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El Juego De Dios

Autora: Rosa Villada


Ilustración de cubierta: Sergio Bleda
Fotografía: Violeta Domingo
Coordinación editorial: Miguel Ángel Aguilar

Primera edición: 15 octubre 2008


© de los textos: Rosa Villada Casaponsa, 2006
© de la ilustración de portada: Sergio Bleda Villada, 2008
© de la fotografía de cubierta: Violeta Domingo Villada, 2008
© del diseño y de esta edición: Quevayanellos.com, 2008
ISBN: 978-84-611-XXXX-6
ISBN10: 84-611-XXXX-5
Depósito legal: AB-XXX-2008
Todos los derechos reservados. Queda expresamente prohibida la
reproducción, transformación, comunicación pública, distribución
y/o registro de este libro, ni en todo ni en parte, por ninguna forma
o medio, inventado o por inventar, sin permiso previo y
documental de el/los autor/es

Edita
Ediciones Que Vayan Ellos
www.quevayanellos.com
producciones@quevayanellos.com
A mis hijos, Sergio, Ana y Violeta

En memoria de todas las personas


que han sufrido tortura y muerte
a lo largo de la historia
“Cada brizna de hierba tiene su ángel
que se inclina sobre ella y le susurra:
crece, crece”.
Talmud

“Mi alma se ha empleado


y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio”.

Cántico Espiritual
Juan de la Cruz

“Nada te turbe, nada te espante


todo se pasa, Dios no se muda
la paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta,
Sólo Dios basta”.

Teresa de Jesús
Capítulo I

MI VIDA ESTÁ EN PELIGRO. La Inquisición puede con-


denarme y quemarme en la hoguera. Sé que van a
matarme. Tal vez por eso, por sentir la proximidad
de la muerte, es por lo que experimento esta necesi-
dad imperiosa de narrar mi vida. O quizás debería
decir de narrarme, como si al poner por escrito mis
vivencias, mi existencia cobrase un sentido que de
otra forma no tendría.
Siempre he sido una persona apasionada. Mi
nombre es Valentina del Valle. Soy una beguina.
Una mujer que no se ha sometido a ninguna autori-
dad, salvo a la que me ha dictado mi conciencia.
Moriré como beguina, y me enorgullezco de ello.
Sé que vida y muerte no son más que las dos
caras de una misma moneda, y que cuando deje esta
Tierra encontraré otros mundos en los que mi esen-
cia seguirá experimentando a través de otros ciclos
y otras vidas. En estos momentos estoy tranquila y
no tengo miedo.
No siempre mi espíritu ha gozado de la serenidad
de la que ahora goza. Al contrario, la vida que me
propongo relatar en estos últimos momentos de mi
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existencia ha estado marcada por sufrimientos,


dudas y tribulaciones. Aunque también por muchos
momentos de amor y de intensa alegría.
Me llaman Valentina del Valle, porque nací en un
valle de la tierra de Castilla, en la zona conocida
como las Merindades. Mi alumbramiento se produ-
jo en el Año del Señor de 1297. A las 5 de la tarde
del día 31 de diciembre. La alegría de mi llegada al
mundo sólo duró unas horas, pues pronto se convir-
tió en tragedia.
Mi madre murió de unas fiebres el mismo día en
que yo vi la luz, y sus ojos no pudieron contemplar
el rostro de su hijita. Mi padre quedó desolado y,
según me contaba de niña mi aya Aurora, arrastró su
luto y su pena durante tres años, sin querer darse por
enterado de que tenía una hija de la que ocuparse.
Fue mi aya, que ya servía en la casa de mis padres
antes de mi nacimiento, la que se encargó de mi
crianza, mientras mi padre se limitaba a observar-
me, siempre de lejos, sin querer dar ninguna mues-
tra de cariño hacia mi persona. Pero su actitud hacia
mí cambió el día en que estuve a punto de morir.
Yo no lo recuerdo, claro, pero mi aya me lo con-
taba tantas veces cuando era niña, que al represen-
tarlo en mi imaginación, es como si lo hubiera vivi-
do en multitud de ocasiones y formase parte de mis
recuerdos infantiles. Este suceso, que marcó un
antes y un después en la relación con mi padre, me

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El Juego De Dios

acercaba tanto a él que continuamente pedía a aque-


lla buena mujer que me crió que me lo relatara.
—¿Qué pasó aquel día cuando me puse tan mala
que estuve a punto de morir? —le preguntaba con
un brillo malicioso en la mirada.
Mi aya se hacía un poco de rogar, me respondía
que ya me lo había contado muchas veces, que la
dejase en paz, que estaba muy ocupada. Pero yo
sabía que acabaría contándomelo otra vez y que sus
palabras arroparían mi alma infantil como calienta
el fuego en una fría noche de invierno.
Fingiendo resignación, el aya Aurora comenzaba
su relato:
—Tú estabas jugando con la tierra en la puerta de
casa, cuando de pronto empezaste a gritar y a revol-
carte por el suelo. Todos los que estábamos cerca
acudimos corriendo para ver qué te pasaba.
—¿Y mi padre? —preguntaba yo por si ella se
olvidaba de la parte más importante del relato.
—Sí, tu padre, que había oído los gritos, dejó
todo lo que estaba haciendo —añadía, poniendo
énfasis en estas últimas palabras—, y corrió hasta
donde tú te encontrabas…
—Y me cogió en brazos y me llevó dentro de la
casa —la interrumpía yo con impaciencia.
—¡Eso fue después! —protestaba mi aya—. ¿Lo
cuento yo o lo cuentas tú? —decía fingiendo enfa-
darse conmigo.

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Rosa Villada

Yo le hacía un gesto con la cabeza para que con-


tinuara, y ella proseguía su relato.
—Todos estábamos asustadísimos…
—¿Y mi padre? —volvía yo a preguntar.
Como si no me hubiera oído, mi aya seguía
hablando:
—Estábamos asustadísimos porque aquella
forma de gritar no era humana, y a pesar de que sólo
tenías tres años, pataleabas con una rabia y una fuer-
za impropia de tu edad. Alguien dijo que quizá esta-
bas endemoniada, y de pronto, pusiste los ojos en
blanco, tu cuerpo sufrió una gran convulsión y
dejaste de moverte. Te quedaste quieta, tiesa como
una tabla, como si estuvieras muerta. ¡Menudo
susto!
—Entonces… —la alentaba yo a seguir.
—Entonces —continuaba, resignada—, entonces
fue cuando tu padre te cogió en brazos y te llevó a
su cama. Te pusimos un espejo junto a los labios, y
comprobamos con alivio que aún respirabas. Yo fui
corriendo a avisar a la curandera.
—¿Y qué pasó después? —preguntaba con impa-
ciencia, porque llegaba la parte del relato que más
me gustaba.
El aya Aurora hacía en estos momentos una tea-
tral pausa, y se santiguaba tres veces con rapidez,
como para ahuyentar al maligno. Luego proseguía.
—A pesar de que seguías respirando, creíamos

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El Juego De Dios

que estabas muerta porque pasaban las horas y no


despertabas. La curandera dijo que sólo tu cuerpo
vivía en la tierra, pero que tu alma se había ido al
más allá, y si se encontraba allí a gusto, tal vez no
quisiera volver. Entonces trajo un montón de hier-
bas que al quemarlas desprendían un fuerte olor, y te
untó el pecho con un ungüento apestoso, para obli-
gar a tu alma a regresar al cuerpo… Al menos eso
era lo que ella decía.
—¿Y mi padre, qué decía?
Al llegar a este punto de la narración, mi aya
cambiaba el tono de voz, y con la modulación más
dulce que podía, me decía lo que yo realmente que-
ría escuchar.
—Tu padre no dejaba de llorar y de rezar. Se
lamentaba diciendo que todo aquello era un castigo
divino, debido al poco caso que él te había hecho
desde tu nacimiento. Con gran devoción pedía a
Nuestro Señor Jesucristo que no te llevase, como se
había llevado a tu madre, que te dejase aquí en la
Tierra, y que si lo hacía, él te dedicaría toda su aten-
ción, y te daría todo su cariño, además de una edu-
cación cristiana, hasta que al llegar a una edad apro-
piada, te entregase al servicio de Dios en un conven-
to. Así le oí cómo lo juraba.
—Y no se separó de mi cama, ¿verdad? —pre-
guntaba yo agrandando mis ojos negros.
—Así es. Durante tres días con sus tres noches, tu

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Rosa Villada

padre estuvo contigo a la cabecera de la cama, y ni


siquiera salió de la habitación para comer. Pasado
ese tiempo, tú despertaste, como si regresaras de un
largo sueño y dijiste: “Tengo hambre”.
Esta frase, con la que finalizaba el relato, provo-
caba siempre una intensa alegría en mi interior, y
una carcajada que era secundada por mi aya. Quien
siempre añadía, antes de pedirme que la dejara
seguir con sus faenas, “y desde entonces no has
parado de comer”.

MI INFANCIA Y mi adolescencia estuvieron siempre


marcadas por este relato. Yo buceaba en mi interior
tratando de saber dónde había estado mi alma
durante esos tres días en que abandonó mi cuerpo.
En una ocasión, mi padre me dijo que había subido
al cielo y había estado allí con mi madre. Que ella
me había reclamado, al menos ese tiempo, al no
haber podido estar conmigo aquí en la Tierra des-
pués de mi nacimiento.
Aquella explicación me dejó un tanto perpleja.
Por una parte me halagaba que mi madre muerta
siguiera pensando en mí. Por otro lado, me asustaba
un poco el hecho de que aquella mujer desconocida
que me había llevado en su vientre pudiera recla-
marme a su antojo, desde el más allá, y retenerme
allí con ella, sin que mi voluntad pudiera intervenir
para nada.

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El Juego De Dios

La perspectiva de que mi cuerpo inerte volviera a


quedarse en la Tierra, mientras mi alma vagaba por
otros mundos sin que yo ejerciera ningún control
sobre ello, era una hipótesis que me llenaba de
temor y que, en cierta manera, ensombreció la
buena imagen de mi madre que siempre trataba de
inculcarme mi padre.
¿Qué derecho tenía ella a reclamar mi alma, por
mucho que me hubiera llevado en su seno, sin pre-
guntarme si yo quería ir hasta donde estaba? ¿Y si
en algún momento quería que me quedase para
siempre con ella? Estas preguntas me torturaron
durante mucho tiempo, pero nunca me atreví a ver-
balizarlas.
Mi padre siempre me decía que la vida no nos
pertenece, que Dios nos la da y Dios nos la quita,
pero ¿cómo podía influir mi madre en lo que deci-
día ese Ser Supremo y llevar mi alma de aquí para
allá a su antojo?
Estos pensamientos dejaban en mi interior el peso
de una gran culpa. A veces, ésta me atormentaba
tanto que yo procuraba ayunar —diciendo que no
tenía hambre— o me infligía algún castigo corporal
para redimirme de aquellos malos pensamientos
sobre mi madre.
Cuando contemplo, con la experiencia y el paso
de los años, aquella época que tanto marcó mi vida,
lo que más lamento es no haber sabido las cosas que

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Rosa Villada

sé ahora. Pero claro, si las hubiera sabido no habría


tenido necesidad de pasar por todas las vivencias
que he pasado, y Valentina del Valle no habría teni-
do razón de ser.
Lo que me pregunto en estos momentos en que
me acecha la muerte es si toda la experiencia que he
obtenido en esta vida me servirá para no caer en los
mismos errores, cuando vuelva a vestir otro traje de
carne, con otro rostro, con otro nombre, en la piel de
otro personaje, con otra historia.
Tal y como juró mi padre tras aquel extraño suce-
so de mi infancia, él se dedicó a mi educación en
cuerpo y alma, hasta que llegara el momento en que
yo pudiera entrar en un convento para dedicar mi
vida a Dios.
A ese mismo Dios que, atendiendo sus oraciones
y sus súplicas, había permitido que mi madre solta-
se mi alma, para que ésta pudiera regresar al cuerpo
que esperaba inerte en la tierra, y con los años con-
sagrarle a Él toda mi existencia.
En ningún momento me preguntó mi padre si yo
estaba conforme con el futuro que había elegido
para mí. Tampoco yo cuestioné nunca que mi vida
estuviera destinada a ser otra cosa que monja. Una
monja de clausura, recluida en un convento, dedica-
da a la oración, a la contemplación, a la lectura de
los textos sagrados y a llevar una existencia de
pobreza, obediencia y castidad.

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El Juego De Dios

Poco sabía entonces mi padre, ni yo misma, que


el destino me tenía reservado un camino distinto del
que él había previsto. Los hilos de la existencia van
tejiéndose y destejiéndose, en función de fuerzas
que no podemos controlar, hasta formar un tapiz
cuyas formas y colores tienen poco que ver con el
dibujo inicial que imaginamos.
¿O quizás no es así? ¿No seremos nosotros mis-
mos los artífices de nuestra propia existencia, sin
que intervenga esa fuerza, aparentemente incontro-
lada, que llamamos destino?
Ahora, en el umbral de mi muerte, cuando está a
punto de caerse el velo de la ilusión, creo que la vida
no es más que un juego; la representación teatral de
unos personajes con arreglo a un guión que nuestra
parte divina eligió en otro lugar y en otro momento,
más allá del espacio y del tiempo que conocemos.
Pero no adelantemos acontecimientos; para llegar
al punto donde me encuentro en estos momentos,
queda aún mucho camino por recorrer. Vayamos
paso a paso, pues la vida que tanto ha costado vivir
merece cierto detenimiento y reflexión a la hora de
narrarla. Antes de mi llegada al convento de Santa
Clara de Medina de Pomar, aún merecen reseñarse
vivencias que marcarían mi futuro.
Aunque nunca lo dijo, yo notaba que a mi padre
le hubiera gustado tener un hijo varón, en lugar de
una hija. No tengo ninguna duda de que esta cir-

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Rosa Villada

cunstancia, afortunadamente para mí, influyó en la


educación que me dio y en las cosas que me enseñó,
“antes de entregarme a Dios”, como siempre me
recordaba.
Mi padre, Diego de Aranda, era copista y calígra-
fo. Su trabajo consistía en reproducir los libros
sagrados, copiándolos. Cuando lo hacía, tenía que
dejar espacios en blanco porque, una vez termina-
dos los trabajos de escritura, les correspondía a los
iluminadores dibujar las miniaturas y las ilustracio-
nes del libro.
Los copistas eran habitualmente monjes. Mi
padre era uno de los pocos laicos que entonces se
dedicó a esta tarea. De recién nacido, fue abandona-
do a las puertas del convento de San Francisco, en
Medina de Pomar. Allí vivió hasta que se concertó
su boda con mi joven madre, hija única de un
comerciante de la localidad.
Educado por los monjes franciscanos en la auste-
ridad y la fe cristiana, mi padre se crió entre códices
y pergaminos, correteando de niño por el Escritorio.
Aprendió el duro oficio de copista y calígrafo, que
desarrollaba con auténtica vocación, entrega y vene-
ración.
Esta dedicación propició que poco a poco perdie-
ra la vista, quedándose totalmente ciego en los últi-
mos años de su vida. Me correspondió a mí, su
única hija, cuidarlo hasta que cerró los ojos definiti-

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El Juego De Dios

vamente. Yo tenía 17 años, y fue entonces, a su


muerte, cuando entré como novicia en el convento
de Santa Clara.
¿Pude no haberlo hecho? Es posible. Mi padre,
que había jurado entregarme a la vida monástica,
estaba muerto. En ningún caso hubiera podido
pedirme explicaciones por no haber hecho lo que él
tenía previsto para mí.
Mentiría si dijera que no se me pasó por la cabe-
za desobedecerle. Pero fue un pensamiento efímero,
que en ningún caso tomó cuerpo en mi mente. De
hecho, si la ceguera de mi padre no me hubiera rete-
nido a su lado en los últimos años de su vida, yo
habría ingresado antes en el Convento de Santa
Clara, la orden femenina de los franciscanos, donde
él fue acogido y criado.
Mi padre me educó en los ideales de los
Hermanos Menores, como se llamaba a los seguido-
res de San Francisco de Asís. En la pobreza, la ora-
ción y en el desprecio hacia las cosas materiales. El
ejemplo a seguir era el de la fundadora de la que un
día sería mi orden, Santa Clara, que había renuncia-
do al mundo y a los placeres de los sentidos, para
entregarse en cuerpo y alma a Nuestro Señor
Jesucristo.
Mi padre dispuso que todas sus pertenencias
pasasen a manos de la orden de San Francisco y
Santa Clara, estableciendo una dote para el conven-

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Rosa Villada

to en el que yo ingresaría. Cuando fue enterrado, a


los tres días de fallecer, yo sólo disponía de la ropa
que llevaba puesta y unas pocas pertenencias perso-
nales que cabían en un hatillo.
Sin embargo, mi padre me dejó una herencia
mucho más importante que los bienes materiales.
Siendo muy niña me enseñó a leer y a escribir.
Cuando cumplí siete años me regaló mi primera
pluma. Una pluma de oca, ya gastada, que le perte-
necía. Con ella, me regaló pergamino y tinta y, ese
mismo día, me empezó a enseñar el oficio de copis-
ta.
Nunca olvidaré la felicidad que experimenté en
esos momentos cuando me dio su regalo y, en el per-
gamino ya usado, que había raspado conveniente-
mente para poder utilizarlo de nuevo, puso ante mí
un texto sagrado para que yo lo copiara.
Desde que tengo uso de razón, recuerdo que mi
padre me llevaba con él al Escritorio que compartía
con los monjes, en el convento de San Francisco. A
mí me gustaba aquel lugar más que ningún otro que
conociera, y siempre le estaba pidiendo que me lle-
vara de nuevo.
No era sólo por el hecho de que todos los monjes
me mimaban, sino porque me enseñaban libros
enormes y distintos códices, que yo miraba con ver-
dadera admiración. Mi padre hacía que me detuvie-
ra, principalmente, en las páginas bellamente ilumi-

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El Juego De Dios

nadas, en las miniaturas enriquecidas con oro. Pero


lo que llamaba mi atención infantil no era el colori-
do ni la forma de las ilustraciones, eran las letras.
Podía quedarme extasiada durante varios minu-
tos, contemplando las formas de aquellas letras.
Para mí no eran signos muertos, sino símbolos
dotados de alma, que se dirigían a mí y me habla-
ban. Desde la más grandiosa gótica capitular, hasta
la más modesta minúscula carolingia, todas las
letras danzaban ante mis ojos y me comunicaban
un saber que yo no sabía traducir a palabras, pero
que recalaban y me reconfortaban en algún lugar
de mi interior.
Ese lenguaje secreto que compartía con las letras,
más allá de los sonidos que emitía mi garganta al
pronunciarlas, hacía que yo las valorase más que a
las extraordinarias imágenes de las páginas ilumina-
das con los colores del oro, la plata o el lapislázuli.
Desde pequeña, había pedido a mi padre que me
enseñase el oficio de copista, y se lo agradecí cuan-
do empezó a hacerlo a mis siete años. Aquella
pluma de oca que me regaló se convirtió en mi
mayor tesoro y en una de mis pocas pertenencias,
junto con el frasco de tinta, el pergamino y el raspa-
dor, que llevé conmigo al ingresar en el Convento.
Esa fue mi auténtica y preciada herencia. Mi
padre también me enseñó a leer y a traducir el latín,
para que comprendiera lo que estaba copiando. Sin

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Rosa Villada

embargo siempre me advertía que el buen copista no


es un creador ni un escribano, sino que se limitaba a
reproducir lo que otros habían escrito.
Me recordaba que la mayoría de los calígrafos ni
siquiera sabían leer y, por tanto, no sabían lo que
estaban copiando:
—Nosotros somos unos privilegiados —añadía—
; sabemos lo que estamos copiando, entendemos las
palabras, pero no podemos modificarlas.
Yo me rebelaba siempre cuando le escuchaba
decirme esto.
—¿Por qué no podemos modificarlas? ¿Ni
siquiera cuando están mal expresadas y no se com-
prende bien lo que dicen?
—¡Claro que no, Valentina, te lo he dicho mil
veces! —respondía mi padre enfadado—. Si no me
haces caso, algún día vas a tener un disgusto por
intentar cambiar lo que estás copiando.
Cuando llegábamos a este punto de la discusión,
yo solía callarme y obedecerle. Aunque no entendía
por qué no se podía mejorar algo que estaba mal
escrito. En una ocasión, me atreví a ir más lejos y di
voz a aquello que siempre rondaba mi cabeza, pero
me daba miedo preguntar… Tal vez porque en el
fondo conocía la respuesta de mi padre, como así
fue.
—¿Y si escribo algo que quiera yo decir, en lugar
de copiar lo que dicen otros?

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El Juego De Dios

Nada más expresar mi pregunta, me arrepentí


inmediatamente de haberlo hecho. Nunca había visto
tanta ira reflejada en la cara de mi padre. Era tan
intensa que, supongo, él mismo se asustó de tener
esos sentimientos hacia su amada hija. Tardó unos
instantes en responder. Después, intentando aparen-
tar una calma que seguramente no sentía, me dijo:
—Las mujeres no escriben. No tienen nada que
decir…
—¡Pero…! —intenté protestar.
—¡Las mujeres no tienen nada que decir —conti-
nuó, cada vez más alterado— porque no tienen
ideas propias! Tú serás monja, Valentina, dedicarás
tu vida a la oración y a servir a Nuestro Señor…
Que Dios me perdone por haberte enseñado a leer y
a escribir —añadió con un tono de arrepentimiento
en la voz—. Ahora ya no tiene remedio, no te voy a
privar de lo que yo mismo he puesto a tu alcance, no
sería justo. Pero el día que ingreses en el Convento,
te olvidarás para siempre de todo lo que has apren-
dido, y pluma, tinta y papel se quedarán conmigo.
Nunca más volví a expresar mis deseos de escri-
bir por cuenta propia. Me limitaba a copiar en mi
casa lo que mi padre me traía. Las letras seguían
danzando para mí, y a veces me hablaban en sueños
como si fueran entidades vivas. Me contaban histo-
rias y yo encerraba todo su mundo en mi imagina-
ción, sin hablar de ello con nadie.

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Rosa Villada

Después de enterrar a mi padre y prepararme para


ir al Convento de Santa Clara, que estaba fuera de
las murallas de la ciudad, tuve un rato en la mano mi
querida pluma de oca. ¿Debía obedecer a mi padre
y dejar atrás todos los utensilios de escribir para
entrar en mi nueva vida?
Dudé un rato mientras las lágrimas acudían a mis
ojos. Mi padre acababa de morir, y yo ya estaba des-
obedeciendo su voluntad. Sentía un conflicto inte-
rior muy fuerte, que me llenaba de pena y creaba en
mi interior un gran complejo de culpa.
Finalmente, no pude hacerlo: envolví la pluma
con cuidado en un trozo de tela, metí en un frasco de
cristal la tinta que me quedaba, cogí el raspador y
los pergaminos usados que tenía, y los introduje en
el hatillo que constituía todo mi equipaje.
Cuando dejé la casa que había sido mi hogar, una
parte de mí seguía hurgando en la herida abierta. Me
reprochaba mi comportamiento. Me parecía oír una
voz que me decía: “Vaya forma de empezar tu vida
religiosa. No has podido desapegarte de tus escasos
bienes materiales, has desobedecido a tu padre.
¿Esos son los votos que vas a jurar cumplir?”
Por otro lado, y a pesar de estos pensamientos
que me atormentaban, algo dentro de mí hacía que
me sintiera dichosa y feliz por no haber renunciado
a mis útiles de escritura. Decidí prestar atención a
estos sentimientos, y una sonrisa se dibujó en mi

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El Juego De Dios

rostro. Respiré profundamente y caminé con paso


decidido hasta el convento de Santa Clara. Poco
habría de durarme la alegría.

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Capítulo II

ERA CASI MEDIODÍA cuando llamé a la puerta del


Convento de Santa Clara. Me esperaban. Abrió la
hermana portera y me hizo pasar a un austero reci-
bidor, amueblado sólo con un banco de madera
oscura. Hacía frío. Finalizaba el mes de octubre y
los muros del convento no desprendían ningún
calor. Yo conocía ya a la abadesa. Había mantenido
con ella breves conversaciones a través de la reja en
más de una ocasión, aunque siempre acompañada
de mi padre. Me había parecido una persona adusta.
Ángela, la hermana portera, era una mujer de
mediana edad, más bien metida en carnes, de aspec-
to agradable. Me sonrió y percibí en su mirada una
calidez cómplice. La única señal de calor que había
en aquella fría estancia. Me hizo esperar unos
momentos y, después, me condujo por unos largos y
oscuros pasillos hasta la abadesa.
Al contemplarla frente a frente a plena luz, sin la
penumbra que solía haber en el locutorio y sin la
reja, su aspecto me impresionó. Era alta y muy del-
gada, con pómulos muy marcados que daban a su
rostro un aspecto cadavérico. Daba un poco de
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Rosa Villada

miedo, sobre todo cuando clavaba en ti su mirada


penetrante, que a ratos parecía la de una persona que
había sufrido mucho.
Cuando llevaba un tiempo en el convento me
enteré de que sus ayunos y mortificaciones eran
continuos. A veces caía enferma debido a las priva-
ciones a las que sometía su cuerpo. Su ideal era
Santa Clara de Asís, la fundadora de la Orden, y a
ella pretendía emular con toda clase de sacrificios y
penitencias. Su extremado rigor e intransigencia
hacía que todas las monjas le tuvieran miedo. Yo no
fui una excepción.
Su recibimiento no fue nada acogedor. Al revés,
su actitud me hizo sentir incómoda. La sonrisa con
la que entré a su despacho se quedó petrificada en
mi rostro cuando me dirigió la primera mirada. No
demostró ningún asomo de compasión ante el hecho
de encontrarse con una joven que acababa de perder
a su padre y estaba sola en el mundo.
La breve conversación que mantuvimos fue como
si echase sobre mí un jarro de agua helada. Me miró
de arriba abajo y, dirigiéndose a la hermana portera,
antes de despedirla con la mano, le dijo:
—Que le corten el pelo esta misma tarde.
Instintivamente, rocé con los dedos la negra
melena que llevaba sobre los hombros y bajé la
cabeza, avergonzada, como si me hubiera pillado en
alguna falta.

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El Juego De Dios

Después, dirigiéndose a mí, añadió:


—Estás aquí porque esa era la voluntad de tu
padre y así lo dejó dispuesto antes de su muerte. No
voy a negarte que eso me desagrada. Preferiría que
hubieras venido por tu propia voluntad…
Fui a decir algo en mi favor, que estaba allí porque
quería o algo así, pero ella me interrumpió con un
gesto de la mano, que no admitía réplica, y prosiguió:
—No, no digas que estás aquí porque quieres, no
te voy a creer. Conozco tu historia y sé que no es así.
Por otra parte —añadió— no eres la primera que
llega a este convento por razones que nada tienen
que ver con una verdadera vocación de entrega a
Dios. La mayoría son igual que tú.
Después de un largo suspiro, permaneció en
silencio unos instantes, con los ojos cerrados. Yo
apenas me atrevía a levantar la cabeza para mirarla.
Cuando abrió los ojos, clavó su mirada en los míos
y prosiguió, con un tono de dureza en la voz:
—No creo que llegues a ser monja. No creo que
esto sea para ti…
Aún no sé cómo me atreví, pero la interrumpí y
dije con energía:
—Sí seré monja… Seré monja, ya lo verá —repe-
tí con menos convicción.
La abadesa sonrió por unos instantes, pero la son-
risa se convirtió en una mueca y su gesto se endure-
ció aún más.

31
Rosa Villada

—No serás monja, así que no lo veré. De todas


maneras, lo sabremos en su momento. Dispones de
un tiempo suficiente de discernimiento, durante el
noviciado, antes de la procesión de los votos perpe-
tuos. Ahora te llevarán a tu celda y te darán dos
hábitos, unas sandalias y un manto, para que te qui-
tes ese vestido de seglar, que habrás de entregarle a
la maestra de novicias. Ella te instruirá en todo lo
que tienes que hacer.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la
abadesa hizo sonar una campanilla que tenía sobre
la mesa, y al instante se presentó una monja, de
aspecto agradable, que me fue presentada como la
hermana Lucrecia, maestra de novicias. Al llegar me
dedicó una amplia sonrisa y me hizo un gesto para
que la siguiera. Cuando nos disponíamos a salir de
la estancia, la abadesa me preguntó, señalando mi
hatillo:
—¿Qué llevas ahí?
La posibilidad de que me quitase mi pluma y los
útiles de escribir hizo que me entrase el pánico.
—Sólo algunas cosas personales —dije con timi-
dez.
—Ábrelo —me ordenó con voz firme—. Aquí
hemos abrazado la santísima pobreza, y no tienen
cabida las posesiones personales. ¡Ábrelo! —repitió
con dureza.
Como me quedé paralizada y sin reaccionar, la

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El Juego De Dios

hermana Lucrecia me cogió con suavidad del brazo


y, sin dejar de sonreír, hizo un gesto afirmativo con
la cabeza para indicarme que abriera el saco. Así lo
hice y se lo enseñé a la abadesa. Esta me ordenó que
lo volcase sobre la mesa.
Al hacerlo, la tinta que llevaba en un frasco se
derramó un poco, provocando en la abadesa un
gesto de reprobación, aunque no dijo nada. Con
detenimiento, examinó todos los objetos que yo lle-
vaba en el hatillo, y cuando vio mi pluma de ganso
y el pergamino enrollado, sonrió como el que acaba
de lograr un triunfo.
—¿Será posible que sepas leer? —me preguntó,
con un tono de ironía.
—Sé leer y escribir —respondí con orgullo.
—Podrá leer en el refectorio —dijo a la maestra
de novicias.
Después, dirigiéndose a mí, añadió:
—Aquí, saber escribir no te servirá de nada… Y
la arrogancia, tampoco —subrayó, mientras se que-
daba con todos mis útiles de escribir, y me indicaba
con un gesto que cerrase de nuevo el saco.
Aún recuerdo cómo la rabia se apoderó de mí en
esos momentos. Odiaba a aquella mujer con todas
mis fuerzas. Nunca había experimentado una emo-
ción similar, y esto hizo que, junto con el odio, se
adueñase de mí una profunda tristeza y un cierto
complejo de culpa.

33
Rosa Villada

La hermana Lucrecia, como si estuviera al tanto


de mis sentimientos, me dedicó una cálida sonrisa y,
sin pronunciar palabra, me agarró del brazo con sua-
vidad y me condujo fuera de la estancia. Cuando nos
habíamos alejado lo suficiente, me dijo en un tono
cariñoso:
—No es tan dura como aparenta. Te acostumbra-
rás.
Interiormente agradecí sus palabras y el ánimo
que quería infundirme, pero pensé para mis aden-
tros: “No me acostumbraré”. Aunque desde niña
había escuchado constantemente que sería “entrega-
da a Dios”, y no había cuestionado la voluntad de mi
padre, la posibilidad de vivir en aquel convento que-
daba muy lejana en mi mente, como si no fuera a
llegar nunca. Ahora estaba ahí, y esa evidencia pro-
vocaba en mí sombríos pensamientos que pretendí-
an anidar y quedarse en mi cabeza. Sentí ganas de
llorar, pero me contuve.
—Esta es tu celda —me dijo la hermana
Lucrecia, mostrándome una pequeña habitación
encalada que sólo tenía un camastro y un ventanuco
por el que se filtraba el sol, reflejándose en el suelo.
En esos momentos aún no sabía que ese pequeño
rayo de sol sería la única luz a la que iba a poder afe-
rrarme cuando la oscuridad se adueñase de mi vida.
La maestra de novicias me indicó que esperara
allí porque iba a traerme los hábitos de novicia.

34
El Juego De Dios

Cuando salió de la celda, ya no pude contener las


lágrimas. Me senté en la cama y empecé a llorar. No
sé cuánto tiempo permanecí llorando en silencio,
procurando no hacer ruido, y mirando de reojo a la
puerta para que la hermana Lucrecia no me sorpren-
diera en ese estado.
Ahora, rememorando aquella escena, estoy segu-
ra de que no volvió antes con los hábitos para dejar-
me un poco de intimidad y para que yo pudiera ali-
viar mi pena con las lágrimas. Cuando regresó, tosió
deliberadamente con fuerza, quizás para darme
tiempo a que me recompusiera un poco. Así lo hice,
pero mis ojos, que debían estar hinchados, delataban
mi llanto y mi angustia.
Con un tono cariñoso que nunca olvidaré, me
tomó de la barbilla y me hizo levantar la cabeza.
—La humildad —me dijo con su dulce voz— no
está reñida con el amor propio. Nuestro Señor
Jesucristo no quiere esclavos. Él nunca lo fue. A
pesar de que le torturaron, nunca bajó la cabeza. No
lo hagas tú tampoco. Haz que tu dignidad sea tu
refugio. Eso no es pecado. No pierdas la alegría.
Sus palabras apaciguaron mi mente y actuaron
como un bálsamo para mi espíritu. Le sonreí y asen-
tí con la cabeza.
Ella misma me ayudó a vestir el hábito y me
indicó que no me pusiera todavía el velo blanco de
las novicias, hasta que no me cortasen el pelo.

35
Rosa Villada

Cuando estuve vestida, llamó a otra monja que fue


la que me cortó los cabellos en redondo, como era
preceptivo en la orden, con unas tijeras que no esta-
ban muy bien afiladas, a juzgar por los tirones que
me daba.
Naturalmente, allí no había ningún espejo, y no
quise imaginar qué aspecto tendría con el pelo cor-
tado. Al contrario, me aferré a la imagen de mí
misma que conocía y pensé que, de todas maneras,
con el velo puesto no se me vería la cabeza ni los
trasquilones que sin duda me habían hecho.
A pesar de todo, y mientras veía caer los mecho-
nes de mi melena en el suelo de la celda, no pude
evitar que me viniera a la cabeza la imagen bíblica
de Sansón, al que Dalila, su mujer, le cortó el cabe-
llo mientras dormía para despojarle de su fuerza.
Sin duda, también pretendían despojarme a mí de
la mía. Pero no lo iban a conseguir. En esos momen-
tos juré en mi interior que no lo conseguirían.
Aunque era consciente de que ese juramento no
estaba en consonancia con la obediencia que debía a
la abadesa, me aferré a él como lo más real que tenía
en esos momentos.
La hermana Lucrecia me llevó a la cocina y me
dio algo de comer. Me instruyó en las normas y me
enseñó el convento. Después me mandó a mi celda
“para orar” y dijo que me avisaría para las vísperas.
Fue en esos momentos, durante el oficio en la igle-

36
El Juego De Dios

sia, cuando conocí al resto de las hermanas. Ellas


serían, a partir de entonces, mi familia.
Empezaba una nueva vida para mí. Una vida que
me resultaba extraña, fuera del que había sido mi
hogar, y en compañía de unas mujeres totalmente
desconocidas. Eché de menos a mi padre, a mi
anciana aya, a los monjes de San Francisco, a todas
las personas que habían configurado mi mundo.
Esa noche, cuando me metí en mi camastro, volví
a llorar pensando que, a pesar de lo que había dis-
puesto mi padre, no estaba preparada para la vida en
el convento. Pero ¿qué podía hacer? No tenía adón-
de ir y, por otra parte, no estaba dispuesta a darle la
razón tan pronto a la abadesa. Le demostraría que
estaba equivocada, que sí podía llegar a ser monja.
¿O no?
“Si por lo menos me hubiera dejado mi pluma y
mis útiles de escribir”, pensé. Pero la abadesa ya me
había advertido que saber escribir no me iba a servir
de nada en el convento. “¿Por qué un monje puede
ser copista y una monja no?”, me pregunté.
Sin saber muy bien por qué, me rebelé contra un
destino que me imponía la sociedad por el hecho de
ser mujer. Pero esta rebelión interna, más que recon-
fortarme, aumentó mi inquietud. Me di cuenta de
que estaba metida en un callejón de difícil salida, y
que mis convicciones no iban a hacerme la vida más
fácil entre aquellas paredes.

37
Rosa Villada

“Tienes que intentarlo”, me dije a mí misma, “tie-


nes que demostrarle a la abadesa que puedes llegar
a ser monja. Una buena monja y, quién sabe”, traté
de engañarme, “puede que llegue a gustarte estar
aquí; a la hermana Lucrecia parece que le gusta”.
La hermana Lucrecia... Intenté aferrarme al
recuerdo de su cálida sonrisa esa primera noche que
pasé como novicia. No sería la última. Ella fue la
única persona que se mostró cariñosa conmigo
durante el tiempo que permanecí en el convento de
Santa Clara. Aunque ni siquiera ella pudo defender-
me después de lo que toda la comunidad religiosa
consideró como un vergonzoso comportamiento por
mi parte. Pero no adelantemos acontecimientos.
Aquella primera noche, fue tanta la angustia que
sentí, que tuve una pesadilla de la que aún me acuer-
do. Soñé que estaba suspendida en el vacío y caía a
un precipicio. Una especie de pozo oscuro sin fondo,
que parecía no tener fin. Afortunadamente, el sueño
duró poco. Enseguida tuve que levantarme para el
oficio de maitines. La dura realidad se impuso.

LA VIDA EN Santa Clara seguía una estructurada ruti-


na, marcada por la Orden que nos servía de guía.
Además de asistir a la liturgia de las horas, había que
guardar silencio obligatorio, desde la hora de com-
pletas hasta la de tercia. Tampoco se podía hablar en
la iglesia, en la celda, y en el refectorio, durante la

38
El Juego De Dios

comida. Sin embargo, estaba permitido “insinuar


brevemente y en voz baja lo que fuera necesario”.
Estas disposiciones propiciaban poco la camara-
dería entre las hermanas, aunque todas las novicias
hablábamos con total libertad con nuestra maestra,
fuera del periodo del silencio obligatorio. A pesar de
estas prohibiciones, yo podía detectar que el resto
de las novicias, no sé ni cómo ni cuándo, habían
establecido una relación que a mí me estaba vetada.
Veía en ellas sus gestos de complicidad, sus mira-
das y sus risitas, como si tuvieran un código secreto
de comunicación al que yo no tenía acceso. No sé si
fue por este motivo, o porque realmente me encon-
traba fuera de lugar, por el que no intimé con ningu-
na de las hermanas. Incluso observé que a veces me
miraban como si fuera un bicho raro.
Sin lugar a dudas, el momento más temido para
mí llegaba una vez por semana, cuando la abadesa
nos llamaba a capítulo para que confesásemos
públicamente, “con humildad”, todas nuestras negli-
gencias y faltas. Aún noto un cosquilleo en el estó-
mago cuando pienso en esos terribles momentos.
La primera vez que fui llamada a capítulo por la
abadesa con el resto de las hermanas y se me pidió
la confesión de mis faltas, me quedé callada sin
saber qué decir. La madre Perpetua debió regocijar-
se de inmediato, a juzgar por el brillo malicioso que
asomó a sus ojos.

39
Rosa Villada

Yo pensé que esta vez sí me había pillado.


Aunque no sabía muy bien cuál era mi pecado. ¿Qué
podía confesar si aún no llevaba una semana en el
convento, y lo único que había hecho era asistir a los
oficios, rezar, y participar en las labores de cocina y
limpieza, sin apenas pronunciar palabra?
—¿La hermana Valentina no ha cometido ningu-
na falta? —insistió la abadesa ante mi silencio cuan-
do me tocaba hablar.
Sin saber qué decir, busqué con la mirada interro-
gante el rostro de la hermana Lucrecia. Pero sus ojos
estaban clavados en el suelo, y su gesto ausente
parecía indicarme que no podía ayudarme. Pasados
unos instantes, que a mí me parecieron eternos,
finalmente pude balbucear:
—Yo… no recuerdo ninguna falta.
—¿No la recuerdas, o no tienes ninguna falta que
confesar? —preguntó con voz firme la abadesa.
En esos momentos no distinguí muy bien la dife-
rencia entre no haber cometido ninguna falta, y no
recordarlo. Sencillamente, para mí no había diferen-
cia, así que, mirándola con desafío, respondí:
—No la recuerdo porque no tengo nada que
recordar. No he hecho nada malo —añadí como el
que remacha un clavo bien puesto.
Las sonrisitas apagadas de mis compañeras
debieron alertarme de la situación que se avecinaba.
La abadesa se levantó de su asiento y, atravesándo-

40
El Juego De Dios

me con la mirada, se dirigió hacia donde yo me


encontraba, con paso lento, como si quisiera prolon-
gar su momento de gloria. Intenté mirarla a los ojos,
pero no pude, y bajé la cabeza. No por humildad,
sino por miedo.
—¡Claro que no has hecho nada malo! —afirmó,
mientras levantaba mi barbilla y me obligaba a
mirarla—. Tampoco tus compañeras han hecho nada
malo. Ninguna lo hemos hecho. ¿Cómo podríamos
hacer daño a nadie entre estas paredes que nos pro-
tegen del vicio y de la maldad que hay en el exte-
rior?
Quise interrumpirla y decirle que eso era precisa-
mente lo que yo quería expresar, que no había teni-
do ocasión de cometer ninguna falta en los pocos
días que llevaba en el convento. Esta vez, fue la
mirada de la hermana Lucrecia la que buscó la mía,
y me hizo un leve gesto con la cabeza para que me
callase. La obedecí y no dije nada. La abadesa
siguió con su discurso:
—¿Quiere esto decir que por estar en un conven-
to somos inmunes al pecado? ¡No, claro que no! —
se respondió ella misma—. El demonio no descansa
nunca. Las tentaciones no están sólo fuera de noso-
tras, hermanas, están aquí —dijo señalándose la
cabeza—, en nuestro pensamiento. Y aquí —añadió,
tocándose el corazón—, en nuestras emociones des-
ordenadas. ¿Acaso son puros tus pensamientos, her-

41
Rosa Villada

mana Valentina? —preguntó acusadoramente—. ¿Y


tus sentimientos? ¿Pondrías la mano en el fuego de
que durante todos estos días no has tenido ningún
pensamiento desordenado? Porque si es así, tendre-
mos que referirnos a ti en el futuro como Santa
Valentina.
Estas últimas palabras fueron seguidas por las
risas sin disimulo de todas las presentes. La herma-
na Lucrecia tuvo que pedir silencio, y yo me quedé
paralizada, mientras la ira me subía desde la boca
del estómago y se alojaba en mi garganta, querien-
do salir afuera en un grito de protesta. A pesar de eso
guardé silencio, pero mantuve la mirada a la abade-
sa, hasta que ella me pidió que hablase.
—Sí —dije con un tono de orgullo—. Durante
estos días he tenido muchos malos pensamientos…
Y aún los tengo —añadí, poniendo énfasis en esta
última frase.
La abadesa me dio la espalda, volvió a su asien-
to, y desde allí me dijo con un tono de condescen-
dencia:
—La soberbia es una falta. De las peores. Es un
pecado capital. No tiene cabida en la vida de una
monja. Ya te advertí que aquí esa actitud no te iba a
servir de nada.
Lo que sí me sirvió fue la experiencia de ese día.
Me di cuenta de que llamaba demasiado la atención
y de que así no podría sobrevivir en el convento.

42
El Juego De Dios

Cambié de actitud. Si quería pasar desapercibida,


tenía que representar un papel. No podía mostrarme
tal como era, debía confundirme con el resto y
actuar como ellas actuaban.
Me refugié en mis pensamientos y en mis senti-
mientos, con la seguridad de que ahí no podía man-
dar nadie. Por mucho que la abadesa dijera que ese
era el territorio donde se instalaba el demonio, yo
sabía que no era cierto. Y a esa seguridad me aferré
para sobrevivir.
Y me funcionó. Pero sólo durante cierto tiempo.
Hasta que conocí a Yago, y todo lo que había soste-
nido mi vida hasta ese momento se vino abajo.

43
Capítulo III

ANOCHE, MIENTRAS DORMÍAMOS, tiraron piedras a las


ventanas de nuestra casa. No voy a negar que pasé
miedo. Fuera había un grupo de gente alterada. Se
podía oír sus gritos, sus insultos. Luego escuché
cómo se peleaban entre ellos. Finalmente, se mar-
charon. Yo no me moví de mi cama. Ninguna de las
beguinas lo hizo, aunque podían escucharse nues-
tras respiraciones alteradas.
Esta mañana, todas parecíamos estar asustadas,
pero nadie ha dicho nada. Sólo Brígida ha mencio-
nado el suceso, cuando estábamos a solas. Entonces
me ha comentado: “El fin se acerca”. No he respon-
dido nada, ¿qué hubiera podido decirle? Ambas
sabemos que lleva razón.
¿Es un privilegio saber cuándo vamos a morir?
¿Es una suerte poder vislumbrar tan cercano el ros-
tro de la muerte? Siempre lo he creído así. He pen-
sado que esa cercanía del final nos puede ayudar a
cruzar hacia el más allá con conciencia y acepta-
ción. Pero anoche sólo era capaz de sentir el miedo.
Ese miedo irracional, que no se deja seducir por nin-
gún argumento. Ese miedo que te paraliza.
45
Rosa Villada

Con la luz del día, las cosas se ven de otra mane-


ra. Es la fuerza y la energía del sol la que nos hace
seguir adelante. Esta mañana puedo continuar escri-
biendo, mientras el resto de las beguinas siguen
también con sus tareas cotidianas. Como si no
hubiera pasado nada, como si la muerte no se adivi-
nase cercana.
Hay que aprovechar los rayos solares, como si
cada día que pasa fuera una prórroga que nos conce-
de la vida. Y yo quiero seguir recapitulando sobre la
mía. ¡Hay tantas cosas que contar aún!

¡YAGO! “YAGO DE los caminos”, como le gustaba


que lo llamasen. Encontrarme con él supuso un
brusco giro en mi existencia. Lo que cualquier joven
tarda años en experimentar, yo lo hice en unas pocas
semanas. Tuve que despojarme violentamente de las
cálidas certidumbres de la inocencia que caracteriza
esta época de la vida, para sumergirme en el abismo
más brutal de la realidad adulta.
Recuerdo perfectamente el primer día que lo vi.
Hacía malabarismos con unas manzanas, en la plaza
de Medina de Pomar. Yo me paré a mirarlo. Me sen-
tía feliz ese luminoso día de primavera. A pesar de
las oscuras premoniciones de la abadesa, llevaba ya
siete meses en el convento de Santa Clara y, aunque
no había conseguido adaptarme del todo, estaba
logrando sobrevivir.

46
El Juego De Dios

Hasta llegué a pensar que, en unos meses más,


haría mis votos perpetuos. Pero no era eso lo que me
tenía reservado el destino. O quizás era una parte de
mí misma, escondida en mi interior, la que no se
resignaba a permanecer de por vida en un convento
y se rebelaba.
El día que conocí a Yago estaba especialmente
contenta. Gracias a mis buenas relaciones con la
hermana Lucrecia, había conseguido sustituir a la
monja que cada día se acercaba al pueblo para reco-
ger los alimentos que nos ofrecían nuestras benefac-
toras, y comprar lo necesario para el convento. La
hermana encargada de este menester se había pues-
to enferma, y yo había conseguido que la maestra de
novicias me encomendara a mí esa tarea.
Después de todos esos meses sin abandonar el
convento, viendo el sol cuando se me permitía pase-
ar por el claustro, o a través del ventanuco de mi
celda, la posibilidad de salir a la calle y volver a
caminar entre gente que no llevaba hábito era el
mejor regalo que me podía hacer la vida.
Cuando dejé atrás Santa Clara y atravesé las
murallas de la ciudad, todo lo que veía por la calle
me llamaba la atención. Miraba a un lado y a otro,
como si fuera la primera vez que observaba a aque-
llas gentes y aquella actividad que, sólo unos meses
antes, habían formado parte de mi vida cotidiana,
sin que yo reparara en ellas.

47
Rosa Villada

Me detuve ante Yago, observando su juego, y le


sonreí. No había nadie más mirándolo. Sólo yo,
supongo que embobada siguiendo el movimiento de
sus manos y la danza hipnotizante de las manzanas
en el aire. Cuando vio que lo miraba, fijó su aten-
ción en mí, y esto provocó que se equivocase y la
fruta cayera al suelo.
Yo aplaudí como una niña, mientras él la recogía.
Entonces me miró y, sonriendo, me dijo:
—Alégrate, porque hoy es un día bonito; ha veni-
do a visitarnos el solecito.
—Sí, así es —respondí mirando el azul del cielo,
un poco azorada por su proximidad.
De pronto me sentí incómoda, bajé la cabeza, y
me alejé de forma apresurada. Pero él salió corrien-
do, me alcanzó y me preguntó:
—Hermana, no me has dicho tu nombre.
—Valentina —respondí, tras un ligero titubeo.
—A mí me llaman Yago. Yago de los caminos —
dijo él echándose hacia atrás el pelo rubio que le
cubría parte de la cara.
Fueron sólo unos instantes, pero yo los viví como
si el tiempo se hubiera detenido. Nuestros ojos se
encontraron, y entonces me di cuenta de que los
suyos eran los más hermosos que había visto nunca.
De un intenso color verde, felinos y misteriosos,
alegres, llenos de vitalidad. Vi que no era sólo su
boca la que me sonreía, sino también su mirada.

48
El Juego De Dios

Cuando pude desprenderme de sus ojos, que me


tenían enganchada, me fijé en su rostro ovalado, en
su nariz aguileña, en su pelo rubio y lacio, que le
caía sobre los hombros, en la barba de varios días
que le cubría el mentón y parte de la cara, del mismo
color claro de sus cabellos.
Me di cuenta de que era bastante más alto que yo,
me sacaba una cabeza. Estaba delgado. Los pantalo-
nes bombachos que llevaba le bailaban en las pier-
nas. Sin embargo, bajo el amplio jubón, se adivina-
ba un cuerpo cálido y musculoso. Eso fue lo que me
vino a la cabeza mientras lo contemplaba, y este
pensamiento me asustó. Nunca hasta ese momento
me había parado a mirar a ningún hombre. Por eso
le dije adiós, precipitadamente, y salí casi corriendo.
Esta vez no me siguió, se quedó ahí parado, son-
riendo, y me gritó:
—Adiós, hermana Valentina, hasta mañana.
Al escucharlo me volví, y entonces él mordió la
manzana que llevaba en la mano y seguidamente me
la lanzó, al tiempo que decía:
—Toma, te la regalo.
Yo la cogí al vuelo, muy desconcertada, y cuando
iba a darle las gracias ya no estaba. Pensé que habría
vuelto corriendo hacia la plaza. Observé la manza-
na, sin saber qué hacer, y vi en ella la marca de los
dientes que le había clavado Yago. Seguí andando
apresuradamente, mirando hacia un lado y hacia

49
Rosa Villada

otro, temiendo que alguien me viera, y arrojé la


fruta al suelo.
El encuentro con Yago había hecho que perdiera
la noción del tiempo. Tuve la sensación de que me
había entretenido más de la cuenta, y realicé las
tareas que me habían encomendado con la mayor
diligencia que pude. No quería retrasarme mucho en
llegar al convento. No estaba bien que, el primer día
que podía salir, me demorara a la vuelta.
“Si lo hago”, pensé, “mañana no me dejarán salir
y no podré volver a verlo”. Este pensamiento me
ruborizó. Sentí cómo el calor se instalaba en mis
mejillas, puse las palmas de mis manos sobre ellas,
y noté cómo ardían. Pensé que no podía llegar así al
convento y, después de atravesar las murallas de la
ciudad, me detuve junto a un árbol, camino de Santa
Clara.
Quería tranquilizarme. Sin saber bien por qué, me
encontraba muy alterada. El sol estaba en su cénit y
el hábito me daba mucho calor. Luché por no quitar-
me el velo de novicia y dejar al aire mis cabellos. En
esos momentos pensé que me gustaría conservar mi
melena. Y este pensamiento, que consideré impuro,
me aterrorizó.
Con paso firme me dirigí al convento, y para evi-
tar que me acechasen los malos pensamientos, fui
contando en voz alta cada uno de mis pasos, hasta
llegar a la puerta. Cuando me abrió la hermana

50
El Juego De Dios

Ángela, me miró a la cara y me dijo:


—¿Qué te ha pasado, te encuentras bien, niña?
Sin querer mirarla siquiera, para que no adivina-
ra el latido alterado de mi corazón, respondí mien-
tras entraba corriendo:
—No me pasa nada, es que hace mucho calor.
Durante el resto del día tuve que hacer esfuerzos
sobrehumanos para poder seguir la rutina del con-
vento, aparentando la misma tranquilidad de todos
los días. No sabía qué me pasaba, aunque sospecha-
ba que lo que me alteraba era mi encuentro con
Yago. ¿Pero por qué? Me interrogué a mí misma,
pero no le encontré ninguna explicación.
Lo cierto es que no se me iba de la cabeza. Intenté
leer en mi breviario alguna oración que me devol-
viera a la seguridad de lo que había sido mi vida
durante los últimos meses. Pero no pude. La mirada
y la sonrisa de Yago volvían a mi mente una y otra
vez.
Estuve a punto de pedir una entrevista con mi
confesor, o de hablar sobre ello con la hermana
Lucrecia, pero ¿qué podía decirles? ¿Que había
visto a un saltimbanqui en plena calle y me había
quedado prendada de él? A duras penas conseguí
pasar el día, cumpliendo con mis obligaciones en el
convento, disimulando mi estado interior.
Pero por la noche, en la soledad de mi celda, no
tenía dónde esconder mi estado de ánimo. Allí me

51
Rosa Villada

encontraba sola conmigo misma y, después de


intentar refugiarme en el sueño sin conseguirlo,
decidí analizar qué era lo que me pasaba realmente.
Primero intenté culpar de mi excitación al hecho
de haber salido fuera del convento por primera vez
desde que había llegado a Santa Clara. Quise decir-
me que, después de tantos meses sin pisar la calle,
el día cálido y soleado, y el trasiego de gente y de
actividad que existía en la ciudad, habían terminado
por afectar mi estado de ánimo.
Por unos momentos incluso llegué a creérmelo,
pero la aparición, una y otra vez, del rostro alegre de
Yago, su sonrisa y el color de sus ojos, me impedí-
an aferrarme a una explicación que yo misma detec-
taba como falsa. “Me estoy engañando. ¿Qué me
impide enfrentar la verdad?”, reflexioné para mis
adentros.
Me di cuenta de que lo único que me impedía
enfrentarla era la seguridad de que ante mí se abría
un camino totalmente desconocido, en el que nunca
antes me había adentrado. Era un camino profundo,
peligroso y oscuro, que jamás había explorado. No
había tenido ninguna necesidad.
Los chicos no contaban para mí. Antes de entrar
en el convento, mi mundo se reducía a la compañía
de mi padre y de mi aya, a las visitas a los monjes
de San Francisco. Mi existencia estaba volcada en
las letras que copiaba, en las palabras, en descubrir

52
El Juego De Dios

su significado oculto, en ir más allá de lo que me


indicaba su sonido. ¡Cómo echaba de menos el tener
entre mis manos mi pluma de ganso y mis pergami-
nos! Hasta ese momento no me había dado cuenta
de ello.
Había ido empujando hacia abajo la pena que
sentí cuando la abadesa me privó de mis útiles de
escritura, y en esos momentos, al explorar las pro-
fundidades de mi alma, me había encontrado con
ese dolor ahogado. Este descubrimiento me impac-
tó más de lo que esperaba, y hasta por unos momen-
tos me olvidé de la existencia de Yago.
Para aliviar mi pena, lloré. Lloré con rabia conte-
nida y me rebelé internamente por haberme privado
de algo que era tan importante en mi vida. Decidí
que, al día siguiente, le pediría a la abadesa que me
devolviera mi pluma y todo lo demás que me había
quitado. Esta decisión me produjo una gran tranqui-
lidad por dentro y, rendida, me dormí.
Pero mi reposo no duró mucho, porque un sueño
me hizo despertar bruscamente, alterada y empapa-
da en sudor. Soñé con Yago. Yacía con él en el suelo,
en un bosque repleto de flores y vegetación. Yo ves-
tía como una campesina, no llevaba el hábito de
monja ni el velo de novicia. Mis cabellos no estaban
cortados, eran mi melena morena de siempre.
Nos revolcábamos entre la hierba, acariciándonos
y besándonos. Empezábamos a quitarnos la ropa, y

53
Rosa Villada

nos quedábamos semidesnudos. Él me llevaba la


mano hacia su sexo, y yo notaba cómo estaba abul-
tado. Fue esa sensación tan vívida de tocar algo duro
la que me asustó y provocó que me despertase vio-
lentamente.
Sentada en mi camastro, me santigüé varias veces
y empecé a rezar. Más que una oración, mi rezo era
una petición de ayuda: “Ayúdame, Señor, ayúda-
me”, repetía una y otra vez, mientras las lágrimas se
deslizaban por mis mejillas.
No tuve mucho tiempo de reflexionar sobre mi
sueño porque debía acudir al oficio de maitines. Sin
embargo, antes de salir hacia la iglesia, decidí que
ese día no volvería a la ciudad. Jamás volvería a
abandonar el convento. Me quedaría para siempre
entre esas paredes y sería monja. Pero, obviamente,
no fue eso lo que pasó, y unas horas después de
haber tomado esta firme decisión, me encontré de
nuevo ante Yago.
A veces he reflexionado sobre ello. ¿Qué habría
pasado si la hermana Lucrecia no me hubiera obli-
gado a ir ese día a la ciudad? ¿Qué habría ocurrido
si jamás hubiera vuelto a ver a Yago? ¿Habría llega-
do a hacer mis votos perpetuos? ¿Habría sido una
buena monja, recluida para el resto de mi vida en
Santa Clara?
Creo que no. Creo que somos nosotros mismos
quienes marcamos nuestro propio destino. Nuestra

54
El Juego De Dios

razón, a veces, nos quiere obligar a torcerlo, a que


transitemos por senderos que no son los nuestros.
Pero lo único que se consigue con ello es retrasar la
hora en la que enfilamos nuestro propio camino.
Aquel que nos conduce a lo largo de múltiples expe-
riencias, a que seamos lo que realmente somos.
¿Cómo puede alguien ser lo que no es? ¿Por qué nos
empeñamos en imitar la vida y las virtudes de otros,
en lugar de desarrollar las nuestras?
Si la hermana Lucrecia no me hubiera obligado a
ir ese día a la ciudad, habría tenido que ir en cual-
quier otro momento. Y si Yago no hubiera estado
allí, estoy segura de que me habría encontrado con
algún otro joven que me ayudara a pasar por alguna
experiencia similar a la que pasé.
¿Qué hacen todos los demás en nuestra vida, sino
representar un personaje en la obra que nosotros
hemos escrito, y en la que tenemos el papel de pro-
tagonistas? ¿Acaso no es verdad que todos actua-
mos como personajes principales de nuestra propia
historia, y como secundarios en las vidas de los
demás, al servicio de ese gran juego divino que está
en la mente del creador?
Mi padre, que a pesar de ser letrado era un hom-
bre sencillo, habría resumido toda esta filosofía
diciendo que “la cabra tira al monte, porque eso es
lo que tiene que hacer”. Y habría añadido que “no se
le puede pedir peras al olmo”. A pesar de esa filoso-

55
Rosa Villada

fía, él se había empeñado en que yo fuera monja, sin


preguntarse si era eso lo que yo quería. Pero no le
culpo, yo tampoco me lo pregunté. Quizás porque
debía experimentarlo.
Eso es lo que me dijo la hermana Lucrecia cuan-
do fui a pedirle que me relevara de mi obligación de
ir a la ciudad.
—¡No, Valentina, no! —me respondió con una
firmeza en la voz que nunca le había oído utilizar.
A pesar de que era mi maestra y le debía obedien-
cia, no me conformé con su negativa y le pregunté:
—¿Por qué no?
—Eso dímelo tú. Explícame por qué no quieres ir
a la ciudad, cuando ayer estabas totalmente feliz por
poder salir del convento —me dijo—. ¿Qué ha
pasado de ayer a hoy para ese cambio tan brusco?
Me quedé en silencio, no sabía qué contestar.
Tenía que buscar una excusa de inmediato, algo cre-
íble, para no volver a encontrarme con Yago. ¿Qué
podía decirle a la hermana Lucrecia que fuera con-
vincente? Mi mente estaba en blanco. Ella insistió:
—Estoy esperando, Valentina. ¿Tuviste ayer
algún problema? —preguntó dulcificando el tono de
voz.
—Sí… bueno, no. No es eso…
—¿De qué se trata? Cuéntamelo; si no lo haces,
no puedo ayudarte.
Suspiré profundamente y, animada por su mirada

56
El Juego De Dios

comprensiva, empecé a hablar, sin saber muy bien


lo que iba a decirle.
—Es que había mucha gente en la ciudad y…
—¿Y eso te hizo sentir mal? —me interrumpió.
—¡No! Al revés, me sentí demasiado bien —dije,
arrepintiéndome de inmediato por lo que había
dicho, aunque no sabía por qué.
—Comprendo. ¡Ay, Valentina, Valentina! Aunque
no lo creas, te explicas como un libro abierto y com-
prendo perfectamente lo que te ha pasado. También
valoro tu reacción de no querer volver, pero no es la
adecuada.
La miré con interrogación y ella se acercó y me
cogió suavemente del brazo, invitándome a que nos
sentáramos juntas para hablar tranquilamente sobre
el asunto. Por un lado se lo agradecí internamente.
Por otro me asusté. No quería, no podía profundizar
en lo que realmente me pasaba. Como yo permane-
cía en silencio, la hermana Lucrecia empezó a
hablar.
—Sí, ya sé que hay muchas tentaciones en la ciu-
dad. Después de permanecer más de seis meses sin
salir del convento, cuando te fuiste ayer empezaste
a dudar de que tu sitio estuviera en Santa Clara —
dijo sonriendo.
Asentí con la cabeza. No era exactamente eso lo
que me pasaba, pero se aproximaba bastante.
—¿Y si yo te dijera que fuiste elegida para ir a la

57
Rosa Villada

ciudad, precisamente para que pusieras en duda tu


estancia en el convento?
Me quedé perpleja al oír lo que estaba escuchan-
do, y salté.
—¿Mandarme a la ciudad era una prueba para ver
mi reacción ahí afuera? ¿Es eso? ¡Seguro que fue la
abadesa quien la ideó! —dije con rabia.
—La madre Perpetua no ha tenido nada que ver
con esta decisión. Soy yo quien determina el traba-
jo de las novicias —subrayó con su voz tranquila y
melodiosa—. Además, ¿olvidas que fuiste tú misma
quien me lo pidió?
—Sí, pero eso no quiere decir nada —respondí
con rapidez—; te las podrías haber ingeniado para
que yo te pidiera lo que tú querías que hiciera.
En lugar de enfadarse con mi respuesta, la herma-
na Lucrecia soltó una sonora y espontánea carcaja-
da.
—Por Dios, Valentina, no seas tan retorcida. ¿Me
estás llamando manipuladora? —añadió, sin dejar
de sonreír.
—No, no, te pido disculpas —me apresuré a
decir—. No sé lo que digo, no sé lo que me pasa —
concluí, al borde del llanto.
—Hablemos de ello, ya verás como no es tan
grave. Yo sí sé lo que te pasa, y quiero que te quites
de la cabeza la sensación de que te he tendido una
trampa para probarte, o algo parecido. No es eso,

58
El Juego De Dios

Valentina. Cuando me pediste durante varios días


que te dejase sustituir a la hermana que iba a la ciu-
dad, me pareció buena idea, aun sabiendo que había
un mundo ahí afuera, lleno de tentaciones, como
dice la abadesa.
—Pero ¿por qué? —insistí aún enfadada.
—Porque la mejor forma de vencer las tentacio-
nes es cayendo en ellas.
—¿Cómo? —pregunté perpleja.
La hermana Lucrecia sonrió de nuevo y cogió mis
manos en un gesto de cariño.
—Sí, ya sé que suena muy mal. Una monja
diciéndole a su novicia que la mejor forma de ven-
cer las tentaciones es cayendo en ellas. ¡Es casi una
herejía!, ¿verdad? Pero te aseguro que es así. Sé que
estás haciendo muchos esfuerzos para adaptarte a la
vida del convento, pero eso no basta. Hay otras
muchas opciones en la vida, además de ser monja, y
me gustaría que, si decides quedarte con nosotras, lo
hagas por convicción. No porque esa fuera la deci-
sión de tu padre.
—Pero tú has elegido ser monja…
—Sí, tú lo has dicho. Esa fue mi elección y nadie
me obligó a hacerlo. Al contrario, mi familia no
quería que yo estuviera en un convento, habían ele-
gido otro futuro para mí. Habían elegido un marido,
un buen hombre por el que yo no sentía ningún
amor. Y tuve que enfrentarme a todos y fue muy

59
Rosa Villada

doloroso. Todos sufrimos mucho, pero yo había


decidido dedicar mi vida a Dios, y eso era lo único
que importaba. Él me había llamado, y yo sólo
podía acudir a esa llamada.
La escuché impresionada. Aunque nuestra rela-
ción era muy cordial, en realidad no sabía nada de
ella, nunca me había hablado así, no me había hecho
ninguna confidencia sobre su vida personal.
A veces, estamos tan centrados en nuestra propia
existencia, creyéndonos el centro del universo, que
se nos olvida que los otros, los actores que desem-
peñan un papel secundario en nuestra historia, tam-
bién son protagonistas de su propia historia, y tienen
sus propias motivaciones personales.
Permanecí unos instantes en silencio, asimilando
su confesión, y finalmente me atreví a preguntar:
—¿Cómo se produjo esa llamada?
—Se produjo aquí dentro —dijo señalándose el
pecho—, y también ahí fuera. No había lugar donde
Él no estuviera. Esa llamada cambió mi vida. Todo
se transformó, y empecé a pensar que no podía vivir
más que para Él. ¡Sentía hambre de Dios!, y me vine
al convento porque estaba enamorada de Él, porque
quería vivir el absoluto de Dios, no podía hacer otra
cosa.
La hermana Lucrecia se interrumpió, emociona-
da. Observé su rostro, estaba iluminado. Como esas
ilustraciones que a veces me enseñaba mi padre en

60
El Juego De Dios

los códices y los libros sagrados. Su mirada estaba


perdida en algún lugar lejano, al que yo no podía lle-
gar, y sus ojos brillaban con una luz especial que no
parecía de este mundo. Poco a poco volvió de su
ensoñación, y continuó.
—Así es la llamada, Valentina, esa es la auténtica
vocación. Dios pasa a ser el protagonista de tu vida,
y tú te entregas a esa experiencia.
—¿Te entregas sin reservas? —pregunté.
—Así es. Lo único que tenemos en esta vida es
nuestra libertad, y lo único que le puedes dar a Dios
es eso precisamente, tu libertad. Y entonces, libre-
mente te sometes.
Quise reflexionar sobre sus palabras, pero ella
prosiguió:
—Tú no has tenido ocasión de ejercer tu libertad.
Estás aquí por la voluntad de tu padre. A mí me gus-
taría que te quedaras en el convento, porque tienes
cualidades internas que ignoras. Pero sin tener liber-
tad, sin haber gozado de ese don que Dios nos ha
dado, sin saber siquiera que se tiene, no se puede
entregar. Así que no tengas miedo, ve a la ciudad,
vive lo que tengas que vivir, y después decide lo que
tú desees.
—Pero yo nunca he sentido esa llamada de la que
tú hablas.
—No te preocupes, ya la sentirás… Aunque qui-
zás Dios no te llame para ser monja, sino para ser-

61
Rosa Villada

virle de otra manera. Cada uno debe encontrar y


seguir su propio camino —concluyó con una sonri-
sa.

