado-nación la asimilación y
homogenización étnico-cultural de sus súbditos, de la que no pudo desprenderse por
completo su reconstrucción revolucionaria. En otras palabras, el ethnos nunca fue
completamente reemplazado por el demos, ni siquiera durante el período constitucional
revolucionario58. Todas las coincidencias y emociones comunes, voluntarias o
impuestas, históricas o actuales, que permiten generar el sentimiento de adhesión y
cohesión entre los integrantes de la nación, suelen ser tenidas en cuenta por el vínculo
jurídico de la nacionalidad, tanto de forma directa como de forma indirecta59.
Inversamente, la teoría de la soberanía colectiva y el instituto de la ciudadanía
contribuyen a colmar las insuficiencias que presenta el ethnos en comunidades políticas
mucho mayores, dinámicas y más heterogéneas que las primitivas polis griegas o las
ciudades-estado renacentistas respecto de la construcción de una identidad colectiva que
permita a la nacionalidad vincular a un conjunto de individuos de forma relativamente

90
estable y duradera en el tiempo de modo que la misma sirva a la existencia diferenciada
del orden jurídico estatal.

Semejante injerencia del demos o del ethnos en la configuración de la


nacionalidad y la ciudadanía no presentaría ningún problema mientras no supusiese un
desconocimiento de la función jurídica de la nacionalidad y un intento de sustituirla por
una función política que ya no es acorde con el grado de diferenciación del sistema
jurídico. Sin embargo, lo cierto es que, de un lado, la preferencia o exigencia de una
determinada herencia histórica o de un patrimonio cultural común (en el caso del
ethnos) se han venido presuponiendo por sí mismas como aglutinantes del sujeto
colectivo soberano, con lo que el ordenamiento jurídico, y por consiguiente la
nacionalidad, pasan a ser la manifestación preconstituida de un sujeto prejurídico, cuyas
características étnico-culturalmente homogéneas deben describir60. De otro lado,
tampoco el demos escapa a esa caracterización prejurídica del sujeto de la soberanía y,
por tanto, de la nacionalidad, puesto que las teorías de la soberanía colectiva derivan la
capacidad de participación del individuo en ese sujeto colectivo de su pertenencia a un
pacto social previo legibus solutus entre individuos caracterizados, eso sí, por una
igualdad y libertad derivadas del derecho natural racionalista. Uno y otro elemento
sirven para recrear un sujeto nacional prejurídico y parcialmente cerrado, lo que no
siempre es compatible ni con la diferenciación funcional del sistema jurídico ni con las
exigencias del principio democrático61.
En efecto, la pertenencia a un determinado grupo por descendencia nada dice,
por sí sola, de la voluntad actual del individuo de someterse a un determinado
ordenamiento y, con ello, hacerse merecedor de participar en el sujeto nacional de la
soberanía. La historia del pueblo-ethnos y del pueblo-demos es una historia
enfrentada62, en buena medida porque las identidades colectivas que tratan de construir
uno y otro son identidades singulares y no auténticas, lo que les ancla a un pasado
estático y no a un futuro participativo y dinámico63. Inevitablemente uno y otro
elemento se influirán recíprocamente hasta la actualidad y no resulta sencillo trazar los
límites a su vigencia en la legislación sobre nacionalidad. Dos fenómenos, la
emigración de los nacionales y la inmigración de los extranjeros, que masivamente
caracterizan el siglo XX, realzan, aún más si cabe, ese enfrentamiento. Así, por ejemplo,
se sigue sosteniendo la pertenencia al Pueblo soberano de quienes (los emigrantes) no
sufren la mayor parte de unas decisiones en cuya gestación pueden participar, por la

91
vinculación entre nacionalidad y ciudadanía; del mismo modo que se sigue excluyendo
de la participación en esa toma de decisiones a quienes (los inmigrantes) no forman
parte de aquel Pueblo, a pesar de soportar la mayor parte de sus decisiones políticas. Y
esto no siempre es congruente con la constitucionalización del ethnos y el demos que ha
realizado cada ordenamiento. Como se verá después al estudiar los criterios de
adquisición y atribución de la nacionalidad, según predomine uno u otro elemento en su
configuración, ésta tendrá unos efectos más o menos excluyentes en su función de
diferenciación externa e interna de los integrantes del pueblo del Estado64. Con carácter
general, se puede adelantar ahora que resulta difícilmente compatible con la
democratización de los ordenamientos estatales un grado de presencia del ethnos
estático y cerrado, heredado del siglo XIX, que impregna los criterios de atribución y
adquisición de la nacionalidad. Por el contrario, el mantenimiento de la vinculación
entre ésta y la ciudadanía conduce a una mayor presencia de un demos, pluralista en lo
cultural y en lo político, expresión del carácter abierto de la Constitución democrática,
también a la integración en el sujeto de la soberanía de cualesquiera nuevos individuos
que estén y quieran permanecer sometidos de forma estable y permanente a ella65.

3.2 Ethnos y demos en la Constitución española de 1978


De la lectura de las parcas menciones relativas a la nacionalidad que, como se
dijo, contiene el texto constitucional de 1978, se desprende la presencia de un elemento
de identidad étnico-cultural y de un elemento de cohesión democrático-participativa
como bases de la construcción del sustrato personal del sujeto colectivo de la soberanía,
pero también que uno y otro han de servir para recrear una identidad colectiva auténtica
que exprese el dinamismo social y esté ligada, por utilizar las palabras de nuestro
Tribunal Constitucional, al respeto de los “derechos y libertades de la persona” y a la
“soberanía de las generaciones vivas”. Ambos son considerados necesarios por el texto
constitucional para que la nacionalidad desempeñe su función de diferenciación
segmentaria del ámbito personal estable y permanente de aplicación de nuestro
ordenamiento, y su contenido es el que les atribuye el propio texto constitucional y no
uno histórico o cultural metapositivo66. El ordenamiento ha de caracterizar el vínculo
vertical de nacionalidad de forma que su mantenimiento resulte atractivo tanto para el
español residente en nuestro territorio como para el español emigrante, y a ello sirven el
ethnos y el demos que trata de reflejar la CE de 1978 en su configuración indirecta de la
nacionalidad. Difícilmente sería posible sino que sólo los incentivos materiales sirviesen

92
para que el nacional que ha perdido buena parte de su vinculación con el ordenamiento
español retorne y vuelva a residir en nuestro territorio (art. 42 CE), o para que los
españoles conserven su vinculación personal con un ordenamiento liberal-democrático
que les reconoce el derecho a salir de España y, con ello, indirectamente a cambiar de
nacionalidad.
Aunque el ethnos posee una incidencia menor que el demos en dicha
caracterización constitucional de la nacionalidad, lo cierto es que ambos están presentes
en ella y no cabe excluir uno u otro elemento a partir de precomprensiones ni étnico-
culturales, ni democrático-consensuales de la nacionalidad. De lo que se trata es de
desvelar qué hace constitucionalmente a los españoles ser tales y poseer una identidad
colectiva, que debe ser recreado por el legislador a la hora de establecer los criterios de
adquisición, conservación y pérdida de la nacionalidad. ¿Ha optado la CE de 1978 por
dibujar la imagen de un sujeto étnico-culturalmente homogéneo –o por dar libertad al
legislador de la nacionalidad para hacerlo-, o por reconstruir jurídicamente un originario
pacto social cada vez que alguien entra o sale del sujeto colectivo nacional soberano?

La Constitución española de 1978 no regula directamente por sí misma las


condiciones de acceso a la nacionalidad, pero de su texto se desprenden criterios que la
caracterizan y que deben ser tenidos en cuenta por el legislador del código civil cuando
en sus arts. 17 a 28 establece los criterios de atribución/adquisición y pérdida de la
nacionalidad. No parece, por tanto, acertada la conclusión a la que llega nuestro
Tribunal Constitucional en su Declaración DTC 1/1992, de 1 de julio, sobre el Tratado
de Maastricht, en la que contradictoriamente se afirma que la CE de 1978 no le da
pautas al legislador de la nacionalidad para regular su adquisición, conservación o
pérdida, pero sí le impide parcelarla o fraccionarla. Una regulación de la nacionalidad
que si se la atribuyese a los que tuviesen ciertos rasgos étnico-biológicos (como por
ejemplo establecen el art. 5 del código griego de nacionalidad o la Ley de retorno israelí
de 1950), o a todos los nacidos en un territorio sobre el que la Constitución no
pretendiese su aplicación, no superaría el control de constitucionalidad, no sólo por
presunta vulneración del principio de igualdad, sino por la desconexión con la función
que la nacionalidad ha de desempeñar en nuestro ordenamiento y que reflejan sus
principios y valores constitucionales.
Entre los criterios constitucionales que caracterizan la nacionalidad española se
encuentra, en primer término, la adquisición de una cierta identidad cultural común por

93
parte de los integrantes de la Nación española, que no obstante se ve matizada por su
vinculación a la ciudadanía y al principio democrático. En efecto, de un lado, la
Constitución española de 1978 asume en su art. 11.2 la existencia de españoles de
origen y españoles que no lo son (naturalizados). De otro lado, el art. 11.3 CE permite la
doble nacionalidad en atención a una herencia cultural común de los países
iberoamericanos o de aquellos otros que hayan tenido una particular vinculación con
España. Pero, además, el art. 3 declara al castellano la lengua oficial del Estado que
todos los españoles tienen la obligación de conocer y el derecho a usar, y permite que,
de conformidad con lo que establezcan los Estatutos de Autonomía, las demás lenguas
españolas (esto es, habladas históricamente en el territorio del Estado español) sean
cooficiales en las respectivas CC.AA., mandando a los poderes públicos conservar y
enriquecer este plural patrimonio cultural y lingüístico (art. 46 CE)67. De todos estos
preceptos se desprende la conciencia constitucional de la existencia de un vínculo
étnico-cultural plural entre los miembros del pueblo del Estado español, que ha de
generar un sentimiento de cohesión e identidad para construir un ámbito personal de
aplicación estable y permanente de nuestro ordenamiento constitucional democrático.
Ciertamente no se trata de una unidad étnico-biológica, a pesar de que alguna
errática decisión de nuestro Tribunal Constitucional pudiese apuntar en esa dirección.
Así, la STC 13/2001, de 29 de enero, FF.JJ. 7º y 9º (caso Williams-Lecraft), después de
afirmar que las discriminaciones por razón de raza están proscritas por el art. 14 CE,
concluye que la raza puede ser utilizada como elemento descriptivo previo a la
actuación del poder público (citando la STC 126/1986, de 22 de octubre, F.J. 1º.),
siempre que sea proporcionado y razonable y que, por tanto, no es inconstitucional
considerar que una persona de raza negra tiene mas posibilidades de ser extranjera –
sensu contrario de no ser española- a los efectos de verse sometido a un control policial
para prevenir la entrada ilegal de inmigrantes en el territorio nacional. Hay que esperar
que esta decisión sea anecdótica en la doctrina jurisprudencial de nuestro más alto
intérprete constitucional, pues de lo contrario, tal y como advierte el Voto particular a la
misma formulado por el Magistrado D. Julio González Campos, las consecuencias para
la configuración democrática de nuestro sujeto nacional colectivo podrían ser
devastadoras. En contraposición a esta rara avis jurisprudencial, se puede decir que
nuestro ethnos constitucional va más en la dirección de conservar y enriquecer a través
de la nacionalidad un patrimonio histórico-cultural común, del que el idioma castellano
es su principal acervo en tanto vehículo de comunicación social, y que sirve de vínculo

94
de unión entre los individuos que conforman la Nación española. Una característica de
la configuración constitucional de ese patrimonio histórico-cultural común que el
mismo está dotado de un contenido previo (el derivado del pluralismo lingüístico y
cultural de los arts. 3.2 y 46 CE) y de un contenido democrático imperativo (el ideario
democrático educativo del art. 27.2 CE)68, que interactúan con las manifestaciones
culturales nuevas provenientes de todos los súbditos del ordenamiento español, sean o
no nacionales. Pero al mismo tiempo es un ethnos plural y abierto no sólo internamente
(pluralismo de nacionalidades y regiones), sino también externamente
(multiculturalismo) en el espacio (España, países iberoamericanos y otros vinculados
con España, como podrían ser los de la Unión Europea) y en el tiempo (que tengan o
hayan tenido vinculación con España), lo cual es congruente con el hecho de que los
derechos fundamentales actúen como válvulas de apertura a la integración social de
elementos culturales nuevos. En este sentido, el legislador ordinario debería concretar
más claramente de lo que lo hace (art. 2.3.c) Ley Orgánica 1/1990 de 3 de octubre, de
ordenación general del sistema educativo (LOGSE)) esa apertura del ethnos y el demos
constitucional a la multiculturalidad que procede de los súbditos extranjeros, como ha
hecho en el ámbito escolar, por ejemplo, el art. 38.3 Decreto Legislativo italiano
286/1998, de 25 de julio, sobre inmigración y condición del extranjero. Todo ello sirve
de vínculo de unión entre los individuos, y especialmente entre los nacionales, mucho
más que los llamados símbolos constitucionales, cambiantes y que, en todo caso, son un
elemento más, a veces ni siquiera el más significativo, de ese patrimonio histórico-
cultural común.

En segundo lugar, la CE de 1978, siguiendo una tradición secular que viene de la


revolución francesa, también utiliza el demos como elemento cohesionador de los
nacionales, pues vincula la nacionalidad y ciudadanía, sometiendo la titularidad del
núcleo esencial de la ciudadanía (los derechos de participación en la formación y
expresión de la voluntad general de la Nación) al requisito de la posesión de la
nacionalidad española. Así se desprende de la atribución de la soberanía nacional al
Pueblo Español, del que emanan todos los poderes del Estado (art. 1.2 CE), pero sobre
todo de la reserva a los españoles de los derechos de participación política, como el
sufragio activo y pasivo en las elecciones a las Cortes Generales y a las Asambleas
Legislativas de las CC.AA., y el derecho de acceso a los cargos y funciones públicas
(art. 23 CE), sin posibilidad de extendérselos a los ciudadanos extranjeros (art. 13.2

95
CE)69. Sin perjuicio de que se vuelva sobre ello más adelante al tratar la ciudadanía y la
funcionalidad de la vinculación entre ambos institutos, baste dejar constancia ahora de
que la CE de 1978 ha querido, con ello, que la construcción de un demos al que se
imputa la soberanía no sirva exclusivamente como elemento de legitimación
democrática, sino también como mecanismo para generar cohesión e identidad en el
colectivo personal sobre el que recae la aplicación más estable y permanente del
ordenamiento jurídico.
Dicho con otras palabras, al margen de la función de diferenciación funcional
del sistema jurídico que el demos democrático pueda desempeñar a través de la
institución de la ciudadanía, el mismo juega también una función unificadora del sujeto
colectivo de la nacionalidad y, con ello, coadyuva junto con el ethnos a la diferenciación
segmentaria que realiza la nacionalidad. Por eso los nacionales no sólo comparten entre
sí un determinado acervo histórico-cultural dinámico, sino también, por obra de la
ficción jurídica del dogma de la soberanía nacional/popular, una misma capacidad
abstracta para participar en la formación del ordenamiento al que están sometidos
incluso extraterritorialmente. Y uno y otro elemento les cohesionan y les dan identidad
como colectivo, porque así la definición de un ámbito personal de aplicación del
ordenamiento español resulta funcionalmente más útil a su diferenciación y eficacia. No
hay, pues, en la CE de 1978 una contraposición entre una nación cultural y una nación
estatal. El Pueblo español es una creación jurídico-constitucional cuya composición se
ha caracterizado con elementos culturales (los menos) y elementos participativo-
democráticos (los más) plurales y abiertos. Esta doble caracterización no es, sin
embargo, simétrica. El elemento cultural (arts. 3 y 46 CE) no desempeña en el orden
constitucional el mismo papel ni tiene la misma relevancia que el elemento
democrático. Sólo este último ha sido elevado a la categoría de principio estructural
(art. 1 CE) y se plasma en múltiples valores, derechos fundamentales (Capítulo II del
Título I CE) y normas orgánico-competenciales, impregnando incluso al elemento
cultural de valores democráticos (art. 27.2 CE). Ello no implica negar la presencia del
ethnos en la nacionalidad sino condicionar sus efectos al respeto de los principios y
valores constitucionales en los que se plasma el principio jurídico expresión del demos.
Como se verá después, los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad,
previstos en nuestro Código Civil, sólo responden parcial y deficitariamente a este
esquema, pues parten de una precomprensión étnico-cultural del Pueblo español que
coloca en un plano de igualdad al elemento cultural (previo al texto constitucional) y al

96
elemento democrático (introducido por éste), por lo que se hace necesaria una
reinterpretación crítica de los mismos a la luz de la dogmática constitucional de la
nacionalidad.

97
II. NATURALEZA Y CONTENIDO DE LA NACIONALIDAD
1. La naturaleza de la nacionalidad: ¿relación jurídica, status o derecho?
Una vez que se ha visto la función que desempeña la nacionalidad en los
ordenamientos modernos, es necesario determinar la naturaleza jurídica que aquélla ha
adquirido, lo que no resulta fácil en atención a su variable y extensa historia. Así, de
vínculo legal que une al individuo con el Estado70, se ha pasado, sobre todo en el
ámbito iusprivatista, a considerarla como un status civil71, e incluso un derecho, con
cierto apoyo en algunas declaraciones de textos internacionales. Como se verá
seguidamente, toda la polémica entorno a esa naturaleza jurídica esconde tras de sí la
polémica sobre la positividad del vínculo de la nacionalidad72 y, por tanto, sobre el
carácter exógeno o endógeno de las funciones jurídicas que tiene atribuidas.

1.1 La nacionalidad como relación jurídica iusfundamental


Un primer problema a solventar para determinar la naturaleza jurídica de la
nacionalidad es el del significado jurídico del término status73. Éste puede ser entendido
como prius causal prejurídico, que refleja una situación fáctica de la persona consistente
en su pertenencia a una colectividad necesaria, recogida en diversos vínculos jurídico-
positivos, entre los que estaría la nacionalidad74. Así, habría un status familiae, pero
también un status civitatis75. Semejante comprensión del status de la nacionalidad es
plenamente congruente con la concepción fáctica y metapositiva de comunidad étnico-
cultural que subyace al concepto de Pueblo o Nación. Pero, el status también se puede
entender como síntesis ideal de una serie de relaciones jurídicas concretas que, a
posteriori, da lugar por sí misma a una nueva posición jurídica. Aquí el status no
aparece como una cualidad sustancial de la persona, sino como un artificio jurídico que
trata de dar certeza y simplicidad a una pluralidad de relaciones jurídicas que están
vinculadas por un hecho originario, en el caso de la nacionalidad por el nacimiento o
por la residencia en un determinado territorio estatal76.
De los dos sentidos propuestos sólo el último, definido en estrictos términos
jurídico-positivos, es compatible con la moderna dogmática jurídico-constitucional, en
la que la nacionalidad desempeña una función jurídica de diferenciación segmentaria de
ordenamientos jurídicos estatales. En este sentido, cabe preguntarse si la nacionalidad es
un status jurídico, concebido éste como una síntesis de las posiciones jurídicas
derivadas de diversas relaciones jurídicas públicas y privadas, garantizado al más alto

98
nivel normativo constitucional77. Ciertamente, la nacionalidad determina la posición del
individuo de cara a la ciudadanía allí donde uno y otro instituto jurídico estén
vinculados, por lo que cabría pensar que los derechos de participación política,
contenido nuclear de la ciudadanía, transferirían parte su carácter iusfundamental a la
nacionalidad, en tanto requisito para su titularidad. Pero, considerarla un status supone
confundir el vínculo legal que une al individuo con el Estado, con el concreto contenido
facultativo y obligatorio a través del cual los individuos se integran en las distintas
esferas de comunicación social (jurídicas, políticas, económicas, culturales, etc…). De
existir ese status fundamental, como síntesis abstracta de una serie de posiciones
jurídicas fundamentales, lo habría de ser la ciudadanía y no tanto la nacionalidad,
aunque seguiría siendo problemático el manejo del concepto de status, pues el mismo
conduce a una estaticidad y uniformidad de las posiciones jurídicas del nacional y del
extranjero, difícilmente compatible con una ciudadanía amplia y flexible que suelen
constitucionalizar los Estados liberal-democráticos al admitir diversos grados de
participación social. En las relaciones jurídico-públicas, las posiciones jurídicas de
extranjeros y nacionales se van intercambiando a medida que el ordenamiento estatal
extiende la vigencia del principio democrático en su seno: piénsese en las cada vez
mayores limitaciones que existen en algunos ordenamientos para conservar la
nacionalidad y ejercer los derechos núcleo de la ciudadanía cuando se pierde la
vinculación con el territorio (Alemania, Nueva Zelanda), y en la correlativa facilitación
de la adquisición de la nacionalidad y la extensión de los derechos de ciudadanía a los
extranjeros cuanto mayor sea el contacto que poseen con el territorio del Estado
(Francia, EE.UU., Nueva Zelanda). En las relaciones jurídico-privadas, la condición de
nacional ha dejado de ser relevante en muchísimas relaciones de derecho internacional
privado en las que hay un elemento de extranjería, e incluso en aquellos sectores en los
que se mantienen, como el derecho de familia o el estatuto de la persona, aquélla se
encuentra también en franco retroceso78.
De ahí que la nacionalidad, más que un status, deba ser considerada una relación
jurídica iusfundamental, pues no siendo aquélla, como se verá seguidamente, un
derecho fundamental, sí es la “llave” jurídica del disfrute de una serie de derechos
fundamentales reconocidos exclusivamente a los nacionales79. Se trata de una relación
jurídico-pública, cuya definición como concepto llave para la integración del individuo
en el pueblo del Estado, y su posterior acceso al núcleo de derechos y libertades que
configuran la ciudadanía, la lleva a cabo la Constitución del Estado o las normas con

99
rango legal que materialmente se ocupan de la definición de los órganos del Estado y de
las principales relaciones entre el Estado y los súbditos (STS de 7 de junio de 1986, F.J.
5º, Sala 3ª). No es, pues, una relación jurídica civil aunque alguna vez lo haya sostenido
nuestro Tribunal Supremo (STS de 28 de octubre de 1998, Sala 1ª)80. La trascendencia
práctica de esta cuestión aparentemente sólo académica es clara, sobre todo a la hora de
valorar la forma jurídica que puede ocuparse de su regulación, así como las potestades
de la Administración respecto de los requisitos de adquisición de la nacionalidad
española por residencia, carta de naturaleza u opción, como pone de relieve la
abundante jurisprudencia contencioso-administrativa en la materia (STS de 16 de marzo
de 1999, Sala 3ª, reiterada en múltiples ocasiones por sentencias posteriores).

1.2 El supuesto derecho a la nacionalidad y su desarrollo legal


Una segunda cuestión a resolver es la relativa a si la nacionalidad, aún no siendo
un status, constituye como relación jurídica un derecho fundamental81: el derecho a
tener derechos, tal y como la definió el juez Warren en su voto particular disidente a la
decisión de la Corte Suprema de EE.UU. Pérez v. Brownell, 356 US 44, 1958. La
respuesta ha de ser también negativa, pues la nacionalidad no tiene per se en abstracto la
naturaleza de un derecho subjetivo.
En efecto, de un lado, es preciso tener en cuenta que no todos los ordenamientos
la han configurado como un derecho fundamental, ni siquiera como un derecho de rango
legal, a pesar del mandato contenido en diversos instrumentos internacionales (art. 15 de
la Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 24.3 del Pacto internacional de
Derechos Civiles y Políticos, art. 4.a) del Convenio Europeo sobre nacionalidad, art. 7.1
de la Convención de la ONU de Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989),
seguido por algunos ordenamientos estatales (art. 26.1 Const. de Portugal)82. Quizás el
ejemplo histórico más negativo de esa configuración ajena a la condición de derecho
subjetivo sean los §§1 y 2 de la Ley alemana de ciudadanía del Reich, de 15 de
septiembre de 1935 (conocida como segunda Ley de Nürenberg) que, al vincular la
nacionalidad a una comunidad biológica de destino universal y crear dos categorías de
nacionales (los nacionales y los nacionales ciudadanos del Reich), negaba la existencia
de cualquier derecho a la nacionalidad y permitía la desnacionalización y
desciudadanización de los judíos83. Para quienes la nación es un ente prejurídico
caracterizado por la común ascendencia étnico-cultural de sus miembros o por un pacto
social fundacional, la nacionalidad ha de ser vista como un status causal de las

100
posiciones jurídicas que se les puedan atribuir como consecuencia de dicha
pertenencia84, pero nunca como un derecho subjetivo, que será siempre subsiguiente a la
posesión del status de nacional. La comprensión jurídico-positiva de la nación exige
previamente un vínculo normativo que una a cierto número de personas con el Estado,
conformando ese sujeto colectivo a cuyos integrantes posteriormente el ordenamiento
les atribuye derechos de ciudadanía. Y ese vínculo jurídico-positivo es la nacionalidad,
que opera como criterio de diferenciación de un colectivo personal extraído de entre
todos los súbditos del Estado.
De otro lado, es preciso distinguir de la nacionalidad los derechos a que da lugar
ésta, y en su caso la ciudadanía. Un derecho subjetivo confiere al individuo un poder
jurídico para hacer valer una cierta posición jurídica, representativa de un interés, por lo
que su voluntad es necesaria para que el derecho exista85. El ordenamiento jurídico
suele conferir automáticamente la nacionalidad a todos los individuos que reúnan
ciertos requisitos, con independencia de su voluntad, sobre todo en la atribución de la
nacionalidad por nacimiento. Además, un derecho no puede depender de la voluntad del
poder público frente al que se esgrime, en este caso, del Estado, lo que es difícilmente
compatible con aquéllos ordenamientos que conciben la nacionalidad como la
plasmación jurídica de un contrato social, puesto que la incorporación de nuevos
individuos presupondría no sólo la voluntad del individuo que quiere nacionalizarse
sino la de la comunidad política organizada en Estado de permitirle dicha integración86.
Ello no impide que un concreto constituyente o legislador la puedan configurar como un
derecho subjetivo, ni justifica per se, como ha pretendido nuestra jurisprudencia
contencioso-administrativa al interpretar el art. 21.2. CC, que el Estado sea libre,
respetando la prohibición formal de interdicción de la arbitrariedad de los poderes
públicos, para otorgar o denegar la adquisición de la nacionalidad por carta de
naturaleza o por residencia bajo el manto de conceptos jurídicos indeterminados como
el orden público o el interés nacional. Ello implicaría desconocer que la CE de 1978 ha
establecido pautas materiales, vinculadas a la funcionalidad constitucional de la
nacionalidad y a la estructura democrática de nuestro ordenamiento, que deben ser
seguidas por el legislador a la hora de regular su otorgamiento y su pérdida.
Aunque sería deseable que una Constitución democrática y social como la
española de 1978 positivizase un derecho fundamental a la nacionalidad española87, lo
cierto es que de su parca regulación de la nacionalidad se desprende que ha optado por
su configuración como un vínculo jurídico-público88 y se ha alejado de la imagen de la

101
nacionalidad como un derecho fundamental89. No tanto porque desde un punto de vista
sistemático el art. 11 CE sobre la nacionalidad constituya, junto con el 12 y el 13 CE, un
Capítulo I propio del Título I, al margen de la Sección 1ª del Capítulo II del Título I,
dedicada a los derechos fundamentales y las libertades públicas, lo que le haría estar
privado de la tutela directa a través del recurso de amparo (art. 53 CE)90. Sino más bien
por que el texto constitucional no ha establecido ni un objeto ni un contenido propio
para la nacionalidad española, ni siquiera unas condiciones para su titularidad y para
exigir de los poderes públicos que se le tenga por tal91, por más que existan pautas o
criterios materiales que condicionan al legislador a la hora de regular su adquisición,
conservación y pérdida, e incluso unas técnicas de contenido garantista, como la
prohibición de privar de la nacionalidad a quien, conforme a los criterios del legislador,
sea nacional de origen. Esto no obsta para que la Constitución, por su vinculación con la
ciudadanía, la haya convertido en el presupuesto subjetivo de la titularidad y ejercicio
de derechos fundamentales que constituyen el núcleo esencial de aquélla. Lo anterior
tiene sus consecuencias respecto del instrumento normativo de regulación de la
nacionalidad, pues el art. 11.1 CE, por conexión con el art. 81 CE, remite a la Ley
orgánica92. En efecto, el art. 81 CE reserva a este tipo de Ley el desarrollo del contenido
de los derechos y libertades de la Sección 1ª del Capítulo II del Título I (STC 76/1983,
de 5 de agosto, F.J. 2º a). Que duda cabe que la definición de quienes reúnen las
condiciones de acceso a la nacionalidad, necesaria para ser titulares de ciertos derechos
recogidos en esa Sección 1ª, como el derecho a entrar y salir del territorio nacional, el
derecho de sufragio o el derecho de acceso a cargos y funciones públicas, forma parte
de su desarrollo, pues implica pasar de la abstracta definición constitucional de sus
elementos esenciales, a la concreta plasmación de sus titulares, objeto, contenido y
límites93. Además, por eso mismo, puede obtener amparo constitucional indirecto, en la
medida en que se impugne la lesión del derecho fundamental vulnerado como
consecuencia del desconocimiento o erróneo reconocimiento de la condición de
nacional en contra del ethnos y el demos constitucional. A semejante conclusión ha
llegado, por ejemplo, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional federal alemán sobre
el derecho de voto de los extranjeros en las elecciones locales de Hamburgo (BVerfGE,
83, 60) y Schleswig-Holstein (BVerfGE, 83, 37), así como respecto del Tratado de
Maastricht (BVerfGE, 89, 155).

102
Un último posible argumento a favor de otorgar a la nacionalidad la abstracta
naturaleza jurídica de derecho subjetivo hallaría supuestamente su reflejo en su
positivación por el ordenamiento internacional como derecho humano, a la que se hizo
alusión antes94. Sin embargo, sólo concibiendo al derecho internacional como la fuente
de validez de cada uno de los ordenamientos estatales, cabría entender que éste ha
hecho depender la división segmentaria de la sociedad internacional en Estados de la
capacidad de un poder político no sólo para imponerse en un determinado territorio sino
también para adscribir a los individuos como súbditos de unos u otros ordenamientos.
Al margen de las dificultades teórico-jurídicas para fundamentar la validez del derecho
estatal en el derecho internacional95, dos objeciones más ponen en tela de juicio esta
conclusión. De un lado, el presunto derecho a la nacionalidad que se derivaría de los
instrumentos internacionales, sería todo lo más un derecho a tener una adscripción
nacional, pero no a tener una concreta nacionalidad, por lo que resulta difícilmente
exigible por parte de un particular respecto de cualquier Estado. Dicho con otras
palabras, semejante derecho internacional a la nacionalidad más que en un derecho a
que un Estado confiera a un individuo una determinada nacionalidad, se concretaría en
la prohibición para los Estados de dejar a ciertos individuos en la apatridia. De otro
lado, además, el carácter not self-executing de algunas de estas disposiciones
convencionales (por ejemplo del art. 15 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos o del art. 7.1 de la Convención sobre Derechos del Niño), las lleva a ser
consideradas meros principios normativos obligatorios para el Estado, pero no generan
derecho subjetivo alguno directamente invocable por los particulares, mientras el
constituyente o el legislador interno de cada Estado no las haya desarrollado
expresamente. Esta condición de principios normativos no se ve reforzada, sin embargo,
por el art. 10.2 CE, que, a diferencia por ejemplo de lo que hace el art. 16.1
Constitución portuguesa, no constitucionaliza los derechos y libertades reconocidos por
los tratados internacionales suscritos por el Estado96, sino que sólo atribuye a los
tratados internacionales sobre derechos fundamentales la condición de parámetros
interpretativos del contenido de los constitucionalmente garantizados, entre los que no
se encuentra la nacionalidad97, lo que merma la eficacia interpretativa de aquellas
disposiciones convencionales sobre la nacionalidad98.

103
2. El contenido de la nacionalidad: el presunto derecho a tener derechos y su
vinculación al acceso al territorio del Estado
2.1 El contenido necesario y el contenido contingente de la nacionalidad
Con carácter general, se puede decir que sólo los nacionales pueden entrar y salir
libremente en el territorio nacional, sólo ellos poseen el derecho de sufragio activo y
pasivo en las elecciones o referendos en los que se forma la voluntad colectiva del
pueblo del Estado y, en fin, únicamente ellos pueden ejercer aquellos cargos o funciones
públicas que lleven aneja autoridad. Si, como se ha visto, la naturaleza de la
nacionalidad es en primer término la de vínculo jurídico entre el individuo y el Estado,
y no debe ser confundida con el contenido de los derechos que le pueda haber atribuido
cada concreto ordenamiento, resulta más fácil explicar por qué se ha concebido a la
nacionalidad como un derecho a tener derechos. Con dicha fórmula se alude en realidad
al contenido necesario en los modernos ordenamientos estatales para que la
nacionalidad pueda desempeñar mínimamente su función jurídica y se ha identificado
tradicionalmente con el derecho a entrar y salir libremente del territorio del Estado,
reconocido a los nacionales por los instrumentos internacionales (art. 13.2 Declaración
Universal de Derechos Humanos y el art. 12.2 y 4 Pacto internacional de derechos
civiles y políticos). En éstos, a diferencia de lo que sucedía en los ordenamientos
preestatales, en los que la validez de las reglas sobre el ejercicio de la coacción depende
de sistemas sociales como la moral -lo que vale también para las concepciones
iusnaturalistas modernas que pretenden someter la validez del derecho positivo a su
respeto a una ley natural-, ya no es comprensible que, en aras de una funcionalidad
metapositiva de la sociedad natural, se considere consustancial a la dignidad humana el
derecho a emigrar, y por tanto a entrar y salir libremente del territorio de los Estado,
como un derecho humano de todos los hombres –tal y como propugnó Francisco de
Vitoria en 1539-. La vinculación de un pueblo a un territorio y a un poder político es la
consecuencia de la necesidad de positividad y autorreferencialidad del surgente poder
soberano del Estado, tal y como revela ya el art. VI del Tratado de Paz de Westfalia de
1648.
Por ello la nacionalidad otorga al individuo como mínimo el derecho a
permanecer libremente en el territorio del Estado y en el caso de haber salido, a retornar
a él. Adicionalmente, si se imputa la soberanía al sujeto colectivo nacional y si, además
el ordenamiento se estructura democráticamente, la posesión de la nacionalidad aparece,
entonces, vinculada a la ciudadanía, y pasan a formar parte de la primera los derechos

104
que la segunda confiere al individuo en general, y al individuo nacional, en particular.
Pero este contenido adicional es totalmente contingente y depende de la concreta
configuración del ethnos y del demos de la nacionalidad que haya realizado cada
ordenamiento. Como se tuvo ocasión de ver en el análisis histórico-conceptual del
capítulo primero, la vinculación de la nacionalidad con la ciudadanía es políticamente
posible, pero jurídicamente contingente y, como se verá después, la función incluyente
de esta última es muy diversa a la de la nacionalidad. Teóricamente cabe una
nacionalidad sin ciudadanía, como demuestran los numerosos ejemplos históricos, del
mismo modo que es posible una ciudadanía que prescinda total o parcialmente del
elemento de la nacionalidad.
Con todo, una cierta vinculación entre el derecho a entrar y salir en el territorio
estatal, que sí forma parte de la nacionalidad, y el disfrute de los demás derechos de la
ciudadanía debe seguir existiendo. En efecto, en primer lugar, la presencia del individuo
en el territorio del Estado es el principal criterio que determina el mayor ámbito de
vigencia en su beneficio de unos derechos de ciudadanía, dado el carácter
eminentemente territorial que aún poseen los ordenamientos jurídicos estatales. En ese
sentido, asumido el carácter jurídico-positivo de los derechos fundamentales y el papel
creador y garantista que en ello desempeñan los poderes públicos, el disfrute de
derechos como la vida, la integridad física, la inviolabilidad del domicilio y el secreto
de las comunicaciones, la libertad personal, la libertad ideológica o religiosa, la
asociación, la reunión, el sufragio o el acceso a cargos y funciones públicas, etc…,
aunque no exclusivamente, suele estar vinculado a la presencia en el territorio nacional,
dado el carácter aún mayoritariamente territorial de la actuación de los poderes públicos
estatales. Ciertamente no cabe excluir una actuación extraterritorial de esos poderes y,
por ello, la afirmación de la vigencia de aquellos derechos fundamentales de titularidad
universal respecto de los extranjeros que no se encuentran en territorio nacional no es
baladí, pero cuantitativa y cualitativamente estos supuestos representan una ínfima parte
de los de aplicación del ordenamiento e inciden mucho menos en su vigencia. De ahí
que el acceso a la nacionalidad, aún manteniendo su diferencia conceptual con la
ciudadanía, sea una garantía reforzada de su disfrute en la medida en que posibilita el
derecho libre al territorio del Estado, y sobre todo a no ser expulsado99. Mientras que los
extranjeros residentes en general pueden ser expulsados del territorio del Estado, los
nacionales tienen genéricamente un derecho constitucional y humano a entrar, salir y
permanecer en el territorio de su Estado congruente con su mayor vinculación personal

105
al ordenamiento jurídico estatal, del que no disfrutan los extranjeros (respecto de
España, STC 53/2002, de 27 de febrero de 2002, F.J. 4ºb, y, respecto de Italia, Sentenza
de la Corte Costituzionale italiana 244/1974, de 10 de julio, F.J. 2º).
En segundo lugar, la vinculación de la nacionalidad con el núcleo político-
participativo de la ciudadanía es la expresión de la función instrumental cohesionadora
que cumple el demos respecto de la integración de los individuos en el pueblo del
Estado. De ahí que los derechos de ciudadanía, como el de sufragio, el de acceso a
cargos y funciones públicas, etc…, se incorporen también al contenido iusfundamental
contingente de la nacionalidad. En este sentido, la democratización de los
ordenamientos, al conducir a la extensión de buena parte de los derechos de ciudadanía
a los extranjeros residentes y a una mayor vinculación de los criterios de atribución y
adquisición de la nacionalidad a la residencia en el territorio del Estado, también
conduce paradójicamente a un aumento de la territorialidad de los ordenamientos
estatales y a un mayor control por parte de éstos de quienes entran y salen de su
territorio100. Por ello, los Estados democráticos actúan precisamente sobre este derecho
de entrada y salida que corresponde exclusivamente a los nacionales, restringiendo casi
con total discrecionalidad101 las condiciones de entrada y permanencia de los
extranjeros en el territorio del Estado y condicionando con ello su correlativa
integración en una nueva comunidad política mediante su acceso a la ciudadanía y/o a la
nacionalidad102. La transformación durante el siglo XX de la mayor parte de los Estados
del llamado “primer mundo” en Estados de inmigración hace, pues, más valiosa la
posesión de la nacionalidad. No tanto porque formen parte de la misma unos derechos
de ciudadanía, que como consecuencia de la democratización del poder se van
desvinculando cada vez más de ésta, sino porque su posesión es la llave de entrada legal
en el territorio nacional y en la mayor parte de los casos presupuesto para el disfrute de
la mayor parte de aquel contenido de la ciudadanía por los extranjeros residentes.
Si la nacionalidad es un instrumento jurídico al servicio de la delimitación
personal de un ordenamiento estatal, y si el ámbito personal de aplicación de dicho
ordenamiento está ligado a la presencia del individuo en un territorio, existe una
tendencia funcional a hacer coincidir los dos ámbitos aplicativos, esto es, el personal y
el territorial. En este sentido, el Estado necesita que los nacionales ocupen el territorio
del Estado para que la eficacia general del ordenamiento pueda ser desplegada
precisamente en su ámbito espacial sobre ese conjunto personal de nacionales. Por ello,
aunque es políticamente posible, no parece jurídico-funcionalmente razonable que el

106
Estado impida la entrada a aquellos nacionales que pretendan retornar o expulse a
algunos de ellos, por muy abominables que puedan resultar sus conductas, puesto que
ello implicaría la renuncia del sistema jurídico estatal a ejercer eficazmente su poder
sobre su colectivo personal estable y ello hablaría contra el mantenimiento de su propia
validez.

2.2 El contenido de la nacionalidad en la Constitución española de 1978


a) El contenido necesario: el acceso al territorio
Por lo que se refiere al contenido necesario, el art. 19 CE ha reconocido el
derecho de entrada y permanencia en el territorio del Estado de los españoles103, y a
diferencia de Constituciones no liberal-democráticas (como la de China, la de
Marruecos o la de Cuba), extiende ese derecho también a la salida de ese territorio. Los
extranjeros, en principio, quedarían excluidos del derecho a entrar en el Estado104 y su
disfrute de este derecho fundamental sólo podría provenir de su reconocimiento por ley
o por tratado (art. 13.1 CE), o de la adquisición de la nacionalidad, lo que sería
expresión de su capacidad jurídica iusfundamental como personas (art. 10.1 CE)105. Lo
cierto es que ninguno de los dos legisladores (ni el convencional ni el interno) ha
procedido a esa extensión general a los extranjeros del derecho a entrar en el territorio
de nuestro Estado, sino que, muy al contrario, la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero,
sobre derechos y libertades de los extranjeros y su integración social, en la redacción
dada por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre (en adelante LODLE), en una
restrictiva política de fronteras subordina la entrada de los extranjeros en el territorio
español a condiciones susceptibles de ser fijadas con tan amplia discrecionalidad de los
poderes públicos, que le alejan de su reconocimiento como tal derecho fundamental106.
En efecto, el art. 25 de la LODLE establece que el extranjero que pretenda entrar en
España deberá hacerlo por los puestos habilitados al efecto, hallarse provisto del
pasaporte o documento de viaje que acredite su identidad, que se considere válido para
tal fin en virtud de convenios internacionales suscritos por España, y no estar sujeto a
prohibiciones expresas. Asimismo, deberá presentar los documentos que se determinen
reglamentariamente que justifiquen el objeto y condiciones de estancia (visado que se
exige con carácter general para la estancia a los no comunitarios), y acreditar medios de
vida suficientes para el tiempo que pretenda permanecer en España, o estar en
condiciones de obtener legalmente dichos medios. No disfruta, pues, de un derecho
subjetivo de entrada, ni siquiera de rango legal (STC 53/2002, de 27 de febrero de 2002,

107
F.J. 4ºb), que, más allá de su abstracta titularidad, le coloque en la mayor parte de los
supuestos de hecho de ejercicio de otros derechos de titularidad universal que forman
parte de la ciudadanía en la Constitución española, como la libertad ideológica, la
libertad personal, inviolabilidad del domicilio, derecho de reunión y manifestación,
etc…107. Pero incluso aunque se admitiese la existencia de un derecho a entrar (como
turista) bajo estas restrictivas condiciones, los extranjeros seguirían sin poseer un
derecho a permanecer en España, pues a través de la subordinación de la residencia a la
posesión de un permiso de trabajo, cuyo marco legal viene marcado por los
discrecionales contingentes que cada año fija el Gobierno (arts. 31, 32, 36 ss. LODLE, y
arts. 8, 65 ss. Real Decreto 2393/2004, de 30 de diciembre, por el que se aprueba el
Reglamento de la Ley Orgánica 4/2000 (RLODLE)), el legislador ha colocado la
posibilidad de permanencia en España de los extranjeros en manos de la
discrecionalidad política gubernamental. Ello sin perjuicio de que, fijados esos
contingentes, la aplicación a la concesión de los permisos de trabajo por parte de la
Administración laboral esté regida sin discrecionalidad por el estricto cumplimiento del
principio de legalidad. Por último, los arts. 57 ss. LODLE contemplan como causas de
expulsión de los extranjeros residentes en España la violación de la legislación de
inmigración (en materia de entrada, permanencia y permisos de trabajo), de orden
público y seguridad pública, así como de la legislación penal (les exige no haber sido
condenado dentro o fuera de España por delito doloso castigado en nuestro código penal
con pena privativa de libertad superior a un año)108. Todos estos supuestos se vinculan
funcionalmente al mantenimiento de la eficacia del ordenamiento jurídico, y tratan de
configurar el ámbito personal de aplicación del ordenamiento con sujetos cuyo
comportamiento no se considere excesivamente peligroso para dicha eficacia general.
Sólo se excepciona dicha expulsión en supuestos de arraigo personal (art. 57.5 LODLE)
o familiar (art. 57.6 LODLE), en supuestos humanitarios (art. 57.5 d y art. 57.6
LODLE) y en supuestos de especial gravedad criminal (art. 57.7.2º y art. 57.8 LODLE)
por la naturaleza del delito cometido o por la larga duración de la pena impuesta, en los
que la expulsión es subsiguiente al cumplimiento de la condena. Las dos primeras
excepciones reflejan en una u otra medida la mayor capacidad de impregnación del
extranjero residente por ethnos y el demos constitucional, mientras que la última
excepción expresa la valoración del ordenamiento de la mayor funcionalidad para su
eficacia de permitir el cumplimiento de la condena que de expulsar al extranjero
delincuente por el bajo efecto disuasorio que tendría entonces la pena.

108
Este panorama se ha visto parcialmente alterado por la partencia de España a la
Unión Europea y la competencia de ésta para establecer un espacio de libertad interior
común, conforme a los arts. I-4 y I-14.2.j), III-257 ss. CEu, y con ello dar efectividad a
uno de los contenidos de la ciudadanía europea, la libertad de circulación en el interior
de la Unión (art. I-10.2.a) CEu y art. II-105 CEu). Estos preceptos de la Constitución
Europea han sido desarrollados por diversa normativa comunitaria y española entre la
que se encuentran: el Reglamento (CEE) n° 1612/68 del Consejo de 15 de octubre de
1968, relativo a la libre circulación de los trabajadores dentro de la Comunidad, el
Reglamento (CEE) nº 1251/70 de la Comisión, de 29 de junio de 1970, relativo al
derecho de los trabajadores a permanecer en el territorio de un Estado miembro después
de haber ejercido en él un empleo, la Directiva 90/364/CEE del Consejo, de 28 de junio
de 1990, relativa al derecho de residencia, la Directiva 90/365/CEE del Consejo, de 28
de junio de 1990, relativa al derecho de residencia de los trabajadores por cuenta ajena o
por cuenta propia que hayan dejado de ejercer su actividad profesional, la Directiva
93/96/CEE del Consejo, de 29 de octubre de 1993, relativa al derecho de residencia de
los estudiantes, la Directiva 2003/109/CE del Consejo de 25 de noviembre de 2003,
relativa al Estatuto de los nacionales de terceros países residentes de larga duración, y el
Real Decreto 178/2003, de 14 de febrero, sobre entrada y permanencia en España de
nacionales de Estados miembros de la Unión Europea y de otros Estados parte en el
Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo. Conforme a los mismos, tal y como
asume el art. 1.3 LODLE, los extranjeros comunitarios se encuentran sometidos a un
régimen especial de entrada y permanencia que, en combinación con el antes citado art.
13.1 CE, les confiere el derecho fundamental a entrar y salir en el territorio nacional en
términos muy semejantes a aquellos en los que lo hacen los nacionales españoles109.
Esto resta cierto valor funcional a la inicial circunscripción del derecho del art. 19 CE a
los españoles, por lo menos de cara a los ciudadanos de la Unión Europea, y es un
primer paso muy importante en el establecimiento de las bases funcionales para una
nacionalidad europea.

b) El contenido contingente: la ciudadanía política


En la línea de los ordenamientos liberal-democráticos de su entorno, el texto
constitucional español de 1978 ha dotado a la nacionalidad de un contenido contingente
derivado de su vinculación a la ciudadanía. En efecto, aunque luego se vuelva sobre
ello, baste dejar constancia ahora de que algunos derechos fundamentales -derecho al

109
trabajo y a la libre elección de profesión u oficio, derecho a la objeción de conciencia al
servicio militar, pero sobre todo de participación política y ejercicio de cargos públicos-
sólo pueden ser ejercidos por quienes posean la nacionalidad española, y no son
extensibles –sin una previa reforma constitucional- a los extranjeros, ni siquiera a los
residentes en nuestro país (DTC 1/1992, de 1 de julio, F.J. 3º). Se trata de una serie de
derechos más limitada que en otros Estados, pues la CE de 1978 es de las que más
derechos de titularidad universal reconoce, incluyendo algunos de derechos civiles
asociados a la participación política, como los de asociación, reunión y manifestación,
sindicación, etc…, que en otros ordenamientos sólo se reconocen a los nacionales
(como, por ejemplo, con los arts. 26 y 27 de la Constitución belga, los arts. 11 y 12 de la
Constitución griega, el art. 40.6.1.i-iii de la Constitución irlandesa, los arts. 17-18 y 49
de la Constitución italiana, o, en fin, los arts. 8 y 9 GG alemana).
Entre esos derechos excluidos de su extensión a los extranjeros residentes, se
encuentra, el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones al Parlamento
nacional o a los Parlamentos de las CC.AA. (art. 23.1 CE) que, conforme a lo dispuesto
en el art. 13.2 CE y a la interpretación que le ha dado la mencionada DTC 1/1992, de 1
de julio, F.J. 3º, queda reservado para los españoles, ya que a través del mismo se ejerce
la soberanía popular a la que hace referencia el art. 1.2 CE. Algo parecido sucede
respecto del derecho a acceder a los cargos y funciones públicas no representativos, que
también es ámbito exclusivo de los nacionales y donde la exclusión de los extranjeros es
cuasi-absoluta (art. 23.2 CE, art. 10.2 LODLE y art. 30.1ª de la Ley de Funcionarios
civiles del Estado). Como se verá más adelante, se admite, no sin polémica
constitucional, siguiendo la tendencia de nuestro constitucionalismo histórico, la
participación en ellos de los extranjeros comunitarios y sus familiares –como
consecuencia de las libertades de circulación de trabajadores y de establecimiento de los
arts. I-4, III-133 ss., III-137 ss. CEu-110, cuando las mismas no impliquen el ejercicio de
poder público y no se trate de funciones que tienen por objeto la salvaguarda de los
intereses del Estado o de las Administraciones públicas (art. III-139 CEu). Aunque el
art. 23.2 CE no distingue entre un tipo o u otro de cargos y funciones públicas a los que
el ciudadano tiene derecho a acceder en condiciones de igualdad con los requisitos que
señalen las leyes, y respecto de los cuales no cabe extensión a los extranjeros (art. 13.1
CE), lo cierto es que su condición de derecho de configuración legal y la eficacia
interpretativa sobre derechos fundamentales de las normas internacionales suscritas por
España (art. 10.2 CE), de las que sin duda forman parte el derecho comunitario europeo

110
originario y derivado, avalan una interpretación restrictiva –en el sentido de nuestro
constitucionalismo histórico- de dichos derechos reservados exclusivamente a los
españoles, a aquéllos que impliquen ejercicio de jurisdicción o de autoridad. Tanto la
jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Sentencia del Tribunal de
Justicia de la Unión Europea, de 30 de septiembre de 2003, C-405/01, en el caso
Colegio de Oficiales de la marina mercante española), como nuestro legislador
internacional (art. I-4.1 y III-133 CEu) y nacional (art. 1 Ley 17/1993, de 23 de
diciembre, sobre el acceso a determinados sectores de la función pública de los
nacionales de los demás Estados Miembros de la Comunidad Europea, y arts. 1, 3 y 5
del Real Decreto 543/2001, de 18 de mayo, sobre acceso al empleo público de la
Administración General del Estado y sus Organismos públicos de nacionales de otros
Estados a los que es de aplicación el derecho a la libre circulación de trabajadores), han
considerado, además, que el cargo o función pública ha de implicar el ejercicio de
jurisdicción o autoridad111 de forma habitual y no representar una parte muy reducida de
sus actividades. Como se verá más adelante, ello reduce, de forma congruente con la
concepción funcionalmente gradual que aquí se defiende de ciudadanía, los cargos o
funciones de cuyo ejercicio quedan excluidos los extranjeros –incluidos los ciudadanos
comunitarios- a aquéllos que desempeñan los órganos formal o materialmente
constitucionales, así como a los cargos en los que, aún sin la intervención de órganos
constitucionales, el grueso de sus funciones consista en la ejecución de normas
jurídicas mediante el uso de la fuerza física, esto es los que lleven anejo el ejercicio de
jurisdicción o autoridad, como ponen de relieve el art. 1.2 de la Ley 17/1993, al
enumerar los ámbitos excluidos del empleo público de los ciudadanos comunitarios o el
art. 10.2 LODLE respecto de los extranjeros no comunitarios, aunque este último sea
más restrictivo y sólo les permita acceder a funciones en la administración pública
revestidas bajo la forma jurídica de una relación laboral y no funcionarial.
Junto a ellos, la CE de 1978 ha vinculado la nacionalidad con el disfrute de otros
derechos de ciudadanía, constitucionales y legales, que permiten la integración
socioeconómica del individuo, pero que, conforme al art. 13.1 CE pueden ser
extendidos a los extranjeros por disposición legal o convencional. Se trata
fundamentalmente del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar (art. 30.2
CE), el derecho al trabajo y a la libre elección de profesión u oficio (art. 35 CE), pero
también el derecho legal a una vivienda digna (art. 47 CE), derivado de los principios

111
rectores de la política social y económica, cuya extensión a los extranjeros está, como se
verá, limitada a los que residan de forma legal y permanente en el territorio nacional.

3. La doble y la múltiple nacionalidad


3.1 El tradicional rechazo a la doble nacionalidad por parte de la Comunidad
de Estados
a) Verdaderos y falsos supuestos de doble nacionalidad
La posibilidad de que un individuo pueda pertenecer simultáneamente a dos o
más pueblos de Estados diferentes, esto es, de que posea una doble o múltiple
nacionalidad, se abre, sobre todo a partir de finales del siglo XIX, con los procesos
descolonizadores y se potencia durante el siglo veinte con los fuertes movimientos
migratorios actuales. La misma parece poner en tela de juicio la funcionalidad que se ha
atribuido al instituto jurídico de la nacionalidad, máxime, cuando durante mucho tiempo
dicho instituto se ha visto caracterizado con tintes de identidad histórico-cultural o
ideológico-política. En ese sentido, resulta difícil admitir que un individuo pueda
pertenecer simultáneamente a dos pueblos del Estado, que constituyen comunidades
histórico-culturales diferentes o, lo que es aún peor, que pueda mantener dos lealtades
políticas distintas112. Por otro lado, la eficacia de la función diferenciadora de la
nacionalidad necesita que el pueblo del Estado posea una identidad común, que esté
cohesionado a través del ethnos y del demos constitucional, lo que se podría ver en
peligro como consecuencia de la doble pertenencia derivada de una doble nacionalidad,
pues la misma implica una duplicidad –en ocasiones contradictoria- de acervos
culturales y políticos113.
El fenómeno de la doble nacionalidad se diferencia de la pluralidad de
pertenencias a comunidades políticas interrelacionadas entre sí bajo un marco superior a
ellas, esto es en un marco vertical, como sería el caso de la pertenencia simultánea a un
municipio, un Estado federado (o una Comunidad Autónoma) y al Estado federal.
Semejante confusión, muy habitual en la teoría política de la nacionalidad y la
ciudadanía114, no acierta a ver la relación que existe entre la nacionalidad y la soberanía,
como cualidad del ordenamiento, más allá de su vinculación a la ciudadanía como
expresión de la forma de ejercicio de aquella soberanía. En otras palabras, los
fenómenos de doble nacionalidad que interesan son aquellos de doble pertenencia a
ordenamientos soberanos que se interrelacionan entre sí de forma autónoma y sin un
orden jurídicamente superior en el que están integrados. Por esa misma razón, la doble

112
nacionalidad en sentido estricto tampoco hace referencia a la pertenencia a una
comunidad política soberana y a otra entidad superior de carácter histórico-cultural, más
o menos homogénea, pero sin soberanía jurídica sobre todas las unidades subintegrantes
de la misma. Algunos de estos falsos supuestos ya han sido expuestos indirectamente al
hacer referencia a la extensión del sujeto colectivo sobre el que opera la nacionalidad y
lo único que reflejan es un vínculo sociocultural, con ciertos efectos jurídicos, pero sin
parangón jurídico-funcional con la doble nacionalidad, al no existir dos ordenamientos
jurídicos soberanos a los que el individuo esté sujeto permanentemente de forma
simultanea. Tal era el caso de los ordenamientos imperiales, como el británico, la
Comunidad francesa o las Comunidades Iberoamericanas115.
Por el contrario, los auténticos supuestos de múltiple nacionalidad se derivan en
unos casos del defectuoso funcionamiento y la falta de coordinación entre los distintos
ordenamientos estatales a la hora de regular la adquisición y pérdida de la nacionalidad
por parte de los Estados (doble nacionalidad de hecho), y en otros, de la deliberada y
consciente voluntad del ordenamiento estatal de prever, o incluso favorecer, su
existencia (doble nacionalidad de derecho)116. Estos últimos obedecen a finalidades
políticas ajenas a la funcionalidad jurídica de la nacionalidad, como el mantenimiento
de aquella comunidad histórico-cultural que agrupa a varios Estados (metrópoli y
antiguas colonias) o el tamaño del pueblo del Estado, que disminuiría si millones de
emigrantes de países en vías de desarrollo renunciasen a su nacionalidad originaria.
Unos y otros supuestos hacen referencia a la integración simultánea del individuo
(actual o latente) en el pueblo de dos Estados diferentes, con los problemas para la
funcionalidad jurídica y democrática de la nacionalidad y la ciudadanía. La doble
nacionalidad se puede producir en dos momentos distintos, el de la atribución por
nacimiento o el de la nacionalización posterior. Pueden ser activos, cuando las dos
nacionalidades se consideran simultáneamente vigentes por ambos Estados, o pasivos,
cuando sólo una de las nacionalidades está activa de cara a los Estados, permaneciendo
la otra latente hasta que el individuo decida activarla, por lo que en esa primera fase son,
en realidad, falsos supuestos de doble nacionalidad.

b) Rechazo de los Estados a la doble nacionalidad


La doble nacionalidad no ha sido vista en un principio con agrado por la
comunidad internacional de Estados, como queda claro a la luz del Convenio Europeo
sobre reducción de los casos de doble nacionalidad de 6 de mayo de 1963, ratificado por

113
España en 1985, y sólo se han avenido a regularla a regañadientes por las razones
antedichas. En esa misma dirección se orientaba ya la norma de origen consuetudinario
recogida en el artículo 3 del Convenio de La Haya de 12 de abril de 1930 sobre ciertas
cuestiones relativas al conflicto de Leyes de nacionalidad, según la cual, “una persona
que tiene dos o más nacionalidades puede ser considerada nacional suyo por cada uno
de los Estados cuya nacionalidad posea aquélla”.
Con independencia de los múltiples problemas que se puedan plantear en las
relaciones internacionales tanto jurídico-públicas (sobre todo de protección
diplomática), como jurídico-privadas (sobre todo de derecho internacional privado), a
los que trata de dar solución el ya mencionado principio de la nacionalidad efectiva117,
la doble nacionalidad plantea problemas dogmático-jurídicos desde la perspectiva del
derecho constitucional y la teoría del Estado, que son los que aquí interesan. De un lado,
la pertenencia de algunos individuos a diversos sujetos colectivos nacionales parece
tener efectos negativos sobre el mantenimiento de una identidad política o cultural de
una comunidad nacional118, así como disminuir la eficacia funcional externa de la
nacionalidad, al no distribuir adecuadamente a la población en ordenamientos estatales.
De otro lado, la vinculación de la nacionalidad y la ciudadanía plantea también
problemas desde la perspectiva del cumplimiento de ciertos deberes (sobre todo los
militares) y el disfrute de ciertos derechos (sobre todo los de participación política),
pues la doble nacionalidad termina convirtiéndose en una doble ciudadanía no siempre
deseable. Lo indeseable de la doble nacionalidad no se deriva de los peligros de lealtad
política que podría generar el mantenimiento de dos lealtades a dos comunidades
políticas distintas119, sino más bien de la posible quiebra del principio democrático,
conforme al cual los gobernados deben poder participar en su autogobierno en función
de su grado de sometimiento.

3.2 La evolución hacia un sistema de doble nacionalidad en la era postnacional


La inicial actitud hostil de los Estados ante el fenómeno de la doble nacionalidad
(siglos XIX y parte del XX) no ofrecía más solución al problema que la de su negación,
el fortalecimiento internacional de la competencia casi omnímoda de cada Estado para
determinar a su conjunto de nacionales y el mantenimiento en buena parte de los
Estados del principio del common law de la perpetuidad e indisolubilidad del vínculo de
la nacionalidad120. Ello quizás sirviera para mantener un cierto equilibrio poblacional en
las relaciones de los sistemas jurídicos nacionales cuando la movilidad personal era

114
limitada. En la actual sociedad postnacional resulta, sin embargo, muy difícil negar los
supuestos de doble nacionalidad o tratar de evitarlos a través de la acción unilateral de
cada Estado, dada la cada vez más creciente movilidad personal y el aumento de los
movimientos migratorios. Además, durante el siglo XX algunos Estados (entre ellos
España), sobre todo con pasado colonial, han utilizado de manera deliberada y
consciente la doble nacionalidad como un instrumento para el mantenimiento de una
cierta comunidad histórico-cultural con los habitantes de sus antiguas colonias (art. 11.3
CE). Y también resulta útil como elemento de cohesión político-cultural, previo al
establecimiento de una auténtica nacionalidad, en los procesos de integración política
supranacional, como el que experimentan los Estados integrantes de la Unión Europea.
Por ello, en la actualidad los Estados poco a poco tratan de prever muchos de los
supuestos de doble nacionalidad, a fin de minimizar las distorsiones que generan121.
Ello se debe a que, más allá de los problemas puntuales que planteaba la doble
nacionalidad en épocas precedentes (sobre todo diplomáticos), en la era de las
migraciones, mientras el núcleo político-participativo de la ciudadanía siga vinculado a
la preexistencia de la nacionalidad, la simple negación de la doble nacionalidad genera
graves problemas políticos tanto para el Estado receptor (que podría tener millones de
inmigrantes residentes, privados de derechos de participación política), como para el
Estado de origen (respecto de cuyos emigrantes la ciudadanía democrática exigiría un
retorno periódico para poder participar políticamente).
Aunque tenga todavía un alcance muy limitado, los Estados tratan de coordinar
la propia regulación jurídica de la nacionalidad con la de otros Estados mediante el
establecimiento de tratados internacionales (bilaterales o multilaterales), dando una
regulación uniforme que permita reducir en el ámbito interno los efectos de los
supuestos inevitables de doble nacionalidad, que trate de eliminar muchos de los
supuestos (art. 1.1 del Convenio Europeo sobre reducción de los casos de múltiple
nacionalidad) o que los reconduzca a supuestos en los que, más que una doble
nacionalidad, exista una nacionalidad activa, la del domicilio habitual, y otra
nacionalidad latente (art. 14 ss. del Convenio europeo sobre nacionalidad). Del mismo
modo, los ordenamientos estatales internos tratan de reducir los supuestos de doble
nacionalidad a aquéllos que acontecen al margen de la voluntad del individuo, y allí
donde no hay la debida coordinación internacional de las legislaciones internas,
permitiendo en muchos casos la renuncia expresa o tácita a la nacionalidad de origen o
modulando el juego del ius sanguinis o del ius soli en la atribución por nacimiento, de

115
modo que permitan la hibernación o latencia de la nacionalidad por la que no se ha
optado122. Con todo, los supuestos de doble nacionalidad previstos en la legislación
interna, a diferencia de los convencionales, son más problemáticos para el ejercicio de
la ciudadanía democrática, pues permiten la plena operatividad simultánea de las dos
nacionalidades, en lugar de la latencia alternativa a la que se hizo alusión antes123.
Nuestro país no es una excepción y, al amparo del art. 11.3 CE, ha articulado
tanto convencional como internamente todo un sistema legal de doble nacionalidad. El
régimen convencional bilateral español sigue hoy comprendiendo los convenios de
doble nacionalidad firmados con Chile, de 22 de mayo de 1958; Perú, de 16 de mayo de
1959; Paraguay, de 25 de junio de 1959; Nicaragua, de 25 de julio de 1961; Guatemala,
de 28 de julio de 1961; Bolivia, de 12 de Octubre de 1961; Ecuador, de 4 de marzo de
1964; Costa Rica, de 8 de junio de 1964; Honduras, de 15 de junio de 1966; República
Dominicana, de 15 de marzo de 1968; Argentina, de 14 de abril de 1969; y Colombia,
de 27 de junio de 1979. El sistema interno, por su parte, es el previsto en los arts. 23 a
26 del Código civil. A todo este sistema legal de doble nacionalidad se le pueden hacer
dos reproches desde la perspectiva constitucional.
De un lado, el no haber aprovechado las potencialidades que de cara a la Unión
Europea le brindaba la abierta dicción del art. 11.3 CE, que permitía un sistema –por lo
menos convencional- de doble nacionalidad con los países de la Unión Europea con los
que España tiene y ha tenido una especial vinculación, habiéndose limitado básicamente
a articularla respecto de los países iberoamericanos (Comunidad Histórica de
Naciones)124. Este elemento habría sido muy importante de cara a la construcción
jurídica de un pueblo europeo y a la futura introducción junto a la ciudadanía europea
de una nacionalidad europea, pues habría sentado las bases de un ethnos y un demos que
cohesionasen ese nuevo sujeto colectivo. Desafortunadamente sólo algunos
ordenamientos de los Estados miembros reconocen la doble nacionalidad recíproca a
sus nacionales que posean la de otro Estado miembro. Sirvan de ejemplo el derecho
alemán que, tras la reforma de 1999, contempla la posibilidad de que un nacional de
otro Estado miembro se nacionalice alemán sin renunciar a su previa nacionalidad (§85
Ley alemana de extranjería), o el derecho francés que, aun guardando silencio al
respecto, no exige la renuncia de la nacionalidad previa a quienes se nacionalizan
franceses, ni anuda la pérdida de la nacionalidad francesa a la naturalización de un
francés en un Estado extranjero.

