Está en la página 1de 1

No recuerdo el número de intentos. Si ocurría o no, no pretendía postergarlo más.

Le di vueltas y vueltas. Casi terminó desquiciado.

Por diferentes motivos, todo maquinaba con el deseo de terminar esta aflicción. En
realidad, siempre volvía a aplazarlo para otra fecha.

Un día decidí cumplir lo planeado. No permití que el desánimo me venciera. Estaba


sentenciado a hacerlo porque entre los hombres de mi edad era algo corriente.

Durante aquel breve intervalo recordé: «no conozco a nadie que sucumbirá
haciéndolo», pero en algún medio impreso leí: «Muerto en su primer intento». Pamplinas,
puras leyendas urbanas para acobardarme.

Ya cansado de meditar, me levanté con pasos firmes y fui a el lavabo. Apoyándome


sobre el tazón dejé correr el agua hasta que saliera un poco caliente. El espejo empezó a
empañarse, pero antes de perder el reflejo de mi imagen y quedar desfigurado, lo limpié
con una toalla para solo empeorar las cosas.

Empecé a acariciar mi cara, la acción connotaba estima propia. No dejaba de


observarme, mientras pasaba una y otra vez mis manos sobre mi semblante. De repente mi
mano derecha se estiró hacia un costado y tomó un artefacto afilado. Este estuvo guardado
un mes o quizás meses a la espera de aquel instante.

La hora había llegado. Inicié una pequeña ceremonia; pinté un perfil de mi rostro
con una poción fría al contacto y fuerte hedor a sándalo. El diseño no era una obra de arte y
llevó su tiempo. No quité los ojos a cada detalle como lo exigía el acto. Luego con decisión
tomé el objeto cortante, lo contemple por un momento, sin titubear lo puse contra mi cuello
y con mucho cuidado lo deslice suavemente.

–¡Por fin logré afeitarme! –grité y me corté el labio superior.

También podría gustarte