62
Capítulo IV

ESE MISMO DÍA VOLVÍ A VER A YAGO. Y también el


siguiente, y el siguiente. No dejé de verlo durante
unas semanas, aunque sabía que algún día ya no
estaría ahí, en la plaza, esperándome. Sabía que
seguiría su camino y no volvería a verlo nunca más.
Él mismo me dijo que estaba de paso. Su meta era
llegar a Santiago de Compostela. “Y después”, aña-
dió, “ya se verá. Yo no puedo estar mucho tiempo en
el mismo sitio, soy un trotamundos”.
Me contó que hacía la peregrinación desde
Francia, solo y a pie, aunque a veces se unía a un
grupo de peregrinos. “Pero nunca por mucho tiem-
po, prefiero sentirme libre. No me gusta que me
aten, y la gente, cuando te quedas cierto tiempo a su
lado, empieza a incordiarte y a interferir en tu vida.
Y hasta se creen con el derecho a decirte lo que tie-
nes que hacer y lo que es mejor para ti”.
Yo, que todos los días hablaba un buen rato con
él en la plaza, cada vez más, le escuchaba fascinada
y, por primera vez en mi vida, me arrepentí de haber
nacido mujer y de no poder recorrer el mundo sola,
como lo hacía Yago. En esos momentos no sabía
63
Rosa Villada

que, a pesar de ser mujer, pronto viajaría sola por


esas tierras de Dios.
Yago había nacido en una ciudad francesa llama-
da Chartres. Su padre tenía allí un taller de vitrales,
en el que se habían construido algunos de los que
adornaban la catedral. Él hablaba con verdadera
devoción de esa catedral gótica y de las vidrieras
que la adornaban.
“Las más bellas del mundo”, decía. “Tendrías que
ver el estallido de colores que desprenden cuando el
sol las atraviesa con sus rayos luminosos, y cómo
ésos se reflejan en la piedra. Es una auténtica mara-
villa”.
Me habló en especial de una de estas vidrieras,
que había salido ilesa de un incendio que destruyó
la antigua catedral, y sobre la que se había construi-
do la nueva: Notre Dame de la Belle Verrière. “Los
distintos tonos de azules que tiene ese vitral”,
comentaba, “no parecen de este mundo. Es como si
el cielo hubiera prestado parte de su color para tras-
ladarlo a los miles de pequeños trozos de vidrio que
iluminan la vidriera”.
Él había trabajado en el taller de su padre, pero lo
que quería era recorrer mundo; por eso aprovechó
una oleada de peregrinos que se dirigían a Santiago
para unirse a ellos y dejar su ciudad natal. “Había
una muchacha que me quería pescar a toda costa”,
decía, mientras hacía un gesto con la mano simulan-

64
El Juego De Dios

do que se cortaba por la garganta, “tenía que poner


tierra por en medio como fuera. Si me descuido, me
veo ante el altar”.
Yago me tenía totalmente encandilada. Hablaba
el castellano a la perfección, aunque con un suave
acento francés que me volvía loca. Creo que su cáli-
da voz también contribuyó a que yo sufriera esa
especie de hipnosis que experimentaba cuando esta-
ba a su lado. El idioma se lo había enseñado su
madre, que era española. A veces, incluso, en medio
de la conversación mezclaba el castellano y el fran-
cés sin darse cuenta.
Yo apenas hablaba cuando nos juntábamos, sólo
escuchaba. Lo único que anhelaba todos los días al
levantarme era encontrarlo en la plaza de Medina de
Pomar. Cuando lo veía, a veces estaba haciendo jue-
gos malabares con unas pequeñas pelotas o con fru-
tos. Otras, jugaba con el fuego, y hacía como si las
llamas salieran de su boca. En otras ocasiones, saca-
ba unos pergaminos y, como si fuera un juglar, leía
unos romances.
Decía que los había escrito él, pero nunca supe si
era verdad. Tampoco le confesé que yo sabía leer y
escribir. La gente le echaba unas monedas en un
gorro con cascabeles que pasaba entre el público, y
con ese dinero se mantenía. “Sólo necesito lo justo
para vivir”, me comentaba, “no quiero nada más.
Quiero ser libre y todas las posesiones te atan.

65
Rosa Villada

Terminan poseyéndote a ti. Es mejor no tener nada.


Sólo así eres realmente libre”.
Durante todos los días que me encontré con Yago,
mi mundo, que hasta ese momento se había reduci-
do a las paredes del convento, se ensanchó. Y ya
sólo su presencia conseguía llenar mi existencia.
Era su rostro el que veía al levantarme, mientras
rezaba los oficios, era su sonrisa la que me acompa-
ñaba durante todo el día, y también cuando cerraba
los ojos al acostarme. Apenas si dormía. No podía.
Sólo contaba los minutos que faltaban para encon-
trarme de nuevo con él.
Durante esas semanas, yo era consciente de que
la hermana Lucrecia me observaba, pero no me
decía nada. Supongo que era muy difícil no darse
cuenta del cambio que se estaba operando en mí.
Que era imposible no fijarse en mi ansiedad y en mi
falta de concentración. Mis pies estaban en la tierra,
pero mi cabeza se encontraba en las nubes.
Cada vez salía más temprano de Santa Clara, y
hacía los recados lo más rápidamente posible, para
poder pasar más tiempo al lado de Yago. A pesar de
ello, siempre me sabía a poco, y cada vez me costa-
ba más separarme de él para volver al convento.
Una mañana se prestó a acompañarme a casa de
nuestras benefactoras, donde yo recogía a diario
comida y limosnas para la manutención de las
monjas.

66
El Juego De Dios

Yo me quedé un poco desconcertada, porque no


me parecía bien andar sola por la calle en su compa-
ñía, y así se lo hice saber.
—Y no te parece mejor eso que quedarnos aquí,
en la plaza del pueblo —me respondió sorprendi-
do—, donde tanto llamamos la atención ¿No te has
dado cuenta de cómo nos miran todos?
Sus palabras me dejaron perpleja. No, obviamen-
te no me había dado cuenta de que todo el mundo
nos miraba, yo sólo tenía ojos para él, pero no me
resultó difícil percibirlo. Observé a mi alrededor y
me pareció ver miradas de reojo, maliciosas y de
burla, por parte de algunas mujeres que compraban
en el mercado que había en la plaza.
—Es cierto —dije extrañada—, parece que nos
miran. ¿Será por mi hábito?
Mis palabras provocaron en Yago una enorme car-
cajada. Sin dejar de sonreír, me miró fijamente y dijo:
—Sí, creo que tu hábito tiene mucho que ver con
la forma en que nos miran. Por eso te sugería que
nos fuéramos de aquí.
—Pero ¿por qué? —pregunté con inocencia—.
No hacemos nada malo. Sólo estamos hablando, a
plena luz del día, en presencia de todo el mundo.
—Sí, ya lo sé —añadió sin dejar de sonreír—,
pero como hablamos desde hace días, y aquí acude
siempre la misma gente, deben pensar que no es
normal que pasemos tanto tiempo juntos.

67
Rosa Villada

Sus palabras me llenaron de espanto. Era como si


hubiera vivido en una nube, en otro mundo, y de
pronto me diera de bruces con la dura tierra.
—¿A ti te parece extraño que hablemos todos los
días? —pregunté tímidamente, sin estar segura de
querer saber la respuesta.
—¡Claro que no! —respondió Yago—. Yo estoy
encantado de hablar contigo.
Su contestación hizo que me ruborizase, aunque
confieso que también me gustó. Una parte de mí
esperaba oírla. Otra, estaba muerta de miedo.
—Te confieso que, si no fuera porque espero
verte todos los días, ya habría seguido mi camino.
Debo continuar con mi peregrinación y llegar a
Santiago.
No sabría decir qué fue lo que me asustó más: Si
los motivos que me había confesado para seguir en
la ciudad, o la certeza de que debía marcharse y
seguir su camino. Me quedé callada, sin saber qué
decir. Sólo tenía ganas de llorar, pero no quería
hacerlo delante de él ni de toda esa gente que se con-
centraba en la plaza. Y menos aún después de sen-
tirme observada.
Yago se dio cuenta de mi lucha interior, y tampo-
co dijo nada. Con un gesto de cariño, me rozó lige-
ramente la mano. Yo la aparté con brusquedad y
bajé la cabeza. No me atrevía a mirarlo. Un incómo-
do silencio se instaló entre nosotros. Sólo duró unos

68
El Juego De Dios

instantes, pero a mí me parecieron eternos.


Finalmente, Yago me preguntó a bocajarro:
—¿Por qué no te vienes conmigo a Santiago?
Aquella proposición era más de lo que yo podía
aguantar. ¡Cómo podía decirme algo así! ¿Estaba
loco? ¿Acaso pretendía que dejara el convento y me
escapara con él? Totalmente asustada, negué con la
cabeza varias veces, sin pronunciar palabra, y me
alejé de su lado a toda prisa. A pesar de mi rapidez
para escapar, aún le oí gritarme:
—¿Te veré mañana?
Aunque mi primer impulso fue el de seguir
corriendo y no contestar, me volví y le hice un leve
gesto de asentimiento con la cabeza.
Cuando dejé atrás las murallas de la ciudad y cogí
el camino de Santa Clara, aminoré un poco el paso
y procuré tranquilizarme. Me sentía muy alterada,
pero no quería pensar cuál era el auténtico motivo.
El corazón galopaba en mi pecho, como si quisiera
salir de allí y escapar de ese tumulto de emociones
encontradas que se debatían en mis entrañas.
Escuché una voz en mi interior que me decía:
“Tienes que dejar de verle”, y otra que me tentaba:
“¿Por qué no abandonas el convento y te vas con
él?” Me tapé los oídos. No quería escuchar semejan-
te posibilidad. Me rebelé y grité con todas mis fuer-
zas:
—¡No puedo dejar el convento, soy una monja!

69
Rosa Villada

Pero la voz tentadora no estaba dispuesta a callar-


se y ahogó mi grito, bramando a su vez en mi inte-
rior: “¡No! ¡No eres una monja y nunca lo serás!
¿Por qué quieres engañarte? Abandona el convento
antes de que sea demasiado tarde”.
Esta lucha interna me dejó agotada. Silencié
todas las voces que clamaban por salir, y me enca-
miné hacia Santa Clara. Pacté una tregua conmigo
misma. Necesitaba pensar con claridad, y para eso
tenía que estar tranquila, en la intimidad de mi
celda. No podía dejar que ese torrente de emociones
me arrastrara. Pensé que quizás debía hablar con la
hermana Lucrecia, contarle todo lo que me atormen-
taba.
“Pero no”, razoné, “se trata de mi vida, y soy yo
la que debo decidir qué quiero hacer con ella. Esto
es algo que sólo me incumbe a mí. La hermana
Lucrecia ya me ha dicho que debo experimentar mi
libertad, y después, hacer uso de ella decidiendo lo
que quiero. Y eso es lo que debo hacer. Además”,
continué con mi diálogo interno, “no quiero hablar-
le a nadie de mis sentimientos hacia Yago”.
“Yago, Yago”, repetí para mis adentros. Ahí radi-
caba el problema. Ahí es donde debía centrarme. No
tenía que engañarme dando rodeos absurdos. Debía
responder sin miedo a esta pregunta: ¿Me había ena-
morado de él? Este solo pensamiento hizo que me
invadiera el pánico, y noté cómo el miedo se insta-

70
El Juego De Dios

laba en cada una de las células de mi cuerpo.


¿Qué sabía yo del amor? Nunca había amado a
ningún hombre, a excepción de mi padre, y lo que
estaba sintiendo por Yago no tenía nada que ver con
el amor que sentía por aquel hombre que me había
educado y me había dado el ser.
Aceleré el paso y llegué al convento. Temí que
alguien notara el estado de alteración en que me
encontraba. Por eso entré con rapidez y decidí
sumergirme en los rezos y en las tareas que tenía
encomendadas. Pospondría la charla conmigo
misma para la noche, cuando estuviera en la intimi-
dad de mi celda, sin que nadie me observara, y
pudiera dar rienda suelta a mis sentimientos.
Aquel día, lo recuerdo con claridad, no fue nada
fácil. No podía concentrarme en nada de lo que
hacía, y la hermana Lucrecia lo notó. Quizás por eso
me dejó comer tranquila y no me puso a leer en el
refectorio, como hacía con tanta frecuencia. Más
tarde, cuando finalizó el oficio de vísperas, me
llamó para hablar con ella. Nos trasladamos al
claustro y allí, mientras paseábamos, me preguntó:
—¿Qué es lo que te pasa, Valentina?
—Nada, hermana, no me pasa nada —respondí a
la defensiva, mirando al suelo.
Ella se mantuvo unos instantes en silencio, pero
luego volvió a la carga.
—Di más bien que no me lo quieres contar, pero

71
Rosa Villada

no me mientas diciendo que no te pasa nada. Te ase-


guro que conozco lo suficiente la naturaleza huma-
na para darme cuenta de que hay algo que te ator-
menta. Pero insisto, si no me lo quieres contar, estás
en tu derecho.
Se me hizo un nudo en la garganta, y tuve que
hacer grandes esfuerzos para no echarme a llorar y
descargar en la hermana Lucrecia las dudas que
atormentaban mi alma. Sin embargo, no lo hice.
Aunque le tenía mucho cariño y era la única perso-
na que se había portado bien conmigo en aquel con-
vento, no podía abrirle mi corazón. No obstante, lle-
vaba razón; ella no se merecía que le mintiera. Con
la voz más firme que pude, respondí al fin:
—Tienes razón; hay algo que me preocupa, pero
no puedo contártelo. No es que no quiera —añadí,
derrumbándome, con lágrimas en los ojos—, es que
no puedo… No puedo contártelo… Lo siento —
dije, echándome a llorar abiertamente.
La hermana Lucrecia me cogió suavemente por
los hombros, y me condujo hacia un banco de pie-
dra que estaba en una esquina del claustro. Me hizo
sentar y, sin decir palabra, me invitó con un gesto a
que desahogase mi llanto. No sé cuánto tiempo per-
manecimos así. Lo único que recuerdo con claridad
es el canto de los pajarillos que revoloteaban por
allí, y cómo la oscuridad del atardecer iba ganando
terreno a la luz del día.

72
El Juego De Dios

Aquellas lágrimas en compañía de la hermana


Lucrecia aliviaron la tensión que anidaba en mi
pecho. Aunque ella había permanecido en silencio,
su presencia y su compañía me habían hecho sentir
que no estaba sola. Al menos no tan sola y desam-
parada como yo me sentía por dentro. Mucho más
serena, se lo agradecí:
—Te agradezco mucho tu compañía y también
que no hayas insistido en saber lo que me pasa.
—Bueno —respondió sonriendo—, es sólo una
tregua. Antes o después acabaré por saber qué es lo
que te preocupa, porque me da la impresión de que,
sea lo que sea, afectará a tu vida futura.
Yo también sonreí y pensé que, efectivamente, la
hermana Lucrecia conocía la naturaleza humana. En
realidad no hacía falta contarle nada, pues sabía más
de lo que aparentaba. Quizás no estaba al tanto de
los detalles, pero el fondo no se le escapaba nada.
Era difícil engañarla.
—¿Por qué no te das tú también una tregua?
¿Acaso tienes que tomar una decisión esta misma
noche?
—No tengo que tomar ninguna decisión con
urgencia —respondí, sorprendida, para añadir a
continuación—: ¿Cómo sabes que debo tomar una
decisión?
—Es algo evidente, Valentina. Si no tuvieras que
decidir, no estarías tan preocupada. Los momentos

73
Rosa Villada

más importantes de nuestro camino se producen en


las encrucijadas, cuando se presentan varias opcio-
nes, y tenemos que decidirnos por alguna de ellas.
Al escuchar su reflexión, pensé si la hermana
Lucrecia no sabría de la existencia de Yago. Por si
acaso, no se lo pregunté. Ella continuó:
—Imagina que vas por un sendero —me dijo—,
y al llegar a un punto, el camino se bifurca. Ya no
hay sólo una opción, sino dos. ¿Qué debes hacer?
Cada camino conduce a un lugar distinto. No pue-
des andar por los dos senderos a la vez. Si continú-
as por el que ibas andando, llegarás a un lugar deter-
minado, si coges el otro, te llevará a un sitio distin-
to.
—¿Y no es posible que los dos caminos te lleven
al mismo sitio? —pregunté, siguiendo la metáfora.
—¡Claro! Todos los caminos conducen a Roma.
O, si lo prefieres, todos los caminos que recorremos
en esta vida conducen a la muerte. Eso está claro.
Pero nuestra vida será distinta según la vivamos
siguiendo uno u otro sendero.
—¿Y cómo saber cuál es mejor? ¿Cómo sabes
que no te estás equivocando al seguir un camino y
no otro? —pregunté con interés.
—No hay forma de saberlo —dijo ella—. Sabrás
que no te has equivocado cuando termines de reco-
rrer el camino. Será la experiencia la que te lo dirá.
Aunque en realidad nunca puedes saberlo, porque al

74
El Juego De Dios

no seguir el sendero alternativo, no puedes compa-


rar.
Me quedé pensativa y, de pronto, empezó a inva-
dirme una gran tristeza. La noté por dentro, como
una garra que me cogía el pecho hasta hacerme daño
y no me quería soltar.
La hermana Lucrecia pareció darse cuenta del
estado de ánimo que me oprimía. Me cogió la mano,
me tomó por la barbilla y me obligó a mirarla a los
ojos. Tenían un brillo especial, como si en las pro-
fundidades de aquella mirada se escondiera un
conocimiento que yo ignoraba.
—Voy a decirte un secreto —me dijo con su voz
más dulce—; tomes el camino que tomes, no puedes
equivocarte. Todo lo más que te puede pasar, es que
te retrases en llegar a tu destino. O puede que el
viaje te resulte más fácil o más costoso, pero no te
equivocarás. Si te decides por un camino, es porque
en ese sendero, y no en el otro, se encuentran las
experiencias que necesitas vivir. Sólo se trata de
eso, de vivir determinadas experiencias, por eso no
hay equivocación posible.
Reflexioné sobre sus palabras, pero la fuerte
opresión que sentía en el pecho y el pellizco que me
agarraba por el estómago no me abandonaban.
Suspiré profundamente y le pregunté, con un tono
de angustia en la voz:
—¿Si es así, entonces por qué estoy tan apesa-

75
Rosa Villada

dumbrada?
—El miedo es lo que te atenaza —respondió con
firmeza—, pero no te preocupes, el miedo se aleja
en cuanto tomamos la decisión que debemos tomar.
Nos sentimos mucho peor al pensar en lo que tene-
mos que hacer, que cuando lo hacemos. Cuando
damos el paso, nos damos cuenta de que, en reali-
dad, no era tan terrible. Son los negros pensamien-
tos los que provocan que se nos encoja el estómago,
y nos llevan a ese estado de ánimo sombrío que tú
tienes ahora. No pienses más en lo que te preocupa;
descansa, duerme tranquilamente sin darle más
vueltas y mañana… Dios dirá. Ya verás cómo con la
luz del día se ven las cosas de otra manera.

AQUELLA NOCHE, CUANDO me recogí en mi celda,


intenté poner en práctica los consejos que me había
dado la hermana Lucrecia. Pero no pude. Una y otra
vez, el rostro de Yago acudía a mi mente, reclaman-
do mi atención. Y por mucho que lo intentara, no
podía dejar de escuchar la proposición que me había
hecho: “¿Por qué no te vienes conmigo a Santiago?”
Por unos instantes, vencí todas las resistencias
internas que me impedían pensar qué pasaría si yo
dejaba el convento y me iba con Yago. ¿Qué iba a
decir la abadesa? ¿Qué pensarían el resto de las
novicias? Y la hermana Lucrecia, ¿lo aprobaría?
En medio de todas estas preguntas que atormen-

76
El Juego De Dios

taban mi mente, escuché de pronto una voz que me


resultaba familiar, pero que había tenido ahogada
durante mucho tiempo. Descubrí que no era una voz
ajena, que era yo misma la que me hablaba, pero
con una seguridad que desconocía. La voz me susu-
rró: “¿Qué importa lo que piensen los demás?”
Frené en seco mis razonamientos y medité esas
palabras que habían surgido del fondo de mi alma.
“Sí”, me dije, “¿qué importa lo que piensen los
demás?”
—¿Qué importa lo que piensen los demás? ¿Qué
importa lo que piensen los demás? ¿Qué importa lo
que piensen los demás…? —repetí de viva voz.
No sé cuántas veces lo volví a decir, primero en
voz alta, y luego bajé el tono hasta convertirlo en un
susurro. Como si fuera una oración, como si rezase
una letanía, como si las palabras que pronunciaba en
demanda de una respuesta llevasen implícita la solu-
ción a mi pregunta.
Repitiendo esta frase me quedé dormida. Pero
antes de hacerlo, mientras estaba en duermevela, en
ese estado en que tu mente abandona los lugares
conocidos para adentrarse en espacios que se sitúan
más allá de lo cotidiano, decidí algo que hasta ese
momento no había contemplado.
Decidí, o quizás sea mejor decir que algo decidió
en mí, hablar con Yago. Sí, al día siguiente hablaría
abiertamente con él de la posibilidad de dejar el

77
Rosa Villada

convento y acompañarlo a Santiago. “Pero, ¿y des-


pués?”, me dije.
Esta última pregunta, que luchaba por abrirse
paso hasta mi conciencia, fue lo último que recuer-
do antes de trasladarme al mundo de los sueños.

78
Capítulo V

YAGO ME ESTABA ESPERANDO a las puertas de la


muralla. Lo divisé cuando me acercaba a la ciudad,
a través del camino que salía del convento. Se le
veía paseando de un lado a otro, como si estuviera
nervioso, impaciente. Supuse que me esperaba, aun-
que nunca me había encontrado con él hasta llegar a
la plaza.
Cuando me vio, fue a mi encuentro andando con
rapidez.
—Menos mal —dijo—, creí que no ibas a venir.
—Ya te dije que sí vendría —respondí con una
mezcla de alegría y preocupación—. Tenemos que
hablar.
—Sí, pero no en la plaza, por eso te estoy espe-
rando. ¡Sígueme! —dijo, dándome una orden que
no admitía réplica.
Yo me quedé un poco paralizada, no me parecía
bien que nos vieran juntos fuera de las murallas de
la ciudad. Yago pareció adivinar mis pensamientos,
e insistió:
—Vamos, sígueme, no nos verá nadie. No te pre-
ocupes.
79
Rosa Villada

Nos adentramos por un camino desconocido para


mí y llegamos a una especie de bosquecillo. Lo atra-
vesamos, y al otro extremo divisé una cueva metida
la montaña.
—Esta es mi casa —señaló sonriente—. ¿No te
habías preguntado nunca dónde duermo?
Su comentario me sorprendió. La verdad es que
nunca me había preguntado dónde pasaba la noche.
En las últimas semanas, el centro de mi vida se ubi-
caba en esa plaza en la que me encontraba con Yago.
No había nada fuera de esos momentos que mere-
ciera mi atención. Daba por hecho que, también
para él, la existencia se reducía a esos instantes que
pasaba conmigo. No había día ni noche fuera de ese
lugar y de ese tiempo.
—Pasa, no tengas miedo, aquí podremos hablar a
salvo de cualquier mirada.
El sol se colaba por la abertura de entrada e ilu-
minaba buena parte de la cueva, haciendo de ella un
lugar cálido y luminoso. Yago tenía extendidas en el
suelo sus escasas pertenencias. Al fondo había un
jergón y unas mantas.
—Nada de esto es mío —aclaró, al darse cuenta
de que yo me fijaba en ese rincón—. Cuando llegué
ya estaba ahí. Alguien antes que yo debió utilizar
este lugar como morada. Ya ves, en realidad no hace
falta tener nada, la vida se encarga de ir poniendo en
tu camino todo lo que necesitas.

80
El Juego De Dios

Fue sólo un instante, un momento de lucidez,


cuando realmente me di cuenta de que estaba allí, en
una cueva, lejos del mundo, a solas con Yago. Pero
no fue eso lo que me asustó. Lo que me aterrorizó
fue comprobar que me daba lo mismo, que lo único
que me importaba en esos momentos era él, sólo él,
y nada ni nadie más.
No hizo falta que pronunciáramos ninguna pala-
bra. Yago parecía estar al tanto de mis pensamien-
tos. Su cálida mirada me infundió confianza y, con
suavidad, cogió mi mano y me llevó hasta el jergón,
extendido en el suelo de tierra.
Allí nos sentamos y empezó a rozarme el rostro
con los dedos. Después me quitó el velo de novicia.
Yo hice un gesto para tocarme el pelo, pero él me lo
impidió y, con delicadeza, empezó a acariciarlo. Si
quedaba alguna resistencia en mí, en esos momen-
tos se rindió, y yo me entregué a sus caricias.
Me besó de forma apasionada en la boca, y luego
sus labios recorrieron todo mi cuerpo, quitándome
delicadamente el hábito, y dejando al descubierto
mi desnudez. Yo me sentía transportada a otro
mundo. Un mundo desconocido para mí, que me
sabía a música celestial.
Me dejé llevar por ese camino de sensaciones, de
placeres prohibidos pero que, en esos instantes,
parecían acercarme a la divinidad. Recuerdo que en
algún momento del juego amoroso llegué a pensar:

81
Rosa Villada

“No es verdad, esto no puede ser pecado”.


Entre nuestros cuerpos había un inmenso deseo de
atracción, una fuerza poderosa que nos incitaba a
adentrarnos en el otro, a penetrar en sus lugares más
secretos, no sólo a través de la piel, sino aún más allá.
Fue esa fuerza de amor y pasión la que me impulsó a
fundirme con Yago como si fuéramos un solo ser.
No hubo dolor. Sólo una ligera molestia y luego
una indescriptible sensación de expansión. Aunque
mis ojos permanecían cerrados, vislumbré un esta-
llido de colores en mi mente, mientras un grito de
placer escapaba por mi garganta. Yago también
gimió y por unos instantes, tuve la sensación de que
ambos formábamos parte de algo que nos superaba.
No sé cuánto tiempo transcurrió después. Sólo
recuerdo que permanecimos abrazados, como si no
quisiéramos separarnos nunca más. Yo no tuve nin-
guna duda de que debía permanecer a su lado. Tuve
la certeza de que todo lo que había ocurrido en mi
vida, desde mi nacimiento, me había conducido a
ese momento y a aquel lugar.
Como si hubiera experimentado algún tipo de
muerte en mi interior, toda mi existencia pasada
desfiló ante mi mente, mientras permanecía abraza-
da a Yago. Vi a mi padre cuando me enseñaba las
letras, a mi aya cuidándome. Incluso me vi a mí
misma, de pequeña, inconsciente en aquella cama,
cuando todos creían que había muerto.

82
El Juego De Dios

Vi el entierro de mi padre, y me vi llegando al


convento de Santa Clara. Reviví el desagradable
recibimiento que me hizo la madre Perpetua y, sobre
todo, la rabia que experimenté cuando me arrebató
mi pluma y mis útiles de escribir. Fue precisamente
esa imagen de la abadesa la que me hizo salir de mi
ensueño y volver a la realidad.
Con gran pesar, me deshice suavemente del abra-
zo de Yago y le hice ver que me tenía que ir. Él guar-
dó silencio mientras yo me vestía. A mí tampoco se
me ocurría nada que decir. En mi fuero interno
temía que al pronunciar alguna palabra se rompiera
el encanto de lo que acababa de pasar. Por unos ins-
tantes, los dos permanecimos mirándonos a los ojos
sin pronunciar palabra. Finalmente, me preguntó
con timidez:
—¿Vendrás conmigo?
Yo hice un gesto de asentimiento con la cabeza,
por toda respuesta.
Él no me preguntó nada más. Sólo dijo que, al
amanecer del día siguiente, me esperaba en el
mismo lugar donde nos habíamos encontrado esa
mañana, junto a un roble, cerca de las puertas de la
muralla de la ciudad.
Hasta allí me acompañó, y en ese punto nos des-
pedimos, después de haber hecho todo el camino a
paso rápido y en silencio.
Lo último que vi de Yago ese día, y que nunca

83
Rosa Villada

olvidaré, fueron sus ojos verdes y la mirada cálida y


cariñosa que me dedicaron. Esa mirada me ha
acompañado siempre. A lo largo de mi existencia,
me he aferrado a ella en numerosas ocasiones.
Cuando la vida se ha puesto cuesta arriba, sólo el
recuerdo de esa mirada limpia y amorosa ha sido
capaz de aliviar la dureza de mi camino y de mante-
ner mi ánimo. Y aún hoy, cuando siento tan próxima
mi muerte, sigo aferrándome a ella como si fuera el
más preciado tesoro que poseo, el que nadie podrá
arrebatarme jamás.

NO RECUERDO MUY bien cómo hice el resto del cami-


no hasta Santa Clara. Me llegan a la memoria frag-
mentos de sentimientos encontrados. Por un lado
me sentía flotar. La emoción que experimentaba en
mi interior era nueva e indescriptible. Una parte de
mí estaba totalmente enajenada, sólo pensaba en
Yago. No había espacio en mi mente que no estuvie-
ra lleno de su presencia.
Pero como ocurre siempre, esa luminosidad tenía
su contraparte oscura. Sólo con pensar que debía
hablar con la abadesa, mi ánimo se volvía sombrío
y el miedo se alojaba en la boca de mi estómago,
amarrándolo y retorciéndolo hasta sentir dolor.
¿Qué iba a decirle? ¿Qué dejaba el convento, así
por las buenas? ¿Y la hermana Lucrecia, qué iba a
contarle a ella? Aunque su opinión no me inspiraba

84
El Juego De Dios

ningún temor, no por ello dejaba de preocuparme su


reacción. Ella me había incitado a vivir mi libertad
y a usarla luego para decidir, pero ¿aceptaría mi
decisión?
Con esta mezcla de sentimientos llegué a las
puertas del convento. No me hizo falta llamar, la
hermana Ángela me esperaba. Estaba muy seria, en
contra de lo que ella solía, y eso me hizo ponerme
en guardia. Más aún cuando me anunció que la aba-
desa me esperaba.
Intenté sonreír y aparentar tranquilidad, pero el
gesto se convirtió en una mueca congelada en mi
rostro. “¿Qué pasa?”, me atreví a preguntar a la her-
mana portera, pero ésta no me respondió, bajó la
cabeza, seguramente para evitar mirarme a la cara.
Con la preocupación reflejada en el rostro y la
mala conciencia instalada en mi alma por mi
encuentro de esa mañana con Yago, me dirigí a paso
ligero hasta el despacho de la madre Perpetua.
Cuando llegué discutía con la hermana Lucrecia. La
presencia allí de mi maestra no sólo no me tranqui-
lizó, sino que me alarmó todavía más.
Al verme llegar, interrumpieron bruscamente su
conversación, y la abadesa se dirigió a mí, visible-
mente enfadada, en un tono solemne.
—Pasa, Valentina; tenemos un asunto muy grave
que tratar.
Mis ojos se posaron en la hermana Lucrecia, inte-

85
Rosa Villada

rrogándola con la mirada. Ella también me miró,


pero no dijo nada. La abadesa prosiguió:
—Siempre pensé que tu ingreso en el convento
fue un grave error. Ya te dije al llegar que nunca
serías monja, pero no esperaba un comportamiento
tan vergonzoso por tu parte. ¡Eres una deshonra para
esta comunidad! —dijo enfurecida—. Aunque qui-
zás no seas tú la única culpable —añadió mirando a
la hermana Lucrecia.
Yo no sabía qué decir. ¿De qué estaba hablando?
¿Se había enterado de mi encuentro con Yago? “Eso
no es posible”, pensé, “¿cómo va a saberlo? Nadie
nos ha visto”. Estaba desconcertada, no podía decir
nada en mi favor sin saber a qué se estaba refirien-
do exactamente. Con timidez, me atreví a decir:
—No sé a qué se refiere, madre.
Mis palabras la hicieron tronar, hasta un punto
que me asusté.
—¡Esto es el colmo! —bramó—. ¿No sabes a qué
me refiero? ¡Me refiero a tus citas con ese saltim-
banqui en la plaza! ¿Creías que no iba a enterarme?
Cada día, durante las últimas semanas, has estado
encontrándote con él, coqueteando en público, como
si fueras una cortesana barata, una cualquiera…
Sus palabras provocaron en mí una ira indescrip-
tible. Noté cómo la rabia me subía desde la boca del
estómago hasta mi garganta. La hermana Lucrecia
me hizo un gesto con la mirada para que me mantu-

86
El Juego De Dios

viera callada, pero yo apenas podía contenerme. La


abadesa seguía con su perorata, cada vez más enfa-
dada.
—Has deshonrado esta sagrada Orden. Tu com-
portamiento no tiene ninguna justificación, has fal-
tado a tus compromisos como novicia, y serás casti-
gada por ello. Para empezar —añadió con cierto
regocijo en la voz—, permanecerás en tu celda hasta
que yo lo diga, rezando, ayunando y meditando.
Sólo la oración puede limpiar tu alma. Y no volve-
rás a salir de este convento…
Al darme cuenta del alcance del castigo que me
estaba imponiendo, no pude contenerme más y grité
con todas mis fuerzas:
—¡No quiero permanecer en este convento, no
quiero ser monja! ¡Quiero marcharme de aquí hoy
mismo! ¡Ahora mismo!
Como si hubiera estado esperando este momento,
la abadesa no pudo evitar que se reflejase en su cara
una gran satisfacción. Rió de forma sarcástica y res-
pondió:
—No es tan fácil, jovencita. Este es un convento
de clausura que tiene sus propias normas. Tú llegas-
te aquí de forma voluntaria, y no es tan fácil salir.
—¡Pero yo no soy monja, sólo soy una novicia,
aún no he hecho mis votos perpetuos, puedo irme
cuando quiera! —dije, no muy convencida, con
lágrimas en los ojos.

87
Rosa Villada

En su rostro pude ver cómo la abadesa se regoci-


jó antes de decir, con aparente calma y un tono de
desprecio:
—No, no puedes salir de aquí. Cuando tu padre
nos entregó la dote, dejó establecido que nos ocupá-
ramos de tu educación durante el resto de tu vida. Él
quería que fueras monja, y tú aceptaste su decisión.
Eso significa que, como abadesa que soy de este
monasterio, estás a mi cargo. No tienes autonomía
para decidir sobre tu vida. Estás en mis manos. Sólo
yo puedo decidir por ti —dijo con solemnidad,
dando por finalizada la discusión.
De forma inmediata, se dirigió con dureza a la
hermana Lucrecia y le ordenó que me llevase a mi
celda y permaneciera allí encerrada, hasta que ella
lo considerase oportuno.
—Queda disculpada de todas sus obligaciones en
el convento, hasta que recapacite sobre su compor-
tamiento, y puede reanudar su vida como novicia.
Se le llevará comida una vez al día nada más, para
que la oración y la meditación puedan hacer un
mayor efecto sobre su espíritu. Eso es todo —con-
cluyó.
Recordando esos momentos, puedo rememorar el
odio que sentí hacia aquella mujer. Hoy la he perdo-
nado porque sé que sólo se limitó a cumplir a la per-
fección con el papel que yo misma le había asigna-
do en el juego de mi vida.

88
El Juego De Dios

La hermana Lucrecia y yo salimos juntas de aquel


despacho, sin pronunciar palabra. Yo me encontraba
totalmente abatida. Aquella conversación me había
sumido en un estado en el que todo me daba igual.
No veía ninguna manera de escapar de aquella cár-
cel, en la que yo misma me había metido.
Si me quedaba algo de resentimiento, era hacia
mí misma por no haber luchado por lo que yo que-
ría, en lugar de haberme sometido, sin protestar, a la
voluntad de mi padre. Pero ¿cómo iba a luchar por
lo que quería, si cuando entré en Santa Clara no se
me presentó ninguna otra opción?
Cuando llegamos a mi celda, la hermana Lucrecia
suavizó la dureza de su rostro, y sus ojos me dedica-
ron una mirada de compasión. En esos momentos
me derrumbé, y empecé a llorar con gran descon-
suelo. Ella me condujo con suavidad ante mi cama,
y allí nos sentamos en silencio, sin que las lágrimas
quisieran abandonarme.
Cuando conseguí calmarme un poco, me dijo con
su habitual tono de dulzura:
—No tengo más remedio que cumplir las órdenes
de la abadesa, yo sí soy monja y estoy sometida al
voto de obediencia, pero no por ello estoy de acuer-
do con el castigo. Es el único consuelo que puedo
ofrecerte, que sepas que no me parece bien mante-
nerte encerrada.
El consuelo que me ofrecía, ciertamente, no me

89
Rosa Villada

consolaba mucho, pero me encontraba tan desampa-


rada y tan sola que se lo agradecí de corazón. Ella
continuó:
—En cierto modo me siento culpable de esta
situación. Yo misma te incité a vivir tu libertad, para
poder decidir después tu futuro.
—Si tú fueras la abadesa, ¿me dejarías marchar?
—pregunté con la esperanza de que me ayudase a
escapar.
—Sí, no dudes de que te dejaría marchar, no te
retendría a la fuerza. Pero yo no soy la abadesa —se
apresuró a aclarar—, sólo soy una monja que tiene
que obedecerla, y eso es lo que voy a hacer. Lo sien-
to, no puedo hacer otra cosa. Mi conciencia no me
lo permitiría. Creo que ya he sido bastante incons-
ciente alentándote a ser libre. Una monja no es libre.
En realidad ninguna mujer es libre. Tampoco las
mujeres casadas lo son, sus maridos deciden por
ellas, y las solteras están bajo la tutela de su padre.
Si me apuras —dijo sonriendo— es mejor someter-
se a la abadesa que a un hombre.
—¿Pero por qué hay que someterse a ninguna
otra persona? —la interrogué con rabia.
La hermana Lucrecia no me respondió. Se limitó
a hacer un gesto que me pareció de impotencia. Yo
empecé a pensar en Yago. Un sentimiento extraño
comenzó a instalarse en mi interior. En esos
momentos no estaba preocupada por mí, sino por él.

90
El Juego De Dios

No me importaba tanto mi encierro en el conven-


to, ni las penalidades que tuviera que sufrir, como el
hecho de no poder acudir a la cita con él la mañana
siguiente. ¿Qué iba a pensar ante mi ausencia?
¿Creería que me había echado atrás, que no quería
irme con él?
Estos pensamientos me sumieron de nuevo en el
dolor y el llanto. La hermana Lucrecia trató de con-
solarme nuevamente, pero yo no podía parar de llo-
rar con una mezcla de rabia y de impotencia.
—¿Por qué quieres dejar el convento? —pregun-
tó de pronto—. ¿Es por ese chico con el que te has
estado viendo?
Me quedé cortada, sin saber qué decir. Aunque
supuse que era obvia la razón por la que quería
abandonar Santa Clara, el hecho de que la hermana
Lucrecia la abordara tan directamente me pilló de
sorpresa. Después de un rato en silencio, respondí al
fin:
—Sí, se llama Yago y quiero dejar el convento
para irme con él. Me he dado cuenta de que no tengo
vocación de monja. No quiero pasar encerrada aquí
el resto de mi vida. ¡Quiero irme con Yago! —dije
sollozando.
La hermana Lucrecia suspiró profundamente y
me acarició la cabeza que descansaba en su regazo.
—No sé qué decirte —señaló al cabo de unos ins-
tantes—. Creo que, diga lo que diga, no lograré cal-

91
Rosa Villada

marte. Aunque te parezca doloroso lo que vas a oír,


debo decirte que es mejor no tomar decisiones pre-
cipitadas, y la de irte con ese chico me parece que lo
es. Medítalo más. Este tiempo de soledad que vas a
tener en tu celda te puede servir para aclarar tus
ideas y tus sentimientos. ¡Aprovéchalo! La abadesa
puede tenerte aquí encerrada, pero no puede mandar
sobre tus pensamientos ni tu sentimientos. No te
dejes llevar por las emociones del momento, piensa
realmente qué es lo que quieres hacer.
—¿Y para qué quiero pensar en ello, si no podré
hacer lo que yo quiera, si debo someterme a lo que
diga la abadesa para siempre? —pregunté enfadada.
—Para siempre es una palabra demasiado rotun-
da. Nada es para siempre —añadió con un tono cari-
ñoso—. La vida está en constante movimiento. Que
no puedas irte ahora, no quiere decir que no puedas
hacerlo en el futuro.
La hermana Lucrecia se despidió de mí, con la
promesa de que no me dejaría sola y me visitaría
todos los días. Sus últimas palabras quedaron graba-
das en lo más profundo de mi ser. En realidad no
eran nada, sólo un débil rayo de esperanza al que
aferrarme, la confianza de que en el futuro podría
abandonar el convento.
Sin embargo, cuando la oscuridad de la noche se
adueñó de mi espíritu, de poco me sirvió ese rayo de
esperanza en el futuro. ¿En qué futuro? El futuro

92
El Juego De Dios

para mí iba a quedar cancelado unas horas después,


cuando Yago comprobase que yo no había acudido
a la cita y se marchase para siempre.
Esas palabras, “para siempre”, me sumergieron
en un profundo pozo de oscuridad del que tardaría
mucho tiempo en salir. Fue Brígida, mi querida
amiga “Brígida la loca”, la que me ayudó para que
la luz se instalase de nuevo en mi vida, bastante
tiempo después.
Sólo en esos momentos, al recuperarla, fue cuan-
do me di cuenta de que esa luz no se había ido
nunca. Siempre había estado ahí. Y entonces la pala-
bra “siempre” adquirió otro sentido.
Pero aquella noche, encerrada en mi celda en el
convento de Santa Clara, mi vida emprendió un
viaje al mundo de las tinieblas. Allí donde reinaba la
oscuridad.

93
Capítulo VI

DURANTE VARIAS SEMANAS permanecí en un estado


extremo de debilidad, hasta el punto de que caí gra-
vemente enferma. La hermana Lucrecia, muy alar-
mada, tuvo que hablar con la priora para que se me
permitiera tener el mismo número de comidas que
las demás novicias. También se me concedió la
posibilidad de salir de mi celda, cuando las fuerzas
me lo permitían, y pasear por el claustro del conven-
to.
Entretanto, mi mente atravesó los más oscuros
laberintos. En algunos momentos mi ánimo se venía
abajo pensando que nunca lograría salir de Santa
Clara. En otros, me aferraba, aunque sin demasiada
convicción, a las palabras que había pronunciado la
hermana Lucrecia, en el sentido de que nada es para
siempre, y que tal vez en el futuro pudiera abando-
nar el convento.
Porque este era un deseo que no me abandonaba.
Durante el tiempo en que estuve enferma, recapitu-
lé mucho sobre mi vida, tal y como me había acon-
sejado la hermana Lucrecia. En esto no hubo méri-
to por mi parte, en realidad no podía hacer otra cosa.
95
Rosa Villada

Las circunstancias me habían colocado en una posi-


ción en la que no podía evitar la confrontación con-
migo misma.
Al principio quise evitar ese enfrentamiento de
mis personalidades. Me refugié en el papel de vícti-
ma, culpando a los demás, y sobre todo a la priora,
de todo mi sufrimiento y de no poder hacer lo que
realmente quería: dejar Santa Clara. La hermana
Lucrecia, que me visitaba y hablaba conmigo todos
los días, me alertó del error de caer en el victimis-
mo.
—Ese es un callejón sin salida, Valentina. No
pierdas el tiempo dando vueltas y vueltas, regodeán-
dote en el papel de víctima.
—¡Pero es que soy una víctima! —protestaba yo
con rabia.
—No, no lo eres. Al menos no eres víctima de
nada ni de nadie. Sólo de tu propia ignorancia.
Yo no entendía sus palabras. Tampoco quería
entenderlas, era más fácil culpar a los demás de lo
que me estaba pasando y adoptar un papel pasivo.
¿Qué puede hacer nadie, cuando es víctima de una
situación, para cambiarla? Un día me di cuenta de
que la hermana Lucrecia tenía razón. Siendo mártir
de las circunstancias y de los demás, yo no hacía
nada por modificar mi futuro.
—¡Claro que se puede cambiar! Se puede cam-
biar todo y, lo que es más importante, podemos

96
El Juego De Dios

cambiarnos a nosotros mismos —me dijo la herma-


na Lucrecia—. La vida es precisamente eso, movi-
miento, cambio.
Y algo debió moverse en mi interior, entre tanto
sufrimiento y oscuridad, porque empecé a tener más
fuerzas y a aferrarme al pensamiento de que, si era
eso lo que yo quería, podría dejar el convento.
Cuando mi mente se empeñaba en decirme: “No, no
podrás, la priora no te lo permitirá, ¿cómo vas a
hacerlo?”, yo cortaba de raíz esa idea, y reiteraba
una y otra vez que sí podría. Aunque en realidad no
tenía ni idea de cómo lo iba a lograr.
Un día me desperté sobresaltada. En mi calidad
de enferma convaleciente, se me había disculpado
de asistir a los oficios de las horas y de realizar cual-
quier otra tarea en el convento; la meditación y el
reposo eran mi medicina. Y esa mañana, cuando
abrí los ojos aún en el duermevela, supe que estaba
embarazada.
Me incorporé de un salto en la cama, como si no
diera crédito a lo que acababa de sentir en mi inte-
rior. Instintivamente me toqué el vientre y un esca-
lofrío recorrió mi columna vertebral. Aunque no
había ningún signo externo que avalase mi impre-
sión, supe que se trataba de una certeza.
A pesar de esa certidumbre interna, mi primera
reacción fue de rechazo. Me dije que no podía ser,
pero lo cierto es que era perfectamente posible.

97
Rosa Villada

Cuando me convencí racionalmente de lo que ya


sabía con mi intuición, me sumergí en una crisis de
angustia y de llanto. Sumida en un mar de lágrimas,
no tuve más remedio que aceptarlo: estaba embara-
zada.
Desde que me encerraron en la celda no había
tenido la menstruación. Así se lo hice saber al doc-
tor que me visitó, cuando la enfermedad estaba en
su fase más aguda. Me dijo que no me preocupara,
que era por la debilidad. Cuando una mujer estaba
débil y enferma como yo —me explicó—, era fre-
cuente que se alterase su periodo menstrual y que
dejase de sangrar.
Entonces no le di importancia, y tampoco cuando
al mes siguiente la menstruación siguió sin aparecer.
Pensé que seguía debilitada, como así era. En nin-
gún momento se me pasó por la cabeza que pudiera
estar embarazada. Jamás pensé que el único encuen-
tro carnal que había tenido con Yago hubiera podi-
do dar su fruto.
Una vez aceptado mi embarazo, empecé a anali-
zar los cambios que había sufrido mi cuerpo, y cons-
taté que no eran fruto de la debilidad, como yo creía,
sino de las transformaciones propias de una mujer
que alberga una nueva vida en su interior. Hasta ese
momento, yo no sabía nada de sexualidad ni de
embarazos, pero la evidencia no dejaba lugar a
dudas.

98
El Juego De Dios

Entonces, como supongo que hace cualquier


mujer encinta, intenté calcular cuándo nacería mi
hijo, con un extraño sentimiento de preocupación y
de euforia. No pude evitar una sonrisa al constatar
que nacería en marzo del año próximo. Al mismo
tiempo, la certeza de que iba a ser madre me hizo
adoptar una resolución en firme: “Tendré que dejar
el convento, cuanto antes”.
Esa mañana, como hacía a diario, di mi paseo por
el claustro con la hermana Lucrecia, intentando apa-
rentar que no ocurría nada fuera de lo normal. No
sabía qué hacer ante esta situación inesperada. Lo
único que tenía claro en esos momentos era que
debía mantenerla en secreto. Esperar un poco toda-
vía, lo justo para analizar cómo debía actuar. Ya no
se trataba sólo de mi persona, era responsable de
alguien más.
Según los recuerdo ahora, aquellos fueron unos
días muy extraños. Por un lado estaba aterrorizada.
Sólo con pensar en la reacción que podría tener la
priora si sabía que estaba embarazada, me invadía
una terrible sensación de pánico.
Sin embargo, el hecho de saber que llevaba un hijo
de Yago en mis entrañas me aportaba serenidad y una
gran fortaleza para afrontar un futuro que se me pre-
sentaba incierto. A pesar de todo, mi embarazo me
proporcionaba también una intensa alegría que, en
algunos momentos, me resultaba difícil de ocultar.

99
Rosa Villada

Creo que mi rostro se transformó, y la amargura


que días antes había sentido por dentro, y que se
reflejaba en cada una de las células de mi cuerpo,
dio paso a una felicidad interior, que yo percibía por
encima de cualquier aspecto negativo que pudiera
presentarse ante mi delicada situación.
La hermana Lucrecia se dio cuenta del cambio
que se estaba operando en mí, y una mañana, duran-
te nuestro habitual paseo por el claustro del conven-
to, se interesó por esa transformación que resultaba
evidente. No abordó el tema abiertamente, sino que
lo hizo de forma sutil, como ella solía enfocar a
veces nuestras conversaciones.
—Creo que deberías incorporarte ya a tus ocupa-
ciones como novicia. Está claro que te encuentras
mucho mejor. Yo diría que estás totalmente recupe-
rada… y hasta se te ve feliz —dijo clavando su
mirada en la mía—. Me alegro mucho por ti…
Aunque no acierto a comprender muy bien a qué se
debe este cambio tan repentino. Te confieso que me
da miedo pensarlo.
No sabía qué responderle, pero me di cuenta de
que no podría ocultarle por mucho más tiempo mi
embarazo. Ni a ella ni a nadie. Quizás podría man-
tener el secreto unos meses más, contando con la
complicidad de la holgura de mi hábito, pero era
evidente que la situación en la que me encontraba
tenía los días contados. Aun siendo consciente de

100
El Juego De Dios

ello, opté por seguir callando un poco más. No que-


ría precipitarme sin reflexionar sobre lo que iba a
hacer, y sobre todo, sin saber hacia dónde iba a
encaminar mis pasos. De momento, Santa Clara era
mi refugio más seguro.
—Yo creo que aún no estoy recuperada del todo
como para asumir mis obligaciones de novicia, aun-
que no puedo negar que me siento mucho mejor…
De todas maneras, sigo queriendo marcharme del
convento —dije para tantear la reacción de la her-
mana Lucrecia—. Y ahora todavía más.
—¿Por qué ahora tienes aún más ganas de mar-
charte que antes? —me interrogó con un tono de
preocupación en la voz.
—Porque ahora, tal y como me dijiste que hicie-
ra, he tenido tiempo para reflexionar sobre mi situa-
ción, y sé con toda seguridad que no quiero ser
monja. Y no lo seré —añadí con resolución, mirán-
dola fijamente.
La hermana Lucrecia y yo seguimos paseando en
silencio. Ella no respondía nada, y yo prefería no
hablar. Era demasiado peligroso, podía decir algo de
lo que luego me arrepintiera. Mientras andábamos,
me daba cuenta de que sería muy difícil dejar el
convento sin su apoyo. En realidad necesitaría algo
más que su complicidad, sería imprescindible su
ayuda directa. La priora nunca me dejaría marchar
por las buenas.