116
De otro lado, un segundo reproche hace referencia a la previsión de una dualidad
de sistemas internos de doble nacionalidad: uno convencional, que depende de la
voluntad de los poderes constituidos y de las relaciones internacionales, articulado a
partir de la hibernación de una nacionalidad, y otro automático que actúa ope
constitutione sólo en beneficio de los españoles de origen (por nacimiento) y permite la
posesión simultánea de dos nacionalidades activas125. Más allá de las distorsiones que el
régimen de doble nacionalidad automática pueda causar en la legitimidad democrática
del sistema, ante la duplicidad real y simultanea de lealtades y capacidades de
participación política, se debe tratar de justificar jurídico-funcionalmente la diferencia
de trato entre los españoles de origen y los nacionalizados, excepción
constitucionalmente prevista al derecho a la igualdad de los españoles del art. 14 CE. En
efecto, sólo los nacionales de origen conservan automáticamente la nacionalidad
española, aún cuando adquieran otra nacionalidad de alguno de los países de la
Comunidad Histórica de Naciones o de los especialmente vinculados con España. Con
carácter general se observa que los países que históricamente son de emigración
admiten la doble nacionalidad únicamente de sus nacionales de origen, mientras que los
países de inmigración (como los EE.UU. o Francia) no hacen diferencia entre uno y otro
tipo de nacionales, y de admitir la doble nacionalidad automática, admiten la de todos
los nacionales, sin distinción. La pregunta que surge inmediatamente respecto de
nuestro ordenamiento es ¿por qué no se extiende ese beneficio, derivado del
mantenimiento y conservación de ese elemento étnico-cultural que caracteriza también
nuestro vínculo de la nacionalidad, a los extranjeros naturalizados? ¿Se recela de éstos
como auténticos portadores de ese patrimonio histórico-cultural y, por tanto, de que
puedan mantenerlo junto con el que les pueda aportar su otra nacionalidad? Sin
perjuicio de que se vuelva sobre ello más adelante cuando se trate la diferencia entre la
atribución y adquisición de la nacionalidad, baste apuntar ahora que el elemento
diferencial ha de ser visto, por el contrario, en la diferente posición de cara a la
aplicación de las normas constitucionales que, con carácter general, poseen los
nacionales de origen y los nacionalizados. El texto constitucional confía en términos
generales, como consecuencia de la vigencia de sus disposiciones sobre derechos
fundamentales en los ámbitos familiar y educativo, en poder asimilar cultural y
democráticamente a quienes son nacionales de origen, que presumiblemente (en la
mayor parte de los casos) van a ser educados por españoles y en el territorio del Estado,
con la consiguiente posibilidad de verse imbuidos por el ethnos y el demos

117
constitucional democrático que inspiran todo el proceso educativo (art. 27.2 CE), y
vincula la protección que los padres dispensan a quienes se encuentran bajo su guarda y
custodia (art. 39 CE)126. Influencia mucho menos probable en quienes, habiendo
adquirido por nacimiento una nacionalidad extranjera –y sometidos a un proceso
semejante de asimilación del ethnos y el demos de esa nacionalidad-, posteriormente
adquieran por residencia o por carta de naturaleza la nacionalidad española. La
presencia duradera y permanente de esos elementos culturales y democráticos de la
nacionalidad en quienes la han adquirido desde el nacimiento, o desde una situación
asimilable de minoría de edad (adopción de menores u opción por menores) justifica la
conservación de la nacionalidad española simultáneamente a la inicial o posterior
adquisición de una segunda nacionalidad de un Estado cuyo ethnos o cuyo demos ha de
tener diversos elementos comunes con el de España.

Por lo que se refiere a los efectos de la doble nacionalidad sobre la ciudadanía y


el efecto cohesionador que ha de desenvolver junto con ella, el carácter aún
eminentemente territorial de los ordenamientos estatales y el mantenimiento de la
vinculación entre una y otra categoría, hacen que la doble nacionalidad genere una
doble integración política, social y económica, lo cual no es fácilmente admisible desde
el punto de vista democrático. No se trata de considerar meramente técnica o virtual la
doble pertenencia del doble nacional, que en la era de las telecomunicaciones y la
tecnología tiene más a su alcance moverse de un lugar a otro y por tanto tener contacto
con diversidad de sociedades. Se trata, muy al contrario, de tener en cuenta que el
ordenamiento estatal sigue siendo eminentemente territorial, lo que lleva a que el ius
domicilii sea el criterio principal de atribución de la ciudadanía y a que, mientras la
nacionalidad siga vinculada a esta última, sea preciso un mínimo de residencia efectiva
para formar parte del colectivo estable que forma el ámbito personal de aplicación de las
normas, lo que excluiría funcionalmente el mantenimiento de la nacionalidad que no se
corresponde con dicha residencia estable y permanente del individuo. Además de ello,
en muchos Estados la nacionalidad es vista, precisamente como consecuencia de su
vinculación a la ciudadanía, como la expresión del contrato social fundacional que se
renueva cada vez que un extranjero es naturalizado, lo que explica que se le requiera
con carácter sustantivo y real no sólo verse impregnado del ethnos y el demos de la
comunidad en la que se va a integrar, sino jurar una lealtad a la misma, que expresa una
obligación jurídica nueva más allá de la obligación de cumplimiento del ordenamiento.

118
Ejemplo paradigmático son los EE.UU., donde, conforme a la Sec. 337 de la Ley de
inmigración y nacionalidad de los EE.UU. de 1952, se exige un juramento de adhesión
ideológica a la Constitución que llega incluso hasta el compromiso de portar armas en
defensa de la patria, y de renuncia de toda lealtad a un Estado o potencia extranjera.127.
Con todo, los Estados, incluido el nuestro, han tomado algunas cautelas para minimizar
los efectos perniciosos que a nivel interno puede tener la doble nacionalidad sobre la
ciudadanía, pero sólo en relación con el cumplimiento de algunos deberes ciudadanos
como los militares o los fiscales. Mediante tratados internacionales bilaterales o
multilaterales (arts. 1, 5 y ss. del Convenio Europeo sobre reducción de supuestos de
doble nacionalidad y sobre las obligaciones militares en caso de doble nacionalidad) y
legislación interna (art. 11.1.c Ley 13/1991, del Servicio Militar obligatorio, en relación
con el Convenio antes mencionado, y art. 11 de la Ley 53/2003 General Tributaria) se
trata de posibilitar que ciertos deberes de ciudadanía impuestas sólo a los nacionales,
como las militares o las tributarias, deban ser cumplidas sólo respecto de un Estado por
quienes ostentan una doble nacionalidad, pero ello no lleva correlativamente aparejada
la previsión de que los derechos de participación política sólo puedan ser ejercidos en
un Estado. Cabría pensar en excluir del ejercicio de esos derechos de ciudadanía a
quienes siendo españoles, como consecuencia de su residencia en el país de su segunda
nacionalidad, carecen del mínimo contacto territorial con nuestro ordenamiento. Sin
embargo, nuestra Constitución de 1978 pone un serio obstáculo a estas exigencias pues,
además de conferir automáticamente doble nacionalidad a los españoles de origen que
se nacionalicen en otros países (art. 11.3 CE), ha establecido en su art. 67.5 CE que la
ley reconocerá y el Estado facilitará el ejercicio del derecho de sufragio a los españoles
que se encuentren fuera del territorio de España. Con todo, cabría explorar fórmulas
que, sin privar del derecho de sufragio a los emigrantes, les exigiesen una cierta
vinculación con el ordenamiento en cuya elaboración van a participar128, pero sobre ello
se volverá al abordar el capítulo dedicado a la ciudadanía.

119
III. LOS CRITERIOS DE CONSTRUCCIÓN DEL SUJETO COLECTIVO DE
LA NACIONALIDAD
1. Mito y realidad de la distinción entre atribución/adquisición de la
nacionalidad
Los criterios de construcción del sujeto colectivo unido por el vínculo de la
nacionalidad debieran reflejar, en principio, la valoración que cada ordenamiento ha
realizado del ethnos y del demos, pues la cohesión interna de aquel sujeto es
imprescindible para que la nacionalidad cumpla su función jurídica, aunque a veces los
mismos hayan sido puestos al servicio de cualquier función política que se le quiera
atribuir. En aquellos ordenamientos que tratan de juridificar la conciencia social, étnico-
culturalmente homogénea, de un presunto sujeto colectivo prejurídico predominarán
criterios de atribución automática de la nacionalidad y, en particular aquellos que más
garanticen una cierta asimilación cultural y una cierta perpetuación del ethnos desde el
nacimiento, como el ius sanguinis y el ius soli. Mientras que, por el contrario, aquéllos
otros ordenamientos que tratan de juridificar un sujeto colectivo cohesionado
políticamente a través del Estado y, por tanto, una comunidad de destino sometida a un
plebiscito diario –por utilizar la metáfora de Ernst Renan-129, darán más trascendencia a
los criterios voluntaristas que reflejen el demos, como el ius domicilii, sin que, con todo,
quepa establecer radicales distinciones entre unos y otros, por lo menos en los
ordenamientos jurídicos liberal-democráticos. En este sentido, habrá incluso
ordenamientos que tengan en cuenta de forma directa el origen étnico del individuo a la
hora de atribuir la nacionalidad, tratando de recrear un sujeto étnico-biológico, como el
art. 5 del código griego de nacionalidad o La Ley de retorno israelí de 1950. Mientras
otros, por el contrario, como el norteamericano, exigirán un tiempo de residencia previo,
incluso a aquellos individuos a los que la nacionalidad se atribuye por nacimiento en
virtud del criterio sanguíneo, tratando con ello de recrear la noción de un sujeto
colectivo pacticio130. Y para ello pueden utilizar y combinar entre sí los criterios del ius
sanguinis y del ius soli en el nacimiento, y del ius domicilii en la residencia, sin que
quepa atribuir unos únicos efectos en la configuración del sujeto colectivo a unos o a
otros.
Estos dos ejemplos extremos sirven para poner de manifiesto los dos distintos
momentos en los que actúan los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad,
esto es, en los que se supone la integración del individuo en ese sujeto colectivo

120
nacional. Un primer momento es el de comienzo de la vida del individuo, en el que ante
su falta de capacidad para expresar una voluntad autónoma propia de integrarse en el
sujeto colectivo nacional, el ordenamiento suele atribuir automáticamente la
nacionalidad131. El segundo momento es el de la integración posterior en el pueblo de
otro Estado de quien ya posee una nacionalidad, pero que por su propia voluntad quiere
integrarse en un nuevo colectivo nacional, ante lo que, dados ciertos requisitos, los
ordenamientos suelen permitirle la adquisición de la nacionalidad. La Corte Suprema de
los EE.UU. en el asunto Boyd v. Nebraska ex rel. Thayer, 143 US 135, 162 (1892),
definía muy gráficamente la naturalización como el “acto de adoptar un extranjero y
revestirlo con los privilegios e inmunidades de un ciudadano nativo”. Esta distinción no
sólo es tenida en cuenta por los ordenamientos jurídicos desde la óptica de los requisitos
formales y materiales exigidos para la obtención de la nacionalidad por una u otra vía,
generando modelos discrecionales –para el Estado- y opcionales –para el individuo- de
pertenencia al colectivo nacional132, sino que algunos ordenamientos también la tienen
en cuenta desde la perspectiva de los efectos y contenido que posee la nacionalidad para
quienes la han adquirido en uno u otro momento, dando lugar, como en el caso español,
a dos tipos de nacionales: originarios y derivativos. Por ello, es preciso indagar qué hay
de mito y qué de realidad en la distinción entre uno y otro modo de integración en el
sujeto nacional.

1.1 El mito de la diferente naturaleza del título jurídico


La distinción entre atribución y adquisición de la nacionalidad, como dos
momentos distintos de integración en el sujeto colectivo de la nacionalidad que reflejan
también un diverso título jurídico, legalmente reconocido el primero y voluntariamente
pactado el segundo, es inaceptable en un ordenamiento jurídico moderno
funcionalmente diferenciado. No tanto porque cualquiera de ellos resulte incompatible
con un determinado concepto de nación: el adquisitivo con el étnico-cultural, y el
atributivo con el voluntarista. Sino, más bien, porque ni es posible suponer la existencia
de voluntades individuales o colectivas soberanas que realicen dicho pacto sin con ello
quebrar la positividad del ordenamiento jurídico, tal y como propondría el modelo de
adquisición, ni tampoco cabe en un ordenamiento liberal-democrático prescindir
completamente de la voluntad del individuo a la hora de atribuir y conservar ope legis el
vínculo jurídico de la nacionalidad, sin con ello desfigurar la libertad como valor
superior del ordenamiento.

121
En efecto, el pacto fundacional originario, en que la teoría política
revolucionaria liberal-democrática basaba la conformación del sujeto soberano, carece
de funcionalidad para el sistema jurídico. La fundamentación del ordenamiento jurídico
en un pacto se opone a su diferenciación funcional, a su autorreferencialidad y a su
positividad, no sólo porque implica fundamentar el “deber ser” en el “ser”, sino también
porque presupone una autonomía del individuo opuesta a la necesaria heteronomía de
las obligaciones jurídicas. Por lo que se refiere a la nacionalidad, semejante teoría la
coloca ante un callejón sin salida a la hora de decidir quiénes pueden y/o deben formar
parte del pacto fundacional originario. Si no existe una norma jurídica previa que
confiera validez deóntica al pacto, y la confluencia es meramente fáctica ¿de donde
extrae éste su fuerza obligatoria y se transformará de un hecho en una norma? Y si
existe esa norma jurídica previa, el pacto ya no será fundacional y originario, y habrá
que presuponer la existencia de un sujeto colectivo previo del que emana aquélla. Desde
una percepción jurídico-positiva del ordenamiento jurídico, la validez de sus normas,
incluida la Constitución, que podría encarnar ese pacto fundacional originario, es
interna y autorreferente, y no depende de ningún pacto intersubjetivo previo. Por tanto,
es el propio sistema jurídico el que heterónomamente integra a los sujetos que considera
oportuno en su ámbito personal de aplicación estable y permanente. El vínculo de la
nacionalidad se genera, pues, siempre por la voluntad normativa del ordenamiento. La
forma en la que éste construye ese vínculo puede ser más o menos democrática y dar
más o menos juego a la voluntad del súbdito según utilice unos u otros criterios de
atribución de la nacionalidad133, lo que depende, en último extremo de cuáles sean los
principios estructurales de dicho ordenamiento, esto es, los valores constitucionales que
inspiran el procedimiento de creación normativa. En este sentido, cuanto mayor sea la
diferenciación funcional que pretende el ordenamiento tanto más realista será al integrar
aquel número de súbditos que más estable, intensa y permanentemente se ven sometidos
a estas normas y sobre los que la eficacia es posible. Cuanto más liberal sea, tanto más
permitirá al individuo, aun a riesgo de disminuir su funcionalidad, participar con su
voluntad en la salida o entrada de dicho colectivo134. Y cuanto más democrático sea,
dada la vinculación entre nacionalidad y ciudadanía, tanto más restrictivo será en la
imposición de requisitos para la integración voluntaria de los extranjeros residentes
permanentes que quieran cambiar de nacionalidad, e inversamente tanto más exigente
será con los requisitos para el ejercicio de la ciudadanía de quienes se desvinculan
territorialmente de la eficacia de ese ordenamiento. Pero en todo caso, la decisión

122
corresponde al ordenamiento jurídico estatal y los únicos parámetros con los que se
puede medir en términos jurídicos son los que se desprenden de su Constitución o del
derecho internacional obligatorio para el Estado.
La atribución y la adquisición no se corresponden, pues, con dos elementos
políticos distintos en la construcción del sujeto colectivo de la nacionalidad, sino que
hacen referencia a dos momentos de la construcción jurídica de ese vínculo. Los
ordenamientos construyen el vínculo de la nacionalidad en dos momentos distintos, que
no se corresponden con ninguna situación natural prejurídica, sino con distintas formas
de cumplir la función jurídica de aquélla, lo que depende de la capacidad de integración
del individuo en la comunidad política 135. La atribución suele coincidir con el momento
del nacimiento, y, por tanto, con una situación de inicio de la personalidad, de minoría
de edad, y de mayor facilidad para que el individuo se vea impregnado por el ethnos y el
demos constitucional. Por su parte, la adquisición suele coincidir con un momento
posterior al nacimiento, y habitual aunque no necesariamente posterior al de la mayoría
de edad, en el que la nacionalidad es pretendida por un individuo que ya posee una
nacionalidad previa y que, por tanto, ya se ha visto imbuido de otro ethnos y de otro
demos constitucional. Antes de pasar a analizar el marco constitucional en el que se ha
de mover el legislador a la hora de regular los criterios de atribución y de adquisición,
veamos, sin embargo, la relación que existe entre estos dos conceptos y otros parecidos
que ha asumido nuestro ordenamiento.

1.2 La realidad de la distinción entre españoles originarios y españoles


nacionalizados. Sus límites constitucionales
La Constitución española de 1978 y el Código Civil distinguen entre españoles
de origen y españoles nacionalizados. A los primeros los menciona expresamente el art.
11.2 y 3 CE en relación con la privación de la nacionalidad y con los supuestos de doble
nacionalidad, y el art. 60.1 CE que, sin utilizar la dicción españoles de origen, permite
únicamente a los españoles de nacimiento la tutela del Rey menor de edad, pero también
los arts. 17 a 20 CC que los definen indirectamente, al atribuirles o permitirles adquirir
la nacionalidad española ex lege. Los segundos, por su parte, vendrían definidos
tácitamente en contraposición a los anteriores. A diferencia de lo que ocurría en nuestro
constitucionalismo histórico, el legislador no ha trazado más distinción expresa en el
contenido de la nacionalidad de unos y de otros que la prohibición constitucional de
privación de la nacionalidad para los de origen, inexistente para los naturalizados (art.

123
25 CC), así como la posibilidad de conservar la nacionalidad para los españoles de
origen que adquieran otra de un país iberoamericano o vinculado con España, que
tampoco opera para los españoles naturalizados (art. 24.1 CC). Unos y otros disfrutan
por igual el derecho de entrada y salida del territorio nacional, así como la misma
protección diplomática. El resto de las distinciones que a menudo se mencionan o bien
son distinciones en el ejercicio de los derechos civiles, políticos o económicos que
conforman la ciudadanía (como, por ejemplo, la del propio art. 60 CE), o bien son
distinciones que operan, como se verá después, en el acceso a la nacionalidad por parte
de quienes son descendientes de unos u otros, con lo que en realidad la diferenciación
no afecta a dos españoles sino a dos extranjeros.
La doctrina civilista tiende a considerar que los conceptos español de origen y
español naturalizado deberían reflejar de forma cuasi-exacta los de atribución y
adquisición de la nacionalidad respectivamente, al igual que los diversos momentos a
los que uno y otro se refieren136. De ahí que la misma critique la extensión de la
nacionalidad española de origen a quienes han optado por ella después del nacimiento –
e incluso de la minoría de edad (art. 17.2 y 20 CC) o a quienes han sido adoptados por
españoles (art. 19 CC). A pesar de la impresión que pudiera generar el tenor literal del
art. 60 CE, dicho precepto no es una norma sobre la atribución de la nacionalidad, por lo
que ambos pares de conceptos no pueden ser identificados, como se hizo hasta la Ley
51/1982, de 13 de julio, de modificación del Código Civil en materia de nacionalidad137.
Cabe preguntarse si el legislador es libre a la hora de definir con unos u otros criterios
de atribución/adquisición quienes son españoles de origen y quienes no ¿Existe algún
criterio constitucional respecto a la definición y los efectos de la nacionalidad de unos y
otros?
En primer término, es preciso indagar si existe una justificación funcional para
esta distinción entre dos tipos de españoles, que ha sido tachada de discriminatoria por
contraria al art. 14 CE138, más allá de su mera mención en el art. 11.2 y 3 CE. El
mencionado art. 14 CE obliga a tratar igual las situaciones iguales, pero permite tratar
desigual las situaciones desiguales, entre las que se podría encontrar la diferente
posición en la que se encuentran los españoles de origen y los naturalizados. Cualquier
criterio que distinga la nacionalidad originaria de la derivativa debería, por razones
dogmático-constitucionales, estar orientado al desempeño más adecuado de la función
propia de aquélla, y además, hacerlo dentro del marco del ethnos y el demos
constitucional. Por ello, para que dicha distinción esté justificada, el carácter originario

124
de la nacionalidad no debe hacer referencia a una preeminencia étnico-cultural de los
nacionales así caracterizados139, ni tampoco a su presunta participación o coexistencia
en el momento del supuesto pacto fundacional. Muy al contrario, dicho carácter
originario ha de hacer referencia a su mayor capacidad para servir a la función jurídica
de la nacionalidad, asimilando un patrimonio cultural variable (ethnos) y de una
capacidad de participación ciudadana (demos), establecidos por la CE de 1978.
Ciertamente, el momento de sometimiento al ordenamiento constitucional en el que se
reflejan ese ethnos y ese demos es el mejor indicativo de dicha capacidad. En la medida
en que los criterios de atribución y adquisición reflejen una presunción razonable (iuris
tantum) de esa mayor capacidad del individuo para, directamente o a través de sus
guardadores legales, asimilar ese patrimonio cultural variable y el ideario educativo
democrático (art. 27.2 CE), su regulación, coincidente o no con el nacimiento, estará
funcionalmente justificada. En caso contrario no lo estarán y pesarán sobre ellos graves
sospechas de inconstitucionalidad. Saberlo con un poco más de detalle requiere un
análisis más concreto de dichos criterios, que se hará en el apartado siguiente. Se puede,
sin embargo, adelantar que está justificada la extensión de la nacionalidad de origen,
más allá del momento atributivo del nacimiento a los extranjeros adoptados (art. 19 CC)
y a los extranjeros con derecho de opción (art. 17.2 y 20 CC) que sean menores de edad,
pues los procesos de inserción social en familias y sistemas educativos españoles
garantizan en términos generales la presencia de esa mayor capacidad de recepción del
ethnos y el demos constitucionales. No lo estará en cambio la extensión a optantes o
adoptados mayores de edad, respecto de los cuales no siempre es razonable sentar una
presunción semejante, y es preciso contar, a la inversa, con la incidencia previa sobre el
adoptado u optante de un ethnos o un demos propios de su país de procedencia. Aquí
sería precisa una mayor concreción legislativa que, por ejemplo, vinculase de algún
modo la adquisición de la nacionalidad al ius domicilii del adoptado o del optante, como
vía de impregnación con el acervo cultural y democrático de nuestro ordenamiento
constitucional.

2. Los criterios de atribución de la nacionalidad


2.1 ¿Diverso impacto del ius sanguinis y del ius soli en la función de la
nacionalidad? Entre asimilación cultural e integración democrática
Los dos principales criterios de atribución de la nacionalidad han sido
históricamente, como ya se vio, el ius sanguinis y el ius soli. Todos los ordenamientos

125
modernos construyen el grueso de los integrantes del pueblo del Estado por atribución a
partir de la combinación de estos dos criterios que operan en el momento del
nacimiento. Se trata de dos criterios cuya literalidad ha de ser entendida hoy en día en
un sentido metafórico, adaptándola a los valores constitucionales imperantes en cada
ordenamiento. En efecto, ni el ius sanguinis requiere la descendencia biológica de
españoles, pues se trata de una mera ficción legal, ni el ius soli circunscribe sus efectos
al nacimiento dentro de las estrictas fronteras territoriales del Estado. Piénsese respecto
del primero, no sólo en la adopción que genera una filiación legal semejante a la
biológica (art. 19 CC), sino también en los supuestos de filiación derivados de las
nuevas técnicas de reproducción asistida (arts. 7-10 de la Ley 35/1988, de 22 de
noviembre sobre técnicas de reproducción asistida). Y respecto del segundo, piénsese en
el nacimiento en los territorios coloniales que aún puedan tener algunos Estados, o en el
nacimiento en buques o aeronaves, de soberanía del país de que se trate (véase la Ley
sobre el mar territorial, de 4 de enero de 1977, Ley de la navegación aérea de 21 de
junio de 1960, Ley 27/1992, de puertos del Estado y de la marina mercante, art. 11.1º.2
CC, etc…)140.
Casi ningún Estado utiliza uno de los criterios con exclusión absoluta del otro,
pero sí prefiere uno u otro según cual sea la finalidad política que le atribuya a la
nacionalidad: básicamente conservar como nacionales a los emigrantes y a sus hijos (ius
sanguinis), o integrar en la nación al máximo número de inmigrantes llegados y nacidos
en el territorio del Estado (ius soli)141. A pesar de su diferente filiación histórica y
funcionalidad política –el primero vinculado a la transmisión de la ciudadanía ateniense
o romana y el segundo a la transmisión de la condición de súbdito en época feudal y de
natural durante el absolutismo-, uno y otro criterio desempeñan respecto de la
nacionalidad una funcionalidad jurídica que se mueve entre la asimilación cultural del
integrado en el colectivo de nacionales y su integración democrática en ese mismo
colectivo al que la Constitución ha atribuido la soberanía. Que se oriente más a producir
un efecto u otro depende no tanto del criterio de atribución de la nacionalidad, cuanto de
la configuración de la ciudadanía, esto es, del grado de pluralismo, de libertad, de
igualdad y, en fin, de democracia que el propio ordenamiento haya establecido y que
condicionará el ethnos y el demos que puedan reflejar uno y otro criterio de atribución
de la nacionalidad142.

126
Ambos criterios aparecen recogidos por los arts. 17 y 19 CC, que dan
preferencia al ius sanguinis sobre el ius soli. Dichos preceptos consideran españoles por
filiación a los nacidos de padre o madre españoles y los adoptados por español o
española, siempre que la determinación de la filiación o la adopción se produzcan antes
de que el individuo haya alcanzado los dieciocho años de edad, y españoles por
nacimiento en España a los nacidos en territorio nacional de padres extranjeros, siempre
que uno de ellos hubiese nacido también en España (con exclusión de los hijos de
diplomáticos), de padres extranjeros apátridas o cuyas legislaciones nacionales no le
atribuyan la nacionalidad a su hijo, así como a los nacidos de filiación indeterminada.
La filiación o el nacimiento han de ser inscritos en el Registro Civil, y generarán dicha
atribución legal de la nacionalidad por posesión de estado si se hubiese poseído y
utilizado la nacionalidad durante diez años con buena fe, aunque se anule el título que la
originó (art. 18 CC). Además, esta atribución legal de la nacionalidad sólo opera si la
filiación o nacimiento se determinan –mediante la inscripción en el Registro Civil o por
alguno de los medios previstos en la legislación civil (arts. 30 y 113 CC y 40 ss. Ley del
Registro Civil de 8 de junio de 1957 (LRC))- antes de que el interesado cumpla
dieciocho años de edad, pues en caso contrario la nacionalidad únicamente podrá ser
objeto de adquisición mediante el ejercicio de la facultad de opción (art. 17.2 CC).
Salta a la vista una primera cuestión problemática para nuestro ordenamiento
constitucional democrático. Si la nacionalidad confiere al individuo el núcleo
iusfundamental de la ciudadanía y, por tanto, la plena participación de éste en la
formación de la voluntad política de la comunidad, parece claro que, por exigencias del
principio democrático, debieran considerarse nacionales sólo a aquellos individuos que
mantengan una vinculación con el ordenamiento y una capacidad de cohesión social tal
que les haga sujetos estables y permanentes de éste y, con ello, acreedores de esos
derechos de participación ciudadana. ¿En qué medida reflejan los criterios de atribución
de la nacionalidad antes mencionados esa exigencia constitucional consustancial a su
función jurídica? Nuestro primer constitucionalismo histórico, siguiendo modelos
pactistas revolucionarios, añadía el requisito conjunto del ius domicilii que exigía
además del nacimiento en España o de padres españoles la residencia en el territorio
nacional. Pero desde la CE de 1837 desparece ese requisito de los textos
constitucionales y de la legislación civil sobre nacionalidad, ausencia que se deja notar
en la vigente regulación. Al margen de los casos de adquisición de la nacionalidad
española por residencia, el ius domicilii sólo juega un papel secundario en la pérdida de

127
la nacionalidad, que acontece para los españoles que residan habitualmente en el
extranjero –con lo que les sería de aplicación mayoritariamente la legislación del Estado
en el que se encuentran- y, además, adquieran voluntariamente otra nacionalidad o
utilicen exclusivamente la nacionalidad extranjera que tuvieran atribuida antes de la
emancipación -en los casos de doble nacionalidad- (art. 24 CC), salvo que se trate de
españoles de origen con una nacionalidad de un país de la Comunidad Iberoamericana.
Buena prueba del papel secundario de la residencia para la atribución de la nacionalidad
es que ni siquiera se exige para su recuperación a los que fueron españoles de origen
hasta la segunda generación (art. 26.1 CC). De lo anterior se desprende que, dejando a
un lado los supuestos en los que se trata de evitar la apatridia del recién nacido, el resto
de los actuales criterios atribución de la nacionalidad puede resultar parcialmente
disfuncional, pues conferiría la nacionalidad a quienes por la ausencia de residencia
continuada en el territorio del Estado pierden buena parte de su contacto y su
vinculación con el ordenamiento jurídico, conservándoles, sin embargo, los derechos de
participación de la ciudadanía.

Una segunda cuestión teórico-constitucional que plantea la codificación civil de


uno y otro criterio es la relativa a la mayor o menor incidencia de los elementos
constitucionales del ethnos y del demos en la caracterización de la nacionalidad. En
efecto, como ya se apuntó antes, no se puede decir a priori que uno u otro criterio
fomenten más o menos la presencia de ethnos o del demos en la caracterización del
vínculo de la nacionalidad. En ordenamientos completamente cerrados, es decir, sin
apenas movimientos migratorios, los efectos de asimilación cultural y política serían
semejantes con uno u otro criterio, puesto que la transmisión familiar y social de valores
culturales y políticos sería igual de eficaz para el hijo de nacionales que para el nacido
en el territorio del Estado. Se cerrarían las puertas a la proliferación de culturas distintas
a la dominante que pudieran llegar a caracterizar un día el ethnos o el demos de la
nacionalidad a través de la incorporación como nacionales de los inmigrantes nacidos en
el territorio del Estado. Dada la imposibilidad de que los ordenamientos se mantengan
cerrados -ahora lo están menos que nunca- y dado el alto grado de movilidad territorial,
uno y otro criterio sirven precisamente para afianzar ese ethnos y ese demos como
elementos de cohesión e identidad del sujeto colectivo nacional, debiendo utilizarse
preferentemente uno u otro en función de cuál sea la dirección dominante de los
movimientos migratorios: de emigración (ius sanguinis), de inmigración (ius soli). En

128
este sentido, parece que Estados que, como el nuestro, se han transformado de Estados
de emigración en Estados de inmigración, deberían otorgar un papel más relevante al ius
soli como criterio de atribución de la nacionalidad, puesto que se podría presumir
razonablemente que la inmensa mayoría de los nacidos en territorio español van a
desplegar en sus relaciones vitales de forma estable y más o menos permanente, esto es,
que van a formar parte de ese ámbito personal estable de aplicación de nuestro
ordenamiento jurídico143. En cualquier caso, los dos criterios deberían servir para la
transmisión de una combinación de acervo cultural y democrático participativo, esto es,
para que el ethnos sea más o menos multicultural y abierto, y el demos sea más o menos
igualitario y participativo, de lo que correlativamente dependerá que predomine uno u
otro. En el caso del ordenamiento español, como ya se dijo, el ethnos es ampliamente
multicultural y abierto, y se encuentra subordinado a un demos convertido en el
principio estructural de Estado democrático eminentemente procedimental y altamente
igualitario y participativo, con lo que ni ius sanguinis ni ius soli pueden servir para
construir un sujeto colectivo nacional en virtud de criterios étnico-culturales cerrados, ni
para excluir de la participación a quienes vayan a ser súbditos pero no soberanos.
Veamos, pues, si los criterios de atribución de la nacionalidad transgreden los límites
constitucionales que operan sobre las exigencias de asimilación cultural y de integración
democrática de aquellos a quienes se quiere convertir automáticamente en nacionales.

2.2 Límites constitucionales a los criterios de atribución de la nacionalidad


La discrecionalidad del Estado en la determinación de los criterios de atribución
y adquisición de la nacionalidad encuentra ciertos límites jurídicos, tanto mayores
cuanto más democrático sea el ordenamiento. En efecto, ya se ha hecho referencia al
límite de derecho internacional del principio de eficacia y al límite de derecho
comunitario derivado de la existencia de una ciudadanía europea. Uno y otro derecho
aún sin rango constitucional (STC 28/1991, de 14 de febrero, F. J. 5º; STC 77/1995, de
22 de mayo, F.J. 2º), se incorporan al ordenamiento español por la vía de los arts. 96 y
93 CE siempre que no conculquen el texto constitucional. El principio de nacionalidad
efectiva se acomoda a las exigencias de nuestro Estado democrático en la medida en que
requiere la vinculación territorial del sujeto que proporciona la residencia. Y el manejo
por parte de la ciudadanía europea de la nacionalidad de un Estado miembro de la
Unión como punto de conexión también apela a la vinculación territorial propia del
principio democrático que en general le proporciona aquélla. Pero, además de estos

129
límites, cada ordenamiento democrático establece internamente otros que condicionan la
aparentemente omnímoda potestad del legislador para fijar los criterios de atribución y
adquisición de la nacionalidad y que operan en dos frentes distintos: el primero es el de
la funcionalidad de la nacionalidad para el principio democrático, que conduce a exigir
al ius sanguinis y al ius soli el reflejo de una cierta sujeción espacio-temporal al
ordenamiento español y el respeto a la voluntad del individuo; el segundo, consecuencia
del primero es el de la necesidad de cierta concurrencia del ius domicilii de los padres
para la atribución y/o conservación de la nacionalidad. Puesto que en la atribución por
nacimiento tiene menor importancia la voluntad del individuo y su residencia en el
territorio del Estado, aún inexistente, como base democrática para justificar su
integración en el colectivo nacional, las limitaciones constitucionales se orientan más a
impedir negativamente que se integre en dicho colectivo quien no se va a ver
impregnado por el ethnos o el demos constitucional, que a imponer positivamente la
integración de tales o cuales personas a las que, en su caso, cabría reconocer un derecho
a adquirir la nacionalidad española posteriormente. Veamos, no obstante, cuál ha sido
su concreto desarrollo en nuestro ordenamiento.

a) La presunción de funcionalidad del ius sanguinis y el ius soli


En efecto, en primer término los criterios de atribución de la nacionalidad deben
de reflejar razonablemente la vinculación de la mayoría de los nacionales por
nacimiento con el ámbito espacial de aplicación del ordenamiento del que se le hace
súbdito permanente. No sólo porque sea necesario para que la nacionalidad cumpla su
función diferenciadora, sino también por las exigencias democráticas de la ciudadanía
que se transmiten a la nacionalidad mientras ambas sigan vinculadas. Ciertamente, no
parece adecuado exigir que dicha presunción legal se cumpla de forma absoluta porque
la función principal de la nacionalidad no es la de construir el sujeto de la ciudadanía,
sino que esta construcción es complementaria y puede llegar a exceder el ámbito
personal de los nacionales. Bastará, pues, con que con carácter general el ordenamiento
pueda presumir razonablemente que la mayoría de los nacionales residen y, con ello, se
sujetan al ordenamiento nacional, pudiendo corregirse las concretas disfuncionalidades
que puedan apreciarse en relación con el ejercicio de los derechos de ciudadanía por
algunos nacionales desvinculados territorialmente con el ordenamiento, a través del
establecimiento de condiciones adicionales para el ejercicio de los concretos derechos
de ciudadanía. En este sentido, será suficiente con que el vínculo de la nacionalidad

130
refleje genéricamente la caracterización del ethnos y el demos que ha establecido la
Constitución española de 1978. Por ello, no debe construirse con la intención de recrear
un ente colectivo caracterizado por unas señas comunes de identidad socio-cultural o
política, sino con el fin de construir un sujeto colectivo soberano que está en
permanente renovación, y cuyo principal elemento de identidad en un ordenamiento
jurídico democrático es la imputación de la soberanía democrática144 que los ciudadanos
ejercen a través de los derechos fundamentales. Ello no supone la automática
incorporación, por nacimiento, al colectivo soberano de todos los residentes bajo el
ordenamiento jurídico del Estado, sino que ésta será funcional y democrática en la
medida en que existan elementos (sujeción a la patria potestad, nacionalidad y/o
residencia de los padres, etc…) que reflejen la intensidad del sometimiento del
individuo al ordenamiento estatal, o traten de evitar situaciones de apatridia,
disfuncionales para la diferenciación segmentaria y por ello proscritas por el derecho
internacional convencional. Pero se desviará de las exigencias funcionales de la
nacionalidad y del principio democrático cuando la atribución se ponga al servicio de
fines políticos distintos, como la construcción de una base poblacional fuerte y extensa,
una homogenización cultural de la nación, o, en fin, cuando desconozca la voluntad
subjetiva de los convertidos automáticamente en nacionales en aras de una más perfecta
congruencia entre el pueblo gobernante y el pueblo gobernado145. No se trata, pues, de
que no se le exija nada a quien automáticamente es incorporado como nacional. Es más,
en supuestos automáticos de doble nacionalidad por nacimiento, puede que al individuo
a posteriori le hubiera resultado más adecuado no recibir automáticamente una
nacionalidad menos beneficiosa en su vinculación con la ciudadanía, ante el temor de
perder otra que lo es más, o parte de los derechos de ciudadanía –económicos o políticos
principalmente- cuyo disfrute se asocia a conservarla.
Una interpretación constitucionalmente adecuada de los criterios adoptados por
nuestro Código Civil ha de basarse en su funcionalidad para la nacionalidad y en que no
se opongan al principio democrático. El legislador puede presumir (iuris tantum)
razonablemente la sujeción estable y permanente al ordenamiento de los españoles por
nacimiento (a través de la residencia en territorio nacional), y su consiguiente
integración en el ethnos y el demos constitucional146. En el caso de su atribución iure
soli, suponiendo legalmente que quienes nacen en territorio español de padres
extranjeros nacidos en España, apátridas o sin filiación determinada, tenderán, por las
ventajas del ordenamiento democrático al que pasarían a estar sujetos en virtud del

131
acceso a la nacionalidad española, a mantener la residencia e impregnarse del ethnos y
el demos constitucional. Del mismo modo, en el caso de la atribución de la nacionalidad
española iure sanguinis, semejante presunción legal puede hallarse en que ese ethnos y
ese demos constitucional también se transmitirán por vía familiar (los padres son
garantes de los derechos de los hijos conforme al art. 39 CE) a quienes son hijos de
españoles o residen en territorio español con sus padres o tutores. El Tribunal
Constitucional federal alemán (BVerfGE 37, 217, 251) razonó en términos semejantes
en un asunto sobre la atribución de la nacionalidad alemana a los hijos de una alemana
casada con un español.

b) La necesidad de incrementar la participación del ius domicilii en la


atribución de la nacionalidad
Sigue habiendo muchos otros en los que no se permite que la voluntad del
individuo ponga fin al vínculo de la nacionalidad sin una previa autorización por parte
del Estado, sobre todo en países no plenamente democratizados (por ejemplo, art. 19 del
Código Marroquí de la nacionalidad), pero también en Estados democráticos integrados
en la Unión Europea (por ejemplo, art. 14 del Código griego de la nacionalidad)147.
Frente a ello, nuestro texto constitucional vigente, aunque no reconoce expresamente –
como sucedió en la Constitución de 1869- un derecho de los españoles a emigrar, del
reconocimiento del derecho de salida del art. 19 CE, y de la existencia de emigrados
respecto de los que el art. 42 CE obliga a los poderes públicos a adoptar medidas para
reorientar su retorno (voluntario), tácitamente permite semejante libertad de emigración
y, con ello, la posibilidad de expatriarse, sometida a menos condicionamientos que los
que establecía aquel texto histórico148. En efecto, ante la posibilidad de que en ejercicio
del derecho a entrar y salir libremente del territorio nacional se produzca una
desvinculación temporalmente relevante de ese ethnos y ese demos constitucional,
parece exigible, como cláusula de salvaguardia democrática, la presencia adicional del
ius domicilii que limite a un período razonable el tiempo máximo de ausencia del
territorio nacional para no entender renunciada tácitamente la nacionalidad, o que exija
a los padres haber residido previamente al nacimiento de su hijo en el territorio nacional
durante un período mínimo, etc..., esto es, que refuercen la presunción legal de
vinculación con el territorio del Estado y la deshagan cuando dicha vinculación cesa de
forma estable y permanente, sin posibilidad de mantenerla artificialmente. Un buen
ejemplo de este condicionamiento del ius sanguinis por el ius domicilii lo ofrece, tras su

132
última reforma, el §4.4 Ley alemana de nacionalidad, conforme al cual „no se adquiere
la nacionalidad alemana por nacimiento en el extranjero si, tras la entrada en vigor de
la ley, el padre o la madre alemanes han nacido en el extranjero y tienen allí su
residencia habitual, a no ser que su hijo, como consecuencia de ello, deviniera
apátrida“; aunque después introduzca ciertas excepciones a esta regla. Y de forma
semejante, la Sec. 301. c, d, e, de la Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.
establece la nacionalidad iure sanguinis de los nacidos fuera del territorio nacional de
padres estadounidenses, cuando ambos sean residentes en los EE.UU., o alguno haya
residido en dicho país durante cierto tiempo antes del nacimiento. Lamentablemente
nuestro Código Civil vigente apenas refleja el ius domicilii en la atribución de la
nacionalidad por nacimiento, a diferencia de nuestra primera Constitución
revolucionaria de 1812, lo que sobre todo en el caso del ius sanguinis hace más difícil la
presunción de vinculación con nuestro ethnos y nuestro demos de quienes han nacido de
padres españoles fuera del territorio nacional.
En otro orden de cosas, descartada la posibilidad de privación automática de la
nacionalidad por parte del Estado –por los posibles abusos de esa potestad de los que
dan buena cuenta significativos ejemplos históricos-, es necesario tener en cuenta su
voluntad de permanecer unido o desvincularse de nuestro ordenamiento mediante su
facultad de expatriación. Esta necesidad de tener en cuenta la voluntad de quien ha sido
adscrito a un sujeto colectivo nacional conduce a que la mayor parte de los
ordenamientos, guiados por el art. 15.2 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos, contemplen expresa o tácitamente junto a los supuestos de privación ex lege
de la nacionalidad, los de pérdida voluntaria, quebrando el viejo axioma del common
law de la perpetuidad del vínculo de la nacionalidad (“una vez británico siempre
británico”).
En efecto, los Estados liberal-democráticos en general, no sólo permiten al
individuo adquirir por voluntad propia en ciertos supuestos de comunidad de intereses
histórico-culturales y/o políticos una segunda nacionalidad, simultanea o latente, sino
también renunciar a la propia nacionalidad para cambiarla por otra como consecuencia
de actos voluntarios, tales como el matrimonio, pero sobre todo la residencia en el
territorio de otro Estado. No se trata de una exigencia derivada del carácter consensual
del vínculo de la nacionalidad, sino del respeto al derecho fundamental a salir
libremente del territorio nacional, perdiendo, con ello –cuando la salida es permanente-,
la razón de ser funcional de la nacionalidad149. Hoy en día, habida cuenta de la

133
desaparición en nuestro ordenamiento del servicio militar obligatorio y de la necesidad
de poseer un pasaporte o documento nacional de identidad válidos para salir del
territorio nacional, cabe concluir que, conforme al art. 10 de la Ley Orgánica 1/1992, de
21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana (LOPSC) y al art. 2 del Real
Decreto 896/2003, de 11 de julio, por el que se regula la expedición del pasaporte
ordinario y se determinan sus características, la libertad de salida del territorio nacional
sólo se encuentra limitada por el cumplimiento de obligaciones penales o por las
limitaciones impuestas durante un estado de excepción o sitio conforme a los arts. 55.1
y 116 CE y a la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de Junio, de los Estados de Alarma,
Excepción y Sitio. En ningún caso la emigración conlleva la pérdida de la nacionalidad
o los derechos de ciudadanía sin el concurso de la voluntad del individuo. Esta facultad
subjetiva de renuncia se suele ver limitada, además, cuando el individuo como
consecuencia de ella resulte apátrida (art. 8.1 Convenio Europeo de nacionalidad), o
cuando no resida habitualmente fuera del Estado a cuya nacionalidad quiere renunciar
(art. 8.2 Convenio Europeo de Nacionalidad), pues una y otras son circunstancias
disfuncionales para la diferenciación segmentaria de los sistemas jurídicos estatales. La
primera, porque permitía que un individuo quedase sin adscripción al ámbito personal
de aplicación de ningún ordenamiento estatal; y la segunda, porque permitía que
individuos que poseen vinculación efectiva con un ordenamiento territorial a través de
la residencia habitual en su territorio traten, sin embargo, con la renuncia de escapar a
su aplicación.
Nuestro ordenamiento no responde a ello únicamente con la prohibición de
privar de la nacionalidad a los españoles de origen en contra de su voluntad (art. 11.2
CE), sino también permitiendo a través del ejercicio de la libertad de salida del territorio
nacional (art. 19 CE) la facultad de expatrio por renuncia voluntaria a la nacionalidad
como consecuencia de la residencia fuera del territorio nacional y la posesión de otra
nacionalidad. A esto último responde el art. 24 CC, que permite a los españoles
emigrados renunciar a la nacionalidad española de forma expresa o de forma tácita
(adquiriendo voluntariamente una segunda nacionalidad o utilizando en exclusiva su
otra nacionalidad extranjera), siempre que residan habitualmente en el extranjero150.
Esta facultad queda limitada con carácter general en caso de que España estuviere en
guerra (art. 24.4 CC), para así evitar la sustracción de los nacionales a las obligaciones
civiles o militares que conforme al art. 30 CE pueden imponerse por ley para dar
cumplimiento al deber de defender España, deber adscrito a la eficacia estable y

134
permanente del ordenamiento jurídico. Hay que añadir dos matizaciones, según se trate
de uno u otro tipo de españoles: en el caso de los españoles de origen, la renuncia tácita
no produce el efecto de la pérdida cuando sea consecuencia de la adquisición de una
nacionalidad de alguno de los países de la comunidad iberoamericana respecto de los
cuales la Constitución permite el mantenimiento de la doble nacionalidad (art. 11.3 CE
y art. 24.2 CC); en el caso de los españoles nacionalizados la pérdida se puede producir
como consecuencia de una renuncia tácita ante ciertas conductas, sin necesidad de que
desaparezca la residencia habitual en España (art. 25 CC). Ciertamente cabría entender
que el art. 11.3 CE ha prescindido respecto de los españoles de origen del ius domicilii
como criterio para el mantenimiento de la nacionalidad española en los supuestos de
doble nacionalidad con ciertos países, debido a la presumible comunidad con el ethnos
y el demos constitucional español, aunque ello no habría obstado a que el legislador del
código civil hubiese permitido igualmente esa renuncia expresa, pues muy bien se
podría entender que el art. 11.3 CE sólo proscribe la pérdida de la nacionalidad española
de origen como consecuencia de la renuncia tácita en casos de doble nacionalidad. Por
su parte, la no exigencia del criterio del ius domicilii para la privación de la
nacionalidad española adquirida en los casos de utilización exclusiva durante tres años
de la nacionalidad anterior (art. 25.1.a CC) –se dejan a un lado los casos de anulación
por fraude o falsedad (art. 25.2 CC) y de privación por el ejercicio de funciones de
ciudadanía (servicio de armas voluntario o ejercicio de cargo político) contra la expresa
prohibición del Gobierno (art. 25.1 b CC)-, se podría justificar por el mantenimiento de
la eficacia del ethnos y el demos constitucionales españoles, lo que remite, como se verá
después, a la exigencia de renuncia a dicha nacionalidad previa.

3. Los criterios de adquisición de la nacionalidad


3.1 El ius domicilii junto con la voluntad del individuo como base principal de
la adquisición de la nacionalidad
Como respuesta a la movilidad individual, todos los ordenamientos contemplan
la posibilidad de que los inmigrantes puedan convertirse en nacionales del Estado en el
que residen actualmente a través de un proceso de naturalización en el que el principal
criterio para la adquisición de esa nueva nacionalidad es el ius domicilii o residencia. Se
trata del criterio que mejor responde a la funcionalidad de la nacionalidad como
institución jurídica y a su vinculación democrática con la ciudadanía, pues es el que
mejor refleja el ámbito territorial de aplicación del ordenamiento estatal. En efecto,

135
quienes tienen su residencia en el territorio del Estado son destinatarios estables y
permanentes del grueso de las normas de dicho ordenamiento. Además, mientras la
nacionalidad se caracterice por su vinculación al disfrute de un conjunto de derechos de
participación política y social (demos), debe abrirse la posibilidad de que quienes, con
su residencia, han hecho de la presunción de sujeción estable y permanente una realidad
incontestable, puedan, si lo desean, estabilizar esa situación, integrándose en el sujeto
colectivo nacional al que se imputa la soberanía. En este sentido, se puede decir que el
criterio del ius domicilii sirve como elemento corrector de las disfunciones que pueden
existir entre el ámbito personal y el ámbito territorial de aplicación de un ordenamiento
y tiende a integrar en el primer colectivo a quienes están sujetos de forma permanente y
estable en el último. Con todo, el ordenamiento permite la adquisición de la
nacionalidad sin residencia en un menor número de supuestos, como la opción o la carta
de naturaleza, mediante presunciones semejantes a las que se mencionaron respecto de
la atribución legal de la nacionalidad, y, además, condiciona la adquisición de la
nacionalidad al cumplimiento de otros requisitos adicionales que nada tienen que ver
con aquélla, como la buena conducta cívica o la renuncia a una nacionalidad anterior,
por mencionar dos ejemplos. Del funcionamiento de este criterio de adquisición de la
nacionalidad cabe destacar por su trascendencia jurídico-constitucional tres aspectos: el
papel que juega la voluntad individual en dicho proceso, las características del criterio
del ius domicilii, y la duración de dicho vínculo territorial con el Estado para que se
pueda instar la adquisición de la nacionalidad.

a) La necesidad de la voluntad del individuo afectado para adquirir la


nacionalidad
El ius domicilii sólo opera hoy en día como criterio de adquisición de la
nacionalidad junto con la voluntad del sujeto interesado, y nunca de forma automática
como en los primeros momentos de formación del Estado moderno151. No caben, pues,
cambios de nacionalidad contra la voluntad de quien puede decidir qué vinculación
quiere mantener con qué ordenamiento. Ni siquiera el argumento de su mayor
integración política y social justifica la conculcación de este principio152. En la medida
que la nacionalidad no sólo conlleva la imputación de un demos ciudadano al individuo,
sino también de un ethnos, que facilitan la aplicación permanente y estable, incluso
extraterritorial, de un determinado ordenamiento estatal, la integración del extranjero
residente en el colectivo de nacionales del Estado de acogida se ha de concebir, desde

136
un punto de vista democrático, como voluntaria. La práctica social y política ha
demostrado que, incluso en Estados con una política de naturalización de los extranjeros
residente muy flexible y abierta (como por ejemplo Canadá, los EE.UU. o Suecia )153,
éstos son estadísticamente reacios, por diversas razones que no procede analizar aquí, a
la adquisición de una nueva nacionalidad154. Por ello, sólo previa solicitud del
interesado se pone en marcha el procedimiento para dicha incorporación. Como
contrapartida, corresponde a éste, y no al Estado, la prueba del cumplimiento de los
requisitos legales que configuran ese ius domicilii, particularmente de la residencia y de
otros requisitos adicionales de impregnación por el ethnos o el demos constitucional, y
sin los cuales no es posible la concesión de la nacionalidad.
Así se desprende en nuestro ordenamiento de lo dispuesto en los arts. 20, 21 y 22
CC respecto de los tres modos de adquisición de la nacionalidad existentes: la opción, la
residencia y la carta de naturaleza. En todos ellos se requiere la presencia de la voluntad
del interesado en forma de declaración de opción (art. 20.2 CC), o solicitud de la
naturalización por residencia o de la carta de naturaleza (art. 21.3 CC). Una voluntad
que el individuo puede expresar por sí mismo (solo o con asistencia de su representante
legal), o a través de su representante legal en caso de ser menor de 14 años o estar
incapacitado para la adquisición por sí solo de la nacionalidad, atendiéndose en estos
supuestos siempre el interés del menor o incapaz previa autorización del juez encargado
del Registro Civil (art. 20.2 y 21.3 CC). La expresión de este interés del menor o
incapaz resulta especialmente problemática en los supuestos en los que su tutela
corresponde a los poderes públicos españoles, pues exige una ponderación de la
influencia del ethnos y el demos constitucional en el desarrollo de la personalidad y en
su disfrute de los derechos de ciudadanía, apartándose de otros intereses socio-
económicos o políticos sin cobertura constitucional155. En este sentido, cuanto más
alejado se encuentre el Estado de origen del menor o incapaz del demos democrático de
nuestro ordenamiento y de un ethnos abierto y multicultural, tanto más jugará en interés
del menor la adquisición de la nacionalidad española.
Por otro lado, esta necesidad de contar con la voluntad del interesado para
adquirir la nacionalidad se halla en íntima relación con la cuestión de si –sobre todo en
la adquisición por residencia y carta de naturaleza- se está ante un derecho legal o un
acto de soberanía del Estado, a la que se hará referencia después. Baste adelantar ahora
que se trata de un derecho subjetivo de orden legal, y, por tanto, sólo es ejercitable por
voluntad del interesado dentro de las condiciones legalmente impuestas, sin que quepa

137
imponerle la opción por la nacionalidad española ni su adquisición por residencia o por
carta de naturaleza. La interpretación contraria, sostenida por la jurisprudencia del
Tribunal Supremo (STS de 30 de noviembre de 2000, Sala 3ª; STS de 12 de noviembre
de 2002 Sala 3ª) permitiría al Estado, en su soberanía, conceder o denegar libremente en
los supuestos legales previstos la facultad de adquirir la nacionalidad española, que sólo
existiría como derecho subjetivo desde el momento en que se ha producido esa
concesión, por lo que la solicitud de naturalización por residencia o por carta de
naturaleza podría venir tanto de la voluntaria declaración del interesado, como impuesta
unilateralmente por el Estado de forma individual o colectiva.

b) El ius domicilii como residencia legal, continuada y efectiva


En segundo lugar, el ius domicilii se identifica generalmente con la residencia
(§8 Ley alemana de nacionalidad, art. 21-7 CC francés, art. 9.1 de la Ley de ciudadanía
italiana, Sec. 13.1 de la Ley australiana de ciudadanía, Sec. 5.1 de la Ley canadiense de
ciudadanía, Sec. 316 a) de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de los EE.UU.) y no
con conceptos jurídicos emparentados, pero de significado no exactamente idénticos,
como la vecindad civil y administrativa (art. 5 de la Constitución española de 1812 o el
art. 23.4 de la Constitución española de 1931), o el domicilio (§10.1 Ley austriaca de
ciudadanía o Sec. 11.4 Ley sueca de ciudadanía). La mayor parte de los ordenamientos
utilizan el criterio de la residencia a la que caracterizan con la notas de legalidad,
efectividad, continuidad, etc… El art. 22.3 CC dispone que la residencia debe de ser
legal, continuada e inmediatamente anterior a la petición, características a las que la
jurisprudencia contencioso-administrativa ha añadido la de que sea efectiva. ¿Quiere
eso decir que sólo los extranjeros con un permiso de residencia, en el sentido técnico
utilizado por la legislación de extranjería, pueden solicitar la adquisición de la
nacionalidad española por residencia? Una interpretación constitucionalmente adecuada
de estos requisitos conduce a que la legalidad de la residencia no requiera que el
extranjero haya obtenido un permiso de residencia conforme a la Ley de extranjería,
sino que bastará con que tenga cualquier título legal para residir en España durante el
período de tiempo continuado que denote su integración material en el ámbito personal
de aplicación estable y permanente de nuestro ordenamiento156 y, con ello, su derecho a
que se establezca el vínculo de la nacionalidad sumando los períodos de residencia legal
en España, se haya transformado o no dicho título legal con el tiempo en un permiso de
residencia. Ello incluye, a nuestro entender, las situaciones de residencia temporal o

138
permanente (arts. 30 bis, 31 y 32 LODLE), pero también las de estancia (arts. 30 y 33
LODLE), tanto de estudiante como de turista hasta un máximo de 90 días, así como las
reguladas por disposiciones específicas de derecho comunitario, pues en todos los casos
se da una sujeción –aunque sea temporal- a nuestro ordenamiento que, cuando se
transforma por su continuidad en situación de residencia, refleja la presunción de
impregnación del extranjero por el ethnos y el demos constitucional que busca el criterio
del ius domicilii157. Con todo, la jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo es
contraria a esta interpretación, pues salvo la STS de 23 de mayo de 2001, Sala 3ª
respecto de la estancia con un permiso de estancia como estudiante, la STS de 19 de
septiembre de 1988, Sala 1ª, la STS de 22 de noviembre de 2003, Sala 3ª , la STS de 17
de noviembre de 2001, Sala 3ª, o, en fin, la STS de 20 de mayo de 2005, Sala 3ª,
identifican la residencia necesaria para adquirir la nacionalidad con la que otorga el
permiso de residencia.
Del mismo modo, la continuidad de la residencia no impide las salidas
temporales al extranjero por motivos personales, vacacionales, etc… (STS de 19 de
septiembre de 1998, Sala 1ª y STS de 23 de noviembre de 2000, Sala 3ª), siempre que
no se merme la eficacia de esa residencia, esto es, esa vinculación permanente y estable,
durante el tiempo de residencia legalmente exigido, con el ordenamiento español y, por
tanto, con su ethnos y su demos. Lo contrario limitaría al extranjero residente que quiere
adquirir la nacionalidad española injustificada e irrazonable el derecho a salir del
territorio nacional del art. 19 CE, que le han extendido el art. 13.2 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, el art. 12.2 y 3 del Pacto internacional de Derechos
Civiles y Políticos, y el art. 28.1 de la LODLE. En este sentido es modélica la
regulación del §89.1 Ley alemana de extranjería, conforme al cual no se interrumpe la
residencia habitual cuando el extranjero reside fuera del territorio alemán por períodos
de hasta seis meses, e incluso de hasta un año si por su naturaleza han de considerarse
salidas temporales que no alteran su residencia habitual, semejante a lo dispuesto en la
Sec. 316 b) de la Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.
Cabría preguntarse por la justificación constitucional de la legalidad de la
residencia, toda vez que, de forma legal o ilegal, el residente está sujeto al ordenamiento
estatal vigente sobre el territorio que habita. Además, la exclusión de los extranjeros
ilegales del derecho a adquirir la nacionalidad española resultaría poco congruente con
el hecho de que un extranjero nacido en territorio nacional de madre extranjera,
residente ilegal pero nacida en España, podría adquirir la nacionalidad española por

139
nacimiento y su madre, sin embargo, no podría adquirirla por residencia. De lo dicho
hasta ahora, queda claro que el ethnos y el demos constitucional establecen el marco
condicionante del legislador, que puede tutelar otros bienes o valores constitucionales
que han de ser tenidos en cuenta también a la hora de regular la nacionalidad. En este
sentido, la protección del territorio nacional de la entrada ilegal de inmigrantes, que se
podría derivar tanto de los arts. 8 y 116 CE relativos a la integridad territorial en
supuestos de conflicto armado, en relación con el art. 19 CE que presupone esa misma
integridad territorial frente a la entrada de quienes no sean españoles (STC 53/2002, de
27 de febrero, F. J. 10º)158, refleja el interés del Estado español en que no se fomente la
inmigración ilegal. Y ello, con independencia de su valoración ética, justifica
constitucionalmente la exigencia de legalidad en la presencia física del extranjero en el
territorio nacional que da lugar a la residencia y, en su caso, a la consiguiente
adquisición de la nacionalidad, sin que, sin embargo, cualquier irregularidad
administrativa (como el retraso en la renovación de un permiso, etc…) pueda ser por sí
misma suficiente para poner en tela de juicio dicha legalidad (STS de 25 de mayo de
2005, Sala 3ª).

c) La funcionalidad respecto del ethnos y el demos constitucional de los


plazos generales y privilegiados de residencia
En tercer lugar y último lugar, la duración temporal de la residencia para que
opere la adquisición de la nacionalidad varía en todos los ordenamientos, incluido el
nuestro, en función de diversos criterios. Los ordenamientos suelen establecer una
duración general de la residencia como régimen normal y unos períodos reducidos para
ciertas categorías de súbditos como regímenes privilegiados. Las opciones legislativas
han variado también a lo largo de los tiempos en atención a la función política que se le
haya querido dar al proceso de naturalización: incentivar o desincentivar la
nacionalización de los extranjeros residentes permanentes, reforzar el ethnos o el demos
del Estado, facilitando la naturalización de los extranjeros residentes que proceden de
Estados cultural o políticamente afines, o que poseen vínculos familiares con
nacionales, etc…159, lo que no siempre es adecuado a la funcionalidad jurídica de la
nacionalidad. Así, entre otros, los nacionales de Estados con los que se han mantenido
vínculos políticos y/o culturales, o los familiares directos (sobre todo por razón de
matrimonio o filiación) de nacionales, ven reducido el tiempo o, incluso dispensado, el
requisito de la residencia para la adquisición de la nacionalidad160.

