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Aurora de pasión

Una fuerza misteriosa la atraía al lejano egipto.


Cuando se encontró en el indómito desierto, que tan misteriosamente la atraía,
Robyn Douglas, experta en lenguas muertas, sintió que por fin había llegado a casa,
sobre todo, después de conocer al apuesto arqueólogo, Sayed al-Raéhad, que sería
su jefe en el proyecto de excavación, Sayed, sin embargo, la consideraba una
estudiante sin experiencia, más interesada en coquetear que en hacer su trabajo.
Robyn luchó con todas sus fuerzas contra las inquietantes sensaciones que
Sayed despertaba en ella. Pero no podía ignorar las palabras que el viento
susurraba en sus oídos: "este hombre es tu destino".

Capítulo 1
EL Mediterráneo se extendía a sus pies y, a la altura que volaba su avión le era
imposible verlo, Robyn se imaginaba sus aguas, de un azul profundo e intenso, bañadas
por el sol.
Su excitación crecía por momentos. Estaba sobrevolando por primera vez aquel
enorme mar que había sido el foco de atención de sus sueños infantiles. Por él los
argonautas realizaron las travesías en su veloz nave; y desde allí, Ulises se había
lanzado en su prolongada búsqueda; en sus costas, Dido, la valerosa princesa de Tiro,
fundó la imponente ciudad de Cartago y, a través del Mediterráneo, el invencible Julio
César se lanzó en pos de su destino.
Robyn se aferró en silencio al placer que estaba sintiendo, tratando de olvidar la
prominente figura e irritante personalidad de Huntley Saunders III, el tejano que
dormitaba en el asiento contiguo al suyo. Por un momento sintió un nudo en la garganta
al recordar la voz cariñosa de su padre, diciéndole:
—Algún día, pajarita, voy a llevarte a ese mar de leyenda y a esas tierras de mito
y de misterio que lo rodean.
Pero James Arthur Douglas, su padre, cuya labor en arqueología era respetada
en el mundo entero, hacía tres años que había fallecido, y ella, Robyn Douglas, viajaba
rumbo a Egipto como representante de la universidad a la que él había dedicado gran
parte de su vida. Sólo su recuerdo le hacía compañía.
Cuando Robyn era niña, su padre viajaba con frecuencia a lugares de nombres
exóticos, para realizar excavaciones, y volvía a casa con regalos para ella y su madre;
pero lo mejor de todo eran los relatos que contaba.
A Robyn le encantaba sentarse junto al escritorio de roble que su padre tenía en
el estudio, y hacerle interminables preguntas. Al principio, él se reía de su insaciable
curiosidad hasta que descubrió que su interés era verdadero. Entonces le enseñó a
amar el pasado, y Robyn descubrió el placer de conocer lo que había sucedido en otras
épocas.
Cuando contaba diez años, ella podía clasificar muestras de alfarería, situándolas
en su tiempo, y leer un poco de griego antiguo. Gran parte de su adolescencia la pasó
en el amplio laboratorio que su padre tenía en el sótano de la casa, seleccionando y ca-
talogando fragmentos de papiro y ayudándole en su especialidad: los escritos
grecorromanos y en egipcio antiguo. Como Robyn acompañaba con frecuencia a su
padre a conferencias de cultura, que carecían de interés para su madre, sus amigos
empezaron a llamarle la «pequeña profesora».
Al cumplir los dieciocho años, Robyn se matriculó en la universidad y estaba
mucho más adelantada que sus compañeros, y ya era una especialista en leer
jeroglíficos en egipcio antiguo, griego y latín. Después de licenciarse se puso a
trabajar para el doctor Wayland, director del departamento de estudios ar-
queológicos de la universidad.
La mayor preocupación de la joven era hacer su tesis doctoral, con lo que los
temores de su madre, de que nunca llevaría una vida normal, aumentaban cada día.
Su padre siempre la ayudaba, tratando de convencer a su madre de que no se
preocupase.
—Hay tiempo para todo, Edith —le decía—. Fíjate qué dulce es, como su
nombre... una pajarita pequeña, tímida y linda. Nadie sospechará que bajo esa brillante
cabellera castaña hay un magnífico cerebro.
—Sesha Neheru Douglas, solterona —solía contestar la madre—. ¡Desde la cuna
la estampaste con el sello del antiguo Egipto! Ni siquiera tiene un nombre moderno,
normal.
—Su nombre en inglés quiere decir pajarito entre las flores, y eso es ella.
Además, no debes preocuparte, ¿no Robyn?
La muchacha sonrió para sí. Le encantaba su hermoso y excéntrico nombré
egipcio...
—Ésa es la costa africana; la he visto una docena de veces. Llegaremos a ella muy
pronto.
Huntley Saunders acercó su rubicundo rostro al de Robyn y se inclinó sobre ella
para asomarse por la ventanilla del avión. Como de costumbre, se las ingenió para
acercarse más de lo necesario.
La joven, molesta por la actitud de su compañero de viaje, se apartó de la
ventanilla y se reclinó en el asiento; luego bostezó.
—Bueno, el viejo Sayed al-Rashad se va a poner muy contento cuando vea mi
cámara fotográfica de penetración. En Egipto no están acostumbrados a trabajar
como nosotros lo hacemos, no cuentan con dinero, ni con medios... Con nuestro
moderno equipo todo sería mucho más fácil. El viejo ingenio norteamericano... eso es
lo que necesitan por aquí.
Robyn contestó con una suave afirmación, lo bastante breve como para no
alentar más la conversación. El hombre había repetido lo mismo varias veces en el
largo trayecto desde Los Ángeles.
Por desgracia, existían poderosas razones para que ella tuviera que soportar a
Huntley Saunders. Aquel insufrible arqueólogo aficionado había donado una cuantiosa
suma de dinero para la excavación que se estaba realizando y a la que ella se uniría.
La perforación era un proyecto conjunto de la universidad en la que Robyn
trabajaba y de un grupo de egipcios especializados en la arqueología de su país. La
cámara fotográfica de penetración, de la que tanto se jactaba el tejano, era de suma
importancia en esa etapa del trabajo. Estaba adaptada para examinar las tumbas que
todavía estuvieran cerradas, lo que podría contribuir al descubrimiento de alguna cá-
mara de manuscritos antiguos que quizá resultara un verdadero tesoro.
El doctor al-Rashad, jefe del proyecto, descubrió un pequeño recinto superior,
donde habían sido encontrados algunos rollos de papiro muy deteriorados. El espacio
sellado que había debajo del salón podría contener tesoros arqueológicos aún más
significativos. En las últimas semanas, la correspondencia de al-Rashad, dirigida al
doctor Wayland, daba claras muestras de optimismo con respecto a la posibilidad de
hacer un hallazgo de primera magnitud.
Robyn hizo patente su exasperación con un ligero suspiro. Los sueños que de
Egipto había tenido, no incluían llevar como compañero a alguien como Huntley
Saunders, cuya mano la tocaba a cada momento. Sin duda, lo hacía inconscientemente,
ya que tendía a manosear cualquier cuerpo femenino que se encontrara cerca de él.
Robyn hizo un gesto de cansancio, ella no era el tipo de mujer que llamara la
atención de los hombres; estaba acostumbrada a pasar inadvertida. Le gustaba el
anonimato, sobre todo después de su rompimiento con John. Mirar la vida desde fuera
resultaba menos arriesgado que ser arrastrada en sus caprichosas mareas.
El Cairo aún estaba a una hora de distancia, pero la realidad de su llegada por fin
empezó a penetrar en sus pensamientos. Hacía sólo tres días que el profesor Wayland,
su jefe, la había llamado a su oficina.
—No puedo hacer el viaje a Egipto, Robyn —le dijo con aire cansado—. Joanne ha
empeorado de nuevo.
Robyn asintió con la cabeza. Todos estaban enterados del gran amor que sentía
por su frágil esposa.
—Tendrás que ir en mi lugar —continuó—. Hemos llegado a un punto crucial en las
excavaciones y los contratos deben ser aprobados inmediatamente por al-Rashad. Tú
los conoces al derecho y al revés —para sorpresa de ella esbozó una ligera sonrisa—.
Debo reconocer que me alegro de que seas tú, y no yo, quien pase todas esas horas en
el avión comportándose amablemente con nuestro querido benefactor tejano.
Ella comprendió lo que quería decirle con eso. Había participado en varias
reuniones del departamento en las que siempre se trataba el mismo asunto, qué hacer
con Huntley Saunders. El millonario insistía en entregar personalmente en Egipto la
cámara fotográfica que constituía su valiosa aportación. La mayor parte de sus
grandes donativos incluían siempre condiciones, pero esta vez la condición era él.
Su intervención, sin embargo, empezaba a ser perjudicial para la buena marcha,
por lo menos eso pensaban los miembros del departamento, cuando convocó una rueda
de prensa para anunciar su donativo... y los descubrimientos que se harían en la
excavación.
Los arqueólogos de ambos países se sintieron disgustados con aquella publicidad.
La situación era muy delicada, pues no debían publicarse noticias de un descubrimiento
que aún no se había producido. Y ellos no sabían nada seguro, pues ni siquiera habían
empezado las excavaciones.
Robyn se quedó desconcertada cuando su jefe le anunció que debía viajar a
Egipto. No disponía de tiempo, por lo que ni siquiera pudo comprarse ropa. Las maletas
contenían, en su mayor parte, conjuntos informales y ropa de trabajo.
El doctor Wayland la acompañó al aeropuerto y le dio instrucciones de último
momento.
—Mandé un télex a El Cairo para avisar que vas en mi lugar —le informó—. No les
digas que eres hija de James Arthur Douglas, podría dar la impresión de que nos
estamos dando mucha importancia. Es posible que el grupo de al-Rashad no esté prepa-
rado para recibir a una mujer joven e inteligente, cuyo padre fue uno de los mejores
intérpretes de su tiempo de manuscritos egipcios. Allí, la superioridad masculina
todavía es una idea muy arraigada.
Sayed al-Rashad, jefe de la excavación, era un arqueólogo egipcio de renombre y
tenía fama de ser un erudito escrupuloso. Robyn, quien había leído varios de sus
trabajos, sentía admiración por él.
—Sólo una advertencia... al parecer tiene un efecto devastador en las mujeres.
Sobre todo en las norteamericanas —continuó su jefe mientras caminaba hacia la
puerta por la que ella debía salir.
Esa información no le interesaba a Robyn, pues jamás se había ilusionado con un
hombre porque tuviera una profesión aparentemente romántica. Y ella sabía demasiado
bien que la arqueología no tenía nada de sentimental. Sólo era un trabajo minucioso y
muy laborioso.
—Ésa es una de las razones por la que resultas ideal para esta misión —continuó
el doctor Wayland, sonriendo—. Sabes a la perfección lo que puedes esperar; tú no te
volverías loca por al-Rashad como lo hicieron mis alumnas el semestre pasado, cuando
me acompañaron a la excavación. Ignoro qué les pasó a esas jovencitas. Quizá fue el
calor del desierto. Pero tú eres más sensata.
Antes de que cruzara la puerta que la conduciría al avión, su jefe le entregó una
cartera y la despidió con un afectuoso abrazo.
A Robyn no le agradó mucho que el doctor Wayland empleara la palabra
«sensata» para describirla. Ella no era una simple secretaria.
Se esperaba que tomara notas meticulosas del avance de las excavaciones y que
recomendara, en vista de los resultados, a la universidad si debía continuar o no
colaborando en el proyecto. La decisión dependía de que los fragmentos de papiro
descubiertos fueran tan importantes como se esperaba. Robyn se sentía capaz de
afrontar esa responsabilidad. Sus pensamientos volvieron hacia el hogar que acababa
de dejar y sintió que no formaba parte de él. Su madre y su tía no podían comprender
lo que esa oportunidad significaba para ella. A menudo se preguntaban por qué una
joven como Robyn querría enterrarse entre pilas de polvorientos y viejos manuscritos.
Las dos mujeres estaban preocupadas, pensaban que una chica como ella jamás podría
llegar a interesar a algún hombre.
Sólo su padre la entendía. Y a Robyn le parecía una injusticia del destino que él
hubiera muerto prematuramente. De niña soñaba con acompañar a su padre en las
excavaciones, pero, cuando por fin fue mayor, la muerte impidió que ese sueño se
realizase. Miró el desierto marrón dorado que se extendía muy por debajo de ella. Se
sentía bien de estar a miles de kilómetros de distancia, lejos de las constantes
preocupaciones de su madre. Durante un tiempo, no tendría que explicarle a nadie por
qué los hombres no se enamoraban locamente de ella, o por qué no llevaba un anillo de
compromiso en la mano izquierda.
De forma cariñosa, su madre y su tía la habían reñido por haber terminado con
John Porter, un paleontólogo que también estaba haciendo la tesis doctoral. El
considerable orgullo de Robyn no le había permitido decirles que la verdad era a la
inversa: que John había roto su compromiso con ella.
Durante unos meses, el verano anterior, él se comportó con ella como un
verdadero enamorado. Una noche, cuando la estaba besando, le murmuró al oído
palabras que eran casi una promesa y la joven se estremeció de felicidad, convencida
de que había encontrado al hombre de su vida.
Su felicidad no duró mucho tiempo. A la noche siguiente, en una fiesta John
conoció a otra muchacha y, desde ese momento, Robyn dejó de existir para él.
Se sintió traicionada. Tal vez reaccionó con excesiva intensidad; quizá debió ser
más moderna y menos rígida. Pero comprendió que jamás volvería a sentir por John lo
que hasta entonces había sentido. Se marchó sola de aquella fiesta insoportable y re-
gresó a casa con sus sueños destrozados.
Al día siguiente, John se mostró alegremente despreocupado cuando la llamó por
teléfono.
—¿Qué te pasó anoche?
—No me sentía bien —dijo e hizo un esfuerzo para que su voz no temblara. Si él
no sabía lo sucedido, no iba a hacer el papel de tonta diciéndoselo.
—Lo lamento, Robyn. ¿Ya te sientes mejor?
—No estoy segura.
Después de un pesado silencio, John habló con evidente turbación:
—Mira, nena, si necesitas algo, llámame por teléfono —fue un adiós sin
formalidades—. Espero que no me guardes rencor.
En los largos y vacíos días que siguieron, tuvo tiempo de pensar en la vida y en el
amor. No había sido su primer novio, pero de algún modo contaba con él, incluso había
hecho planes para adaptarse a las necesidades y a la carrera de John, aunque tuviera
que sacrificar su propio futuro. A veces pensaba que debía haber luchado por él,
aunque sabía que no hubiera tenido objeto tratar de conservar algo que nunca había
sido suyo en realidad.
Cuando John desapareció de su vida, Robyn hizo un gran esfuerzo por rodearse
de un muro defensivo. Estaba decidida a mantener la cabeza firmemente en su lugar, y
a gobernar con ella todas sus emociones. Si alguien la amaba, tendría que ser por ella
misma, y no porque hubiera aprendido a maquillarse o a rizarse las pestañas. No
volvería a exponerse a una desilusión. Tenía la suficiente resolución, heredada de su
padre, como para cumplir la promesa que se había hecho.
Sin embargo, en un rincón de su corazón había una sombra de nostalgia: John se
había marchado, pero antes de dejarla había despertado su cuerpo, y le había revelado
sensaciones que, hasta entonces, ella desconocía... por eso sabía que nunca volvería a
ser la misma.
—Así que... —dijo alguien junto a ella—, espero que tengamos tiempo de
divertirnos.
La mano de Huntley Saunders estaba apoyada en la rodilla de Robyn.
Bruscamente, la joven volvió a la realidad.
—Yo sólo he venido a trabajar —contestó colocando la pesada cartera sobre sus
piernas, como si no hubiera notado la mano de él sobre su rodilla. Después de un
momento, Huntley retiró la mano. —Si usted usara su imaginación, podría ser una
muchacha atractiva. Pero bueno, he oído que a los egipcios les gustan las rubias
descoloridas y un poco gordas. Aunque las feas siempre son las que terminan por
conquistar a los conductores nativos y a los hombres por el estilo.
Robyn tuvo que apretar los labios con fuerza para evitar decir algo de lo que
después tuviera que arrepentirse. Trató, sin embargo, de imaginarse cómo la verían los
hombres.
Su pelo era rizado, oscuro, casi castaño. No era muy delgada, pero tenía buena
figura y el problema de la línea jamás la había preocupado.
Recordó de nuevo a su padre, él siempre le gastaba bromas, diciéndole que
parecía tan inocente que nadie sospecharía lo testaruda que era. Le pareció oír de
nuevo su voz, diciendo:
—¡Algún día, un hombre inteligente apreciará tu belleza y te alejará de mí, mas
no toleraré que no sea ni más ni menos que el mejor!
Eso había sucedido hacía tres años, cuando ella había cumplido los veintiuno. Una
semana más tarde, debido a su último ataque cardíaco, su padre falleció.
Mientras Edith, su madre, había trazado un cerrado círculo en torno suyo,
convirtiéndose en una especie de viuda victoriana, Robyn decidió continuar con los
trabajos que habían constituido la vida de su padre.
Para ella siempre fue un misterio por qué su padre había decidido casarse con
una mujer de gustos tan diferentes de los suyos, y viceversa. Sin embargo, el amor
entre los dos había sido profundo y constante. Edith, siempre estuvo allí, esperándole,
cuando él regresaba de sus aventuras más allá de la seguridad de su hogar.
Robyn nunca se había preocupado, para desesperación de su madre, de saber si
era fea o bonita. Había oído decir muchas veces que sus ojos azules eran el mejor de
sus atributos, y que sus largas pestañas oscuras proyectaban interesantes sombras
sobre su rostro. También le habían dicho muchas veces que estaría mucho mejor si no
se recogiera el pelo y lo dejara caer en suaves ondas sobre los hombros.
Todo lo que le importaba era que sus facciones fuesen razonablemente
regulares; y cuando sonreía, a pesar de que su boca era un poco grande, resultaba muy
atractiva.
Cuando el avión empezó a descender, cerró los ojos y trató de sentir cómo
ascendían hacia ella las energías de aquella tierra venerable.
El cielo de la tarde tenía intensos tonos rojizos cuando las ruedas del avión
tocaron la pista del aeropuerto de El Cairo. Un viento suave y tibio jugueteó con la
bufanda de Robyn al descender por la escalerilla. La brisa transportaba un exótico
olor que la llenó de emoción.
Empujada por la corriente de pasajeros, perdió de vista a su compañero de viaje,
lo cual no le preocupó demasiado.
Sus ojos recorrieron los rostros de la multitud que había dentro de la terminal
aérea. Podía oír voces que hablaban en árabe. Mujeres que con el rostro cubierto con
velos se cruzaban con otras vestidas a la última moda europea. Pasaron varios hombres
altos cubiertos con túnicas y por doquier se veían familias enteras unidas en felices
círculos de actividad.
Aunque no comprendía nada de lo que decían a su alrededor, Robyn no se sentía
en tierra extraña. Pasó el control de pasaportes, sin ninguna dificultad. Rostros
oscuros y bondadosos le sonreían mostrando hileras de dientes muy blancos. El
hombre que había revisado su pasaporte la miró con interés después de leer su nombre
con voz alta:
—¿Sesha Neheru Douglas?
Ella sonrió y asintió con la cabeza, pero escuchó una risotada detrás de ella y una
voz retumbante que exclamaba:
—¿Qué nombre tan raro es ése?
—Es egipcio antiguo, señor Saunders —explicó ella con frialdad.
—Robyn resulta mucho más sencillo.
—Creo que «señorita Douglas» sería más fácil para usted.
Les indicaron un lugar donde podían cambiar sus dólares por libras egipcias.
Después, escuchó con disgusto cómo discutía Huntley Saunders sobre el tipo de
cambio en la ventanilla y se lamentó, una vez más, de tenerlo como compañero de viaje.
De pronto, una voz con acento norteamericano dijo detrás de ella:
—Usted debe ser Robyn Douglas —se dio la vuelta y se encontró con un joven
robusto de rostro franco—. Yo soy Tom Perkins —añadió sonriente—. ¡Bienvenida a
Egipto!
—Encantada de conocerle —contestó ella, estrechando afectuosamente la mano
que el joven le tendía.
Fue una agradable sorpresa que estuviera allí el hombre que representaba a la
universidad en las excavaciones del proyecto. Ella había archivado todos los informes
enviados por el joven arqueólogo, y sabía que era muy competente. Llevaba más de un
año trabajando con el doctor al-Rashad y le resultaba simpático desde el primer
momento.
Huntley Saunders llegó en ese momento a donde ellos estaban y la joven le
presentó al arqueólogo. Después de los primeros comentarios del vanidoso tejano, Tom
y Robyn intercambiaron una mirada de entendimiento.
Tom se ocupó de pasar la cámara de penetración por la aduana, después de
algunas discusiones sobre quién era el dueño legal de ésta: la Oficina de Antigüedades
de Egipto, la universidad norteamericana o el rico tejano que la reclamaba.
Fuera del aeropuerto la noche era tibia, y en la calle de enfrente una camioneta
blanca, Mercedes Benz, esperaba. Huntley Saunders se dirigió hacia ella y subió al
asiento posterior, diciendo:
—¡Qué buen servicio, Abdul, realmente bueno! —gritó desde la ventanilla abierta
del vehículo—: voy al Sheraton a cenar con algunos diplomáticos. Más tarde dormiré en
el automóvil camino de Alejandría, y nos veremos allí, por la mañana. Será mejor que
ustedes lleven la cámara.
Empezó a subir el cristal de la ventanilla, pero entonces recordó algo:
—Asegúrate de conseguirme una suite completa en el Hotel Palestina, ¿quieres?
La última vez querían alojarme en una habitación sencilla.
—Sí, así lo haré —asintió Tom después de tomar el brazo de Robyn para
conducirla hacia el automóvil que estaba cerca de allí—. Espere a que Sayed sepa que
él viene junto con la cámara —dijo en voz baja—, y que el doctor Wayland al fin de
cuentas ha resultado ser una chica muy guapa.
Fue así como Robyn, para su consternación, descubrió que el sistema de télex
entre El Cairo y Alejandría estaba estropeado. Tom no supo que ella iba a llegar en vez
del doctor Wayland, hasta que estuvo en la Oficina de Antigüedades esa mañana. En
un tono despreocupado él se echó a reír y explicó:
—El télex siempre está estropeado. Eso le da cierto encanto a la vida... la llena
de sorpresas. Algunas tan gratas como el haberla encontrado a usted en lugar del
venerado profesor.
A pesar de la aparente alegría de su tono de voz, Robyn tuvo la clara impresión
de que Tom no creía que a Sayed al-Rashad le fuera a gustar la idea del cambio.
—¿Es la primera vez que viene a Egipto? —preguntó Tom sonriente, y ella asintió
con la cabeza. Salieron de El Cairo por el camino de las Pirámides. Robyn, sintiendo una
incontenible alegría, vio a distancia las enormes formas de piedra recortadas contra el
cielo azul oscuro de la noche. El Oriente Medio la estaba cautivando; el sonar de las
bocinas, la gente, con sus exóticos vestidos, las carretas cargadas de mercancía y
tiradas por animales... todo le encantaba. Y por encima de ello, llegó el suave canto de
un muezzin, que elevaba en lo alto de un alminar una larga oración a Alá.
Robyn se dio cuenta de que había soldados frente a muchos edificios y en las
esquinas, y que abundaban los cartelones y las pancartas con retratos de los
dirigentes políticos.
—Uno no está acostumbrado a esto, ¿verdad? Pobre Egipto... realmente está
luchando por progresar, por mejorar el nivel de vida. No es fácil para una nación vivir
en paz en esta parte del mundo. Los viejos odios se han estado cultivando durante
siglos enteros.
—¿Los problemas políticos no perjudican nuestro trabajo? —preguntó Robyn.
—No, a menos que planeáramos excavar cerca de un campo aéreo o una zona
militar. Fuera de eso, no hay problema alguno. Esta gente es encantadora. Tienen una
cortesía a la antigua que un hombre como Saunders no comprendería. Por el momento,
están enfrascados en la lucha entre lo nuevo y lo viejo. Tal vez esta lucha traiga más
violencia. No lo sé. Pero debo añadir que hay una cierta atmósfera de violencia en todo
el mundo, no sólo en el Oriente Medio.
Tom le dirigió una suave sonrisa y prosiguió:
—Supongo que por eso me gusta tanto el pasado: todo me parece menos
complicado. Quizá sea porque no estoy viviendo en él. Mire frente a usted, un poco a la
izquierda, verá la parte alta de las pirámides.
Con gran habilidad, Tom deslizó el viejo Mustang norteamericano a través del
intenso tráfico. Pasó entre un taxi y una carreta tirada por un burro.
—Este automóvil lo heredé de un compañero de la universidad norteamericana
que está aquí, en El Cairo; él, a su vez, lo había heredado de otra persona.
Robyn no contestó. No podía apartar los ojos de las pirámides que se elevaban en
medio del desierto. Su acompañante le dirigió una mirada especulativa.
—Tengo que recoger algo para Sayed en la Casa Mena.
Dirigió el vehículo hacia los terrenos del hotel, a través de las grandes puertas
de entrada. Detuvo el automóvil en un lugar vacío que había en el aparcamiento. Las
pirámides estaban tan cerca que dominaban el hotel.
—Si tuviera con qué pagarlo, me gustaría vivir en este lugar. Adentro hay un
buen tocador para damas. Podemos tomar alguna bebida fresca y comer algo antes de
partir para Alejandría. En el camino, la llevaré a dar una vuelta por las pirámides y la
presentaré a la vieja Esfinge. ¿Le parece bien?
—Sí, gracias, me parece una idea excelente —contestó ella con sincera gratitud.
Tom la dejó en el vestíbulo y le indicó una gran terraza donde estaba el comedor
al aire libre, allí se encontrarían después.
-No se pierda, tenga cuidado —dijo él, sonriendo.
El edificio principal de la Casa Mena parecía haber pertenecido a un sultán.
Había arcos, enrejados y cúpulas que hablaban de la dominación turca de Egipto.
Mientras bebía un Perrier y comía un plato de ensalada en la lujosa
terraza-comedor, Robyn se dio cuenta de que empezaba a sentirse inexplicablemente
feliz. Incluso el formidable Sayed al-Rashad y su probable disgusto dejaron de
preocuparle.
La oscuridad era total cuando volvieron al automóvil. El aire perfumaba el
ambiente mientras avanzaban por los terrenos del hotel, que se extendían mucho más
allá de la estructura principal.
—Tengo que darme prisa —dijo Tom—. Ya se están preparando para la función de
luz y sonido en la colina. Antes que usted vuelva a Estados Unidos, la traeré a ver la
función, pero por ahora tendrá que resignarse con una vuelta de diez minutos.
La sensación de que había presencias antiguas era intensa y abrumadora. Robyn
se quedó de nuevo en silencio mientras ascendían por el camino curvo hacia la llanura
pedregosa. Con lentitud, pasaron las sombrías pirámides y descendieron hacia el
pequeño valle donde se encontraba la Esfinge. Allí, Tom se detuvo.
Observó el rostro de Robyn con una sonrisa indulgente.
—Comprendo cómo debe sentirse. A mí me pasó lo mismo cuando la vi por primera
vez —comentó con suavidad—. Aún produce una gran impresión después de todos estos
miles de años.
El encantamiento fue roto de forma gradual por el ruido que hacía la multitud
que se congregaba para la función. Las agudas voces de los ávidos turistas se elevaron
en el aire. Cuentas y escarabajos aparecieron de pronto por la ventanilla del automóvil,
ofrecidos por codiciosos vendedores.
Tom puso de nuevo en marcha el automóvil y algunos minutos después se
encontraban en el camino que, a través del desierto, llevaba a Alejandría. Él le explicó
a Robyn que Alejandría estaba a tres horas de distancia hacia el norte, en las costas
del Mediterráneo.
Ella trató de permanecer despierta, pero el aire tibio y perfumado pareció
adormecerla. Soñó que alguien la llamaba por su nombre egipcio.
Cuando despertó, ya se encontraba en el hotel y Tom, con gentileza, la estaba
urgiendo a entrar en el amplio vestíbulo. Permaneció de pie, adormilada, mientras en la
puerta unos hombres registraban sus maletas. Él la ayudó a inscribirse en recepción y
después la acompañó a su habitación, donde abrió un ventanal que daba a un balcón. A
través de la ventana ella escuchó el rítmico murmullo del mar.
—¿Por qué han registrado mi equipaje., y hasta mi bolso de mano? —preguntó,
todavía somnolienta.
El arqueólogo le dio una ligera palmada en la cabeza.
—Los terroristas suelen ocultar bombas en los buenos hoteles, pequeña.
Los ojos de Robyn casi se salieron de las órbitas.
—¡Oh!
—Duerma tranquila —le aconsejó Tom, sonriendo.
Capítulo 2
ROBYN despertó con lentitud. Antes de abrir los ojos, notó que hacía demasiado
calor para ser mediados de marzo. El sol penetraba a través de la ventana abierta y
cubría una buena parte de la cama. El ruido de voces se mezclaba con el murmullo del
oleaje y subía hasta su dormitorio.
Sonrió con languidez y cerró de nuevo los ojos. ¡No podía creerlo! Se encontraba
en la dorada ciudad de Cleopatra...
En esos momentos alguien llamó a la puerta; entonces, se escuchó la voz de Tom
que decía:
—¡Robyn! ¿Está despierta?
—Sí —contestó abriendo con rapidez los ojos.
—Será mejor que se dé prisa. Él ya está abajo preparado para salir; no le gusta
que nadie se retrase. ¡Se espera que hoy venga con nosotros, señorita observadora!
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. ¿De cuánto tiempo dispongo?
—De diez minutos a lo sumo. Le guardaré un bollo del desayuno.
Las pisadas de él se alejaron.
Robyn se lanzó hacia las maletas, todavía cerradas, y sacó el primer par de
pantalones que vio y una camisa de color azul claro. Se reprochó la pereza que había
sentido el día anterior, que la obligaría a presentarse con la ropa arrugada. Se lavó con
agua fría y se vistió a toda prisa. Después de ponerse unas sandalias cómodas, se peinó
rápidamente, haciéndose su acostumbrada cola de caballo, y se miró al espejo. No
había tiempo para nada más.
Con su bolso de mano y su cartera, abrió la puerta y salió apresuradamente
rumbo a los ascensores, donde Tom la esperaba, ya impaciente.
—¡Entre! —gritó él con aire de triunfo—. ¡Pero dése prisa!
Robyn se lanzó con toda rapidez dentro del vibrante ascensor y las puertas se
cerraron con brusquedad. Sin embargo, en vez de bajar, subieron, con Tom profiriendo
maldiciones y apretando insistentemente el botón que conducía a la planta baja.
—¿Siempre sucede esto? —preguntó Robyn, angustiada.
—Esto es Egipto —le contestó con una expresión de irritada resignación. De su
bolsillo extrajo una servilleta de papel que contenía un apetitoso bollo blanco. Tom
había puesto pequeños trozos de mantequilla en su interior—. Tómelo. Más tarde,
cuando lleguemos a la excavación, podrá tomar café.
—Gracias. Casi nunca doy este tipo de molestias —se disculpó Robyn.
—No hay problema. Sólo prepárese para la mirada penetrante del jefe.
El ascensor se detuvo con una sacudida y por fin salieron al amplio vestíbulo.
Junto a las hileras de maletas había algunos grupos de turistas. Cerca de las grandes
ventanas del frente varias personas, vestidas de manera informal, estaban
acomodando unas cajas en el carrito transportador de equipajes.
—Venga —Tom tiró de ella para conducirla en dirección a ese último grupo.
Robyn sintió que varios pares de ojos curiosos se1 posaron en ella. Huntley
Saunders se adelantó y le hizo un guiño.
—¡Dormilona, se ha retrasado! —sacudió el dedo índice ante ella y después volvió
su atención hacia Tom—. No encontramos la caja con la cámara. ¡Ésa era tu
responsabilidad!
—No se preocupe, señor Saunders —repuso Tom con frialdad—. La tengo bajo
llave, muy bien guardada.
Robyn retrocedió un paso, sintiendo que algo extraño le sucedía. Una especie de
onda de energía, que partía del interior de su cuerpo y le corría por todos los nervios,
parecía estar tirando de ella. No era falta de sueño ni de alimento, sino algo más que
no pudo identificar.
En ese momento, un hombre alto salió de la habitación que estaba más allá del
mostrador de recepción y se movió hacia el grupo en el que estaba Robyn. Empezó a
hablar con una voz tan profunda y autoritaria que hizo que los demás guardaran silen-
cio. Robyn se volvió hacia él y se encontró mirando, con incontrolable fijeza, a un
nombre cuyo rostro exigía su total atención.
—Mohammed, acomoda la caja de la película allí... Fawzi, asegúrate de que
llevemos dos cajas de agua mineral embotellada... Tom, ¿ya habéis pasado a máquina
las notas que hicimos ayer...?
Era un hombre muy apuesto; tenía una gracia semejante a la de hombres que
aparecían en las pinturas de las tumbas, correspondientes a las primeras dinastías. Era
como si uno de ellos hubiese cobrado vida y se hubiera puesto pantalones y una
chaqueta para disimular el hecho de que era hijo de un faraón.
—¿Dónde está el profesor Wayland, Tom?
Robyn volvió a la realidad al escuchar el nombre de su jefe ausente. Los latidos
de su corazón se aceleraron cuando los ojos del hombre se clavaron de pronto en los
de ella. Eran unos ojos extraños, de un tono muy oscuro de azul, como el lapislázuli, y
muy luminosos, como si un fuego oculto ardiera en su interior.
—¿Y quién es ésta? —preguntó con voz impaciente.
—Es Robyn Douglas; ella vino en lugar del doctor Wayland —explicó Tom—. Está
familiarizada con todos los contratos y permanecerá entre nosotros como observadora
de la universidad.
Los ojos intensos del hombre se volvieron hacia ella.
—El télex de El Cairo no funciona, por eso no nos enteramos de su llegada.
Robyn, le presento al doctor al-Rashad... —concluyó Tom un poco titubeante.
—Soy la ayudante del doctor Wayland —dijo ella en el tono, tranquilo que
siempre usaba en las situaciones difíciles—. En el último momento, él no pudo venir
debido a la enfermedad de su esposa.
No hubo el menor asomo de bienvenida en el rostro del hombre.
—¡Esto, desde luego, es todo lo que me faltaba para completar una mañana
fascinante! —exclamó con mordaz ironía sin dirigirse a nadie en particular—. Lo único
que no teníamos en nuestro de por sí desorganizado proyecto, era una muchachita nor-
teamericana que no sabe levantarse a tiempo... y ahora, gracias a la misericordia de
Alá, ya tenemos una. Señorita... Douglas, le agradecería mucho que continuara
desayunando en el automóvil.
Dejándola muda y atontada, con el bollo del desayuno todavía en la mano, el
hombre se dio la vuelta, llamó a uno de los conductores y salió del hotel. Robyn sintió
que Tom la cogía del brazo y le daba un gentil apretón!
—No tiene sentido enfadarse con él —observó Tom con suavidad—.
Generalmente, Sayed no es así. Créame, va a simpatizarle.
—¡Huum! —rugió ella y le dirigió una mirada fulminante.
En esos momentos, una atractiva joven egipcia se acercó con la mano extendida.
—Yo soy Rafica al-Wahab —dijo con voz melodiosa—, la encargada de catalogar
el proyecto, y me siento encantada de conocerla.
Robyn miró sus dulces ojos castaños y en el acto se sintió un poco mejor.
Uno por uno, los demás se fueron presentando. Eran George Lewis, un joven
norteamericano que era el ayudante de Tom y que iba a quedarse en la ciudad esa
mañana para comprar las provisiones. El miembro de mayor edad en el grupo era el
profesor Gaddabi, compañero del doctor al-Rashad en la Universidad de El Cairo. Con
una voz amable, de ligero acento británico, le dio la bienvenida a su país y le presentó,
a su vez, a los dos altos y sonrientes conductores: Mohammed y Fawzi.
—No preste atención a lo que acaban de decirle—murmuró con voz tranquila en
un tono paternal—. Nuestro pobre amigo, el doctor al-Rashad, tuvo problemas hace
poco con unas estudiantes norteamericanas. Y siempre se pone muy tenso durante las
excavaciones. Hay tanto papeleo... esta mañana se le han presentado problemas de
última hora, y luego ha tenido la desgracia de conocer a ese hombre de Tejas.
El egipcio se permitió una pequeña sonrisa.
—Usted fue, por decirlo así, la gota de agua que derramó el vaso. Sayed
esperaba al viejo doctor Wayland; y usted es muy joven —le dio unas palmaditas en la
mano—. Él le resultará simpático, querida mía. Es un magnífico arqueólogo. Quizá es un
poco difícil con las mujeres, pero no es un hombre imposible.
Robyn logró reunir la suficiente dignidad para contestarle:
—Gracias, doctor Gaddabi, lo entiendo. Sin embargo —añadió con énfasis—,
conozco bien mi trabajo.
—No lo dudo —contestó él con aprobación, aliviado de forma evidente al ver que
ella no iba a hacer una escena.
Una mujer norteamericana, rubia, esbelta, de unos treinta años, se asomó por
encima del hombro del doctor Gaddabi.
—¡Hola! —dijo—. Yo soy Sandi Cook, la fotógrafa —eso resultaba evidente por el
equipo fotográfico que colgaba de su hombro y de su cuello—. Tengo que preservar
nuestros esfuerzos para la prosperidad. Bueno, será mejor que nos vayamos si no
queremos que el gran jefe nos dé una azotaina.
El carrito, con todas las cajas, estaba siendo trasladado hacia el área de carga y
descarga de la acera. Tom se dirigió con Robyn hacia los automóviles. —¿Está bien? No
es tan malo cuando uno llega a conocerle. De cualquier modo, será mejor que se coma
su bollo.
Mientras cargaban los dos automóviles, Robyn se comió el famoso bollo a gran
velocidad.
No cabía duda de que Huntley Saunders había decidido no ayudar, porque ya
estaba sentado en uno de los vehículos junto con su cámara. Trató de convencer a
Rafica para que se fuera con él, pero ella cortésmente se rehusó.
—Huntley, muchacho. ¿Le gustaría viajar con una vecina de Tejas procedente de
Arizona? —inquirió Sandi con una sonrisa provocativa.
—Suba —dijo él mirándola de arriba abajo con admiración.
Entre dientes, Torri murmuró: —Espero que tenga cuidado con ese tipo. Sandi no
es tan mujer de mundo como pretende ser.
—¿Actitud de hermano mayor? —sonrió Robyn.
—Algo así —contestó él. Su rostro se llenó de líneas de preocupación cuando vio
que el automóvil al que había subido Sandi se alejaba.
Robyn se instaló en una camioneta donde Rafica esperaba.
Cuando todas las cajas quedaron acomodadas y aseguradas en el techo,
Mohammed se colocó detrás del volante y el mismo Sayed al-Rashad ocupó el asiento
delantero junto a él. El vehículo salió del laberinto de automóviles aparcados frente al
Hotel Palestina.
—Éste es el Parque Montaza —explicó Tom a Robyn—. Antiguamente era una
propiedad privada de la familia real egipcia. Allí está el Palacio Monta-za. El Rey
Farouk partió de aquí al exilio el veintiséis de julio de mil novecientos cincuenta y dos.
Todavía hay un calendario, en uno de los muros, abierto en esa fecha.
Cruzaron el parque por un camino que iba a través de pequeñas arboledas de
pinos y palmeras. Al poco tiempo Robyn vio la costa frente a ella. El azul del mar, al
igual que el del cielo, era deslumbrante.
Sayed al-Rashad iba sentado en silencio y la luz que se reflejaba del mar
jugueteaba en su ancha espalda. Robyn estaba irritada. ¿Por qué no se había dignado a
sonreírle, ni le había dicho algo parecido a un saludo cortés? Con razón las alumnas del
profesor Wayland perdieron el control trabajando con Sayed. Primero, las impresionó
con su increíble apostura; después, las castigó con sus críticas... Pero ella no se
comportaría como lo habían hecho aquellas adolescentes.
Abandonó estos pensamientos y concentró su atención en el panorama que la
rodeaba mientras el automóvil avanzaba por un camino que seguía la larga curva de la
bahía.
La vista que la ciudad le ofrecía no levantó el espíritu de Robyn. Alejandría, con
sus ruinosos edificios coloniales e incluso con sus construcciones más modernas, no
despertaba en el visitante un profundo sentimiento de serenidad.
—¡Allí durmió Cleopatra! —bromeó Tom señalando hacia una porción de tierra que
se internaba en la bahía intensamente azul—. Esta zona era la que ocupaban los reyes
y las reinas de la época de los tolomeos. Es posible que ahora mismo estemos pasando
por encima de la tumba de Alejandro el Grande.
Los pensamientos de Robyn siguieron el mismo
irso que los de él. Ella conocía todos los nombres románticos asociados con ese
lugar: Tolomeo, el rey soldado, que era medio hermano de Alejandro el Grande; Julio
César, que acarició sueños de grandeza en los brazos de su reina egipcia; Marco
Antonio, que murió con ella. Euclides, Arquímedes...
—Y la biblioteca de Alejandría —dijo en voz alta—. ¡Qué terrible pérdida!
Sintió que los ojos del doctor al-Rashad se clavaban en ella a través del espejo
retrovisor. Fue como una fría puñalada de reconocimiento y no pudo liberarse de la
extraña sensación que le produjo. Ese hombre la ponía muy nerviosa y pensó que le iba
a resultar muy difícil trabajar con él.
Tom le dio una palmadita tranquilizadora en la mano.
—La excavación está al sur, como a cincuenta kilómetros de aquí. Los beduinos
tienen un pequeño pueblo cerca de ella. Su presencia evita que los ladrones nos roben.
Le gustarán los niños, son dulces como los ángeles, aunque maduran con una rapidez
increíble. Se casan muy jóvenes y pronto tienen hijos.
Mientras Tom hablaba, los ojos de Robyn se dirigieron de nuevo al espejo. Tuvo
que admitir que el doctor al-Rashad era un tipo interesante. Sayed le recordaba a un
noble de la Tercera Dinastía, tallado en madera, que se había encontrado en uno de los
paneles de las ruinas de Saqqara. Tenía la misma cabeza de forma perfecta, la frente
alta, el cuello tenso y fuerte, los hombros bien formados... ¿Por qué estaban todos tan
seguros de que ella iba a simpatizar con él?
Mohammed, el conductor del vehículo, conducía con habilidad, como si fuera el
dueño del camino y todos los demás, intrusos despreciables.
—Mohammed conducía tanques en el ejército —explicó Tom a Robyn al darse
cuenta de que ella observaba al chófer—. Le encantaría volver a hacerlo. Es de una
tribu de la parte occidental del desierto, que se enorgullece del valor de sus hombres.
Supongo que a él le gustaría que estallara la guerra, preferiría estar luchando a seguir
la vida tranquila que lleva ahora.
La sola idea de estar viviendo en una nación tan próxima a la guerra, resultaba
nueva para ella; entonces, empezó a experimentar la tensión de encontrarse en un país
cuyas fronteras estaban amenazadas.
Mohammed se salió del camino por el que había ido avanzando y se internó en una
parte árida y pedregosa, que estaba a un lado de él. A cada metro, el aire se tornaba
más caluroso y el automóvil era azotado por repentinas ráfagas de viento.
El doctor al-Rashad y Mohammed estaban hablando con voz baja en árabe. De
pronto, Rafica se volvió a Robyn.
—Se está acercando el viento khamsin —dijo con suavidad—. Será una carrera
desesperada para ver quién gana: el doctor al-Rashad o el viento.
—Nos ha hecho trabajar como locos estas últimas semanas —le dijo Tom en voz
baja—. Gracias a Dios ya tenemos la cámara de penetración, con Saunders o sin él. Si
logramos ganarle la partida al khamsin, todos nos pondremos de mejor humor. Cuando
ese endemoniado viento empieza a soplar, hay que dejar de trabajar. Eso sería
terrible, pues si no obtenemos resultados satisfactorios antes de un mes, el comité
para la cesión de fondos nos retirará la subvención. En ese caso, Sayed tendría que
volver a sus clases en la Universidad de El Cairo y yo a Estados Unidos. ¡Cielos, cómo
detestaría tener un trabajo de escritorio en el departamento!
—Yo sé que el tiempo es un problema —convino Robyn—. Por eso estoy aquí. Los
contratos tienen que ser renovados y mi informe debe revelar si esta excavación es
valiosa o no.
—No le importará adornar un poco las cosas, ¿verdad? —preguntó Tom con aire
triste.
—Lo siento, no puedo venderme. Bueno, tal vez lo haga por un trago de agua
mineral...
Rafica sonrió y le ofreció una botella de agua mineral.
—Quiero que sepa que nos agrada mucho tenerla entre nosotros.
—Gracias —contestó Robyn con sinceridad.
El automóvil subió y bajó por una pequeña loma, y entonces se detuvo con
brusquedad. Robyn advirtió que estaban en el centro de un pequeño rebaño de cabras,
conducido por una niñita apenas un poco más alta que los animales. Vestía una falda
roja púrpura que casi le llegaba a los pies, y hacía señales con la manita al automóvil, a
manera de un saludo cordial.
Robyn observó fascinada la escena, pero su contemplación fue interrumpida por
la voz fluida de Sayed al-Rashad.
—El tiempo es extraño aquí.
Había vuelto la cabeza y estaba hablando con ella. La miró fijamente, y dedicó a
la joven una afectuosa sonrisa.
—Todo esto es precioso —dijo Robyn, desconcertada por su repentino cambio de
actitud.
—Sí... —se puso serio de nuevo—, pero las cosas están cambiando y bajo la
belleza hay suciedad y enfermedades. Mire hacia allá —señaló una pequeña aldea de
casitas blancas—. Ese pueblo, por ejemplo, carece de las mínimas condiciones de
higiene. También le aconsejo que tenga cuidado con los niños. Son muy cordiales, pero
hay enfermedades de la piel que se trasmiten con facilidad. Algunas de las estudiantes
norteamericanas lamentaron mucho sus caricias a los niños.
—No obstante, Egipto está trabajando duramente para cambiar las cosas
—intervino Tom— Las autoridades están enseñando a la población la importancia de la
higiene.
—Aiwa... sí —contestó él—. Gracias por defender a mi país —sonrió de nuevo a
Robyn—. Tom ama profundamente a Egipto, aunque se queje de sus inconveniencias.
¿No es cierto?
Una sonrisa de franca amistad cruzó de un hombre al otro.
Habían llegado a otra pequeña elevación de terreno, donde de trecho en trecho
crecían pequeñas plantas del desierto. Continuaron avanzando con lentitud y dejaron
atrás al pueblo beduino, para después detenerse junto a un pequeño grupo de casas,
construidas con tablones rústicos y láminas de metal. —¡He aquí la excavación!
—exclamó Tom. En ese mismo instante, Robyn oyó gritos furiosos que surgían del
campamento. Un hombre salió corriendo de una de las casas. Su atención estaba fija
en sus perseguidores, que eran los que gritaban. Ejecuto un hábil salto y logró esquivar
un objeto que le habían arrojado.
El hombre intentó coger una piedra en el momento en que una lluvia de
proyectiles y cinco beduinos aparecían a la vista. Se detuvieron con brusquedad en
cuanto vieron el automóvil del doctor al-Rashad. El perseguido se volvió para mirar qué
los había detenido.
—Nuestro estimado colega, el doctor Hassan Tarsi, está siendo apedreado
—comentó Tom con una gran sonrisa.
Cuando bajó del automóvil para dirigirse a la escena de la batalla, el doctor
al-Rashad no pudo evitar que cierta diversión se mezclara con su gesto de disgusto.
Tom ofreció a Robyn una rápida traducción de lo que estaban diciendo a gritos.
-«—Están acusando a Hassan de hacerles trampa con la paga, y él dice que gasta
mucho dinero en darles de comer. La verdad es que Hassan explota a sus
trabajadores. No los culpo por enfurecerse con él... ¿pero apedrearle? —se echó a
reír.
—Recuerdo haber visto su nombre en los informes que recibimos —dijo Robyn—.
¿No es el arqueólogo que lleva muchos años trabajando en unas excavaciones de la
época de los tolomeos?
—Sí, es él. Dice que nuestra excavación forma parte de su territorio. A su
excavación nosotros la llamamos «Tarsiville...» se encuentra más allá de esa pequeña
loma. En realidad, está celoso de Sayed, que localizó este sitio por simple deducción.
Hassan no tenía ni la más remota idea de lo que había aquí, y ahora lo quiere. Pero no
representa un problema real. No tiene bases para su pretensión ni ninguna influencia
en la Oficina de Antigüedades.
—La historia de nuestro amigo es muy triste —dijo el doctor Gaddabi en su culta
y refinada voz—. El doctor Tarsi es iraní, ¿sabe? Estaba aquí como maestro y como
arqueólogo. Tenía contrato por un año. Ése fue el año en que derrocaron al Sha. Parte
de su familia murió en los enfrentamientos que siguieron al golpe de estado, y él se
quedó en Egipto como refugiado. Consiguió un poco de dinero de una universidad
europea, con lo cual financió la excavación de las ruinas que encontró.
Movió la cabeza, y prosiguió en tono apagado. —Desde luego, aún tiene la
esperanza de hacer algún importante descubrimiento. La verdad es que sus ruinas
correspondes-a-un pequeño lugar de comercio sin importancia, y nada más. Sus
esfuerzos han recibido escasa atención de la Oficina de Antigüedades de nuestro país.
Digamos que él es un hombre de talento, pero amargado. Ésa no es una buena
combinación para el éxito.
El doctor Gaddabi sonrió y miró al grupo, que continuaba discutiendo.
—Lleva años intentando hacer el gran descubrimiento. En cambio nosotros hemos
llegado muy cerca de donde él tiene su excavación, y parece que estamos a punto de
encontrar un tesoro. Si no hubiera sido por la voluntad de Alá, y medio kilómetro de
distancia, habría logrado la fama que tanto anhela. —Los celos profesionales pueden
ser muy peligrosos —señaló Tom—. Le he dicho a Sayed que tenga cuidado con ese
individuo, pero él no parece preocuparse. Por el contrario, le ha nombrado coordinador
de la excavación y permite que controle a los beduinos. Por el momento, Hassan no
tiene dinero para trabajar en «Tarsiville», hasta que encuentre a alguien que le haga
un donativo generoso. Su situación es lamentable.
En ese instante, la voz del doctor al-Rashad se elevó sobre los gritos de los
demás.
—Les está diciendo con exactitud cuál va a ser su paga, cuándo van a recibirla y
cuánto dinero va a recibir Hassan por darles de comer —dijo Tom—. Ahora es oficial...
al menos hasta la próxima vez.
La voz de Hassan Tarsi volvió a elevarse. Hizo gestos, indicando con la mano a
una anciana beduina, que se había acercado al ver la discusión. Varios niños la rodeaban
y ella se erguía orgullosa en su largo vestido de colores brillantes.
—Hassan está diciendo que ella es la bruja local y que ha estado hablando a los
trabajadores contra él. Bahiya es una anciana muy astuta. Es posible que haya dado
algunos sabios consejos a los hombres, pero ella no miente.
Un minuto después, la anciana se dio la vuelta y se alejó seguida por los niños.
Con aparente buen humor, los beduinos volvieron al sitio de la excavación mientras
Hassan Tarsi se sacudía el polvo de la chaqueta y los pantalones.
—Será mejor que bajemos y nos pongamos a trabajar —sugirió Tom—. La voy a
presentar a nuestro apedreado coordinador.
El saludo de Hassan Tarsi fue cortés. Dio un fuerte apretón a la mano que Robyn
le extendía. Su rostro era inteligente y decidido, pero sus ojos tenían una expresión
misteriosa. Se portó como si la extraña escena que acababa de pasar nunca hubiera
sucedido. Los otros le hablaron con naturalidad, como si no hubieran visto nada.
De nuevo los ojos de Robyn se posaron en Sayed al-Rashad. Él le dirigió una
media sonrisa que era un silencioso comentario sobre lo sucedido, y ella sintió que una
involuntaria emoción la sacudía.
Se volvió con rapidez y siguió a Tom y a Rafica. El doctor Gaddabi, que iba a su
lado, empezó a hablarle de los fragmentos de papiro que habían extraído de aquel
profundo agujero excavado en el desierto. Mientras él hablaba la invadió una
repentina nostalgia por su padre, pues la personalidad del doctor Gaddabi le provocaba
recuerdos dolorosos.
Tom empezó a organizar los trabajos y el doctor Gaddabi continuó hablando con
Robyn explicándole esta vez que la cámara debía estar en buenas condiciones para que
fuera posible excavar.
—Estamos convencidos que nadie hasta ahora conocía la existencia de esta
segunda cámara. De la primera sí, por eso encontramos tan pocos papiros. Se-
guramente los nómadas descubrieron este lugar y se llevaron los papiros mejor
conservados para venderlos en la ciudad.
El arqueólogo saltó con agilidad hacia el interior de la excavación, seguido por
Robyn y empezó a indicarle los lugares y condiciones en que habían sido encontrados
los papiros.
—Tuvimos suerte de encontrar los últimos en un nicho casi intacto. Tal vez los
nómadas no lo tocaron porque los espantó un afreet. Eso sucedió hace muchísimo
tiempo. La anciana que acaba usted de ver es la sheikha del pueblo, o «mujer sabia».
Los hombres no quisieron trabajar para nosotros antes de que ella dispersase a los
afreet... los malos espíritus. Yo mismo no soy del todo escéptico.
Sonrió y señaló hacia el suelo.
—Mire aquí, vea cómo están colocadas las piedras: unidas a la perfección de un
modo tal que ni un cuchillo puede penetrar entre ellas. Eso es lo que nos hace estar
seguros de que la cámara de abajo está bien preservada. Quienes guardaron aquí estos
papiros, hace ya tantos siglos, sabían lo que hacían. Estamos al borde de un gran
descubrimiento, querida mía, y nuestro doctor al-Rashad merece el reconocimiento
por su perseverancia.
—¿Por qué enterrarían estos manuscritos aquí? —preguntó ella.
—Mi querida niña, con un padre como el que tuvo, usted debe saberlo.
Un ligero rubor invadió las mejillas de Robyn.
—¿Quién se lo dijo? —preguntó.
—La he estado observando toda la mañana, usted me recuerda a alguien y ya sé a
quien. La última vez que vi a mi amigo, el doctor Douglas, hace siete años, él habló de
su familia y me enseñó la fotografía de su hija... Estaba orgulloso de usted. No diré
nada si usted no desea que se sepa. Pero hay mucha gente que recuerda a su padre con
cariño. Le será difícil guardar el secreto.
Ella le sonrió y le dijo:
—Por favor, no diga nada. El doctor Wayland piensa que el nombre de mi padre
no debe mezclarse con el trabajo que tengo que hacer aquí. Sólo soy la portadora de
contratos y observadora general.
—Comprendo. En ese caso, éste será nuestro secreto mientras usted lo desee. El
éxito de esta excavación depende de muchas cosas. De que comprobemos que estos
fragmentos son de la antigua biblioteca de Alejandría, de que encontremos intacta la
cámara inferior, de que el khamsin no dañe el lugar...de todo eso depende que su
generosa universidad nos ayude a seguir adelante con la excavación. Por eso, usted
debe entender la profunda tensión en que vive el doctor al-Rashad en estos días. No
quisiera que le juzgara por lo de esta mañana, Robyn.
Ella hubiera querido decir que el incidente de la mañana ya estaba olvidado, pero
no pudo hacerlo. Por unos minutos se quedaron observando a los alumnos egipcios del
doctor al-Rashad, viendo la manera en que trabajaban.
Rafica llegó en esos momentos y preguntó a Robyn:
—¿Puedo enseñarle ahora el trabajo que estoy haciendo?
El doctor Gaddabi se retiró con una ligera inclinación de cabeza, y las dos
mujeres se dirigieron hacia los improvisados edificios. Sin quererlo, los ojos de Robyn
buscaron a Sayed al-Rashad. Él estaba ayudando a colocar uno de los tubos metálicos
en su sitio. Robyn notó la gracia de su cuerpo. Definitivamente, Tercera Dinastía, se
dijo.
Rafica abrió la puerta de una casita de madera y dejó, por un momento, que el
aire fresco entrara. La pequeña habitación olía a tierra mojada. Había una mesa a lo
largo de la pared y, sobre ella trozos de papiro, separados por delgadas hojas
plásticas de hule. Una segunda mesa contenía bandejas con fragmentos de papiro,
parcialmente seleccionados en una serie de cajas de madera poco profundas y
numeradas. A un lado, había más hojas de plástico listas para separar los papiros. Una
sola bombilla eléctrica iluminaba el lugar.
La egipcia le mostró los libros de registro, que contenían los números de catálogo
de cada pieza y las plumas de punta fina que se usaban para ir numerando los
fragmentos.
—Como puede ver, estoy muy atrasada. Todos los días me traen más papiros de
los que puedo catalogar. Y son tan frágiles, que no se pueden tratar con brusquedad
por mucha prisa que haya.
—¿Me permitiría ayudarla? —preguntó Robyn.
—¿Lo haría? ¡Oh, se lo agradecería tanto!
—No me dé las gracias, Rafica. Estoy agradecida de estar en Egipto y me
encantaría ayudar.
La delicada mano morena de la muchacha se extendió para estrechar la de
Robyn. Después, Rafica murmuró:
—No sabe lo preocupada que estoy de llegar a fallarle al doctor al-Rashad.
—Dígame lo que debo hacer y seré una buena ayudante.
—¡Rafica! —la voz de Tom les llegó desde la excavación.
—Tengo que irme —dijo la egipcia sonriendo—. Tal vez quiera mirar un poco por
allí. Yo la llamaré en cuanto podamos empezar. ¡Ya voy! —gritó y corrió hacia la
excavación.
Robyn salió fuera del laboratorio, y entonces escuchó la voz petulante de
Huntley Saunders, que decía:
—¡No he venido hasta aquí para que me digan que no puedo participar en las
excavaciones, al-Rashad! Mi dinero está haciendo posible todo esto y espero ser
escuchado cuando digo algo...
La respuesta del doctor al-Rashad fue breve y fría.
—Diga todo lo que quiera, señor, pero a menos que desee estropear nuestro
trabajo, le aconsejaría que no estorbara.
—¡Ya veremos! ¡A sus superiores esto no les gustará nada, se lo aseguro!
—Mis superiores, señor Saunders, me dieron control absoluto sobre esta
excavación. Ahora, si me lo permite, voy a volver a mi trabajo.
Robyn no pudo menos que vitorear al doctor al-Rashad por su firme actitud.
Resultaba inevitable que hubiera problemas entre aquellos dos hombres, y se hizo la
promesa de preguntar al doctor Wayland, en su próximo télex, cuál debía ser la
posición de ella en el conflicto. Al día siguiente le enviaría por medio del teletipo su
primer informe... si el servicio funcionaba.
Paseó lentamente, contenta de poder estar sola unos minutos. La suave arena que
cubría el suelo le pareció irresistible y se sentó en ella. Apoyó una mano en el suelo y
extendió la otra para coger un puñado de la arenosa tierra. ¡Era suelo egipcio... estaba
tocando a Egipto, respiraba el aire que contenía tantos y tan antiguos recuerdos... era
una tierra mágica!
Sus ojos siguieron las pequeñas espirales que la brisa y la arena formaban a sus
pies, y empezó a ver que algo tomaba forma en ellas. Un cuadro borroso, al principio,
pero más claro a cada momento. Era una sensación familiar; eran escenas que surgían
en su mente algunas veces, cuando sostenía los artefactos antiguos de su padre, como
si de pronto hubiera sido lanzada al remoto pasado en calidad de espectadora.
En esa ocasión, un grupo de hombres cansados avanzaba por el desierto tirando
de sus asnos, cargados con enormes cestas dobles. Otros cavaban en la tierra
moviendo grandes losas de piedra. Sus ojos recorrían con frecuencia el horizonte,
como si temieran ser descubiertos. Robyn conocía esa expresión era la misma que la de
su padre. Estaban ocultando sus rollos manuscritos más valiosos, que habían sacado de
la biblioteca de la gran ciudad, pues allí la guerra y las luchas religiosas amenazaban
con destruir la sabiduría que para ellos era tan preciada. Robyn los vio envolver los
rollos con premura y colocarlos en el lugar que habían preparado. Los vio de pie,
contemplando durante largo rato su obra. Su tesoro había quedado oculto bajo la
arena del desierto. Cuando se quedó dormida, las imágenes siguieron y se convirtieron
en sueños. Observó cómo la caravana de asnos se retiraba del escondite y marchaba
con lentitud de regreso a la torturada ciudad...
Capítulo 3
UN murmullo ronco la despertó. —¡Señorita! ¡Señorita!
Robyn levantó la cabeza de la posición un poco forzada en que la tenía, sobre las
rodillas, y se encontró ante un rostro ennegrecido y curtido por la intemperie. Unos
ojos oscuros y penetrantes la miraban desde sus arrugadas profundidades, mientras
que algunos mechones grises se asomaban por entre la tela que cubría su cabeza. Le
edad no podía ocultar lo que en otro tiempo debió haber sido una gran belleza.
—Kuwayyis... es bueno —dijo con satisfacción tocándose el pecho, los labios y la
frente en un gesto de saludo—. Salamsitt.
Todavía un poco somnolienta, Robyn miró a los ojos de la mujer.
—Sueños verdaderos —señaló la anciana moviendo la cabeza con aprobación—. Yo
leer arena para ti. ¿Entender mi inglés? ¿Comprender? —su voz poseía un timbre
imperativo, pero había un gran encanto en ella. Sin saber por qué, Robyn confió en esa
mujer.
—Comprendo —contestó y su mente empezó a aclararse un poco—. Usted estaba
antes con los niños. La vi cuando los hombres discutían con el doctor Tarsi.
Hizo un gesto de disgusto.
—Abu'gurán —siseó. La opinión que la mujer tenía del arqueólogo era evidente—.
Aiwa. Yo vivir en pueblo... allí. Yo sé que alguien venir... ¡tú! Estrellas dicen tiempo de
recordar.
Alisó la tierra arenosa que había entre ellas.
—Tomar en mano... puñado —ordenó—. No tener miedo, sitt.
Robyn miró a los sabios ojos de la anciana.
—No tengo miedo.
La mujer cogió la mano de Robyn y, de manera extraña, ésta sintió consolador el
contacto con la vieja mano morena.
—Letif... bonita. Tomar arena... dámela.
Robyn cogió un puñado de arena y lo dejó caer en la mano abierta de la anciana.
Ésta levantó la tierra hasta su amplia frente. Un sonido rítmico y tembloroso,
como un viejo canto, se escapó de sus labios. «Es una vibración antigua», pensó Robyn,
«algo que las mujeres de los viejos templos debieron haber cantado para llamar a sus
dioses».
Alisando con la mano libre la arena que había frente a ella, la mujer dejó caer
lentamente la tierra arenosa poco a poco, formando un diseño de espirales que se
movían hacia el centro. Cayeron los últimos granos y ella sostuvo la mano en el aire, con
la palma vuelta hacia abajo y pasándola de atrás hacia adelante por encima de las
espirales.
—El hamdu li-llah... —-hablaba en voz muy baja—. Pajarito entre las
flores... —su dedo índice bajó con brusquedad hacia el centro—. ¿Por qué ocultar
nombres de antiguos? Mejor para ti que pájaro de pecho rojo y frío. Aquí... esta
tierra... hogar de corazón... por destino.
Robyn contuvo el aliento. ¿Cómo sabía la anciana el significado de su nombre? La
voz monótona continuó:
—Padre tuyo caminar para proteger... tiene él sonrisa para dios de ojos azules
—bajó aún más el tono de su voz—.Muktir ¡Peligro! —sus ojos relampagueantes miraron
a Robyn—. ¡Valor, pajarita! Sueños volverse realidad. No huir tú al amor. No oír
mentiras. Tú vas a conocer todo. Viejos dar tesoro a manos buenas. No más tiempo
para ocultar conocimientos.
Su voz sonaba como un viejo fonógrafo al que le faltara cuerda.
—Hermana de destino —susurró—. Tú escoger. Dos caminos para ti, sólo uno
feliz. Arena es verdadero destino. Viento sopla para bien...
El silencio las envolvió. Sólo se escuchaban voces lejanas procedentes de la
excavación y el aliento suave del viento del desierto. Un profundo suspiro sacudió la
figura multicolor de la anciana. De nuevo, una sonrisa apareció entre las arrugas.
—Tranquiliza corazón, niña. Tú traer buena suerte. Yo, Bahiya, tu amiga —tomó la
mano de Robyn y la miró a los ojos—. ¡Yo, no bruja! No hacer daño. ¡Chacal Tarsi no
gustar, yo poder leer corazón de él!
Bahiya sacudió sus polvorientas vestiduras y se levantó con agilidad. Borró con el
pie los dibujos que la arena de Robyn había formado. La muchacha también se levantó
y los ojos de Bahiya le sonrieron.
—Yo vigilo, sitt.
Mientras su mente trataba de asimilar esas extrañas palabras, Robyn la vio
alejarse con pasos dignos por el desierto. ¿Cómo sabía que su padre estaba muerto?
¿Y quién era el dios de ojos azules? Todo eso le parecía un cuento de hadas.
¡La anciana sabía demasiado! Como digna hija de James Arthur Douglas, Robyn
respetaba muchas viejas supersticiones. Había cosas trasmitidas a través de los siglos
que estaban más allá de la comprensión actual; cosas que venían en la sangre misma y
que constituían verdaderos eslabones con el pasado.
Apartando a un lado sus especulaciones, volvió a la excavación. El doctor
al-Rashad y algunos de sus trabajadores seguían luchando con la tubería de su pequeña
torre de perforación. Huntley Saunders estaba sentado a un lado en malhumorado
silencio.
—¿Quieres trabajar ahora? —le gritó Rafica.
—Aiwa —contestó Robyn.
La mujer se echó a reír y aplaudió. Como muestra de satisfacción empezó a
tutearla.
-—Pronto empezarás a hablar un árabe perfecto, como una verdadera egipcia.
Robyn se sentó en uno de los bancos del laboratorio, dispuesta para el trabajo.
Rafica le indicó cómo hacerlo: debía levantar cuidadosamente un fragmento de papiro,
con unas pinzas envueltas en gasa; sacudir la tierra de él con toda precaución; mar-
carlo con un pequeño número y registrarlo en las listas. Después colocarlo en una de
las cajas poco profundas sobre una hoja plástica de hule espuma.
Durante un buen rato las dos mujeres trabajaron en silenciosa camaradería. De
vez en cuando, Rafica miraba por encima de las bandejas que estaba manejando Robyn
y hacía movimientos de cabeza afirmativos.
—Parece que estuvieras acostumbrada a manejar cosas frágiles. ¡Me alegro de
que estés aquí! —se levantó del banco—. Voy a inspeccionar cómo sacan los materiales
que van siendo descubiertos. No tardaré.
—No te preocupes por mí. Estaré bien—le aseguró Robyn.
Una vez sola, saboreó a placer con la vista y el tacto los papiros; aspiró el
extraño y delicioso olor de la antigüedad. Hubiera querido desenrollar algunos de los
papiros mejor conservados, sólo para echar un vistazo a lo que decían. Con un hondo
suspiro, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo; de vez en cuando alguna
frase atraía su atención. Reconoció que estaban escritos en griego muy antiguo.
Escuchó pisadas que entraban en el laboratorio y supuso que Rafica había vuelto.
—¡Qué frustrante es estar manejando estos tesoros y no saber lo que hay en
ellos! —exclamó.
—Estoy de acuerdo —repuso una voz gruesa, pero aterciopelada. Robyn se dio la
vuelta y Sayed al-Rashad se encontraba allí, con una tacita de café turco en una mano
y una bolsa de papel en la otra.
—Recordé que esta mañana sólo había desayunado ese abominable bollo —colocó
la tacita junto a ella y abrió la bolsa que al parecer contenía galletas. Ofreciéndole,
preguntó—: ¿Me perdona?
Las delicadas líneas de sus labios se elevaron en una ligera sonrisa.
Robyn se estremeció, sorprendida por la actitud del arqueólogo.
—Creo que le debo una disculpa. Esta mañana me porté como una bestia. Mi única
excusa es que estaba abrumado por los problemas. Cuando yo esperaba al doctor
Wayland, recibí en cambio a nuestro difícil amigo tejano y a una dama desconocida que
parecía demasiado joven e inexperta, y pensé que era un obstáculo más en mi trabajo.
Robyn sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. Él prosiguió:
—Además, fui lo bastante tonto como para olvidar lo cansada que debía estar por
el viaje. Usted se portó muy bien, pasando por alto mi injusta conducta y ahora nos
está ayudando donde más se necesita. Rafica dice que es una trabajadora excelente.
¿Cómo puedo darle las gracias?
—Siento mucho no ser el doctor Wayland —dijo ella alegrándose de que su voz
sonara normal—. Comprendo muy bien que el señor Saunders y yo hayamos resultado
una desagradable sorpresa para usted.
—Si me hubiera detenido a pensar, habría supuesto que el doctor Wayland sólo
podía enviarme a una persona altamente capacitada. Para mi buena suerte, también es
una muchacha preciosa —su mirada estaba llena de admiración. Entonces, se echó a
reír—. Creo que puedo confesarle que, aunque agradezco mucho al señor Saunders su
generoso apoyo financiero, encuentro difícil aceptar el hecho de que él estará también
entre nosotros.
Su natural encanto personal relajó los nervios de ella.
—Pasé veintiocho horas viajando con él —comentó Robyn.
—¡Con razón estaba usted tan agotada! —le contestó arqueando las cejas.
—Y me dijo, cuando menos veintiocho veces, la suerte que usted tenía de contar
con él y con su cámara de penetración.
—¡Sólo una vez cada hora! —empezó a reír y Robyn le siguió después—. ¡Alabado
sea Alá porque voy a poder hablar sinceramente con usted! ¿Podemos ser amigos?
Extendió la mano y ella le dio la suya. Él la hizo girar con suavidad, examinando el
delicado anillo de oro que su padre le había regalado tiempo atrás.
—Usted debería usar un anillo de lapislázuli. En Egipto es la piedra de kismet... el
destino. Dicen que esa piedra hará que vuelva a Egipto, y le enseñará todo acerca del
amor —levantó los dedos de Robyn hacia sus labios y los rozó con un leve beso.
Ella sintió que empezaba a ruborizarse y trató de impedirlo, pero no lo pudo
hacer. Él levantó la mirada, soltó su mano y se dio cuenta del rubor de la muchacha.
—En Estados Unidos —dijo a toda prisa—, no es una costumbre generalizada el
que los hombres besen la mano de las mujeres; y yo suelo ruborizarme por las cosas
más tontas.
—Ya veo —repuso él divertido.
No podía decirle la verdad; el firme contacto de su mano la había hecho
estremecerse. Para su desesperación, su rubor se intensificó.
Él extendió la mano para coger una galleta que se llevó a la boca. Después, arrimó
la tacita de café hacia ella.
—Bébalo antes que se enfríe.
Obediente, Robyn levantó la tacita y bebió.
-Está delicioso. Gracias por traérmelo. —¿Le gusta? Entonces usted será feliz en
Egipto —de pronto se puso serio—. Debo confesarle algo que me preocupa. El sistema
de perforación que estamos tratando de usar es demasiado pesado. Podría hacer que
el suelo se viniera abajo. Tengo que encontrar la manera de hacer un agujero limpio
para introducir la cámara. Quizá necesite un tipo distinto de perforación, es posible
que las piedras sean lo bastante delgadas como para utilizar un taladro de mano,
siempre y cuando no se use agua. Nada dañaría más a los viejos papiros que el agua. No
sé, en estas últimas fechas me he sentido demasiado cansado hasta para pensar con
claridad. Los vientos persiguen mis esfuerzos como si fueran los malos espíritus de los
que habla Bahiya. Suspiró y la miró fijamente a los ojos.
—Estoy convencido de que estos papiros pertenecían a la biblioteca de
Alejandría; pero no tengo las suficientes pruebas. Si las tuviera, podría avanzar sin
preocupación. Los donativos que necesitamos dependen de eso... pero por supuesto
usted lo sabe. —Tal vez si se hicieran algunas traducciones —sugirió ella. Sintió
mucho no poderle decir que ella sabía interpretar manuscritos antiguos.
—A menos que el nombre de la biblioteca apareciera en algún papiro, no servirían
para comprobar su procedencia. Los papiros podrían provenir de cualquier otra parte.
—¿Qué prueba se necesita? —En las antiguas bibliotecas los rollos casi siempre
tenían plaquitas de identificación con el nombre de la biblioteca o del propietario.
Estas placas eran pequeños discos de cerámica sujetos al papiro con cuero. Si la
suerte está de nuestra parte, encontraremos una placa con el nombre de la biblioteca
de Alejandría. No debería confiar en la suerte; debería decir Inshallah, una expresión
que usted escuchará con frecuencia en los países árabes: Que sea lo que Alá quiera.
Robyn había permanecido sentada, escuchando fascinada aquella voz de suave
acento extranjero. Sus palabras la envolvieron en una sensación de excitación y paz,
de pertenencia y soledad combinadas. —Encontraremos algo —se oyó decir con convic-
ción—. Pero aun sin la prueba de su origen, éste es un maravilloso hallazgo. Los
fragmentos que he visto hasta ahora son muy antiguos, estoy segura; lo bastante como
para atraer el interés de los eruditos. —Sin duda. Siga confiando, amiga mía, en que
lograremos obtener las pruebas que necesitamos. Y aprenda a decir conmigo...
Inshallah.
Se pasó una mano morena por el pelo salpicado de polvo, en un gesto de
frustración y la observó con intensidad. Ella desvió los ojos hacia las cajas que había
en la mesa, temerosa de su mirada azul.
—Bueno, debo volver a mi trabajo —dijo poniéndose de pie—. Oh, casi olvidaba la
razón por la que vine aquí. Debemos revisar los contratos y discutir las ideas del
doctor Wayland inmediatamente. ¿No está demasiado cansada para hacerlo esta
noche? —No, no lo estoy —contestó ella y una sensación de intenso placer empezó a
invadirla—. ¿A qué hora quiere usted que empecemos a trabajar?
—Mohammed nos llevará al doctor Gaddabi y a mí a nuestro apartamento, y
después al resto de ustedes al Hotel Palestina. Le diré que vaya a buscarla a las siete
y media. Podemos cenar en el restaurante Santa Lucía antes de ponernos a trabajar.
No puedo pedirle que trabaje conmigo con el estómago vacío.
—Es usted muy amable, pero no tiene ninguna obligación de llevarme a cenar...
—Robyn —la interrumpió él—, debe permitirme hacerlo y no protestar. Yo quiero
que haya amistad entre nosotros. De lo contrario, tendría que comer con Yussef
Gaddabi, y a él le conozco demasiado bien —sonrió—. Todo lo que haríamos sería
hablar de nuestros problemas y eso no es bueno para la digestión. Por otro lado, a
usted no la conozco. Me gustaría que habláramos de su vida, de la universidad... del
doctor Wayland. Además, esto será una pequeña compensación por las veintiocho
horas que pasó con el señor Saunders.
Su sonrisa era gentil y no había duda de su sinceridad. Empezaba a comprender
por qué los otros habían dicho que le simpatizaría. Y eso era todo lo que iba a sentir
por él... simpatía, se recordó a sí misma. —Estaré lista —contestó con sencillez, y
levantó los ojos hacia él.
—Hasta entonces —le respondió cogiendo la pequeña taza vacía y la bolsa de
galletas. Después desapareció de nuevo.
En el camino de regreso a la ciudad, Robyn trató de controlar sus pensamientos,
pero no le fue fácil. Su mente insistía en desviarse de la conversación que sostenían
sus compañeros, para fabricar imágenes que eran, en el mejor de los casos, absurdas.
Cosas como a Sayed al-Rashad inclinado a través de una mesa iluminada por velas, con
su mano sosteniendo la de ella y ese extraño fuego azul ardiendo en sus ojos.
En esa ocasión, Fawzi era su chofer. Era un hombre de baja estatura y muy
sonriente. Tom, Rafica y el doctor Gaddabi viajaban en el automóvil con Robyn. El
doctor al-Rashad decidió, en el último momento, volver a Alejandría con Huntley
Saunders.
La voz de Tom logró sacar a Robyn de su ensimismamiento.
—Sayed tiene que calmar a ese tipo. Saunders quiere hablar con la Oficina de
Antigüedades y exigir que traduzcan los manuscritos inmediatamente, para que
sepamos si provienen de la biblioteca. ¡Como si tuviéramos lista una pila de rollos
completos que sólo necesitan leerse! Hablaba de sus influencias, de ir hasta la
cumbre... al presidente mismo. Me estremezco sólo de pensarlo...
—No sabe nada de arqueología —suspiró el doctor Gaddabi—. Podría
ocasionarnos serios problemas. Estas cosas son muy delicadas.
—¿Qué significa Abu'guránl —preguntó Robyn después de un breve silencio.
Todos los ojos se volvieron hacia ella.
—¿En dónde oíste eso? —preguntó Rafica asombrada.
—Alguien lo dijo hoy, y me parece que no es ningún cumplido. Supongo que podría
aplicarse a nuestro «querido» señor Saunders.
Fawzi estalló en una sonora carcajada y el doctor Gaddabi no pudo evitar reír un
poco.
—Mi querida señorita Douglas, deberíamos lavarle la boca con jabón —advirtió
Tom sacudiendo el dedo índice hacia ella—. Significa «padre de la mierda» y tiene
cierta afinidad con nuestro gran benefactor.
—¿Quién te dijo tal cosa? —insistió Rafica. —La anciana del pueblo, Bahiya. Se
refería a Has-san Tarsi.
—Es difícil decir cuál de los dos hombres sería más merecedor del título —dijo
el doctor Gaddabi con una sonrisa.
—¿Hablaste con Bahiya? —preguntó Rafica muy seria.
—Yo estaba descansando a la sombra detrás de la excavación. Vino y me leyó la
arena.
—A mí me simpatiza esa mujer... es astuta —observó Tom mirando hacia el
doctor Gaddabi, quien confirmó con un movimiento afirmativo de cabeza.
—Es amiga de Sayed —dijo él—. Es una mujer notable... probablemente sabe
más de nuestra excavación que nosotros mismos.
—Perdona mi curiosidad, pero ¿qué te dijo? —preguntó Rafica.
Robyn no quiso decirlo todo.
—Oh, sólo dijo que era mi destino estar aquí. Parece pensar que las cosas
mejorarán. Yo creo que nos desea buena suerte.
—¡Magnífico! —sonrió el doctor Gaddabi—. Me gusta tener su bendición. Si
quisiera, podría causarnos problemas.
Robyn se quedó callada de nuevo. Bahiya había hablado de amor y mentiras, de
dos caminos a seguir.
El automóvil se detuvo al llegar a la ciudad para dejar al doctor Gaddabi en el
apartamento que compartía con el doctor al-Rashad. Un momento después, reanudaron
la marcha hacia el hotel.
Su habitación, en el cuarto piso, era un lugar fresco y tranquilo, pero Robyn
prefirió no dormir. No quería que volvieran a asaltarla de nuevo aquellos extraños
sueños. Se preguntó por qué Sayed la había impresionado de esa forma y se dijo que
quizá no fuera tanto, quizá fuera sólo el reflejo del impacto que Egipto había causado
en ella.
Para Sayed, el mostrarse encantador con una mujer era cuestión de hábito,
excepto cuando estaba irritado, como lo había estado esa mañana con Robyn. Cuando
se acostumbrase a él sólo le vería como lo que era, un buen arqueólogo.
Se bañó, se lavó el pelo y se puso un vestido camisero de seda rosa. Decidió
llevar el pelo suelto. Un fino collar de perlas en el cuello y un poco de perfume
bastaron para que considerara que estaba representando con dignidad al sexo
femenino.
Antes de las siete llamaron a la puerta. Cuando abrió, se encontró con Sandi,
vestida con una falda de vuelo y una blusa campesina. Sus pies calzaban sandalias de
tacón alto y sobre el cuello llevaba un collar con dijes de plata.
—Hola, ¿adonde vas a cenar? Entró en la habitación y se sentó en la cama; sin
esperar respuesta, siguió diciendo a toda prisa.
—Nuestro amigo tejano iba a llevarme al club de yates a cenar y a bailar, pero
me dejó plantada. No sé si debo creer o no su disculpa de que tiene que reunirse con
gente muy importante. La comida de aquí no está mal, siempre que no te importe
comer lo mismo todos los días. Creo que podríamos ir al centro de Alejandría a algún
buen restaurante.
—Lo siento, no puedo —contestó Robyn—. Voy a cenar fuera y después debo
trabajar. Sandi la miró de arriba abajo.
—Podría apostar cualquier cosa a que vas a cenar con nuestro glorioso jefe. Sabe
cómo suavizar a la gente para que después trabaje como un esclavo por él.
Robyn esperaba que su visitante no continuara con el tema de Sayed al-Rashad.
Pero se equivocó.
—Supongo que ya habrás notado que Sayed es dinamita pura para las mujeres
—continuó diciendo Sandi con su voz alegre—. Todos piensan que es sensacional. Y lo
es, nunca vayas a ponerlo en duda. No es como el pobre de Tarsi, que no consigue ni
una piastra. Sayed sabe cómo sacar el dinero a los millonarios... sí, él sabe cómo
acariciar las manos de las ricas damas de sociedad, cuyos maridos se sientan en los
comités directivos de las universidades. Debo confesar que a mí no me disgustaría que
Sayed me acariciara las manos. ¡Yo le seguiría a donde me llevara!
Se detuvo para encender un cigarrillo.
—Espero que no te importe si fumo. Por más que lo he intentado, no puedo dejar
de fumar... De cualquier modo —aspiró otra bocanada de humo y sonrió a Robyn—,
estos egipcios son algo especial. Nunca me había sentido ninguna reina de la belleza
hasta que llegué aquí. No lo hice ni siquiera cuando estuve trabajando en Turquía, que
ya es mucho decir.
Robyn sintió que se ponía tensa a medida que San-di hablaba.
—Tengo que discutir con el doctor al-Rashad varios asuntos y contratos
—explicó con tranquilidad—. Su invitación es una simple cortesía para quien, como yo,
representa a la universidad. Y estoy de acuerdo contigo con que es todo un personaje
—agregó sonriendo con esfuerzo.
—¿Tienes algún novio que te espera en casa, o perteneces al grupo de las
disponibles? —preguntó Sandi con franqueza.
—No hay nadie en especial, pero tampoco me intereso en estar disponible.
—Eso es difícil de creer —Sandi se puso de pie y buscó a su alrededor algo que
pudiera servirle de cenicero—. ¿Vendrá Sayed a buscarte? —No, lo hará Mohammed.
—¿Puedes llevarme hasta el San Giovanni? Es un buen lugar para comer y en la
recepción hay un muchacho guapísimo.
—Por supuesto; procura estar lista a las siete y media. Por ahora, tengo que
organizar mis papeles antes de que vengan a buscarme.
Acompañó a Sandi hasta la puerta y una vez más la mujer se volvió hacia Robyn.
—Si me permites otro consejo, yo que tú no me haría ilusiones respecto a Sayed
—dijo en tono muy serio—. En el fondo es como todos. Los hombres del mundo entero
toman lo que pueden y se olvidan de dar las gracias. Las mujeres son... —movió la mano
en un gesto de frustración—, demasiado tontas algunas veces. Escucha, quizá hablo
demasiado. Bueno, ten cuidado con Sayed, ¿entiendes? Él está acostumbrado a
conseguir lo que quiere, y esto no es mentira. Nos veremos más tarde.
Se marchó y Robyn trató de no pensar en sus comentarios. Con aire distraído, se
dedicó a limpiar la habitación y a despejar la mesa donde se pondrían a trabajar.
Después se quedó de pie largo rato frente a las ventanas, observando cómo cambiaba
de color la bahía.
Por alguna razón, pensó en Cleopatra. ¿Qué sucedió en realidad en el palacio que
se levantaba a orillas de aquel inquieto mar? ¿La reina encontró realmente la felicidad
en los brazos de Julio César, un hombre de enorme energía y carácter difícil? ¿O tal
vez lloró por un amor que nunca existió, y sólo fue el deseo primitivo de su cuerpo?
De pronto, Robyn se sintió muy inexperta. ¿Qué sabía ella sobre las reglas del
amor en un mundo como aquél? ¿Y por qué no se había dejado atraer por Tom Perkins
en lugar de Sayed al-Rashad? Cuando bajó, a las siete y media en punto, Sandi se
encontraba en el vestíbulo. Estaba bromeando con Mohammed, cuyo rostro de jefe de
tribu reflejaba la expresión satisfecha del hombre que se sabe atractivo. Robyn
recordó el rostro de John en esa terrible fiesta. Tenía esa misma expresión cuando
recibió la primera mirada de admiración de aquella mujer. Dejaron a Sandi en el San
Giovanni. Una vez sola el chofer, Robyn le hizo algunas preguntas corteses sobre su
familia y él contestó con brevedad.
—Mi padre tuvo cuatro esposas y yo tengo catorce hermanos.
—¿Y hermanas?
—No sé, nunca las contamos. Poco después, la dejó en el restaurante de Santa
Lucía.
Sayed al-Rashad la esperaba en una mesa junto a la ventana. Se levantó cuando
la vio y su sonrisa tuvo el mismo efecto de costumbre, haciendo que su corazón diera
un gran vuelco. Robyn tuvo que hacer un gran esfuerzo para relajarse, en tanto los
ojos de él, muy oscuros a la luz de la vela, la observaban. Eran ojos serenos, pues no
se desprendía ninguna fuerza masculina de ellos. Entonces, su caprichoso corazón se
sintió desilusionado.
—Espero que haya podido descansar. Sé que debí haberla enviado antes al hotel,
pero Rafica estaba tan feliz con su ayuda... —su mano rozó brevemente la de ella—. Ya
he pedido la cena. Aquí son especialistas en pescado asado.
—Gracias, doctor al-Rashad. Me gusta trabajar y Rafica es una bellísima
persona.
—Aiwa —reconoció él—. Y ahora que usted está en Egipto, le tenemos que
enseñar árabe. La primera lección... me llamo Sayed. ¿Puede decir eso?
Ella se volvió a ruborizar.
—Sayed.
—Bien. Doctor al-Rashad es una forma reservada a mis alumnos y a mis enemigos.
Casi como si fuera un juego, empezó a enseñarle el nombre de las cosas que había
en la mesa. Su timidez y el tono escarlata de su rostro fueron desapareciendo, y
pronto estaba riendo al imitar el sonido gutural de la combinación kh en la palabra
árabe con que se decía lechuga:
khass.
—O khamsin —dijo Sayed frunciendo la frente—. El viento se está formando en
el desierto. Lo puedo sentir como electricidad en mis nervios. Espero que tarde un
poco más, y no tengamos que interrumpir ahora los trabajos.
Él empezó a hablar de su trabajo y de la excavación. La comida resultó deliciosa,
acompañada con sus fascinantes relatos sobre descubrimientos arqueológicos en
Egipto. Robyn olvidó sus temores, hundida en el simple placer de su compañía. Olvidó
que él era un hombre peligroso que tomaba a las mujeres con ligereza.
De pronto, sintió deseos de hablarle de su padre, sabiendo que los dos hombres
se habrían entendido muy bien. Sin embargo, antes de poder decidir qué hacer, él le
estaba dando una lección de arqueología elemental, explicándole cosas que habrían
resultado útiles para un principiante inteligente.
Por supuesto, Robyn ya sabía todo eso. ¿Cómo reaccionaría si le dijera quién era
ella? Él estaba haciendo un terrible esfuerzo por mostrarse bondadoso. Si le decía la
verdad se crearía una situación muy incómoda.
En cierto momento, él levantó la vista con expresión sombría:
—La universidad debió haber impedido esa desastrosa conferencia de prensa.
Aquella declaración la sorprendió. —¿Qué? Oh... el señor Saunders no consultó
con nadie. Causó un verdadero furor en el departamento, se lo aseguro.
—¿Tiene idea de lo que nos hizo a nosotros aquí? Durante varios días tuve a los
periodistas deslizándose de manera furtiva por la excavación, acusándome de
ocultarles mis descubrimientos. Por fin, los desvié hacia la excavación de Hassan Tarsi
y les dije que su labor era más interesante que la mía. La verdad, no comprendo el uso
que hacen los norteamericanos de las relaciones públicas.
—Nosotros también nos sentimos muy mal, doctor al-Rashad —dijo Robyn en
tono defensivo.
—No sabe el tiempo que nos llevó deshacer el daño que habían causado las
descuidadas palabras de su señor Saunders...
—Debo protestar —le interrumpió ella—. No es nuestro señor Saunders, y no
había nada que pudiéramos hacer para detenerle. A menos que usted quisiera
prescindir de la cámara de penetración...
Él sonrió.
—Tiene razón, y debo pedirle disculpas nuevamente. Me ha llamado doctor
al-Rashad. Espero que eso no signifique que nos hemos vuelto enemigos. Me dolería
mucho.
Le dirigió una cálida sonrisa.
—No hablemos más de mi trabajo, me pone de malhumor. Además me alegro de
que no sepa nada de arqueología. Me siento más libre de hablar sin que me contradigan.
Y usted, sospecho, es el tipo de mujer a la que le encantaría contradecirme, si cometo
un solo error, ¿verdad?
Ella se ruborizó al escuchar su tono condescendiente.
—Yo no soy realmente de ese tipo —protestó—. Y cuando dice que no sé mucho
sobre su trabajo, yo...
—Silencio. No quiero tomar a la ligera su experiencia. Desde luego, respeto sus
conocimientos de los contratos y su agudeza como observadora. Lo que pasa es que me
siento aliviado al hablar con una muchacha norteamericana que no se imagina que sabe
todo sobre arqueología egipcia y papiros antiguos. Me abrumaron las damas que
vinieron de la universidad el año pasado.
Hizo un gracioso gesto con los ojos y Robyn sonrió.
—Llegaron para ayudarme en la excavación y terminaron siguiéndome a todas
partes donde iba, pendientes de cuanto decía y tratando de demostrar lo mucho que
sabían de nuestro trabajo. Resultó muy irritante y tuve que solicitar al doctor
Wayland que no me mandara más principiantes. Su jefe es un hombre magnífico; usted
es muy afortunada de trabajar con él.
—Sí, así es.
¿Cómo iba a contarle que el doctor Wayland había enviado a alguien que
realmente sí tenía experiencia en su especialidad?
—Bueno, no he parado de hablar, debe usted considerarme un compañero
insoportable.
Sus ojos se suavizaron al decir eso; se tornaron cariñosos y penetrantes y a
Robyn, sin saber por qué, le asaltó el recuerdo de su padre.
—¿Qué pasa, pequeña Robyn? ¿Algún problema? La cogió de la mano y ella sintió
deseos de acercarse más y poner su mejilla contra la firme piel de Sayed. Ningún
hombre la había hecho sentirse así antes. Él seguía esperando su respuesta.
—¿Por qué iba a haberlo?—trató de aparentar un tono alegre, pero su voz sonó
falsa y artificial. La expresión de al-Rashad cambió, y desapareció la cordialidad de
sus ojos.
Robyn sintió una terrible opresión en el pecho. ¿Por qué no le había dicho
cualquier otra cosa con una voz suave y halagadora?
En silencio, bebieron una delicada preparación a base de frutas. La sonrisa de
Sayed fue cortés, pero no hizo nada por romper el hielo. Pidió la cuenta y la pagó sin
comentario alguno.
Su automóvil deportivo, Fiat, estaba aparcado cerca del restaurante y fueron
hacia él a toda prisa. Pasaban las diez de la noche cuando llegaron al hotel. Ambos
subieron al cuarto piso, donde él cogió la llave y abrió la puerta del apartamento, pro-
curando dejarla abierta de par en par.
—No quiero comprometerla—le explicó, casi con brusquedad cuando se sentó
frente a la mesa y empezó a leer los contratos.
Cuando terminó, Robyn se reunió con él y con su voz más formal le leyó las notas
del doctor Wayland. Se absorbieron en el trabajo. Ella tomó en taquigrafía, con
bastante rapidez, las cartas que Sayed le dictó para la universidad y los memorándums
en que solicitaba correcciones para los contratos.
En cierto momento, Robyn levantó la mirada y le descubrió observándola. Una
sonrisa de admiración brilló en sus ojos y ella comprendió que había vuelto de su frío
retiro.
—Usted es una excelente trabajadora. Con razón el doctor Wayland la aprecia
tanto. Pero hay sombras bajo sus hermosos ojos. Creo que la estoy forzando
demasiado... ése es uno de mis defectos. Dicen que mi carrera está cimentada sobre
los cuerpos maltrechos de mis colaboradores, a los que pisoteo sin compasión —se
echó a reír—. Prométame que me avisará cuando esté actuando como un faraón ex-
plotador de esclavos, ¿eh?
Robyn sintió un agradable calorcito de placer al escuchar sus cumplidos. Se
aferró a la esperanza de no sonrojarse.
—De acuerdo, se lo diré —prometió.
Aquel hombre tenía la habilidad de atraerla cuando así lo deseara. Por un
momento, acudieron a su memoria los consejos de Sandi, pero no tardó en olvidarlos.
Él terminó de dictar y cogió su cartera.
—Creo que por esta noche hemos terminado.
—Mañana mismo pasaré las notas a máquina —contestó ella cerrando su libreta.
Cuando él se levantó, extendió la mano para ayudarla a ponerse de pie. La otra
mano se apoyó ligeramente en su hombro; entonces, los dedos de Sayed recorrieron la
línea de su mejilla, dejando una estela de fuego.
—Usted me desconcierta —tenía los ojos fijos en Robyn—. No entra en ninguna
de las diferentes categorías en que he dividido a las mujeres. No debe tomarlo como
un insulto o una crítica, pero no puede sentirse del todo satisfecha con sólo ser una
secretaria muy eficiente.
Sus ojos bajaron a los labios de ella.
Robyn bajó la vista y esperó, incapaz de moverse. Cruzó por su mente la vieja
historia del pájaro y la serpiente. Esa vez, el petirrojo estaba siendo hipnotizado por
una cobra.
El dedo índice de Sayed siguió el contorno de su boca con una sedosa suavidad.
—Sus labios parecen no haber sido besados nunca con verdadera pasión... ¡qué
lástima! —sonrió, se dio la vuelta y se marchó.
Robyn se quedó de pie, temblando. Esperó hasta que sus pisadas se perdieron en
el pasillo; entonces, cerró la puerta. Al mirar su rostro en el espejo del tocador, se
tocó los labios. Estaba confundida. ¿Por qué razón le había dicho esas cosas?
Por un rato permaneció de pie en el balcón. Aunque estaba cansada, no tenía
sueño; sacó su máquina de escribir portátil y se puso a trabajar; cuando menos, le
demostraría que era una secretaria eficiente.
Una hora más tarde todo estaba listo para la firma de Sayed al-Rashad.
Entonces, pudo dormir.