101
Rosa Villada

—No creo que aún sea el momento de dejar Santa


Clara, Valentina —dijo al fin—. La madre Perpetua
sigue muy enfadada contigo… y conmigo. Cree que
todo lo relativo a tu enfermedad es sólo una excusa
para no incorporarte a la vida de novicia, como las
demás. Y cree que yo te estoy protegiendo.
—¿Cree que mi enfermedad es una invención? —
pregunté con rabia—. ¡Por el amor de Dios, pero si
me visitó el médico!
—Sí, eso fue lo que realmente te salvó, la visita
del médico. Ni yo misma la hubiera convencido
para que te levantase el castigo que te había impues-
to, ni siquiera para alimentarte mejor hasta que estu-
vieras recuperada. Fue el médico el que habló seria-
mente con ella y llegó a decirle que si te pasaba algo
y no te curabas, hablaría con el obispo de la dureza
con la que trata a las novicias.
Me quedé de piedra al escuchar a la hermana
Lucrecia. Cuanto más reflexionaba sobre lo que me
acababa de contar, más rencor sentía hacia la priora.
—¿Y a pesar de lo que le dijo el médico, aún
sigue pensando que todo es una invención mía? —
pregunté, un tanto perpleja.
—Bueno, quizás no sea eso exactamente…
—¡Pero eso es lo que ella te ha dicho!, ¿no? —la
interrumpí.
La hermana Lucrecia no respondió, suspiró pro-
fundamente y permaneció unos instantes en silen-

102
El Juego De Dios

cio, como meditando sus palabras. Finalmente, dijo


en un tono que quería ser enérgico y dulce a la vez:
—Valentina, creo que deberías incorporarte a tu
actividad normal como novicia en el convento, sin
plantear problemas. Cuando llegue el momento en
que debas realizar tus votos perpetuos, yo misma
hablaré con la priora y te ayudaré a marcharte.
Nadie te obligará a hacer los votos si no quieres, te
lo prometo, aunque tengamos que recurrir a quien
haga falta. Pero ahora, te lo ruego, creo que debes
regresar a tus obligaciones. La priora me está pre-
sionando mucho para que lo hagas. De hecho me ha
ordenado que te incorpores ya, sin más demora —
dijo al fin, como si se hubiera quitado un gran peso
de encima.
Sus palabras cayeron sobre mí como un jarro de
agua fría. Me sentí desfallecer, pero esa vida que lle-
vaba en mis entrañas me otorgaba una fortaleza y un
poder de decisión como nunca había tenido.
Aguantándome el llanto, me encaré con la hermana
Lucrecia y le dije, antes de correr hacia mi celda, sin
esperar su respuesta:
—¡No puedo esperar a que llegue el momento de
realizar mis votos perpetuos! ¡Aún faltan varios
meses, y no puedo esperar!
Esa noche, tumbada en mi camastro y acarician-
do mi vientre, hablé por primera vez con mi hijo. Le
dije que no se preocupase, que yo cuidaría de él, que

103
Rosa Villada

buscaríamos a su padre, y que pasase lo que pasase,


no permitiría que le ocurriera nada malo. Esa noche
tomé la resolución de escaparme de Santa Clara, sin
más demora. Al día siguiente hablaría con la herma-
na Lucrecia y, con su ayuda o sin ella, dejaría el con-
vento para empezar una nueva vida.
No sabía hacia dónde me iba a dirigir. Lo único
que tenía claro era que debía buscar a Yago, y la
única pista que tenía de él es que se había marchado
hacia Santiago de Compostela. Pero desde entonces,
habían transcurrido ya dos meses. No tenía ni idea
de si habría llegado a su destino, ni de dónde podría
encontrarse en esos momentos.
“No importa”, dije mientras acariciaba mi vien-
tre, hablándole a mi hijo, “no te preocupes, estoy
segura de que lo encontraremos”. En realidad, la
que estaba preocupada era yo, pero no quise alber-
gar esa noche ningún sentimiento de desasosiego
que pudiera afectar a mi pequeño. Sí, intuía que era
un varón, y en esos momentos, su bienestar era lo
primero.

EN LA MADRUGADA del día siguiente, me levanté


para asistir al oficio de maitines. No fue un acto pre-
meditado, sencillamente pensé que debía hacerlo.
Mi presencia en la iglesia, sin previo aviso, atrajo
todas las miradas. Especialmente sentí clavada la de
la priora, a la que saludé con una inclinación de

104
El Juego De Dios

cabeza. Ella me examinó de arriba abajo. Me pare-


ció que iba a decir algo, pero permaneció en silen-
cio.
También la hermana Lucrecia se quedó muy
extrañada al verme. Puso cara de preocupación,
pero tampoco dijo nada. El oficio acababa de empe-
zar y no era ni el momento ni el lugar para mantener
una conversación. Cuando terminaron los cánticos y
los rezos, la priora se dirigió hacia mí y me dijo,
malhumorada:
—Veo que ya estás recuperada por completo.
—Sí, madre —me limité a responderle con la
cabeza baja.
—Bien, espero que puedas incorporarte a todas
tus obligaciones. Aunque, naturalmente —añadió lo
suficientemente fuerte como para que la escuchara
la hermana Lucrecia, que acababa de acercarse—,
no podrás salir del convento bajo ningún concepto.
Deberás respetar la clausura…
—Sí, madre —la interrumpí, con la misma acti-
tud respetuosa.
—Pues me alegro de que no tengas ninguna duda
—afirmó, antes de darse media vuelta, dando por
finalizada la conversación.
La hermana Lucrecia y yo quedamos frente a
frente. La preocupación que yo había advertido en
su rostro cuando me había visto llegar a la capilla,
no sólo no se había disipado, sino que se había agu-

105
Rosa Villada

dizado todavía más. Como si temiera dar voz a su


inquietud, caminó junto a mí en silencio. Pasados
unos instantes, me preguntó con un tono de angus-
tia en la voz:
—Valentina, ¿qué es lo que te pasa? Me tienes
muy preocupada.
En esos momentos sentí un inmenso amor y gra-
titud hacia aquella extraordinaria mujer.
Experimenté una extraña emoción, y los ojos se me
llenaron de lágrimas. Me detuve, cogí sus manos
entre las mías y le dije con todo mi cariño:
—No te preocupes, hermana Lucrecia, yo no
estoy preocupada, pero necesito tu ayuda: Estoy
embarazada.
Su reacción me emocionó todavía más. Cerró los
ojos y se quedó callada unos instantes, apretándome
las manos. Cuando los abrió, vi que estaba llorando.
Me abrazó y lloramos juntas. No sé cuánto tiempo
permanecimos así. Lo que sí sé es que el llanto que
compartimos no era de tristeza. Eran lágrimas de
liberación, de alegría, diría yo. Poco a poco nos fui-
mos tranquilizando. Finalmente, la hermana
Lucrecia posó con suavidad su mano en mi vientre,
y me dijo con convicción:
—No te preocupes, te ayudaré a marcharte. Dios
te llama por otros caminos.
Ese día, y los siguientes, me dediqué a cumplir
todas mis obligaciones como novicia sin hablar con

106
El Juego De Dios

nadie y sin llamar la atención. A veces, en el refec-


torio o durante los oficios, notaba cómo la mirada de
la priora se clavaba inquisidora en mi rostro. Pero yo
la rehuía, no quería enfrentarme a ella. No en esos
momentos en los que, siguiendo el consejo de la
hermana Lucrecia, lo mejor era pasar desapercibida.
Ella, por su parte, me dijo que estuviera prepara-
da, que estaba ultimando los detalles. Cuando le
pregunté cuándo y cómo iba a dejar el convento, me
respondió que era mejor que no supiera nada. “Tú
sólo estate preparada, estoy reuniendo algo de dine-
ro, no puedes marcharte sin nada”.
Mi agradecimiento hacia aquella mujer es infini-
to, aun en estos momentos de mi vida. Me ayudó, se
arriesgó por mí y me comprendió como nadie me
había comprendido nunca. Durante cada uno de los
días que he vivido, he bendecido a la hermana
Lucrecia y, de todo corazón, le he deseado lo mejor.
En realidad, y ahora lo sé, fue ella la que me ense-
ñó con su comportamiento la mejor noción del amor
divino. No me extraña que Dios la llamara. Personas
como ella son las que la Divinidad necesita para dar
testimonio de su presencia en esta tierra. Y tampoco
me extraña que la hermana Lucrecia abandonase
todo para acudir a esa llamada y poder saciar su
hambre de Dios.
Un día, tras el oficio de maitines, se acercó a mí
y me dijo que nos iríamos esa misma mañana.

107
Rosa Villada

—¡Cómo que nos iremos! —pregunté intriga-


da—. ¿Las dos?
—No podrás salir del convento si no es conmigo,
así que te acompañaré hasta la ciudad. Pero no
hablemos ahora, pasaré a recogerte por tu celda. No
cojas nada de ella, debes salir con las manos vacías.
Ya te daré yo lo que necesites.
Mi corazón estuvo latiendo aceleradamente hasta
que llegó el momento en que la hermana Lucrecia
vino a buscarme. Mi nerviosismo era patente. Ella
me regañó en tono cariñoso:
—Vamos, tranquila, actúa con naturalidad.
Traté de aparentar normalidad, y ambas nos diri-
gimos a la puerta, que nos abrió la hermana Ángela
con su habitual sonrisa. Salimos sin ningún proble-
ma y caminamos en silencio en dirección a Medina
de Pomar. Unos momentos después, volví la cabeza
y comprobé que el convento de Santa Clara había
quedado fuera de nuestra vista. Suspiré aliviada, y la
hermana Lucrecia, que se dio cuenta de mi gesto,
me sonrió con cariño.
Yo estaba demasiado alterada para preguntar a
dónde nos dirigíamos. No había vuelto a la ciudad
desde el último día que había visto a Yago. Antes de
cruzar las murallas, al llegar al sitio donde me había
despedido de él, un par de meses atrás, me estreme-
cí. Con el nerviosismo de la huída no había sido
consciente, hasta ese momento, de la situación en la

108
El Juego De Dios

que me encontraba. El recuerdo de Yago volvió a


apoderarse de mí, y la urgencia por encontrarlo se
intensificó más todavía. Llevaba un hijo suyo en
mis entrañas, y él tenía que saberlo.
La hermana Lucrecia interrumpió mis pensa-
mientos y me habló de su plan. Al llegar a Medina,
una persona de confianza me trasladaría en un carro
a una pequeña población llamada San Pantaleón de
Losa. Allí podría descansar el tiempo que quisiera
en casa de unos parientes lejanos suyos, que me
estaban esperando.
Me quedé totalmente asombrada cuando oí cómo
me había preparado una fuga en toda regla. A ella
parecía alegrarle mi desconcierto.
—Pero, ¿cómo has podido planear todo esto
desde el convento? —pregunté extrañada.
—¡Los caminos del Señor son inescrutables! —
dijo con una amplia sonrisa—. En realidad ha sido
Él el que me ha mostrado cómo debía ayudarte. El
mismo día en que me pediste ayuda para escapar de
Santa Clara, vinieron a visitarme al convento unos
parientes que pasaban por Medina de Pomar y se
dirigían a San Pantaleón de Losa, que es donde tie-
nen su casa. Es un matrimonio ya mayor, que te aco-
gerá con cariño. No les he dicho que estás embara-
zada. Si así lo consideras conveniente, debes decír-
selo tú. Ellos te pueden tener en su casa el tiempo
que tú quieras… En realidad no me has contado qué

109
Rosa Villada

piensas hacer.
—Iré a buscar a Yago —respondí con decisión.
—Bien, en ese caso has de saber algo: Al día
siguiente a que la priora decidiera encerrarte en tu
celda, Yago fue al convento a buscarte.
—¿Qué...? ¿Cómo no me dijiste nada? —pregun-
té alterada.
—Yo no me enteré, lo he sabido ahora. La herma-
na Ángela fue la que habló con él, y como insistía
en verte, fue a consultarle a la priora si podía avisar-
te para que fueras al locutorio. La madre Perpetua se
lo prohibió, y le ordenó que lo despidiera y le dijera
que tú no querías verlo.
—¡Pero cómo es posible! —dije, cada vez más
indignada.
—No te preocupes, no fue eso lo que le dijo la
hermana —me tranquilizó—. Le dijo que te habían
encerrado en tu celda y que la priora no daba su per-
miso para que te avisase y pudieras ir al locutorio.
Ha sido la propia hermana Ángela la que me lo ha
contado ahora. Me dijo que ella no podía mentir de
esa manera, por mucho que se lo ordenase la priora.
Respiré con cierta tranquilidad y sentí una enor-
me gratitud por la hermana Ángela. Al menos Yago
no se habría ido con la impresión de que no quería
verlo. Al menos sabría que si no me había ido con
él, era porque no me habían permitido salir del con-
vento.

110
Capítulo VII

INTENTO RECORDAR TODA la gama de emociones que


se agolpaban en mi pecho cuando, subida en un
carro, me trasladaba hasta San Pantaleón de Losa.
Lo que mejor ha quedado almacenado en mi memo-
ria es la tristeza que sentí cuando me despedí de la
hermana Lucrecia.
Antes de darme un fuerte abrazo, sacó de la cesta
que llevaba un morral en el que había nuevas ropas
para mí. También me dio monedas suficientes para
cubrir mis necesidades por un tiempo, y una peque-
ña envoltura que reconocí al instante, y que conte-
nía mi pluma de oca y todos los útiles de escribir
que me había quitado la priora cuando llegué al con-
vento de Santa Clara.
—¡Mi pluma! —dije con alegría—. ¿Cómo la has
conseguido?
—No me preguntes cómo he conseguido nada de
lo que te estoy dando, mejor que no lo sepas —dijo
con una sonrisa pícara—. Recíbelo y agradece a
Dios las facilidades que está poniendo a tu alcance
para que emprendas una nueva vida. Porque sin su
ayuda providencial, todo esto no sería posible.
111
Rosa Villada

—No me gustaría que tuvieras ningún problema


por mi culpa… —me aventuré a decir.
—No pienses en ello —me interrumpió con cari-
ño, pero con energía—. Si tengo algún problema me
lo habré buscado yo misma, no será culpa tuya. Te
dije que te ayudaría y lo hago porque no tengo nin-
guna duda de que Dios te llama por otros caminos.
Y cuando Él llama, hay que seguir su llamada. Yo lo
hice así, a pesar de los obstáculos que tuve que ven-
cer, y quiero que tú también lo hagas. En realidad
sólo estoy actuando como un instrumento en manos
de la Divina Providencia para que se cumpla su
voluntad.
—Pero tu caso fue distinto. Tú estabas llamada a
ser monja, a desarrollar un oficio sagrado.
—¡Y tú también! No hay nada en esta vida que no
sea sagrado. Todas las ocupaciones, todas las criatu-
ras humanas, cualquier ser vivo… hasta esas piedras
que hay junto al camino —dijo, señalando el
suelo—, todo es sagrado. No te vayas con remordi-
mientos, ni con ningún complejo de culpa. Tampoco
te preocupes por mí, vete con alegría y acoge con
agradecimiento todo lo que la vida te ofrece.
Detrás de unos arbustos me puse la ropa que me
había traído la hermana Lucrecia, y le devolví el
hábito. Me sentía un poco extraña con esas vestidu-
ras de campesina. Como el calor de agosto era sofo-
cante por los valles de aquellas tierras, me cubrí la

112
El Juego De Dios

cabeza con un pañuelo para protegerme del sol; me


sentí muy ligera, aliviada al no tener que llevar el
velo de novicia.
El hombre que me iba a llevar a San Pantaleón de
Losa nos apremiaba para que acelerásemos la des-
pedida, y así lo hicimos. La hermana Lucrecia me
abrazó y no pude contener las lágrimas. Apenas si
pude balbucear un “gracias”.
Ella acarició mi vientre con suavidad y me dijo:
—Cuídale mucho… o cuídala. Puede que sea una
niña tan terca como tú —bromeó.
—Es un niño —respondí yo con convicción.
—Vaya, entonces no lo podrás llamar Lucrecia,
como iba a pedirte.
—Le llamaré Lucrecio en recuerdo tuyo, es un
nombre precioso —dije sin poder contener la emo-
ción.
Nos fundimos de nuevo en un fuerte abrazo, y
subí a ese carro que me llevaba hacia una vida
nueva, una vida que yo vislumbraba llena de incer-
tidumbres. Nunca más volví a ver a la hermana
Lucrecia ni a saber nada de ella. Tampoco pude
poner el nombre de Lucrecio a mi hijo… Pero no
adelantemos acontecimientos.
Aquella luminosa mañana del mes de agosto,
cuando emprendí ese viaje sin retorno para alejarme
de mi pasado, no sabía aún las duras pruebas que el
destino iba a exigir de mí. Mi corazón estaba arru-

113
Rosa Villada

gado, encogido. Sentía un miedo terrible, pero por


otra parte, en algún lugar de mi interior brillaba una
pequeña llamita de esperanza ante ese nuevo sende-
ro que se abría para mí.

LLEGAMOS A SAN Pantaleón de Losa bien entrada la


noche. Había luna llena, y por el camino, los aulli-
dos de los lobos que habitaban aquellos parajes me
habían puesto los pelos de punta. El hombre que
conducía el carro apenas me dirigió la palabra, sólo
me dijo que sabía exactamente a qué casa me tenía
que llevar. Una vez más agradecí para mis adentros
la ayuda de la hermana Lucrecia. Sin ella, hubiera
sido imposible escapar de Santa Clara.
Un amable matrimonio de ancianos me estaba
esperando. Blanca se llamaba ella, y Lorenzo su
marido. Me dieron una sopa para reconfortarme del
viaje y me mostraron un camastro para dormir, que
estaba en la misma habitación que se utilizaba como
cocina y comedor. Para favorecer mi intimidad,
habían colgado alrededor de la cama unas telas
blancas con las que se lograba dar la sensación de
un dormitorio independiente.
Mi vida junto a ellos se prolongó durante unas
cuatro semanas, hasta que vino el otoño. Cuando
llegué, decidí que descansaría allí sólo unos días, los
suficientes para saber qué camino debía tomar, pero
la amabilidad y el cariño que me dispensaron estos

114
El Juego De Dios

ancianos hizo que mi estancia se prolongase más de


lo previsto. Aunque quizás fuera también porque yo
necesitaba disfrutar de ese tiempo de tranquilidad.
Como Blanca y Lorenzo eran muy mayores y
vivían solos, no tenían a nadie que colaborase con
ellos en las tareas del campo, y esa fue mi principal
dedicación. Les ayudé a repasar las tierras de barbe-
cho, a limpiarlas y abonarlas, preparándolas para
recibir las nuevas semillas, que más tarde había que
sembrar.
Muchos días, cuando acababa mis faenas del
campo, solía subir a una peña que dominaba la
población y que tenía una curiosa forma de barco.
Allí era donde se encontraba la iglesia de San
Pantaleón, y desde lo alto se divisaba todo el valle,
así como un cerro llamado de La Magdalena.
Me gustaba refugiarme en ese lugar y disfrutar en
soledad de conversaciones con mi hijo, sin que
nadie pudiera escucharme, pues en ningún momen-
to llegué a confesar a Blanca y a Lorenzo que esta-
ba encinta.
En esas fechas aún podía ocultar mi embarazo, y
por alguna extraña razón que no sabría explicar,
algo me decía que era mejor mantenerlo en secreto.
Cuando me encontraba sola era distinto. Entonces sí
podía dar rienda suelta a mis emociones, y disfruta-
ba hablando con Lucrecio, como ya lo llamaba, cada
vez que hablaba con él.

115
Rosa Villada

Me gustaba mucho aquella pequeña iglesia, sobre


todo la estatua gigante que había en su portada, y
que llevaba una especie de morral al hombro.
Lorenzo me había explicado que representaba al
Sansón bíblico tras haber vencido al león, cuya piel
cargaba a sus espaldas.
Pero yo, por algún misterio de mi mente que no
acertaba a comprender, había llegado a identificar a
esa estatua de piedra con Yago. Yago, el peregrino
que recorría los caminos con sus escasas pertenen-
cias. Y su presencia en la portada de la iglesia de
San Pantaleón era algo que me reconfortaba.
También me atraían mucho las figuras que apare-
cían en las arquivoltas, como si fueran personas pri-
sioneras en la piedra, a las que sólo se les veían las
cabezas y las piernas. De las muchas caras que esta-
ban esculpidas en los capiteles, una de ellas llamaba
especialmente mi atención: la que tenía la boca
amordazada junto a sus dos manos.
Me sentía cómoda en lo alto de aquel cerro, y
tanto el gigantón peregrino de la portada de la igle-
sia, al que yo había bautizado como Yago, como las
numerosas caras que adornaban sus capiteles, se
convirtieron en cómplices de mis reflexiones y tes-
tigos mudos de las conversaciones con mi hijo.
Una vez me sorprendió un joven junto a la igle-
sia, hablando sola, mientras acariciaba mi vientre.
Se acercó hacia mí y me preguntó si estaba embara-

116
El Juego De Dios

zada. Sus ojos verdes me recordaron a los de Yago,


me inspiraron confianza, y le confesé que así era,
pero que nadie lo sabía. No recuerdo su nombre,
sólo recuerdo que me sinceré con él y le conté que
había huido del convento de Santa Clara.
Seguramente lo hice porque necesitaba compartir
todo lo que me había vivido en los últimos meses
con alguien.
Él me correspondió, por su parte, contándome
que viajaba hacia Santiago de Compostela. Venía
del norte, de una población junto al mar Cantábrico
y, al igual que otros peregrinos, utilizaba ese ramal
secundario de la ruta jacobea para visitar la iglesia
de San Pantaleón, donde se decía que había estado
el Santo Grial.
El Grial. Esta palabra despertó en mi interior
algún recuerdo que permanecía dormido. No sabría
explicar qué fue lo que pasó, pero la conversación
con aquel joven hizo que tomase la decisión de
ponerme de nuevo en marcha, en cuanto terminase
de ayudar a Blanca y Lorenzo con la siembra.
Mi padre me había hablado del Grial cuando era
niña; me había dicho que era la copa que había uti-
lizado Jesús en la última cena, y en la que se había
recogido la sangre de su costado cuando estaba en la
cruz. Yo había olvidado ya esa historia, y al compro-
bar con qué emoción se refería a ella aquel joven,
algo se removió dentro de mí.

117
Rosa Villada

Hablando con él, sentí como si una fuerza extra-


ña se apoderase de mí y me obligase a seguir ade-
lante, a no detenerme, a alejarme de aquel lugar que
con tanto cariño me había acogido, pero que no era
el sitio donde yo debía construir mi vida. Lo que
experimenté fue una gran lucidez y una energía
poderosa que me impelía a continuar buscando mi
camino, y a no dejarme adormecer por la fácil exis-
tencia que llevaba en esos momentos.
Cuando le confesé lo que estaba sintiendo a aquel
peregrino, me hizo poner la mano sobre la tierra de
aquel lugar, en la que yo me había sentado a descan-
sar y a hablar con mi hijo durante tantos días. Me
hizo notar algo en lo que yo no había reparado: que
esa tierra estaba caliente. Me dijo que aquella peña
colorada era un lugar sagrado, y que por esa razón
se había construido sobre ella la iglesia de San
Pantaleón.
Antes de despedirnos, aquel joven, del que no
recuerdo su nombre, me hizo aún otro regalo:
—Creo que tú no estás aquí por casualidad, y que
nuestro encuentro en este preciso momento y en este
lugar tan especial tiene como objetivo que yo te diga
algo.
Hizo una teatral interrupción, y yo le animé a
hablar, entre divertida e intrigada.
—La vida te ha traído hasta este lugar para indi-
carte qué camino debes seguir en el futuro. Y cuan-

118
El Juego De Dios

do hablo de camino no me refiero al sendero físico


que debes transitar, sino a ese otro camino interior
que todos debemos recorrer para encontrar nuestro
Grial.
—¿Nuestro Grial? —pregunté con un tono de
incredulidad—. ¿Te refieres a alguna copa?
—No, no me refiero a ninguna copa. El Grial
puede ser muchas cosas: sí, una copa, una piedra, un
libro… ¿Sabes leer?
—Sí —respondí con orgullo—, y también sé
escribir. ¡Tengo una pluma de ganso, y tinta y per-
gamino…
—Vaya, una mujer que sabe leer y escribir, ¡eso
sí que es extraordinario! —dijo, admirado.
—Mi padre era copista y él fue quien me enseñó.
—Pues deberías leer la historia de la búsqueda
del Grial, que escribió el poeta Chrétien de Troyes.
Está escrita en romance. Creo que tiene mucho que
ver contigo.
—¿Y por qué crees eso? —pregunté extrañada.
—Porque te he encontrado en este lugar y porque
tú me has dicho que te llaman Valentina del Valle, y
el personaje que encuentra el castillo del Grial se
llama Perceval…
—Pues no entiendo qué tiene que ver —le inte-
rrumpí.
—Te lo explico —dijo sonriendo—. Las palabras
encierran siempre mucha más información de la que

119
Rosa Villada

parece a primera vista, sobre todo si nos detenemos


un poco a escucharlas. Val, la palabra con la que
finaliza el nombre de este personaje, significa valle,
y es en un valle donde se encuentra el castillo del
Grial. Según este romance, Perceval divisa el valle
desde lo alto de una roca, digamos como esta en la
que nos encontramos nosotros, y en ese valle apare-
ce el castillo. Al verlo, baja de la roca y se dirige
hacia él. En realidad su nombre, Perceval, percer-le-
val, le está indicando que penetre en los secretos del
valle… O lo que es lo mismo, en ese castillo interior
que todos llevamos dentro.
Debí poner cara de idiota, de no comprender lo
que me decía, pero el joven insistió:
—Tu nombre, Valentina del Valle, que también
empieza por Val, alude, para mí, a que tu destino te
lleva a penetrar en los secretos del valle —concluyó
con satisfacción.
—Vaya, ¡está bien eso! —dije con poca convic-
ción.
—Pues aún tengo algo más que decirte —añadió,
como si no se atreviera—. Un valle es el punto más
bajo que existe entre montañas. Es decir, que para
llegar a tu castillo interior y encontrar tu Grial, ten-
drás que transitar por lo más bajo de la naturaleza
humana.
—¡Pues qué bien! —afirmé con la certeza de que
aquello no podía ser bueno.

120
El Juego De Dios

—Pero no te preocupes —me animó—. Creo que


Valentina también quiere decir que eres una mujer
valiente… Podrás con ello. Nadie tiene que enfren-
tarse con algo que no sea capaz de soportar y supe-
rar por sus propios medios.

ESA MISMA NOCHE hablé con Blanca y con Lorenzo,


y les informé de que me marcharía en cuanto finali-
zase el trabajo que teníamos a medio. Ninguno de
los dos me preguntó nada, se limitaron a asentir, con
su habitual cariño, y a lamentar que les dejase tan
pronto. Después, a solas, Blanca me confesó que
ambos tenían la secreta esperanza de que me queda-
se a vivir con ellos para siempre.
Esas palabras, “para siempre”, me hicieron recor-
dar aquella noche, con más nostalgia de la acostum-
brada, a la hermana Lucrecia. Recordé la conversa-
ción que tuvimos en el convento, cuando me dijo
que nada es para siempre. Que la vida está en cons-
tante movimiento… Al parecer, ese movimiento que
acompaña a la vida era el que a mí se me exigía en
esos momentos.
Durante los días que transcurrieron hasta que dejé
San Pantaleón de Losa, me dediqué a pensar hacia
dónde me iba a dirigir. Lo único que tenía claro era
que buscaría a Yago, ¿pero dónde? Viendo el tiem-
po transcurrido desde que había salido de Medina de
Pomar, lo más probable es que ya hubiera llegado a

121
Rosa Villada

Santiago de Compostela. Pero, ¿qué habría hecho


después?
El hecho de no saber hacia dónde debía dirigir
mis pasos era algo que me producía una gran inquie-
tud interna. Por otro lado, me conformaba pensando
que no tenía a donde ir, por lo tanto daba lo mismo
que cogiera un camino u otro.
Pensé que si alguien va hacia un lugar, lo más
lógico es que utilice la misma ruta para regresar. Eso
es lo que solían hacer los peregrinos que se dirigían
a Santiago, ya que en los caminos de la ruta jacobea
había hospitales donde pasar la noche, y además era
mucho más seguro viajar por esa ruta.
También podía ser que Yago hubiera decidido
regresar desde Santiago hasta Chartres lo más direc-
to posible, y para ello podía haber utilizado algún
otro camino distinto al que escogió para llegar al
final de su peregrinación. Y otra opción era que no
hubiera ocurrido nada de lo que yo pensaba que
había hecho.
Ante esta encrucijada, decidí que me pondría en
marcha siguiendo la ruta más segura y más transita-
da para una mujer que iba a viajar sola, por lo que
me dispuse a utilizar la ruta jacobea. No con el obje-
tivo de llegar a Santiago, sino con la esperanza de
encontrar a Yago a la vuelta de su peregrinación.
Aún faltaban seis meses para que naciera mi hijo.
Acababa de empezar el otoño, y antes de que la

122
El Juego De Dios

nieve cubriera los caminos y el frío del invierno se


apoderase de mi ánimo, debía tratar de encontrar al
padre de mi hijo. O, al menos, llegar a un lugar
donde poder vivir y esperar el nacimiento de
Lucrecio.

ESTABA AMANECIENDO LA mañana que dejé San


Pantaleón de Losa. Hacía fresco a esas horas del día,
y me cubrí con una capa que me había regalado
Blanca. “No sé adónde te diriges”, me dijo, “pero
estoy segura de que te vendrá bien cuando lleguen
los fríos”.
En esos momentos estuve a punto de confesarle
mi embarazo, pero no lo hice, era mejor que aquella
buena mujer, que con tanto cariño me había acogido
en su casa, no supiera que estaba encinta ni se preo-
cupase por mi futuro.
La anciana tenía lágrimas en los ojos cuando nos
despedimos. La tranquilicé prometiéndole que esta-
ría bien y le agradecí la capa, los alimentos que me
dio para el viaje, y las monedas que puso en la
palma de mi mano. Quise rechazarlas, pero me dijo
que a ellos no les hacían falta y que yo podría nece-
sitarlas. “Además”, añadió, “nos has ayudado
mucho todo este tiempo, y esta es una forma de
mostrarte nuestro agradecimiento”.
Me fui de allí con el corazón encogido, pero por
otra parte alegre. No sabía nada de lo que me podía

123
Rosa Villada

deparar el futuro, y esa sensación me resultaba muy


atractiva. Por una parte me asustaba, cómo negarlo,
pero por otra me hacía sentirme responsable de mi
vida y de la de mi hijo, y eso me agradaba.
Tenía dieciocho años, y por primera vez en mi
existencia no dependía de nada ni de nadie, sólo de
mí misma. Podía hacer lo que me viniera en gana,
sin tener que darle cuentas a nadie. Era totalmente
libre para ir y venir por donde quisiera y para hacer
lo que me apeteciera. Me sentía dueña de mi exis-
tencia.
Ciertamente, esa libertad me daba vértigo, me
producía mareos. ¡Era tan inusual en mi vida que no
sabía cómo digerirla! Pero me gustaba, me di cuen-
ta de que me gustaba. Incluso, en algún momento,
llegué a pensar si era buena idea buscar a Yago o si
era mejor permanecer sola, con mi hijo. Pero este
fue un pensamiento que rechacé de inmediato.
Ahora, viéndolo con la perspectiva del tiempo,
creo que esa libertad de movimiento y de acción que
estaba descubriendo era demasiado para mí. Había
pasado en unas semanas de la clausura y el voto de
obediencia a la más absoluta libertad y autonomía.
Esta nueva situación representaba una indepen-
dencia que aún no estaba preparada para asumir. Por
eso, y creo que no por otra razón, persistí en seguir
buscando a Yago. Porque necesitaba algún punto de
referencia fuera de mí misma y del hijo que llevaba

124
El Juego De Dios

en mi seno. Algo a lo que aferrarme en ese mundo


exterior que iba descubriendo día a día.
Desde San Pantaleón de Losa, tardé varias jorna-
das en llegar a Burgos, y lo hice por caminos solita-
rios. Evité pasar por Medina de Pomar, y en algunos
momentos sentí mucho miedo viajando sola. Sobre
todo una jornada en la que la noche se me echó enci-
ma. Tenía mucho cuidado para que esto no ocurrie-
ra., y siempre me detenía antes de que el sol se pusie-
ra, y buscaba alguna fonda donde pasar la noche.
Pero ese día me equivoqué de camino y me vi
sola en medio de un monte. Busqué una cueva
donde guarecerme, y encontré una pequeña cavidad
en una roca, que me dio cobijo. A pesar del cansan-
cio no pude dormir. Escuchaba los aullidos de los
lobos y me estremecía de miedo. Recuerdo que esa
noche fue la primera vez que sentí cómo mi hijo se
movía dentro de mi vientre.
Fue un ligero movimiento, casi imperceptible,
que no volvió a repetirse hasta semanas después.
Pero a mí me reconfortó en esa noche de miedo y
oscuridad. Me puse a llorar con una gran emoción y,
por unos instantes, el cansancio, el frío de la cueva
y el pánico que se había instalado en mi alma, des-
aparecieron por completo para dar paso a una
pequeña llama de calor, luz y esperanza.
A partir de ese día tuve mucho cuidado en no
volver a pasar la noche a la intemperie. Agradecí

125
Rosa Villada

de todo corazón el dinero que me habían dado la


hermana Lucrecia y Blanca. Gracias a esas mone-
das y a ser más precavida, no volví a dormir al
raso.
Mi objetivo más inmediato era llegar a Burgos
para incorporarme a la gran riada de peregrinos que
se dirigían a Santiago. Esa ruta principal del
Camino jacobeo estaba muy transitada, y era mucho
más segura para una mujer como yo, que viajaba
sola.
Cuando atravesé las murallas de Burgos, fue
como descubrir un mundo nuevo. Nunca había visto
nada igual. Las calles bullían, estaban llenas de ten-
deretes. Los comerciantes y artesanos vendían a los
peregrinos sus productos, entre los que se encontra-
ban toda clase de hierbas y ungüentos para aliviar
las dolencias de los caminantes.
Con el primer vistazo me quedé fascinada, y
todavía más cuando divisé a los juglares y saltim-
banquis que recitaban sus poemas o hacían toda
clase de juegos malabares, tal y como había visto
hacer a Yago. Con el corazón en un puño, me dirigí
hacia donde se encontraban y empecé a buscar entre
ellos a alguno que pudiera recordarme al padre de
mi hijo.
Pero no vi a nadie que se le pareciera. A pesar de
eso, me dije que quizás alguno de esos jóvenes
pudiera haberle visto en algún momento de la ruta.

126
El Juego De Dios

Empecé a preguntar entre ellos si conocían a un tal


Yago, de pelo rubio y ojos verdes, nacido en
Chartres, que también iba de peregrinación a
Santiago. Pero nadie supo darme ninguna seña de él.
Un hombre algo mayor, que me había observado
y escuchado mientras yo hablaba con los artistas, se
acercó hacia mí y me escrutó con la mirada, de arri-
ba abajo, hasta provocarme un ligero estremeci-
miento. Acercó su cara a la mía y, en voz baja, me
preguntó:
—¿Por qué estás buscando a Yago? ¿Acaso te ha
dejado preñada?
Cuando pude recuperarme de la peste a alcohol
que me había dejado su aliento, respondí, asombra-
da de las palabras que salían por mi boca:
—Le busco porque es mi marido. Vamos juntos
de peregrinación, pero él se adelantó y ahora nos
hemos perdido.
El hombre soltó una carcajada que me dio miedo,
pero ya no podía volverme atrás, así que le pregunté:
—¿Lo ha visto? ¿Podría decirme dónde está?
—Sí, podría decírtelo —añadió sin dejar de
mirarme de arriba abajo—, pero esa información
tiene un precio. ¿Cuánto estás dispuesta a pagar?
—No tengo dinero —dije, arrepintiéndome de
mantener una conversación con ese hombre.
—El precio se puede pagar de alguna otra forma
que no sea con dinero —añadió con mirada lasciva.

127
Rosa Villada

—No sé de qué me habla —concluí con desprecio.


Sin mirar atrás, dejé al hombre con la palabra en
la boca y continué mi camino hacia alguno de los
muchos hospitales de peregrinos que había en
Burgos. Mientras me alejaba le oí gritar:
—¿No sabes de qué te hablo? ¡Pues con el tal
Yago no estuviste tan remilgada, y bien que te abris-
te de piernas!
Después del encuentro con aquel hombre vomité.
Sentí una gran aprensión y me puse totalmente aler-
ta. Pensé que, en el futuro, habría de tener cuidado
de con quién hablaba. A pesar de que este camino
estaba muy transitado, no todos los peregrinos eran
de fiar, y yo era demasiado confiada. Esa noche
dormí con un ojo abierto, agarrada a mi hatillo,
acompañada de múltiples olores y otros tantos soni-
dos que emitían los que me rodeaban.
Al día siguiente, procuré caminar pegada a un
grupo de peregrinos, mirando para atrás continua-
mente, para ver si me seguía el hombre del aliento
apestoso, al que había encontrado a mi llegada a
Burgos. No volví a verlo hasta unas noches después,
cuando intentó violarme.

128
Capítulo VIII

Y HABRÍA CONSUMADO LA VIOLACIÓN si no hubiera


sido por la providencial aparición de Brígida. Fue
esa noche cuando la conocí, y enseguida me expli-
qué por qué la llamaban Brígida “la loca”. Desde
entonces no nos hemos separado. Ella es mi mejor
amiga, mi cómplice y confidente. La persona con la
que más me he identificado en esta vida.
Es mi alma compañera, y supongo que su rostro
será el último que vea antes de dejar este mundo.
Pues será Brígida la mujer que arda a mi lado en la
hoguera, cuando la Inquisición nos queme a ambas
por herejes en un momento que cada vez se adivina
más cercano.
Aquella noche, que me parece muy lejana en el
tiempo, fue Brígida la que me salvó de la violación,
y quién sabe si también salvó mi vida. Recordando
aquellos momentos, tengo la sensación de que todo
está escrito, de que cualquier cosa que nos ocurra en
la vida está predispuesta de antemano.
Con la perspectiva del tiempo que ha transcurrido
desde entonces, me da la impresión de que ambas
teníamos que coincidir en este mundo, en ese lugar
129
Rosa Villada

del Camino de Santiago y en ese preciso momento,


para que se cumpliera todo lo que aconteció después
y que ahora paso a relatar.

ESA NOCHE ME había acostado muy cansada. El


camino me había resultado muy penoso durante el
día. Aunque me sentía ágil y en buena forma toda-
vía, mi vientre empezaba a notarse bajo mis vestidu-
ras, y a veces las piernas se me hinchaban, condicio-
nando un poco mi marcha.
Ya de madrugada, tuve unas intensas ganas de
orinar y abandoné mi lecho en el convento de San
Antón, donde pernoctábamos muchos peregrinos,
para salir afuera y descargar mi vejiga. Este hospital
estaba en medio del Camino, alejado de cualquier
núcleo urbano.
Salí del edificio, procurando no hacer ruido, y me
separé un poco del porche y los monumentales arcos
que lo cubrían. Me fui hacia la parte de atrás y lle-
gué junto a unos árboles. Allí, me puse en cuclillas
y empecé a orinar, aliviando la presión que sentía en
la vejiga, provocada por mi embarazo.
Nada más terminar, cuando aún estaba colocán-
dome la ropa, un hombre se me vino encima y me
tiró al suelo. En cuanto fui capaz de reaccionar,
empecé a gritar mientras el hombre me manoseaba
y forcejeaba conmigo. Haciendo uso de su fuerza,
consiguió mantenerme tumbada bocarriba y sentar-

130
El Juego De Dios

se encima de mi vientre, a horcajadas. Me hacía


mucho daño y temí por la vida de mi hijo.
Seguí resistiéndome aunque con poco éxito, pues
prácticamente me tenía inmovilizada. Su voz y su
aliento apestoso me hicieron reconocer al hombre
que me había hablado al llegar a Burgos. Sentí páni-
co y empecé a gritar con fuerza.
Él me tapó la boca con una mano, mientras que
con la otra se abría la bragueta, al tiempo que me
decía:
—Cállate, zorra, no ves que vas a despertar a todo
el mundo.
Conseguí morderle la mano con la que me sujeta-
ba la boca y entonces me soltó y me dio un puñetazo.
—¡¡He dicho que te calles, puta!! —me ordenó
con furia.
El dolor y la sangre que se deslizaba por mi labio
hicieron que me quedase quieta por unos segundos.
El hombre aprovechó mi desconcierto para intentar
penetrarme. Empecé a llorar con rabia y atiné a
suplicarle:
—¡No, por favor, no lo haga, estoy embarazada!
—¡Mucho mejor, zorra, así no te quedarás preña-
da! —me gritó, después de soltar una carcajada.
Entonces fue cuando apareció Brígida. De pronto
vi a una mujer, con un cuchillo de grandes dimen-
siones en la mano, que se abalanzaba sobre su espal-
da y se lo ponía en la garganta.

131
Rosa Villada

—¡Pero mira lo que tenemos aquí! ¡Nada menos


que todo un hombretón! —dijo mientras apretaba el
cuchillo sobre su gaznate.
El hombre se quedó paralizado, dejó de forcejear
conmigo e intentó quitarse de encima a aquella
mujer. Pero no pudo porque ésta seguía apretando el
cuchillo contra su garganta, hasta conseguir que un
hilillo de sangre se escurriera por su pecho.
—Yo no me movería mucho —dijo la mujer sol-
tando una desgarradora carcajada—. Me llaman
Brígida la loca, y vive Dios que si te mueves, es lo
último que haces en tu cochina existencia. ¡Pedazo
de cerdo!
El hombre entonces empezó a hablar en un tono
suave, intentando tranquilizarla, y levantó las
manos, en señal de rendición. Yo no prestaba aten-
ción a lo que decía. Aproveché estos momentos y,
haciendo fuerza hacia atrás con los talones, me des-
licé por el suelo bajo sus piernas. Logré quitármelo
de encima y me quedé acurrucada junto a un árbol,
muerta de miedo.
El hombre seguía en la misma posición, tratando
de calmar a la mujer, que cada vez apretaba con más
fuerza el cuchillo, hasta el punto de que le impedía
hablar con claridad. La nuez de su garganta se
movía de arriba a abajo, queriendo escapar del
cuchillo que la oprimía.
—Déjame marchar —empezó a suplicarle con

132
El Juego De Dios

voz llorosa—. No quería hacerle daño. Sólo me


estaba divirtiendo un poco.
—Así que tú te diviertes violando a las mujeres.
¡Vaya, vaya, qué divertido!
—No… no lo volveré a hacer más —gimió.
La mujer le cogió entonces de los pelos y le echó
la cabeza hacia atrás, al tiempo que apretó aún más
el cuchillo contra su garganta.
—¡Claro que no lo vas a hacer más —gritó fuera
de sí—, porque vas a morir ahora mismo! ¡Voy a
rajar tu garganta y te vas a desangrar, y mientras
mueres vas a ver cómo tu sangre forma un riachue-
lo rojo y empapa la tierra sobre la que estás arrodi-
llado! —concluyó con una sonora carcajada.
Yo pensé que lo iba matar allí mismo y que aque-
lla mujer estaba realmente loca. Sentí miedo por si
después de matarle a él me agredía a mí. El hombre
también debió pensar que su vida estaba a punto de
acabarse, porque empezó a llorar y se orinó encima
de los pantalones.
La mujer dejó entonces de apretarle la garganta,
aunque sin dejar de posar en ella el cuchillo y gritó,
alborozada, como si fuera una niña:
—¡Pero si es un meón! ¡Yo creía que era un
machote y resulta que sólo es un meón! Válgame
Dios, válgame Dios… —repetía, riéndose exagera-
damente.
El hombre entonces se vino abajo y susurró:

133
Rosa Villada

—Por favor, deja que me vaya, te juro que no lo


haré más.
—¿Cómo dices? No te oigo, habla más alto —
dijo ella, agarrándolo de nuevo por los pelos.
—No lo haré más, deja que me vaya —repitió el
hombre en un tono más elevado.
—No sé, no sé —dijo ella—. Haremos lo que
diga la mujer que ibas a violar. ¿Cómo te llamas? —
me preguntó a mí.
—Valentina —respondí cada vez más asustada de
aquella mujer.
—Bien, Valentina, ¿qué quieres que haga con este
hombre, le dejo marchar, o lo mato? —añadió con
los ojos fuera de órbita, volviendo a apretar el cuchi-
llo contra la garganta del individuo.
Yo me quedé desconcertada con la pregunta. El
hombre al que momentos antes había odiado empe-
zaba a darme lástima en manos de aquella mujer con
pinta de loca. Me quedé callada unos instantes, y
ella insistió.
—Vamos, Valentina, ¡tú decides! —añadió,
haciéndome un gesto con la cabeza para que habla-
se de una vez.
—Déjalo marchar —dije al fin.
El hombre pegó un sonoro suspiro y pude ver
cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Está bien, has tenido suerte. No olvides que le
debes la vida a la mujer a la que ibas a violar. No

134
El Juego De Dios

olvides que todo el mundo no es tan cerdo como tú.


Por ella, y sólo por ella, no voy a matarte —añadió
en tono solemne—. Y ahora pídele perdón…
¡Vamos, pídele perdón y dale las gracias por evitar
que te mate! Es lo menos que puedes hacer, ¿no?
El hombre se removió un poco y dijo en voz baja:
—Perdón.
—No se oye nada —le gritó ella—. Habla más
fuerte… y mírala a los ojos cuando le pidas per-
dón... No quiero que olvides nunca esa mirada. La
mirada de la mujer a la que ibas a violar, a pesar de
que te decía que estaba embarazada y que, aún así,
te ha perdonado la vida. ¡Vamos! ¿A qué esperas?
No tenemos toda la noche.
El hombre levantó la cabeza y me miró a los ojos.
Yo no quería que lo hiciera, prefería no enfrentarme
con su mirada, me daba miedo. Tuve que hacer
esfuerzos para no bajar la cabeza, pero también sen-
tía pánico de contrariar a aquella mujer.
Nuestros ojos se encontraron y lo que vi en los
suyos me aterrorizó. Sostuvo mi mirada por unos
segundos, sin hablar. Finalmente dijo con voz alta y
clara:
—Perdóname… Te doy las gracias por salvarme
la vida.
Mientras sus labios repetían esas palabras, sus
ojos me hablaban de una manera que me hacían
estremecer. Vi en ellos mucho odio, deseos de ven-

135
Rosa Villada

ganza y, desde luego, ningún agradecimiento hacia


mí, en contra de lo que decían sus palabras.
Cuando terminó de hablar, Brígida le hizo poner-
se de pie y quitó el cuchillo de su garganta, aunque
sin dejar de amenazarle.
—Vete —le ordenó en un tono que no admitía
réplica—. Coge tus cosas del convento y vete ya.
Ahora, sin esperar a que se haga de día. A ver si hay
suerte y te encuentras con algún lobo que sea capaz
de tratarte como tú has tratado a Valentina. Si vuel-
vo a verte merodeando cerca de alguna otra mujer
—añadió—, te mataré sin darte tiempo a reaccionar.
No olvides que me llaman Brígida la loca… Y ya se
sabe que los locos hacemos locuras. A mí no me va
a pasar nada, pero tú estarás muerto.
El hombre hizo un gesto de desprecio y se alejó, lle-
vándose las manos al gaznate que seguía sangrando.
Mientras se marchaba, Brígida empezó a gritarle
como una auténtica posesa:
—¡Y no te pares ni a mear! ¡Si lo haces, no dejes
de mirar a tu alrededor, porque allí estaré yo con mi
cuchillo, cada vez que te abras la bragueta! ¡Cerdo,
más que cerdo…!
Cuando Brígida terminó de insultarle, se volvió
hacia mí, que no me atrevía a moverme, y su cara y
su actitud cambiaron por completo. Más que un
cambio, yo diría que fue una auténtica mutación la
que se produjo ante mis ojos. Con un tono amable y

136
El Juego De Dios

muy sonriente, me dio la mano para ayudarme a


levantarme y me dijo:
—No tengas miedo, no estoy loca. Sólo me hago
la loca para que los demás me teman y así me dejen
en paz. Es sólo un truco. A nadie le gusta tratar con
los locos, les dan miedo porque sus reacciones son
imprevisibles, nadie sabe por dónde van a salir, son
incontrolables —concluyó, dibujando en su rostro
una amplia sonrisa.
Yo también sonreí, un poco más tranquila, aun-
que sin terminar de fiarme. Y por primera vez desde
que había aparecido, empecé a fijarme en ella. Era
una mujer atractiva, que seguramente me doblaba la
edad, aunque no sabía calcular cuántos años tenía,
dado su aspecto juvenil.
Morena, con el pelo largo, que llevaba suelto y
sujeto con una especie de diadema, destacaba de su
melena un curioso mechón blanco que nacía cerca de
su sien derecha. Sus ropas también eran extrañas.
Vestía una desteñida túnica blanca, ceñida al talle por
un rústico cinturón. Sobre sus hombros llevaba una
capa con capucha, tan descolorida como la túnica.
—Vamos al convento de San Antón —me indi-
có—; aquí hace mucho frío.
La seguí dócilmente y ambas nos refugiamos en
un rincón del porche, protegidas del frío nocturno
por la inmensa arcada que lo cubría. Nos sentamos
lo más lejos que pudimos de otros peregrinos que

137
Rosa Villada

dormían allí. Yo le di las gracias por haberme salva-


do de las garras de aquel hombre, y ella me regañó,
aunque con un tono amistoso.
—¿Cómo se te ocurre viajar sola estando embara-
zada?
—Tú también viajas sola —me aventuré a decir,
aunque en realidad no lo sabía.
—Pero yo no estoy preñada y ya has visto que sé
defenderme. Cosa que tú no sabes hacer, como
hemos podido comprobar hace un rato.
Permanecí en silencio. Era obvio que tenía razón,
me sentía muy vulnerable, y aún más en el estado en
el que me encontraba. Al constatar esa realidad me
inundó una profunda tristeza. Ella pareció darse
cuenta de mi estado de ánimo y trató de reconfortar-
me:
—Bueno, no te preocupes, ya ha pasado; pero en
el futuro tendrás que ser más cuidadosa y estar más
atenta a los peligros que te rodean. ¿No te has dado
cuenta de que ese hombre te vigilaba y no te quita-
ba ojo desde que has llegado?
—Pues no —respondí perpleja—. Lo encontré al
llegar a Burgos, pero hasta esta noche no lo había
vuelto a ver.
—Seguro que te ha estado siguiendo desde enton-
ces y no te has dado cuenta. Menos mal que yo he
visto cómo te miraba y te acechaba desde que lle-
gaste aquí, y no he dejado de vigilar.

138
El Juego De Dios

Me quedé atónita al escucharla. ¿Cómo era posi-


ble que yo no hubiera percibido que me encontraba
en peligro, cuando para aquella desconocida había
resultado tan evidente?
—¿Por qué viajas sola? ¿Hacia dónde te diriges?
—me interrogó.
—Estoy buscando al padre de mi hijo, y me diri-
jo a Santiago de Compostela.
—¿Te dejó preñada y te abandonó?
—No, no —me apresuré a aclarar—. Él no sabe
que estoy esperando un hijo suyo… Lo conocí cuan-
do estaba de novicia en el convento…
—Espera, espera —me interrumpió—, esto se
pone interesante. ¿Ibas a ser monja? ¿Te has escapa-
do del convento? ¿Te han echado?
Brígida me lanzaba una pregunta tras otra, sin
darme tiempo a responder. Cuando dejó de interro-
garme, yo empecé a contarle la historia de mi vida,
desde que tenía uso de razón. Incluso le relaté el
famoso episodio en el que estuve como muerta
durante tres días.
Ella celebraba cada episodio de mi existencia
como si fuera lo más gracioso que había oído en su
vida. Se reía a carcajadas, daba golpes en el suelo,
se tumbaba y rodaba. Armó tanto ruido que un
grupo de peregrinos nos llamó la atención porque no
les dejábamos dormir.
Yo estaba fascinada viendo su reacción, jamás

139
Rosa Villada

había pensado que mi vida fuera tan divertida.


Contagiada por su entusiasmo, terminé riéndome yo
también mientras le contaba mi fuga del convento
de Santa Clara con la complicidad de la hermana
Lucrecia.
—¡Dios mío! ¡Y dicen que yo estoy loca! —dijo,
asombrada—, ¡tú sí que estás como un cencerro!
Eres la mujer más osada que he conocido en mi vida
—añadió con un tono de admiración—. Me gustaría
que viajáramos juntas, ¿qué te parece?
Su propuesta me emocionó. La posibilidad de no
tener que seguir sola y de tener como acompañante
a Brígida me parecía algo así como una bendición
caída del cielo. Así que me apresuré a responderle
con entusiasmo:
—Sí, claro que sí, me gustaría mucho que siguié-
ramos juntas el Camino.
—Sólo hay un problema… que yo no voy a
Santiago. Ya estuve allí, y estoy haciendo la ruta de
vuelta.
—¡Ah! No vas a Santiago. ¿Hacia dónde te diri-
ges? —pregunté con decepción.
—Vuelvo a París, allí es donde vivo.
—Pero… hablas castellano.
—Nací en Burgos, por eso he cogido esta ruta
para volver a París, aunque tarde más en volver a
casa. Utilicé el camino del norte para llegar a
Santiago. Ahora quiero volver a Burgos para saber

140
El Juego De Dios

si mis padres viven todavía. Me fui de mi casa hace


más de veinte años, cuando tenía más o menos tu
edad, para hacerme beguina.
—¿Beguina? Nunca he oído esa palabra, ¿qué
significa?
Brígida abandonó su tono alegre, como si respon-
der a mi pregunta le resultase doloroso y respondió:
—Yo definiría a una beguina como una mujer
libre, que libremente decide vivir una vida religiosa,
pero al margen de las autoridades eclesiásticas. Una
beguina no se somete a nadie, a ninguna regla, salvo
a su propia conciencia. Tampoco nos encerramos en
ningún monasterio ni convento, nuestra misión es
itinerante. Dios está en los caminos, en todos los
recodos de la vida, y no recluido en ningún altar ni
entre cuatro paredes… Básicamente, así vivimos las
beguinas.
Yo no sabía qué decir, era la primera vez que
escuchaba algo sobre las beguinas, así que pregun-
té, por preguntar algo:
—¿Y sois muchas?
Brígida sonrió, seguramente al darse cuenta de
que yo me había quedado desconcertada. Con un
ánimo más alegre me respondió:
—Somos bastantes, pero no siempre vivimos en
compañía. A veces formamos pequeñas comunida-
des en algún lugar, y en otras ocasiones, como me
ocurre a mí ahora, viajamos por nuestra cuenta. En

141
Rosa Villada

realidad no tenemos un lugar fijo a donde ir, ni


donde estar. El mundo es nuestro hogar —añadió
mientras abría sus brazos como queriendo abarcar
todo alrededor.
Yo me quedé callada, pensativa, sin saber qué
responder. Lo que me había contado era nuevo para
mí, pero no eran las beguinas lo que me preocupaba
en esos momentos. Lo que me rondaba por la cabe-
za era si debía seguir con ella, cambiando mis pla-
nes de ir a Santiago a buscar a Yago, o si, por el con-
trario, debía continuar sola mi camino.
Brígida parecía estar al tanto de mis dudas. Me
miró fijamente y me dijo con un tono cariñoso:
—No tienes que decidir ahora lo que vas a hacer.
En realidad te he propuesto que viajes conmigo sin
conocer tus planes. No he sido muy considerada, la
verdad, así que no me gustaría que los cambiases
por mi culpa. Eres una mujer libre, ¿no? Y debes
elegir con libertad.
—Eso me decía siempre la hermana Lucrecia —
dije con cierta nostalgia.
—Y llevaba razón —subrayó Brígida—. Me gus-
taría que una mujer como ella fuera beguina, en
lugar de estar encerrada en un convento de clausura.
Necesitamos mujeres así.
—Pero ella eligió libremente recluirse en el con-
vento —dije en su favor.
—Sí, tienes razón, cada uno debe seguir su cami-

142
El Juego De Dios

no al margen de lo que piensen los demás… Y tú


debes seguir el tuyo —añadió—, al margen de lo
que yo te diga.
—Pero es que no sé cuál es mi camino... ¿cómo
lo voy a seguir? —pregunté con un tono de angus-
tia.
—Bueno, eso pasa a veces. En ocasiones llega-
mos a un punto en el que se nos presentan dos
opciones. Es lo que se llama una encrucijada de
caminos. Entonces hay que pararse un poco y deci-
dir cuál vamos a seguir. No sabemos lo que nos
espera ni en uno ni en otro. Lo único que sabemos
es que nuestra vida será distinta si cogemos un
camino, o si cogemos otro. Entonces hay que arries-
garse, pues no se puede andar por dos senderos a la
vez, ¿verdad?
Asentí con la cabeza, y recordé que lo mismo me
había dicho la hermana Lucrecia. Me quedé pensa-
tiva, en silencio. Brígida continuó:
—Mira, vamos a hacer una cosa. Nos vamos a ir
a dormir. Aún quedan unas horas para que amanez-
ca, y mañana, tranquilamente, o pasado mañana, me
dices qué has decidido. Si sigues conmigo, nos
vamos juntas; si no, nos despedimos y cada una
sigue su camino. ¿Te parece bien?
Cada una volvió a su lecho, pero yo estaba dema-
siado nerviosa y excitada como para conciliar el
sueño. Intenté razonar qué iba a hacer, pero las imá-

143
Rosa Villada

genes acudían a mi mente, sin hacer caso a mis pen-


samientos. En todas esas imágenes yo me veía junto
a Brígida. Charlando, caminando, riéndonos jun-
tas…
Una de estas imágenes, que acudían a mi mente
sin haber sido invitadas, me impactó. En ella me vi
escribiendo junto a Brígida. Sobresaltada, me incor-
poré en mi camastro. ¡Si no le había dicho que sabía
escribir! ¿Por qué esa imagen se colaba en mi cabe-
za una y otra vez?
Permanecí unos minutos incorporada y cerré los
ojos tratando de imaginarme junto a Yago. Pero lo
cierto es que no pude, ni siquiera fui capaz de recor-
dar su rostro con claridad. Por mucho que lo inten-
tara, sus facciones aparecían borrosas en mi imagi-
nación. ¡Cómo había podido olvidarme de él!
Me quedé desconcertada y después, siguiendo un
impulso, me levanté con rapidez y me dirigí hacia el
lugar donde dormía Brígida. Al llegar allí empecé a
zarandearla para que se despertase.
—No estoy dormida —me dijo abriendo los
ojos—. ¡Deja ya de moverme!
—Perdona —le susurré al oído—, sólo quería
decirte que me voy contigo… Quiero ser beguina —
añadí convencida, sin saber realmente cómo había
llegado a tomar esa decisión.

144
Capítulo IX

AL DÍA SIGUIENTE PARTIMOS hacia Burgos y allí estu-


vimos unos días, hasta que Brígida pudo averiguar
que sus padres habían muerto un par de años atrás.
Según le dijeron unos parientes, primero había falle-
cido su madre, y unos meses después, su padre.
Ella era hija única. Antes de su nacimiento, sus
padres habían tenido otros dos hijos, los dos varo-
nes, pero ambos habían muerto siendo niños. La
única que había sobrevivido hasta la edad adulta era
ella. Me contó que fue muy duro para sus padres el
día que les comunicó que se iba a París para unirse
a una comunidad de beguinas. A pesar de su oposi-
ción, Brígida se marchó y no volvió a saber nada de
ellos.
Cuando le pregunté cómo había sabido de la exis-
tencia de las beguinas, me contó que una de ellas
había pasado por Burgos haciendo el Camino de
Santiago. Por culpa de unas fiebres tuvo que perma-
necer varias semanas en un hospital de peregrinos
de esta ciudad, antes de emprender nuevamente la
ruta.
145
Rosa Villada

Allí fue donde Brígida la conoció, hicieron amis-


tad, y esta mujer, llamada Lucía, le habló sobre las
beguinas. Tanto influyó sobre ella que, un año des-
pués, Brígida se fue a París a buscarla para unirse a
su comunidad. Aunque no encontró a su amiga, sí
conoció a otras beguinas y se quedó con ellas.
Durante los días que permanecimos en Burgos,
planeamos nuestro viaje a París. Decidimos conti-
nuar por la ruta jacobea, porque era la más segura,
estaba muy transitada y contaba con numerosos hos-
pitales en los que los peregrinos podían pasar la
noche o ser atendidos de cualquier dolencia o nece-
sidad, si así lo precisaban.
Brígida estableció la ruta: siguiendo el Camino
de Santiago, al revés, viajaríamos desde el reino de
Burgos hacia Roncesvalles, atravesaríamos Los
Pirineos, y ya en Francia, desde San Jean Pied de
Port, continuaríamos por la llamada Vía Turonense
hasta llegar a París.
Mi embarazo, que hasta ese momento no había
sido un obstáculo, se convirtió en una circunstancia
que debíamos tener muy en cuenta. Según mis cál-
culos, yo debía parir al inicio de la primavera. Esto
nos daba un margen de casi cinco meses para llegar
desde Burgos a París.
—Deberíamos llegar a París antes del nacimiento
de Lucrecio, y no sé si va a ser posible. El niño ten-
dría que nacer cuando ya estuviéramos allí instala-

146
El Juego De Dios

das. No se puede andar dando tumbos de un lado


para otro con un recién nacido.
—Vaya, veo que ya das por hecho que va a ser un
niño y no una niña —dije, riéndome de su comenta-
rio.
—Bueno, yo me fío de tu intuición. Si tú dices
que será un niño, yo no tengo por qué ponerlo en
duda. ¡Tú sabrás, que te pasas el día hablando con
él! De todas maneras no es para tomárselo a broma
—me regañó con cariño—. Hay tramos del camino
que son muy duros. Los fríos van a comenzar, por
las noches ya hiela, y seguro que hay nieve más al
norte. Me preocupa sobre todo cruzar los Pirineos.
No llegaremos allí antes de un mes, y el invierno ya
se habrá echado encima.
Sus palabras, y sobre todo la seriedad con que las
pronunció, hicieron que me preocupase. Ella lo notó
y trató entonces de tranquilizarme.
—No te preocupes. No quiero ser agorera, pero
no es lo mismo viajar sin más, a pesar del frío y la
nieve, que hacerlo estando encinta. Cuando el
embarazo avance, te sentirás pesada, te darán
calambres en las piernas, y no podrás estar mucho
tiempo andando, sin parar a descansar y a orinar, por
la presión de la placenta en tu vejiga. Habrá días
enteros en los que no podremos continuar y tendre-
mos que interrumpir el viaje. No quiero asustarte,
pero tenemos que ser realistas.