140
El art. 22.1 CC ha dispuesto un plazo general de diez años, al que acceden todos
los extranjeros residentes en los que no concurra alguna de las circunstancias que
privilegian su reducción. Este plazo general es comparativamente largo, si tenemos en
cuenta que ordenamientos de nuestro entorno, como el art. 21.17 CC francés y el art.
11.4.c) de la Ley sueca de ciudadanía, establecen un plazo de cinco años, el §85 Ley
alemana de extranjería fija uno de ocho años, o, en fin en el ámbito americano, la Sec.
5.1.c) de la Ley canadiense de ciudadanía establece un plazo general de tres años y la
Sec. 316.a) de la Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU. de cinco años. El
plazo de diez años de nuestro Código Civil sólo es comparable al acogido en el §10.1
Ley austriaca de ciudadanía o en el art. 9.1 Ley italiana de ciudadanía e inferior a los 12
años exigidos por el art. 15.1 Ley federal sobre adquisición y pérdida de la ciudadanía
suiza. Y es un plazo desproporcionadamente largo desde el punto de vista de la plena
integración como ciudadanos del creciente número de inmigrantes que reciben los
países sureuropeos, incluido el nuestro, si se tiene en cuenta, como se verá después, que
la adquisición de la nacionalidad sigue siendo requisito para la plena adquisición de la
ciudadanía161. La duración de este plazo general de residencia debe adecuarse a la
estimación que el ordenamiento realice del tiempo mínimo necesario para que el
extranjero residente se impregne del ethnos y el demos constitucional de cada
ordenamiento. Dado que en ese proceso influyen circunstancias variadas, como la edad
del extranjero, el ethnos y el demos con los que éste se ha impregnado en su país de
origen y, en fin, su grado de sometimiento a procesos obligatorios (los educativos) o
voluntarios de absorción del ethnos y el demos constitucional del país de destino, quizás
sea hoy en día superfluo un plazo general y funcionalmente fuesen mucho más
adecuado establecer conforme a los criterios anteriores plazos específicos para las
diversas categorías de extranjeros naturalizables.
Las circunstancias que privilegian en nuestro ordenamiento la reducción del
plazo general a un plazo de cinco, dos o un año se han de justificar funcionalmente en la
mayor capacidad del extranjero para absorber algún elemento del ethnos o del demos
constitucional durante el período de residencia. Así, reducen en España a cinco años el
período de residencia la condición de refugiado o asilado por razones humanitarias de
integración en una comunidad política democrática de aquellas personas excluidas en su
comunidad nacional de origen. La nacionalidad previa de un país iberoamericano,
Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial o países sefardíes, Estados que comparten
elementos de nuestro ethnos constitucional debido a su vinculación histórica con

141
España, permiten la reducción a dos años. El haber nacido en territorio español, no
haber ejercido oportunamente la facultad de optar por la nacionalidad española, estar
sometido legalmente a la tutela, guarda o acogimiento de una persona o institución
española durante dos años consecutivos, llevar un año casado con español o española
sin estar separado de hecho o de derecho o, en fin, ser viudo o viuda de español, o haber
nacido fuera de España de padre, madre, abuelo o abuela que hubieran sido españoles de
origen, reducen a un año del tiempo de residencia, al presumirse razonablemente una
mayor facilidad para verse impregnado por el ethnos y el demos constitucional de
quienes tienen, además de contacto territorial, un contacto educativo y/o familiar con
España162. Una buena explicación práctica del funcionamiento de esta justificación
constitucional, sobre todo en el caso de quienes se ven sometidos durante su minoría de
edad al ordenamiento territorial del Estado cuya nacionalidad pretenden adquirir, la da
el art. 15.2 de la Ley federal sobre adquisición y pérdida de la ciudadanía suiza, que
prescribe el cómputo doble de los años de residencia del extranjero transcurridos entre
los 10 y los 20 años de edad.
Que estos supuestos tengan un plazo privilegiado de residencia puede ser
cuestionable desde un punto de vista político, pero no lo parece desde un punto de vista
constitucional, pues parece fácilmente justificable la presunción legal de mayor
funcionalidad jurídica de las circunstancias antedichas con la que se vincula el régimen
privilegiado de adquisición nacionalidad por residencia. Ahora bien, establecido ese
privilegio, dicha presunción está igualmente presente en otros supuestos, como el de los
apátridas y desplazados por disturbios o conflictos en sus países de origen, las parejas
de hecho de españoles o los nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea,
cuya falta de previsión legislativa sí que puede resultar objetable por conculcar el marco
funcional-democrático de la nacionalidad que ha establecido nuestro texto
constitucional163. Como se verá después al analizar los requisitos adicionales que se
pueden exigir para la adquisición de la nacionalidad, al contrario de lo que sucedía con
las limitaciones constitucionales a la atribución por nacimiento, la existente voluntad
del individuo y la sujeción al ordenamiento que expresa su residencia en el territorio del
Estado son en buena medida la prueba de la impregnación del extranjero residente por el
ethnos o el demos constitucional, que sólo puede quedar excluida cuando el Estado
manifieste una prueba suficiente en contrario. El legislador, más que orientarse a
impedir (negativamente) que se integre en dicho colectivo aquél del que no es posible
presumir dicha impregnación, debería permitir (positivamente) desde un punto de vista

142
democrático-funcional la adquisición de la nacionalidad de quienes tengan esa voluntad
y esa impregnación por el ethnos y el demos constitucional.

3.2 El papel de la voluntad del Estado en la adquisición de la nacionalidad


a) ¿Impide la afirmación de un derecho legal a la nacionalidad?
De acuerdo con lo que se ha dicho hasta ahora parece que, dados ciertos
requisitos de residencia, bastaría con la voluntad del extranjero residente para que se
produjese automáticamente la adquisición de la nacionalidad. Sin embargo, a la luz de
la regulación y la práctica de los Estados en los procesos de naturalización cabe
preguntarse en qué medida es necesaria también la voluntad del Estado de acogida. De
ello dependerá que se pueda hablar de la configuración del procedimiento de
adquisición de la nacionalidad como un derecho subjetivo o como una mera concesión
administrativa. En principio se puede hablar de dos grandes grupos de ordenamientos:
aquellos que subordinan la adquisición de la nacionalidad a un acto discrecional del
Estado y aquellos otros que lo configuran como un derecho subjetivo del extranjero que
reúna los requisitos legales para ello164. En los ordenamientos del primer tipo, como el
de los EE.UU., con base en una interpretación pactista del vínculo de la nacionalidad165,
se ha desvinculado al poder legislativo de límites constitucionales en el establecimiento
de condiciones para la naturalización a los extranjeros. Dichas condiciones, si bien se
han reducido sensiblemente en la actual redacción de la Ley de inmigración y
nacionalidad, incluyeron en el pasado la pertenencia aun determinado colectivo racial
(“blancos libres” que exigía una Ley de 26 de marzo de 1790, discriminación derogada
por la XIV Enmienda a la Constitución y prohibida por la Sec. 311 de la Ley de
inmigración y nacionalidad de los EE.UU.). Hoy hacen alusión, entre otros, a la no
militancia en grupos ideológicamente disidentes, subversivos o radicales (como
comunistas, anarquistas, etc… conforme a la Sec. 313 a) de la vigente Ley de
inmigración y nacionalidad), limitando gravemente la vigencia de la libertad ideológica
o de las prohibiciones de discriminación y el principio de igualdad de los extranjeros
residentes que desean naturalizarse. A diferencia de este tipo de ordenamientos, otros –
por ejemplo Canadá- construyen la nacionalidad como un derecho de los extranjeros en
los que concurren ciertos requisitos, y, por tanto, no subordinan su concesión a la
discrecionalidad política del Estado. En ellos se impone al poder público la obligación
de conceder la nacionalidad al extranjero residente que la solicite y que cumpla los
requisitos legalmente establecidos, sin margen de discrecionalidad para su concesión o

143
denegación (arts. 3-6 de la Ley canadiense de ciudadanía). En un punto intermedio se
encuentran una gran mayoría de ordenamientos en los que hay supuestos de concesión
obligada de la nacionalidad por parte del poder público y otros en los que parece que
éste dispone de una potestad discrecional para su concesión, como en Francia, España o
Alemania, donde el legislador utiliza expresiones potestativas para el extranjero e
imperativas para el poder público (art. 21-11 CC francés, §85 Ley alemana de
extranjería y art. 20 CC) cuando quiere configurar la adquisición como un derecho y,
por el contrario, utiliza expresiones potestativas para el poder público (art. 21-14 ss. CC
francés, §8 Ley alemana de nacionalidad y art. 21.1 y 2 CC) cuando quiere configurarla
como una concesión administrativa.
La función jurídico-positiva que la CE de 1978 atribuye a la nacionalidad, y su
vinculación democrática con la ciudadanía, se orientan en la dirección opuesta de que
no sea necesario el concurso de dos voluntades: la del extranjero residente y la del
Estado para que se produzca la integración en el colectivo nacional del primero. Una y
otra voluntad son elementos del vínculo jurídico de la nacionalidad, cuya presencia y
efectos vienen determinados por el propio ordenamiento. Por una parte, la voluntad del
extranjero residente es un elemento del supuesto de hecho de aplicación de la norma
sobre adquisición de la nacionalidad, consecuencia de la naturaleza liberal y
democrática del ordenamiento y expresión de su capacidad jurídica para ser titular de
derechos fundamentales (capacidad jurídica iusfundamental) y con ello perfeccionar su
dignidad (art. 10.1 CE)166. Por otra parte, en contra de lo que la jurisprudencia del
Tribunal Supremo (STS de 16 de marzo de 1999, Sala 3ª y STS de 17 de febrero de
2003, Sala 3ª.), tampoco la voluntad del Estado expresa su libre capacidad para
establecer las condiciones de adquisición del vínculo legal de la nacionalidad lo que
aleja al procedimiento de ser la emanación de un acto de soberanía donde la
discrecionalidad política del Estado le permite establecer cualesquiera criterios legales
para la naturalización o interpretar administrativa y judicialmente dichos criterios
conforme a cualesquiera intereses o valores sociales, de modo que sólo exista el derecho
a adquirir la nacionalidad una vez que el Estado ha resuelto positivamente la solicitud
de concesión167. Tanto la validez constitucional de los criterios legales de adquisición de
la nacionalidad, como su interpretación, se encuentran sometidos a las exigencias
constitucionales del ethnos y el demos que caracterizan la nacionalidad española,
aunque la vinculación sea de distinto grado y naturaleza en unos supuestos de

144
adquisición de la nacionalidad (los de residencia y opción) que en otros (los de carta de
naturaleza)168.
En este sentido, nuestro sistema constitucional democrático requiere que la
pertenencia al sujeto colectivo nacional esté abierta mientras permanezcan abiertas las
fronteras territoriales y, por tanto, la posibilidad de ser súbdito169, pues sólo de este
modo se puede conseguir preservar una mínima correspondencia democrática entre
quienes son titulares de los derechos de participación política más esenciales y quienes
están sujetos a las normas resultantes de aquélla170. Se puede concluir, por tanto, que la
CE de 1978, sin configurar un derecho fundamental a la nacionalidad, contiene
condicionantes de la construcción de dicho vínculo jurídico-público que orientan al
legislador hacia el modelo de un derecho legal a la adquisición de la nacionalidad por
residencia, que no deberían adquirir quienes no poseen una mínima vinculación
territorial que permita reflejar esa absorción del ethnos y del demos constitucional. De
lo que se deduce que no cualesquiera requisitos adicionales a la residencia, y tampoco
cualquier interpretación del ámbito de aplicación de dichos requisitos, son
constitucionalmente admisibles, sino únicamente aquéllos que se correspondan con
aquel marco constitucional. Ello se traduce en el plano procesal en el control por la
jurisdicción contencioso administrativa –como si de actos administrativos se tratase,
aunque emanados del Gobierno (el propio Gobierno o el Ministerio de Justicia)- de los
actos de concesión de la nacionalidad por residencia (art. 22.5 CC) conforme a diversos
parámetros materiales o formales. Y en el plano material se traduce en la necesidad de
reinterpretar los arts. 21 y 22 CC, tanto de la potestad gubernativa para la concesión de
la nacionalidad como de los requisitos establecidos legalmente para su concesión,
eliminando la discrecionalidad política antes mencionada, o concluyendo su
inconstitucionalidad en caso de no ser posible tal reinterpretación

b) La posibilidad de denegación por motivos razonados de orden público o


de interés nacional
Sin perjuicio de que después se analicen críticamente otros requisitos adicionales
que se han podido establecer en nuestro ordenamiento para la adquisición de la
nacionalidad, hay que hacer mención ahora a dos manifestaciones de la voluntad del
Estado, previstas en nuestro derecho de la nacionalidad, que ponen en tela de juicio la
juridificación de un derecho subjetivo a su adquisición. En primer término, está la
potestad que el art. 21.2 CC confiere al Ministerio de Justicia para denegar la concesión

145
de la nacionalidad por motivos razonados de orden público o de interés nacional. Se
dice entonces que la adquisición de la nacionalidad por residencia se ha configurado en
nuestro ordenamiento como una concesión reglada que debe otorgarse si concurren
ciertos requisitos positivos (residencia, etc…) o negativos (ausencia de motivos
razonables de orden público o interés nacional)171. Que semejante calificación sea
compatible con las exigencias constitucionales para que el legislador juridifique un
derecho a la nacionalidad del extranjero residente depende del sentido de conceptos
jurídicos indeterminados como los de orden público o interés nacional. A nuestro modo
de ver, dichos conceptos no poseen carácter discrecional, y no son determinables
conforme a la apreciación política de los intereses de nuestro Estado, en contra de lo que
pretende cierta jurisprudencia contencioso-administrativa (STS de 8 de febrero de 1999,
Sala 3ª, STS de 17 de febrero de 2003, Sala 3ª)172. Su interpretación, por el contrario, ha
de responder a la función que constitucionalmente se ha atribuido a la nacionalidad y a
las limitaciones derivadas del principio democrático, de modo que sólo cabe una
interpretación constitucionalmente adecuada de los mismos en cada caso concreto (STS
de 26 de julio de 1997, Sala 3ª, STS de 19 de junio de 1999, Sala 3ª, STS de 21 de enero
de 2004, Sala 3ª y STS de 22 de abril de 2004, Sala 3ª.).
La trascendencia práctica de semejante conclusión es que debe ser la
Administración –y no el interesado- quien justifique la presencia de motivos razonables
de orden público o interés nacional para denegar la adquisición de nacionalidad por
residencia, lo que excluye, por ejemplo, que se pueda amparar en informes secretos del
Centro Nacional de Inteligencia de imposible contradicción para el interesado, o en su
simple apreciación sin documentos acreditativos de esos motivos razonables (STS de 16
de febrero de 2004, Sala 3ª, y STS de 22 de abril de 2004, Sala 3ª). Pero, sobre todo,
excluye que se pueda considerar motivo de orden público o de interés nacional,
cualquier valor o interés socialmente mayoritario en la comunidad nacional (como una
política de reserva de empleos para los nacionales, la preservación de un acervo cultural
mayoritario, la erradicación de ideologías antidemocráticas, etc…). En la medida en que
los mismos no se identifiquen con bienes o valores constitucionales que integran el
ethnos o el demos constitucional, no pueden limitar el acceso a la nacionalidad y sólo
pueden operar –como de hecho lo hacen- en un momento previo, limitando el del acceso
al territorio y las políticas de inmigración, el que la CE de 1978 ha dado un mayor
margen de actuación a los poderes públicos. Así, por ejemplo, no se ve en qué puede
desmerecer nuestro demos constitucional que el solicitante de la nacionalidad, que reúne

146
los requisitos legales positivos para su concesión, se encuentre inmerso en la actividad
política de otro Estado (STS de 1 de julio de 2002, Sala 3ª y STS de 17 de febrero de
2003, Sala 3) o mantenga relaciones no punibles con delincuentes, sin con ello construir
un concepto de orden público o interés nacional contrario a su ejercicio de los derechos
fundamentales de reunión, expresión, asociación o la libertad ideológica de titularidad
universal.
Del mismo modo, como se verá, que el art. 57, en relación con el art. 53 a), b),
c), d) y f), y el art. 54 LODLE, exige una vulneración de bienes o valores
constitucionalmente protegidos para expulsar a un extranjero de nuestro territorio173, es
necesaria esa misma vulneración para denegarle su integración en el colectivo nacional.
Es más, en la medida en que la mera vulneración del ordenamiento jurídico o la falta de
impregnación por el ethnos y el demos constitucional ya están cubiertas por la exigencia
de otros requisitos positivos, como la buena conducta cívica o un suficiente grado de
integración en la sociedad española, el orden público y el interés nacional sólo pueden
hacer referencia a la ausencia de elementos que conviertan al solicitante de la
nacionalidad en un súbdito disfuncional para el ordenamiento español, por poner en
peligro su eficacia en lugar de contribuir con su sujeción a reforzarla. Tal sería el caso,
por ejemplo, de la no concesión de la nacionalidad a solicitantes que, reuniendo todos
los requisitos legales, hubiesen cometido previamente delitos como la rebelión, la
sedición o el terrorismo en otros Estados democráticos (con lo que no podrían ser
tenidos en cuenta bajo el concepto de buena conducta cívica, que ha de referirse al
tiempo de residencia en España), pues revelan una capacidad para poner en peligro la
eficacia general del ordenamiento español y atentar contra sus principios estructurales,
constituyendo un motivo de orden público e interés nacional para denegar la concesión
(STS de 5 de mayo de 2000, Sala 3ª).

c) La discrecionalidad de la concesión de la nacionalidad por carta de


naturaleza
Un segundo supuesto de manifestación de la voluntad del Estado respecto de la
adquisición de la nacionalidad, mucho más exorbitante aún que el que se acaba de
mencionar, hace referencia a la vía espuria y discrecional de adquisición de la
nacionalidad por carta de naturaleza, que el art. 21.1 CC atribuye al Gobierno mediante
Real Decreto cuando concurran en el interesado circunstancias excepcionales. Se trata
de un método de naturalización que remonta sus orígenes históricos a la concesión de

147
una ciudadanía honorífica a los extranjeros que habían tenido un comportamiento
relevante durante la Revolución Francesa, y que sigue estando presente en casi todos los
ordenamientos liberal-democráticos modernos (art. 9.2 de la Ley italiana de ciudadanía,
Sec. 5.4 de la Ley canadiense de ciudadanía, art. 21.14.1 CC francés, Sec. 316.f), Sec.
328 y Sec. 329 de la Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU., entre muchas).
La institución mantiene hoy en día en buena medida esa excepcionalidad, vinculada en
muchos casos al deseo del Estado de aliviar la dureza y rigor de los requisitos legales
para adquisición de la nacionalidad en casos concretos y determinados, recompensar
servicios de ciudadanía pasados o futuros, de gran utilidad para el Estado, entre ellos los
militares, deportivos, etc…, pero sigue confiriendo un poder casi omnímodo al Estado,
que puede otorgar la nacionalidad de forma graciosa y discrecional en atención a
diversos fines políticos (STS de 24 de abril de 1999, Sala 3ª).
Semejante margen de apreciación política es incompatible con la función que la
nacionalidad adquiere en los ordenamientos liberal-democráticos, y particularmente en
el nuestro, por lo que se ha calificado de discrecionalidad parcialmente vinculada174.
Dicho margen de apreciación resulta, dados los criterios ya existentes en el
ordenamiento para la atribución y la adquisición de la nacionalidad, incompatible tanto
con la función de la nacionalidad como con las exigencias democráticas derivadas de su
vinculación a la ciudadanía. En este sentido, a pesar de que se han intentado establecer
diversos límites al ejercicio de esa potestad discrecional basados en la prohibición de
arbitrariedad de todos los poderes públicos (art. 9.3 CE)175 y se ha tratado de poner
dicha potestad al servicio de la corrección de algunas desviaciones del sistema legal de
atribución/adquisición de la nacionalidad, encomendando su control a los órganos
jurisdiccionales (art. 106 CE), lo cierto es que los mismos son límites de carácter formal
que difícilmente pueden maniatar la discrecionalidad del Estado a la hora de determinar
cuáles han de ser las razones políticas, económicas, etc… que le llevan a conceder o
denegar una nacionalidad por carta de naturaleza176. Todo lo más pueden tratar de
excluir el comportamiento arbitrario de los poderes públicos en el uso de esta potestad,
pero difícilmente pueden ir más allá, determinando funcionalmente su contenido, sin
producir una distorsión de las competencias de los órganos constitucionales177, tan
inconstitucional como la propia atribución legal al Gobierno de una potestad
discrecional en esta materia.
Con todo, la voluntad del Estado en la concesión o denegación de la carta de
naturaleza se ve insuficientemente limitada por dos elementos. De un lado, por la

148
necesidad de contar con la voluntad del interesado que, sin embargo, no ejerce con su
solicitud ningún derecho, sino que sólo da ocasión a la Administración para concederle
la nacionalidad española, si lo estima pertinente178. De otro lado, también se ve limitada
por la exigencia legal de que existan circunstancias excepcionales para que el Estado
pueda conceder la nacionalidad española que, sin embargo, no aparecen concretadas
legalmente, a diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos. En la práctica
jurisprudencial semejantes circunstancias son de lo más variopinto y rara vez coinciden
con alguno de los elementos que configuran la necesaria impregnación por el ethnos o el
demos constitucional de la nacionalidad. Van del buen quehacer deportivo a la
capacidad para difundir el castellano allende nuestras fronteras, pasando por la
participación en las brigadas internacionales durante la guerra civil española de 1936179.
Aunque trate de interpretarse como una válvula de escape del sistema que obliga a
conceder la nacionalidad a quien demuestre una integración funcional en el sustrato
personal de la nacionalidad española, sin reunir los requisitos legales para su
adquisición por residencia180, lo cierto es que la falta de previsión legal de dicha
finalidad convierte a la desviación de poder en un mecanismo de control insuficiente de
esa potestad discrecional. En efecto, la desviación de poder serviría para anular la
concesión de la nacionalidad a quien no la merezca por una errónea interpretación de la
concurrencia de circunstancias excepciónales, y también serviría para controlar
formalmente la negación por el Gobierno de la presencia de esas circunstancias. Pero
difícilmente sirve para anular la denegación de la concesión cuando, apreciada dicha
concurrencia, se considera que hay otras circunstancias obstativas a la concesión181, o
para controlar materialmente la negación gubernativa de la presencia de dichas
circunstancias y, mucho menos, sirve para que los órganos jurisdiccionales sustituyan
materialmente la discrecionalidad del Gobierno en la función del art. 21.1 CC sin
conculcar el tenor literal de dicho precepto182. En otras palabras, aunque existan
mecanismos para controlar formalmente la arbitrariedad del Gobierno en la aplicación
de este mecanismo excepcional de atribución de la nacionalidad, no los hay para
controlar su discrecionalidad en la valoración de los fines e intereses colaterales –con o
sin rango constitucional- que pueden obstar a la concesión a pesar de dicha concurrencia
de circunstancias excepcionales.
El riesgo para el ordenamiento constitucional que se deriva de la existencia de la
adquisición por carta de naturaleza no proviene principalmente de que se excluya a
quien merece ser integrado en la comunidad nacional, pues si posee voluntad de ello y

149
se ve impregnado por el ethnos y el demos constitucional cumpliendo los requisitos
legales, podrá acceder a la nacionalidad española por residencia o por opción. Su
disfuncionalidad desde un punto de vista constitucional resulta de la integración en la
comunidad nacional de quien carece de esos elementos por no acreditar su posesión ni
por residencia ni por herencia educativo familiar, pero no obstante es naturalizado por
espurias razones políticas, falseando los principios constitucionales de construcción del
sujeto colectivo de la nacionalidad. Ello se explica tanto por la falta de una concreción
legal de las circunstancias excepcionales de concesión, como, sobre todo, por su
formulación como una potestad gubernativa que se plasma en un Real Decreto, como un
acto de gobierno y no como un acto de administración. De todo lo anterior se desprende
su incompatibilidad con el sistema constitucional de nacionalidad de esta figura y la
existencia de razones tanto teóricas como prácticas que desaconsejan su
mantenimiento183.

3.3 El ius sanguinis y el ius soli junto como criterios complementarios de


adquisición de la nacionalidad: el derecho de opción.
Al lado de la residencia y la discrecional voluntad del Gobierno como criterios
de adquisición de la nacionalidad, diversos ordenamientos han introducido una tercera
vía de adquisición novedosa184. Curiosamente esta nueva vía de adquisición suele
basarse en la combinación de los criterios de atribución por nacimiento del ius sanguinis
o el ius soli, que ahora no operan como criterios de atribución automática, sino
únicamente junto con la voluntad del individuo de incorporarse al sujeto colectivo
nacional (por ejemplo, arts. 2.2 y 4.1.a) y b) de la Ley italiana de ciudadanía, Sec. 10.c)
de la Ley australiana de ciudadanía, arts. 21-12 a 21-14 CC francés, o art. 12 bis del
Código belga de la nacionalidad). Se trata de supuestos ligados a la presencia de una
segunda nacionalidad, en los que el ordenamiento prescinde de la atribución automática
de la nacionalidad y permite al individuo, del que se presume cierta impregnación por el
ethnos y el demos constitucional, solicitar la adquisición de la nacionalidad de ese
Estado. Recibe diversos nombres que van desde la declaración (francesa o belga) hasta
la opción, también belga (art. 13 ss. Código belga de nacionalidad) o española185. Los
arts. 17.2, 19.2 y 20 CC recogen diversos supuestos de aplicación de esta fórmula de
adquisición de la nacionalidad, cuyo común denominador es prescindir del ius domicilii
y sustituirlo por el ius sanguinis o el ius soli, como criterios que, conjuntamente con la
voluntad de opción del interesado, reflejan razonablemente una presunción de

150
vinculación del optante con el ethnos y el demos constitucional. Estos supuestos van
desde la determinación de la filiación o el nacimiento (art. 17.1 CC), incluida la
adoptiva (art. 19.2 CC), después de los dieciocho años de edad del interesado, hasta el
sometimiento actual o pretérito a la patria potestad de un español, pasando por la
descendencia de padre o madre que haya sido originalmente español y nacido en España
(art. 20.1a y b CC). Si el optante es menor de edad o incapaz, ejercerá la facultad de
optar, previa autorización del juez encargado del Registro Civil, que valorará el interés
del menor, a través de su representante legal o asistido por éste si fuera mayor de
catorce años o la incapacitación no se extendiese a este extremo. Si es mayor de edad o
está emancipado la ejercerá por sí solo. El ejercicio de esta facultad está sometido a un
plazo, la fecha de cumplimiento de los veinte años de edad del optante o los dos años
siguientes a la determinación de la filiación, la constitución de la adopción o la
recuperación de la capacidad (en el caso de los incapaces), salvo si se trata de optantes
en los que concurre el ius sanguinis cualificado por el ius soli (hijos de padre o madre
que hubiere sido español de origen nacido en España), en cuyo caso, tras la reforma de
la Ley 36/2002, la opción carece de plazo de ejercicio. Se trata en todo caso de un
derecho subjetivo que no está sometido al condicionamiento de ningún concepto
jurídico indeterminado (orden público o interés nacional) como en el caso de la
residencia186.

Los mismos argumentos que avalaron la justificación constitucional de los


criterios del ius sanguinis o el ius soli en la atribución de la nacionalidad por
nacimiento, avalan ahora los supuestos de opción como causas de adquisición de ésta.
Todos ellos parecen razonables respecto de la funcionalidad de la opción siempre que se
interpreten como la presunción legal de una vinculación con el ordenamiento jurídico
español basada en la transmisión del ethnos y el demos constitucional por la vía familiar
y educativa. En efecto, la vinculación con un progenitor español y el nacimiento en
España generan sobre los familiares y los poderes públicos españoles unas obligaciones
de protección y educación del menor en los valores que componen aquél acervo cultural
y democrático constitucional (arts. 39.1 y 27.2 CE)187. Con todo, sería aconsejable para
maximizar esa funcionalidad y reforzar esa presunción legal de vinculación con algún
dato efectivo que la avale, exigir la presencia del ius domicilii aunque sea privilegiado
por un reducido plazo de residencia, como elemento adicional para este modo
adquisición de la nacionalidad española. Pero se trata, en todo caso, de una cuestión que

151
entra dentro de la política legislativa y que no viene impuesta por el sistema
constitucional de la nacionalidad. Esta modalidad de adquisición de la nacionalidad ha
recibido, sin embargo, duras críticas, poniendo en tela de juicio su constitucionalidad
debido a la distinción entre españoles originarios y españoles derivativos que se
desprende de la concesión de la facultad de optar a los descendientes de los primeros,
pero no a los descendientes de los segundos188. De existir dicha discriminación, lo sería
entre extranjeros, no entre españoles –los solicitantes siguen siendo extranjeros hasta su
concesión-, por lo que el art. 14 CE desplegaría sus efectos como principio y no como
derecho fundamental189, esto es, sería constitucionalmente inadmisible sólo si no existe
una razón objetiva de este trato diferencial, lo que con carácter general, como ya se ha
visto, que no es el caso. Además, aunque se compartan las objeciones que se puedan
hacer a la opción política del legislador (tal y como refleja la Exposición de Motivos de
la Ley 36/2002) de atribuir a la nacionalidad la función de coadyuvar al retorno de los
españoles emigrados, lo criticable no es tanto que sólo pueda llevarse a cabo esa función
si quien adquiere la nacionalidad es descendiente de un emigrado español de origen y no
si lo es de un naturalizado190, sino el que se subordine la función constitucional de la
nacionalidad, conformadora del colectivo estable de súbditos, al cumplimiento de otros
fines socio-políticos, como las políticas de emigración e inmigración, respecto de los
cuales aquélla es accesoria. Por eso, a la hora de presumir las circunstancias que van a
mantener a un individuo más o menos vinculado con el ethnos y el demos constitucional
y le hacen acreedor de este derecho de adquisición de la nacionalidad española por
opción, lo cierto es que ni la inclusión de los descendientes de españoles de origen
nacidos en España –tal y como se ha configurado hoy en día la adquisición de la
nacionalidad por opción-, ni la exclusión de los descendientes de nacionales derivativos
–que siguen teniendo abierta la vía de la adquisición por residencia privilegiada por un
plazo reducido-, son en sí mismas arbitrarias o irrazonables, sino que entran dentro del
marco constitucional abierto al legislador. Se trata, pues, más que de tachas de
constitucionalidad, de alternativas políticas de lege ferenda orientadas a la inclusión del
criterio del ius domicilii en todos los supuestos de adquisición de la nacionalidad.
Sin embargo, sí es criticable desde un punto de vista constitucional que la
caracterización de la nacionalidad adquirida por opción no sea uniforme y se califique
de originaria en los supuestos de filiación, adopción o nacimiento determinados después
de los dieciocho años del optante y, por el contrario, de derivativa en los supuestos de
sometimiento a la patria potestad, guarda y custodia de un español o filiación de quien

152
hubiera sido español de origen. No hay nada que objetar, como ya se dijo más arriba, a
la selección legislativa de los supuestos que dan lugar a la adquisición de la
nacionalidad de origen cuya justificación funcional se halla en una razonable presunción
legal de la mayor capacidad para su impregnación por el ethnos y el demos
constitucional. Y tampoco parece objetable que dicha presunción sea menor en los
supuestos de quienes, aún habiendo sido españoles de origen, han perdido esta
nacionalidad adquiriendo una nueva, cuyo ethnos y cuyo demos presumiblemente ha
podido ser también transmitido a los optantes. Pero, carece de toda justificación
constitucional excluir de la nacionalidad originaria a los optantes que se han encontrado
sometidos a la patria potestad, guarda o custodia de un español, puesto que dicho
sometimiento refleja una más intensa vinculación con aquel ethnos y aquel demos
constitucionales que los que se pudieran presumir en los demás supuestos de opción,
por lo menos en los supuestos en los que el sometimiento a la patria potestad haya sido
mínimamente duradero.

4. Requisitos adicionales para la adquisición de la nacionalidad


4.1 La integración política y sociocultural en la comunidad nacional de destino
La mayor parte de las vías de adquisición de la nacionalidad añaden junto al
requisito de la residencia o la no existencia de motivos razonables de ordena público o
seguridad nacional para su denegación, otros requisitos adicionales que tratan de reflejar
la integración política y sociocultural del naturalizable en la comunidad de destino.
Piénsese en las exigencias de dominio de la lengua (art. 21-24 del Código Civil francés,
§86.1 Ley alemana de extranjería, Sec. 312 Ley de inmigración y nacionalidad de los
EE.UU., y, en nuestro país, art. 220.5 Reglamento del Registro civil de 14 de noviembre
de 1958 (RRC)), conocimiento de la historia del país (Sec. 312 Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU.), integración socio-cultural (art. 21-24 del Código Civil
francés y art. 43 del Decreto 93-1362, de 30 de noviembre, que lo desarrolla, así como
art. 22.4 CC y art. 220.5 RRC), que perfilan la construcción de un ente colectivo étnico-
culturalmente más o menos homogéneo. Pero también en las de conocimiento del
sistema político-constitucional (Sec. 312 Ley de inmigración y nacionalidad de los
EE.UU.), buen comportamiento cívico (art. 21-23 del Código Civil francés y art. 36 del
Decreto 93-1362, de 30 de noviembre, que lo desarrolla, así como art. 22.4 CC), no
comisión de ciertos actos criminales (art. 21-23 y 21-27 del Código Civil francés y el
art. 36 del Decreto 93-1362, de 30 de noviembre, que lo desarrolla, art. 10.1, nº 2, 3, 4 y

153
6 Ley austriaca de ciudadanía, Sec. 316 Ley de inmigración y nacionalidad de los
EE.UU., §85.1, nº 5 y §86.2 Ley alemana de extranjería corroborados por la BVerwGE
75, 86-99, así como, en nuestro ordenamiento, art. 220.3 RRC), que perfilan la
construcción de un colectivo de nacionales políticamente más o menos homogéneos y
fungibles para la eficacia del ordenamiento. Se dejan fuera de este análisis los meros
requisitos formales relativos a los plazos para el ejercicio de la facultad de opción (art.
20.2 CC) o para la inscripción, con efecto constitutivo, de la nacionalidad adquirida en
el Registro Civil (art. 21.4 y art. 23 CC), pues los mismos no reflejan elemento de
integración política o sociocultural alguno.
En ordenamientos jurídicos democráticos, plenamente diferenciados, dichas
exigencias aparecen como requisitos para de la adquisición de la nacionalidad por
residencia, pero no para la atribución legal de la nacionalidad ni para la adquisición por
opción, lo que coincide mayoritariamente con la nacionalidad derivativa, pero no con la
de origen. Esto puede parecer criticable en la medida en que la presencia del ethnos y
del demos, como mecanismos de cohesión entre los sujetos que conforman el colectivo
nacional, debería ser igualitaria y no admitiría distinciones entre nacionales de origen y
naturalizados. Pero precisamente por ello, cada ordenamiento evalúa las formas de
transmisión de esos dos elementos en función de cuál haya sido la vía de formación del
vínculo de la nacionalidad, exigiendo unos u otros requisitos adicionales, con una o con
otra intensidad191. Unos, por ejemplo, son más estrictos en la exigencia de la no
comisión de actos criminales, excluyendo de la naturalización a todo extranjero
residente con cualquier antecedente penal, otros requieren un mínimo de gravedad en
las penas, y otros sólo excluyen a quienes hayan cometido delitos que pongan en grave
peligro la seguridad interior o exterior del Estado o que atenten contra su unidad o
estabilidad.
La atribución por nacimiento de la nacionalidad de origen implica por regla
general –y exige en algunos ordenamientos- la presencia física del individuo en el
territorio del Estado desde la infancia, lo que permite la transmisión de los valores del
ethnos y el demos constitucional tanto en el seno de la familia como en el resto de las
relaciones sociales (educativas, económicas, culturales, etc…) en las que se puede ver
inmerso el individuo. No resulta igual de fácil presumir esa impregnación en la mayor
parte de los supuestos de adquisición de la nacionalidad –aunque cabe que se produzca
más fácilmente en aquéllos en los que los solicitantes son menores de edad por las
obligaciones de educación en valores democráticos que pesan sobre padres y centros

154
docentes (art. 27.2 y 39.2 CE)-, pues el individuo llega a la comunidad en la que
pretende integrarse política y socialmente con un acervo cultural y político propio que
coexiste con el nuevo ethnos y demos durante el período de residencia en el Estado. La
inmigración procedente de círculos culturales muy distantes del país de acogida puede
enriquecer un ethnos y un demos abierto y flexible en ordenamientos liberal-
democráticos, pero conduce también inevitablemente a puntos de conflicto
irreconciliables192 cuando el mantenimiento de los foráneos puede resultar intolerable
por contradecir el mínimo irreducible del ethnos y el demos constitucional. Piénsese en
círculos culturales que desconocen la autonomía de voluntad de las personas de un
determinado sexo, que no respetan la integridad física de algunos individuos, que
pretenden formas de participación social claramente desigualitarias para un sexo o un
colectivo de cierta edad, valores todos ellos que son transmitidos en sus respectivos
países de origen –e incluso de forma inconstitucional en los países de acogida- a los
menores de edad, subvirtiendo el ethnos y el demos de la CE de 1978, por lo que tienen
que ser filtrados, entre otros ámbitos, en el del derecho de extranjería y del derecho de
nacionalidad. De ahí que se exija a quien pretende adquirir la nacionalidad que la
presencia del ius domicilii haya tenido como efecto la impregnación por ese ethnos y
ese demos –por lo menos de forma mínima-. Ello se traduce en la exigencia para el
extranjero residente de probar esos requisitos adicionales de integración sociocultural o
política en la comunidad de destino, pero no en una homogeneidad político cultural de
todos los integrantes de la nación193. Sólo cuando el individuo que pretende la
naturalización por residencia se encuentra en una situación asimilada a la de quien ha
recibido la nacionalidad por nacimiento, sobre todo como consecuencia de su inmersión
en el sistema educativo y familiar del Estado de acogida, se puede renunciar a esa
integración política y sociocultural, que se considera que se ha producido durante la
minoría de edad del extranjero residente. Son significativos en este sentido los artículos
21-27 del Código Civil francés que establece diversas excepciones a las exigencias de
buen comportamiento cívico y lealtad con los valores de la República en los supuestos
en los que se trata de un extranjero un menor de edad residente en Francia que ha sido
adoptado o guardado por franceses.
En el ordenamiento español estos requisitos de integración política y social en la
comunidad sólo operan respecto de las adquisiciones por residencia, no así respecto de
la adquisición por opción o por carta de naturaleza. El art. 22.4 CC requiere buena
conducta cívica y suficiente grado de integración en la sociedad española, que el art.

155
220.5 RRC concreta en la adaptación a la cultura y estilo de vida españoles, la prueba de
las actividades benéficas y sociales realizadas, y en el conocimiento de la lengua
castellana u otra lengua española. En la medida en que los mismos traten de reflejar la
presencia de un ethnos y un demos constitucional que hagan funcionalmente útil para el
ordenamiento español, la integración del extranjero en el sujeto colectivo de la
nacionalidad, su exigencia estará constitucionalmente justificada. En este sentido cabe
presumir en el extranjero residente, mayor de edad, una menor capacidad de
impregnación por el ethnos y el demos constitucional que en el extranjero residente,
menor de edad194, dada su inserción en un sistema educativo que, por imperativo
constitucional, debe orientarse a transmitir al educando los valores y principios
democráticos de convivencia (art. 27.2 CE), esto es, el ideario educativo de la
Constitución (STC 5/1981, de 13 de febrero, voto particular del Magistrado Tomás y
Valiente, F.J. 10). La regulación de estos requisitos adicionales para la adquisición de la
nacionalidad, tanto por el Código Civil como por la legislación del Registro Civil de
desarrollo, merece un triple comentario crítico que se desarrolla seguidamente.

a) La indeterminación de los requisitos de buena conducta cívica y


suficiente grado de integración en la sociedad española: su interpretación
constitucionalmente adecuada
En primer término, es necesario cuestionarse la extensión que deben tener los
conceptos jurídicos indeterminados de buena conducta cívica y suficiente grado de
integración en la sociedad española, a la luz del esquema constitucional que se ha
trazado anteriormente. Dicha indeterminación ha de ser aprovechada para concretarlos a
partir de la concepción constitucional democrática de la nacionalidad y de su función en
el ordenamiento, y no al servicio de cualesquiera otras funciones políticas. Por ello, ni
uno ni otro concepto son determinables por una valoración discrecional del interés
público, no fiscalizable en sede jurisdiccional (STS de 5 de octubre de 2002, Sala 3ª),
como, sin embargo, ha sostenido una parte de la jurisprudencia contencioso-
administrativa (STS de 12 de noviembre de 2002, Sala 3ª). Si esto no era admisible en la
valoración del orden público o el interés nacional, menos ha de serlo en la valoración de
estos requisitos cuyo contenido ha de ser plenamente compatible con el marco
constitucional de la nacionalidad.
En este sentido, y por lo que se refiere al contenido negativo de dichos
conceptos, nuestro ethnos es multicultural y abierto, y está vinculado a un demos

156
participativo e igualitario en una democracia no militante (STC 48/2003, de 12 de
marzo, F.J. 7º). Por ello quedan fuera de lugar interpretaciones jurisprudenciales que,
bajo el manto de la exigencia de buena conducta cívica o de integración en la sociedad
española, tratan de limitar la libertad ideológica, la libertad religiosa o, en fin, la libertad
y el pluralismo como valores superiores de nuestro ordenamiento, excluyendo la
presencia de la buena conducta cívica por la concurrencia en el solicitante de conductas
no punibles (STS de 12 de noviembre de 2002, Sala 3ª) o no punidas pero reflejadas en
denuncias policiales (STS de 23 de abril de 2004, Sala 3ª; STS de 22 de diciembre de
2003, Sala 3ª), y el suficiente grado de integración en la sociedad española por el
seguimiento de costumbres o prácticas religiosas no mayoritarias (STS de 28 de mayo de
2004, Sala 3ª).
Por lo que se refiere al contenido positivo de la buena conducta cívica y el
suficiente grado de integración en la sociedad española parece razonable, como es
constante en nuestra jurisprudencia, exigir al solicitante de la nacionalidad por
residencia acreditar que, más allá de la ausencia de antecedentes penales o
administrativos en su contra, haya observado en su trayectoria vital un correcto
comportamiento cívico (STS de 5 de octubre de 2002, Sala 3ª), esto es, un estándar
medio de conducta capaz de ser asumido por cualquier cultura y por cualquier individuo
(STS de 12 de noviembre de 2002, Sala 3ª), que implica tanto la ausencia de vulneración
del ordenamiento jurídico como el cumplimiento de deberes ciudadanos antes y después
del período de residencia en nuestro país (STS de 12 de mayo de 1997, Sala 3ª; STS de 2
de junio de 1998, Sala 3ª). La consecuencia inmediata de esta afirmación es que no se
puede afirmar la buena conducta cívica por la mera ausencia o cancelación de
antecedentes penales o policiales (STS de 30 de noviembre de 2000, Sala 3ª), sin que
ello conculque la presunción de inocencia o la finalidad reinsertiva de la pena (STS de
16 de marzo de 1999, Sala 3), pero tampoco que la presencia de dichos antecedentes
necesariamente haya de conducir a negar la buena conducta cívica cuando, valorados en
el conjunto de la trayectoria vital del extranjero residente, no denotan su falta de
integración ciudadana ni su inidoneidad para formar parte del ámbito de aplicación
personal, estable y permanente del ordenamiento español. Como señala, entre muchas la
STS de 19 de diciembre de 2000, Sala 3ª, los antecedentes penales y policiales son un
indicador cualificado, pero no único, cuya importancia depende de factores intrínsecos a
los mismos como su lejanía en el tiempo, su posible cancelación o incluso que la
conducta haya dejado de ser punible, pero también de factores extrínsecos como el resto

157
de comportamientos que haya tenido el individuo en relación con sus derechos y
deberes constitucionales. Hay que tener en cuenta, pues, qué conductas cívicas haya
podido realizar éste en relación con el cumplimiento de diversas obligaciones jurídicas
de carácter público o privado, que la Constitución y el ordenamiento imponen a los
ciudadanos -nacionales o extranjeros- (STS de 27 de enero de 2000, Sala 3ª; STS de 19
de diciembre de 2000, Sala 3ª). Esto es, hay que valorar la trayectoria global del
solicitante para ver si su inclusión dentro del ámbito personal, estable y permanente de
aplicación del ordenamiento (nacionalidad), y su correlativa inserción en el sujeto
colectivo soberano (núcleo de la ciudadanía) están funcionalmente justificadas. Lo que
en ningún caso cabe valorar a fin de determinar la presencia o no de buena conducta
cívica o de suficiente integración en la sociedad española es el comportamiento moral
del individuo en sus relaciones sociales, desvinculado de concretos deberes jurídicos
(STS de 27 de enero de 2000, Sala 3ª, que aplica al requisito de buena conducta cívica la
doctrina de la STC 114/1987, de 6 de julio, F.J. 4º).

b) La inconstitucional concreción de la integración sociopolítica del


solicitante de la nacionalidad en la legislación del Registro Civil
En segundo término, es preciso plantearse si la concreción que ha llevado a cabo
el legislador del Registro Civil de aquellos conceptos jurídicos indeterminados, es
compatible con esta concepción constitucional de los mismos que, como se ha visto, no
siempre ha acertado a reflejar la jurisprudencia contencioso-administrativa. Aunque los
arts. 63-68 LRC guardan silencio sobre estos requisitos de integración política y social
en la comunidad española, el art. 220 RRC los concreta mediante la exigencia de
acreditación por parte del solicitante de ciertos extremos en el expediente de adquisición
de la nacionalidad por residencia. Así, entre otros, requiere que el solicitante indique si
está procesado o tiene antecedentes penales, si ha cumplido el servicio militar o
prestación equivalente exigidos por las leyes de su país, y, por último, que acredite si
habla castellano u otra lengua española, así como cualquier circunstancia de adaptación
a la cultura y estilo de vida españoles -como estudios, actividades benéficas o sociales y
las demás que estime conveniente-. También establece la necesidad de acreditar los
medios de vida con los que cuenta en caso de que se proponga residir permanentemente
en España, con la finalidad de evitar que el extranjero naturalizado se convierta en una
carga económica para el Estado español, pero dicho requisito es superfluo, puesto que
su cumplimiento previo se presupone en virtud de la legislación de extranjería (art. 31 y

158
32 LODLE), por lo menos en relación con los extranjeros no comunitarios que no
disfrutan de la libertad de circulación de la Unión Europea.
Resulta fácil hallar justificación constitucional para la exigencia de acreditar su
situación penal o militar en su país. La misma sirve para acreditar la buena conducta
cívica que le es exigible, esto es, si la incorporación del solicitante al colectivo de
nacionales sirve para reforzar la eficacia del ordenamiento jurídico cuyo ámbito
personal de aplicación estable y permanente delimita, pues facilita la prueba de su
impregnación por el demos constitucional. Tampoco resulta difícil subsumir el
conocimiento del castellano en el concepto legal de suficiente grado de integración en la
sociedad española, puesto que su conocimiento, además de ser un derecho/deber (art. 3
CE) que se presume a los españoles (STC 82/1986, de 26 de junio, F.J. 3º), es un
mecanismo imprescindible para la comunicación y el desarrollo del ordenamiento
jurídico, y en particular para el disfrute de los derechos y libertades. Sin embargo,
resulta difícil justificar constitucionalmente la exigencia de adaptación al estilo de vida
y cultura españoles. No sólo porque la misma quiebre la libertad del extranjero residente
para realizar múltiples conductas al amparo de sus derechos fundamentales, aunque sean
divergentes de las costumbres mayoritarias en España. También, porque presupone una
homogeneidad y clausura en el ethnos constitucional, incompatible con su
configuración abierta y flexible. Por tanto, su exigencia parece inconstitucional y habría
que entenderla tácitamente derogada por la Constitución española de 1978. Una
solución alternativa posible sería la de buscar que los extranjeros residentes, potenciales
adquirentes de la nacionalidad por residencia u opción, se impregnasen con el ethnos y
el demos constitucional a través de su asistencia a centros de enseñanza básica o
secundaria de nuestro país, lo que es posible en general con los menores de edad, o en
caso de tratarse de adultos, si éstos no demuestran un conocimiento básico del
castellano, imprescindible para la comunicación, articular su asistencia voluntaria, o
incluso forzosa, a cursos de integración social y cultural, tal y como hace el Artikel 1,
§§43, 44, 44a Ley alemana de inmigración, de 30 de junio de 2005.

c) El ámbito personal de aplicación de los requisitos de integración socio-


política
En tercer y último lugar, en lo que se refiere al ámbito personal de aplicación de
los requisitos de buena conducta cívica y suficiente grado de integración en la sociedad
española, es preciso preguntarse por la justificación constitucional de que los mismos

159
únicamente operen respecto de la adquisición de la nacionalidad, y dentro de ésta
respecto de la adquisición por residencia, así como también por la ausencia de
excepciones a su cumplimiento respecto de algunos colectivos de solicitantes. Respecto
de la primera cuestión, dado que la presencia en el territorio nacional de los extranjeros
que solicitan la adquisición de nacionalidad va a ser en la mayor parte de los casos
posterior a su mayoría de edad, o por lo menos posterior a la edad de escolarización
obligatoria, la transmisión del ethnos y el demos constitucional durante su tiempo de
residencia en nuestro país resultará más difícil que respecto de los nacidos en España o
descendientes de españoles, como consecuencia de la falta de contacto con el sistema
familiar o educativo previsto en nuestra Constitución para la minoría de edad. A
diferencia de lo que sucede con los primeros, la atribución de la nacionalidad por
nacimiento o la posibilidad de adquirir la nacionalidad por opción, permiten presumir
razonablemente que en la mayor parte de los casos resida o haya residido en España
durante la minoría de edad o se haya visto, sujeto al sistema educativo y/o familiar
imperante en nuestro territorio, a partir del cual se produce la transmisión del ethnos y el
demos constitucional.
No obstante lo anterior, y por lo que se refiere a la segunda cuestión, no parece
constitucionalmente admisible que, una vez que se ha establecido la necesidad de
acreditar la buena conducta y el suficiente grado de integración en la sociedad española
como criterios indicativos de la presencia del ethnos y el demos constitucional, el
legislador no haya articulado un sistema de excepciones respecto de la exigencia de
dichos requisitos adicionales, que tengan en cuenta la posibilidad de que el extranjero
residente menor de edad haya recibido durante su residencia en España ese ethnos y ese
demos constitucional como consecuencia del sistema educativo y familiar imperante en
España. Piénsese que la enseñanza básica y gratuita es, conforme al art. 27.1 CE y al art.
9.1 LODLE, un derecho y una obligación de todas las personas residentes (y para las
legales también la educación secundaria no obligatoria) en España, y que las
obligaciones del art. 39 de los padres y los poderes públicos respecto de los menores de
edad, así como el respeto de sus derechos y libertades, vinculan con independencia de la
nacionalidad de la familia en la que se integre el menor.

4.2 La lealtad política y la renuncia a nacionalidades previas


Comunes a todos los modos de adquisición de la nacionalidad, incluida la
opción, aparecen en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos dos requisitos

160
íntimamente vinculados: la manifestación por parte del nuevo nacional de su lealtad
política a favor del nuevo colectivo nacional de adopción, y la correlativa expresión de
renuncia a la nacionalidad previa y, con ello, a las lealtades políticas anteriores que
pudiera tener (Sec 316 en relación con la Sec. 337 de la Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU., art. 10 de la Ley italiana de ciudadanía sólo respecto del
juramento de lealtad, §85.1 y 4 de la Ley alemana de extranjería, §10.3 y 4 de la Ley
austriaca de ciudadanía). Aunque ya se ha hecho referencia con anterioridad a esta
cuestión, al tratar el problema de la admisibilidad de la doble nacionalidad, baste ahora
recordar un par de cuestiones sobre la función de estos requisitos para la adquisición de
la nacionalidad.
En primer lugar, la exigencia de lealtad política casa mal con una concepción
funcional de la nacionalidad como un instituto jurídico al servicio de la diferenciación
segmentaria del ordenamiento estatal. Ciertamente, cabe excluir la dualidad de lealtades
que distorsiona la funcionalidad de la nacionalidad cuando la conservación de una
segunda nacionalidad pone en peligro la eficacia aglutinadora del ethnos y el demos
constitucional por su colisión con otros elementos semejantes de la nacionalidad
anterior. Pero no se trata de exigir al individuo ser leal políticamente a los valores del
nuevo ordenamiento, como si de la recreación de un pacto fundacional inexistente se
tratase, sino simplemente de garantizar que el ethnos y el demos constitucional le
permitan formar parte de forma eficaz del ámbito estable y permanente de aplicación
del ordenamiento estatal, y, con ello, la nacionalidad pueda desempeñar adecuadamente
su función. La exigencia del ius domicilii, pero sobre todo los requisitos adicionales de
integración sociopolítica, garantizan de forma suficiente la integración de los
naturalizados en el colectivo nacional, impregnados del ethnos y el demos
constitucional, sin que sea necesario exigirles una lealtad política que, en ocasiones, no
se exige a los propios nacionales, o una ruptura con los vínculos socio-políticos de su
anterior nacionalidad. Ello explica también, como ha terminado admitiendo el
ordenamiento norteamericano, que no se pueda considerar desleal y por tanto causa de
la pérdida de la nacionalidad, ni originaria ni derivativa, la actividad política de un
nacional que goza de doble nacionalidad, ejerciendo, por ejemplo, el derecho de
sufragio en su primer país de origen195.
En segundo lugar, el Estado puede exigir la renuncia a la nacionalidad anterior
sólo a quienes adquieren la nacionalidad y no a quienes la han recibido
automáticamente por nacimiento. La razón no estriba en mantener una comunidad

161
histórico-cultural, sino en distinguir la incidencia del ethnos y el demos constitucional
en quienes se han visto inmersos en un ordenamiento territorial que se los transmite
desde el nacimiento (ex art. 27.2 CE) y quienes, al contrario, acceden a él con
posterioridad impregnados ya por un ethnos y un demos de su nacionalidad de origen.
Lo relevante no es, pues, que se exija cierta lealtad política o la renuncia a la
nacionalidad previa, sino cómo se haga, esto es, a través de qué requisitos, qué
significado normativo tengan los mismos, y cuál sea su repercusión en la función de la
nacionalidad.
El art. 23 del Código Civil español exige para todos los supuestos de adquisición
de la nacionalidad el juramento de fidelidad al Rey y de obediencia a la Constitución y a
las leyes, y la renuncia a la previa nacionalidad. Por lo que se refiere al juramento de
fidelidad, es problemática la cuestión de si dicha exigencia ha de ser entendida como
una auténtica manifestación de adscripción ideológica en la que se pueda enjuiciar la
veracidad de las intenciones del juramentado –como sucede en EE.UU. o en Alemania-,
o como un acto formal que no añade ninguna obligación nueva distinta de las ya
existentes o de las que se derivan de la adquisición del vínculo de la nacionalidad. Lo
cierto es que en consonancia con la inexistencia de cualesquiera institutos de
democracia militante en la CE de 1978, y con la jurisprudencia sobre el juramento de
lealtad constitucional establecida por la jurisprudencia constitucional como un mero
ritual carente de contenido obligatorio material (STC 122/1983, de 23 de diciembre, F.J.
5º; la STC 119/1990, de 21 de junio, FF.JJ. 4º ss. y STC 74/1991, de 8 de abril, FF.JJ.
4º y 5º)196, hay que entender que el extranjero que pretende naturalizarse no manifiesta
con el juramento una limitación material de sus derechos fundamentales adicional a la
que experimentarían de conservar su condición de extranjero o a la que tendrá al
adquirir la condición de nacional197. Ni españoles ni extranjeros que quieren
naturalizarse manifiestan adscripción ideológica alguna, que iría en contra del carácter
procedimental de nuestra democracia (STC 48/2003, de 12 de marzo de 2003, F. J.
7º)198 y la posibilidad de perseguir valores contrarios a los que forman parte del ethnos y
el demos constitucional, siempre que lo hagan dentro de los límites de acción
establecidos por ese acervo cultural y democrático. Desafortunadamente, la práctica
administrativa y judicial demuestran que el control de esa lealtad política conculca el
texto constitucional no tanto con el acto del juramento como con la valoración de los
requisitos negativos (inexistencia de motivos de orden público o interés nacional) o
positivos (concurrencia de buena conducta cívica) para la concesión de la nacionalidad

162
por residencia, o en la valoración discrecional de la presencia de motivos excepcionales
para la concesión de la nacionalidad por carta de naturaleza. Además, el juramento sólo
ha de ser realizado por quienes son mayores de catorce años, edad a la que se concluía
antes de 1990 la educación obligatoria, no por los menores de esa edad, en los que hay
que presuponer una mayor capacidad de absorción del ethnos y el demos constitucional.
De mantenerse, procedería modificar la edad a la que debe realizarse ese juramento,
adaptándola a la elevación de la edad de enseñanza obligatoria a los dieciséis años que
ha realizado la LOGSE.
Por su parte, la renuncia de la nacionalidad anterior es una exigencia también
formal, cuya utilidad práctica es más que discutible. Se excluye de esta exigencia sólo a
los nacionales de países con los que el art. 11.3 CE permite a los españoles de origen
mantener la doble nacionalidad o a los apátridas (art. 23 b) y art. 24.1 CC)199. Pero se
mantiene para los demás extranjeros exclusivamente sobre la base de la menor similitud
de su ethnos de origen con el constitucional español, sin tener en cuenta que el demos de
algunos de esos Estados (por ejemplo el de los Estados de la Unión Europea) puede ser
más común con el del texto constitucional español que el existente en los Estados
iberoamericanos. Además, si la finalidad de la norma es evitar la doble nacionalidad en
supuestos no queridos por el ordenamiento español, lo cierto es que la mera renuncia de
cara a España de la nacionalidad anterior no conlleva, ni mucho menos, que el país de
origen le prive de su nacionalidad originaria. Al igual que hacen los arts. 24 y 25 CC
respecto de nuestro ordenamiento, cada Estado regula la pérdida o privación de la
propia nacionalidad de forma autónoma. Ésta puede ocurrir por renuncia tácita o
expresa ante las autoridades del Estado cuya nacionalidad se pierde, pero no por la
acción normativa de otro Estado. Los verdaderos efectos de una norma semejante son
más bien sociopolíticos sobre el naturalizado, al que se le pretende hacer renunciar al
contenido material del ethnos y el demos con el que le impregnó su anterior
nacionalidad, desincentivándole a naturalizarse mediante un requisito que recrea una
exclusividad de lealtades inexistente en ordenamientos democráticos modernos. Por
ello, la exigencia de renuncia, sin ser en sí misma contraria a nuestro sistema
constitucional de nacionalidad, lo cierto es que carece de funcionalidad jurídica para
ésta.

163
NOTAS AL CAPÍTULO SEGUNDO

1
Sobre las funciones internas propias del sistema jurídico al servicio de su diferenciación, cfr.
LUHMANN, Niklas, Das Recht der Gesellschaft, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1993, pág. 42 ss.
2
Cfr. BÖS, Matthias, Ethnisierung des Rechts: Staatsbürgerschaft in Deutschland, Frankreich,
Grossbritanien und den USA, Kölner Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie, Bd. 45, 1993, pág.
621; HOLZ, Klaus, Citizenship: Mitgliedschaft in der Gesellschaft oder differenztheoretisches Konzept?,
ob. cit., pág. 195-196.
3
Sobre ello con carácter general LUHMANN, Niklas, Soziologische Aufklärung, Bd. 1, Westdeutscher
Verlag, Opladen, 1975, pág. 51-71.
4
Como condición de validez; cfr. KELSEN, Hans, Reine Rechtslehre, (Unveränderter Nachdruck der
zweiten Auflage 1960), Franz Deuticke Verlag, Wien, 1978, pág. 215 ss.
5
KELSEN, Hans, Die Einheit vom Völkerrecht und staatlichem Recht (1958), en “Die wiener
rechtstheoretische Schule”, Europa Verlag, Wien y otros 1968, pág. 2214 ss.
6
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e integración europea, ob. cit., pág. 526 ss.
7
Siguiendo la tríada clásica, poder, territorio, pueblo, diseñada por Georg Jellinek como los tres
elementos del Estado; véase JELLINEK, Georg, Allgemeine Staatslehre, ob. cit., pág. 137-138.
8
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e integración europea, ob. cit., pág. 526 ss.
9
No solo en la medida en que la soberanía territorial del Estado le permite determinar quién –
normalmente el que ostenta la condición de nacional- puede acceder y/o salir del territorio estatal, como
pretende MACKERT, Jürgen, Kampf um Zugehörigkeit. Nationale Staatsbürgerschaft als Modus
sozialer Schliessung, Westdeutscher Verlag, Wiesbaden, 1999, pág. 107 ss., sino también en la medida en
que la pertenencia a un colectivo políticamente organizado como Estado, a que hace referencia la
posesión de la nacionalidad, determina igualmente la aplicabilidad de un conjunto de normas jurídicas,
con exclusión de otras.
10
En la misma se establece que “according to the practice of States, nationality constitutes the juridical
expression of the fact that an individual is more closely connected with the population of a particular
State. Conferred by a State, it only entitles that State to exercise protection if it constitutes a translation
into juridical terms of the individual's connection with that State. Is this the case as regards Mr.
Nottebohm? At the time of his naturalization, does Nottebohm appear to have been more closely attached
by his tradition, his establishment, his interests, his activities, his family ties, his intentions for the near
future, to Liechtenstein than to any other State?”. Lo que no quiere decir, como pretendió CASTRO Y
BRAVO, Federico de, La nationalite, la double nationalite et la supranationalite, Recueil des
Cours/Academie de Droit International, Vol. 102, 1961, pág. 576 ss., que de esa decisión se desprenda
una concepción material sociológica de Nación y de nacionalidad.
11
Cfr. HAHN, Alois, Staatsbürgerschaft, Identität und Nation in Europa, ob. cit., pág. 62-64.
12
Cfr. ZIPPELIUS, Reinhold, Allgemeine Staatslehre. Ein Studienbuch, (12. Auflage), Beck, München,
1994, pág. 82 ss.
13
En este sentido, sobre el Estado-nación como un ente no solo territorial sino también personalmente
cerrado, cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in France and Germany, ob. cit., pág.
27 ss.
14
Sobre esa vertiente vertical, cfr. PÉREZ VERA, Elisa, Citoyenneté de l’Union Européenne,
Nationalité et condition des étrangers, Recueil des Cours/Académie de Droit International, Vol. 261,
1998, pág. 278.
15
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los límites materiales a la reforma de la CE de 1978, op. cit., pág.
258-261.
16
Sobre la soberanía como cualidad relativa a la fundamentación de la validez del ordenamiento y no
como característica causal de un sujeto o persona jurídica, cfr. KELSEN, Hans, Das Problem der
Souveränität und die Theorie des Völkerrechts, (Unveränderter Nachdruck der zweiten Auflage vom
1928), Scientia, Aalen 1960, pág. 42 ss.
17
Como pretende GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 213 ss.
18
Dicha norma sería funcionalmente equivalente a la Constitución, aunque no tuviese su rango formal, y
debería formar parte del denominado bloque constitucional. Sobre este último y su función de concreción
política de las abstracciones no cerradas por el texto constitucional, cfr. REQUEJO RODRÍGUEZ,
Paloma, Bloque constitucional y bloque de la constitucionalidad, Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Oviedo, Oviedo, 1997.
19
En un sentido diverso, MAKAROV, Alexander, Règles générales du droit de la nationalité, Recueil
des Tours de l’Académie de Droit international, 1949, pág. 283.