Capítulo 4
UNA vez más la luz brillante del sol la despertó. Sin ninguna razón particular
para ello, la invadió una sensación de intensa alegría. Se vistió con pantalones vaqueros
y una camisa de algodón. Una cancioncilla escapó de sus labios cuando se ató fuer-
temente el pelo con una goma, para después anudarlo en una rubia espiral. De ese
modo, era menos probable que recibiera el polvo que si lo llevaba suelto.
El desayuno le fue enviado a su cuarto y Sandi llegó con él. Estaba vestida, como
de costumbre, con llamativos colores, sin sostén y su eterno buen humor.
—Supuse que ibas a levantarte tarde... después de anoche —la saludó con un
brillo de curiosidad en la sonrisa.
—Anoche me acosté muy tarde, estuve escribiendo todas las notas que me dictó
el doctor al-Rashad, pero me siento bien.
Sandi cogió n bollo de la bandeja.
—Entonces, ¿estuvisteis trabajando?
—Por supuesto —contestó Robyn sonriendo.
—Bueno... —la fotógrafa la observó de arriba abajo—, parece que te has puesto
el uniforme de trabajo. Yo no quise decir que ahuyentaras a los hombres por completo
de tu vida... sólo te dije que tuvieras cuidado. Oye, ¿no quieres venir conmigo a
Alejandría? Tengo que ir al mercado a hacer algunas fotos. No hay problema si vienes
conmigo. Y al terminar podríamos hacer algunas compras.
—Me encantaría conocer el mercado, pero hoy tengo que estar en la excavación
—le explicó Robyn. —Está bien. Avísame cuando puedas hacerlo y yo te llevo. Conozco
bien la ciudad.
Robyn terminó su café y puso en una carpeta las hojas mecanografiadas. Cuando
las estaba metiendo en la cartera, Sandi dijo:
—No me has preguntado cómo me fue anoche —no esperó su respuesta—.
Resultó un fracaso. El tipo ya tiene esposa... tal vez hasta tenga dos. ¡Qué mala suerte!
Pero no me hagas caso —agregó sonriendo—. Estoy frustrada porque Tom no se fija en
mí. Cuando estoy cerca de él, tengo la impresión de que hablo demasiado fuerte o digo
lo que no debo. ¡Es deprimente!
Robyn extendió la mano y oprimió la de Sandi en un gesto consolador.
—¿Qué te parece si para variar te doy un consejo? Tom no es una causa perdida;
ésa es mi impresión, no lo descartes tan pronto.
Al escuchar eso, el rostro de Sandi se iluminó.
Robyn, Rafica y Tom fueron los únicos pasajeros en el automóvil de Mohammed
esa mañana. El doctor Gaddabi y Sayed se quedaron en la ciudad para tratar de
conseguir otro método de perforación y llegarían más tarde.
Cuando llegaron a la excavación, el lugar estaba tranquilo. Había ya una cesta de
fragmentos de papiro junto a la puerta del pequeño laboratorio. Rafica estuvo
entrando y saliendo de él mientras Robyn se dedicaba a la labor de catalogar los
pedazos que podía, hasta que se sintió agotada. Cuando anunciaron la hora de la
comida, se alegró de poder estirar un poco su cansado cuello.
Remolinos de polvo rojizo se formaban en el horizonte.
Rafica había estado trabajando en los nichos de la excavación, tratando de
encontrar algún indicio que pudiera ligar esos papiros con la antigua biblioteca. Le
parecía muy extraño no encontrar una sola identificación entre tantos fragmentos. Le
dijo a Robyn que era como si las hubieran quitado premeditadamente en cierto
momento; eso resultaba desconcertante.
Rafica entró en el laboratorio y se lavó las manos y los brazos, usando agua del
canal que había sido traída por uno de los niños beduinos. Por unas cuantas piastras,
varios de ellos trabajaban realizando pequeñas tareas para el grupo de arqueólogos.
—En la excavación las cosas están empeorando —anunció—: Por efecto de la
vibración que se produjo ayer al tratar de montar el trípode, la tierra de los muros se
está soltando y algunos de los nichos se han venido abajo. Yo sé que ya se han dañado
cosas a causa de nuestra precipitación. Ésta no es la forma en que al doctor al-Rashad
le gusta excavar. La culpa es de los espíritus del viento, según diría la vieja Bahiya.
Miró hacia el cielo, que el viento cubría de arena. —La vieja Bahiya puede ver el
futuro; sin embargo, yo prefiero no conocer el mío.
Robyn le entregó una de las cajas de la comida que llevaban y se sentaron un
poco separadas de los hombres, en una pequeña sombra proyectada por unos arbustos.
Allí, apoyadas contra dos cajas vacías de agua mineral, comieron en silencio.
—No puedo hacerme a la idea de que Egipto es un desierto en su mayor parte
—comentó Robyn después de unos momentos.
—Dicen que Egipto es como una hermosa flor de loto: sola en medio del vacío. El
Nilo, como las raíces del loto, empieza al sur de nuestra nación. Fluye hacia el mar,
abriéndose en una hermosa flor ya cerca del Delta. Durante miles de años, el Nilo,
nuestra hermosa flor de loto, nos ha alimentado y nos ha dado vida... mi pueblo solía
cantarle al dios río, al que llamaban Hapi.
—¡Qué hermosa metáfora, Rafica! —exclamó Robyn—. Nunca volveré a pensar en
el Nilo sin imaginarlo como una gigantesca flor de loto.
—Aiwa. Ahora, estamos buscando la manera de que nuestro padre-río dé a sus
hijos suficiente terreno fértil para cultivar; un problema que nunca podemos resolver
del todo —concluyó Rafica. —Pero... y la presa de Aswán... —Es una bendición y una
maldición a la vez. Ahora podemos controlar las aguas del Nilo, pero el rico sedimento
que solía llegar con las inundaciones y esparcirse por el suelo, nutriéndolo, ya no llega a
nosotros. Como resultado, hay más enfermedades que tienen su origen en el agua,
porque ésta se estanca en los canales y no se renueva como antes, cada año, con el
agua de las crecidas.
—Creo que entiendo —se aventuró a decir Robyn sintiendo que, como forastera,
no tenía derecho a opinar—. ¿Por qué los humanos siempre tratamos de alterar el
curso de la naturaleza?
—Porque algunas veces no tenemos otra alternativa. ¿Cómo puede una nación
alimentar a cuarenta millones de personas de una frágil franja de tierra fértil que
nunca mide más de veinte kilómetros de ancho, excepto en el Delta? La gente busca
desesperada nuevas formas de hacerlo. Piensan que tal vez la naturaleza no fue tan
sabia, y entonces buscan alguna nueva tecnología y experimentan con ella.
—Y después es demasiado tarde para dar marcha atrás...
—Aiwa. Yo misma soy una pueblerina, de la tierra húmeda y oscura del valle del
Nilo, que ama a su gente y a su país. Me entristece ver que los campesinos tienen que
comprar sustancias químicas para fertilizar sus cosechas, cuando antes el río les daba
el abono que necesitaban. Y, sin embargo, ahora hay más tierras que cultivar y
electricidad en muchos lugares. Ésta es una época difícil para nosotros. Nuestras tra-
diciones y nuestra cultura son fuertes. No queremos imitar a otras naciones.
Rafica suspiró antes de continuar.
—Supongo que te preguntarás por qué, con todos estos problemas encima,
estamos aquí tratando de hacer agujeros en el desierto para buscar viejos
manuscritos.
—¿No hubiera sido mejor seguir la carrera de medicina, o tal vez una carrera
técnica?
—La verdad es que hay más especialistas en agricultura e ingenieros que empleos
disponibles. Muchos licenciados trabajan como taxistas. Cuando entré en la
Universidad de El Cairo, recibí un buen consejo de un hombre al que respeto de
manera profunda. Me dijo que lo mejor que podía hacer era prepararme para
preservar las viejas culturas, porque la revolución tecnológica llegaría a Egipto como el
khamsin, borrándolo todo a su paso. Sus palabras fueron: «El servicio a tu país será
mayor si tú estudias el pasado y encuentras la forma de preservar su sabiduría para el
futuro». Y estoy contenta de haber seguido su consejo. —¿Era tu padre?
El rostro de Rafica se oscureció por un instante. Luego, sonrió.
—No. Fue el Sheik Sayed Abdelaziz al-Rashad —observó la reacción de ella—.
¿Te sorprende el nombre?
—Supongo que sí —contestó Robyn, tratando de imaginarse a Sayed como un
sheik árabe. Con ello, sólo lograba evocar a Rodolfo Valentino.
—El doctor al-Rashad y su familia hicieron posible que yo recibiera educación,
cuando las otras chicas de mi pueblo seguían el camino tradicional de un matrimonio
joven; por eso yo haría cualquier cosa por ayudarle en su trabajo.
—¿No es la educación gratuita en Egipto? —Sí, lo es, pero pocas muchachas
aprovechan esa ventaja. Antes de que derrocaran al rey, la familia del doctor
al-Rashad era dueña de nuestro pueblo y de varios más. Cuando las familias ricas
tuvieron que entregar sus tierras, el doctor al-Rashad y su padre ayudaron a los
nuevos pequeños agricultores de nuestro pueblo a cultivar las tierras con métodos
modernos. Después de la muerte de su padre, el doctor al—Rashad se volvió nuestro
sheik, o jeque, un título de honor.
Sayed, el hombre cuyos dedos encendían el fuego en ella, ¡era un jeque árabe!
Robyn apartó de su mente ese inquietante pensamiento y trató de concentrarse de
nuevo en la conversación.
—Me alegro de que me lo hayas dicho, Rafica. En los dos días que llevo aquí, me
he dado cuenta de que soy muy ignorante. Creo que sé más del antiguo Egipto, que de
su cultura moderna y sus tradiciones.
—La tradición puede ser una cosa dolorosa —contestó la joven egipcia en un
susurro. Sus ojos se llenaron de lágrimas y volvió el rostro hacia el otro lado.
—Rafica, ¿he dicho algo malo? —le preguntó alarmada.
—¡Oh, Robyn, es que... debo hablar con alguien!
Se enjugó las lágrimas con un pañuelo; en seguida, metió la mano en su bolso y
sacó un sobre.
—Por favor, perdóname, pero he estado callándome mis problemas durante
mucho tiempo, y ya no puedo más.
Robyn puso una mano consoladora en su hombro.
—Si puedo ayudarte, lo haré —dijo con sinceridad.
—Nadie puede ayudarme.
Rafica inclinó la cabeza y lloró en silencio por un momento; después, levantó sus
largas y oscuras pestañas.
—Ésta es una carta de alguien muy cercano a mi corazón... de Karim.
Abrió la carta doblada y la extendió sobre su regazo.
—¿Estás enamorada de Karim?
—Sí. Pero estoy en el filo de una navaja; entre la convicción de mi familia de que
una mujer debe obedecer a sus padres en todo, y mi propio deseo de casarme con un
hombre al que ellos no aceptan. —Pero sin duda, entenderán... —Mi matrimonio
con mi primo Mustafá ya está concertado. Esperan que me case con él este verano. Mi
padre tiene grandes deudas con su hermano, compromisos que sólo pueden pagarse con
este matrimonio. Yo casi no conozco a Mustafá, pero tengo que obedecer. Además, si
no me caso pronto, mis dos hermanas no podrán hacerlo tampoco. Pero si yo no puedo
contraer nupcias con Karim, creo que... —su voz se quebró.
—¿Qué dice tu madre de todo esto?
—Mi madre no tiene influencia. Los hombres son .los que arreglan los
matrimonios en una familia. Ella sólo me compadece y me dice que no debí haber salido
nunca del pueblo. Tal vez tenga razón. La tradición todavía es demasiado fuerte para
que una persona pueda oponerse a ella. Pero Karim... —se echó a llorar de nuevo, en
silencio.
—Si te sirve de algo, háblame de Karim. Me gustaría comprender tu problema.
—Ya lo sé, pero dudo que puedas entenderme. No quiero ofenderte, pero es la
verdad. Karim, como yo, era estudiante en la Universidad de El Cairo. Ya terminó su
carrera de maestro y sé que será un excelente profesor. Ahora está haciendo el
servicio militar de tres años, como todos los hombres de mi país. Hace seis meses que
no le veo. Pero anoche, en el hotel, recibí esta carta. Tiene unos días de permiso y
quiere verme.
Arrugó la carta en la mano.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Robyn con suavidad.
—No lo sé. Cuanto más le veo, más voy en contra de mi familia y de todo lo que
ella representa. Pero no puedo perder a Karim. Lo único que me impide volverme loca
es el trabajo.
—Rafica, tu caso debe tener alguna solución —señaló con voz firme—. Alguien
debe hablar con el doctor al-Rashad. Si él es el jeque de tu pueblo, debe tener
influencia allí.
Rafica levantó la vista, alarmada.
—¡No! Ése no es problema suyo... es mío, sólo mío.
—No puedes decirlo en serio. —Por favor... No debí decirte nada, siento haberte
mezclado en esto.
Se puso de pie con rapidez y regresó a la excavación.
La carta de Karim había caído en la arena y Robyn la levantó. Se sentía inútil.
¿Qué podía hacer para aliviar la angustia de Rafica?
En lugar de volver al laboratorio, se dedicó a buscar a Tom, que descansaba a la
sombra de uno de los edificios. El joven escuchó su relato y movió la cabeza de un lado
al otro.
—No hay nada que podamos hacer ni tú ni yo, Robyn, puedes creerme.
Robyn le miró con expresión muy triste. —No puedo creer que te quedes tan
tranquilo viendo sufrir a esa pobre niña, cuando una palabra a Sayed podría cambiarlo
todo.
—Vamos, Robyn, no me coloques en esa posición.
—Bueno, ¿le dirás algo a Sayed? Rafica es tu colega. ¿Quieres que el proyecto
sufra porque ella no puede pensar con tranquilidad, porque se duerme llorando todas
las noches?
—No te prometo nada —repuso Tom con visible inquietud—. Sayed ya tiene
bastantes problemas.... pero veré qué puedo hacer.
Impulsivamente, Robyn se inclinó a besarle la mejilla.
—Gracias, Tom. Una sola palabra podría ser su salvación.
—Está bien, está bien—asintió sonriendo—. Después hablaré contigo.
Robyn pasó todo el día inclinada sobre la larga mesa, concentrada en su trabajo.
Ya avanzada la tarde, oyó pisadas, se volvió y vio que Hassan Tarsi se encontraba de
pie en el umbral. El hombre entró sin ser invitado.
—Buenas tardes, señorita Douglas.
Los ojos del hombre se clavaron en el papiro que la joven tenía entre las manos.
—¡Qué afortunados somos de contar con su ayuda!
—Me gusta este trabajo —contestó ella con una voz muy formal.
—Ah, pero yo considero maravilloso que lo haga una joven como usted que,
además de ser hermosa, ocupa un puesto de gran importancia en una universidad de
prestigio.
Robyn sintió crecer su inquietud. ¿Qué deseaba aquel hombre? La expresión de
amargura que había bajo su sonrisa aduladora, la movió a sentir piedad y le hizo
sonreír de forma más cordial. Tal vez él creía, en realidad, que esa excavación y su
contenido le pertenecían.
—Espero que cuando presente su informe a la universidad, haga una evaluación
justa e imparcial. Desde luego, hace tiempo que yo sospechaba la existencia de esos
manuscritos. Por desgracia, soy un pobre profesor y no provengo de una familia
influyente. Pero con mi propio esfuerzo he logrado descubrir una importante colonia
de la época de los tolomeos.
Se encogió de hombros y siguió hablando, con fingida indiferencia.
—Sin embargo, nadie me cree. Pero algún día demostraré a todo el mundo que
llevo razón. ¿No cree usted?
—Por supuesto —asintió ella por decir algo. Desvió la mirada de sus intensos ojos
negros para seguir trabajando.
—Gracias —exclamó Hassan Tarsi—. ¿Hablará usted en mi favor al doctor
Wayland? Estoy escribiendo un informe sobre mi trabajo.
—Con mucho gusto llevaré al doctor Wayland su informe —contestó Robyn
simulando que seguía trabajando, aunque no podía hacerlo con aquel extraño hombre
junto a ella—. El doctor Wayland es un especialista en manuscritos de papiro, pero
siempre está interesado en cualquier nuevo hallazgo que se haga en Egipto.
—Usted debe venir a mi excavación. Yo la llevaré. Quizá la próxima vez
encuentre un salón con manuscritos antiguos. Entonces, su doctor Wayland querrá
venir en persona a verlo.
Cogió un trozo grande de entre los papiros todavía no catalogados. Lo extendió
sobre la mesa y dijo:
—Escritura demótica. Período tolomeico. Robyn contuvo el aliento al escuchar
cómo el papiro crujía levemente. Los fragmentos eran muy delicados. ¿Debía pedirle
que no los tocara? Observó cómo lo enrollaba con descuido y lo volvía a poner en su
lugar, para después coger otro y tratarlo de la misma forma.
—¡Ah, griego antiguo! —murmuró—. Estoy deseando empezar a traducir. ¿Quién
sabe lo que podemos encontrar escrito aquí?
Ella iba a protestar, cuando Rafica entró con una bandeja con papiros todavía
llenos de tierra. Depositó su preciosa carga en la mesa y luego miró el papiro que aún
tenía Hassan Tarsi en la mano: Él lo bajó con deliberada lentitud.
—Buenas tardes, Rafica.
Ella saludó con un movimiento de cabeza, sin sonreír.
—Ha sido un gran placer hablar con usted, señorita Douglas —dijo el arqueólogo.
Hizo un movimiento con la cabeza a modo de despedida para las dos mujeres, se dio
vuelta y se marchó.
—¿Qué estaba haciendo aquí, tocando los papiros de esa forma? —explotó Rafica
al verle desaparecer.
—No sabes cuánto me alegra que hayas llegado. Estaba a punto de decirle algo.
Pero se supone que él es un arqueólogo. Dice que está deseando empezar a traducir...
—¿Traducir él? —Rafica levantó la vista, asombrada—. Eso van a hacerlo el
doctor Gaddabi y el doctor al-Rashad, apoyados por un grupo de especialistas. Tenía
alguna otra razón para venir aquí —agregó moviendo la cabeza de un lado a otro—. Él
sabía que tú estabas trabajando sola.
—Bueno... —dijo Robyn sonriendo con tristeza—, me pidió que le diera al doctor
Wayland un buen informe sobre él.
—¡Alabado sea Alá! Debemos hablar con el doctor al-Rashad sobre esto. No
confío en ese hombre. Si vuelve a venir... —se interrumpió y se quedó pensativa—. Esta
noche escribiré un letrero que diga: «se prohíbe tocar los papiros sin autorización
previa».
Rafica miró a Robyn y bajó la voz al decir:
—Respecto a lo que te he dicho esta mañana... me molestaría haberte dado una
impresión equivocada. Mis padres no son unos monstruos, me quieren mucho y nunca
me obligarían a hacer algo contra mi voluntad. Me temo que me porté como una tonta.
—No digas eso, Rafica.
—Mis padres fueron muy liberales al dejarme ir a la universidad. Para ellos
resulta difícil imaginar cómo puedo ser feliz lejos de la protección y las tradiciones
del pueblo. Cuando lloré, mis lágrimas no fueron sólo por mí sino por toda mi familia.
¿Es que nunca podremos ser todos felices? Sólo si Alá lo desea...
—Inshallah —dijo Robyn con suavidad.
—Aprendes con mucha rapidez. Hay otra palabra que debes saber: bukra.
Significa... quizá... algún día. Por ahora ésa es la única respuesta para mí: bukra. Bueno,
se acabaron las confidencias por hoy. ¡Vamos a trabajar!
—Aiwa —contestó Robyn en su mejor árabe turístico.
Iodos estaban cansados y llenos de polvo cuando subieron al automóvil conducido
por Mohammed. Robyn propuso que después de cambiarse fueran a cenar a un buen
lugar del centro, pero Tom se excusó diciendo que se sentía muy cansado para salir del
hotel y Rafica declaró que tenía comida en su cuarto, y que había prometido
compartirla con su compañera de habitación, Amina.
Ya en el vestíbulo del Hotel Palestina, cuando Rafica se separó de ellos, Tom
explicó a Robyn en voz baja:
—Rafica comparte una habitación con una de las doncellas del hotel, amiga suya.
Lo que gana no le da para más. Es demasiado orgullosa para confesar que no puede
darse el lujo de comer en un restaurante de primera categoría. Y se ofendería si pagá-
ramos por ella; es muy susceptible.
—Debí haberlo pensado... —empezó Robyn y se detuvo, abochornada.
—No tenías por qué hacerlo —sonrió Tom—. Bueno, eso nos deja a ti y a mí con la
única posibilidad de cenar aquí mismo. Veré si puedo encontrar a Sandi para que
seamos tres. Nos veremos aquí a las ocho.
Robyn estaba vestida antes de las ocho, así que dispuso de unos minutos para
recorrer el vestíbulo y descubrir una tienda, un centro nocturno y un salón de
banquetes, donde parecía prepararse una fiesta.
A las ocho en punto, se colocó a las puertas del comedor del hotel y Tom
apareció un momento después.
—Justo a tiempo, excepto por Sandi. Veamos si está en el bar.
Bajaron unos cuantos escalones para entrar en el bar, lleno de gente en esos
momentos. En su mayor parte, eran hombres occidentales de negocios. Sandi estaba
terminando un vaso de Stella, la cerveza egipcia.
—¡No me digáis que me he retrasado! Sentaos un momento, hay algo que quiero
que veáis.
—¿Qué es? —preguntó Tom mirándola con curiosidad.
—Hubiera llegado a tiempo; pero cuando estaba a punto de marcharme, vi entrar
a Huntley Saunders y no quería encontrarme con él. Así que tuve que quedarme aquí.
Un momento después, entró Hassan Tarsi y se sentó a su lado. Si te das la vuelta un
poco, Tom, los verás en la última mesa.
Tom volvió la cabeza con lentitud, pero no se detuvo más de un segundo a
observar a los dos hombres, que parecían absortos en su conversación y en sus
bebidas.
—No quiero ni pensar qué pueden estar planeando esos dos tipos —comentó en
tono preocupado; después, lanzó un profundo suspiro—: tendré que hablar con
Saunders para averiguarlo. Vaya, ¡un motivo más de preocupación!
—Pensé que deberías enterarte —sonrió Sandi—. Bien, salgamos de aquí y
vayamos a cenar.
Salieron juntos, sin volver la vista hacia los dos hombres, en dirección al
comedor. Les dieron una mesa en un rincón tranquilo, lejos de los grupos turísticos.
La conversación durante la cena, como era inevitable, giró en torno a Egipto. Tom
confesó, con evidente sinceridad, que amaba ese país. Ante la mirada escéptica de
Sandi, insistió:
—Tú también te enamorarás de él si te quedas aquí unas cuantas semanas más.
Te he visto tomando fotos de niños beduinos y de escenas en el desierto.
Sandi se alegró de que Tom se hubiera fijado en lo que hacía ella.
—Me vendría muy bien que alguien me explicara la historia del país —observó,
con sus grandes ojos verdes clavados en Tom—. Tengo algunas fotos magníficas, pero
me temo que mis explicaciones sobre ellas son bastante malas. ¿Te importaría
ayudarme? Tengo que hacer un reportaje gráfico sobre este país para una revista
importante, y no me gustaría escribir como una tonta.
—¡De tonta no tienes nada! —comentó Tom sonriendo—. Yo diría que tienes más
talento bajo esa rubia cabeza del que quieres mostrar al mundo. Tú eres como una
buena excavación... llena de diferentes niveles.
—¡Qué romántico! —exclamó Sandi en tono de broma, pero radiante de felicidad
ante la aprobación de Tom.
Algunos momentos más tarde, Sandi levantó el tenedor, en el que tenía un trozo
de rosbif, y señaló i hacia la mesa cercana:
—Esta noche no estamos solos. Nuestro glorioso jefe está aquí con un grupo de
amigos.
Robyn volvió la vista y reconoció en un instante el rostro y los gestos de Sayed.
Estaba sentado con cinco o seis hombres, todos vestidos de manera formal. Ninguna
mujer los acompañaba cosa que, extrañamente, la tranquilizó.
Sandi, que había terminado de cenar, se aclaró la garganta:
—Robyn, mañana tengo que levantarme temprano y Tom también. ¿Quieres que
te acompañemos a tu habitación? —preguntó, guiñándole un ojo a Tom. Ella desvió la
mirada de la mesa de Sayed y no le importó revelar lo que sentía en ese
momento. —Creo que tomaré una última taza de café. De todos modos, gracias.
—Está bien, linda, pero recuerda... si un hombre no se ha casado a los treinta y
siete años, no hay muchas esperanzas que digamos —declaró Sandi al mismo tiempo
que cogía el brazo de Tom, para después dirigirse al vestíbulo.
Sin la presencia de sus compañeros, Robyn se sintió desprotegida. Mientras daba
sorbos a su pequeña taza de café turco, bajó los ojos. Supo el momento exacto en que
Sayed la descubrió, porque sintió su mirada. Apenas tuvo tiempo de respirar antes de
que él se encontrara de pie junto a su mesa, sonriendo.
—¡Qué suerte la mía, Robyn! ¡Les estaba hablando a mis amigos del doctor
Wayland y de la universidad.. y aquí está usted, al alcance de mi mano! Permítame
presentarle a algunos miembros de la Sociedad Arqueológica de Alejandría.
La cogió de la mano y la condujo hacia su mesa. Media docena de ojos le dieron la
bienvenida, mientras Sayed la presentaba.
—Ella es la señorita Robyn Douglas, observadora especial y ayudante del
profesor Wayland; un elemento muy importante en nuestra excavación.
Robyn sonrió y estrechó la mano de cada uno de los presentes. En seguida, Sayed
se despidió de los hombres y salió con ella del comedor.
—Quiero que vea una cosa —dijo el arqueólogo con animación—. Tal vez no vuelva
a presentársele otra oportunidad de verlo durante su estancia en Egipto...
La condujo hacia el vestíbulo, donde una gran cantidad de gente, vestida con
elegancia, se iba reuniendo a la entrada del salón de banquetes.
—Ésta es la segunda noche que usted me salva de tener que hablar de negocios.
Conozco a esos hombres desde hace muchos años, y, ya sabe, siempre hablamos de las
mismas cosas.
Robyn bajó la mirada hacia su sencilla falda verde de algodón, su blusa blanca y
sus zapatos de tacón bajo.
—Doctor al-Rashad... Sayed, no estoy vestida para esto —tartamudeó cuando la
intención de él se hizo más evidente; la estaba conduciendo al centro mismo de la bien
vestida multitud.
—¡Tonterías! —exclamó en tono alegre—. Un banquete de bodas es para pasarlo
bien. ¿No escucha ya los tamborines? ¡Oiga!
Tiró de ella hacia adelante, donde empezaba a formarse una procesión. Los
tamborines que debían ser por lo menos una docena, se acercaban procedentes de
algún lugar en las profundidades del hotel. Las mujeres empezaron a lanzar un grito
agudo, con la lengua vibrando contra su paladar.
Aplausos, tamborines y gritos dieron la bienvenida a los novios, que fueron casi
devorados por la multitud que se abrió a su paso y después volvió a cerrarse en torno a
ellos.
Robyn casi no podía creer lo que veía: una gran cantidad de hombres, vestidos
con elegancia, abrían el cortejo interpretando una ensordecedora marcha nupcial con
sus enormes gaitas. Los seguían varias bailarinas, especialistas en la danza del vientre,
que eran las que tocaban los tamborines. Después de ellas, venían las damas de honor,
vestidas de blanco y por fin, cerrando el cortejo, iban los novios.
Robyn creyó estar flotando en una nube y por un momento, sólo pensó en el
maravilloso espectáculo que tenía ante sus ojos.
Cuando la mano de Sayed buscó la suya, ella se la dio sin reserva alguna. Su
tacto, fuerte y suave a la vez, produjo otro tipo de sensación en todo su cuerpo. Se
encontraba muy bien junto a él, envuelta en su calor. En ese momento pensó que
pertenecía a esa tierra... y a ese hombre.
Permanecieron juntos en medio del escándalo casi insoportable de la celebración,
mientras el grupo nupcial avanzaba con lentitud hacia el salón de banquetes. Por fin las
puertas se cerraron y una orquesta moderna sustituyó a las gaitas, las mujeres de los
gritos ululantes y a los tamborines.
Sayed se volvió hacia Robyn. ,
—¿Qué le ha parecido? Acaba usted de ver cómo vive la sociedad egipcia que en
parte, ha asimilado el moderno estilo occidental, aunque continúa apegada a las
tradiciones del pasado.
—Ha sido asombroso —comentó Robyn aún bajo la fuerte impresión de lo que
acababa de ver.
—Quizá tenga la suerte de salir una noche en que haya una boda en la calle.
Nunca la olvidará. En una boda así invitan a todo el mundo. A usted también la
invitarían y le resultaría difícil rechazar su entusiasta hospitalidad.
La acompañó hasta los ascensores y esperó a que la puerta de uno de ellos se
abriera.
—Mañana hay que levantarse temprano, Robyn. Si quiere enviarle un télex al
doctor Wayland, yo puedo mandarlo por usted desde la Oficina de Antigüedades, en
Alejandría. El teletipo del hotel sigue sin funcionar.
Ella pensó que le iba a besar la mano, pero no lo hizo. Se limitó a hacerle una
ligera reverencia y le dirigió una breve sonrisa cuando se cerró la puerta del ascensor.
No enviaría con Sayed el mensaje que iba a mandarle al doctor Wayland. Quería
preguntarle la delicada cuestión de cuál se suponía que debía ser su relación con
al-Rashad en el1 ámbito profesional, desde luego. A nivel personal, sabía lo que le
estaba pasando y no podía, o no quería, evitarlo. ¡Pero tenía que hacerlo! Estaba
resbalando por la empinada pendiente que conducía al amor... y no había nadie en el
fondo para recibirla.
Ya en la soledad de su habitación, no se atrevió a mirarse al espejo. Las lágrimas
estaban a punto de brotar de sus ojos.
¿Que había sido de la mujer controlada y segura de sí misma que ella creía ser!
No pudo reprimirse y lloró desconsoladamente. Al parecer, esa mujer había dejado de
existir.