147
Rosa Villada

—Creo que soy un obstáculo para ti —le dije


muy afectada—. Quizás sería mejor que yo me que-
dase en Burgos, hasta que nazca el niño, y después
me reúna contigo en París…
—No, ni hablar, ni se te ocurra pensarlo —me
interrumpió—. Partiremos juntas y llegaremos jun-
tas a París. Allí nacerá tu hijo y formaremos una
nueva comunidad de beguinas… será estupendo, ya
lo verás… Pero antes de partir, debo contarte algo
—añadió cariacontecida—. No quiero ocultarte las
dificultades.
—Bien, tú dirás, no creo que sea más grave que
lo que ya me has dicho sobre el frío, los calambres
que voy a tener y la nieve que nos espera —dije,
bromeando.
Brígida sonrió, haciendo un esfuerzo por seguir
mi broma, pero en su semblante se reflejaba la pre-
ocupación. Suspiró profundamente y continuó:
—No te he dicho por qué salí de París y me vine
de peregrinación a Santiago.
—Supongo que tendrías tus razones. Mucha
gente peregrina a Santiago para que se le perdonen
sus pecados, para obtener indulgencia plenaria o
como una aventura… Qué sé yo. Supongo que que-
rías venir a Burgos para saber si tus padres seguían
vivos… ¿Es importante saber por qué has peregrina-
do a Santiago? Yo creo que eso es lo de menos —
afirmé intrigada.

148
El Juego De Dios

—En este caso no es lo de menos, y sí, es impor-


tante, porque salí huyendo de París, y quiero que lo
sepas. Si vamos a viajar juntas debes saberlo, no
quiero poner en peligro tu vida ni la de tu hijo.
—Ahora sí que vas a conseguir asustarme.
¿Huyendo? ¿De quién? ¿Has matado a alguien? —
intenté bromear, sin conseguirlo.
—No, no he matado a nadie, puedes estar tranqui-
la. ¡Soy Brígida la loca, no Brígida la asesina! —
añadió sonriendo, mientras extraviaba los ojos y
ponía cara de demente—. De quien huía era de la
Inquisición. Las cosas se pusieron muy mal y consi-
deré que lo mejor era poner tierra por el medio…
Pero no se puede huir eternamente… Sobre todo, no
se puede huir de uno mismo, de lo que uno es. Vayas
donde vayas, tu esencia siempre va contigo, y esa
esencia es la que hay que defender a costa de lo que
sea, sobre todo cuando te la quieren arrebatar.
Brígida se interrumpió y permaneció en silencio,
con la mirada perdida, sin poder ocultar que un
gesto de dolor se instalara en su rostro. Yo no sabía
qué decir. Por fin me atreví a interrumpir sus pensa-
mientos:
—¡Ahora sí que me has asustado…! Puedes con-
tarme lo que te pasó, ya sabes que puedes confiar en
mí… Seguro que no es tan grave —me aventuré a
pronosticar, aunque estaba realmente preocupada.
Ella sonrió y me invitó a pasear por la ciudad,

149
Rosa Villada

fuera del hospital de peregrinos donde nos encontrá-


bamos.
—Vamos hacia la catedral —dijo—, por el cami-
no te lo contaré todo.
La mañana era soleada, aunque fría. La ciudad
bullía con su vitalidad habitual. Las calles, en torno
a la catedral, estaban llenas de tenderetes y de gen-
tes. Muchos de ellos eran peregrinos que hacían un
alto en el camino para contemplar el monumental
pórtico de la iglesia gótica que se erguía ante ellos.
Caminamos un rato sin hablar. Finalmente,
Brígida empezó a contarme su historia:
—En París conocí a una mujer extraordinaria,
beguina como yo. Se llamaba Margarita Porete.
—¿Se llamaba? —pregunté intrigada.
—Sí, se llamaba… Murió en la hoguera, acusada
de hereje por la Inquisición. Fue en la Place de
Grève, el día 1 de junio de 1310, hace ya cinco años.
¡Me parece mentira que haya pasado tanto tiempo!
Yo estaba allí, vi cómo la quemaban —añadió con
voz temblorosa—. Jamás podré olvidar el olor a la
carne chamuscada y cómo se retorcía su cuerpo
ardiendo bajo las llamas, aunque de su boca no salió
ni un solo lamento.
Brígida interrumpió su relato, visiblemente afec-
tada. Yo permanecí callada, horrorizada al imaginar
lo que me estaba contando. Pasados unos instantes
se recuperó y continuó hablando:

150
El Juego De Dios

—El delito que cometió Margarita fue el de escri-


bir un libro, en el que relata su experiencia de unión
con Dios. Cuatro años antes de ser quemada, un
obispo condenó el libro que había escrito y ordenó
que lo quemasen en la plaza pública de
Valenciennes, en presencia de la propia Margarita.
Después, este obispo le prohibió, bajo pena de exco-
munión, que siguiera escribiendo y difundiendo sus
ideas, pero ella no hizo caso. ¡Tenías que haberla
conocido, era una mujer extraordinaria! —dijo con
devoción.
—Sí debió serlo, ¡y muy valiente!
—Sí, sí era valiente, sabía a lo que se arriesgaba,
y a pesar de ello siguió haciendo lo que le dictaba su
conciencia. Siguió copiando el libro y distribuyén-
dolo por todos los lugares donde podía. Yo le ayudé
a ello —subrayó con orgullo—. Dos años más tarde,
otro obispo mandó detenerla, pero esta vez las cosas
se complicaron más, porque el caso se trasladó a
manos del inquisidor general del reino, y Margarita
fue encarcelada en el convento de San Jacques de
París, que pertenece a los dominicos. No te puedes
ni imaginar el ruido que se armó. Especialistas en
Derecho Canónico y más de veinte teólogos exami-
naron el libro prohibido… ¡Qué sabrán los teólogos
de la experiencia de Dios que puede vivir una mujer
en el fondo de su alma...! Naturalmente, Margarita
fue condenada a la hoguera por hereje, después de

151
Rosa Villada

permanecer un año encarcelada. Ella, por su parte,


se negó a comparecer ante el inquisidor, y cuando la
obligaron a hacerlo, se negó a prestar el juramento
que precedía al interrogatorio. Esto le valió una
excomunión mayor, pero Margarita se mantuvo en
sus convicciones, y durante todo el tiempo que fue
privada de libertad, continuó con su silencio y no se
retractó.
Brígida se quedó pensativa, pero la tristeza que se
adivinaba al principio de su relato se había ido
transformando en una actitud de fortaleza y deci-
sión. Era como si sólo el recuerdo de la valentía de
aquella mujer le hubiera infundido ánimo y energía.
En cierto modo, yo me había contagiado y le pre-
gunté:
—¿Cómo se llamaba el libro prohibido? ¿Podré
leerlo? ¿Hay alguna forma de conseguirlo?
Brígida se empezó a reír con aire de triunfo,
mientras los ojos le bailaban de alegría.
—El libro se llama, en presente, no en pasado. Se
llama El espejo de las almas simples, y ¡claro que
podrás leerlo —añadió señalando su morral—, por-
que lo tengo aquí mismo! Le prometí a Margarita
que, mientras estuviera viva, yo seguiría copiándolo
y difundiéndolo… Así empecé a hacerlo —añadió
con voz pesarosa—, pero luego me sentí amenazada
por la Inquisición y tuve miedo… Por eso escapé de
París.

152
El Juego De Dios

—¡Pero ahora volveremos, y yo te ayudaré a


copiarlo todas las veces que haga falta! —dije eufó-
rica—. No te lo he dicho, pero mi padre era copista
y calígrafo, y me enseñó a leer y a escribir. Tengo
una pluma de oca, conseguiremos más tinta y papel,
y seguiremos transmitiendo las ideas de Margarita.
Su libro hará que éstas sigan vivas… Ya lo verás.
Sin decir palabra, Brígida rompió a llorar. Su
reacción me pilló desprevenida. Yo también me
emocioné y la abracé. Lloramos juntas un buen rato.
La gente que pasaba a nuestro alrededor nos miraba,
con intriga y sorpresa. Cuando nos dimos cuenta de
que estábamos llamando la atención, nos empeza-
mos a reír.
Brígida me hizo un gesto y me dijo: “Ahora fíja-
te”. De pronto, como si le hubiera dado un repenti-
no ataque de locura, empezó a reírse a carcajadas,
mientras ponía esos ojos de loca que tanto me habí-
an asustado el día que la conocí. Con la mirada per-
dida, se acercó a un grupo de gente que nos había
estado observando. Estos bajaron la cabeza y se dis-
persaron de inmediato. Brígida volvió a su estado
natural como por arte de magia:
—¿Has visto? No falla, en cuanto te sales del
comportamiento que ellos consideran normal, se
creen que estás loca, les das miedo y huyen de ti…
Deberías probarlo —me comentó, bromeando—. Es
muy útil para espantar violadores.

153
Rosa Villada

—No creo que pudiera hacerme la loca tan bien


como tú —respondí con buen humor.
Después de deambular un rato por dentro de la
catedral, admirando su belleza, nos marchamos nue-
vamente al hospital de peregrinos. Al día siguiente
emprenderíamos el camino hacia Roncesvalles,
pues a Brígida seguía preocupándole que el mal
tiempo y mi embarazo nos impidieran llegar a París
antes del nacimiento de mi hijo.
Recordando ahora aquellos momentos, vuelvo a
tener la certeza de que todo ocurre por algún moti-
vo, de que la casualidad no existe. De que no es el
azar quien organiza nuestras vidas. Es como si todo
estuviera escrito de antemano y respondiera a un
plan organizado por la Divinidad.
Después de la confesión de Brígida en Burgos, se
estableció una total sintonía y complicidad entre
nosotras. No sabría definir lo que ocurrió en mi inte-
rior, pero parecía como si mi vida hasta ese momen-
to no hubiera tenido lugar. O mejor aún, como si
solamente hubiera existido para servir de escenario
a ese preciso momento en que conocí a Brígida, y
todo lo que sucedió después.
Aunque apenas hacía unos meses que había deja-
do el convento de Santa Clara, me parecía que había
transcurrido una eternidad. Hasta el recuerdo de
Yago era cada vez más débil en mi memoria.
Apenas si recordaba su rostro. A veces se borraba

154
El Juego De Dios

por completo y yo me preguntaba: “Si un día me


encontrase con él, ¿podría reconocerlo?”
El único recuerdo palpable que me quedaba de mi
fugaz encuentro con Yago era Lucrecio, que cada
día abultaba y pesaba más en mi vientre. Parecía
incluso que, desde que habíamos salido de Burgos,
ese cuerpecito que se gestaba en mi interior había
empezado a agrandarse y a hacerse notar a pasos
agigantados.

TAL Y COMO había sospechado Brígida, mi embara-


zo nos impidió ir tan deprisa como hubiéramos
deseado. Tardamos mucho más de lo previsto en
atravesar las tierras de Castilla y llegar al reino de
Navarra. Yo me cansaba enseguida y teníamos que
detenernos para que me recuperase. El invierno se
había echado encima, y el frío, la lluvia y la nieve
tampoco colaboraban para facilitarnos el viaje.
Gracias a la hospitalidad de la gente que vivía en
los lugares que atravesábamos y la acogida en los
hospitales de peregrinos, no pasamos ningún tipo de
necesidad. Al contrario, todo el mundo se portaba
muy bien conmigo. Cuando se daban cuenta de que
estaba embarazada, las mujeres se deshacían en
atenciones.
A pesar de eso, las inclemencias del tiempo
seguían representando nuestro mayor obstáculo, y la
celebración de la Navidad nos sorprendió en un hos-

155
Rosa Villada

pital de peregrinos, en Larrasoaña, cerca de


Roncesvalles. Allí tuvimos que aguardar varias jor-
nadas, sin posibilidad de cruzar los Pirineos a causa
de la nieve.
Yo me encontraba en el sexto mes de gestación, y
Brígida se negó rotundamente a continuar nuestro
camino hasta que la nieve no se hubiera derretido lo
suficiente como para poder transitar sin peligro.
Fue allí, inmovilizada en ese lugar, donde cumplí
los diecinueve años. El recuerdo de ese día es inol-
vidable, por el inesperado regalo que recibí de
Brígida: Por la noche, en el umbral del Año del
Señor de 1316, me entregó un frasco de tinta y unos
rollos de papel. Me llevé una inmensa alegría y me
quedé totalmente sorprendida.
—¿Pero de dónde lo has sacado? —le pregunté
sin poder disimular mi satisfacción.
—De aquí no, desde luego. Todo lo compré en
Burgos, antes de emprender el viaje, cuando me
confesaste que sabías escribir. En España es fácil
encontrar papel. Desde entonces he tenido mucho
cuidado en esconderlo para que no lo descubrie-
ras… Por eso las piezas de papel están un poco
arrugadas, pero ya se estirarán —dijo visiblemente
orgullosa, al ver lo contenta que yo me había pues-
to.
—Lo guardaremos para cuando nos instalemos en
París y empecemos a copiar el libro de Margarita…

156
El Juego De Dios

—Ni hablar —me cortó Brígida—. Cuando lle-


guemos a París, ya nos ocuparemos de conseguir
más tinta y papel, allí también es fácil. No te lo he
regalado para eso, sino para que escribas tú ahora,
durante el viaje.
—¿Te refieres a copiar algún texto? —pregunté
extrañada.
—No, no estoy hablando de copiar nada que haya
escrito otra persona; estoy hablando de escribir lo
que tú quieras… Tus pensamientos, tus sentimien-
tos, una carta a tu hijo… ¡Qué sé yo!
—Pero, no te entiendo… Yo sólo he copiado lo
que escribían otros, nunca he escrito nada propio…
—¡Pues ya va siendo hora de que lo hagas! ¿Para
qué te enseñó tu padre a leer y escribir? Para que
pudieras expresarte por escrito, ¿no? —se respondió
ella misma.
—No, no; mi padre no me enseñó a escribir para
que escribiera lo que yo quisiera —me apresuré a
contestarle—; todo lo contrario, mi padre siempre
me reñía y me decía que las mujeres no tienen opi-
nión y, por tanto, no tienen nada que decir ni que
escribir.
—¿Y tú te lo crees? —dijo ella enarcando las
cejas y poniéndose en jarras—. ¿Tú no tienes opi-
nión? ¿No tienes nada que decir?
Me quedé pensativa unos momentos, recordando
cómo me rebelaba interiormente cada vez que mi

157
Rosa Villada

padre me decía eso. Absorta en mis pensamientos,


no me di cuenta de que Brígida se había ausentado
hasta que volvió con unos papeles en la mano.
—Mira, te voy a leer un párrafo de El espejo de
las almas simples. Dice así: “Si Dios os ha dado ele-
vada creación, luz excelente y singular amor, sed
fecundos y multiplicad sin desfallecimiento esa cre-
ación, pues sus dos ojos os contemplan sin cesar y,
si consideráis y contempláis esto correctamente, esa
mirada hace ser simple al Alma”.
—¿Qué quieres decirme con eso? ¡A mí no me ha
dado Dios elevada creación! —respondí simulando
fastidio.
—Pues yo creo que sí —dijo Brígida sin hacer
caso a mi aparente enojo—. Estoy convencida de
ello. ¡Tú siempre has querido escribir, y no hablo de
copiar, pero no te dejaron! Ahora nadie te lo impide,
y esa pluma que tienes guardada y que tanto quieres,
esta tinta y este papel, ¡están en tus manos para que
los utilices! No han llegado hasta aquí por casuali-
dad… Tú verás lo que haces —añadió con convic-
ción, dejándome sola con mi dilema.
Esa noche, y durante los días siguientes, medité
mucho sus palabras. ¿Sería cierto que yo podía dar
voz al fin, a través de la escritura, a todas esas emo-
ciones que se agolpaban en mi interior? ¿Realmente
sentía yo una necesidad de hacerlo? ¿Por qué mi
padre me había regalado una pluma cuando cumplí

158
El Juego De Dios

siete años?
¿Por qué el escritorio de aquellos monjes del con-
vento de San Francisco era para mí el lugar más
maravilloso del mundo, en el que yo me sentía más
feliz? ¿Por qué las letras, que miraba extasiada, dan-
zaban delante de mis ojos y parecían hablarme?
¿Debía dejar que esos signos, que se colaban hasta en
mis sueños, me desvelasen por fin su sentido oculto?
Aún no había olvidado la conversación que había
mantenido con mi padre el día en que le pregunté si
yo podía escribir lo que quisiera, en lugar de copiar
lo que decían los demás. No había olvidado su res-
puesta brusca y cómo se había enfadado conmigo.
Aún me parecía estar escuchando su voz: “Las
mujeres no escriben, no tienen nada que decir…
porque no tienen ideas propias”.
—¡Claro que tenemos ideas propias! —me sor-
prendí diciendo en voz alta, a pesar de que me
encontraba sola. Al darme cuenta de que había gri-
tado, me empecé a reír de buena gana. Cuando lo
hacía, Brígida me sorprendió.
—¡Vaya, veo que quieres hacerme la competen-
cia! ¿Estás haciendo méritos para ser Valentina la
loca? —preguntó en tono de broma.
—No, no es eso, es que acabo de darme cuenta de
que tienes razón.
—No sé en qué, pero no me sorprende —bro-
meó—. ¡Yo siempre tengo razón, señorita!

159
Rosa Villada

—No, en serio. Me reía porque estaba recordan-


do lo que me decía mi padre: Que las mujeres no
escriben porque no tienen nada que decir. ¿Y por
qué? Porque no tienen ideas propias… Eso era lo
que él repetía siempre.
—Bueno, no hay que tenérselo en cuenta, al fin y
al cabo era un hombre… ¡Pobre, no era culpa suya!
Su comentario me hizo reír de nuevo.
—No te gustan mucho los hombres, ¿verdad? —
le pregunté siguiendo con la guasa.
—La verdad es que los he probado poco. Creo
que su carne resulta bastante dura —añadió riéndo-
se—… No, ahora en serio, tu pregunta no me pare-
ce baladí. Yo no distingo entre hombres y mujeres.
Lo que no me gustan son los hombres estúpidos…
ni las mujeres estúpidas. Por desgracia, la opinión
de tu padre no es muy original. Muchos doctores de
la iglesia opinan como él, ¡y se llaman teólogos!
Pero Margarita Porete era una mujer, y tenía ideas
propias. Yo soy una mujer y tengo ideas propias. Tú
eres una mujer y también tienes ideas propias. Y
además, tenemos el derecho, y el deber, diría yo, de
poder expresarlas.
Brígida respiró profundamente, como si se hubie-
ra quedado sin aliento, y continuó con su discurso.
Yo la escuchaba encantada.
—No sólo como mujer, sino como beguina, estoy
convencida de que hay que romper ya de una vez

160
El Juego De Dios

con esa estupidez de que las mujeres no piensan, no


tienen opinión, y no deben escribir. Yo creo todo lo
contrario: hay que escribir, y debemos hacerlo en
nuestra lengua materna, y no en latín, para que lo
entienda todo el mundo y no sólo unos pocos ilus-
trados. Así lo hizo Margarita, y pagó por ello un pre-
cio muy alto… En estos tiempos que nos ha tocado
vivir —añadió—, las mujeres que queramos hacer-
lo, tenemos derecho, como Margarita, a contar nues-
tra experiencia de Dios. ¡Y no hablo de teología, ni
de ningún conocimiento intelectual! Hablo de la
experiencia del alma, de una escritura íntima, que
nos sirva para comprendernos mejor a nosotras mis-
mas y lo que pasa en nuestro interior. ¡Esa es la
escritura que a mí me interesa! Lo demás me parece
pura estupidez humana, hablar por no callar… Y me
da lo mismo que lo escriban los hombres que las
mujeres —concluyó, como si hubiera remachado un
clavo bien puesto.
—¡Muy bien, así se habla! —dije yo, al tiempo
que la aplaudía.
—¿Te burlas? —preguntó ella, dirigiéndose hacia
mí con sus ojos de loca.
—No, nada de eso —respondí emocionada—.
Nunca había oído a nadie decir algo tan cuerdo
como lo que tú estás diciendo… ¿Sabes lo que hare-
mos cuando lleguemos a París?
—¿Tomar una comida decente? —preguntó.

161
Rosa Villada

—Sí, pero además de eso, crearemos una escuela


para enseñar a leer y a escribir a las mujeres.
Brígida se quedó paralizada, cerró los ojos, y
empezó a llorar con gran emoción. Yo me acerqué a
ella y traté de pasarle el brazo por los hombros, a
pesar de que era bastante más alta que yo.
—Venga, venga —la consolé—, si lo llego a
saber no te digo nada. ¡No sabía que te iba a afectar
tanto!
Se secó los ojos con la manga de su túnica, y
mirándome con gran cariño, me dijo:
—Esa era una idea que tenía Margarita en mente,
pero que nunca pudo llevar a la práctica. La
Inquisición se lo impidió…
—Pues ahora seremos nosotras las que lo haga-
mos —la interrumpí—. Pero no te pongas a llorar, si
no, las alumnas no te van tomar en serio.
Con uno de esos cambios bruscos que acostum-
braba a dar, Brígida me cogió de las manos y empe-
zó a bailar.
—¡Dios mío, tú sí que estás loca! —dijo saltando,
sin parar de moverse—. ¡Por fin alguien más loca
que yo! ¡Fundaremos una escuela de beguinas escri-
toras… aunque nos vaya en ello la vida!
Recordando ahora sus palabras sólo puedo atesti-
guar que Brígida tenía razón. ¡Cuánta razón tenía!

162
Capítulo X

ESPERANDO A QUE los caminos estuvieran más tran-


sitables, entré en mi séptimo mes de embarazo.
Brígida ya me había comentado que quizá debería-
mos renunciar a llegar a París antes del nacimiento
de Lucrecio. A mí no me gustaba la idea. Entre otras
cosas, porque estaba convencida de que viajar con
un recién nacido siempre sería mucho peor que
hacerlo nosotras solas.
Un día llegaron al hospital donde nos encontrába-
mos unos peregrinos, procedentes de Francia, y nos
comunicaron que la nieve prácticamente se había
derretido, y que habían podido cruzar los Pirineos
sin dificultades añadidas a la dureza que ya tenía de
por sí esta ruta.
Para mí, esa fue la señal para ponernos nuevamen-
te en marcha. Aún faltaba mes y medio para que lle-
gase la primavera, y con ella el nacimiento de mi hijo.
Yo consideraba que era tiempo más que suficiente
para poder llegar a París antes de que diera a luz.
Brígida no estaba muy convencida. Decía que mi
embarazo se encontraba ya muy adelantado y que
yo no estaba en condiciones de hacer ese viaje tan
163
Rosa Villada

dificultoso. Me decía que si había algún contratiem-


po, podría ser fatal para el niño, además de poner en
juego mi propia vida.
Al final la convencí, y rápidamente emprendimos
la marcha hacia los Pirineos con la idea de llegar
cuanto antes a San Jean Pied de Port, capital de la
baja Navarra, donde podríamos descansar tras haber
superado este peligroso escollo en nuestro viaje.
Al pasar Roncesvalles, cruzar estas montañas me
resultó especialmente penoso, ya que el camino dis-
curría cuesta abajo y yo debía poner mucho cuidado
en no resbalarme. Por otro lado, el centro de grave-
dad de mi cuerpo, debido al peso de mi barriga,
hacía que me inclinase de manera natural hacia
delante, con el consiguiente peligro de terminar
rodando.
Si no me despeñé en más de una ocasión fue por-
que Brígida no se separaba de mi lado, y hasta que
no llegamos a San Jean Pied de Port, estuvo todo el
tiempo pendiente de mí y no respiró con tranquili-
dad. Pero aún quedaba mucho camino por delante y
sólo nos detuvimos allí un par de días para recupe-
rar fuerzas, antes de proseguir la ruta hacia París.
Durante semanas caminamos sin apenas descan-
so. Yo estaba totalmente exhausta. Brígida me pro-
ponía a diario que detuviéramos la marcha y nos
esperásemos, en algún lugar seguro, hasta que
naciera Lucrecio. Pero yo seguía negándome obsti-

164
El Juego De Dios

nadamente.
—¡Es que no hay ninguna razón para que nos
detengamos! —le repetía cada día—. Si la hubiera,
yo sería la primera que te propondría que nos pará-
semos. Pero de momento estoy bien. Me encuentro
cansada y muy pesada, pero eso es normal, ¿no?
—¡No tengo ni idea, nunca he estado preñada...!
Pero sí, supongo que será normal —añadía ella,
dando muestras de estar poco convencida.
—Te prometo que si siento alguna molestia, te lo
haré saber y dejamos el viaje, ¿de acuerdo?
—De acuerdo… pero no te hagas la heroína. No
hay ninguna razón para ello —concluía.
Lo cierto es que, conforme pasaban los días,
empecé a notar molestias en la parte baja del vien-
tre, pero intenté disimular el dolor. Cuando éste se
hacía muy intenso, le pedía a Brígida que nos detu-
viéramos a descansar y, con el reposo, los dolores se
me pasaban.
No sabría decir cuándo, pero a partir de cierto
momento, los dolores no cesaron, ni siquiera cuando
estaba descansando en algún hospital de peregrinos.
De hecho, un dolor punzante y persistente en el bajo
vientre se hizo tan cotidiano, que me acostumbré a
convivir con él. Seguía notando los movimientos de
mi hijo, y me dije que seguramente todo lo que me
ocurría era algo normal al final de un embarazo. Lo
único que quería era llegar a nuestro destino.

165
Rosa Villada

Fue al entrar en la ciudad de Tours, en el valle del


Loira, ya cerca de París, cuando me di cuenta de que
sangraba. Íbamos buscando un lugar para pernoctar,
cuando noté cómo unos hilillos de sangre me corrí-
an por las piernas. Miré hacia el suelo y vi cómo se
formaba a mis pies un charquito rojo. Antes de
poder decir palabra, me desmayé.
Lo que ocurrió a continuación me lo contó
Brígida, pues cuando recobré la conciencia estaba
acostada en la cama de un hospital de peregrinos, y
me sentía muy débil y cansada.
Vi que estábamos en una estancia nosotras solas,
en un lugar que me pareció una especie de enferme-
ría, y esto me inquietó. Haciendo un esfuerzo, traté
de incorporarme, después de comprobar que mi
vientre seguía tan abultado como el día anterior.
—¡Mi hijo! ¿Cómo está mi hijo? —pregunté sin
apenas voz.
—Descansa —me respondió Brígida en tono
cariñoso—. No te muevas, no hagas esfuerzos, estás
muy débil.
—¿Qué ha pasado?
—Empezaste a sangrar y te desmayaste. Menos
mal que ya habíamos llegado a Tours, y enseguida
nos socorrieron y te trajeron para acá. Si te hubiera
pasado esto por el camino, no estoy nada segura de
que hubieras vivido para contarlo.
—¿Pero cómo está mi hijo? No le siento mover-

166
El Juego De Dios

se —insistí, palpándome el vientre con desespera-


ción.
—No te preocupes, tu hijo está vivo —dijo para
tranquilizarme—. Pero debes permanecer en repo-
so. No puedes levantarte. Ha venido a verte una par-
tera, y dice que el parto podría adelantarse; parece
que la placenta se ha descolgado…
—¡Pero si aún falta más de un mes! —la inte-
rrumpí entre sollozos.
—Por eso tienes que permanecer en reposo, para
que el parto no se adelante y el niño llegue a su debi-
do tiempo. Si es así, todo irá bien.
La cara de preocupación de Brígida me hizo pen-
sar que me estaba ocultando algo. Sus palabras eran
tranquilizadoras, pero su mirada expresaba una
inquietud que no era capaz de disimular. Como si
estuviera al tanto de mis pensamientos, me cogió la
mano y me insistió en un tono que pretendía ser
convincente:
—¡Vamos, alégrate, ya hemos llegado al final de
nuestro viaje, ya no tendrás que caminar más! Tu
hijo nacerá en Tours, pasaremos aquí el tiempo que
falta hasta que nazca, y después, cuando estés fuer-
te, nos marcharemos con él a París… O nos queda-
remos aquí. Este es un buen lugar para que dos
humildes beguinas puedan enseñar a leer y a escri-
bir a las mujeres que quieran aprender.
—¿Yo también soy ya una beguina? —pregunté

167
Rosa Villada

sorbiéndome los mocos y limpiándome las lágrimas


con la manga de mi camisa.
—¡Pues claro! Si tú así lo deseas, puedes ser una
beguina —añadió, sonriendo—. Haremos una cosa:
en cuanto te sientas más fuerte, realizaremos una
ceremonia y yo daré fe de que te has convertido en
una beguina.
—¿En serio? ¿No hace falta nada más que eso?
—pregunté intentando animarme.
—Claro, hacerse beguina no tiene nada que ver
con ninguna institución, ni religiosa ni civil, y tampo-
co con ninguna regla. Es un compromiso interno con
una misma, un voto privado que no está sometido a
ningún control, salvo al de tu propia conciencia…
—¡Pues yo quiero ser una beguina! —afirmé, con
la mirada iluminada.
—De acuerdo —dijo Brígida apretándome la
mano—. Ya verás…
—¡Aaahhh! —la interrumpí con un grito atrona-
dor, mientras me llevaba la mano al vientre.
—¿Qué pasa? —preguntó con cara de pánico.
—¡Que está vivo! Se mueve… Se mueve —dije,
rompiendo a llorar con gran emoción.
—¡Claro que está vivo! Ya te lo dije… ya te lo
dije —añadió Brígida con un tono de voz que vol-
vió a darme la impresión de que me ocultaba algo.
Sí, era cierto, mi hijo estaba vivo, pero no por
mucho tiempo. Los dolores de parto se presentaron

168
El Juego De Dios

de forma imprevista, sólo dos noches después. Yo


estaba durmiendo, y de pronto sentí como si algo se
abriera en mis entrañas. Un líquido verdoso empezó
a mojarme los muslos. Me asusté, y gritando llamé
a Brígida. Ella dormía a mi lado y acudió rápida-
mente a mi llamada. Después de intentar tranquili-
zarme, me dejó unos instantes y salió corriendo para
pedir que avisaran a la partera.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que ésta
llegó, pero a mí se me hizo muy largo. Tenía fuertes
dolores, sobre todo en los riñones, aunque había
momentos en que desaparecían por completo. Yo no
dejaba de llorar y de lamentarme mientras Brígida
trataba de tranquilizarme.
Por fin llegó una mujer mayor quien, con voz
suave pero firme, me ordenó que me abriera de pier-
nas para reconocerme. Sentí cómo sus dedos entra-
ban por mi sexo y, casi de inmediato, dijo en voz
baja, dirigiéndose a Brígida:
—No hay duda, está de parto… Era lo que nos
temíamos.
La partera se separó de mi lecho y empezó a dar
órdenes a otra mujer más joven que la acompañaba.
Luego la vi hablar con Brígida e intenté escuchar lo
que decían, pero estaban demasiado lejos y el dolor
me impedía incorporarme. Cuando terminaron de
hablar, Brígida se acercó a mi cama, me cogió la
mano y empezó a explicarme:

169
Rosa Villada

—Valentina, el parto se ha adelantado y necesita-


mos toda tu colaboración. Sobre todo tienes que
estar tranquila, no pierdas las fuerzas en otra cosa
que no sea concentrarte en el propio parto. Los dolo-
res durarán varias horas, la partera te va a dar unas
hierbas para ayudarte a que todo sea más rápido y
fácil.
Yo asentí con la cabeza, pero no podía dejar de
llorar. Estaba muy asustada y así se lo hice saber a
Brígida. Ella me apretaba la mano y me limpiaba el
sudor que corría por mis sienes. De pronto, una idea
se presentó en mi cabeza, sin que hasta ese momen-
to hubiera pasado nunca por mi imaginación.
—Mi madre murió en el parto en el que yo nací
—dije con voz temblorosa.
—¡Tú no vas a morir! —respondió Brígida con
firmeza—. No vas a morir, ni se te ocurra pensar en
ello. Te prometo que vas a seguir viva. Tenemos
muchas cosas que hacer las dos juntas.
—Y mi hijo, ¿también vivirá? —pregunté con
lágrimas en los ojos.
Brígida permaneció callada unos instantes, pero
rápidamente contestó:
—No te voy a ocultar que el parto se presenta difí-
cil porque se ha adelantado. Pero te aseguro que
vamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos para
que tu hijo viva. La partera es una mujer experta, sigue
sus instrucciones y ya verás cómo todo sale bien.

170
El Juego De Dios

—¿Y si mi hijo muere? —insistí apenada.


—Valentina, no es momento de pensar en eso. Te
he dicho que debes concentrar todas tus energías en
el parto y no en pensamientos agoreros. La vida de
tu hijo, como la tuya o la de cualquier otro ser
humano, no depende de nuestra voluntad —añadió
con dulzura—. No somos nosotros los que decidi-
mos, sino un designio mayor. No pienses ahora en
ello, el parto va a ser largo y doloroso, concéntrate
en este momento; no disipes tus fuerzas, vas a nece-
sitarlas.
Brígida llevaba razón al decirme que el parto
sería largo y doloroso. Durante más de veinte horas
se prolongó el suplicio. La partera mandaba calentar
agua continuamente. Tanto ella, como la mujer más
joven que la acompañaba, se pusieron un largo man-
dil que cubría sus vestidos, y unos manguitos blan-
cos.
En algunos momentos, cuando los dolores se pre-
sentaban de una forma más débil, el cansancio me
obligaba a cerrar los ojos. Brígida, que no soltaba
mi mano, me daba suaves cachetes y me mojaba la
cara para que no me durmiera. “No te duermas”, me
decía, “tienes que seguir empujando”.
Las fuerzas me abandonaban. La partera me hacía
respirar, inflando los carrillos y soltando el aire con
fuerza cada vez que llegaba algún dolor con más
intensidad. Luego me ordenaba que descansase. A

171
Rosa Villada

ratos, también la veía sudar a ella, sobre todo cuan-


do me presionaba el vientre hacia abajo.
Cada cierto tiempo me aplicaba un ungüento en la
tripa, que me untaba de forma circular, o me hacía
tomar un brebaje de hierbas que sabía pésimamente
y olía aún peor. En una ocasión, al beberlo, tuve
ganas de vomitar y ya no volvió a dármelo más.
Los dolores, mientras tanto, se hacían cada vez
más frecuentes y más intensos. Yo creía que no iba
a ser capaz de soportarlos. Intentaba no gritar, por-
que cuando lo hacía, Brígida siempre me recomen-
daba que guardara mis fuerzas, pero a veces no
podía evitarlo. Sobre todo en la parte final del parto,
cuando sentí una fuerte presión en los riñones, como
si me fuera a partir por la mitad.
Finalmente, llegó el momento. La partera ordenó
a la mujer joven que la acompañaba que se subiera
encima de mi pecho y empujase mi tripa con ambas
manos hacia abajo para facilitar el alumbramiento.
Ella, mientras tanto, debía seguir ante mis piernas
abiertas, pues notaba cómo introducía sus manos
por mi vagina dilatada.
Pero yo ya no podía verla, porque tenía la espal-
da de la mujer joven pegada a mi cara. Sólo escu-
chaba la voz de la partera diciéndome: “Empuja,
empuja más… más, más”.
Fue una sensación extraña. De pronto noté cierto
alivio, al tiempo que sentí como si algo se me escu-

172
El Juego De Dios

rriera entre las piernas y mi vientre se desplomara


de una.
—¡Ya está! —dijo Brígida—. Tranquila, ya ha
pasado todo, ya ha llegado.
La mujer que tenía encima se bajó con rapidez.
Yo quería incorporarme, pero no tenía fuerzas. Las
escuché hablar entre ellas, pero no entendía lo que
decían. Lo único que me llegaba con nitidez era un
ruido de pasos ligeros y de palanganas. Alguien,
creo que fue Brígida, me colocó un paño mojado en
agua fría sobre mi frente.
Durante unos instantes cerré los ojos, exhausta,
pero algo me despertó sobresaltada. No fue ningún
sonido. Lo que me inquietó fue ese repentino silen-
cio sepulcral. Como algo muy lejano, escuché
cuchicheos entre las mujeres, pero no se oía ningún
llanto del recién nacido.
—¿Por qué no llora? —pregunté angustiada.
Brígida corrió a mi lado y me susurró al oído:
—El niño está muy débil, intentan reanimarlo.
—Ves, llevaba yo razón, es un niño —añadí en
voz baja, sin fuerzas.
—Sí, tenías razón, es un niño —dijo con voz tem-
blorosa.
Al escucharla tuve la certeza de que mi hijo había
nacido muerto. Cerré los ojos y los apreté, pero esta-
ban secos, las lágrimas no salían. Ni siquiera tenía
fuerzas para llorar.

173
Rosa Villada

—Quiero verlo —le dije a Brígida.


—Valentina, quizás sería mejor…
—¡Quiero verlo! —añadí con firmeza—… Por
favor, déjame que lo vea.
Brígida se alejó de mi lado y casi inmediatamen-
te volvió con un cuerpecito inerte, envuelto en un
paño ensangrentado. Tenía los ojos cerrados, no
pude ver si eran verdes como los de su padre, pero
jamás olvidaré su rostro. Brígida lo depositó a mi
lado, y yo abracé a mi hijo muerto y lo besé en la
frente. Sentí una inmensa ternura, un infinito amor
hacia ese pequeño ser que había decidido no quedar-
se a vivir conmigo.
No sé qué pasó por mi mente, sólo recuerdo un
pensamiento que tuve y que jamás he olvidado. Más
que un simple pensamiento, fue una reflexión, una
certeza que me ha acompañado a lo largo de mi
vida. Sentí en lo más profundo de mi alma que si yo
amaba con tanta intensidad a aquel hijo que ni
siquiera iba a llegar a conocer, ¿cómo sería el amor
de Dios hacia todas y cada una de sus criaturas?
“Tiene que ser inmenso”, pensé para mis adentros.
Entonces sí empecé a llorar con desconsuelo,
abrazada al cadáver de mi hijo. No sé cuánto tiem-
po permanecí así, creo que poco. La partera llegó a
mi lado y habló con Brígida. Esta me acarició el
pelo y cogió el cuerpo sin vida de mi hijo para lle-
várselo. Yo no opuse resistencia y se lo entregué.

174
El Juego De Dios

La partera me dijo entonces que aún no habíamos


concluido, que todavía tenía que terminar de expul-
sar la placenta. Me dio una pócima para ayudarme y
concluyó su trabajo. Mi único recuerdo a partir de
entonces es que tenía todo mi cuerpo dolorido y que
nada me importaba.
En mi mente se instaló un solo pensamiento: me
daba lo mismo vivir que morir. Entonces experi-
menté una gran paz interior, como nunca había teni-
do. Dejé de luchar y me rendí, cayendo en un pro-
fundo sueño.

PERMANECÍ DORMIDA DURANTE tres días. Brígida me


contó que estaba agotada, y que yo necesitaba todo
ese tiempo para descansar. A mí me recordó a mi
infancia, cuando también estuve inconsciente el
mismo periodo de tiempo. El día en que me desper-
té, me levanté y di un paseo por el hospital de pere-
grinos, cogida del brazo de mi amiga.
Para mi sorpresa, varias personas me preguntaron
cómo me encontraba, y estuvieron muy cariñosas
conmigo. Al parecer, estaban al tanto de todo lo que
había ocurrido, y habían ayudado a cuidarme desde el
momento en que me acogieron, después de mi desma-
yo en la calle. Me sentí muy agradecida a toda aque-
lla gente que se interesaba por mí, sin conocerme.
Poco a poco, mi cuerpo fue recuperándose, siem-
pre con Brígida a mi lado. En mi interior, sin embar-

175
Rosa Villada

go, sentía un vacío, una especie de agujero enorme


que había dejado mi hijo al marcharse. Cuando pude
salir a la calle, Brígida me acompañó al lugar donde
mi pequeño Lucrecio había sido enterrado, allí
mismo, en un pequeño cementerio que lindaba con
el hospital, junto a la catedral de Tours.
—Estate tranquila —dijo Brígida—. Aquí reposa
su cuerpo; su alma ha regresado al lugar donde
todos vamos al morir.
Me arrodillé junto a su tumba en el suelo, en la
que sólo había una sencilla cruz hecha con dos palos
de madera, y un pequeño cartel en el que podía leer-
se: Lucrecio. Toqué con mis manos la tierra húmeda
que la cubría y, sin poder evitarlo, me puse a llorar.
Brígida me acarició la cabeza y me ayudó a incor-
porarme.
—No llores —me dijo—. Tu hijo no está ahí.
—Pero ¿por qué? —pregunté angustiada— ¿Por
qué ha tenido que morir?
—La muerte no es ningún drama, Valentina, es
sólo parte de la vida. Yo no sé por qué ha muerto,
pero lo que sí sé es que para todo hay una razón.
Nada ocurre por casualidad, todo tiene un porqué.
Aunque a veces no lo comprendamos… Quizá su
presencia en este mundo no sea necesaria. Quizá él
ha hecho su papel, sólo con permanecer durante
siete meses en tu vientre. Quizá no ha hecho falta
que se quedase porque ya te ha enseñado lo que tú

176
El Juego De Dios

tenías que aprender… Quizá —añadió como si no se


atreviera a dar voz a sus pensamientos— tu alma y
la suya decidieron que así era como tenía que ocu-
rrir, cuando ambos estabais en el lugar donde las
almas residen antes de venir a este mundo…
—¿Pero qué dices? —la interrumpí, un poco
molesta—. ¿Crees que es así, que somos nosotros
los que decidimos lo que vamos a vivir cada vez que
venimos a la Tierra?
—Sí, así lo creo —dijo Brígida con firmeza.
—No, yo no puedo pensar de esa manera.
¿Cómo, entonces, vamos a ser nosotros mismos los
que decidimos pasar por todos los sufrimientos y
penalidades que pasamos?
—No es nuestra personalidad la que decide eso,
como tú estás pensando. No es Valentina del Valle,
que desparecerá cuando tú mueras. Es la esencia
divina que todos llevamos dentro la que decide. Es
ese Yo Superior que ha vivido muchas vidas y ha
tenido a su cargo muchas personalidades distintas
quien toma las decisiones.
No le respondí. Me quedé pensando en sus pala-
bras durante varios días, y me sumergí en mi propio
mundo interior, buscando unas respuestas que no
conseguía hallar. Mientras yo deambulaba por el hos-
pital, sumergida en mis pensamientos, Brígida ayuda-
ba a las muchas tareas que había que realizar y a los
peregrinos que pasaban por allí, camino de Santiago.

177
Rosa Villada

Un día la vi hablar con una mujer que le mostra-


ba distintas partes del cuerpo que tenía doloridas. La
vi salir del hospital y regresar dos horas después con
unas hierbas que preparó y aplicó, como un emplas-
to, en el cuerpo de la peregrina. Cuando estuvimos
a solas, le dije:
—No sabía que tenías conocimiento del uso cura-
tivo de las plantas.
—Sí, claro, la mayoría de las beguinas tenemos
ese conocimiento. Ten en cuenta que parte de nues-
tra vida la dedicamos a ayudar y socorrer a los
demás, en la medida de nuestras posibilidades.
Nosotras no nos limitamos a rezar y meditar, como
hacen en los conventos. Nosotras estamos en con-
tacto con el mundo. El mundo es nuestro templo,
pues Dios está en todas partes y reside en cada una
de sus criaturas.
Sus palabras me hicieron volver a la conversación
que habíamos tenido antes de nacer mi hijo, cuando
estaba en la cama en la que yo le había comunicado
que quería ser beguina. Le recordé a Brígida aquel
momento, y lo que ella me comentó de hacer algún
ritual para que pudiera realizar mis votos privados.
—Claro, no lo he olvidado —afirmó—. Lo hace-
mos cuando tú quieras. Cuando sientas esa necesi-
dad en tu corazón, cuando estés preparada para asu-
mir esa responsabilidad. Ten en cuenta que supone
todo un cambio en tu existencia, una nueva forma de

178
El Juego De Dios

vida que, como ya sabes por lo que te conté, puede


ser muy peligrosa.
—Ya estoy preparada. Quiero hacerlo ahora,
quiero ser una beguina —respondí con convic-
ción—, y quiero que me enseñes cómo utilizar las
plantas para curar… Quiero ayudar a las mujeres a
parir —añadí, sin saber desde qué lugar de mi inte-
rior se abría paso ese deseo que había permanecido
oculto hasta entonces.
Brígida me abrazó y sonrió. Su semblante deno-
taba una inmensa alegría.
—De acuerdo. Buscaré una túnica para ti, y cuan-
do la luna se encuentre en fase creciente, haremos
una pequeña ceremonia para que pronuncies tus
votos.
—¿Y qué debo decir? —pregunté ilusionada.
—Lo que tú sientas, deja que hable tu corazón,
deja que te ilumine esa llama que todos llevamos
dentro. Los votos los pronunciarás en tu interior, en
contacto contigo misma. Son totalmente privados,
yo no tengo por qué escucharlos. Es tu compromiso
con tu parte divina, y sólo a ti te concierne.

VARIAS NOCHES DESPUÉS, cuando la luna empezaba a


asomar de nuevo en el cielo, Brígida y yo realiza-
mos un pequeño ritual al aire libre, lejos de las mira-
das indiscretas, en el que utilizamos velas y quema-
mos unas hierbas aromáticas.

179
Rosa Villada

Después de invocar a los cuatro elementos,


fuego, agua, aire y tierra, y pedir que la luz crística
me iluminase, Brígida me ungió en la frente con un
aceite que ella misma había elaborado, y yo, en
silencio, pronuncié mis votos como beguina y me
vestí con la túnica y la capa que ella me había pro-
porcionado.
A partir de ese momento, algo empezó a moverse
en mi interior y, sin saber por qué, empecé a escribir
a diario de una forma totalmente natural. Como si
siempre lo hubiera hecho; aunque a veces me expre-
saba como si no fuera yo la que lo hiciera, sino una
fuerza en mi interior que hubiera tomado el control.
Los pensamientos y las palabras me salían a borbo-
tones, y apenas me daba tiempo a mojar la pluma en
tinta para trasladar mis emociones al papel.
Porque eso era, en definitiva, lo que salía de mis
entrañas. Más que pensamientos, lo que surgía eran
sentimientos y emociones en torno a todas las expe-
riencias que había vivido, como si hubiera una fuer-
za mayor que me obligara a expresarme.
Brígida me animaba constantemente, y seguí
suministrándome tinta y papel para seguir escribien-
do. A veces, cuando yo se lo pedía, leía mis escritos
y los comentábamos. Decía que se sentía muy orgu-
llosa de mí.
Con la llegada de la primavera, decidimos
emprender viaje a París y abandonar, no sin cierta

180
El Juego De Dios

pena, el hospital de peregrinos de Tours, en el que


con tanto cariño nos habían acogido, y en el que
habíamos vivido y trabajado durante los últimos dos
meses.
En mi fuero interno, era perfectamente conscien-
te de que allí nos esperaba una nueva vida, una
nueva historia, un nuevo capítulo en ese gran relato
cósmico que Dios escribe, en el que nosotros, los
seres humanos, somos sus personajes más queridos
e importantes.
Con una gran ilusión y una inmensa alegría, nos
dispusimos a seguir viviendo todo aquello que la
vida, o quizás nosotras mismas, como mantenía
Brígida, tuviéramos que experimentar en este
mundo. Un mundo que yo empezaba a contemplar
con una mirada distinta y, quizás por primera vez,
con un propósito… Aunque en esos momentos aún
no sabía cuál era mi personaje en el relato que Dios
seguía escribiendo sin descanso.
Aún tendría que pasar cierto tiempo y vivir
muchas cosas para vislumbrar la parte de ese guión
divino que yo debía protagonizar.

181
Capítulo XI

BRÍGIDA ME HABÍA IDO INSTRUYENDO, desde que sali-


mos de Burgos, sobre la lengua que se hablaba en
Francia. Me alegré profundamente por ello. Durante
los meses que habíamos pasado en Tours, había
tenido ocasión de practicarla y cuando llegué a París
ya era perfectamente capaz de expresarme en fran-
cés.
Aunque había palabras que aún se me resistían, la
necesidad de practicar a diario este idioma me pro-
porcionó enseguida una gran soltura y seguridad a la
hora de expresarme.
París me deslumbró. Nunca había visto un lugar
igual. Ni siquiera el bullicio de las calles de Burgos
podía compararse con la vitalidad de las “rues”
parisinas. Brígida me hizo notar la luz tan especial
que tenía esta ciudad, y no tuve más remedio que
darle la razón. Aunque pronto me di cuenta de que,
como todo sitio donde impera la luminosidad, tam-
bién tenía su contraparte de oscuridad.
Al llegar allí contactamos con otras beguinas que
conocía Brígida, y vivimos con ellas algún tiempo,
de forma provisional, hasta terminar de ubicarnos y
183
Rosa Villada

decidir dónde íbamos a instalarnos definitivamente.


Tal y como habíamos hablado Brígida y yo, nues-
tra intención era la de crear una comunidad de
beguinas donde enseñar a leer y escribir a las muje-
res, además de ocuparnos de las personas que pudie-
ran necesitar nuestra ayuda por estar enfermas del
cuerpo, el espíritu, o de ambas cosas a la vez. Pues
con el tiempo aprendí que el cuerpo enferma cuan-
do sufre desequilibrios, causados por nuestros com-
portamientos erróneos y los males que aquejan a
nuestro espíritu.
No recuerdo muy bien el tiempo que estuvimos
viviendo en la primera comunidad de beguinas en la
que recalamos al llegar a París. Para mí era sólo una
etapa de transición, hasta encontrar mi auténtico
lugar en el mundo y poner en práctica nuestros
deseos.
Brígida no había olvidado la promesa que había
hecho a Margarita Porete de copiar y difundir su
libro El espejo de las almas simples, el que le había
costado morir quemada en la hoguera. Y yo tampo-
co había olvidado la promesa que le había hecho a
Brígida de ayudarla a copiar y difundir ese libro.
Pero para poder empezar todos nuestros proyectos,
necesitábamos imperiosamente instalarnos en algún
sitio que pudiéramos sentir como nuestro hogar.
Mientras buscábamos ese lugar, empecé a leer el
libro que recogía la experiencia mística de

184
El Juego De Dios

Margarita Porete. En él se mostraba el camino que,


tras recorrer siete estados de gracia, conducía a la
perfección y libertad del alma. Adentrándome en su
lectura, que no siempre me resultaba de fácil com-
prensión, me di cuenta de que la mujer que lo había
escrito, y había muerto sin renunciar a sus ideas, era
realmente extraordinaria.
Ni siquiera se la podía considerar una beguina
más. De hecho, ella se autocalificaba como una
“beguina independiente”, y en algunos párrafos del
Espejo se podían comprobar sus diferencias, no sólo
con las autoridades eclesiales, sino con las propias
beguinas. En uno de los capítulos de su libro, en el
que el Alma canta al Amado, decía:

“Amigo, ¿qué dirán las beguinas


y las gentes de religión,
cuando oigan la excelencia
de vuestra divina canción?
Las beguinas dicen que yerro y
que yerro dicen los curas, clérigos, predicadores,
agustinos, carmelitas
y los frailes menores,
por lo que escribo del ser del Amor inmaculado”.

Cuando le hablé a Brígida de estas discrepancias


de Margarita Porete con las propias beguinas, ésta
me respondió, sorprendida:
—¿De qué te extrañas? Margarita fue una mujer

185
Rosa Villada

excepcional, ya te lo dije. En términos coloquiales,


se podría decir que no se casaba con nadie. Ni
siquiera con las que eran beguinas, como ella, y no
podían entender que la suya era un alma libre.
Margarita hablaba con su divinidad interna —aña-
dió con devoción—; se sentía guiada por esa luz
interior, y sólo ante ella respondía. Mantenerse fiel
a esa voz interna, contra viento y marea, exige una
gran madurez y un precio muy caro, que ella pagó
con su propia vida… No todo el mundo está prepa-
rado para llevar sus sagradas convicciones hasta el
final.
—Sí, es cierto, no todo el mundo tiene la fortale-
za interna de defender con la vida sus conviccio-
nes… Aunque algunos llamarían a esa actitud
“orgullo y tozudez” —añadí tímidamente.
Brígida se echó a reír ante mi comentario y me
acarició el cabello, que ya había crecido lo suficien-
te como para llevarlo trenzado.
—¡Vamos, no te cortes —dijo—, dime lo que
piensas! No nos hacemos beguinas para someternos
a lo que digan los demás, sino para mantener nues-
tro propio criterio. Lo único que cuenta es la expe-
riencia personal. Lo que Margarita refleja en su
Espejo son sus propias vivencias y experiencias, por
eso tienen todo el valor del mundo. Pero son las
suyas, ¡no tienen por qué convencerte a ti! Yo viví a
su lado y la conocí personalmente, por eso valoro

186
El Juego De Dios

todas y cada una de las palabras de ese libro, pero tú


puedes cuestionarlas y ponerlas en duda. ¡Faltaría
más! —concluyó con una amplia sonrisa.
—No, no las pongo en duda ni las cuestiono —
añadí, con cierta mala conciencia—, pero entiendo
que una personalidad tan fuerte como la de
Margarita provocase, en el mundo en que vivimos,
tanto rechazo a su alrededor y que se crease tantos
enemigos.
—No, ahí te equivocas: Margarita no tenía
muchos enemigos. Era una persona muy querida en
su entorno. Sus enemigos fueron pocos, pero muy
poderosos, eso sí. A Margarita la gente la quería,
todos los que la conocíamos la queríamos. Los que
acabaron con su vida fueron personas intransigen-
tes. Ella no lo era —añadió con los ojos vidriosos—
; al contrario, su vida fue un canto a la libertad.
Libertad de pensamiento, libertad de conciencia,
libertad de acción… Demasiada libertad para los
que quieren que vivamos bajo su yugo… Pero no
hay que entristecerse —dijo cambiando el tono de
voz—. Margarita siempre decía que así es el mundo
en el que hemos elegido vivir…
—Espera, espera un poco —la interrumpí con
impaciencia—. ¿Dices que hemos elegido? ¡Yo no
he elegido nada de eso! No es la primera vez que
hablas de elección, ¿qué elección? Yo no la veo por
ninguna parte. ¿Margarita Porete eligió que la que-

187
Rosa Villada

masen en la hoguera? —concluí con contundencia,


como el que remacha un clavo bien puesto.
En esta ocasión, Brígida no sonrió. Bajó la cabe-
za y se cubrió el rostro. Me pareció que sollozaba
con pena. La escruté unos instantes, sintiendo lásti-
ma por ella, pero sin poder evitar por dentro cierta
satisfacción. Parecía como si, finalmente, la hubiera
pillado. Estaba segura de que mi razonamiento era
tan acertado que, esta vez, Brígida no sabía qué res-
ponder. Iba a consolarla cuando se quitó las manos
del rostro y estalló en una sonora carcajada.
—¡¡Estás loca de verdad!! —dije, malhumorada,
mientras ella no dejaba de reír hasta que se le salta-
ron las lágrimas.
Cuando se hubo calmado un poco, me habló
intentando forzar un tono de autoridad que realmen-
te no le salía.
—Mira, cualquier cosa que yo te diga no va a ser-
virte de nada. A través de tu vida tendrás que sacar
tus propias conclusiones. Si te hablo de elección es
porque esta se produce antes de venir a este mundo.
Elegimos a nuestros padres, elegimos el tiempo en
el que vamos a vivir, y elegimos las lecciones que
tenemos que aprender… Es muy difícil contestar a
la pregunta de si Margarita eligió morir quemada en
la hoguera. Sólo su alma lo sabe. Desde luego,
mientras vivió fue perfectamente consciente del
peligro que corría, eso te lo aseguro. Para ella esta-

188
El Juego De Dios

ba claro que no fue la personalidad llamada


Margarita Porete la que eligió el tiempo y el lugar en
que debía reencarnarse. Fue su alma inmortal la que
decidió, en función de sus vidas anteriores y de los
asuntos que tenía pendientes de resolver. Y esto
abarcaba también a las personas con las que debería
reencontrarse; incluyendo a sus verdugos. Hasta qué
punto era consciente de todo esto, sólo su alma lo
sabe.
Brígida hizo una pausa para ver mi reacción, pero
yo me mantuve callada. Ella continuó:
—¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener un hijo y
cuidarlo y amarlo, sabiendo que su alma pertenece a
la misma persona que odiamos y matamos en otra
existencia… y que precisamente por haber acabado
con su vida entonces, debemos darle una vida nueva
ahora y amarlo, en lugar de odiarlo? ¿Cómo podría-
mos hacerlo, dime? —me interrogó Brígida.
—No podríamos —respondí, después de reflexio-
nar unos instantes—. Sería imposible.
—Tienes razón, sería imposible para nuestra per-
sonalidad humana, para el personaje que hemos
venido a desarrollar, pero no para el alma inmortal.
Para nuestra divinidad interna no hay nada imposi-
ble. Margarita sabía todo esto, hizo su papel, sabien-
do que sólo era un personaje más en el relato de
Dios, y dejó que los demás, sus poderosos enemi-
gos, hicieran también el suyo. Aunque estoy segura

189
Rosa Villada

de que los que la condenaron a la hoguera no eran


conscientes de estar representando ningún papel,
más bien confundieron al personaje con su propio y
auténtico ser.
Aún hoy recuerdo esta conversación con Brígida,
que marcó un antes y un después en mi vida.
Aunque no era la primera vez que escuchaba sus
argumentos sobre el drama de la existencia, empecé
a esforzarme en ver mi propia vida y la de los demás
como capítulos de un gran relato cósmico que Dios
escribía, dotando a sus personajes de libertad de
movimientos y libre albedrío, para que cada cual
decidiese por sí mismo las vivencias que quisiera
experimentar.
Este cambio de visión alteró totalmente mi con-
cepto de la vida, y empecé a ver las circunstancias
que me rodeaban de una forma distinta, sin sentirme
víctima de nada ni de nadie… Aunque no siempre
conseguía tener esa visión elevada de la existencia.
A veces surgían puntos de fricción con las beguinas
con las que convivíamos, y yo me tomaba cualquier
pequeño incidente como si fuera algo de una supre-
ma importancia.
Pero las carcajadas de Brígida, cuando se lo con-
taba, eran la medicina más eficiente para hacerme
ver que el “gran drama” que había maltrecho mi
orgullo no pasaba de ser una simple e irrisoria anéc-
dota, con la que yo también terminaba riéndome.