164
20
Un buen ejemplo de ello es la formación de la nacionalidad alemana durante el siglo XIX, sobre todo
en el I Reich alemán, durante el cual, a pesar de concebirse la unidad del Estado sobre la base de la
Constitución de 1871, de la que era reflejo una nacionalidad imperial única (Reichsangehörigkeit), sin
embargo, no se admitía mayoritariamente la atribución de la soberanía a un sujeto colectivo unitario, el
pueblo alemán. Cfr. GRAWERT, Rolf, Staat und Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 193 ss., 211-212.
21
Sobre el concepto de ordenamiento total y de Gesamtverfassung véase NAWIASKY, Hans,
Allgemeine Staatslehre. Dritter Teil: Staatsrechtslehre, Verlagsanstalt Benzinger & Co. AG., Einsiedeln,
Zürich/Köln, 1956, pág. 161 ss.
22
Sobre ello en detalle, DUMMETT, Ann/NICOL, Andrew, Subjects, Citizens, Aliens and Others.
Nationality and Immigration Law, Weidenfeld and Nicolson, London, 1990, pág. 3 ss.
23
Por todos, SOLOZÁBAL ECHAVARRÍA, Juan José, El problema de la soberanía en el Estado
autonómico, Fundamentos, 1998, Nº 1, pág. 478 ss.
24
Un análisis más detallado de la tramitación parlamentaria del art. 11 CE en relación con este aspecto se
puede ver en FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 22
ss.
25
En un sentido semejante FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad,
ob. cit., pág. 20; LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, en ALZAGA VILLAMIL (dir.), Comentarios a
la Constitución Española de 1978, Tomo I, EDERSA, Madrid, 1996, pág. 137.
26
Como sostiene LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 139 ss.
27
En este mismo sentido, cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la
nacionalidad, ob. cit., pág. 25.
28
Así también, aunque desde una concepción distinta de la nacionalidad, LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel,
Artículo 11, ob. cit., pág. 137-138.
29
Respecto de la ciudadanía del Principado de Asturias, cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo
7, en Comentarios al Estatuto de Autonomía para Asturias, Junta General del Principado de Asturias,
Oviedo, 2004, pág. 74 ss.
30
Sobre ello, BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss.
31
Se deja aquí a un lado el problema de en qué consiste la conservación y actualización de los derechos
forales y, por tanto, qué CC.AA. pueden tener derecho foral, solventado solo parcialmente en nuestra
jurisprudencia constitucional (véase por todas la STC 88/1993, de 12 de marzo, F.J. 3º)
32
En este sentido, FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit.,
pág. 27-28.
33
Cfr. LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 137.
34
Sobre la supremacía y la soberanía de las Constituciones de los Estados miembros respecto del derecho
comunitario originario y derivado, cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e
integración europea, ob. cit., pág. 528 ss.
35
Cfr. OOMMEN, Tharaileth, Citizenship, Nationality and Ethnicity, Polity Press, Cambridge, 1997,
pág. 224.
36
Cfr. las decisiones de diversos Tribunales Constitucionales Europeos, como la Decisión del Consejo
Constitucional francés número 505 de 19 de noviembre de 2004, FF. JJ. 9º-13º, o la Declaración del
Tribunal Constitucional Español (DTC) 1/2004, de 13 de diciembre, FF. JJ., 3º y 4º. Sobre la cuestión de
la relación entre la supremacía constitucional y la supremacía del derecho comunitario, ya desde la
entrada en vigor del Tratado de Maastricht de 1992, véanse las posturas contrapuestas de REQUEJO
PAGÉS, Juan Luís, Sistemas normativos, Constitución y ordenamiento. La Constitución como norma
sobre la aplicación de normas, McGraw Hill, Madrid, 1995, pág. 1-2, 9, 25 ss.; ALÁEZ CORRAL,
Benito, Soberanía constitucional e integración europea, ob. cit., pág. 505 ss.
37
Como, sin embargo, sostiene LEPSIUS, Rainer, Ethnos und Demos, en Interessen, Ideen und
Institutionen, Westdeutscher Verlag, Opladen, 1990, pág. 247-255, para quien la fusión de ambos
elementos que se da en el Estado nacional desde relativamente hace poco (siglo XIX), es irreproducible
en formas de poder como la Unión Europea, en las que ethnos y demos discurren por separado y no se
dejan fundir en una sola institución.
38
Expresión reforzada de lo que ya había establecido en 1992 el Tratado de la Unión Europea de
Maastricht, cuyas referencias se sustituyen aquí por las de la Constitución para Europa, dada su inminente
entrada en vigor, prevista por su art. IV-447.2 para el 1 de noviembre de 2006.
39
Sobre ello, cfr. FRAILE ORTIZ, María, El significado de la ciudadanía europea, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003, pág. 47 ss.
40
En detalle, GROOT, Gerard-René de, The Relationship between the Nationality Legislation of the
Member States of the European Union and European Citizenship, en La TORRE (Edit.), European
Citizenship: an Institutional Challenge, ob. cit., pág. 115 ss.

165
41
Sobre las fricciones que se derivan de la vinculación entre ciudadanía europea y nacionalidades de los
Estados miembros, cfr. CLOSA MONTERO, Carlos, Citizenship of the Union and nationality of
Member States, Common Market Law Review, 1995, Nº 32, pág. 510; FRAILE ORTIZ, María, El
significado de la ciudadanía europea, ob. cit., pág.77-78 ss.
42
En este mismo sentido, LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 146-148.
43
Sobre esta forma de definir la legitimidad, cfr. LUHMANN, Niklas, Legitimation durch Verfahren, (3.
Auflage), Luchterhand, Darmstadt und Neuwied, 1978, pág. 28.
44
Ahora bien, esa dimensión horizontal de la nacionalidad que expresa la relación intersubjetiva que une
a los miembros de la Nación o el Pueblo de un Estado, ha de ser visto como una consecuencia de la
necesidad de la nacionalidad de desempeñar eficazmente su función jurídica, y no como un presupuesto
metapositivo de su existencia, como pretenden CASTRO Y BRAVO, Federico de, La nationalité, la
double nationalité et la supranationalité, ob. cit., pág. 573, y PÉREZ VERA, Elisa, Citoyennete de
l’Union Europeenne, Nationalite et condition des étrangères, ob. cit., pág. 280 ss.
45
Sobre esa tensión cfr. RUBIO CASTRO, Ana/MOYA ESCUDERO, Mercedes, Nacionalidad y
ciudadanía: una relación a debate, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Nº 37, 2003, pág. 117 ss.
46
Los intentos de extensión de la nacionalidad a los extranjeros residentes, pero también a los emigrantes
no residentes, olvidan a menudo esta circunstancia y se centran en la generación o mantenimiento de un
sentimiento de pertenencia o integración desvinculado de la función jurídica de la nacionalidad de
construir una sujeción estable y permanente a un ordenamiento territorial; un buen ejemplo en nuestro
país es LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley 36/2002,
de 8 de octubre), La Ley, Nº 5694, 2003, pág. 11.
47
En un sentido parecido, crítico con el uso político de las identidades monoculturales, LUCAS
MARTÍN, Javier de, Globalización e identidades. Claves políticas y jurídicas, Icaria & Antrazyt,
Barcelona, 2003, pág. 39 ss.
48
Sobre uno y otro elemento véase EMERICH, Francis, Ethnos und Demos, ob. cit., pág. 88 ss.
49
Sobre la importancia de esta adhesión y sentimiento de unidad colectiva dentro de la Nación, cfr.
BÖCKENFÖRDE, Ernst-Wolfgang, Die Nation – Identität in Differenz, en Staat, Nation, Europa.
Studien zur Staatslehre, Verfassungstheorie und Rechtsphilosophie, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1999, pág.
37 ss.; SCHNAPPER, Dominique, La communauté des citoyens. Sur l’idee moderne de Nation,
Gallimard, Paris, 1994.
50
Cfr. NASSEHI, Armin/SCHROER, Markus, Staatsbürgerschaft. Über das Dilemma eines
nationalen Konzepts unter postnationalen Bedingungen, en HOLZ (Hrsg.), Staatsbürgerschaft…., ob. cit.,
pág. 36-40.
51
MEINECKE, Friedrich, Weltbürgertum und Nationalstaat (1907), (9. Auflage), R. Oldenbourg,
München, 1969.
52
Históricamente ha sido así desde la propia revolución francesa, como ya se tuvo ocasión de poner de
relieve en el capítulo anterior, lo que relativiza la afirmación de HABERMAS, Jürgen,
Staatsbürgerschaft und nationale Identität (1988), en Faktizität und Geltung, (4. Auflage), Suhrkamp,
Frankfurt a. M., 1994, pág. 633 ss., de que la ciudadanía nunca hubiese estado vinculada conceptualmente
a una identidad nacional, puesto que lo estuvo a la nacionalidad (ciudadanía pasiva), y, por ello, esa
identidad nacional se manifiesta aún hoy normativamente tanto en el demos de la ciudadanía como en el
propio ethnos que intenta recrear.
53
Sobre la imposibilidad para el orden político democrático de una absoluta separación del elemento
cultural y del elemento político de la soberanía, véase en detalle, GUTMANN, Amy, Identity in
democracy, Princeton University Press, Princeton 2003, pág. 195 ss.
54
Lo que en términos sociológicos sería, en palabras de NASSEHI, Armin/SCHROER, Markus,
Staatsbürgerschaft. Über das Dilemma eines nationalen Konzepts unter postnationalen Bedingungen, ob.
cit., pág. 49-50, la pregunta acerca de qué mecanismo puede mantener la integridad política (estatal) de
un determinado territorio, en el que no se tengan que presuponer en sí mismas los elementos
aglutinadores del sujeto nacional.
55
Un análisis de los modelos políticos que surgen de esa combinación, según se de preferencia a la
identidad étnico-cultural o a la identidad democrática, es el propuesto por ZAPATA-BARRERO,
Ricard, La ciudadanía en contextos de multiculturalidad: procesos de cambios de paradigmas, Anales
de la Cátedra Francisco Suárez, Nº 37, 2003, pág. 182-184. La abundante literatura filosófico-política que
se ha ocupado de ello, sobre todo en lengua anglosajona, presenta, en general, modelos extremos,
nacionalistas unos, que hacen hincapié en el ethnos (cfr. MILLER, David, Citizenship and National
identity, ob. cit., pág. 24 ss.), o universalistas los otros, que sientan el acento en el demos y en la extensión
de la capacidad de participación a cualquier sujeto aunque no integre la Nación (cfr. FAULKS, Keith,

166
Citizenship, Routledge, London/New York, 2003, pág. 29 ss.), alejados en muchos casos de las concretas
prescripciones normativas de cada ordenamiento jurídico estatal.
56
El llamado por Sieyés “tercer estado”; cfr. SIEYES, Emmanuel, El tercer Estado y otros escritos,
Espasa Calpe, Madrid, 1991, pág. 146 ss.
57
Sobre ello, MÁIZ, Ramón, Nation and deliberation, ob. cit., pág. 60 ss.
58
En un sentido diverso HABERMAS, Jürgen, Staatsbürgerschaft und nationale Identität, ob. cit., pág.
636 ss.
59
Cfr. BÖS, Matthias, The legal construction of membership: nationality Law in Germany and the
United States, op. cit., pág. 25 ss.
60
BÖCKENFÖRDE, Ernst-Wolfgang, Die Nation – Identität in Differenz, ob. cit., pág. 37 ss., 43.
61
Cfr. OBERNDÖRFER, Dieter, Die offene Republik. Zur Zukunft Deutschlands und Europas,
Freiburg, 1991, pág. 50-51.
62
Cfr. GROSSO, Enrico, La titolarita del diritto di voto. Partecipazione e appartenenza alla comunita
politica nel diritto costituzionale europeo, Giappichelli, Turín, 2001, pág. 35 ss.
63
Sobre uno y otro tipo de identidad, cfr. LUCAS MARTÍN, Javier de, Globalización e identidades, ob.
cit., pág. 22-23.
64
Los efectos excluyentes e incluyentes de la nacionalidad respecto de la integración del individuo en la
sociedad como sistema general son relativos, porque el sistema jurídico interactúa con otros sistemas
sociales (economía, la cultura, la religión, etc…) respecto de los cuales la nacionalidad no opera como
elemento diferenciador. En este sentido, cfr. NASSEHI, Armin/SCHROER, Markus,
Staatsbürgerschaft. Über das Dilemma eines nationalen Konzepts unter postnationalen Bedingungen, ob.
cit., pág. 45 ss.
65
ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía desde la perspectiva de la soberanía
democrática, ob. cit., pág. 155 ss.
66
Tal sentido metapositivo se lo sigue dando, sin embargo, buena parte de la doctrina civilista actual, cfr.
PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, en ALBADALEJO/DÍAZ
(coords.), Comentarios al Código Civil y a las Compilaciones Forales, EDERSA, Madrid, 1993, pág. 7.
67
Sobre la relación entre ambos preceptos y la consideración de la lengua castellana y las demás
modalidades lingüísticas como patrimonio cultural del Estado español, cfr. PRIETO DE PEDRO, Jesús,
Artículo 3, en ALZAGA VILLAMIL (Dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, Tomo I,
ob. cit., pág. 249-260.
68
Con carácter general sobre el ideario constitucional, como contenido imperativo de los contenidos de la
educación, véase, FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, Alfonso, De la libertad de enseñanza al
derecho a la educación, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1988, pág. 50-51; y SÁNCHEZ
FERRIZ, Remedio, El artículo 27.2 de la Constitución española. Contenido y fines de la educación,
Revista General del Derecho, 1995, Nº 609, pág. 6496 ss.
69
Sobre ello y la incidencia de la nacionalidad en la titularidad de los derechos fundamentales, véase con
carácter general ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, en
BASTIDAVILLAVERDE/REQUEJO/PRESNO/ALÁEZ/FERNANDEZ, Teoría general de los derechos
fundamentales en la Constitución española de 1978, ob. cit, pág. 90-93.
70
SMITH, Rogers, Modern citizenship, ob. cit., pág. 105 ss.
71
MAKAROV, Alexander, Règles géneráles du droit de la nationalité, ob. cit., pág. 281 y CASTRO Y
BRAVO, Federico de, La nationalité, la double nationalité et la supranationalité, ob. cit., pág. 556,
aunque en un sentido muy distinto.
72
Sobre ello, en detalle, CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza. Libertà dell'uomo e libertà del cittadino
nella Costituzione italiana, CEDAM, Padova, 1997, pág. 28 ss.
73
Sobre los diferentes significados del término status, véase CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…,
ob. cit., pág. 17 ss.
74
Esa parece ser la comprensión de la nacionalidad como “status de predisposición” que subyace en
CASTRO Y BRAVO, Federico de, La nationalite, la double nationalite et la supranationalite, ob. cit.,
pág. 546-560.
75
CICU, Antonio, Il concetto di status, en Studi in onore di V. Simoncelli, Napoli, 1973, pág. 63 ss.
Semejante concepción del status encuentra sus raíces científico-jurídicas en la catalogación de
JELLINEK, Georg, System der subjektiven öffentlichen Rechte, Scientia, (2ª reimpresión de la 2ª edición
de 1919), Aalen, 1979, pág. 81 ss., que añade un status subjectionis o un status libertatis, aunque los
mismos no reflejen pertenencia alguna del individuo a ninguna colectividad. Como el propio Jellinek
pone de relieve, dichos status, a pesar de ser la expresión normativa de la relación del individuo con el
Estado, hallan sus raíces en la cara sociológica o fáctica de éste, esto es, en la posición fáctica del
individuo con respecto a la persona jurídica del Estado.

167
76
REDENTI, Enrico, Il giudizio civile con pluralita di parti, Milano, 1911, pág. 91 ss.
77
Califica la ciudadanía de status fundamental LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 130
ss.
78
Sobre ello, MANSEL, Heinz-Peter, Stastsangehörigkeitsprinzip im deutschen und
gemeinschaftsrechtlichen Internationalen Privatrecht: Schutz der kulturellen Identität oder
Diskriminierung der Person?, en JAYME (Hrsg.), Kulturelle Identität und internationales Privatrecht,
C.F. Müller, Heidelberg, 2003, pág. 130-140.
79
La “llave” de la ciudadanía como se verá después; cfr. GRAWERT, Rolf, Staatsangehörigkeit und
Staatsbürgerschaft, ob. cit., pág. 182 ss.
80
En este sentido RUIZ MIGUEL, Carlos, Nacionalidad, igualdad y descolonización, ob. cit., pág. 276-
277.
81
Lo consideran un derecho fundamental RUBIO CASTRO, Ana/MOYA ESCUDERO, Mercedes,
Nacionalidad y ciudadanía: una relación a debate, ob. cit., pág. 130; PEÑA BERNALDO DE
QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 18-23.
82
En defensa de esta consideración como derecho fundamental, véase PEREIRA DA SILVA, Jorge,
Direitos de Cidadania e Direito à Cidadania. Princípio da Equiparação, Novas Cidadanias e Direito à
Cidadania Portuguesa como Instrumentos de uma Comunidade Constitucional Inclusiva, ACIME,
Lisboa, 2004, pág. 90 ss.
83
Sobre ello, cfr. GOSEWINKEL, Dieter, Einbürgern und Ausschliessen..., ob. cit., pág. 383 ss.
84
Esta forma de argumentar queda reflejada, por ejemplo, en la interpretación que trata de hacer
CASTRO Y BRAVO, Federico de, La nationalite, la double nationalite et la supranationalite, ob. cit.,
pág. 573, de la mención a la nacionalidad en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
85
ENNECCERUS, Ludwig/NIPPERDEY, Hans Carl, Lehrbuch des Bürgerlichen Rechts, Vol. I, 1,
(14ª edición), J.C.B. Mohr, Tübingen, 1952, § 72, pág. 272-273 y ss.
86
Por ejemplo allí donde la adquisición de la nacionalidad se configura bajo una concepción
consensualista, como proponen para los EE.UU., SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without
consent, Yale University Press, New Haven, 1985, pág. 116 ss.
87
Es evidente que un supuesto derecho fundamental a la nacionalidad en nuestra o en cualquier otra
Constitución estatal sólo puede referirse a la propia nacionalidad y no a las nacionalidades extranjeras;
cfr. PEREIRA DA SILVA, Jorge, Direitos de Cidadania e Direito à Cidadania, ob. cit., pág. 91.
88
También LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 137 y RODRÍGUEZ-DRINCOURT
ÁLVAREZ, Juan, La nacionalidad como vía de integración de los inmigrantes extranjeros, ob. cit., pág.
175.
89
Que se intentó en un Enmienda nº 659 al Texto del Proyecto de Constitución, presentado
infructuosamente por la Agrupación Independiente del Senado; véase Constitución Española. Trabajos
Parlamentarios, Vol. III, Cortes Generales, Madrid, 1980, pág. 2945.
90
LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 131.
91
Como los propuestos por la Reunión de Profesores de Derecho Internacional en su reunión de Madrid
de 9-10 de febrero de 1978, recogidos por FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la
nacionalidad, ob. cit., pág. 37.
92
Cfr. LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág. 140-141.
93
Sobre esa función de la tarea de la reserva de ley orgánica del art. 81 CE, cfr. VILLAVERDE
MENÉNDEZ, Ignacio, El legislador de los derechos fundamentales, en
BASTIDAVILLAVERDE/REQUEJO/PRESNO/ALÁEZ/FERNANDEZ, Teoría general de los derechos
fundamentales en la Constitución española de 1978, Tecnos, Madrid, 2004, pág. 164-168.
94
Así lo interpreta la doctrina internacionalista de nuestro país; véase por todos, FERNÁNDEZ ROZAS,
José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 48-49.
95
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e integración europea, ob. cit., pág. 519-
536. Mientras no exista una organización del poder público internacional con capacidad autónoma para
imponer unilateralmente la eficacia de todas sus normas (las internacionales, pero también las estatales),
el proceso de fundamentación de validez debe ser el inverso, y ha de ser el ordenamiento estatal el que dé
validez a las normas internacionales, incluidas las que confieren a los individuos ese presunto derecho a la
nacionalidad. En tal caso, ese derecho subjetivo presupondría la existencia del Estado como orden
normativo que ha tenido que definir unilateralmente a sus destinatarios y, particularmente, a los que
integran el sujeto colectivo de la soberanía nacional.
96
Esta conexión entre la garantía de un derecho fundamental a la nacionalidad y la constitucionalización
de los derechos reconocidos en los instrumentos internacionales, como el de la nacionalidad, la establece
PEREIRA DA SILVA, Jorge, Direitos de Cidadania e Direito à Cidadania, ob. cit., pág. 94.

168
97
En este mismo sentido FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob.
cit., pág. 37.
98
En este sentido, en contra de lo sostenido por LÓPEZ Y LÓPEZ, Ángel, Artículo 11, ob. cit., pág.
143-144, la imposibilidad de que los españoles derivativos (por naturalización) puedan ser privados
arbitrariamente de su nacionalidad, más que derivarse interpretativamente de la acción del art. 15.2 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos sobre el art. 11.2 CE (que sólo prohíbe cualquier tipo de
privación de la nacionalidad para los españoles de origen), sería una consecuencia normativa del mandato
que ese precepto establece sobre nuestro legislador y del propio art. 9.3 CE, que establece la interdicción
de la arbitrariedad de los poderes públicos.
99
Hasta el punto de que en algunos ordenamientos, como el alemán, se haya sugerido que la función
principal de la nacionalidad consiste, precisamente, en servir de correa de transmisión de la vigencia de
los derechos humanos; cfr. WALLRABENSTEIN, ASTRID, Das Verfassungsrecht der
Staatsangehörigkeit, Nomos Verlag, Baden-Baden, 1999, pág. 85 ss., 205 ss.
100
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 19, respecto de la nacionalidad y la
ciudadanía. Una conexión opuesta entre democracia, nacionalidad y derecho a entrar libremente en el
territorio del Estado es la que realiza desde un concepción axiológica de democracia OBERNDÖRFER,
Dieter, Die offene Republik. Zur Zukunft Deutschlands und Europas, ob. cit., pág. 9 ss. Sobre las razones
éticas para justificar los límites a la libertad de migración de los individuos, cfr. RIEGER, Günther,
Einwanderung und Gerechtigkeit: Mitgliedschaftspolitik auf dem Prüfstand amerikanischer
Gerechtigkeitstheorie der Gegenwart, Westdeutscher Verlag, Wiesbaden, 1998; ROELLECKE, Ines
Sabine, Gerechte Einwanderungsrecht und Staatsangehörigkeitskriterien, Nomos, Baden-Baden, 1999,
pág. 125 ss., y CARENS, Joseph, Aliens and Citizens: the case for the open borders, Review of politics,
1989, Vol. 49, pág. 251 ss.
101
RESCIGNO, Giusseppe Ugo, Note sulla cittadinanza, Diritto Pubblico, 2000, pág. 754 ss., 764.
102
BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in Germany and France, op. cit., pág. 34.
103
Sobre la libertad de entrada y salida en España, con carácter general, cfr. GONZÁLEZ-
TREVIJANO, Pedro José, Libertades de circulación, residencia, entrada y salida en España, Civitas,
Madrid, 1991, pág. 127 ss.
104
VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros
en España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002, pág. 205-212.
105
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 84.
106
Sobre ello, VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los
extranjeros en España, ob cit., pág. 205 ss.; y PRESNO LINERA, Miguel, Permisos de estancia y
residencia, Ciudadanía e inmigración: Número monográfico de la Revista Aragonesa de Administración
Pública, 2003, pág. 101 ss.
107
El extranjero sólo podrá disfrutar de los derechos de titularidad universal, sin encontrase en España,
frente a actuaciones extraterritoriales o con un punto de conexión de extranjería del poder público
español; sobre ello, ALÁEZ CORRAL, Benito, La eficacia de los derechos fundamentales, en
BASTIDAVILLAVERDE/REQUEJO/PRESNO/ALÁEZ/FERNANDEZ, Teoría general de los derechos
fundamentales en la Constitución española de 1978, ob. cit., pág. 179-182.
108
Sobre ello en detalle, MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Artículo 57, en Nuevo Régimen de
extranjería. Comentarios, Procedimientos, Formularios y Modelos en la Ley orgánica 4/2000, de
extranjería, tras la reforma de la Ley Orgánica 8/2000, La Ley, Madrid, 2001, pág. 353 ss.
109
De este régimen se han beneficiado también parcialmente –y en ese sentido disfrutarían del derecho a
entrar en el territorio español-, los ciudadanos de terceros países con los que la Unión Europea tiene una
relación privilegiada, y los familiares no comunitarios de ciudadanos de la Unión residentes en España, a
los que la legislación española y comunitaria les ha reconocido el derecho a la reagrupación familiar; en
este sentido, cfr. VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, El reagrupamiento familiar y la política de
contingentes, Ciudadanía e inmigración, Número monográfico de la Revista Aragonesa de
Administración Pública, 2003, pág. 141 ss.
110
Sobre los derechos políticos de los ciudadanos comunitarios en España véase en detalle, MASSO
GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado nacional….., ob.
cit., pág. 177 ss., 264 ss.
111
Respecto del concepto de autoridad pública para la exclusión de empleos públicos españoles a los
ciudadanos de la Unión, véase MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los
extranjeros en el Estado nacional….., ob. cit., pág. 270 ss.,
112
Sobre toda la problemática teórico-política y constitucional de la doble nacionalidad, véase SPIRO,
Peter, Dual nationality and the meaning of citizenship, Emory Law Journal, Vol. 46, 1997, pág. 1417 ss.

169
113
Un estudio muy detallado de lo beneficios y los peligros para la cohesión social de la doble
nacionalidad se puede ver en SCHUCK, Peter, Citizens, strangers and in-betweens, Westview Press,
Colorado, 1998, pág. 229 ss.
114
Véase, por todos, HEATER, Derek, What is citizenship?, ob. cit., pág. 115 y ss.
115
Este erróneo modo de entender la doble nacionalidad, se puede encontrar desarrollado en CASTRO Y
BRAVO, Federico de, La nationalité, la double nationalité et la supranationalité, ob. cit., pág. 588 ss.,
602 ss.
116
Sobre estos conflictos de leyes, véase MAKAROV, Alexander, Regles generales du droit de la
nationalite, ob. cit., pág. 281 ss. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la
nacionalidad, ob. cit., pág. 235 ss.
117
Cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 235 ss.
118
Como pretenden CASTRO Y BRAVO, Federico de, La nationalite, la double nationalite et la
supranationalite, ob. cit., pág. 588 ss. respecto de la identidad histórico-cultural, y SCHUCK, Peter,
Citizens, strangers and in-betweens, ob. cit., pág. 236 y ss. respecto de la unidad política.
119
Como, sin embargo, pretende SCHUCK, Peter, Citizens, strangers and in-betweens, ob. cit., pág. 238
ss.
120
Cfr. SPIRO, Peter, Dual nationality and the meaning of citizenship, ob. cit., pág. 1419 ss.
121
BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies and politics, en Immigration and the
politics of citizenship in Europe and North America, University Press of America, Lanham, 1987, pág.
116-117.
122
Sobre todos estos mecanismos introducidos en la era postnacional y su influencia en la doble
nacionalidad, cfr. SPIRO, Peter, Dual nationality and the meaning of citizenship, ob. cit., pág. 1453 ss.
123
Cfr. CANO BAZAGA, Elena, La doble nacionalidad con los países iberoamericanos y la
Constitución de 1978, Actas del VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, Sevilla, 2003,
pág. 11 ss.
124
Cfr. PÉREZ VERA, Elisa/ABARCA JUNCO, Paloma, Artículo 11.3, en ALZAGA VILLAMIL
(dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, Tomo I, ob. cit., pág. 157-158, 167.
125
Esta es la interpretación mayoritaria de la confluencia de la previsión del art. 11.3 CE con el sistema
legal de doble nacionalidad convencional ya existente a su entrada en vigor; cfr. GIL RODRÍGUEZ,
Jacinto, Artículo 24 del Código Civil, en RAMS ALBESA/MORENO FLÓREZ (coords.), Comentarios
al Código Civil, II, Vol. 1º, Bosch, Barcelona, 2000, pág. 151-154.
126
Sobre la vigencia de los derechos fundamentales del menor tanto fuera como dentro de las relaciones
paterno-filiales, cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Minoría de edad y derechos fundamentales, Tecnos,
Madrid, 2003, pág. 69 ss., 182 ss.
127
Sobre las diversas alternativas para solucionar el problema que genera desde la perspectiva de la doble
nacionalidad, cfr. ALEINIKOFF, Alexander, Between principles and politics: U.S. citizenship policy,
en Aleinikoff/Klusmeyer (Edit.) From Migrants to Citizens: Membership in a Changing World,
Brookings Institution Press, 2000, pág. 147 ss.
128
Fórmulas que explora PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 159-160.
129
RENAN, Ernst, Qu'est-ce qu'une nation ?, en Œuvres Complètes, Vol. I, Paris,1947-1961, pág. 887-
907.
130
Cfr. SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without consent, ob. cit., pág. 116 ss.
131
Cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies and politics, ob. cit., pág. 101 ss.
y 108 ss.
132
Sobre unos y otros modelos de valoración del consentimiento del Estado y del individuo en la
formación del vínculo de la nacionalidad, cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship…, ob. cit.,
pág. 71 ss.
133
Lo mismo que sus efectos sociopolíticos de integración de un número mayor o menor de individuos en
las distintas esferas de la sociedad; cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies
and politics, ob. cit., pág. 101 ss.
134
Este es el sentido jurídico-normativo en el que se deberían entender afirmaciones como la de la Corte
Suprema de los EE.UU., en Afroyim v. Rusk, 387 U.S. 253 (1967), según la cual no se puede privar de su
nacionalidad a ningún nacional sin su voluntad, apartándose expresamente de su doctrina sentada diez
años antes en Perez v. Brownell, 356 U.S. 44 (1958).
135
Cfr. WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 164-
165.
136
PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 129-130.
137
Cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 140.

170
138
Por lo menos en lo que se refiere a la regulación legal de los supuestos de opción; cfr. LARA
AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley 36/2002, de 8 de octubre),
ob. cit., pág. 5 y 9.
139
Como, sin embargo, pretende, PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del
Código Civil, ob. cit., pág. 124.
140
En detalle, cfr. PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit.,
pág. 157, 166 ss.; FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit.,
pág. 93-96.
141
Sobre la incidencia histórica del manejo de unos y otros criterios en la configuración de la
nacionalidad en dos países europeos tradicionalmente de ius soli (Francia) y de ius sanguinis (Alemania),
véase BRUBAKER, Rogers, Citizenship and Nationhood in Germany and France, op. cit.
142
Cfr. BÖS, Matthias, The legal construction of membership: nationality Law in Germany and the
United States, op. cit., pág. 24 ss.
143
En este mismo sentido, LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito
de la Ley 36/2002, de 8 de octubre), ob. cit., pág. 4.
144
Sobre el contacto territorial como principal punto de conexión para la adquisición de la nacionalidad y
las consecuencias de ello en el derecho alemán de la nacionalidad, cfr. MASSING Johannes, Wandel im
Staatsangehörigkeitsrecht vor den Herausforderungen moderner Migration, ob. cit., pág. 27 ss.
145
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship…, ob. cit., pág. 89 ss.
146
No solo, por tanto, de una previsión de integración en la comunidad que de cumplida cuenta de una
homogeneidad social mínima, como pretende para Alemania WALLRABENSTEIN, Astrid, Das
Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 166, sino que, inversamente, ésta debe ser la
consecuencia de la influencia del ethnos y el demos constitucionales sobre el nacional residente en el
territorio del Estado.
147
Sobre ello, HAMMAR, Thomas, Democracy and the Nation State, ob. cit., pág. 30 ss.
148
Cfr. GONZÁLEZ-TREVIJANO, Pedro José, Libertades de circulación, residencia, entrada y
salida en España, ob. cit., pág 151-152.
149
En un sentido diverso, véase el análisis de las bases voluntaristas de la distinción entre pérdida
(expatriation) y privación (denaturalization) de la nacionalidad en BAUBÖCK, Rainer, Transnational
citizenship…, ob. cit., pág. 122 ss.
150
LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley 36/2002, de 8
de octubre), ob. cit., pág. 17, critica la posibilidad de pérdida de la nacionalidad española por renuncia
tácita, y considera que se debería haber suprimido esta causa de expatriación, resultando insuficiente la
medida introducida por la última reforma de la legislación sobre nacionalidad del año 2002, conforme a la
cual sólo los españoles de origen pueden evitar que se produzca esa renuncia tácita si, aun dándose las
condiciones legales para que la misma se produzca, manifiestan expresamente ante el encargado del
Registro Civil en un plazo de tres años desde la mayoría de edad o emancipación su voluntad de
conservarla (arts. 24 y 25 CC).
151
Cfr. BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies and politics, ob. cit., pág. 108 ss.
152
Sobre los pros y los contras de una atribución automática de la nacionalidad a los residentes
permanentes, cfr. RUBIO MARÍN, Ruth, Immigration as a democratic challenge. Citizenship and
inclusion in Germany and the United States, ob. cit., pág. 105 ss.; BAUBÖCK, Rainer, Transnational
citizenship, ob. cit., pág. 89 ss.
153
Sobre ello BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies and politics, ob. cit., pág.
109-110.
154
Cfr. HAMAR, Thomas, Democracy and the nation state..., ob. cit., pág. 84 ss.
155
Sobre la vinculación del interés del menor a su disfrute de los derechos y libertades
constitucionalmente garantizados, cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Minoría de edad y derechos
fundamentales, ob. cit., pág. 156 ss.
156
Cfr. LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley 36/2002 de
8 de octubre), ob. cit., pág. 11.
157
En un sentido semejante, PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código
Civil, ob. cit., pág. 338 ss.
158
Sobre la cuestionable justificación ética de la división territorial en Estados, cfr. RIEGER, Günther,
Einwanderung und Gerechtigkeit…, ob. cit., pág. 278 ss.
159
Una exposición detallada de los modos de privilegiar la adquisición de la nacionalidad por los
miembros de ciertos colectivos se puede hallar en BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization:
policies and politics, ob. cit., pág. 113 ss.

171
160
Un estudio comparado de los requisitos de adquisición de la nacionalidad, incluida la residencia, se
puede ver en BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 76-77.
161
Cfr. ZINCONE, Giovanna, Los cuatro significados de la ciudadanía y las migraciones: una
aplicación al caso italiano, ob. cit., pág. 209.
162
Sobre todas estas circunstancias que dan lugar a una reducción en el plazo de residencia, véase en
detalle, PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 348
ss.
163
Cfr. también críticamente LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito
de la Ley 36/2002, de 8 de octubre), ob. cit., pág. 13-14.
164
Estos dos modelos se analizan aquí desde la perspectiva de la concreta configuración jurídica del
acceso a la nacionalidad y no como hace BRUBAKER, Rogers, Citizenship and naturalization: policies
and politics, ob. cit., pág. 108 ss., desde la perspectiva de político-social de la práctica de la
naturalización.
165
SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without consent, ob. cit., pág. 116 ss.
166
Sobre la capacidad jurídica iusfundamental y su relación con la nacionalidad, cfr. ALÁEZ CORRAL,
Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 84-85.
167
En esta dirección, sin embargo, respecto de la naturalización por residencia y por carta de naturaleza,
PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 304 ss.
168
Cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 181-
183.
169
Cfr. WALZER, Michael, Spheres of Justice..., ob. cit., pág. 62.
170
Cfr. MASSING Johannes, Wandel im Staatsangehörigkeitsrecht vor den Herausforderungen
moderner Migration, op. cit., S. 24-25, con apoyo en la BVerfGE 83, 37 (51 ss.).
171
PANTALEÓN PRIETO, Fernando, Comentario a los artículos 21 a 22 del Código Civil, en
Comentarios a las reformas de nacionalidad y tutela, Tecnos, Madrid, 1986, pág. 73-78.
172
En ese mismo sentido, también PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del
Código Civil, ob. cit., pág. 378 ss.
173
Sobre ello en detalle, MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Artículo 57, ob.cit. pág. 353 ss.
174
PANTALEÓN PRIETO, Fernando, Comentario a los artículos 21 a 22 del Código Civil, ob. cit.,
pág. 75-76.
175
Véase FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 185-
186.
176
RUBIO CASTRO, Ana/MOYA ESCUDERO, Mercedes, Nacionalidad y ciudadanía: una relación
a debate, ob. cit., pág. 136; frente a ello negando la discrecionalidad FERNÁNDEZ ROZAS, José
Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 184-185 ss.
177
En un sentido semejante respecto del §8 de la Ley alemana de nacionalidad que regula con carácter
general la naturalización por concesión del poder público, cfr. WALLRABENSTEIN, Astrid, Das
Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 187 ss.
178
En este sentido aunque tanto respecto de la concesión por residencia como respecto de la concesión
por carta de naturaleza, PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil,
ob. cit., pág. 314-315.
179
RUBIO CASTRO, Ana/MOYA ESCUDERO, Mercedes, Nacionalidad y ciudadanía: una relación
a debate, ob. cit., pág. 136,
180
ESPINAR VICENTE, José María, La nacionalidad y la extranjería en el sistema jurídico español,
Civitas, Madrid, 1994, pág 106-107.
181
FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 186-187.
182
PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 315.
183
Diversa opinión es la de ESPINAR VICENTE, José María, La nacionalidad y la extranjería en el
sistema jurídico español, ob. cit., pág. 108.
184
Hasta el punto de que un sector de nuestra doctrina civilista - GIL RODRÍGUEZ, Jacinto, Artículo
20 del Código Civil, ob. cit., pág. 85- la considera una vía intermedia entre atribución y adquisición de la
nacionalidad.
185
Sobre este sentido originario en nuestra legislación de nacionalidad, cfr. FERNÁNDEZ ROZAS,
José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 166.
186
Cfr. FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos, Derecho español de la nacionalidad, ob. cit., pág. 165-
166.
187
Aunque a veces traten de sustraerse a ellas; cfr. la Instrucción 3/2003, de 23 de octubre, de la Fiscalía
General del Estado, conforme a la cual se ordena el retorno de menores de edad que intenten entrar en

172
España sin vínculos familiares en nuestro país cuando los mismos tengan más de 16 años, mediante una
presunción legal de ausencia de desamparo, contraria a lo dispuesto en el art. 92.2 RLODLE.
188
LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley 36/2002, de 8
de octubre), ob. cit., pág. 8 ss.
189
Sobre el principio de igualdad de los extranjeros en situaciones en las que no hacen valer derechos
fundamentales reconocidos ex constitutione a los mismos, cfr. con carácter general, VIDAL FUEYO,
Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit.,
pág. 159 ss.
190
Como sostiene LARA AGUADO, Ángeles, Nacionalidad e integración social (A propósito de la Ley
36/2002, de 8 de octubre), ob. cit., pág. 9.
191
Sobre los distintos requisitos adicionales que cada Estado establece haciendo más fácil o difícil la
adquisición de la nacionalidad, cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 81-84.
192
Sobre estos problemas de la multiculturalidad y el liberalismo democrático, cfr. KYMLICKA, Will,
Multicultural citizenship, Oxford University Press, Oxford, 1995.
193
Como pretende WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob.
cit., pág. 168, que considera que el principio democrático en la GG se apoya en una cierta y necesaria
homogeneidad del sujeto colectivo al que se imputa la soberanía (pág. 163), lo que sólo resulta
comprensible si se parte de una precomprensión –aunque sea subjetivo-democrática- de éste como una
unidad (pág. 143 ss.) y justifica buena parte de estos requisitos de integración socio-política.
194
De forma semejante respecto de los supuestos previstos en los §§85 y 86 de la Ley alemana de
extranjería, cfr. WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit.,
pág. 199-200.
195
Cfr. Afroyim v. Rusk, 387 U.S. 253 (1967).
196
Sobre la lealtad en la jurisprudencia constitucional sobre el juramento, véase PUNSET BLANCO,
Ramón, Lealtad constitucional, limitación de derechos y división de poderes, Repertorio Aranzadi del
Tribunal Constitucional, 2002, Nº 16, pág. 12-28.
197
PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 406.
198
Cfr. OTTO Y PARDO, Ignacio de, Defensa de la Constitución y partidos políticos, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, pág. 24 ss.
199
Cfr. PEÑA BERNALDO DE QUIRÓS, Manuel, Título Primero del Código Civil, ob. cit., pág. 407
ss., aunque para él sólo se benefician de esta exención del requisito de renuncia los naturales, esto es, los
nacionales de origen, de los países de la Comunidad hispánica.

173
CAPÍTULO TERCERO
LOS DIVERSOS GRADOS DE CIUDADANÍA EN EL
ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO

I. LA FUNCIÓN DE LA CIUDADANÍA: DIFERENCIACIÓN FUNCIONAL DE


LOS ORDENAMIENTOS CONSTITUCIONAL-DEMOCRÁTICOS
1. La diferenciación funcional (interna) del sistema jurídico
La ciudadanía es un instituto que ya desde sus primeros orígenes históricos
expresa algún tipo de integración del individuo en las esferas de comunicación social,
con independencia de que incluya sólo a una minoría de los sometidos al ordenamiento
o, por el contrario, tienda contemporáneamente a incluir a la mayor parte de éstos como
consecuencia de la progresiva autonomización y diferenciación del sistema jurídico1. La
función que persigue la ciudadanía es, pues, bien distinta de la de la nacionalidad,
aunque estén estrechamente relacionadas y, por ello, esta última no puede ser
confundida con ella, ni absorberla como una subcategoría más del contenido
iusfundamental de aquélla2. En efecto, la integración del individuo puede tener lugar en
muy diversos ámbitos (social, político, económico, cultural, etc…)3, y en el marco de un
ordenamiento democrático funcionalmente diferenciado dicha integración tiene lugar
principalmente a través del reconocimiento jurídico de un conjunto de derechos
fundamentales -civiles, políticos y sociales- que la hacen posible4. Los textos
constitucionales suelen recoger estas esferas de pertenencia del individuo a la
comunidad que configuran la ciudadanía, en la mayor parte de los casos sin utilizar
expresamente un enunciado normativo que los abarque con ese nombre. Así, es muy
habitual que la ciudadanía se halle encubierta bajo el mismo concepto jurídico que se
utiliza para la nacionalidad, pero también cabe que esté claramente diferenciada de ésta
como un concepto omnicomprensivo de la participación del individuo en la comunidad
al margen de su nacionalidad5.
Cuanto mayor sea la complejidad social, tanto más elevadas serán las
expectativas individuales de participación en las diversas esferas sociales, y por
consiguiente, tanto mayor será la necesidad de crear diversos niveles de ciudadanía en
función de la involucración presente y futura del individuo en la comunicación social, y
de los efectivos vínculos jurídicos que el mismo tenga con aquélla. Piénsese cómo en la
Grecia clásica la ciudadanía se identifica básicamente con la participación en el
gobierno y la vida política de la ciudad, mientras que en la Edad Media dicha
participación queda reducida casi exclusivamente al ámbito económico, y en nuestro
mundo contemporáneo exige, tras los diversos movimientos revolucionarios de los
siglos XVII y XVIII, tener en cuenta la participación del individuo en prácticamente
todas las esferas de comunicación social, dada la generalizada intercambiabilidad de los
roles subjetivos sobre todo en la sociedades política y económicamente desarrolladas.
En este marco, los derechos fundamentales aparecen como puentes del sistema
jurídico para su ósmosis y diferenciación funcional respecto de los diferentes
subsistemas sociales que le rodean6, y constituyen los mecanismos a través de los cuales
el ordenamiento jurídico articula la participación del individuo en las diversas esferas de
comunicación social, esto es, a través de los cuales éste se convierte en mayor o menor
grado en ciudadano. La ciudadanía será, por tanto, la síntesis jurídica que expresa uno o
varios niveles de ese haz de facultades iusfundamentales que permiten al individuo
integrarse en la sociedad y trasladar al ordenamiento jurídico las diversas expectativas
nacidas en los otros ámbitos de comunicación social. Posibilitar esta integración sirve
para la diferenciación funcional interna del sistema jurídico en la medida en que la
misma le permite mantener su positividad y su autorreferencialidad, absorbiendo la
creciente complejidad social a través de la juridificación de un marco abierto de
posibilidades que es correlativo de la sujeción de las demás esferas de comunicación
social a reglas jurídicas. En otras palabras, cuantos más sujetos sean obligados a
participar en un juego de muy diversas formas como meros sujetos pasivos, más
expectativas desarrollarán éstos en una sociedad compleja para convertirse en sujetos
activos y definir, con ello, las condiciones del juego, reflejando la ciudadanía los cauces
comunicativos a través de los cuales pueden convertir esas expectativas en norma. De
ahí que, cuanto mayor sea la complejidad social, tanto más extenso debiera ser desde un
punto de vista democrático-funcional el contenido en derechos de la ciudadanía, y tanto
mayor el colectivo de individuos súbditos a los que aquéllos se reconocen. Con todo, a
pesar de que sea habitual en la literatura filosófica, sociológica o politológica hablar de
diversos tipos de ciudadanía, algunas de las cuales se corresponden con las esferas de
integración social del individuo a las que se está haciendo referencia aquí7, la dogmática
jurídica se ha resistido a atribuir a la ciudadanía más significado que el de la mera
integración política del individuo en el sujeto colectivo de la soberanía, y únicamente
con la plena democratización y socialización del Estado de derecho ha adquirido un
significado jurídico propio8, caracterizando al ciudadano no sólo por la posesión de

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derechos políticos sino también de derechos civiles o socioeconómicos que le permiten
participar en la vida cultural y económica de la comunidad.
Este paradigma teórico explica la progresiva extensión material y personal que
históricamente han experimentado el conjunto de sujetos beneficiarios de la ciudadanía
-mediante una modificación de los criterios de atribución de la misma-, pero también el
conjunto de derechos que la componen -abrazando los derechos civiles, parcialmente
transformados en derechos de participación con la democratización del Estado, y, sobre
todo, los sociales con el Estado social de derecho-. En efecto, la democratización y
socialización del Estado de derecho constituye su respuesta autopoiética a la mayor
complejidad social del medio que le rodea9, y la extensión cuantitativa y cualitativa del
ámbito personal de aplicación y del contenido de la ciudadanía es la respuesta
autorreferente y positiva del ordenamiento jurídico estatal a sus exigencias funcionales
de diferenciación, pues la integración social que la misma permite actúa como
mecanismo reductor y canalizador hacia el interior del sistema de la creciente
complejidad social. No se trata, pues, de una mera exigencia deontológica (moral) ni
tampoco ontológica (natural) del sujeto colectivo de la ciudadanía, sino una exigencia
funcional de la inserción de ésta en el seno de un ordenamiento jurídico diferenciado10.
A diferencia de la nacionalidad, que desempeñaba una función jurídica externa de
diferenciación segmentaria del ámbito personal estable y permanente de aplicación de
un ordenamiento jurídico, la ciudadanía desempeña una función jurídica interna
orientada a contribuir a la diferenciación funcional del sistema jurídico, creando
diversos niveles de pertenencia a la comunidad jurídicamente organizada en función del
grado de sujeción al ordenamiento jurídico de cada individuo y, por tanto, sus diversos
niveles de integración social11.
De ahí que sea preciso establecer ya una marcada diferencia entre esta función
jurídica incluyente que desempeña la ciudadanía a través de los derechos
fundamentales, y la función política excluyente que, con parcial anclaje en su
identificación con la nacionalidad, se le ha atribuido desde las más diversas perspectivas
doctrinales12. En efecto, la concepción de ciudadanía aquí defendida se orienta
funcionalmente a articular la pertenencia jurídica del individuo a una comunidad
política, lo que en un Estado social y democrático de derecho ha dejado de ser un simple
desideratum sociopolítico para convertirse en una construcción jurídico-normativa. Ello
la distingue de las más diversas concepciones políticas de ciudadanía –desde los
ordenamientos preestatales de la Grecia clásica o el Imperio Romano hasta el Estado

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liberal de derecho- que le atribuían la función de recrear la pertenencia metajurídica del
individuo a una comunidad social prejurídica, más o menos homogénea desde un punto
de vista étnico-cultural o político (democracia de identidad), pero también la diferencia
de la pertenencia que pretenden plasmar ciertas concepciones sociológicas de la
ciudadanía desde presupuestos filosófico-morales. Esa evolución del sistema jurídico
desde una esfera de comunicación dependiente de la moral, la religión o la política,
hacia un sistema de comunicación autónomo y altamente complejo que requiere
mecanismos igualmente complejos para preservar esa autonomía en su relación con las
demás esferas de comunicación social, explica el cambio de función de la ciudadanía en
el Estado social y democrático de derecho. De una función política pasa a desempeñar
una función jurídica, y de una función excluyente pasa a ejercer una función
incluyente13. En este sentido, el individuo pertenece a la comunidad política en la
medida en que el ordenamiento lo integra como sujeto, y no como mero objeto, de los
procesos de comunicación social jurídicamente reglados (político, social, económico,
cultural, etc…). Dicho con otras palabras, se puede hablar de ciudadanía allí donde haya
un poder jurídico que contemple a sus súbditos -nacionales o extranjeros, hombres o
mujeres, residentes o ausentes, mayores o menores- como sujetos de derechos y no
como meros objetos de la regulación jurídica, esto es, donde les confiera ciertas
capacidades de participación en el proceso comunicativo, incluyéndoles dentro del
mismo14. Que inicialmente esta inclusión sólo se diese respecto de un conjunto de
individuos predeterminado a través del instrumento excluyente de la nacionalidad, no es
más que un accidente histórico, pero no es ni funcional ni conceptualmente constitutivo
de la ciudadanía que, como se verá, tiende en un Estado democrático a desvincularse,
por lo menos parcialmente, de la nacionalidad.
Resta únicamente por analizar una última argumentación a favor del carácter
excluyente de la ciudadanía, que lo cifra en que la misma no abarca –ni siquiera en sus
comprensiones más abiertas y menos nacionalistas- a la totalidad de los individuos
habitantes del planeta, sino sólo a un número limitado de ellos, los súbditos del
ordenamiento estatal, excluyendo, por tanto, de forma indirecta a la mayor parte de los
que de uno u otro modo no están sujetos a dicho ordenamiento jurídico. Sin embargo,
este aspecto excluyente de la ciudadanía es consecuencia de su consideración como un
instituto jurídico autorreferente, integrado en un subsistema social diferenciado y
autónomo, y no cambia en nada su función jurídica incluyente. Cada ordenamiento
jurídico requiere una diferenciación binaria entre lo que pertenece al ámbito

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comunicativo del que se ocupa y lo que no, esto es, entre lo que es legal y lo que no lo
es15. Además, la persistencia de segmentación territorial del sistema jurídico conduce a
que esa diferenciación funcional tenga lugar necesariamente en un marco espacial
determinado, a cuyo mantenimiento contribuyen con una función excluyente la
nacionalidad y el control jurídico de las fronteras, que es el auténtico mecanismo de
exclusión que poseen los Estados frente a los inmigrantes16. Solo se ven afectados por
un ordenamiento jurídico –y por consiguiente afectados por sus exigencias de
diferenciación funcional- quienes tengan contacto con los poderes públicos creados por
éste, bien porque se acerquen a su ámbito de aplicación espacial, bien porque,
saliéndose éste del mismo, se vean afectados personalmente17. Y si el ordenamiento
jurídico es democrático, la ciudadanía desempeñará una función incluyente, pues
tenderá a integrar en las diversas esferas de comunicación social jurídicamente regladas
a todo aquél que tenga una vinculación personal o territorial, por mínima que ésta sea,
con el poder público del Estado, y le estará vedado integrar a quien, por no ser
destinatario del ordenamiento jurídico, carece de esa mínima afectación.

2. El papel de la soberanía colectiva en la construcción funcional de la


ciudadanía
2.1 La función jurídica de la vinculación entre ciudadanía y soberanía colectiva
Una de las causas de la errónea caracterización excluyente de la ciudadanía y de
su vinculación a la nacionalidad encuentra sus raíces en la clásica identificación
grecolatina entre la ciudadanía y la capacidad para ejercer el poder político, puesto que,
aunque éste se haya atribuido desde las revoluciones americana y francesa a un sujeto
colectivo soberano, la ciudadanía ha sido mayoritariamente el privilegio de un número
creciente, pero limitado de sus integrantes. Hemos de indagar seguidamente qué hay de
verdadero y de falso desde el punto de vista de su funcionalidad jurídica en esa
vinculación entre ciudadanía y participación en el ejercicio de la soberanía colectiva,
para así poder entender su emancipación recíproca y algunos de los movimientos
traslativos de la soberanía que sufre el Estado actualmente.
Se debe comenzar por tener en cuenta que la función de integración e inclusión
social que desempeña la ciudadanía le confiere a ésta, sobre todo cuando la desempeña
en el ámbito político, una función jurídica complementaria consistente en dotar de
cohesión e identidad colectiva a la comunidad humana (construcción de un demos),
vinculada a la participación de los súbditos en el sistema político18. Ello explica en

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buena medida el papel preponderante del ámbito político en la construcción de la
ciudadanía y el mantenimiento de la nacionalidad como criterio de atribución de un
grado máximo de ciudadanía política. En efecto, la integración del individuo en una
comunidad humana tiene lugar a través del ejercicio de una serie de derechos civiles,
políticos y sociales, que le permiten integrarse en términos de igualdad en las diversas
esferas de comunicación social. No se trata de asumir aquí conceptualmente, la triada
derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales formulada por Thomas
Humphrey Marshall como contenido ideal de la ciudadanía19, sino de utilizar estos
términos como descriptivos del universo de derechos y libertades garantizados por la
mayoría de los ordenamientos constitucional democráticos. Dicha integración no ha
tenido siempre la misma extensión personal ni material. Inicialmente la misma se
reducía a un número muy pequeño de entre los sometidos a las reglas jurídicas de una
comunidad y operaba casi exclusivamente en el ámbito político, sin que, como se ha
visto en el capítulo anterior, hubiese problemas para mantener una cierta cohesión social
y política en la comunidad: un orden metapositivo de valores y principios jurídicamente
vinculantes, primero, y la nacionalidad en los términos de sujeción estable y permanente
al poder soberano del monarca a partir de la producción de un ethnos común, después,
desempeñaban esa función cohesionadora. Pero cuando la complejidad social alcanza
tales cotas que el ordenamiento jurídico requiere incrementar su diferenciación de otros
ámbitos sociales de comunicación, entonces se puede alcanzar un grado de cohesión en
la comunidad humana que conforma el pueblo del Estado-nación sólo a través de la
involucración política de los sometidos al poder –aunque sea ficticiamente con la mera
imputación de la soberanía abstracta a un sujeto colectivo-.
Por ello, aunque la vinculación de la ciudadanía al ejercicio del poder político ha
estado presente desde su nacimiento en la Grecia clásica, cobra especial importancia
funcional para la cohesión de la comunidad política a partir del momento en que para su
legitimación política desaparecen los fundamentos metapositivos del poder político, y el
poder soberano del monarca requiere fuentes adicionales al carisma o la tradición, tales
como el procedimiento participativo20. La aparición de la noción de soberanía colectiva
como respuesta a la creciente complejidad social, y su atribución a un sujeto colectivo
(demos), vino a complementar al ethnos de la nacionalidad en la función de dotar de
cohesión e identidad a la comunidad humana destinataria del poder político. La noción
de ciudadanía del período revolucionario liberal-democrático no viene sino a
confirmarlo: son ciudadanos (activos) los miembros de la Nación o el Pueblo soberano

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que pueden ejercer los derechos de participación en la formación de su voluntad. La
ciudadanía adquiere así su principal contenido iusfundamental: la participación en el
ejercicio del poder político soberano que permite la más plena integración del individuo
en la comunidad humana21. Aunque hasta prácticamente la segunda mitad del siglo XX
no se generaliza el reconocimiento del sufragio universal masculino y femenino en los
Estados constitucionales democráticos, esto es, no se amplia el número de ciudadanos
activos que, de potenciales ejercientes del poder soberano, pasan a ser reales y actuales
electores y elegibles, ello no empaña la función incluyente de la ciudadanía. Los
ciudadanos activos derivan su condición de tales de su pertenencia abstracta como
ciudadanos pasivos al sujeto colectivo al que se atribuye la soberanía, esto es, de su
condición de soberanos representados22. De ahí que, a pesar de las múltiples
explicaciones teórico-políticas o filosófico-morales que se han tratado de dar a la
adquisición de la condición de ciudadano en tanto miembro del sujeto colectivo de la
soberanía, lo cierto es que desde un punto de vista funcional su carácter incluyente se
deriva de la necesidad de garantizar la cohesión e identidad de la comunidad humana
destinataria de dicho poder y, con ello, la legitimidad y eficacia mínima del sistema
jurídico creado por ésta.
En el instituto jurídico de la ciudadanía se dan, pues, dos elementos: la
atribución de una capacidad de participación en las diversas esferas de comunicación
social jurídicamente regladas y, con ello, uno o varios niveles de pertenencia a la
comunidad humana que desarrolla esos procesos comunicativos. No es posible, por
tanto, identificarla funcionalmente sólo con uno de ellos23: ni sólo con la participación,
como hacen los partidarios de una ciudadanía cosmopolita (universalista), que por
razones éticas –la vigencia de un ius cogens universal en todo el planeta- desvinculan la
participación ciudadana del concreto grado de sujeción jurídica que experimentan los
súbditos en un ordenamiento con un ámbito de validez territorial y personal
delimitado24. Ni sólo con una homogénea y originaria pertenencia política o étnico-
cultural al sujeto colectivo soberano, como hacen los partidarios de una ciudadanía
nacionalizada25. En efecto, si la integración en la comunidad es la principal
característica de la ciudadanía, no cabe duda de que la participación política en ella a
través del sujeto colectivo de la soberanía constituye no la única, pero sí la vía esencial
de articular esa pertenencia en un Estado social y democrático de derecho. Aunque son
posibles otras formas de integración como la socioeconómica o la cultural, la garantía
de todas estas esferas de comunicación social a través del sistema de derechos

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fundamentales hace que la decisión política acerca del contenido constitucional y legal
de estos derechos sea predeterminante de la extensión personal y material de aquellas
otras esferas de la ciudadanía. Eso es lo que explica que la ciudadanía política ocupe un
papel condicionante de quiénes pueden participar en la toma de las decisiones relativas
a las demás formas de ciudadanía, y que habitualmente se tome en la literatura jurídica
el todo por la parte, subordinando la ciudadanía in genere a las exigencias del disfrute
de aquella parte esencial pero no única de ella. Y explica también la parcial confusión
entre nacionalidad y ciudadanía que, como se ha visto, se deriva de la consideración de
la primera como un círculo concéntrico de menor tamaño respecto de la segunda, lo que
lleva a exigir la condición de nacional para disfrutar de la de ciudadano. La
democratización del Estado conduce a replantearse los términos de la vinculación entre
soberanía colectiva y ciudadanía, no tanto para cuestionar el manejo de la nacionalidad
como criterio de atribución de la ciudadanía, sino sobre todo para reconfigurar la
titularidad y extensión material de los derechos de participación que componen esta
última, permitiendo su acceso a cada vez mayor número de súbditos y limitando el
acceso de quienes carecen de una sujeción efectiva suficiente con el ordenamiento en
cuya creación toman parte.
La Constitución Española de 1978 reproduce este planteamiento y atribuye una
función jurídica incluyente a la ciudadanía con la finalidad de cohesionar a la
comunidad política. En efecto, nuestra Carta Magna atribuye la soberanía nacional al
Pueblo español del que emanan todos los poderes del Estado (art. 1.2 CE), confiriendo a
las Cortes Generales su representación (art. 66 CE) mediante la participación política en
su elección por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto (art. 68 CE) de todos
los ciudadanos españoles (art. 23.1 y 13.2 CE), sin perjuicio de que las posibilidades de
participación política, social y económica que se confiere a los ciudadanos españoles y
extranjeros en otros ámbitos (art. 13.1, art. 20, 21, 22, 28, Sección 2ª Capítulo 1, Título I
CE etc..). En otras palabras, la Constitución Española de 1978 ha convertido la
participación en el ejercicio de las principales funciones normativas de soberanía en el
elemento esencial, aunque no único, de la ciudadanía. Al mismo tiempo, con su
vinculación a la nacionalidad, ha sustraído una buena parte de esa participación política
a quienes no forman parte del sujeto colectivo a la que se atribuye aquélla, esto es, a los
extranjeros, a los que no se pueden extender derechos de participación directa o
indirecta en los asuntos públicos que no sean los de sufragio activo y pasivo en las
elecciones municipales (art. 13.2 CE), tal y como ha puesto de manifiesto nuestro

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Tribunal Constitucional en su DTC 1/1992, de 1 de julio de 1992. No procede entrar
ahora en la discusión de si la participación política municipal, que la CE de 1978
permite –limitadamente- a los extranjeros, constituye, como sostiene el Tribunal
Constitucional, una participación en funciones ajenas al ejercicio de la soberanía. De
ello nos ocuparemos más delante, pero lo cierto es que el derecho de sufragio activo y
pasivo en las elecciones autonómicas y nacionales constituye la forma de participación
en el ejercicio de la soberanía que permite disponer de las condiciones definitorias de la
ciudadanía misma, esto es, que permite participar en el ejercicio del poder de reforma
constitucional que define la competencia sobre las competencias. Ello justifica que se
atribuya a un colectivo de súbditos –los nacionales- más intensamente sometidos al
ordenamiento. Lo anterior no se opone a que otra parte de la ciudadanía política,
cultural y económica, y por consiguiente una parte de la función de cohesionar a la
comunidad social, se desvincule de la pertenencia a ese sujeto colectivo nacional.
Piénsese, por ejemplo, cómo el legislador puede en virtud del art. 13.1 CE extender a
los extranjeros ciertos derechos de libertad, socioeconómicos e incluso políticos
(sufragio en las elecciones municipales, acceso a ciertas funciones públicas, derechos de
manifestación, asociación, expresión, etc…), cuya titularidad inicialmente corresponde
sólo a los españoles, así como configurar legalmente las diferencias razonables que
puede experimentar el ejercicio de los derechos de titularidad universal por parte de los
extranjeros26.
Con todo, mientras se mantenga la imputación de la soberanía a un sujeto
colectivo, delimitado conforme al criterio de la nacionalidad (art. 1.2 CE), y se siga
identificando al colectivo de súbditos más intensa y permanentemente sometidos al
ordenamiento jurídico estatal, resultará imposible la traslación de la plena ciudadanía
política a quienes se integran sólo parcialmente en la comunidad política y por su menor
sujeción no deben pasar a formar parte del sujeto colectivo soberano. De la misma
forma y por idénticas razones tampoco será constitucionalmente posible un
adelgazamiento del contenido competencial de la soberanía de tal calibre cualitativo que
la capacidad de decisión política directa o indirecta de quienes son ciudadanos plenos
quede reducida a la nada, sustrayéndose, por ejemplo, al Pueblo soberano el poder
constituyente y, con ello, la competencia sobre las competencias, lo que podría estar
sucediendo con el actual nivel de desarrollo del proceso de integración política europea,
aunque nuestro Tribunal Constitucional lo haya negado (DTC 1/2004 de 13 diciembre,
F.J. 4º)27. De producirse semejante traslación de la soberanía a una entidad

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supranacional, o a entidades más reducidas territorial y personalmente, se desdibujarían
los contornos del marco espacial y personal, dentro del cual la ciudadanía debe
desempeñar su función de inclusión y cohesión política y social sin cambiar el centro de
imputación de la soberanía del ordenamiento. Ciertamente es posible, e incluso deseable
desde un punto de vista democrático (art. 1.1 CE), modificar y reinterpretar los
requisitos de adquisición de la nacionalidad –sobre todo los derivativos- para facilitar el
acceso a esa condición de ciudadanía política plena a quienes se encuentren más
intensamente vinculados por las decisiones políticas de la comunidad en la que residen
y desean incrementar personalmente su grado de afectación presente y futura por dichas
decisiones. Pero, si se quiere que la ciudadanía siga desempeñando su función
incluyente y cohesionadora, debe hacerse siempre desde la perspectiva de las
limitaciones territoriales y personales del ámbito de validez del ordenamiento soberano,
esto es, desde la perspectiva de la aún vigente segmentación territorial del ámbito de
validez del Estado-nación. Las mismas convierten a la nacionalidad en un vínculo
jurídico unitario, criterio de adquisición de buena parte de los derechos de ciudadanía
política, e impiden crear expresa o tácitamente nacionalidades a la carta para el acceso a
todos o parte de los derechos de ciudadanía política plena (DTC 1/1992, de 1 de julio, F.
J. 5º). Y así, aunque es posible desvincular de la nacionalidad, a través de la acción del
poder de reforma constitucional, el ejercicio de aquel núcleo político de la soberanía,
esto es, cabe variar la actual extensión personal de los diversos grados de participación
del individuo en la comunidad, atribuyendo a los extranjeros residentes el ejercicio de
derechos de ciudadanía política plena -como los de participación directa o indirecta en
los asuntos públicos del art. 23 CE-, sólo los miembros integrantes de dicho sujeto
colectivo nacional pueden participar políticamente en la formación de la voluntad de los
poderes legislativo y de reforma constitucional competentes para ello (art. 66 y art. 166
ss. CE)28.
La atribución de la soberanía a un sujeto colectivo desempeña, por tanto, un
papel decisivo en la construcción de la ciudadanía moderna. No sólo porque retoma su
concepción político-participativa presente en sus orígenes grecolatinos clásicos, sino
sobre todo porque, vinculada a un sujeto colectivo nacional, implica una cierta
subordinación a la nacionalidad29, de la que le costará desprenderse en la actual era
postnacional mientras el Estado-nación conserve su soberanía normativa. Y es
igualmente decisiva porque requiere una reinterpretación gradual de la ciudadanía,
demandada por la diferenciación del sistema jurídico en la actualidad, en línea con la

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transformación social y democrática del Estado y su descentralización territorial, que
son incompatibles con una concepción monolítica y homogénea de la ciudadanía
política. Esta vinculación entre nacionalidad y ciudadanía no es, pues, accidental ni
indeseable, sino que, con el fin de lograr el máximo grado de diferenciación funcional
del sistema jurídico, debe reorientarse conforme a las exigencias del principio
democrático hacia la inclusión, y por tanto la participación en la toma de las decisiones
políticas, de los que más intensamente se vean afectados por el ordenamiento, pues ello
genera cohesión social no sólo entre los ciudadanos integrantes de ese sujeto colectivo
soberano, sino también entre el resto de ciudadanos extranjeros, que no se ven
completamente excluidos de su participación en diversas esferas de comunicación social
y que pueden aspirar a integrarse en ese colectivo de ciudadanos plenos30.