Capítulo 5
ALA mañana siguiente Robyn despertó mucho más tranquila, sin los temores que
la habían asaltado la noche anterior. Por fin, parecía haberse adaptado al cambio de
horario y comprendió que eso le permitiría un mejor control sobre sus emociones. Pasó
todo el día junto a Rafica, catalogando manuscritos. George Lewis, el joven ayudante
que conociera el primer día, trabajaba en la perforación recuperando con paciencia los
fragmentos que todavía permanecían allí. Sandi andaba con aire alegre, de un lado a
otro, tomando fotografías del avance de la excavación.
Sayed al-Rashad y el doctor Gaddabi no aparecieron por la excavación; se
rumoreaba que habían ido a El Cairo a buscar un nuevo taladro.
Cerca del mediodía, hubo un descubrimiento poco usual en el nicho más profundo.
George, Tom y Rafica aparecieron al mismo tiempo en la puerta del laboratorio
llevando entre los tres, con mucho cuidado, un enorme paquete. Era un conjunto
aplastado de manuscritos, que se habían unido a través de los
siglos y crujían de forma alarmante mientras eran transportados a la mesa.
—Sin duda alguna, es pergamino —dijo Tom muy sonriente después de examinarlo
con la lupa—. ¡Bien, muchachas, éste es un golpe de suerte!
Examinó de nuevo aquella masa color marrón.
—Afortunadamente no se ha desmoronado como una buena parte de los papiros...
mirad aquí... esto es griego —arrugó el entrecejo, con expresión pensativa—. ¿Creéis
que...? No os dais cuenta, hasta ahora sólo hemos encontrado papiro, y esto es
pergamino.
—Yo no entiendo nada —dijo Sandi desde la puerta—. Pero quiero hacer una foto
a esa cosa, ¿qué es?
Tom se puso muy serio, aunque sus ojos brillaban de alegría.
—Trata de recordar la historia. ¿No recuerdas la terrible rivalidad que existía
entre la gran biblioteca de Alejandría y la no menos grande que había en Pérgamo, en
el Asia Menor?
Todas las cabezas asintieron, menos la de Sandi.
—En el siglo I ó II antes de nuestra era, los egipcios prohibieron la venta de
papiro a Pérgamo, lo cual causó grandes problemas. ¡No había papel para copiar libros
ni hacer contratos, ni siquiera anotar operaciones de negocio! Así que la gente de
Pérgamo tuvo que buscar un sustituto. Inventaron el pergamino usando pieles de
ovejas, vacas y carneros.
Se interrumpió y miró a los demás. Después continuó satisfecho:
—Ahora, viene la segunda parte del asunto: algunos años más tarde, Marco
Antonio, cuando estaba tratando de impresionar a Cleopatra, conquistó Pergamo,
confiscó su biblioteca y envió los muchos rollos que había allí, todos hechos de
pergamino, a la Biblioteca de Alejandría. Ha sido uno de los más valiosos regalos de
amor que ha visto el mundo.
Sonrió a su expectante auditorio.
—Estos podrían ser pergaminos de la Biblioteca de Pérgamo que fueron enviados
a Alejandría. Si confirmamos este punto, tendremos la pista que necesitamos para
saber el origen de nuestros manuscritos.
Un estremecimiento de esperanza recorrió el pecho de Robyn. Aquél iba a ser el
descubrimiento más importante de todo el proyecto. ¿Qué diría Sayed cuando se
enterara?
Un descubrimiento tan importante haría que llegara el dinero a manos llenas
pero, lo más importante, probaría que él tenía razón en sus hipótesis.
De pronto, Rafica los hizo bajar de las nubes. Cogió un paño suave y cubrió con él
los viejos pergaminos.
—¿Qué haces, querida? —preguntó Sandi—, ¿estás tratando de evitar que se
ensucien?
Le guiñó el ojo a Tom; Rafica se echó a reír y todos volvieron al trabajo.
Robyn estuvo pensando todo el día en los secretos que podían contener los
manuscritos recién descubiertos.
Rafica volvió con una bandeja de pequeños pergaminos, que fueron encontrados
en el mismo sitio de donde habían extraído el conjunto grande. Las dos muchachas
siguieron con su labor, hasta que oyeron que quienes trabajaban en la excavación
empezaban los preparativos para irse.
En esos momentos, Huntley Saunders llegó en su Mercedes blanco, junto con su
chófer, Abdul. Rafica hizo un gesto de disgusto.
—Ahora tendremos que quedarnos aquí hasta que decida marcharse —murmuró.
Durante un rato, el hombre estuvo afuera, hablando con Tom y George. Por fin,
le vieron aparecer en el umbral del laboratorio, diciendo al entrar:
—Están haciendo un buen trabajo, ¿verdad, señorita Rafica, señorita Robyn?
Se inclinó sobre una bandeja en la que había parte de los escritos que habían
catalogado ese día.
—¡Aja! Muy profesionales. Yo hice algo parecido en una de las excavaciones en
las que estuve, en Ecuador. Sólo descubrimos pequeños fragmentos de alfarería y
pedazos de oro inca. Eso fue en América del Sur —agregó dirigiéndose a Rafica.
—En éstos momentos, señor Saunders, estábamos a punto de marcharnos —dijo
la muchacha con voz amable.
—Pueden irse. Yo me quedaré aquí mirando un rato. Cuando me vaya, cerraré bien
la puerta —estiró la mano para coger un pedazo de papiro ya registrado.
—¡Por favor, no toque eso! —Rafica no pudo evitar que su voz sonara tensa.
—Óigame, pequeña, yo tengo derecho a estar aquí. No soy ningún turista tonto.
—Los manuscritos son mi responsabilidad y me quedaré aquí hasta que usted se
marche.
Robyn cogió el fragmento de papiro de los dedos regordetes del hombre y lo
puso en su lugar.
—Están ustedes muy orgullosas de su trabajo... ustedes dos parecen gallinitas
cluecas. ¿Cuántos rollos tenemos?
—No tenemos rollos completos, sólo son pequeñas partes de muchos de ellos;
cuando pongamos todos los fragmentos en orden, tal vez logremos completar algunos.
—Bueno, supongo que no puedo entretenerlas más. Debemos cerrar con llave el
lugar. Por fortuna, aquí todos son honrados. Los coleccionistas pagarían bastante
dinero por unos cuantos de estos fragmentos.
Huntley salió del lugar y Rafica esperó a que partiera en su automóvil antes de
apagar las luces y cerrar con llave.
Volvieron al hotel, en la camioneta de Mohammed. Sandi, sentada junto a Tom,
dormitó gran parte del camino. Su cabeza rubia quedó apoyada en el hombro de Tom, y
él sonrió.
Al llegar al hotel, Robyn le dijo a Rafica:
—Esta noche cenaré sola en mi cuarto. Te invito a que me hagas compañía...
por favor, Rafica.
La muchacha la miró con atención.
—Está bien, me gusta la idea. Con frecuencia mi cita nocturna es con la soledad.
Durante la cena procuraron evitar temas desagradables, con excepción hecha de
la antipatía que ambas sentían hacia Huntley Saunders.
—No confío en él —concluyó Rafica—. Debemos tener mucho cuidado con el
laboratorio.
Después, se echaron a reír por los grandes esfuerzos que Robyn pasaba para
hablar árabe, y disfrutaron de la sensación del cariño fraternal que las envolvió.
Rafica se marchó temprano y Robyn se quedó dormida en cuanto puso la cabeza
en la almohada.
En sus sueños, Sayed se alejaba a toda prisa mientras ella le llamaba.
A la mañana siguiente Sayed apareció en la excavación con un especialista en
perforaciones. Saludó a su gente con un movimiento de mano y después se dedicó a
discutir el plan de acción con el perito. Robyn también se consagró a su propio trabajo
y cuando Sayed entró con Tom y Rafica, ya tenía listas dos bandejas de manuscritos
registrados.
—Así que tenemos un hallazgo.
Sayed saludó a Robyn con un movimiento de cabeza. Levantó el paño que cubría la
pila marrón de pergaminos y lanzó un pequeño silbido de sorpresa.
—¡Ya salam! —se volvió hacia todos con una sonrisa—. ¡Alabado sea Dios... es
maravilloso! —tocó con cuidado los pergaminos y miró las sustancias químicas que Tom
había llevado—. Sí, esto debe servir.
Enseguida, dejó escapar un expresivo suspiro.
—Quisiera tener tiempo para poderos ayudar, pero confío en vosotras, mis
queridas muchachas. Vuestras hábiles manos darán nueva vida a estas palabras. Pero,
primero terminaremos de catalogar todo lo demás.
Oprimió con la mano el hombro de Tom.
—Ya sé que quieres encontrar una pista. Pero ten paciencia.
Los dos regresaron a la excavación.
—¿Cómo puede estar tan tranquilo? —preguntó Robyn.
Rafica sonrió.
—En Egipto sabemos controlar nuestras emociones. Recuerda a la Esfinge.
Estamos acostumbrados a la paciencia.
Durante el descanso del mediodía, la vieja Bahi-ya apareció con su tropa de
niños. Sayed la saludó con respeto y regaló dulces a los pequeños. La anciana parecía
inquieta. Se quedó de pie, mirando alternativamente a Sayed y a Robyn, con sus
profundos ojos negros muy brillantes. Empezó a reír y movió la cabeza hacia Sayed.
Dijo algunas palabras en árabe y Tom las tradujo al oído de Robyn:
—Dice que nuestro jefe es un sabio. Ahora se refiere a la «biblioteca de los
antiguos».
—Ya rit —sonrió Sayed.
—¡Me gustaría que así fuera! —interpretó Tom de nuevo.
El rostro de Bahiya se puso serio y empezó a hablar en su limitado inglés, con los
ojos clavados en Sayed.
—-Aquí peligro, hombre sabio... ¡no perder su tesoro! —sus ojos se volvieron
hacia Robyn—. Letif... escuchar al corazón. Después de luna, lágrimas, pero sólo si no
ver claro. No tener miedo. Tú encontrar respuesta en viento, sitt.
Se dio la vuelta y se alejó, seguida en silencio por los niños.
—Ella simpatiza contigo, Robyn —dijo Tom poniéndole una mano en el hombro—.
Te ha llamado bonita, ¿sabes?
—¿De verdad?
Robyn sonrió, para disimular su tensión. Detrás de las palabras de Bahiya había
sentido algo muy poderoso. ¿A qué se refería al hablar de lágrimas, luna y viento? ¿Y
corazón? ¿Por qué le había dicho a Sayed las mismas cosas que le dijo a ella aquella
vez en la playa?
Se dio cuenta de que Sandi los estaba mirando. Tom aún tenía puesta la mano en
su hombro y ella se retiró. La compasión por Sandi y una cierta irritación ante la
complejidad de las emociones humanas, le oprimieron el estómago.
Después de comer con rapidez, todos volvieron a sus diferentes ocupaciones.
Rafica pasó la tarde trabajando junto a Robyn.
Habían terminado el trabajo del día y estaban a punto de marcharse, cuando
George asomó la cabeza por entre la puerta.
—El coche va a llegar tarde; estará aquí dentro de unos cuarenta y cinco
minutos. Rafica miró a Robyn con tristeza. —Estoy cansada de estar tanto tiempo
inclinada sobre la mesa. ¿Te apetece que demos un paseo hasta la loma para ver la
excavación del doctor Tarsi? —¿No estará él allí?
—No, no te preocupes. Hoy tiene que dar clase. No encontraremos más que
lagartijas y ovejas para darnos la bienvenida. —Magnífico.
Robyn salió con Rafica y no se permitió volver la vista hacia donde Sayed y Tom
trabajaban, inclinados sobre algo de interés para ellos.
Subieron por una suave pendiente y, al descender por el otro lado, Robyn vio
bajo ellas un pequeño valle y un conjunto de cimientos y muros desenterrados del suelo
arenoso. Pasearon entre las ruinas y Rafica fue indicando dónde debieron haber
estado las puertas y las ventanas. Le indicó rastros de pequeños mosaicos redondos
que quizá habían adornado el suelo.
—El doctor Tarsi piensa que este lugar pertenecía a Cleopatra.
—¿Y tú lo crees?
Rafica se encogió de hombros.
—Quizá fuera un refugio para ella.
—O puede que trajera aquí a sus amantes —sugirió Robyn—. Tal vez ella misma
cocinaba para Julio César...
Estaban riendo alegremente cuando, de pronto, la voz de Sayed llegó hasta ellas.
—Así que es aquí donde os escondéis.
Rafica se puso seria en el acto.
—Oh, lo siento. ¿Nos estaba esperando?
Él se acercó con largos pasos ágiles y el traicionero corazón de Robyn dio un
salto de alegría.
—No, no. No hay problema —contestó Sayed dirigiéndose a Rafica—. Los
automóviles no han llegado. Tom me dijo que las había visto venir hacia aquí, así que
decidí seguirlas. ¿Para encontrar qué? ¿Quizá dos huríes en un paraíso olvidado?
Miró a su alrededor y después clavó sus ojos en la embelesada Robyn.
—Así que Rafica le está mostrando el pequeño sueño de Hassan. Hacía algún
tiempo que no venía por aquí. Veo que ha encontrado más muros.
—¿Sería de verdad el escondite de Cleopatra? —preguntó Robyn.
Él movió la cabeza de un lado a otro, con una sonrisa triste.
—Me temo que no. Era demasiado pequeño para ella. Debió ser una simple finca
campestre —se dio la vuelta y empezó a retroceder hacia su propia excavación—.
Venga, quiero enseñarle algo. Había una alegre expresión en sus ojos. —Aiwa
—intervino Rafica dirigiéndose a Robyn—. Te gustará.
Se dirigieron a lo alto de la colina. Al descender hacia la excavación de Sayed,
Robyn vio que había otras paredes antiguas al pie de la colina, por ese lado. Sayed
entró en una superficie cuadrada, que debió haber sido alguna vez una habitación, y se
sentó en una pequeña valla, que era todo lo que quedaba de lo que en otro tiempo fuera
un muro. Rafica se puso en cuclillas cerca de él.
La muchacha y Sayed cogieron algunos pedazos de alfarería que estaban
esparcidos por allí y se pusieron a excavar la tierra a sus pies.
—¡Ah! —exclamó Rafica levantando un objeto brillante de la tierra. Se lo puso en
la palma de la mano y lo extendió hacia Robyn.
Ella se inclinó a mirarlo y observó que era un pedazo de vidrio antiguo. En ese
momento, Sayed extrajo un pedazo de vidrio más grande de su pequeña excavación.
Ambos, Rafica y él, se rieron de la sorpresa de Robyn.
—La llamamos la fábrica de vidrio —dijo Sayed—. Es indudable que era un lugar
donde vendían artículos de vidrio. Tal vez también los fabricaran. Coja un fragmento
de vasija y venga a excavar con nosotros.
Robyn cogió el pedazo que Sayed había estado usando y que le ofreció en
silencio.
—Siéntese aquí, conmigo. Éste parece un buen lugar.
El breve contacto de sus dedos envió señales de placer por todo el cuerpo de la
joven. Sentada en lo que quedaba del muro, junto a él, Robyn empezó a excavar la
tierra, consciente de la cercanía de Sayed.
Después de unos cuantos minutos de silencio e industrioso esfuerzo, logró
extraer dos pedazos de vidrio de color, uno de los cuales parecía el asa de una
pequeña taza y el otro la redonda tapa de un frasco.
Sayed dijo con suavidad:
—Le cambio sus dos piezas por una mía. ¿Está dispuesta a arriesgarse?
—extendió la mano cerrada hacia ella. Rafica dejó de excavar.
—¿Qué opinas tú, Rafica? —preguntó Robyn—. ¿Me convendrá cambiar mis dos
vidrios por uno suyo?
—Cierre los ojos —murmuró Sayed, sonriendo.
Ella obedeció y sintió que él le quitaba los dos trocitos de la mano. Enseguida,
algo le fue colocado en la palma y la cálida mano de Sayed se cerró sobre la de ella.
—Ya puede mirar —dijo él soltándole la mano.
Robyn abrió los ojos para ver lo que tenía y lanzó una exclamación de deleite, tan
feliz como una niña. Extendió hacia Rafica el objeto para que lo viera. Era una pequeña
botella de vidrio, completa y perfecta, a excepción hecha de una leve hendidura en la
orilla.
Rafica extendió su delicada mano morena, cogió el pequeño objeto brillante y lo
examinó contra la luz del sol.
—Creo que es un lagrimal... o tal vez un frasquito de perfume.
—Usted me trae suerte, Robyn —dijo Sayed con visible satisfacción—. Hacía
mucho tiempo que no había encontrado aquí un solo objeto completo.
Sayed puso un dedo firme bajo la barbilla de la joven y le levantó el rostro, para
sacarla de su contemplación del frasquito.
—¿Te gusta tu regalo? —preguntó tuteándola de pronto.
—¿Mi regalo? —preguntó ella comprendiendo que no había sido sólo un juego,
sino que de verdad se lo había regalado—. Yo pensé... ¿De verdad? ¡Qué maravilla!
Rafica y Sayed sonrieron.
—Ahora es tuyo.
Sayed cogió su mano y cerró sus dedos de nuevo en torno al frasquito.
Ella hizo un inútil esfuerzo por mantener el control. Lo natural hubiera sido
poner su otra mano sobre la de él, pero no se atrevió. Él soltó su mano.
—Gracias; si yo hubiera tenido la oportunidad de seleccionar un regalo, habría
escogido éste —dijo con voz emocionada.
En ese momento sonó una bocina y se oyeron gritos procedentes del
campamento.
—Tom me necesita para cargar el equipo y hacer una última revisión. Me voy, no
tardéis.
Sayed se puso de pie y se encaminó hacia el campamento con pasos rápidos y
ágiles. Parecía el mensajero de un faraón que corriera apenas tocando la arena del
suelo.
—Será mejor que también nosotras nos vayamos.
Rafica dejó caer su trozo de vasija al suelo y se puso de pie. Los dos pedazos de
vidrio que Robyn había extraído se encontraban todavía en el muro donde Sayed se
sentara. Robyn los cogió, se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza, y los envolvió en
él. No pudo resistir la tentación de llevarse también los trozos de alfarería que Sayed
había usado y el que usara ella misma.
Rafica empezó a andar en dirección de la excavación y Robyn la siguió. Después
de unos pasos, empezó a hablar, un poco titubeante:
—Hermana mía, tengo que decirte algo. Sayed al-Rashad es un hombre magnífico,
un hombre bondadoso; uno de los mejores arqueólogos del país y es muy respetado por
todos. Sin embargo, tiene casi cuarenta años y no se ha casado. Esto resulta bastante
extraño en un hombre islámico.
Robyn sintió que su propio cuerpo se ponía en tensión. Aspiró una bocanada de
aire con intenciones de protestar, pero Rafica hizo un gesto cercano a la impaciencia.
—Déjame terminar, Robyn —dijo y dejó de andar. Robyn se detuvo junto a ella—.
Hay muchas cosas que no sabes sobre el doctor al-Rashad; su madre, por ejemplo. Es
inglesa, una dama elegante y encantadora. Sin duda, te habrás fijado en sus ojos poco
comunes. Los heredó de ella.
Robyn sintió que se le oprimía el corazón, como si quisiera advertirle que iba a
escuchar algo doloroso.
—Sus padres se amaban mucho —continuó Rafica—. Cuando su padre murió, hace
diez años, el doctor al-Rashad se volvió todavía más apegado a su madre. Su familia
forma un círculo muy cerrado, al que no es fácil acceder.
Robyn se imaginó inmediatamente a una mujer arrogante, fría, llena de dignidad,
con unos extraños ojos azules que, sin duda, la mirarían con desaprobación.
—La gente que conoce al doctor al-Rashad, también conoce su... reputación. Las
mujeres se sienten sumamente atraídas por él. Basta con que sea amable con ellas
para que le sigan como ovejitas. A Sayed eso le agrada a veces, pero casi siempre le
molesta. Tiene muchas amigas.
Miró a Robyn a los ojos con visible preocupación.
—Veo que está siendo muy atento contigo, hermana mía, pero espero que no te
dejes influir por los sentimientos. Es lo mejor que puedes hacer.
Se dio la vuelta con brusquedad y reanudó la marcha.
Robyn se apresuró a darle alcance, llena de una dolorosa vergüenza. ¿Era tan
evidente lo que sentía por Sayed? ¿Lo habrían notado también los demás?
Él había jugado con sus sentimientos de una forma muy experta. Sin duda alguna,
sólo estaba tratando de ser galante con la observadora de la universidad para
equilibrar un mal principio. Después de todo, era una buena política.
Robyn subió al automóvil conducido por Fawzi, con Rafica y George a su lado,
pensando que Sayed era un diplomático consumado, un hombre de gran habilidad.
Sintió cierto alivio al comprobar que él ya se había marchado en la camioneta de
Mohammed con Tom, Sandi y el doctor Gaddabi.
Al llegar al hotel decidió llamar a California, calculando que allí sería por la
mañana, para hablar con el doctor Wayland.
La telefonista del hotel le explicó que había una diferencia de doce horas y le
preguntó si quería que la llamara a su cuarto cuando estuviera lista la comunicación.
Robyn contestó que no y se dirigió al ascensor.
Mientras lo esperaba, reflexionó sobre qué era lo que iba a hacer. Sus relaciones
con Sayed se limitarían al plano profesional, del que nunca deberían desviarse. Había
sido una ingenua. Él era un hombre de otra cultura que trataba de sacar el mejor
provecho de la gente con la que trabajaba y nada más.
Dejaría que Sayed viviera la vida a su manera y ella seguiría con la suya propia,
eso sería lo mejor para los dos.