190
El Juego De Dios

Bien es verdad que en aquella época aún no habí-


an comenzado nuestros auténticos problemas. Y que
cuando éstos llegaron, me resultó muy difícil consi-
derar la vida como un simple escenario de ilusorias
experiencias. En su lugar, veía la realidad como un
triste y tozudo cúmulo de circunstancias que se
empeñaban en ponerme a prueba una y otra vez, y
que conseguían borrar la sonrisa de mi rostro y la
alegría de mi espíritu.
Pero aún en esos momentos a los que ahora me
refiero, la vida nos sonreía y nos dedicábamos con
ilusión y empeño a buscar una buena ubicación para
nuestra nueva comunidad de beguinas y nuestra
escuela de escritura.
Tanto Brígida como yo teníamos claro que no se
debía separar la escritura de la vida. Que las letras y
los signos que íbamos a llevar al papel debían estar
íntimamente unidos a nuestra propia experiencia
vital. No íbamos a enseñar a las mujeres a ser copis-
tas.
Las íbamos a enseñar a utilizar la escritura para
reflejar sus propios pensamientos y sus emociones.
Para poner sobre el papel aquello que acontecía en
lo más recóndito de sus almas, buscando un marida-
je entre el intelecto y el espíritu.
Lo que Brígida y yo pretendíamos era que la
escritura de las futuras beguinas que nos acompaña-
sen se gestase en su interior, y surgiera de una bús-

191
Rosa Villada

queda que había fracasado con anterioridad, por


estar basada exclusivamente en el mundo externo.
Lo que deseábamos es que las palabras, por muy
bellas que pudieran resultar, no fueran la meta, sino
el inicio de un camino que pudiera conducir a cada
alma a su propio destino, a su propia realización
personal, y a la suprema libertad. Ambas sabíamos
que era un ambicioso proyecto que iba a contar con
muchas dificultades. Pero estábamos decididas a
emprenderlo y a llevarlo a la práctica con todas sus
consecuencias.

MIENTRAS SEGUÍAMOS BUSCANDO el lugar idóneo


para establecernos, la ilusión de ese proyecto ali-
mentaba nuestras almas y realmente nos sentíamos
dueñas de nuestro destino. Así se lo expresé un día
a Brígida.
—¿Sabes? Creo que somos muy afortunadas. Por
lo que observo a mi alrededor, la mayoría de las per-
sonas se arrastran por la vida como si la existencia
fuera una especie de castigo divino, y estuvieran
atrapadas en ella sin poder salir de esa tela de araña
que las tiene aprisionadas.
—Te estás volviendo muy observadora —asintió
Brígida—, pero lo que dices no es sólo fruto de tu
percepción, sino una triste realidad. Para la mayoría
de las personas, la vida es eso. Es fruto del castigo
divino por haber desobedecido en el Paraíso. La

192
El Juego De Dios

vida es parir con dolor, enfermar, trabajar duro para


ganar el pan con sudor de la frente. No hay alegría,
no hay gozo en la existencia. Y así nos va… A las
parteras, por ejemplo —empezó a contarme— se las
considera brujas por ofrecer brebajes a las mujeres
para aliviar los dolores del parto. La Iglesia afirma
que estos dolores son fruto del castigo divino, y
cualquier intento por mitigarlos se considera un
gran pecado que va en contra del mandato de
Dios… ¡Valiente estupidez!
—¡Y que lo digas! Seguro que ha sido algún
hombre el que ha considerado pecado aliviar los
dolores del parto —bromeé.
Ambas nos reímos un buen rato, y Brígida hizo
varios comentarios graciosos sobre lo que podría
ocurrir si los hombres parieran.
—¡Menos mal que la naturaleza es sabia y nos ha
dejado esa función a las mujeres! —añadí.
—Sí, menos mal —asintió Brígida—, pero eso no
puede hacernos olvidar que muchas parteras han
sido llevadas a la hoguera sólo por dar brebajes
curativos para mitigar el dolor de las mujeres partu-
rientas.
El comentario de Brígida me hizo recordar el
momento de mi parto, y cómo la partera que me
atendió me suministró distintas hierbas para ayudar-
me a superar los dolores del alumbramiento.
También me hizo recordar la promesa que me hice a

193
Rosa Villada

mí misma, días después, de ayudar a las mujeres a


parir.
—¿Me enseñarás el conocimiento de las plantas y
cómo preparar esos brebajes? —pregunté a Brígida
con avidez.
—¡Claro que sí! En cuanto nos instalemos en
nuestra comunidad de beguinas te enseñaré todo lo
que quieras. ¡Pero vamos a tener que poner horarios,
porque con todo lo que quieres hacer y quieres
aprender, no nos va a dar tiempo a nada si no nos
organizamos!
Y así fue. Las palabras de Brígida resultaron pre-
monitorias. El día del solsticio de verano del Año
del Señor de 1316, estábamos instaladas en una casa
situada en el corazón de París, en la margen izquier-
da del río Sena, cerca de donde se encontraba la
Universidad.
Nuestro barrio, llamado Latino, estaba lleno de
estudiantes y de personas interesadas en el conoci-
miento de distintas materias, y que querían liberarse
de las limitaciones humanas por el camino de la
sabiduría, la comprensión y el discernimiento.
Brígida estaba eufórica con el emplazamiento
que habíamos conseguido y también con el ambien-
te de estudio que nos rodeaba. Según ella, este
entorno era un excelente caldo de cultivo para nues-
tros propósitos de crear una escuela de escritura
para mujeres.

194
El Juego De Dios

Además, gracias a los contactos que había tenido


en París cuando Brígida vivía aún con Margarita
Porete, consiguió encargos de la Universidad para
copiar textos de estudio que luego se utilizaban en las
aulas. Este trabajo suponía, en realidad, que pudiéra-
mos mantenernos por nuestros propios medios, sin
necesidad de limosnas o de otras ayudas económicas.
En el momento de instalarnos, las dos únicas
mujeres que vivíamos en aquella casa como begui-
nas éramos Brígida y yo. Recuerdo esta época como
un periodo realmente feliz en mi vida, aunque tam-
bién de mucho trabajo. Con el tiempo, ese exceso de
trabajo acabó por dar al traste con nuestros proyec-
tos iniciales.
Brígida me consiguió un pupitre de la
Universidad, como los que había en el scriptorium
de los conventos, y me regaló una nueva pluma de
ganso y un cuerno para poner la tinta sobre el pupi-
tre, además de rascadores y otros útiles para la escri-
tura. Conseguir el papel no suponía ningún proble-
ma en París, y durante los primeros meses nos dedi-
camos a la copia de textos que nos encargaban, sin
olvidarnos de reproducir el libro de Margarita
Porete.
Pero el trabajo era arduo y muy pesado y ocupa-
ba todo nuestro tiempo, sin dejarnos apenas un
momento para dedicarnos a otros menesteres, como
era nuestro deseo.

195
Rosa Villada

Pasamos todo el verano enfrascadas en nuestra


tarea de copistas, y yo empecé a preocuparme por-
que no quería estar todo el día y parte de la noche
copiando las palabras de otros. Me encontraba ago-
tada y sin fuerzas. Un día no pude más, y se lo hice
saber a Brígida mientras comíamos.
—¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto no es lo
que planeamos! Casi no disponemos de tiempo para
hablar. Me duelen los ojos de tener la vista fija en el
papel. No salimos de casa —seguí quejándome—, y
casi no conozco a nadie… Este trabajo es muy
esclavo, así no vamos a ningún sitio. ¿Cómo vamos
a encontrar otras beguinas si no salimos a la calle?
¿A quién vamos a enseñar a escribir...? ¿Y cuándo,
si no tenemos tiempo ni para dormir y descansar lo
suficiente?
Brígida seguía sorbiendo su sopa sin levantar la
vista del plato. Permaneció muda durante unos ins-
tantes y, finalmente, se decidió a hablar.
—Sí, tienes razón, no podemos seguir de esta
manera —dijo, suspirando con cara de cansancio—
. Yo también estoy agotada. Esta no es la vida que
habíamos planeado, nos hemos dejado llevar por las
circunstancias externas. Hemos dejado de escuchar
la voz que clama en nuestro interior… ¡¡A la porra
las copias!! —gritó de pronto, lanzando la cuchara
al aire.
Empecé a reírme al ver su reacción, mientras ella

196
El Juego De Dios

se había puesto de pie y bailaba y cantaba a mi alre-


dedor con el plato entre las manos. Yo me levanté y
la imité, improvisando una melodía que me salía de
algún lugar de mi corazón. Cuando nos cansamos de
dar vueltas y de danzar, nos sentamos de nuevo y
tuve una sensación de alegría y de plenitud, que
hacía mucho tiempo que no experimentaba.
—Bien —dijo Brígida en tono solemne, dando
golpes con la cuchara de madera en el plato—.
Queda establecido que, a partir de este momento,
seremos nosotras, y no los demás, las que escriba-
mos el relato de nuestra vida, siempre que fuerzas
mayores no lo impidan…
—¿Qué fuerzas mayores? —la interrumpí, eufó-
rica—. ¡¡Ninguna fuerza mayor podrá evitar que
hagamos lo que queramos hacer!! —añadí con énfa-
sis mientras me subía de pie a mi silla.
—¡¡Bien dicho!! —añadió Brígida, encaramán-
dose a la mesa—. En el día de hoy queda estableci-
do que, de ahora en adelante, haremos nuestra
sacrosanta voluntad, y retomaremos los planes que
teníamos previstos cuando llegamos a París.
—¿Y las copias que nos han encargado? —pre-
gunté—. Aún no hemos terminado.
—Las terminaremos, pero no cogeremos más
encargos hasta que no sea necesario para mantener-
nos. ¡Vamos a invertir lo que hemos ganado en
nuestros proyectos! Y en el futuro… en el futuro,

197
Rosa Villada

Dios dirá… Los lirios del campo no hilan ni traba-


jan de copistas, y mira cómo Dios los viste en su
hermosura. ¿Va el Creador a hacer menos por noso-
tras? —me preguntó con cara de pícara.
Después de esta conversación, aún nos quedaba
un tiempo de duro trabajo para terminar las copias
que nos habían encargado en la Universidad. Pero
nuestra actitud había cambiado por completo y hací-
amos la tarea con un espíritu totalmente distinto,
sabiendo que sólo era algo provisional.
Con este nuevo estado de ánimo volvimos a
poner toda la ilusión en nuestros proyectos, y la vida
cambió totalmente para mí, pasando del agobio y la
tonalidad gris que había tenido en las últimas sema-
nas, a teñirse de nuevo de un verde esperanza y de
un luminoso amarillo que alumbraba mis días.
Cuando dimos por concluidos los encargos,
empezamos a organizarnos las horas del día que, de
todas maneras, nos parecían insuficientes para abar-
car todo lo que queríamos hacer. Por una parte,
seguíamos con las copias de El espejo de las almas
simples; aunque aún no teníamos ni idea de cómo ni
dónde las íbamos a distribuir.
Por otro lado, empezamos a salir todos los días
por las afueras de París, con el fin de que Brígida me
aleccionase sobre el uso de las plantas que podían
conseguirse en la zona. Con las que recogíamos, me
enseñaba a hacer ungüentos y brebajes que luego

198
El Juego De Dios

llevábamos a un hospital que había cerca de donde


vivíamos, para aliviar los dolores de los enfermos.
Un día pregunté a Brígida si ya estábamos
actuando como auténticas beguinas. Me sonrió,
antes de contestarme:
—Esa pregunta sólo la puedes responder tú
misma, entrando en la cámara oculta de tu corazón,
porque sólo ahí está la respuesta.
Me quedé pensativa y un poco desconcertada.
Ella, viendo mi desazón, continuó hablándome:
—Pero, en fin, yo diría que sí estás actuando
como una auténtica beguina, si es eso lo que te pre-
ocupa. Yo diría que nuestra misión consiste en lle-
var el amor de Dios a las personas, mediante nues-
tra ayuda y servicio desinteresado. No se trata de
hacer grandes cosas, sino cosas pequeñas, cotidia-
nas, pero con un gran amor. Yo diría que se trata de
poner en acción el amor de Dios. O lo que es lo
mismo, ser amor y hacerlo extensivo a todos y a
toda la creación.
—¿Incluso a los que no nos quieren bien y nos
perjudican? —pregunté con timidez, sabiendo la
respuesta.
—Sí, a esos más que a ningún otro —dijo son-
riendo.
—¡Pues sí que es esto difícil! —concluí con
resignación mientras Brígida se reía a carcajadas.
Sus palabras me hicieron reflexionar, y creo que

199
Rosa Villada

he procurado aplicarlas durante toda mi vida.


Aunque no siempre ha sido fácil profesar amor a los
que han intentado destruirnos. Sólo ahora, en estos
momentos en que siento la muerte tan cercana,
puedo decir que mi corazón se encuentra en paz, y
que no anida ni odio ni rencor hacia nuestros verdu-
gos. Pero no adelantemos acontecimientos, pues aún
me quedaba mucho por vivir antes de llegar al pre-
sente en el que me encuentro.

FUE EN UNA de nuestras visitas diarias al hospital


donde tuve oportunidad de ayudar a parir a una
mujer que se encontraba al término de su embarazo.
Asesorada por Brígida, suministré a la parturienta
las hierbas que podían aliviar sus dolores, y la ayudé
a traer a su hijo al mundo, con una pericia que ni yo
misma sabía de dónde había salido.
Cuando recogí al pequeño varón, que se escurría
como un pececillo entre mis manos, y corté el cor-
dón umbilical que lo unía a su madre, no pude evi-
tar que las lágrimas se deslizaran por mis mejillas.
La emoción que sentí fue indescriptible. Me acordé
de mi Lucrecio, cuyos ojos no pudieron ver la luz, y
experimenté un sentimiento inexplicable.
Aquel niño que yo había ayudado a nacer y mi
pequeño eran solo uno. No había ninguna diferencia
entre ellos. Era como si el aliento vital que los sos-
tenía fuera el mismo para ambos, a pesar de que mi

200
El Juego De Dios

hijo no hubiera llegado a vivir.


En aquel pequeño cuerpecito que acababa de
nacer estaba también Lucrecio, estaba Yago, estaba
Brígida, y yo misma. Sentí como si toda la vida
fuera Una, al margen de la vestidura de carne que la
albergara y de los rasgos de la personalidad que
tuviera en el futuro ese niño. Fue una experiencia
única, un éxtasis que me llevó a amar ese soplo
vital, ese aliento de Dios en todas y cada una de sus
criaturas, pasadas, presentes y futuras.
Cuando las cosas se han puesto difíciles en mi
camino, he intentado siempre revivir aquellos mági-
cos momentos en los que la Vida, con mayúsculas,
se me mostró en todo su esplendor como algo gran-
dioso, único y extraordinario, formando parte de
una Vida aún mayor.
Aquel fue, sin duda, un gran día para mí. Y no
sólo por esta sublime experiencia, sino porque aquel
mismo día fue cuando Brígida y yo encontramos a
Nada, la primera mujer a la que enseñaríamos a leer
y escribir, y la primera que se sumó a nuestra comu-
nidad de beguinas.
Ese día se produjo otro alumbramiento en nuestra
vida, y de dos pasamos a ser tres. Pronto llegarían
más mujeres. Y también Salomón. Nuestro querido
Salomón, el Alquimista.

201
Capítulo XII

ENCONTRAMOS A NADA cuando deambulábamos por


las afueras de París, en busca de plantas para hacer
nuestros brebajes medicinales. Había luna llena y
ese era precisamente el momento, según Brígida, en
que debíamos cortar determinadas raíces.
La claridad de la luna nos hizo divisar un bulto
que se acurrucaba junto a unos arbustos. Un poco
asustadas, Brígida y yo nos acercamos, convencidas
de que se trataba de algún animal herido al que
quizá pudiéramos socorrer. Conforme nos íbamos
aproximando, el bulto comenzó a moverse y escu-
chamos un lastimero gemido.
—¡No parece un animal, esa voz es de una perso-
na! —dije yo.
Brígida puso su dedo índice sobre los labios, indi-
cándome que me callara y que no hiciera ruido.
Poco a poco se acercó hacia el bulto y empezó a
hablarle con toda dulzura, indicándole que no íba-
mos a hacerle daño y que sólo queríamos ayudar. El
bulto seguía removiéndose, aunque bajo una capa
tiñosa podía distinguirse ya una cabellera humana
de color rojizo.
203
Rosa Villada

Mientras posaba suavemente su mano en aquellos


sucios y enmarañados cabellos, Brígida continuó
hablando:
—Somos dos mujeres que estamos recogiendo
hierbas, no vamos a hacerte daño. Sólo queremos
ayudarte. Si quieres puedes acompañarnos, pode-
mos darte comida y un techo donde dormir.
Estas palabras debieron causar una buena impre-
sión en aquel bulto humano, pues nada más pronun-
ciarlas, de aquella capa mugrienta asomó la cabeza
de una joven de mirada asustada, que nos contem-
plaba con expectación. En un gesto cariñoso,
Brígida fue a acariciarle nuevamente la cabeza, pero
la muchacha la agachó y puso su brazo por delante
para protegerse, como si estuviera esperando un
golpe.
Su gesto de miedo no nos pasó desapercibido.
Brígida y yo nos miramos, y ella continuó hablán-
dole en un tono de cariño.
—No te asustes. No queremos pegarte, sólo pre-
tendemos ayudarte. ¿Estás sola? ¿Cómo te llamas?
La muchacha volvió a sacar la cabeza, y esta vez
dejó al descubierto todo su rostro. Aparentaba poca
edad, no más de quince años. Su piel era muy blan-
ca y tenía la cara llena de pecas. Sus ojos eran de un
incierto color azul verdoso, parecidos a una agua-
marina, y su mirada era profunda. Nos observaba
como si no se atreviera a fiarse. Permanecía callada,

204
El Juego De Dios

sin responder a las preguntas de Brígida. Ella me


presentó:
—Mira, esta es mi amiga, se llama Valentina.
Vivimos las dos juntas, no muy lejos de aquí; si
quieres puedes venir con nosotras a nuestra casa.
Allí te daremos comida y podrás pasar la noche bajo
techo… ¡Vamos! —le indicó Brígida, dando media
vuelta y empezando a caminar a paso lento, para ver
si nos seguía.
La joven continuó sin moverse y yo le apremié a
Brígida:
—¡No podemos dejarla ahí, pobrecilla! Tenemos
que obligarla a venir con nosotras.
—Sigue andando —me dijo ella— y no mires
para atrás. Si quiere venir, tendrá que decidirlo por
sí misma, no podemos obligarla. No resultaría.
Continué andando, tratando de mirar por el rabi-
llo del ojo la reacción de la muchacha. De pronto la
vi levantarse, y no volví a mirar hacia donde estaba,
pero sí escuché el sonido de sus pasos detrás de
nosotras. Al comprobar que nos seguía, Brígida
empezó a andar más deprisa. La joven aceleró tam-
bién el paso, hasta llegar a situarse a nuestro lado.
Cuando llevábamos un buen rato caminando en
silencio, como si cualquier cosa que pudiéramos
decir hubiera espantado a nuestra enigmática acom-
pañante, fue la joven la que habló con voz tímida:
—Nada, mi nombre es Nada.

205
Rosa Villada

—¡Nada! ¿Qué clase de nombre es ese? —me


atreví a preguntar.
Ella se encogió de hombros por toda respuesta y
permaneció en silencio un buen rato, mientras
seguíamos el camino hasta nuestra casa. Cuando lle-
gamos, me pareció ver cómo su rostro se iluminaba y
le sonreí. La joven me devolvió la sonrisa y me dijo:
—Nada no es mi verdadero nombre; mis padres
me pusieron otro, pero lo he olvidado. Me he esca-
pado de mi casa porque siempre me pegaban.
Siempre decían que yo no era nada, y así es como
me llamaban: Nada. Ese es mi nombre.
Eché mi brazo por el hombro de Nada y la atraje
hacia mí con suavidad. Ella se dejó abrazar. Intenté
hacerme la valiente para no llorar, pero sentía una
gran ternura hacia aquel ser indefenso que acababa
de conocer. Pensé que aquella muchacha no estaba
muy acostumbrada a que tuvieran gestos de cariño
con ella, y en ese momento decidí hacerla mi prote-
gida. Con gran afecto le dije casi en un susurro:
—No, tu nombre no es Nada, ya recordarás cuál
es tu auténtico nombre. Mientras tanto, yo te llama-
ré Nada de la Luna Llena, pues gracias a su luz te
hemos encontrado… Estoy segura de que tú, al
igual que la luna llena, serás una luz en la oscuridad.
Nada abrió sus grandes ojos y me miró descon-
certada. Por unos instantes permaneció inmóvil, y a
continuación empezó a llorar en silencio. Esas lágri-

206
El Juego De Dios

mas me conmovieron todavía más. Se notaba que


estaba acostumbrada a llorar en voz baja, para que
nadie la escuchara, a disimular su sufrimiento. La
abracé y la animé a expresar sus sentimientos abier-
tamente, sin miedo.
—Llora, llora todo lo que quieras. Aquí puedes
expresar tu dolor… Llora.
Nada respondió a mi invitación con un gran ala-
rido. Gimió tan fuerte que Brígida acudió corriendo
hacia donde estábamos, alarmada por si pasaba
algo. Yo le hice un gesto con la mano para que nos
dejase solas, y Nada continuó llorando en mi rega-
zo. Imaginé que su interior debía parecerse a un vol-
cán que por fin había entrado en erupción después
de permanecer años y años a punto de explotar, sin
poder hacerlo.
Tiempo después, Nada me confesaría que aquel
llanto fue como un grito liberador que desencadenó
en su interior un torrente de lágrimas que limpiaron
todo el sufrimiento, el odio y el dolor que había acu-
mulado desde su infancia.
Mi amigo Salomón el Alquimista me comentó en
una ocasión que las lágrimas estaban hechas de una
mezcla de agua y sal, y que actúan sobre nuestro
cuerpo y nuestro espíritu como un auténtico bálsa-
mo para curar las heridas del alma que la vida nos
haya podido infligir. “Si echas sal sobre una herida
—me dijo— duele mucho, pero cicatriza. De la

207
Rosa Villada

misma manera, las lágrimas ayudan a curar las cica-


trices del alma”.
Quizás por eso, aquella noche, Nada necesitaba
con urgencia, más que ninguna otra cosa, poder llo-
rar para purificar su ser y librarse de las malas emo-
ciones que había acumulado durante toda su vida y
que emponzoñaban su alma. Quizás por eso perma-
neció llorando durante mucho tiempo, no sabría
decir cuánto, hasta que, levantando la cabeza, se
sorbió los mocos, se secó las lágrimas con su capa
mugrienta, y dijo con voz alta y clara:
—Tengo mucha hambre.
Brígida ya le había preparado algo de comer, y
Nada lo engulló con avidez, utilizando sus manos
como si no estuviera segura de que aquella comida
era para ella y nadie iba a quitársela. Cuando termi-
nó, tenía preparado un barreño con agua caliente
para bañarse. Al principio se resistió un poco, pero
una vez dentro empezó a chapotear y a reírse como
una niña. Nosotras la imitamos, y el baño se convir-
tió en una fiesta.
Recuerdo que tenía la melena tan sucia y pegajo-
sa que no había forma de dejarla limpia y de peinar-
la. Brígida sugirió que se la cortásemos. Se lo con-
sultamos a ella, y Nada hizo un gesto afirmativo con
la cabeza. Entre las dos empezamos a cortarle el
pelo, procurando no hacerle muchos trasquilones,
cosa que resultaba imposible.

208
El Juego De Dios

Mientras utilizaba las tijeras, vino a mi memoria


el momento en que me cortaron el pelo, cuando lle-
gué al convento de Santa Clara. Me parecía que
aquel suceso había ocurrido hacía mucho, muchísi-
mo tiempo, en otra vida. Sin embargo, aún seguía
fija en mi memoria la imagen de ver caer al suelo de
mi celda los mechones de mi melena.
Y con esta imagen, acudían a mí las emociones
que experimenté, sintiéndome como Sansón cuando
Dalila, su mujer, le cortó los cabellos mientras dor-
mía para despojarle de su fuerza. Estos dolorosos
recuerdos me hicieron comentarle a Nada:
—No te preocupes, que al cortarte el pelo lo
único que pretendemos es sanearlo para que salga
después con más fuerza.
Nada me miró con sus ojos grandes color agua-
marina, como si no supiera muy bien a qué me refe-
ría. Brígida, sin embargo, captó perfectamente mi
estado de ánimo y se empezó a reír.
—¡Eh, no te preocupes, Dalila! —bromeó—, que
Nada no es Sansón, en todo caso sería Sansona… y
la fuerza de las mujeres no reside en la longitud de
sus cabellos.
Me eché a reír ante su ocurrencia, y aún más
cuando Nada preguntó con timidez:
—¿Quién es Sansón?
Nada de la Luna Llena, como yo solía llamarla, se
adaptó perfectamente a la convivencia con nosotras,

209
Rosa Villada

como si siempre hubiéramos estado juntas. Se sumó


a nuestra rutina diaria, mientras que Brígida le ense-
ñaba a leer y yo me encargaba de enseñarle a escribir.
Aprendió en muy poco tiempo, y casi de inmedia-
to empezó a colaborar con nosotras copiando el
libro de Margarita Porete, El espejo de las almas
simples, que no sólo se limitaba a copiar, sino que
leía con avidez y luego comentaba con Brígida y
conmigo.
De su pasado no supimos nada más que lo que me
había contado la noche en que la encontramos. No
sabíamos de dónde venía, ni si sus padres la estaban
buscando. En cierta ocasión, Brígida le preguntó si
era posible que la buscaran. “No creo que lo hagan,
nunca me han querido y no me echarán de menos”,
fue su respuesta. “Ellos me repetían que yo no era
nada. Ahora sé que esto no es así y quiero averiguar
quién soy. El pasado no me importa. Yo ya les he
perdonado, no sabían lo que hacían”, añadió son-
riendo y dando por concluida la conversación.
Tras unos meses de convivencia, Nada mostró su
intención de ser beguina, como nosotras, y realiza-
mos una pequeña ceremonia en el lugar donde la
habíamos encontrado, similar a la que hizo Brígida
conmigo. Con la incorporación de Nada, nuestra
pequeña comunidad iba creciendo, y en los meses
siguientes creció todavía más con la llegada de otras
tres mujeres: Juliana, Úrsula y Matilde.

210
El Juego De Dios

JULIANA ACABABA DE quedarse viuda cuando llegó a


nuestra comunidad de beguinas, acompañada de sus
dos hijas, Úrsula y Matilde. Mujer de un fuerte
carácter, había soportado con auténtica resignación
la tiranía conyugal de su marido, un comerciante en
telas que vendía su género a las damas de la corte
parisina. Según Juliana, no era sólo tejidos lo que su
marido suministraba a sus clientas femeninas, ya
que muchas de ellas habían sido sus amantes.
Fue Nada la que conoció de forma casual a
Juliana y la que intimó con ella, hablándole de nues-
tra pequeña comunidad de beguinas. La viuda mos-
tró enseguida interés por unirse a nosotras, junto a
sus hijas, si éstas así lo deseaban.
Recuerdo perfectamente la primera vez que Nada
las llevó a nuestra casa. Las tres vestían lujosos tra-
jes negros con tocados de bordados, muy elegantes.
Al verlas llegar, Brígida y yo cruzamos una mirada
cómplice de escepticismo, dudando de que aquellas
mujeres, que habían vivido en la opulencia, pudie-
ran adaptarse a la austeridad de nuestra existencia.
Nada captó nuestra mirada y, sonriendo, nos dijo
en voz baja: “No juzguéis sólo por las apariencias”.
Tenía razón. Me sentí un poco avergonzada por
haberme fijado sólo en la imagen superficial que
proyectaban. Traté de profundizar más y de ver en el
interior de aquellas tres mujeres.
En realidad no hizo falta que me esforzase, pues

211
Rosa Villada

ellas mismas nos lo mostraron, con confianza y sin


ningún tipo de artificios. Se sentaron con nosotras,
se despojaron de los velos que cubrían sus rostros y,
al hacerlo, tuve la impresión de que con este gesto
quizá se hubieran quitado la máscara que escondía
su verdadera naturaleza, aquella que llevaban años
ocultando a los demás.
Fue Juliana la que tomó la palabra, y nos contó
que, una vez liberada de la tutela de su esposo, que-
ría unirse a nuestro grupo para llevar una vida en
libertad, dedicada al servicio a los demás y a su
vocación religiosa. Brígida le preguntó por qué no
ingresaba en un convento, como hacían muchas
mujeres al quedarse viudas. Su respuesta fue con-
tundente:
—Nunca más me someteré a ninguna disciplina
ni jerarquía, ni a ningún dictado que no sea el de mi
propia conciencia. Sé que es habitual que muchas
mujeres, sobre todo si tienen dinero como yo, ingre-
sen en un convento cuando se quedan viudas. Sé que
allí la mayoría siguen llevando la misma vida que en
sus casas, conservando su estatus social y su cohor-
te de servidores, pero no es esa mi intención. Mi
intención —añadió mirándonos alternativamente a
Brígida y a mí— es cambiar totalmente de vida.
Siempre he sido una mujer religiosa, una buscadora
de Dios, y estoy dispuesta a poner todos mis talen-
tos y mis recursos económicos al servicio de esa

212
El Juego De Dios

búsqueda, porque creo que es lo único que de ver-


dad merece la pena en esta vida. Si tenía algo que
pagar, ya lo he pagado con creces aguantando a mi
marido, que en gloria esté, todos estos años desde
que era casi una niña. Si Dios se lo ha llevado, creo
que ha sido para darme una oportunidad de ser yo
misma y de amarle a través del servicio a los demás.
Las hijas de Juliana, que escuchaban con atención
y asentían de vez en cuando con la cabeza, rompie-
ron también su silencio. Úrsula, la más joven de las
dos, y que tendría aproximadamente mi edad, fue la
primera en hablar.
—Yo también quiero unirme a vuestra comuni-
dad de beguinas. No quiero casarme ni someterme a
ningún hombre. Tampoco quiero refugiarme entre
las cuatro paredes de un convento, como hacen otras
jóvenes, para huir del matrimonio —dijo sonriendo
y con la mirada brillante—. No quiero huir de nada,
esa me parece una actitud cobarde. Quiero vivir a mi
manera. Sé que mi padre no lo hubiera consentido
—añadió—, pero yo estaba dispuesta a enfrentarme
a él… Dios ha querido que esto no sea necesario, y
ha puesto a Nada en nuestro camino para que ella
nos conduzca hasta vosotras y podamos vivir como
beguinas.
—Yo también quiero unirme a la comunidad —
subrayó Matilde, que sería un par de años mayor
que su hermana—. Puesto que soy la hija mayor, mi

213
Rosa Villada

padre tenía ya concertado mi casamiento, en contra


de mi voluntad. Una larga enfermedad me obligó a
permanecer en la cama durante mucho tiempo, y
gracias a ello la boda se fue posponiendo. ¡Ahora
estoy absolutamente feliz de que mi padre haya
muerto sin haber llegado a casarme! —añadió rien-
do como una niña.
Todas nos reímos con ella, excepto Juliana, que
intentó aparentar seriedad, e incluso hizo ademán de
regañarla.
—¡Pero si es la verdad, mamá! ¡Tú misma no
paras de rezar, dando gracias a Dios por habérselo
llevado de este mundo! Y yo rezo contigo y me ale-
gro por ti, porque he visto la mala vida que te ha
dado durante todos estos años y cómo, a pesar de
todo, has seguido conviviendo con él. Y también
doy gracias por mí, porque ya no tengo que casarme
y puedo ser una beguina que socorra a los necesita-
dos, y que enseñe a las mujeres a leer y a escribir.
Porque eso es lo que nos ha dicho Nada que queréis
hacer, ¿no?
—Sí, así es. ¿Tú sabes leer y escribir? —pregun-
tó Brígida.
—Sí —respondió Matilde, mientras Úrsula asen-
tía con la cabeza—. Mi madre nos enseñó, a espal-
das de mi padre. Él decía que las mujeres no tenían
por qué saber nada, que su misión en esta vida era la
de casarse, atender las necesidades de su marido, y

214
El Juego De Dios

traer hijos al mundo. Ni siquiera veía con buenos


ojos a las monjas de los conventos. Era totalmente
anticlerical... con las mujeres, claro. Para él, las
monjas eran “pecadoras disfrazadas de santas”, que
ingresaban en los conventos, para huir de su única y
verdadera función en esta vida: “¡¡Parir y servir a
sus maridos!!” —dijeron al unísono, en tono jocoso,
las dos hermanas.
Todas nos reímos, incluyendo Juliana, que se
encontraba ya más distendida que al inicio de la
conversación. Cuando conseguimos dejar de reír-
nos, Nada, que había estado muy callada todo el
tiempo, afirmó:
—No dejaba de ser original tu padre. Nunca
había oído decir a nadie eso de que las monjas eran
“pecadoras disfrazadas de santas”. Debió de ser
todo un personaje.
—Sí, un personaje de cuento de terror —dijo
Úrsula—; ahora nos reímos, pero no sabes el miedo
que le teníamos. ¡No sabes cómo hablaba de las
mujeres! ¡Echaba pestes de ellas…!
—Y eso que eran sus principales clientas —aña-
dió Matilde, poniendo énfasis en esta última pala-
bra.
—¿Os pegaba alguna vez? —me atreví a pregun-
tar yo.
Hubo unos instantes de silencio, en los que las
tres mujeres intercambiaron miradas cómplices.

215
Rosa Villada

Finalmente, Úrsula respondió:


—Sobre todo a mi madre…
—Bien —cortó Brígida la conversación—, eso se
ha acabado. Ningún hombre pegará a tu madre ni a
ninguna de vosotras. Podéis instalaros aquí cuando
queráis, hay sitio de sobra para todas. Cuando bus-
cábamos una casa para nuestra comunidad de begui-
nas, ya sabíamos que después vendrían más muje-
res. Como veréis, la casa es lo bastante grande,
incluso para mantener cierta independencia e intimi-
dad… Aunque ya sabréis que nosotras vivimos de
una forma muy austera —añadió, con un tono que
me pareció de cautela—. Quizá echéis de menos
vuestros vestidos, vuestra servidumbre y vuestro
modo de vida anterior…
—No, no te preocupes por eso —respondió
Juliana con una amplia sonrisa mientras sus hijas la
secundaban—; en nuestra casa éramos esclavas y
aquí vamos a ser mujeres libres… En cuanto a nues-
tras lujosas vestiduras —añadió riéndose abierta-
mente—, estamos deseando cambiarlas por la túni-
ca blanca. ¡No sabes lo incómodos que son estos
vestidos, casi no te puedes mover con ellos!
Nuevamente celebramos la ocurrencia de Juliana
con risas y buen humor. Entre ellas se quitaban la
palabra para hacer comentarios sobre la tiranía de la
moda parisina, que obligaba a las mujeres de alta
alcurnia a parecer seres articulados, marionetas sin

216
El Juego De Dios

vida, pero atractivas a los hombres.


En pocas semanas, Úrsula, Matilde y Juliana se
trasladaron definitivamente a nuestra casa, que
pasó a ser también la suya. Ellas mismas se encar-
garon de hacerse las túnicas blancas de beguina, y
también hicieron unas nuevas para Brígida, Nada y
para mí.
Con seis mujeres viviendo ya en la comunidad,
decidimos que no había que demorar la creación de
la escuela de escritura, y nos pusimos, con verdade-
ro entusiasmo, manos a la obra.
De forma organizada, cubríamos nuestras pro-
pias necesidades de limpieza, compra de alimentos
y preparación de la comida, y seguíamos recogien-
do hierbas para elaborar nuestras pócimas y
ungüentos, tarea en la que participábamos todas.
Atendíamos a los enfermos de varios “Hoteles de
Dios”, como se llamaba a los hospitales en Francia,
con visitas diarias que hacíamos por turnos. Y en
cuanto contamos con tres jóvenes que querían
aprender a leer y escribir, abrimos nuestra escuela.
En poco tiempo, el número de mujeres que acudía
a ella se multiplicó, haciendo el trabajo excesivo.
Sin embargo, decidimos de mutuo acuerdo que,
salvo algún caso excepcional que discutiríamos
entre todas, no admitiríamos a ninguna beguina
más en nuestra comunidad. Aunque estuviéramos
saturadas de trabajo, nuestra convivencia era pací-

217
Rosa Villada

fica, equilibrada, y muy gratificante para todas. No


queríamos poner en peligro esa extraordinaria sinto-
nía que reinaba entre nosotras, con una nueva perso-
na que pudiera romper nuestra armonía.
Cierto día, cuando me disponía a dar una clase de
escritura al grupo de mujeres que acudían a diario,
un joven llamó a nuestra puerta. Aunque no se pare-
cían físicamente, me recordó a Yago. Dijo que que-
ría hablar con la persona que dirigiera aquella
escuela. Antes de responderle, le observé por unos
instantes:
No era muy alto, pero sí estaba muy delgado. Sus
cabellos, que llevaba bastante cortos, eran negros
como el tizón y hacían juego con sus ojos. Tenía una
barba bastante poblada que no conseguía esconder
su juventud ni su aspecto de estudiante, como tantos
otros de los que vivían en el Barrio Latino. Le son-
reí antes de responderle:
—Esta es una comunidad de beguinas. Todas
somos iguales, no hay ninguna persona que dirija a
las demás. Damos las clases por turnos —concluí,
satisfecha.
Pude ver el efecto de mis palabras reflejado en su
rostro infantil. Sin disimular su alegría, dijo con un
brillo especial en la mirada:
—¡Es increíble, me lo habían contado y no podía
creerlo! ¡Beguinas, auténticas beguinas!
—No somos las únicas —subrayé yo al ver su

218
El Juego De Dios

reacción—. Aquí en París hay otras comunidades.


—Sí, ya lo sé, pero no como vosotras… ¿No
sabéis que la Iglesia se opone a vuestro movimiento
porque escapáis al control de las dos únicas institu-
ciones pensadas para vosotras, las mujeres?
—¿Sí? —me hice la asombrada, sonriendo—. ¿Y
cuáles son esas dos instituciones, si se puede saber?
—¿Cuáles van a ser? El matrimonio y el conven-
to —añadió como si descubriera un gran secreto—.
¿Y no sabéis que el Concilio de Vienne, donde se
ratificó la condena a los Templarios y la supresión
de la Orden del Temple, condenó también la herejía
del Libre Espíritu y el movimiento de las beguinas?
—dijo de carrerilla.
Yo le escuchaba, entre divertida y asombrada. El
joven tomó aliento, y continuó, con un gesto en su
rostro que denotaba cierta preocupación:
—¿No sabéis que la Inquisición condenó a morir
en la hoguera a una beguina llamada Margarita
Porete, por un libro que escribió?
—¿Conoces el libro de Margarita Porete? —pre-
gunté poniendo mi mejor cara de ingenua.
—No, llevo tiempo queriendo conseguir un ejem-
plar… Ni siquiera sé si alguien lo conserva —dijo
bajando la voz.
—Pues has llegado al lugar oportuno en el
momento exacto —concluí con una sonrisa, hacién-
dole un gesto para que entrase en nuestra casa.

219
Rosa Villada

Con timidez y paso inseguro, me siguió hasta la


estancia donde teníamos el Escritorio. Allí estaba
Brígida, sentada al pupitre, copiando El espejo de
las almas simples. Al verme entrar con el joven,
puso un papel sobre la copia que estaba haciendo y
me lanzó una mirada interrogante.
—No te preocupes —la tranquilicé—, creo que
debes hablar con este joven… Está muy interesado
en conseguir un ejemplar del libro de Margarita
Porete… Por cierto, no me has dicho tu nombre.
¿Cómo te llamas?
—Salomón —respondió él un poco azorado—.
Me llaman Salomón el Alquimista.

220
Capítulo XIII

SALOMÓN LLEGÓ A NUESTRAS VIDAS y se quedó.


Estudiaba Teología en uno de los colegios que inte-
graba la Universidad de París, concretamente en el
de la Sorbona, el centro de estudios teológicos más
famoso que existía en todo el mundo.
Había nacido en Roma, en el seno de una familia
adinerada. Según nos contó, con la complicidad de
su madre, una mujer sensible y amante de las bellas
artes, convenció a su padre para que no le obligara
a hacerse cargo de los negocios familiares, como
hijo primogénito que era, y le permitiera marcharse
a París para estudiar Teología.
“Supongo que mi padre piensa que algún día vol-
veré a Roma y me convertiré en Papa —nos decía
bromeando—. Aunque ahora creerá que, con el tras-
lado del Sumo Pontífice a Aviñón, aquí en París
estoy más cerca de conseguir mi objetivo… quiero
decir, su objetivo”.
Salomón, como el resto de los jóvenes estudian-
tes, había ingresado en la Universidad con trece
años. En el momento en que lo conocimos, debía de
tener más o menos mi edad: era un joven vitalista,
221
Rosa Villada

despierto, y con muchos conocimientos. Dominaba


perfectamente el latín, ya que éste era el idioma que
se utilizaba dentro de la vida universitaria, tanto para
escuchar las clases como para estudiar los textos.
Sin embargo, él era partidario de traducir todos
los libros a la lengua romance y de enseñar a todo el
mundo a leer y a escribir para que cualquier perso-
na pudiera tener acceso al conocimiento, y no sólo
una élite. Según nos confesó, se identificaba con el
movimiento intelectual del Libre Espíritu, cuyo
líder, un tal Amauri de Béne, había sido profesor de
Teología de la Sorbona un siglo antes.
A través del estudio de este movimiento,
Salomón había contactado con algunos alquimistas
y se había interesado en el arte de convertir los
metales ordinarios en oro. Aunque nuestro querido
amigo, llamado por ello el Alquimista, se enfadaba
cuando se hacía esta definición de la alquimia.
Siempre decía, con el apasionamiento que le
caracterizaba, que “La Gran Obra no consiste en
encontrar la Piedra Filosofal de manera práctica. Lo
que buscamos los auténticos alquimistas es la supe-
ración de nuestros metales viles, para transmutarlos
en el oro interior. Y ese oro”, añadía con vehemen-
cia, “representa la pureza de los valores espirituales
y morales”.
Desde aquel día que entró en nuestra casa,
Salomón se unió a nosotras en todos nuestros pro-

222
El Juego De Dios

yectos, y adquirió tanto protagonismo en nuestras


vidas personales y en la comunidad que con fre-
cuencia nos preguntábamos cómo nos las arreglába-
mos y qué hacíamos antes de que él llegara.
Desde el primer momento, hubo un proyecto al
que Salomón le dedicó una atención especial: la
copia y difusión del libro de Margarita Porete.
Colaboró con nosotras en el copiado de la obra, y
empezó a establecer un plan para poder difundirla
sin poner en peligro nuestras vidas; actuar con segu-
ridad se convirtió en una obsesión y en su máxima
preocupación. “No podemos repetir los errores del
pasado”, subrayaba una y otra vez, “hay que ser más
listos que la Inquisición”.
Salomón creía que la difusión de este libro forma-
ba parte de su destino desde el momento en que
llegó a nuestra casa y vio a Brígida sentada en el
pupitre del escritorio copiando El espejo de las
almas simples. Por eso no dudó en quedarse con
nosotras y participar en los proyectos de nuestra
comunidad de beguinas.
El día en que lo conocimos nos contó que, nada
más llegar a París, quiso el destino que presenciase
la quema en la hoguera de Margarita Porete.
—Nunca lo olvidaré —nos dijo con emoción—.
Yo era un recién llegado, casi un niño. Me estaba
familiarizando con la ciudad, dando una vuelta,
cuando me tropecé en la Place de Grève con la

223
Rosa Villada

hoguera en la que quemaban a Margarita. Había


mucha gente y me acerqué a ver qué pasaba, por
curiosidad; quería saber a qué venía tanto ruido.
Como pude, me hice un hueco entre las personas
que se arremolinaban en la plaza hasta conseguir
llegar a la primera fila. Entonces vi a aquella mujer
entre las llamas —siguió contando con angustia—.
Me quedé totalmente horrorizado, e intenté huir de
aquel lugar volviendo sobre mis pasos, pero la mul-
titud apiñada me lo impedía. Al ver que no podía
escapar, que estaba atrapado ante aquel horror, me
atreví a levantar la cabeza y a mirar de frente a aque-
lla mujer, desconocida para mí. Entonces ocurrió
algo que cambió mi vida: sus ojos se posaron en los
míos, nuestras miradas se cruzaron por unos instan-
tes, y me pareció ver que intentaba sonreír. Fueron
sólo unos segundos, pero ese pequeño lapso de
tiempo trastocó mi existencia por completo.
Empecé a llorar y salí corriendo fuera de la plaza,
dando empujones, gritando, enfurecido con lo que
allí estaba pasando, con la gente que estaba miran-
do aquel horror como si fuera un espectáculo festi-
vo.
El relato de Salomón nos tenía el corazón encogi-
do. Ni Brígida ni yo nos atrevíamos a interrumpirle.
Cualquier palabra que dijéramos estaba fuera de
lugar. Él continuó hablando, dando rienda suelta a
sus emociones, como si hubiera estado aguardando

224
El Juego De Dios

muchos años para poder contárselas a alguien, para


compartir su dolor con alguna otra persona.
—Aquella noche no pude dormir. Ni la siguiente,
ni la otra, ni la otra. La mirada serena de aquella
mujer que ardía en la hoguera seguía clavada en mis
entrañas. Empecé entonces a indagar sobre su iden-
tidad, y hasta hoy no he dejado de hacerlo. Supe su
nombre, supe que era beguina y que había escrito un
libro: El espejo de las almas simples. Llevo siete
años buscando ese libro…
—Pues ya lo has encontrado —lo interrumpió
Brígida, secándose las lágrimas, sin poder contener
la emoción—. Yo también estuve aquel día en la
Place de Grève…
—¿En serio? ¿Tú también estabas allí...? No
puedo creerlo, no creo que sea una casualidad —
dijo Salomón con un gesto de sorpresa.
—¡Pues créelo! Y no, no es una casualidad. Las
casualidades no existen. Existen caminos trazados
por el Señor que nosotros recorremos sin darnos
cuenta de que forman parte del Plan Divino… Yo
también estuve allí, viendo cómo ardía en la hogue-
ra mi maestra, mi amiga…
—¿La conocías personalmente? ¿Hablaste alguna
vez con ella? —preguntó Salomón con cara de
asombro.
Brígida se echó a reír antes de responder con
euforia:

225
Rosa Villada

—¡Claro que la conocía! Durante muchos años


permanecí a su lado, hasta que la Inquisición nos la
arrebató. Recorrí con ella muchos caminos, le ayudé
a copiar su libro y a repartirlo, porque ella nunca se
rindió. ¡Claro que la conocía! —repitió soltando una
sonora carcajada—, y aún hoy sigo copiando El
espejo de las almas simples… ¿Quieres verlo? —
dijo antes de descubrir sobre el pupitre un montón
de papeles.
Salomón miró con atención aquellos papeles y
posó las yemas de sus dedos sobre la escritura, aca-
riciándola con ternura al tiempo que decía con la
voz quebrada:
—¡Está escrito en lengua romance! Es lo que
había oído decir…
De pronto, no pudo contener las lágrimas y, llo-
rando como un niño, se echó a los pies de Brígida y
empezó a besar su túnica.
—¡Vamos, vamos, levanta! —dijo ella sonrien-
do—. Que no soy ninguna santa a la que haya que
venerar. Eso queda para la Iglesia. Nosotras no
somos mujeres de altares, sino de tierra firme…
Somos barcos encallados en este mundo, que algún
día izarán de nuevo sus velas y navegarán por el mar
—añadió con un deje de tristeza en la voz—. Pero si
estamos aquí ahora es porque nos toca bregar con
las dificultades que surjan en nuestro camino. ¡Para
eso hemos venido!, ¿no?

226
El Juego De Dios

Desde aquel día, Salomón vivió por y para nues-


tra comunidad. Se convirtió en nuestro mejor aliado,
hasta que lo detuvo la Inquisición. Fue el primero de
nosotras que cayó. Pero no adelantemos aconteci-
mientos, ya llegaremos a ese trágico suceso que
marcó el inicio del que será nuestro próximo final.
Hoy prefiero recordarle alegre, feliz por habernos
encontrado y porque, según repetía, ya sabía cuál
era su destino:
“Ahora sé para qué estoy aquí. Sé por qué vine a
París, por qué mis pasos me condujeron hace siete
años a la Place de Grève, y por qué posó en mí su
mirada Margarita Porete. Ahora sé que debo difun-
dir su obra, porque es mucho más que un libro: es un
tratado de mística para llegar a Dios”.
Desde el principio, Salomón contó con una firme
aliada para ayudarle en su propósito: Nada. Nuestra
tímida y reservada amiga se transformó de la noche
a la mañana en una joven alegre, dinámica y entu-
siasta, gracias a la influencia de Salomón.
Se volvieron inseparables. Juntos eran como un
auténtico torbellino que muchas veces había que
frenar para evitar que te llevase por delante. No
paraban de idear cosas, eran incansables en el traba-
jo. Nunca he conocido a dos personas a las que se
las viera tan felices por estar juntas. Creo que Nada,
mi querida Nada de la Luna Llena, y Salomón se
amaron desde el primer momento en que se vieron.

227
Rosa Villada

Pero su amor no tenía nada que ver con las rela-


ciones amorosas que acostumbramos a ver entre
hombres y mujeres; ellos no deseaban unirse en
matrimonio, ni tenían contacto sexual. Creo que lo
que se produjo entre Nada y Salomón fue el recono-
cimiento instantáneo en el otro de un alma gemela,
pues viéndolos juntos no había ninguna duda de que
los dos formaban un solo espíritu, que en algún
momento de su trayectoria había sido escindido en
dos mitades.
Aún recuerdo sus discusiones filosóficas y teoló-
gicas... algo que nos hacía sonreír a Brígida y a mí,
porque Nada carecía totalmente de estudios acadé-
micos y, sin embargo, siempre era capaz de desmon-
tar los argumentos más elaborados y eruditos de
Salomón.
Sus discusiones siempre terminaban de la misma
manera, cuando Nada decía:
—Los hombres os vais mucho por las ramas.
Pensáis demasiado las cosas, le dais demasiadas
vueltas, mareáis las ideas en vuestras cabezas y os
preocupa demasiado lo que piensen los demás... Las
mujeres somos mucho más prácticas, no damos tan-
tos rodeos. Cuando pensamos hacer algo, lo hace-
mos sin más y no nos damos tanta importancia.
Uno de los puntos de discusión entre ellos lo
constituían algunos pasajes de El espejo de las
almas simples. Recuerdo que había una frase que a

228
El Juego De Dios

Nada le entusiasmaba, cuando Margarita Porete


hace decir al Alma: “El conocimiento de mi nada,
me ha dado todo, y la nada de ese todo me ha arre-
batado la oración y la plegaria”.
Según nos explicó Brígida, esta frase que tanto
gustaba a Nada, y toda la parte del poema al que
pertenece, escandalizó al tribunal de la Inquisición
que la juzgó al pensar que lo que preconizaba
Margarita era la vida del Alma al margen de toda
virtud.
“Cuando lo que ella quería decir”, aclaraba
Brígida, “es que el Alma, una vez que se hace cons-
ciente de su propia nada, ya no obra de acuerdo a lo
que llamamos el bien o el mal… Sencillamente,
porque no tiene necesidad de obrar. ¡Es, por fin, un
Alma libre que ha abandonado toda obra, un Alma
que ya no es esclava de sus virtudes! ¿Cómo es
posible que tantos teólogos como juzgaron el libro
no se dieran cuenta de ello?”
El poema completo, sobre el que tanto discutían
Salomón y Nada refiere cómo el Alma, que había
sido esclava de las virtudes bajo el dominio de la
Razón, se libera de ellas gracias al Amor:

“Virtudes, me despido de vosotras para siempre,


tendré el corazón más libre y más alegre.
Serviros es demasiado costoso, lo sé bien,
puse en otro tiempo mi corazón en vosotras,
[ sin reservas,

229
Rosa Villada

era vuestra, lo sabéis, a vosotras


[ por completo abandonada,
era entonces vuestra sierva, ahora me he liberado.
Tenía puesto en vosotras todo mi corazón,
[ lo sé bien
pues viví por entonces en un gran desfallecer,
sufrí grandes tormentos mientras duró mi pena,
es maravilla que haya escapado con vida,
pero, como es así, poco importa ya:
[ me he separado de vosotras,
doy por ello gracias al Dios de las alturas,
[ el día me es favorable,
me he alejado de vuestros peligros, en los que
[ me hallaba con gran
contrariedad,
nunca fui libre hasta que me desavecé de vosotras,
partí lejos de vuestros peligros,
[ y permanecí en paz”.

Salomón se preguntaba con frecuencia si, al


escribir de esta manera, Margarita Porete no se daba
cuenta de que podía ser malinterpretada, de que
podía terminar en la hoguera, tal y como ocurrió.
Cuando él decía esto, Nada hacía como que se enfa-
daba y le respondía en broma, para hacerle rabiar,
que esa era la típica pregunta que sólo podía hacer
un hombre.
—¡Vaya un teólogo de pacotilla que estás hecho!
No sé de qué te han servido tantos estudios en la
Universidad —añadía para provocarlo—. ¡¡Estamos

230
El Juego De Dios

hablando de una experiencia mística, del camino del


Amor, de la unión con Dios!! ¿Cómo iba a escribir
Margarita pensando en lo que opinarían los inquisi-
dores? ¿Cómo iba a estar midiendo las palabras para
no ofender al mal llamado Santo Oficio…? ¡¡Por
Dios, Salomón!! ¿Cómo se te ocurre hacer ese tipo
de preguntas...? ¡Qué sabrán los teólogos del amor
divino que encierra el alma de una mujer! —conclu-
ía, parafraseando a Brígida.
Salomón siempre caía en las provocaciones de
Nada, y balbuceaba y elaboraba respuestas sobre la
necesidad de mantener la seguridad, ante todo, y de
velar por la propia vida…
—…Que es lo más sagrado que tenemos —con-
cluía con vehemencia.
Todas sonreíamos viendo el juego de personajes
que ambos representaban, y que ninguno de los dos
llegaba a creerse. Sabíamos de sobra lo compenetra-
dos que estaban sobre el aspecto que discutían y
sobre cualquier otro de la vida, sin ningún tipo de
fisuras.
Sabíamos que sus aparentes diferencias no eran
más que fruto de ese solaz con el que ambos se
deleitaban; de esa especie de broma privada que
reforzaba su complicidad interna y su gozo al jugar
al juego de los contrarios. Ver juntas y amándose a
dos almas gemelas como Nada y Salomón es uno de
los mejores regalos que me ha dado la existencia.

231
Rosa Villada

A veces, cuando los observaba, me venía Yago a


la memoria. Aunque me parecía muy lejano el tiem-
po en que lo conocí, estoy segura de que la llegada
de Salomón a nuestra comunidad avivó su recuerdo
en mí, y me hizo preguntarme con frecuencia:
“¿Qué clase de vida habría llevado a su lado?
¿Habría sobrevivido mi pequeño Lucrecio si no nos
hubieran separado?”
Eran preguntas sin respuesta que tampoco tenía
mucho sentido hacerse. Pero no podía evitarlo.
Desde que había visto a Salomón por primera vez en
la puerta de nuestra casa, me había recordado a
Yago.
Entre ambos no existía ningún parecido físico,
pero algo en el Alquimista me recordaba al padre de
mi hijo. No sabía decir el qué, quizás su inocencia,
su vitalidad, su amor al juego de la vida, a participar
de forma plena en la existencia.
Aquella fue una época dichosa. Formábamos una
verdadera comunidad de beguinas, con muchas
mujeres alrededor que aprendían a leer y escribir.
Muchas veces se nos unían hombres que traía
Salomón. Por regla general eran jóvenes como él,
estudiantes interesados en la experiencia que estába-
mos llevando a cabo.
Con ellos discutíamos sobre la tiranía de muchos
miembros de la Iglesia, sobre supuestas herejías,
sobre la lucha entre el poder civil y el eclesial, sobre

232
El Juego De Dios

las reformas del Rey Felipe V, que acababa de acce-


der al trono.
Al principio, todas estas reuniones en las que dis-
cutíamos sobre lo que pasaba a nuestro alrededor
suponían una novedad en nuestras vidas, un alicien-
te que con el tiempo nos pareció vacío. Poco a poco
fuimos abandonando estas tertulias, hasta volver a
implicarnos totalmente en la tarea que nos había lle-
vado inicialmente hasta París.
Fue Brígida la primera en dejar de acudir a estas
reuniones, argumentando que el contacto con todas
las personas que acudían a nuestra casa por curiosi-
dad, para examinarnos como bichos raros, nos esta-
ba apartando de nuestro camino de servir a Dios,
donde lo importante no era analizar las anécdotas
del exterior sino servir a los necesitados y mantener
el contacto con nuestro Cristo interno.
Sus palabras y su ejemplo provocaron que un
tiempo después volviéramos al punto de partida y
nos planteásemos de nuevo qué era lo que quería-
mos hacer y con quién íbamos a contar para llevar-
lo a cabo. Pues todos estábamos de acuerdo en que
la situación nos había desbordado.
Hacia la primavera del año del Señor de 1317,
decidimos cerrar provisionalmente la escuela de lec-
tura y escritura para tomarnos un respiro y tratar de
ver cuál era el siguiente paso que debíamos dar en
nuestro camino.

233
Rosa Villada

Hubo un suceso que nos obligó a ello... aunque


ahora, visto en la distancia, me doy perfecta cuenta
de que las circunstancias externas que nos hacen
movernos en la vida sólo se presentan cuando ya
existe una predisposición interior a ese cambio, a
pesar de que la mayoría de las veces no nos haya-
mos dado cuenta de ello.
Hasta ese momento nos habíamos movido con
libertad y cierta tranquilidad. También con cautela.
A veces recelábamos de algunas personas que se
acercaban a nosotros y luego desaparecían como por
arte de magia. Salomón siempre pensaba que vení-
an a espiarnos para luego denunciarnos, pero lo
cierto es que hasta ese momento no habíamos teni-
do ningún problema con la Inquisición.
Pero parece que las almas no hemos venido a la
tierra para gozar de tranquilidad, sino para poner en
juego, cada cierto tiempo, toda la sabiduría que
hemos atesorado en experiencias anteriores, y que si
no tuviéramos ocasión de ejercitar, difícilmente
sabríamos lo que en realidad sabemos. Pues hasta
que el conocimiento no se lleva a la práctica, no vale
más que la letra muerta, por muy sabia que sea.
Cierto día llegaron a nuestra casa unos hombres
buscando a Salomón. Juliana se encontraba sola,
pues le tocaba hacer la comida para todos. Los hom-
bres no querían decir ni quiénes eran ni por qué lo
buscaban, aunque nuestra amiga dedujo enseguida

234
El Juego De Dios

que venían de parte del tribunal del Santo Oficio.


Haciendo gala de una gran sangre fría, Juliana
intentó conversar amigablemente con ellos y se
identificó como la viuda del conocido comerciante
de París que había sido su marido.
Como ambos hombres habían oído hablar del
fallecido comerciante, se avinieron a tratar a Juliana
con otra actitud, y poco a poco la conversación se
fue distendiendo, hasta que los hombres le confesa-
ron que la Inquisición quería interrogar a Salomón
con relación a un escrito que había llegado a sus
manos y del que, al parecer, este joven conocido
como el Alquimista era autor.
Cuando ese día Brígida y yo regresamos a casa
para comer, después de nuestra visita diaria al hos-
pital, Juliana nos recibió muy asustada. Apenas si le
salían las palabras para contarnos lo que había
sucedido. Cuando llegaron sus hijas y se lo relató a
ellas, nuestra querida amiga se había convertido ya
en un manojo de nervios que no había manera de
calmar.
El punto álgido de la tensa situación se produjo
cuando ni Salomón ni Nada se presentaron a comer.
Esto era algo que ocurría con cierta frecuencia y que
nunca había sido motivo de alarma, pero ese día, las
cosas eran totalmente distintas.
Haciendo de tripas corazón, nos sentamos en
torno a la mesa y empezamos a comer en silencio.