2.2 Vinculación entre soberanía y ciudadanía: semejanzas y diferencias según


el modelo territorial del Estado
La construcción de la ciudadanía moderna a partir de la participación política en
la soberanía y su correlativa subordinación a la pertenencia al sujeto colectivo soberano
explican, por el carácter nacional que adquirió este último, la vinculación entre
nacionalidad y ciudadanía, y en buena medida la falaz identificación que aún se realiza
entre una y otra categoría jurídica. Pero también explican la forma en la que se fue
construyendo –en los Estados federales- y se está construyendo hoy –en el marco de la
Unión Europea- no sólo una ciudadanía federal o supranacional sino, a remolque de
ésta, también un vínculo de nacionalidad semejante al existente en los tradicionales
Estados-nación. Hasta tal punto esto es así, que la vinculación entre nacionalidad y
ciudadanía ha pasado de representarse como una subordinación de la ciudadanía a las
condiciones de la nacionalidad, a invertir la tendencia en la era postnacional y, como
consecuencia de su impregnación por el principio democrático, hacer depender las
condiciones de adquisición de la nacionalidad de sus efectos sobre el disfrute de una
ciudadanía democrática. Tampoco ha tenido la misma funcionalidad jurídica en todos
los ordenamientos ni en todas las épocas históricas, y ha poseído una diferente
incidencia en la configuración normativa de la ciudadanía según ésta precediese
cronológicamente a la nacionalidad o, como suele ser más habitual, haya sido
subsiguiente a ella. Ciertamente, esa vinculación ha supuesto en todos los casos la
integración de un conjunto más o menos amplio de individuos en la comunidad política,
al convertirlos en potenciales ejercientes de algún tipo de poder público, y ha

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conllevado también la exclusión de quienes no son nacionales del ejercicio de los
derechos y deberes de ciudadanía política a través de los cuales se ejerce la soberanía
colectiva, pero tanto su génesis cronológica como sus concretos efectos jurídicos son
diferentes según cuál haya sido la forma de organización territorial del Estado (unitario,
federal o autonómico) y según el grado alcanzado en la juridificación y democratización
del dogma de la soberanía colectiva. A continuación se analizarán los principales
modelos en los que se ha plasmado esta vinculación entre soberanía colectiva y
ciudadanía desde la perspectiva territorial.

a) El modelo en los Estados unitarios


El primero de los modelos de vinculación entre nacionalidad y ciudadanía se
produce históricamente con los movimientos revolucionarios en los ya existentes
Estados-nación, especialmente en Francia. En dicho modelo, la vinculación entre
ciudadanía y soberanía colectiva nacional, producto de las teorías pactistas conduce a
una subordinación de la ciudadanía activa a la posesión de una ciudadanía pasiva
(nacionalidad), que es concebida como una cualidad necesaria para formar parte del
sujeto colectivo titular del poder político. El paradigma de este pensamiento lo resumirá
muy bien Carre de Malberg para quien, conforme al dogma de la soberanía nacional, la
cualidad de nacional (francés) y la de ciudadano son un conjunto, pues no se pueden
adquirir ni perder la una sin la otra31. En efecto, todos los miembros de la Nación o del
Pueblo son titulares de un poder soberano a cuyas decisiones se encuentran sometidos,
de ahí que compartan esa doble cualidad de ciudadanos y nacionales, y en esa medida
son representados por los órganos que ejercen dicho poder32. A ello no obsta que no
todos los ciudadanos integrantes del sujeto nacional de la soberanía puedan ejercer los
derechos de la ciudadanía, pues éstos, en especial los de participación política, pueden
estar sometidos a condiciones de ejercicio adicionales a la nacionalidad. La vinculación
entre nacionalidad y ciudadanía pretende cohesionar mejor a la sociedad mediante un
demos con el que la segunda caracteriza al colectivo de nacionales33, dada la
insuficiencia del ethnos de la nacionalidad cuando la titularidad del poder se residencia
en el monarca o en un elemento externo a esa colectividad abstracta.
El carácter histórico-funcionalmente sucesivo de la ciudadanía respecto de la
nacionalidad hace que la primera vaya a remolque de la segunda (reformulada como
ciudadanía pasiva), pero también que la ciudadanía tenga un contenido político-
participativo –como titulares y, en su caso, ejercientes del poder soberano- en la

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formación de la voluntad general de la Nación que justifica funcionalmente su
existencia. En efecto, difícilmente podría la ciudadanía cumplir su función de cohesión
social si los derechos de participación política no se residencian en el colectivo de
ciudadanos nacionales, esto es, si la soberanía no se residencia en el sujeto colectivo
nacional, pues éstos son los destinatarios estables y permanentes del poder político del
Estado tanto desde un punto de vista territorial como personal. En este sentido, el
derecho de sufragio aparece como el derecho básico de la ciudadanía, pues es el más
efectivo para el desempeño de aquella función cohesionadora. Este esquema tiene sus
aspectos positivos y sus aspectos negativos. Entre los negativos, con una repercusión
más intensa en la actual configuración democrática del Estado, se encuentra la exclusión
de una creciente proporción de súbditos temporales (extranjeros) de la titularidad y el
ejercicio de una parte esencial de la ciudadanía. Además, como consecuencia de esta
nacionalización de la ciudadanía el ejercicio de poder público se contamina de un
ethnos heredado de los criterios de atribución de la nacionalidad, del que se deriva una
imagen unitaria abstracta que recrea el concepto étnico-cultural de Pueblo soberano. El
reverso de este fenómeno es una fuerte tendencia hacia la politización de la comunidad
nacional, inexistente en el período inicial de formación de los Estados-nación, que es
hoy en día fuente de las pretensiones nacionalistas en el interior de muchos Estados
democráticos ya consolidados34, de la que se deriva una imagen unitaria abstracta que
recrea un concepto políticamente homogéneo del Pueblo soberano.
Pero junto a estos aspectos negativos, la vinculación entre nacionalidad y
ciudadanía también posee aspectos positivos. En primer lugar, se encuentra la mayor
funcionalidad cohesionadora del demos de la ciudadanía, pues el vínculo de la
nacionalidad otorga al ordenamiento una base personal de súbditos permanentes muy
amplia que, al convertirse en ciudadanos, recrean una cierta imagen legitimadora del
autogobierno de la comunidad. En segundo lugar, además, esa vinculación opera una
garantía, aunque sea mínima, de derechos fundamentales de ciudadanía para el grueso
de los súbditos del ordenamiento que, por su condición de nacionales, no pueden ser
privados de muchos de ellos. Así lo prueban los nefastos ejemplos históricos de
desvinculación de uno y otro instituto, que condujeron a la negación de la condición de
ciudadanos de los judíos alemanes bajo la segunda Ley de Nürenberg en el III Reich
(art. 2.1 de la Ley de ciudadanía del Reich de 15 de septiembre de 1935 y art. 2 de la
Ley de reforma de la Ley de nacionalidad del Reich de 15 de mayo de 1935), a pesar de

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que estaban estable y permanentemente sometidos al poder político del Estado como
nacionales.

b) El modelo en los Estados federales y las Uniones supranacionales de


Estados
En el segundo de los modelos, el de los Estados federales o territorialmente
descentralizados, la ciudadanía aparece como un instrumento de cohesión política en el
proceso de gestación de un emergente Estado pluri- (Estados Unidos) o mononacional
(Alemania). Pero, a diferencia del modelo anterior, aquélla aparece aquí no sólo como
un mecanismo de cohesión u homogeneización ad intra del Estado sino también como
instrumento de identificación jurídica y cohesión política ad extra, suplantando con ello
en parte la función que en los Estados-nación vendría a desempeñar la nacionalidad.
Esta situación se reproduce en buena medida en la actualidad en el proceso de
construcción europea en el que, desde el Tratado de Maastricht de 1992 –ahora ya desde
el Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa de 2004-, se ha
institucionalizado una ciudadanía europea con una función cohesionadora y generadora
de un demos europeo35, a partir de las nacionalidades de los Estados miembros, sin que
exista una nacionalidad europea (art. I-10 CEu).
La ciudadanía en este segundo modelo refuerza el valor cohesionador del demos
en detrimento del ethnos nacional, que –exista o no- resulta insuficiente para la cohesión
política de la comunidad36. En efecto, la sujeción a un mismo ordenamiento jurídico, y
por tanto a una misma fuente del poder político, suele articularse en Estados
territorialmente descentralizados como un movimiento centrípeto de creación de un
nuevo poder soberano. La ciudadanía federal no aparece, entonces, sólo como
alternativa igualadora frente a la desvertebración social y política en el interior del
Estado, sino sobre todo como alternativa frente a la preexistente desmembración
territorial exterior en Estados independientes, esto es, como un mecanismo de cohesión
interior y exterior de un nuevo sujeto político internacional que reduce a unidad, a
través de un ethnos y un demos federal o supranacional, los ethnos y los demos
preexistentes37. Ciertamente, para ello se requiere un sometimiento de los que eran
súbditos de los poderes estatales soberanos y, por tanto, independientes, a un nuevo
poder supraestatal, el de la Federación, a cuya realización coadyuvarán ciertas
contrapartidas homogeneizadoras de su régimen jurídico iusfundamental como
ciudadanos del nuevo territorio federal o supranacional. De ahí que la ciudadanía

187
comience no tanto por unos derechos de participación política en las instituciones
federales38, en las que se expresan los intereses comunes del individuo como miembro
de la entidad federal, sino sobre todo por ciertos derechos civiles, como la libertad de
entrada y salida y de circulación y residencia por el nuevo territorio federal, libertad de
comercio entre los Estados miembros o la igualdad de trato de los individuos en todas
las partes de la Federación, que permiten cohesionar políticamente como súbditos
estables y permanentes del ordenamiento a los integrantes de la nueva comunidad
política supraestatal con independencia de su homogeneidad étnico-cultural o política.
Estos últimos derechos tratan de operar simultáneamente como mecanismos de
ciudadanía y de nacionalidad. Piénsese, por ejemplo, en el Art. IV Sec. 2 y en la XIV
Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en el Indigenat del I Reich alemán de
1871, pero también en la actual ciudadanía de la Unión Europea, que se ha ido
construyendo a partir de la extensión de las libertades de circulación y establecimiento
comunitarias y la prohibición de discriminación en los Estados miembros por razón de
nacionalidad (art. I-4 CEu)39.
A partir de ese germen se amplia el contenido de una ciudadanía federal o
supranacional, que ha de coexistir con los contenidos de las ciudadanías estatales
preexistentes en las unidades políticas que los integran: primero, complementándolas, y
después, superponiéndose a ellas. La culminación de esa homogeneización básica de los
derechos fundamentales aparece en la garantía igualitaria de un elenco de nuevos
derechos de libertad, participación política y prestación que permitirán como último
estadio evolutivo la vinculación de la ciudadanía con la soberanía del nuevo ente federal
o supranacional. Dicha garantía hará perder relevancia y trascendencia a las originarias
ciudadanías de los Estados miembros que, con la traslación de la soberanía a la
Constitución federal o supranacional, se ven paulatinamente limitadas por la ciudadanía
federal o supranacional y pierden funcionalidad cohesionadora respecto de un demos
estatal que pasa a ocupar un segundo lugar en beneficio del demos federal o
supranacional soberano. Piénsese, por ejemplo, en cómo únicamente desde la
introducción de la XIV Enmienda (1868) o de la XIX Enmienda (1919) en la
Constitución de los EE.UU., los Estados dejaron de tener libertad para configurar un
demos estatal racialmente blanco (Dred Scott v. Sandford, 60 US 393 (1857)) y
masculino (Minor vs. Happersett, 88 US 162 (1874))40 por la importancia que un
derecho de sufragio lo más universal posible había de tener en la cohesión política y
social del demos federal norteamericano. Pero también se pude ver este proceso, en lo

188
que se refiere a la Unión Europea, en la imposición por parte de ésta (Sentencia del
Tribunal de Justicia de la Unión Europea, de 11 de enero de 2000, C-285-98 –asunto
Kreil contra Alemania-) de los términos en los que el ordenamiento supranacional ha
garantizado la prohibición de discriminación por razón de sexo (arts. I-2 y II-81 CEu y
art. 2 Directiva 76/207 CEE) frente a su particular configuración divergente en el texto
constitucional de un Estado miembro (art. 12a GG alemana) respecto del acceso
femenino a puestos militares que conlleven el uso de armas.
Uno y otro ámbito de aplicación de la ciudadanía sólo tienen sentido en la
medida en que las competencias de la estructura política federal o supraestatal sean lo
suficientemente extensas como para que el disfrute de los nuevos derechos y libertades
puedan cumplir, al margen de los que garantizan los Estados miembros, una función
cohesionadora del demos federal o supranacional semejante a la que desempeña en los
Estados unitarios, invirtiendo la vinculación entre nacionalidad y ciudadanía. Esta
última pasaría, así, a preceder al vínculo jurídico de la nacionalidad y a condicionar
históricamente su existencia, lo que, en principio, hace que la comunidad humana
dependa más del demos que del ethnos, pero ambos terminen fundidos bajo el imperio
del principio democrático. Este proceso sufrido en los Estados federales se reproduce en
la actualidad con la ciudadanía europea que, de depender en la actualidad de la
nacionalidad de cada uno de los Estados miembros y tener un carácter meramente
complementario de las ciudadanías de éstos (art. I-10 CEu), va camino de pasar a ser
determinante de la condición de nacional de la Unión y superponerse a las ciudadanías y
nacionalidades de los Estados miembros41. Sólo a partir de ese momento, que sería
expresivo del carácter soberano del ordenamiento supranacional, cabría construir un
vínculo jurídico de nacionalidad semejante al de la nacionalidad de los Estados
miembros, pues sólo entonces se darían las condiciones necesarias para mantener un
conjunto de súbditos estable y permanente de ese nuevo ordenamiento soberano.
Lo relevante en este modelo es que la ciudadanía desempeña un papel de
cohesión política y territorial inicial, que en los Estados unitarios venía desempeñando
la nacionalidad, y que es necesario para el posterior establecimiento de un vínculo
jurídico de nacionalidad federal o supraestatal, esto es, para el establecimiento de un
ethnos federal o supraestatal que dé forma jurídica al demos ciudadano, lo que explica
que inicialmente se apoye más en derechos civiles relacionados con la igualdad y el
acceso al territorio federal o supranacional que en derechos políticos. La nacionalidad se
ve, así, como la culminación del vínculo jurídico-público de la ciudadanía, existente

189
entre el ciudadano y la emergente entidad federal o supranacional. Esta es la razón de
que nacionalidad y ciudadanía aparezcan confundidas en un mismo término legal
(citizenship, ciudadanía europea) y vengan reguladas en la Constitución misma o en
disposiciones de derecho público; mientras que, como se vio, en el caso de los Estados
unitarios, tras su formulación inicial en las constituciones revolucionarias, la
nacionalidad pasa a engrosar las disposiciones del Código Civil y a ser considerado más
un status civil que un vínculo jurídico público.

c) El modelo del Estado autonómico


Un tercer y último modelo de ciudadanía aparece en el Estado regional o
autonómico, establecido, por ejemplo, en la CE de 1978, la Constitución italiana de
1947 y, más recientemente, en la Scotland Act y la Government of Wales Act británicas
de 1998. En dicho modelo, coexisten una ciudadanía nacional y unas ciudadanías
autonómicas/regionales. La primera es consecuencia de la supremacía de un
ordenamiento jurídico completo, que ya dispone de un sujeto colectivo nacional al que
imputar la soberanía y cuyos integrantes van a ser los destinatarios permanentes y
estables de las decisiones de poder que se adopten. Estos nacionales van a tener
también, como ciudadanos, una libre, plural e igual capacidad directa o indirecta de
participación en el ejercicio de dicho poder. La construcción de este demos nacional
contribuye con un ethnos abierto y plural, que el propio texto constitucional juridifica, a
la cohesión política y social de la comunidad. En ello se asemeja bastante al modelo de
los Estados unitarios.
Sin embargo, en este tipo de Estados es también característico que la cohesión y
vertebración de la comunidad dependa del reconocimiento constitucional de una
pluralidad política y cultural, asociada a una pluralidad territorial, cuya expresión son
unas entidades políticas territoriales dotadas de autonomía (CC.AA., Regiones o
simplemente, Escocia y País de Gales), en torno a las cuales se crean un ethnos y un
demos autonómicos subordinados al ethnos y al demos nacional. Como las mismas no
preexisten jurídicamente a la unidad política nacional, lo que explica que la
descentralización política haya sido centrífuga y no centrípeta, los mecanismos de
integración y participación del individuo en ellas vienen determinados primeramente
por la ciudadanía nacional, que se extiende a todos los niveles del poder, y
complementariamente por unas nuevas ciudadanías autonómicas, cuya relación con la
ciudadanía nacional se asemeja parcialmente a la que existe entre la ciudadanía federal

190
o supranacional y las ciudadanías de los Estados miembros. En efecto, la ciudadanía
nacional, prevista en el texto constitucional, no sólo permite al individuo integrarse en
los ámbitos de comunicación social jurídicamente reglados por las normas del Estado
central, sino también en los regulados por todos los niveles de decisión política o
administrativa, incluidos los de las unidades territoriales descentralizadas. Por ello
mismo, dicha ciudadanía nacional ha de garantizar unas condiciones básicas mínimas e
igualitarias del ejercicio de los derechos en los que se expresa la participación del
individuo en la soberanía nacional (arts. 81 y 149.1.1ª CE)42. Lo que no obsta, como se
verá después con algo más de detalle, a que mediante las ciudadanías autonómicas se
permita al individuo participar en esferas políticas, sociales, culturales, etc…, que se
desarrollan en el territorio de su unidad política descentralizada, pero siempre dentro del
marco de la ciudadanía nacional. Así, por ejemplo, el art. 7.2 Estatuto de Autonomía del
Principado de Asturias –como el resto de los Estatutos de Autonomía de las diecisiete
CC.AA. que componen el Estado español- contempla una ciudadanía política
autonómica para el Principado de Asturias, pero inmediatamente después, el art. 9.1 de
dicho Estatuto vincula los derechos de que se pueda componer esa ciudadanía política a
los derechos que se hayan reconocido en el marco normativo superior de la CE. Sin
duda, cabrán nuevas esferas de integración del individuo en la comunidad política
autónoma dentro de un ámbito territorial inferior al nacional. Pero en la medida en que
la Constitución nacional exprese la soberanía del ordenamiento, de un lado, el contenido
en derechos y deberes de las ciudadanías autonómicas estará huérfano por sí mismo de
la fundamentalidad que poseen los derechos que componen la ciudadanía nacional43, y
de otro lado, su disfrute no podrá poner en peligro las condiciones básicas de igualdad
en el ejercicio de los derechos que componen la ciudadanía nacional44.

191
II. EL CONTENIDO VARIABLE Y LA NATURALEZA DINÁMICA DE LA
CIUDADANÍA
1. La participación en las diferentes esferas de comunicación social como
contenido de la ciudadanía
1.1 Parcial desvinculación de la soberanía colectiva y la ciudadanía
a) De la mera a la plena pertenencia a la comunidad política
La ciudadanía ha sido históricamente un envoltorio con un contenido variable
según la función política o jurídica que ha desempeñado. Si se deja a un lado el período
anterior a las revoluciones liberal-democráticas, desde finales del siglo XVIII hasta la
actualidad, la ciudadanía ha pasado de reflejar la mera pertenencia del individuo a la
comunidad política, consecuencia de su integración en el sujeto colectivo de la
soberanía, a expresar su plena integración en las distintas esferas de participación en las
que se desarrolla aquella comunidad, con parcial independencia de su pertenencia a
dicho sujeto colectivo soberano. En otras palabras, la ampliación de las esferas de
comunicación social, objeto de regulación jurídica en un Estado social y democrático de
derecho, ponen de relieve la imposibilidad de seguir identificando ciudadanía con
soberanía colectiva y la necesidad de desvincularlas, por lo menos parcialmente. En
efecto, durante mucho tiempo se consideró que la única forma de participación política
del individuo en la nueva sociedad consistía en el ejercicio de la soberanía a través del
derecho de sufragio activo y pasivo y la asunción de cargos públicos, esto es, a lo que
comúnmente se denominó ciudadanía activa, quedando relegados los ciudadanos
pasivos a una mera posición de integrantes de un sujeto colectivo nacional al que
abstractamente se imputaba la soberanía. Esta falta de extensión a la sociedad de la
igualdad y la participación democráticas explicaba por qué los partidos políticos o las
asociaciones fueron ignorados, cuando no prohibidos, durante buena parte del siglo
XIX, o por qué el sufragio fue mayoritariamente masculino y censitario hasta bien
entrado el siglo XX. La vinculación antes expuesta entre ciudadanía y soberanía
colectiva, explica también la subordinación de aquélla a la previa posesión de la
nacionalidad, dado que así el sujeto colectivo soberano se componía de un conjunto
estable y permanente de súbditos, y el ordenamiento jurídico legitimaba su existencia a
través de esta imputación de la soberanía a la Nación o al Pueblo. Esta situación, sin
embargo, cambia como consecuencia de una serie de transformaciones en la
caracterización del Estado liberal de derecho, que están orientadas a preservar y

192
consolidar su autonomía y diferenciación funcional y que dejarán huella en la
interpretación jurídico-constitucional de estas fórmulas soberanistas y en su relación con
la ciudadanía.
En primer lugar, la positivización y diferenciación funcional del sistema jurídico
conduce a que el principio democrático deje de ser concebido como una mera hipótesis
filosófico-política de explicación causal del origen del poder y pase a ser una técnica
jurídico-constitucional de organización de la creación normativa, orientada al logro de
la legitimidad del sistema jurídico, esto es, se pasa de una democracia de identidad que
gira en torno a un Pueblo/Nación prejurídico y homogéneo a una democracia de
afectación que legitima la participación en el ejercicio del poder de un conjunto variable
de ciudadanos sometidos al ordenamiento45. Ello cambia el significado normativo de las
fórmulas atributivas de la soberanía colectiva y, con ello, también el significado
constitucional de la ciudadanía. La democracia coloca el centro de su funcionalidad
legitimadora en la participación libre, plural e igual de los sometidos al ordenamiento en
las distintas esferas del poder, y no tanto en que un sujeto colectivo nacional sea la
fuente abstracta de éste. La principal consecuencia de ello es que pueden existir diversas
fórmulas de participación política en función de la afectación de los individuos, no
bastando con la participación de los integrantes del Pueblo en el sufragio o en el acceso
a cargos o funciones públicas, lo que difumina la distinción dentro de los nacionales
entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos, pero también entre nacionales y
extranjeros. En la democracia contemporánea todos los ciudadanos son activos, lo que
sucede es que lo son en distinto grado y en distintas esferas. Así, también menores,
incapaces, y otros grupos de personas, privadas del ejercicio del derecho de sufragio,
participan en diversos ámbitos sociales y políticos, y, por consiguiente, coejercen en
cierta medida la soberanía46. El concepto de ciudadano pasa de ser más reducido que el
de nacional a ser más extenso, pues ha de incluir no sólo a los nacionales sino también a
los extranjeros a los que algunos textos constitucionales reconocen diversos derechos
civiles, políticos o sociales como consecuencia de su afectación por el ordenamiento
jurídico. Todos ellos participan en la comunicación social en un concreto ámbito
espacial y temporal, sujetos a las normas que la regulan, lo que les hace acreedores de
uno u otro grado de ciudadanía. Solo así puede la democracia servir para legitimar el
sistema jurídico, adaptándose a su cada vez mayor autorreferencialidad y positividad47.
La absorción de la ciudadanía por la nacionalidad, y la correlativa circunscripción de la
capacidad de participación en el ejercicio de la soberanía únicamente a los individuos

193
pertenecientes a la Nación, definida conforme a parámetros que poco o nada tienen que
ver con su mayor o menor sujeción al ordenamiento jurídico, resulta difícilmente
compatible con esta comprensión funcional del principio democrático. El mismo está
vinculado al elemento subjetivo de la voluntad de los individuos de habitar en un
determinado lugar y, con ello, sujetarse a las disposiciones de un ordenamiento jurídico,
en cuya elaboración deben poder participar. E inversamente está desvinculado del
elemento objetivo de una homogeneidad cultural, que es contraria al pluriculturalismo
que se desprende del respeto a los derechos fundamentales de la persona48. El
mantenimiento de dicha vinculación en uno u otro grado exige, pues, una “civilización
de la nacionalidad” que impregne ésta de las exigencias del principio democrático que
se han trasladado a la soberanía y a la ciudadanía.
En segundo lugar, si la democracia es sinónimo de participación libre plural e
igual de los sometidos al poder en su ejercicio, resulta claro que la ciudadanía tiene que
encontrarse hoy en día vinculada a una participación que, como consecuencia de la
evolución del Estado hacia un Estado social y democrático de derecho, no puede estar
lastrada ni por desigualdades personales injustificadas, ni por su reducción al ámbito
político con exclusión de otros como el económico o el social en los que el individuo
también desarrolla su personalidad49 y que son la antesala en la que se gestan las
expectativas objeto de las decisiones de poder político. Un ordenamiento jurídico
moderno permite la integración del individuo en las diversas esferas de comunicación
tanto mediante el ejercicio del derecho de sufragio, como manifestándose,
expresándose, comerciando libremente, recibiendo y ofreciendo una educación cívica,
plural y democrática, e incluso manteniendo ciertas esferas de su personalidad (honor,
intimidad y propia imagen, ideología y conciencia, o integridad física) ajenas a la
injerencia de otros sujetos privados o de los poderes públicos50. Y no se atribuye un
mayor valor jurídico a unos u otros derechos fundamentales que, en tanto mecanismos
de integración social del individuo, son todos ellos directamente disponibles para las
personas físicas y jurídicas beneficiarias de ellos e indisponibles para los poderes
públicos, sino que todo lo más son garantizados mediante diferentes técnicas jurídicas,
como ponen de relieve los Capítulos I y II del Título I de nuestro texto constitucional de
197851. En este sentido, la ciudadanía pasa a ser concebida como un proceso jurídico
que, a través del ejercicio de los derechos fundamentales, permite al individuo
integrarse en una praxis cívica comunicativa, funcionalmente orientada a preservar el
marco constitucional que la hace posible y el pluriculturalismo de los sujetos y los

194
grupos que se hallan sujetos a ese marco52. Si la ciudadanía tiende como categoría
jurídica a reflejar, utilizando las palabras del sociólogo inglés Thomas Humphrey
Marshall, la plena pertenencia del individuo a la comunidad (full membership)53, no
cabe duda alguna de que su desarrollo jurídico ha de estar vinculado al principio
democrático y a la maximización tanto de las facultades a cuyo través se articula esa
praxis cívica, como del colectivo subjetivo que se forma a partir de su atribución a los
individuos. La ciudadanía no se orienta, pues, a la conservación de una identidad étnico-
cultural o política determinada, sino únicamente de una cultura política abierta que, en
un Estado constitucional democrático, es compatible con el pluralismo cultural54 y
político, tanto individual como colectivo. Además, la ciudadanía refuerza su carácter
incluyente y ya no se conforma con representar el status de quien meramente pertenece
al sujeto colectivo al que se atribuye la soberanía, sino que se orienta hacia el logro de la
plena participación del individuo en las distintas esferas de comunicación –política,
social, cultural, o económica- de la comunidad en la que se integra, se logre dicha
plenitud con la adquisición de la nacionalidad o mediante otro vínculo jurídico55.
Semejante transformación del significado jurídico de la ciudadanía, pareja a la que,
como ya se vio, había experimentado la nacionalidad, cambia por completo la cerrada
caracterización de la comunidad política que los ordenamientos jurídicos arrastran desde
el siglo XIX bajo el manto de las clásicas fórmulas de atribución de la soberanía
colectiva. Mientras se mantengan abiertas las fronteras territoriales, la comunidad
política democrática debe estar abierta personal y materialmente, ser permeable y
dinámica, y no puede quedar reducida la participación de algunos individuos sólo en la
esfera política, sino que debe abarcar las diversas esferas de comunicación social
jurídicamente regladas de modo que se produzca inclusión progresiva de cada vez más
individuos según su grado de afectación por el ordenamiento jurídico. Ello no implica,
como se ha sostenido críticamente56, una “deconstrucción” o disolución del concepto de
ciudadanía, que sigue canalizando las fracciones de soberanía que los derechos
fundamentales confieren a cada individuo en un Estado democrático, sino más bien que
la misma se convierta en el cauce para articular la interacción comunicativa entre los
individuos57, que en sociedades altamente complejas es necesaria para la diferenciación
funcional del sistema jurídico.
En tercer y último lugar, congruentemente con lo anterior, tampoco cualesquiera
derechos subjetivos son formalmente derechos de ciudadanía. El contenido
iusfundamental de la ciudadanía no puede estar garantizado por normas de cualquier

195
rango, sino que, dada la importancia de estas expectativas de integración para la
diferenciación funcional del sistema jurídico, el ordenamiento lo ha de dotar de la
máxima estabilidad contrafáctica a través de la norma jerárquicamente suprema, la
Constitución o la ley en los ordenamientos sin Constitución formal, bien sea como
derechos indisponibles para el legislador, o en su defecto como principios rectores de la
política social o económica que necesitan de la acción del legislador para ser invocados
judicialmente y obtener tutela jurisdiccional.
La Constitución española de 1978 responde a este paradigma jurídico funcional
de la ciudadanía. Como se irá viendo a lo largo de este capítulo, lo hace en mayor
medida que otros textos constitucionales liberal-democráticos de su entorno, puesto que
abre más a los extranjeros las posibilidades de participación en diversas esferas de
comunicación social, esto es, les convierte en mayor grado en ciudadanos. Así, la inicial
proclamación de la soberanía del Pueblo español (art. 1.2 CE) debe ser reinterpretada,
lejos de tradicionales presupuestos ontológico-causalistas, a la luz de la previa
afirmación de los principios social y democrático, como principios estructurales de
nuestro ordenamiento (art. 1.1 CE), de su supremacía en los arts. 9.1, 161 ss. y 168, y
sobre todo de la dignidad de toda persona afectada por el ordenamiento, como
fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE)58. Desde este punto de
vista, la participación en el ejercicio de la soberanía es un elemento importante de la
ciudadanía, como lo ha sido históricamente. No en vano corresponden a los ciudadanos
nacionales, vinculados no sólo territorial sino también personalmente, los principales
derechos de participación política (art. 23 y 13.2 CE) entre los que están la elección de
los órganos que ejercen la “competencia sobre las competencias” a través del
procedimiento de reforma constitucional (art. 166 ss. CE) y la definición de los criterios
de pertenencia al sujeto colectivo de la soberanía a través de la nacionalidad (art. 11
CE). Pero incluso en el ejercicio del poder público cabe que los ciudadanos extranjeros
participen en el ejercicio del derecho de sufragio activo y pasivo de ámbito local o que
accedan a cargos públicos que no impliquen el ejercicio de jurisdicción o autoridad,
debiendo quedar abierto, en todo caso, su acceso a dicha condición de nacional previo
cumplimiento de los requerimientos funcionales y democráticos de la nacionalidad y la
ciudadanía59. Además, existen muchas otras esferas de comunicación social en las que
los ciudadanos españoles y extranjeros son habilitados por el texto constitucional (arts.
15 a 38) para integrarse en la comunidad mediante el ejercicio de diversos derechos
fundamentales de carácter civil (libertad personal, derecho al honor, la intimidad y la

196
propia imagen, libertad ideológica y religiosa, derecho a contraer matrimonio, etc…),
político (derecho de asociación, de sindicación, de reunión, libertad de expresión e
información etc…) o socioeconómico (derecho a la educación, libertad de empresa,
derecho de propiedad, etc…)60. Finalmente, los principios rectores de la política social y
económica, reconocidos en el Capítulo III del Título I, permiten al legislador optimizar
la posición de los ciudadanos españoles y extranjeros, dotándoles de los medios
materiales y normativos necesarios para su participación en aquéllas esferas de la
comunicación social mediante los derechos del Capítulo II, aunque, sin duda, su
disponibilidad sólo en los términos en los que los defina el legislador les coloca en una
debilidad formal respecto de los derechos fundamentales a la hora de caracterizar el
contenido constitucional de la ciudadanía.

b) ¿Universalidad material y personal de la ciudadanía?


De lo visto hasta el momento se deduce ya que en un Estado democrático el
instituto jurídico de la ciudadanía se encuentra íntimamente relacionado con la
titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales. Ello arroja un doble interrogante:
qué derechos fundamentales definen el estatuto jurídico del ciudadano, y si existe o no
un sujeto colectivo a cuyos integrantes se hayan de reconducir los derechos
fundamentales que integran la ciudadanía61. Dicho con otras palabras, se trata de saber
si esa tendencia a la plenitud de la participación y pertenencia del individuo en la
comunidad se realiza de forma universal, sin límites ni en lo que se refiere a las materias
o espacios de comunicación en los que se ha de desarrollar dicha participación, ni en lo
que se refiere a las personas que pueden ser acreedoras de ese proceso de inclusión
participativa.
Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, aunque la ciencia política y la
filosofía jurídica, al contrario que la mayor parte de los estudios de derecho
constitucional, hayan identificado la ciudadanía con la plena pertenencia ideal de todo
individuo a cualquier comunidad política, y hayan exigido éticamente la progresiva
ampliación del ámbito personal y material de dicha pertenencia, atribuyéndole a tal fin
no sólo derechos civiles y políticos sino también derechos sociales62, esto es, han
vinculado la ciudadanía al disfrute igual por todos los individuos residentes de todos los
derechos fundamentales, desde una estricta perspectiva jurídico-positiva, semejante
extensión universalista de cualesquiera derechos a cualquier sujeto resulta más que
discutible63. Ciertamente, la progresiva humanización de los ordenamientos jurídicos

197
estatales ha conducido a que los distintos textos constitucionales democráticos hayan
extendido una buena parte de los derechos civiles y sociales a todas las personas que
tengan contacto con el ordenamiento jurídico64. Pero no se les ha atribuido todos los
derechos civiles o sociales, ni los que cada ordenamiento les ha atribuido lo ha hecho de
forma uniforme. Mucho menos puede pretender ningún ordenamiento estatal la
extensión urbi et orbe de los derechos de ciudadanía a todos los individuos del planeta,
pues ello le convertiría en un ordenamiento total huérfano de eficacia global. En efecto,
los derechos fundamentales han salido de su círculo territorial y personal, y se
garantizan tanto a personas distintas de los nacionales, como fuera del territorio del
Estado, convirtiendo con ello en copartícipes de la Constitución a todos los que
disfrutan de alguna esfera de participación garantizada a través de sus derechos
fundamentales65. Sin embargo, esta extensión material no ha afectado de manera
homogénea a todos los derechos fundamentales y no ha implicado a la mayoría de los
derechos de participación política, que siguen vinculados a la pertenencia a una
colectividad nacional, correlativa de una más intensa relación de sujeción con el
ordenamiento66. Ello sigue siendo una exigencia razonable desde el punto de vista de la
funcionalidad del principio democrático, dados los distintos grados de afectación y de
sujeción al ordenamiento de los distintos súbditos. Con todo, la progresiva ampliación
de la ciudadanía activa dentro del colectivo de nacionales a las mujeres o a los menores
(titulares y, en parte ejercientes de buena parte de los derechos de participación)67, sobre
todo a través de la universalización del sufragio68, encuentra cierta correspondencia en
la extensión de buena parte de los derechos fundamentales a todos los individuos con
independencia de su nacionalidad.
En contra de lo que pudiera parecer, lo mismo que desde un punto de vista
jurídico el nacional no es ciudadano pleno por su pertenencia a un sujeto colectivo
prejurídico, sino por su integración en un colectivo más vinculado al ordenamiento
jurídico que los regula, tampoco el extranjero es ciudadano y posee derechos
fundamentales por el mero hecho de ser persona, sino como consecuencia de su
concreto grado de sujeción al ordenamiento. Ello explica que no se deban identificar
monolíticamente los derechos del ciudadano con los derechos de la persona69, sino que
los derechos de la persona reflejan uno de los grados de ciudadanía junto con los
derechos del ciudadano nacional. La consecuencia será la imposibilidad de uniformizar
los derechos fundamentales de todos y cada uno de los individuos sometidos al
ordenamiento jurídico. Ello no se debe a una presunta fundamentación democrático-

198
voluntarista del orden político, conforme a la cual nadie puede pertenecer al Pueblo
soberano que se autogobierna mientras no exista un acuerdo de voluntades entre el
candidato a ser incluido y el colectivo en el que pretende entrar, acuerdo que falta
respecto de los extranjeros ilegales, e incluso de los legales residentes, en muchos casos
tanto del lado del Estado como del lado del emigrante70. Ni tampoco se debe a que la
democracia se identifique con la soberanía de un pueblo del Estado política y
culturalmente homogéneo, que condiciona la atribución de los derechos de ciudadanía a
la pertenencia al mismo71. La razón reside en el diferente grado de sujeción que
mantienen los individuos según la situación en la que se encuentren respecto del poder
público estatal –nacionales, extranjeros permanentes o extranjeros temporales- y que se
deriva de la división del planeta en Estados-nación. Mientras no exista un único
ordenamiento global y exista la nacionalidad como vínculo jurídico que expresa la más
intensa y permanente sujeción de un conjunto de “súbditos” respecto de uno de los
segmentos territoriales soberanos, será necesario que, junto a los derechos de quienes
están sometidos menos intensamente por su mero contacto territorial o personal, existan
otros derechos que, al permitir a su titular disponer de las condiciones bajo las cuales
discurre esa sujeción (fundamentalmente las constituyentes y las legislativas), esto es,
disponer de la soberanía, estén circunscritos a quienes posean una vinculación tanto
territorial como personal con el ordenamiento estatal.
Por tanto, la ciudadanía no se reduce al ejercicio de los derechos de participación
política en las instancias soberanas por parte de los ciudadanos nacionales72, puesto que
existen muchos otros medios de participación en las diferentes esferas de comunicación
que la comunidad política regula jurídicamente, como la educación, la asociación, la
reunión, la sindicación, libertad de expresión e información, la libertad de empresa, el
derecho de propiedad, etc…, en los que, al disminuir la intensidad de la capacidad de
decisión política directa por parte de quien participa, no se requiere una afectación
jurídica tan intensa y pueden corresponder a nacionales y extranjeros. Con todo, no
todos los ordenamientos se los confieren (conforme a los arts. 8, 9, 12 GG y a la
jurisprudencia del BVerfGE 78, 179, 196; BVerfG, 1 BvR 1539/94 de 16.6.2000 los
derechos de reunión, asociación y libre elección de profesión u oficio corresponden sólo
a los nacionales), ni articulan su ejercicio en condiciones de igualdad (los arts. 7 y 8 de
la LODLE, al excluir a los extranjeros ilegales, establecen restricciones de dudosa
constitucionalidad al ejercicio de los derechos de asociación y reunión por parte de los

199
extranjeros, e igualmente el art. 1.1 de la Ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de
partidos políticos, por la STC 48/2003, de 1 de marzo de 2003, F.J. 18º).
No cabe, pues, identificar los derechos fundamentales que configuran el
contenido de la ciudadanía ni únicamente con el derecho de sufragio y el acceso a
cargos y funciones públicas de soberanía, ni con todos los derechos de civiles o sociales
que muchos textos constitucionales suelen atribuir a la persona. Este contenido es
gradual y dinámico en función del grado de afectación jurídica del individuo y
dependerá de la concreta configuración normativa de la ciudadanía que cada
ordenamiento quiera establecer para, mediante la función inclusiva de ésta, contribuir a
la cohesión social de la comunidad política que conlleva la construcción de un demos
ciudadano. Aunque muchos de estos derechos civiles y sociales (vida, integridad física,
honor, intimidad, libertad personal, libertad de expresión, reunión y asociación, tutela
judicial efectiva, derecho a la educación) formen parte de la ciudadanía, puesto que sin
ellos difícilmente se puede hablar de la construcción de una praxis cívica de plena
pertenencia a la comunidad política, los derechos de participación política, y
específicamente el derecho a disponer de la soberanía directamente o a través de
representantes, son vistos como el núcleo identificativo de aquélla y el destino del
proceso gradual y dinámico de integración en que consiste la misma73.

c) Pueblo soberano y sujeto colectivo de la ciudadanía


Lo anterior adelanta ya la respuesta a la segunda de las cuestiones que plantea la
democratización de la ciudadanía: la existencia o no de un sujeto colectivo a cuyos
integrantes se han de reconducir su contenido iusfundamental y la posibilidad de utilizar
el vínculo formal de la nacionalidad para definirlo74, esto es, la cuestión de la
circunscripción personal de la ciudadanía75. Las modernas concepciones iuspositivistas
del derecho han clarificado el significado que cabe atribuirle al dogma de la soberanía
colectiva, haciendo que sea vista como una cualidad del ordenamiento jurídico76. Una
cualidad que es la que mejor expresa gradualmente la autorreferencialidad y su
positividad de aquél77. No cabe, pues, caracterizar la soberanía como la cualidad de un
sujeto prejurídico78, se construya éste a partir de criterios subjetivos u objetivos79. Los
criterios de atribución de la nacionalidad, y por consiguiente también de una parte de la
ciudadanía política (en la medida en que ambas sigan vinculadas), no pretenden, pues,
reconstruir en un ordenamiento autorreferente y positivo el sujeto colectivo prejurídico
nacido del pacto social originario80. La imputación constitucional de la soberanía a un

200
sujeto -por lo que aquí respecta, a la Nación o al Pueblo- tiene el sentido de concretar el
modo –democrático- en el que el propio ordenamiento jurídico articula la cualidad que
mejor expresa su plena positividad y autorreferencialidad, la democracia81. Como ya se
dijo, la ubicación de la soberanía en un sujeto colectivo ha de ser entendida en el sentido
de prescribir una determinada forma de legitimar82 y de estructurar la creación
normativa, y no en el sentido de fundamentar la validez del ordenamiento. La atribución
de la soberanía a un sujeto colectivo pone de relieve la confluencia entre el aspecto
individualista y el comunitarista de la estructuración democrática del ordenamiento83.
Por una parte, los dogmas de la soberanía nacional y de la soberanía popular conciben
hoy al Pueblo o la Nación como entes colectivos abstractos, y en ningún caso como
sumas o agregados de individuos aisladamente considerados. Ello explica que la
necesidad de participación de los sometidos al poder en su ejercicio se justifique no sólo
para garantizar la tutela de sus intereses individuales, sino también para salvaguardar el
interés general en la diferenciación funcional del sistema jurídico, producto de su
corresponsabilidad como colectivo84. Pero, por otra parte, este bien común tiene más
posibilidades de ser alcanzado allí donde se da la máxima garantía de autodeterminación
individual de los sometidos al poder, expresión del principio democrático85. De ahí que,
si la soberanía se concibe como una cualidad del ordenamiento, nada se opone a que, a
pesar de su nominal atribución a un sujeto, la misma confiera diversos niveles de
participación ciudadana a los nacionales y a los extranjeros86, graduándolos en función
de su grado de afectación normativa87. Por lo que se refiere a la participación política,
ésta puede ir desde el ejercicio de derechos de participación política sin incidencia
directa en el ejercicio del poder (manifestación, asociación, etc…), hasta el ejercicio del
derecho de sufragio en las elecciones al Parlamento nacional o a los Parlamentos
territoriales, pasando por el ejercicio del derecho de sufragio en las elecciones locales88.
Y es posible, e incluso deseable, que el texto constitucional haya previsto expresa (art.
1.2 y 23.1 CE) o tácitamente (art. 20.1 GG alemana) que para la participación directa o
indirecta en alguno de estos niveles, particularmente en los asuntos públicos (poderes
constituyente y legislativo) y en los cargos y funciones públicas que impliquen el
ejercicio de jurisdicción o autoridad, sea necesario un grado de responsabilidad mayor
que se corresponde con la integración en el pueblo del Estado mediante el vínculo de la
nacionalidad. Su más intensa sujeción al ordenamiento jurídico, y no el carácter de
representantes de una Nación soberana o la correlativa incapacidad de los extranjeros
para expresar los intereses y querer por aquélla, justifican esta circunscripción de ciertos

201
derechos de participación política sólo a los nacionales89. No se trata, pues, de imponer
los criterios de un sujeto colectivo homogéneo y prejurídico, sino, justo al contrario, de
dar satisfacción democrática al elemento comunitarista que expresa la existencia de una
comunidad jurídica y al elemento individualista que confiere a los súbditos individuales
una expectativa de integración en los procesos comunicativos jurídicamente reglados,
pues ello es necesario para preservar la diferenciación del sistema jurídico90.
En resumen, bajo la Constitución española de 1978 no cabe identificar al sujeto
colectivo de los ciudadanos con el sujeto colectivo de los nacionales, pues también
forman parte del primero los ciudadanos extranjeros. A ese colectivo genérico se
refieren el art. 9.1 o la sección 2ª del Capítulo II del Título I. Pero tampoco cabe
construir ese colectivo de ciudadanos de forma homogénea para todas las personas
sometidas al ordenamiento, puesto que éste ha dispuesto que el ámbito personal de
disfrute de los derechos fundamentales, y por tanto, de la ciudadanía, sea heterogéneo
en función de circunstancias como la nacionalidad (art. 13 en relación con el 23 CE) y
el contacto territorial. Precisamente esa parcial falta de identidad subjetiva habla en
contra de seguir considerando a la ciudadanía –de manera pareja a como se hacía con la
nacionalidad- como un status de la persona, que no ha de pertenecer a un determinado
colectivo nacional para ser ciudadano91, y que, nacional o extranjero, posee un conjunto
de derechos de participación en las diferentes esferas sociales cada vez más diverso y
gradual en atención a su mayor o menor grado de sujeción al ordenamiento.

1.2 Igualdad y grados de ciudadanía


a) Igualdad formal y sustancial en la ciudadanía
Como se acaba de decir, la desvinculación parcial entre ciudadanía y soberanía
colectiva, y la correlativa diferenciación funcional de aquélla respecto de la
nacionalidad, implica la apertura de la ciudadanía a sujetos distintos de los nacionales, e
incluso dentro de éstos, a más sujetos que los tradicionales ciudadanos activos. Dicho
con otras palabras, la existencia de diversos ámbitos materiales de integración social del
individuo deja claro que la ciudadanía es una institución jurídica graduable que se
corresponde con diversos círculos personales (ciudadanos españoles y ciudadanos
extranjeros) o territoriales (ciudadanía nacional, autonómica o local). No se trata de una
construcción teórico-normativa alejada de la concepción de la ciudadanía que puedan
tener los textos constitucionales, sino más bien todo lo contrario, trata de dar una
respuesta interpretativa coherente al carácter social y democrático que éstas tratan de

202
imprimir al Estado de derecho. Esta pluralidad de contenidos y grados de ciudadanía es
también una consecuencia de la escasez de recursos de que el ordenamiento dispone
para la garantía de los derechos fundamentales de los individuos, plasmada tanto en las
delimitaciones y limitaciones de los derechos fundamentales, como en el margen de
decisión política de que dispone el legislador para la adopción de una u otra
optimización de los derechos fundamentales, esto es, para una u otra intervención social
en orden a que el máximo número de súbditos puedan ejercer sus derechos de
ciudadanía92.
Esta gradación personal y territorial de la ciudadanía parece poner en tela de
juicio el presupuesto filosófico revolucionario de la igualdad de los ciudadanos, en otras
palabras, la exigencia de que la igualdad sea el principio rector de la ciudadanía
democrática93. Sin embargo, esta aparente desigualdad en la participación social que
genera la existencia de grados de ciudadanía94 no implica su construcción
democráticamente desigualitaria, sino que es la consecuencia de la correcta
comprensión del principio de igualdad en términos jurídico-democráticos y no
meramente sociopolíticos o morales. En efecto, la función jurídica del principio de
igualdad no es garantizar iguales derechos para todos los individuos, sino contribuir a la
diferenciación funcional del sistema jurídico mediante la generalización atemporal de
sus decisiones normativas95. Ello explica que se haya hablado de la vacuidad material de
la norma constitucional de la igualdad, y de que la misma únicamente exige la
justificación, conforme a un esquema de razonabilidad objetiva, de las diferencias que
se quieran establecer para la generalización jurídica de expectativas sociales96.
Congruentemente con ello, es preciso reformular la igualdad que ha de estar presente en
la ciudadanía, desde una falsa igualdad sustancial hasta una igualdad jurídica formal97.
De este modo, en la medida en que el principio de igualdad sea visto como una norma
jurídica, y no como una exigencia ético-valorativa o una presunción apriorística que
recrea una irreal igualdad natural de los integrantes de un inexistente sujeto colectivo
prejurídico98, la ciudadanía social y democrática se alejará de esta exigencia de
homogénea identidad en derechos tanto de los miembros de cualquiera de los círculos
personales de ciudadanos como de todos los ciudadanos entre sí. Esa identidad
presupondría una homogeneidad social inexistente y sería contraria al proceso de
diferenciación funcional del sistema jurídico. Por ello, la ciudadanía gradual ha de
basarse en una igualdad formal que le permita adaptarse a una sociedad compleja, que
desarrolla expectativas generalizables en diversos grados y no es homogénea ni estática.

203
Y no puede apoyarse, como ha hecho hasta el momento, en una igualdad sustancial que
recrea unas iguales expectativas inexistentes en la sociedad en un determinado tiempo y
lugar, pues ello se revela disfuncional para la autorreferencialidad y la positividad del
sistema jurídico.
Como consecuencia de esta transformación de la igualdad sustancial en igualdad
formal, aunque las normas jurídicas tiendan a la generalidad, no han de abarcar bajo un
mismo supuesto de hecho y una misma consecuencia jurídica todas las expectativas
sociales que tratan de garantizar, sino que han de disponer diversas regulaciones para
diferentes situaciones sociales. No se espera, por ejemplo, la misma garantía
contrafáctica para la expectativa de la vida que para la de la propiedad, ni en todos los
lugares ni en todos los momentos, lo que explica que causar la muerte a un individuo de
manera premeditada y alevosa tenga una respuesta jurídico-penal diferente a sustraerle
parte de su patrimonio, incluso con violencia. Del mismo modo, no se espera tampoco
la misma acción protectora de los poderes respecto de quienes carecen de medios para
recibir una educación básica, que respecto de quienes carecen de medios para ir de
vacaciones, de ahí que una expectativa sea protegida a través de un derecho
fundamental de carácter social y la otra carezca incluso de protección legal. Si no todos
los individuos se ven igual de afectados por todas las decisiones normativas, y si la
democracia requiere la participación libre, plural e igual de los afectados por las
decisiones de poder en la toma de dichas decisiones, esta participación sólo habrá de ser
igual entre quienes se encuentren en iguales condiciones de afectación normativa. Eso
es lo que explica la posibilidad no sólo de atribuir distintos derechos legales a distintos
grupos de personas –no tiene derecho a una subvención por menor de veintiséis años
quien es mayor de esa edad, ni derecho a la tarjeta dorada quien no es pensionista o
menor de sesenta y cinco años-, sino sobre todo, de que existan diversos criterios de
atribución y ejercicio de los derechos que componen la ciudadanía, como la
nacionalidad o el ius domicilii, que se corresponden con diversos grados de ciudadanía,
sin que se produzca una quiebra del principio de igualdad. Así, la nacionalidad como
nota diferenciadora de un grado pleno de ciudadanía sólo estará constitucionalmente
justificada desde un punto de vista democrático, esto es, sólo será fundamento razonable
de la diferenciación99, cuando exprese un término de comparación democrático como la
más intensa sujeción al ordenamiento100. Lo mismo podemos decir del ius domicilii o
del principio de afectación para los supuestos de contacto territorial mínimo con falta de
residencia o de actividad extraterritorial de los poderes del Estado sobre quienes no se

204
relacionan personalmente con el ordenamiento (extranjeros), pues en todos los
supuestos el acceso a un grado u otro de ciudadanía viene condicionado por la mayor o
menor vinculación al ordenamiento jurídico en cuya comunidad política se pretende la
integración.

b) Desigualdad ciudadana e igual capacidad jurídica iusfundamental


Todos los ordenamientos constitucional-democráticos, y la Constitución
Española de 1978 no es una excepción, aún estableciendo un valor superior del
ordenamiento (art. 1.1 CE) y un derecho fundamental a la igualdad (art. 14 CE),
admiten diferencias en la titularidad de los derechos fundamentales que componen la
ciudadanía como consecuencia de la condición de nacional de sus beneficiarios (art. 13
CE conforme a la interpretación que le han dado la STC 107/1984, de 23 de noviembre
de 1984, F.J. 4º y la STC 115/1987, de 7 de julio de 1987, FF.JJ. 2º-4º)101, y en lo que
se refiere a su ejercicio, entre otros como consecuencia de la organización territorial del
Estado en CC.AA. Ninguna de estas diferenciaciones responde a la recreación de un
sujeto prejurídico étnico-culturalmente homogéneo, sea el pueblo español, el pueblo
vasco, catalán, etc…, sino a la construcción cohesionada e identitaria de un colectivo de
súbditos más estable y permanentemente sometido al ordenamiento por un vínculo
territorial o personal. No se quiebra, pues, la exigencia de que la igualdad sea un valor
superior de nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE), ya que la misma no excluye
diferenciaciones en la titularidad y ejercicio de los derechos, como las relacionadas con
la nacionalidad y el ius domicilii, siempre que las mismas estén democráticamente
justificadas. Buena prueba de ello, además, es que, conforme a la jurisprudencia de
nuestro Tribunal Constitucional (STC 107/1984, de 23 de noviembre de 1984, F. J. 3º),
aunque la igualdad, como derecho fundamental, sólo haya sido reconocida en el art.
14.1 CE a los españoles, la misma opera como principio también respecto de los
extranjeros, e incluso limita la capacidad de diferenciación por parte de los poderes
públicos en atención a la nacionalidad española por la vía del reconocimiento universal
de algunos derechos y libertades del Capítulo II, del Título I CE102.
En el otro lado de la balanza, los Estados social y democráticos de derecho,
como el nuestro, condicionan las posibilidades jurídicas de encasillamiento del
individuo en un ámbito material cerrado de la ciudadanía, en la medida en que
garantizan la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad como un
derecho o un valor fundamental. La titularidad de unos u otros derechos fundamentales

205
y, por tanto, la adquisición de uno u otro grado de ciudadanía, presuponen la capacidad
jurídica iusfundamental del individuo, que éste adquiere sólo con ser persona. Ésta ha
de ser entendida como su abstracta capacidad para ser sujeto de imputación de derechos
y deberes fundamentales, esto es, para moverse entre uno y otro círculo personal de
ciudadanos según su grado de vinculación con el ordenamiento103. Por ello, aunque el
ordenamiento haya querido dispensar un trato desigual a los individuos y no
convertirlos simultáneamente en titulares de todos los derechos, distinguiendo, por
ejemplo, entre nacionales y extranjeros, sí ha decidido conferirles a todos la misma
abstracta capacidad para alcanzar dicha titularidad desde el momento en que adquieren
personalidad104. Todas las personas que entren en contacto con nuestro ordenamiento
tienen idéntica capacidad jurídica iusfundamental, pues la dignidad y el libre desarrollo
de la personalidad, como plasmación del principio democrático, se predican en el art.
10.1 CE de forma abstracta de todas ellas. Esa capacidad jurídica iusfundamental, y no
el mero arbitrio interpretativo, explica que nuestro Tribunal Constitucional haya
considerado a los extranjeros en diversas ocasiones (por todas STC 107/1984, de 23 de
noviembre de 1984, F.J. 3º) titulares de los derechos constitucionales de configuración
legal -y no de meros derechos legales- que les vengan extendidos por Tratado o por Ley
conforme al art. 13 CE. Pero también explica que el legislador no sea totalmente libre a
la hora de determinar quién adquiere la nacionalidad española, pues, de serlo, podría
configurarla de tal modo que un tipo de personas quedase para siempre excluida, por su
mero status de extranjeras, de la posibilidad de convertirse en españoles y, con ello,
acceder al grado de ciudadanía política plena. Esta capacidad jurídica iusfundamental,
general de todos los súbditos, explica la disolución de los status del individuo, que ya
no puede ser encasillado ni personal ni territorialmente en posiciones absolutas a lo
largo de determinados períodos de su existencia. Muy al contrario, la dignidad común a
todas las personas hace que todas puedan transitar en distintos momentos de su vida por
varias posiciones jurídicas en función de su vinculación con el ordenamiento,
coadyuvando con su voluntad al cumplimiento de las condiciones establecidas para el
tránsito por cada uno de ellos. Y así, por ejemplo, entrar en el territorio nacional –lícita
o ilícitamente- o verse sometido extraterritorialmente al poder público español sirve
para adquirir buena parte de los derechos de ciudadanía previstos en la CE; cambiar de
lugar de residencia dentro del heterogéneo territorio nacional permite adquirir una u otra
ciudadanía autonómica o local; o en fin, adquirir la nacionalidad española bajo
condiciones democráticas o renunciar voluntariamente a ésta siempre que ello no sea

206
disfuncional para la eficacia del ordenamiento español, conduce a adquirir o perder la
plena ciudadanía nacional105.

1.3 Contenido iusfundamental de la ciudadanía y pluralidad de cauces de


ejercicio de la soberanía
a) El contenido instrumental de la ciudadanía: los derechos civiles y
sociales
Como se ha dicho, el contenido de la ciudadanía ha de ser desvinculado, por
tanto, de la pertenencia ontológica del individuo a dicha comunidad, ya se base esa
pertenencia en la nacionalidad o en la residencia legal en el territorio del Estado, pues
los modernos Estados constitucional-democráticos se ven obligados a integrar en
algunas esferas de comunicación social a los no nacionales, a los extranjeros presentes
en el territorio nacional no inmigrantes, e incluso a los que se encuentran ilegalmente en
el territorio del Estado, con el fin de mantener su nivel de diferenciación funcional. Ello
explica que el contenido de la ciudadanía no se componga sólo de derechos políticos,
sino también de todos aquellos otros derechos fundamentales, como los civiles o los
sociales, reconocidos de forma desigual por los ordenamientos tanto a quienes forman
parte de la Nación soberana, como a quienes se ven afectados territorial o
personalmente por el poder público. Dichos derechos son necesarios dentro del proceso
jurídico iusfundamental de la ciudadanía para pasar de una integración parcial a una
integración plena en una comunidad política de composición variable. A través de ellos
el ordenamiento constitucional trata, sin perder su grado de diferenciación, de adaptarse
a la complejidad social, de la que forman parte los flujos migratorios, por lo menos
mientras los Estados tengan fronteras porosas. Por ello, ante la encrucijada
interpretativa de concebir la ciudadanía en términos minimalistas o reforzar su
contenido con el máximo número de derechos civiles, sociales y políticos, el
mantenimiento de la diferenciación funcional de un Estado social y democrático de
derecho pasa por fortalecer ese contenido106.
Los derechos civiles y sociales dotan al individuo de los medios necesarios para
su participación en la esfera política, acorde con la intensidad de su sujeción al
ordenamiento, puesto que jurídicamente es la participación de algunos ciudadanos
(nacionales) en esta última, ejercitando el poder de reforma constitucional o el
legislativo de nacionalidad e inmigración, la que permite determinar la extensión
personal y material de las demás esferas de comunicación social, y por consiguiente del

207
resto del contenido de la ciudadanía. Así, los derechos civiles permiten al individuo
integrarse en ciertos ámbitos de la comunicación social (familiar, económica, cultural,
etc…), preservando protegidos frente a la acción del poder público (eficacia vertical) o
de los particulares (eficacia horizontal de los derechos) ciertos sectores de su esfera
vital, como la vida, la integridad física, la libertad personal, la libertad ideológica y de
conciencia, la intimidad, el honor, la propia imagen, la inviolabilidad del domicilio, el
secreto de las comunicaciones, los datos personales, la libertad de expresión, de reunión
y manifestación o de asociación, la tutela judicial efectiva, la libertad de empresa o el
derecho a contraer matrimonio, por poner algunos ejemplos. Por su parte, los derechos
sociales permiten al individuo mediante diversas técnicas normativas -que no siempre se
formalizan jurídicamente en derechos fundamentales- exigir del Estado la prestación de
aquellos medios materiales o normativos necesarios para poder interactuar
comunicativamente y ejercitar los derechos civiles y políticos de la ciudadanía (como la
asistencia sanitaria, la asistencia social en caso de necesidad, la educación, la vivienda,
prestaciones por desempleo, etc…). Sin la garantía de los derechos civiles y sociales
necesarios para permitir al individuo participar en las distintas esferas de comunicación
social, no resulta posible la adecuada garantía de su participación en la esfera política o
ésta resulta disfuncional para que el sistema político desempeñe su función de reducir la
complejidad social. En este sentido, se puede decir que los derechos civiles y sociales
constituyen un contenido instrumental de la ciudadanía, al servicio de la integración del
individuo en las esferas de participación política.
Esta instrumentalidad explica que la ciudadanía ya no exprese sólo la
participación política en el ejercicio de la soberanía y que, sin embargo, esa
participación en el ejercicio de la soberanía constituya el núcleo esencial identificativo
de la misma como proceso, esto es, vista dinámicamente. La ciudadanía se ha
emancipado sólo parcialmente de la soberanía, y por tanto de la participación política
que ésta conlleva, puesto que aquélla sólo puede desempeñar eficazmente su función de
diferenciación funcional del sistema jurídico en la media en que genere, junto con la
nacionalidad, una mínima cohesión social entre los sometidos al ordenamiento, y la
misma sólo se produce a través de la formación gradual y progresiva de este demos,
heterogéneo en su composición y facultades, pero abierto al ejercicio del poder político
durante el proceso de ciudadanía. El individuo se convierte en ciudadano, por tanto, en
la medida en que puede participar en las esferas de comunicación social mediante unos
derechos atribuidos por una comunidad política, cuyas decisiones se toman de forma

208
colectiva con la participación directa o indirecta en diversos grados de todos los
sometidos al ordenamiento. De ahí que sea ciudadano el nacional que ejerce el derecho
de sufragio en las elecciones al Parlamento nacional, pero también el nacional, residente
en el extranjero, al que por no estar inscrito en el censo de residentes-ausentes se le ha
privado del ejercicio del derecho de sufragio, o el extranjero residente en España que,
por su falta de sujeción personal, carece de ese derecho de sufragio. No sólo porque los
dos últimos puedan participar indirectamente mediante el ejercicio de muchos de
aquellos derechos civiles y sociales en la esfera política, sino sobre todo, porque el
sistema democrático les tiene que dejar abierta la posibilidad de transitar de un grado de
ciudadanía a otro y, con ello, poder ejercer aquella participación política de la que ahora
están privados. Al nacional residente en el extranjero debe permitírsele su vinculación
territorial mediante la inscripción en el censo de residentes-ausentes, y al extranjero
residente en España debe permitírsele acceder a la nacionalidad, siempre que ello no sea
distorsionador de la función jurídica de esta última.
La ciudadanía podrá reflejar su función de proceso jurídico orientado a generar
una praxis cívica únicamente si canaliza los diversos grados de participación del
individuo en las diversas esferas de comunicación social jurídicamente regladas con el
fin de conseguir su plena pertenencia a una comunidad107. Por ello, a pesar de la
vinculación entre ciudadanía y soberanía, tampoco el dogma de la soberanía colectiva
se plasma necesariamente en una única forma de participación, sino que refleja diversos
grados de participación del individuo y de los grupos en el ejercicio del poder. En otras
palabras, la concepción democrática de la ciudadanía halla su alter ego en la graduable
integración del individuo en la comunidad política108 y en el ejercicio del poder político
a través de los distintos derechos fundamentales que operan como “fragmentos de
soberanía”109. Así, aunque el individuo sólo accede a la plena ciudadanía política
cuando ha adquirido la nacionalidad, esto es, al integrarse en el sujeto colectivo
nacional soberano, lo que le habilita para ser titular de una serie de derechos de
participación política que son el núcleo esencial de la ciudadanía y a través de los cuales
se puede disponer de la soberanía en términos jurídico-positivos110, puede acceder a
parte de esa ciudadanía política, integrándose, por tanto, parcialmente en la comunidad,
sin ser nacional. Requisito para ello es que se vea democráticamente afectado por las
decisiones normativas en un grado suficiente y que el ordenamiento le haya extendido
ciertos derechos de participación política como el derecho de sufragio activo y pasivo
en las elecciones locales o supranacionales.