Capítulo 6
ROBYN estaba despierta, y se disponía a levantarse de la cama, cuando el
teléfono empezó a sonar.
—Buenos días, señorita —dijo la voz de la operadora—. Hay un mensaje para
usted del señor Thomas Perkins. Quiere que le comuniquemos que hoy no habrá
trabajo.
—Gracias, operadora. ¿Hay algo más?
—Sí. El señor Perkins ha dicho que, si quiere usted salir a recorrer la ciudad,
tendrá que alquilar un automóvil, porque los chóferes regulares no están disponibles.
Ha dejado un sobre con información turística para usted en la recepción.
Robyn se sentó en la cama y se alegró de no haber llamado al doctor Wayland;
pensando decirle que su labor en Egipto había terminado y que quería volver a casa.
Sonrió al pensar en la pequeña victoria que significaba no haberse dejado vencer
por la depresión de la noche anterior.
Esa mañana se sentía llena de vitalidad y decidió poner sus notas al día. Estaba
decidida a hacer tan convincente su recomendación de aumentar el financiamiento
para la excavación de Sayed, que ningún comité podría rechazarla.
Cuando terminó de hacer todas las anotaciones que le faltaban, en su diario de
trabajo, Robyn fue al balcón para disfrutar de la suave y tibia brisa que llegaba a la
bahía. Abajo, los huéspedes del hotel tomaban el sol en la playa bajo sombrillas
multicolores y los aficionados a la pesca arrojaban sus anzuelos desde un pequeño
muelle.
De pronto, la invadió un deseo impaciente de explorar la ciudad.
Se puso un vestido azul sin mangas y se ató el pelo en su acostumbrada cola de
caballo, con una cinta del mismo tono del vestido.
Abajo, como de costumbre, el vestíbulo estaba repleto de turistas. Robyn tomó
un desayuno rápido en el comedor del hotel. Ninguno de sus compañeros de trabajo
andaba por allí. Se preguntó si Rafica habría aprovechado el día para ver a Karim.
Cuando salió del hotel cogió un taxi, cuyo conductor le prometió llevarla al Museo
Grecorromano por setenta y cinco piastras.
Casi habían llegado al imponente muro que estaba a la entrada del Parque
Montaza, cuando el viejo taxi sufrió una sacudida y se detuvo. Un sonido sibilante
indicó que se había reventado un neumático. El conductor aparcó el coche junto a la
acera. —Lo siento —dijo en su cuidadoso inglés de marcado acento—. Tengo que
cambiar el neumático. Espere un momento, por favor.
Mientras el hombre sacaba sus herramientas y se ponía a trabajar, Robyn bajó
del automóvil y se acercó a mirar las flores que había a la entrada del parque. De
pronto, una mano morena le ofreció un ramillete de flores azules y rosadas, y ella
levantó la vista hacia el rostro benevolente de un anciano jardinero.
—Para usted, señorita —dijo sonriendo y mostrando sus dientes con
incrustaciones de oro. Observó satisfecho cómo Robyn admiraba su regalo.
—Gracias —dijo ella sonriendo y el anciano, en actitud respetuosa, continuó
hablando en una graciosa mezcla de árabe e inglés.
En esos momentos, un automóvil se acercó y se detuvo junto a ella. Era el Fiat de
Sayed. —¿Qué sucede, Robyn?
Sayed dirigió la vista al conductor del taxi, que empezaba a levantar el vehículo
con un gato mecánico. Al mismo tiempo, el viejo jardinero empezó a hablar muy rápido
en árabe, salpicado de gestos expresivos.
—Dice que se ha pinchado una rueda del taxi en el que viajabas —tradujo Sayed
sonriendo—. ¿Adonde ibas?
—Al centro de Alejandría. No he visto casi nada de la ciudad. Pensaba ir al
museo.
—Sube —dijo Sayed con una nueva sonrisa—. Es mejor que yo te lleve. No
muerdo —le aseguró a Robyn al ver que titubeaba—. Yo mismo voy al museo. Por cierto,
una feliz coincidencia. ¡Es verdad! —insistió al notar el escepticismo de ella—.
Necesito un libro de la biblioteca; y... tengo una reunión. ¡Decídete, pequeña, que no
dispongo de todo el día!
—Está bien, pero tengo que pagar el taxi. Abrió el bolso, pero Sayed se le
adelantó arrojando un billete doblado al taxista, que había estado observando la
escena con interés. Los dos hombres intercambiaron algunas frases rápidas en árabe.
—Él sabe quién soy. Le he dicho que eres una dama sabia de Estados Unidos, que
está trabajando en mi excavación. Sube y trata de comportarte como una dama sabia.
Volvió a poner en marcha el motor mientras Robyn subía al pequeño Fiat. Ella
nunca había visto a Sayed de tan buen humor.
Durante algunos minutos avanzaron en silencio. Robyn cerró los ojos, preocupada,
pensando que el doctor al-Rashad no hacía nada fácil para ella poner en práctica sus
sensatas resoluciones.
Todo le parecía hermoso en esos momentos: el cáelo y el mar azules, el pequeño
automóvil blanco, las manos morenas y firmes de Sayed en el volante... Le hubiera
gustado detener ese momento para siempre...
—Una piastra por tus pensamientos —la interrumpió de pronto la voz de Sayed.
—Estaba pensando en... el tiempo -dijo ella volviendo bruscamente a la realidad.
Robyn le dirigió una mirada de reojo y vio sus bien delineados labios curvarse en
una sonrisa.
—Estaba pensando que sería maravilloso que pudiéramos recorrer la ciudad y
encontrar de pronto las cosas como fueron en otros tiempos. Tal vez... cuando
Alejandro vio por vez primera la bahía. O quizá cuando su general Tolomeo estaba
construyendo la ciudad; me gustaría ver cómo era cuando Julio César se enamoró de
Cleopatra...
Le oyó reírse y sintió deseos de no haber pronunciado esas últimas palabras. Por
encima del ruido del tráfico, habló con voz ligera:
—Me parece que acabo de descubrir la mujer romántica que llevas dentro,
eficiente Robyn. Me alegra ver que no sólo eres toda notas, cartas, informes y
universidad.
Al advertir la expresión desolada de la joven, retiró un momento la mano del
volante para cubrir la de ella.
—No debí haber bromeado, ¿verdad? Volvió la mano a su sitio y se puso serio.
—Confieso que con frecuencia he tenido pensamientos similares. Tal vez, algún día,
inventen en tu país una cámara a través de la cual podamos ver el pasado. ¿Qué no
daría yo por ver la gran biblioteca como era en aquellos tiempos? Me gustaría cruzar
el umbral y ver a Euclides dando una clase, a Arquímedes trabajando en su bomba
hidráulica... Volvió la cabeza y la miró. —Como ves, yo también tengo mis pequeños
sueños.
Se sonrieron mutuamente y una chispa de afinidad compartida se encendió entre
ellos.
Robyn se dedicó a mirar por la ventanilla. Había mucha gente en las playas, los
hombres y los niños jugueteaban con las olas vestidos con diminutos trajes de baño,
pero las mujeres permanecían sentadas bajo las sombrillas multicolores. Robyn notó
que todas ellas estaban vestidas.
—¿Las mujeres no nadan? —preguntó con cierta desaprobación insinuada en su
voz.
—Oh, sí —contestó Sayed con tranquilidad—. Pero son muy discretas, amiga mía.
—Hum, no debe ser muy divertido nadar con la ropa empapada adherida al
cuerpo.
—Estamos en un país islámico, querida mía. Se espera que las mujeres sean
modestas.
Robyn miró los ajustados y reveladores trajes de baño de muchos de los
hombres.
—¿Y qué decir de los hombres?
—¿Qué les pasa? Un hombre no desea que su mujer se exhiba y provoque el
deseo de otros hombres.
—No estoy criticando sus costumbres. Lo que pasa es que las mujeres
norteamericanas tienen más libertad.
—Eso lo sé muy bien, pero, ¿son más felices?
Antes que pudiera contestar, él continuó diciendo:
—Tomemos, por ejemplo, a nuestra amiga Sandi. ¿Crees que encuentra la
felicidad en sus encuentros sexuales con los hombres? Creo que anhela algo mejor. Y
lamento decir que las estudiantes que vienen aquí de naciones occidentales, son más
parecidas en su agresividad personal a los hombres que a las mujeres.
Robyn no pudo pensar en una buena respuesta, así que guardó silencio. De nuevo,
la tibia mano de él tocó la suya.
—No te enfades. He conocido a muchas mujeres magníficas en tu país y a otras
muy tontas. Es lo mismo en todas partes. Lo que pasa es que, en Egipto, si una mujer
quiere hacer el papel de tonta, las reglas del Islam hacen las cosas más difíciles para
ella.
Como si quisiera compensarla por aquella pequeña discusión, Sayed no la condujo
directamente al museo, sino que se desvió a la parte más antigua de la ciudad, dándole
explicaciones fascinantes de cada sitio por el que pasaban.
Al llegar a una vieja y hermosa mezquita, Sayed detuvo un momento el automóvil
junto a la acera, porque en esos momentos estaban llamando a orar.
La mística llamada empezó a descender en suaves cadencias por el altavoz,
colocado en lo alto del alminar de la mezquita.
Sayed miró fijamente a Robyn y su voz tranquila repitió las palabras del muezzin,
primero en árabe y después en inglés.
—Allabu 'Akbar. Sólo Dios es grande... Ella se quedó inmóvil, fascinada por el
significado de la oración. Cuando Sayed pronunció la última palabra, tuvo que
parpadear para que rodaran las lágrimas de emoción que cuajaban sus ojos y no la de-
jaban ver.
Una expresión de ternura recorrió el rostro de Sayed al verla. Con mucha
suavidad, le acarició las húmedas mejillas.
—Es tan hermoso... —murmuró, un poco avergonzada—. ¿No debía usted... quiero
decir, no tenía usted que orar?
—Esperabas que bajara del automóvil y me postrara en la calle mirando hacia la
Meca, ¿verdad? No es necesario, podemos contestar a las cinco llamadas diarias que
nos hacen para orar, a nuestro modo y de la mejor manera que podamos.
Volvió a poner en marcha el automóvil y continuó hablándole de los lugares por
los que pasaban; en cierto momento dijo:
—Es muy agradable servirte de guía, Robyn, porque disfrutas de todo lo que ves,
y sabes escuchar. Me alegro mucho de haberte encontrado en el Parque Montaza.
Robyn se sintió invadida por una oleada de placer.
—Ha sido muy amable conmigo. Resulta maravilloso visitar lugares desconocidos
con alguien que sabe lo que son y que tiene cariño a su historia...
Se sintió conmovida por la dulzura del rostro de Sayed y la luminosidad de su
sonrisa.
—Quiero decir... no es muy divertido ver a solas cosas en las que se ha soñado
muchas veces. Mi padre prometió traerme aquí... pero no pudo cumplir su promesa.
—Así que me estás diciendo que soy un padre sustituto... bueno, que así sea.
Ella no pudo descifrar su sonrisa.
—Yo no... quiero decir, me alegro mucho de que usted esté aquí, conmigo.
El rubor tiñó sus mejillas.
Avanzaron por una estrecha carretera, con el mar a un lado y un muro alto al
otro. Sobre el muro, distinguió los gigantescos costados de piedra de una torre.
—No necesitas darme explicaciones —dijo él—. No estoy seguro de que tú misma
sepas lo que quieres decir, y creo que a mí me pasa lo mismo.
Detuvo el automóvil y apagó el motor.
—Eso es todo lo que queda del que fuera el famoso Faro de Alejandría.
La alta torre se recortaba contra el brillante cielo azul.
—Un día te hablaré de este lugar, ahora no tengo tiempo —puso el coche en
marcha—. Voy a llegar tarde a mi cita; cuando estoy contigo me encuentro muy a
gusto, y me olvido de todo lo demás.
No tardaron en encontrarse de nuevo en el centro de la ciudad.
Robyn se aferró mentalmente a sus últimas palabras, las acarició como si fueran
joyas preciosas: «Cuando estoy contigo me encuentro muy a gusto, y me olvido de todo
lo demás.»
—Sí quieres, podemos ir a comer juntos cuando termine mi reunión en el museo.
¿No tiene usted ningún compromiso, señorita Douglas? —preguntó con alegría.
—Me encantaría, pero no quiero interferir con su trabajo.
—Considéralo entonces como una orden del jefe de tu excavación —dijo él con
una sonrisa. Ella correspondió a su gesto amistoso.
Pasaron a toda velocidad por plazas, monumentos a los héroes modernos del país
y por grandes avenidas. Por fin, se detuvieron en la zona de aparcamiento frente a una
larga pared blanca. Más allá de ésta, había un edificio con columnas clásicas a la en-
trada: el Museo Grecorromano.
El rostro de Sayed fue su billete de entrada en la puerta. Él la llevó a toda prisa
a través de un corredor lleno de columnas, después por entre un jardín decorado con
estatuas antiguas, hasta la oficina del museo, donde se la presentó a varios miembros
del personal.
—Yo tengo una junta —dijo Sayed—. Ellos te harán los honores.
Robyn le vio alejarse en dirección a las otras oficinas. Casi al mismo tiempo,
apareció un anciano con una bandeja en la que había una tacita humeante del espeso
café turco, que a Robyn tanto le gustaba.
Aceptó el ofrecimiento del café y después dio un recorrido por el museo, guiada
por dos integrantes del personal: un joven y una mujer madura. El museo contenía
innumerables tesoros y Robyn disfrutó de cada una de las salas que la llevaron a
visitar.
Al terminar la visita, la esperaba una nueva taza de café y una nota de Sayed. Su
letra era decidida y llena de energía.
Robyn: Debo ir a la Universidad de Alejandría ahora mismo para entrevistarme
con unos representantes de la Oficina de Antigüedades. Nuestro amigo Saunders ha
vuelto a abrir la boca y tengo que ir a reparar el daño que ha hecho.. Perdóname por no
esperarte. Encontraras a Hosni, un honrado taxista, esperándote afuera. Ya le he
pagado y te llevará a dónde tú quieras. Gracias por esta mañana.
Sayed
Ella compartió la irritación de Sayed. ¿Cómo podía Huntley Saunders ser tan
tonto? Sintió deseos de mandarle a su casa y a sus pozos petroleros como a un niño
malcriado, pero no sabía lo que la universidad y el doctor Wayland esperaban que ella
hiciera en ese caso. Lo primero que debía hacer era llamar por teléfono al doctor
Wayland.
Dio las gracias al personal del museo y encontró a Hosni en su taxi, como Sayed
le había dicho.
En el hotel, puso una conferencia a California. La voz somnolienta del doctor
Wayland sonó clara y cercana:
—Robyn, ¿qué sucede? Estoy seguro de que no me despertarías a estas horas si
no tuvieras una buena razón.
Robyn le explicó el problema que tenían con Huntley Saunders.
—¡Maldito tonto! —exclamó el doctor Wayland cuando ella terminó—. Bueno, hija
mía, tú eres la representante de la universidad. Te doy libertad para que hagas lo que
consideres mejor. Dile a ese loco que estoy dispuesto a negar cualquier cosa que diga,
siempre que siga empeñándose en hablar de lo que no debe. ¿Qué dice Sayed de esto?
—Está muy enfadado. Supongo que él y yo tendremos que enfrentarnos con el
señor Saunders.
—Bien. Por cierto, ¿qué te parece Sayed?
—Él es... —Robyn titubeó—, es un magnífico trabajador, está bajo circunstancias
muy difíciles... me simpatiza mucho. Tiene un gran espíritu de cooperación y sabe lo
que quiere. Todo el mundo le respeta, pero supongo que usted ya sabe eso. Es un
hombre muy agradable y un erudito.
Escuchó reír al doctor Wayland con suavidad.
—Entonces, todavía no te has enamorado locamente de él, ¿eh?
—¡Por supuesto que no! —protestó ella indignada.
—Me alegra, queridita. No te pongas nerviosa. Tú puedes manejar bien la
situación... me refiero a Saunders —volvió a reír—. ¿Qué dijo Sayed cuando se dio
cuenta de que le habíamos enviado a una joven y no a un viejo profesor? Ya me enteré
de que mi télex nunca llegó a El Cairo.
—En un primer momento... no le gustó la idea. Pero luego lo pensó mejor y me
pidió disculpas.
Estalló una franca carcajada, al otro lado de la línea telefónica.
—¡Qué raro! Sayed no suele pedir disculpas... Bueno, parece que seleccioné a la
persona adecuada para representarme. ¿Sabe que estás a puntó de obtener el
doctorado en arqueología?
—¡No! Y no sabe tampoco que soy especialista en manuscritos.
—¿Y no sabe nada sobre tu padre?
—Eso es algo que debí haberle dicho el primer día. Habría evitado muchos
malentendidos.
—Hazlo que tú quieras; eres una muchacha muy sensata. No cuelgues todavía...
¿Cómo va la excavación?
La comunicación empezó a fallar; pero después pareció restablecerse. Robyn alzó
la voz.
—Hay... había... bastantes manuscritos, pero la mayor parte de ellos en
fragmentos. Sacarlos de la tierra es un trabajo lento. Estoy ayudando a la
catalogadora de Sayed... quiero decir, del doctor al-Rashad. El equipo es muy limitado,
al igual que la ayuda con que se cuenta. Y los vientos khamsin se están intensificando
día a día.
—¿Hay alguna pista que indique que se trate de la vieja biblioteca?
—Los fragmentos están en su mayor parte en griego, algunos en escritura
demótica y otros en jeroglíficos. La parte que yo he podido ver, pertenece a una
colección de muchas obras distintas: literarias y científicas. Observé un pequeño
fragmento que dice: Apolonio y después un símbolo de pi. El resto está roto. Pero
pensé que podía significar algo.
—Podría tratarse del famoso erudito Apolonio de Perga, el geómetra de la
biblioteca —suspiró el doctor Wayland—. Pero Apolonio era un nombre muy común en
ese tiempo. ¡Qué lástima!
—Lo sé —dijo ella en tono de frustración.
—Sigue buscando. ¿Crees que debemos seguir financiando el proyecto?
—¡Por supuesto! —se oyó a sí misma subir el tono de su voz a causa de la
tensión—. Sería terrible dejarlo ahora... y peligroso, puesto que el lugar ya es
conocido. No hemos descubierto nada de la habitación de abajo, excepto que suena a
hueco y hay una buena capa de piedras cubriéndola. Son dos lápidas grandes, bien
cortadas, unidas por el centro. El espacio para trabajar es limitado. El doctor
al-Rashad espera que el nuevo taladro haga un agujero limpio por el cual podamos
introducir la cámara.
—Ya veo. Robyn, me gustaría que escribieras un detallado informe del trabajo
que habéis realizado hasta ahora. Resalta el hecho de que es muy raro encontrar
fragmentos de papiro intactos. Tengo a un donador en perspectiva, y Saunders dejará
de darnos problemas si podemos conseguir financiamiento por otro lado. Dale
recuerdos a Sayed. Es un tipo apuesto, ¿verdad?
—Escribiré lo más pronto posible —contestó ella sin hacer caso de su última
observación.
—No dejes que Saunders te cause problemas. Recibiremos ayuda de otras
fuentes. Si tuviéramos algún indicio que ligara el hallazgo con la biblioteca de
Alejandría, todo sería mucho más fácil. Bueno, mantenme informado. ¡No sabes cuánto
te envidio!
Un «clic» puso fin a la conversación y Robyn colgó el teléfono. Estaba asustada;
el doctor Wayland había depositado en ella su confianza y no podía defraudarle. Tenía
que buscar el modo de enfrentarse con Huntley Saunders de la manera más
inteligente, pues si ella cometía alguna torpeza, podría causar problemas a Sayed y a
la universidad.
Se sentó en uno de los sillones de cuero negro que había junto al balcón, para
observar la bahía y tratar de aquietar su agitado espíritu. El rumor de las olas y el
suave viento marino la hicieron caer en un ligero sueño, que fue interrumpido por el
agudo sonido del teléfono. Se apresuró a contestar.
La voz profunda de Sayed sonó en su oído, haciendo que un estremecimiento de
placer la recorriera.
—Robyn, ¿no tuviste problemas para volver al hotel? ¿Has llegado sana y salva?
—Sí, gracias.
—Como ya sabes, tenemos un gran problema. Ese hombre está haciendo todo lo
posible por arruinar nuestro trabajo. Nos echará a la prensa encima otra vez. Ya he
recibido solicitudes de información del periódico al-Ahram, de El Cairo, así como de la
televisión norteamericana.
Robyn sintió fluir a través del teléfono la intensa furia de Sayed.
—Anda esparciendo el rumor de que hemos encontrado importantes manuscritos
que se habían perdido, escritos por hombres famosos de la antigüedad —continuó él,
cada vez más irritado—. Y, por supuesto, se está atribuyendo el mérito de haberlos
encontrado.
—Lo siento mucho —dijo Robyn—. Ya he hablado con el doctor Wayland. —¿Y qué
ha dicho?
—Está muy enfadado. Me dio absoluta autoridad para que yo, apoyada por usted
nos enfrentemos con
Saunders.
Hubo un breve y frío silencio antes de que Sayed
dijera:
—Sí, tú eres la representante de la universidad. Hablaré por teléfono con
Saunders y le pediré que se reúna con nosotros después de la cena. Voy a cenar con
unos amigos aquí en el hotel. Podemos vernos en el vestíbulo a las nueve en punto.
—Allí estaré. Y gracias por lo de esta mañana. El museo es una maravilla, y todos
fueron muy amables conmigo.
Sayed la interrumpió después de lanzar un suspiro audible.
—No necesitas darme las gracias, Robyn. El placer fue mío —su voz se volvió de
pronto brusca y ella sintió que el corazón le pesaba como una piedra—. Te estaré
esperando en el vestíbulo a las nueve.
—Allí me encontrará —repitió ella y escuchó el sonido del auricular de Sayed al
ser colgado.
Lágrimas de furia cosquillearon en sus ojos. Había hablado como una tonta. Su
declaración de que el doctor Wayland le había dado plena autoridad había sido
presuntuosa y arrogante.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas y controlar sus
desbocadas emociones. Se dirigió al cuarto de baño y se echó agua en la cara. Pero su
imagen no la dejó satisfecha cuando se miró al espejo. Aún había esperanzas en su ex-
presión.
Sus ojos azul-gris eran muy expresivos. Reflejaban los celos que sentía al pensar
con quién iría a cenar Sayed esa noche. Resistió la tentación de vestirse para bajar al
comedor y comprobar quiénes eran sus compañeros de mesa.
Se recostó en la cama y trató de concentrarse en la lectura de un libro sobre
escritura demótica, que el doctor Wayland le había regalado.
Sus nervios saltaron al escuchar el sonido repentino del teléfono. Lo cogió llena
de esperanzas. Tal vez Sayed había cambiado de planes. Quizá... aspiró una gran
bocanada de aire antes de decir: —¡Hola!
—Hola, Robyn, nena —murmuró Huntley Saunders.
Robyn volvió bruscamente a la realidad.
—Hola, señor Saunders. ¿Por qué me llama?
—¿Ésa es la forma de saludar a un amigo, querida? Acabo de recibir una llamada
del viejo Sayed. ¿Qué sabe usted sobre cierta reunión a las nueve? No me gustó el
tono de voz con que me habló.
—Yo no sé nada —repuso y se odió por ser tan cobarde.
—Escuche, linda. Resulta que hoy la vi en el centro de la ciudad, en un pequeño
Fiat blanco, sentada al lado de Sayed. ¿Qué le parece eso?
—Estoy segura de que el doctor al-Rashad aclarará todas sus dudas cuando le
vea esta noche. —No puedo esperar. Tengo una cita importante a las nueve. Estoy a
dos puertas de usted y voy ahora mismo para llegar al fondo del asunto. Colgó el
teléfono con brusquedad. Robyn corrió al cuarto de baño para pasarse el peine por el
pelo, que se dejó suelto, cosa que le hacía parecer mucho más joven de lo que era.
Llamaron brevemente a la puerta con los nudillos y un momento después entró su
visitante, con dos copas y una botella de vino.
—No quiero que estés enfadada conmigo, Robyn. He traído algo para brindar. El
viejo Huntley no es tan malo como crees.
Le guiñó un ojo y depositó la botella en la mesa; después, se sentó en el diván que
había frente a ella.
Robyn se aseguró de que la puerta estuviera bien abierta y se sentó muy rígida
en una silla frente a él.
—Vamos, Robyn, estás demasiado formal en esa silla. Sé buena y ven a tomar un
trago con el tío Huntley.
El hombre se puso a descorchar la botella. Tenía la nariz sonrosada y sus
mofletes también estaban encendidos. Resultaba evidente que ésa no iba a ser la
primera copa de la noche. La miró con cierta malicia.
—Cierra la puerta. Tú no eres mi tipo, nena. Aunque el pelo suelto te favorece.
Debo reconocer que eres agradable a la vista —titubeó al ver que ella no se movía—.
¿No vas a cerrar la puerta?
Robyn se llenó de valor y miró fijamente a los ojos húmedos del hombre.
—Por favor, no me sirva nada, señor Saunders. Y voy a dejar la puerta abierta
porque éste es un país musulmán, aquí no entienden que un hombre entre en la
habitación de una mujer y yo no quiero que se formen una mala opinión de mí.
El hombre lanzó una carcajada y sus ojos se empequeñecieron.
—¡Vaya que eres orgullosa! Si no quieres tomar una copa, tú te lo pierdes. ¿Qué
le pasa a Sayed? Ese hombre no habla, da órdenes... Se olvida de que está en deuda
conmigo por su famosa excavación.
Una oleada de antipatía por aquel tipo arrogante le dio el valor que necesitaba.
Habló como ella pensó que lo habría hecho su padre en las mismas circunstancias:
—Esta tarde, hablé por teléfono con el doctor Wayland. Le dije que usted ha
estado haciendo circular cierta información sobre los hallazgos de la excavación. Lo
más grave de todo es que lo que usted ha dicho es falso, ya que da la impresión de que
hemos encontrado manuscritos de personajes famosos de la antigüedad, y eso no es
cierto, por el momento.
Robyn estaba cada vez más irritada y, alzando la voz, prosiguió:
—También, alguien ha dicho a la prensa que usted está a cargo de la excavación.
Usted sabe lo poco profesional que es el que se divulguen esas cosas. Un periódico de
El Cairo, al igual que algunos periodistas de la televisión norteamericana se han
acercado ya al doctor al-Rashad, y él está furioso, y no sin razón.
—¡Así que es eso!
Saunders bebió un gran trago de su copa y se pasó el líquido de un lado a otro de
la boca, mientras un brillo de agresividad le endurecía el rostro.
—Escúchame, ese tipo al-Rashad no tiene manera de averiguar lo que hay en esa
habitación de abajo si no le autorizo a usar mi cámara de penetración. Pensaba
aumentar mi donativo, pero no voy a dar un solo centavo más si no me dejan actuar a
mi modo. ¡Métele eso en la cabeza al doctor al-Rashad!
La ira se apoderó de Robyn e hizo que brotaran chispas de sus ojos.
—Sabemos muy bien que usted es quien está proporcionando esa falsa
información. El doctor Wayland me pidió que le dijera que está dispuesto a negar
todas sus declaraciones a la prensa y a desligar a la universidad de cualquier acto
suyo.
El rostro que estaba frente a ella se ponía más rojo a cada momento, pero ella
continuó sin titubear: —Debe comprender que esa cámara fotográfica fue comprada
con los fondos de la excavación, a-los que contribuyeron no sólo usted, sino también
otros donantes. Si se le ha dado crédito ha sido por simple cortesía. La cámara fue
comprada por la universidad
y usted se hizo cargo de ella sólo durante el vuelo, si no recuerdo mal.
—¡Cómo te atreves a hablarme así! ¿Quién crees que eres?
—Soy la representante de la universidad y estoy autorizada a desmentirle, señor
Saunders. Puedo convocar una rueda de prensa para informar a la opinión pública que
la universidad no tiene nada que ver con las declaraciones de un norteamericano mal
informado e incompetente...
Con los ojos llenos de indignación, Robyn sostuvo la mirada furiosa de aquel
hombre.
—Una palabra más a la prensa sobre nuestro proyecto, y antes de que éste sea
anunciado oficialmente, acudiré a los medios de comunicación de este país; el doctor
Wayland se encargará de silenciarlos en el nuestro.
Una falsa sonrisa iluminó el rostro del hombre.
—Eres una niña muy testaruda. Diablos, tal vez dije algunas cosillas sobre la
excavación en alguno que otro lado... simples comentarios sociales, pero la prensa los
interpretó a su modo.
—Será mejor que no diga más tonterías. Éste es un asunto muy serio.
—Si quiero, puedo coger mi cámara de penetración y volver a casa con ella
—amenazó con una voz casi infantil.
—La cámara no es suya, ¿recuerda?
—Está bien, pero tal vez yo no dé más dinero el año próximo...
—Ése es su privilegio. ¿Puedo llamar al doctor Wayland diciéndole que usted ha
aceptado no hablar más de la excavación hasta que se le dé autorización para hacerlo?
El rostro congestionado de furia dio paso a una expresión de amabilidad.
—Estás muy guapa cuando te enfadas, nena. Ven, no seas rencorosa; Huntley es
un buen chico.
Levantó su voluminoso cuerpo del diván y le dio la vuelta a la mesa. Antes de que
ella pudiera moverse, la mano grande y sudorosa del hombre se había posado en su
barbilla y sus labios húmedos habían plantado un beso en su sorprendida
boca.
—Eso no estuvo mal, ¿eh? —empezó a reír—. Un beso y todos contentos... eso es
lo que yo digo siempre.
Ella le empujó.
—¡Váyase de aquí inmediatamente!
Estaba estirando una pesada mano hacia el hombro de ella, cuando una voz suave
y firme le detuvo.
—Estoy de acuerdo con la señorita Douglas. Será mejor que salga de su
habitación ahora mismo.
El rostro del tejano se contrajo en un tic nervioso.
—Vaya, vaya, yo pensé que íbamos a reunimos a las nueve —lanzó una risita
maliciosa—. Supongo que ustedes tenían otros planes de antemano.
—Puesto que estamos todos aquí, será mejor que nos reunamos ahora mismo. Mis
invitados a cenar se han retrasado y vine a hablar con la señorita Douglas sobre la
forma de tratarle a usted, señor. Ella ha dicho lo mismo que había dicho yo, aunque me
gustaría añadir algo: si sigue usted diciendo mentiras a los medios de comunicación,
prohibiré que se acerque a la excavación y explicaré a la prensa el por qué.
La voz de Sayed era dura, y sus ojos brillaban de indignación.
—Estoy seguro de que a la prensa internacional le interesará saber que usted es
un mentiroso, sobre todo porque la compañía de su familia hace muchos negocios con
países extranjeros. Puede usted seguir siendo simple observador, señor Saunders,
siempre y cuando...
—¿Cuánto tiempo lleva usted escuchando?
—El suficiente... ¿Me da usted su promesa?
—Seguro, seguro. Ya sabe cómo es la prensa. Una historia empieza a rodar y no
hay modo de detenerla...
—Sí, por eso no debe iniciarse. ¿Entendido?
Él asintió fon la cabeza.
—Tenemos a una pequeña fierecilla aquí, ¿eh? ¿Quién lo hubiera imaginado? Hay
fuego en ella, ¿no es cierto?
Dirigió una mirada maliciosa a Robyn y después le guiñó el ojo a Sayed. Robyn
sintió que la recorría un leve escalofrío. Había veneno en las palabras de ese hombre y
comprendió que se había convertido en su mortal enemigo.
Huntley Saunders salió de la habitación; Sayed entró en ella y miró con seriedad
a Robyn.
—Pensé que íbamos a enfrentarnos juntos con él...
—Eso esperaba yo, pero se presentó en la habitación y empezó a decir que no
podía reunirse con nosotros. Exigió saber de qué se trataba. Había estado bebiendo
y... de una cosa se pasó a la otra.
—Debiste negarle la entrada. Y el licor... —señaló con impaciencia hacia la botella
y las copas.
—No he bebido nada —hizo un gesto hacia la copa limpia.
El rostro de Sayed se suavizó. —Aiwa. El hombre es un pillo. Pero te pusiste a su
merced. ¿Qué me dices del beso que te dio? Si no hubiera aparecido yo, habrías
tenido que forcejear con él. ¿Hubieras podido detenerle?
—¡Claro que le hubiera podido detener!
Había rebeldía en su voz. ¿Qué imaginaba Sayed que hubiera permitido ella?
—Por favor, para otra vez no trates de arreglar las cosas sin mí.
Sayed fue hacia el balcón y miró hacia las estrellas. Robyn vio su espalda erguida
y sus hombros anchos recortados contra la oscuridad. Él era un príncipe antiguo, del
Viejo Reino, que la atraía con su vital energía y su desafiante virilidad, aunque estu-
viera allí, ante ella, vestido con un moderno traje de lino color crema y le hablara en
términos del siglo XX.
Se volvió hacia Robyn.
:—Ya veremos qué hace ese tipo. Ahora está en contra nuestra. Llamé por
teléfono al doctor Wayland antes de venir aquí. Me dijo que cuidara de ti. ¿Cómo
puedo hacerlo si no cooperas conmigo?
Su tono de voz era paternal y eso produjo una irrazonable irritación en ella.
—Tengo amigos que se mueven en los círculos más influyentes de la sociedad
—continuó—. Les diré que estén pendientes de lo que anda diciendo nuestro
problemático benefactor —consultó su reloj de pulsera—. Mis invitados deben estarse
preguntando qué ha sido de mí.
Extendió la mano para oprimir con suavidad el hombro de ella.
—No te preocupes. Sólo le dijiste la verdad. Pero procura mantenerte alejada de
él. Ese tipo de hombres, cuando se sienten frustrados, encuentran siempre la manera
de hacer que una mujer descienda a su nivel.
De nuevo su tono paternal irritó a Robyn.
—Yo no quiero tener nada que ver con ese hombre.
Sayed asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Entones, hasta mañana. Y será mejor que te deshagas de eso —señaló la botella
y las copas—. Buenas noches.
Cerró la puerta tras él, dejándola con un sentimiento de profunda frustración.
Enfadada con Sayed y consigo misma, cogió la botella y las copas, salió al pasillo y
colocó su carga frente a la puerta del millonario tejano.
—Ojalá tropiece... —murmuró en voz baja y volvió a su habitación.

Capítulo 7
AL DÍA siguiente, Robyn se concentró en el trabajo, dispuesta a no pensar en
sus problemas.
Envió el prometido informe al doctor Wayland convencida de que lograrían
obtener dinero de los posibles donadores. Comió sola y volvió a concentrarse en el
trabajo, con la íntima satisfacción de que lo estaba haciendo bien.
No había tenido oportunidad de hablar con Rafica, y no sabía cómo había pasado
su amiga el día anterior. Era difícil adivinar qué sentía o pensaba. Parecía alegre, pero
en sus ojos había una profunda sombra de tristeza infinita.
De pronto, apareció Rafica en el umbral:
—¡Mira lo que han descubierto!
Con todo cuidado, le mostró un estuche que estaba desintegrándose, pero
todavía contenía parte del rollo manuscrito que se había guardado en él. Mientras
pasaba el manuscrito a una bandeja de trabajo, se desprendió un trozo.
—¡Observa!
Rafica levantó con suma delicadeza el pedazo roto. En el fondo de él había un
bello dibujo. Robyn notó que el estilo era el que imperaba en el antiguo Egipto, aunque
existían ciertas diferencias...
—Parece pertenecer al movimiento naturalista del período de Amarna
—manifestó Robyn—. ¡Es precioso!
—¿Has estudiado esa época? —preguntó Rafica sorprendida.
—Sí. Estoy trabajando en un artículo sobre esa época —contestó Robyn.
—El cuadro es poco común —señaló Rafica colocando el pedazo enroscado de
manuscrito sobre la mesa. Las dos cabezas se inclinaron sobre él.
—Parece un canal con árboles —continuó Rafica.
Los árboles bordeaban un canal. Había flores y césped en la orilla, y entre las
flores se encontraba arrodillada una delicada figura femenina. Tenía los brazos
levantados hacia lo que parecía una luz azulada que se reflejaba en ella.
Robyn se sintió fascinada. La figura era como la representación de la esperanza.
—¡Cómo me gustaría que se pudiera leer esto! —exclamó.
—Aiwa. Hay una historia maravillosa aquí, estoy segura.
Rafica tomó un trago de la botella de agua mineral que había sobre la mesa y se
arregló el pañuelo que llevaba atado en la cabeza.
—Deséanos más suerte —exclamó desde la puerta y se dirigió de nuevo a la
excavación.
Robyn volvió al trabajo, pero el dibujo del manuscrito se quedó en su
pensamiento, le recordaba algo que ella misma había vivido.
Una repentina ráfaga de aire cálido entró con fuerza por la puerta entreabierta,
levantando ligeramente los pequeños pedazos de papiro que había en la bandeja de
Robyn. El viento empujó el nuevo manuscrito hasta casi el borde de la mesa.
Robyn iba a extender la mano para evitar que cayera, cuando una segunda ráfaga
levantó el plástico con que Rafica lo había cubierto. El manuscrito empezó a
desenrollarse frente a ella.
Bajó la mirada hacia la hermosa escritura que había sobre el papiro y la
identificó en el acto. Era la escritura demótica del viejo Egipto. Fascinada, se inclinó
para examinarla. Las largas horas de trabajo con su padre habían grabado en su mente
el antiguo lenguaje. Y lo recordaba a la perfección.
Cogió una hoja limpia de papel y empezó a leer y traducir. Tenía que saber cuál
era el significado de las palabras escritas en el viejo papiro.
... Me levanté antes del amanecer para esperar junto al canal, deseosa de que él
pasara, como lo hacía algunas veces... Él... es mi destino, llega como Horus, el dios de
los ojos azules, con la luz de la mañana. ¿Quién soy yo para atreverme a esperar su mi-
rada, cuando él camina con sus pensamientos, entre los lotos dorados...?
El rostro viejo y arrugado de Bahiya apareció un momento en su mente; pero
pronto volvió su atención al lamento lejano de la muchacha enamorada. Lágrimas de
dolorosa emoción cosquillearon en sus ojos.
¿Cómo le puedo explicar a él mi amor? Está tan lejos de mí como el cielo. Yo para
él sólo soy una avecita de la mañana a la que sonríe.
Yo volaría por encima de su cabeza para protegerle
del sol, y extendería mis alas sobre su pecho para protegerle de todo daño...
Un pliegue del papiro había hecho ilegible una línea.
...y tendré valor para ponerme en su camino.
Le pediré un favor: que me bese una vez, para recordar por siempre el sabor
de la dicha.
Madre Isis, tú amaste al rey dorado, Osiris, toma mi mano...
—¿Qué estás haciendo?
La voz furiosa de Sayed interrumpió su concentración. Lanzó una exclamación
ahogada y levantó la vista hacia él. Sus ojos azules brillaban con intensidad.
—Tú no tienes autorización para desenrollar los manuscritos... ¡Mira lo que has
hecho! —levantó el pedazo roto parcialmente visible bajo el manuscrito grande.
Robyn se puso de pie, furiosa ante aquella injusta acusación.
—Eso no es verdad. Ya estaba roto. ¡Rafica puede decírselo!
Luchó por recobrar la compostura bajo la severa mirada de él; entonces, levantó
la cabeza con altivez.
—¡El viento desenrolló ese manuscrito! ¡Fue una cosa accidental... yo no estaba
tocando nada de forma indebida!
—¿Qué es esto?
Estiró su largo brazo más allá de ella y levantó la traducción que Robyn había
hecho. Empezó a leer, se inclinó a mirar el papiro y se volvió con brusquedad hacia
Robyn.
—¿Cómo has podido...?
—Pensaba decírselo... lo siento mucho. Mi padre me enseñó y las palabras
surgieron ante mis ojos y... no pude evitarlo.
El la miró con atención,
—¿Douglas? ¿James Arthur Douglas? —preguntó con lentitud.
Ella asintió con la cabeza.
—¡No puedo creerlo! ¿Por qué no lo dijiste antes? El fue mi primer maestro
cuando estudié en la Universidad de Chicago.
Se quedó callado un momento escudriñándola.
—No te comprendo, Robyn. Estoy confundido... perdóname.
Siguió mirándola y Robyn se sintió como una niña de escuela ante un maestro, sin
saber qué castigo esperar.
—¡Cómo debiste reírte de mí, cuando te explicaba cosas que tú debías saber...!
—dijo él de pronto—. Debe haber una buena razón para este engaño, Robyn. ¿No crees
que merezco una explicación?
—Yo...
—¡Sólo dime por qué!
Ella se lanzó a dar una apresurada explicación.
—El doctor Wayland pensó que era lo mejor... después de todo, soy mujer. Y la
reputación de mi padre... y éste es un país musulmán donde las mujeres... —se detuvo,
titubeante y tartamudeando.
—Lo que estás diciendo es que tanto tú como el doctor Wayland sois unos
ignorantes respecto a nuestra sociedad islámica en relación con las mujeres. ¿Creíais
que yo te rechazaría porque eres una mujer culta? Por Alá, ¿qué tipo de tonto crees
que soy? No afecta mi orgullo masculino el que tú tengas un sorprendente dominio de
un lenguaje antiguo. ¡Lo que me molesta es que no hayas sido sincera conmigo! ¿Eres
sincera en otras cosas, Robyn? ¡Dímelo!
Robyn bajó los ojos. Hubiera querido que se la tragara la arena del desierto. No
vio la sonrisa que cruzó por un instante el rostro de Sayed mientras la observaba.
Cuando levantó la vista vio que él estaba leyendo su traducción.
—«Madre Isis, tú que amaste al rey dorado, Osiris, toma mi mano...»
Su voz profunda pareció poner música a las palabras. Levantó la mirada del papel
para mirarla a los ojos y, por un mágico instante, no hubo velos entre ellos. Sus ojos
sostuvieron los de Robyn y parecieron atraerla hacia sí. Entonces, ella lanzó un suspiro
y el encantamiento se rompió.
—Es una traducción excelente, Robyn. Has sabido captar el espíritu, la emoción y
la poesía —colocó el papel sobre la mesa—. Será mejor poner esto en su sitio.
Enrolló el quebradizo papiro, lo envolvió en una hoja de plástico grueso y puso el
pedazo roto en el interior. Cogió una pluma y lo numeró en un extremo. Lo anotó en la
lista y escribió entre paréntesis: el manuscrito del dios de los ojos azules.
—Sé muy bien que leer estos manuscritos debe ser una tentación para ti —su voz
pareció de nuevo remota—. Pasaré por alto este incidente, pero no toleraré ningún
otro intento de desenrollar manuscritos ni de leerlos.
—Me limitaré a mi trabajo.
—Eso es... por cierto, ¿lees también... jeroglíficos?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y griego antiguo?
—Sí... y también latín —dijo en un murmullo.
—Debí haberlo imaginado desde que vi tu nombre por primera vez... Sesha
Neheru. Sólo mi viejo profesor era capaz de llamar a su hija: «pajarito entre las
flores». ¿Te ha relacionado alguien más con tu padre?
—El doctor Gaddabi.
—Y tú debes haberle arrancado la promesa de guardar silencio. ¡Qué Alá me dé
paciencia! Bien, el incidente ha terminado, Robyn Douglas. Sigue con tu trabajo.
Se dio la vuelta y desapareció.
Robyn tuvo que hacer un esfuerzo para volver a concentrarse en el trabajo.
Rafica entró algún tiempo después con varios fragmentos grandes de papiro.
—Esta noche vamos a quedarnos aquí. Si no te importa... claro —dijo sonriendo—.
Tenemos catres y almohadas y el doctor al-Rashad ha traído comida y más mantas.
Una parte de Robyn quería quedarse, experimentar la noche del desierto; la
otra, le decía: Huye... no perteneces a este lugar.
—¿Estás segura de que yo también puedo quedarme?
—Tú tienes que trabajar conmigo, hermana. Hay que terminar de numerar todo
mañana, para que puedan llevárselo a almacenar en el museo.
Lanzó una mirada desolada a la enorme pila de fragmentos de papiro todavía sin
catalogar, y añadió:
—Cuando traigan la máquina perforadora todo esto tiene que estar terminado.
Así que lo mejor es trabajar casi sin detenernos.
—A mí me gustaría quedarme —declaró Robyn—. Podríamos trabajar durante
las horas más frescas del amanecer y así tendría algo que contar a mis amigos; cuando
vuelva a casa, les hablaré de la romántica noche que pasé en el desierto egipcio. Rafica
rió con suavidad, casi con tristeza. —Es mucho mejor imaginar el romance que ex-
perimentarlo.
—¡Oh, Rafica, lo siento mucho! —No te preocupes, amiga mía. No soy la primera
mujer que tiene este problema ni seré la última —suspiró profundamente y sonrió—.
Mira, pondremos nuestros catres aquí y tal vez tengamos sueños procedentes de los
manuscritos. ¡Imagínate las muchas historias que nos están esperando!
Trabajaron hasta que el sol se puso. Rafica no dijo nada de su posible encuentro
con Karim el día anterior, pero su silencio era bastante revelador. Robyn trató de no
pensar dónde estaría durmiendo Sayed esa noche.
George asomó la cabeza para anunciar la cena. Su rostro tranquilo hizo volver a
Robyn a la realidad. Rafica y ella se ofrecieron a preparar la cena y ayudarle a poner la
mesa. Todo el grupo se quedaría esa noche, incluyendo a los chóferes y los alumnos
egipcios de Sayed.
Hassan Tarsi no apareció por la excavación en todo el día y tampoco lo hizo
Huntley Saunders. Robyn pensó que era mejor para los nervios de Sayed que no
estuvieran allí.
Mientras George calentaba la cena, Robyn y Rafica prepararon las ensaladas y
pusieron el pan y las botellas de agua mineral en las mesas.
Todos comieron en silencio, en medio de la suave paz del desierto. Robyn nunca
había vivido una noche así. Sintió flotar sobre todas las cosas una serenidad casi
tangible, un silencio que tenía un profundo significado.
Cuando estaban tomando el café turco que Sayed había preparado, alguien en la
aldea beduina empezó a cantar una canción triste, cuyas suaves notas fueron
arrastradas por el viento tibio del desierto. Los balidos somnolientos de las ovejas
parecían enfatizar la oscuridad de la noche.
Después de despedirse de los demás, Rafica y Robyn se dirigieron a su cobertizo
de trabajo, donde esperaban dos catres de lona. Rafica llevó mantas pesadas para
usarlas a modo de colchones y otras más ligeras para cubrirse. Había almohadas con
fundas suaves y limpias. Se lavaron en un cubo de agua fresca, se quitaron los zapatos
y trataron de descansar.
Rafica se quedó dormida muy pronto, pero Robyn no lograba conciliar el sueño.
Desde donde ella estaba recostada, podía ver la caja que contenía el manuscrito del
dios de los ojos azules. Empezó a imaginarse diferentes finales para aquella vieja
historia de amor que había empezado a leer y, poco a poco, se quedó dormida.
De pronto, le pareció que una voz la llamaba y abrió los ojos, completamente
despierta. Se sentó mirando hacia la oscuridad, como para ver quién había pronunciado
su nombre... su nombre egipcio. Rafica continuaba durmiendo profundamente.
El pequeño cobertizo resultaba asfixiante y una luz suave, procedente de la
aurora ya cercana, se vislumbraba a través de los sucios cristales. Comprendiendo que
no podría volver a dormirse, se levantó con mucho cuidado para no despertar a Rafica.
Con los zapatos en la mano, salió al aire libre.
Un viento fresco sopló contra su candente cuerpo y ella llenó los pulmones con su
dulzura. El cubo de agua que había sido usado la noche anterior se encontraba junto a
la puerta. Se lavó la cara y se peinó cuidadosamente.
El cielo tenía un tono brillante azul oscuro y las estrellas de la mañana
empezaban a nacer con la suave luz de la aurora. El aire estaba cargado de una
misteriosa energía.
El corazón de Robyn empezó a latir más deprisa. Sentía una cierta ansiedad
peculiar para la cual no encontraba motivo aparente.
Se alejó del campamento dormido. La oscura línea de árboles que se distinguía a
distancia, junto al canal que abastecía de agua al pueblo beduino, parecía llamarla.
Una hilera de pinos bordeaba el camino. A la orilla del canal crecía un poco de
hierba y flores silvestres, cuyos colores empezaban a ser visibles a la luz creciente
del amanecer. Robyn se sentó entre las flores esperando sin saber qué.
El cielo se tiñó de pronto de vivos colores que se reflejaron en el agua. Cuando el
sol surgió por encima del horizonte, Robyn hubiera querido dar a gritos la bienvenida
al antiguo dios. Dejó de sentirse en el presente. El aire y el sol la habían transportado
a ese pasado que tanto admiraba.
Los rayos del sol surgieron por entre los árboles y, recortada entre la brillante
luz, apareció la figura de un hombre. Su túnica blanca adquiría el color del sol.
Avanzaba con rapidez por el camino.
Robyn se quedó sentada, inmóvil, observándole. Él era parte de su sueño, aquél
por quien ella esperaba.
Se detuvo y bajó la mirada hacia la joven. Entonces, las palabras del manuscrito
cruzaron por su mente: Él, que es mi destino; llega como Horus, el dios de los ojos
azules, con la luz de la mañana.
Como no podía hacer otra cosa, Robyn se puso de pie con los ojos todavía
clavados en los de él. Sayed extendió una mano y la acercó a donde estaba. Su mano
era tibia y fuerte. La viejas palabras del manuscrito seguían bailando en su mente.
La hermosa voz de Sayed le dijo:
—Avecita de la mañana —su sonrisa era parte de la aurora—. ¿Me besarás una
vez para recordar por siempre el sabor de la dicha?
Colocó la mano de ella contra su propio pecho. El brazo libre de Sayed la rodeó
con suavidad y firmeza y sus ojos la miraron con intensidad; entonces, sus labios
sonrientes descendieron y apresaron los de ella.
Robyn se sintió envuelta por la luz deslumbrante del placer. Por unos instantes,
permaneció envuelta en sus brazos, hasta que la soltó.
—Una prueba del sabor de la dicha —murmuró Sayed—. Nunca olvidaré este
beso.
El ensueño que los rodeaba fue desapareciendo poco a poco, arrastrado por la
brisa matutina. Ella dio un paso hacia atrás y observó una bandada de pájaros que
volaban por el cielo. Los dedos de Sayed recorrieron su mejilla en un gesto cariñoso.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—No podía dormir. Los manuscritos de nuestro cuarto de trabajo parecían tener
voz.
Notó que estaba vestido con una larga túnica blanca, que enfatizaba la anchura
de sus hombros. Sus pies, largos y estrechos como los de los egipcios que aparecían en
los grabados de las viejas tumbas, iban metidos en sandalias hechas con tiras de
cuero. ¿Quién era él?
—Sobre todo, un manuscrito en particular, ¿verdad? —le preguntó Sayed con
suavidad—. ¿No es extraño, avecita de la mañana, sentir que formamos parte de una
historia tan lejana? —rozó con delicadeza su mano con los labios—. Perdóname, pero
tenía que besarte.
—Sentí que una voz me llamaba. Por eso vine —contestó ella.
—Digamos que algo me llamaba a mí también. Sentí la necesidad de salir a pasear.
Ven, será mejor que volvamos. No tardarán en echarnos de menos.
Sus ojos la miraron con expresión seria e interrogante.
—Parece que siempre debo estar pidiéndote perdón. ¿Podrías olvidar las palabras
que pronuncié ayer cuando descubrí quién era tu padre? Yo le respetaba mucho y es
evidente que fue un buen maestro para ti. A él no le disgustaría que fuéramos amigos,
estoy seguro, y yo necesito saber que no me juzgas mal.
Su mano se apoyó en el hombro de ella.
—Tenemos que ser muy sinceros el uno con el otro, Robyn. Una tormenta se
cierne sobre la excavación. Nuestros descubrimientos son una preciosa herencia para
toda la humanidad. No debemos sacarlos a la luz empañados por los celos y la ira. Ne-
cesito tu ayuda.
—Tú sabes que la tienes —contestó ella.
Echaron a andar en silencio. En cierto momento, Sayed le sonrió; sus ojos le
dijeron que también él, estaba desconcertado por la fuerza desconocida que parecía
atraerlos.
Robyn luchó contra sus pensamientos, mas no pudo encontrar ninguna explicación
simple a lo sucedido. Le amaba, ésa era la verdad. Lo que él sentía por ella ni siquiera
podía imaginarlo.
Las palabras del manuscrito volvieron a su mente: ...Madre Isis, tú que amaste al
rey dorado, Osiris, toma mi mano... Robyn siguió a Sayed, que parecía haberse olvidado
ya de su presencia.
En el campamento, sólo Tom estaba despierto y miró a la pareja con curiosidad.
—¡Hola! —exclamó y empezó a lavarse en su cubo de agua.