235
Rosa Villada

Juliana no quería probar bocado, pero Brígida la


animó a hacerlo con el argumento de que, si no
intentaba mostrar entereza, lo único que iba a con-
seguir era asustar más a Úrsula y a Matilde, que ya
estaban bastante asustadas.
Mientras comíamos, el silencio pesaba sobre
nosotras como una gran carga. Pero nadie se atrevía
a hablar, con la esperanza, quizá, de que Salomón y
Nada aparecieran por la puerta… Pero no lo hicie-
ron, y así permanecimos hasta el final de la comida.
Recogimos la mesa y casi sin atrevernos a mirarnos,
volvimos a reunirnos todas en torno a ella.
Fue Brígida la que rompió el silencio, antes de
que Juliana, que ya estaba sollozando, se viniera
abajo de nuevo.
—Aún es pronto para preocuparse —dijo con
calma—. Todas sabéis que no es la primera vez que
Salomón y Nada no vienen a comer. Esto ha ocurri-
do otras muchas veces…
—Sí, pero otras veces no había venido a buscarlo
la Inquisición —la interrumpió Matilde con cara de
susto.
—Sí, claro, eso no lo puedo negar, pero tampoco
sabemos si lo han cogido, o simplemente se han
entretenido como otras veces —añadió Brígida sin
perder la calma—. Pensad que si lo hubieran cogi-
do, Nada habría venido rápidamente a avisarnos.
—Suponiendo que no la hubieran prendido tam-

236
El Juego De Dios

bién a ella —dijo Úrsula, que tenía la misma cara de


susto que su hermana.
—No, no lo creo. Sólo se han interesado por
Salomón… ¿No te han aclarado a qué tipo de escri-
to se referían? —preguntó a Juliana.
—¡Cómo voy a saberlo… no les he preguntado!
He dicho que lo conocíamos, que algunas veces
venía por aquí, pero que yo no sabía nada de él…
¡Ni siquiera sé aún cómo he podido darles conver-
sación y aparentar normalidad...! ¡Me temblaban las
piernas, estaba muerta de miedo! —concluyó,
echándose a llorar de nuevo.
—Has sido muy valiente, Juliana, yo no habría
sabido reaccionar tan bien como tú —dije para ani-
marla.
—Sí, has sido muy valiente —reiteró Brígida—,
y gracias a tu sangre fría sabemos que esos hombres
venían en nombre de la Inquisición y podemos
actuar al respecto… Si no hubiera sido por ti, nos
habrían pillado de sorpresa.
—¡¡Pero vienen a por nosotras!! —gritó Juliana,
desconsolada.
—De momento buscan a Salomón, y hay que pro-
curar que no lo encuentren.
Brígida me miró con un gesto de preocupación en
su rostro. Lo que acababa de verbalizar Juliana esta-
ba en el ánimo de todas. Si se llevaban a Salomón,
nosotras seríamos las siguientes. Aunque quizá no

237
Rosa Villada

todas, quizá Juliana y sus hijas, incluso Nada,


pudieran salvarse.
Brígida pareció leer los sombríos pensamientos
que anidaban en mi interior, y se apresuró a tomar
las riendas de la situación.
—Bien, daremos un margen hasta la noche para
ver si regresan. Si no es así, habrá que tomar otras
medidas. La primera de ellas, buscarlos y saber qué
les ha pasado… De todas formas, yo espero que
vuelvan… Creo que van a volver.
—¿Y qué hacemos hasta la noche? —preguntó
Matilde.
—Dar las clases que tuvierais previstas. Hay que
aparentar completa normalidad… Aunque podéis ir
dejando caer que vuestra madre y vosotras os vais a
ir de viaje a visitar a unos parientes, y quizá haya
que suspender por un tiempo las clases.
Juliana y sus hijas se miraron entre sí y asintieron
con la cabeza. Yo miré a Brígida y también hice un
gesto de asentimiento. Me parecía buena idea alejar
de allí a las tres mujeres si las cosas se ponían feas.
Cuando abandonaron la estancia, Brígida y yo
nos miramos sin atrevernos a decir nada. En reali-
dad no teníamos nada que decir, ambas sabíamos
que la Inquisición podría llegar en cualquier
momento.
Yo lo sabía desde que había decidido acompañar-
la a París, y a pesar de que habíamos gozado de un

238
El Juego De Dios

periodo de tranquilidad, la sombra del Santo Oficio


siempre gravitaba, como espada de Damocles, sobre
nosotras.
Sin necesidad de palabras, seguí a Brígida al
escritorio y empezamos a esconder las copias del
libro de Margarita Porete bajo unas maderas que
levantamos del suelo. Cuando estábamos ocupadas
en este menester, escuchamos las risas de Salomón
y Nada, bromeando como siempre.
Con paso rápido, Brígida y yo nos dirigimos a la
puerta. Al ver nuestras caras, Nada se detuvo en
seco y preguntó:
—¿Pasa algo?
—La Inquisición ha venido a buscar a Salomón
—le respondió Brígida con gesto preocupado.

239
Capítulo XIV

SALOMÓN RECIBIÓ LA NOTICIA con el rostro demuda-


do. Brígida le puso en antecedentes de todo lo que
había pasado esa mañana, bajo la atenta mirada de
Nada, que tenía aún más cara de susto que él.
Después de un tenso silencio, nuestra joven amiga
preguntó:
—¿Y qué vamos a hacer? No podemos quedarnos
de brazos cruzados esperando a que lleguen otra vez
para llevárselo.
—Tengo que dejar París, alejarme por un tiempo
de aquí… y de vosotras —dijo Salomón con resolu-
ción.
—Si tú te vas, yo me voy contigo —añadió Nada,
mirándonos alternativamente a Brígida y a mí.
—Es peligroso que vengas —dijo él dirigiéndose
a Nada.
—Y también es peligroso que me quede —le con-
testó ella con rapidez.
Todos nos quedamos en silencio, supongo que
cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Yo
no quería dramatizar ni echar más leña al fuego,
pero me daba cuenta de que no se trataba de ningu-
241
Rosa Villada

na broma, y de que nuestras vidas podían estar en


peligro. Fue Brígida la que empezó a hablar de
nuevo.
—Nada tiene razón, la situación es peligrosa,
tanto si nos vamos como si nos quedamos. Salomón
tiene que irse, alejarse de París, eso está claro…
—Y yo me voy con él —la interrumpió Nada.
—Vamos a pensarlo con calma y a no tomar deci-
siones precipitadas. Por lo pronto, le he dicho a
Juliana, Úrsula y Matilde que se despidan de sus
alumnas y les digan que se suspenden las clases pro-
visionalmente, porque se tienen que marchar de
viaje a visitar a unos parientes.
—Me parece muy buena idea. ¿Cómo se lo han
tomado? —preguntó Salomón.
—Te lo puedes imaginar —respondí yo—; están
muy asustadas. Sobre todo Juliana, que es la que
recibió la noticia. Menos mal que, gracias a su san-
gre fría y a su anterior posición social como viuda
de su marido, pudo sonsacar a los dos hombres sin
levantar sospechas y nos enteramos de lo que querí-
an. Pero cuando Brígida y yo llegamos a casa esta
mañana, se había venido abajo y estaba muy altera-
da, lo mismo que sus hijas.
—¿Qué piensan de lo de marcharse? —preguntó
Nada.
—Aún no lo hemos concretado, es sólo una posi-
bilidad que se me ocurrió sobre la marcha —respon-

242
El Juego De Dios

dió Brígida—. Pero yo creo que no les causaría nin-


gún trastorno irse de viaje en estos momentos. Al
contrario, creo que les vendría bien alejarse de aquí,
y además, sería lo más conveniente.
—Bien —dijo Nada, que empezaba a impacien-
tarse—. Juliana y sus hijas se pueden ir a visitar a
algún pariente…
—Si es que ellas están de acuerdo —añadí yo.
—Claro, si es que ellas están de acuerdo… Pero
lo estarán —vaticinó Nada—. Y ahora mi pregunta
es, ¿qué hacemos los demás? Yo ya he dicho que si
Salomón se va, me voy con él… No quiero dejarlo
solo —añadió mirándolo con ternura, a modo de
explicación.
De nuevo permanecimos unos momentos en
silencio, hasta que un fuerte suspiro de Brígida, que
precedió a sus palabras, lo rompió.
—Creo que os deberíais marchar los tres juntos…
Tú también, Valentina.
—¡De eso nada! —protesté yo con energía—.
¿Qué piensas hacer tú…? Yo me quedo contigo, y si
vas a ir a algún sitio, yo te acompaño. No voy per-
mitir que te quedes sola en este trance.
—Yo no voy a ninguna parte —dijo Brígida,
rotundamente—, no pienso huir. Ya huí una vez y no
pienso volver a hacerlo… Pero creo que es mejor
que tú también te vayas con ellos —añadió, diri-
giéndose a mí.

243
Rosa Villada

—Pero ¿por qué? —seguí quejándome—. ¿Por


qué tengo que irme a ningún sitio? ¡A mí no me
busca la Inquisición!
—Precisamente por eso. De momento, al único
que buscan es a Salomón, pero no tenemos muy
claro cuál es el delito que ha cometido.
—¿Delito? —preguntó un poco alterado—. ¡No
he cometido ningún delito!
—Eso ya lo sé —subrayó Brígida—. Me refiero a
lo que la Inquisición considere un motivo para inte-
rrogarte… A Juliana no le aclararon mucho, y tam-
poco ella quiso preguntar más para no levantar sos-
pechas. Los dos hombres se refirieron a un escrito
del que tú eras autor. ¿Tienes idea de qué escrito
puede ser ese? —preguntó a Salomón.
—¡Vete tú a saber! —respondió él—. Puede ser
cualquiera de los muchos escritos que he elaborado
en los últimos años sobre el movimiento del Libre
Espíritu, que el Santo Oficio considera una here-
jía… Puede ser cualquier cosa, y no tengo ni idea de
cómo habrá podido llegar a sus manos, pero se lo
habría dado cualquiera de las muchas personas con
las que he hablado acerca de este asunto… Lo que
sí parece claro es que el motivo por el que quieren
interrogarme no está relacionado con las copias del
libro de Margarita Porete, puesto que aún no las
hemos difundido… Pero eso tampoco es seguro,
puede ser todo una artimaña para llegar al Espejo.

244
El Juego De Dios

—¡Ahí es donde quería incidir! —dijo Brígida


con énfasis—. No parece que puedan relacionarte
con Margarita, y eso es una buena señal.
—A mí no pueden relacionarme —dijo
Salomón—, pero a ti sí.
—¡Claro, esa es la cuestión! De todos nosotros,
sólo a mí pueden relacionarme directamente con
Margarita. Por eso creo que lo mejor es que os
vayáis los tres, y yo me quede aquí sola. Seguiré con
mi vida normal, acudiendo a los hospitales, relacio-
nándome con las mujeres a las que enseño a leer…
Como si no hubiera pasado nada. Y vosotros des-
aparecéis de aquí… al menos por algún tiempo.
—Me parece bien que Salomón se vaya, puesto
que es a él al que buscan. Incluso me parece bien
que Nada le acompañe, si es eso lo que ella quiere,
pero ¿por qué tengo que irme yo? Esta también es
mi casa. Cuando vine a París contigo —afirmé con
energía, dirigiéndome a Brígida— ¡sabía a lo que
me arriesgaba, tú me lo dijiste! ¿Por qué tengo que
marcharme? ¡Yo tampoco quiero huir!
—Brígida lleva razón —intervino Nada—, a ella
es a la única que pueden relacionar con Margarita.
¡No sabemos qué va buscando la Inquisición, ni qué
sabe realmente, ni hasta qué punto nos conoce y
tiene información sobre nuestras actividades! ¡Los
dos hombres que han venido pueden estar mintien-
do! Es mejor que nos separemos provisionalmente.

245
Rosa Villada

No tendría ningún sentido que nos cogieran a todos


juntos, todos nuestros proyectos se irían a pique, y
por encima de todos los peligros, hay que seguir con
lo que estamos haciendo. Esa es nuestra razón de ser
en la vida… al menos de la mía —añadió con voz
emocionada—. Me ha costado mucho tiempo y
mucho sufrimiento saber qué hacía en este mundo,
cuál era mi lugar… y ahora que lo sé, no voy a per-
mitir que nadie me lo arrebate.
Las palabras de Nada nos emocionaron a todos.
Nuestra joven amiga tenía razón. Al margen del
peligro, teníamos que seguir haciendo lo que nos
dictaban nuestros corazones. Teníamos que seguir
siendo beguinas y continuar con los proyectos de
nuestras almas, aun a costa de nuestras propias
vidas. Todo lo demás era secundario.
Después de unos momentos de reflexión, fui yo la
que rompió el silencio para insistir en mi punto de
vista.
—Bien, de acuerdo, es peligroso que nos quede-
mos aquí con Brígida. ¿Y no es peligroso que nos
vayamos con Salomón? —intenté razonar—. ¡Al fin
y al cabo, es a él a quien buscan!
—Sí hay que reconocer que también es peligroso
que vengáis conmigo —dijo él—. Quizás sería
mejor que yo me fuera solo, y Valentina y Nada se
marcharan juntas por otro lado.
—¡Yo me voy contigo —insistió Nada—, y no

246
El Juego De Dios

pienso discutirlo más! Me parece muy bien que


hablemos entre nosotros sobre las distintas opciones
a seguir, pero creo que cada uno debe decidir por sí
mismo lo que quiere hacer con total libertad. ¿No es
eso lo que me habéis enseñado? Si desde que os
conozco me habéis estado diciendo que no debo
someterme a los dictados de nadie, ¿cómo es que
ahora no puedo decidir por mí misma?
Brígida soltó una sonora carcajada. Su reacción
nos pilló de sorpresa, pero tuvo la virtud de disten-
der el ambiente, y después de cruzar miradas entre
nosotros, todos la secundamos y empezamos a reír-
nos.
Era una risa nerviosa que denotaba el estado de
excitación y de inquietud que, sin duda, teníamos
por dentro. Yo lo tenía, y sin embargo, no podía
parar de reír, como si estuviera viviendo la situación
más graciosa del mundo. Supongo que era un meca-
nismo de defensa, una forma de soltar la tensión,
pero le vino muy bien a mi cuerpo y a mi espíritu.
—¡Vaya con la señorita! —afirmó Brígida, en un
tono de broma—. Mira qué bien se aplica las ense-
ñanzas cuando quiere.
—Lo cierto es que lleva razón —añadí yo—. No
sabemos realmente a lo que nos enfrentamos, y
todas las opciones parecen peligrosas. Que la
Inquisición haya llamado a las puertas de esta casa,
busque a quien busque, es algo peligroso para todos.

247
Rosa Villada

Creo que cada uno debe decidir por sí mismo,


sabiendo lo que se juega y haciéndose responsable
de su decisión, pase lo que pase.
—Yo me quedo aquí. No pienso huir —afirmó
Brígida, rotundamente.
—Yo iré a Chartres. —dijo Salomón—. Tengo un
amigo de la Universidad allí, que estudió Medicina.
Estábamos muy unidos, su forma de pensar era
similar a la mía. Lo buscaré… y luego ya veremos.
De momento, eso me alejará de París.
—¡Yo voy contigo! —gritó Nada, sonriendo y
abrazando a Salomón como si fuera una cría peque-
ña que por fin se ha salido con la suya.
Todos nos reímos nuevamente de su actitud
espontánea. Después se hizo un silencio, mientras
todas las miradas se posaban en mí. Yo sonreí ante
la expectación que estaba despertando, pero perma-
necí callada. Ya no tenía las cosas tan claras como
un momento antes.
Mi intención de quedarme en París con Brígida,
como había manifestado con anterioridad, ya no me
resultaba tan nítida desde el momento en que
Salomón había apuntado la posibilidad de dirigirse
hacia Chartres.
Al mencionar esta ciudad, la imagen de Yago vol-
vió a aparecer en mi mente con intensidad, provo-
cándome una gran inquietud interna. Sus cabellos
rubios, sus ojos verdes, su encantadora sonrisa,

248
El Juego De Dios

parecían llamarme desde algún lugar escondido de


mi interior. Y lo peor es que yo no podía ignorar ni
resistirme a esa llamada.
Permanecí pensativa, en silencio, durante un rato
que me pareció eterno. Sentía clavadas las miradas
de los demás, esperando una respuesta por mi parte.
Sin saber qué decir, levanté los hombros en un gesto
que pretendía mostrar mi incertidumbre. Brígida,
que parecía estar al tanto de mis sentimientos, me
echó una mano y, dirigiéndose a Salomón y a Nada,
concluyó:
—Creo que ésta es una decisión muy importante
y Valentina debería meditarla con calma. Lo que
decidamos hay que hacerlo pronto, pero no antes de
mañana. Sugiero que lo pienses esta noche —aña-
dió, mirándome los ojos.
A continuación, la conversación empezó a des-
arrollarse entre ellos sobre cuestiones prácticas del
viaje a Chartres. Pero yo no estaba en esos momen-
tos para ocuparme de esos asuntos. El conflicto que
tenía se ubicaba en mi interior, por tanto me despe-
dí de ellos, con una sonrisa de agradecimiento, y me
retiré a mi habitación.
Cuando estuve sola, sin saber muy bien por qué,
empecé a llorar. “Pero ¿qué te pasa?”, me interro-
gué…Y no supe la respuesta. Lo único que sabía es
que estaba triste y que la imagen de Yago, que yo
creía enterrada en el fondo de mi corazón, se asoma-

249
Rosa Villada

ba a la superficie de mi alma reclamando una aten-


ción y un protagonismo que yo no sabía si quería
concederle.
Lo cierto es que esa imagen había trastocado mis
planes por completo. Sólo unos momentos antes yo
estaba decidida a quedarme con Brígida en París.
¿Por qué la simple y remota posibilidad de encon-
trar a Yago en Chartres me había hecho cambiar de
idea?
No entendía muy bien el proceso que se estaba
desarrollando en mi interior. ¿Qué es lo que preten-
día? ¿Buscar a Yago en Chartres? ¿Y si no lo encon-
traba? ¿Y si lo encontraba? Esta última posibilidad
me asustó. ¿Qué iba a hacer si encontraba a Yago...?
¿Iba a quedarme a vivir con él?
Me había hecho beguina por convicción y así que-
ría morir, como beguina. No quería ser la esposa de
nadie, no quería depender de nadie. Ni siquiera de
él. No quería arrojar por la borda mis más íntimas
convicciones para vivir junto al hombre que amaba.
Este último pensamiento me provocó auténtico
pánico. ¿Realmente amaba a Yago? ¿Seguía amán-
dolo a pesar del tiempo transcurrido? Me di cuenta
de que no estaba en condiciones de responder a esas
preguntas, y quizás precisamente por eso, me dije,
es por lo que debería ir a Chartres a buscarlo.
Una llamada a mi puerta interrumpió mis refle-
xiones.

250
El Juego De Dios

—¿Puedo entrar? —preguntó Brígida.


—¡Claro que puedes entrar! Te agradecería
muchísimo que me ayudases a aclarar mis ideas —
respondí con sinceridad.
Brígida entró en mi habitación y pasó una mano
por mi pelo, acariciándolo. Me sonrió y después de
sentarse junto a mí, me dijo:
—No creo que yo pueda ayudarte a aclarar tus
ideas, porque me parece que no es a tu cabeza a la
que debes escuchar en estos momentos, sino más
bien atender a lo que te dicte tu corazón.
Al oír sus palabras, se me hizo un nudo en la gar-
ganta, y empecé a llorar con gran desconsuelo.
Brígida permitió que diera rienda suelta a mis senti-
mientos, y cuando me hube calmado un poco, me
preguntó con cariño:
—Porque se trata de Yago, ¿no? Cuando has oído
que Salomón se dirigía a Chartres es cuando ha
empezado tu confusión.
—Sí, así es… No sabría explicártelo. Una parte
de mí tiene las ideas claras, quiere quedarse contigo
en París… Pero otra parte me dice que debo ir a
Chartres y buscar a Yago… Me dice, incluso, que lo
encontraré… Pero a partir de ahí no soy capaz de
ver nada. Todo es oscuridad.
—No puedo ayudarte, Valentina, es una decisión
que debes tomar tú sola. Aunque creo que tu cora-
zón ya la ha tomado, y tú no le dejas expresarse.

251
Rosa Villada

—¿Crees eso? ¿Crees que debo ir a Chartres? —


pregunté intrigada por la claridad con que Brígida
veía las cosas cuando a mí me resultaban oscuras.
—Lo que creo, sinceramente, es que un episodio
muy importante de tu vida, que tú has enterrado bajo
la alfombra del alma, está luchando por salir a la luz
y está reclamando un lugar en tu existencia. Pero no
un lugar frío y oscuro, como el sitio donde se
encuentra ahora relegado este episodio —añadió
con un brillo especial en sus ojos color miel—, sino
un lugar preferente en tu corazón, que es donde
debería estar por derecho propio.
Aunque no sabía cómo, las palabras de Brígida
estaban actuando como un bálsamo para mí. Como
uno de esos ungüentos que aplicábamos en las heri-
das abiertas y supurantes de las personas que aten-
díamos en los hospitales, para llevarles nuestro con-
suelo y calmar su dolor.
—La priora de Santa Clara te arrebató la posibili-
dad de vivir con Yago. No fue algo que tú eligieras,
sino que te fue impuesto… Y no se debe imponer a
nadie ninguna decisión que afecte a su propia vida,
porque eso es un pecado. ¡Eso sí que es un pecado,
y no muchas de las tonterías que se inventa la
Iglesia para tener asustados y sometidos a sus fieles!
Sus palabras me hicieron llorar de nuevo. Por un
instante reviví otra vez aquellos momentos de
angustia en el convento, y la rabia y el resentimien-

252
El Juego De Dios

to hacia la priora se apoderaron de mí. Nuevamente


Brígida pareció estar al tanto de mis sentimientos.
—No, Valentina, no hagas eso —me aconsejó con
ternura, acariciando mis mejillas mojadas por las
lágrimas—, no cargues con esos sentimientos. Todo
lo que salga de tu interior volverá de nuevo a ti
aumentado. Si emites pensamientos y sentimientos
de rencor, eso será lo que recibas en el futuro. Todo
lo que vivimos ahora está edificado sobre nuestro
pasado, y también será la base de nuestro futuro. No
te labres un futuro de odio y amargura, sino de ale-
gría y amor.
—¡Pero no puedo evitar sentir esa animadversión
y resentimiento hacia la priora! —dije sin dejar de
llorar.
—Vamos, deja ya de lamentarte. Sé que no es
fácil, pero fíjate en el ejemplo de Jesús cuando
desde la cruz dijo: “Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen”. Tú también debes perdonar, no
hay otro camino.
—¿Cómo podré perdonar a alguien que me ha
destrozado la vida? —pregunté con impaciencia.
—No, eso no es así. ¡Nadie destroza la vida de
nadie! No seas injusta contigo misma. Sé sincera,
¿tu vida está destrozada...? Yo creo que no —se res-
pondió ella misma—. Si te hubieras ido con Yago no
habrías vivido nada de lo que has vivido después.
No me habrías conocido, no serías beguina… No te

253
Rosa Villada

habría sucedido ninguna de las cosas maravillosas


que te han ocurrido después… Deberías estar agra-
decida a aquella mujer que, sin saberlo, te ha obliga-
do a enfrentar tu propio camino.
—¿Encima tengo que darle las gracias? —bro-
meé más tranquila y de mejor humor.
—¡Pues sí, mira, deberías agradecerle su inter-
vención! —añadió sonriendo—. Veo que ya lo vas
captando.
—No lo creas, no capto nada. Me hace gracia tu
razonamiento. Según tú, tenemos que dar las gracias
a todos aquellos que nos dañan o nos hacen la vida
imposible.
Brígida soltó una sonora carcajada, como sólo
ella sabía hacerlo. La misma risa exagerada que le
había valido el sobrenombre de “La Loca”. Como si
intuyera lo que yo estaba pensando, empezó a hacer
muecas con la boca y a poner los ojos en blanco,
hasta que no tuve más remedio que reírme de sus
payasadas.
—Bueno, así está mejor —dijo—, ese es un esta-
do de ánimo más adecuado para lo que voy a decir-
te.
Hice un gesto de extrañeza y ella continuó:
—No, no es nada nuevo, te lo he dicho ya otras
veces, pero quizás ahora lo comprendas mejor. La
priora de tu convento sólo hizo lo que tenía que
hacer… Sólo hizo su papel de contrincante tuya en

254
El Juego De Dios

el juego de la vida… y lo hizo muy bien, por cierto.


Quise protestar, pero Brígida me lo impidió lle-
vándose el dedo índice a los labios, en un gesto para
que me callase y la dejase seguir hablando.
—Te he dicho muchas veces que la vida puede
asemejarse a un gran relato cósmico que Dios escri-
be, en el que cada uno de nosotros representa un
personaje, y hace un papel con respecto a los demás.
Y no es que unos tengan los mejores papeles de
héroes y a otros les haya tocado en el reparto los
peores, los de villanos y malas personas. No, todos
somos a la vez buenos y malos. Todos llevamos
dentro luz y oscuridad, y todos hacemos algún papel
en la vida de los que nos rodean… Y a veces nos
toca hacer de personaje malvado y lo hacemos.
¡Hacemos nuestro papel!, que no es ni más ni menos
que el que el otro necesita para encontrar su camino.
—¿Y cuando uno encuentra su camino por fin?
—pregunté con escepticismo.
—Cuando uno encuentra su camino y hace lo que
debe hacer, lo que ha venido a hacer en esta vida, ya
no necesita obstáculos ni malvados que le pongan
en su sitio. ¡Así de fácil!
—Ya —dije con poca convicción—. Es una
forma de ver la vida. Me gustaría verla como tú, y
me gustaría no sentir la angustia que ahora siento
por dentro ante la decisión que debo tomar.
—¿En serio crees que aún tienes que decidir

255
Rosa Villada

algo? ¿Que no ha decidido ya tu corazón? —me pre-


guntó con un tono de extrañeza en la voz.
No respondí, aunque en el fondo de mi alma sabía
que Brígida llevaba razón y que algo dentro de mí
había decidido, desde el primer momento, viajar con
Nada y con Salomón a Chartres. Suspiré profunda-
mente antes de decir:
—Sí, tienes razón, iré con ellos a Chartres.
Brígida me dedicó una cálida sonrisa y me abrazó.
—¡Esta es mi niña! —dijo alborozada.
Le devolví la sonrisa y el abrazo, sintiendo cuán-
to quería a aquella loca de Dios, que se había cruza-
do en mi camino y a la que tanto debía. Brígida se
levantó, me pidió que durmiera y descansara un
poco y se dirigió hacia la puerta. Antes de que salie-
ra de mi habitación, le dije con convicción:
—No quiero dejar de ser una beguina.
—¡No tienes por qué hacerlo! —respondió ella,
volviendo sobre sus pasos—. ¿Acaso crees que no
se puede amar a un hombre siendo una beguina?
¡Por Dios, chiquilla, qué cosas se te pasan por la
cabeza! Una beguina es, ante todo, el amor de Dios
en acción. ¡No tienes que renunciar a ser tú misma
para amar a un hombre! Si lo hicieras, eso no sería
amor… Sería otra cosa… acomodo social, contrato,
costumbre, renuncia, sometimiento, apego, pero no
sería amor. El auténtico Amor, con mayúsculas, lo
es todo o no es nada. Es expansión del espíritu —

256
El Juego De Dios

añadió como en éxtasis—, es grandeza sin límites,


inabarcable, indescriptible, no hay nada que lo suje-
te. Ni siquiera el corazón humano lo puede contener,
porque es más, mucho más de lo que podamos sen-
tir o imaginar desde nuestro actual estado de con-
ciencia…Y no tiene edad, y no está sometido a los
vaivenes del espacio o del tiempo. Cuando se ama,
cuando el amor es verdadero, lo es para siempre…
Porque el Amor ES, no hay nada fuera de él. Por eso
Dios es infinito Amor…
Me quedé impresionada por sus palabras. Nunca
la había oído hablar así, nunca me había mostrado
su grandeza interior de esa manera. Sonrió. Yo me
quedé muda, sin saber qué decir. Finalmente, balbu-
ceé unas palabras:
—No sabía que supieras tanto del amor.
—¡Y cómo no voy a saberlo, si estoy enamorada
del Amor de Dios!… Sólo soy una pobre loca de
amor a Dios.
Brígida se encaminó de nuevo a la puerta y, antes
de salir de mi habitación, me dijo con la mejor de
sus sonrisas y un brillo intenso en sus ojos:
—Informaré a Nada y a Salomón de tu decisión
de acompañarlos a Chartres.

257
Capítulo XV

ME RESULTÓ MUY DURO DESPEDIRME de Brígida antes


de partir hacia Chartres. Todos los preparativos se
hicieron con mucha rapidez, y al día siguiente de
que la Inquisición se interesara por Salomón,
emprendimos nuestro incierto viaje sin saber a
dónde nos conduciría o si regresaríamos.
Cuando salimos de nuestra casa en París, Juliana
y sus dos hijas también ultimaban los preparativos
para irse a visitar a unos parientes que vivían en el
norte de Francia, cerca del Monte San Michel. Me
despedí de ellas con un fuerte abrazo y Matilde me
dijo, emocionada:
—No te preocupes, estoy segura de que volvere-
mos a vernos. Nuestra separación es provisional, ya
verás como volvemos a juntarnos otra vez en París,
en esta casa.
—Seguro que sí —respondí sin terminar de creér-
melo.
Mientras Salomón y Nada acababan de preparar
los víveres que llevaríamos para el viaje, Brígida
hizo un aparte conmigo y me reprochó cariñosa-
mente mi cara de circunstancias.
259
Rosa Villada

—Vamos, cualquiera diría que vas a un funeral.


¿A qué viene esa cara? No pierdas la alegría, porque
es uno de los mayores tesoros que tenemos en esta
vida. Mira a Salomón y a Nada, a él lo persigue la
Inquisición, ella tiene el corazón destrozado, y sin
embargo míralos, parecen dos críos que están ale-
gres porque salen de excursión. ¡Nunca los había
visto tan felices!
—Ellos se tienen el uno al otro —dije sin pensar
mucho en mis palabras.
—Y también te tienen a ti, y tú a ellos, y a mí…
Sé por qué estás triste —añadió secándome una
lágrima que se deslizaba, furtiva, por mi mejilla—.
Crees que no volveremos a vernos, ¿es así?
Asentí y mantuve mis ojos fijos en el suelo. Sabía
que si la miraba a ella, me echaría a llorar sin reme-
dio.
—Pues te equivocas —subrayó Brígida con con-
vicción—. Yo estoy absolutamente convencida de lo
contrario. Sé que volverás.
—¿Cómo lo sabes, acaso eres adivina? —pregun-
té, intentando forzar una sonrisa.
—Así es, señorita, ¿cómo es que todavía no te
habías dado cuenta? —bromeó—. Sé exactamente
lo que va a pasar en cada momento.
Sin poder evitarlo, empecé a hacer pucheros y
Brígida me abrazó y me pidió que llorase todo lo
que quisiera.

260
El Juego De Dios

—No intentes ocultar tus sentimientos.


Desahógate y deja que las lágrimas limpien los rin-
cones ocultos de tu alma… ¿Por qué piensas que no
vamos a vernos más?
—No lo sé —respondí más tranquila—. En reali-
dad no es eso lo que pienso, me resulta imposible
pensar que nuestra vida en común termina en estos
momentos.
—Entonces, ¿dónde está el origen de tu tristeza?
Mira en tu interior, sé sincera contigo misma y des-
cubre qué es lo que te preocupa realmente.
Permanecí unos instantes en silencio, intentando
poner una luz en la negra oscuridad que se cernía en
mi interior. Suspiré profundamente varias veces
seguidas, y algo dentro de mí empezó a hablar, aun-
que parecía que no era yo quien pronunciaba las
palabras.
—Tengo miedo —dije con seguridad—. Tengo
miedo de enfrentarme al futuro. Miedo de encontrar
a Yago, miedo de no encontrarlo. Miedo de cómo va
a reaccionar él si lo encuentro… y auténtico pánico
de cómo voy a reaccionar yo misma en el caso de
que lo encuentre, o de que no sea así. Eso es lo que
me pasa, que tengo miedo ante lo que pueda venir
en el futuro.
—Tener miedo es algo muy normal y muy huma-
no. Todo el mundo lo tiene en algún momento —
afirmó Brígida, sonriendo—. Eso no es nada grave,

261
Rosa Villada

es una emoción muy cotidiana con la que hay que


bregar continuamente.
—¿Pero cómo puedo vencer ese miedo? —pre-
gunté con cierta desesperación.
—¡De ninguna manera! —respondió Brígida—.
Al miedo no se le puede vencer, hay que convivir
con él. No es una cuestión de derrotarlo, sino de
atravesarlo, de pasar a través de él aunque te tiem-
blen las piernas.
—¡No lo entiendo! —dije, un tanto perpleja.
—Es muy fácil de entender —respondió ella con
una sonrisa que me pareció condescendiente—.
Imagina que el miedo es como un oscuro y omino-
so bosque. Está ahí, ante ti, y no puedes eliminarlo.
Lo que sí puedes hacer es atravesarlo. Lo miras, te
acercas a él, y aun con el corazón encogido, te dis-
pones a atravesarlo. El bosque te envuelve, la oscu-
ridad está por todas partes pero tú sigues adelante,
no permites que te paralice… Si consentimos que el
miedo nos paralice —añadió con un tono de voz
contundente—, que nos impida hacer lo que tene-
mos que hacer, entonces nos atrapa y nos inmovili-
za. Pero si a pesar de sentir miedo seguimos nuestro
camino y atravesamos la oscuridad del bosque, éste
dará paso enseguida a un luminoso prado.
—¡Dicho así suena muy fácil! —le dije a Brígida.
—Pues no lo es, no te dejes llevar por las aparien-
cias —me advirtió—. No es nada fácil atravesar

262
El Juego De Dios

nuestros miedos, pero no hay otro remedio. O con-


vivimos con ellos, o acaban con nosotros, con nues-
tra voluntad. Y una persona sin voluntad no es nada,
es sólo un monigote, una marioneta que todo el
mundo mueve a su antojo, un muerto viviente, un
juguete del destino.
Me quedé pensativa unos instantes, reconociendo
que las palabras de Brígida, como en otras ocasio-
nes, habían actuado como un bálsamo para mi dolo-
rida alma. Aun sin saber muy bien por qué, mi tris-
teza estaba levantando el vuelo y en el horizonte
aparecía un día menos nublado, más luminoso.
Antes de dar por finalizada la conversación,
Brígida me dijo:
—Estaré esperándote en París, aquí en casa… Sé
que nuestros destinos caminan de la mano. Lo sé desde
que te vi la primera vez en el hospital de San Antón…
No te librarás de mí tan fácilmente —bromeó.
—¿Y si por cualquier circunstancia, que Dios no
lo quiera, tienes que huir de París? —pregunté
dejando que el miedo me asustara una vez más.
—Si tuviera que dejar París, me encaminaría
hacia Chartres y te buscaría… Pero no te preocupes,
seguro que estaré aquí esperándote. Sé que volverás
cuando tengas que hacerlo. Déjate guiar por tu cora-
zón, por tu intuición. No vas a encontrar una luz que
te ilumine mejor que tu propia luz interior. Confía
en ella, porque es la Luz de Dios.

263
Rosa Villada

EL VIAJE A Chartres duró sólo cuatro días. La ruta


que utilizamos estaba muy concurrida, porque era
una vía del Camino de Santiago francés que se uti-
lizaba para la peregrinación hacia España.
Los peregrinos visitaban la famosa catedral de
Chartres y desde allí iban a Tours, donde había naci-
do y estaba enterrado mi hijo, y luego, siguiendo la
vía Turonense, llegaban a San Jean Pied de Port para
entrar por Roncesvalles al reino de Navarra.
¡Qué cantidad de recuerdos me traía esa ruta que
Brígida y yo habíamos recorrido para llegar a París,
aunque siguiendo la vía de Orleáns! Sólo habían
transcurrido dos años, pero me parecía que había
pasado mucho tiempo.
Seguramente porque yo no era ya la misma joven,
inocente e inexperta, que había dejado el convento
de Santa Clara de Medina de Pomar. Desde enton-
ces había tenido que enfrentarme a muchas expe-
riencias. ¡Mi vida había cambiado tanto en esos dos
años!
Nuestra presencia en esa ruta no llamó la aten-
ción. Éramos tres peregrinos más que nos dirigía-
mos a Chartres para admirar su famosa catedral.
Nada y yo habíamos dejado nuestras túnicas blancas
de beguinas en París para no levantar sospechas
sobre nuestra identidad. Vestíamos como cualquier
otra peregrina gracias a las ropas que nos habían
facilitado Juliana y sus hijas.

264
El Juego De Dios

En el momento en que salimos de París, acababa


de empezar la primavera. Las tardes alargaban sus
horas de luz, y el tiempo era ideal para viajar a pie,
como íbamos nosotros. No hacía demasiado frío ni
demasiado calor. Sólo el último día refrescó un poco
y llovió con fuerza, provocando que nos calásemos
hasta los huesos.
Aunque caminábamos juntos, yo tenía la sensa-
ción de que no éramos tres, sino dos más uno. Una,
en este caso, pues a veces me daba la impresión de
que estaba totalmente de sobra. Y no era porque
Salomón y Nada me hicieran de lado. Al contrario,
iban todo el rato pendientes de mí. Pero existía tanta
complicidad entre ellos que cuando los veías juntos
parecía que los demás sobrábamos, que ellos no
necesitaban a nadie más.
Según recuerdo ahora, tampoco yo ponía mucho
de mi parte para integrarme con ellos. Siempre iba un
paso por detrás, taciturna, pensativa, dándole vueltas
en la cabeza a cosas que, en esos momentos, aún no
podía conocer, ni sabía cómo se iban a desarrollar.
Ni Salomón ni Nada sabían de la existencia de
Yago. Aunque me unía una gran amistad con Nada
hasta que Salomón apareció en nuestras vidas, yo
nunca le había comentado nada de mi pasado. Como
ella tampoco hablaba del suyo, se estableció una
especie de pacto no verbalizado por medio del cual
jamás hablábamos de nuestra vida anterior.

265
Rosa Villada

Tampoco había hablado con Salomón de Yago, ni


de que había tenido un hijo suyo, ni de que me había
escapado de un convento. Era como si la vida que
llevábamos siendo beguinas en París hubiera dado
comienzo en el momento en que nos habíamos
encontrado.
El presente nos absorbía tanto, estábamos tan
inmersas en él, que no había tiempo ni espacio para
dedicarlo a los recuerdos. Sólo Brígida hablaba con
frecuencia de su pasado al lado de Margarita Porete,
y de todo el proceso que sufrió a manos de la
Inquisición. Los demás escuchábamos. Sin duda,
nuestras vivencias nos parecían nimias al lado de las
de ella.
Tengo que reconocer que el viaje a Chartres me
sentó bien. Desde que Brígida y yo habíamos salido
de Burgos y nos habíamos instalado en París, no me
había movido de los alrededores de nuestra casa. Y
hasta que no pisé el camino que nos conducía a
nuestro nuevo destino, no me di cuenta de lo que
echaba de menos la aventura del viaje.
Disfruté mucho caminando por aquellos parajes,
sintiendo el calor del sol o la humedad de la lluvia
en mi piel. Cada día recogía las gotas del rocío de la
mañana, y las extendía por mi cara, tal y como me
había enseñado Brígida, para evitar que me salieran
arrugas.
Se puede decir que reviví, respirando aquel aire

266
El Juego De Dios

primaveral y viendo cómo los campos se disponían


a vestirse con sus mejores galas. Me sentí realmen-
te integrada con los ciclos de la naturaleza, acogida
y protegida por la Madre Tierra.
Pero esta dicha que inundaba mi alma no me hacía
olvidar a Yago. Todo lo contrario. En contacto con la
naturaleza me sentía más cerca de él que nunca.
Comprendía perfectamente su alegría innata, la aus-
teridad con la que vivía. Comprendí que la vitalidad
que derrochaba nacía de su interior, y estaba al mar-
gen de sus posesiones terrenales, que eran escasas.
Recordé una conversación que tuvimos, en la que
me dijo que no eran las personas las que poseían a
las cosas, sino que eran las cosas las que poseían a
las personas, y que la cuestión no estaba en tener
mucho para vivir, sino en necesitar cada vez menos.
Toda la filosofía de vida que me había explicado
Yago, la experimenté por mí misma en aquel viaje.
Realmente, en aquellos cuatro días que tardamos en
llegar a Chartres, yo no necesitaba apenas otra cosa
para ser feliz que contemplar el cielo sobre mi cabe-
za y posar mis pies en aquellos acogedores caminos.
A pesar de que mi espíritu estaba en paz y mi
estado de ánimo no podía ser mejor, las piernas
empezaron a temblarme cuando divisamos las torres
de la catedral de Chartres. Nada y Salomón palmo-
tearon como dos niños. Al verlos tan contentos, no
pude evitar sumarme a su alegría, pero la procesión

267
Rosa Villada

iba por dentro. El miedo había vuelto a hacer presa


en mi interior, tiñéndolo de negros y sombríos pre-
sagios.
Una vez en la ciudad, empezamos a buscar a
Moisés, pues así era como se llamaba el amigo de
Salomón. Lo único que sabíamos de él es que tres
años antes había abandonado París, una vez finali-
zados sus estudios de Medicina, para irse a Chartres.
Desde entonces, Salomón no había tenido noticias
suyas, así que no teníamos ninguna seguridad de
que aún continuase en esa ciudad.
Se notaba que Chartres era un lugar próspero, un
importante centro comercial con mercados al aire
libre, impregnados por el bullicio de la gente. Al lle-
gar, admiré las nuevas murallas que se habían cons-
truido para contener a la numerosa población que
vivía a lo largo del río Eure. Me fijé especialmente
en sus casas de madera y en sus estrechas callejue-
las llenas de empinadas escaleras.
Después de descansar del viaje en una posada,
asearnos y cambiar nuestras ropas llenas de polvo,
nos encaminamos a un importante hospital que exis-
tía en la ciudad, y que acogía tanto a enfermos como
a pobres y peregrinos. Salomón dijo que ese era el
mejor lugar para empezar nuestra búsqueda de
Moisés, y no se equivocó.
Aunque estaba acostumbrada a desenvolverme
por los hospitales de París, el de Chartres me impre-

268
El Juego De Dios

sionó. Era enorme, y estaba ubicado entre su famo-


sa catedral y el río Eure. Aquel lugar era mucho más
que un hospital; era, como los llamaban en Francia,
una auténtico Hotel de Dios, una casa de acogida en
la que cabía todo el mundo. Me dio la impresión de
que la gente acudía allí no sólo para curarse las
enfermedades del cuerpo, sino también las del alma.
Una mujer nos dijo que esperásemos en una gran
sala, porque Moisés se encontraba en la Leprosería
—el lugar destinado a los enfermos contagiosos—,
y allí no podíamos entrar. Aguardamos casi una hora
y, finalmente, el médico se acercó hacia nosotros. Al
reconocer a su amigo, corrió hacia él con una gran
satisfacción reflejada en su rostro.
—¡Dios mío, qué alegría más grande! —dijo
mientras abrazaba a Salomón—. ¡No me lo puedo
creer! ¿Cuándo habéis llegado? —preguntó, mirán-
donos a los tres.
Salomón nos presentó como dos amigas suyas y,
un tanto atropelladamente, le hizo un resumen de las
circunstancias que rodeaban nuestro viaje, poniendo
énfasis en el hecho de que lo estaba buscando la
Inquisición.
Moisés le escuchaba atentamente, con gesto pre-
ocupado, y cuando Salomón finalizó su relato le
dijo:
—Bien, aquí podréis pasar desapercibidos. Os
alojaréis en mi casa; es modesta pero hay sitio para

269
Rosa Villada

todos. Yo prácticamente vivo aquí, en el hospital;


estoy agobiado de trabajo y si queréis, podéis echar-
me una mano. Todas las manos son pocas —añadió
con un gesto de resignación—. Este es un auténtico
Hotel de Dios, aquí viene todo el mundo buscando
consuelo, aceptación, comida… y un techo donde
guarecerse. No damos abasto.
—Mis amigas Valentina y Nada son beguinas —
confesó Salomón, mirándonos alternativamente a
ambas, como para obtener nuestro permiso—. Son
grandes conocedoras de las plantas y están acostum-
bradas a preparar ungüentos y brebajes medicina-
les…
—¡Alabado sea Dios! —le interrumpió, emocio-
nado, Moisés—. ¡La Divina Providencia ha guiado
vuestros pasos hasta aquí! Sed bienvenidos —con-
cluyó abrazando de nuevo a Salomón, y después a
nosotras.
Todos nos reímos de su gesto sincero y espontá-
neo, mientras Moisés, con las manos juntas y la
mirada hacia el cielo, no dejaba de dar gracias por la
inesperada ayuda que representaba nuestra presen-
cia.
Mientras continuaba hablando con nosotros, una
mujer vino a reclamar su presencia junto a un enfer-
mo moribundo. Él nos pidió que lo acompañásemos,
y de paso, dijo, nos enseñaría el hospital para que
pudiéramos empezar nuestro trabajo al día siguiente.

270
El Juego De Dios

Lo seguimos por un largo pasillo hasta llegar a


una sala con camas, que estaba atestada de gente.
Era difícil distinguir los que estaban enfermos de los
que estaban sanos, puesto que todos andaban mez-
clados.
—Este es uno de los problemas que tenemos —
nos dijo—. No hay manera de mantener cierto orden
y de separar los que realmente están enfermos sin
remedio, de los que sólo tienen una ligera dolencia,
o de los que están sanos pero son viejos, o pobres, o
las dos cosas, y no tienen dónde vivir ni nadie que
los cuide. Lo único que he podido conseguir es man-
tener en otra sala a los que padecen enfermedades
contagiosas… y ahí sí que no quiere entrar nadie. Ni
siquiera los familiares —añadió con un tono de tris-
teza—. Ahora mismo tengo la sala llena con perso-
nas que padecen una dolencia que no sé lo que es,
sólo sé que es mortal. Se están muriendo sin que yo
pueda hacer nada, y no quiero que cunda el pánico
entre el resto. Sólo con atenderlos a ellos ya no doy
más de sí…
—Yo te ayudaré con esos enfermos —dije con
determinación, sin tener conciencia de lo que en
realidad estaba diciendo.
Moisés se volvió hacia mí y pude ver en sus ojos
castaños una mirada de intenso agradecimiento. Se
quedó unos instantes en silencio, como si midiera el
alcance de mis palabras, y se rascó la barba que

271
Rosa Villada

cubría parte de su rostro y que denotaba que no se


había afeitado en varios días. Salomón y Nada tam-
bién me miraban sin hablar, como esperando la res-
puesta de Moisés a mi ofrecimiento.
—¿De verdad me ayudarías con los enfermos
contagiosos? ¡Puede ser peligroso! —dijo al fin.
—Si no lo es para ti, tampoco ha de serlo para mí
—respondí sonriendo, con una seguridad interior
que no sabía de dónde salía.
—¡Dios mío, sólo con que sonrías así a mis enfer-
mos podrás aliviar sus males! ¿Tú no serás un
ángel? —bromeó Moisés.
—¡Sí, claro que es un ángel! —dijo Nada, abra-
zándome—. Siempre lo había sospechado, pero
ahora no tengo la menor duda.
Sus palabras me hicieron sonrojar, pero Salomón
y Moisés las acogieron con muestras de alegría.
—Y además, aquí donde la ves, Valentina es una
extraordinaria partera —añadió Salomón—. Ha
ayudado a parir a muchas mujeres, y sabe preparar
ungüentos y pócimas para que puedan soportar el
dolor.
—A cada momento que pasa, estoy más conven-
cido de que ha sido la Divina Providencia la que os
ha guiado hasta este hospital… ¡Y todo gracias a la
Inquisición! ¡Si no es por el llamado Santo Oficio
—bromeó dirigiéndose a Salomón— no hubierais
venido a Chartres! Es lo que siempre dijimos, que-

272
El Juego De Dios

rido amigo:
—¡¡Que Dios escribe derecho con renglones tor-
cidos!! —dijeron los dos al unísono, terminando la
frase con una sonora carcajada.
Al llegar a una apartada sala atestada de personas
con aspecto de viejos, Moisés nos despidió en la
puerta.
—Es mejor que pase yo solo —nos dijo—. Este
hombre está moribundo, poco voy a poder hacer por
él. Lleva varios días agonizante y sólo busca un
poco de consuelo en sus últimos momentos, se des-
concertaría si entrásemos todos. Me gustaría poder-
le ofrecer un poco más de atención y cierta intimi-
dad para morir, pero como habéis visto, el hospital
está lleno de gente, de peregrinos que van de paso y
otros que se quedan aquí. Lo único que puedo hacer
por él es tomarle de la mano, hablarle… y cerrar sus
ojos después.
—No te preocupes —dijo Salomón—, daremos
una vuelta por la ciudad y volveremos cuando nos
digas.
Moisés nos pidió que regresáramos de noche con
nuestras cosas para ir a dormir a su casa. Allí, según
nos dijo, nos instalaríamos y podríamos seguir char-
lando un poco antes de descansar.
—Yo vengo para el hospital al amanecer…
Bueno, eso cuando no me quedo a dormir aquí
directamente… ¡Tendrás que madrugar! —añadió

273
Rosa Villada

dirigiéndose a mí.
—Eso no es una novedad —sonreí—. Estoy acos-
tumbrada a madrugar todos los días. Brígida me ha
enseñado que hay plantas que sólo se pueden reco-
lectar a la salida del sol.
—¿Quién es Brígida? ¿Otra beguina? —se intere-
só Moisés.
—Sí, otra beguina —respondí, sonriendo.
—Creí que la Inquisición había conseguido aca-
bar con vosotras, pero ya veo que no. ¡Bendito sea
Dios...! ¡Tenemos tantas cosas de las que hablar!
—¡No lo sabes tú bien...! ¿Sabes que esta Brígida
conoció y vivió con Margarita Porete? —dijo
Salomón, bajando la voz.
—¡No me lo puedo creer! —afirmó Moisés,
poniendo cara de asombro.
La mujer que había ido a buscar al médico apare-
ció otra vez reclamando su presencia, con un tono
de urgencia en la voz. Moisés entró corriendo en la
sala, y apenas si nos dio tiempo a verle dirigirse
hacia una cama antes de que volviéramos sobre
nuestros pasos por el largo corredor por el que habí-
amos llegado allí.
Los tres nos mantuvimos en silencio hasta que
salimos a la calle. El cielo se había despejado y los
rayos del sol calentaban todas las esquinas de aque-
lla bulliciosa ciudad, que respiraba vitalidad por los
cuatro costados.

274
El Juego De Dios

Ante aquel gentío que disfrutaba de la tarde lumi-


nosa era difícil asumir que tras los muros del hospi-
tal había tantas almas dolientes, que parecían vivir
en otro mundo. El contraste me pareció extraordina-
rio, propio de la diversidad y la grandeza de la vida.
Respiré profundamente el olor a tierra mojada que
había dejado la lluvia en el ambiente, y sin saber por
qué, me sentí dichosa al experimentar que mi exis-
tencia tenía un sentido. Aunque no supiera muy bien
cuál era.
Sugerí a Nada y a Salomón que entrásemos en la
catedral, y ellos aceptaron la idea con el mismo
entusiasmo con el que siempre vivían cualquier
cosa. Primero dimos una vuelta por fuera, a su alre-
dedor, admirando las esculturas y las representacio-
nes de escenas bíblicas, junto con otras cuyo mensa-
je parecía permanecer oculto a nuestros ojos profa-
nos.
Realmente, la catedral era preciosa, majestuosa,
parecía como si las piedras tuvieran vida propia y te
quisieran comunicar algún secreto que no se podía
decir con palabras, sino a través de símbolos que
hablaban directamente al corazón.
Intentando descifrar esos arkanos, me encaminé
con mis amigos al interior del templo y me quedé
paralizada. Allí, en el suelo de la nave central, esta-
ba el famoso laberinto del que me había hablado
Yago. Incrustado en el enlosado, pude contemplar

275
Rosa Villada

ese gran círculo lleno de pasillos que conducían a un


espacio central, con forma de una flor de seis péta-
los.
Todo el laberinto estaba iluminado por los colo-
res que se formaban al filtrarse la luz del sol a tra-
vés de una vidriera con forma de rosetón, que se
encontraba en la fachada de la puerta principal de la
catedral.
Al ver ese derroche de luz y color en el suelo del
laberinto, sentí una emoción muy fuerte que salía
del fondo de mis entrañas, y sin poder evitarlo, me
puse a llorar. Nada y Salomón, que también estaban
admirados, se acercaron y me hicieron gestos de
cariño, aunque no pronunciaron ni una sola palabra.
No hacía falta.
Yo asentí con la cabeza en señal de agradecimien-
to. Entonces ellos se alejaron y me dejaron sola para
que pudiera saborear en la intimidad ese momento
tan especial que estaba viviendo. Se lo agradecí
desde lo más hondo de mi corazón y me quedé allí
paralizada.
Muchos peregrinos recorrían devotamente el
laberinto, paso a paso. Otros lo hacían de rodillas, al
tiempo que murmuraban rezos o hablaban en voz
baja. Yo contemplaba toda la escena como si estu-
viera fuera de ella, anonadada, como si la viera
desde otro espacio y desde una dimensión distinta a
la que allí estaba viviendo.

276
El Juego De Dios

No sé el tiempo que permanecí así. Sólo recuerdo


que veía el laberinto desde distintos ángulos, sin
moverme de mi sitio. Incluso en algún momento lo
divisé desde arriba, desde muy alto, como si me
hubiera salido por el techo de la catedral, y vi a
todas aquellas personas muy pequeñas.
En lo que dura un parpadeo, me volví a ver junto
al laberinto, y siguiendo un impulso, me descalcé y
empecé a recorrerlo yo también. No tuve ninguna
dificultad en seguirlo, pues parecía que la gente se
apartaba a mi paso. Poco a poco, fui pasando, de
forma alternativa, de un lado a otro de los siete cír-
culos que integraban el total, hasta que completé el
recorrido y alcancé el centro. Entonces una idea
insistente se instaló en mi cabeza, y grité como el
que acaba de hacer un gran descubrimiento:
—¡No es un laberinto, es un camino!
Todo el mundo volvió la cabeza, incluyendo
Salomón y Nada, que se dirigieron con rapidez
hacia donde yo estaba y me sacaron casi de allí casi
en volandas. Yo no dejaba de decir en voz alta:
—¡No es un laberinto, es un camino!
—Sí, sí —dijo Salomón—, pero baja la voz, estás
llamando mucho la atención y no nos conviene.
Entonces tuve una brusca sacudida en todo el
cuerpo que, según me pareció, me hizo regresar de
alguna dimensión indeterminada que yo no era
capaz de describir ni de definir. Suspiré profunda-

277
Rosa Villada

mente y, con gran alegría, dije a Salomón y a Nada,


esta vez en un susurro:
—¡No es un laberinto, es un camino! Sólo tienes
que seguirlo para llegar al centro… No hay desvia-
ciones ni engaños. Cuando andas por él, no te lleva
a tomar un sendero en el que no hay salida. No te
desorienta ni te obliga a equivocarte, al contrario, te
va mostrando el camino que tienes que seguir para
alcanzar el interior… ¡Dios no hace trampas! —
concluí satisfecha.
No sabría decir por qué, pero aquel descubri-
miento me otorgó una gran fuerza interior. Aquella
noche me acosté en casa de Moisés, repitiendo para
mí misma el hallazgo que había realizado, como si
fuera un mantra de poder: “Dios no hace trampas, es
un camino, no es un laberinto, sólo hay que seguir-
lo. Dios no hace trampas…”
…Y en medio de ese estado alterado en el que me
encontraba, mi último pensamiento, antes de caer en
un profundo sueño, fue la certeza de que encontra-
ría a Yago. Y no me equivoqué.