209
b) El contenido necesario de la ciudadanía: los derechos políticos
Aunque la soberanía no se ejerza hoy sólo mediante los derechos políticos
strictu sensu, sino también mediante otras formas de participación política, de las que
son beneficiarios españoles y extranjeros –sobre todo los residentes permanentes-111,
aquéllos derechos siguen representando el contenido nuclear necesario de la ciudadanía.
Los mismos hacen referencia en las modernas democracias representativas a los
derechos de participación en los asuntos públicos directamente (referéndum/plebiscito)
o a través de representantes (elecciones políticas)112, que recoge nuestro art. 23.1 CE,
pero también en el derecho a acceder a cargos (cargos públicos representativos producto
de una elección de carácter político)113 y funciones públicas (funciones administrativas
de carácter no representativo) en condiciones de igualdad que recoge el art. 23.2 CE, o
el derecho de petición del art. 29 CE. Los criterios de su delimitación material no se
encuentran en la tradicional conexión filosófico-política entre un sujeto colectivo de la
soberanía y los derechos que han de corresponderle a algunos de sus miembros para
expresar su voluntad, presente, por ejemplo, en la Declaración francesa de Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789, puesto que hay ordenamientos que no los
circunscriben en esos términos y otros que, además, circunscriben otros derechos que no
se suelen calificar como políticos. Tampoco se encuentra en una definición apriorística
de aquello que debe ser considerado político y de qué órganos se ocupan de ello, sino
que hace referencia a aquellos mecanismos expresamente previstos por el ordenamiento
para canalizar la participación del individuo en la toma de decisiones de poder público,
que es en último extremo el medio en torno al cual gira el código binario del sistema
político114. Ciertamente existen muchas formas de participación política y un
ordenamiento abierto, cuyos valores superiores son la libertad, la igualdad, la justicia y
el pluralismo político (art. 1 CE), debe aceptar que sus súbditos interaccionen
políticamente por más vías que las estandarizadas socialmente. Y en la medida en que el
sistema político se relacione con su medio, los derechos fundamentales, en tanto cauces
jurídicos que canalizan esa interacción, permiten influir sin duda en las decisiones de
poder. Sin embargo, el ordenamiento democrático necesita positivizar específicos
derechos políticos que canalicen expresamente la comunicación entorno al sistema
político y sirvan como mecanismo de legitimación del sistema.
Por lo que se refiere a su titularidad, la presencia de fórmulas de atribución de la
soberanía a un sujeto colectivo nacional no implica que todos los derechos políticos

210
strictu sensu que componen la ciudadanía estén atribuidos únicamente a los miembros
de una colectividad definida por la nacionalidad. Nueva Zelanda (arts. 60 y 74 a) Ley
electoral neozelandesa de 1993), Chile (art. 14 Const. Chile), o el Cantón suizo de
Neuchatel (art. 37.1.c) Const. del Cantón suizo de Neuchatel de 2000) atribuyen a los
extranjeros residentes el derecho de sufragio activo en las elecciones al Parlamento
nacional o cantonal115, mientras que el Reino Unido se lo reconoce también a los
ciudadanos de la Commonwealth o de la República de Irlanda (art. 1.1.1. Sec.1ª
Representation of the People Act 2000), por poner algunos ejemplos. En este mismo
sentido, la jurisprudencia constitucional italiana se ha abstenido de declarar
inconstitucionales preceptos como el art. 3.6 Estatuto de autonomía de la Región de
Toscana (Sentencia de la Corte Costituzionale 372/2004, de 2 de diciembre, F.J. 2º) y el
art. 2.1 f) del Estatuto de autonomía de la Región de Emilia-Romagna (Sentencia de la
Corte Costituzionale 379/2004, de 29 de noviembre, F.J.2º) que preveían la extensión
del derecho de sufragio a los inmigrantes como un objetivo de los poderes públicos
regionales, al considerar dichas disposiciones como declaraciones legales con valor
meramente político y sin obligatoriedad jurídica. Esto, unido a la expresa posibilidad de
que los deberes ciudadanos –como el del servicio militar- pudieran extenderse a los
extranjeros apátridas (Sentenza de la Corte Costituzionale 172/1999, de 10-18 de mayo,
F. J. 2.1º), parece abrir también en el país trasalpino la puerta al reconocimiento
legislativo del derecho de sufragio a ciertos extranjeros que forman parte de una
comunidad política más amplia, sin que por ello se atente contra el dogma de la
soberanía popular116.
Siguen existiendo, ciertamente, ordenamientos que circunscriben todo el
ejercicio de la soberanía y, por tanto, el disfrute de todos los derechos de ciudadanía
política a los integrantes del sujeto colectivo nacional al que se imputa aquélla (art. 34 y
ss. Const. México), y excluyen a los extranjeros de toda ciudadanía política,
prohibiéndoles expresamente inmiscuirse en los asuntos políticos del país o ejercer
libertades civiles con finalidad de participar en ellos (art. 33 Const. de México). Pero la
mayoría de los ordenamientos liberal-democráticos, entre ellos el nuestro, tienden a
optar por un sistema mixto. Conforme a este último, se parte de la necesaria atribución
de ciertos derechos de participación política (fundamentalmente el derecho de sufragio
en las elecciones al Parlamento nacional o a los Parlamentos regionales) o ciertos
derechos de acceso a los cargos y funciones públicas únicamente a los nacionales (art.
13.2 y 23 CE, art. 20.2, 33 y 38 GG alemana, art. 48 y 51 Constitución italiana, art. 3

211
Constitución francesa). Y, al mismo tiempo, se permite (art. 13.1 y 2 y art. 23 CE, art.
23 GG alemana, art. 51 Constitución italiana, art. 88.3 Constitución francesa, art. I-4.1 y
III-133 CEu) la participación de algunos extranjeros residentes (comunitarios en todos
los casos y también no comunitarios en algunos de ellos) en las elecciones en las que la
cualidad y la cantidad de la decisión política son más reducidas (elecciones
municipales)117, o en las que tienen un ámbito territorial supranacional (elecciones al
Parlamento Europeo), así como se permite su acceso a cargos o funciones públicas que
no conlleven el ejercicio de autoridad o jurisdicción tal y como ha interpretado este
concepto la jurisprudencia comunitaria (Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea de 30 de septiembre de 2001, C405/01 -Caso Colegio de oficiales de la marina
mercante española-). Semejante apertura de los procesos de participación política local
o europea a los nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea ha contribuido
a avanzar hacia una ciudadanía europea que, en la medida en que el ordenamiento
comunitario se considere supremo, podría servir para configurar una forma de
nacionalidad de corte federal. Hasta entonces sirve para fundamentar la existencia de
nuevas esferas de ciudadanía, esto es, nuevos ámbitos de participación que permiten
ejercer la soberanía a los integrantes del sujeto colectivo nacional de cada Estado y a los
nacionales los demás Estados miembros de la Unión u otros extranjeros.
El carácter nacional del sujeto al que se atribuye la soberanía ha sido utilizado en
las conocidas decisiones de diversos Tribunales Constitucionales sobre el Tratado de
Maastricht (BVerfGE 83, 37 ss.; BVerfGE 83, 60 ss.; BVerfGE 89, 155 ss.; Decisiones
92-308 de 9.04.1992; 92-312 de 02.09.1992; y 92-313 de 23.09.1992 del Conseil
Constitutionnel francés; y DTC 1/1992, de 1 de julio) para excluir la atribución legal de
derechos de ciudadanía a individuos que no formaban parte del colectivo nacional sobre
la base de una posible vulneración del dogma de la soberanía popular. Del mismo
modo, esta vinculación entre ciudadanía y democracia debe servir para definir las
exigencias que esta última impone en la construcción de la primera, y que se trasladan al
colectivo nacional al que se atribuye. Desde este punto de vista, se acepta como
compatible con el dogma de la soberanía popular/nacional la atribución del sufragio
activo y pasivo en elecciones locales o supranacionales a quienes no pertenecen –ni se
puede pretender que pertenezcan a esos solos efectos (DTC 1/1992, de 1 de julio, FF.
JJ. 3º y 5º.)- al Pueblo del Estado, porque el mismo no afecta al núcleo de la
soberanía118, esto es, al derecho de sufragio en las elecciones nacionales o estatales
(autonómicas) a través de las cuales se elige a los órganos dotados de la Kompetenz-

212
Kompetenz (BVerfGE 89, 155, 169-172)119. Lo que es lo mismo, el grado de decisión
política que se ejerce en las elecciones locales o supranacionales –siempre que se acepte
la supremacía de las Constituciones de los Estados miembros sobre el derecho de la
Unión- es correlativo a la menor sujeción cualitativa y cuantitativa de los extranjeros o
comunitarios residentes y por eso lo pueden ejercer, sin con ello disponer de la
Constitución que encarna la soberanía popular/nacional.
De ello cabe concluir que el sujeto colectivo nacional tiene encomendado el
ejercicio de la soberanía con carácter principal, pero no exclusivo, y que ésta no se
agota en el ejercicio del derecho de sufragio, aunque éste sea la más prístina expresión
de los derechos de ciudadanía. También se extiende a los diversos derechos de
participación política en sentido extenso del término, como la libertad de expresión e
información o la libertad de reunión y asociación que algunos ordenamientos (arts. 20,
21 y 22 CE) atribuyen a los extranjeros ex constitutione (STC 115/1987, FF.JJ. 2º y
3º)120. E incluso dentro de los derechos políticos strictu sensu, la diferente intensidad en
la sujeción, según de qué decisiones normativas se trate, permite justificar
democráticamente121 que se extienda a los extranjeros residentes el derecho de sufragio
activo y pasivo en las elecciones locales122, esto es, que se aumente en ese ámbito su
grado de ciudadanía política, tal y como prevé a nivel europeo el art. 5 del Convenio
europeo sobre la participación de los extranjeros en la vida pública a nivel local, de 5 de
febrero de 1992 y aún no ratificado por España123. No sólo ejercen, pues, la soberanía
los miembros del colectivo al que se imputa ésta constitucionalmente, sino también
otros individuos sujetos al ordenamiento, como los extranjeros124 o los menores e
incapaces, a los que éste ha otorgado facultades más o menos directas de participación
en los asuntos, económicos, culturales, sociales y también políticos, no necesariamente
específicos para la representación de sus intereses –como los Consejos para la
inmigración existentes en Francia, Holanda o Italia-125. La soberanía popular se ejerce,
pues, por la población residente o sometida al ordenamiento estatal, y no sólo por los
integrantes del sujeto colectivo nacional, que ha de ejercer en exclusiva sólo la parte de
la soberanía que dispone de la competencia sobre las competencias126. En este sentido,
la soberanía participaría de la misma gradualidad que refleja la ciudadanía, esto es, con
niveles más o menos intensos de ejercicio de la misma a los que son llamados diversos
sujetos definidos conforme a múltiples criterios. Por eso, en contra de lo expuesto por
nuestro Tribunal Constitucional en su DTC 1/1992, de 1 de julio, FF.JJ. 2º-5º -y el
Conseil Constitutionnel francés en su DC 92-38, de 9 de abril de 1992 y DC 92-312, de

213
2 de septiembre de 1992-, y mucho más es consonancia con el razonamiento del
Tribunal Constitucional federal alemán (BVerfGE 83, 37 ss. y BVerfGE 83, 60 ss.), las
elecciones municipales son tan plasmación del ejercicio de la soberanía como las
autonómicas o las nacionales, siendo insuficiente la contraposición entre elecciones de
naturaleza administrativa y elecciones de naturaleza política para excluir a las primeras
del ejercicio de aquélla.
A este marco cabe objetar, sin embargo, que dicha extensión se haya sometido a
la condición de reciprocidad (art. 13.2 CE y arts. 176 y 177 Ley Orgánica 5/1985, de 19
de junio, de régimen electoral general (LOREG)). Se trata de una condición orientada a
beneficiar a los ciudadanos nacionales residentes en el extranjero y no a los extranjeros
residentes en España, que resulta limitativa de la función democrática de la ciudadanía y
parece más propia de la identidad parcial con la nacionalidad que aquélla tuvo durante
el siglo XIX127. Más allá de la reciprocidad consagrada por el Tratado de la Unión
Europea, de 7 de febrero de 1992 –ahora ya en el art. I-10.2.b) CEu- y por la Directiva
94/80 CE, de 19 de diciembre de 1994, respecto del derecho de sufragio en las
elecciones municipales de los ciudadanos de la Unión Europea residentes en otro Estado
miembro, poseen el derecho de sufragio local en virtud de dicha reciprocidad los
ciudadanos noruegos (Canje de Cartas entre España y Noruega de 1990) y los chilenos
(Tratado de cooperación y amistad entre España y Chile de 1990). Es dudoso que lo
puedan ejercer los ciudadanos argentinos (Tratado general de cooperación y amistad
entre España y Argentina de 1988), los uruguayos (Tratado de cooperación y amistad
entre España y Uruguay de 1992) o los colombianos (Tratado de cooperación y amistad
entre España y Colombia de 1998), pues dichos Tratados requieren, para la efectividad
de la reciprocidad que proclaman, un acuerdo internacional complementario que aún no
se ha realizado128. La ratificación por España del Convenio Europeo sobre participación
de los extranjeros en la vida pública a nivel local, no solucionaría el problema, pues
obliga a los Estados miembros respecto de extranjeros residentes de terceros países que
no son parte en el Convenio y, por tanto, no implanta la reciprocidad con aquéllos, por
lo que la solución pasa más bien por la celebración masiva de tratados bilaterales o por
la supresión de este requisito mediante una reforma constitucional.

En consonancia con esa gradualidad en el ejercicio de la soberanía, las funciones


normativas que expresan de un modo más nítido la autorreferencialidad y la positividad
del ordenamiento jurídico, en especial la función legislativa definitoria de quienes son

214
nacionales y de las condiciones de disfrute de los derechos fundamentales de ciudadanía
–acceso al territorio y extranjería en general- (art. 81 y 149.1.1ª y 2ª CE) y la función de
reforma constitucional129, están abiertas a la participación directa o indirecta de quienes
poseen una más intensa vinculación temporal, territorial y personal con el ordenamiento
jurídico130. Esta, y no otra, es la razón de que buena parte de los textos constitucionales
democráticos occidentales limiten el derecho de sufragio en las elecciones de los
órganos capacitados para participar en la función legislativa y, sobre todo, en la función
de reforma constitucional, así como en los cargos que llevan aneja autoridad o
jurisdicción, únicamente a los ciudadanos nacionales. No estaría justificado desde el
punto de vista de la funcionalidad democrática de la ciudadanía que se atribuyesen
iguales derechos de participación, esto es, en las mismas esferas de ejercicio de la
soberanía, a quienes están sometidos con diferente intensidad al poder público del
Estado: territorialmente los extranjeros, y territorial y personalmente los nacionales131.
En este sentido, cabría invocar en favor de la constitucionalidad de una futura extensión
del derecho de sufragio autonómico a los extranjeros –comunitarios o
extracomunitarios-, la limitada influencia de las CCAA en las funciones legislativa de
nacionalidad y extranjería, y de reforma constitucional, dado que, por el momento, su
competencia en el procedimiento se reduce a la iniciativa, y la escasa proporción de
Senadores autonómicos impide cumplir el mandato constitucional de que el Senado sea
un órgano de representación territorial de sus intereses.
En resumen, diversos tipos de ciudadanos –nacionales/extranjeros,
mayores/menores, residentes/meros afectados- ejercen la soberanía también de
múltiples formas y por múltiples cauces –directos/indirectos,
constituyentes/constituidos, políticos/administrativos- por lo que no se puede decir que
la Constitución pertenezca exclusivamente a los que pueden ejercer los derechos de
ciudadanía política plena, sino que la Constitución democrática, en tanto marco abierto
de posibilidades, que garantiza una ciudadanía plural, gradual y abierta, pertenece a
todos los destinatarios de los derechos que componen esa ciudadanía, en el grado que la
misma les haya garantizado.

215
1.4 Los deberes de ciudadanía
a) Fundamento de los deberes de ciudadanía y heterogeneidad de sus
titulares
También existen deberes de ciudadanía, aunque habitualmente se haga menor
alusión a los mismos e incluso se les haya querido desvincular de ella132. Por tales
hemos de entender los deberes fundamentales, constitucionalmente impuestos sobre el
ciudadano, que son necesarios funcionalmente para que el Estado articule su integración
en las esferas de comunicación social, esto es, para que articulen los diversos grados de
ciudadanía. Estos deberes se hallan caracterizados por las mismas notas que estaban
presentes en los derechos integrantes del contenido de la ciudadanía: formalmente, su
positivización en la Constitución, aunque sea en una norma de principio desarrollada o
concretada por normas de rango legal; y materialmente, su funcionalidad al servicio de
la integración del individuo en las diferentes esferas de comunicación social
jurídicamente regladas. Por tanto, ni todos los deberes son constitucionales, si no
encuentran un anclaje expreso en el texto constitucional, ni todos los deberes
constitucionales son deberes fundamentales o de ciudadanía si no responden al interés
general del Estado de articular la integración social del individuo133. Del mismo modo,
su titularidad es también tan heterogénea como la de los derechos de ciudadanía, con lo
que algunos de ellos abarcan únicamente a los ciudadanos nacionales –como, por
ejemplo, el deber de conocimiento del idioma, de cumplimiento del servicio militar o de
trabajar-, aunque son extensibles por ley a los ciudadanos extranjeros siempre que dicha
extensión sea funcionalmente razonable, mientras que otros han sido impuestos
directamente por el texto constitucional a todos los ciudadanos con independencia de su
nacionalidad –como, por ejemplo, los deberes tributarios, los paterno-filiales o el de
conservación del medio ambiente, así como el deber de lealtad constitucional-134. Una
diferencia emerge, sin embargo, con respecto a las características de los derechos de
ciudadanía. Los deberes fundamentales no son directamente exigibles a los ciudadanos
sin la intermediación del legislador135 –como sí lo eran la mayoría de los derechos de
ciudadanía, garantizados por normas de derechos fundamentales-, aunque sí le obligan
indirectamente, en la medida en que, al igual que el resto de las normas
constitucionales, obligan a los poderes públicos y constituyen el primer criterio
interpretativo del resto del ordenamiento jurídico.
El fundamento de la existencia de los deberes de ciudadanía no se halla, pues, en
de una fidelidad a los intereses de un ente colectivo nacional prejurídico, ni tampoco a

216
los intereses recíprocos de los miembros de un presunto pacto social. Tampoco se puede
decir que sean correlativos a la posesión de unos concretos derechos de ciudadanía por
parte de sus destinatarios, como inversamente sí sucede con dichos derechos que
responden al grado de sujeción del individuo. Su fundamento hay que verlo en su
función de coadyuvar a la integración de los ciudadanos –nacionales o extranjeros- en
los procesos comunicativos jurídicamente reglados mediante obligaciones que permiten
obtener los medios materiales o normativos necesarios para la garantía y protección de
los derechos de ciudadanía136. Los deberes de ciudadanía atienden, pues, al interés
general del Estado de proteger su aparato institucional, de mantener la cohesión de la
nación o de conservar los presupuestos materiales o normativos necesarios para alcanzar
los fines del ordenamiento jurídico137. Su importancia funcional explica, pues, que estas
expectativas se normativicen en el texto constitucional y se concreten en normas legales
a partir de lo dispuesto por aquél. Por eso, constituye una de las debilidades del proceso
de construcción de una ciudadanía europea que ni los actuales Tratados constitutivos, ni
la recientemente aprobada Constitución europea, contengan deberes de ciudadanía –
especialmente tributarios-, pues ello deja en cierta debilidad material el desarrollo
ulterior de los derechos de aquella ciudadanía –sobre todo los sociales- y su conversión
en una ciudadanía federal. Su importancia funcional también explica la heterogeneidad
de los destinatarios de dichos deberes y la diversa intensidad de su cumplimiento, lo que
depende en último extremo de la valoración que realice el ordenamiento jurídico de los
medios necesarios (disponibilidad personal, prestaciones económicas, participación
política, actitud de respeto a la eficacia del ordenamiento, etc…) para la garantía y
mantenimiento de los derechos de ciudadanía. Así, por ejemplo, el ordenamiento puede
considerar –discutiblemente- que sólo los varones nacionales deben estar sometidos a
las obligaciones militares (art. 30.2 CE), y, sin embargo, que todos los ciudadanos –
nacionales y extranjeros- deben contribuir de acuerdo con su capacidad económica al
sostenimiento de las cargas públicas mediante el pago de tributos (art. 31 CE), o que los
progenitores, con independencia de que sean adoptivos o biológicos –sin incluir a los
donantes de gametos-, deben procurar cuidado de todo orden a sus hijos (art. 39.2 CE y
arts. 7 y 8 de la Ley 35/1988, de 22 de noviembre, sobre técnicas de reproducción
asistida).
Tradicionalmente se han considerado como principales deberes ciudadanos los
tributarios y los militares, así como la obligación general de respeto al ordenamiento138,
aunque esta última sólo cobra realmente sentido, para no confundirse con las singulares

217
obligaciones de respeto de las normas jurídicas, como una específica obligación de
lealtad, cualificada por su objeto –la garantía de la eficacia de los principios
estructurales del ordenamiento-139, que puede obligar no sólo a los ciudadanos
extranjeros que quieren naturalizarse o permanecer en el territorio del Estado (§85.1.1º
Ley alemana de extranjería, Artikel 1, §54.5a Ley alemana de inmigración, Sec. 313,
Sec. 316, y Sec. 212.3.d) Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.), sino
también a los ciudadanos nacionales en general (art. 54.1 Constitución italiana) o
respecto del ejercicio de algunos derechos fundamentales (arts. 18 y 21.2 GG alemana).
En efecto, la contribución de los súbditos –nacionales y extranjeros- al
sostenimiento de los gastos públicos y de la defensa nacional con los medios materiales
(económicos y militares fundamentalmente) es tan necesaria para el mantenimiento del
aparato del Estado como que los mismos no traten de socavar con su comportamiento
cuantitativa o cualitativamente infractor de las normas jurídicas la eficacia del
ordenamiento. Con todo, como se verá, seguidamente, la caracterización de estos
deberes de ciudadanía ha variado con el tiempo y, además, en algunos ordenamientos
constitucional-democráticos, como el nuestro, se añaden a los anteriores otros deberes
de ciudadanía como el de escolarización (art. 27.4 CE), el de prestar servicios civiles de
interés general o en supuestos de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública (art. 30.3
y 4 CE, no desarrollado aún legalmente), el de trabajar (art. 35.1 CE), el de proteger a
los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio (art. 39.2 CE)140 o el de conservar el
medio ambiente (art. 45 CE). Otros ordenamientos, como Australia, Bélgica, Grecia,
Italia, Brasil, México, Argentina, etc…, añaden incluso el deber cívico de sufragio,
aunque algunos (Italia) hayan dejado de exigirlo efectivamente. Por último también
aparece el deber fundamental de conocer el castellano (STC 82/1986, de 26 de junio,
F.J. 3º) y, en el ámbito educativo, las demás lenguas cooficiales en el territorio de cada
Comunidad Autónoma (art. 3.1 y 2 CE y arts. 13, 14, 19 y 20 LODE), tal y como lo ha
interpretado nuestro Tribunal Constitucional (STC 84/1986, de 26 de junio, F.J. 2º y
STC 337/1994, de 23 de diciembre, FF.JJ. 7º y 14º. Con todo, este último, si bien se
puede calificar como deber de ciudadanía, constituye más, como ya se vio en el capítulo
anterior, un deber vinculado a la nacionalidad y a la transmisión del ethnos
constitucional. En algunos ordenamientos (Artikel 1, §44a Ley alemana de inmigración)
se configura como una obligación de impregnación con el ethnos y el demos
constitucional de los extranjeros residentes que aún no se han imbuido de ellos como
consecuencia de su asistencia a centros de enseñanza básica o secundaria y que no

218
demuestran un conocimiento básico de la lengua, imprescindible para la comunicación.
En cualquier caso, parece más razonable considerar que la integración socio-cultural del
extranjero, a que está orientada el deber de conocer la lengua, es un problema bilateral
que no incumbe sólo al inmigrante, sino también a la sociedad de acogida, por lo que
requiere medidas sociales de integración recíproca que afecten al extranjero y a los
poderes públicos estatales, enriqueciendo con ello un ethnos constitucionalmente
abierto (arts. 67-71 LODLE y más adecuadamente el art. 42 Decreto Legislativo italiano
286/1998).

b) Algunos deberes de ciudadanía: tributarios, militares, de escolarización y


de lealtad constitucional
No es posible abordar aquí ni todos los deberes de ciudadanía, ni siquiera
algunos de ellos de forma pormenorizada, pues ello requeriría en sí un estudio
monográfico específico. Se hará referencia sólo a la concreción normativa de los que
cuantitativa o cualitativamente desempeñan un papel más importante en el
mantenimiento de las condiciones necesarias para el desempeño de la función
incluyente de la ciudadanía, esto es, de los que más inciden en el demos constitucional.
Los mismos actúan básicamente en el ámbito de los medios económicos y personales
necesarios para sustentar el monopolio regulador del uso de la fuerza por parte del
Estado (deberes tributarios y militares), en el ámbito de la disponibilidad personal de
respeto de los principios estructurales esenciales para articular el marco de la ciudadanía
(deber de lealtad), y en el ámbito de la impregnación de los súbditos por el ethnos y el
demos constitucional para lograr la mínima cohesión social necesaria (deber de
escolarización)141. Ciertamente, en la determinación de esa importancia desempeña un
papel relevante el modo en que el texto constitucional los ha positivizado y el legislador
los ha concretado y desarrollado más o menos dentro de un marco abierto de opciones
políticas diversas, pero su análisis histórico-funcional en el Estado social y democrático
de derecho pone de relieve la tendencial importancia de estos deberes con preferencia
sobre otros.

Los deberes tributarios (art. 31 CE) son desarrollados por el legislador con
mayor concreción y exigencia de su cumplimiento que otros deberes fundamentales
como, por ejemplo, el de conservar el medioambiente (art. 45 CE). Ello se debe a que el
crecimiento del aparato de un Estado social y democrático de derecho hace más

219
necesaria la existencia de recursos económicos con los que atender a las cada vez más
numerosas funciones desempeñadas por los poderes públicos o bajo su supervisión. En
efecto, el sistema tributario se ha universalizado la búsqueda de aquéllos recursos
económicos hasta el punto de obligar a los ciudadanos con independencia de la
nacionalidad y la residencia (art. 11 Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General
Tributaria (LGT)), gravando no sólo a nacionales y los extranjeros residentes mediante
la tributación directa (IRPF, Sociedades, Patrimonio, etc…), sino también, con ciertos
límites, a quienes se ven afectados –aunque sea esporádicamente- por el ordenamiento
español en la esfera económica mediante la tributación indirecta sobre el consumo
(IVA, Labores del Tabaco, Bebidas alcohólicas, etc…). Frente a ello, sólo muy
recientemente han cobrado importancia otros deberes ciudadanos como el de protección
del medio ambiente –sobre todo den el ámbito penal (arts. 325 ss. Código Penal (CP)),
administrativo-sancionador (por ejemplo, el art. 12 de la Ley 38/1972, de 22 de
diciembre, de protección del ambiente atmosférico) o incluso tributario (Ley 12/1995
del Parlamento de Galicia, de 29 de diciembre, del impuesto sobre la contaminación
atmosférica)-, en la medida en que se ha sido consciente de que el sustrato territorial del
ordenamiento estatal puede estar en peligro por la degradación medioambiental y ello es
tanto o más importante que la falta de recursos económicos o un uso ilícito de la fuerza
física. Se hace necesario, pues, establecer específicas obligaciones de protección del
medio ambiente a nivel nacional o preferiblemente a nivel supranacional, dado que la
contaminación es un problema que afecta al sistema geofísico de la tierra como sistema
global y no susceptible de segmentación.
De igual manera, el deber de cumplimiento del servicio militar o la prestación
social sustitutoria para los objetores de conciencia (art. 30.1 y 2 CE, Ley 13/1991, de 20
de diciembre, del servicio militar y Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la objeción
de conciencia y la prestación social sustitutoria), cuya infracción otrora fue castigada
con la privación de libertad, ha pasado de ser muy importante para la pervivencia
institucional del aparato del Estado frente a amenazas militares exteriores o interiores a,
sin llegar a desaparecer de los textos constitucionales, perder hoy en día buena parte de
su importancia como consecuencia de las nuevas coordenadas geopolíticas existentes.
Incluso en algunos Estados, como el nuestro, ha dejado de ser exigido legalmente desde
el 31 de diciembre de 2002 (Disposición adicional decimotercera de la Ley 17/1999, de
18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas, y el Real Decreto
247/2001, de 9 de marzo), y ha visto quebrada su tradicional circunscripción a los

220
ciudadanos nacionales, admitiendo la incorporación voluntaria a las Fuerzas Armadas
de extranjeros de países determinados reglamentariamente (países de la Comunidad
Hispánica de Naciones que mantienen con España especiales y tradicionales vínculos
históricos, culturales y lingüísticos conforme al Real Decreto 1244/2002, de 29 de
noviembre, por el que se aprueba el Reglamento de acceso de extranjeros a la condición
de militar profesional de tropa y marinería). Éstos se pueden incorporar a algunos
puestos no funcionariales de las Fuerzas Armadas (art. 68 bis Ley 17/1999, de 18 de
mayo, de régimen del personal de las Fuerzas Armadas), lo que es difícilmente
congruente con la reserva constitucional a los ciudadanos españoles del acceso a
funciones públicas que no impliquen ejercicio de jurisdicción o autoridad (art. 23.2 CE),
tal y como ha sido interpretado por la jurisprudencia comunitaria y por el legislador
nacional. En otros países, como Italia, por el contrario, se ha ido en dirección opuesta y
se ha llegado a justificar la extensión de la obligación de cumplimiento del servicio
militar a los ciudadanos extranjeros apátridas (Sentenza de la Corte Costituzionale
172/1999, de 10-18 de mayo, F. J. 2.1º).

Ya se ha mencionado tangencialmente el deber de escolarización durante la


enseñanza básica (art. 27.4 CE) como mecanismo de transmisión del ethnos y del demos
constitucional (art. 27.2 CE) que justificaba la no exigencia de requisitos para la
atribución por nacimiento de la nacionalidad española o la reducción de los plazos de
residencia para la asimilación de ese ethnos y ese demos por parte de los extranjeros
residentes menores de edad sometidos a dicha escolarización (arts.17 ss CC). Baste
añadir ahora que dicho deber de escolarización, desarrollado legalmente (art. 1 LODE y
art. 9 Ley orgánica 10/2002, de 23 de diciembre, de calidad de la educación (LOCE)),
contribuye, dada la vinculación de los contenidos educativos con la transmisión del
demos constitucional (art. 2.a), b) y f) LODE), no sólo a la cohesión necesaria para la
eficaz integración del ciudadano en las distintas esferas de participación social (art. 1 a)
y c) LOCE), sino también a la eficacia del ordenamiento jurídico, restándole
importancia funcional al deber de lealtad. Dicho con otras palabras, cuanto más eficaz
sea el cumplimiento del deber de escolarización y más vinculado se encuentra esté a una
educación en valores democráticos, tanto menos necesario será el deber de lealtad
constitucional, que irá quedando relegado a ser un mero deber moral. Ello explica que
se trate de un deber constitucional que abarca tanto a ciudadanos españoles como

221
extranjeros (art. 1.1 y 3 LODE y art. 9.1 y 3 LODLE), pues es correlativo del derecho a
la educación, de titularidad universal (art. 27.1 CE).

Por lo que se refiere, finalmente, al deber de lealtad constitucional en un Estado


democrático y pluralista como el nuestro, cuyo modelo de democracia es procedimental
y no militante (STC 48/2003, de 12 de marzo de 2003, F. J. 7º), éste, además de no
haber sido expresamente establecido por el texto constitucional, se ha vaciado de
contenido material e ideológico, lo que explica que puedan verse sometidos a él tanto
ciudadanos nacionales como extranjeros142. Su concreción legal no se puede ver, por
tanto, en el juramento de lealtad exigido, por ejemplo, para el acceso a la ciudadanía
plena de los extranjeros inmersos en un proceso de naturalización (art. 23 a) CC) o para
el acceso a la condición plena de Diputado o Senador (art. 20.1.3º Reglamento del
Congreso y art. 12.1 a) Reglamento del Senado) de los ciudadanos españoles (STC
122/1983, de 23 de diciembre, F.J. 5º; la STC 119/1990, de 21 de junio, FF.JJ. 4º ss.;
STC 74/1991, de 8 de abril, FF.JJ. 4º y 5º). Como ya se dijo, los mismos poseen un
mero carácter formal y ritual y están desposeídos de efectiva vinculación, más allá del
deber general de obediencia del ordenamiento. No incluye tampoco, como suceden en
Francia (art. L-314.2 Código de entrada y estancia de los extranjeros) o Alemania
(Artikel 1, §9.2. 7º y 8º Ley alemana de inmigración), una obligación de integración
cultural o de adscripción ideológica para obtener el permiso de residencia y a su través
disfrutar de los derechos de ciudadanía que otorga el ius domicilii.
Sí hay que ver esa concreción legal, por el contrario, entre otras, en la exigencia
de buena conducta cívica presente expresa o tácitamente en diversas normas de nuestro
ordenamiento jurídico, que el art. 1 de la Ley 68/1980, de 1 de diciembre, sobre
expedición de certificaciones e informes sobre conducta ciudadana, ha reconducido a la
certificación de antecedentes penales, expedida por el Registro Central de Penados y
Rebeldes, complementada con la declaración de si se encuentra inculpado o procesado,
si se le han aplicado medidas de seguridad, si ha sido condenado en los tres últimos
años por faltas, o si ha sido sancionado administrativamente en los últimos tres años por
hechos que guarden relación con el expediente en el que se requiere el certificado de
buena conducta cívica, salvo prescripción en contrario, contenida en norma con rango
de Ley. Sin embargo, el término parece abarcar un conjunto de conductas prohibidas
más amplio que las que se desprenden del deber de lealtad ciudadana. En efecto, el
deber de lealtad ha revelar no sólo una infracción de singulares normas jurídicas

222
(penales o administrativas), sino el atentado cuantitativa o cualitativamente grave contra
los principios estructurales de Estado democrático y social de derecho, presupuestos
normativos necesarios para la existencia del Estado y, por tanto, para la garantía de los
derechos de ciudadanía143. Ello se pone de relieve, por ejemplo, la exigencia adicional
del art. 21.2 CC, de que la naturalización de un ciudadano extranjero no ponga en
peligro el orden público o el interés nacional. El resto de las prohibiciones que engloba
la exigencia de buena conducta cívica debe ser enjuiciado conforme a otros parámetros,
como la mayor o menor discrecionalidad política del legislador respecto a los flujos de
entrada en el territorio nacional, la posible disfuncionalidad respecto de la nacionalidad
del candidato infractor, etc…
La buena conducta cívica se requiere, como ya se ha visto, para el acceso a la
ciudadanía plena mediante la adquisición derivativa de la nacionalidad (art. 22.4 CC,
Sec. 316 de la Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU o §86.2 Ley alemana de
extranjería), y su constitucionalidad estaba subordinada en el caso de nuestro
ordenamiento a una interpretación de la misma que no conculcase el carácter
procedimental y no militante de nuestra democracia y, por tanto, el disfrute por parte de
los extranjeros residentes de los derechos fundamentales de ciudadanía que los integran
en los procesos comunicativos políticos (libertad de expresión, libertad de asociación,
libertad de reunión, etc…), religiosos (libertad religiosa), judiciales (presunción de
inocencia, ne bis in idem, legalidad sancionadora), etc… Aunque la misma no se exige
para el ejercicio de los derechos fundamentales de ciudadanía, atribuidos en virtud del
principio de la afectación por un poder público español, sí se requiere, con las mismas
limitaciones constitucionales antes mencionadas, para el disfrute de algunos derechos de
los nacionales, como por ejemplo el acceso a la función pública judicial (art. 303
LOPJ). Pero sobre todo, la buena conducta cívica es necesaria para el disfrute territorial
de muchos derechos de ciudadanía (ius domicilii) por parte de los ciudadanos
extranjeros residentes. En efecto, la buena conducta cívica se encuentra también
encubierta bajo algunos de los requisitos de entrada (art. 26.1 LODLE y art. 10 c)
RLODLE, art. 4.6 Decreto Legislativo italiano 286/1998, art. L313-3 y L314-3 Código
de entrada y estancia de los extranjeros en Francia, Sec 212.2 y 3 Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU.) y bajo las causas de expulsión del territorio estatal (art. 53
f), 54. 1 a) c) y 57 LODLE, Artikel 1, §54.5º y 5ºa) Ley alemana de inmigración, art. 13
Decreto Legislativo italiano 286/1998, art. L521-1 Código de entrada y estancia de los
extranjeros en Francia, Sec. 237.4 Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.,

223
Sec. 72 Ley de nacionalidad, inmigración y asilo del Reino Unido de 2002). Unas y
otras prohíben la entrada o permiten la expulsión de quien, entre otras conductas, haya
cometido delitos graves, como participar en actividades contrarias a la seguridad
exterior del Estado o en actividades muy graves contrarias al orden público conforme a
los arts. 23 y 24 LOPSC.

2. Pluralidad de ciudadanías
La caracterización que se ha hecho de la ciudadanía plantea el problema ulterior
de si, además de grados, cabe hablar de una pluralidad ciudadanías tanto ad extra como
ad intra. Dicho con otras palabras, es preciso saber si la ciudadanía se puede seguir
configurando como un proceso territorialmente unitario, o es plural y hace posible que
un mismo individuo posea diversa capacidad de participación según las esferas
territoriales de comunicación en las que se integra. Lo anterior no se opone a que todas
estas ciudadanías territoriales puedan ser reconducidas a unidad a partir de la función
común al servicio de la diferenciación del sistema jurídico que desempeñan. A
diferencia de lo que sucedía con la nacionalidad que, por su función segmentadora,
tendía teóricamente a la exclusividad y veía como una distorsión la pluralidad de
nacionalidades, la ciudadanía, una vez que se ha desvinculado de presupuestos
ontológico-causalistas y admite diversos grados de participación del individuo en la
sociedad y en el ejercicio del poder, es compatible funcionalmente con una pluralidad
simultanea de integraciones territoriales. Así, ad intra habrá una ciudadanía local, una
ciudadanía autonómica y una ciudadanía nacional. Pero también, ad extra, podrá existir
una pluralidad de ciudadanías nacionales y/o supranacionales.

2.1 Pluralidad ad intra: ciudadanía nacional, autonómica o local


En efecto, ad intra coexisten una pluralidad de ciudadanías
autonómicas/estatales y locales junto con la ciudadanía nacional/federal que confiere el
ordenamiento soberano. Estas ciudadanías múltiples responden, con independencia de la
concreta forma territorial de Estado, a la descentralización del poder político en diversos
niveles territoriales, coordinados entre sí e integrados todos ellos bajo una unidad
jurídica superior, la Constitución nacional144. Cada una de las ciudadanías puede
coexistir con las de los demás niveles, y conservar plenamente su significado y función
jurídica de diferenciación interna. Para ello, las ciudadanías de los ámbitos territoriales
inferiores pueden reiterar la pretensión de integración del individuo en sus respectivas

224
esferas de comunicación social -política, económica, cultural, etc...- , garantizada a nivel
nacional o federal, como suele suceder con los Estados miembros de un Estado federal,
cuyas Constituciones remiten a los derechos y libertades establecidos en la Constitución
federal, añadiendo, en su caso, alguna nueva esfera de integración para los sometidos a
ese subordenamiento estatal. Pero también pueden concentrarse en garantizar la
integración del individuo respecto de una determinada esfera –normalmente la política-
de especial trascendencia por razones histórico-políticas para la cohesión social en ese
nivel territorial, como suceden en las Comunidades Autónomas en nuestro Estado.
En realidad, si se parte de la consideración del ordenamiento como una unidad
construida a partir de la Constitución nacional de cada Estado145, la calificación de una
ciudadanía como nacional (federal), autonómica (estatal) o local no responde a su
diversa funcionalidad, sino únicamente al diferente ámbito espacial de vigencia de los
derechos y deberes que permiten la integración del individuo en la comunidad: Estado-
nación (Estado federal), Comunidad Autónoma (Estado miembro) o entidad local. De
tal manera que la garantía de derechos y libertades fundamentales en la Constitución
nacional sirve no sólo para integrar al individuo en la esfera política, económica,
cultural, etc…, sino también para permitir esa misma integración en el nivel territorial
autonómico o local. No en vano, las Constituciones nacionales de los Estados
territorialmente descentralizados garantizan dentro de esta pluralidad de ciudadanías, a
través de la cláusula de igual protección de los derechos fundamentales, un mínimo
contenido iusfundamental uniforme en todo el territorio nacional/federal (Enmienda
XIV Const. EE.UU.), o de los derechos de ciudadanía política (art. 33.1 GG
alemana)146. En el caso de nuestro texto constitucional, los arts. 81 y 149.1.1ª CE –al
igual que había hecho el art. 149.1.2ª CE respecto de la nacionalidad- reservan al Estado
la competencia para regular el contenido de los derechos fundamentales y las
condiciones básicas que garanticen en todo el territorio nacional su igual disfrute, esto
es, velan por que las ciudadanías autonómicas o locales no menoscaben los derechos
fundamentales que componen la ciudadanía nacional147. Semejantes cláusulas, al igual
que el contenido mismo de la ciudadanía nacional o federal, forman parte de la
denominada Constitución total (Gesamtverfassung) y son indisponibles tanto para los
poderes centrales/federales como para los poderes autonómicos o de los Estados
miembros148.
Lo dicho se explica porque la soberanía se ejerce no sólo cuando se dispone de
la supremacía del ordenamiento, sino también cuando se actúa directa o indirectamente

225
sobre ejercicio del poder político o sobre las condiciones de ejercicio de dicho poder.
Ninguna de las ciudadanías territorialmente inferiores, estatal/autonómica y local, podrá
desconocer el contenido constitucional de la ciudadanía nacional/federal, sino
únicamente concretar su extensión o completarla en las unidades territoriales inferiores.
En este sentido, cabría que la regulación de las ciudadanías inferiores se opusiese al
marco que establece la ciudadanía nacional por defecto o por exceso. La contradicción
se da por defecto en aquellos casos en los que la ciudadanía del nivel inferior (local o
autonómico/federal) trata de excluir a algunos individuos de ciertos mecanismos de
integración social mediante el uso de criterios de atribución de la ciudadanía que no se
corresponden con el previsto para ese ámbito material por la ciudadanía nacional.
Piénsese en la pretensión histórica de algunos Estados del sur de los EE.UU. para
excluir en su territorio a las personas de raza negra del disfrute de los derechos de la
ciudadanía federal, que no fue abortado por la jurisprudencia de la Corte Suprema hasta
el siglo XX (Brown v. Board of education, 347 US 483 (1954)); o actualmente en las
amenazas de algún Estado federado alemán para mantener símbolos religiosos
confesionales en las escuelas públicas y no respetar la libertad religiosa negativa
reconocida a los ciudadanos alemanes y extranjeros en el art. 4 GG (BVerfG 2 BVR
1436/02 de 3 de junio de 2003 – caso del pañuelo en la cabeza de la maestra-). Mucho
más próximo a nosotros es el desafortunado ejemplo que ofrecen los nuevos arts. 3 y 8
de la reforma del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, aún en trámite,
en los que se reconocen los derechos y libertades constitucionalmente garantizados a los
valencianos y valencianas en su condición de ciudadanos españoles y europeos, y se
olvidan los derechos fundamentales de los extranjeros sometidos al ordenamiento
valenciano, garantizados por la CE de 1978 a las personas con independencia de su
nacionalidad o de su ciudadanía europea, lo que obliga a una reinterpretación
constitucionalmente adecuada de dichos preceptos estatutarios.
La contradicción también se puede dar por un exceso atributivo en la ciudadanía
local o autonómica/estatal, cuando incluye a sujetos que no debe conforme a los
criterios de atribución de la ciudadanía marcados por el nivel superior. Tal podría ser el
caso del art. 7 del Estatuto de Autonomía del País Vasco, conforme al cual se han de
considerar ciudadanos políticos vascos a “quienes tengan la vecindad administrativa, de
acuerdo con las Leyes Generales del Estado, en cualquiera de los municipios integrados
en el territorio de la Comunidad Autónoma”. Una interpretación de este precepto que no
tenga en cuenta el marco constitucional de la ciudadanía nacional, identificaría desde la

226
reforma de la LBRL y el RPDTEL el término “quienes” tanto con españoles como con
extranjeros, en clara infracción de la circunscripción constitucional de los derechos de
participación política nacional y autonómica a los ciudadanos españoles149.
También se da un exceso cuando un individuo pretende integrarse de forma
simultánea en más de dos esferas sociales idénticas de un mismo nivel territorial, esto
es, cuando pretende poseer, por ejemplo, dos ciudadanías autonómicas o dos
ciudadanías locales. La vinculación que existe entre la ciudadanía nacional, de la que en
último extremo terminan siendo concreciones las ciudadanías autonómica/estatal y
local, y el principio de Estado social y democrático de derecho, no sólo exige subordinar
el grado de ciudadanía de cada individuo a su grado de sujeción, sino también, por esa
misma razón, preservar la igualdad de oportunidades de los participantes en las distintas
esferas de comunicación social, lo que excluye la doble ciudadanía política allí donde
ello supone una duplicidad de influencia en un nivel de participación superior. Piénsese,
por ejemplo, en cómo la admisión de una doble ciudadanía autonómica permitiría
disponer de una doble capacidad de influencia en los órganos de decisión política de
ámbito nacional en los que participan los órganos de las CC.AA. Pero incluso en
Comunidades Autónomas uniprovinciales como Asturias, en las que sólo existen
municipios y éstos no pueden influir en ningún ente local superior, la sobreintegración
política que conllevaría una duplicidad de ciudadanías locales pondría en peligro la
capacidad de los poderes públicos para actuar de forma equitativa en el reparto de los
limitados medios materiales y normativos de que dispone el ordenamiento para la
integración del resto de los ciudadanos en otras esferas de comunicación social. Con
pretendido fundamento en el principio medieval no taxation without representation150,
la duplicidad de ciudadanías locales conduce a sobrevalorar la integración del individuo
en esfera económica (titularidad de bienes muebles o inmuebles, participación en
actividades económicas, etc…) respecto de otras esferas como la educativa, la cultural o
la social, en las que los entes locales también adoptan decisiones de poder y respecto de
las cuales es más difícil mantener un vínculo no territorial permanente151.

2.2 Pluralidad ad extra: doble ciudadanía nacional y ciudadanía europea


La pluralidad de ciudadanías ad extra se produce tanto por la coexistencia de
varias ciudadanías nacionales como de una o varias ciudadanías nacionales junto con la
ciudadanía supranacional.

227
a) Doble ciudadanía nacional
El parcial mantenimiento de la vinculación entre la nacionalidad y la ciudadanía
conduce a admitir una duplicidad de ciudadanías nacionales junto a la duplicidad de
nacionalidades, en la medida en que ambos ordenamientos, el de origen y el de acogida,
utilicen el criterio de la nacionalidad para permitir al individuo integrarse en diversas
esferas sociales de forma simultánea. Sin embargo, se trata de una pluralidad de
ciudadanías más difícil de justificar que la pluralidad ad intra, por razones derivadas del
principio de Estado social y democrático de derecho, semejantes a las ya esbozadas en
el apartado anterior con respecto a la pluralidad de ciudadanías locales o autonómicas.
Como reflejo de ello, no todos los Estados son proclives a permitir la doble
participación, sobre todo política, de quien posee una doble nacionalidad. El ejercicio
por parte del doble nacional de los derechos de ciudadanía en su primer país de origen
podría ser interpretado como una duplicidad de lealtades democráticas, que es contraria
a la renuncia a cualquier lealtad previa a otro ordenamiento exigida para la adquisición
de una segunda nacionalidad por naturalización (véase, por ejemplo, Sec. 337 a) de la
Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.)152, o que causa la pérdida de la
ciudadanía (por ejemplo, art. 37 c) Const. México). Sin ir más lejos, en nuestro
ordenamiento, el art. 25.1 b) CC considera causa de pérdida de la nacionalidad española
derivativa, y por ende de la ciudadanía política plena que ésta confiere, que el español
naturalizado entre voluntariamente al servicio de las armas o ejerza cargo político en un
Estado extranjero contra la prohibición expresa del Gobierno. Semejante norma debe
interpretarse, de forma congruente con la concepción procedimental de nuestra
democracia, en el sentido de que el Gobierno de la nación sólo podría prohibir aquellas
conductas militares o políticas en el extranjero del español naturalizado que atenten
contra los principios estructurales de nuestro ordenamiento, esto es, que sean contrarias
al deber de lealtad constitucional. Tales conductas harían al nacional disfuncional para
su sometimiento al ordenamiento español y, al perder la nacionalidad, decaería el
fundamento de la atribución de plena ciudadanía política.
Además, algunos Estados someten el ejercicio de todos o parte de los derechos
de ciudadanía política a una combinación de la posesión de la nacionalidad y la
residencia en el territorio estatal (ius domicilii), lo que hace difícil en la práctica la
articulación efectiva de una pluralidad de ciudadanías políticas, pues sólo cabría una
vinculación territorial permanente con aquel Estado en el que discurriese temporalmente
la mayor parte de la esfera vital del individuo. En efecto, aunque la mayoría de las

228
democracias occidentales admitan el ejercicio de los derechos de ciudadanía económica,
social, cultural, etc…, e incluso algunos derechos de ciudadanía política, como el de
sufragio activo, con independencia de la residencia en el territorio del Estado153, buena
parte de estos últimos derechos, sobre todo los relativos al acceso a cargos públicos
representativos (sufragio pasivo) o no representativos (cargos y funciones públicas con
o sin jurisdicción), se siguen vinculando expresa o tácitamente en algunos Estados a la
presencia física no sólo en su territorio, sino incluso en el concreto ámbito territorial en
el que se ha de desarrollar la función o el cargo o en el que ha de tener lugar la elección.
Semejantes limitaciones son congruentes con el principio democrático y con la
función legitimadora que la ciudadanía desempeña en un ordenamiento jurídico, que
sigue siendo eminentemente territorial. Aunque un nacional residente en otro Estado del
que también es nacional, estará sometido a ambos ordenamientos, territorialmente
siempre lo estará a cualquiera de ellos menos tiempo que el que sólo es nacional de un
Estado en el que reside. Y la correlación entre el grado de participación democrática y el
grado de sujeción al ordenamiento exige que la capacidad de participación que otorga la
ciudadanía política plena responda a una más intensa sujeción presente y futura del
beneficiario de la misma. Ello habla en favor de permitir únicamente la ciudadanía
política plena de quien se vea territorial y personalmente vinculado al ordenamiento del
nacional y en el que reside, y sólo se atribuya una ciudadanía política limitada a quienes
se ven sujetos territorial o personalmente menos tiempo. Ello excluiría la participación
política tanto en la ciudadanía nacional, como en la ciudadanía autonómica o local de
los residentes fuera del ámbito territorial del Estado y permitiría la participación política
local de los extranjeros residentes. Con todo, algunos Estados, como el nuestro (art.
68.5 CE), suelen ser generosos en el mantenimiento de la ciudadanía política –sobre
todo a través del voto por correo- de quienes por haber emigrado apenas están sujetos al
ordenamiento de origen y se integran como residentes permanentes en el ordenamiento
de destino –adquieran o no la doble nacionalidad-. Pero esta solución, como se verá más
adelante, no resulta fácilmente adecuada a las exigencias del principio democrático
sobre la nacionalidad como criterio de atribución de la ciudadanía.

b) Ciudadanía nacional y ciudadanía europea


La pluralidad de ciudadanías ad extra también puede proceder de la coexistencia
de la ciudadanía nacional con una ciudadanía supranacional, derivada de los procesos de
integración política como el de la Unión Europea. En efecto, los ciudadanos nacionales

229
de los Estados miembros de la Unión poseen desde la entrada en vigor del Tratado de
Maastricht de 1992 (en la actualidad en virtud del art. I-10 CEu) una expresa ciudadanía
europea que, dada la ausencia aún de una nacionalidad de la Unión, coexiste sin
excesivas dificultades normativas con la ciudadanía de los Estados miembros. El art. I-
10.1 CEu dispone que la ciudadanía europea se añada a la ciudadanía nacional, esto es,
a la ciudadanía que disfruta el individuo por su condición de nacional de un Estado
miembro, sin sustituirla. Ahora bien, la integración en las esferas de comunicación
social europea que facilita nominalmente el art. I-10.2 CEu constituye sólo una parte de
los mecanismos de integración que articula el Derecho de la Unión -originario o
derivado- a favor de los sometidos a él. El precepto hace alusión únicamente a un grado
de inclusión (civil y política), que tiende funcionalmente a asemejarse a la ciudadanía
política plena y a la nacionalidad de los Estados miembros. Pero, junto a estos
ciudadanos de la Unión, existe otra categoría de ciudadanos comunitarios sin ese nomen
iuris, que es más extensa material y personalmente, y está compuesta por todas aquellas
personas –incluidos los extranjeros residentes o con un derecho de acceso al territorio
de la Unión- que, aun no siendo nacionales de los Estados miembros y no disfrutando
de la ciudadanía europea strictu sensu, se ven incluidos en diversas esferas de
comunicación social gracias a las libertades y derechos incluidos en la Carta de
Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Parte II de la CEu)154. A pesar de que el
art. I-10.2 CEu utiliza aparentemente la nacionalidad de los Estados miembros como
criterio de acceso a esta ciudadanía europea strictu sensu y reserva sólo a los nacionales
de los Estados miembros el ejercicio del derecho de sufragio al Parlamento Europeo o
del derecho de sufragio local en cualquier lugar de la Unión, al desarrollar el contenido
de los derechos que la integran, garantiza algunos de ellos como el derecho a una buena
administración (art. II-101 CEu), el derecho de acceso a los documentos (art. II-102
CEu), el derecho de acceso al Defensor del Pueblo Europeo (II-103 CEu), el derecho de
petición (II-104 CEu) o, en fin, la libertad de circulación y residencia (art. II-105.2
CEu), a los residentes en el territorio de la Unión con independencia de su
nacionalidad155. Esta aparente contradicción podría salvarse interpretando que el
término ciudadanía nacional, utilizado por el art. I-10.2 CEu, se refiriese no sólo a los
ciudadanos nacionales de los Estados miembros, sino también al resto de ciudadanos no
nacionales de dichos Estados, respecto de los derechos que después se les reconocen en
el texto constitucional.

230
Por otro lado, la compatibilidad y complementariedad de los distintos grados de
ciudadanía europea se pone de relieve en las disposiciones generales de la CEu sobre
eficacia y aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales que las dota de contenido
y que la Declaración del Tribunal Constitucional DTC 1/2004, de 13 de diciembre de
2004, FJ. 6º, ha declarado conforme con la CE de 1978. Así, el art. II-111 CEu restringe
el ámbito de vigencia de dichos derechos de ciudadanía europea a la aplicación del
Derecho de la Unión por parte de los poderes públicos –comunitarios o nacionales- en el
marco de sus competencias, que no podrán verse implícitamente ampliadas o
modificadas como consecuencia de dicha aplicación. Igualmente, el art. II-112.3 y 4
CEu y el art. II-113 CEu garantizan que el Convenio Europeo de Derechos Humanos de
4 de noviembre de 1950 y las tradiciones constitucionales comunes a los Estados
miembros sean los criterios interpretativos preferentes de los derechos y libertades de
esta ciudadanía, así como que el nivel de protección que los mismos dispensen al
individuo no sea inferior al que se deriva de los Convenios internacionales, y en
especial del mencionado Convenio Europeo o de las Constituciones de los Estados
miembros.
Con todo y a pesar de esas buenas intenciones, la indefinición jurídica en la que se
encuentra aún la Unión Europea como institución supranacional y su Constitución como
instrumento normativo que contiene los elementos básicos de la ciudadanía comunitaria,
dejan sin resolver qué sucedería si, como consecuencia de una discordancia entre la
interpretación que de un determinado derecho o libertad que resulte de la aplicación del
Convenio Europeo de Derechos Humanos y la doctrina del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, se ve limitado o lesionado un derecho fundamental de un
ciudadano, tal y como lo garantiza su Constitución nacional. Quedan, pues, poco claras
las relaciones entre la ciudadanía europea y las ciudadanías nacionales de los Estados
miembros en los supuestos conflictivos. Piénsese, por ejemplo, en la aplicación de una
futura legislación de la Unión Europea sobre la participación de los partidos políticos a
nivel europeo en la formación y expresión de la voluntad política de los ciudadanos de
la Unión –que conforme al art. I-46.4 CEu y al art. II-72.1 y 2 CEu son una
manifestación del derecho de asociación-, en virtud de la cual y en consonancia con la
interpretación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se excluyen los partidos que
persigan fines antidemocráticos. Es posible que ello no plantee ningún problema para
algunos Estados miembros en los que la interpretación de ese mismo derecho de
ciudadanía en el ámbito nacional esté presidida por una concepción militante de la

231
democracia, pero cabe también que ello sea inconstitucional introducción en otros,
como el nuestro, cuya Constitución no contempla semejante limitación y en los que ni la
CEu ni el derecho de la Unión pueden modificar la Constitución nacional. Y sin
embargo, el proceso de integración europea, del que es reflejo la inclusión política de
sus ciudadanos a través de la ciudadanía comunitaria, requiere una uniformidad en la
reglamentación de los límites a los que se puede ver sometido el ejercicio de dicho
derecho en todos los países de la Unión. Lamentablemente, las normas sobre
interpretación y aplicación de la Carta de Derechos fundamentales no ofrecen un criterio
suficiente para resolver el conflicto jurídico entre estas ciudadanías, pues ello está
íntimamente vinculado a la cuestión de la soberanía del ordenamiento. Sus relaciones en
los casos conflictivos dependerán de que la ciudadanía nacional se considere un marco
superior y la europea un ámbito complementario de inclusión del ciudadano,
subordinado a la primera, o de que sea inversamente la ciudadanía nacional una esfera
subordinada a la ciudadanía supranacional, expresión jurídica de la soberanía del
ordenamiento de la Unión al modo y manera de una ciudadanía federal156.

3. Naturaleza jurídica de la ciudadanía: proceso jurídico iusfundamental


3.1 De status a proceso jurídico iusfundamental
El análisis de la naturaleza jurídica de la ciudadanía es inescindible de los dos
elementos ya estudiados: la función que desempeñe, de un lado, y su contenido
iusfundamental de otro. Su función incluyente interna de integración del individuo en
las distintas esferas de comunicación social jurídicamente regladas contribuye a la
diferenciación funcional del sistema jurídico y a la cohesión interna de la comunidad
política en la medida en que la parte más importante de esa integración se produce en la
esfera del ejercicio de la soberanía (demos). Su contenido, definido por los derechos
fundamentales que la Constitución garantiza, sirve a la gradual realización de dicha
función, lo que no impide que el legislador nacional o internacional puedan garantizar
también derechos que permitan aquella integración siempre que sean reconducibles a
algún derecho o principio rector constitucional. Con todo, estos derechos de ciudadanía
de ámbito internacional tendrán un grado de estabilidad menor y, mientras no exista un
ordenamiento global soberano, no dejarán de ser la garantía a nivel internacional o
supranacional de los derechos de ciudadanía nacional157
De lo expuesto, se deduce que la ciudadanía no se puede calificar de una simple
relación jurídica iusfundamental, como era la nacionalidad, sino que está compuesta de

232
una pluralidad de relaciones jurídicas iusfundamentales, atribuidas conforme a distintos
criterios. Al mismo tiempo, tampoco se puede considerar un status jurídico
iusfundamental, reverso de la moneda de la nacionalidad, si por tal se entiende un
conjunto estático y excluyente de derechos fundamentales que corresponden a los
individuos encasillados en la condición jurídica de nacionales. Semejante comprensión
de la ciudadanía se opone al dinamismo y la gradualidad que le imprime el principio
democrático. De ahí que, si se quiere concebir la ciudadanía como un status
iusfundamental, deba hacerse en términos dinámicos y por consiguiente abarcar los
diferentes grados de acceso a los derechos fundamentales que proporcionan los criterios
de atribución de la ciudadanía, pero ello sería desnaturalizar el concepto de status,
atribuyéndole un significado carente de la mínima correspondencia con su significado
etimológico.
Por ello, más que un status, la ciudadanía expresa en los ordenamientos
constitucional democráticos modernos un proceso jurídico iusfundamental de
integración gradual del individuo en las distintas esferas de comunicación de la
comunidad política. De tal modo, el acceso a los distintos grados de ciudadanía, que van
desde la mera integración civil, consecuencia de la afectación territorial o personal
temporalmente limitada, hasta la plena participación política en el ejercicio de la
soberanía, que proporciona el más intenso sometimiento al ordenamiento de los
ciudadanos nacionales, pasando por la integración civil, social y parcialmente política
de los ciudadanos extranjeros residentes permanentes, refleja un proceso dinámico y
abierto a la participación en dichas esferas de quienes se ven afectados personal,
territorial o transnacionalmente por el poder público. En otras palabras, la ciudadanía no
es más que el proceso jurídico iusfundamental de realización de la dignidad de la
persona garantizada por el ordenamiento, que le permite mediante el uso de su
capacidad jurídica iusfundamental acceder a la titularidad y ejercicio de los derechos
fundamentales y moverse entre sus distintos grados.

3.2 El acceso al territorio como condicionante del proceso iusfundamental de la


ciudadanía
a) Entrada y permanencia en el territorio y ciudadanía
En los ordenamientos jurídicos existentes, aún eminentemente territoriales, el
paso de uno a otro grado de ciudadanía (de simple extranjero afectado por el poder
público, a extranjero residente y, finalmente, a naturalizado) y, por tanto, la mayor o

233
menor inclusión en las distintas esferas de comunicación social, depende
fundamentalmente del contacto con el territorio estatal. Visto desde un punto de vista
secuencial, se podría decir que en un extremo inicial del proceso, el que confiere el
grado menos pleno de ciudadanía, el contacto del ciudadano -extraterritorial o territorial
sin residencia- con el poder público del Estado es muy débil, pues depende fundamental
–aunque no exclusivamente- de la voluntad de éste de actuar fuera de sus fronteras. En
el otro extremo final del proceso, el que confiere la ciudadanía política plena, el
ciudadano nacional está personalmente sujeto al poder público del Estado y tiene libre
acceso y salida al territorio del Estado. Incluso para este último, el contacto territorial
opera también en el peor de los casos como criterio de exclusión junto con la
nacionalidad en el disfrute de los derechos de participación política. El grueso de la
sujeción y, por tanto, de la actuación correlativa de los criterios de atribución de la
ciudadanía, depende del acceso del individuo al territorio del Estado.
Sin embargo, como se ha visto en el capítulo segundo, el acceso al territorio es
por razones histórico-funcionales de la nacionalidad una prerrogativa de los nacionales,
que sólo excepcionalmente se permite a los extranjeros en función de coyunturales
necesidades políticas. Hoy en día, a pesar de ser una aspiración ético-jurídica
ampliamente extendida en la filosofía del derecho y la teoría política158, la libertad de
entrada en el territorio nacional continúa siendo un derecho fundamental de los
nacionales, que en el mejor de los casos algunos textos constitucionales consideran
extensible por ley a los extranjeros –y pocos la extienden-. Nuestro legislador nacional e
internacional, en un ejercicio de lo que se ha venido en llamar “egoísmo insolidario”159,
no han sido especialmente generosos en dicha extensión, y a día de hoy se puede decir
que sólo disfrutan de ese derecho los ciudadanos de la Unión Europea en sentido amplio
–nacionales de los Estados miembros y familiares con derecho de establecimiento (art.
I-IV y II-54 CEu)-, los extranjeros con permiso de residencia en España (art. 25.2
LODLE) y, muy limitadamente (STC 53/2002, de 27 de febrero, F.J. 4º), por razones
ético-humanitarias, los demandantes de derecho de asilo o refugio (art. 1 ss. LRDA y
art. 25.3 y 4 LODLE). Mientras no exista un ordenamiento global en el planeta, no
parece posible afirmar un derecho universal de acceso al territorio estatal, salvo por
voluntaria autovinculación constitucional de los Estados o por una progresiva
constitución de entidades paraestatales de carácter supranacional, sin, al hacerlo,
fundamentar su validez en normas morales que destruyen la positividad y la

234
diferenciación funcional del sistema jurídico, de la que es presupuesto y consecuencia la
gradación y ampliación democrática de la ciudadanía.
Por tanto, el verdadero caballo de batalla del extranjero frente al Estado consiste
en aspirar al acceso al territorio estatal, pues el mismo le permite el tránsito de unos a
otros grados de ciudadanía. En un mundo en el que la globalización ha alcanzado a otros
sistemas sociales como el económico, ningún Estado puede mantener las fronteras
cerradas, de ahí que siempre exista un porcentaje de súbditos extranjeros a los que el
Estado democrático ha de convertir en algún grado en ciudadanos por las razones
funcionales antes mencionadas. Y, mientras el ordenamiento tenga cualitativa y
cuantitativamente una predominante eficacia territorial, el tránsito entre unos y otros
grados de ciudadanía dependerá de la mayor o menor presencia continuada del
individuo en el territorio. De ella dependerá el acceso a la ciudadanía por el principio de
afectación, por el ius domicilii, e incluso parcialmente por la nacionalidad derivativa. El
acceso al territorio será tanto más importante cuanto más opere el ius domicilii como
criterio de atribución de los derechos de ciudadanía, y cuanto más requiera que la
residencia en el territorio estatal sea continuada y legal, lo que sucede, por ejemplo, en
Italia (arts. 33, 34, 40, 41 del Decreto Legislativo italiano 286/1998), donde se
subordina el disfrute por parte de los extranjeros de muchos derechos sociales (como la
asistencia sanitaria, la asistencia social, etc…) –aún más que en nuestra LODLE- a su
situación de estancia o residencia legal en el territorio estatal.

b) Expulsión del territorio y ciudadanía


Los españoles tienen garantizado el derecho a entrar y salir del territorio, como
contenido necesario de la nacionalidad, y sólo pueden ser privados forzosamente de su
permanencia en el territorio nacional en virtud de su extradición en los términos
previstos por el art. 13.4 CE, los Convenios internacionales celebrados por nuestro país
en la materia –entre los que destaca el Convenio en base al art. K.3 del Tratado de la
Unión Europea, relativo a la extradición entre los países miembros de la Unión,
celebrado en Dublín el 27 de septiembre de 1996-, y la Ley 4/1985, de 21 de marzo, de
extradición pasiva. Con todo, esta figura jurídica ha sido interpretada muy
restrictivamente por nuestro Tribunal Constitucional (STC 91/2000, de 30 de marzo,
F.J. 6º), exigiendo que la misma no conlleve indirectamente la vulneración pasada,
presente o futura de los derechos fundamentales de los que goza territorialmente el
ciudadano nacional o extranjero a extraditar.