Capítulo 8
RAFICA fue muy discreta y no hizo preguntas cuando Robyn volvió al cuarto de
trabajo y le explicó que se había despertado temprano y había salido a pasear.
Si advirtió algo peculiar en la expresión de Robyn, no dijo nada. Robyn, por su
parte, decidió que recordaría lo sucedido en el canal como parte de sus sueños, y nada
más. Una vez tomada esa decisión, se lanzó de lleno al trabajo.
Rafica y ella desayunaron frugalmente y sólo salieron a la hora de la comida, para
encontrar a un Tom bastante irritado. Les explicó que la cuadrilla de perforación, que
debía haber llegado de El Cairo, no se había presentado. La excavación de arriba ya
estaba terminada y lista, pero estaban perdiendo un tiempo precioso. Por si eso fuera
poco, hacía dos días que, sin ninguna explicación, Hassan Tarsi no se presentaba.
—Se suponía que él debía prepararlo todo para empezar a perforar hoy y, ¿en
dónde está? No aparecen ni él ni la cuadrilla. Sayed acaba de partir en el coche de
Mohammed para ver si puede localizar a Hassan en Alejandría.
—Siento mucho que suceda esto —dijo Rafica con expresión sombría—. Sé lo que
significa para el doctor al-Rashad. Él no puede tolerar la deslealtad ni la desatención
al deber.
Robyn evocó los ojos relampagueantes de Sayed y trató de desviar su mente de
aquella imagen.
—-La verdad, yo me sentiría más tranquila si el doctor Tarsi permaneciera lejos
de aquí para siempre.
—Se le está pagando para que ayude al doctor al-Rashad —exclamó Tom—. Y por
esa razón tendría que estar aquí. Ahora, ¿qué os parece si comemos? Calentaré algo de
lo que sobró anoche. Nuestro cocinero, George, ha tenido que ir a Alejandría, así que
me temo que tendréis que contentaros con la comida que yo os prepare.
Mientras comían, Tom, Robyn y Rafica volvieron a hablar sobre Hassan Tarsi y
sus actitudes irresponsables.
—A Sayed le molesta mucho el tipo de trabajo que hace Hassan; lo llama
violación y pillaje de la arqueología, porque hace sus excavaciones a base de picos y
palas y destruye más de lo que encuentra.
Robyn sintió curiosidad. Sayed nunca le había explicado por qué inició sus
excavaciones en ese punto, tan cerca del lugar que perforaba Hassan Tarsi.
—¿El doctor Tarsi pensaba de verdad que iba a encontrar algo de la biblioteca al
hacer su excavación, o lo dice ahora, sólo porque Sayed encontró los manuscritos?
—¿Quién puede saber lo que pasa por su pequeña y complicada mente? —repuso
Tom encogiéndose de hombros—. Si no fuera por el profundo conocimiento que Sayed
tiene de la tierra, este sitio nunca hubiera sido encontrado, sin importar lo que diga
Hassan. Sayed lleva muchos años buscando los restos de la biblioteca, siguiendo pistas
encontradas en oscuros escritos y, sobre todo, usando su aguda intuición.
Tom, animado por el interés que su relato suscitaba en las dos muchachas, siguió
hablando.
—Yo estaba allí cuando llevó a cabo su primera excavación de prueba... en el lugar
que él llama la fábrica de vidrio. Olfateó el aire como si fuera un animal del desierto y
pudiera oler la presencia de algo extraordinario. Nunca olvidaré la expresión de su
rostro. Era como si estuviera viendo algo que nadie más podía ver...
Huntley Saunders escogió ese momento para llegar en su Mercedes. Robyn
hubiera podido desintegrarle con la mirada.
Con su acostumbrado mal gusto, empezó bromeando sobre la vida holgada que
parecían estarse dando con «su dinero». Su traje blanco de algodón estaba arrugado y
cubierto de manchas. Tom avanzó hacia él.
—Hemos pasado la noche aquí, señor Saunders. El doctor al-Rashad sigue
buscando el tipo de taladro que necesitamos. Ya hemos terminado la parte de arriba,
todo lo que podemos hacer ahora es esperar. Estamos comiendo... ¿Quiere
acompañarnos?
—Gracias, pero anoche asistí a una fiesta en el club de yates; comí y bebí
demasiado. Debíais haber asistido vosotros también.
Se enjugó el rostro sudoroso con un pañuelo blanco y miró con aire de crítica a
su alrededor.
—Bueno, no tiene caso perder mi tiempo aquí. Tom, ¿estás seguro de que mi
cámara fotográfica de penetración está a buen recaudo? No me gustaría tener que
comprar otra.
Sonrió con visible falsedad y se dirigió hacia su automóvil.
—¡Oh, por cierto, Tom! —continuó Huntley desde donde estaba—. La pequeña
Sandi no vendrá a trabajar hoy. Me dijo que te avisara. No había dormido nada.
Trátala bien cuando vuelva mañana, ¿eh?
—¡Bastardo! —murmuró Tom entre dientes y se dirigió a toda prisa hacia la
excavación.
Robyn y Rafica volvieron a su trabajo.
—Pobre Tom, pobre Sandi —murmuró Rafica con suavidad—. ¿Por qué es el amor
tan difícil de entender? ¿Debemos siempre herirnos unos a los otros inevitablemente?
Los ojos de Robyn se cuajaron de lágrimas. ¿Por qué era así en realidad?, pensó
ella.
Sayed llegó con las manos vacías, sin Hassan Tarsi y sin el equipo de perforación.
Poco después también llegaron George y el doctor Gaddabi. Inmediatamente se
dirigieron hacia donde estaban Sayed y Tom, y los cuatro se enfrascaron en una
conversación seria.
Después de algunos instantes, Sayed cruzó la puerta abierta del cobertizo donde
trabajaban Robyn y Rafica.
—Siento interrumpiros, muchachas —dijo con voz tensa—. Acabo de recibir la
noticia de que el estimado doctor Tarsi ha presentado una queja ante la Oficina de
Antigüedades sobre la validez del permiso de la universidad para realizar esta
excavación. Las palabras parecieron quedar suspendidas en el pesado aire del pequeño
laboratorio, como diabólicas amenazas. Al ver la expresión de dolor que se reflejaba
en el rostro de Sayed, Robyn sintió compasión por él.
—Esto podría obligarnos a cerrar la excavación durante varios días, tal vez
durante semanas enteras, mientras la oficina investiga. La situación es muy delicada...
la cooperación en un proyecto internacional siempre resulta difícil y ya ha habido
informes adversos con respecto a Saunders.
Suspiró y movió la cabeza con aire de exasperación.
—Como tú sabes, Robyn, mi gobierno verifica cualquier proyecto arqueológico.
Ahora han considerado que es necesaria una nueva investigación. Quieren estar
seguros de quién es quién en lo que estamos haciendo.
Cerró los labios un momento y después dejó escapar un leve silbido.
—Mañana tenemos que ir a El Cairo, Robyn. Debemos entrevistarnos con la gente
que está a cargo de este asunto.
Una oleada de placer recorrió el cuerpo de Robyn. ¡No podía imaginar dicha
mayor que pasar un día entero con él! Hizo un esfuerzo por mantener la seriedad y la
compostura, y asintió con la cabeza:
—Desde luego. Tengo en perfecto orden todos los contratos y las cartas de la
universidad —logró decir y notó que la expresión de Sayed se tranquilizaba un poco—.
¿A qué hora quieres que esté lista?
—A las seis de la mañana.
—A esa hora en punto estaré preparada para partir.
—Entonces, acuéstate temprano. Sayed se dio la vuelta y volvió al lado del
doctor Gaddabi. La expresión seria de los dos reveló a Robyn lo preocupados que
estaban.
Esa noche, ya en el hotel, cuando Robyn se disponía a ir a la cama, recibió la
visita de Sandi. —Pensé que te gustaría conocer el último boletín sobre un romance en
nuestro querido Egipto.
Sandi emitió una risita entre sarcástica y amarga. Después, encendió un
cigarrillo.
—Tom debe pensar que soy una especie de Mata Hari o qué sé yo. Me le acabo de
encontrar en el vestíbulo y casi me come viva. Él supone que debo saber los planes que
tiene ese amigo nuestro de Tejas respecto a la excavación de Sayed y está furioso
conmigo, como si yo fuera cómplice de Huntley.
—Vamos, Sandi, las cosas no pueden ser tan malas.
Robyn no podía creer que Sandi fuera tan tonta como para no darse cuenta de lo
que le estaba haciendo a Tom al salir con otros hombres.
—Tú puedes ser mayor y más experimentada en cuestión de hombres —le dijo
con cierta firmeza—, pero el que pasaras la noche con Huntley Saunders, no te hizo
ningún bien. Pensé que ni siquiera te era simpático.
—No, la verdad es que no me agrada; pero estaba aburrida. Si me quedo sentada
en mi cuarto no hago más que preguntarme: ¿en dónde estará Tom? Así que dejé que
el viejo me llevara a bailar. Ni siquiera me divertí, pero al menos me distraje un poco.
—¿No crees que estás exageran Robyn?.
—Tom es el tipo de hombre que no volvería con alguien como yo colgando del
brazo...
Sandi empezó a pasear de un lado a otro de la habitación de Robyn con visible
inquietud.
—¿Y cómo te va a ti con nuestro apuesto jefe? ¿Hay algún motivo por el que
Huntley Saunders ande diciendo cosas feas sobre ti y Sayed? Tuve que decirle que se
callara la boca porque me tenía harta con sus falsedades. Será mejor que le digas a
Sayed que tenga cuidado con él.
Robyn asintió.
—Él ya lo sabe. Mañana vamos a El Cairo para aclarar las cosas.
—Hum... bueno, ese viaje de negocios puede convertirse en uno de placer. ¡Cómo
me gustaría que Tom me llevara en uno de esos recorridos relámpagos que hace al
sur... pero ni soñarlo! Pueden suceder muchas cosas en El Cairo entre una chica guapa y
un tipo como Sayed. Le he visto mirarte y he observado cómo le miras tú. Soy
fotógrafa, ¿recuerdas? Me doy cuenta de las cosas.
—Sandi, estás diciendo tonterías y tú lo sabes.
—Como tú digas —cogió un libro de arqueología que Robyn tenía sobre la mesa—.
¿Puedes prestarme este libro? Necesito una nueva imagen. Quiero saber más para
poder hablar con Tom.
Su expresión desolada hizo que a Robyn se le encogiera el corazón.
—Por supuesto —contestó.
—Te lo devolveré en cuanto lo termine.
Sandi se marchó y Robyn se acostó después de poner el despertador para que
sonara a las cinco de la mañana.
Se levantó en cuanto se escucharon los primeros timbrazos. Estaba vistiéndose
cuando sonó el teléfono y se apresuró a contestar.
—Vaya, me alegro de que ya estés despierta —dijo la voz de Sayed—. Será mejor
que te lleves una muda de ropa. Es posible que tengamos que quedarnos esta noche. He
llamado al restaurante del hotel para que nos preparen dos desayunos para llevar, ya
deben estar esperando en el mostrador. ¿Estarás lista a las seis?
—Por supuesto.
Él rió y colgó el auricular.
¡Se quedarían hasta el día siguiente! Emocionada, se dispuso a meter en un
maletín lo necesario para pasar la noche. Titubeó un momento y entonces añadió una
falda corta de seda y una blusa de volantes, así como un collar de perlas y unos
zapatos de tacón alto.
Se puso un fresco vestido verde claro de algodón, que le sentaba muy bien. Al
contemplarse en el espejo, se sintió satisfecha de su imagen. No estaba llamativa,
pero sí muy femenina. Se puso un jersey de lana muy fina color miel sobre los hombros
y guardó un libro en su bolso de mano.
Abajo, el vestíbulo estaba vacío. Todavía faltaban quince minutos para las seis.
El somnoliento empleado del mostrador le entregó dos cajas de cartón, de color
rosa, diciendo que eran los desayunos que había pedido el profesor al-Rashad.
Se dirigió hacia las puertas giratorias de cristal de la entrada, pero antes de
llegar se encontró con Sayed, que le quitó de las manos las cajas y la maleta y la
condujo al Fiat blanco que había dejado frente al hotel.
Colocó los paquetes en la parte posterior del vehículo mientras Robyn se
instalaba en los cómodos cojines del asiento delantero. Esperaba que su rostro no
revelara la emoción que experimentaba y que Sayed no pudiera escuchar los fuertes
latidos de su corazón.
Sayed volvió a entrar en el hotel y, unos momentos más tarde, salió con un termo
en la mano. Sus pasos eran ágiles y deportivos y Robyn pensó que tenía el cuerpo de un
atleta. Llevaba una camisa de punto y unos elegantes pantalones deportivos. Un
pañuelo azul oscuro asomaba bajo el cuello entreabierto de la camisa.
Sayed se deslizó sobre el asiento del conductor y ella percibió un discreto aroma
de sándalo. Su rostro, recién afeitado, esbozó una sonrisa.
—Estoy Asombrado. Todavía no son las seis y ya estamos listos. Eres una mujer
notable. Una joya de incalculable valor.
Puso el automóvil en marcha y se lanzó a toda velocidad a través del parque
rumbo a la cornisa. Robyn permaneció sentada, en silencio, demasiado feliz para
hablar.
—Vamos a tomar el camino del Delta y no el del desierto. Supongo que te
gustaría conocer lo que llamamos «la vieja cesta de pan» de Egipto.
—¡Me parece maravilloso! —exclamó ella con ojos muy brillantes—. Temía
regresar a casa sin haber tenido la oportunidad de ver el Delta.
Las manos de él oprimieron con fuerza el volante.
—¿Tiene alguna fecha límite tu billete de avión?
—No. Lo dejé abierto. No puedo decidir la fecha de mi regreso hasta que no
veamos lo que revela la cámara de penetración.
—Bien...
Las manos de él se relajaron y a Robyn le sorprendió la fuerza y agilidad que
revelaban. De nuevo, pensó en el príncipe de la Tercera Dinastía y en las largas manos
aristocráticas de los nobles, que había visto en tantas pinturas de tumbas del Viejo
Reino.
Un inquietante pensamiento la asaltó. ¿Qué sentiría si esas manos se posaran en
su cuerpo y la acariciaran para brindarle placer? Se puso tensa y trató de
concentrarse admirando el maravilloso paisaje por el que avanzaban.
Se detuvieron a desayunar a la sombra de una pequeña arboleda de sicómoros. El
dulce aroma de la hierba mezclado con el olor del humo de la leña, que se desprendía
de las casitas de adobe cercanas, hizo que Robyn olfateara el aire con visible placer.
Sayed sonrió y le sirvió una taza de fragante té.
—Este olor de la mañana hace que me remonte a mi niñez. Muy temprano, salía
corriendo de la casa que teníamos en la granja, a través de los campos sembrados con
lechugas y coles, y corría hacia la calle principal de nuestro pueblo.
Sus ojos recorrieron con cariño las verdes llanuras.
—Aunque desayunaría más tarde, yo sabía que mi amigo Ahmed me estaba
esperando. Tenía una pequeña casa de té con dos mesas de hierro y diez sillas
metálicas, de todo lo cual se sentía muy orgulloso. Me invitaba a una taza de té con una
pizca de especias y un cubito de azúcar... o a veces con crema de carabao y semillas de
anís.
En su voz había una nota de ternura.
—Mi primera taza de té del día me sabía a néctar, y la sonrisa del viejo Ahmed
me hacía sentir que el mundo estaba lleno de amigos. Sólo cuando pasaron algunos
años, descubrí que también había enemigos.
Suspiró y volvió a la realidad.
Robyn había estado escuchando con el corazón: veía a la pequeña figura, con su
túnica blanca, correr por la tierra suave y húmeda. Casi podía ver la sonrisa de Ahmed
y probar la cálida dulzura de su regalo. Sayed se volvió hacia ella y advirtió la expre-
sión pintada en su rostro. La mano de él, tibia y fuerte, cubrió por un instante la de
Robyn.
Sayed se había acabado su desayuno, mientras que ella casi no había probado
alimento; toda su atención había estado concentrada en él.
—Podemos dejar las migajas bajo los árboles, para los pajaritos —comentó.
Subieron de nuevo al automóvil y Robyn se vio sacudida por otro
estremecimiento de deleite. No era posible que estuviera enamorada de aquel hombre
extraño e incomprensible para ella. No podía ser que se dejara dominar por aquel
irresistible placer cada vez que se le acercaba.
Las ramas de un sicómoro caían muy cerca de ellos dándoles sombra. En ese
momento, Robyn evocó una ilustración de The Rubaiyat que acompañaba a uno de los
más bellos poemas de Ornar Khayyam: Una jarra de vino y un trozo de pan, y tú junto
a mí, cantando en la espesura... ¡Ah, la espesura sería entonces el paraíso!
La ilustración mostraba a una pareja árabe, sentada bajo un sicómoro,
compartiendo el pan y el vino.
Al ver a Sayed acercarse a ella, fue como si estuviera viviendo la escena de esa
ilustración. Ése era el hombre y el lugar. Juntos habían compartido el pan, pero ¿y el
vino? Su sentido común le dijo que los musulmanes no beben. Y luchó entonces contra
el doloroso simbolismo que había surgido en su corazón: el vino del amor era lo único
que hacía falta. Y eso era lo que Sayed podía compartir con ella. Él se quedó sentado
ante el volante por un momento, aspirando el aroma del árbol. Entonces, dijo con
suavidad:
—Me encanta la fragancia del sicómoro —como ella no respondiera, agregó—:
Estás muy callada, Robyn.
—Estaba recordando una ilustración que me encantaba de niña, una de The
Rubaiyat. Tenía un sicómoro alto y viejo como éste.
—Ah, sí. He visto esas ilustraciones. Déjame recordar el verso —le dijo con voz
cálida—. «Una jarra de vino y un trozo de pan, y tú junto a mí, cantando en la
espesura...» ¿Es ésa? Ella asintió y bajó los ojos. —¡Oh, Robyn... mírame!
Había una cierta risa tierna en su voz. Con gentileza, le hizo girar el rostro hacia
él.
—¿Sería la espesura el paraíso para nosotros si estuviéramos juntos en ella?
Sacudió con mucha suavidad su barbilla y Robyn no se atrevió a mirarle, sino que
permaneció sentada en silencio. Su mano levantó la cara de ella hacia la de él y unos
besos muy suaves tocaron sus temblorosos párpados, para después deslizarse hacia su
boca.
No fue un beso apasionado ni exigente; sin embargo, su boca, que se negaba a
mantenerse rígida a pesar de sus deseos de no responder, recibió la caricia con
ansiedad.
Él la besó con calma, frotando suavemente sus labios con los de ella, de un lado a
otro. La punta de su cálida lengua parecía exigir una entrada más libre, más profunda.
Una mezcla de amor y de temor le sacudió el cuerpo. Con lentitud, retiró sus
labios de los de él. Detestaba tener que romper el contacto... ¡pero tenía que hacerlo!
—Por favor... por favor —murmuró—. Yo no esperaba...
Sayed levantó la cabeza.
—¿No esperabas qué? —su risa fue como un ronroneo en el fondo de su
amargura—. ¿No podemos pedir una prueba del paraíso para nosotros?
Sus ojos se clavaron en los de Robyn, mientras ella se preguntaba si realmente
quería una respuesta a su pregunta. Él la soltó con naturalidad, y puso en marcha el
automóvil para alejarse de allí a toda prisa. La repentina atención que Sayed prestó al
camino la llenó de confusión. ¿Sus besos no significaban nada para él? ¿Sólo estaba
jugando a un juego que ella era demasiado inocente para comprender?
Decidió que Sayed no debía sospechar el efecto que sus besos le habían causado.
Hizo un esfuerzo por controlar su agitada respiración y sus aún más perturbadas
emociones.
Sayed fue el primero en romper el silencio. Empezó a hablar de sus días de
estudiante en Estados Unidos y del padre de Robyn. Casi sin darse cuenta, ella, a su
vez, también empezó a hablar de él y en poco tiempo le había contado la historia de su
vida. —Ahora entiendo por qué el doctor Wayland confía tanto en ti —comentó él
cuando Robyn terminó de hablar—. Fue un privilegio para ti tener ese padre. Ella
asintió sin poder hablar, debido a que se le había hecho un nudo en la garganta. De
nuevo, la mano tibia de él rozó con gentileza la suya.
—Tal vez nos puedas ayudar con las traducciones. La que hiciste del manuscrito
del dios de los ojos azules fue excelente.
—Me gustaría intentarlo.
Aquello significaría estar más tiempo cerca de él y su corazón abrigó locas
esperanzas. Viviría una experiencia que la alegraría durante los largos y fríos años en
que el sol de Egipto sólo sería un recuerdo para ella.
Sayed señaló hacia unos huertos y unos campos que se veían en el oriente.
—El pueblo de Rafica está allí... y nuestra granja, que ahora ya es muy pequeña.
La mayor parte de la tierra pertenece hoy al pueblo, lo cual me parece justo. Y el viejo
Ahmed todavía tiene allí su casa de té. Algún día te llevaré. ¿Te gustaría ir?
La expresión embelesada de Robyn fue su respuesta y le hizo reír.
—¡Qué magnífica compañera de viajes eres —comentó en tono de broma—, todo
te asombra y te emociona!
Ella se sintió desconcertada. ¿La consideraba sólo una niña culta, pero demasiado
ingenua? Siguiendo un repentino impulso, Robyn preguntó con voz muy seria:
—¿Te ha hablado Tom sobre el problema de Rafica?
Una mirada rápida y penetrante respondió a su pregunta.
—Sí.
—¿Hay algo que pueda hacerse para ayudarla? —interrogó ella, armándose de
valor.
—No te metas en cosas que no entiendes. Tú no conoces las necesidades de la
familia de Rafica ni lo que se espera de las mujeres aquí, en Egipto.
El rostro triste de Rafica apareció en la mente de Robyn y reafirmó su
determinación.
—Lo que sé es que Rafica se siente muy desgraciada. ¿Nadie toma en cuenta el
amor en el matrimonio? Tú le proporcionaste los medios para estudiar, eres el sheik de
su pueblo. ¡Por lo menos podrías hablar con su padre!
El buen humor de Sayed desapareció como por encanto.
—Parece que ella te ha dicho muchas cosas. Pero tú no entiendes. ¿Te ha dicho lo
que significaría para su familia que ella rechazara a Mustafá? ¿Te ha contado que
es un buen hombre, culto y sencillo?
—No habla mal de él, todo lo contrario; pero ama a otro hombre.
—¿Se te ha ocurrido pensar que el amor, o eso que llaman amor, es una emoción
muy inestable? Piensa por ejemplo en tu sociedad, donde las mujeres son libres de
escoger, donde pueden ser halagadas y tocadas por cuantos hombres deseen...
Pisó con fuerza el acelerador y tuvo que girar bruscamente para no chocar con
una carreta tirada por un asno.
—¿Sabes lo que significa ser un sheiki Es un hombre capaz de dar consejos con
ecuanimidad y sabiduría, un hombre en quien la gente ha depositado su confianza. Mi
padre era considerado un sheik y yo he tratado de seguir sus mismos pasos.
Suspiró y, como por arte de magia, pareció recobrar su buen humor.
—Si yo interfiriera, su padre diría que la educación de Rafica habla muy mal de
ella al impedirle actuar como lo haría una verdadera mujer. No hablemos más de esto,
Robyn.
La actitud intransigente de Sayed le pareció cruel e imperdonable. Se produjo un
pesado silencio mientras el automóvil continuaba avanzando a toda velocidad. Robyn
pensó que la acusación que Sayed había lanzado en contra de las mujeres
norteamericanas era completamente injusta.
—Hay muchas mujeres en nuestra sociedad que no son como tú dices, como
también hay muchos matrimonios felices.
—Desde luego —contestó él en tono cortés, pero aburrido.
Robyn decidió callarse. No merecía la pena seguir discutiendo con él.
Algunos minutos después, Sayed bajó una mano del volante y oprimió la de ella en
un gesto cariñoso. La irritación de Robyn se esfumó como por arte de magia y un
agradable calorcito se extendió por todo su ser.
—No quiero que te enfades conmigo, Robyn. Quiero que hoy pases un día
agradable. Me he portado muy mal contigo; por favor, discúlpame.
Se llevó la mano de ella a los labios y la besó con ligereza. Se la devolvió después
con una sonrisa y Robyn no pudo evitar sonreírle.
—Así está mejor. ¿Podrías mondar una de esas mandarinas que traigo y
compartirla conmigo?
Robyn obedeció y pasaron un rato riendo y bromeando mientras ella le ponía los
gajos de mandarina en la boca.
Después, hablaron de Hassan Tarsi y de Huntley Saunders, hasta que Robyn por
fin volvió a sentirse tranquila, relajada y dueña de sí misma.
Pronto llegaron a las afueras de El Cairo. Robyn se sintió deslumbrada por la
variedad de escenas y sonidos que le ofrecía la ciudad, en tanto la voz profunda de él
hablaba con toda seriedad de los problemas actuales de su país y de sus esperanzas
para el futuro.
Sayed guardó silencio cuando tuvo que enfrentarse con el pesado tráfico del
centro de la ciudad y Robyn se dedicó a disfrutar de su primer recorrido real por El
Cairo, ya que no podía tener en cuenta el rápido viaje que había hecho con Tom cuando
la recogió en el aeropuerto.
Como siempre, Sayed pareció divertido ante el interés que la joven mostraba por
todo lo que veía, y ella comprendió que de vez en cuando la miraba por el rabillo del
ojo.
—Me encanta viajar, es divertido —comentó ella en un tono casi defensivo.
—Hum. ¿No deseas formar un hogar y tener una familia?
—No lo haría por la seguridad de un hogar ni por el placer de tener hijos. Sólo
me casaría con un hombre al que pudiera amar en realidad. Así compartiríamos ideas y
trabajo, y daríamos una buena oportunidad a nuestros hijos.
Se detuvo y un rubor intenso invadió su rostro bajo la mirada penetrante de él.
—Serías buena compañera de un hombre. ¿Por qué te ruborizas por tener un
deseo tan noble? ¿Sabías que la primera esposa del profeta Mahoma era una mujer de
negocios? Le dio consejos y hasta le ayudó económicamente, al mismo tiempo que le
daba seis hijos.
Con lentitud, ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Si era tan liberada, ¿por qué...?
—Sí, ¿por qué? El profeta dijo que las mujeres podían orar en las mezquitas, que
ellas tendrían la última palabra para decidir con quién debían casarse. Es posible que
un contrato matrimonial especifique una relación monógama.
—Entonces, Rafica podría...
—Podría, pajarita mía, pero el peso de las viejas tradiciones es más fuerte y
difícil de manejar que las palabras del profeta mismo.
En esos momentos, Robyn no sintió deseos de volver a defender la causa de
Rafica y guardó silencio. Si Sayed no ejerciera tanto poder sobre ella... se detestaba a
sí misma por esa debilidad. La diferencia de educación era como una muralla
infranqueable que los separaba. Sayed era un misterio que le resultaba imposible
descifrar.
Dieron la vuelta en una esquina y entraron en un aparcamiento. Sayed logró
acomodar el automóvil en un espacio muy pequeño y dio dinero al encargado del lugar.
Estaban en el Museo de Antigüedades Egipcias. Frente a él se elevaba el alto y
moderno Hotel Hilton. La arquitectura antigua y la moderna parecían forcejear
tratando de ocupar un sitio en la atestada ciudad.
Robyn bajó del automóvil y se reunió con Sayed. Al mirar la puerta que conducía
al jardín del museo, se detuvo y levantó la vista. Él le dirigió una mirada interrogante y
Robyn dijo con suavidad:
—Es tal y como mi padre lo describió; como yo lo había soñado. Solíamos llamarlo
el lugar mágico. Muchas veces me dormí imaginando que estaba aquí. Subía esos
escalones y sabía lo que iba a encontrar adentro. A la derecha hay una gran estatua de
Alejandro el Grande, y a la izquierda...
No pudo continuar; la embargó una repentina e intensa nostalgia por su padre y
sintió que las lágrimas cuajaban sus ojos. Volvió con rapidez la cabeza para que Sayed
no la viera... pero ya lo había hecho.
—No llores, pajarita. Sin duda alguna tu padre se alegra de que estés aquí.
Ella asintió. La mano fuerte de Sayed la impulsó hacia adelante.
—Lo siento —dijo Robyn cuando logró recobrarse—. Lo que pasa es que... bueno,
siempre esperé venir con él. En realidad, estoy muy contenta, voy a hacer algo que
deseo desde hace años. Sayed sonrió.
—No te sentirás desilusionada, Robyn. Y no te olvides... no estás sola. Yo estoy
aquí.
Subieron la escalinata y entraron en los frescos corredores del viejo edificio.
—Primero debemos ir a las oficinas y hablar con las personas del Departamento
de Antigüedades. Ya en las oficinas, fueron conducidos a una vieja habitación que
contenía unas cuantas sillas de madera, un escritorio y varias estanterías con libros.
Dos hombres de aspecto agradable se levantaron a saludarles. Mientras Sayed
hacía las presentaciones,
Robyn sintió que los dos hombres no dejaban de observarla. Se puso muy erguida
y les miró con calma. Pero no tenía motivos para estar a la defensiva. Los dos
empleados del museo eran muy amables, y hablaron todo el tiempo en inglés para que
ella pudiera entenderlos.
Les dieron a leer la carta de Hassan Tarsi. En ella decía que el principal
patrocinador de la excavación, el señor Huntley Saunders, sospechaba que existía al-
gún convenio «bajo cuerda» entre Sayed y la universidad para quedarse con algunos de
los descubrimientos más valiosos. El doctor Tarsi era de la misma opinión, añadía que
podía aportar pruebas y recomendaba que se cerrara el lugar hasta que pudiera deter-
minarse la verdad.
Sayed devolvió el papel a los funcionarios. —¿Qué reputación tengo yo como
arqueólogo? —preguntó.
—Usted está considerado como el mejor en su especialidad.
—Entonces, ¿qué posible razón pude haber tenido para poner en peligro mi
respetable posición? Uno de los hombres se aclaró la garganta y dijo: —El doctor
Tarsi dice que usted está obsesionado con la fama que le daría el que los manuscritos
fueran de importancia, especialmente si puede probarse que proceden de la antigua
biblioteca de Alejandría. El otro hombre comentó con voz tranquila:
—Él dice que este hombre, Saunders, está dispuesto a jurar que usted le ha
estado insultando... e incluso le ha amenazado. No nos quedó más remedio que
investigar. Es un asunto delicado, doctor al-Rashad...
—¿Y cuál es la reputación de Tarsi? ¡Ustedes saben de sobra quién es!
Robyn estaba furiosa, y no pudo permanecer callada por más tiempo.
—¿Me permiten decir algo, por favor? Tres pares de ojos masculinos la miraron.
Aunque los había interrumpido, cedieron con cortesía a su petición.
—Yo fui enviada por mi universidad como observadora, puesto que estamos
financiando considerablemente esta excavación. Estoy aquí en lugar del doctor
Wayland, jefe del Departamento de Arqueología de la universidad. Quiero que sepan
que antes de salir de Estados Unidos, ya habíamos tenido problemas con el señor
Saunders, quien deseaba un grado desproporcionado de publicidad personal por el
dinero que donó.
Aspiró una bocanada de aire para continuar con tranquilidad:
-—Se le dijo entonces que la universidad no toleraría acciones de ese tipo. Él
insistió en venir a Egipto, aunque de ninguna manera es el único patrocinador de
nuestra excavación. Han sido otorgados otros donativos importantes y todavía
esperamos mayores aportaciones de otras fuentes, en cuanto sepamos lo que contiene
la cámara de abajo que todavía no ha sido abierta.
Sonrió de nuevo a los hombres que la escuchaban.
—En mi opinión, Huntley Saunders es un egoísta ansioso de publicidad personal y
que, desgraciadamente, tiene dinero. He hablado por teléfono con el doctor Wayland y
él está de acuerdo conmigo. No me gusta expresarme en contra de un conciudadano,
pero el señor Saunders es un irresponsable. He intentado hablar con él muchas veces,
pero es incapaz de razonar. Créanme, sus acusaciones son maliciosas e infundadas.
Robyn comprendió que tal vez estaba sobrepasándose; sin embargo, tenía que
contar la verdad, y decidió continuar hablando:
—En cuanto al doctor Tarsi, es una persona inteligente, pero profundamente
celoso del proyecto del doctor al-Rashad. Es el tipo de trabajo que a él le hubiera
gustado realizar. El doctor al-Rashad ha sido más que paciente con él; ha tratado de
ayudarle, aunque todos sabemos que es un hombre indigno de confianza.
Observó que el jefe de la investigación la observaba con gran interés y se dirigió
a él cuando dijo:
—Ya he enviado mi informe al doctor Wayland. Estoy calificada para emitir
juicios sobre lo que se está haciendo. Mi padre fue James Arthur Douglas, cuya labor
y amor por Egipto estoy segura de que ustedes conocen. De hecho fue durante un
tiempo maestro del doctor al-Rashad. En cuanto a mí, estoy muy familiarizada con la
excavación y su contenido. Leo jeroglíficos, escritura demótica, griego y lenguas
romanas.
Hizo una pausa. Los tres hombres la escuchaban con atención, y prosiguió:
—He estado ayudando a catalogar el contenido de la excavación. Creo que lo que
se ha encontrado es de gran importancia y que todavía falta mucho por descubrir. El
doctor Wayland ya ha sido informado sobre los celos del doctor Tarsi y sobre los
problemas que plantea el señor Saunders. Tanto él como yo tenemos plena confianza
en la capacidad del doctor al-Rashad para llevar a cabo el trabajo de una manera
satisfactoria.
Se detuvo para tomar aliento mientras leves sonrisas asomaban al rostro de sus
oyentes.
—Ustedes son hombres de experiencia en este campo y sé que no tengo que
darles más explicaciones. Este problema tiene sus raíces en la terquedad de dos
individuos inseguros y poco escrupulosos.
Volvió a sonreír y vio que le correspondían con el mismo gesto sincero.
—Gracias, señorita Douglas.
El jefe del museo le dirigió una mirada que ya no era de hombre a mujer, sino de
un colega a otro.
—Me gustaría tener una defensora tan competente como usted en mis problemas
profesionales. El doctor al-Rashad no hubiera podido discutir con su colega o con su
donante norteamericano sin haber salido perjudicado. Así que me alegro de que usted
haya podido hablar por él. Creo que podemos considerar esta queja como infundada.
Hizo sonar un timbre y entró un miembro del personal del museo llevando una
bandeja con café.
—Por favor... —el jefe hizo un movimiento de invitación—. Me alegra que
podamos tomar café juntos, como amigos, mientras solucionamos los aspectos
rutinarios de este asunto. Si tiene la bondad, nos gustaría ver los contratos con la
universidad; y usted, señorita Douglas, tendrá que firmar algunos papeles como
representante de esa institución, al igual que el doctor al-Rashad.
El jefe se volvió hacia Sayed y se enfrascaron en una animada discusión sobre el
proyecto. Robyn abrió su cartera y sacó los contratos y la correspondencia, incluyendo
una copia de su informe al doctor Wayland. En ese momento, se alegró de haber es-
crito con tanto entusiasmo.
Mientras los hombres revisaban los papeles, Robyn con su taza de café, trató de
mantenerse un poco alejada para dejarles discutir sus asuntos con libertad.
Se preguntó si Sayed estaría enfadado con ella, por haberle defendido, pues su
rostro no le revelaba nada.
Por fin, los hombres concluyeron su discusión y Sayed se encargó de devolverle
todos los papeles. Robyn le dirigió una ligera sonrisa y él le correspondió, disipando así
sus temores.
Los funcionarios deseaban que Sayed fuera con ellos a unas oficinas cercanas
para dar solución a otro asunto. Todos se levantaron y Sayed se acercó a ella. —Bien
hecho, Robyn —le dijo con voz baja, casi en un susurro. Su tono de voz expresaba, más
que sus palabras, la satisfacción que sentía.
—Siento mucho tener que dejarte, pero ¿qué mejor lugar para pasar el tiempo,
en? Volveré por ti cerca de las cuatro. Procura estar en la entrada cinco o diez
minutos antes de esa hora.
—No te preocupes. Éste es mi lugar mágico, ¿recuerdas?
Salió de la habitación junto con los hombres. Los funcionarios de la Oficina de
Antigüedades se despidieron de ella con sincera cordialidad y Robyn vio la alta figura
de Sayed desaparecer con ellos por la puerta de entrada.

Capítulo 9
DURANTE las horas que pasó en las grandes salas de tesoros egipcios, Robyn se
olvidó de todo, profundamente emocionada. Por fin podía admirar de cerca aquellas
maravillas con las que tanto había soñado. Las solitarias sandalias enjoyadas de
Tutankhamen la conmovieron más profundamente que el oro y la pompa de todas sus
galas funerarias.
Hubo momentos en que le habría gustado compartir sus sentimientos con alguien,
pero Robyn sabía que, de algún modo, su padre estaba cerca de ella y no se sentía sola.
Iban a dar las cuatro y Robyn se dirigió a toda prisa a la entrada. Un momento
después llegó Sayed, y enseguida se vio rodeada por el tráfico y el ruido de la ciudad.
Guardó silencio mientras se alejaban del museo.
—¿Lo has pasado bien en tu lugar mágico?
Robyn sonrió.
—Aún no he vuelto a la realidad. Estoy en el año cien antes de Cristo. Todo este
tráfico y estos edificios no pueden ser reales. ¿Tú también eres un sueño?
Sayed se echó a reír.
—¿Ya has comido? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Lo suponía. Ya he hablado por teléfono con mi madre y nos tendrá listo el té.
Robyn volvió bruscamente a la realidad. ¿Cómo podría hacerle frente a la
elegante aristócrata madame al-Rashad?
Él no dijo nada más. Estaban saliendo del centro de la ciudad y entraban en una
zona residencial. Ella se hundió en un preocupado silencio.
Sayed le dirigió una mirada interrogante.
—Mi madre no es un dragón, Robyn. Te caerá simpática.
—Estoy segura de que así será —contestó con voz insegura.
El rostro de Sayed se iluminó con una amplia sonrisa.
—¿Acaso es ésta la decidida jovencita que habló con tanta elocuencia esta
mañana?
Sayed se metió la mano en el bolsillo del pecho, sacó un pequeño estuche y lo
puso en su regazo.
—Por favor, ábrelo.
Ella notó que la tapa del estuche decía: Ismael Fikri, Joyas y Antigüedades. Lo
abrió. Sobre un fondo de algodón de color rosa, se encontraba una pequeña figura de
lapislázuli rodeada por una cadena de oro. La levantó con dedos ávidos y un sonido de
placer escapó de su garganta:
—¡Es Ptah, el dios de Menfis! ¡Qué preciosidad!
—Lleva mi agradecimiento por tu valiosa ayuda de hoy. Todo ha sido aclarado y lo
único que nos queda es firmar algunos papeles mañana y olvidarnos del asunto.
El rostro de Saved se suavizó mientras ella daba vueltas a la pequeña figura de
piedra. Sus ojos brillaban de emoción. De pronto, le miró con mucha seriedad.
—Sólo hice lo que me pareció correcto. Siento haber hablado demasiado, pero
estaba furiosa. El doctor Tarsi y ese tonto norteamericano todavía nos van a causar
muchos problemas.
—Estoy de acuerdo contigo. Sayed condujo el automóvil a través de una reja
abierta en el centro de un alto muro y detuvo el vehículo junto a un seto. Una
espaciosa casa cuadrada, pintada de blanco, se erguía más allá del amplio porche, con
columnas de madera tallada. Varias altas vidrieras francesas daban al porche y una
puerta, abierta al frente, parecía invitar a pasar. La arquitectura le recordaba a
Robyn el estilo español de muchas casas de California.
Enormes macetones de caléndulas en flor adornaban los pocos escalones que
conducían al porche. Sayed le puso la mano en el codo para ayudarla a subir y
conducirla al interior de la casa.
Se encontró en una hermosa y extensa habitación. Una alfombra egipcia cubría
buena parte del suelo y varias sillas de mimbre rodeaban la enorme mesa, cubierta con
un mantel de lino blanco; en el centro, había una fuente de cristal adornada con rosas
amarillas. Un juego de tacitas y platos de delicada porcelana esperaba a un lado;
cuando vio las bandejas de plata con bocadillos y pasteles, Robyn sintió un repentino
apetito.
La mano de Sayed apretó su brazo y ella levantó la mirada: de pie, en el umbral
de la puerta, vio a una mujer alta y delgada. Era muy guapa, y su sonrisa estaba llena
de luz, como la de Sayed. Sus ojos, muy azules, eran jóvenes y alegres, a pesar de las
suaves líneas que la edad había marcado a su alrededor. Vestía una túnica gris, con el
cuello bordado con hilos de plata. Era una mujer que poseía la serenidad de una
verdadera aristócrata.
Se adelantó con movimientos graciosos, con sus alegres ojos fijos en Sayed. Él
dejó a Robyn y abrazó a su madre con fuerza. Robyn vio el resplandor de brillantes y
esmeraldas en la delicada mano que la mujer posó en el hombro de Sayed. Entonces,
exclamó en inglés:
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido! —se separó de su hijo y se volvió
hacia Robyn extendiéndole la mano—. ¡Así que usted es Robyn Douglas! Me alegra
mucho que haya venido, querida.
Ella sintió un gran alivio al advertir la sonrisa cordial de la mujer y el agradable
contacto de su mano.
-.—Conocí a su padre, le vi varias veces cuando estaba trabajando en Egipto. Me
imagino que en aquel entonces usted todavía era muy pequeña, pero puedo verle de
nuevo en usted. Tiene sus mismos ojos serios y soñadores —sonrió con suavidad—. Me
imagino que querrá refrescarse un poco antes de tomar el té. Wafah la llevará a su
habitación y Famy subirá su maleta.
Una joven de rostro dulce apareció en la puerta.
—Por favor, sígame, sitt.
Robyn cruzó un amplio salón, elegantemente amueblado. Había cómodos sofás,
mesitas con incrustaciones de madreperla, fascinantes antigüedades mezcladas con
artesanía moderna, y varios jarrones con flores. El Egipto tradicional y el estilo de la
Europa occidental se mezclaban en espléndida armonía. Los suaves tonos de los
hermosos tapetes orientales daban calor al suelo de madera, pulida y barnizada.
Subieron por una escalera alfombrada y Wafah la condujo a una alcoba que daba
al oriente. Una pequeña puerta daba acceso al moderno cuarto de baño, decorado en
tonos azul y lila con el suelo de piedra color pizarra oscuro, que debía ser el usado en
todos los baños de Egipto. El cuarto de baño de su habitación en el hotel tenía el
mismo tipo de suelo.
—El té está esperando —anunció Wafah sonriendo y se marchó.
Robyn paseó por la habitación, admirándolo todo. La cama matrimonial, de
madera pesada, tenía los postes tallados a modo de esfinges y en la cabecera se
apreciaba un intrincado labrado en la madera. Un mosquitero de tul, con la orilla
bordada, estaba recogido y pendía del techo.
La habitación tenía un ambiente de tranquila serenidad. La colcha y las cortinas
eran de algodón egipcio muy suave, con un diseño de rayas azul claro y malva; había,
además, un pequeño sofá y un sillón, que estaban tapizados en azul y con cojines color
lavanda.
Era una habitación decorada con buen gusto y comodidad.
Las puertas que daban al balcón parecieron llamarla y Robyn salió a una
atmósfera de Las Mil y una Noches. El balcón era en realidad una pequeña terraza
rodeada por celosías, a través de las cuales se podía ver el extenso jardín de abajo,
sembrado de palmeras que rodeaban una fuente y un estanque de lotos. Aquel balcón
debió haber pertenecido al harén de un califa.
Éste era el hogar de Sayed. Con razón era un hombre tan seguro de sí mismo; es
fácil que uno sepa lo que quiere habiendo crecido en ese ambiente. Sin embargo, al
pensar cómo sería Sayed de niño, se imaginó a un chiquillo que corría entre los campos
de su granja para ir al pueblo a ver a su amigo Ahmed.
Se dirigió al cuarto de baño para refrescarse la cara y peinarse un poco. El
deseo de un hogar como ése, con Sayed a su lado, no debía siquiera cruzar por su
mente.
Llamaron con suavidad a la puerta. La abrió y encontró a un muchacho sonriente,
vestido con la tradicional túnica. Le entregó su maletín y se fue. Sin duda alguna, debía
ser Famy.
Enseguida abandonó la habitación para reunirse con sus anfitriones. Antes de
salir al porche, se detuvo un momento para observar a Sayed y a su madre,
enfrascados en animada conversación, con las sillas muy juntas. La cariñosa mano de
ella estaba sobre el brazo de él y Sayed, a su vez, la cubría con su mano.
Ambos alzaron la vista al escuchar sus pisadas. Sayed se levantó con una sonrisa
y sentó a Robyn junto a su madre. Como por arte de magia, Famy apareció con una
hermosa tetera de porcelana inglesa.
La señora al-Rashad dio una palmada cariñosa a la brillante curva de la tetera.
—Estoy convencida de que el té debe prepararse siempre en porcelana. Percibo
un ligero sabor a metal cuando se prepara y se sirve en tetera de plata. Sayed dice
que es mi imaginación y quizá tenga razón. Por supuesto, los ingleses tenemos fama de
ser muy peculiares, querida mía.
—Mi madre piensa igual que usted respecto al té —dijo Robyn—. Así que no es
una peculiaridad inglesa. A ella también le parece que el té sabe mejor cuando se
prepara en tetera de porcelana.
—¡Vaya, me alegra contar con su apoyo! —exclamó la señora al-Rashad.
Empezó a servir una taza de té fuerte.
—Supongo que preferirá limón en lugar de crema. ¿Le pongo azúcar?
—Ha leído usted mi pensamiento, señora al-Rashad —contestó Robyn
sonriendo—. Una cucharadita de azúcar, si me hace el favor.
Bebió con satisfacción de la taza que la señora le entregó, y empezó a saborear
los delicados pastelillos que. Sayed puso frente a ella en un plato.
—Robyn no ha comido —le explicó Sayed a su madre—. Estaba tan emocionada
recorriendo el museo que se olvidó de comer.
—Ah —una mano muy suave palmeó la rodilla de Robyn—. Una verdadera
enamorada del pasado. Mi hijo me ha dicho que usted es la representante de su
universidad y que trabaja como colaboradora del doctor Wayland.
Sonrió a Robyn,
—Usted es demasiado joven y bonita para tener ese tipo de responsabilidad; sin
embargo, he oído que logró impresionar a los jefes de nuestra Oficina de
Antigüedades esta misma mañana.
Robyn sintió un agradable calorcito en su corazón. Así que Sayed ya se lo había
dicho.
—Yo sólo les dije la verdad.
—Es una mujer sabia la que no miente. ¿Sabe, querida mía? Yo nunca he
lamentado haber dejado la sociedad de Londres para casarme con el padre de Sayed...
en parte, porque la verdad se había vuelto una virtud muy rara allí.
Sayed se inclinó hacia adelante en su silla y habló con suavidad, y con una nota de
amor profundo en su voz:
—Mi padre me dijo en una ocasión: «Busca una mujer que te permita ver su
verdadera personalidad antes del matrimonio, no después». Él fue muy afortunado en
su elección.
Los ojos de Sayed contemplaron a su madre con sincero cariño.
—Pero tu padre pudo conocer a tu madre como persona —exclamó Robyn— antes
de casarse con ella. En los matrimonios arreglados eso no es posible, ¿verdad?
Los ojos perceptivos de la señora al-Rashad se movieron de Robyn a Sayed, para
después volver a Robyn. Con voz suave comentó:
—Me imagino que se refiere a los matrimonios de conveniencia que se llevan a
cabo en este país. Es cierto que algunos se realizan por conveniencia y otros se
impiden por la misma razón. Eso sucede más que nada en los pueblos. El padre de
Sayed y yo no tuvimos problemas, debido a que yo era inglesa, las cosas en mi caso
fueron un poco... diferentes.
Sayed explicó con paciencia el problema de Rafica: que amaba a un hombre y
estaba comprometida por su familia con otro.
—¡Oh, pobre niña! Qué gran desgracia para ella... Su familia también es muy
bondadosa —murmuró pensativa y sus ojos se clavaron en los especulativos ojos de
Sayed.
—No, mamá —contestó él como advirtiéndole que no interviniera.
—¿Qué quieres decir con eso?
Su pregunta quedó sin respuesta y la señora al-Rashad procedió a cambiar de
tema.
—Creo que las mujeres modernas son más sinceras. Ahora no tenemos que
depender de los hombres para salir adelante en la vida, y eso hace que las relaciones
entre hombre y mujer se establezcan en un plano de igualdad.
A voz profunda de Sayed dijo:
—Las relaciones entre hombres y mujeres deben estar basadas, ante todo, en el
honor. No basta hablar de las normas morales... hay que vivir de acuerdo con ellas. Por
eso en el Islam tratamos de proteger a las mujeres, porque creemos que la mayor par-
te de las mujeres ceden bajo la adecuada persuasión.
—Yo no estoy de acuerdo con eso —protestó Robyn—. Muchas mujeres no son
tan susceptibles. ¿Y qué me dices de los hombres? Ellos son los que las hacen sucumbir
y después las culpan de lo sucedido.
La señora al-Rashad se puso tensa, pero después se tranquilizó.
—Querida mía, no le prestes atención a mi hijo, que representa en estos
momentos el papel de cínico mundano. Desde niño le gusta animar la conversación
llevando la contraria. Como su padre, tiene fe inquebrantable en su considerable
atractivo físico. Su problema es que necesita experimentar algunos fracasos.
Empezó a reír al ver la expresión disgustada de Sayed.
—Pero ésa es sólo la capa exterior. Bajo ella hay oro, del más puro —puso su
delicada mano cuajada de anillos en el brazo de Sayed, y él la cubrió con la suya.
La conversación se hizo más distendida, y poco después, la señora al-Rashad le
estaba diciendo a Robyn:
—Yo quiero que seamos amigas. Voy a tutearte y tú me llamarás Daphne, ¿te
parece? La formalidad sólo sirve para separar a las personas.
Robyn estuvo de acuerdo, sintiéndose agradecida y feliz en aquel agradable
ambiente.
Hablaron de muchas cosas y la señora al-Rashad prometió a Robyn enseñarle esa
noche el árbol genealógico de su marido.
—Esta noche voy a llevaros a cenar al restaurante Kasr el Rachid del Hotel
Meridien —dijo Sayed.
—¡Me parece espléndido! —exclamó su madre—. Después debemos subir con
Robyn a la torre para que vea el panorama de la plataforma de observación. Estoy
segura de que no le has dado ni un minuto de descanso para conocer algo del país.
Se volvió hacia Robyn.
—La vista es muy hermosa, sobre todo de noche. Se pueden ver las otras
pirámides más allá de Saq-qara.
Se levantó, todavía sonriente, y Robyn y Sayed se pusieron también de pie.
—No sabéis lo agradable que es para mí teneros aquí. A pesar de tener tres
hijos, paso mucho tiempo sola —explicó a Robyn—. Mi hija vive en Arabia Saudita con
su esposo; mi hijo más joven está estudiando en Cambridge, y este pillo mayor anda
siempre viajando o cavando en la arena. Ahora, creo que tú debes descansar un poco.
¿A qué hora debemos estar listas, hijo?
—Debemos salir de aquí a las ocho y media —contestó Sayed y rodeó con un
brazo los hombros de su madre—. Debo hacer unas llamadas por teléfono y preparar
unas cartas para mañana. Estaré en mi estudio.
—Si necesitas que te las pase a máquina, lo haré con mucho gusto —se ofreció
Robyn.
—Gracias. Acepto tu ofrecimiento, pajarita, pero ve a descansar un rato.
Al ver la expresión desconcertada de su madre, Sayed procedió a explicarle el
significado de su nombre egipcio.
—¡Qué idea tan encantadora la de tu padre! —comentó la señora volviéndose
hacia Robyn—. Pero, ¿no te importa tener un nombre así?
—No, me encanta, si bien no lo uso porque la gente no entiende egipcio antiguo,
como tampoco saben leer jeroglíficos...
—¿Y tú sí? —preguntó la señora al-Rashad asombrada.
—Jeroglíficos, escritura demótica, griego y latín —contestó Sayed por ella.
Robyn se sintió turbada.
—Me parece encantador. Tu padre debió enseñarte todo eso, ¿no es cierto?
Recuerdo su sincero entusiasmo por el estudio —se volvió a Sayed—. No me dijiste que
esta niña era tan culta...
—Yo sabía que no tardarías en averiguarlo.
La señora al-Rashad cogió del brazo a Robyn y dijo:
—Ven, descansaremos y después hablaremos un poco más.
Cuando Sayed desapareció en su estudio y ellas se dirigieron a la planta alta, la
señora al-Rashad murmuró:
—Más tarde hablaremos sobre Rafica.
Se detuvieron ante la puerta del dormitorio de Robyn, y la señora al-Rashad la
abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—Me alegro mucho de que estés aquí. Espero que descanses...
Se alejó por el pasillo y Robyn se quedó sola en el dormitorio.
Por fortuna, había metido en el maletín su falda de seda y sus zapatos de vestir.
Examinó la falda y la blusa de volantes. Eran prendas sencillas, pero elegantes, y el
tono ámbar de su falda combinaba bien con sus zapatos y su bolso de noche.
Recordó el estuche que continuaba en su bolso y sacó el colgante de lapislázuli,
pensando que haría un precioso contraste con el suave tono beige de la blusa.
Se dio un baño y se metió en la cama, aunque estaba segura de que no podría
dormir. No obstante, en pocos momentos se había quedado dormida
Una ligera llamada a la puerta la despertó. Con voz somnolienta dijo que pasaran
y Wafah entró diciéndole:
—Traigo un mensaje del Sheik al-Rashad. Dice, sitt, que si se viste usted para la
cena, la espera dentro de una hora en la oficina.
—Dígale, por favor, que allí estaré.
—¿Le traigo algo de beber, señorita? ¿Desea usted algo?
—Gracias, Wafah, no necesito nada.
—Afwan, sitt —dijo y salió.
Robyn tembló de emoción. Tenía una hora para prepararse y ella sabía que iba a
disfrutarla. La fantasía se apoderó de su mente y se imaginó que ésa era una cita con
el hombre amado. La parte práctica de su ser protestó, pero ella decidió concederse
el placer de soñar. Quería recordar este momento por el resto de su vida... esa hora
robada, en este hermoso dormitorio, con la fuente de lotos que canturreaba con
suavidad en el jardín de abajo.
Cuando estuvo preparada, cogió su viejo suéter de punto color miel y su bolso de
mano, y bajó. Ya en el salón, vaciló sin saber dónde estaba el estudio, pero oyó el ruido
de papeles procedente de una puerta entreabierta y se dirigió a ella. Se asomó a su
interior.
Sayed levantó la vista del escritorio, cubierto de papeles, ante el que estaba
sentado.
—¡ Ah, ya estás lista! Pasa y perdona la confusión. La máquina de escribir está
allí.
El tono práctico de su voz destruyó lo poco que quedaba de su sueño.
La máquina de escribir estaba en una mesita, en un rincón que daba al jardín.
Sayed le entregó un montón de papeles.
—Necesito una copia de todo esto. Como verás, todos tienen correcciones.
Ella se dirigió a la máquina de escribir en silencio y se sentó a trabajar.
—No sabes cuánto aprecio tu ayuda, Robyn —dijo él.
Ella se volvió y le miró a los ojos, obligándose a sonreír.
—Encantada.
Pero estaba furiosa. Él no le había dicho una sola palabra sobre su aspecto, lo
que indicaba lo poco que se fijaba en ella. Impulsada por la irritación, se dedicó con
ahínco al trabajo.
Al terminar, le entregó el trabajo y él expresó de nuevo su agradecimiento.
Entonces, se levantó de su escritorio y abrió una de las ventanas que daban al jardín.
—Ven, acompáñame al jardín; quiero que veas una cosa.
Indecisa y a la vez ansiosa, Robyn se dejó conducir por él hacia el estanque de
lotos.
Contuvo el aliento, fascinada, al ver cómo las flores, algunas blancas, otras
azules y brillantes, se iban cerrando con la luz ya tenue del crepúsculo.
—Los lotos nunca cambian. ¿No son preciosos?
La voz de Sayed le hizo levantar la mirada y sorprendió una sonrisa de placer en
los labios de él.
—Sabía que tú apreciarías la magia de su belleza.
Se inclinó hacia el agua, escogió un loto azul, parcialmente abierto, y lo arrancó
con rápido movimiento. Se lo ofreció y ella lo cogió con un estremecimiento de placer.
—Para ti, dulce Sesha Neheru.
La voz de Sayed le produjo una extraña sensación de dicha al pronunciar su
nombre egipcio. Sus manos se pusieron tan tensas que casi aplastaron el fresco tallo
de la flor.
Robyn se alegró al ver llegar en ese momento a la madre de Sayed, vestida con
sencilla elegancia con un traje largo de tono azul pálido y una estola tejida del mismo
tono.
—¡Ah, aquí estáis, queridos! —exclamó—. Estás preciosa, Robyn. ¡Vaya, hijo mío,
por fin te veo con traje!
Sayed se enderezó la corbata azul, se ajustó la chaqueta de traje, de seda
gruesa, y dirigió a su madre una mirada supuestamente ofendida. La señora al-Rashad
llevaba estola tejida, color crema, en el brazo.
—Te he traído esto, Robyn, por las noches hace mucho frío y tu suéter no será
suficiente protección.
Colocó la suave estola sobre los hombros de Robyn, al mismo tiempo que le
quitaba el suéter que tenía sobre el brazo.
—Es una estola preciosa. Usted es muy amable —dijo Robyn con sinceridad.
Sayed desapareció un momento y las dos mujeres se dirigieron a la entrada,
donde pocos instantes después apareció Sayed conduciendo un Peugeot azul.
El automóvil enfiló a toda prisa hacia la parte central de El Cairo. A distancia, las
pirámides de Giza, iluminadas artificialmente, se recortaban contra el fondo oscuro y
aterciopelado del cielo. Poco después, llegaron a un amplio edificio circular cercano al
río: el Hotel Meridien.
Robyn vivió la noche más feliz de su vida. Probó muchos platos exóticos, envuelta
en el ritmo sinuoso de la música egipcia. Tanto Sayed como su madre eran magníficos
conversadores, pero ella también participó con animación en la charla.
Una vez fuera del lujoso hotel, percibieron los olores penetrantes de Egipto.
Sayed condujo el automóvil a través de un puente y lo detuvo al pie de la Torre de El
Cairo, que parecía como un hongo de largo tallo. Un ascensor los condujo en un
santiamén a la plataforma de observación, a dieciséis pisos de altura.
Robyn lanzó una exclamación de asombro al contemplar la vista que se extendía
ante ella. Sayed le fue indicando los distintos lugares de interés. La Mezquita de
Mahoma Alí destacaba en la noche dentro de la Ciudadela que surgía de la vieja ciudad.
Otras grandes mezquitas elevaban sus alminares al cielo en todos los rincones de El
Cairo.
El ancho Nilo trazaba una curva en su camino hacia el mar y brillaba a la luz de
una luna llena.
—Con razón los antiguos usaban el símbolo de una diosa del cielo arqueada sobre
nosotros y con las estrellas adornando su cuerpo. El cielo es algo vivo en Egipto —dijo
Robyn a la señora al-Rashad.
—En el desierto se siente la plenitud de la vida. Las estrellas son como los ojos
vigilantes de los ángeles de Alá —murmuró Sayed desde la oscuridad.
Robyn se alegró del calor que le ofrecía la estola que le había prestado la madre
de Sayed, así como del calor de su mano que oprimía la suya mientras con la que tenía
libre señalaba las formas difusas de unas pirámides que estaban hacia el sur.
—Nunca me canso de Egipto ni de esta asombrosa ciudad —murmuró
dulcemente—. Recuerdo esas noches con Khalid, el padre de Sayed, cuando re-
corríamos el desierto de Saqqara. Nos sentábamos juntos en la arena con la vieja
Pirámide de los escalones detrás de nosotros, entre lomas cubiertas de arena que sin
duda eran tumbas todavía no excavadas.
Cerró los ojos, emocionada por la dulzura de sus recuerdos. Después, continuó:
—Con frecuencia yo pasaba la tierra arenosa entre mis dedos y encontraba
pequeñas cuentas. En una ocasión, encontré un amuleto... un ojo de Horus. Todavía lo
tengo... —suspiró y continuó diciendo—: Concebí a Sayed la noche que encontré el ojo
de Horus. Con razón ama tanto el pasado.
Rió con suavidad al añadir:
—Esa noche nos sentamos cerca del acantilado del desierto para contemplar las
palmeras donde una vez se había levantado la antigua Menfis, rodeada de muillas
blancas. Las estrellas brillaban y se estremecían bajo el aliento de Nut, la diosa del
cielo. Al menos, así fue como Khalid me las describió.
Se volvió hacia Robyn y ésta vio que sus ojos, todavía hermosos, estaban
cuajados de lágrimas.
—Yo le amaba, hija mía, más que a mi propia vida, y le echo tanto de menos como
si lo hubiera perdido ayer. Era un hombre de fiar, lleno de fuerza y con un corazón
muy generoso... un ser único al que mi destino quedó ligado para siempre —miró a Sa-
yed, que contemplaba la ciudad en silencio—. Él es el fruto del esplendor del amor... mi
hijo querido, tan parecido a su padre.
Su voz cambió al añadir:
—Mi hijo Kamal, que está ahora en Inglaterra, se parece a mí —su mano oprimió
por un instante la de Robyn—. Escoge el amor, Robyn, aunque esa elección te cause
dolor. Eso es mejor que la seguridad, pero se necesita ser valiente para reconocerlo.
Se volvió hacia Sayed.
—Empieza a hacer frío. Bajemos ahora.
Esa noche, Robyn se encontraba sentada en la cama, pensando. No tenía sueño.
Había puesto el loto, ya casi marchito, en agua. Pensaba guardarlo entre las hojas de
un libro. Tenía que conservarlo como recuerdo de esa visita inolvidable.
Sayed les había dado las buenas noches en el pasillo. Dio un beso a su madre en
la mejilla y no dio importancia a las palabras de agradecimiento de Robyn.
—Es muy agradable servirte de guía, ¿no es cierto? —preguntó volviéndose a su
madre, quien afirmó con la cabeza.
Algunos minutos más tarde, cuando Robyn se estaba cepillando el pelo antes de
acostarse, llamaron a la puerta; el picaporte giró y la señora al-Rashad entró.
—Te he traído una bebida caliente típica de Egipto.
Levantó una pequeña bandeja que llevaba en las manos y Robyn vio dos vasos con
un líquido rojo y humeante.
—Se llama carcady. Es un té de una planta medicinal que calma los nervios y
ayuda a hacer la digestión.
Colocó la bandeja en una mesita y se sentó en uno de los sillones, sin esperar
invitación. Después de todo, estaba en su casa, pensó Robyn. Era imposible no
simpatizar con Daphne al-Rashad.
Como si estuviera leyendo sus pensamientos, murmuró con suavidad:
—Me agradas mucho, Robyn. Formas un buen equipo de trabajo con Sayed. Me he
dado cuenta de que tienes un efecto tranquilizador. La carga que lleva a cuestas es
pesada... aquí, con su familia, y en su trabajo.
—Es un hombre muy responsable.
—Sí. ¿Nunca te has preguntado por qué no se ha casado?
—Pues... no—mintió.
—Eres la única mujer que conozco que no lo hace —movió la cabeza con
lentitud—. En realidad, no lo sé. Ciertamente no le faltan mujeres, pero ellas no le
atraen... más que en el aspecto sexual. Cuando regresó de estudiar de Estados Unidos,
adoptó una actitud muy despectiva respecto a las mujeres, sobre todo extranjeras.
Sospecho que tuvo alguna experiencia desagradable en tu país.
Dirigió una mirada a Robyn, cuyo rubor se intensificaba con cada revelación
sobre el pasado de Sayed.
—Me gustaría tener nietos antes de ser demasiado vieja para disfrutarlos. Y la
familia necesita crecer. Los al-Rashad siempre han contribuido a la grandeza de
Egipto, como verás cuando te pueda mostrar hasta dónde se remontan sus
antecedentes. Hoy ya es demasiado tarde para eso.
Dio una palmada a Robyn, en la mano, antes de decir:
—¿Podrías quedarte en Egipto durante algún tiempo? Casi no has visto nada del
país. Si decidieras permanecer aquí, puedes hacer de esta casa tu centro de
operaciones y venir a hospedarte cuantas veces quieras. Siempre serás bien recibida.
Yo echo mucho de menos a mi hija. Sería un placer para mí tenerte conmigo.
—¡Qué amable es usted... y qué propuesta tan tentadora! —murmuró Robyn,
pensando que a Sayed no le gustaría nada la idea.
Su anfitriona, desvió de pronto la conversación hacia los problemas de Rafica y
Robyn le contó lo que sabía.
—No me importa lo que diga Sayed —exclamó Daphne al-Rashad cuando Robyn
terminó de darle su versión de las cosas—. Voy a llegar al fondo de esto. De cualquier
modo, tengo que ir a la hacienda y aprovecharé la ocasión para hacer una visita al
pueblo.
—Eso me da esperanzas. Le he tomado gran cariño a Rafica. Ella merece la
felicidad.
—¿Y qué mereces tú, querida? ¿Qué me dices de tu felicidad? Veo una tristeza
en ti que no debía oscurecer tu juventud.
—No estoy triste... realmente no —dijo de forma evasiva—. Lo que pasa es que
echo mucho de menos a mi padre, él era mi mejor compañero.
—¿Y qué me dices de los muchachos?
—Bueno, yo no soy ninguna belleza. Soy una chica común, tal vez agradable... pero
asusto a los hombres porque siempre estoy hablando de sucesos que sucedieron hace
miles de años. No me gustan los deportes ni sirvo para competir con otras mujeres por
la atención masculina.
—¡Ah! Déjame decirte que eres encantadora, Robyn. No tienes falsas
pretensiones, pero te juzgas muy duramente.
Ella miró a los ojos de Daphne.
—Gracias, resulta muy agradable para mí escuchar eso —de pronto se echó a
reír—. Huntley Saunders, ese hombre odioso que ha causado tantos problemas en la
excavación, me dijo que las mujeres feas como yo, siempre eran las que tenían
romances con los guías de turistas y los chóferes...
—¡Qué hombre tan horrible! Supongo que intentó entablar algún tipo de relación
contigo y le rechazaste, ¿no es así?
—Sí, aunque sin mucho entusiasmo por su parte, la verdad —reconoció Robyn.
La señora al-Rashad se levantó y cogió de las manos de Robyn el vaso que había
contenido el té, y que se encontraba vacío.
—Voy a dejarte dormir. Ese hijo mío te va a tener muy ocupada mañana, estoy
segura. Te está muy agradecido por la ayuda que le prestaste en la Oficina de
Antigüedades. Me alegra que haya conocido a una norteamericana como tú. Me temo
que su actitud hacia las mujeres es un poco irreal, como lo es su búsqueda de la
perfección.
Se inclinó para dar a Robyn un delicado beso en la mejilla. Luego, cogió la
bandeja.
—Que duermas bien —dijo y salió con su bata color de rosa arrastrando detrás
de ella.

Capítulo 10
EL té caliente surtió efecto porque Robyn durmió profundamente. Por la mañana,
abrió el armario y sacó el vestido de algodón que había llevado para ese día. Era de
escote bajo y se ponía con una chaqueta encima. Aunque tenía varios años, el conjunto
estaba en buenas condiciones y era fresco.
Sus zapatos de lona eran del mismo tono que el vestido, anaranjado claro y, a
pesar de que no tenían tacón, eran muy femeninos.
Guardó con rapidez sus pertenencias y envolvió la flor de loto en varios pañuelos
desechables. Se dirigió al balcón para echar un último vistazo al jardín y a su
encantadora fuente. Sus dedos tocaron las celosías con gesto amoroso. Eso era parte
del pequeño paraíso que nunca olvidaría.
La mesa del desayuno estaba dispuesta en la terraza que daba al jardín, y allí se
dirigió Robyn. Cuando llegó, aún no había nadie.
Sayed y su madre llegaron un momento después.
—¿Te gusta este lugar? —preguntó la señora al-Rashad—. Para mí, querida, el
jardín debe ser un lugar al que no deben tener acceso los problemas.
—Su jardín es ese tipo de lugar —contestó Robyn.
—Todo él es obra de mi madre —agregó Sayed con orgullo.