278
Capítulo XVI

NO, NO ME EQUIVOQUÉ en mi intuición, y encontré a


Yago antes de lo que esperaba, durante mi primer
día en la sala de infecciosos del hospital de Chartres.
Al amanecer de ese día, mientras caminábamos
hacia el Hotel de Dios, como allí lo llamaban,
Moisés me puso en antecedentes sobre el tipo de
enfermos que me iba a encontrar en aquel lugar.
Supongo que al médico nunca se le pasó por la
cabeza que yo pudiera encontrarme allí a ninguna
persona querida. Ni a mí tampoco. La verdad es que
yo no pensé en ningún momento que en aquella sala
de infectados, en la que iba a trabajar de forma
voluntaria, encontraría a Yago postrado y sin espe-
ranza de vida.
El impacto fue, si cabe, aún mayor, dado que
Moisés me había estado hablando durante el trayec-
to al Hospital de la enfermedad que aquejaba a la
mayoría de los pacientes que se encontraban en su
sala, y de las pocas posibilidades que éstos tenían de
curarse, al no saber cuál era el mal que tenían ni
cómo atajarlo.
279
Rosa Villada

A los enfermos, según me dijo, se les hinchaban


los ganglios, causándoles fuertes dolores que iban
acompañados de fiebre, escalofríos, dolores de
cabeza y una gran sensación de debilidad por todo el
cuerpo. Por lo que Moisés había observado en los
pacientes, estaba convencido de que la enfermedad
no se transmitía de una persona a otra.
—¿Pero la enfermedad es contagiosa? —pregun-
té, sintiéndome más tranquila de que no se propaga-
se con el simple contacto.
—Sí, es contagiosa, de eso no hay duda, pero yo
creo que debe ser la picadura de algún animal la que
la provoca —respondió con convencimiento—. Es
más, yo diría que deben ser las ratas, o las pulgas las
que la transmiten a las personas. No sé, algún ani-
mal que viva en medio de la suciedad, en un
ambiente donde no haya mucha higiene… ¡Dios
mío, no me canso de predicar las virtudes de la lim-
pieza, pero existe tanta inmundicia y tanta mugre
por todas partes! —dijo en un tono de impotencia.
—Sin saber quién transmite la enfermedad es
muy difícil poner remedio —repliqué yo, afectada
por sus palabras.
—Sí, es muy difícil… Tratar aquí cualquier
enfermedad ya es muy difícil —subrayó con un tono
de tristeza en la voz—. No sólo hay que luchar con-
tra la falta de higiene. Por aquí vienen muchos pere-
grinos que no siempre disponen de un lugar limpio

280
El Juego De Dios

y adecuado para dormir mientras viajan. A veces tie-


nen que pasar la noche en establos llenos de estiér-
col, junto a animales que están plagados de pulgas.
Otras veces conviven con las ratas… Es un desastre
—añadió en tono lastimero—. La verdad es que no
sé cómo la gente no enferma todavía más, es un ver-
dadero milagro que muchos sobrevivan entre tanta
pobreza y suciedad… Y no sólo hay que luchar con-
tra las dificultades físicas, sino también contra cier-
tas mentalidades, supersticiones y supercherías,
contra falsas creencias muy arraigadas en las men-
tes de personas con poco sentido común y escasos
conocimientos… Y esas cosas, Valentina, sí que son
difíciles de combatir.
—¿A qué te refieres? —me atreví a preguntarle,
intuyendo que ese precisamente era su principal
frente de batalla.
—Es muy difícil que una persona se cure cuando
está convencida de que la enfermedad que padece es
una maldición divina; un castigo que Dios le ha
mandado para redimirse de sus pecados.
—¡Ese, por desgracia, es un criterio muy extendi-
do! —dije yo, sabiendo de lo que hablaba.
—Sí, claro, es un criterio muy extendido, sobre
todo cuando algunos, como la Iglesia católica, se
dedican a propagarlo… Así, de paso, se consigue
asustar a la gente, someterla, y que se crean impo-
tentes para ser dueños de su destino… ¡Por el amor

281
Rosa Villada

de Dios! ¿Cómo se puede pensar que la Divinidad


se dedica a mandar plagas, enfermedades y toda
clase de castigos a la humanidad? —bramó, enfada-
do.
—No se puede culpar del todo a la gente, así es el
Dios que aparece en la Biblia, justiciero, vengativo,
que premia a los buenos y castiga a los malos…
—Sí, ese es el Dios que enseña la Iglesia y su
brazo armado, la Inquisición, que ve pecados y
herejes por todas partes… Pero Jesucristo vino a
cambiar todo eso. Él vino a enseñarnos que Dios es
amor, y que no se trata de un ser cruel que se venga
y castiga a todos —subrayó con emoción en la voz.
Observé a Moisés mientras me hablaba, percibí el
brillo en sus ojos castaños y sentí una profunda sim-
patía hacia él. Su aspecto era el de un hombre del-
gado y menudo, pero se notaba que sus profundas
convicciones dotaban a sus palabras de una gran
fortaleza. Cuando hablaba, exultaba vitalidad por
cada poro de su cuerpo. Era fácil dejarse arrastrar
por sus argumentos. Sin duda tenía un gran poder de
convicción.
Le sonreí y le toqué ligeramente el hombro,
mientras asentía con la cabeza, en un gesto que pre-
tendía ser de consuelo. Creo que le desconcertó,
porque se me quedó mirando perplejo unos instan-
tes, como si no estuviera acostumbrado a estas
manifestaciones de apoyo. Luego me dedicó una

282
El Juego De Dios

sonrisa que me pareció de agradecimiento, y me


dijo:
—Sigo pensando que eres un ángel. Un ángel que
me manda Dios para ayudarme a mí y a mis enfer-
mos. ¡Bendita seas!
Como respuesta a sus elogios, me atreví a seguir
indagando un poco más. Al fin y al cabo, si iba a
ayudarle, debía saber con qué dificultades me iba a
encontrar. Y algo me decía en mi interior que no
iban a ser pocas.
—¿Hay muchos médicos como tú en el hospi-
tal...? Quiero decir, si tienes aliados entre tus cole-
gas, o por el contrario…
—O por el contrario —terminó él mi pregunta—
, estoy más solo que la una… Pues no, no tengo nin-
gún aliado. Lo peor de mi trabajo no es que tenga
que luchar contra las supersticiones de los enfer-
mos, sino con las de los propios médicos. Ellos son
los primeros en aplicar el agua bendita, donde lo que
se necesita es un emplasto de hierbas… Me llaman,
despectivamente, “el Curandero”.
—¿El curandero? —pregunté divertida.
—Sí, lo dicen para fastidiarme, pero no me ofen-
den lo más mínimo, al contrario… Las diferencias
con mis colegas son tan profundas que hemos termi-
nado por repartirnos las salas del hospital y los
enfermos que hay en ellas, procurando cada uno no
inmiscuirse en los asuntos de los otros… ¡Un desas-

283
Rosa Villada

tre! En lugar de colaborar, nos ponemos dificultades


entre nosotros. ¡Claro, que antes era aún peor! —
añadió con un tono de tristeza en la voz—. Cuando
aún no habíamos repartido las salas del hospital,
cada uno trataba al enfermo a su manera, y los
demás siempre procuraban desprestigiar cualquier
remedio que yo ponía. ¡Imagínate cómo se sentían
los enfermos! Pero eso a ellos les da igual, lo único
importante es quedar por encima de mí y demostrar
que mis métodos no tienen validez.
—Supongo que te encargas de los enfermos con-
tagiosos porque ninguno de tus colegas ha querido
hacerlo —afirmé yo, haciéndome una idea del pano-
rama hostil que me esperaba.
—Yo pedí esa sala por varias razones médicas,
pero también humanas. Mi formación es científica,
pero también humanista. Por regla general, los de
mi sala son enfermos que no se van a curar y no
quiero que se vayan de este mundo asustados, con-
fundidos, sintiéndose pecadores y con la falsa certe-
za de que su enfermedad se debe a un castigo divi-
no. Mis pacientes son seres humanos que sufren,
cuyo único pecado es la ignorancia, la pobreza, la
falta de amor… Estoy convencido de que sólo exis-
te una clase de enfermedad y de que ésta se genera
en el alma, pasándose después al cuerpo a través de
la mente. Por eso dedico todos mis esfuerzos a lle-
gar al origen del mal, más allá de los síntomas que

284
El Juego De Dios

se manifiestan en los cuerpos dolientes de mis


enfermos. Procuro ocuparme también de los pensa-
mientos y emociones que han contribuido a la enfer-
medad… Y, cómo no, procuro liberar sus espíritus
para que salgan de este mundo llenos de amor, y no
de angustia y temor.
Las palabras de Moisés me impactaron profunda-
mente. En mi interior, di gracias a Dios por haberle
puesto en mi camino y por darme la oportunidad de
trabajar a su lado. Estaba tan impresionada que no
sabía qué decir. Él bromeó para quitarle dramatismo
a la conversación:
—Bueno, respondiendo a tu pregunta, yo no diría
que mis colegas no quieran ocuparse de los pacien-
tes con enfermedades contagiosas. Más bien señala-
ría que, como yo pedí ocuparme de esa sala, que lla-
mamos habitualmente “la leprosería”, ninguno de
ellos ha insistido en quedársela… Supongo que para
hacerme un favor —concluyó con una amplia sonri-
sa y un gesto con los ojos que me recordó el brillo
de locura y vitalidad que solía tener Brígida en la
mirada.
—¡Tienes que conocer a Brígida! —le solté de
forma espontánea.
—¡La conoceré, seguro que la conoceré! —dijo
él con convicción—. ¡Benditas sean las beguinas!
—gritó con alegría contenida cuando llegamos a las
puertas del hospital.

285
Rosa Villada

Ambos nos reímos de su ocurrencia y nos dirigi-


mos con paso apresurado a la leprosería. Nada más
entrar me fijé en un escrito que había colgado en la
puerta, por la parte de adentro. Decía lo siguiente:

“MANTÉN LIMPIA TU IMAGINACIÓN PORQUE


LA LIMPIEZA DEL PENSAMIENTO PERMITE
AHUYENTAR AQUELLOS TRASTORNOS DE ÁNIMO
PRODUCIDOS POR INDISPOSICIÓN CORPORAL”

El escrito estaba firmado por Fulberto de


Chartres.
—¿Quién es Fulberto de Chartres? —pregunté a
Moisés mientras éste me daba un mandil con peto
largo y de color blanco, para que me lo pusiera
sobre mis ropas.
El médico sonrió y se le iluminó la mirada antes
de responderme:
—Necesitaríamos mucho tiempo para responder-
te a esta pregunta, pero te resumiré quien era. Fue
obispo de Chartres y el principal artífice de que se
construyera la catedral sobre un antiguo santuario
pagano. Él eligió ese lugar y participó activamente
como maestro de obras…
—La catedral —le interrumpí—. Ayer recorrí el
laberinto y…
Moisés me observó con interés por unos instantes
y sonrió, antes de continuar su explicación:

286
El Juego De Dios

—Hablaremos en otro momento del laberinto,


porque veo que te faltan palabras —sugirió—. En
cuanto a Fulberto, te diré que fue también el creador
de la Escuela de Chartres, de corte platónico y pita-
górico. Fue teólogo, filósofo, científico… Enseñó
gramática, astronomía, medicina. Fue una de esas
luces que nos manda Dios para iluminar estos tiem-
pos oscuros… Yo me considero un seguidor y un
discípulo suyo —concluyó con orgullo.
Aún estaba pensando en las palabras que había
visto tras la puerta de la leprosería cuando la reali-
dad de aquella sala me golpeó de lleno en los senti-
dos. La luz del sol entraba a raudales por las venta-
nas, y desveló ante mis ojos una hilera de camas,
casi pegadas unas a otras, a ambos lados de la sala
atestada de enfermos.
En alguna de las camas, los pacientes se quejaban
emitiendo una especie de lamento rítmico que pene-
tró en mis oídos como si fuera un canto de dolor y
desesperanza, que era difícil escuchar sin sobreco-
gerse.
Algunos pacientes dormían todavía. Otros, al ver
entrar a Moisés, trataban de incorporarse y extendí-
an las manos hacia él, como buscando un contacto
que pudiera aliviar su enfermedad y su padecimien-
to.
Me quedé sobrecogida al ver tanto sufrimiento
como se reflejaba en aquellos rostros y tanto dolor

287
Rosa Villada

en sus agarrotados cuerpos. En París había visitado


y tratado con enfermos en varios hospitales, pero
nunca había visto tanta desesperación como la que
se desprendía del ambiente de esa sala.
Supuse que era la certeza y la proximidad de la
muerte la que imprimía en aquellas carnes doloridas
y laceradas, y en aquellos rostros, que parecían más-
caras de la tragedia, esa sensación ominosa de pesi-
mismo que, sin duda, oprimía el alma.
Era difícil caminar por aquella galería de dolor
sin experimentar compasión por aquellas personas,
al tiempo que una oleada de impotencia invadía mi
ánimo. “¿Qué puedo hacer por ellos, Dios mío?”,
era la pregunta que me repetía una y otra vez en mi
interior, mientras contemplaba a los enfermos. En
algún momento, la tristeza hizo presa en mi alma y
tuve que contener las lágrimas para no echarme a
llorar.
Moisés, que iba de cama en cama sin dejar de
observarme, se dio cuenta de mi estado de ánimo y,
con mucha discreción, se acercó hacia mí y me
habló en un aparte, como si me diera instrucciones
sobre algún aspecto relacionado con la medicación.
Con un tono cariñoso y sin dejar de sonreír, me dijo:
—Sé que no resulta fácil, pero debes sobreponer-
te. Ellos no necesitan tu tristeza, ni siquiera tu com-
pasión. Lo que necesitan es tu alegría, tu vitalidad,
tus mejores pensamientos, tus ganas de vivir…

288
El Juego De Dios

Todo lo mejor que tengas dentro de ti, eso es lo que


ellos necesitan. Sonríe, por favor —me suplicó con
su voz y con la mirada.
—Lo siento —respondí, después de respirar pro-
fundamente un par de veces—. Me he dejado llevar
por el desánimo. Procuraré no olvidarlo —dije, tra-
tando de sobreponerme y de forzar una sonrisa.
—Eso está mejor —añadió Moisés—, pero pro-
cura que la sonrisa sea auténtica, que te salga de
dentro. Están enfermos, pero no son tontos, todo lo
contrario; la enfermedad agudiza su intuición. El
cuerpo se debilita, pero la percepción se refuerza, y
si tu sonrisa no es sincera lo detectarán de inmedia-
to y será peor que si estuvieras seria.
Sonreí, esta vez de corazón, y Moisés me mostró
su sincera alegría dándome un golpecito en la espal-
da, al tiempo que me decía:
—¡Muy bien! ¡Esa es la sonrisa que quiero que
les transmitas! ¡La sonrisa de un ángel! Para que
vayan viendo lo que se van a encontrar cuando
hagan el tránsito al otro mundo.
Sus palabras me llenaron de emoción y esta vez
casi no pude contener las lágrimas… de alegría. Mi
percepción de los enfermos cambió al modificarse
mi mirada, y gracias a ello entendí perfectamente el
empeño de Moisés por transmitir a sus pacientes
esperanza, amor y comprensión.
Entendí que si ellos veían en mis ojos y en mi

289
Rosa Villada

actitud alegría y vitalidad, esas cualidades quedarí-


an reflejadas en su conciencia, puesto que todos
actuamos para los demás como un espejo que nos
devuelve lo que nosotros mismos hemos proyectado
en él.
Moisés llevaba razón, no era nuestra lástima ni
nuestra compasión lo que necesitaban aquellos
enfermos. Sentir pena por los que sufren es muy
fácil, pero a ésta se une su propia pena y la duplica.
Y si, con la mejor de las intenciones, experimenta-
mos compasión, esta compasión se une a la que los
propios enfermos sienten por sí mismos, y así nunca
salen del círculo vicioso de su dolor y desesperanza.
Comprendí que para romper ese círculo infernal,
no hay que reforzar los sombríos sentimientos de los
enfermos, sino por el contrario, introducir otros más
alegres, vitales y luminosos para que así, al poner
luz en la oscuridad, ésta desaparezca.
Me sentí totalmente feliz con mi descubrimiento,
y agradecí a Dios y a Moisés el haberme llevado
hasta esa sala de enfermos contagiosos, gracias a los
cuales me había dado cuenta de cosas que no había
sabido ver en los contactos con pacientes que había
tenido en los hospitales de París. “Tengo que contár-
selo a Brígida”, pensé para mis adentros. “Seguro
que se siente orgullosa de mí”.
El recuerdo de mi amiga ocupó por unos instantes
mis pensamientos. Me pregunté qué estaría hacien-

290
El Juego De Dios

do, si su vida correría peligro, si habrían vuelto los


enviados de la Inquisición para buscar a Salomón…
La eché de menos. Era la primera vez que nos sepa-
rábamos en los dos últimos años; sin embargo, junto
a ese sentimiento de nostalgia supe, sin ninguna
duda, que volvería a verla, porque como ella me
había dicho, nuestros destinos estaban unidos.
Moisés, que no había dejado de recorrer las
camas hablando con los enfermos, interrumpió mis
pensamientos y me indicó que lo siguiera para lle-
varme a la parte de atrás del hospital, donde había
conseguido que le dejasen un trozo de tierra para
tener algunas hierbas y plantas con las que elabora-
ba ungüentos, pócimas y los tónicos medicinales.
Le seguí hasta allí y me fue mostrando plantas
que yo ya conocía y que había utilizado en numero-
sas ocasiones para hacer mis propias medicinas.
Hablamos un buen rato intercambiando información
sobre los distintos usos, y yo me quedé allí, en una
especie de chamizo que había junto al huerto, elabo-
rando los remedios que él necesitaba ese día. Antes
de marcharse, me dijo:
—Como no voy a darle a una beguina ninguna
clase sobre plantas, pues podrías dármela tú a mí,
ésta será una de las ocupaciones que tendrás a dia-
rio después de la primera visita a los enfermos, que
haremos al llegar al Hospital… Y que hoy —con-
cluyó sonriendo—no has podido completar conmi-

291
Rosa Villada

go, porque la emoción te ha pillado un poco despre-


venida.
—Sí, es verdad, pero no volverá a ocurrir —dije
devolviéndole la sonrisa—. Ya he aprendido más en
el poco tiempo que llevo en la leprosería que duran-
te mis visitas a los hospitales de París en el último
año.
Moisés celebró mi frase con una carcajada y se
volvió con sus enfermos, mientras yo me quedaba en
el huerto, cortando las hierbas que necesitaba para
elaborar los remedios que él me había encargado.
No sé cuánto tiempo tardé en hacerlo. Me metí de
lleno en la tarea y, cuando algún pensamiento acu-
día a mi mente, procuraba que no me distrajera de
mi ocupación, pues no quería equivocarme.
Aún así, no pude evitar que me viniera a la cabe-
za la imagen de Yago. Pensé que, cuando dispusiera
de algún rato libre, preguntaría por él en los talleres
de vitrales de la ciudad, que no debían de estar muy
lejos de la catedral y del hospital.
Según recordaba, Yago me había dicho que su
padre era dueño de uno de esos talleres, y yo no dis-
ponía de ningún otro dato mejor para iniciar su bús-
queda en Chartres. Pensé que si no estaba en la ciu-
dad, al menos alguien podría darme alguna seña de
su paradero.
En los momentos en los que estos pensamientos
acudían a mi mente, aún no sabía que sólo un rato

292
El Juego De Dios

después encontraría a Yago en la sala de infectados


del hospital. Ni lo sabía, ni esa posibilidad había
pasado remotamente por mi cabeza.
La imagen que yo conservaba de Yago en mi
mente, y que guardaba en el interior de mi corazón,
era la de un joven sano, lleno de vitalidad y optimis-
mo, en el que nada hacía presagiar que la enferme-
dad pudiera hacer mella en él. Y menos todavía que
la enfermedad derivase en una muerte segura, sin
esperanza ni remedio. Pero como digo, la realidad
se impondría esa misma mañana sobre la imagen
idealizada de Yago que yo conservaba en mi mente.
Cuando terminé de elaborar las pócimas y los
ungüentos que me habían encargado, me trasladé de
nuevo a la leprosería. En uno de los largos corredo-
res del hospital me encontré con Salomón y con
Nada, que andaban un poco despistados buscando a
Moisés. Al verme, se llevaron una gran alegría.
—¡Menos mal que te encontramos! —dijo
Salomón—. Estamos buscando la sala de infecta-
dos, pero una enfermera nos ha dicho que no pode-
mos pasar sin permiso del curandero. ¿A qué curan-
dero se refiere, no es esa la leprosería donde está
Moisés? —preguntó con un gesto de extrañeza.
—Sí, esa es —les aclaré sonriendo—, y el curan-
dero no es otro que tu amigo Moisés. Así es como le
llaman por aquí… y según me ha dicho él mismo,
con no muy buenas intenciones.

293
Rosa Villada

—¿Le llaman el Curandero? ¿Por qué? —pregun-


tó intrigado Salomón.
—¿Por qué va a ser? —le respondió Nada con su
habitual lucidez—. Para fastidiarle.
Mientras Salomón ponía cara de asombro, Nada
me explicó que ambos habían decidido trabajar tam-
bién con Moisés en la leprosería.
—¿Crees que le parecerá bien? —me preguntó—
. ¿No estorbaremos?
—¿Estorbar? No, ¡estoy segura de que le parece-
rá de maravilla! No tiene ayuda de nadie, la sala
está a rebosar de enfermos y todas las manos son
pocas.
Mis amigos acogieron con alegría mis palabras,
como si les hubiera dado una buena noticia, y me
siguieron hasta la leprosería. Mientras recorríamos
los largos pasillos, les puse alerta sobre el ambien-
te y los enfermos que iban a encontrar en la sala.
Viendo que su semblante se volvía sombrío, deci-
dí que era mejor avisar a Moisés para que hablase
con ellos antes de que pasaran a la leprosería. Al lle-
gar a la puerta les indiqué que esperaran hasta que el
médico saliera a recogerlos.
Cuando le dije a Moisés que Salomón y Nada
aguardaban en la puerta para ayudarle también con
sus enfermos, se le iluminó el rostro y se encaminó
a la salida para hablar con ellos. Antes de irse me
mostró una cama que había en un rincón, bajo una

294
El Juego De Dios

ventana, y me dijo que debía dar una pócima a ese


paciente con urgencia, porque sus dolores eran muy
fuertes.
—Debes suministrársela con una cuchara, muy
poco a poco, porque se hace mucho daño al tragar…
Yo vengo enseguida.
Cogí la cuchara y me encaminé a la cama que me
había indicado Moisés. Conforme me acercaba,
divisé bajo una manta el bulto de lo que parecía un
hombre que yacía acurrucado, con escalofríos. Su
cara estaba tapada con la manta; sólo asomaba la
parte de arriba de su cabeza. Vi que tenía los cabe-
llos rubios y lacios, mojados y pegados a la frente,
sin duda por la fiebre.
Aunque no podía distinguir su rostro, sentí una
gran simpatía por aquella persona, y mientras me
acercaba, algo en mi interior decidió que, junto con
la pócima, ofrecería a aquel hombre todo el cariño y
la alegría que fuera capaz de dar.
Con esta actitud y una sonrisa que me salía del
alma, llegué hasta la cabecera de su cama, y pasán-
dole la mano por la frente, le retiré con cuidado los
mechones de cabello rubio que tenía pegados. Al
notar el contacto de mi mano, el hombre se estreme-
ció.
—Hola —le dije con dulzura—, te voy a ayudar
a incorporarte para darte algo que te aliviará el
dolor.

295
Rosa Villada

Al escuchar mi voz, asomó la cabeza con rapidez


y me miró con asombro, al tiempo que preguntaba:
—¿Valentina? ¿Eres, tú, Valentina?
Cuando sus ojos se encontraron con los míos, le
reconocí al instante. “¡Yago! ¡Yago...!” Aunque en
mi interior gritaba su nombre, la voz no me salía
hacia fuera; permanecía retenida en mi garganta. La
profunda emoción que sentía me impedía hablar.
En realidad no hacía falta. Sobraban las palabras.
La cuchara y el frasco donde llevaba la pócima se
me cayeron al suelo. Yago se incorporó con dificul-
tad y yo me senté en la cama y le abracé con todas
mis fuerzas, sin pensar que mi abrazo quizás podía
producir dolor en su cuerpo enfermo.
Ninguno de los dos dijo nada, solo lloramos.
Lloramos juntos, abrazados durante mucho tiempo.
O quizá no, quizá fue sólo un instante, no sabría
decirlo. Cuando experimentas que el amor habita en
la eternidad, más allá del espacio y del tiempo, esos
detalles no tienen importancia.

296
Capítulo XVII

LO PRIMERO QUE ME DIJO YAGO cuando los dos con-


seguimos calmarnos un poco de la emoción que sen-
tíamos, es que había ido a buscarme al convento y
no le habían permitido verme.
—Sí, lo sé. Me lo dijo la hermana Lucrecia. Me
gustaría que la hubieras conocido, es una mujer
excepcional; ella fue la que me ayudó a escaparme
de Santa Clara —le respondí.
—¿Te escapaste del convento? —me preguntó
Yago con una sonrisa, mezclada con una mueca de
dolor.
—Sí, me escapé y fui a buscarte por el Camino de
Santiago. Pero no lo hice inmediatamente, no pude
hacerlo, me encerraron y me puse enferma… Luego
descubrí que estaba embarazada.
—¿Embarazada? ¿Tenemos un hijo? —preguntó
Yago, incorporándose a duras penas, con un intenso
brillo en sus ojos verde esmeralda.
—No, no lo tenemos —respondí acariciándole el
pelo con tristeza—. Murió nada más nacer. Sólo
llegó a vivir unos momentos.
—¡Dios, pobre Valentina, cómo debes haber
297
Rosa Villada

sufrido! —se compadeció—. Me habría gustado que


viviera —dijo abrazándome, con lágrimas en los
ojos—, y que nos hubiéramos marchado juntos. Y
que, al menos ahora que nos hemos encontrado,
existiera un futuro para nosotros… Pero ya ves, el
destino ha sido cruel… Aún así —añadió intentando
sonreír—, doy gracias por tenerte a mi lado… Me
moriré mucho más tranquilo y en paz al saber que tú
estás bien y que sabes que no te abandoné aquel día,
que fui a buscarte y que hice lo posible por verte.
Aunque no me lo permitieran.
—Nunca he pensado que me abandonaras. No
fuiste tú quien faltó a nuestra cita, sino yo —dije
para tranquilizarle.
—Yo entendí que si no acudías era porque no te
dejaban, según me dijo la hermana con la que hablé
—me aclaró Yago—. Pero aún así, no he tenido paz
durante estos últimos años. Me sentía culpable.
Pensaba que debía haber insistido más todavía de lo
que lo hice.
—¡Tú no tuviste la culpa, me encerraron en mi
celda! —recordé con resentimiento.
—Lo que más me preocupaba, lo que me ha pre-
ocupado todo este tiempo, es que tú creyeras que me
había marchado sin ti, sin esperarte y sin ir a buscar-
te al convento.
—No, yo no podía creer eso, a pesar de que no
me dijeron que habías ido a buscarme, hasta mucho

298
El Juego De Dios

tiempo después.
—No hemos tenido suerte, ¿verdad? —afirmó
Yago con un tono de amargura en la voz—.
Tampoco la tenemos ahora, me estoy muriendo.
—Ahí es donde te equivocas —le dije con una
amplia sonrisa que salía del fondo de mi alma—. Sí
la tenemos. Tenemos mucha suerte porque ahora
estamos juntos, y ya nadie puede separarnos…
—Sólo la muerte —me interrumpió él, con un
rictus de amargura en su rostro.
—No, la muerte no puede separar a dos almas
que se aman, que están unidas, porque cada una es
la mitad de la otra. Estoy convencida de que tú y yo
somos almas gemelas, un solo espíritu que se divi-
dió en dos en el inicio de la Creación. ¿Te das cuen-
ta de la suerte que tenemos? ¿Tú sabes la cantidad
de gente que no encuentra a su alma gemela, ni
siquiera a través de muchas vidas? Nosotros nos
hemos encontrado y nos hemos reconocido. Nadie
podrá separarnos jamás.
—Escucharte es como si la oscuridad se hubiera
desvanecido a mi alrededor —dijo Yago apretando
mi mano, con una energía inesperada—. Voy a
empezar a considerarme un hombre afortunado de
verdad, y no un pobre moribundo sin esperanza,
como era hace un rato —dijo sonriendo.
—¡Es que lo eres! ¡Eres un hombre muy afortu-
nado! Los dos lo somos. La felicidad no depende del

299
Rosa Villada

exterior. No está en función de la salud que tenga-


mos, ni del dinero, ni de que las condiciones físicas
nos sean favorables. La felicidad depende de la paz
y el amor que uno experimente por dentro. ¿No eras
tú quien me decías que no somos nosotros los que
poseemos las cosas materiales, sino que son éstas
las que nos poseen? —pregunté como regañándole
en broma.
—Sí, tienes razón, ahora que tú estás conmigo
veo las cosas con más claridad. En estos momentos
siento un gran amor por ti, por la existencia, por
todo lo que me rodea… Y creo que a tu lado podré
encontrar la serenidad necesaria para morir en paz y
para no pensar que mi vida ha sido un fracaso y algo
inútil —añadió Yago abrazándome de nuevo, mien-
tras nos dejábamos arrastrar por una extraordinaria
emoción de unidad.
Así permanecimos un buen rato, hasta que escu-
ché la voz de Nada preguntando a mis espaldas:
—¿Valentina? —dijo casi en un susurro—. ¿Te
pasa algo… os conocéis?
Me volví sonriendo, y vi a Moisés y a mis dos
amigos mirándonos con cara de asombro, como si
no se atrevieran a intervenir en la escena. Me puse
de pie y, secándome las lágrimas con la manga, se
los presenté.
—Este es Yago… el padre de mi hijo… Hoy nos
hemos reencontrado.

300
El Juego De Dios

—¿Tienes un hijo? —preguntó Nada, con cara de


perplejidad, mirándome a mí y a Salomón de forma
alternativa.
—Tuve un hijo, pero murió nada más nacer… y
Yago era su padre. Es una historia muy larga —
añadí sonriendo ante sus asombradas caras—.
Ahora es una historia con final feliz —dije cogien-
do la mano de Yago.
—¡Qué maravilla! —afirmó Moisés—. Es la pri-
mera vez que veo sonreír a Yago desde que está
aquí… ¡Hasta le ha cambiado la cara! ¡No hay duda
de que el amor es la mejor medicina...! Yo diría que,
en realidad, es la única.
Moisés decidió que me quedase al lado de Yago y
me dedicase a él en exclusiva el resto de la jornada.
Argumentó que no me necesitaba por ese día, ya que
Nada y Salomón habían decidido ayudarle con los
enfermos de la sala.
Aunque de mis labios no salió ninguna palabra, le
agradecí con la mirada la oportunidad que me ofre-
cía de estar todo el día junto a Yago. ¡Teníamos tan-
tas cosas que contarnos!

YO ERA CONSCIENTE de que a Yago no le quedaba


mucho tiempo de vida, y no quería desperdiciar ni
un minuto. Para mis adentros, agradecí infinitamen-
te a Dios la oportunidad que me ofrecía de estar a su
lado en los últimos momentos de su existencia.

301
Rosa Villada

No me importaba cuántos días le quedaban, lo


que quería era aprovecharlos al máximo, convenci-
da de que una vida no se mide por la cantidad de
años que uno viva, sino por la intensidad y la cali-
dad de sus experiencias.
Por eso no me moví de su lado ese día ni los
siguientes. Cuando él descansaba, yo ayudaba en la
sala y seguía preparando las pócimas y los ungüen-
tos para el resto de los moribundos. Por la noche,
me quedaba a dormir en la misma leprosería, en un
lecho que improvisé en el suelo junto a su cama.
A veces dormíamos juntos, abrazados. Yo no me
atrevía a moverme, a cambiar de postura, para no
provocar más sufrimiento a su dolorido cuerpo y
para que el calor del mío le ayudase a hacer más lle-
vadera su enfermedad. A pesar de mis cuidados,
Yago se encontraba cada día más débil y con menos
energía.
Los días que pasamos juntos fueron muy inten-
sos. Ahora los recuerdo con una gran alegría interna
y un profundo agradecimiento hacia Yago y hacia
todos los que nos rodeaban. Pues todos los enfermos
de las sala participaron, en cierto modo, de nuestro
amor.
Moisés se encargó de difundir nuestra historia por
la leprosería, y todas las personas enfermas y mori-
bundas que estaban allí se olvidaron un poco de su
propio sufrimiento para compartir nuestra alegría y

302
El Juego De Dios

felicidad. Nuestro amor les daba esperanza y cierta


confianza en la bondad de una vida que había sido
demasiado dura para ellos.
Me interesé por saber algo de los padres de Yago;
le pregunté si aún vivían y me ofrecí para ir a verlos
por si querían visitar a su hijo antes de que éste
muriese. Pero él no fue muy explícito en su respues-
ta, sólo me dijo que yo era su única familia y que,
salvo a mí, no quería tener a nadie más a su lado
cuando la muerte acudiera para llevárselo.

YAGO MURIÓ EN la madrugada del día 23 de abril,


poco antes del amanecer. Había luna llena y la cla-
ridad que emitía este astro se colaba por la ventana
que había sobre su cama, inundando su rostro de
luz. Tenía treinta años, pero él decía que apenas era
un niño pequeño. Según me confesó antes de morir,
él medía su auténtica edad sumando los momentos
que había pasado a mi lado. Todo lo demás le pare-
cía ilusorio ante la proximidad de la muerte.
Con gran dificultad para hablar y en medio de
atroces dolores, me susurró sus últimas palabras
antes de expirar:
“Desde que te conocí, no he dejado de amarte ni
un solo momento de mi vida”.
Sus últimos días fueron de mucho sufrimiento.
Moisés me dijo que, cuando yo lo encontré, Yago ya
estaba prácticamente muerto y que sólo mi amor y

303
Rosa Villada

mi presencia le habían dado fuerzas suficientes para


prolongar su vida unas semanas más.
Cuando expiró, su rostro deformado reflejaba una
gran paz interior. Su cuerpo no tenía nada que ver
con el de aquel joven vigoroso que yo había conoci-
do dos años atrás. Las inflamaciones del cuello, las
ingles y las axilas, le daban un cierto aspecto mons-
truoso e irreconocible.
Las manchas negras que aparecieron en su piel se
multiplicaron. Moisés me dijo que se debía a hemo-
rragias internas. En algunos casos, los bultos que le
salieron crecieron de tamaño hasta llegar a reventar,
provocándole atroces dolores.
Sin embargo, en ningún momento perdió la son-
risa, y sus ojos verdes, como auténticas ventanas de
su alma, continuaban reflejando una vitalidad que
no se correspondía con la de su cuerpo. Con grandes
dificultades para hablar, su mirada me decía más
que todas las palabras que hubiera podido pronun-
ciar.
Para mí, mantener la fe en Dios y en todo lo que
yo creía se me hizo difícil en algunos momentos de
la enfermedad de Yago. Me preguntaba, sin com-
prender, la causa de todo ese sufrimiento. ¿Por qué
permitía Dios que los seres humanos padecieran de
esa forma tan atroz? El tormento de mi amado me
traspasaba hasta la médula y me causaba una inten-
sa angustia, difícil de asumir y de definir.

304
El Juego De Dios

La noche que murió Yago, cuando mis fuerzas se


encontraban en su nivel más bajo, tuve un sueño que
me reconfortó y me dio energía y valor suficiente
para afrontar el inevitable final, que se produciría
unas horas después.
Rendida por el cansancio y la tensión, me quedé
dormida. Al parecer, el sueño sólo duró unos
momentos, pero yo tuve la sensación de que había
sido muy largo.
Soñé que la voz de Yago me despertaba. Era la
misma voz que me había hablado cuando lo conocí
en Medina de Pomar, y su cuerpo sano, rodeado de
una intensa luz blanca, me contemplaba junto a la
cama.
—¡Valentina! —me llamaba—. Despierta de tu
sueño de dolor, mírame, estoy aquí a tu lado.
Yo me despertaba sobresaltada y le veía junto a
mí, completamente curado, sin ningún asomo de la
enfermedad en su cuerpo. Extrañada, miraba a la
cama y también le veía tiritando, acostado en ella.
Yago se daba cuenta de mi desconcierto y volvía a
insistir:
—No, no mires a la cama. Mírame a mí, estoy
aquí, a tu lado —decía tendiéndome la mano, indi-
cando que me levantase.
—¿Pero cómo puedes estar en dos sitios a la vez?
—le preguntaba yo, desconcertada.
—Ese que ves ahí es mi cuerpo físico, pero tene-

305
Rosa Villada

mos otros cuerpos. Sólo el físico se está muriendo,


pero yo no estoy enfermo… ¿no me ves? Vamos,
ven, salgamos de aquí, ¿adónde quieres ir?
—Quiero ver a Brígida —respondí con rapidez,
sin plantearme lo absurdo de mi petición.
Nada más pronunciar esas palabras, sentí cómo
Yago y yo nos elevábamos por encima de la sala
mientras nuestras envolturas de carne permanecían
abajo. La mía durmiendo, la suya, tiritando por la
fiebre. Salimos con nuestros cuerpos de luz por
encima del techo del hospital y divisamos la magní-
fica noche estrellada, que la luna llena alumbraba
con todo su esplendor.
Después, como si sólo hubiéramos viajado con el
pensamiento, Yago y yo nos encontramos en mi casa
de París y, en un suspiro, estábamos en la habitación
de Brígida. Todo se encontraba en calma, y mi
amiga dormía plácidamente en su cama. Me acerqué
a ella y quise tocarla, al tiempo que pronunciaba su
nombre.
Yago me lo impidió, y me ordenó con suavidad
que no la tocase.
—No puede oírte y tampoco verte —me susu-
rró—. Vayámonos de aquí.
—Sí, sólo quería comprobar que está bien —afir-
mé, dejándome llevar por una fuerza que me impe-
lía fuera de la habitación.
Antes de salir suavemente lanzada hacia arriba,

306
El Juego De Dios

aún pude ver cómo el cuerpo de Brígida se removía


en su cama, como si una parte de ella fuera cons-
ciente de nuestra presencia.
Luego no recuerdo lo que pasó ni cómo nos des-
plazábamos Yago y yo por un mundo que, evidente-
mente, no era el nuestro. Sólo sé que de pronto me
vi en un prado luminoso, lleno de flores de vivos
colores, en el que también había un río de aguas cla-
ras, cuyo murmullo me sonaba a música celestial.
Dos seres de luz aparecieron a nuestro lado y nos
sonrieron. Durante mucho tiempo hablaron con nos-
otros.
Aunque digo hablar, en realidad no pronunciaban
palabras. Más bien nos comunicábamos a través de
nuestros pensamientos. La conversación duró
mucho tiempo, o esa fue la sensación que me dio,
porque referirse al tiempo en la dimensión en que
nos encontrábamos no tenía ningún sentido.
De esta larga conversación sólo recuerdo que le
preguntaron a Yago si estaba dispuesto para pasar a
otra dimensión. Él les respondió que sí, pero que le
preocupaba separarse de mí y lo que me pudiera
ocurrir en la Tierra.
Estos seres de luz me explicaron que esa preocu-
pación de Yago era el motivo del encuentro con
ellos en aquella dimensión, para que tanto mi amado
como yo pudiéramos seguir tranquilos nuestros res-
pectivos caminos.

307
Rosa Villada

Me explicaron, sin hablar, que Yago había cum-


plido ya su misión en nuestro mundo y que esa
misma noche le ayudarían a cruzar al otro lado.
—Pero tú aún tienes cosas que hacer, por eso
deberás permanecer en la Tierra —escuché con niti-
dez dentro de mi mente—. No temas —añadió la
voz de uno de los dos seres de luz—, pronto te reu-
nirás con él para seguir vuestra evolución por otros
mundos, o bien para reencarnaros de nuevo en este
planeta, si así lo decidís, y ayudar a la evolución de
otros seres.
Algo que yo no controlaba en mí se atrevió a pre-
guntar a esos seres:
—¿Por qué hay personas que matan a otras? ¿Por
qué existe tanto dolor y sufrimiento en la Tierra?
¿Por qué existe algo como la Inquisición para man-
dar a la hoguera a personas que no hacen ningún
mal?
Antes de que mis preguntas tuvieran una respues-
ta, sentí cómo una inmensa oleada de amor proce-
dente de aquellos seres me envolvía hasta disipar
cualquier resentimiento de mi interior.
—Tú sabes que nada de eso es real, aunque los
seres humanos lo viváis como si lo fuera. Nada exis-
te fuera de Dios, y Dios es AMOR. Es la mente
humana la que genera todos esos tormentos que os
aquejan. Aquellos que hoy forman parte de la
Inquisición, siendo los verdugos de sus semejantes,

308
El Juego De Dios

nacerán de nuevo y tendrán que vivir la experiencia


contraria. Serán las víctimas de los que han tortura-
do y matado.
—¿Entonces —volví a preguntar—siempre será
así? ¿Siempre estaremos sometidos a este sangrien-
to círculo vicioso de odio? ¿No hay forma de salir
de él?
—Así será hasta que vosotros queráis. Dios os ha
otorgado el mayor de los dones, el libre albedrío, la
capacidad de decidir hasta cuándo queréis continuar
con este juego. El odio genera más odio, y la violen-
cia, más violencia todavía. Sólo el amor y el perdón
pueden curar a vuestro planeta y restañar las heridas
que cada uno de vosotros tiene en su interior.
—El amor de Yago por ti y el que tú sientes por
él —dijo el otro ser de luz—, como almas gemelas
que sois, es lo que nos ha permitido comunicarnos
con vosotros en esta dimensión. Ahora volved en
paz y terminad de cumplir cada uno con la misión
que vuestra propia naturaleza divina os asignó antes
de reencarnaros.
—¡Pero yo no sé cuál es mi misión! —dije con
impotencia a aquellos dos seres.
—Sí lo sabes —respondió uno de ellos, que no
parecía hombre ni mujer, sino un ser andrógino—,
pero no lo recuerdas.
—¿No podéis ayudarme a recordarlo? —les
supliqué con sinceridad.

309
Rosa Villada

—Escribirás todo lo que has vivido, y esa historia


ayudará a despertar y a recordar su esencia a
muchas almas dormidas de la Tierra. ¡Esa es tu
misión! Todo lo que has vivido, sentido, gozado o
sufrido a lo largo de tu vida, tiene la finalidad de que
lo transmitas antes de morir… Y para ello, Dios te
ha dado el don de la palabra.
—¿Podré recordar esta conversación cuando deje
de soñar? —pregunté con verdadero interés.
Los dos seres de luz me envolvieron de nuevo
con su amor y sonrieron, antes de que su respuesta
sonara al unísono en mi cabeza:
—Esto no es un sueño, aunque a ti te lo parezca.
Recordarás sólo parte de lo mucho que hemos
hablado. Recordarás tu misión, que es lo que te inte-
resa saber, y recordarás que debes escribir sobre esta
experiencia, que llamas sueño, con nosotros.
—¿Y cuando lo escriba, cómo podré hacerlo lle-
gar a otras personas? —volví a interrogarlos.
—Esa no es misión tuya, sino de otros —me dijo
uno de los seres de luz—. Tú escribe, y no te preo-
cupes de cómo se distribuirá ni de quién lo leerá. Lo
leerán aquellas personas que estén preparadas para
cambiar de nivel de conciencia.
No sé lo que pasó después, puesto que no recuer-
do nada más. Lo único que se conserva en mi
memoria es una sensación física extraña: la del des-
censo acelerado de una parte de mí hacia un cuerpo

310
El Juego De Dios

inmóvil que dormía junto a Yago.


Me desperté sobresaltada e intenté recordar el
sueño tan extraño que había tenido, pero no fui
capaz de hacerlo hasta unos días después de la
muerte de Yago. Aquella noche sólo acudían a mi
mente imágenes inconexas que yo no era capaz de
hilar.
Junto con estas imágenes, una extraña sensación
de paz empezó a invadirme por completo. Yo no
sabía por qué, pero tenía la certeza interna de que
todo estaba bien.
Presintiendo sus últimos momentos, me tendí
junto al cuerpo de Yago y le abracé. Él no tenía fuer-
zas para responder a mi abrazo, pero abrió los ojos
y me miró con dulzura, intentando forzar una sonri-
sa.
Fue entonces cuando me susurró, con su último
aliento:
“Desde que te conocí, no he dejado de amarte ni
un solo momento de mi vida”.
Yo no le contesté, se me hizo un nudo en la gar-
ganta y no fui capaz de pronunciar ni una sola pala-
bra. Me hubiera gustado decirle que yo también lo
amaba, que siempre lo había amado, desde el inicio
de los tiempos, desde antes de conocerle, que nunca
dejaría de amarle, que le amaría siempre… Pero no
pude hablar, la profunda emoción que sentía dentro
de mí me impidió hacerlo.

311
Rosa Villada

Ahora sé que no hacía falta, que no hay palabras


en el mundo que puedan definir un sentimiento tan
grande como es el verdadero amor. Ahora sé que
Yago supo perfectamente lo que yo experimentaba
en esos momentos, y que la fuerza de mi amor le
ayudó a pasar al otro mundo.

CUANDO MOISÉS, SALOMÓN y Nada llegaron al ama-


necer de aquel día a la sala de infectados del hospi-
tal, yo aún seguía abrazada al cuerpo sin vida de
Yago. Fue Nada la primera en acercarse a la cama
donde estábamos y a ella le di la noticia.
—Ha muerto hace poco —le dije—. Voy a lavar-
lo y a amortajarlo.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó mi
amiga—. ¿Quieres que lo haga yo?
—No, no, no te preocupes, yo lo haré, estoy
bien… de verdad, estoy bien.
No era una frase vacía, era verdad que me encon-
traba bien y que sentía por dentro una extraordina-
ria sensación de paz. Aunque también era cierto que
tenía un nudo en la boca del estómago que me impe-
día llorar.
Nada informó a Salomón y a Moisés de la muer-
te de Yago, y enseguida los tuve a mi lado para con-
solarme y ayudarme. Moisés me dijo que debíamos
enterrarle cuanto antes para evitar posibles conta-
gios, dada la poca información que teníamos sobre

312
El Juego De Dios

la enfermedad que había acabado con su vida.


Yo lo lavé y lo amortajé antes de introducir su
cuerpo en un sencillo ataúd de madera. Su rostro,
tantas veces contraído por el dolor, reflejaba una
gran serenidad. Le besé en los labios antes de cerrar
la caja. Después, Moisés y Salomón pusieron el
ataúd sobre una carreta que lo trasladó a un peque-
ño cementerio, cercano a la catedral de Chartres, de
la que tan orgulloso se sentía Yago.
Mientras bajaban el ataúd al agujero que había
preparado en la tierra, escuché nítidamente su voz
en mi cabeza, que me decía: “Estoy bien, Valentina,
estoy bien, ya no siento ningún dolor. Estoy cura-
do”.
La voz era tan real que me estremecí y empecé a
mirar a mi alrededor, segura de que vería a Yago en
cualquier momento. No lo vi, pero sí fui capaz de
sentir su presencia observándome a mí y toda la
escena de su entierro.
Unos momentos después, mientras echaba sobre
su ataúd un puñado de tierra, algo se rompió dentro
de mí y la emoción salió hacia fuera en un llanto
liberador. Fue como si el ruido de la tierra al chocar
contra la madera desbloquease alguna fuerza inte-
rior que estaba atascada y pugnaba por salir.
Moisés me convenció para que no volviera ese
día al hospital, y me acompañó a su casa. No había
estado en ella desde el día en que llegamos a

313
Rosa Villada

Chartres. Me acosté, agotada, y enseguida caí en un


profundo sueño. No lo recuerdo, lo único que sé con
certeza es que soñé con Yago y estaba bien. Ya no
sentía ningún dolor.

314
Capítulo XVIII

LOS DÍAS QUE SIGUIERON a la muerte de Yago están


confusos en mi memoria. Tal vez porque mi cuerpo
actuaba por su cuenta, por pura inercia, sin que mi
mente supiera muy bien lo que hacía. Fueron días de
un intenso trabajo en la sala de infectados del hospi-
tal. Yo no daba abasto a elaborar ungüentos y póci-
mas para aliviar, en la medida de lo posible, los
dolores que aquejaban a la mayoría de los pacientes.
En la semana en la que murió Yago, varias perso-
nas más fallecieron por la misma enfermedad que él
tuvo, enfermedad a la que Moisés no era capaz de
poner ni nombre ni remedio. Yo me sumergía de
lleno en la atención a los enfermos, dando así una
tregua a mi sufrimiento y a mi propio dolor.
Tan enfrascada estaba en el trabajo que nos des-
bordaba, que apenas si tenía tiempo para pensar en
mí misma o en mi futuro. La muerte de Yago había
marcado un antes y un después en mi existencia, y
ante ese acontecimiento que me desgarraba por den-
tro, cualquier otra cosa carecía de sentido trascen-
dente.
315
Rosa Villada

Muchas noches me quedaba a dormir en la lepro-


sería, lo mismo que Moisés, y quizás por eso no me
di cuenta de lo que realmente estaba pasando a mí
alrededor. No era consciente de las idas y venidas
que Nada y Salomón protagonizaban a diario.
Cuando no estaban ayudando en la sala, yo suponía
que estaban colaborando en otro lugar. O quizás,
simplemente, no me daba cuenta de su ausencia.
Ante mis ojos, Salomón y Nada actuaban como lo
habían hecho desde que se conocieron. Siempre
estaban juntos, con esa complicidad que les caracte-
rizaba y que, aun sin proponérselo, nos excluía a
todos los demás de su vida y de sus actividades.
Aunque en esta ocasión, según pude comprender
más tarde, mi exclusión había sido intencionada.
Una noche en la que también iba a quedarme a
dormir en el hospital, Moisés me ordenó que me
fuera a su casa a descansar.
—Estás totalmente agotada. No has parado ni un
momento desde la muerte de Yago, y así no me sir-
ves —dijo intentando bromear—. Te ordeno que
vayas a mi casa, te acuestes en una cama y descan-
ses como Dios manda.
—No hace falta, de verdad, yo tengo mucho
aguante y tú necesitas ayuda para atender a tanto
moribundo. ¡Deja que me quede, por favor! —le
supliqué.
—No, Valentina, tienes que descansar un poco; si

316
El Juego De Dios

no lo haces vas a caer enferma, y no sólo no podrás


ayudar a nadie, sino que me darás aún más trabajo
—añadió convincente, con una sonrisa—. Lo digo
en serio. Ya volverás mañana… pero no antes de
haber dormido al menos doce horas. No quiero verte
por aquí en todo el día. Cuando te levantes, ve a dar
una vuelta por la ciudad, que te dé el sol. No dejes
que la oscuridad y el dolor que envuelven esta sala
acaben con tus ganas de vivir y tu energía.
Sus últimas palabras me convencieron. Más que
dormir, necesitaba que me diera el sol, respirar aire
limpio y ver el azul del cielo, pero no a través de los
sucios cristales de una ventana. Sin hacer ningún
comentario a Moisés, asentí con la cabeza y le agra-
decí con una sonrisa que me mandase a descansar.
Él llevaba razón, realmente me hacía falta salir de
allí.
Después de pasar por las camas de algunos enfer-
mos para ver si necesitaban algo, me encaminé len-
tamente a casa de Moisés. Cuando salí a la calle, el
aire fresco de la noche me golpeó el rostro. Aunque
estábamos a mediados del mes de mayo, la tempe-
ratura no era precisamente primaveral. Las calles
estaban casi desiertas, y aquel pequeño paseo por la
ciudad me devolvió a la realidad.
Moisés tenía razón; después de tantos días inmer-
sa en un mundo de dolor y desesperanza, me había
olvidado de que existía una vida más allá de las

317
Rosa Villada

paredes del hospital. Desde que Yago había muerto,


aquella fue la primera vez que pensé que debía vol-
ver a París con Brígida.
La razón por la que yo había viajado con
Salomón y con Nada hasta Chartres era la de encon-
trar a Yago. Lo había encontrado, había compartido
con él sus últimas semanas de vida, había cerrado
definitivamente un capítulo de mi existencia que se
mantenía abierto… Y ahora… ahora debía volver a
París, a mi casa, con Brígida.
Pero no podía irme en esos momentos. Quizás
cuando pasase un tiempo, cuando llegase el verano,
o incluso para el otoño. Era consciente de que no
podía dejar a Moisés con la leprosería llena de mori-
bundos. ¡Había tanto trabajo por hacer todavía!
Se me ocurrió que quizás debía ponerme en con-
tacto con Brígida para que viniera ella a Chartres y
nos ayudara en el cuidado de los enfermos. A
Moisés le encantaría. “¿Pero cómo me pondré en
contacto con ella?”, pensé. “Si conociera a alguien
de confianza que fuera a París, podría enviarle una
carta”.
Distraída con estos pensamientos, llegué hasta la
casa de Moisés. Sin pensarlo, utilicé la llave que él
me había dado para abrir la puerta. Al entrar, me
encontré con Salomón y con Nada. Parecían sor-
prendidos por mi presencia, aunque yo en ese
momento no le di ninguna importancia a su actitud.

318
El Juego De Dios

—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó Nada con


cierto aire de reproche.
—He venido a dormir —respondí con naturali-
dad.
Fue entonces, al observar sus miradas atónitas y
su nerviosismo, cuando me di cuenta de que pasaba
algo raro. Vi que habían dispuesto varias sillas en
círculo, como si estuvieran esperando a alguien.
—¿Qué pasa? —pregunté alarmada.
—No pasa nada —respondió Salomón, tomando
la iniciativa de la conversación—. Es que no te
esperábamos, por eso nos ha extrañado tanto verte.
—¿Y estas sillas...? ¿Esperáis a alguien? —quise
saber.
—Sí, estamos esperando a unas personas para
reunirnos aquí.
—¿Moisés lo sabe? —se me ocurrió preguntar.
—¡Sí, claro! Esta es su casa, nunca haríamos
nada sin su permiso —dijo Salomón—. Sobre todo,
reuniones de este tipo.
—¿A qué tipo te refieres? ¡Moisés no me ha
dicho nada! —afirmé, cada vez más alarmada.
—No tienes de qué preocuparte —dijo Nada
acercándose hacia mí y posando su mano sobre mi
hombro—. Es probable que Moisés no te haya men-
cionado nada de estas reuniones porque quizás ha
pensado que ya lo sabías.
—¿Qué es lo que tengo que saber? —dije sentán-

319
Rosa Villada

dome en una de las sillas, dispuesta a escuchar lo


que me tuvieran que contar.
—Verás —añadió Salomón con calma, sentándo-
se junto a mí—. Hace ya unas semanas que venimos
reuniéndonos aquí un grupo de personas para leer y
comentar el libro de Margarita Porete… Al menos
así es como empiezan las reuniones, porque luego
terminamos hablando de todo. De lo divino y lo
humano —concluyó, intentando bromear.
—¿Y por qué no me habéis dicho nada? —pre-
gunté un poco herida en mi amor propio al ver que
me habían dejado al margen.
—No debes molestarte —se apresuró a responder
Salomón—. Si no lo hemos hecho ha sido porque ya
tenías bastantes preocupaciones con cuidar a Yago.
Y cuando murió, te quedaste tan abatida y te ence-
rraste tanto en ti misma, que consideramos inconve-
niente preocuparte más de lo que ya lo estabas…
Pero en ningún momento hemos querido excluirte.
Puedes creernos —añadió con convicción, mirándo-
me a los ojos.
Le creí. Estaba tan agotada que no tenía fuerzas
para pensar, y mucho menos para enfadarme con
mis amigos. Pero a pesar de mi cansancio, sí tenía la
suficiente lucidez como para saber que aquellas reu-
niones podían ser peligrosas, sobre todo para
Salomón, y así se lo hice saber a ambos.
—Sí, es verdad que pueden ser peligrosas —me

320
El Juego De Dios

respondió Nada acariciándome el pelo—, y esa es


otra de las razones por las que no te hemos dicho
nada. Para no involucrarte… al menos de momento.
No sabía qué responder. Suspiré profundamente y
me di cuenta en esos momentos de lo agotada que
me encontraba. No era capaz de pensar ni de tomar
ninguna decisión. Los miré a ambos con cariño, me
levanté con dificultad de la silla, y les dije para tran-
quilizarlos:
—No estoy enfadada. Sólo estoy cansada, muy
cansada. Necesito dormir. Mañana hablaremos de
todo esto… Estoy pensando en volver a París, o en
mandar una carta a Brígida para que venga ella
aquí…
—¡Eso sería estupendo! —me interrumpió Nada,
con su rostro juvenil iluminado por la alegría.
—Ya hablaremos de todo esto. Ahora necesito
dormir…
—Podrás hacerlo tranquila, no haremos ningún
ruido —prometió Salomón, besándome la mejilla
con la sonrisa cálida de un adolescente.
Desde la habitación en la que estaba acostada,
escuché los murmullos de voces de varias personas.
Pero fue por poco tiempo, ya que me dormí ensegui-
da. Esa noche soñé que la Inquisición apresaba a
Salomón.
Me desperté angustiada, con una fuerte opresión
en el pecho. El sol lucía y calentaba con fuerza, era

321
Rosa Villada

mediodía. En esos momentos aún no sabía que mis


sueños habían sido premonitorios y que nunca más
volvería a ver a mi amigo.
Esa mañana, después de prepararme una comida
con las cosas que encontré en la despensa de
Moisés, salí a la calle para ver si la luz del sol disi-
paba mis temores internos.
En la casa no había encontrado ningún rastro de
mis amigos, y supuse que estaban en el hospital.
Tampoco había ninguna señal de la reunión que
habían celebrado la noche anterior. Las sillas esta-
ban en su sitio, y toda la casa se encontraba en
orden. A pesar de la aparente tranquilidad, la opre-
sión que sentía en el pecho no me abandonaba.
Deambulé un rato por las estrechas calles de
Chartres, mirando el ir y venir de la gente. Paseé
junto al río y después, como atraída por un imán,
volví a visitar la soberbia catedral. Allí contemplé
nuevamente a los peregrinos recorriendo a pie, o
arrodillados, el imponente laberinto que tanto me
había impresionado la primera vez que lo vi.
Recordé mi descubrimiento: que aquel laberinto
no era tal, sino un camino que te lleva a través de
varios círculos concéntricos, hasta conducirte al
centro. Sentí que ese camino laberíntico se asemeja-
ba mucho a nuestra vida en la Tierra. A nuestras
experiencias exteriores y a nuestras vivencias inte-
riores.

322
El Juego De Dios

Seguí recorriendo la catedral hasta detenerme en


una de las vidrieras que llamó mi atención. Recordé
que Yago me había hablado de ella en Medina de
Pomar. Se trataba de un vitral que representaba a la
Virgen y al Niño, “Notre Dame de la Belle
Verrière”, y cuyos tonos de color azul, con fondo
rojo, me impresionaron vivamente por su luminosi-
dad. Era imposible pasar ante las vidrieras y no
detenerte en esta.
Cuando llevaba unos instantes contemplándola,
sin saber por qué me puse a llorar. Experimenté una
fuerte emoción interna, una tensión que sólo se
amortiguaba por las lágrimas. Al primer golpe de
vista, me pareció que el rostro de la Virgen estaba
serio. Pero esa aparente frialdad dio paso a una
mirada cercana y compasiva.
En mi interior me pareció escuchar una voz que
me decía: “Estate tranquila, vas a vivir terribles
acontecimientos. Te esperan momentos de gran difi-
cultad, pero no temas. Así es el personaje que inter-
pretas en tu vida y que debes experimentar. No
temas… Todo está bien…”
La voz se fue apagando en mi mente, dejando en
mi interior una gran sensación de paz. Continué aún
un rato dando vueltas por la Catedral, admirando
sus maravilloso vitrales iluminados por la luz de sol,
y de pronto sentí que debía ir al hospital, pues allí
era donde se me necesitaba.

323
Rosa Villada

Al verme entrar, Moisés me recibió con los bra-


zos abiertos:
—¡Gracias a Dios que has venido! Por cierto, ¿no
te dije ayer que no te quería ver por aquí en todo el
día?
—¡Así es! —le respondí con la mejor de mis son-
risas.
—¡Bendito sea Dios por hacer a las beguinas tan
desobedientes!
Ambos nos reímos de su ocurrencia, y Moisés me
dio instrucciones para atender a los enfermos a toda
prisa. Antes de que yo me fuera al cobertizo del
pequeño huerto a preparar hierbas medicinales, me
preguntó como el que no quiere la cosa:
—¿Sabes dónde están tus amigos? No han apare-
cido por aquí en todo el día —dijo, intentando apa-
rentar tranquilidad, aunque su voz delataba preocu-
pación.
Sus palabras cayeron sobre mí como un jarro de
agua fría, y el corazón empezó a golpearme el pecho
con fuerza. A pesar de eso, intenté mostrar naturali-
dad y responder a Moisés como si la ausencia de
Nada y Salomón no me produjera ninguna alarma.
—Creí que estaban aquí… Anoche tenían una
reunión en tu casa —me atreví a comentar.
—Sí, ya lo sé —dijo Moisés, sin poder evitar que
su rostro reflejase intranquilidad.
Durante toda la tarde estuve yendo y viniendo de

324
El Juego De Dios

la leprosería al huerto, cargada de ungüentos y bre-


bajes para los enfermos. A pesar de que el trabajo
me desbordaba, no por ello dejaba de pensar si les
habría pasado algo a mis amigos. Cada vez que me
cruzaba con Moisés, le interrogaba con la mirada. Y
aunque él tampoco pronunciaba ninguna palabra, su
rostro me devolvía el reflejo de la preocupación.
Cuando la noche se nos echó encima, Moisés se
acercó hacia donde yo estaba y me dijo si podía que-
darme en el hospital, porque él iba a salir. Le miré
fijamente a los ojos y le pedí que me contara qué es
lo que estaba pasando.
—Estoy preocupado —me dijo—. No es normal
que Salomón y Nada no hayan venido en todo el día
y no tengamos noticias de ellos. Tenemos estableci-
dos entre nosotros unos códigos de seguridad para
saber que estamos bien, y ellos se los han saltado
todos. ¡No es normal, algo ha tenido que pasar!
El miedo que había tratado de ocultarme a mí
misma durante todo el día se convirtió en auténtico
pánico. No sabía qué decir, pero las palabras de
Moisés terminaron por hundirme.
—¿Cómo… por qué… por qué habéis hecho esas
reuniones...? ¡Son muy peligrosas! Sobre todo para
Salomón… Por Dios, hemos venido a Chartres
huyendo de la Inquisición. ¿Tenía que hacerles
señales luminosas para decirles “aquí estoy”?
¿Realmente era necesario? —pregunté, sollozando.