235
En este mismo sentido, cabe preguntarse si, dado que los extranjeros carecen de
un derecho a entrar en el territorio nacional, el legislador es constitucionalmente libre
para establecer las causas de expulsión, una vez que se encuentran legalmente en éste.
Si así fuera, se podría condicionar ilícitamente el disfrute y contenido de la ciudadanía
de quienes, por no ser nacionales, no disfrutan del derecho a permanecer en el territorio
estatal. Las garantías constitucionales de los derechos fundamentales que componen la
ciudadanía devendrían ilusorias, si el legislador pudiese disponer de ellas expulsando
arbitrariamente a quien disfruta de ellas en el territorio español160. Piénsese, por
ejemplo, en la discrecional expulsión del territorio nacional de ciudadanos extranjeros
políticamente incómodos, lo que funcionalmente equivaldría a una prohibición de
manifestación o de expresión encubierta. De ahí que sea especialmente importante
conocer la dogmática que cada Estado social y democrático de derecho ha dado a los
derechos fundamentales –lo que evidentemente no se puede hacer aquí-. Así, no será
idéntico el reproche que desde el punto de vista de la configuración constitucional de la
ciudadanía se pueda hacer en un país cuya democracia es militante y se dota de un deber
activo de lealtad constitucional, que en un país, como el nuestro, cuya democracia es
procedimental. Ello hace que la configuración legal del retorno, la devolución y la
expulsión del territorio sea relativamente diversa, pues, dentro de cierto respeto común a
las exigencias del principio de legalidad, se ven sensibles diferencias tanto en las causas
como en las garantías procedimentales, en función, en último extremo, de la concreta
caracterización que cada Estado social y democrático de derecho les haya dado.
Ciertamente, es común que quienes no han obtenido la pertinente autorización
estatal para entrar en el territorio del Estado –o incluso la tienen prohibida tras una
expulsión previa-, así como aquellos que han perdido los requisitos legales de
permanencia en el territorio nacional, no pueden apelar a sus derechos de ciudadanía
para evitar ser compelidos a salir del territorio del Estado (art. 158 RLODLE, Artikel 1,
§50.2 Ley alemana de inmigración, Sec. 240B Ley de inmigración y nacionalidad de los
EE.UU.) o, en caso de no cumplir voluntariamente dicha obligación en el plazo
establecido, ser devueltos (art. 58.2 LODLE, art. L511-1 Código de entrada y estancia
de los extranjeros en Francia, Artikel 1, §§15.2.2º y 3º, 57, 58 y 58a Ley alemana de
inmigración, Sec. 236 y 241 Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.)161 o
retornados desde la frontera (art. 60 LODLE, art. 10 Decreto Legislativo italiano
286/1998, Artikel 1, §15.1 Ley alemana de inmigración, Sec. 212 y 235 Ley de
inmigración y nacionalidad de los EE.UU.), pues todas ellas carecen de un requisito

236
constitucionalmente válido para su presencia territorial en España162. A salvo quedan los
derechos fundamentales relacionados con la adopción de la decisión de devolución
misma o su ejecución, como el derecho a la tutela judicial efectiva163, de los que siguen
disfrutando en mayor (art. 20 LODLE, art. L512-1 a 5 Código de entrada y estancia de
los extranjeros en Francia) o menor grado (Sec. 236 y 242 Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU.) en virtud del principio de afectación. Los supuestos
problemáticos desde el punto de vista de la ciudadanía se dan en relación con las causas
legales de expulsión, como sanción jurídica para el extranjero que tuvo un título legal
para permanecer en el territorio nacional y que, al incurrir en ciertas conductas ilícitas,
pierde ese derecho y, con ello, el disfrute territorial de los derechos fundamentales. Solo
se excepciona la expulsión en ciertos supuestos de arraigo personal (art. 57.5 LODLE) o
familiar (art. 57.6 LODLE), en supuestos humanitarios (art. 57.5 d y art. 57.6 LODLE)
y en supuestos de especial gravedad criminal por la naturaleza del delito cometido o por
la larga duración de la pena impuesta (art. 57.7.2º y art. 57.8 LODLE), en los que la
expulsión es subsiguiente al cumplimiento de la condena.
Mientras que la admisión al territorio nacional era un acto de cierta discrecionalidad
política –en lo que se refiere a la determinación de los visados y de los contingentes que
tienen derecho a un permiso de residencia o de trabajo-, la expulsión (art. 57 LODLE,
Artikel 1, §15.2.1º, 53, 54 y 55 Ley alemana de inmigración, art. 521-1 a 4 Código de
entrada y estancia de los extranjeros en Francia, arts. 13-16 Decreto Legislativo italiano
286/1998, Sec. 237 Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.), además de estar
sometida al respeto del principio de legalidad sancionadora y al resto de derechos
fundamentales previstos para el procedimiento sancionador, así como a la tutela judicial
efectiva (arts. 24 y 25 CE, art. 13 Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos, y
Protocolo 7º de 22 de diciembre de 1983, anexo al Convenio Europeo de Derechos
Humanos), no puede venir motivada por causas que no respondan a una limitación
constitucionalmente legítima de los derechos fundamentales. Lo contrario sería abrirle
una puerta al legislador para privar de sus derechos a quienes en un cierto grado son
ciudadanos y disfrutan del ámbito territorial de eficacia de un gran número de derechos
fundamentales164. Ello no significa que, ciertamente, que una vez que están legalmente
en el territorio estatal, el poder del Estado sobre el territorio deje de operar como un
bien constitucionalmente protegido que delimita el contenido de los derechos
fundamentales, sino sólo que esa capacidad delimitadora no conlleva la pérdida de

237
vigencia de los derechos fundamentales y que la intensidad de la delimitación
dependerá, entre otros factores, de qué derecho fundamental se trate.
Por ello, en el caso de nuestro ordenamiento, las causas de expulsión deben estar
cubiertas por una delimitación o una limitación constitucional de los derechos
fundamentales, esto es, han de servir a la protección de otros bienes constitucionalmente
garantizados o el legislador ha de tener una habilitación constitucional para limitarlos165.
Dentro de ese marco, el legislador dispone de un margen de selección política de las
causas de expulsión, pudiendo ser más o menos estricto con quien atenta contra bienes o
valores constitucionales, pero no es completamente libre para prever la expulsión, por
ejemplo, por actividades políticamente desleales con el sistema constitucional
democrático, en un ordenamiento como el nuestro en el que no se exige una adscripción
ideológica a los valores constitucionales (STC 48/2003, de 12 de marzo de 2003, F. J.
7º)166, como sin embargo hace el ordenamiento alemán (Artikel 1, §54.5º y 5ºa) Ley
alemana de inmigración). Ello obliga a que el legislador sea relativamente detallado en
la definición de las causas de expulsión. Lo es el nuestro (art. 53, 53, 57 LODLE), el
italiano (art. 13.1 y 2 del Decreto Legislativo italiano 286/1998, art. 1 de la Ley
1423/1956, de 21 de diciembre, de medidas de prevención contra las personas
peligrosas para la seguridad y para la moralidad pública y art. 1 de la Ley 575/1965, de
31 de mayo, antimafia), el alemán (Artikel 1, §§53, 54, 55 Ley alemana de inmigración)
o el norteamericano (Sec. 237 Ley de inmigración y nacionalidad de los EE.UU.). Sin
embargo, no lo es el francés, que utiliza cláusulas generales e indeterminadas como que
la presencia del extranjero en el territorio nacional constituya una amenaza grave contra
el orden público (art. L521-1 del Código francés sobre la entrada y residencia de los
extranjeros), aunque los conceptos jurídicos indeterminados son también utilizados
como cabeceras por algunos ordenamientos que detallan las causas de expulsión. Con
todo, este marco no obliga a distinguir, como, sin embargo, ha hecho el legislador
español (arts. 52-60 LODLE), entre los supuestos de expulsión y los supuestos de
devolución o retorno, salvo en los supuestos de salida del territorio no vinculados con la
infracción de los requisitos de presencia legal en él, en los que dicha salida ha de ser
necesariamente considerada una sanción y por tanto el procedimiento de imposición
debe distinguirse de los demás supuestos de salida, o absorberlos procedimentalmente
como han hecho otros ordenamientos (Artikel 1, §§71 ss. Ley alemana de inmigración).
En este sentido, el art. 57 LODLE enumera las causas de expulsión del territorio
nacional refiriéndolas a las infracciones muy graves y a algunas graves de la ley de

238
extranjería, así como a la condena dentro o fuera de España por una conducta dolosa
que constituya en nuestro país delito sancionado con pena privativa de libertad
superior a un año, salvo que los antecedentes penales hubieran sido cancelados167. Si
bien algunas de esas causas son criticables desde el punto de vista de la eficacia de la
política de extranjería, como, por ejemplo, la expulsión judicial sustitutiva de la pena,
consecuencia de la comisión dolosa de un delito grave (con pena superior a seis años),
pero no son inconstitucionales desde la perspectiva de la ciudadanía aquí analizada. La
condena delictiva por delito doloso del art. 57.2 LODLE (también Artikel 1, §§53 y
53.1 y 2 Ley alemana de inmigración, Sec. 238 y 241.1a Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU.) es, sin duda, una justificación constitucionalmente legítima
para la expulsión, por lo menos mientras el Código Penal sancione conductas
atentatorias contra bienes o derechos constitucionalmente protegidos. Parece razonable
privar del disfrute territorial de los derechos de ciudadanía a una persona, cuya
presencia en el territorio es disfuncional para el ordenamiento por resultar
probadamente una amenaza contra su existencia eficaz y diferenciada y no pertenecer al
colectivo de súbditos estables y permanentes. No resulta tan clara, desde el punto de
vista del respeto a la presunción de inocencia, la constitucionalidad de la expulsión de
quien se encuentra inculpado o procesado por delito o falta castigado con pena privativa
de libertad inferior a seis años u otra pena de distinta naturaleza (art. 57.7 LODLE),
pero la misma quizás se pueda salvar con la exigencia legal de que sea el juez –que debe
haber ponderado ese extremo- el que la ordene para que se pueda hacer efectiva. Lo
mismo cabe decir de las infracciones muy graves, consistentes en conductas atentatorias
contra la integridad territorial y el respeto a las fronteras del Estado del art. 54.1 b), d) y
2 LODLE, el principio de igualdad y la prohibición de discriminación del art. 54.1 c)
LODLE o la seguridad interior y exterior del Estado o las relaciones internacionales del
art. 54.1 a) LODLE, y de las infracciones graves, consistentes en conductas atentatorias
contra la integridad territorial y el respeto a las fronteras del Estado del art. 53 a), b) y c)
LODLE (también art. 13.2ª y b Decreto Legislativo italiano 286/1998, Artikel 1, §55.2
Ley alemana de inmigración, Sec. 237.1 Ley de inmigración y nacionalidad de los
EE.UU.) o contra el orden público y la seguridad interior del Estado del art. 53. d y e)
LODLE (también art. 13.1 Decreto Legislativo italiano 286/1998, Artikel 1, §54.3, 4 y
5, §55.2.2º, 3º, 4º, 8º Ley alemana de inmigración, Sec. 237.2 Ley de inmigración y
nacionalidad de los EE.UU.). Su conformidad con la Constitución española desde el
punto de vista de la ciudadanía no empece a que las mismas, aún persiguiendo

239
finalidades constitucionalmente legítimas, pudieran vulnerar otras normas
constitucionales, como el rango legal, el principio de razonabilidad/proporcionalidad, o
los principios del procedimiento sancionador –non bis in idem, carácter reinsertivo de
las penas, etc…-. Así, por ejemplo, la expulsión judicialmente acordada del art. 89.1 CP
o la expulsión administrativa causada por una condena penal (art. 57.2 LODLE) podrían
poner en tela de juicio la vigencia del principio de reinserción de las penas y requerirían
probablemente una interpretación constitucionalmente adecuada de su alcance; mientras
que otras, como la participación del extranjero en actividades contrarias al orden
público (art. 54.1 a) LODLE), podrían conculcar la presunción de inocencia si no se
acredita suficientemente en el proceso administrativo sancionador previo que determina
dicha participación.
Con todos los reproches políticos y jurídicos que se pueden hacer a la regulación
de las causas de expulsión, los mismos son mucho más reducidos que los que se podrían
hacer a otros ordenamientos liberal-democráticos de nuestro entorno, cuyas
Constituciones parecen dar un margen más amplio de decisión al legislador, sobre todo
con el abuso de conceptos jurídicos indeterminados. Piénsese, por ejemplo, en el art. 15
Decreto Legislativo italiano 286/1998, que prevé la expulsión judicial de los
condenados por un delito flagrante que resulten socialmente peligrosos; o en el Artikel
1, §55.2.5º y 6º Ley alemana de inmigración, que prevé la expulsión por representar un
atentado contra intereses relevantes de la República Federal, el ser un transeúnte sin
domicilio de manera prolongada, o solicitar ayudas sociales para sí o su familia.

240
III. LOS CRITERIOS DE ATRIBUCIÓN DE LA CIUDADANÍA

Dado que la ciudadanía, como se ha visto, permite diversos grados de inclusión del
individuo en los distintos ámbitos de comunicación social de una comunidad, los
criterios de atribución de aquélla equivalen, en cierta medida, a los criterios de
pertenencia a dicha comunidad. Dicho con otras palabras, si la ciudadanía refleja
normativamente las posibilidades de plena integración o pertenencia de un individuo a
una comunidad política, los criterios de su atribución han de ser la expresión de los
elementos que el ordenamiento jurídico considera relevantes para que se produzca un
mayor o menor grado de pertenencia a una comunidad política que ya no se identifica
exclusivamente con el sujeto colectivo nacional de la soberanía. Dichos criterios se
relacionan con las condiciones de la titularidad y el ejercicio de los derechos
fundamentales, aunque no son idénticos a éstos. En la medida en que la ciudadanía es
un proceso jurídico iusfundamental, cuyo contenido dinámico está constituido por
dichos derechos, es evidente que las condiciones constitucionales para ser titular o
ejercer un derecho tienen influencia en los criterios para considerar a un individuo
integrado como ciudadano. Pero estos últimos criterios, más que referirse a una concreta
condición para ser titular o ejerciente de un derecho fundamental, hacen referencia a
aquellas circunstancias generales que determinan la abstracta posición jurídica del
sujeto en el proceso dinámico de la ciudadanía. Así, por ejemplo, el mérito y la
capacidad es un requisito que debe ser utilizado por el legislador a la hora de regular el
ejercicio de los derechos fundamentales. Sin embargo, su circunscripción únicamente a
los derechos de configuración legal hace que dicho requisito no tengan un ámbito de
aplicación normativa suficiente como para influir de manera relevante en la posición
iusfundamental que el individuo puede tener hoy en día en el proceso jurídico de la
ciudadanía. Algo parecido se puede decir de condiciones personales, como la edad, que
pueden ser tenidas en cuenta por el legislador respecto del ejercicio de algunas
facultades iusfundamentales, pero que ya no condicionan ni la titularidad de los
derechos ni su ejercicio con carácter general168. Dicho con otras palabras, hoy en día ya
no se identifican con ningún status que pretenda definir abstractamente la titularidad o
el ejercicio de los derechos fundamentales, por lo que no pueden fungir como criterios
de atribución de la ciudadanía.

241
De las condiciones de titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales
destacan tres que, por su incidencia cuantitativa y cualitativa, permiten abstraer los
criterios generales conforme a los cuales atribuye el ordenamiento democrático la
ciudadanía y, por tanto, clasificar los grados de integración del individuo en la
comunidad que expresan los derechos fundamentales. Se trata de la nacionalidad, la
residencia continuada en el territorio del Estado y la afectación territorial o personal por
el poder público del Estado. Las tres actúan como criterios generales para que el
individuo pueda, a través de la titularidad y ejercicio de los derechos fundamentales,
integrarse en la comunidad y participar de forma efectiva en las distintas esferas de
comunicación social existentes en ésta. En efecto, la nacionalidad, como ya se vio, es la
única condición que incide sobre la titularidad de un buen número de derechos
fundamentales169; el ius domicilii aparece muy frecuentemente en el desarrollo legal de
los derechos como condición directa o indirecta para el ejercicio en el territorio del
Estado o de una de sus unidades territorialmente descentralizadas de otro gran número
de derechos fundamentales, y de derechos legales sobre todo de carácter social; por
último, la afectación territorial o personal por el poder público es la condición general,
derivada del principio democrático, para la atribución de la titularidad de los derechos
fundamentales, y opera respecto de derechos que no requieren el grado de afectación
por el ordenamiento que expresan las otras dos condiciones.
Frente a ellas, la pertenencia a un grupo étnico ya no suele ser un criterio de
atribución de la ciudadanía en los ordenamientos democráticos, sino que actúa
indirectamente a través de la nacionalidad, que en ocasiones se sirve de criterios que
tratan de recrear esa comunidad étnica170. Sin embargo, no faltan ejemplos
excepcionales de ello, tanto en el derecho comparado -por ejemplo el art. 116 GG
alemana171, el art. 15.3 Const. portuguesa o la Ley de status húngara de 2001172-, como
en los ordenamientos autonómicos –véase a título de ejemplo el art. 8 Estatuto de
autonomía del Principado de Asturias173, que reconoce su “asturianía” a las
comunidades asturianas asentadas en el extranjero, entendiendo por tal a su capacidad
para participar en la vida económica, social y cultural de la Comunidad Autónoma, esto
es, para contribuir al mantenimiento de un determinado acervo étnico-cultural asturiano
(arts. 2 a 11 de la Ley 3/1984, del Principado de Asturias, de 9 de mayo, de
reconocimiento de la asturianía)-. Unos y otros ordenamientos prevén por razones ético-
políticas o por razones étnico-culturales la extensión de algunos derechos de ciudadanía
–sobre todo en el ámbito sociocultural- a quienes no poseen la nacionalidad ni residen

242
en el territorio del Estado o de la Comunidad Autónoma, ni se ven de otro modo
afectados por la acción del poder público de éstos, por lo que su extensión más allá de
los supuestos excepcionales constitucional o estatutariamente previstos plantea graves
problemas de compatibilidad constitucional con el principio democrático.
El predominio de unos u otros criterios definitorios de la pertenencia del individuo a
una comunidad da lugar en cada ordenamiento constitucional a diferentes modelos de
ciudadanía, más o menos graduales, y más o menos abiertos y flexibles en los niveles de
pertenencia. Así, la nacionalidad, la presencia en el territorio de un Estado y la
afectación por el poder público174 son utilizados parcialmente por los modelos
nacionalista (comunitarista), utilitarista y constitucionalista175, como criterios de
construcción de una comunidad política, esto es, como criterios de atribución de la
ciudadanía, que van desde la adscripción a comunidades más o menos cerradas hasta la
participación dinámica y abierta en una sociedad global que sigue teniendo como eje
central al Estado-nación. Los ordenamientos que pretenden que la ciudadanía
desempeñe fundamentalmente una función excluyente de aquellos individuos que no
forman parte de un sujeto colectivo prejurídico, cultural y/o políticamente homogéneo,
al que imputan la soberanía, utilizarán casi exclusivamente la nacionalidad, y la misma
se reducirá a la igual capacidad de los integrantes de ese sujeto colectivo para ejercer la
soberanía. Por el contrario, los ordenamientos para los que la ciudadanía ha de
desempeñar una función eminentemente incluyente del máximo número de individuos
en el mayor número de ámbitos de comunicación, con la finalidad de contribuir a la
legitimación de un ordenamiento mayoritariamente territorial mediante la cohesión
política, social y económica que proporciona aquélla, depositarán en el ius domicilii el
principal peso de la atribución de la ciudadanía. La elección entre unos y otros es una
decisión autorreferente y positiva de cada sistema jurídico, pero viene funcionalmente
predeterminada. En la medida en que la ciudadanía se diferencie funcionalmente de la
nacionalidad, como se ha expuesto, el ordenamiento tenderá a utilizar los criterios de
atribución de la ciudadanía que le sean funcionalmente más adecuados. Si, además, trata
de expresar un alto grado de autorreferencialidad y de positividad a través de su
estructuración democrática, lo que suele ocurrir en sociedades altamente complejas
como las contemporáneas, será funcionalmente necesaria la combinación de los tres
criterios (nacionalidad, ius domicilii y afectación), pues ninguno de ellos resulta
suficiente por sí solo para cumplir la función diferenciadora de la ciudadanía.

243
Para evitar una definición cerrada de la comunidad, los ordenamientos
democráticos suelen combinar dichos criterios de atribución de la ciudadanía entre sí,
porque de lo contrario difícilmente satisfarían las exigencias de integración que se
derivan de la diferenciación funcional del Estado social y democrático de derecho. Sin ir
más lejos, el manejo exclusivo del criterio de la nacionalidad plantea serias objeciones
democráticas derivadas, por ejemplo, de que la vinculación personal con el
ordenamiento de los nacionales residentes permanentemente en el extranjero no parece
suficiente como para justificar su integración en los procesos de participación política
con mayor capacidad decisoria, e inversamente la vinculación territorial de los
extranjeros residentes parece suficiente para su participación en algunas esferas de
decisión política. Del mismo modo, el manejo exclusivo del ius domicilii para la
atribución de todos los grados de ciudadanía, desconoce la necesidad funcional de un
conjunto estable y permanente de súbditos (nacionales) que no puedan escapar con su
simple movilidad territorial a la aplicación del ordenamiento estatal, y la correlativa
necesidad democrática de atribuir a ese colectivo nacional una capacidad de
participación política más intensa correspondiente con su doble sujeción territorial y
personal. E incluso el criterio de la afectación es incapaz, aisladamente considerado, de
expresar los grados de integración social del individuo, correlativa de una pluralidad de
grados de afectación, y de hacerlo, requiere entonces el complemento de los otros dos
criterios.
Como se verá seguidamente, la CE de 1978 asume estos tres criterios
conjuntamente y dibuja un modelo de ciudadanía que se corresponde, por utilizar un
símil, con varios círculos secantes. De este modo, los ciudadanos en los que concurre el
criterio personal de la nacionalidad constituyen el círculo más amplio personalmente y
dotado del mayor número de derechos y deberes de ciudadanía política. A éste le sigue
otro círculo, más reducido personalmente y también algo menos extenso en derechos y
deberes de ciudadanía, compuesto por los ciudadanos de la Unión Europea. Éste va
seguido de otro círculo más amplio personalmente que el anterior, pero mucho más
pobre en derechos y deberes de ciudadanía, compuesto por los denominados “denizens”
o extranjeros residentes permanentes. Para terminar, está el círculo más extenso –a tenor
simplemente de las cifras de turistas que cada año entran en nuestro país- en el que se
encuentran los extranjeros que simplemente tienen un contacto territorial o personal
ocasional con el poder público de un Estado, y que es el más limitado en derechos y
deberes de ciudadanía. En este sentido, el acceso a la ciudadanía presupone alguno de

244
estos tres vínculos entre el individuo y el poder público estatal o supraestatal. Y por ello
mismo, aunque parte de la ciudadanía esté compuesta por derechos de los denominados
por la Declaración de Derechos de 1789 “derechos del hombre”, lo cierto es que su
titularidad es más general que universal, en el sentido de que su disfrute requiere como
mínimo el tercero de los criterios de atribución de la ciudadanía, esto es, la afectación
por el poder público que los reconoce176.

1. El criterio derivado del carácter personal del ordenamiento estatal: la


nacionalidad
1.1 Nacionalidad, ciudadanía y mayor grado de sujeción al ordenamiento
El principal criterio de acceso a la ciudadanía ha sido y es la nacionalidad, lo que
se deriva, como ya se ha visto, de la íntima vinculación existente entre una y otra
categoría desde los movimientos revolucionarios liberal-democráticos de los siglos
XVII y XVIII. Aunque la misma se haya ido diluyendo y se haya producido una parcial
desvinculación de ambas categorías, lo cierto es que, sobre todo en el ámbito de la
ciudadanía política, pero también en algunos sectores de la ciudadanía socioeconómica,
sigue siendo el criterio decisivo para la atribución del más alto grado de participación en
la formación de la voluntad del ordenamiento jurídico, lo que explica su presencia como
criterio de atribución de la ciudadanía. En ese sentido, la condición de nacional suele
atribuir al individuo la titularidad, y en muchos casos también el ejercicio, de los
derechos políticos strictu sensu como el de sufragio activo y pasivo en los órganos
parlamentarios nacional y autonómico o como el de acceso a las funciones y públicas
que suponen el ejercicio de jurisdicción o de autoridad. Y ello, descartadas ya las
fundamentaciones filosófico-políticas de corte metapositivo, sólo como consecuencia de
la más intensa sujeción personal y territorial que se deriva de la condición de nacional.
Esta exclusividad del criterio de la nacionalidad para la atribución de la ciudadanía se
pone de relieve sobre todo en aquellos ordenamientos que, como el alemán, conciben al
sujeto colectivo de la soberanía como la explicación causal de todo el poder y en él
cifran el ejercicio de toda la soberanía (BVerfGE, 83, 60, BVerfGE, 83, 37, y BVerfGE,
89, 155)177.
El ordenamiento español asume este criterio como el principal de atribución de
la ciudadanía, en la medida en que el art. 1.2 CE imputa la soberanía nacional al Pueblo
español, condición esta última que se adquiere con la nacionalidad. Correlativamente,
los arts. 13.2 y 23 CE atribuyen, como ya se ha dicho, a los ciudadanos españoles la

245
titularidad y el ejercicio de los derechos políticos strictu sensu -participación en los
asuntos públicos directamente o a través de representantes, así como el derecho de
acceso a los cargos y funciones públicas en condiciones de igualdad con los requisitos
que señalen las leyes- (DTC 1/1992, de 1 de julio, F.J. 3º), haciendo imposible a los
extranjeros acceder a aquellos derechos, salvo en lo que se refiere al derecho de sufragio
activo y pasivo en las elecciones municipales y a los cargos y funciones públicas que no
impliquen ejercicio de jurisdicción o autoridad. El texto constitucional también utiliza el
criterio de la nacionalidad para conferir a los españoles preferente –aunque no
exclusivamente- una serie de derechos fundamentales de ciudadanía social y económica,
como el derecho al trabajo (art. 35), el derecho de acceso al territorio (art. 19 CE) que,
como ya se dijo antes, es el presupuesto material del acceso al ejercicio efectivo de la
mayoría de los derechos de ciudadanía –piénsese en el acceso a los derechos legales,
previstos en desarrollo de los principios rectores de la política social y económica del
Capítulo III, del Título I- y también derechos de participación cívica como el de
ejercicio de la acción popular (art. 125 CE y arts. 101 y 270 LECr.). La nacionalidad es,
pues, en nuestro ordenamiento una condición sine qua non para el acceso a una parte de
la ciudadanía, dentro de la cual se ejercen a nivel nacional o autonómico derechos
políticos strictu sensu, algunas de cuyas decisiones normativas son tan intensas –
competencia sobre la competencia- que determinan constitucional o legalmente las
condiciones de disfrute del resto de grados de ciudadanía.
Ya se hizo alusión antes a las consecuencias jurídicas que tiene respecto de la
nacionalidad la estructuración democrática de la creación normativa en torno a la
existencia de un sujeto colectivo178, que conducían a una necesidad de reinterpretar y,
en caso de no ser posible dicha reinterpretación, a declarar inconstitucionales buena
parte de los criterios y requisitos legales de atribución y adquisición de la nacionalidad.
Por ello, nuestro texto constitucional ha tratado de reducir el negativo impacto
democrático que puede derivarse de una inadecuada configuración legal de la
nacionalidad como criterio de atribución de la ciudadanía. De un lado, graduando la
ciudadanía política, de modo que se circunscriba la exclusividad de la participación
política de los nacionales a aquellas funciones normativas cuyos efectos espaciales,
temporales y personales se corresponden con la mayor intensidad de la sujeción
personal y territorial que genera la nacionalidad. De otro lado, estableciendo límites
constitucionales, derivados del principio democrático, a la aparente libertad del
legislador para regular la nacionalidad. En efecto, dado que la nacionalidad es el vínculo

246
formal que permite construir ese sujeto colectivo en el que se va a concentrar el núcleo
de la ciudadanía, esto es, el núcleo del ejercicio de la soberanía, los criterios que el
constituyente o legislador utilicen para su creación tendrán una incidencia decisiva en
cuál sea la caracterización de este sujeto y, por tanto, reflejar el compromiso
democrático entre comunitarismo (mayoría) e individualismo (minoría).

1.2 La democratización del vínculo entre nacionalidad y ciudadanía


La distinción entre las fórmulas soberanistas de la soberanía nacional y la
soberanía popular179 utilizadas por los textos constitucionales, posee un significado
dogmático-jurídico, igualitario-participativo (soberanía popular) y representativo
(soberanía nacional)180 que, de antitéticas cuando se aplicaban a la cualidad de un sujeto
prejurídico, pasan a ser compatibles cuando se consideran principios de estructuración
del ordenamiento jurídico181. Precisamente por ello, la concepción de la ciudadanía
como una manifestación de la soberanía democrática, debe encontrar un reflejo
recíproco en los criterios con los que el texto constitucional sujeta al legislador de la
nacionalidad, como sucedía en los textos revolucionarios franceses en los que la propia
Constitución parecía plasmar esa interdependencia al confundir en una sola las
categorías de ciudadano y de nacional. El carácter democrático de la soberanía nacional
o popular exige que el legislador de la nacionalidad tenga en cuenta la función
legitimadora que desempeña la ciudadanía en el Estado democrático y, por tanto, no
otorgue la nacionalidad a quién prácticamente carece de vinculación como súbdito con
el Estado, esto es, a quien por no residir ha de ser considerado extranjero en sentido
roussoniano del término182, ni se la niegue a quién, por el contrario, posee esa
vinculación, pero pertenece a un grupo étnico-cultural o políticamente minoritario,
puesto que, como se ha visto, ni la identidad étnico-cultural ni la identidad política son
criterios democráticos admisibles para la construcción del sujeto colectivo al que se
imputa la soberanía.
Esta necesidad de reinterpretación en términos democráticos de la vinculación
entre nacionalidad y ciudadanía es la razón de que muchos ordenamientos, incluido el
español, añadan al criterio de la nacionalidad el del ius domicilii, requiriendo de facto
(por ejemplo, respecto de miembros del Gobierno o los Diputados y Senadores) o de
iure (véase, por ejemplo, el art. 77 de la Ley de Funcionarios civiles del Estado de 1964,
y el art. 370.1 LOPJ) la residencia en el territorio estatal para el ejercicio de la mayor
parte de los derechos de ciudadanía política que tienen reservados los nacionales. De

247
dicho requisito se excluye en nuestro ordenamiento, sin embargo, en virtud del art. 68.5
CE, el ejercicio del derecho de sufragio activo por parte de los españoles residentes en
el extranjero, lo que no parece del todo congruente con la exigencia democrática de
correspondencia entre el grado de participación política y el grado de sujeción o
afectación por el ordenamiento. De dudosa constitucionalidad, por esa misma
incongruencia democrática es la extensión que los Estatutos de autonomía han realizado
de esta misma garantía a los españoles que hubiesen tenido su última vecindad
administrativa en el territorio de la Comunidad Autónoma, y que opera no sólo respecto
del ejercicio del derecho de sufragio, sino también respecto de todos los derechos
políticos strictu sensu que confiere la ciudadanía autonómica (art. 8.2 Estatuto de
Autonomía del Principado de Asturias), así como la que ha realizado el art. 190 LOREG
respecto del derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales de los
españoles que se encuentran fuera de España. La correspondencia democrática
requeriría que sólo los españoles residentes en el territorio nacional y, por tanto,
mayoritariamente sujetos al ámbito de aplicación territorial del ordenamiento español,
pudieran participar en dicho núcleo de la ciudadanía política. El propio art. 31.2
LOREG lo pone de manifiesto al habilitar a los emigrantes españoles para el ejercicio
del derecho de sufragio en todas las elecciones siempre que estén inscritos en el registro
de residentes-ausentes. Con todo, en la práctica, por lo menos en lo que se refiere al
sufragio activo, dicho registro no conlleva una efectiva sujeción territorial con nuestro
ordenamiento de los nacionales emigrados. Aunque el texto constitucional no distinga
entre sufragio activo y pasivo en el art. 68 CE, lo cierto es que la exigencia de la
residencia efectiva en España termina siendo necesaria para el desempeño del cargo
representativo, no tanto porque se haya establecido legalmente una cláusula de
inelegibilidad o de incompatibilidad, sino por que los Reglamentos parlamentarios
imponen a los Diputados y Senadores el deber de asistir a las sesiones parlamentarias,
que se extienden continuadamente a lo largo de la semana y del año, con lo que, de
facto, excluye a los emigrados que pretendan seguir siéndolo del ejercicio del derecho
del sufragio pasivo. En este sentido, hubiera sido deseable una regla semejante a la
establecida por el art. 14 de la Constitución portuguesa, que ordena al Estado dispensar
a los nacionales (portugueses) emigrados protección para el ejercicio de los derechos
fundamentales que no sea incompatible con su ausencia del país, abriendo la puerta a
que por exigencias del principio democrático el derecho de sufragio activo pudiera
serlo.

248
De semejante cambio en la comprensión democrática de los criterios de
atribución de la nacionalidad por nacimiento no se deduce necesariamente el manejo de
criterios como el ius soli en lugar del ius sanguinis. Tanto uno como otro criterio
pueden resultar incompatibles con esta comprensión democrática de la nacionalidad y la
ciudadanía y terminan determinando una construcción étnico-cultural de la
nacionalidad, si se combinan adecuadamente con el ius domicilii183. De ahí que, como
ya se vio, resulte más que discutible, atribuir la nacionalidad por nacimiento a quien ha
nacido y reside con sus padres, nacionales de origen, fuera del territorio estatal de forma
permanente, pues su sujeción al ordenamiento del Estado se reduce al mínimo, pero,
igualmente, es discutible atribuírsela por el mero hecho casual de haber nacido en el
territorio de un determinado Estado184 con independencia de la vinculación que vaya a
tener con ese ordenamiento. Casi todos los Estados, tanto los que parten de una
aplicación más pura del ius sanguinis como los que parten de una aplicación más radical
del ius soli terminan por combinarlos entre sí, generando modelos mixtos. Sin embargo,
rara vez los combinan con la suficiente intensidad con el principio de residencia (ius
domicilii), lo que sería la auténtica exigencia de la construcción democrática de la
nacionalidad y la ciudadanía en ordenamientos territoriales en los que, a pesar de existir
sujeción personal y extraterritorial, la principal sujeción al poder público sigue siendo
territorial.
Otra exigencia de cambio democrático en el criterio de la nacionalidad como vía
de acceso a la plena ciudadanía política opera en el ámbito su adquisición derivativa
(naturalización), y lleva a reinterpretar las exigencias de dominio de la lengua,
conocimiento de la historia, integración socio-cultural para evitar que perfilen la
construcción de un ente colectivo étnico-culturalmente homogéneo, pero también las de
conocimiento del sistema político-constitucional, buen comportamiento cívico, no
comisión de actos criminales o lealtad política con el colectivo nacional, para evitar que
diseñen un sujeto política y/o culturalmente homogéneo, desconociendo en uno y otro
caso el multiculturalismo que se deriva de la garantía de derechos civiles, políticos y
sociales a los ciudadanos extranjeros. Además, es también criticable que algunas de
estas exigencias actúen sólo respecto de la nacionalidad derivativa, pero no respecto de
la nacionalidad originaria, cuando desde un punto de vista democrático el criterio
jurídico de pertenencia al sujeto colectivo nacional debe responder a la misma
funcionalidad en la atribución de la nacionalidad por nacimiento que en la adquisición

249
por naturalización185. Ciertamente, no es posible exigirlas con el nacimiento, ni parece
adecuado que operen posteriormente como causas de pérdida de la nacionalidad, pues
ello permitiría al individuo, con su deliberada y grave infracción del ordenamiento
jurídico, sustraerse a la necesaria sujeción personal que genera la nacionalidad y, en su
caso, defraudar las exigencias de un Estado social y democrático de derecho. Pero sí
cabría que operasen como causas de pérdida de la ciudadanía política plena que otorga
la nacionalidad originaria.

2. El criterio derivado del carácter territorial del ordenamiento estatal: el ius


domicilii
La paulatina desvinculación de la nacionalidad y la ciudadanía que experimentan
algunos ordenamientos queda patente no sólo en que se extiendan los derechos que
permiten la integración en la comunidad de los extranjeros con un contacto territorial
mínimo con el Estado, como por ejemplo sucede en los EE.UU. con el “due process of
law”(Sentencia de la Corte Suprema Zadvydas v. Davis, 533 US 678, 693 (2001)), sino
también en que el ius domicilii cobre una inusitada importancia como criterio para el
disfrute de los derechos de ciudadanía, especialmente por parte de los extranjeros
residentes que, así, dejan de ser denizens y se convierten en cierto grado en citizens. No
parece que este ius domicilii pueda ser suficiente como único criterio de atribución de la
ciudadanía186, pues siguen existiendo derechos y deberes de ciudadanía respecto de los
que casi todos los ordenamientos utilizan el criterio de la nacionalidad y no exigen la
residencia ni para su titularidad ni para su ejercicio, llegándose incluso en nuestro
ordenamiento a la ficción jurídica de considerar residente-ausente a los nacionales
emigrantes. Y del mismo modo, una parte de la inclusión social que produce la
ciudadanía –sobre todo en el campo de los derechos civiles (libertad ideológica y
religiosa, libertad personal, integridad física y moral, intimidad, honor y propia imagen,
etc…)- ni siquiera exige la presencia en el territorio del Estado –mucho menos la
nacionalidad-, sino que basta la afectación por el poder estatal para que cualquier
individuo pueda invocarlos en cualquier lugar. Pero tanto para el disfrute de ciertos
derechos sociales (asistencia sanitaria no urgente, derecho a la educación no obligatoria,
prestaciones no básicas de la seguridad social, etc…), como para el disfrute de derechos
de ciudadanía política local, cobra cada vez más fuerza en las legislaciones de los
Estados el criterio de la presencia física continuada en el territorio de éste.

250
En este sentido, por lo que se refiere a la Constitución española de 1978, aunque
ésta atribuya los derechos civiles a la persona por el mero hecho de verse afectada por el
poder público, sigue siendo mayoritaria cuantitativa y cualitativamente la vigencia
territorial de aquéllos, con lo que va a ser la presencia del extranjero en el territorio lo
que le permita su disfrute y su consiguiente capacidad de participación ciudadana en las
diversas esferas de comunicación social. Además, el legislador, siguiendo la
habilitación constitucional del art. 13.2 CE, ha extendido parte de los derechos políticos
strictu sensu, inicialmente atribuidos a los españoles –como el derecho de sufragio en
elecciones locales y el acceso a cargos y funciones públicas que no conlleven
jurisdicción o autoridad-, a algunos extranjeros residentes legalmente en España, lo que
coloca la presencia territorial en el centro del ejercicio de un buen número de derechos
de ciudadanía. Por último, en lo que se refiere a los derechos sociales, el art. 27 CE y el
art. 9.3 LODLE han reconocido el derecho a la educación no obligatoria a los
extranjeros residentes en el territorio nacional, mientras que los arts. 12.1, 13 y 14.1
LODLE, en desarrollo de los principios rectores de los arts. 43, 47 y 41 CE, han
extendido también a los extranjeros empadronados residentes –legal o ilegalmente- los
derechos a la asistencia sanitaria no urgente, las ayudas de vivienda y las prestaciones
no básicas de la seguridad social.

2.1 ¿Vecindad civil, domicilio o residencia?


Un primer problema asociado al manejo de este criterio del ius domicilii en la
atribución de alguno o algunos de los diversos grados de ciudadanía es el relativo a cuál
es la figura jurídica que se utilice para recubrir de esa vinculación con el territorio del
Estado: la vecindad civil, el domicilio o la residencia187. Aunque terminen siendo
institutos jurídicos con un significado diferente, lo cierto es que se encuentran
interrelacionados entre sí, pues normalmente la vecindad permite al individuo residir en
un determinado lugar, que es tenido por su domicilio legal cuando constituye su
residencia habitual. A la hora de realizar un análisis crítico de las tres figuras se ha de
tener en cuenta la función jurídica del ius domicilii. Si éste expresa el mérito del
individuo para su integración como ciudadano en las diversas esferas de comunicación
social, el cual radica en su mayor sujeción normativa como consecuencia de su arraigo
en el territorio del Estado, no todos los institutos mencionados expresan este mérito con
igual intensidad. La vecindad civil lo sobreexpresa al generar un vínculo entre el
individuo y un subordenamiento territorial que se personaliza y tiende a aproximarse a

251
la nacionalidad. El domicilio, por su parte, lo minusexpresa al no requerir una mínima
continuidad en la residencia para imputarle un domicilio a un individuo, bastando la
mera declaración por parte de éste de una ubicación territorial estable que sirva de
referente para el ordenamiento188. En realidad, sólo la residencia continuada resulta
funcionalmente apta para expresar el vínculo territorial que requiere la ciudadanía.
El ordenamiento español contempla la vecindad, el domicilio y la residencia en
distintos sectores del ordenamiento (civil, social, sanitario, educativo, tributario) con
diversos efectos jurídicos respecto de la atribución de derechos de ciudadanía. Así, la
vecindad civil (arts. 14 ss. CC) determina, como ya se vio más atrás, la aplicación
personal de un subordenamiento territorial (foral), al que se vinculan particularidades en
la regulación del ejercicio de algunos derechos y deberes fundamentales, como el
derecho al matrimonio, el derecho de propiedad, o las obligaciones tributarias. Ello
explica que se adquiera principal y primordialmente por nacimiento (art. 14 CC), con un
papel secundario de la residencia (art. 15 CC), que únicamente permite cambiar la
vecindad civil del nacimiento por la del territorio que se habite continuadamente con
declaración de voluntad al efecto y sin declaración contraria al mantenimiento de la
vecindad originaria. Nuestro Tribunal Constitucional (STC 156/1993, de 6 de mayo, F.J.
3º) ha dejado clara la diferencia entre residencia y vecindad civil, por lo que, aunque
ésta se pueda servir de la vinculación territorial que expresa la residencia para crear el
vínculo jurídico de la vecindad civil, éste es un vínculo que, como ya se expuso más
arriba, tiene una naturaleza parecida a la nacionalidad en el sentido de que opera más
como vínculo personal que territorial.
Por su parte, el domicilio o vecindad administrativa viene regulado en la Ley
7/1985, de 2 de abril, reguladora de las bases del régimen local (arts. 15 y ss.) y en los
arts. 53 ss. Real Decreto 1960/1986, de 11 de julio, por el que se aprueba el Reglamento
de población y demarcación territorial de las Entidades Locales (RPDTEL). La misma
atribuye al vecino domiciliado en el municipio derechos y deberes de ciudadanía local
(derecho de petición, ciertas obligaciones tributarias, etc…), y es utilizada por otros
sectores del ordenamiento para condicionar el ejercicio de derechos políticos strictu
sensu -derecho de sufragio nacional, autonómico y local, acceso a cargos y funciones
públicas- (véase a título de ejemplo el art. 4.1, 6.1 en relación con el art. 32 ss. LOREG,
art. 7 y 8 Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias)189 o derechos sociales -
asistencia sanitaria, seguridad social, educación, vivienda…- (véase a título de ejemplo
la Ley del parlamento Vasco 10/2000, de 27 de diciembre, de Carta de Derechos

252
Sociales)190. En principio, la residencia habitual en un municipio obliga al residente a
inscribirse en el padrón municipal y, tras la reforma de la LBRL operada por la Ley
4/1996, de 10 de enero, y la reforma del RPDTEL operada por el Real Decreto
2612/1996, de 20 de diciembre, los inscritos se convierten en vecinos domiciliados en
éste con independencia de su nacionalidad (art. 15 LBRL; art. 54 y 55 RPDTEL), sin
que ello altere las reglas de atribución de los derechos fundamentales contenidas en el
texto constitucional, los tratados internacionales y las leyes orgánicas que los
desarrollen.
Cabe plantearse si la previsión del art. 15 LRBRL, conforme a la cual “la
condición de vecino se adquiere en el mismo momento de su inscripción en el padrón”,
implica un automatismo en la concesión de la vecindad administrativa, desvinculándola
de la efectiva y continuada residencia en el ámbito territorial de aplicación de las
normas, lo que, por lo menos respecto de los derechos de participación política, haría
palidecer la correlación democrática sujeción-participación191. Aunque esto no se
desprenda necesariamente del tenor literal de las normas mencionadas, que más bien
parecen exigir que se inscriba sólo a quienes posean la residencia habitual (continuada
durante más tiempo dentro del año) y la inscripción sólo subsista mientras se mantenga
ese hecho que la motivó (art. 16.1 LRBRL), la práctica administrativa habitual de no
comprobar ni la realidad ni la temporalidad de la residencia habitual de quienes instan
su inscripción en el padrón municipal, pero sobre todo el que la residencia habitual que
da lugar a la inscripción se refiera a un período inferior al año (art. 15 LRBRL), abonan
la crítica del uso la vecindad administrativa para el acceso a muchos derechos de
ciudadanía, como por ejemplo la asistencia sanitaria no urgente (art. 12.1 LODLE),
respecto de los que razones ético-humanitarias aconsejan otro criterio de atribución que
requiera una afectación menor por el poder público. La exigencia funcional de la
ciudadanía de generar una mínima identidad y cohesión colectiva entre los ciudadanos,
que sólo se da por la voluntad común de compartir un espacio de autodeterminación
política, desaparece con el automatismo de la vecindad administrativa, que transforma
la residencia en domicilio legal, identificado con el lugar estable en el que individuo
halla su centro de imputación jurídica, aunque el mismo no se corresponda con el
efectivo centro territorial de sus intereses vitales.
Debe ser, pues, la residencia continuada, esto es, la vinculación vital con el
territorio, más efectiva y continuada en el tiempo, la que justifique la atribución de
derechos de ciudadanía que permitan al individuo participar en esferas de comunicación

253
social a las que se ve sometido en dicho territorio. Al concepto de residencia se refiere
expresamente el art. 19 CE cuando reconoce a los españoles –y a los extranjeros si en
virtud del art. 13 la ley o el tratado se lo extiende- la libertad de residencia y no la
libertad de domicilio192. Se trata de un criterio que expresamente utilizan el derecho
tributario (art. 11 y art. 48 LGT) para las obligaciones tributarias y el derecho de
extranjería (art. 6 ss. LODLE) respecto del disfrute de derechos de ciudadanía,
recubierto bajo los genéricos de “domicilio fiscal” y “residencia”. Por lo que se refiere a
su duración, fuera de supuestos como el de las obligaciones tributarias que por su propia
extensión temporalmente limitada y periódica requieren circunscribir el contacto
territorial a un tiempo inferior al año, o el de ciertos derechos sociales, como el derecho
a la educación obligatoria o la asistencia sanitaria, en los que por razones ético-
humanitarias basta un contacto territorial mínimo, la residencia continuada, como
criterio de atribución de derechos y deberes de ciudadanía local o autonómica, debería
requerir una duración de uno año -que es, como se vio, el período mínimo que da
derecho a adquirir la nacionalidad española por residencia- con declaración de voluntad
expresa del interesado, o de diez años sin declaración expresa en contra, semejante al
previsto por el Código Civil para la atribución de la vecindad civil193. Con todo, el
estándar que trata de fijar el Convenio europeo sobre participación de los extranjeros en
la vida pública a nivel local es más exigente y establece una residencia mínima de 5
años (art. 6), que es reducible unilateralmente por cada Estado signatario (art. 7).

2.2 ¿Permiso de residencia o mera presencia física continuada en territorio del


Estado?
La residencia continuada, en tanto expresión deseable del criterio del ius
domicilii, no ha de ser confundida ni en su duración ni en los requisitos exigibles con la
situación de residencia legal prevista en las leyes de extranjería. Esta última hace
referencia al título necesario para desarrollar la residencia continuada en el territorio del
Estado más allá de noventa días y se adquiere incluso antes de haber residido
continuadamente en el territorio del Estado (art. 30 bis ss. LODLE). Las fórmulas
jurídicas que contempla la Ley de extranjería bajo el nomen iuris de “permisos de
residencia” de los extranjeros en España (residencia temporal y residencia permanente)
coinciden parcialmente con la residencia continuada del ius domicilii, pues engloban
situaciones de presencia continuada en el territorio, superiores al año, pero también
otras de duración inferior. Sin embargo, del mismo modo que sucede con la residencia

254
exigida para la adquisición de la nacionalidad, la residencia continuada del ius domicilii
debe incluir también a los estudiantes que prorrogan su situación de estancia más allá
del año (art. 33 LODLE) y, para el disfrute de ciertos de derechos de ciudadanía, a los
que residen de forma continuada durante más de un año en el Estado español, aunque no
lo hagan legalmente. Una buena prueba de la prescindibilidad de la exigencia
“residencia legal” en la atribución de derechos de ciudadanía la ofrece el art. 14.3
LODLE que reconoce a los extranjeros en cualquier situación administrativa las
prestaciones básicas de seguridad social –conforme al art. 38 LGSS hay que entender
que son las de la acción protectora- y el art. 12 LODLE y el art. 1.3 de la Ley 14/1986,
de 25 de abril, general de sanidad (LGS) que les reconocen el derecho a la asistencia
sanitaria no urgente con sólo estar empadronados, a diferencia de lo que sucede en
algunos ordenamientos de nuestro entorno (art. 34, 35 y 41 Decreto Legislativo italiano
286/1998). Y también la ofrecen los arts. 9 LODLE y 3 LODE que les reconoce el
derecho a la educación básica obligatoria con sólo su presencia –legal o ilegal- en el
territorio nacional (art. 38 Decreto Legislativo italiano 286/1998). Unos y otros
preceptos incluyen por exceso a los no residentes, pero también por defecto a los
residentes que no tienen un permiso legal de residencia. Por el contrario, el art. 14.1
LODLE y el art. 6.1 del Real Decreto Legislativo 1/1994, de 29 de junio, por el que se
aprueba el texto refundido de la ley de la seguridad social (LGSS) extienden las
prestaciones no básicas de la seguridad social (cotizaciones y prestaciones) sólo a los
extranjeros residentes o que se hallen legalmente en España y reúnan los demás
requisitos que la Ley establece para los españoles. Finalmente, algunas normas, como
los arts. 176 y 177 LOREG y el art. 6.1 LODLE respecto del derecho de sufragio activo
y pasivo en las elecciones locales de los extranjeros residentes, con cuyos Estados de
origen haya tratado de reciprocidad, no han establecido una distinción expresa entre
residencia continuada y residencia legal de los extranjeros, y utilizan el genérico
concepto de residencia, de forma muy parecida a la expresión “residente regular” del
art. 2.3 Decreto Legislativo italiano 286/1998. Dicha residencia no debe ser equiparada,
por las razones antedichas, al que maneja la ley de extranjería, sino que requiere la
presencia continuada y superior al año en el territorio nacional de quienes tienen un
permiso de residencia o una autorización de estancia prorrogada.
La razón de que el ius domicilii, como genérico criterio de atribución de ciertos
derechos de ciudadanía, deba apartarse del concepto de residencia que utiliza la ley de
extranjería estriba en que, de otra manera, se daría la paradoja de que ciertos individuos

255
se encontrarían residiendo continuadamente en nuestro país y, por tanto, estarían
sometidos de forma más o menos permanente a la mayor parte de las normas que
regulan las distintas esferas de comunicación social de nuestro ordenamiento y, sin
embargo, estarían privados de algunos derechos de ciudadanía respecto de los cuales el
ius domicilii es funcionalmente un criterio de atribución adecuado. Buena prueba de ello
es que ni siquiera la adquisición de derechos de ciudadanía es suficiente incentivo para
que los inmigrantes se empadronen y se adquieran la condición de vecinos del
municipio, pues con ello se hacen visibles para el ordenamiento de acogida que puede
conocer, así, su presencia en el territorio del Estado y la naturaleza legal o ilegal de ésta,
con el consiguiente temor a ser expulsados. Ello no sólo dificulta sus posibilidades de
acceder a diversos derechos de ciudadanía (participación política o de percepción de
ayudas sociales), vinculados a la presencia territorial, sino también la prueba de la
residencia necesaria para nacionalizarse y, así, acceder al núcleo participativo de la
ciudadanía política. El ius domicilii exige, pues, una presencia continuada en el
territorio del Estado, que en ocasiones, puede exigirse que sea legal y en otras ocasiones
no, pero que incluso en el primero de los supuestos no ha de ser identificado únicamente
con el título jurídico previsto por la ley de extranjería bajo el nomen iuris de “permiso
de residencia” para tener acceso a ese contacto territorial continuado

2.3 ¿Residencia legal e ilegal?


Esto nos pone en relación con el tercero de los aspectos problemáticos a analizar
respecto del uso del criterio del ius domicilii en la atribución de la ciudadanía. Se trata
de saber si el mismo requiere la mera presencia física en el territorio del Estado (sea ésta
legal o ilegal) o si, por el contrario, únicamente admite la presencia legalmente
autorizada por el ordenamiento. Para dar respuesta a esta cuestión hay que tener en
cuenta que el criterio del ius domicilii desempeña una diferente función jurídica según
sea utilizado para determinar la ciudadanía o la nacionalidad, como consecuencia de la
también diferente funcionalidad jurídica que, como se ha venido insistiendo, tienen una
y otra institución jurídica. Mientras que la adquisición de la nacionalidad puede requerir
hasta cierto punto la legalidad de la residencia en el territorio como signo externo de la
aptitud del individuo para integrarse en el colectivo de súbditos permanentes, la
ciudadanía pretende servir a la eficacia del ordenamiento jurídico a través de su
diferenciación interna, democratizándolo mediante la inclusión del mayor número
posible de súbditos. Y esta sujeción se da, para ciertos derechos de ciudadanía, tanto si

256
el acceso al territorio es legal como si es ilegal. Por ello, no se puede dar una respuesta
unívoca a la cuestión de la legalidad o ilegalidad de la residencia continuada, sino que
debe atenderse a cada derecho fundamental para saber si por su caracterización
constitucional y legal se puede exigir por el legislador que lo desarrolla (art. 81 CE) o
regula su ejercicio (art. 53.1 CE), sin conculcar las exigencias formales de razonabilidad
del principio de igualdad, la presencia en el territorio del Estado, y si, además, al
establecer dicha exigencia, se puede distinguir entre españoles y extranjeros. Así lo han
entendido la mayoría de los ordenamientos, como, por ejemplo, el italiano que, junto a
la genérica declaración del art. 2.1 Decreto Legislativo italiano 286/1998 para que los
extranjeros que se hallen en el territorio italiano disfruten de los derechos fundamentales
–concretada después (arts. 2.5, 38.1 y 35.3 Decreto Legislativo italiano 286/1998) en la
tutela judicial efectiva, el derecho a la educación o la asistencia sanitaria urgente-, a
continuación requiere la residencia legal (arts. 2.2 ss. Decreto Legislativo italiano
286/1998) para el disfrute de la mayor parte de los derechos políticos y sociales; lo
mismo que hace el derecho norteamericano, excluyendo del disfrute de la mayoría de
los derechos sociales -salvo la asistencia sanitaria de urgencia o el derecho a la
educación obligatoria de los menores- a los extranjeros que no sean residentes
permanentes, refugiados, cubanos o haitianos, etc…, incluidos, pues, los ilegales
(§§1611, 1621, 1641, Capítulo 14, Título 8, Código de los EE.UU.).
En este sentido, nuestro ordenamiento prevé en el art. 18.2 LBRL que “la
inscripción de los extranjeros en el padrón municipal no constituirá prueba de su
residencia legal en España ni les atribuirá ningún derecho que no les confiera la
legislación vigente, especialmente en materia de derechos y libertades de los extranjeros
en España”. Cuando lo que tendría que decir es lo contrario, esto es, que allí donde el
ordenamiento jurídico no exija, por inconstitucional, la residencia legal para el ejercicio
de ciertos derechos de ciudadanía –tal y como sucede con la mayoría de los derechos
civiles y algunos derechos sociales como la educación básica, la asistencia sanitaria
urgente y las prestaciones sociales básicas (arts. 3.1. 12 y 14.2 LODLE)194-, la mera
ilegalidad de la residencia o su falta de coincidencia con el concepto de residencia que
maneja la ley de extranjería no es suficiente para excluir al individuo del acceso a
algunos de esos grados de ciudadanía. Solo allí donde el derecho fundamental integrante
de la ciudadanía, por su mayor vinculación con la efectiva sujeción al poder público
estatal y, por tanto, con la función de la nacionalidad, admita constitucionalmente una
justificada y razonable diferencia de trato entre españoles y extranjeros, podrá el

257
legislador condicionar el ejercicio de dichos derechos de ciudadanía por parte de los
extranjeros residentes a que dicha residencia sea legal, esto es, a una característica de la
relación con el territorio de los nacionales, siempre que su exigencia sea objetiva y
razonable. Tal es el caso, por ejemplo, del derecho de sufragio en las elecciones locales
(art. 176 y 177 LOREG y art. 2 del Convenio europeo sobre participación de los
extranjeros en la vida pública a nivel local) o del derecho a acceder a un cargo o función
pública (art. 10.2 LODLE), que están además sometidos a otros requisitos de ejercicio
adicionales, en tanto derechos de configuración legal195. El extranjero ilegal estaría
sometido permanentemente a la orden de salida del territorio y puede ser devuelto o
retornado en cualquier momento196, dejando de cumplir el requisito de la residencia para
ejercer el derecho de sufragio -congruentemente con ello, el art. 190 LOREG ha
reservado la modalidad de voto por correo únicamente para los españoles residentes en
el extranjero-. Y lo mismo cabría decir del acceso en la modalidad contributiva al
sistema de seguridad social –a salvo de la percepción de las prestaciones básicas-, pues
las mismas presuponen la válida celebración de un contrato de trabajo que el extranjero
sólo podrá celebrar válidamente si posee un permiso de residencia (art. 14 y 36
LODLE)197. Pero no es el caso de otros derechos como el de asistencia sanitaria de
urgencia, el de acceso a las prestaciones básicas de la seguridad social o el derecho a la
educación, que son derechos de prestación vinculados a las obligaciones positivas de
protección que pesan sobre los poderes públicos respecto del derecho a la vida y a la
integridad física o el derecho a la educación, cuya titularidad y ejercicio no están
constitucionalmente vinculados ni a la legalidad ni a la residencia continuada misma en
el territorio del Estado. Y tampoco parece, en contra de lo que han establecido los arts.
7.1 y 8 LODLE, sobre los que está pendiente de resolución una cuestión de
constitucionalidad, que sea el caso de los derechos de reunión y asociación, por lo
menos en todas las facultades iusfundamentales que componen su contenido, puesto que
muchas de ellas (reuniones en lugar cerrado, como las dependencias de centros de
internamiento o el domicilio de los extranjeros ilegales residentes, constitución de
asociaciones no inscritas o pertenencia a las inscritas, etc…) no requieren la presencia
legal en el territorio del Estado para su ejercicio.