Desayunaron sin prisas y hablaron de los árboles y las flores. Cada cosa tenía una
cualidad irreal. Robyn no hubiera querido marcharse nunca; y cuando llegó el momento
de hacerlo, tuvo que realizar un gran esfuerzo para decidirse.
La señora al-Rashad la rodeó en un cálido abrazo.
—Debes volver, Robyn. Piensa en lo que te dije ayer.
Robyn no sabía cómo expresar su agradecimiento. Hubiera querido llorar, pero
irguió la espalda y se dirigió al automóvil con Sayed. Famy ya había puesto las maletas
en el vehículo.
Sayed condujo el automóvil a través de las calles de El Cairo.
—¿A qué se refería mi madre cuando te recomendó que pensaras en lo que te
dijo ayer? —preguntó él sin despegar los ojos del camino.
—¡Ah! Me aconsejó que me quedara más tiempo en Egipto... que tratara de
conocer más el país cuando terminara mi trabajo en la excavación; me dijo que podía
quedarme en vuestra casa todo el tiempo que quisiera. Desde luego, yo jamás abusaría
de su generosidad. Y, de cualquier modo, debo volver a mi país.
Sayed la miró fijamente. En sus ojos brillaba esa luz azulina que ella encontraba
tan desconcertante.
—¿Y a ti te gustaría quedarte en Egipto? ¿Te sientes bien aquí?
Robyn titubeó un momento; luego, contestó con sinceridad:
—Yo siento que pertenezco a este lugar... mucho más de lo que esperaba. Aquí,
las cosas no son tan fáciles como en mi país, y algunas son un poco diferentes. El ritmo
de vida también es distinto; y todo resulta mucho más complicado, sobre todo para una
mujer.
Sabía que podía decirle esas cosas, porque él esperaba una contestación sincera
y ella amaba a Egipto.
—Entonces, ¿no tienes miedo? Quiero decir... el país está cambiando y no
sabemos qué nos deparará el futuro. Hay profundas tensiones en el Islam que urge
resolver, y Egipto ha escogido el camino de la paz. Un esfuerzo así siempre produce
violencia, como ya hemos visto.
—Pero estas tensiones son mundiales, ¿no es verdad?
Durante los siguientes minutos hablaron sobre la situación política en Egipto y la
amenaza de guerra que pendía sobre todo el planeta, exponiendo cada uno sus puntos
de vista que coincidían en muchos sentidos.
—Me asombras de verdad, Robyn —observó Sayed en cierto momento—. ¿Cómo
es posible que siendo una mujer inteligente y culta, haya tantas cosas que pareces
ignorar? Sin duda alguna en tu país, donde hombres y mujeres andáis juntos con tanta
libertad, las jóvenes perderéis muy pronto la inocencia...
Su tono de voz era desdeñoso y a ella le molestó.
—No sé a qué te refieres con la palabra inocencia —dijo—. Desde luego, salgo
con hombres, si eso es lo que tratas de preguntarme... pero tengo mis propias normas
de conducta.
—Hum, ya veo —murmuró y pisó con más fuerza el acelerador.
Robyn pensó, furiosa, que Sayed no veía absolutamente nada y decidió que no
merecía la pena darle explicaciones.
Llegaron de nuevo al museo. En el interior, una secretaria les informó que los
papeles que debían firmar estarían listos esa tarde. El rostro de Sayed se oscureció
por un momento. Hizo varias llamadas telefónicas para presionar y exigir que se dieran
prisa, pero sin obtener resultado.
Cuando la miró de nuevo, su expresión era de frustración.
—Si necesitas hacer algo —dijo Robyn—, no te preocupes por mí. Yo daré una
vuelta por el museo y después saldré a hacer algunas compras. Nos encontraremos
aquí cuando tú digas.
Los ojos de él se iluminaron con una sonrisa. Parecía haber recuperado el buen
humor.
—Al otro lado de la calle, donde están los tranvías, encontrarás buenas tiendas.
Hay pequeñas antigüedades y regalos. Nos reuniremos aquí al mediodía para comer.
Hizo un gesto descartando sus incipientes protestas.
—No voy a arriesgarme a que te quedes otra vez sin comer. ¿Nadie te ha dicho
que las mujeres delgadas no son del gusto de los hombres musulmanes? —añadió en
tono de broma—. Te llevaré a conocer la Mezquita de Mahoma Alí. Para entonces,
supongo que los papeles ya estarán aquí.
Cuando Sayed la dejó sola, Robyn, recorrió una vez más el museo; como era
temprano, no habían llegado los autobuses atestados de turistas y ella pudo hacer la
visita con calma, deteniéndose a admirar los tesoros que más le interesaban.
Después, salió a la calle a comprar regalos para su familia y amigos, y libros para
ella. El tiempo pasó volando y cuando volvió al museo encontró a Sayed en un banco del
jardín de la entrada. Al verla, se levantó sonriente.
—Permíteme ayudarte, has comprado y vienes muy cargada. ¡Cuántas cosas has
comprado en tan poco tiempo! —exclamó—. Los papeles aún no han llegado, así que no
podremos regresar a casa hasta esta noche. Cenaremos junto a las pirámides y podrás
admirarlas a la luz de la luna... creo que habrá luna llena. ¿No significa eso nada para tu
alma romántica, pajarita?
Comieron al aire libre en un restaurante tipo jardín, en el que había muchas
jaulas con pájaros. La comida fue tan deliciosa como la conversación, que giró en torno
a los problemas que planteaban siempre las excavaciones.
La intranquilidad de Robyn empezó a desaparecer, aunque seguía siéndole
imposible mirar las profundidades azules de los ojos de Sayed sin perder la calma.
Se dirigieron a la Ciudadela y entraron en la hermosa Mezquita de Mahoma Alí,
después de tapar sus zapatos con cubiertas protectoras. La quietud de aquel enorme
lugar lleno de ecos, con su hermoso juego de luces y sombras, la tranquilizó, excepto
cuando la mano de él, que la guiaba de un lado a otro, lanzaba a sus sentidos en un
torbellino de sensaciones. ¿Por qué el más leve roce hacía que ella sintiera más y más
deseo?
Había una escalera que conducía a un pulpito tallado. El le explicó que era un
lugar muy especial.
—Si pasas andando por debajo de la escalera, se cumplirá el deseo que formules.
Se aproximaron al pequeño pasillo y Sayed se quedo de pie, sonriendo mientras
ella cruzaba por debajo de la hermosa escalera. Su corazón mas no su mente fue el
que formuló el deseo: ¡Quiero que él me ame!
Sayed la estaba observando y ella trató de mostrarse indiferente.
—¿Ya has formulado tu deseo?
—Sí.
Sintió cómo le subía el rubor a la cara y él se echó a reír.
—Espero que se realice.
Sayed inclinó la cabeza para besar el rostro vuelto hacia él. Lo hizo como habría
besado a un niño.
Ella sintió que se le doblaban las rodillas y que algo oprimía su garganta. Estaba
enamorada de él, y sabía que nunca dejaría de quererle.
Después de cruzar el descuidado jardín de la mezquita, se inclinaron sobre la
barandilla de la azotea para ver los techos de El Cairo antiguo. Robyn se estremecía
cada vez que Sayed la rozaba para señalarle algún punto especial de la ciudad. El
efecto que su cuerpo tenía sobre el suyo era desconcertante. El más ligero contacto
enviaba candentes señales de placer a su sistema nervioso.
Cuando regresaron al museo, los papeles ya estaban preparados y fueron
aprobados y firmados por ellos y los funcionarios de la Oficina de Antigüedades.
Sayed, una vez en el automóvil, tocó los sobres que contenían los nuevos convenios,
diciendo:
—Esto mantendrá a Hassan Tarsi en su sitio —se volvió hacia ella con una
sonrisa—. Si la memoria no me falla, te prometí una visita a las pirámides. Pero creo
que primero iremos a Saqqara. Me gustaría relajarme un poco antes de volver a casa a
enfrentarme con las caras largas y Tarsi y Saunders.
Se dirigió hacia el oeste por el ancho camino doble que conducía a las pirámides.
Robyn guardó silencio. Habría ido a cualquier parte con él. Para ella, el pasar unas
horas con él, era un don bendito. Además, quería conocer Saqqa-ra. ¡Cuántas veces
había visto las ilustraciones que mostraban la Pirámide de los Escalones con su área
sagrada de altos muros!
—Esta hora del día es la más hermosa —comentó Sayed en tono tranquilo—. Si yo
fuera un pintor, siempre haría mis cuadros cuando el sol envía sus largos rayos de luz
para hacer resaltar los colores del mundo.
Miró con expresión amorosa las suaves murallas, salpicadas en algunos lugares,
por casas y edificios de apartamentos.
Robyn podía ver el amor que Sayed sentía por su país en la expresión de su
rostro, y su propio corazón se hizo eco de él.
El sol se hundía con rapidez en el horizonte cuando franquearon el área de
entrada de Saqqara. Los guardias conocían a Sayed y le saludaron. Recorrieron los
hermosos muros y los templos del período del Viejo Reino. Sayed la llevó a las tumbas,
con muros de exquisitos colores, donde la vida diaria de un pueblo próspero estaba
plasmada en hermosas imágenes.
La condujo a la orilla del acantilado para mirar hacia las palmeras de la Antigua
Menfis.
—Aquí fui concebido, según cuenta la historia —dijo él sonriendo.
—Con razón algunas veces te pareces al noble He-sire de los grabados —Robyn
no pudo contener el repentino impulso de decírselo.
Él sonrió cogiéndole la mano.
—Siempre recordaré ese cumplido, Sesha Nehe-ru. No puedo imaginar que
pudiera haber otro que me diera mayor satisfacción... —besó su mano y luego la
soltó—. Debemos irnos. La luz se está esfumando y quiero que veas la Gran Pirámide
durante el crepúsculo.
Ella se sentó en el coche y cubrió con la otra mano la que él le había besado,
como si quisiera retener de ese modo y para siempre su caricia. El automóvil se deslizó
velozmente por un camino que conducía a un pequeño lago. Niños morenos chapoteaban
en el agua mientras bañaban a los burros que habían terminado su tarea del día.
Gansos y pollos graznaban y piaban en las riberas.
Las pirámides de Gizeh aparecieron en claras siluetas contra un cielo anaranjado.
El pueblo de Mena, que estaba abajo de la enigmática Esfinge, parecía cubierto de
polvo en constante movimiento. Sus estrechas callecitas serpenteantes ocultaban las
casas detrás de elevados muros.
Sayed condujo con habilidad a través del tráfico de vehículos, seres humanos y
animales. El gran rostro de la Esfinge se hallaba sumido en las sombras, pero su
presencia estaba llena de fuerza.
Sayed detuvo el automóvil junto a una curva del camino. La Esfinge permanecía
acostada, dando la cara al sol, en actitud paciente y perdida en la meditación de la
eternidad. Robyn sintió que algo de su vieja serenidad calmaba las agitaciones de su
espíritu. Sayed puso el automóvil de nuevo en movimiento v dieron una vuelta a la Gran
Pirámide, antes de descender de nuevo por otra curva hacia el verdor del Valle del
Nilo.
Después tomó un camino paralelo al canal. Avanzaban a través de tierras
cultivadas. El silencio entre ellos no era pesado, sino más bien de amable com-
pañerismo. Sayed detuvo el automóvil a un lado del sendero junto a un muro y una
entrada, que en lo alto tenía un letrero luminoso que decía: La Rose.
—Éste es un restaurante agradable. Espero que te guste.
Se bajó del vehículo y abrió la puerta para permitir que Robyn entrara. Dentro,
había numerosas mesas con manteles blancos y floreros. Un eficiente camarero los
condujo a una de ellas cercana al canal, donde la luna lanzaba sus suaves resplandores
sobre el agua.
La cena estuvo deliciosa y Robyn la disfrutó de principio a fin.
—Comes como una verdadera egipcia —comentó Sayed con satisfacción.
—Siempre me ha gustado probar comidas diferentes y, desgraciadamente,
disfruto del placer de comer.
Los ojos de él la miraron con un brillo malicioso.
—¿Por qué desgraciadamente? Tienes un cuerpo bien formado. Como te he dicho,
a los egipcios no nos gustan las mujeres muy delgadas... Seguramente tú estarás
acostumbrada a los cumplidos, ¿verdad? —preguntó estirando una mano para
acariciarle la mejilla.
Su orgullo la hizo contestar con cierta arrogancia:
—Desde luego.
—¿Con eso debo entender que sales con mucha frecuencia con hombres? —sus
ojos empezaron a despedir chispas azules—. ¿Tu familia no pone ninguna restricción a
tu conducta?
Robyn empezó a temblar por dentro.
—Ya me has preguntado lo mismo antes.
—Hablo en serio. Estoy tratando de entenderte, Robyn.
—¿Qué hay que comprender? No creo en el sexo como en un apetito que debe
satisfacerse, sino en un placer particular que debe experimentarse con alguien muy
especial.
Quería desafiarle. Le molestaba que Sayed la considerara inexperta y tonta; y,
además, no le gustaba que insistiese tanto en ese tema.
—Sólo con alguien muy especial, aunque no sea tu esposo, ¿no es así? ¿Acaso
ejerces el derecho de escoger lo que haces sexualmente?
—Sí.
—¿Y crees que una mujer puede tener relaciones con los hombres libremente?
¿Sin la protección de la sociedad que le impediría caer presa de la persuasión de uno
con experiencia? ¿No piensas que una mujer necesita ser protegida de ella misma?
Robyn estaba atónita. Le parecía inexplicable que un hombre tan inteligente
como Sayed pensara de esa forma.
—Creo que las mujeres saben cuidar muy bien de sí mismas, pero no considero
que esta conversación sea... bueno, agradable.
—Por lo tanto, tú no crees que un hombre pueda seducir a una mujer contra su
voluntad.
—No —respondió y lanzó un suspiro de resignación.
Continuaron comiendo en silencio. El placer de la velada desapareció para Robyn.
La luna llena seguía reflejándose en el canal, pero su romántica luz sólo la llenó de
tristeza. Incluso el delicioso pastel que puso fin a la cena, le supo de pronto demasiado
dulce y quedó casi intacto en su plato. –
—¿Nos vamos? —preguntó la voz cortés de Sa-yed.
Salieron del restaurante entre las amables despedidas de los camareros. En
silencio, se montaron en el automóvil.
—Me gustó mucho La Rose —se aventuró a decir Robyn.
—Me alegro —repuso Sayed y le dirigió una ligera sonrisa que volvía a tener
cierto calor—. Visitaremos la Esfinge a la luz de la luna.
El corazón de Robyn empezó a latir desenfrenadamente. Por lo menos, vería las
pirámides bajo esa espléndida luz plateada que inundaba toda la tierra. ¿Qué mejor
recuerdo que visitar ese mundo mágico con el hombre del que estaba locamente
enamorada? Comprendió que su amor por él había echado raíces muy profundas en su
corazón. Le iba a resultar muy doloroso arrancarlas.
El automóvil recorrió de nuevo el serpenteante camino que conducía a la llanura
del desierto, donde estaban situadas las pirámides. La Gran Pirámide se erguía como
una brillante muralla contra el cielo estrellado.
—¡Ah, qué bien! Ya ha terminado el espectáculo de luz y sonido y la mayor parte
de la gente se ha marchado.
Sayed detuvo el automóvil en la explanada que rodeaba la pirámide. Descendió
del vehículo y dio la vuelta para ayudarla a bajar.
Robyn se quedó de pie contemplando aquella enorme construcción. La
resistente simplicidad de sus líneas parecía vibrar con fuerza. Sintió que su energía
silenciosa llegaba hasta ella; tal vez fueran ciertas todas esas historias sobre las
misteriosas fuerzas que generaban. En sus piedras mismas había una extraña
sensación de paz y eternidad.
La pirámide la atraía como un imán y, sin saber cómo, se sorprendió dirigiéndose
hacia los enormes bloques de piedra de una de sus esquinas.
Los niveles irregulares del terreno formaban escalones naturales y Robyn subió
el primer tramo de las gastadas piedras. Apoyó las manos contra los grandes bloques
que formaban la segunda sección de la pirámide y puso la mejilla contra ella. La piedra
todavía retenía el calor del sol, y Robyn experimentó una extraña sensación, como si
estuviera acariciando a un ser vivo y, de algún modo, con inteligencia.
Hizo ademán de alejarse de aquel imponente muro de piedra y tropezó con
Sayed. Estaba de pie, cerca de ella, con los ojos resplandecientes a la luz de la luna.
—Es una sensación extraña, ¿verdad?
Su brazo la había rodeado cuando tropezó con él y Robyn contuvo el aliento. De
nuevo se estremecía ante su contacto. Él la estrechó un poco e inclinó la cabeza para
mirarla a la cara.
—¿Has sentido el calor de la piedra?
—¡Oh, sí! —exclamó, tratando de sobreponerse a la emoción de su cercanía—.
Siente... parece que está viva.
Sayed rió con suavidad y atrajo el cuerpo de Robyn hacia el suyo, en un suave
abrazo que hizo palpitar con fuerza el corazón de la joven.
—Eres muy original, Robyn Douglas. Nunca tienes ninguna de las reacciones
normales.
Saltó al suelo y la ayudó a hacer lo mismo. De las sombras de la noche surgieron
un anciano y dos hombres más jóvenes.
—Son los guardias nocturnos —le explicó Sayed.
Hubo solemnes presentaciones y apretones de mano. El anciano sacó un pequeño
escarabajo de piedra azul del bolsillo de su túnica.
—Para usted, señorita —se lo puso en la mano—. Usted ama a Egipto —era una
aseveración, no una pregunta—. ¡Buena suerte!
—Aiwa.
Sayed empezó a hablar en árabe. Resultaba evidente que estaba dando una
explicación muy elogiosa de Robyn, pues tres pares de ojos la miraron con admiración y
respeto.
—Señorita profesora —dijo el anciano—, yo soy hombre pobre, pero me sentiría
muy honrado si aceptase usted tomar una taza de té en mi casa.
Sayed puso la mano en el hombro del anciano.
—Amigo mío, quiero mostrarle a la señorita la pirámide de Khafre a la luz de la
luna, y aún tenemos que llegar a Alejandría esta misma noche.
El hombre sonrió e hizo una ligera inclinación de cabeza en señal de
asentimiento.
—Vengan, los llevaré a donde está el guardia.
El anciano volvía con frecuencia el rostro hacia ellos con una amplia sonrisa. Y
mientras abría con una llave la valla que rodeaba la Esfinge, comentó:
—Mirar la gran cara es de buena suerte, señorita... ¡ji, ji! —rió con suavidad—.
Las novias vienen aquí... es bueno para el matrimonio y para tener bebés... ¡ji, ji!
Robyn agradeció que la luz de la luna ocultara el rubor escarlata que había subido
a su rostro. Sayed no dijo nada; permaneció imperturbable. El anciano se apartó y
desapareció en las sombras con esa perceptible bondad que Robyn había notado como
característica del pueblo egipcio.
Sayed y ella avanzaron para quedar entre las enormes patas delanteras del
cuerpo de león de la Esfinge.
—¿En qué piensas, pajarita?
—En el príncipe que aquí soñó que llegaría a ser faraón si limpiaba la arena que
rodeaba la Esfinge. Y su ilusión se convirtió en realidad. Creo que éste es un buen
lugar para tener fantasías especiales.
Sayed le cogió la mano con una suave presión.
—¿En qué soñarías tú?
Ella sintió su cálido aliento cerca de la cara y su mano tembló sin que pudiera
evitarlo.
—Yo... no sé. Tal vez en encontrar una pista verdadera con respecto a la
biblioteca de Alejandría. No soy el tipo de mujer que sueña en cosas imposibles.
Se sintió satisfecha de haber eludido su pregunta con habilidad. Deseaba que
Sayed la quisiera, pero eso era imposible. Era una terrible ironía estar allí, bañada por
la luna, con la mano del hombre amado entre la suya, sintiendo esa horrible
frustración, esa invencible soledad.
—¿Vas a formular un nuevo deseo? —preguntó la voz vibrante de Sayed—. ¿Qué
pediste en la Mezquita? ¿Matrimonio, o un amante que sólo te dé placer? Para un
hombre es difícil imaginar lo que una mujer desea.
Ella no contestó y continuaron su recorrido en silencio. Se despidieron del
anciano con sincera cordialidad y volvieron al vehículo.
Sayed condujo el automóvil por un camino que llevaba al pueblo de Mena; pero, de
repente, se desvió hacia el oeste, sobre una serie de pequeñas ondulaciones formadas
en el desnudo desierto.
Pasaron una pequeña hondonada, una colina baja y un grupo de tumbas excavadas,
antes de llegar a una parte del desierto donde éste se extendía, solitario e
interminable, hasta el horizonte.
Sayed detuvo el vehículo a un lado del camino, salió de él y fue a abrirle la
puerta. No dijo nada, sólo extendió la mano para ayudarla a bajar. Ella lo hizo y se
quedó de pie, mirando hacia el cielo estrellado bañado por la luz de la luna. Profundas
sombras oscurecían el rostro de Sayed, pero ella sentía muy cerca el calor de su
cuerpo.
Empezaba a refrescar y un viento suave acarició sus candentes mejillas. Avanzó
unos cuantos pasos por el suelo arenoso, sin volver la vista para ver lo que hacía Sayed.
Quería que la tibia oscuridad la envolviera, deseaba ser absorbida por la bóveda
estrellada del firmamento.
Se detuvo y miró hacia las estrellas, que parecían girar en lentos círculos por el
cielo. Percibía un sonido que semejaba una profunda armonía, escuchada más por la
mente que por el oído, a su alrededor. De pronto, le parecía encontrarse ante un
espacio infinito en el que corría el peligro de perderse.
Recordó cómo, cuando era niña, contemplaba la inmensa bóveda celeste apoyada
en el amoroso brazo de su padre.
—No te preocupes, no te dejaré caer —le decía él con suavidad.
Pero en ese momento no fue su padre, sino el fuerte brazo de Sayed, el que la
rodeó, y se sintió segura, apoyada contra ese cuerpo cálido y firme. Casi sin pensarlo,
se reclinó contra él y, entonces, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Un
estremecimiento de placer y temor recorrió todo su sistema nervioso.
El brazo de Sayed oprimió el cuerpo tembloroso de ella, y Robyn sintió cómo su
suave aliento le movía los cabellos de la nuca. Después, percibió el calor de sus labios
contra su hombro.
Tenía que separarse inmediatamente o se perdería en el placer de su contacto.
Se irguió y dijo con voz temblorosa:
—Me he mareado al mirar hacia arriba. Por un momento, he creído que podría ver
a la diosa del cielo, pero ahora ya estoy bien.
—No hables... Has venido hasta aquí con la esperanza de que yo te siguiera.
Su voz era profunda y áspera. Mientras una de sus manos rodeaba la parte
posterior de la cabeza de Robyn, la otra recorría su espalda, provocándole sensaciones
hasta entonces desconocidas por la joven.
Robyn vio cómo los labios de Sayed se movían hacia los suyos en tanto la luna 4e
bañaba de plata el rostro. No podía rehuirlos, pues la mano de él tenía prisionera su
cabeza. Y de cualquier modo, ella deseaba con todas sus fuerzas que esos hermosos
labios tocaran de nuevo los suyos.
Sintió la urgente necesidad de entregarse a él, y su corazón ignoró por completo
los dictados de su mente.
Los labios de Sayed tocaron los de Robyn, primero con gentileza y después con
insistencia. Su tibia resolución de mantenerlos cerrados para no sentir el fuego de su
lengua exploradora se vino abajo, y Robyn se hundió en un espacio profundo, de pura
felicidad, mientras sus labios se abrían a los de él.
Empezó a besarle con una ansiedad incontrolable. Las manos de él, apoyadas en
su pecho, sintieron el fuerte palpitar que en su corazón producía la excitación física y
ascendieron anhelantes para rodearle el cuello.
Él lanzaba roncos murmullos desde lo más profundo de su garganta. Sus labios se
deslizaron hacia el suave hueco que había entre los senos de ella, mientras su mano
iniciaba un sensual sendero moviendo el blusón hacia atrás para desabrochar, con mano
experta, los tres botoncitos que había en el talle de su vestido.
El aire fresco tocó su piel y ella sintió que las puntas rosadas se le ponían
rígidas. Le acarició con suavidad uno de los senos y después el otro, cuando logró
liberarlos totalmente de la ropa. Ella se estremeció bajo la insoportable calidez de sus
caricias, y él lanzó una risa suave y ronca que tenía el sonido de la victoria.
—Por favor...
De alguna forma tenía que detenerle, a pesar de su intenso deseo de que la
poseyera. Su mano bajó para cubrir la de él y hacer un tenue intento para impedir que
esos dedos continuaran el juego, placentero y atormentador, de sus turgentes senos.
—Dime que no quieres que te toque.
Sayed desató los tirantes de su vestido y levantó uno de sus senos para
acariciarlo con los labios. Ella necesitaba sentir el calor de su cuerpo, hasta el punto
de que le ayudó, quitándose por completo la blusa que hasta entonces había tenido
abierta y echada por detrás de los hombros.
La cabeza le daba vueltas y no podía decir las pairas que detendrían el ataque de
sus sensuales caricias. Sólo pudo moverse con él cuando la hizo descender con lentitud
hacia la cálida arena del suelo.
Suaves gemidos de impaciencia salieron de la garganta de Sayed cuando se topó
con el obstáculo de pretina. Casi era demasiado para poderlo resistir. Ella deseaba,
más que la respiración misma, desprenderse de todo lo que separaba su cuerpo de la
promesa de satisfacción plena.
Las primeras alarmas empezaron a sonar a través del paralizante placer de su
contacto. No debía seguir adelante... ¡ya había llegado demasiado lejos! Pero el placer
que sentía le impedía detener el atrevido recorrido de sus labios.
En un momento de lucidez, comprendió sin la menor duda lo que debía hacer. Y
fue lo más doloroso a que se había obligado en toda su vida. Inhaló una profunda y
temblorosa bocanada de aire y le apartó con violencia. En el mismo instante, antes de
que ella pudiera emprender la huida, él se incorporó y volvió a abrazarla.
Le miró. Sayed tenía los ojos muy abiertos y su expresión era sombría. Su
instinto le hizo comprender a Robyn que ésa no era una expresión de amor, ni siquiera
de cruda pasión. Él no dijo nada, pero la mantuvo prisionera arqueando su espalda con
la potente fuerza de sus manos. Bruscamente, la hizo volverse, de modo que la luz de
la luna brilló sobre sus desnudos senos y su rostro encendido.
El temor cimbró todo su cuerpo. Él le estaba haciendo daño. Sayed sonrió con
expresión irónica y la miró con deliberada lentitud, primero a los ojos y después a los
senos, como un viejo raja que examinara a una mujer en el mercado de esclavos.
—¡Mira dónde han quedado tus declaraciones de pureza! Tú sabes muy bien cómo
provocar a un hombre y habrías hecho todo lo que yo te hubiese pedido! ¡Qué gran
desilusión eres!
Rechinó los dientes y le dio una fuerte sacudida.
Ella no pudo hacer frente a la ira burlona de sus ojos y volvió el rostro hacia otro
lado, en un gesto de impotencia. Su furia desatada la abrumó y comprendió,
desesperada, que él la había interpretado mal de principio a fin. No había nada que
pudiera decirle, no existían palabras con las cuales expresar sus sentimientos en ese
horrible momento.
Sayed vio las lágrimas agolparse en los ojos de la chica y la soltó con tanta
brusquedad que cayó en la arena.
—¡Vístete! —le ordenó.
Robyn levantó el talle del vestido sobre sus palpitantes senos y se puso de
rodillas, después cogió la blusa.
Si en esos momentos hubiera podido convertirse en una esferita y rodar por el
desierto hasta desaparecer, lo hubiera hecho. En cambio, el peso del rechazo de
Sayed la oprimió y se sentó, con la cara entre las manos, mientras incontrolables
sollozos la sacudían de pies a cabeza.
Sayed permaneció de pie, a cierta distancia de ella, su silueta recortada contra
el resplandor lejano de El Cairo. Tenía los puños cerrados, y su cabeza, de perfil,
estaba inclinada.
Ella oyó un largo suspiro y entonces Sayed se volvió:
—Vamos, Robyn —dijo con voz calmada—, aprender una lección es bueno.
Con llorar no remedias nada. Tenemos que llegar a Alejandría esta misma noche
—cambió de tono repentinamente—. Actúas como si te hubiera violado. Lo que sucedió
fue porque tú lo quisiste. No pienses que puedes manipular mi simpatía por medio de
las lágrimas.
Se aproximó a ella y la levantó con brusquedad. La cogió del brazo y la condujo
de regreso al automóvil, donde se acurrucó en el asiento.
Sayed condujo a toda velocidad con los ojos fijos en el camino. La furia empezó a
surgir en ella ante la indignidad e injusticia con que la había tratado. Había una cínica
crueldad en él, que ella no alcanzaba a comprender. Por fin, se aventuró a interrumpir
el frío silencio, diciendo:
—Te iba a detener...
—¿Sí? ¡Cuánto me alegro! —los ojos de Sayed no se apartaron del camino—. No
olvides que los hombres tomamos lo que nos ofrecen. Sin embargo, a ninguno le gusta
que le provoquen y jueguen con él. Estoy seguro de que eso ya lo sabes.
Robyn no pudo decir más. Llamar provocación y juego a lo que había sucedido era
convertirlo en algo feo y desagradable, como si ella lo hubiera planeado de antemano.
Volvió la vista hacia el camino y trató de olvidar lo sucedido. El viento empezó a
soplar con más fuerza y Sayed se detuvo unos momentos para subir la capota del
automóvil. Por fin, Robyn se quedó dormida.
Muy a su pesar, se durmió sintiendo una dolorosa ansiedad por él. Anhelaba estar
en sus brazos... en esos momentos más que nunca.
Las luces de las afueras de la ciudad la despertaron y comprendió que habían
llegado a su destino. La cabeza le daba vueltas y deseaba lanzarse al olvido que le
proporcionaría su cama del hotel.
—Quizás pienses que te debo una disculpa —dijo Sayed con indiferencia—. Pero
con toda franqueza, Robyn, tú fuiste la única culpable. Quisiera poder entender cómo
funciona la mente de las mujeres norteamericanas. Hay que aceptar los hechos,
querida mía.
Aquella expresión de cariño fue como si le clavaran un frío cuchillo en el corazón.
Sayed prosiguió en el mismo tono.
—Yo he visto lo vulnerables que son las mujeres a las necesidades de los
hombres.
Ella trató de protestar, pero él, sin permitírselo, continuó diciendo:
—Pensé que había encontrado a una mujer diferente... una capaz de amar al
hombre elegido por su corazón... que podía ser virtuosa y honesta. Supongo que estaba
demasiado esperanzado.
Los labios de ella se abrieron para protestar, pero él la interrumpió de nuevo.
—No necesitamos hablar más de esto, Robyn. No podemos remediar esta
situación. Tú tienes tus normas morales y yo tengo las mías, y no hay forma de hacer
que ambas coincidan. Debí haberlo comprendido antes y eso nos hubiera ahorrado esta
desagradable escena.
—¡Eres imposible! —exclamó al fin furiosa—. ¡Eres una hombre ciego, carente de
percepción! Mira a tus padres... ellos se escogieron y tu madre ni siquiera era egipcia;
y a mis padres, y a muchas otras parejas felices, que se aman...
—Hum. Por supuesto, mi padre se aseguró de que mi madre era inocente y por
eso fueron felices. Pero esta discusión es inútil. Cuando nuestros padres se casaron,
las costumbres sexuales eran diferentes.
Robyn se sentó muy erguida y las palabras explotaron de sus labios.
—¡Tú no sabes nada sobre mí! Si te dijera que soy inocente», como tú lo llamas,
estoy segura de que no me creerías. Eres injusto conmigo, es absurdo que digas que
fui al desierto para provocarte. ¡Dios mío! Yo sólo me dejé dominar por la belleza de la
luna y las estrellas, y no supuse que ibas a aprovecharte de mí por ello. Debo
reconocer, para mi vergüenza, que el ambiente me transportó a una especie de irreali-
dad romántica. ¡Todo era tan diferente de cuanto había conocido! Y de pronto
desperté del encantamiento para encontrar.... ¿qué? Que tú ibas mucho más allá de lo
que yo podía imaginar.
Una extraña expresión apareció en el rostro de Sayed.
—Me doy cuenta —agregó con voz más suave—, de que los hombres musulmanes
desean que sus mujeres sean vírgenes. Pero, ¿eso sólo significa que honran a las
mujeres de su propia religión? ¿Crees que soy presa fácil únicamente porque no
pertenezco a ella?
Estaba furiosa y oprimió las manos para evitar que temblaran.
—¿O ha sido sólo una prueba para ver si soy de tu agrado?
—¿Crees que ha sido una prueba? —repitió él con lentitud-—. Tal vez sí, y ya
estaba preparado para verte fallar en ella. En cuanto a mí, deseo a una mujer que no
haya sido de otros hombres... —lanzó un suspiro—. Pero tienes razón... es muy difícil
para mí comprenderte.
—Entonces, no me castigues en nombre de alguna desilusión que hayas sufrido en
tu vida.
Se volvió a mirarla fijamente y una leve risa jugueteó en sus labios.
—Tal vez tengas razón. Todos tenemos demonios escondidos en el fondo del
corazón, ¿no es verdad? Ojalá que esta experiencia te demuestre lo frágil que es la
línea que protege a la inocencia del desastre.
Después de cruzar el Parque Montaza se detuvieron ante el Hotel Palestina.
Cuando lo hicieron, Sayed la ayudó a bajar y llevó su maleta a través de las puertas
giratorias de cristal.
Cuando estaban a las puertas del ascensor, extendió la mano para coger su
equipaje.
—El Cairo es una ciudad preciosa
A duras penas logró deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta.
—Gracias por haber sido tan paciente conmigo. Buenas noches.
Se dio la vuelta y oprimió el botón del ascensor, tratando de contener las
lágrimas.
—Buenas noches, Robyn; no necesitas darme las gracias. Olvidemos lo que pasó.
El tono de Sayed era tan extraño que ella levantó de nuevo la vista y sorprendió
una expresión desconcertada en sus ojos.
Al llegar a su habitación, arrojó la maleta en una silla y empezó a sacar ropa con
toda la furia contenida que no había podido lanzar sobre Sayed.
Sin saber cómo, se encontró recordando los mejores momentos que había pasado
con él: la flor de loto ya seca y el estuche que contenía el Ptah de lapislázuli. Sintió
deseos de devolvérselos, pero lo consideró demasiado dramático.
Por fin, se puso el camisón y se metió en la cama. La almohada no tardó mucho en
humedecerse con sus lágrimas. No sabía con exactitud cómo iba a actuar durante el
tiempo que estuviera en Egipto. No tenía mucha práctica en el papel de mujer vencida,
pero no iba a permitir que Sayed la hiciera huir.
Se durmió pensando en eso.

Capítulo 11
AL día siguiente todo el mundo estaba contento, y Robyn pensó que había
motivos para ello. Los problemas con la Oficina de Antigüedades se habían resuelto
favorablemente, el taladro había llegado mientras Sayed y ella estaban en El Cairo y
además, el viento había amainado, lo que facilitaría muchísimo el trabajo de la
excavación.
Hasta Huntley Saunders se mostraba tranquilo esa mañana, en el vestíbulo del
hotel, revisando todo el equipo que formaba la cámara de penetración.
Robyn estuvo reflexionando sobre lo que debía hacer. Se resistía a volver a casa
humillada y derrotada, como víctima de ilusiones románticas en un país exótico. No
podía permitir que el doctor Wayland se enterara de su fracaso sentimental.
En algún momento, durante la noche de sueños inquietantes, la había invadido una
repentina infusión de sabiduría que fortaleció su resolución y la ayudó a recuperar su
dignidad. No importaba lo que Sayed dijera o hiciera. Le apartaría de su vida. No
volvería a exponerse a otra dosis de humillación. El pajarito no iba a esconderse entre
las flores esperando el siguiente movimiento de Sayed.
Se reunió con Tom y Rafica en el vehículo de Mohammed, que recogería a Sayed
y al doctor Gaddabi camino del desierto. Le iba a dar una lección sobre cómo eran las
mujeres norteamericanas: fuertes, aun en la derrota.
Sayed saludó a todos lacónicamente y breve y se sentó en el asiento delantero,
junto a Mohammed. Robyn deseaba que la mirara por el espejo retrovisor para
sostenerle la mirada, así se daría cuenta de que no estaba amedrentada por lo
sucedido. Pero él se limitó a volverse hacia todos y a dar instrucciones de último
momento.
Cuando llegaron a la excavación, el automóvil fue rodeado por un grupo de
trabajadores beduinos que hacían gestos y hablaban todos al mismo tiempo. Mo-
hammed detuvo el coche y Sayed bajó.
—¡Oh, no! —exclamó Tom—. Dicen que alguien ha venido durante la noche... han
estropeado el motor del taladro y los generadores... los tanques de gasolina están
llenos de arena —bajó del automóvil para reunirse con Sayed.
El doctor Gaddabi permaneció en su sitio.
—Vandalismo —dijo—. Alguien está impaciente por impedir nuestro
descubrimiento. Uno de naturaleza vengativa.
—¿Quién? —preguntó Robyn—. ¿Hassan Tarsi?
—Tal vez, pero hay otros a los que les gustaría que el doctor al-Rashad
perdiera su reputación.
—¡Demonios! —exclamó Rafica—. ¡Si yo los descubriera, no tendría misericordia
de ellos!
El doctor Gaddabi la consoló poniéndole la mano en el hombro.
—Ruegue porque sólo sea la maquinaria y nada más. ¡Las máquinas pueden
arreglarse!
Sayed volvió al coche y Mohammed continuó adelante hasta el campamento.
—Rafica, debes revisar los papiros inmediatamente. Estoy seguro de que los
beduinos no tienen nada que ver en esto, ha sido alguien que conoce bien nuestro
trabajo.
—Debimos haber llevado antes los fragmentos ya catalogados a Alejandría
—gimió Rafica—. Yo tengo la culpa por no estar mejor organizada.
—No digas eso —dijo Sayed de forma tajante—. Tú has trabajado tanto como ha
sido posible... era mi responsabilidad proteger los hallazgos.
Huntley Saunders corrió furioso hacia el automóvil.
—¡He dado mucho dinero para evitar una cosa así! ¡Sus superiores se enterarán
de esto, al-Rashad!
Golpeó la puerta del coche con el puño. Hassan Tarsi estaba con él, pero era
difícil adivinar sus emociones a través de sus brillantes y enigmáticos ojos negros.
—Ven —dijo Rafica a Robyn—. Tenemos que examinar nuestro lugar de trabajo.
Tengo miedo de lo que podamos encontrar.
La puerta estaba cerrada con llave.
—Parece que no ha entrado nadie —comentó Rafica con alivio.
Ya dentro, después de un rápido examen de las bandejas y fragmentos. Robyn y
Rafica se aseguraron de que nada había sido tocado.
—Pero pudieron haberse llevado algo de aquí —observó Robyn mirando las pilas
de papiros todavía sin catalogar que esperaban en las bandejas más grandes.
—¡Si hubiéramos trabajado más rápido...! —se lamentó Rafica—. Todo se
encontraría a salvo en el museo.
Tom apareció en esos momentos en la puerta.
—¿Qué novedades hay?
—No podemos estar seguras —respondió Robyn muy seria—. Por lo menos, nada
ha sido destruido... no ha sido un caso de vandalismo común.
—Esto es lo que pensamos Sayed y yo. Ha sido alguien que respeta nuestro
material. Es probable que hayan vendido los papiros en el mercado negro y que ahora
estén en otra parte del mundo, en la colección particular de algún rico... esto, si es que
falta algo.
—Saunders está hecho una furia. Es como un niño que esperaba tener una fiesta
y se encuentra con que alguien se ha comido el pastel de cumpleaños. Sayed se está
tomando las cosas con bastante calma. El capataz de los perforadores nos llevará a
Alejandría a buscar otro motor. Tal vez no regresemos hoy. Tendréis que quedaros
solas.
—Tenemos mucho trabajo —dijo Robyn abriendo el libro que tenía en la mesa—.
Quizás debiéramos revisarlo todo de nuevo, pero yo preferiría continuar.
—Sí, es lo mejor —reconoció Tom—. Oh, ¿podríais hacerme un favor? Sandi
viene en el otro automóvil. Aseguraos de que vuelva con vosotras esta tarde. No quiero
que ande con ese loco de Saunders.
—Nosotras cuidaremos de ella -—sonrió Rafica—. El señor Saunders se irá solo a
casa, puedes estar seguro.
—Gracias. Una cosa más... ese tipo está buscando a alguien a quien echar la culpa
de lo sucedido, así que anda haciendo acusaciones absurdas. Por supuesto, Sayed no le
está prestando atención.
—¿A quién está culpando? —preguntó Robyn cuando Tom se dirigía a la puerta.
Él se volvió y sonrió con cierta turbación.
—Nada menos que a usted, señorita Douglas. Yo no sabía que se dedicara al
vandalismo además de la arqueología. No hagas caso, Robyn. Ese tipo es ridículo. Nos
veremos después.
Cerró la puerta detrás él, dejando a Robyn con la boca abierta.
La mano fresca de Rafica le cubrió la suya.
—Hermana mía, no hagas caso. Tu grosero compatriota no merece que te enfades
siquiera. Ahora, pongámonos a trabajar. Este problema es una señal de que debemos
darnos prisa.
—¡Ese horrible hombre! —exclamó Robyn con voz ahogada.
—Un hombre como él no puede tolerar los bofetones y sospecho que tú le has
dado algunos, con guante blanco, por supuesto.
—Tienes razón, Rafica. Debí haber esperado algo así. ¿Quieres salir a ver si está
Sandi? Si me encuentro en estos momentos con Huntley Saunders, tal vez no resista
la tentación de darle un par de buenos bofetones.
El viento soplaba con suavidad y el pequeño cuarto de trabajo era como una isla
de paz donde Robyn y Rafica trabajaban con ahínco, inclinadas sobre sus mesas. Robyn
trataba de no pensar en las acusaciones de Saunders.
Rafica levantó en cierto momento la vista de su trabajo, como si hubiera
adivinado sus pensamientos.
—La mayor parte de las excavaciones arqueológicas son saqueadas en alguna
ocasión —le dijo con tranquilidad—. En realidad, nosotros hemos tenido suerte. El
mercado negro de antigüedades es muy grande. Nadie parece amar los tesoros
históricos por su valor cultural, sino por lo que cuestan en dinero.
—Bueno, nadie se va a llevar nuestros manuscritos, Rafica; yo los defenderé con
mi vida —exclamó Robyn y la egipcia sonrió ante la pasión que revelaban sus palabras.
Esa tarde, las tres muchachas fueron las únicas ocupantes del vehículo de
Mohammed.
—Me alegro de regresar con vosotras —comentó Sandi—. No me apetecía
aguantar a ese pelmazo de Huntley. Supongo que ya estaréis preparadas para el
banquete de mañana, ¿verdad?
—¿Qué banquete? —preguntó Robyn.
—¿No te ha dicho nada el doctor al-Rashad? —preguntó Rafica—. Es en honor de
la representante de la universidad... o sea, tú. Los organizadores son los miembros de
la sociedad arqueológica y el doctor al-Rashad.
—¿Por qué he sido yo la última en enterarme? —preguntó con voz aguda.
—No lo sé —contestó Sandi—. Después de todo, tú has estado dos días y una
noche en El Cairo con Sayed. No te enfades con nosotras.
—Lo siento. Estuvimos tan ocupados que, sin duda alguna, se le olvidó decírmelo
—dijo en tono de disculpa.
—De cualquier modo, yo no tengo nada decente que ponerme y me encantaría que
me acompañarais de compras más tarde —continuó diciendo Sandi—. Las túnicas que
venden en los bazares son baratas y muy favorecedoras. Tendré que ir a entregar
unas fotografías ai centro de la ciudad. Sería fantástico que fuéramos las tres.
Estaré en la plaza, bajo la estatua de Mahoma Alí, a las siete en punto por si queréis
acompañarme.
Rafica sonrió.
—A mí me encantaría, pero tengo que quedarme en mi cuarto a esperar una
llamada telefónica esta noche.
Robyn sospechó que iba a esperar la llamada de Karim. Se sintió ligeramente
irritada al recordar la negativa de Sayed para ayudarla a resolver el problema de la
desventurada pareja. La actitud de Sayed en el caso de Rafica debió haberle hecho
comprender la clase de hombre que era. Si hubiera estado más alerta, no se habría
expuesto a esa horrible escena en el desierto.
Se obligó a volver al presente. Sonrió a Sandi.
—A las siete en punto junto al monumento de Mahoma Alí —dijo—. Trataré de
estar a tiempo. Yo también debo comprarme algo para mañana.
Ya en el hotel, al ir a pedir su llave en la recepción, un empleado le informó:
—Hay una dama esperándola, señorita.
Desconcertada, Robyn se volvió hacia donde el hombre indicaba. Podía ver el
perfil de una mujer de pelo oscuro, sentada en uno de los cómodos sillones.
—Ésa es la señora —confirmó el hombre.
—¿Quién es ella?
El empleado se encogió de hombros y Robyn se dirigió hacia el lugar indicado,
preguntándose si tendría paciencia para hablar con una periodista o con otra empleada
de la Oficina de Antigüedades. Al acercarse a la mujer descartó ambas posibilidades.
Iba peinada a la última moda y su vestuario era muy elegante como para ser el de una
empleada.
Robyn se acercó a ella con pasos más lentos. Unos inteligentes ojos castaños se
volvieron hacia ella al verla aproximarse, y la mujer se puso de pie. Era alta y sonreía,
pero su sonrisa era artificial.
—Estoy encantada de conocerla —dijo la mujer con voz muy estudiada—. Soy
Aziza Atef.
Como Robyn no pareciera reconocer el nombre, la mujer arqueó una de sus
delgadas cejas.
—¿No le dijo Sayed que vendría a visitarla? ¡Qué hombre tan olvidadizo!
—Me temo que yo no... —empezó Robyn, pero fue interrumpida.
—Le dije hace varios días que quería conocer al representante de la universidad.
Tome una taza de té conmigo —llamó a un camarero y después sonrió a Robyn—.
Supuse que sería un caballero mayor... lleno de experiencia y erudición. Cuando me dijo
que no era viejo y que ni siquiera era un hombre, me picó la curiosidad.
Robyn se puso en el acto a la defensiva. Había algo en la mirada de esa mujer que
la desconcertaba.
—Tal vez el doctor al-Rashad no le explicó que soy una observadora calificada de
la universidad. Mi juventud y mi sexo no tienen nada que ver con mi habilidad
profesional, señorita Atef. '
—Yo soy viuda, señorita Douglas, pero debe llamarme Aziza. Estoy muy
interesada en la excavación, ¿sabe...? y cuando supe que Sayed... su doctor al-Rashad,
había descubierto un almacén oculto de la vieja Biblioteca de Alejandría, puede
imaginarse mi emoción. Ha sido la comidilla de nuestro círculo, se lo aseguro.
Robyn se sintió horrorizada de que, gracias a los chismes de Huntley Saunders,
se estuvieran esparciendo aquellas noticias entre la alta sociedad egipcia.
—No es tan fascinante como usted cree —murmuró—. Tal vez nos lleve meses o
años examinar los papiros encontrados en la excavación. No tenemos certeza alguna de
que procedan de la biblioteca, a pesar de lo que haya usted oído.
Trató de dar a su voz un tono de autoridad.
—Es usted una persona muy seria, por lo que veo. El doctor al-Rashad necesita a
alguien como usted... No sabe las dificultades que ha tenido últimamente con las
ayudantes extranjeras que le han enviado —su risa fue fría y ligera—. Si no estuviera
tan ocupada, me gustaría dedicarme a buscar tesoros, debe ser fascinante.
Robyn no podía imaginarse a esa esbelta y mimada criatura arruinando sus largas
uñas en la arena del desierto; pero sí inclinada sobre una mesa, a la luz de las velas,
hacia Sayed, en un elegante restaurante, escuchándole hablar sobre la excavación.
Apartó bruscamente esos pensamientos. Eso no le importaba y sólo quería librarse de
la curiosidad de Aziza Atef.
La mujer tendría más o menos treinta años y hablaba un perfecto inglés.
—Una excavación arqueológica es algo muy complicado. El trabajo no tiene el
encanto que mucha gente le atribuye, como el doctor al-Rashad debe haberle
comentado.
La señora Atef levantó su taza de té y miró a Robyn.
—Él quiere que su universidad siga patrocinando la excavación.
—Sí, me doy cuenta de ello y ésa es la razón de que yo esté aquí.
—Nosotros... los amigos de Sayed... le agradeceríamos que enviara un informe
favorable a sus superiores, querida mía. El pobre está insoportable porque no puede
terminar ese trabajo de la biblioteca —se echó a reír de nuevo.
—Si los amigos del doctor al-Rashad pueden esperar un poco más, estoy segura
de que él recobrará el buen humor —contestó Robyn con frialdad. Se preguntó por qué
aquella mujer la molestaba tanto. —¿La he ofendido? —preguntó con expresión
preocupada—. Oh, mi querida señorita Douglas, lo siento mucho. No era mi intención
molestarla. Yo sólo quería conocerla y desearle una buena estancia en Egipto.
—Gracias —contestó ella y un malicioso impulso la hizo agregar—: pero es posible
que me quede en Egipto por tiempo indefinido... no lo sé todavía. Él rostro de Aziza
Atef se alteró, revelando marcadas arrugas a los lados de su boca.
—Entonces, me despido por ahora —extendió la mano para tomar la de Robyn—.
Supongo que usted sabe que Sayed tiene sus pequeños placeres cuando así lo desea.
Últimamente son las chicas norteamericanas las que le divierten.
—Yo no sé nada de eso —replicó Robyn con frialdad y se mantuvo rígida, de pie,
mientras su visitante se marchaba.
Robyn pensó que Aziza Atef se había tomado mucho trabajo para nada. Aquella
elegante mujer no sabía que ella no constituía ninguna amenaza, ni tenía intenciones de
conquistar a Sayed al-Rashad. —Es todo suyo, madame X, —dijo en voz baja,
observando la figura que desaparecía por las puertas giratorias—. Tal vez usted sea lo
bastante lista como para no perderse en ese laberinto que él tiene por mente. Yo no lo
soy.
Consultó su reloj y se dio cuenta de que tendría que darse prisa, si quería
bañarse y cambiarse, antes de reunirse con Sandi en la ciudad.
Bajo la ducha, sus alteradas emociones empezaron a tranquilizarse. El agua
caliente hizo desaparecer la irritación que la señora Atef le había causado.
Eran casi las siete cuando consiguió un taxi que aceptó llevarla a la Plaza de
Mahoma Alí. Le complació viajar sola en el asiento posterior, sin la inquietante
cercanía de Sayed.
Alejandría era una ciudad limpia y resplandecía bajo las luces de la noche. Pensó
con entusiasmo que le apetecía explorar los bazares con Sandi, reír con ella y sentirse
tranquila, libre de presiones emocionales.
Pagó al taxista y bajó en la esquina de la plaza, que hervía de gente y de
actividad. En el centro de la plaza se elevaba la estatua ecuestre de Mahoma Alí, o
Mohammed Alí, como le llamaban los egipcios, el gran héroe del Siglo XIX, que había
liberado a Egipto de los ingleses y de los turcos, y que había devuelto al pueblo su
sentimiento nacionalista.
Sandi no estaba. A medida que los minutos transcurrían, Robyn trató de
aparentar que tenía una buena razón para estar allí. Empezó a pasear en torno a la
estatua, la examinó desde todos los ángulos y, durante varios minutos se dedicó a
observar a la multitud que desfilaba ante ella.
Cuando su reloj le indicó que eran las siete cuarenta y cinco, comprendió que
Sandi no haría acto de presencia. Un policía de uniforme blanco le ofreció ayuda,
cuando ella se le acercó. Le explicó, en lento y cuidadoso inglés, que quería hacer
compras en los bazares, los sugs, porque deseaba una túnica. Él escribió una dirección
en un pedazo de papel.
—Es por allí, señorita —le indicó, señalando hacia un extremo de la plaza—. A la
derecha, después del mercado de verduras.
Hizo un elegante saludo militar y se marchó.
Robyn siguió sus instrucciones y se encontró en el mercado de verduras. Le
agradó ver la forma en que los vendedores exhibían su mercancía y caminó con toda
tranquilidad entre los numerosos puestos y la escasa gente que hacía sus compras
nocturnas.
Cuando entró en la calle en la que terminaba el mercado, la atmósfera cambió de
pronto. Se escuchaba música árabe, procedente de algún aparato de radio cercano, y
las desnudas bombillas de luz que alumbraban las pequeñas tiendas se balanceaban con
suavidad impulsadas por la brisa de la noche. Ella se dejó llevar por la corriente de
gente que se movía en el limitado espacio que ofrecía el lugar.
Miró a un lado y otro y vio pilas de zapatos y de ropa para niño en los
mostradores, ante los cuales los propietarios esperaban atentos a cualquier señal de
interés por su mercancía.
Pero no era eso lo que ella buscaba y siguió andando. En la primera esquina tuvo
que saltar para evitar ser arrollada por una carreta tirada por un caballo. Más
adelante, un ciclista se movió salpicándola de barro. Robyn se detuvo unos momentos a
limpiarse con un pañuelo.
En seguida continuó su recorrido por la serpenteante callejuela y pronto llegó a
otra sección donde había un callejón con asombrosas exhibiciones de joyería de oro.
Cadenas, brazaletes, collares, de-hermosos diseños, colgaban de los escaparates de
las tiendas.
Ya había oscurecido y la calle estaba sumida en las sombras, excepto por la
tenue luz que salía del interior de las joyerías. El amable policía de uniforme blanco
había escrito la dirección de la tienda de túnicas en árabe y en inglés. Ella se esforzó
por encontrar el número sobre alguna puerta. Dobló en otra esquina y empezó a
avanzar por un laberinto de callecitas.
Las callecitas eran tan estrechas, que en algunos lugares medían menos de dos
metros de ancho. Robyn empezó a andar con más lentitud y a disfrutar de las
exhibiciones de encaje y tapices, así como de la fabricación de artesanías locales.
Se escuchaba música por todos lados, procedente de los transistores que había
en las tiendas, y también voces que ofrecían artículos, regateaban o protestaban por
los precios. Robyn estaba fascinada. Éste era el verdadero Egipto. No había turistas y
todos los rostros, exceptuando el suyo, eran egipcios.
Un hombre se acercó en silencio a ella. Cuando Robyn se volvió sorprendida y
asustada, el desconocido le sonrió y gritó cerca de su rostro, en mal inglés:
—¡Mejores túnicas... en mi casa! —ella movió la cabeza y se alejó a toda prisa,
pero el hombre la siguió—. ¡Baratas! ¡Mejores túnicas!
Un estremecimiento de temor la estremeció.
—\mshil —exclamó con firmeza, recordando cómo se decía en árabe «váyase»
—\Emshil —repitió al ver que el hombre continuaba siguiéndola.
Un segundo hombre se colocó a su lado.
—¡Túnicas! Yo no engaño... —exclamó, tirándola del brazo.
Ella entró en una tienda de tapetes y los hombres se quedaron afuera. Pero no
podía pasarse la noche viendo cosas que no le interesaban y cuando salió, los hombres
volvieron a seguirla.
De nada valieron sus protestas y amenazas de llamar a la policía. Nadie en el
bazar parecía prestarle atención y, de pronto, se sintió muy indefensa. En esos
momentos las luces de las tiendas parpadearon un instante y se apagaron. El lugar
quedó sumido en la más completa oscuridad. El pánico se apoderó de ella.
Empezó a correr, tropezando con la gente, chocando con carretas y animales.
Eso no podía estarle sucediendo, pensó con desesperación. Ella siempre se había
sentido segura en Egipto.
Lámparas de aceite y de petróleo empezaron a aparecer en las tiendas,
confiriendo una apariencia sombría e irreal a los muchos rostros oscuros que la
rodeaban. Siguió corriendo, todavía aterrorizada, cayéndose y levantándose, para
entrar en un callejón que olía a incienso. Descubrió que el callejón no tenía salida y que
los dos hombres la seguían de cerca.
—¡Por favor! —gritó.
Una mano fuerte le asió el brazo y la hizo entrar en una tienda de antigüedades.
Era Sayed. Robyn sintió deseos de llorar de alivio al verle.
—No es conveniente que andes por aquí sola, de noche —dijo con voz tranquila—.
¿Estás bien?
—Creo que sí. Necesito un momento para dejar de temblar —logró decir—.
¿Cómo sabías que yo estaba...?
Él se encogió de hombros.
—No lo sabía. Sólo me di cuenta de que una mujer estaba en problemas... y
resultó que eras tú. Creo que debes tomar una taza de té de menta, en tanto concluyo
con lo que estoy haciendo aquí.
Le puso una taza de té en la mano, que sin duda alguna le habían servido a él, y se
volvió hacia el dueño del negocio.
Robyn aceptó el té agradecida y miró hacia el callejón, del que habían
desaparecido los dos hombres. Aún llevaba el pedazo de papel arrugado en un puño.
Abrió la mano y Sayed lo vio.
—¿Buscas una dirección? —preguntó al terminar su transacción con el dueño del
negocio.
—Estaba buscando una tienda donde vendieran túnicas y me dieron esta
dirección —explicó ella, tratando de aparentar una calma que no sentía—. Cuando se
apagaron las luces y no pude librarme de esos dos hombres que me seguían, me sentí
segura de que sus intenciones no eran buenas.
—¿Y te caíste? —preguntó, al ver su chaqueta manchada, así como sus piernas
salpicadas de barro. Una leve sonrisa asomó a sus labios—. Normalmente los bazares
no tienen un efecto tan dramático en las turistas.
¿Cómo podía mostrarse tan tranquilo e indiferente después de lo que había
pasado la noche anterior? Pero, a Robyn había dejado de importarle lo que pensara. Si
Sayed podía mirarla con tranquilidad, ella también podía hacerlo.
—Gracias por estar aquí. Tu intervención ha sido muy oportuna —dijo, riendo con
suavidad.
—Ésa es mi función, ¿no? Rescatar a las doncellas de las consecuencias de sus
propias tonterías.
—Las doncellas no debían ser perseguidas cuando todo lo que tratan de hacer es
comprar un vestido.
El lanzó una carcajada.
—¿De veras pensaste que esos hombres iban a hacerte daño?
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—¡Es usted encantadoramente ingenua, señorita Douglas! Ellos no querían más
que atraerla a su tienda. Reciben una comisión por cada cliente que llevan. Tu febril
imaginación los convirtió en monstruos de lujuria, que perseguían tu cuerpo.
—¡Qué forma tan delicada tienes de decir las cosas, doctor al-Rashad! —replicó
ella—. Gracias por el té. Adiós.
Puso la taza con decisión sobre el mostrador y se dirigió a la puerta. Una mano
fuerte y familiar la detuvo.
—-Te pido disculpas. No necesitas castigarme más. Insisto en acompañarte a la
tienda de túnicas.
Ella se volvió con lentitud.
—Entonces, ¿te preocupa que pueda sucederme algo, después de todo?
—preguntó con sorna.
—No es eso —repuso él con tranquilidad, cogiéndola del brazo para conducirla al
callejón e ir al bazar—. No quiero que te presentes a trabajar mañana convertida en
un manojo de nervios.
La energía eléctrica volvió a funcionar inundando de luz las tiendas y las calles,
que recobraron su atmósfera festiva. Robyn decidió mostrarse amable y aceptar su
ofrecimiento.
—Quiero comprar un vestido para el banquete de mañana por la noche —dijo.
—¡Ah, sí! La última vez que el doctor Wayland estuvo aquí se aburrió mucho en el
famoso banquete. A mi, ese tipo de celebraciones me parecen absurdas, pero es una
costumbre hacerlas, es cosa de la Oficina de Antigüedades.
Robyn se dejó conducir por él en silencio. La fiesta en su honor, sólo era para
Sayed una fastidiosa velada, a la que tenía que asistir por compromiso.
Entró en silencio en la pequeña tienda. En el escaparate iluminado había en
exhibición una túnica de algodón negro, con bordados de brillantes colores en el talle.
El corte era simple, como en la mayor parte de las túnicas que había visto. Las mangas
eran anchas y largas.
El propietario saludó a Sayed con deferencia. Su respuesta en árabe hizo
aparecer una sonrisa en los labios del hombre, que de inmediato se inclinó en una
reverencia a Robyn.
—¿Qué le has dicho? —preguntó ella con desconfianza.
-—Lo suficiente para que te dé buen servicio —contestó él.
Robyn maldijo su ignorancia de la lengua y señaló la túnica negra que estaba en el
escaparate. El hombre miró a Sayed primero, y después trajo una idéntica que sacó de
una pila de prendas dobladas. Robyn entró en un pequeño probador con una cortinilla, y
se la puso. Le gustó. Su pelo rubio, hacía un bello contraste con el negro de la tela.
—Me llevo ésta —dijo, y Sayed hizo la traducción.
El propietario de la tienda sacó otra del mostrador, la colocó bajo la luz, para
que ésta se reflejara en las cuentas de cristal con que estaba bordado el talle. La
prenda era de un exquisito tono dorado.
—Dice que un anciano la ha traído esta mañana. Su esposa la bordó y está muy
bien terminada.
—Es preciosa —comentó Robyn con admiración.
—Entonces pruébatela —sugirió Sayed. Parecía realmente interesado en la
elección, lo cual la sorprendió.
Volvió al probador y se quitó la túnica negra para ponerse la dorada. La tela de
algodón de ésta era mucho más suave que la de la otra y su tono amarillento destacaba
el color azul gris de sus ojos. El escote era bajo, a diferencia de la túnica negra y
exponía el nacimiento de los senos. Sesha Neheru, contempló reflejada en el espejo a
la romántica mujer de grandes ojos, que en ese momento se imaginaba ser una
verdadera egipcia.
—¿Y bien? —le preguntó Sayed.
Salió un poco titubeante. Sabía que estaba hermosa, pero no quería que Sayed
hiciera algún comentario burlón al verla.
Sin embargo, cuando quedó frente a él, no logró leer la expresión de sus ojos.
Guardó silencio, escuchando al dueño de la tienda lanzar un torrente de palabras de
admiración en árabe.
—Debías comprarla —le sugirió Sayed por fin—. Te favorece mucho.
Ella pasó los dedos, con suavidad, por el talle bordado. Era una túnica demasiado
bella y sin duda alguna, muy costosa.
—Me llevaré la negra —dijo con voz firme y desapareció de nuevo en el probador
para quitársela y ponerse su propia ropa.
Sayed se mantuvo a un lado mientras ella pagaba la túnica negra. Después la
cogió del brazo y juntos se dirigieron hacia donde tenía estacionado el automóvil, en
las afueras del bazar.
—¿Por qué no compraste el vestido dorado? —le preguntó al abrir la puerta del
coche para que ella subiera.
—¿En dónde la usaría? —preguntó en tono ligero—. Mi vida no incluye bailes de
cuentos de hadas.
Se montaron en el coche y durante unos segundos viajaron en silencio. Por fin,
Sayed dijo:
—Hemos encontrado ya un buen motor para el taladro. Nos llevará un par de días
instalarlo.
—Magnífico —contestó ella.
—Mañana empezaremos a transportar al museo el material ya catalogado. Confío
en que Rafica y tú terminéis pronto de catalogarlo todo.
—Lo intentaremos.
Cada vez se sentía más incómoda a su lado. Le resultaba insoportable su
proximidad, pues le recordaba la escena de la noche anterior. Nunca sería posible
portarse con él como si nada hubiera sucedido. Algo pesado y doloroso le oprimía la
garganta y se alegró de que ninguno de los dos estuviera dispuesto a charlar.
Sayed la observó cuando ella bajó apresuradamente del automóvil, en cuanto él lo
detuvo frente al hotel. Robyn cerró la puerta y le sonrió.
—Gracias —dijo con suavidad y se alejó de él a toda prisa.
Sayed se quedó sentado durante largo rato en su automóvil, antes de volver a
encender el motor y alejarse de allí.

