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Eljuegodedios PDF
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Edita
Ediciones Que Vayan Ellos
www.quevayanellos.com
producciones@quevayanellos.com
A mis hijos, Sergio, Ana y Violeta
Cántico Espiritual
Juan de la Cruz
Teresa de Jesús
Capítulo I
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Capítulo II
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dumbrada?
—El miedo es lo que te atenaza —respondió con
firmeza—, pero no te preocupes, el miedo se aleja
en cuanto tomamos la decisión que debemos tomar.
Nos sentimos mucho peor al pensar en lo que tene-
mos que hacer, que cuando lo hacemos. Cuando
damos el paso, nos damos cuenta de que, en reali-
dad, no era tan terrible. Son los negros pensamien-
tos los que provocan que se nos encoja el estómago,
y nos llevan a ese estado de ánimo sombrío que tú
tienes ahora. No pienses más en lo que te preocupa;
descansa, duerme tranquilamente sin darle más
vueltas y mañana… Dios dirá. Ya verás cómo con la
luz del día se ven las cosas de otra manera.
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piensas hacer.
—Iré a buscar a Yago —respondí con decisión.
—Bien, en ese caso has de saber algo: Al día
siguiente a que la priora decidiera encerrarte en tu
celda, Yago fue al convento a buscarte.
—¿Qué...? ¿Cómo no me dijiste nada? —pregun-
té alterada.
—Yo no me enteré, lo he sabido ahora. La herma-
na Ángela fue la que habló con él, y como insistía
en verte, fue a consultarle a la priora si podía avisar-
te para que fueras al locutorio. La madre Perpetua se
lo prohibió, y le ordenó que lo despidiera y le dijera
que tú no querías verlo.
—¡Pero cómo es posible! —dije, cada vez más
indignada.
—No te preocupes, no fue eso lo que le dijo la
hermana —me tranquilizó—. Le dijo que te habían
encerrado en tu celda y que la priora no daba su per-
miso para que te avisase y pudieras ir al locutorio.
Ha sido la propia hermana Ángela la que me lo ha
contado ahora. Me dijo que ella no podía mentir de
esa manera, por mucho que se lo ordenase la priora.
Respiré con cierta tranquilidad y sentí una enor-
me gratitud por la hermana Ángela. Al menos Yago
no se habría ido con la impresión de que no quería
verlo. Al menos sabría que si no me había ido con
él, era porque no me habían permitido salir del con-
vento.
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siete años?
¿Por qué el escritorio de aquellos monjes del con-
vento de San Francisco era para mí el lugar más
maravilloso del mundo, en el que yo me sentía más
feliz? ¿Por qué las letras, que miraba extasiada, dan-
zaban delante de mis ojos y parecían hablarme?
¿Debía dejar que esos signos, que se colaban hasta en
mis sueños, me desvelasen por fin su sentido oculto?
Aún no había olvidado la conversación que había
mantenido con mi padre el día en que le pregunté si
yo podía escribir lo que quisiera, en lugar de copiar
lo que decían los demás. No había olvidado su res-
puesta brusca y cómo se había enfadado conmigo.
Aún me parecía estar escuchando su voz: “Las
mujeres no escriben, no tienen nada que decir…
porque no tienen ideas propias”.
—¡Claro que tenemos ideas propias! —me sor-
prendí diciendo en voz alta, a pesar de que me
encontraba sola. Al darme cuenta de que había gri-
tado, me empecé a reír de buena gana. Cuando lo
hacía, Brígida me sorprendió.
—¡Vaya, veo que quieres hacerme la competen-
cia! ¿Estás haciendo méritos para ser Valentina la
loca? —preguntó en tono de broma.
—No, no es eso, es que acabo de darme cuenta de
que tienes razón.
—No sé en qué, pero no me sorprende —bro-
meó—. ¡Yo siempre tengo razón, señorita!
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Capítulo X
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nadamente.
—¡Es que no hay ninguna razón para que nos
detengamos! —le repetía cada día—. Si la hubiera,
yo sería la primera que te propondría que nos pará-
semos. Pero de momento estoy bien. Me encuentro
cansada y muy pesada, pero eso es normal, ¿no?
—¡No tengo ni idea, nunca he estado preñada...!
Pero sí, supongo que será normal —añadía ella,
dando muestras de estar poco convencida.
—Te prometo que si siento alguna molestia, te lo
haré saber y dejamos el viaje, ¿de acuerdo?
—De acuerdo… pero no te hagas la heroína. No
hay ninguna razón para ello —concluía.
Lo cierto es que, conforme pasaban los días,
empecé a notar molestias en la parte baja del vien-
tre, pero intenté disimular el dolor. Cuando éste se
hacía muy intenso, le pedía a Brígida que nos detu-
viéramos a descansar y, con el reposo, los dolores se
me pasaban.