258
3. El criterio derivado del principio de afectación
3.1 Insuficiencia de los criterios de nacionalidad y ius domicilii
Los criterios de la nacionalidad y del ius domicilii resultan por sí solos insuficientes
para dar una respuesta democráticamente coherente a la función de la ciudadanía. El
primero plantea el problema de que el grueso cuantitativo y cualitativo del
ordenamiento jurídico sigue teniendo un carácter eminentemente territorial, por lo que
la sujeción sólo personal de los nacionales emigrados puede ser insuficiente cualitativa
y cuantitativamente para justificar la atribución de semejante grado de inclusión política
en la comunidad. Se trata de un problema que, como ya se dijo antes, tiene difícil
solución en el caso del ordenamiento constitucional español, incluso por la vía del
establecimiento de requisitos adicionales para el ejercicio de este contenido político de
la ciudadanía, debido al expreso mandato del art. 68.5 CE para que los poderes públicos
garanticen el ejercicio del derecho de sufragio de los españoles que se encuentran fuera
de España. Una posible solución pasa por la reinterpretación en términos democráticos
de la expresión del art. 68.5 CE “que se encuentren fuera de España”, entendiendo por
tal la ausencia coyuntural y no permanente, y exigiendo al nacional ciertos elementos de
vinculación territorial con España, para hacerse acreedor del ejercicio del derecho de
sufragio198. Sin embargo, esta reinterpretación ha sido implícitamente rechazada por la
Junta Electoral Central, para la cual no es necesaria la condición de vecino del
municipio para ser candidato en las elecciones locales ni para, en su caso, desempeñar el
cargo de concejal (Acuerdo de la Junta Electoral Central, de 29 de enero de 1997). La
Junta Electoral Central considera, igualmente, que los españoles pueden ser concejales
aunque tengan su residencia en el extranjero (Acuerdo de la Junta Electoral Central, de
21 de septiembre de 2000). Desde ese punto de vista, por desgracia mucho menos
justificada habría de estar entonces la interpretación aquí propuesta para las elecciones a
Cortes Generales, dado que está constitucionalmente garantizado el ejercicio del
derecho de sufragio de los españoles que se encuentran fuera de España.
Además, el art. 42 CE ordena expresamente a los poderes públicos salvaguardar los
derechos económicos y sociales de los españoles emigrados, aunque aquí el margen de
maniobra del legislador es mucho mayor para exigir cierta vinculación territorial, al
tratarse de un principio rector de la política social y económica. Tanto del Estado como
las CC.AA. contemplas ayudas económicas de diverso tipo que, en general, están
previstas principalmente para los emigrantes españoles que han retornado o quieren
hacerlo, y sólo excepcionalmente, por razones derivadas del principio de afectación

259
(humanitarias, culturales, etc…), se prevén ayudas asistenciales a los españoles que
continúan emigrados residentes fuera de España (Orden 357/2005 del Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales, de 14 de febrero, Orden 358/2005 del Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales, de 14 de febrero, Plan de Emigración del Principado de
Asturias 2004-2007).
El ius domicilii, por su parte, también es insuficiente en la medida en que el
ordenamiento estatal, aún siendo eminentemente territorial, no cubre los supuestos de
contacto territorial no continuado del extranjero, y cada vez busca nuevos y más
amplios espacios de aplicación extraterritorial –unilateralmente o por la vía de la
cooperación en el marco del derecho internacional-. Piénsese, por ejemplo, en los
extranjeros turistas y, en general, los residentes por un tiempo inferior al año, en las
misiones internacionales de los cuerpos y fuerzas de seguridad de un Estado –se
encuentren o no amparadas por el derecho internacional-, o en la actuación de los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en el territorio de otro, para los que no rige la
soberanía de este último (bases militares en territorio extranjero, embajadas, etc…).
Además, su manejo como único criterio de atribución de los derechos de ciudadanía
tampoco distinguiría los distintos grados de sujeción a que se ven sometidos los
nacionales y los extranjeros residentes, ni tampoco la diferente trascendencia que
pueden tener hacia el futuro, desde el punto de vista de la ficción jurídica del
autogobierno democrático, las decisiones adoptadas con participación de unos y de
otros. El problema no se soluciona simplemente con su combinación con el criterio de la
nacionalidad, pues ninguno de los dos criterios abarca la situación en la que se
encuentran los extranjeros que no reúnen los requisitos de residencia continuada y que,
sin embargo, por un mínimo contacto territorial con el poder público español se hacen
acreedores de ciertos derechos civiles y sociales a los que ya se ha hecho alusión, ni la
de los españoles o extranjeros residentes legalmente en España que poseen domicilio en
una Comunidad Autónoma o un municipio pero residen efectivamente en otro.
La única solución viable para uno y otro problema pasa por introducir un tercer
criterio de acceso a algunos derechos de ciudadanía –normalmente derechos civiles y
sociales con una vinculación más directa con la dignidad de la persona-. Este criterio,
subyacente a la concepción democrática de la ciudadanía que se ha esbozado en las
páginas precedentes, hace referencia a la afectación por el poder público de un Estado.
Se trata de un criterio emanado directamente de la esencia funcional del principio
democrático, que opera tanto en compañía de la nacionalidad o del ius domicilii, como

260
autónomamente al margen de ellos. En efecto, un Estado democrático sólo puede seguir
siéndolo si concibe el dogma de la soberanía nacional/popular no como una explicación
jurídico-causal del origen del poder, sino como una prescripción de la forma de
estructuración y articulación de la creación normativa, que exige que los afectados por
las normas participen en su elaboración de forma directa o indirecta, y en todo caso
plural e igual. Ello implica que la exigencia de la nacionalidad para el acceso al núcleo
político participativo de los derechos de ciudadanía se justifica en el hecho de que los
nacionales están más intensamente afectados por una serie de decisiones normativas –
constitucionales y legales - en cuya elaboración han de tener un papel participativo del
que no se hacen acreedores quienes, a pesar de la afectación territorial que exige el ius
domicilii, por la mayor limitación temporal de esta afectación y su falta de afectación
personal están sujetos menos intensamente a dichas decisiones normativas199, por lo que
sólo pueden acceder a un número limitado de derechos civiles, sociales y políticos a
través de los cuales se integran en la sociedad200. Por último, quienes se ven afectados
territorial o personalmente sin integrarse ni en el colectivo de nacionales ni en el de
extranjeros residentes han de tener, de forma correlativa a su menor afectación
territorial o personal, un haz de derechos de ciudadanía que les permita integrarse sólo
en algunas esferas sociales, como se verá a continuación.

3.2 La afectación como criterio autónomo de atribución de derechos de


ciudadanía
La afectación aparece, pues, además de como un criterio subyacente a los criterios
de la nacionalidad y el ius domicilii, como un criterio autónomo que justifica la
atribución de ciertos derechos fundamentales y, con ello, su integración parcial como
ciudadanos, a individuos que, sin poseer la nacionalidad española y sin tener contacto
territorial permanente con el Estado, se ven afectados por decisiones de los poderes
públicos dentro (por ejemplo, turistas o inmigrantes ilegales) o fuera del territorio del
Estado (por ejemplo, detenidos en territorio de otro Estado o en espacio internacional,
medios de comunicación social de ámbito transnacional, compradores a distancia,
etc…). Una Constitución democrática que quiera acrecentar su eficacia y, por tanto la
diferenciación del sistema jurídico estatal, debe integrarlos como ciudadanos por lo
menos en algunas esferas de la comunicación social, entre las que en un futuro se podría
contar incluso la política, de acuerdo con la intensidad temporal, personal y espacial de
su sujeción, y su capacidad y necesidad de integración en ciertas esferas sociales. No

261
tanto por exigencias éticas o filosófico-políticas derivadas de una percepción moral de
la dignidad humana, sino por la función incluyente de la ciudadanía. En efecto, ciertos
derechos civiles (vida, integridad física y moral, libertad personal, libertad ideológica y
de conciencia, honor intimidad y propia imagen, asociación, reunión y manifestación,
tutela judicial efectiva, principio de legalidad, principio de igualdad y prohibición de
discriminación, etc…) y sociales (educación, asistencia sanitaria de urgencia,
prestaciones sociales básicas) expresan las condiciones básicas de la comunicación
social, incluso de la mínima y puntual que tiene por súbditos a quienes no son ni
nacionales ni residentes en el territorio del Estado, y esa mínima afectación es la que
justifica en un ordenamiento democrático que se atribuyan dichos derechos
fundamentales a los súbditos afectados, para evitar con ello convertirlos en meros
objetos del ordenamiento, desconociendo con ello su condición de sujetos que se deriva
del reconocimiento de su dignidad (art. 10.1 CE). Quizás, por ello, se hable de que
todos o muchos de estos derechos están más vinculados a la dignidad de la persona. Al
igual que sucedió en los EE.UU. (Sentencia de la Corte Suprema Plyler v. Doe, 457 US
202 (1982)), se puede decir que ello convierte en “sospechoso” de inconstitucionalidad
exigir el permiso de residencia (art. 9.3 LODLE) en relación con el derecho a la
educación secundaria de los menores, puesto que se trata de un derecho de titularidad
universal en el que la falta de residencia no es una justificación objetiva y razonable
para el trato diferenciado con respecto a los españoles201. No ocurre lo mismo con la
exigencia de residencia que establecen, al igual que otros ordenamientos (§§1611, 1621,
Capítulo 14, Título 8, Código de los EE.UU.; art. 41 Decreto Legislativo italiano
286/1998), los arts. 13, y 14.1 y 2 LODLE respecto del acceso a una vivienda o el
derecho a las prestaciones no básicas de la seguridad social, pues se trata de derechos de
carácter legal, derivados de principios rectores de la política social y económica, en los
cuales el legislador podría realizar una regulación diferenciada y exigir incluso la
posesión de un permiso de residencia202. El ejercicio de estos últimos derechos está, en
general, vinculado a la presencia continuada en el territorio del Estado, por lo que se
podría ver abortada por la expulsión del extranjero del permiso de trabajo y del contacto
territorial continuado o legal que exige el ius domicilii.
Otro supuesto de aplicación del principio de afectación es el del mantenimiento de
la condición de ciudadano de los nacionales que reencuentran emigrados en el
extranjero, y también el de los extranjeros que se ven afectados por decisiones
extraterritoriales de los poderes públicos del Estado. Respecto de los primeros, en la

262
medida en que los mismos sigan más afectados cuantitativa y/o cualitativamente que los
extranjeros residentes, aunque sea con la ficción de su residencia en un registro
administrativo del Estado, estará justificado el mantenimiento de sus derechos de
ciudadanía –especialmente la política-. En caso contrario, no lo estará con base en el
argumento de que el acceso a la nacionalidad del Estado en el que residen pudiera ser
altamente dificultoso y se les estaría privando de la posibilidad democrática de
participar políticamente en los dos ordenamientos a los que se ven sujetos territorial y
personalmente. Éste es un problema derivado de la inexistencia de un ordenamiento
jurídico global, que, como se vio con respecto a la exigencia de reciprocidad, no puede
resolver cada ordenamiento jurídico estatal sin disfuncionalizar los derechos
fundamentales y los criterios de atribución de la ciudadanía, alejándolos del principio de
afectación. Respecto de los extranjeros afectados por decisiones o actuaciones
extraterritoriales del poder público, si la Constitución democrática quiere desempeñar
adecuadamente su función al servicio de la diferenciación del sistema jurídico, no debe
ver mermada su obligatoriedad y su supremacía jurídica, ni siquiera cuando los poderes
públicos actúan extraterritorialmente. En dichos supuestos, también deben tener
vigencia los derechos fundamentales203, y por tanto la capacidad de integración del
individuo en las esferas de comunicación social que la comunidad ha querido regular
jurídicamente, aunque éstas sean más reducidas y menos intensas. La Constitución,
pues, también pertenece a los extranjeros que se ven afectados por las comunicaciones
jurídicas creadas al amparo de ésta, fuera de sus fronteras, convirtiéndose con ello,
aunque sea parcialmente, en ciudadanos204.

263
NOTAS AL CAPÍTULO TERCERO

1
La integración a que se hace referencia aquí es, pues, una integración funcional del individuo en la
sociedad como sistema de comunicación, y no en una comunidad de valores; sobre ello, HOLZ, Klaus,
Citizenship: Mitgliedschaft in der Gesellschaft oder differenztheoretisches Konzept?, ob. cit., pág. 191-
192; críticamente sobre los problemas de definición y de normativización democrática que plantean los
conceptos de integración en una comunidad de Rudolf Smend o de Ronald Dworkin, LA TORRE,
Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 247 ss.
2
Sobre la diferente función política (ciudadanía) y legal (nacionalidad) de una y otra, cfr. BOSNIAK,
Linda, Constitucional citizenship through the prism of alienage, ob. cit., pág. 1309; KADELBACH,
Stefan, Staatsbürgerschaft – Unionsbürgerschaft – Weltbürgerschaft, ob. cit., pág. 91 ss.
3
HAMAR, Tomas, Democracy and the Nation State, ob. cit., pág. 35-37.
4
La ciudadanía no es, pues, el premio o punto de llegada de la integración, sino el punto de partida que
permite que ésta se lleve a la práctica, cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob.
cit., pág. 265.
5
Cfr. DAHRENDORF, Ralf, The changing quality of citizenship, en VAN SEENBERGEN (Edit.), The
condition of citizenship, Sage, London, 1994, pág. 13.
6
Cfr. LUHMANN, Niklas, Grundrechte als Institution. Ein Beitrag zur politischen Soziologie, Duncker
& Humblot, Berlín, 1965, pág. 23-25.
7
Véanse al respecto las clasificaciones de ISIN, Engin/TURNER, Brian (Edit.), Handbook of
citizenship studies, ob. cit., ZINCONE, Giovanna, Los cuatro significados de la ciudadanía y las
migraciones: una aplicación al caso italiano, ob. cit., pág. 201 ss.
8
Sobre la autonomía del concepto jurídico de ciudadanía, cfr. BAXTER, Hugh, Autopoiesis and the
'Relative Autonomy' of Law, Cardozo Law Review, 1987, Vol. 19, pág. 1998 ss.
9
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 390.
10
Se entienda en este sentido jurídico-funcional o en un sentido político-funcional como justificación
democrática de la toma de decisiones por parte de una comunidad, como expone MURMANN, Sven,
Demokratische Staatsbürgerschaft im Wandel. Über unsere Zugehörigkeit zum politischen System in
Zeiten pluraler gesellschaftlicher Mitgliedschaften, Könighausen & Neumann, Würzburg, 2000, pág. 11-
15.
11
Cfr. STICHWEH, Rudolf, Zur Theorie politischer Inklusion, en HOLZ (Hrsg.), Staatsbürgerschaft...,
ob. cit., pág. 166. En contra, MACKERT, Jürgen, Kampf um Zugehörigkeit..., ob. cit., pág. 111 ss., 131-
132, para quien sigue desempeñando una función excluyente.
12
Véase, por ejemplo, DÍEZ PICAZO, Luis María, Ciudadanía e identidad europeas, en IE Working
Paper (WPE/D01/03), Instituto de Empresa, Madrid, 2003, pág. 3 ss.; MARTÍNEZ DEL PISÓN, José,
Ciudadanía e inmigración, ob. cit., pág. 75-76, aunque en ocasiones parece que la noción de ciudadanía
que maneja esconde tras de sí tanto la de ciudadanía en sentido estricto, como la de nacionalidad, cuya
función excluyente termina por diluir la función incluyente propia de la ciudadanía.
13
Críticamente sobre ello desde una perspectiva liberal, FERRAJOLI, Luigi, Dai diritti del cittadino ai
diritti della persona, en ZOLO (a cura di), La cittadinanza, ob. cit., pág. 266.
14
En un sentido semejante, BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 239.
15
Sobre la inclusión y la exclusión que genera la diferenciación jurídica, cfr. LUHMANN, Niklas,
Inklusion und Exklusion, en BERDING (Hrsg.) Nationalesbewusstsein und kollektive Identität. Studien
zur Entwicklung des kollektiven Bewusstseins in der Neuzeit, (2ª edición), Suhrkamp, Frankfurt a.M.,
1994, pág. 25 ss.
16
BRUBAKER, Rogers, Citizenship and nationhood in France and Germany, ob. cit., pág. 181-182.
17
Ello explica que, como sostiene COSTA, Pietro, La cittadinanza: un tentativo di ricostruzione
“archeologica”, ob. cit., pág. 66-74, durante la revolución francesa el concepto ciudadano englobase en
términos genéricos los conceptos de hombre y ciudadano, pues los derechos del hombre solo son tales en
tanto civiles, esto es, en tanto el hombre ha entrado en una sociedad que los protege.
18
Lo cual es especialmente importante en las sociedades democráticas actuales, tan complejas que otros
vínculos como la raza, la cultura, etc… han perdido buena parte de su papel preponderante en el
desempeño de esa función cohesionadora; cfr. SCHAUER, Frederick, Community, citizenship and the
search for national identity, Michigan Law Review, Vol. 84, 1986, pág. 1504 ss.
19
Criticada con razón por FERRAJOLI, Luigi, Dai diritti del cittadino ai diritti della persona, ob. cit.
pág. 272 ss., y por LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 220 ss.
20
Cfr. LUHMANN, Niklas, Legitimation durch Verfahren, ob. cit., pág. 28 ss.

264
21
Sobre su desarrollo en las teorías de Rousseau o Kant, véase MURMANN, Sven, Demokratische
Staatsbürgerschaft im Wandel. ob. cit., pág. 21 ss.; y BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob.
cit., pág. 59 ss.
22
Cfr. TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 304-305.
23
Como si fueran contrapuestos; cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág.
50.
24
Cfr. RUBIO-MARÍN, Ruth, Immigration as a democratic challenge. Citizenship and inclusion in
Germany and the United States, ob. cit., pág. 235 ss.
25
Cfr. ISENSEE, Josef, Abschied der Demokratie vom Demos..., ob. cit., pág. 715, 723 ss.
26
Sobre ello cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 90
ss.
27
Sobre ello en general, ALÁEZ CORRAL, Benito, Soberanía constitucional e integración europea,
ob. cit., pág. 548 ss.
28
En este sentido RASKIN, Jamin, Legal aliens, local citizens: the historical, constitutional and
theoretical meanings of alien suffrage, University of Pennsylvania Law Review, Bd. 141, 1993, pág.
1439-1440, considera, tras un análisis histórico-normativo de la Constitución de los EE.UU., que la
decisión acerca de la extensión del sufragio a los extranjeros residentes es una cuestión política que debe
ser decidida por quienes más se ven afectados en sus intereses como plenos ciudadanos, los nacionales.
29
Cfr. YACK, Bernard, Nationalism, Popular Sovereignty and Liberal Democratic State, ob. cit., pág.
29 ss.
30
Un extenso análisis de las alternativas posibles en la extensión de la ciudadanía, pero con una
valoración crítica del mantenimiento de la nacionalidad como criterio de atribución de la ciudadanía,
puede verse en RUBIO-MARÍN, Ruth, Immigration as a democratic challenge. Citizenship and
inclusion in Germany and the United States, ob. cit., pág. 99 ss.
31
Cfr. CARRE DE MALBERG, Raymond, Contribution a la theorie generale de l’Etat, Tome 2,
Recueil Sirey, París, 1922, pág. 432.
32
Cfr. TROPER, Michel, La notion de citoyen sous la Révolution française, ob. cit., pág. 304-305.
33
Cfr. SCHAUER, Frederick, Community, citizenship and the search for national identity, ob. cit., pág.
1515.
34
Cfr. YACK, Bernard, Nationalism, Popular Sovereignty and Liberal Democratic State, ob. cit., pág.
29 ss.
35
En un sentido opuesto, cfr. GAROT, Marie Jose, La citoyennetè de l’Union Europeenne,
L’Harmattan, Paris, 1999, pág. 184 ss., para quien la ciudadanía europea, dado su limitado alcance
político-participativo, está más al servicio del mercado interior que de la construcción democrática de
Europa.
36
Ni siquiera en aquellos ejemplos, como el alemán, en los que preexiste ese ethnos común a las unidades
políticas estatales que se unen en una unión supranacional de corte federal, en los que la
institucionalización de la ciudadanía federal (Indigenat) termina siendo imprescindible como elemento de
cohesión política y de formación de un demos supranacional o federal; cfr. GOSEWINKEL, Dieter,
Einbürgern und Ausschliessen..., ob. cit., pág. 136 ss.
37
Esta función principal de identificación del demos en el ámbito las relaciones internacionales explica,
para BICKEL, Alexander, Citizenship in the American Constitution, Arizona Law Review, Vol. 15,
1973, pág. 369 ss., la inocente y aparente desatención del texto original de la Constitución de los EE.UU.
de 1787 respecto de la ciudadanía, y justificaría que tratase de centrar su función cohesionadora, como
marco de derechos y libertades, más en la persona que en el ciudadano.
38
La Corte Suprema de los EE.UU., sin ir más lejos, excluía en su sentencia Minor v. Happersett, 88 US.
162 (1874) el derecho de sufragio de la ciudadanía federal, afirmando la condición de ciudadanas de las
mujeres, pero manteniendo su exclusión del ejercicio del derecho de sufragio federal.
39
No son, pues, los insuficientes elementos democrático-participativos los que de momento desempeñan
el papel preponderante en la función de cohesión e integración social del futuro demos europeo; en un
sentido distinto, FRAILE ORTÍZ, María, El significado de la ciudadanía europea, ob. cit., pág. 351-
353.
40
Sobre ello en detalle, BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, ob.
cit., pág. 1296 ss.
41
LEPSIUS, Rainer, Ethnos und Demos, ob. cit., pág. 253, considera que la fusión entre ethnos y demos,
que se da en el Estado nacional desde relativamente hace poco (siglo XIX), es irreproducible en formas
de poder como la Unión Europea, en las que uno y otro discurren por separado y no se dejan fundir en
una sola institución.

265
42
Sobre ello, cfr. VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, El legislador de los derechos fundamentales,
ob. cit., pág. 151 ss.
43
Sobre el sentido normativo de esa fundamentalidad como disponibilidad inmediata para los particulares
de dichas esferas de integración e indisponibilidad para los poderes públicos, y en especial para el
legislador, cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco/FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio, Concepto y
modelos históricos de los derechos fundamentales, en
BASTIDA/VILLAVERDE/REQUEJO/PRESNO/ALÁEZ/FERNÁNDEZ, Teoría general de los derechos
fundamentales en la Constitución española de 1978, ob. cit., pág. 32.
44
En detalle se puede consultar sobre el tema el trabajo de cátedra inédito, de próxima publicación, de
VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, Estado de las autonomías y derechos fundamentales. La
función de los derechos fundamentales en el marco del Estado de las Autonomías, Oviedo, 2004.
45
Cfr. BRYDE, Brun-Otto, Die bundesrepublikanische Volksdemokratie als Irrweg der
Demokratietheorie, Staatswissenschaften und Staatspraxis, 1995, Heft 3, pág. 307 ss. En contra de
semejante concepto de “Betroffenheitsdemokratie”, ISENSEE, Josef, Abschied der Demokratie vom
Demos. Ausländerwahlrecht als Identitätsfrage für Volk, Demokratie und Verfassung, en
SCHWAB/GIESEN/LISTE/STRÄTZ (Hrsg.), Festschrift für Paul Mikat, 1989, pág. 728-729 ss., aunque
sus argumentos se asienten circularmente en la preexistencia del Pueblo como un concepto homogéneo y
unitario prejurídico del que ha de emanar la democracia.
46
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Minoría de edad y derechos fundamentales, ob. cit., pág. 45 ss.
47
Sobre la democracia como principio estructural que mejor refleja las cualidades de diferenciación del
sistema jurídico, BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág.
390.
48
SOYSAL, Yasemin Nuhoglu, Limits of citizenship. Migrants and postnational membership in Europe,
ob. cit., pág. 142-143, considera que, a pesar de que la legitimidad de la ciudadanía se ha vuelto
transnacional, su configuración legal sigue siendo nacional debido al mantenimiento de su vinculación
con la nacionalidad.
49
En un sentido semejante respecto de la Constitución italiana CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…,
ob. cit., pág. 87-88.
50
BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 212 ss.
51
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco/FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio, Concepto y modelos
históricos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 32 ss.
52
Cfr. HABERMAS, Jürgen, Staatsbürgerschaft und nationale Identität, ob. cit. pág. 642-643.
53
MARSHALL, Thomas Humphrey, Citizenship and Social Class, ob. cit., pág. 8 ss.
54
HABERMAS, Jürgen, Staatsbürgerschaft und nationale Identität, op. cit., pág. 642-643
55
Cfr. CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…, ob. cit., pág. 181 ss.
56
LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 241-242.
57
Y no es, como sostiene LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 244-246,
la consecuencia de dicha interacción, sino su presupuesto y simultáneamente su consecuencia, lo que
explica que se dé mayor valor al criterio del ius domicilii como criterio atributivo de la ciudadanía, pero
éste no pueda ser el único, puesto que la sujeción territorial no es la única posible en los ordenamientos
modernos.
58
Con un argumento parecido respecto de Italia, CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…, ob. cit., pág.
127 ss.; y respecto de la Grundgesetz alemana, WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht
der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 205 ss.
59
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía ante las exigencias del Estado
constitucional democrático, ob. cit., pág. 155 ss.
60
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Nacionalidad y ciudadanía ante las exigencias del Estado
constitucional democrático, ob. cit., pág. 143 ss.
61
Sobre la naturaleza universal o particular de los derechos que componen el contenido de la ciudadanía,
véase en la teoría política el ilustrador análisis de BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob.
cit., pág. 232 ss.
62
Véase por todos MARSHALL, Thomas Humphrey, Citizenship and Social Class, ob. cit., pág. 8 ss.
63
Cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 225 ss.
64
En este sentido BRYDE, Brun-Otto, Ausländewahlrecht und grundgesetzliche Demokratie, op. cit.,
pág. 258-259.
65
Cfr. NEUMAN, Gerald, Whose Constitution?, Yale Law Journal, 1991, Vol. 100, pág. 979 ss.
66
Aunque así se pida desde diversos sectores doctrinales, no solo en relación con los extranjeros
residentes legales (residentes permanentes) sino también con los ilegales; como propuesta más atrevida en
este sentido, cfr. RUBIO-MARÍN, Ruth, Immigration as a democratic challenge. Citizenship and

266
inclusion in Germany and the United States, ob. cit., pág. 235 ss.; ALEINIKOFF, Alexander, Citizens,
Aliens, Membership and the Constitution, ob. cit., pág. 9 ss.; HAMAR, Thomas, Democracy and the
nation state…, ob. cit., pág. 198 ss.
67
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 214-215, que llega a admitir la
posible inclusión de animales y plantas dentro de los sujetos de la ciudadanía, si el ordenamiento los
convirtiese en beneficiarios de los derechos fundamentales.
68
Un análisis teórico de las razones jurídico-constitucionales para la extensión del derecho de sufragio a
unos y otros grupos de población se puede hallar en PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob.
cit., pág. 45 ss., 62 ss.
69
Sobre las diferencias entre los dos niveles, con carácter general, véase CUNIBERTI, Marco, La
cittadinanza…, ob. cit., pág. 127 ss.
70
SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without consent, ob. cit., pág. 116 ss.
71
ISENSEE, Josef, Abschied der Demokratie vom Demos…, ob. cit., pág. 715, 723 ss.
72
Como, sin embargo, pretende FERRAJOLI, Luigi, Dai diritti del cittadino ai diritti della persona, ob.
cit., pág. 264 ss., con el mantenimiento del sentido originario de la distinción revolucionaria entre
derechos del hombre y derechos del ciudadano de la Declaración de 1789.
73
Donde se materializa el vínculo de pertenencia a la comunidad política; cfr. SHKLAR, Judith,
American citizenship. The Quest for inclusion, ob. cit., pág. 26-27.
74
Se trata en último extremo de plantearse la relación entre lo que sociológicamente se ha denominado el
principio nacional (ethnos) y el principio democrático (demos). Sobre una concepción democrática
(demos) de la Nación del Estado (ethnos), cfr. FRANCIS, Emmerich, Ethnos und Demos, ob. cit., pág.
90-91.
75
A favor de ella, cfr. ELY, John Hart, Democracy and distrust: a theory of judicial review, Gryphon
editions, 1980, pág. 25.
76
Cfr. KELSEN, Hans, Wesen und Wert der Demokratie, ob.cit., pág. 14 ss.
77
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 390.
78
Afirmar la preexistencia del sujeto colectivo ha colocado a la ciencia constitucional alemana en la
tesitura de tratar de encontrar interpretativamente disposiciones de la Grundgesetz que corroboren la
comprensión objetivo-cultural del Pueblo alemán (Nationalprinzip), como hace ISENSEE, Josef,
Abschied der Demokratie vom Demos…, ob. cit., pág. 718-720, o bien a negar tal precomprensión para
hacerla compatible con las disposiciones constitucionales que establecen el contenido del principio
democrático y de la dignidad de la persona, como RITTSTIEG, Helmut, Wahlrecht für Ausländer,
Athenäum, Königstein, 1981, pág. 59 ss.; BRYDE, Brun-Otto, Die Bundesrepublikanische
Volksdemokratie als Irrweg der Demokratietheorie, ob. cit., pág. 312; WALLRABENSTEIN, Astrid,
Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, Nomos, Baden-Baden, 1999, pág. 156 ss., con las
dificultades que ello conlleva para la normatividad de la Constitución y sobre todo, para la configuración
constitucional de la nacionalidad, al hacerlas depender de una determinada interpretación histórica.
79
BÖCKENFÖRDE, Ernst-Wolfgang, Die Nation - Identität in Differenz, ob. cit., pág. 37-38, trata de
buscar un punto intermedio entre ambos criterios a través de un concepto de Nación basado en la voluntad
colectiva de formar una unidad política subjetiva, pero con ello recala en un sujeto cuya existencia, dada
su función legitimadora de origen, es previa al ordenamiento jurídico democrático.
80
SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without consent, op. cit., pág. 116 ss., pero también
BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, op. cit., pág. 172 ss., aunque lleguen a conclusiones
diferentes.
81
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Constitución, soberanía y democracia, ob. cit., pág. 9 ss.
Sobre la atribución de la soberanía a la Nación y su compatibilidad con la supremacía de la CE de 1978,
cfr. PUNSET BLANCO, Ramón, En el Estado constitucional hay soberano…, ob. cit., pág. 329 ss.
82
RÖLLECKE, Gerd, Souveränität, Staatssouveränität, Volkssouveränität, en
MURSWIEK/STOROST/WOLFF (Hrsg.), Staat, Souveränität, Verfassung. Festschrift für Helmut
Quaritsch zum 70. Geburtstag, Duncker & Humblot, Berlin, 2000, pág. 27-28 ss.
83
Cfr. SCHAUER, Frederick, Community, citizenship and the search for national identity, ob. cit., pág.
1504 ss.
84
Cfr. ISENSEE, Josef, Abschied der Demokratie vom Demos…, op. cit., pág. 710.
85
Cfr. BRYDE, Brun-Otto, Ausländewahlrecht und grundgesetzliche Demokratie, op. cit., pág. 258.
86
En contra de esta extensión de la ciudadanía para fundamentar los derechos de los extranjeros
residentes, MARTÍNEZ DEL PISÓN, José, Ciudadanía e inmigración, ob. cit., pág. 75 ss.
87
KELSEN, Hans, Wesen und Wert der Demokratie, ob.cit., pág. 17-18, pone la Constitución de la
Rusia soviética de 1918 (art. 20) como un buen ejemplo de dicha extensión de derechos de participación
política más allá de los integrantes del pueblo.

267
88
Como ejemplificación de esta pluralidad de niveles de manifestación de la soberanía popular en los
niveles federal, estatal y local del ordenamiento alemán, cfr. BRYDE, Brun-Otto, Die
Bundesrepublikanische Volksdemokratie als Irrweg der Demokratietheorie, ob. cit., pág. 318 ss.
89
Estos argumentos se pueden ver en PEUCHOT, Eric, Droit de vote et condition de nationalité, Revue
du droit publique et de la science politique, 1991, pág. 493 ss.
90
Sobre la democracia como forma de articulación de la creación normativa que mejor expresa la
positividad y la autorreferencialidad del sistema jurídico, condiciones funcionales de su existencia
diferenciada, cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág.
390.
91
En un sentido parecido, aunque con un enfoque filosófico-jurídico, RODRÍGUEZ PRIETO, Rafael,
Ciudadanos soberanos. Participación y democracia directa, Almuzara, Madrid, 2005, pág. 175 ss.
92
En detalle, BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, op. cit., pág. 253-264.
93
Sobre la igualdad en la ciudadanía, cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la
democracia, ob. cit., pág. 409 ss.
94
Presente también en ordenamientos autocráticos, como el español de la dictadura del General Franco,
respecto de individuos que poseían la misma nacionalidad, como pone de relieve RUIZ MIGUEL,
Carlos, Nacionalidad, igualdad y descolonización, ob. cit., pág. 263, en relación con los habitantes del
antiguo Sahara español a los que consideraba nacionales españoles con distintos derechos y obligaciones
(de ciudadanía) que los españoles de la metrópoli.
95
Cfr. LUHMANN, Niklas, Grundrechte als Institution, ob. cit., pág. 165-166 ss.
96
Cfr. OTTO Y PARDO, Ignacio, El principio de igualdad en la Constitución Española, en Igualdad,
desigualdad y equidad en España y México, Instituto de cooperación iberoamericana, Toledo, 1983, pág.
347 ss.
97
Sobre ello, véase BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit.,
pág. 411 ss.
98
Cfr. LUHMANN, Niklas, Grundrechte als Institution, ob. cit., pág. 169.
99
Sobre la distinción entre la nota diferenciadora y el fundamento de la diferenciación en el
enjuiciamiento de la constitucionalidad de un trato desigual, cfr. OTTO Y PARDO, Ignacio de, El
principio general de igualdad en la Constitución española, ob. cit., pág. 354 ss.
100
Sobre la nacionalidad como criterio de diferenciación cfr. VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y
extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit., pág. 173 ss.
101
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 90-91.
102
Sobre el derecho a la igualdad de los extranjeros, extensamente, véase VIDAL FUEYO, Camino,
Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit., pág. 159
ss.
103
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 84-85.
104
En la teoría política BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 232 ss., sostiene en
un sentido semejante que los derechos de ciudadanía son derechos de carácter general o universal, porque
ninguna condición subjetiva, ni siquiera la nacionalidad para algunos de ellos, es apriorísticamente
condicionante del acceso a los mismos.
105
Respecto de Italia, CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…, ob. cit., pág. 181 ss.
106
Cfr. BOSNIAK, Linda, Constitutional citizenship through the prism of alienage, ob. cit., pág. 1301
ss.
107
En un sentido semejante, LOCHAK, Danielle, La citoyennete: un concept juridique flou, ob. cit., pág.
179.
108
Que no es idéntica sino más amplia que la comunidad nacional, compuesta sólo de los ciudadanos
nacionales; cfr. GROSSO, Enrico, La titolarita del diritto di voto..., ob. cit., pág. 32 ss.
109
Cfr. BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 423 ss.
110
Cfr. MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado
nacional…, ob. cit., pág. 20-21.
111
En un sentido semejante respecto de la Constitución italiana, cfr. CUNIBERTI, Marco, La
cittadinanza…, ob. cit., pág. 87-88; CORSI, Cecilia, Lo Stato e lo straniero, ob. cit., pág. 413.
112
Sobre la distinción entre elecciones políticas y elecciones administrativas, que sirve para excluir de las
primeras toda elección de órganos que no sean representantes políticos del pueblo al que se imputa la
soberanía, véase por todas la STC 51/1984, de 25 de abril, F.J.2º.
113
Sobre la distinción entre cargos representativos de carácter político y no político en lo que se refiere al
ejercicio del derecho de sufragio pasivo, excluyendo del mismo los cargos de órganos, como los
universitarios, administrativos o laborales, que carecen de representatividad política, portada únicamente

268
por las Cortes Generales, las Asambleas Legislativas de las CC.AA. o los entes locales, véase la STC
23/1984, de 20 de febrero, F.J. 4º.
114
Cfr. LUHMANN, Niklas, Soziologische Aufklärung, Bd. IV, ob. cit., pág. 127 ss.
115
Sobre la necesidad democrática de atribuir a los extranjeros residentes esa posibilidad de sufragio en
las elecciones locales, y sobre su atribución histórica hasta comienzos del siglo XX en muchos de los
Estados miembros de los EE.UU., cfr. RASKIN, Jamin, Legal aliens, local citizens: the historical,
constitutional and theoretical meanings of alien suffrage, ob. cit., pág. 1391 ss.
116
Sobre ello, GROSSO, Enrico, La titolarita del diritto di voto..., ob. cit., pág. 109-117.
117
Lo que acontece no solo en el ámbito de la Unión europea o de ciertas cooperaciones internacionales
reforzadas entre Estados, como las de los Estados nórdicos o el Benelux desde la década de los setenta,
sino también en el continente americano, donde desde la década de los noventa diversos municipios de los
Estados de Maryland y Massachussets permiten el derecho de sufragio en las elecciones locales o en
elecciones escolares a los extranjeros residentes; sobre ello, HAYDUK, Ronald, Democracy for All:
Restoring Immigrant Voting Rights in the US, New Political Science, Vol. 26, Nr. 4, 2004, pág. 519 ss.
118
Un análisis de los diferentes argumentos políticos y jurídicos a favor y en contra de la extensión del
derecho de sufragio en las elecciones locales a los extranjeros se puede encontrar en MASSO
GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado nacional…, ob.
cit., pág. 83 ss., y más recientemente en GROSSO, Enrico, La titolarita del diritto di voto..., ob. cit., pág.
35 ss.
119
Si, por el contrario (REQUEJO PAGÉS, Juan Luis, Sistemas normativos, Constitución y
ordenamiento…, ob. cit., pág. 25 ss.) se acepta como posible la cesión de parte de la Kompetenz-
Kompetenz a la Unión Europea carece de sentido la exclusión del núcleo de la ciudadanía –derecho de
sufragio nacional y autonómico- de aquellos extranjeros, los nacionales de los Estados miembros de la
UE, que ya pueden influir en las más altas decisiones de nuestro ordenamiento (las constitucionales) a
través de la creación normativa comunitaria. A este resultado parece haber llegado la DTC 1/2004, de 13
de diciembre, FF.JJ. 2º-4º, sobre la constitucionalidad del Tratado por el que se instituye una
Constitución para Europa.
120
Sobre consiguiente carácter “sospechoso” de la extranjería como criterio diferenciador respecto del
disfrute de los derechos fundamentales que la CE reconoce directamente a todas las personas, cfr. VIDAL
FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España,
ob. cit. pág. 167.
121
PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 74 ss.
122
Un breve estudio comparado de la extensión del derecho de sufragio local a los extranjeros en los
países europeos se puede ver en ZINCONE, Giovanna/ARDOVINO, Simona, I diritti elettorali dei
migranti nello spazio politico e giuridico europeo, Le Istituzione dei Federalismo, 2004, Nº 5, pág. 741
ss.
123
Sobre dicho Convenio europeo, MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de
los extranjeros en el Estado nacional…, ob. cit., pág. 216 ss.
124
Cfr. LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 225 ss; BRYDE, Brun-
Otto, Die Bundesrepublikanische Volksdemokratie als Irrweg der Demokratietheorie, op. cit., pág. 318
ss.
125
ZINCONE, Giovanna/ARDOVINO, Simona, I diritti elettorali dei migranti nello spazio politico e
giuridico europeo, ob. cit., pág. 754 ss.
126
Cfr. ROSBERG, Gerald, Aliens and equal protection: why not the right to vote, Michigan Law
Review, 1977, Vol. 75, pág. 1092 ss.
127
Se aplica lo que MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros
en el Estado nacional…, ob. cit., pág. 139-140, ha venido a llamar una reciprocidad diplomática, frente a
la más abierta reciprocidad legislativa.
128
MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado
nacional…, ob. cit., pág. 145-149.
129
ALÁEZ CORRAL, Benito, Los límites materiales a la reforma de la CE de 1978, ob. cit., pág. 153
ss.
130
Cfr. CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…, ob. cit., pág. 183-185, aunque desde una concepción
iusracionalista de la persona y de los derechos de ciudadanía.
131
Cfr. LUCIANI, Máximo, Il diritto di voto agli immigrati: profili costituzionali, en Actas del
Congreso “Partecipazione e rappresentanza politica degli immigrati”, Roma, 1999, aunque con una
concepción distinta de soberanía.
132
BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 301 ss.

269
133
Sobre las erráticas comprensiones del concepto deber constitucional y la necesidad de acotarlo formal
y materialmente, véase RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, Revista
Española de Derecho Constitucional, Nº 62, 2001, pág. 12 ss.
134
Cfr. RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, ob. cit., pág. 12.
135
RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, ob. cit., pág. 21 y 55.
136
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 305 ss.
137
Cfr. RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, ob. cit., pág. 25, aunque no
identifique expresamente la tercera de las finalidades.
138
Véase por todos, JELLINEK, Georg, Allgemenine Staatslehre, ob. cit., pág. 140 ss.
139
ÁLVAREZ ÁLVAREZ, Leonardo, Lealtad constitucional y partidos políticos, Teoría y Realidad
constitucional, núm. 10-11, 2002, pág. 446 ss.
140
En contra de lo que sostiene RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, ob. cit.,
pág. 19, consideramos que sea un deber de ciudadanía, porque los padres son llamados con ello a
desempeñar una función pública, con lo que su obligación de cuidado realmente no lo es respecto de otro
particular, sino por sustitución respecto del Estado.
141
Sobre ellos en detalle, RUBIO LLORENTE, Francisco, Los deberes constitucionales, ob. cit., pág.
25-52.
142
Respecto de Italia, CUNIBERTI, Marco, La cittadinanza…, ob. cit., pág. 433 ss.
143
En un sentido diverso, identificando lealtad y sujeción, cfr. PUNSET BLANCO, Ramón, Lealtad
constitucional, limitación de derechos y división de poderes, ob. cit., pág. 15 ss.
144
En lo que se refiere a las unidades territoriales en que la CE (art. 2 y 137) organiza nuestro Estado,
sobre la naturaleza de la autonomía administrativa de los entes locales y la autonomía política de las
CC.AA. y su contraposición a la soberanía, puede verse OTTO Y PARDO, Ignacio de, Derecho
Constitucional. Sistema de fuentes, Ariel, Barcelona, 1987, pág. 245-246.
145
Cfr. OTTO Y PARDO, Ignacio de, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, ob. cit., pág. 247-
248.
146
Sobre ello, véase VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, Estado de las autonomías y derechos
fundamentales…, ob. cit., pág. 42 ss.
147
Cfr. VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, Estado de las autonomías y derechos fundamentales…,
ob. cit., pág. 18 ss.
148
Cfr. NAWIASKY, Hans, Allgemeine Staatslehre. Dritter Teil: Staatsrechtslehre, ob. cit., pág. 161 ss.
149
Cfr. LÓPEZ DE LA RIVA CARRASCO, Federico, Nacionalidad y ciudadanía, un esfuerzo de
síntesis, ob. cit., pág. 98 ss.
150
Sobre los peligros para el propio principio de Estado social y democrático de derecho del manejo de
este argumento en la extensión del derecho de sufragio (a los extranjeros residentes), cfr. MASSO
GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado nacional..., ob.
cit., pág. 119-120.
151
En un sentido diverso respecto de la admisibilidad de duplicidad de ciudadanías locales, cfr.
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, La soberanía borrosa: la democracia, ob. cit., pág. 420-423.
152
Así lo contemplaba en los EE.UU., por ejemplo, el § 401(e) of the Nationality Act of 1940, que hasta
la sentencia de la Corte Suprema Afroyim v. Rusk, 387 U.S. 253 (1967)contemplaba el ejercicio del
derecho de sufragio en un país extranjero como causa de pérdida de la nacionalidad tanto originaria como
derivativa, con apoyo en la propia jurisprudencia previa de la Corte Suprema (en Perez v. Brownell, 356
U.S. 44 (1958)).
153
Un estudio comparado de diversos países de la Unión Europea sobre el ejercicio del derecho de
sufragio de los nacionales residentes en el extranjero, aunque parcialmente superado en algunas
referencias legislativas, se puede ver en GROSSO, Enrico, La titolarita del diritto di voto.
Partecipazione e appartenenza alla comunita politica nel diritto costituzionale europeo, ob. cit., pág. 125
ss.
154
Lo que ha calificado ciudadanía cívica europea IBARRA ROBLES, Juan Luis, El derecho de
extranjería en el proceso de integración europea, ob. cit., pág. 61 ss.
155
Sobre estos dos sentidos de la ciudadanía europea, aunque circunscritos personalmente ambos a los
nacionales de los Estados miembros, véase FRAILE ORTIZ, María, El significado de la ciudadanía
europea, ob. cit., pág. 37 ss.
156
Sobre ello, cfr. GAROT, Marie Jose, La citoyenneté de l’Union européenne, ob. cit., pág. 221-234.
157
Cfr. BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, op. cit., pág. 239 ss.
158
Véase en especial el análisis de RIEGER, Günther, Einwanderung und Gerechtigkeit..., ob. cit.

270
159
Sobre el contexto y la justificación filosófico jurídica de la expresión, véase GARCÍA AMADO,
Juan Antonio, ¿Por qué no tienen los inmigrantes los mismos derechos que los nacionales?, Cuadernos
electrónicos de Filosofía del Derecho, Nº 7, 2003 (http://www.uv.es/CEFD/7/garamado.doc).
160
Algunas decisiones de la jurisprudencia de los Tribunales Superiores de Justicia (STSJ Andalucía de
25 de abril de 1997, Sala de lo Contencioso-administrativo) parecen negar que con decisiones acerca de
la presencia en el territorio del extranjero se pueda afectar a otros derechos fundamentales que no sean los
directamente implicados en la ejecución de la medida de expulsión.
161
Sobre la naturaleza de la devolución y su distinción con la expulsión véase la STS de 14 de noviembre
de 2001 (Sala 3ª), F.J. 3º.
162
VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros
en España, ob. cit., pág. 245-246.
163
Aunque el art. 58.2 LODLE excluya a la devolución del procedimiento de expulsión, ello no quiere
decir que el extranjero no tenga derecho a que en el procedimiento de devolución se respeten las garantías
básicas para que pueda impugnar jurisdiccionalmente la decisión administrativa y vea satisfecho su
derecho a la tutela judicial efectiva. En un sentido semejante, VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y
extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit., pág. 246-247.
164
Respecto de los derechos de libre circulación y residencia extendidos por el art. 5 LODLE a los
extranjeros que estén legalmente en España, cfr. VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería.
Los derechos fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit., pág. 222.
165
Sobre la distinción entre delimitación y limitación de los derechos fundamentales, véase,
VILLAVERDE MENÉNDEZ, Ignacio, Los límites de los derechos fundamentales, en
BASTIDA/VILLAVERDE/REQUEJO/PRESNO/ALÁEZ/FERNÁNDEZ, Teoría general de los derechos
fundamentales en la Constitución española de 1978, ob. cit., pág. 120 ss.
166
Sobre las consecuencias del carácter procedimental de nuestra democracia respecto del deber de
lealtad constitucional, cfr. ÁLVAREZ ÁLVAREZ, Leonardo, Lealtad constitucional y partidos
políticos, ob. cit., pág. 450-452
167
Un análisis más detallado de las causas de expulsión administrativa y judicial se puede ver en VIDAL
FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros en España,
ob. cit., pág. 223 ss.
168
Sobre la edad como circunstancia que influye en el ejercicio de concretas facultades iusfundamentales,
pero no en la titularidad de los derechos, véase, ALÁEZ CORRAL, Benito, Minoría de edad y derechos
fundamentales, ob. cit., pág. 89 ss.
169
Cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 90 ss.
170
El concepto de etnia es utilizado, siguiendo a WEBER, Max, Ethnic Groups, en SOLLORS (Edit.),
Theories of Ethnicity: A Classical Reader. New York University Press, 1996, pág. 56, en el sentido
sociológico, descriptivo de un grupo que comparte unas características lingüísticas, culturales o sociales,
y no en un sentido racial o biológico del término.
171
Conforme al art. 116 GG, han de ser considerados alemanes en el sentido utilizado por la Constitución
no solo los que posean esta nacionalidad sino también los refugiados o exiliados de pertenencia étnica al
pueblo alemán y algunos de sus familiares más directos, lo que tiene trascendencia a los efectos de la
ciudadanía porque el texto constitucional utiliza el término “alemán” para atribuir algunos derechos de
ciudadanía, sobre todo política; cfr. LÜBBE-WOLFF, Gertrude, Art. 116, en DREIER (Hrsg.),
Grundgesetz Kommentar, Band III, Mohr Siebeck, Tübingen, 2000, pág. 1021 ss.
172
Dicha Ley, desarrollo del art. 6.3 de la Constitución húngara que ordena a los poderes públicos asumir
sus responsabilidades para con los húngaros que residan en el extranjero y facilitar sus relaciones con la
República de Hungría, prevé en su art. 1 el acceso de personas de origen étnico húngaro que no poseen la
nacionalidad húngara y que residen en países vecinos, así como a algunos de sus familiares a una serie de
prestaciones socioeconómicas –becas, asistencia sanitaria, asistencia sanitaria, prestaciones sociales,
etc…-.
173
Véase también el art. 8.3 Estatuto de Autonomía de Andalucía, el art. 8 Estatuto de Autonomía de
Aragón, art. 8.1 Estatuto de Autonomía de las Islas Baleares, art. 7 Estatuto de Autonomía de Canarias,
art. 6 Estatuto de Autonomía de Cantabria, art. 7 Estatuto de Autonomía de Castilla y León, art. 7 Estatuto
de Autonomía de Castilla-La Mancha, art. 3.3 Estatuto de Autonomía de Extremadura, art. 7 Estatuto de
Autonomía de Galicia, art. 6.3 Estatuto de Autonomía de La Rioja, art. 7.2 Estatuto de autonomía de
Murcia; sobre ello, BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss.
174
En un sentido parecido, ALEINIKOFF, Alexander, Between principles and politics: U.S. citizenship
policy, ob. cit., pág. 156-157 ss.

271
175
Cfr. GOMES CANOTILHO, José Joaquim, Enquadramento jurdico da imigraçao, en Varios
Autores, Actas do I Congresso Imigração em Portugal: Diversidade - Cidadania - Integração, ACIME,
Lisboa, 2004, pág. 153 ss.
176
BAUBÖCK, Rainer, Transnational citizenship, ob. cit., pág. 239.
177
Vid. BEAUD, Olivier, Le droit de vote des etrangers: l’apport de la jurisprudente constitutionnelle
allemande à une theorie du droit de suffrage, Revue Française de droit administratif, 1992, Vol. 8, pág.
414 ss.
178
Una contraposición de las diferentes consecuencias que tendría para la nacionalidad la comprensión
nacional-cultural o subjetivo-democrática del sujeto colectivo de la soberanía se pueden ver en
WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág. 159 ss.
179
Véase la clásica distinción que realiza entre unas y otras CARRÉ DE MALBERG, Raymond,
Contribution a la Théorie Générale de l’État, ob cit., pág. 167 ss.
180
Crítico con la construcción de este dogma por parte de Carré de Malberg, a partir de los clásicos
revolucionarios franceses, SCHÖNBERGER, Christoph, Vom repräsentativen Parlamentarismus zur
plebiszitären Präsidialdemokratie: Raymond Carré de Malberg (1861-1935) und die Souveränität der
französischen Nation, Der Staat, Bd. 34, 1995, pág. 365 ss.
181
Cfr. PUNSET BLANCO, Ramón, En el Estado constitucional hay soberano…, ob. cit., pág. 329 ss.
182
Cfr. ROUSSEAU, Jean Jacques, Du contrat social, París, 1985, Lib. IV, Cap. II.
183
BÖS, Matthias, The legal construction of membership: nationality Law in Germany and the United
States, op. cit., pág. 24 ss.
184
Cfr. SCHUCK, Peter/SMITH, Rogers, Citizenship without consent, ob. cit., pág. 90 ss.
185
Estas exigencias sólo se pueden considerar congruentes con el principio democrático si se considera,
como hace WALLRABENSTEIN, Astrid, Das Verfassungsrecht der Staatsangehörigkeit, ob. cit., pág.
168, que éste se apoya en una cierta y necesaria homogeneidad del sujeto colectivo al que se imputa la
soberanía (pág. 163), lo que sólo resulta comprensible si se parte de una precomprensión –aunque sea
subjetivo-democrática- de éste como una unidad (pág. 143 ss.).
186
Como parece pretender LA TORRE, Massimo, Cittadinanza e ordine politico, ob. cit., pág. 245,
aunque circunscribiendo la ciudadanía a la participación en la esfera política.
187
Un análisis de la diferencia entre residencia y domicilio aplicada a la ciudadanía europea es el que
realiza GAROT, Marie Jose, La citoyennetè de l’Union Europeenne, ob. cit., pág. 320 ss.
188
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss.
189
Sobre ello, BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss.
190
Sobre ello, LÓPEZ DE LA RIVA CARRASCO, Federico, Nacionalidad y ciudadanía, un esfuerzo
de síntesis, ob. cit., pág. 98 ss.
191
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss.
192
Sobre la diferencia, VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos
fundamentales de los extranjeros en España, ob. cit., pág. 189.
193
BASTIDA FREIJEDO, Francisco, Artículo 7, ob. cit., pág. 74 ss., considera razonable un plazo de
dos años.
194
Sobre los distintos requisitos de los extranjeros para el ejercicio de los derechos fundamentales que
integran la ciudadanía, cfr. ALÁEZ CORRAL, Benito, Los sujetos de los derechos fundamentales, ob.
cit., pág. 90-91; VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de
los extranjeros en España, ob. cit.
195
Véase sobre dichos requisitos extensamente MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Los derechos
políticos de los extranjeros en el Estado nacional..., ob. cit., pág. 136 ss., 338 ss.
196
Cfr. SCHUCK, Peter, The treatment of Aliens in the United States, en SCHUCK/MÜNZ (Edit.),
Paths to inclusion. The integration of migrants in the United States and Germany, Berghahn Books, New
York/Oxford, pág. 217ss.
197
Sobre ello VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los
extranjeros en España, ob. cit., pág. 297 ss.
198
Cfr. PRESNO LINERA, Miguel, El derecho de voto, ob. cit., pág. 160.
199
Sobre el efecto integrador del derecho de sufragio para los extranjeros, cfr. MASSO GARROTE,
Marcos Francisco, Los derechos políticos de los extranjeros en el Estado nacional..., ob. cit. 100-102.
200
No basta, pues, como sostiene KARPEN, Ulrich, Kommunalwahlrecht für Ausländer, Neue
Juristische Wochenschrift, 1989, Nº, 42, pág. 1014, que sean beneficiarios de protección jurídica, puesto
que el sistema jurídico democrático genera legitimidad a través de una ciudadanía que integra al individuo
más por lo que hace que por lo que consigue, confiriendo al derecho de sufragio y al proceso electoral esa
función (LUHMANN, Niklas, Grundrechte als Institution, ob. cit., pág. 136 ss.).

272
201
Cfr. MASSO GARROTE, Marcos Francisco, Artículo 9, en Nuevo régimen de extranjería…, ob.
cit., pág. 114.
202
VIDAL FUEYO, Camino, Constitución y extranjería. Los derechos fundamentales de los extranjeros
en España, ob. cit., pág. 297 ss.
203
ALÁEZ CORRAL, Benito, La eficacia de los derechos fundamentales, ob. cit., pág. 179 ss.
204
Cfr. NEUMAN, Gerald, Whose Constitution?, ob. cit., pág. 979 ss.

273
A MODO DE CONCLUSIÓN

En la introducción a este trabajo se formularon una serie de hipótesis y


propuestas para, desde una perspectiva eminentemente dogmático-constitucional, tratar
de dar una nueva interpretación a los conceptos de nacionalidad y de ciudadanía, así
como de su relación recíproca. Dicha reinterpretación debía estar guiada por la
concepción del principio democrático que se ha impuesto en el constitucionalismo
contemporáneo y, sobre todo, en el texto constitucional español de 1978, como
consecuencia de la diferenciación funcional del sistema jurídico. Esta propuesta se
orienta, de un lado, a la diferenciación de los institutos de la nacionalidad y la
ciudadanía en atención a su diversa función en un Estado social y democrático de
derecho y, de otro lado, a la reformulación en términos democrático-incluyentes de los
criterios de acceso a la segunda y, por ende, también de adquisición derivativa de la
primera. Se ha tratado de demostrar, mediante un análisis histórico-funcional y una
reconstrucción democrática de la función, contenido, naturaleza y criterios de
adquisición de la nacionalidad y la ciudadanía, la validez de aquellas tesis de carácter
eminentemente abstracto. Al hacerlo, ha quedado patente la extraordinaria potencialidad
práctica que una y otra institución jurídica pueden tener, así reinterpretadas, en relación
con el fenómeno de la integración social de los inmigrantes que, con dada vez más
fuerza, se mueven de sur a norte y de éste a oeste en nuestro mundo globalizado. El
modelo aquí propuesto ha de servir para dar un claro giro a la interpretación tradicional
que se ha hecho de nuestro derecho de la nacionalidad y de la extranjería, pues el mismo
estaba, en buena medida, huérfano no sólo de una concepción iuspublicística, sino sobre
todo, salvo en los supuestos extremos, de su impregnación por los valores de un Estado
social y democrático de derecho.
La población extranjera residente ha crecido exponencialmente en los últimos
años, incrementando con ello la población total del país, dadas las bajísimas tasas de
crecimiento vegetativo que, por razones diversas socioculturales, teníamos en nuestro
Estado. Se trata de una población que interacciona y se inserta en las distintas esferas de
comunicación social jurídicamente regladas, con sólo cruzar –legal o ilegalmente- la
frontera del Estado. Sin embargo, ni la práctica social ni, en lo que aquí interesa, la
propia legislación positiva, canalizan siempre de forma adecuada dicha participación
social de los inmigrantes, correlativa democráticamente de su mayor o menor afectación
por la regulación jurídica de aquellas esferas de comunicación, recortándoles los
derechos fundamentales hasta límites vergonzosos o llegando, incluso, a
desconocérselos en casos extremos. Este trabajo no ha querido indagar cuáles son los
remedios jurisdiccionales de que disponen los llamados “denizens” para hacer valer sus
pretensiones de integración, pues la literatura jurídica sobre la materia es extensa, sino
únicamente analizar dogmático-constitucionalmente el fundamento de dichas
pretensiones, esto es, saber si la Constitución Española de 1978 se concibe a sí misma
en términos nacionalistas y si sólo les pertenece a algunos de sus súbditos, los
integrantes de un sujeto colectivo abstracto prejurídico al que se imputa la soberanía, o
si también les pertenece a los extranjeros, especialmente a los residentes, y en qué
grado. En otras palabras, se trata de dilucidar si estos “denizens” deben, y en su caso en
qué medida, quedar excluidos de la ciudadanía o hasta donde deben participar en ésta e
integrarse en la sociedad como auténticos “citizens”. Ante este reto que plantean los
fenómenos migratorios, se pueden adoptar diversas posturas jurídicas, de muy variado
corte ideológico. Se puede cerrar los ojos a lo que sucede, tratando de recrear una
comunidad política y social cerrada y uniforme cultural y políticamente, que imponga
los valores de la cultura social dominante, aprovechando para ello los resortes del
sistema para lograrlo o dejando que perviva la configuración legal nacionalista que han
tenido las normas del Código Civil sobre la nacionalidad o las normas de extranjería
sobre el acceso al territorio. Ello supondría desconocer el carácter abierto y dinámico de
ethnos y el demos constitucional, y moverse en el filo de la inconstitucionalidad, al
mantener cerradas unas puertas que la CE de 1978 ha querido abrir a una sociedad
multicultural y plural mediante la garantía democrático-procedimental de derechos
fundamentales que canalizan el pluralismo social en todos sus ámbitos (político,
económico, cultural, etc…).
Pero también cabe que se intente cambiar este statu quo legal y doctrinal, no
tanto mediante la reformulación de constitutione ferenda de la regulación constitucional
de la nacionalidad y la ciudadanía, y de su relación con el principio democrático, que
por su puesto son posibles e incluso deseables, sino mediante su menos ambiciosa, pero
igualmente efectiva, reinterpretación a la luz de las exigencias de los principios
estructurales de Estado social y democrático de derecho recogidos en el art. 1.1. CE.
Una vía para intentar esta ardua empresa, guiada de un humanismo filosófico-jurídico y
ético encomiable, consiste en proponer la reducción del significado constitucional de la
nacionalidad a su mínima expresión, hasta el punto de anularla, reconstruyendo a partir

275
de sus cenizas una ciudadanía cosmopolita ideal que pretende la extensión generalizada
de todos los derechos fundamentales a todas las personas en todo tiempo y lugar,
incluido el derecho de entrada y permanencia en el territorio nacional, y si esto último
no fuera posible, sí por lo menos a todos los extranjeros residentes en España. Si se
dejan a un lado las escasas posibilidades de imposición de dicha ciudadanía a través de
la vigencia de un ordenamiento jurídico internacional, falto de eficacia general como
para convertirse en la cúspide de la validez de los sistemas jurídicos estatales, semejante
desideratum sólo podría provenir de la extensión urbi et orbe de un ordenamiento
estatal con capacidad económica y militar para intentarlo, y a buen seguro que los
defensores de este cosmopolitismo dudarán si no es peor el remedio que la enfermedad,
por lo que su viabilidad no pasa del ámbito de las conciencias políticas de los
gobernantes de cada Estado. Además, semejante propuesta no parece viable, sino es con
un vaciamiento del significado jurídico obligatorio de la Constitución que convierta los
principios estructurales y los valores superiores del ordenamiento en cláusulas políticas
que remiten a su precomprensión en el mundo de los valores morales, más que al
sentido constitucional autónomo que se deduce del resto de los preceptos
constitucionales, orgánico-procedimentales y dogmáticos, que los desarrollan. El texto
constitucional, guste o no, maneja el criterio de la nacionalidad como criterio atributivo
de parte de la ciudadanía y ello no puede obviarse interpretativamente con el
universalismo moral.
Desde mi punto de vista, frente a ello, es posible dar una respuesta que satisfaga
la integración de todos los que en algún momento se encuentran sometidos a nuestro
ordenamiento jurídico, sin para ello quebrar o menoscabar el grado de cohesión social
que ha logrado nuestra joven democracia. Esta segunda vía parte del indeseable, pero
innegable hecho, de la división del mundo en los actuales Estados, y pretende que el
significado constitucional de los principios estructurales y los valores superiores, tal y
como cada ordenamiento los ha garantizado, actúe sobre dos frentes diversos: el de la
redefinición democrática de las funciones que la nacionalidad y la ciudadanía han de
desempeñar en un Estado democrático y social de derecho, de un lado, y el de su
interrelación con una soberanía democrática que cobra un nuevo significado en
ordenamientos jurídicos funcionalmente diferenciados, de otro.
Esta propuesta, más que una vía de solución de los problemas que plantea la
integración de los inmigrantes, pretende ser una respuesta a los problemas de definición
de la comunidad política, jurídicamente organizada. De ahí que la misma asuma la

276
existencia de Estados nacionales, cuya soberanía constitucional sólo puede desaparecer
cuando éstos autorreferencial y jurídico-positivamente la disuelvan mediante el ejercicio
de la soberanía popular, hasta llegar progresivamente a un ordenamiento global con
primacía de un derecho internacional humanitario aún inexistente. Congruentemente
con ello, la nacionalidad y la ciudadanía deben conservar las funciones respecto del
mantenimiento diferenciado y democrático del sistema de comunicación social jurídico
nacional que se han ido labrando en un largo proceso evolutivo histórico-funcional. Por
lo que respecta a la ciudadanía, ha de tener en cuenta el papel de los derechos
fundamentales del individuo en la interacción social, pues los mismos actúan como
puentes que canalizan la relación de éste con las demás esferas de comunicación social,
recreando un proceso jurídico iusfundamental de integración gradual del individuo en la
sociedad. Al mismo tiempo, por lo que se refiere a la nacionalidad, dado que los
individuos resultan imprescindibles para que el sistema jurídico exista y pueda cumplir
su función diferencial, ha de servir para definir de forma estable y permanente el
conjunto de súbditos a los que se va a referir de forma continuada aquél con
independencia de su presencia territorial en el Estado. De lo anterior se deriva tanto la
necesidad de mantener una cierta vinculación entre nacionalidad y ciudadanía,
redefiniendo los criterios de acceso a la primera en los términos que exige el
cumplimiento de su función por parte de la ciudadanía democrática, como la necesidad
de desvincularlas parcialmente para ciertos grados de integración social que
proporcionan los derechos fundamentales (civiles, sociales o políticos), cuyo ejercicio
no se ha vinculado a la posesión de la nacionalidad. Para ello, ha de desarrollar
legalmente para ello los diversos criterios de atribución de la ciudadanía que se
encuentran implícitos en las reglas constitucionales sobre la titularidad de los derechos
fundamentales. La ciudadanía debe atribuirse gradualmente en función del grado de
afectación que cada individuo tenga respecto del ordenamiento, siendo evidente que los
nacionales poseen una afectación personal y territorialmente más intensa que los
extranjeros residentes, y que éstos, a su vez, también la poseen con respecto a los
extranjeros que tienen un contacto meramente puntual con nuestro ordenamiento. Y ello
rige tanto para los deberes constitucionales, donde expresa o implícitamente se ha
extendido lo que inicialmente eran sólo obligaciones de los nacionales, como
correlativamente en los derechos fundamentales que facilitan la integración del
individuo en la comunidad y su participación en las distintas esferas de comunicación
social.

277
Si se indaga la interpretación constitucionalmente adecuada de dichos institutos,
se ve que nuestro texto constitucional de 1978 refleja en un alto grado este modelo de
nacionalidad y ciudadanía, sólo hacía falta encajar las piezas y darle un cierto orden y
sentido interpretativo, que es lo que se ha tratado de hacer aquí. Con todo, el legislador
ordinario no siempre contempla la realidad desde este prisma, lo que produce graves
distorsiones, tanto para el disfrute de la ciudadanía por parte de los ciudadanos
nacionales –aunque estas sean más ocasionales que habituales-, como sobre todo para la
integración de los ciudadanos extranjeros que habitan continuadamente en nuestro país.
Las posibles fórmulas de que dispone el legislador para enmarcar su política de
extranjería pasan por reordenar jurídicamente las esferas participativas de los
extranjeros residentes en función de su grado de afectación, dibujando diversos círculos
de ciudadanía tanto más densos en derechos cuanto más intensa sea la afectación
normativa, presente y futura de los individuos, y no exigiendo requisitos para el
ejercicio de dichos derechos que son contrarios a su titularidad universal y a la
consiguiente condición de ciudadanos de sus titulares. Además, mientras se mantenga la
nacionalidad como criterio de entrada en el círculo de ciudadanos dotados de plena
capacidad de participación política, social y económica, deben democratizarse tanto los
criterios de atribución por nacimiento como los criterios de adquisición derivativa de
ésta, facilitándola a los extranjeros residentes que demuestren voluntad y un mínimo de
afectación presente y futura por el ordenamiento español. Al mismo tiempo, deben
clarificarse legalmente los criterios adicionales para el ejercicio de los derechos de
ciudadanía como el ius domicilii, determinando claramente las condiciones de
adquisición del mismo y reduciendo la legalidad de la residencia continuada sólo
respecto del ejercicio de los derechos de ciudadanía en que esté constitucionalmente
justificado.

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