Capítulo 12
LA mano tibia de Sayed le limpió la fina arena que cubría su frente. Ella abrió los
pesados párpados y vio su amoroso rostro que le sonreía.
—Estás soñando, mi adorada —le decía con voz ronca y se inclinaba a depositar
en sus labios el más tierno de los besos.
—Oh, Sayed, soñé que nos separábamos para siempre. ¡Era horrible!
Levantó los brazos desnudos para atraerle de nuevo hacia ella, para unirse con él
una vez más, como lo había hecho tantas veces durante esa interminable y paradisíaca
noche de amor en la tibia arena del desierto.
—Estoy aquí, pajarita... Sesha Neheru. Nunca te dejaré... te amo.
Sus labios se deslizaron, ligeros y posesivos sobre su suave desnudez, y ella se
apretó contra él sintiendo oleadas de placer...
Robyn comprendió que, al abrir los ojos, el sueño se desvanecería, como una nube
arrastrada por un fuerte viento. Las lágrimas brotaron bajo sus párpados cerrados y
se deslizaron por sus mejillas.
Era de día. Estaba en su habitación sola, y lo mejor que podía hacer era
olvidarse de aquel perturbador sueño. Pero esa escena le parecía más real que la
propia realidad. Amaba a Sayed y le daba miedo enfrentarse a su fracaso.
Se levantó con gran esfuerzo. Hubiera querido quedarse en la cama, dormir,
despertar sólo a tiempo para abordar el avión que la llevaría a su casa.
Rafica estaba en el vestíbulo, esperando a que llegara el automóvil de
Mohammed. Era una figura pequeña y solitaria, sentada en un sillón cercano a la
entrada.
Se levantó al ver a Robyn y se acercó a ella.
—Tom y Sandi no vendrán hoy con nosotras —dijo—. Él se quedará en Alejandría,
con el doctor Gaddabi. Nos han concedido un espacio en su laboratorio de
restauración, para que podamos continuar con nuestro trabajo aquí y sigamos
catalogando los fragmentos que faltan. No estaré tranquila hasta que todo el material
se encuentre bien resguardado.
—¿Y Sandi?
—Tom dice que hoy necesita estar sola.
Rafica escudriñó a Robyn durante largo rato.
—Hermana mía, ¿estás segura de que no te pasa nada? ¿O tú y yo estamos
tratando de poner buena cara al mal tiempo? —sonrió con tristeza.
—La vida sigue su curso —señaló Robyn, procurando no revelar sus sentimientos.
Cuando el automóvil subió la última loma y empezó a descender al campamento, lo
primero que vio Robyn fue a Sayed, rodeado por varios hombres que ella no conocía.
Los trabajadores beduinos se encontraban de pie, no muy lejos, contemplando la esce-
na. Algo andaba mal.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó a Rafica.
—Policías de la Oficina de Antigüedades, creo. Son los únicos que usan esos
pesados trajes color marrón en una excavación.
Avanzaron a toda prisa hacia el cuarto de trabajo, encontrando la puerta
abierta. Sayed se adelantó para impedir el paso.
—La policía de antigüedades está aquí. Hubo una información anónima en el
sentido de que habían robado algunos de nuestros papiros —dijo con voz alta, como
para que le escucharan los tres hombres—. He verificado el catálogo y veo que no
falta nada. Estoy seguro de que sólo fue una broma de mal gusto.
Hassan Tarsi salió del cuarto en esos momentos.
—¿Estás seguro? —preguntó a Sayed—. ¿Qué me dices de los que todavía no
estaban catalogados?
El rostro de Sayed se oscureció.
—Estoy seguro. No falta nada.
Caminó con pasos firmes hacia los hombres que esperaban, hablando en árabe.
Rafica escuchó con atención y después explicó a Robyn:
—Les está diciendo que si obtiene más información se lo hará saber. Se está
disculpando por el incidente.
Los hombres de traje marrón estrecharon la mano de Sayed y se marcharon
entre una nube de polvo levantada por su automóvil. Sayed los siguió un momento con
la mirada y luego se volvió, furioso, hacia el doctor Tarsi, Robyn y Rafica.
—Debemos hablar ahora mismo. Seguidme.
Entró en el cuarto de trabajo y cuando todos estuvieron adentro, cerró la
puerta.
—Ahora —empezó a decir con los brazos cruzados sobre el pecho—, quiero saber
la verdad. Acabo de mentir a esos hombres. Su información era correcta, algunos de
nuestros hallazgos han desaparecido. Si la policía de antigüedades se enterara,
cerraría la excavación hoy mismo e iniciaría una prolongada investigación. Yo no creo
que hayan sido los beduinos, pero aquí se ha llevado a cabo un robo y me gustaría saber
quién es el ladrón.
Sus ojos recorrieron los rostros de las tres personas que había frente a él.
—¿No tenéis nada que decir para resolver este misterio?
Robyn sintió que se le doblaban las piernas y que sus manos se ponían heladas.
¿La estaba acusando? Sus ojos estaban clavados en ella, con frialdad, como si fuera
una trabajadora cualquiera, alguien capaz de haber robado... ¿Cómo podía pensar una
cosa así?
—Yo sabía que iba a pasar algo así —intervino Hassan Tarsi con gran
pomposidad—. Desde el principio, tus métodos de seguridad dejaban mucho que
desear. Eres un hombre demasiado confiado.
Rafica se aclaró la garganta.
—¿Qué falta, doctor al-Rashad? Tal vez nos ayudara un poco saberlo.
Sayed se inclinó a levantar el catálogo.
—Dos cosas. El número 163, un papiro, quiero decir, un fragmento grande, que
tenía anotada en griego la firma de Un hombre llamado Apolonio, y el número 304, otro
pedazo de papiro, el cual según sabemos, tenía escritura demótica, probablemente de
la Dinastía XVIII. Los dos papiros fueron catalogados por la misma persona.
Levantó la vista y se encontró con la mirada desventurada de Robyn.
—Sí, por mí —dijo ella con firmeza, después de aspirar una bocanada de aire
para tranquilizar sus nervios—. Recuerdo ambos papiros y ese último estaba muy bien
conservado.
—¿Y qué más? —agregó él en un tono de peligrosa suavidad.
—¿Qué quiere decir? Eso es todo. Yo los vi, los catalogué y nunca más volví a
pensar en ellos... —su voz temblaba, estaba furiosa—. No sé por qué nos estás
interrogando a Rafica y a mí. ¿Acaso imaginas que somos... vulgares ladronas?
—Nada de eso, señorita Douglas. Pero algo muy serio ha sucedido aquí y debo
llegar al fondo del asunto. La furia es, con frecuencia, la forma de encubrir la
culpabilidad, ¿no es cierto?
Robyn sintió que el rostro se le ponía escarlata de la rabia.
—¡Acuse a otro, entonces! ¿Cómo sé que no fue usted quien robó esas cosas? ¡Yo
tengo tanto derecho de interrogarle a usted, como usted a mí... puesto que yo
represento a la universidad que está patrocinando su preciosa excavación!
Pasó frente a él y empujó la puerta para salir. Oyó los pasos de Sayed que la
seguían y se volvió con brusquedad para encararse con él.
—¡No seas infantil, Robyn, escúchame! No te estoy acusando a ti, ni a nadie en
particular. Un delito serio ha sido cometido y lo único que puedo hacer es empezar con
las personas que manejaban las cosas robadas. ¡Sé razonable!
—¡Quíteme las manos de encima! —gritó ella, mientras las lágrimas rodaban por
su rostro—. Estoy harta de sus actitudes dictatoriales. Diga a Mohammed que me lleve
al hotel. ¿Me oye?
Él retrocedió, asombrado.
—Como quieras —contestó—. Sólo te pido que guardes este asunto en secreto,
hasta que yo determine otra cosa. Rafica puede volver contigo a Alejandría. Hoy me
llevaré al museo todos los papiros que pueda cargar. No quiero lidiar con dos mujeres
alteradas, que sólo serían un impedimento para mí.
Robyn se quedó sentada en la camioneta de Mohammed por lo que le pareció una
eternidad, antes de que Rafica se reuniera con ella. No abrió la boca mientras salían
de los irregulares caminos del desierto. Rafica, después de un rato, rompió el silencio
diciendo:
—Hermana mía, tienes que comprender la furia del doctor al-Rashad. No nos
estaba acusando; pero le ha dolido mucho que alguien haya realizado un acto tan bajo.
Para él es como una blasfemia, como una violación de reliquias sagradas. Bueno, creo
que no me estoy explicando bien.
—No trates de explicarlo, Rafica. El problema con el doctor al-Rashad va más
allá de este incidente. Él... necesita alguien a quien maltratar.
Rafica no dijo nada más hasta que estaban ya muy cerca de Alejandría.
—El manuscrito del dios de los ojos azules no ha sido robado —le informó con
suavidad—. Él me ha pedido que te lo diga.
Robyn apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y cerró los ojos.
—Si yo fuera la ladrona sólo habría robado ese manuscrito.
—Creo que él lo sabe.
—Pero yo no tengo ningún interés en el dios de los ojos azules, absolutamente
ninguno. Le deseo buena suerte en su traducción. Tal vez aprenda algo de él sobre
confianza y calor humano.
Rafica le tocó el hombro en un gesto consolador.
—Robyn, ven conmigo hoy a mi pueblo. Quiero que conozcas a mi familia y que
veas Egipto como yo lo hago. Por favor.
Robyn abrió los ojos y sonrió.
—Me gusta la idea. Siento mucho estar actuando de este modo y también haber
abandonado el trabajo... Sayed no podrá cargar él solo con todo. Lo que significa que
tendrá que dejar algunos papiros en el cuarto de trabajo esta noche. Y eso es
arriesgado. ¿Y qué me dices de los pergaminos? Necesita ayuda para trasladarlos.
Había una expresión comprensiva en los ojos de Rafica. Robyn no se dio cuenta
de que el uso del nombre de él le había revelado a la egipcia lo que sucedía.
Mohammed aceptó llevarlas al pueblo de Rafica, que distaba unos cincuenta
kilómetros de Alejandría y estaba situado a un lado de la carretera que conducía al
Delta.
—Podemos volver en autobús a Alejandría —observó Rafica—. Hay un autobús
que sale de allí por la tarde.
Robyn continuaba furiosa por dentro. Probablemente le haría bien alejarse de
todo lo que pudiera recordarle a Sayed. El panorama del desierto era un reflejo de su
estado de ánimo... triste y desolado. Observó sin interés cómo cambiaba el paisaje,
dando paso al exuberante verdor del Delta.
Mohammed giró por un camino pavimentado y durante varios minutos siguieron la
orilla de un canal. Al otro lado, la tierra era negra y húmeda.
—Nos sentimos orgullosos de nuestra carretera —comentó Rafica al fin—. La
pavimentamos nosotros mismos. También fuimos uno de los primeros pueblos que tuvo
electricidad.
—¿Estudiaste aquí de niña?
—La escuela es obligatoria hasta los doce años. Contamos con una escuela y dos
maestros en el poblado. Sus salarios son muy bajos y ésa es una de las razones por las
que mi padre se opone a que me case con Karim. La hija del Samir Sadawy al-Wahab no
debe depender del salario de un pobre maestro, cuando tiene la oportunidad de
convertirse en la mujer de un hombre acomodado. Es tan orgulloso...
Robyn imaginó que el padre de Rafica sería un hombre muy parecido a Sayed,
dominante, irrazonable y sin corazón.
—Pero no es sólo el orgullo —continuó Rafica—. Es la deuda que mi padre
considera que tiene con su hermano, el padre de Mustafá. Hace muchos años, cuando
el gobierno del presidente Nasser despojó del poder al rey, mi padre y mi tío
recibieron buenos trozos de tierra para cultivar. Fue magnífico para nuestras familias,
pero en aquel entonces mi padre estaba muy enfermo y no podía cultivar su tierra.
Rafica calló unos segundos y, en seguida, continuó:
—No teníamos dinero para contratar trabajadores y mis hermanos eran apenas
unos niños, así que mi tío se ofreció a trabajar nuestra tierra por nosotros, con la
ayuda de sus hijos, que eran mayores que los de mi padre, y nos entregó las ganancias
que procedían de las cosechas, año tras año.

—Lo que hizo me parece muy bien. Pero ¿por qué existe todavía esa deuda,
después de tantos años?
—Se trata de orgullo, porque mi tío no es el tipo de hombre que exige
reparación. Mis hermanos han trabajado nuestra tierra desde hace ya más de diez
años, y han dado parte de nuestras ganancias de todas las cosechas cada año a nuestro
tío. La deuda ha sido pagada y todos están satisfechos... excepto mi padre.
—Si no hay deuda, entonces no veo por qué...
—No es fácil de explicar, ni fácil de comprender. Sólo sé que tengo que casarme
con Mustafá, a quien mi padre me prometió cuando yo era niña. Mis dos hermanas
están esperando a que yo me case para poder hacerlo ellas. Aisha sufre mucho; está
enamorada de un muchacho, pero tiene miedo de decírselo a mi padre... Mis hermanas,
al ser menores, no pueden casarse antes que yo. No debo ser egoísta.
Volvió la cabeza hacia otro lado. Robyn hubiera querido proteger a su amiga, pero
le molestaba la actitud sumisa de Rafica.
Mohammed redujo la velocidad al acercarse a una doble reja colocada en el
centro de un alto muro que rodeaba un jardín. Un joven alto estaba cerrando en esos
momentos las rejas por las que acababan de salir. Su rostro y los movimientos de su
cuerpo revelaban su agitación.
—¡Karim! —gritó Rafica abriendo la puerta aun antes que Mohammed hubiera
detenido por completo el vehículo—. ¡Karim!
Corrió hacia el hombre, que se volvió y abrió los brazos para recibirla.
Robyn sintió que se le oprimía el corazón al verlos. ¡Algo tenía que hacerse por
ellos! Si ésa fuera la única razón para quedarse más tiempo en Egipto, lo haría, se dijo.
Rafica llevó a Karim al automóvil, donde hizo las presentaciones. Mohammed se
disculpó con discreción, diciendo que iría a tomar algo fresco a la casa de té del
pueblo, antes de emprender el viaje al desierto. Dejó la camioneta estacionada frente
a la casa.
Karim era un hombre apuesto, con grandes ojos color castaño oscuro.
Karim se sentó en el asiento delantero de la camioneta, y se volvió hacia Rafica,
con los ojos brillando de ternura y aflicción.
—Acabo de ver a tu padre, Rafica —dijo.
—Pero quedamos en que no harías eso.
—Consideré necesario explicarle nuestros sentimientos, cara a cara. No podía
dejarte ir sin conocer al hombre que me niega la felicidad en este mundo.
Su rostro estaba tenso, de modo que parecía mayor de los veintitrés o
veinticuatro años que debía tener.
—Puedo imaginar lo que te dijo —murmuró Rafica.
—No me miró a los ojos. Habló como si yo fuera un mueble. Dijo que no se puede
jugar con el honor, por capricho de los hijos. No pude quedarme un momento más en su
presencia. Era como una puerta cerrada y yo no tenía llave. Ahora todo depende de ti,
Rafica.
Rafica empezó a temblar.
—No, Karim, no me digas eso. Hay muchos otros que saldrían perjudicados si me
fuera contigo —ocultó el rostro entre las manos y sollozó en silencio.
Karim se volvió hacia Robyn.
—Está usted presenciando el lado oscuro del honor, señorita Douglas. Y yo no
puedo hacer nada... —abrió la puerta y bajó—. Tengo tres días más de permiso antes
de volver a mi unidad en el Sinaí. No volveré a ver a Rafica... hasta después de que se
haya casado con Mustafá.
Pronunció las últimas palabras con verdadera agonía en la voz, y se alejó del
vehículo con el mismo paso nervioso con que había salido de la casa.
Rafica levantó la cabeza y le siguió con la mirada, hasta que Karim desapareció
de su vista.
—Todo se acabó —murmuró.
Robyn le cogió la mano y la oprimió con firmeza entre las suyas.
—No digas eso. Karim está alterado por el momento, pero la situación cambiará.
Yo sé que cambiará.
—Gracias hermana mía. Pero todas las buenas intenciones de tu bondadoso
corazón no alterarán lo que debe ser. Es Kismet... mi destino y el de Karim. Nadie
puede hacer nada para cambiarlo. Ahora lo sé. No siento deseos de ver a mi familia
hoy, si a ti no te importa —rió con amargura—. ¡Qué ironía. Te he traído aquí para
animarte, y mira lo que he hecho!
—No digas tonterías —replicó Robyn—. De cualquier modo, quiero conocer tu
pueblo. Ya que estamos aquí, me puedes enseñar tu escuela y tal vez la casa de té de
Ahmed.
Rafica le miró con expresión interrogante.
—¿Quién te habló de Ahmed? ¿El doctor al-Ras-had? Debe haberte hablado de
su familia y de su infancia aquí, ¿verdad? Eso está muy bien. Iremos primero a casa de
Ahmed, sirve un té delicioso.
Ahmed resultó ser un anciano encorvado, de grises cabellos y amplia sonrisa, a
quien Rafica explicó en árabe que Robyn era colega del doctor al-Rashad. En el acto
aparecieron dos humeantes tazas de té, cortesía de la casa. Era té de carcady, y
Robyn sintió que tranquilizaba sus nervios.
En la escuela, Rafica y Robyn vieron que la maestra de los niños mayores estaba
dando clase al aire libre, a la sombra de unas palmeras, porque el día era caluroso.
La maestra era una joven agradable que saludó a Rafica con sincera cordialidad.
Había suspendido la lectura al verlas acercarse, y los niños se habían puesto de pie.
Rafica presentó a Robyn tanto a la maestra como a los niños, diciendo:
—Les presento a la señorita Robyn Douglas de los Estados Unidos.
—Hoy estamos recibiendo muchas visitas... —declaró la maestra, y, antes de que
pudiera terminar la frase, una clara voz con acento británico dijo:
—¡Qué agradable coincidencia!
Daphne al-Rashad avanzó hacia ellas y estrechó la mano de Rafica, primero, y la
de Robyn después.
—Vine a Alejandría a arreglar un asunto y, como hace un día espléndido, decidí
visitar el pueblo. Vengan, dejemos a los niños con sus lecciones. Ya les hemos distraído
bastante por hoy —dijo riendo.
La agradable presencia de la señora al-Rashad fue como un rayo de sol que
penetrara entre los nubarrones del espíritu de Robyn.
—¿Qué hacéis aquí solas? —preguntó—. ¿Los hombres están en la excavación?
—Tuvimos un pequeño problema esta mañana —explicó Robyn—, y ellos
decidieron quedarse para resolverlo. Rafica se ofreció a enseñarme su pueblo, en vista
de que teníamos la mañana libre.
—¿Ya habéis acabado vuestro recorrido turístico? Si es así, yo puedo llevaros a
Alejandría.
—Gracias —contestaron las dos al mismo tiempo, y Rafica agregó—: Robyn ya ha
visto todo lo que hay de interés. Sin embargo... —se volvió hacia Robyn—... ¿te
importaría mucho que no regresara contigo? No me gustaría marcharme sin ver a mi
familia.
—¿Estás segura? —preguntó Robyn, mirándola a los ojos.
—Sí. No puedo quedarme callada, después de la visita de Karim. Quiero hablar
con ellos, saber lo que están pensando. Me iré en el último autobús y te veré mañana.
Por favor, discúlpame por no ir al banquete de esta noche. Y muchas gracias de
cualquier modo, señora al-Rashad.
Daphne al-Rashad abrazó a Rafica con ternura.
—Ten fe, querida mía.
Robyn y la madre de Sayed se dirigieron hacia el Peugeot azul que ella ya
conocía.
—Soy una de las pocas mujeres en Egipto que conduce un automóvil —explicó
sonriendo—. Me alegro mucho de haberte encontrado aquí, pues tendremos una buena
oportunidad de hablar.
Condujo el automóvil con destreza a través de las calles de la ciudad y algunos
minutos después se encontraban en la carretera que corría paralela al canal y
desembocaba en el camino principal hacia Alejandría.
Robyn empezó a hablar de lo contenta que había estado en El Cairo y de las
encantadoras horas que había pasado en su casa.
—Tú perteneces a esa casa, querida mía —insistió la señora al-Rashad—. Quiero
que la consideres como si fuera tuya. Y ahora cuéntame ¿qué le ha pasado a Sayed?
¡Está insoportable! —dirigió una sonriente mirada de soslayo a Robyn, antes de
añadir—: sospecho que tú tienes la respuesta.
—Pues...
—Sé franca conmigo, Robyn. Sayed nunca me había contestado con tanta
brusquedad como lo hizo por el teléfono anoche. ¿Hay algo que yo deba saber? ¿Ha
sido igualmente grosero contigo?
—Señora al-Rashad, me temo que el problema es muy personal —repuso con
suavidad, mirando hacia las manos que tenía unidas en el regazo.
—Comprendo. Perdóname, me estoy metiendo en lo que no me importa.
—No, no es eso. Lo que pasa es que no sé qué decir. Es Sayed quien debería
contarle lo que pasó entre nosotros, eso es todo. Yo ya no tengo nada que ver con
él—concluyó casi en un susurro.
Daphne al-Rashad no dijo nada durante un largo rato. Al fin preguntó:
—¿Y qué me dices de la pequeña Rafica? Las cosas no le van muy bien ¿verdad?
Robyn le contó que Karim había ido a visitar al padre de Rafica y que la actitud
del anciano seguía siendo la misma.
—¡ Ah, los hombres! —exclamó, volviendo sus claros ojos azules hacia Robyn—.
¡Suelen ser tan tontos! Déjame ahondar un poco en este asunto. Algunas veces una
mujer puede descubrir cosas que a un hombre jamás se le ocurrirían.
—Si sólo pudiera marcharme de Egipto sabiendo que, al menos, Rafica y Karim
son felices... —murmuró Robyn.

—¿Sólo ellos, queridita? —habían cruzado el Parque Montaza y se acercaban al


hotel—. Prométeme una cosa: que no te irás de Egipto sin hacerme una última visita.
Detuvo el coche y se inclinó para besar la mejilla de Robyn.
—¿Me lo prometes?
Robyn asintió con la cabeza, demasiado emocionada para hablar. Tuvo que hacer
un esfuerzo para murmurar:
—Gracias.
Bajó del automóvil y se dirigió al hotel.
El banquete iba a empezar a las ocho y Robyn recordó que no había comido nada
en todo el día. Decidió pedir alguna cosa ligera para comer en su cuarto, en esos
momentos podría haber hecho cualquier cosa menos arreglarse para una cena formal.
Estaba sentada junto al balcón, cuando llamaron a la puerta.
Era Sandi, que entró en cuanto Robyn abrió. Tenía el pelo alborotado, y llevaba
puesto un kimono.
—Soy yo. Quería disculparme por no haberme presentado anoche a la cita
—murmuró un tanto abochornada.
—No hay problema —contestó Robyn en tono tranquilizador—. Supuse que algo
te habría impedido acudir a mi encuentro.
—Debí reunirme contigo... en lugar de haber hecho lo que hice...
Su voz se quebró y Robyn notó que tenía los ojos hinchados y enrojecidos.
—La razón por la que no asistí a mi cita contigo se debido a que me encontré a
Tom en el museo, donde había quedado con la mujer que quiere comprarme el
reportaje gráfico que hice sobre Egipto. Salimos juntos a pasear y fuimos a tomar un
café. Nos pusimos a hablar y me olvidé de que me estabas esperando. Cuando lo
recordé, ya era demasiado tarde. Para mí, aquella era una segunda oportunidad con
Tom. Fuimos a cenar al Santa Lucía.
Se enjugó los ojos y sacó una cajetilla de cigarros del bolsillo de su kimono.
—¿Y no te fue bien? —preguntó Robyn, aunque la respuesta estaba escrita en el
rostro desventurado de Sandi.
—Oh, sí, las primeras horas fueron maravillosas. Pero entonces empezamos a
ponernos serios y Tom se puso a sermonearme, como si fuera mi padre, por mi modo de
vivir. Ello no me molestó, porque me di cuenta de que yo le importaba, o de otra
manera, no se hubiera atrevido a decirme todo eso.
Cogió la cajetilla de cigarros, pero volvió a guardarla en su bolsillo.
—Como con el tabaco... voy a tratar de dejarlo, por él. De cualquier modo, Plasta
le di las gracias por sus consejos y nos tomamos de las manos en una me-sita del
rincón, como dos colegiales.
Robyn recordó el restaurante Santa Lucía, donde había cenado por primera vez
con Sayed.
—Después volvimos al Palestina y paseamos por el pequeño embarcadero. No
pude controlarme durante más tiempo. Me volví hacia él y le confesé sin preámbulos
que le amaba. De pronto, nos encontramos uno en brazos del otro besándonos bajo la
luz de la luna. Yo nunca me había sentido así antes... ¡jamás!
Un sollozo ahogó su voz y calló por un momento, mientras dos gruesas lágrimas
rodaban por sus mejillas.
—Me besó como si realmente me quisiera, pero ¡Dios mío!, ¿sabes lo que me dijo
entonces? ¡Dijo que quería creerme!
Metió la mano de nuevo en el bolsillo, sacó un cigarrillo suelto, lo encendió y
aspiró con fuerza.
—¿Qué podía yo contestar a una cosa así? ¡Al diablo con él! Él quiere una chica
dulce e inexperta. Yo he recorrido demasiado mundo. Y, dime, cómo puedo borrar mi
pasado... yo no puedo hacer retroceder el tiempo, ¡por Dios santo!
—Tú no tienes que borrar nada —observó Robyn después de un momento—. Y has
sido sincera con él. Tom tendrá que respetarte por eso. Además, para un hombre debe
ser muy agradable que una mujer le confiese su amor.
—¡Bah! ¡Él sin duda piensa que se lo digo a todos!
—Dale tiempo, Sandi. Yo creo que él te quiere mucho.
—Y tú... —dijo Sandi, aplastando su cigarrillo en un cenicero—, quiero decir,
estás muy tranquila, a pesar de que Sayed...
—Ah, es que yo poseo el secreto de la invulnerabilidad —contestó Robyn,
sintiendo unas ganas terribles de empezar a decir tonterías.
—¡Pues sí que te envidio!
Robyn miró a Sandi y empezó a reír. Sandi rió con ella y las dos perdieron el
control. Cuando por fin Robyn pudo dejar de reír, dijo:
—Soy una terrible mentirosa. No tengo derecho a darte consejos, cuando he
hecho un tremendo lío de mi vida. Soy tan vulnerable, que es doloroso. Lo que más me
sorprende es que yo misma me metí en la boca del lobo.
Sandi abrazó a Robyn con compasión y las dos rompieron a llorar
desconsoladamente. La fotógrafa fue la primera en retirarse y enjugarse el rostro
con el dorso de la mano.
—Bueno, creo que ya basta. Vamos a vestir nuestras mejores galas y a ponerlos a
todos de cabeza cuando bajemos.
Robyn la miró sin entusiasmo y ella continuó:
—¡Claro que lo haremos, querida! ¿Me concede el honor de acompañarla al
banquete, señorita Douglas?
Robyn tuvo que sonreír, ante la reverencia que le hizo Sandi.
—Me reconocerás por la túnica negra y la carpeta en la mano —bromeó.
—Y a mí me reconocerás porque seré la muchacha peor vestida de la fiesta —se
levantó un poco el kimono y se dirigió hacia la puerta—. ¿Te parece bien a las ocho en
punto en el vestíbulo?
—Muy bien —contestó Robyn.
Pero antes de que cerrara la puerta asomó la cabeza de Huntley Saunders.
—Buenas noches, señorita Douglas. Tengo entendido que continúan los problemas
en la excavación —dijo, sin tratar de entrar en el cuarto.
—Estoy segura que usted sabe más de eso que yo —replicó Robyn con sequedad.
—Es una pena. Sayed debe estar molesto, pero esas cosas suceden. De todos
modos, todavía queda mucho por hacer.
—Usted no parece estar disgustado, señor Saunders, a pesar de que presta
ayuda económica al proyecto. O, al menos, eso es lo que siempre está diciendo.
—Eso no tiene importancia comparado con los descubrimientos que haremos
mañana cuando se lleve a cabo la perforación, ¿no lo cree así?
—Espero que así sea —respondió Robyn con frialdad—. Ahora, si me dispensa,
tengo que arreglarme para el banquete.
Se dispuso a cerrar la puerta pero Saunders se lo impidió al no moverse de
donde estaba parado.
—Vaya, vaya —dijo él, moviendo un dedo enfrente de ella—. Estaré en el club de
yates por si se aburre, pequeña.
Robyn le cerró suavemente la puerta en las narices. Había llegado al punto de que
nada de lo que Saunders hiciera le molestaba. En ese momento sólo le preocupaba que
ya era muy tarde y tenía que arreglarse para estar presentable esa noche.
Tenía los ojos rojos y eso le molestaba. Le irritaba pensar que Sayed podría
notar que había llorado.
Se vistió y se miró al espejo. La túnica le quedaba muy bien y eso la hizo sentirse
más segura de sí misma, porque le daba un aspecto tranquilo e indiferente. Ése sería
su propósito esa noche: construir un muro de indiferencia a su alrededor.
Egipto ya no tenía ningún atractivo para ella, se dijo, tratando de convencerse.
Tan pronto como volviera a casa sólo sería un nombre en los libros de texto.
Dirigió una última mirada al espejo que reflejaba su pálido rostro y sus ojos
tristes, antes de cerrar su bolso de mano y salir de la habitación.

Capítulo 13
PARTE del salón de banquetes del hotel había sido acondicionado para la
celebración de esa noche. Se había colocado una sola mesa larga, con tarjetas
indicando el lugar de cada comensal. Sandi hizo un rápido recorrido de investigación y
volvió al lado de Robyn, para informarle que la iban a sentar entre el gobernador y el
doctor Gaddabi.
—Me han puesto tan cerca de la cocina como les ha sido posible —comentó con su
acostumbrado buen humor—. Estoy situada entre dos hombres que probablemente le
limpian los zapatos al gobernador. Y Tom tiene a su cargo a una mujer egipcia llamada
Aziza algo...
Robyn sonrió.
—No te preocupes por ella, no es el tipo de Tom. Es un dragón hecho mujer,
incluyendo garras y todo lo demás.
Le molestó que Aziza Atef hubiera conseguido una invitación. ¿La habría invitado
el propio Sayed?
Le buscó con los ojos, casi contra su voluntad. Estaba hablando con varios
hombres de edad, elegantemente vestidos.
El doctor Gaddabi se acercó a ella.
—Estoy seguro de que el doctor al-Rashad debe haberla prevenido ya, pero sería
preferible no hablar de cómo va la excavación. Habrá muchos periodistas y ya sabe...,
debemos limitarnos a conversaciones intrascendentes.
Le sonrió y Robyn correspondió a su sonrisa. La amable presencia del doctor
Gaddabi tenía un efecto tranquilizador en ella. ¿Sabría que Sayed y ella no <e llevaban
bien últimamente? Sospechaba que sí.
—Gracias, doctor —sonrió—. Hablaré sobre el tiempo.
Miró hacia la puerta en el momento en que entraba Aziza Atef. La mujer, vestida
en un vaporoso traje de gasa verde mar, se dirigió directamente hacia el grupo de
Sayed. Inmediatamente se convirtió en el centro de todas las miradas.
—¡Santo cielo! —exclamó Sandi, que estaba de nuevo junto a ella—. ¿Ésa es
Aziza?
—Creo que hacen una buena pareja —gruñó Robyn con suavidad.
—No bromees. ¡Es horrible! ¿Crees que Sayed sería lo bastante tonto como para
dejarse deslumbrar por todo ese oropel?
—¿Quién lo sabe... y a quién le importa?
—Bueno, a mí, para empezar. No me gusta que ande cerca de Tom. Puedo percibir
su perfume desde aquí. ¡Tengo que encontrar a ese muchacho antes de que le sienten
con ella!
Sandi se acababa de ir cuando apareció Hassan Tarsi que hizo una pequeña
reverencia y esbozó una sonrisa forzada a Robyn.
—¡Ah, señorita Douglas, está usted muy hermosa esta noche! —Robyn inclinó la
cabeza en silencioso agradecimiento y él bajó la voz para agregar—: ¡Qué cosas tan
desagradables han pasado! Quería hablar con usted sobre eso...
—No creo que éste sea el lugar apropiado, doctor Tarsi.
—Quiero que sepa usted que yo no creo, en modo alguno, que usted haya robado
los manuscritos —parecía preocupado y sus ojos reflejaban algo parecido a la
compasión.
—Muchas gracias —contestó ella con ironía—. Es un alivio oír esas palabras.
—Estoy haciendo todo lo posible por convencer al doctor al-Rashad de su
inocencia. Yo estoy seguro de que fueron los beduinos.
La furia tiñó de escarlata el rostro de Robyn.
—Es usted muy rápido para juzgar quién es culpable y quién no lo es. ¿Qué tiene
usted contra los beduinos, doctor Tarsi?
—No sabe los problemas que he tenido con ellos...
—Me parece que usted tiene otros motivos para acusarlos. Y, por favor, no se
moleste en defenderme. Cuando necesite un abogado, lo escogeré yo misma.
—Por supuesto, lo entiendo muy bien...
—Mi informe final a la universidad reflejará con toda claridad lo que sucedió
aquí —declaró Robyn. Había subido la voz sin darse cuenta y varias cabezas se
volvieron hacia ellos.
—Por favor, señorita Douglas, hablemos en voz baja. Yo sólo quería que usted
supiera que Hassan Tarsi es un colega fiel, alguien que quisiera conocerla mejor. ¿No
podríamos cenar juntos mañana por la noche?
—Creo que no. Si está preocupado por mi informe, le haré una copia... para que
sepa cuál es mi opinión sobre usted.
Le miró con severa frialdad. Hassan Tarsi hizo una rápida reverencia y se retiró.
El banquete pasó en una especie de espesa neblina para ella, mientras su cerebro
se ocupaba en catalogar las ofensas que había recibido de Sayed desde que le
conociera y que había rematado con su reciente acusación. Contestó como un autómata
a los halagos y presentaciones y escuchó, escéptica, el breve discurso de Sayed
alabando su eficiente colaboración. ¡Vaya hipocresía la suya!
En cuanto terminó el banquete y la gente empezó a dispersarse, Robyn se dirigió
hacia los ascensores, para refugiarse en la soledad de su habitación. El ascensor no
llegaba, por lo que se dirigió a la escalera. En ese momento salía Sayed a toda prisa del
salón.
Le pareció más alto que nunca. Se erguía ante ella, con expresión interrogante.
Robyn levantó los ojos hacia él, pero no supo qué decir.
—Cuatro pisos son muchos para subir a pie —dijo él con esa leve sonrisa irónica
que le era característica.
—El ascensor... yo... —las palabras se negaban a salir de sus labios y se limitó a
mirarle. De pronto, con toda claridad, exclamó—: ¡Maldito seas, Sayed al-Rashad!
¡Maldito seas!
Se dio la vuelta y subió corriendo por la escalera, dejándole mudo de sorpresa.
Lo último que vio por el rabillo del ojo fue una nube de gasa verde. Aziza Atef
llegaba a reunirse con él al pie de la escalera. La fragancia de su exótico perfume
persiguió a Robyn hasta el primer descansillo, donde se detuvo para recuperar el
aliento, antes de continuar subiendo.
El timbre del teléfono estaba sonando cuando abrió la puerta de su cuarto.
Levantó el auricular.
—Robyn —dijo la voz de Sayed con gentileza—-, siento mucho haberte ofendido,
desde luego sin ninguna intención.
—¿Sabes una cosa? ¡Estoy harta de que lances sobre mi persona todos esos
insultos inmerecidos, tales como mentirosa, ladrona... etc., etc.! Y yo también te pido
disculpas. Mi padre me enseñó a no maldecir nunca, pero no encontré ninguna otra
palabra con qué expresar mis sentimientos. Yo no robé los manuscritos, sin importar lo
que tú digas o creas. ¡Eso sería lo último que se me hubiera ocurrido hacer en mi vida...
lo último!
—Robyn, ésta es una conversación inútil... no entiendo nada de lo que estás
pensando. En cuanto a los manuscritos... puedo comprender que alguien deseara
poseerlos. A veces se nos nubla la razón cuando amamos algo o deseamos alguna cosa
—su voz era suave, casi aduladora—. No es realmente criminal querer tener algo tan
precioso...
—¿Qué quieres decir con eso? —le interrumpió ella, temblando de furia—. ¿Qué
estás diciendo?
Él se echó a reír con suavidad, lo que la enfureció aún más.
—Estoy diciendo buenas noches, paja... Robyn. Hablaremos mañana cuando
estés más calmada.
Le oyó colgar y ella se quedó mirando el teléfono, con una sensación de
impotencia. Le parecía increíble que eso le estuviera sucediendo. ¿Acaso Sayed
pretendía darle la oportunidad de devolver los manuscritos robados, sin ningún
castigo?
Ese asunto se había convertido para ella en una cuestión de honor. No sólo
estaba en juego su propio honor, sino también el de su padre.
Era indispensable descubrir al verdadero ladrón, para demostrar su inocencia.
«Si yo fuera el ladrón, ¿qué haría?», se preguntó en el silencio de la noche. En el acto
supo cuál era la respuesta.
El ladrón iría a la excavación por la noche, se libraría de algún modo de los
guardias beduinos, o los rehuiría con habilidad, violaría la cerradura del cuarto de
trabajo... ¡y listo!
Probablemente se encontraba allí en ese mismo momento, seleccionando a
satisfacción los mejores fragmentos. Estaba segura de que Sayed no había podido
llevarse todos los manuscritos al museo... muchos debían estar todavía en aquel frágil
cobertizo.
La idea de poder sorprender al ladrón la fascinó y, antes de darse cuenta de lo
que estaba haciendo, se había quitado la túnica negra y se había puesto unos
pantalones y la camisa caqui y una chaqueta de popelina.
No se detuvo siquiera a pensar que lo que intentaba hacer podía resultar
peligroso. Unos minutos más tarde, se encontraba en recepción, con un pañuelo atado
sobre su rubio pelo, pidiendo que le consiguieran un taxi que la llevara a la excavación.
Por fortuna, a pesar de lo avanzado de la hora, encontró a un taxista que se
brindó a llevarla.
Después de dar una generosa propina al recepcionista del hotel, Robyn cogió su
bolso y su linterna y siguió al taxista al lugar donde tenía aparcado el automóvil.
Eran las dos de la madrugada cuando salieron de Alejandría rumbo al desierto. Si
Robyn hubiera conocido el clima de Egipto, se habría dado cuenta de que el resplandor
rojo que rodeaba la luna significaba que el viento levantaba nubes de polvo en el de-
sierto y las arrastraba hacia la costa. Pero, además de su ignorancia sobre el clima,
estaba presa de una emoción que bloqueaba su natural habilidad para pensar con
claridad.
Iba a entregar a Sayed a su ladrón para ver cómo sus fríos ojos de lapislázuli se
llenaban de remordimiento. No se le había ocurrido que estaba actuando como una
mujer desesperadamente enamorada.
—Deténgase aquí —indicó al taxista cuando llevaban unos minutos saltando por el
camino sin pavimentar que conducía a la excavación.
—No, señora... —el taxista movió la cabeza de un lado a otro con énfasis—...no
puedo dejarla aquí.
—No hay problema. Conozco muy bien el lugar —repuso ella con determinación.
^Khamsin está soplando, señora —le advirtió él.
—No se preocupe. Me están esperando. Por favor, déjeme aquí y vuelva a la
ciudad.
El automóvil se detuvo, ella pagó al taxista y bajó. Tan pronto como lo hizo sintió
como si una mano cálida la empujara de nuevo contra el vehículo. El viento soplaba con
fuerza.
Experimentó una leve opresión en el pecho cuando el taxi dio la vuelta con
lentitud y se alejó. Observó las luces traseras del vehículo hasta que desaparecieron.
Entonces empezó a subir la última loma, que la separaba del campamento.
El viento soplaba implacable. Oía el silbido en sus oídos como un coro de monjes
medievales cantando una letanía. Pronto vio a los guardias beduinos, que habían
encendido una hoguera y se protegían del viento con una barrera levantada con
barriles de petróleo vacíos. Robyn oyó sus risas y supuso que estaban jugando a algo;
no la vieron acercarse. Se felicitó por su teoría de que el ladrón hubiera podido llegar
con facilidad al cuarto de trabajo, sin ser visto.
Cuando se encontró a la vista, tanto de la excavación como del cuarto de trabajo,
se cerró con más fuerza la chaqueta en torno a ella y se sentó en el suelo, como si
fuera una piedra, entre las sombras. Estaba dispuesta a esperar el tiempo necesario
para sorprender al ladrón in fraganti. Pero, ¿qué haría con él... o con ella si era
mujer...? Tenía suficiente sentido común como para no tratar de enfrentarse sola al
culpable. Decidió que llamaría a los guardias. Sonriendo, confiada en su decisión, fijó la
vista en la puerta del cuarto de trabajo.
Pasó sentada una hora sin moverse casi deseando que apareciera el ladrón. Su
atención estaba concentrada en el cuarto de trabajo, de modo que cuando una voz
cascada habló a su lado, casi a su oído, se sobresaltó.
—No es bueno que la pajarita esté aquí —le susurró Bahiya—. Tú no creer Bahiya
cuando dice cosas.
Su corazón latía con tanta fuerza que Robyn podía escucharlo por encima del
viento. La anciana se sentó y sonrió a la muchacha.
—Yo dije tú tener lágrimas y no ver claro. Tú no creer Bahiya. Ahora tú hacer
más lágrimas para pajarito entre las flores. Arena no mentir, sitt.
En ese instante fuertes vientos soplaron sobre el campamento con impresionante
intensidad. Las siguientes palabras de Bahiya fueron arrastradas por el viento antes
de llegar a los oídos de Robyn. Todo lo que ésta oyó fue «khamsin».
La luna y las estrellas desaparecieron del cielo y las ráfagas de viento lanzaron
finas partículas de arena contra las orejas de la muchacha. Ella alcanzó la mano de
Bahiya y la oprimió un segundo.
—¡Tengo que salvar los manuscritos! —gritó.
Vio que los muros del pequeño cuarto de trabajo empezaban a inclinarse por las
fuertes ráfagas de aquel viento candente y asfixiante. Los beduinos se habían puesto
en acción y Robyn apenas distinguió sus formas que corrían a proteger el campamento.
Se inclinó contra el viento y se dirigió hacia la puerta del cuarto de trabajo. Al
llegar allí comprendió, con desesperación que no tenía la llave. La pequeña estructura
se estremecía y sus bases amenazaban con derrumbarse, sepultando y destruyendo las
bandejas y manuscritos que había en su interior.
Robyn cogió la piedra más grande que encontró y golpeó varias veces el cristal de
la pequeña ventana, hasta romperlo. No prestó atención a las leves cortaduras que los
pedazos de cristal arrojados por el viento le causaron en brazos y manos.
Al introducir el cuerpo por entre los afilados vidrios de la ventana rota, éstos le
rasgaron la chaqueta y los pantalones, pero logró entrar. Una vez adentro empujó una
pesada caja contra el marco desnudo de la ventana y la aseguró con dos cajas de bote-
llas vacías, para impedir el paso del viento al interior.
La vibración dentro del pequeño cuarto era ensordecedora. Parecía como si un
gigante se estuviera apoyando contra las frágiles paredes, amenazando con derribar la
caseta.
Con la ayuda de su linterna, pudo encontrar lo que buscaba. Sayed no había
podido llevarse todos los papiros; una considerable cantidad de ellos se encontraba en
el lugar de siempre.
¿Cuál sería el lugar más seguro para protegerlos del viento? Oyó voces fuera y
comprendió que los hombres estaban apilando sacos de arena contra los muros
exteriores. En el acto, la pequeña estructura recuperó su estabilidad.
La voz cansada de Bahiya le llegó por encima de los aullidos del viento. Estaba
gritando palabras en árabe, como si fuera el jefe de la operación.
—¡Abrir la ventana, sit! —gritó de pronto a Robyn desde fuera—. ¡Yo ayudar a
ti!
Robyn empujó a un lado la caja con que había tapado la ventana y Bahiya
introdujo un pesado lienzo alquitranado a través de ella.
—¡Gracias! —gritó—. ¡Es justo lo que necesito!
Bahiya desapareció y Robyn logró meter el lienzo; después volvió a bloquear la
ventana con las cajas.
El tambaleante edificio podría resistir si los vientos no se intensificaban. Los
sacos de arena amortiguaban el sonido del huracán y absorbían los latigazos que las
ráfagas de viento lanzaban contra las paredes.
Después de acomodar la linterna de modo que alumbrara el área donde ella iba a
trabajar, Robyn arrastró hacia la mesa varios rollos del plástico protector y empezó a
cubrir todos los fragmentos sueltos que contenían las bandejas. Extendió el lienzo so-
bre ellos y, una vez segura de que todo estaba bien cubierto, lo aseguró con cuanta
cosa pesada pudo colocar a su alrededor. Se olvidó del tiempo mientras realizaba su
trabajo, y no se dio cuenta de que la luz de la linterna empezaba a debilitarse.
Cuando las pilas de la linterna se agotaron y ella quedó en completa oscuridad,
lágrimas de alivio se deslizaron por sus mejillas. Afuera el viento parecía estar
perdiendo fuerza; pero aunque arreciara, ella ya había salvado los preciosos papiros.
No había pensado en Sayed ni una sola vez en todo el tiempo que había estado
trabajando en el rescate. Cuando lo recordó se desvaneció buena parte de su
sensación de victoria.
Empujó la caja que había puesto ante la ventana y, en esos momentos, vio las
luces de un automóvil que se acercaba.
Moviéndose como en cámara lenta, varias personas empezaron a bajar del
automóvil. Oyó voces y reconoció la figura de Tom. Entonces gritó con todas sus
fuerzas.
Él se detuvo.
—¡Robyn! ¿Qué haces aquí, en nombre de Dios?
—¡He cubierto los manuscritos... justo a tiempo!
—¿Qué dices? —Tom se acercó a la ventana frente a la cual ella estaba de pie.
Rafica le acompañaba.
—Sacadme de aquí, por favor. No tengo llave de la puerta y no quiero volver a
salir por esa ventana.
Sintió un gran alivio al ver aquellos rostros familiares.
La puerta se estremeció y después se abrió, dejando entrar una ráfaga de aire
polvoriento. Tom se detuvo en la entrada con los brazos extendidos, agarrándose del
marco de la puerta.
—Cuando Sayed me llamó por teléfono para decirme que teníamos que venir a la
excavación a toda prisa, porque estaba soplando el khamsin, no tuve corazón para
despertarte a ti también —dijo riendo—. ¡Y resulta que tú ya estabas aquí! ¡Me has
impresionado!

Robyn corrió hacia él e impulsivamente le abrazó; después abrazó a Rafica.