No sabría decir cuándo, pero a partir de cierto
momento, los dolores no cesaron, ni siquiera cuando
estaba descansando en algún hospital de peregrinos.
De hecho, un dolor punzante y persistente en el bajo
vientre se hizo tan cotidiano, que me acostumbré a
convivir con él. Seguía notando los movimientos de
mi hijo, y me dije que seguramente todo lo que me
ocurría era algo normal al final de un embarazo. Lo
único que quería era llegar a nuestro destino.
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rido amigo:
—¡¡Que Dios escribe derecho con renglones tor-
cidos!! —dijeron los dos al unísono, terminando la
frase con una sonora carcajada.
Al llegar a una apartada sala atestada de personas
con aspecto de viejos, Moisés nos despidió en la
puerta.
—Es mejor que pase yo solo —nos dijo—. Este
hombre está moribundo, poco voy a poder hacer por
él. Lleva varios días agonizante y sólo busca un
poco de consuelo en sus últimos momentos, se des-
concertaría si entrásemos todos. Me gustaría poder-
le ofrecer un poco más de atención y cierta intimi-
dad para morir, pero como habéis visto, el hospital
está lleno de gente, de peregrinos que van de paso y
otros que se quedan aquí. Lo único que puedo hacer
por él es tomarle de la mano, hablarle… y cerrar sus
ojos después.
—No te preocupes —dijo Salomón—, daremos
una vuelta por la ciudad y volveremos cuando nos
digas.
Moisés nos pidió que regresáramos de noche con
nuestras cosas para ir a dormir a su casa. Allí, según
nos dijo, nos instalaríamos y podríamos seguir char-
lando un poco antes de descansar.
—Yo vengo para el hospital al amanecer…
Bueno, eso cuando no me quedo a dormir aquí
directamente… ¡Tendrás que madrugar! —añadió
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dirigiéndose a mí.
—Eso no es una novedad —sonreí—. Estoy acos-
tumbrada a madrugar todos los días. Brígida me ha
enseñado que hay plantas que sólo se pueden reco-
lectar a la salida del sol.
—¿Quién es Brígida? ¿Otra beguina? —se intere-
só Moisés.
—Sí, otra beguina —respondí, sonriendo.
—Creí que la Inquisición había conseguido aca-
bar con vosotras, pero ya veo que no. ¡Bendito sea
Dios...! ¡Tenemos tantas cosas de las que hablar!
—¡No lo sabes tú bien...! ¿Sabes que esta Brígida
conoció y vivió con Margarita Porete? —dijo
Salomón, bajando la voz.
—¡No me lo puedo creer! —afirmó Moisés,
poniendo cara de asombro.
La mujer que había ido a buscar al médico apare-
ció otra vez reclamando su presencia, con un tono
de urgencia en la voz. Moisés entró corriendo en la
sala, y apenas si nos dio tiempo a verle dirigirse
hacia una cama antes de que volviéramos sobre
nuestros pasos por el largo corredor por el que habí-
amos llegado allí.
Los tres nos mantuvimos en silencio hasta que
salimos a la calle. El cielo se había despejado y los
rayos del sol calentaban todas las esquinas de aque-
lla bulliciosa ciudad, que respiraba vitalidad por los
cuatro costados.
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tiempo después.
—No hemos tenido suerte, ¿verdad? —afirmó
Yago con un tono de amargura en la voz—.
Tampoco la tenemos ahora, me estoy muriendo.
—Ahí es donde te equivocas —le dije con una
amplia sonrisa que salía del fondo de mi alma—. Sí
la tenemos. Tenemos mucha suerte porque ahora
estamos juntos, y ya nadie puede separarnos…
—Sólo la muerte —me interrumpió él, con un
rictus de amargura en su rostro.
—No, la muerte no puede separar a dos almas
que se aman, que están unidas, porque cada una es
la mitad de la otra. Estoy convencida de que tú y yo
somos almas gemelas, un solo espíritu que se divi-
dió en dos en el inicio de la Creación. ¿Te das cuen-
ta de la suerte que tenemos? ¿Tú sabes la cantidad
de gente que no encuentra a su alma gemela, ni
siquiera a través de muchas vidas? Nosotros nos
hemos encontrado y nos hemos reconocido. Nadie
podrá separarnos jamás.
—Escucharte es como si la oscuridad se hubiera
desvanecido a mi alrededor —dijo Yago apretando
mi mano, con una energía inesperada—. Voy a
empezar a considerarme un hombre afortunado de
verdad, y no un pobre moribundo sin esperanza,
como era hace un rato —dijo sonriendo.
—¡Es que lo eres! ¡Eres un hombre muy afortu-
nado! Los dos lo somos. La felicidad no depende del
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Las referencias al
proceso de Margarita Porete
están inspiradas en
el libro La mirada interior,
de Victoria Cirlot y Blanca Garí.