325
Rosa Villada

—Cálmate, Valentina, las cosas no son tan fáci-


les. ¡Ojalá lo fueran...! Y quizás sí, quizás sí era
necesario. Uno hace lo que tiene que hacer, y luego
apechuga con las consecuencias.
—¡Pero se trata de su vida! ¿Cuánta gente tiene
que morir en la hoguera por un libro? ¿Es tan impor-
tante lo que dice ese libro como para que mueran
muchas personas por él? —afirmé con rabia.
Moisés se tomó un tiempo antes de responderme.
Me sonrió, y con un tono de gran dulzura me dijo:
—Comprendo tu rabia y tu dolor, Valentina. Y sé
que es ese dolor el que te lleva a hacer preguntas
cuyas respuestas conoces sobradamente. No se trata
de un libro, ni de la importancia que pueda tener lo
que en él se diga. No son letras ni palabras, ni
siquiera ideas, lo que estamos defendiendo. Lo que
defendemos es la libertad —dijo con un brillo espe-
cial en la mirada—; el derecho de toda persona a ser
libre, a pensar lo que quiera, y a difundir libremen-
te esos pensamientos… Tú eres una beguina, una
mujer que ha elegido vivir en libertad, sin someter-
se a ninguna norma ni a ninguna jerarquía, excepto
a lo que te dicte tu propia conciencia. Sabes perfec-
tamente de qué te estoy hablando, y sabes cuál es la
lucha de Salomón. Él presenció cómo se quemaba
en la hoguera Margarita Porete, cuyo único delito
había sido escribir en un libro su experiencia espiri-
tual. Esa terrible imagen marcó para siempre la vida

326
El Juego De Dios

de nuestro amigo. Y desde entonces, lo único que ha


hecho es luchar por que no vuelva a repetirse… Me
preguntas, ¿cuánta gente ha de morir en la hoguera
para que la libertad, el mayor don del ser humano,
sea aceptada y respetada, para que nadie utilice y
torture a otros, para que ninguno se crea por encima
de los demás? No lo sé, Valentina, no lo sé… Quizás
tengan que pasar muchos años y tengamos que
nacer muchas veces, alternativamente como vícti-
mas y como verdugos, para darnos cuenta de que
este macabro juego de la violencia no tiene ningún
sentido y de que todos los seres humanos somos
sólo Uno.
Las palabras de Moisés calaron profundamente
en mi interior. Llevaba razón, yo sabía todo eso y
sabía que luchar por la libertad sí tenía un sentido,
aunque el precio fuera la propia vida. Era algo que
Brígida y yo ya habíamos hablado. Cuántas veces
nos habíamos preguntado, ¿qué valor tiene una vida
sin libertad?
Moisés me limpió las lágrimas y me dedicó una
sonrisa llena de paz y una mirada de sosiego, que
consiguió calmarme un poco. Con sincero agradeci-
miento me abracé a él y permanecimos así unos ins-
tantes. Pero la tranquilidad no duró mucho tiempo.
Nada irrumpió corriendo en la leprosería y, con
lágrimas en los ojos, se acercó hasta nosotros y nos
dijo:

327
Rosa Villada

—A Salomón se lo ha llevado la Inquisición. Esta


noche lo están trasladando a París… Lo siento, no
he podido venir antes a avisaros.
Moisés y yo abrazamos a Nada, intentando tran-
quilizarla. Nuestra joven amiga lloró con descon-
suelo unos instantes, pero enseguida se deshizo de
nuestro abrazo, y dando muestras de gran serenidad
y fortaleza, empezó a relatarnos lo ocurrido.
—Ha sido esta mañana, cuando nos disponíamos
a venir al hospital. Había dos hombres en la calle
esperándonos. Se han dirigido a Salomón y le han
dicho que el Tribunal del Santo Oficio quería inte-
rrogarle. Él ha preguntado por qué motivo, y le han
enseñado varios papeles en los que habíamos copia-
do El espejo de las almas simples… Yo me he que-
dado petrificada, pero Salomón no ha dicho nada,
incluso se le veía tranquilo... Me ha besado en la
frente y se ha ido con los dos hombres sin oponer
ninguna resistencia.
—¿Y qué ha pasado después? ¿Cómo sabes que
lo trasladan a París? —preguntó Moisés.
—Como te digo, me he quedado sin habla. No
sabía qué hacer, pero he reaccionado y los he segui-
do. Lo han metido en un edificio, que no sé cuál es,
y he esperado en la puerta, escondida dándole vuel-
tas a lo que había pasado. De pronto he caído en la
cuenta de que los papeles que le han enseñado a
Salomón se los di yo anoche a un hombre que asis-

328
El Juego De Dios

tió a nuestra reunión por primera vez.


—¿Estás segura? —pregunté yo con preocupa-
ción.
—Sí, totalmente segura. Los he identificado por-
que la tinta estaba corrida en una esquina. Yo misma
hice la copia en París.
—¿Trajisteis a Chartres copias del Espejo desde
nuestra casa? —pregunté alarmada, aun sabiendo la
respuesta.
—¡Claro! —respondió Nada—. Para eso eran las
copias, ¿no? Para difundirlas.
—Está claro —nos interrumpió Moisés, dando
por concluida la cuestión de las copias—. Lo que
ahora interesa es que si esa copia se dio en la reu-
nión de anoche, eso quiere decir que alguien ha
delatado a Salomón, y también puede haber delata-
do a todos los que estuvisteis reunidos en mi casa…
Hay que avisarlos —añadió con firmeza—. Su vida
también está en peligro.
—¡Y la tuya! —dije yo, preocupada.
—No, no —argumentó Moisés—; yo no estuve
en la reunión.
—¡Pero la hicimos en tu casa! —afirmó Nada con
vehemencia.
—Sí, pero yo no estaba. Siempre puedo decir que
no tenía ni idea del tipo de reuniones que allí se
estaban haciendo.
—Eso no se lo van a creer —dije con convicción.

329
Rosa Villada

—Ya lo sé —me respondió Moisés forzando una


sonrisa—. Pero eso me otorga algo más de tiempo.
El tiempo ahora mismo corre en nuestra contra.
Tengo que avisar a alguna gente de lo que ha pasa-
do… Y vosotras… vosotras debéis volver a París lo
antes posible… No nos has dicho cómo sabes que
trasladan allí a Salomón —le hizo a saber a Nada.
—He estado toda la tarde merodeando por el edi-
ficio y preguntando a todo el que salía de allí si
podían informarme sobre Salomón. Nadie quería
responderme, hasta que un hombre me ha dicho que
lo iban a trasladar esta misma noche a París para ser
interrogado allí por el Santo Oficio. No sabía si cre-
érmelo, así que he continuado escondida hasta que
he visto salir a los dos hombres que lo han detenido
y a Salomón. Los tres han subido a un carruaje y se
han marchado… Por eso no he podido venir a avi-
saros antes.
Las últimas palabras de Nada me cayeron como
un jarro de agua fría. En esos momentos supe por
qué la opresión en el pecho que tenía al levantarme
no me había abandonado durante todo el día.
También recordé el sueño premonitorio que había
tenido la noche anterior, y los más sombríos pensa-
mientos se apoderaron de mi mente y de mi espíri-
tu.
Moisés hablaba con Nada, pero yo no los escu-
chaba. Me encontraba paralizada por dentro, y un

330
El Juego De Dios

frío sepulcral recorría mis venas. Junto a esa sensa-


ción sombría, una pequeña luz luchaba por iluminar
de alguna forma mi interior. La certeza de volver a
casa y reencontrarme con Brígida era lo único que
podía dar cierto calor a mi espíritu.
Moisés nos pidió a Nada y a mí que permanecié-
ramos juntas en el hospital, mientras él iba a avisar
a algunas personas de lo que había pasado. Así lo
hicimos, intentando aparentar que no pasaba nada
extraordinario.
Casi no cruzamos palabra entre nosotras. Ambas
nos dedicamos a atender a los enfermos moribundos
y a procurar aliviar el dolor de los demás para olvi-
darnos de nuestro propio dolor. Ahora recuerdo
aquella noche como una de las más sombrías de mi
vida, en la que el futuro se presentaba ante mí como
algo incierto y sin esperanza.
Moisés regresó al amanecer y confirmó nuestras
peores sospechas. Alguien del grupo de las reunio-
nes en su casa había denunciado a Salomón, lo cual
quería decir que, tarde o temprano, también irían a
buscar a quien había prestado su casa a los herejes.
Le pedí a Moisés que viniera con nosotras a París.
Aunque ya sabía cuál sería su respuesta, no por eso
dejé de sentirme destrozada cuando me respondió
que no pensaba huir y que su lugar estaba en
Chartres, junto a sus enfermos.
—No se puede huir de uno mismo, Valentina. Si

331
Rosa Villada

mi destino es caer en manos de la Inquisición, vaya


donde vaya me darán alcance.
Me despedí de Moisés con lágrimas en los ojos y
con un fuerte abrazo. Él me sonrió y trató de darme
ánimos:
—Vamos, los ángeles no lloran. Se elevan con sus
alas por encima de las preocupaciones de los morta-
les. Que Dios te bendiga, amiga.
Poco tiempo después, Nada y yo cruzábamos las
murallas de Chartres con destino a París. Volvíamos
a casa. Mi corazón estaba encogido. En el horizon-
te, negros nubarrones amenazaban tormenta.

332
Capítulo XIX

SALOMÓN MURIÓ a causa de las torturas de la


Inquisición. Fue condenado por hereje, por distri-
buir un libro condenado, cuya autora, Margarita
Porete, había sido declarada hereje relapsa y quema-
da en la hoguera siete años antes.
Salomón también debía haber muerto como pasto
de las llamas, pero las heridas mortales que sufrió a
manos de sus torturadores le impidieron llegar al
cadalso, y murió antes de que se ejecutara la sentencia.
Todo ocurrió de manera muy rápida, en apenas
unas semanas desde que llegamos de Chartres. Los
inquisidores del Santo Oficio no tuvieron mucho
que dilucidar. El asunto estaba claro, puesto que El
espejo de las almas simples y su autora ya habían
sido condenados previamente.
Por otra parte, según las escasas noticias que nos
llegaban del proceso, Salomón no negó en ningún
momento los hechos y, naturalmente, tampoco se
retractó de su postura. De ahí las torturas, para
lograr que renegara de sus ideas. Cosa que la
Inquisición no consiguió, aunque a nuestro amigo le
costó la vida.
333
Rosa Villada

LA DETENCIÓN DE Salomón y su traslado a París pre-


cedió nuestra llegada a casa unos días después. Una
de sus alumnas fue la que informó a Brígida de que
nuestro amigo había sido arrestado por la
Inquisición y llevado al convento dominico de Saint
Jacques de París. Curiosamente, era el mismo lugar
en el que Margarita Porete permaneció encarcelada
durante dos años antes de ser quemada en la hogue-
ra.
Gracias a esta joven llamada Sofía, que acudía a
las clases de escritura de las beguinas en secreto y
en contra de la voluntad de su familia, nos fuimos
enterando de la suerte que corría Salomón, por la
amistad del padre de la muchacha con los inquisido-
res de la orden de Santo Domingo.
Cuando Nada y yo llegamos a nuestra casa en
París, Brígida ya estaba al corriente de lo sucedido
por lo que le había contado Sofía, y nos esperaba
impaciente, con gran preocupación y temor por
nosotras ante el peligro que corrían nuestras vidas.
Es difícil definir cuáles eran mis sentimientos la
tarde que llegamos a nuestro hogar, después de tres
días de viaje desde Chartres, sin apenas pararnos a
descansar. A pesar del dramatismo de la situación,
sentí cómo mi interior se iluminaba, y experimenté
una gran alegría cuando vi a Brígida ante la puerta.
Dejé mi zurrón en el suelo y corrí a refugiarme en
sus brazos, con una sonrisa reflejada en el rostro.

334
El Juego De Dios

—¡Gracias a Dios! —dijo ella mientras me abra-


zaba con fuerza—. Temí que no pudierais venir…
Ya sé que han detenido a Salomón. Lo han llevado
al mismo convento de los dominicos donde encerra-
ron a Margarita.
Nada, que se encontraba a mis espaldas, escuchó
las palabras de Brígida y preguntó, sin poder evitar
los sollozos:
—¿Cómo te has enterado? ¿Se encuentra bien, le
han torturado?
Brígida se acercó hacia ella y la abrazó. Nada, en
esos momentos, se vino abajo y rompió a llorar de
forma desgarrada. Toda la entereza que había man-
tenido durante el viaje desde Chartres se deshizo en
mil pedazos, y ante nosotras apareció una joven
indefensa, herida por un gran dolor.
—Llora todo lo que quieras, mi niña, desahóga-
te… pero vamos adentro —nos indicó Brígida—.
Este no es lugar para hablar.
La reacción de Nada, su aspecto cansado y la
mueca de dolor que se reflejaba en su rostro infantil,
me afectaron profundamente. Quería consolarla,
pero en mi fuero interno sabía que no había alivio
ante la pérdida de Salomón. Sentí una gran compa-
sión por ella, mezclada con un sentimiento de rabia e
impotencia, al no poder evitar lo que estaba pasando.
Antes de hablar, Brígida nos dio de cenar una
sopa caliente para reconfortar nuestros cansados

335
Rosa Villada

cuerpos tras el viaje. Mientras tomábamos alimento,


ninguna de las tres dijo ni una palabra.
Pero ese silencio sepulcral enturbiaba aún más
nuestro ánimo y nos pesaba como una losa. Quizás
por eso Brígida lo interrumpió, y empezó a contar-
nos lo que sabía de Salomón gracias a su alumna
Sofía.
La escuchamos en silencio, y después Nada
empezó a relatarle a ella las circunstancias en que
habían detenido a Salomón y todo lo concerniente al
grupo que se reunía en casa de Moisés, así como la
confirmación de que había sido un hombre de dicho
grupo el que había denunciado a nuestro amigo.
—Y seguramente no lo denunció a él solo, sino a
todos los demás que os reuníais; incluyéndoos a
vosotras dos —añadió, tras un fuerte suspiro.
—No, a mí no me pudo delatar; no me conoce,
puesto yo nunca asistí a esas reuniones… —aclaré a
Brígida—. Ni siquiera supe que existían hasta la
noche anterior a que detuvieran a Salomón.
Brígida nos miró a mí y a Nada alternativamente,
con cara de extrañeza, como esperando una explica-
ción. Yo me encogí de hombros y fue Nada la que
habló:
—No le dijimos nada de las reuniones a Valentina
porque estaba muy ocupada cuidando de Yago, y
después de su muerte, se encontraba muy afectada.
—¡Dios mío, Valentina! ¿Encontraste a Yago? —

336
El Juego De Dios

me preguntó Brígida, con la emoción reflejada en la


mirada.
—Sí, lo encontré en el hospital de Chartres, muy
enfermo, y estuve cuidándolo durante las últimas
semanas de su vida —recordé, muy afectada—.
Pero ya te contaré todo eso más tarde… Ahora hay
que pensar en Salomón.
—…En Salomón, y en nosotras —dijo Brígida
con tristeza—, porque tenemos que estar preparadas
para lo peor…
—¿A qué te refieres? —preguntó Nada, como a la
defensiva.
—Sabes perfectamente a qué me refiero —le res-
pondió Brígida con dulzura—. La Inquisición no va
a soltar a Salomón… Es muy doloroso, pero es así.
Ya he pasado por esta experiencia con Margarita, y
sé que no lo soltarán.
—Quizás deberíamos mantener la esperanza —
dijo Nada, sollozando—. ¡Parece como si tú ya lo
hubieras condenado!
—Claro, debemos mantener la esperanza —dijo
Brígida, dulcificando aún más su tono de voz—.
Pero también debemos ser realistas y afrontar la gra-
vedad de los hechos… ¿Qué sentido tiene que nos
engañemos a nosotras mismas concibiendo falsas
ilusiones?
Las palabras de Brígida provocaron nuevamente
el llanto de Nada. Yo quise decir algo, consolarla de

337
Rosa Villada

alguna manera, pero era consciente de que no había


ninguna cosa que yo pudiera hacer o decir para ali-
viar su dolor. Brígida tenía razón, la Inquisición no
iba a soltar a Salomón, ¿para qué concebir falsas
esperanzas?
Cuando Nada se encontró un poco más serena,
Brígida continuó hablando:
—Tenemos que pensar qué hacemos… Porque
después de Salomón, vendrán a por nosotras.
—¡Eso no lo sabemos! —protestó Nada—. Es
sólo una suposición.
Brígida le dedicó una sonrisa de cariño y, pausa-
damente, le contestó:
—Yo lo sé, vendrán a por nosotras.
—Yo también lo sé —afirmé con convicción,
aunque ignoraba de dónde sacaba esa seguridad.
Brígida me cogió la mano y la apretó en un gesto
de complicidad que me dio una gran fortaleza por
dentro, y volvió a insistir con Nada:
—Valentina y yo sabemos que vendrán a por
nosotras, y también sabemos el futuro que nos
aguarda… Pero tu caso es distinto… Tú puedes
huir… Debes marcharte…
—No pienso ir a ninguna parte mientras Salomón
está detenido… No lo abandonaré —dijo con lágri-
mas en los ojos.
—Eso me parece muy bien —señaló Brígida con
una mirada que denotaba afecto—. Ninguna de

338
El Juego De Dios

nosotras abandonará a Salomón a su suerte… Pero


—insistió— hay que estar preparadas para lo peor y
cada una debe ir pensando en lo que va a hacer.
Puede que muy pronto haya que tomar decisiones, y
no deberíamos improvisar.
Las tres nos quedamos en silencio unos instantes,
como midiendo el alcance de las palabras de
Brígida. De pronto me acordé de Juliana y sus hijas,
y pregunté por ellas.
—Juliana y sus hijas deben estar en camino, de
regreso a París —me respondió Brígida—. Hace
unos días me llegó un escrito de ellas a través de un
comerciante amigo de su familia, en el que decían
que había decidido regresar. No daban más detalles,
sólo avisaban de su vuelta, pero no sé si eso signifi-
ca que se integrarán de nuevo como beguinas o
retornarán a su antigua vida… Lo sabremos cuando
lleguen.
—Pues no han elegido un buen momento para
volver —hice saber a mis amigas.
—Se marcharon muy asustadas, pero son mujeres
fuertes que no se dejan subordinar… Supongo que
habrán tenido en cuenta todos los factores, también
el peligro que corren, antes de decidir su vuelta a
París —concluyó Brígida con un largo suspiro.
La conversación entre las tres quedó suspendida
en esos momentos. Brígida nos mandó a la cama a
Nada y a mí para que descansásemos del viaje, pero

339
Rosa Villada

sólo nuestra joven amiga la obedeció. Yo me quedé


hablando con ella buena parte de la noche.
Sentía una gran necesidad de relatarle mi encuen-
tro con Yago y todas la vivencias que había tenido
con él... incluyendo el extraño sueño que tuve
momentos antes de su muerte, cuando la vi a ella en
su habitación, acostada en su cama.
Durante mi relato, hubo momentos en que llora-
mos juntas y yo me sentí aún más unida y cómplice
de mi amiga, aunque en mi fuero interno sabía que
ese sentimiento me acercaba más a la muerte, lo
mismo que a ella.
—¿Tienes miedo a morir? —le pregunté de pronto.
—No, no lo tengo. No es la muerte lo que me
asusta, sino si sabré estar a la altura de las circuns-
tancias y llegar hasta el final, sin renunciar a todo
por lo que he luchado en mi vida… ¿Y tú, tienes
miedo? —me preguntó con una sonrisa.
—No lo sé… En estos momentos no tengo miedo,
aunque vislumbro mi final; pero no sé lo que pasará
cuando llegue el momento… Lo más seguro es que
sí tenga miedo… pero seguiré tu consejo y lo atra-
vesaré… Sí, cuando esté en la hoguera me imagina-
ré un bosque verde, bello y frondoso, que yo atrave-
saré sin temor —dije, devolviéndole la sonrisa.
—Creo que somos dos mujeres muy afortunadas
—me dijo Brígida, con la mirada perdida en el hori-
zonte.

340
El Juego De Dios

—¡¡Ya lo creo!! —bromeé—. ¡Me parece que


hay cola para tener el privilegio de que te quemen!
¡Qué suerte!
—No, lo digo en serio —respondió ella—. ¿Te
das cuenta de la cantidad de cosas que hemos vivi-
do, y de las oportunidades que hemos tenido, y aún
tenemos, para despedirnos de esta existencia con el
zurrón lleno de experiencias?
Me quedé pensativa unos instantes, y me di cuen-
ta de que tenía razón. Eran muchas las personas que
llevaban una existencia anodina y que no habían
tenido la oportunidad de tener una vida tan intensa
y tan rica como la nuestra.
—Es verdad —le respondí—, pero aún así hay
experiencias por las que me gustaría no tener que
pasar.
—Sí, claro; nuestro Señor Jesucristo debió de
pensar lo mismo cuando estaba en la cruz, pero
sufrir martirio y morir formaba parte de su destino.
—¿Crees que vino para eso, para ser torturado y
morir en la cruz? —pregunté, escéptica.
—No sólo para eso… Digamos que ese final for-
maba parte de lo que había venido a hacer. Él vino
para predicar el amor universal, pero no estábamos
preparados para recibir esa enseñanza, por eso lo
matamos. ¡Tiene su lógica...! Pero su muerte nos dio
vida.
—Por lo visto, aún seguimos sin estar preparados

341
Rosa Villada

—afirmé con tristeza.


—No, aún no lo estamos… pero ya queda menos.
Jesucristo plantó en la Tierra las semillas de ese
amor universal, y como toda semilla, necesita tiem-
po para fructificar… Aún tendrán que pasar
muchos, muchos años, para que el amor de Cristo dé
sus frutos… Pero ese día llegará, no tengas la menor
duda.
—Y mientras llega, ¿nos seguiremos matando
unos a otros? —pregunté a Brígida, aun sabiendo la
respuesta.
—Pues sí, eso parece… Así es el juego de la vida,
el juego de Dios en que todos participamos. Como
todo juego, no puede hacerse sin adversarios; lo
cual no quiere decir enemigos. No tenemos por qué
odiar a nuestros adversarios, ni considerarlos ene-
migos… Simplemente, están haciendo un papel. Y
cada cual lo hace lo mejor que puede… El problema
es cuando nos lo tomamos en serio y olvidamos que
sólo se trata de eso, de un juego. Que sólo estamos
jugando el juego de Dios.
—¿Y por qué hay que jugar a ese juego? —insis-
tí, en mi papel de escéptica.
—Oye, estás muy preguntona hoy, ¿crees que yo
tengo todas las respuestas...? ¡Pregúntaselo a Dios!
¡Yo no puedo saberlo todo, sólo soy un ser humano!
Brígida y yo nos reímos de buena gana, y ella
empezó a deleitarme de nuevo con toda su gama de

342
El Juego De Dios

gestos y guiños que siempre utilizaba cuando quería


parecer loca. Me sentí emocionada y abracé a mi
amiga. Pensé que era una mujer extraordinaria. A
pesar de las dificultades, era capaz de mantener su
sentido del humor y una visión alegre, festiva y
juguetona de la vida.
—¡Realmente estás loca, loca de atar! —le grité,
mientras ella danzaba a mi alrededor.
—¡Sí, claro que estoy loca! —gritó—. ¡Loca de
Dios!
Ambas celebramos sus palabras y empezamos a
reírnos con todas nuestras fuerzas. Quizás era lo que
más necesitábamos en esos momentos, reírnos de
nosotras mismas, del mundo tan absurdo que nos
había tocado vivir, y del dolor que cada vez estre-
chaba más su cerco sobre nuestra existencia. Cuando
se nos pasó el ataque de risa, Brígida me dijo:
—¡Pues ya sabes lo que tienes que hacer a partir
de ahora!
—¿Qué tengo que hacer? —pregunté, un tanto
desconcertada.
—¡¡Escribir!! —respondió con firmeza—. ¿No
soñaste que debías hacerlo? ¡No sé a lo que esperas,
ya no queda mucho tiempo!
El comentario de Brígida golpeó de lleno en mi
conciencia. Fue como si, hasta que ella no pronun-
ció esas palabras, algo en mi interior se hubiera
resistido a hacer lo que yo sabía que debía. Creo que

343
Rosa Villada

puse cara de idiota, porque Brígida insistió:


—¿No me has contado que en tu sueño te decían
que debías escribir sobre todo lo que estás viviendo,
y que ello serviría para que muchas almas dormidas
de la Tierra recordaran su origen divino? —pregun-
tó con firmeza.
—Sí, sí —balbuceé—; eso me dijeron en el
sueño.
—¡Pues no sé por qué pones esa cara! ¡Ni que yo
estuviera loca y no supiera lo que digo! —dijo
haciendo muecas.
Me quedé tan desconcertada que no supe qué
contestarle. Ella se empezó a reír de buena gana y
me dijo, antes de mandarme a dormir:
—Te ha caído una tarea, amiga. ¡Ahora ya no tie-
nes excusa para no escribir! Te lo han dicho muy
clarito… Así que a descansar y… manos a la obra.
—¡Pero sólo era un sueño! —protesté sin ningu-
na convicción.
—¡Claro! —respondió Brígida mientras me
empujaba hacia mi habitación—, sólo era un
sueño… ¡pero muy real!
Aunque quería reflexionar sobre sus palabras, el
cansancio me rindió de inmediato, y me dormí ense-
guida. Esa noche tuve varios sueños que no conse-
guí recordar al levantarme. Sólo una palabra golpe-
aba una y otra vez mi conciencia cuando me desper-
té: ¡Escribe!

344
El Juego De Dios

Y ASÍ LO hice. Fue entonces cuando empecé a escri-


bir este relato que ahora me ocupa, y al que pondré
fin cuando se acerque el final de mis días. Soy cons-
ciente de que ya queda poco, pero aún tengo que
seguir contando algunas cosas, y es lo que me dis-
pongo a hacer.

LOS DÍAS QUE siguieron a nuestra llegada a París,


tanto Nada, como Brígida y yo, procuramos seguir
con nuestra vida tal y como la conocíamos antes de
huir a Chartres y de que detuvieran a Salomón.
Hacíamos nuestras visitas diarias a los hospitales, y
seguíamos cortando y recolectando plantas con las
que elaborar nuestras pócimas.
Sólo un pequeño grupo de mujeres continuaba
asistiendo a nuestras clases de lectura y escritura.
Tras la marcha de Juliana y sus hijas y nuestro viaje
a Chartres, las clases que nosotras dábamos se habí-
an tenido que interrumpir, y sólo quedaron unas
pocas mujeres con Brígida.
Gracias a Sofía, una de estas mujeres, estábamos
informadas del proceso de la Inquisición contra
Salomón, y fue ella la que un día llegó muy afecta-
da y comunicó a Brígida la mala noticia de su muer-
te a causa de las torturas.
Aunque ni Brígida ni yo tuvimos esperanzas en
ningún momento de volver a ver a Salomón con
vida, no por eso la noticia de su muerte fue menos

345
Rosa Villada

dolorosa. ¡Y no digamos cómo afectó a Nada! Yo


creo que nuestra amiga mantenía en su fuero inter-
no la secreta confianza en que Salomón sería
absuelto.
En el momento en que Brígida le comunicó la
noticia, Nada empezó a llorar, se encerró en su habi-
tación, y allí permaneció tres días sin salir a comer
y sin atender nuestras súplicas de que abriera la
puerta y nos permitiera consolarla.
Por mucho que le suplicáramos, el silencio era su
respuesta. Finalmente, decidimos dejarla en paz con
su dolor y esperar a que saliera de la habitación
cuando ella lo considerara oportuno. Para mí, aque-
llos tres días con sus tres noches fueron eternos, por-
que en algún momento llegué a temer por la vida de
Nada si no era capaz de soportar su tristeza.
La única alegría que nos llevamos en ese interva-
lo fue el regreso a nuestra casa de Juliana y de sus
hijas Úrsula y Matilde. Evidentemente, no habían
elegido el mejor momento para volver, pero yo
agradecí inmensamente su presencia, y el ánimo y el
consuelo que nos aportaron.
Según nos explicó Juliana, las tres, de mutuo
acuerdo, habían decidido volver a su vida como
beguinas asumiendo todas las consecuencias.
—Lo único que hacíamos en casa de nuestros
parientes era pensar en vosotras y en la suerte que
podría haber corrido Salomón —dijo Matilde—.

346
El Juego De Dios

Vivíamos más asustadas que cuando nos fuimos de


aquí. Por eso decidimos volver y afrontar lo que fuera.
—El día que decidimos volver fue maravilloso,
como si nos hubiéramos quitado un gran peso de
encima —relató Úrsula—. Resultó que todas está-
bamos deseando hacerlo, pero no nos atrevíamos a
decírselo a las demás… Yo no quería dejar a mi
madre, ni tampoco pensar en separarme de mi her-
mana. Sin embargo, tenía muy claro que quería
regresar a París y continuar siendo una beguina.
—Al final fui yo la que lo sugerí —dijo Juliana
sonriendo—, y al ver que mis hijas pensaban de la
misma manera, nos pusimos todas locas de conten-
tas y empezamos a llorar y a abrazarnos… Fue
maravilloso.
—Sí —añadió Matilde—; me parece que nunca
en la vida hemos estado tan unidas como en ese
momento… Creo que fue entonces, y no cuando
estábamos aquí en París, cuando hicimos el auténti-
co compromiso de las beguinas.
—…Y además de todo esto —bromeó Úrsula—,
es que no había quien aguantase a nuestros parien-
tes. Uno de ellos se empeñó en que debía casarme
con su hijo. ¡Dios, no me lo podía quitar de encima
en ningún momento...! Y cuando digo esto, estoy
hablando en sentido literal.
Todas nos reímos de sus palabras, y ella siguió
contando anécdotas de su estancia con sus parientes.

347
Rosa Villada

Una vez más, nos agarramos al sentido de humor y


a la broma para poder sobrellevar nuestro dolor,
mientras guardábamos luto por nuestro querido
amigo Salomón, y Nada continuaba encerrada en su
mutismo.
Pasados esos tres días, cuando todas estábamos
sentadas a la mesa comiendo, apareció Nada por la
puerta, cogió un plato, se echó comida del puchero
y se sentó a nuestro lado, diciendo:
—¡Tengo mucha hambre!
Nosotras nos quedamos sobrecogidas y en silen-
cio. Nos miramos unas a otras, sin saber qué decir,
como si nuestras palabras pudieran romper el hechi-
zo del momento y provocar que Nada volviera a
encerrarse de nuevo en su habitación.
Ella comió con avidez, y cuando finalizó lo que
tenía en el plato, se levantó, se fue hasta donde esta-
ba el puchero y lo llenó de nuevo. Volvió a la mesa
y, como si se diera cuenta de su presencia por prime-
ra vez, exclamó:
—¡Úrsula, Juliana, Matilde! ¡Habéis vuelto, qué
alegría!
Al pronunciar los nombres de nuestras amigas,
Nada empezó a llorar con gran desconsuelo y todas la
rodeamos, abrazándola y llorando con ella, dando
rienda suelta a nuestro dolor y compartiendo el suyo.
Esta escena desgarrada provocó que tratásemos de
reanudar nuestra vida, y puso fin al mutismo de Nada.

348
El Juego De Dios

En pocos días apareció ante nuestros ojos como la


joven que siempre habíamos conocido, llena de
vitalidad, con su cabello pelirrojo y la piel llena de
pecas, pero con un brillo distinto en la mirada.
Es imposible saber el calvario que tuvo que pasar
nuestra amiga en la soledad de su habitación, pero
era evidente que el dolor y el sufrimiento habían
dado paso a una mujer mucho más madura y con
una fortaleza interior infinitamente mayor de la que
tenía antes de morir Salomón.
A partir de ese momento, fue la propia Nada la
que nos empujó a tomar decisiones, convencida de
que nuestro futuro estaba llamando a la puerta con
impaciencia, y teníamos mucho que resolver para
evitar que la muerte de Salomón se hubiera produ-
cido en vano.
Ese iba a ser su objetivo en la vida, y así nos lo
hizo saber.

349
Capítulo XX

TRAS LA MUERTE de Salomón, el grupo de mujeres


que aún acudía a las clases de lectura y escritura se
disolvió definitivamente por miedo a las represalias.
Sofía, la alumna que nos había estado informando,
fue la primera en comunicarnos su marcha.
—Si mi padre se entera de que os he estado dando
información sobre los movimientos de la
Inquisición —nos dijo—, me matará con sus pro-
pias manos.
En cuanto Sofía se marchó, la siguieron todas las
demás y nos quedamos sin alumnas. Para Brígida y
para mí esta fue la señal de que todo lo que había-
mos construido en París se había venido abajo, y era
el momento de afrontar el futuro, cada una a su
manera.
Para ella y para mí, era el momento de la espera
hasta que fuéramos requeridas por el Santo Oficio.
Para Nada y las demás, era el momento de partir
hacia otros lugares, donde la llama de las beguinas
pudiera prender en los corazones de otras mujeres,
sin el peligro y la presión constante de la
Inquisición.
351
Rosa Villada

Una noche decidimos hablar para que cada una


expresara su pensamiento y decidiera qué hacer, si
quedarse en París, con el consiguiente peligro que
ello conllevaba, o viajar hacia otros lugares. La pri-
mera en expresar su decisión fue Nada.
—Yo no voy a quedarme aquí —dijo con deci-
sión—. La detención y muerte de Salomón me ha
hecho reflexionar muchísimo. Sé que ha supuesto
un duro golpe para todas, pero para mí, si me permi-
tís que lo diga, ha sido mucho más que eso.
Consciente de que su vida corría grave peligro,
Salomón me pidió que si a él lo cogían, yo me
pusiera salvo y llevase nuestro ideal de libertad a
todos los lugares que pudiera… Y eso es lo que
pienso hacer —añadió con los ojos brillantes, y una
sonrisa—. No voy a rendirme. Si el llamado Santo
Oficio, que de santo no tiene nada, quiere detener-
me, tendrá que buscarme. Yo no les voy a dar facili-
dades…
Siguiendo un impulso, abracé a Nada y le susurré
al oído:
—Salomón estará muy orgulloso de ti.
Todas nos mantuvimos en silencio por unos ins-
tantes, y fue Juliana la que intervino a continuación,
hablando también en nombre de sus hijas. Según
afirmó, ya habían tomado una decisión conjunta y
las tres estaban de acuerdo.
—Nosotras tampoco nos quedaremos aquí. No

352
El Juego De Dios

tenemos ninguna duda de que es cuestión de tiempo,


de poco tiempo, el que la Inquisición venga a bus-
carnos. No queremos dejar de ser beguinas. Ahora
que hemos descubierto esta forma de vida que nos
llena, ¿cómo podríamos dejarla...? Si Nada está de
acuerdo —añadió con actitud de súplica—, nos gus-
taría acompañarla y viajar con ella para seguir
difundiendo nuestros ideales…
—¡Pues claro que estoy de acuerdo! —la inte-
rrumpió Nada con gestos de alegría—. ¡Estaré
encantada de que vayamos juntas! Cuatro pueden
más que una sola, y si son mujeres como vosotras,
¡nos comeremos el mundo!
Sus palabras fueron seguidas por todas como una
auténtica fiesta. Nos pusimos en pie y empezamos a
abrazarnos unas a otras. La emoción se reflejaba en
nuestros rostros, y reíamos y llorábamos al mismo
tiempo… Después del alboroto, nos sentamos de
nuevo. Brígida me miró y dijo:
—Bueno, pues ya sólo faltamos nosotras… Todas
conocéis cuál es nuestra postura, aunque yo sólo
hablaré de mí y dejaré que Valentina exprese la
suya… Yo me quedaré aquí aguardando el final que
Dios me tenga destinado. Ya huí una vez de París,
cuando quemaron a Margarita, y durante mucho
tiempo estuve viajando y dando vueltas por distin-
tos lugares para evitar caer en manos de la
Inquisición. No me arrepiento de ello —añadió con

353
Rosa Villada

convicción—; tuve muchas experiencias y conocí a


muchas personas, incluso volví a Burgos, de donde
me escapé siendo joven, para ver si mis padres aún
vivían… Pero ya no llegué a tiempo de verlos con
vida… En ese viaje conocí a Valentina —continuó,
dedicándome una sonrisa—, y después llegaron
Nada y Juliana y sus hijas, y Salomón… y creo que
hemos fundado un buen núcleo de beguinas para
que siembren las semillas de la libertad, el amor, la
tolerancia y la paz por el mundo… Estoy muy orgu-
llosa de vosotras —dijo, dirigiéndose a Nada,
Juliana, Úrsula y Matilde—, de la decisión que
habéis tomado… pero yo no puedo acompañaros…
Creo que mi misión ha terminado y que ahora, en
lugar de salir corriendo, que es lo que he hecho
siempre, porque así debía ser, debo quedarme y
aprender a afrontar mi muerte inminente a manos de
la Inquisición. Durante mi vida he aprendido a
luchar, pero ahora debo aprender a entregarme…
No a los inquisidores, como pueda parecer; ellos
sólo son un instrumento, mis adversarios en este
juego de la vida… Debo entregar mi alma a Dios, tal
y como lo hizo Jesucristo en la cruz.
Las últimas reflexiones de Brígida provocaron en
mí una profunda conmoción. Y a juzgar por las
lágrimas que asomaban a los ojos de nuestras ami-
gas, también ellas debieron sentirse profundamente
afectadas. Se hizo un silencio sublime, como si

354
El Juego De Dios

fuera una oración, mientras el velo de la emoción


envolvía el ambiente. Así permanecimos un rato,
nadie se atrevía a romper con palabras la magia del
momento. Pasados unos instantes, los ojos se vol-
vieron hacia mí y consideré que era el momento de
poner voz a mis sentimientos.
—Después de lo que ha dicho Brígida, es difícil
hablar y mucho menos expresar con exactitud este
torbellino de emociones que se mueve en mi inte-
rior. A pesar de todo, lo intentaré —dije con una
sonrisa—. Yo me quedaré aquí con Brígida. Desde
el día en que la conocí en el convento de San Antón,
en el Camino de Santiago, supe que mi destino esta-
ba unido al suyo. Siempre lo he sentido así, y los
últimos acontecimientos que he vivido lo único que
han hecho ha sido incrementar esa certeza. No
tengo, pues, ninguna duda… Desde que murió
Salomón me he hecho esta pregunta: “Si Brígida se
marchase de París, ¿te irías con ella?” Y la respues-
ta siempre ha sido la misma: “Eso no puede pasar,
es imposible. Brígida se quedará aquí y yo me que-
daré con ella...” Sencillamente, esa opción no exis-
te… Así que, en realidad, no estoy eligiendo entre
dos caminos, pues para mí, y creo que también para
ella, sólo existe una opción…
Brígida me interrumpió en ese momento para
decir:
—Así es, lo has comprendido perfectamente. No

355
Rosa Villada

hay otra opción. Aquí se terminan las opciones, ya


no puedo elegir, sólo aceptar mi destino.
—Como siempre, Brígida lo ha expresado mejor
que yo —continué hablando—. Eso es lo que os
quería decir, que en estos momentos siento en lo más
profundo de mi ser que no puedo hacer otra cosa que
lo que voy a hacer… Pero lo mejor de todo —añadí
con el mayor énfasis que pude— es que eso precisa-
mente eso es lo que quiero hacer… Una vez conocí
a una monja extraordinaria, la hermana Lucrecia.
Me hubiera gustado mucho que Brígida y ella se
hubieran conocido… pero cada una cogió un cami-
no distinto. Pues bien, esa mujer excepcional me
dijo una frase que no he olvidado, cuando me habla-
ba de su entrega a Dios. Me dijo: “Libremente me
someto...” Y eso es lo que yo hago ahora, libremen-
te acepto y me someto a mi destino… porque sin esa
libertad de elección, nadie puede seguir el camino de
la entrega a Dios… ni a ninguna otra causa.
Las últimas palabras las pronuncié con un nudo
en la garganta. Sentía por dentro una gran emoción.
Era como si toda mi vida, todo lo que había experi-
mentado desde que nací, sólo hubiera tenido un sen-
tido y una finalidad: hacerme llegar a ese momento,
a esa conclusión, a esa entrega.
Sin poder evitarlo, empecé a llorar, y en mi fuero
interno me pareció que el tiempo se detenía. En un
instante, acudieron a mi mente el rostro cariñoso de

356
El Juego De Dios

mi padre, escenas que había vivido durante mi


niñez. La mirada fría de la priora recibiéndome en el
convento de Santa Clara, la calidez y lucidez de la
hermana Lucrecia, la sonrisa y el amor de Yago…
Sí, sobre todo vi los ojos verdes de mi amado… y
también los párpados cerrados de aquel hijo nuestro,
que no pude acunar en mis brazos.
Fue un momento mágico que nunca olvidaré.
Cuando me quise dar cuenta, todas estaban llorando
conmigo, y luego, como ocurría otras veces, empe-
zamos a mirarnos unas a otras y a reírnos, pasando
del llanto a la risa con una extraordinaria facilidad.
—¡Bien, así me gusta, chicas, este es un estado de
ánimo mejor para afrontar el futuro! —dijo
Brígida—. ¡Fuera penas, que Dios no nos quiere
tristes, sino alegres!
Las palabras y la cordura de nuestra amiga nos
hicieron volver a razonar sobre nuestra situación.
Nada se mostró partidaria de emprender enseguida
el viaje hacia otros horizontes. “Mañana mejor que
pasado”, dijo. Y tanto Juliana como sus hijas se
mostraron conformes.
Las cuatro se quedaron hablando de los pormeno-
res de su viaje, decidiendo hacia dónde iban a enca-
minar sus pasos. Brígida y yo les dijimos que no
queríamos saberlo, para evitar poner sus vidas en
peligro en caso de que la Inquisición nos torturara
para saber de ellas.

357
Rosa Villada

Antes de retirarnos a nuestras habitaciones para


dormir, Brígida me abrazó, y me dijo:
—Bueno, amiga, nos quedamos solas otra vez.
Así empezamos, y así vamos a terminar… ¿Cómo
llevas tu tarea de escribir? —preguntó con interés.
—La llevo bien —le respondí—; ya sabes que en
los últimos días no he hecho otra cosa, prácticamen-
te.
—Y así debe ser —subrayó ella—. Cuando nues-
tras amigas se vayan, tú debes seguir con la escritu-
ra… Yo continuaré visitando los hospitales… No
voy a estar aquí en casa, esperando que me maten,
sin hacer nada —bromeó.
—No creo que la espera sea muy larga —le res-
pondí, sonriendo—. Siento que el fin está más cerca
de lo que pensamos… ¿No piensas tú lo mismo?
—Sí, yo también lo siento próximo —dijo antes
de darme un beso en la mejilla y de desearme bue-
nas noches.

NUESTRA INTUICIÓN FUE certera. Al amanecer del día


siguiente me despertaron unos fuertes golpes que
llamaban a la puerta. Me levanté sobresaltada y salí
corriendo para ver qué pasaba. Cuando llegué, vi a
Brígida en el quicio hablando con una joven, pero
no pude distinguir su rostro porque lo llevaba casi
cubierto.
Brígida me oyó llegar y me hizo una seña para

358
El Juego De Dios

que no siguiera avanzando. Así lo hice. Detrás de mi


apareció Nada y le indiqué que se mantuviera en
silencio. Ambas nos quedamos calladas hasta que
Brígida dejó de hablar y entró, cerrando la puerta.
Desde dentro, sólo alcanzamos a ver cómo la joven
se marchaba corriendo.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté asustada.
—Era Sofía —respondió Brígida con un tono de
preocupación en la voz—. Ha venido a alertarnos de
que la Inquisición va a detenernos. Se ha enterado
por su padre… Ha sido muy valiente al venir a avi-
sarnos.
—¿Vienen a por todas o buscan a alguna en par-
ticular? —preguntó Nada.
—Eso no lo sé, lo único que me ha dicho es que
buscan una comunidad de beguinas, basándose en
que nuestro movimiento ya fue condenado por la
Iglesia porque las beguinas escapamos al control de
las dos únicas instituciones pensadas para nosotras:
el monasterio y el matrimonio.
Al escuchar las palabras de Brígida, Nada empe-
zó a reírse a carcajadas antes de preguntar:
—¿De eso nos van a acusar, de no ser monjas ni
estar casadas?
—Sí, por eso nos buscan… Además de porque
estamos enseñando a leer y a escribir en lengua vul-
gar, y no en latín… Y porque nos erigimos como
maestras al enseñar, y hablamos de Dios… —ironi-

359
Rosa Villada

zó Brígida—. Ya sabéis que está prohibido el magis-


terio público de las mujeres… Sólo los hombres
pueden enseñar, y sólo ellos están capacitados para
hablar de Dios.
—Ninguna de estas razones son nuevas para
nosotras… Ya sabemos lo que es la Inquisición —
dije con firmeza—, y también sabemos que nosotras
no hemos cometido ningún delito, ni somos herejes,
ni hacemos ningún mal. Pero eso es lo de menos. La
cuestión no es saber de qué se nos acusa, sino que
hay que ponerse en marcha, porque no tardarán
mucho en venir a por nosotras.
—¿No te ha dicho Sofía cuándo vendrán? —pre-
guntó Nada.
—No, no lo sabe… Están preparando las acusa-
ciones, no me extrañaría que hablasen primero con
algunas de las mujeres que han asistido a nuestras
clases. Si es así, eso nos deja un margen de tiem-
po… pero muy pequeño. Creo que deberíais mar-
charos hoy mismo —añadió con un tono de urgen-
cia, dirigiéndose a Nada.
—Sí, yo también lo creo —respondió nuestra
joven amiga—. Voy a hablar con Juliana y sus hijas.
¿Sabéis donde están? —preguntó con extrañeza.
—Supongo que seguirán durmiendo en sus habi-
taciones —dijo Brígida encogiéndose de hombros.
—¡Dios, casi tiran la puerta abajo a golpes y ellas
no se han enterado! No tienen el sueño ligero, no —

360
El Juego De Dios

bromeó Nada saliendo en su busca.


El resto del día pasó en un suspiro, casi sin dar-
nos cuenta. En unos momentos, toda la casa estuvo
patas arriba y nuestras cuatro amigas hicieron su
equipaje para dejar París. Brígida y yo insistimos en
que no queríamos saber hacia dónde se dirigían,
para evitar poner sus vidas en peligro.
Lo único que supimos es que viajarían en una
carreta que Juliana había conseguido, aprovechando
las influencias de su vida anterior como esposa de
un próspero comerciante. Eso les permitiría viajar
más rápido y también pasar más desapercibidas que
si lo hicieran andando.
Todo ocurrió muy deprisa, y al anochecer de ese
mismo día, Brígida y yo nos despedíamos de nues-
tras cuatro amigas. Antes de que partieran, tuve una
conversación con Nada sobre el manuscrito que
estaba escribiendo.
Le conté a mi joven amiga que una fuerza supe-
rior me había impulsado a escribir todo lo que habí-
amos vivido, y le relaté lo que pensaba hacer para
evitar que el manuscrito cayera en manos de la
Inquisición, para lo cual necesitaba de su complici-
dad.
—Si nos detienen a Brígida y a mí —le dije a
Nada—, aquí no queda nadie de confianza para
hacerse cargo del manuscrito. He pensado enterrar-
lo en algún lugar cercano que tú conozcas para que

361
Rosa Villada

puedas volver a rescatarlo en el futuro, cuando pase


todo lo que tenga que pasar.
—¡Cuenta conmigo! —me respondió Nada abra-
zándome—. Ten por seguro que regresaré, y tu
manuscrito llegará a las manos que tenga que llegar.
No te preocupes de su futuro —intentó animarme,
emocionada.
—No me preocupo —le respondí con sinceri-
dad—. Sé que mi trabajo consiste en escribir estas
experiencias que hemos vivido, pero una vez termi-
ne de hacerlo, lo que ocurra o deje de ocurrir ya no
está en mis manos… Confío en que la misma fuer-
za que me ha impulsado a escribir sea la que se
encargue de decidir el futuro del manuscrito.
Esa misma tarde, Nada y yo nos ausentamos un
rato de la casa para buscar el lugar donde yo ente-
rraría mi escrito. Decidimos hacerlo en una zona
discreta donde buscábamos siempre nuestras plan-
tas medicinales, junto a un majestuoso tejo.
Procuramos que el sitio elegido fuera fácilmente
identificable con el paso del tiempo, pues no sabía-
mos cuánto pasaría antes de que Nada pudiera vol-
ver a desenterrar el manuscrito.
—Este tejo, que era el árbol sagrado de los celtas
y cuyas propiedades medicinales tantas veces
hemos utilizado, protegerá el manuscrito hasta que
tú vengas a recogerlo —dije a Nada sin poder evitar
la emoción.

362
El Juego De Dios

—¿Cómo lo llamarás?, ¿le pondrás algún nombre


al manuscrito? —me preguntó en un tono cariñoso.
—Pues… no lo había pensado… Pero sí, le pon-
dré El juego de Dios. ¿Te gusta? —pregunté, con-
tenta con mi elección.
—Sí, me gusta —respondió ella con su habitual
entusiasmo—. No sé qué has escrito, pero me gusta
cómo lo vas a llamar… Sí, me parece muy apropia-
do.
—Sí, creo que lo es porque de lo que habla este
manuscrito es de ese juego divino en el que todos
participamos.
Con la complicidad de dos niñas que guardan un
secreto a los ojos de los mayores, Nada y yo regre-
samos a nuestra casa lo más rápido que pudimos.
Juliana y sus hijas estaban muy nerviosas. Matilde
nos preguntó nada más llegar:
—¡Pero dónde os habéis metido, temíamos que
os hubiera pasado algo malo!
Nada no respondió, se limitó a sonreír mientras
me miraba con un gesto pícaro y trataba de apaci-
guar con las manos a las dos hermanas.
En un abrir y cerrar de ojos, en cuanto el sol se
ocultó y la carreta estaba cargada, Brígida y yo nos
despedimos de nuestras amigas intentando quitarle
hierro al dramatismo del momento.
Yo estaba muy afectada y no podía disimularlo.
Úrsula empezó a llorar, y al instante la siguieron

363
Rosa Villada

Matilde y Juliana. Esta última se dirigió a Brígida y


a mí y nos abrazó con gestos de cariño:
—Venir a vivir con vosotras y hacer nuestros
votos privados como beguinas ha sido lo más
importante que nos ha pasado en la vida a mí y a mis
hijas… Nunca os estaremos lo suficientemente
agradecidas por habernos acogido —dijo, mientras
Matilde y Úrsula asentían con la cabeza, sin que el
llanto les permitiera decir ninguna palabra.
Yo tampoco estaba para muchos discursos porque
la tristeza me atenazaba la garganta, y fue Brígida la
que respondió con voz serena:
—Ha sido una auténtica suerte el haberos conoci-
do y todo el tiempo y las vivencias que hemos com-
partido con vosotras… Os deseo lo mejor y que
siempre afrontéis las dificultades con el mismo
valor que lo hacéis en estos momentos.
Nada permanecía callada, con los ojos brillantes,
con entereza, sin perder la sonrisa. Creo que ese fue
el mejor regalo que nos pudo dedicar, su eterna son-
risa infantil. Me acerqué a ella y la abracé con todas
mis fuerzas. Quería hablarle, pero la emoción no
permitía que me salieran las palabras.
Ella me devolvió el abrazo sin dejar de sonreír, en
silencio. Sólo se llevó la mano derecha a su corazón
y me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza;
no necesitaba palabras porque hablaba con el eterno
lenguaje del amor.

364
El Juego De Dios

A Brígida se la veía también muy emocionada.


Abrazó a Juliana y a sus hijas, y después a Nada, a
la que permaneció abrazada unos instantes que, por
su intensidad, me parecieron eternos.
Los momentos que siguieron a la despedida se
desarrollaron con rapidez. Nuestras cuatro amigas
subieron a la carreta. Juliana se situó en la parte
delantera, tomó las riendas y arreó al caballo para
que se alejara al trote, mientras Brígida y yo nos
quedábamos inmóviles, viendo cómo se marchaban.
Antes de que el carro doblase por la esquina,
Nada se asomó por la parte de atrás y me gritó:
—¡Volveré, Valentina, volveré al tejo, te lo pro-
meto!
Yo hice un gesto de asentimiento con la cabeza, y
también llevé mi mano derecha al corazón, en señal
de agradecimiento.
Cuando la carreta se alejó y desapareció de nues-
tra vista, Brígida y yo nos miramos, y sin poder con-
tener la emoción del momento, nos echamos a llorar
sin disimulos.
Para mí fue llanto reparador. Noté cómo las lágri-
mas limpiaban la tristeza que se había quedado
enganchada en los pliegues de mi alma.
Cuando nos tranquilizamos un poco, Brígida y yo
aún permanecimos un rato en la calle, sentadas en el
escalón de la puerta de nuestra casa, contemplando
la noche estrellada en silencio.

365
Rosa Villada

No sé el tiempo que transcurrió, pero noté que


dentro de mí se había producido un abismo entre el
momento en que nuestras amigas estaban todavía
con nosotras, y el vacío y la soledad que me produ-
cía su ausencia.
Sin hablar entre nosotras, Brígida y yo nos levan-
tamos casi al unísono para entrar en nuestra casa.
Antes de hacerlo, suspiré profundamente y observé
el cielo que cubría nuestras cabezas. Luego le pre-
gunté:
—¿Volveremos a verlas?
Brígida acarició mi pelo con un gesto cariñoso, y
sonriendo me contestó con ternura:
—No. No en esta vida.

366
Epílogo

HOY ES 26 de junio del año del Señor de 1317. Han


pasado dos días desde que se marcharon nuestras
amigas. Han sido dos días muy intensos, en los que
yo no he dejado de escribir para relatar los últimos
acontecimientos vividos antes de ir a enterrar este
manuscrito.
Lo haremos en cuanto amanezca. Brígida me
acompañará hasta el lugar elegido, junto al tejo, y
luego volveremos a casa a esperar que la Inquisición
venga a por nosotras. Sabemos que será hoy cuando
lo haga. Ayer encontramos un papel bajo nuestra
puerta, en el que decía: “Será mañana”.
La nota era así de escueta, aunque en realidad no
es necesario decir nada más. Suponemos que fue
Sofía la que nos la dejó. En mi interior le agradezco
profundamente a esta mujer valiente todo lo que se
ha arriesgado al facilitarnos informaciones sobre el
proceso contra Salomón, y ahora sobre nuestra pró-
xima detención.
He pasado toda la noche en blanco, sin poder dor-
mir. Cuando Brígida se acostó un rato para descan-
sar, yo salí a la puerta de la calle a mirar el cielo.
367
Rosa Villada

Había luna llena, pero después, al cabo de un tiem-


po, el disco plateado empezó a oscurecerse poco a
poco y, finalmente, se tiñó de un color rojizo.
Después de varias horas, volvió a aparecer radiante,
con su aspecto y su luminosidad habitual.
No sé si esto será un buen o mal augurio, pero
está claro que algo significa. Aunque a mí no me
asustan los fenómenos que se producen en el cielo,
sino los actos que protagonizan los hombres en la
Tierra.
En estos momentos me encuentro en paz. Siento
una gran tranquilidad interior y, repasando mi vida,
me doy cuenta de lo intensa que ha sido. Tengo
veinte años, pero no se mide una vida por la canti-
dad de años vividos, sino por la calidad y la intensi-
dad de las experiencias. Al fin y al cabo, ¡para qué
vivimos si no es para experimentar, para participar
en este gran juego cósmico de Dios!

AYER LE PREGUNTÉ a Brígida:


—¿Nos han vencido? Nuestra muerte a manos de
la Inquisición, ¿significa que nos han vencido?
—¡Claro que nos han vencido! —respondió ella
con convicción—. Pero no nos han doblegado.
¡Aquí estamos, a pesar de todo!
—¿Y no es lo mismo que te venzan o que te
dobleguen? —insistí con interés.
—¡Claro que no es lo mismo, no tiene nada que

368
El Juego De Dios

ver! A lo largo de la vida, los adversarios pueden


vencerte, no una, sino en multitud de ocasiones.
Ellos pueden salirse con la suya… pero sólo en apa-
riencia.
—¿Cómo en apariencia? Yo creo que se salen con
la suya de una forma muy real, nada aparente.
—No, no es así. Fijémonos en nuestro caso, por
ejemplo. Se supone que nos han vencido, que nos
van a condenar a la hoguera, ¿pero acaso nos han
doblegado, han logrado que renunciemos a nuestras
convicciones, han conseguido matar nuestros idea-
les de amor, libertad y paz? Dime, ¿lo han consegui-
do? ¿Lo consiguieron cuando torturaron a Salomón
hasta la muerte, o cuando quemaron a Margarita
Porete?
—No, no lo han conseguido, ¡ni lo conseguirán
jamás! —afirmé con fuerza.
—Pues ya lo ves, nos han vencido, pero no han
conseguido doblegarnos… ¡Ni lo conseguirán
jamás, como bien has dicho! —dijo soltando una
carcajada.
Me quedé pensando en sus palabras, y ella me
miró reflejando ternura en sus ojos. Me sonrió con
dulzura, y añadió con un tono cariñoso:
—Gracias, Valentina, muchas gracias por mante-
nerte a mi lado en estos momentos tan difíciles.
Haces honor a tu nombre, eres una mujer muy
valiente, y me siento orgullosa de ti y de cómo estás

369
Rosa Villada

afrontando todo esto… Quiero decirte que no tengas


miedo, porque sólo van a poder dañar nuestro cuer-
po, pero ningún ser humano es sólo el cuerpo, ni
tampoco somos nuestras ideas, ni siquiera nuestros
sentimientos, aunque éstos sean muy elevados…
Somos parte de Dios, manifestándonos de distintas
formas, con distintas creencias y actuando de mane-
ras diferentes… pero todos somos lo mismo. Y esa
presencia divina que hay en nosotros, no hay hogue-
ra que pueda con ella… Cuando estemos rodeadas
por el fuego, recuerda que sólo pueden quemar la
envoltura, pero no pueden acabar con lo que somos
realmente… ¡Me gustaría decirte tantas cosas! —
añadió con gesto de impotencia—. Y por otro lado
creo que no es necesario, que las palabras estorban
y no pueden reflejar lo que realmente siento en mi
interior.
Abracé a Brígida en señal de agradecimiento
hacia ella. Me sentí profundamente unida a esta
mujer que tanto me había enseñado durante el tiem-
po que llevábamos juntas.
—A mí me pasa lo mismo —dije soltándola, y
mirándola a los ojos con gratitud—. Tengo mi pecho
a punto de estallar de tantas cosas que querría decir,
y no me salen… Pero no me salen, no porque yo no
quiera decirlas, sino porque realmente no hay pala-
bras que puedan expresar mis más íntimos senti-
mientos en estos momentos… Aún así, quiero que

370
El Juego De Dios

sepas que has sido una luz en mi vida y que estoy


segura de que volveremos a encontrarnos en el más
allá… Suponiendo que lleguemos a separarnos —
dije intentando bromear.
Tras esta conversación, Brígida y yo no hemos
continuado hablando, más allá de las cuestiones
cotidianas. Es como si el silencio reflejara mejor que
las palabras lo que nos gustaría expresar con ellas.
Pero aunque no hayan salido sonidos de mi boca,
no por eso dejo de preguntarme cosas interiormen-
te. En esta última noche en la que escribo, en la que
la luna llena se ha teñido de oscuridad y luego se ha
tornado roja, me pregunto qué pasará con este
manuscrito.
¿Se llevará el viento mis palabras? ¿Quedarán
enterradas para siempre junto al tejo, si Nada no
pudiera volver a recogerlas? ¿Las leerá alguien
alguna vez? ¿Qué pensará de mí quien las lea? ¿Qué
pensará de nosotras, las beguinas, y de nuestros ide-
ales de libertad, paz y amor? ¿Se implantarán algu-
na vez estos ideales en la Tierra?
Son muchas preguntas sin respuesta, que queda-
rán suspendidas en la nebulosa de los tiempos.
¿Cuántas años, siglos o eras tendrán que pasar para
que crezcan en el interior de los corazones de los
seres humanos las semillas de amor que plantó
Jesucristo? ¿Cuánto tiempo será necesario para que
todos podamos vivir en paz y armonía?

371
Rosa Villada

Reflexionando de esta manera en mi interior,


otras preguntas ocupan ahora mi mente y mi cora-
zón:
¿Regresaré algún día a la Tierra para ver los fru-
tos de esa semilla que Jesucristo plantó en su
momento? ¿Aunque tenga otra personalidad, recor-
daré que fui beguina y que me quemaron en la
hoguera? ¿Me encontraré en otros tiempos con otras
mujeres que quizás también fueron beguinas, tortu-
radas y quemadas, y no lo recordarán?
No tengo respuesta para todas estas preguntas…
Aunque ahora que me doy cuenta, quizás la luna que
he visto ocultarse en el cielo estrellado me haya
mostrado cual será el futuro que aún tiene que vivir
la humanidad a través de los siglos venideros.
Viendo la transformación que el disco plateado ha
experimentado esta noche en los cielos, puedo intuir
que vendrán todavía tiempos oscuros, y que nuestro
planeta se teñirá de sangre…
Pero después… después retornará de nuevo a la
Tierra la luz blanca y luminosa, reflejo de ese sol
interior que todos llevamos dentro.
¿Cuánto tiempo será necesario para que esta luz
haga desaparecer a la oscuridad?
No lo sé, tiempo es lo que yo ahora ya no tengo.
Mi tiempo aquí, en la Tierra, se está acabando.
Debo apresurarme para enterrar este manuscrito.
Pronto saldrá el sol.

372
Las referencias al
proceso de Margarita Porete
están inspiradas en
el libro La mirada interior,
de Victoria Cirlot y Blanca Garí.

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