—Protegí todo bajo un lienzo alquitranado, mientras los beduinos aseguraban el
lugar con sacos de arena. Por un momento temí que el cuarto se vendría abajo. Pensaba
que iba a aplastar las bandejas y a destruir los manuscritos. ¡Coloqué todo debajo de la
mesa porque era el único lugar seguro!
Tom encendió la linterna, examinó el cuarto de trabajo y lanzó un silbido.
—¡Salvaste todo! ¡Sayed! ¡Hassan! ¡Venid aquí! ¡Tenéis que ver esto! —gritó desde
la puerta.
Las luces de dos linternas más se movieron por la habitación y Robyn se quedó
estupefacta. Su entusiasmo desapareció. Sayed sostenía una de ellas. Lo sabía, aunque
no podía verle.
—¿Adivina quién vino antes que nosotros y salvó los fragmentos? —exclamó Tom
con voz alta.
El rostro de Sayed apareció en la tenue luz.
—Ya veo —dijo con brusquedad—. Actuaste de una forma alocada, Robyn, muy
alocada. Pudiste haber resultado herida... o haberte matado y ningún trozo de papiro
vale la pérdida de una vida.
¡La estaba riñendo! ¿Cómo era capaz de hacer una cosa así, en lugar de darle las
gracias?
—Vamos, Sayed, no digas eso. ¡Ella es la heroína del día!
La voz de Hassan Tarsi habló detrás de la otra linterna sorda.
—Muy encomiable, señorita Douglas. Pero uno se pregunta qué estaba haciendo
aquí, sola, a media noche. Creo que el doctor al-Rashad estará preguntándose eso
también
Robyn lamentó en ese mismo instante haber insultado a aquel hombre en el
banquete. Era rencoroso y destilaba veneno, como Huntley Saunders.
—Doctor Tarsi, vine aquí a tratar de hacer algo que no se le había ocurrido a
nadie... o que nadie había querido hacer: vine a atrapar al ladrón. Quería estar aquí
cuando él llegara. Y creo que lo hubiera hecho, si no hubiera estallado el khamsin.
Podía sentir la evidencia circunstancial de su culpa colgando pesadamente sobre
ella. ¿Qué pensarían todos de su presencia allí a esa hora?
Sayed no hizo comentario alguno y Robyn juzgó conveniente explicarse.
—Pensé que el ladrón debía venir por las noches, cuando nadie está trabajando.
Quería demostrar que era otra persona la autora del robo, y así probar mi inocencia.
—¡Pobre niña! —exclamó Tom con suavidad—. ¿Por qué querías hacer eso?
—Porque ella piensa que existen dudas respecto a su inocencia, ¿no es verdad?
—interrumpió Sayed.
—Sí —contestó ella con firmeza.
—Y por esa malentendida vanidad pusiste tu vida en peligro.
—No es vanidad, doctor al-Rashad... es honor. ¡Creo que es algo de lo que carecen
los vándalos y los ladrones!
—Escúchame, Robyn —intervino Tom—. ¿Por . qué no te vas a la camioneta?
Mohammed tiene un termo de café caliente. Nosotros revisaremos las cosas aquí y
nos reuniremos contigo dentro de un momento.
—Sí, hermanita —la apremió Rafica con gentileza—. Has hecho una cosa
maravillosa y ahora debes descansar.
Los beduinos continuaban afuera tratando de proteger el campamento. Robyn
pasó junto a ellos, en dirección del automóvil, visiblemente deprimida.
—Tú y yo hacer bien las cosas, sitt...— escuchó la voz cascada de Bahiya a través
de la oscuridad y del aire cargado de arena.
Robyn continuó caminando, consciente de que la anciana iba junto a ella.
—Él no me cree... —dijo Robyn, casi hablando consigo misma—. Piensa que yo robé
los manuscritos del cuarto de trabajo...
Bahiya se acercó y colocó una mano en su brazo.
—Yo saber... conocer hombre que robó papiros.
Robyn miró los ojos sabios y brillantes de la anciana con expresión desesperada.
—¡Entonces, por lo que más quiera, dígaselo a ellos!
La anciana sonrió con serenidad.
—No tiempo todavía. Malos espíritus vuelan en el viento. Tú no escucharlos, sitt.
Malos espíritus decir mentiras a dios de ojos azules y su pajarito en las flores
—respondió y se alejó en silencio.
Robyn, que se encontraba de pie junto a la zona donde se preparaban los
alimentos, se sintió desorientada, ajena a la realidad, como siempre que hablaba con
Bahiya. Sus palabras encerraban cosas extrañas, algo así como promesas que nunca
podrían hacerse realidad. Se quedó un instante inmóvil. Se escuchaban voces en la
distancia, distorsionadas por el rugido del viento que empezaba a amainar.
¿Qué hacía allí, cuando lo único que deseaba era que Sayed la rodeara con sus
brazos y la amara? ¡Pero él estaba en el cuarto de trabajo, verificando sus bienamados
manuscritos... los manuscritos que él pensaba que ella había ido a robarle esa noche!
No quiso ir al automóvil de Mohammed para sentarse sola. La invadió una
repentina urgencia de hablar con la vieja Bahiya. Estaba segura de que nadie más que
ella lo comprendía.
Empezó a caminar en la dirección en que pensaba que estaba la aldea. Se arregló
la pañoleta que cubría su pelo. El viento arreciaba de nuevo, lanzando fuertes ráfagas
contra su espalda, que la obligaba a avanzar más aprisa.
Remolinos de arena giraban en torno suyo oscureciendo todo y, de pronto, se
encontró perdida. Su sentido del tiempo también se distorsionó. Aquella larga noche
de fuertes emociones le estaba causando una terrible fatiga y una profunda
depresión. Nada le parecía real, excepto la candente energía de la tierra y el aire.
Una pequeña escena con su padre cruzó por su mente. En cierta ocasión, él había
estado desembalando unos trozos de alfarería, y en la caja había quedado un residuo
de tierra rojiza. Él la movió con el dedo índice y dijo:
—Mira, Robyn, la tierra roja de Egipto.
Recordó que había tocado los granos de arena, soñando con que un día conocería
Egipto.
Por fin estaba en ese país, y no recordaba otra ocasión en que le hubiera dolido
tanto el corazón como en ese instante.
—Quiero irme a casa —gimió en voz alta.
Las palabras sonaron tenues y ahogadas. Gradualmente, penetró en su cansado
cerebro una idea inquietante: ¡estaba perdida!
Pero, no podía estar muy lejos. Si continuaba andando en la misma dirección, sin
duda alguna encontraría el pueblo. No era tan pequeño como para pasar inadvertido.
Un sonido la asustó. Era un tímido-e incierto rebuzno procedente de algún lugar
cercano. De pronto una sombra oscura surgió frente a ella. En el siguiente momento
tropezó con algo tibio y peludo. El rostro triste de un asno la miró, con ojos
entornados para protegerse del polvo. El animalito jadeaba, tratando de respirar en
aquel aire denso. Con un murmullo de compasión, Robyn puso la mano sobre la hirsuta
cabeza gris y el animal frotó su hocico contra ella.
—Hola, ¿estás perdido, también? —un gruñido le contestó, desde lo más
profundo de la garganta del animal—. ¿Qué vamos a hacer, eh?
Robyn olvidó su pánico ante la presencia del animal.
Cuando empezó a caminar de nuevo, tenía la nariz y la boca secas. El burrito se
colocó a su lado, así que ella rodeó con su brazo el tibio cuello. No tardó mucho tiempo
en comprender que andar a la deriva no era la solución correcta. No llegaría a ninguna
parte.
Recordó una historia de aventuras que había leído cuando era niña, en la que los
personajes, perdidos en medio de una tormenta de arena, se habían sentado, de
espaldas al viento, cerca de sus animales. Se habían cubierto la cabeza con trapos,
para poder respirar.
Miró al burrito, que jadeaba de forma patética. Subieron con esfuerzo una
pequeña loma que había frente a ellos y mientras lo hacían, Robyn tomó una decisión.
—-Será mejor darnos por vencidos —dijo a la larga cara gris.
El otro lado de la loma ofrecía un poco de protección de las fuertes ráfagas del
khamsin. En cuanto descendió la pequeña cuesta, Robyn se dejó caer al suelo. No le
representó mucho esfuerzo hacer doblar al asno las delgadas patas y echarlo junto a
ella.
—No eres ningún tonto.
El animalito bajó la cabeza, acercándola al suelo. Robyn se acurrucó contra ella.
Le resultaba casi imposible respirar. Se quitó la chaqueta y cubrió con ella su propio
rostro y el hocico del burro. Juntos empezaron a respirar dentro de la minúscula
tienda formada por la tela.
Robyn percibió los acompasados latidos del corazón de su nuevo amigo. El cuello,
tibio y peludo, le sirvió como una cómoda almohada para su cabeza. Poco a poco, su
mente cesó de funcionar. Cayó en un sueño profundo y soñó que iba corriendo junto a
un canal para buscar al dios de los ojos azules. Como no le encontraba, se arrodilló en
el pasto seco y lloró. Entonces oyó su voz que la llamaba:
—¡Robyn! ¡Robyn! —la voz ansiosa de Sayed se escuchaba muy cerca de ella y
Robyn sintió que unas manos le sacudían la arena de la espalda.
Apartó la chaqueta con la que se había cubierto el rostro y trató de levantarse
de su incómoda posición. El burrito se levantó de inmediato en tanto ella era atraída
bruscamente contra otro cuerpo tibio.
—¡Alabado sea Alá!
Sayed estaba arrodillado en la arena, con los ojos enrojecidos y el pelo cubierto
de polvo. Ella se dejó abrazar, todavía parcialmente perdida en su sueño del canal y el
dios de los ojos azules.
Robyn parpadeó y advirtió que el aire estaba aclarando. La tenue luz del
amanecer empezaba a brillar tímidamente en el horizonte y el viento se había con-
vertido ya en una suave brisa.
Él la oprimió de nuevo, murmurando palabras en árabe que parecían ser de cariño.
Ella se apretó contra su camisa llena de arena. Y entonces Sayed le levantó la cara y
sus ojos buscaron los de ella. —¿Estás bien? —le preguntó. —Sí —contestó todavía
atontada—, mi amiguito cuidó de mí.
—Me volví loco buscándote... Su voz era como una hermosa melodía. Ella se
aferró a él, llena de gratitud.
—¿Por qué te alejaste de la excavación? Debiste comprender lo peligroso que
era salir con este viento... —su mano acomodó con suavidad el mechón de pelo, lleno de
arena, que había caído sobre la frente
de Robyn.
—Me sentía muy mal —dijo Robyn con franqueza—. Todos creíais que yo había
robado los manuscritos y sentí deseos de huir. Nada me importaba ya.
Los ojos azul oscuro de Sayed parecieron querer mirar al fondo mismo de su
alma.
—¡Robyn, Robyn! ¡Qué torpe he sido! Yo sabía muy bien que tú no habías robado
los manuscritos. ¿Te hice creer que pensaba eso? Te pido perdón, mi dulce pajarita.
No tenía intenciones de...
Inclinó la cabeza hasta que su mejilla quedó apoyada contra la de ella. Entonces
sus labios buscaron su boca, y le dio un beso largo e infinitamente dulce. Había una
tierna pasión en él, pero también el deseo de protegerla. Robyn sintió que respondía
con toda su alma.
—Mi tesoro —dijo en un murmullo, antes de que su boca volviera a la de ella—. Si
algo te hubiera sucedido... —su voz se tornó áspera por la emoción y su beso fue más
apasionado.
De pronto la invadió un frío temor al pensar que Sayed podía volver a rechazarla.
Apoyó las manos en su pecho y le empujó.
Él la miró sorprendido.
—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? Oh, mi amor...
Las últimas palabras fueron como miel tibia sobre su dolorido corazón, pero no
pudo responder. Él sólo le decía las cosas que un hombre suele decir para consolar a
una mujer.
—Será mejor que trate de moverme —dijo ella, alejándose un poco más de
Sayed. En ese momento el burro se sacudió con fuerza la arena y levantó la tosca
cabeza hacia el sol naciente. Sus flancos se estremecieron y el animal lanzó un
prolongado rebuzno, hacia la luz de la mañana.
Ambos se echaron a reír. Sayed la ayudó a levantarse y al hacerlo, Robyn notó
que se le doblaba una pierna. Había una mancha oscura en el pantalón, donde parecía
que una piedra o un cristal le habían producido una profunda cortadura. Sayed se
inclinó rápidamente a examinarla.
—No puedes andar hasta que te vendemos esa herida. ¡Pobre Robyn! Y no te
quejes...
—No es... nada. Debí caerme durante la tormenta.
Él la levantó con sus fornidos brazos, sin realizar esfuerzo alguno.
—¡No... puedo andar! —protestó ella.
—Quieta, Robyn. Voy a ¡levarte al campamento.
Estamos más allá de la excavación de Tarsi... es demasiado lejos para ti.
Empezó a caminar por el irregular terreno, dando largas zancadas. Robyn podía
sentir el movimiento de sus músculos contra ella. Sin pensar, le echó los brazos al
cuello, apoyó la cabeza en su hombro, sintiéndose feliz, y cerró los ojos para disfrutar
del placer de su cercanía. Sintió el intenso deseo de besarle, pero venció la tentación.
—No necesitas ponerte tan rígida. ¡Relájate, Robyn! —su voz tenía cierta
insinuación de risa.
—No estoy acostumbrada a que me lleven en brazos.
—Entonces debemos hacer esto con más frecuencia —replicó él, sonriendo.
Ella buscó con los ojos al burrito y con alegría vio que iba trotando feliz junto a
ellos.
Se escuchó un grito y, un momento después, aparecieron corriendo dos figuras.
En pocos minutos Tom llegó jadeante a su lado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Acabo de volver de buscar en la dirección
opuesta. ¡Qué susto tan terrible nos has dado!
Robyn hubiera querido disculparse por causar tantos problemas, sobre todo
cuando vio llegar a una ansiosa Rafica.
—¡Alabado sea Alá! —exclamó.
—Estoy bien, de verdad —protestó Robyn, mortificada—-. El asno y yo nos
acurrucamos juntos... y respiramos protegidos por mi chaqueta...
—¡Eres toda una chica exploradora! —exclamó Tom, en tono de broma, para
disimular el profundo alivio que sentía.
—Se cortó una rodilla al caer y tiene varias heridas producidas por los cristales
—dijo Sayed con brusquedad—. Rafica, ¿podrías hacerme el favor de adelantarte para
sacar el equipo de primeros auxilios?
La muchacha acababa de irse corriendo hacia el campamento, cuando alguien se
acercó a ellos. Era Bahiya. Se acercó a Robyn y murmuró:
—Ya es hora, sitt.
Sus ojos, misteriosos y de mirada inteligente, se volvieron hacia Sayed:
—Yo tener palabras que decir... pero te espero en campamento.
Y empezó a caminar delante de ellos.
Pronto llegaron a la zona de excavación, donde los beduinos estaban reparando
los daños causados por el viento. Rafica esperaba con una palangana de agua y algunas
vendas.
El doctor Gaddabi se apresuró a tomar la mano de Robyn, cuando ésta quedó de
pie, un poco temblorosa, al ser depositada en el suelo por Sayed.
—Mi querida niña, estábamos muy preocupados por usted.
Su rostro paternal mostraba sincera preocupación, pero sus ojos miraron de
Robyn a Sayed con cierta curiosidad.
Sayed mismo supervisó la curación de las heridas de Robyn. Cuando terminaron,
Hassan Tarsi se acercó, seguido de cerca por Huntley Saunders. Robyn vio su
Mercedes blanco y se preguntó qué haría allí.
Sonrió al pensar que debió ser muy divertido para Tom despertarle de su sueño
reparador para decirle que su costosa inversión en busca de la fama, se la estaba
llevando el khamsin.
El rostro de Bahiya era una máscara de furia cuando miró de Hassan Tarsi a
Huntley Saunders. Tarsi se movió nerviosamente y preguntó:
—¿Por qué permites que esa vieja bruja ande por aquí, al-Rashad? Ella también
tiene razones para robar nuestros hallazgos.
—Sirsir... —siseó la anciana, mirándole con odio.
—«Cucaracha» —tradujo Tom al oído de Robyn. Sayed se volvió y se encontró
con tres pares de ojos, llenos de emoción. Bahiya dio un paso adelante, con sus enaguas
multicolores girando bajo el efecto de sus bruscos movimientos. Extendió un largo
dedo, en actitud dramática, señalando primero a Tarsi y después a Saunders.
—¡Vaya, vaya, creo que vamos a oír algo bueno!
—murmuró Tom.
Haciendo una ligera reverencia a Sayed, Bahiya habló en tono vibrante.
—Ya ustar —continuó hablando en árabe.
—Ése es un saludo formal que significa ¡Oh, profesor! —murmuró Tom—. ¡No
cabe duda que la vieja es sensacional!
Sayed se quedó escuchando, en algunos momentos su expresión era de asombro.
Tom trataba de hacer una traducción rápida a Robyn. Rafica le ayudaba de vez
en cuando, pero titubeaba una que otra vez cuando la anciana usaba ciertos adjetivos
para describir a Hassan Tarsi y a Huntley Saunders. Tom explicó algunos de ellos, que
significaban estiércol de camello, ratas, excremento humano, etc.
—Dice que Saunders pagó a Hassan para que le ayudara a robar los manuscritos
para su colección personal, y que sobornó a los guardias para que no se presentaran a
trabajar una noche. Ella estaba escondida, con algunas mujeres del pueblo y varios mu-
chachos, que presenciaron todo. Está dispuesta a rendir testimonio. Dice que Hassan
cometió los actos de vandalismo porque odia a Sayed.
Hassan Tarsi temblaba de furia cuando Bahiya terminó su relato. Huntley
Saunders, con el rostro encendido, se esforzaba por averiguar qué decían; puesto que
con frecuencia mencionaba su nombre en medio de aquel torrente de palabras en
árabe.
Bahiya terminó su discurso acusando a Tarsi de ser una desgracia para Egipto y
para el Islam y como punto final lanzó un escupitajo bien apuntado. Entonces dirigió su
limitado inglés a Huntley Saunders: —¡Perro gordo! ¡Yasitánl ¡Ladrón, sinvergüenza!
Tom se estremeció por la risa contenida ante la ridícula escena que tenía lugar en ese
momento. Hasta el propio doctor Gaddabi no pudo evitar sonreír. Bahiya estaba
escogiendo sus palabras con cuidado. —Perro gordo, sólo por presumir tú hacer esto
—señaló hacia la excavación—. Tú no importar viejos tesoros... ¡sólo por decir son
tuyos! Bahiya vio llevar bajo chaqueta, sobre barriga grande, papiros de pueblo de
Egipto. Yo rendir testimonio... también nombres y mujeres del pueblo.
Acorralado por aquellas firmes acusaciones, Huntley Saunders empezó a decir en
voz alta:
—Sin todo el dinero que yo les he dado, ¡no habrían podido realizar esta maldita
excavación! El estúpido gobierno egipcio lo quiere todo para sí... ¡eso no es justo! Un
par de viejos papiros no significan gran cosa. Nadie echará de menos unos cuantos de
ellos entre miles.
Se enjugó la frente sudorosa con la manga de la chaqueta.
—Es mejor que los tenga yo, y no estos ladrones de piel morena, que sin duda los
habrían vendido en el mercado negro. De esa forma estoy eliminando a los
intermediarios.
Lanzó una risotada que interrumpió el repentino silencio, antes de darse cuenta
de que había confesado su delito.
Bahiya pareció erguirse con aire triunfal, pero Hassan Tarsi después de lanzar
una andanada de palabras en iraní, saltó sobre Saunders, a quien sorprendió el impacto
y rodó al suelo, lanzando un grito. Tarsi se abalanzó sobre su voluminosa figura, gol-
peándole la cara con los puños.
Sayed y Tom procedieron a separarlos, pero Tarsi pudo dar una fuerte patada a
la pierna de Saunders, antes de que lograran apartarles. El doctor Gaddabi y George,
que había llegado corriendo a la excavación, levantaron a Saunders del suelo. El hom-
bre se tambaleó un poco, y gimió.
Una expresión de indignación y malicia cruzó por el rostro de Hassan Tarsi.
—Debo pedir disculpas a todos —dijo en tono de fingida humildad—. He sido
traicionado, llamado mentiroso... engañado por un hombre al que yo consideraba como
un buen amigo. Pido que este asunto sea sometido a juicio ante la oficina de antigüeda-
des. Ellos no aceptarán la declaración de una vieja bruja loca —agregó, volviéndose a
Bahiya.
Bahiya guardó silencio. Giró sobre sus talones y escupió de manera elocuente en
dirección a él. Sayed y el doctor Gaddabi sostuvieron una improvisada conferencia.
Después, Sayed levantó la mano pidiendo atención.
—El doctor Gaddabi y yo estamos de acuerdo en que éste es un asunto para la
policía de antigüedades. Presentaremos una acusación formal mañana. Hasta entonces,
doctor Tarsi, le queda prohibido acercarse a esta excavación. Le .prometo que le es-
cucharán con la imparcialidad del caso.
El rostro de Tarsi hizo una mueca de furia. Bahi-ya volvió a hablar.
—Mi pueblo hacer juicio a los guardias que aceptan dinero. Nosotros mostrar
dinero a policía... ¡testificar!
—Shokran, sheikha —contestó Sayed, y el rostro arrugado de Bahiya se iluminó
de felicidad—. En cuanto a usted señor Saunders...
Los ojos de Sayed eran fríos como el hielo.
—Le suplico que no se acerque por aquí a menos que se le invite. No lo acusaré
formalmente... Pero devolverá los manuscritos al doctor Gaddabi cuando volvamos a
Alejandría. Mantendrá la boca cerrada y no hará más declaraciones falsas ni
difamaciones. Tiene usted suerte de que esta sociedad no sea una en la que se azota
en la plaza pública a los tontos y a los ladrones.
—¡Por todos los demonios! ¿Con quién se imagina usted que está hablando? —los
ojos inyectados del tejano parecieron a punto de salirse de sus órbitas.
—Se le pondrá un ojo negro —murmuró Tom a Robyn y a Rafica.
El rostro de Sayed permaneció inconmovible.
—Yo soy el director de este proyecto, ¿necesito recordárselo? Y por lo tanto es
mi responsabilidad proteger los hallazgos de una excavación.
—Me llevaré de aquí mi cámara de penetración, muchacho... de este apestoso país
incompetente...
—Yo que usted no lo haría, señor Saunders —replicó Sayed con expresión
sombría—. Si usted se lleva la cámara de penetración, se estará llevando una
propiedad de la universidad —se volvió hacia Robyn—. ¿No es así?
Robyn se adelantó, tambaleándose. La furia le había hecho olvidar su rodilla
herida.
—Usted sabe muy bien de quién es la cámara de penetración, señor Saunders. Si
usted la toca, el doctor al-Rashad informará a la policía.
Observó el rostro abotagado del norteamericano, en el que empezaba a
insinuarse una mancha azul alrededor de un ojo. Sintió un perverso placer al ver cómo
se le estaba inflamando.
—Usted tiene que vivir consigo mismo —continuó—, con sus mentiras y sus
estupideces.
Sayed puso una mano sobre el hombro de Robyn.
—Estoy seguro de que la señorita Douglas no quiere ponerle en evidencia. Por su
propio bien y el nuestro, espero que este molesto asunto no llegue a oídos de la prensa.
Todo lo que tiene usted que hacer es devolver los manuscritos y confesar la verdad a
la policía de antigüedades. Se le dará el crédito que corresponde a su contribución, tan
pronto los resultados finales de la excavación sean anunciados.
—¡Será mejor que lo haga! —el hombre palpó su ojo lastimado con dedos
cuidadosos—. Está bien, está bien... no me meteré más en esto.
Se dio la vuelta y, cojeando ligeramente, se dirigió hacia su automóvil.
En ese mismo momento Hassan Tarsi salía del campamento, primero con sus
acostumbrados pasos desgarbados, que después de unos cuantos metros se
convirtieron en una rápida carrera.

Le vieron dirigirse a su propia excavación. Tal vez pudiera consolarse de su


fracaso, soñando con la villa de Cleopatra.
Rafica suspiró.
—¡Qué hombres tan horribles!
Sayed se volvió hacia Robyn.
—Tengo que quedarme aquí. Debemos instalar el taladro, hoy mismo, para
explorar la cámara baja antes que arrecien los vientos.
Robyn deseaba escudriñar su rostro buscando señales de amor, pero se contuvo.
Lo que había sucedido poco antes no era amor, sino algo fuera del contexto de la
realidad. Sería tonta si lo interpretase de otra manera.
Sayed, no le cabía duda, se había sentido muy aliviado por haberla encontrado.
Después de todo, pensó con cinismo, ¿cómo hubiera explicado al doctor Wayland que
había perdido a la observadora de la universidad durante una tormenta de arena?
—Te enviaré en uno de los coches al hotel, Robyn —le dijo—. Debes acostarte y
descansar. ¡Mi pobre Robyn... no sé cómo decirte las palabras adecuadas... cómo
disculparme! Tú salvaste los manuscritos, lo sé. Y en cuanto a mis acusaciones de
robo... fueron una torpeza.
Cogió una de las manos vendadas de ella entre las suyas.
—Yo andaba a la caza de Tarsi y pensé que te habías dado cuenta. No quería que
él descubriera que sospechaba la verdad. Te hice sufrir, y ahora me consideras cruel y
despiadado. Mi querida Robyn, yo nunca sospeché de ti. Iba a pedirte disculpas frente
a todos... aun antes de escuchar las declaraciones de Bahiya.
Los ojos de Sayed no tenían su acostumbrado brillo protector y Robyn habría
podido jurar que había una insinuación de lágrimas en ellos. Pero se negó a concebir
esperanzas de nuevo.
—Dos de los nombres de Alá son el Misericordioso y el que Todo lo Perdona. ¿Me
perdonarás a mí?
Robyn luchó contra el deseo de arrojarse en sus brazos.
—Por supuesto —murmuró, y no pudo decir más.
El doctor Gaddabi los interrumpió.
—Robyn, voy a decirle al doctor Wayland que te has portado como una heroína.
Sayed, esta niña está agotada. Llevémosla a su hotel.
Sayed la cogió de nuevo en brazos y la depositó suavemente en el asiento
posterior del vehículo de Mohammed.
—Hablaremos después —le dijo con gentileza.
El rostro de Bahiya apareció en la ventana del automóvil.
—No preocuparte, sitt. Viento llevarse mentiras. Ahora luna trae cosa perdida
—sus ojos brillaron con intensidad—. Pajarita tímida ser astuta. Problemas irse. En
próxima luna tú tener alegría.
Ella se alejó con su acostumbrado aire de reina.
—Sheikha —dijo Mohammed—. ¡Una mujer muy sabia!
Sus dientes de oro resplandecieron en una sonrisa.
Era ya media mañana cuando Robyn se despojó por fin de su ropa sucia y rota,
bañó su cuerpo dolorido y se metió en la cama. Se aferró a las pocas palabras que
Sayed había pronunciado al encontrarla:
«Mi tesoro... si algo te hubiera sucedido... mi amor».

Capítulo 14
CUANDO Robyn despertó de un sueño tranquilo y reparador, ya había
oscurecido, y una luna rojiza y brillante se elevaba sobre el horizonte, más allá de la
pequeña bahía. Parpadeó, tratando de recordar por qué estaba en la cama a
esa hora.
El botón de su teléfono que conectaba con la línea de recepción estaba
encendido. Robyn comprendió que había un mensaje para ella y llamó a la recepcionista.
—Un caballero me pidió que le avisara que dejó un paquete en su puerta. Insistió
en que no la despertara.
—Gracias —contestó Robyn todavía somnolienta.
Introdujo los brazos con doloroso esfuerzo en las mangas de su bata de tela
afelpada y se dirigió a la puerta, donde una caja de florista, envuelta en papel
metálico, esperaba junto a ella. Su corazón palpitó de emoción. No había tarjeta en la
parte exterior de la caja; pero tenía que ser de Sayed.
Casi esperaba encontrar una flor de loto azul, pero cuando sus dedos levantaron
la tapa de la caja vio un ramillete de claveles rojos y una tarjeta con la firma de Tom
en ella. Sintió una gran desilusión al leer:
Para mi chica exploradora favorita. Si no estás demasiado cansada, me gustaría
que te reunieras conmigo para cenar. Estaré solo en el comedor a las ocho y media.
Saludos de Tom.
Sonrió ante la inesperada invitación y decidió aceptar. Se sacudió la desilusión
que le había causado no encontrar una flor de loto azul y empezó a vestirse. Se puso la
túnica negra.
Tom se encontraba solo en una mesa, bebiendo un aperitivo, cuando ella se reunió
con él. Se puso de pie al verla y después llamó a un camarero.
—Las flores son preciosas, Tom —dijo Robyn—. Gracias.
—Era lo menos que podía hacer. ¿Qué quieres tomar?
—Nada de alcohol para mí. Tengo el estómago vacío y me portaría como una tonta
si bebo.
—¿Y por qué no, para variar? Debes «soltarte el pelo», sobre todo después del
melodrama de esta mañana. ¡Fue como ver una película de los años treinta... con gente
misteriosa haciendo maldades en el desierto! Sayed y yo trabajamos toda la mañana
preparando el taladro. Si esa maldita cosa no funciona mañana, empezaré a creer en
los malos espíritus de la vieja Bahiya.
El camarero había llegado y dedicaron los siguientes minutos a pedir la cena.
Mientras esperaban a que les trajeran la comida, Tom se reclinó en el respaldo de la
silla y miró con atención a Robyn.
—Tengo una confesión que hacer.
—¡No me digas que tú también! —exclamó ella riendo.
—No, no es sobre la excavación... ¿Me prometes contestarme con toda
franqueza?
Robyn sintió un ligero temor. Lo único que le faltaba era que Tom empezara a
cortejarla.
—Trataré de hacerlo —repuso con cautela.
—¿Qué crees que debo hacer respecto a esa mujer?
—¿De quién estás hablando? —preguntó Robyn con expresión interrogante.
—Me refiero a Sandi. Tal parece que estamos corriendo en círculos, sin llegar a
ninguna parte. Cada vez que empiezo a decirle algo romántico, cree que estoy
sermoneándola, y cuando ella me da un poco de aliento, acabo por enfadarme. ¿Qué nos
sucede?
Su rostro revelaba una expresión de dolor.
—Ahora anda tan malhumorada conmigo que no puedo siquiera iniciar una
conversación trivial con ella. Por lo general, no soy un tipo tan complicado como
parezco... Dime qué está sucediendo, Robyn, tú eres mujer...
Le cogió la mano, como si Tom fuera su hermano menor, aunque tanto él como
Sandi eran mayores que ella.
—Podría ser amor —sugirió sonriendo, mirando a los ojos preocupados de él.
—Si es eso, es lo más extraño que me ha sucedido en la vida. Ella me dijo la otra
noche que me amaba.
—¿Y...? ¿Qué le contestaste tú?
—Alguna majadería, sin duda. Sólo sé que la hice llorar y que, como siempre, todo
acabó mal entre nosotros.
—¿La viste esta mañana en la excavación? ¿Qué e dijo?
—No se presentó. No sé dónde está ahora... tal vez divirtiéndose con ese tejano
cretino —rechinó los dientes, con expresión sombría.
—Ése es el problema, Tom —observó Robyn con firmeza—. Ella te confesó que te
amaba y tú no le creíste. Sandi no sabe qué puede hacer para cambiar su pasado y tú
no le das oportunidad en el presente. Es una situación muy difícil para una muchacha
enamorada.
—Yo no soy un gazmoño, Robyn... Pero cuando pienso en Sandi en los brazos de
otro hombre, me hierve la sangre. Me gustaría confiar en ella, de veras, pero...
—¿Por qué no pruebas a hacerlo? Ella te ama, Tom. Yo conozco los síntomas.
Robyn no podía decirle que Sandi tenía los mismos síntomas que ella y por eso
sabía que estaba enamorada.
La expresión de Tom se suavizó.
—Si eso es lo que se necesita hacer, lo haré. Trataré de ser un hombre confiado
y adorable... Aunque no lo creas, Sandi es una muchacha a la que no quiero perder. No
me preguntes por qué...
En cuanto les sirvieron la cena, Tom cambió de tema y volvió a hablar de la
excavación.
—El viento probablemente seguirá soplando uno o dos días más, pero Sayed está
decidido a perforar mañana... aunque tengamos que atar a los trabajadores al taladro
para impedir que se los lleve el aire.
—No me perdería eso por nada del mundo —comentó Robyn—. Significa tanto
para todos... especialmente para Sayed.
—Su carrera está en juego. Tiene que descubrir algo valioso, algo que distraiga a
los investigadores de la oficina de antigüedades de las irregularidades >• problemas de
la excavación.
Al terminar de cenar, Tom firmó la nota y se levantaron.
Cuando se despedían en la puerta del comedor, no se dieron cuenta de que Sandi
les había visto y se acercaba a ellos para saludarles.
Tom se inclinó para besar la mejilla de Robyn diciendo:
—Gracias por el consejo, querida...
Al separarse, los dos se toparon con la mirada furiosa de Sandi.
—Sandi... —empezó a decir Tom.
—¡Olvídalo! —exclamó ella, despidiendo fuego por los ojos, antes de darse la
vuelta y alejarse a toda prisa.
Él le dio alcance.
—¡Caramba, Sandi, no me hagas eso! Lo que viste...
—¡No tiene importancia! —alcanzó a oír Robyn, antes de que los dos
desaparecieran por la puerta que conducía al pequeño embarcadero del hotel.
Robyn se sintió incómoda por lo sucedido. ¿Por qué tenía que haber tantas
confusiones y malos entendidos entre los seres humanos?
Se dirigió al ascensor, rezando porque Tom encontrara las palabras adecuadas
para explicarse. Tal vez se estuvieran reconciliando en esos momentos, abrazándose y
confesándose que no podían vivir el uno sin el otro...
Por la mañana se despertó a la hora de costumbre para trabajar y se puso unos
pantalones vaqueros y una camisa de algodón.
Cuando bajó al vestíbulo no había nadie de la excavación. Se acercó al mostrador
de recepción y le entregaron una nota.
—Se fueron muy temprano y dejaron este mensaje, señorita —le informó la
recepcionista en tono impersonal.
Leyó la nota mientras se alejaba del mostrador.
Gracias por lo de anoche, no sé si Sandi me creyó, pero traté de explicarle todo.
¡Eso ya es un avance! Sayed me llamó anoche, ya tarde. Quiere que Sandi, Rafica,
George y yo nos vayamos al amanecer. Dijo que no te despertáramos... te mandará un
mensaje si empezamos a perforar. Te veré más tarde. Tom
P.D. Perdona mi precipitada huida de anoche.
Arrugó la nota. ¿Qué le pasaba a Sayed? Él sabía lo que la excavación significaba
para ella. ¿Por qué la quería dejar al margen de su trabajo?
Salió a la calle y buscó un taxi para que la llevara al desierto. Cargaría el importe
en la cuenta de gastos de Sayed. No iba a permitir que se tratara a una representante
de la universidad con tanta indiferencia.
Al llegar al campamento lo primero que vio fueron muchos automóviles... Y
desconocidos yendo de un lado a otro. Robyn pagó el taxi y bajó. Durante un momento
pensó que se había equivocado de sitio. Había hombres y mujeres muy elegantes que
parecían fuera de lugar bajo el viento candente del desierto.
¿En dónde estaba Sayed? ¿En dónde estaban todos? Un hombre se acercó a ella
con un cuaderno en la mano.
-—¿Tiene algo que declarar, señorita?
—¿Sobre qué? —preguntó ella preocupada—. ¿Ha sucedido algo?
—¡Sobre la Biblioteca de Alejandría, por supuesto!
Un fotógrafo se colocó junto a él y enfocó su cámara a Robyn.
—Yo no sé nada del asunto —respondió con brusquedad—. Pregunten al doctor
al-Rashad.
¿Qué hacían los periodistas allí? De pronto se sintió furiosa. ¿Estaría Sayed
buscando publicidad? En ese momento vio que Tom se acercaba a ella.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó. El se encogió de hombros. —La gente llegó
hace un momento. Huntley Saunders también se encuentra entre la
concurrencia. —¿En dónde está Sayed?
—Por ahí... con las mujeres, tratando de ser amable. Robyn, siento mucho lo de
anoche. —Comprendo. ¿Cómo está Sandi? —Se niega a hablarme. Está consagrada a su
trabajo y no le dirige la palabra a nadie. —Lo siento.
—Yo también. Pero hay buenas noticias. El taladro ya está instalado. Vamos a
perforar en el centro mismo de la cámara de abajo. Me alegra que Sayed haya enviado
a Mohammed a buscarte.
—He venido en taxi. Estoy cansada de que Sayed no me tome en cuenta como
observadora oficial de la universidad.
—No creo que éste sea el momento adecuado para resolver vuestros problemas
personales, Robyn. Está muy ocupado...
Ella se alejó furiosa. Se abrió paso entre el grupo de admiradoras que rodeaban
a Sayed y encontró a éste con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa
tolerante en sus sensuales labios.
—Debemos hablar, doctor al-Rashad. Si me permiten, señoras...
Le cogió del brazo y se lo llevó a un lugar más apartado. Él la dejó hacer y cuando
estuvieron a cierta distancia, la detuvo, con expresión divertida.
—Buenos días, Robyn. ¡Vaya una forma de saludar! Todo está listo para la
perforación, la cosa iba muy bien, hasta que llegó de forma inesperada toda esta
gente. Pero hoy ni siquiera eso puede arruinar mi satisfacción.
—Tú sabes muy bien lo que voy a decirte —empezó a decir Robyn, tratando de
hablar con mucha seriedad y no como una mujer irritada—. Me estás excluyendo del
descubrimiento de la cámara baja. Has traído aquí a toda esa... gente... y no te has mo-
lestado en invitar a la observadora enviada por el doctor Wayland. ¡Quiero saber por
qué! ¿Cuándo pensabas informarme de tu descubrimiento... la semana próxima?
—Ya veo. ¿Y por qué me crees capaz de una acción semejante? Tu señor
Saunders es el responsable de que toda esa gente esté aquí. Mírame, Robyn; estoy
muy cansado. Ya no tengo fuerzas para enfrentarme con la gente. Deja que vengan
todos los curiosos que quieran... ya no me importa. Y la prensa... si los despacho con
cajas destempladas en estos momentos, inventarán historias. ¿Te basta esa expli-
cación, o quieres que me ponga de rodillas a pedirte perdón de nuevo?
—¿Por qué no me enviaste un recado avisándome que estabas a punto de
perforar?
Él consultó su reloj.
—Mohammed debe estar en el hotel en este momento, preguntándose dónde
diablos estás. Le mandé a buscarte. Ahora que todo está aclarado, voy a revisar el
taladro. ¡El capataz está listo para empezar... Inshallah, Robyn, Inshallahl
Se alejó antes de ver cómo se teñían de rojo las mejillas de ella. Sayed había
dado la vuelta a la situación, de tal modo que había pasado a ser él el ofendido.
Robyn se dirigió al cuarto de trabajo, para refugiarse hasta que pudiera
recuperar el control de sí misma. Por el camino vio a Huntley Saunders que andaba por
allí como si no hubiera hecho nada... alegre e insufriblemente inocente. Rafica le dio
alcance y la saludó con una sonrisa.
—¿Por qué permite Sayed que ese hombre esté aquí? —preguntó Robyn, furiosa
por la forma en que Sayed se había deshecho de ella.
—El doctor al-Rashad es un hombre bondadoso. No tuvo corazón para negarle al
pobre Saunders la experiencia de ver al fin funcionar la cámara de penetración.
—Y él aprovechó la oportunidad para invitar a todos sus ociosos amigos...
Rafica se echó a reír al oír su manera de expresarse.
—Hay que tener paciencia con gente como él. Bien, debo estar con el doctor
Gaddabi en la excavación. Están a punto de empezar a perforar.
Robyn se sintió al margen de todo. En el momento en que daba vuelta al picaporte
del cuarto de trabajo, para comprobar que no estaba cerrado con llave, dos mujeres
pasaron cerca, hablando en inglés. No pudo verlas bien, pero Aziza Atef era una de
ellas.
—¡Qué apuesto es Sayed! —estaba diciendo la otra—. ¿Cómo quieres retener su
interés, Aziza querida, cuando tiene un corazón tan imprevisible como el khamsin...!
Las dos mujeres se alejaron y Robyn no pudo escuchar el resto de la
conversación. Se dijo que, de todos modos, no le interesaba, pero algo doloroso le
oprimió el corazón al entrar en el cuarto de trabajo y continuar la labor de ordenar lo
que el viento había desordenado. Rafica había trabajado mucho, pero todavía faltaba
bastante por hacer.
La mayor parte de los papiros habían sido llevados al museo, pero muchos otros
aún continuaban debajo de la mesa, donde ella los pusiera para protegerles del viento.
Con sumo cuidado, tirando de la envoltura, empezó a sacar los pergaminos.
Su intención era guardarlos en una de las cajas grandes y dejarlos listos para ser
enviados al museo de Alejandría. No obstante, al tirar del paquete, parte del plástico
se rompió y los pergaminos se esparcieron por el suelo. Algunos pedazos se
desprendieron de los rollos y Robyn pasó un buen rato recogiendo los trozos sueltos.
En seguida preparó la caja, acojinando los lados con más plástico. La mayoría de los
pergaminos enrollados estaban adheridos unos a otros y los tuvo que colocar en la caja
con mucho cuidado.
Al hacerlo, uno de los rollos se desprendió y cayó al suelo. Por fortuna, quedó
intacto. El centro del pergamino seguía bien enrollado, pero sus extremos parecían
más sueltos. La punta estaba desenrollada dos o tres centímetros, pues la varilla de
madera que debía haberla sostenido en otro tiempo había desaparecido.
Robyn se inclinó en el suelo y levantó el pergamino con mucho cuidado, antes de
examinar su escritura. Estaba escrito en griego antiguo.
Una línea atrajo su atención, porque no estaba escrita en griego, sino en latín.
Robyn tradujo mentalmente: «Pérgamo. Rollo 708. Regalo de Marco Antonio,
Emperador.»
Mientras volvía el pergamino a la luz, para verlo con más claridad, algo redondo y
duro cayó sobre su mano y rodó al suelo. Robyn sintió que el corazón le daba un vuelco.
Depositó el pergamino con cuidado en la caja y levantó el objeto caído.
Se trataba de un pequeño disco plano, de cerámica, con una leve hendidura en
uno de los bordes. Sin duda había estado colgado de una tira de cuero, parte de la cual
seguía en el agujero que habían hecho para introducirla en el disco. Examinó el peque-
ño objeto que tenía en la mano y leyó escrito en él, con toda claridad, en letras
griegas: Museion Alexand...
—¡Oh! —murmuró—. ¡Oh, Dios mío! Era un pergamino de la enorme biblioteca de
Pérgamo, uno de los que Marco Antonio había regalado a Cleopatra, y que había pasado
a formar parte de la Biblioteca de Alejandría. ¡Ésa era la prueba que Sayed
necesitaba! ¡Y ella la había encontrado para él!
Salió corriendo del cuarto de trabajo para ir a darle aquella maravillosa noticia y
entonces se detuvo con brusquedad al ver a Sayed no lejos de allí, con Aziza Atef
colgada de su brazo. El estaba invitando a la gente a acercarse para que presenciaran
cómo se llevaría a cabo la perforación.
Aziza le contemplaba con expresión embelesada.
—Olvídate de los convencionalismos, mi amor, déjame desearte suerte.
Dejó estampada la huella de sus labios escarlata en la mejilla de él. Sayed sonrió
y encabezó la marcha hacia donde estaba el taladro. No había visto a Robyn.
Con el disco apretado con fuerza en la mano, Robyn le siguió. No podía perderse
el momento cumbre del descubrimiento. Dos mujeres iban cerca de ella, hablando en
inglés.
—Parece como si ya estuvieran casados —decía una en tono amargo—. ¡Qué
suerte la de Aziza! Supongo que anunciarán su boda en cualquier momento.
—Aziza es muy lista —contestó la otra—. He oído que la madre de Sayed es un
verdadero dragón y la detesta.
—Pero Aziza siempre se sale con la suya...
Robyn continuó andando como un autómata; ni siquiera la emoción del
descubrimiento que acababa de hacer la conmovía.
Le había perdido. Entonces comprendió que nunca había abandonado la esperanza
de que Sayed llegara a amarla.
El doctor Gaddabi la cogió del brazo y la hizo acercarse al lugar de la
perforación.
—Nuestro gran momento, Robyn. Debe sentirse muy orgullosa.
Ella logró sonreír. Él no podía siquiera imaginarse cuan inolvidable sería para ella
ese momento, tanto en lo que se refería a su carrera como en el aspecto sentimental
de su vida.
Sayed había triunfado. Tenía la prueba de que los manuscritos pertenecían a la
Biblioteca de Alejandría, e iba a casarse con la mujer amada.
¿Por qué había jugado con tanta crueldad con las emociones de una joven ingenua
como ella? ¿Lo había hecho para tenerla contenta, para asegurarse de que, de ese
modo, su informe sería favorable...?
Un pesado silencio reinaba en la zona de excavación. Rafica se situó junto a
Robyn.
—Ya Salam —murmuró—. ¿No es maravilloso?
El taladro empezó a rugir y, al cabo de unos minutos, penetró en la losa de piedra
que cubría el suelo de la excavación. Se oyó un extraño ruido, como si algo se
rompiese, y Sayed hizo un gesto a los operarios para que detuvieran el aparato.
Iba a bajar a investigar cuando se oyó otro ruido. Pequeñas espirales de polvo
surgieron de una abertura entre las losas, que parecían haberse separado un poco bajo
la presión del taladro. El aire empezaba a entrar en la cámara.
El ruido cesó y tanto Sayed como el doctor Gad-dabi se arrodillaron para ver qué
lo había provocado. Después de un momento, Sayed informó a los silenciosos
espectadores:
—El taladro ha movido una piedra ligeramente. Lo que hay allí abajo fue colocado
de la misma forma que otros tesoros egipcios... que se han descubierto cerca de la
Gran Pirámide, inteligentemente preservados en el vacío. La cámara, preservada de
este modo, debe estar en buenas condiciones y, sin duda alguna, contendrá objetos de
inestimable valor histórico.
Estallaron exclamaciones de entusiasmo entre los espectadores. Rafica
oprimió la mano libre de Robyn.
—La cámara debe estar atestada de manuscritos... —murmuró.
El taladro estuvo funcionando durante una media hora, que a todos se les hizo
eterna, hasta que, de pronto, no encontró resistencia y el motor fue apagado en el
mismo instante. Cuando lo sacaron, quedó un agujero limpio y redondo.
Robyn olvidó sus sentimientos personales, al ver aquel pequeño agujero negro que
era como un ojo que se asomaba al pasado. Los temores y esperanzas de los hombres
que habían ocultado su tesoro con tanta urgencia y cuidado pronto estarían a la vista
de todo el mundo.
Llevaron la cámara de penetración y la montaron en un lugar cercano al agujero
perforado. Huntley Saunders se acercó, con intenciones de bajar, pero una mirada
severa de Sayed le detuvo.
Con lentitud y mucho cuidado, Sayed guió el brazo de la cámara, con sus luces y
espejos, en su descenso a través de la oscuridad. Acercó un ojo al visor y se quedó
inmóvil, haciéndolo girar de manera casi imperceptible.
Por fin se incorporó y levantó la vista. No sonreía, pero sus ojos parecían más
azules que nunca, iluminados por un fuego interior. El murmullo del viento amainó en
ese momento, como si incluso los malos espíritus respetaran ese solemne momento.
Mientras él se aclaraba la garganta con visible esfuerzo, Robyn sintió una extraña
opresión en el corazón. Comprendía lo que Sayed debía estar sintiendo en esos
momentos.
—Hemos encontrado una habitación de unos tres por cuatro metros de
superficie. Está llena de rollos colocados en anaqueles y cajas. A simple vista parecen
estar en excelentes condiciones. Es, sin duda alguna, el mayor número de manuscritos
de los tiempos antiguos que se ha descubierto nunca.
Vítores y aplausos estallaron a su alrededor. Robyn sintió un deseo casi
incontenible de correr hacia él y abrazarle con todas sus fuerzas. ¿Qué otra persona
allí presente sabía mejor que ella lo que estaba sintiendo? ¿Quién, aparte de ella,
podía compartir sin necesidad de palabras la enormidad de su descubrimiento?
—¡Bendito sea Alá! —exclamó Rafica con los ojos cuajados de lágrimas—. Me
alegro tanto por el doctor al-Rashad...
Robyn se guardó a toda prisa el pequeño disco de cerámica en el bolsillo de la
blusa y, un momento después, era abrazada, primero por Rafica y después por Tom.
Oyó la voz de Sayed que decía: —Baja, Robyn.
Ella se quedó inmóvil durante un segundo. Entonces él levantó la voz dirigiéndose
a la gente que se encontraba alrededor de la excavación.
—La señorita Douglas es la representante oficial de la universidad
norteamericana que patrocina esta excavación. Es, también, la hija de uno de mis más
queridos profesores: el famoso experto en la traducción de manuscritos antiguos, el
ya desaparecido doctor James Arthur Douglas. La señorita Douglas, es también, una
traductora muy competente. Como representante de la universidad, la señorita
Douglas debe ser la siguiente persona que vea nuestro descubrimiento.
Se enfrentó con toda calma a la mirada furiosa de Huntley Saunders y se volvió
hacia Robyn tendiendo las manos.
Rafica empujó con suavidad a Robyn. —¡Ve! —la urgió.
Robyn sintió que sus pies resbalaban al descender por los pedregosos escalones
que conducían a la excavación. Notó después que Sayed la cogía de la mano y la
conducía hacia el visor de la cámara de penetración. Su contacto la hizo estremecerse,
lo que sólo sirvió para recordarle su confusión y su desdicha; sin embargo, trató de
aparentar tranquilidad. El doctor Gaddabi le sonreía y los ojos de Sayed tenían una
dulce expresión que casi la hizo llorar. Con ayuda de él, miró por el visor, enfocándolo
gradualmente hacia la habitación de abajo. El asombro por lo que sus ojos vieron,
produjo en ella un estremecimiento involuntario.
El pequeño círculo de luz era suficiente para mostrar el alcance del
descubrimiento. ¡Qué grandes tesoros del pensamiento se encontraban almacenados
en ese recinto, rescatados de la más grande biblioteca que conociera el mundo antiguo!
—¿Estás feliz, pajarita? —preguntó Sayed a su oído—. Tenemos tantas cosas de
qué hablar... Sintió que sus labios rozaban la punta de su oreja. —Me alegro por ti... me
alegro mucho —logró decir.
Los ojos de Robyn no expresaban felicidad y la expresión de él cambió al darse
cuenta; pero la gente que le rodeaba, y la agitación de momento, impidieron a Sayed
hablar con la muchacha.
Ella se apartó a un lado para dar a otros la oportunidad de ver... desfilaron el
doctor Gaddabi, Rafica y George, seguidos, por fin, Huuiley Saunders y algunos de
sus invitados, incluyendo Aziza Atef.
Sayed trató de hacer callar a todos.
—Un anuncio más, amigos míos. Habrá una conferencia de prensa y una cena
mañana por la noche en el Hotel Palestina. Aunque yo sé que les resultará difícil, debo
pedirles que no hablen de los asombrosos acontecimientos de hoy hasta entonces. Aquí
hay periodistas, les ruego que no den a conocer nada al público hasta después de la
conferencia de prensa. Sé que puedo contar con su cooperación.
La policía del departamento de antigüedades no tardó en llegar y en rodear la
zona para impedir que se acercaran curiosos y visitantes. Aquélla había dejado de ser
una simple excavación, para convertirse en un tesoro nacional bien protegido.
Robyn se separó de la multitud. Algunas personas trataron de detenerla para
conversar, pero ella continuó su camino, disculpándose cortésmente, y regresó al
cuarto de trabajo, donde guardó el disco de identificación en un sobre y después en su
bolso.
Entregaría su hallazgo a Sayed durante la cena a la prensa y después se
marcharía. No quería estar presente cuando anunciase su boda con Aziza Atef.
De todo corazón hubiera querido quedarse, estar cerca de Sayed, mientras éste
penetraba en las maravillas del pasado. ¡Qué diferentes habrían sido las cosas si su
sueño de que él llegara a amarla se hubiera convertido en realidad!
Cuando llegó Rafica, Robyn le mostró la caja donde había guardado los
pergaminos. Entre las dos la prepararon para su traslado y la anotaron en el catálogo
de envíos al museo.
Robyn salió mientras Rafica terminaba su trabajo. El sol de la tarde empezaba a
ocultarse. Por alguna extraña razón, ya no soplaba el viento en torno a-la excavación.
Los últimos visitantes se habían marchado ya.. De pronto, Robyn sintió que le
tocaban el hombro. Se volvió y se encontró con la arrugada cara de Bahiya iluminada
por una gran sonrisa.
—¡Buena suerte! —exclamó mirando a Robyn—. Tú ser feliz, niña. Luna dar
bendición; viento terminar. Sólo pocas lágrimas más para quitar el polvo de no
entender.
Acercó su rostro más a Robyn para murmurar: —Tú tener secreto. Otros
secretos salir pronto. Tú decir a hombre que tiene sangre de faraones que Bahiya
bendecirle. Bahiya bendecir también pajarita en hombro de príncipe. No volar,
pajarita... tú esperar. Bahiya se marchó sin esperar respuesta. Robyn miró a su
alrededor. Nunca olvidaría ese lugar, aislado y polvoriento, ¡nunca!
Volvió a Alejandría con Rafica. Durante el camino se preguntó si volvería a tener
noticias de Sayed. Prefería no volver a saber nada de él.
Rafica la acompañó hasta su cuarto y entró con ella.
—Estás muy callada, Robyn. ¿Te sientes bien?
—Un poco cansada, eso es todo.
—No me dijiste que eras una experta en traducciones, hermana mía —dijo Rafica
con cierta tristeza en la voz.
—Perdóname. Mi padre me enseñó a traducir, pero nunca me he considerado
profesional. El doctor Wayland pensó que era preferible que mantuviera en secreto la
identidad de mi padre. Y yo tampoco quería aprovecharme de su prestigio. El doctor
Wayland estaba también preocupado de que tendría problemas debido a la
actitud islámica de los hombres hacia las mujeres. Ahora me doy cuenta de que ello no
era importante.
—Tú sientes amor por tu padre y te enorgulleces de él. Los padres son honrados
a través de la conducta de sus hijos.
—He aprendido mucho desde que llegué aquí. Me has enseñado lo maravillosas
que son las mujeres islámicas y las cosas de las que son capaces.
Para su sorpresa, Rafica rompió a llorar. Se acurrucó en un extremo de la cama
de Robyn, mientras sus hombros delgados y esbeltos eran sacudidos por los sollozos.
Robyn la rodeó con un brazo, tratando de consolarla. ¿Qué podía decirle para calmar
su dolor?
—¿Has vuelto a hablar con Karim? ¿No hay nada que yo pueda hacer?
La cabeza de suaves cabellos oscuros se movió de un lado a otro. Con voz
ahogada contestó:
—No puedo vivir sin él. Después de un tiempo, él se casará. Es un hombre sano y
necesita una mujer. No puedo soportar la idea. Creo que me moriré si tengo que
casarme con Mustafá.
Buscó pañuelos desechables en su bolso. Se sonó la nariz y su rostro adquirió de
pronto una expresión de tranquilidad.
—Perdóname, no debí abrumarte con mis problemas. Veo en tus propios ojos un
dolor muy profundo, hermana mía. Sé que tiene que ver con el doctor al-Rashad. No lo
niegues.
Robyn fue a la ventana. Afuera, las luces del hotel se reflejaban en el agua.
—He sido una tonta, Rafica, Sayed es un hombre notable y yo he cometido el
error de sentirme atraída por él. .Hasta llegué a imaginarme que le importaba un poco.
Alguien me dijo que los hombres del Islam no sienten la misma responsabilidad hacia
las mujeres extranjeras que hacia sus propias mujeres. Piensan que son mujeres
fáciles, nada respetables.
Rafica suspiró.
—Eso es verdad, en parte. He visto actuar absurdamente a las mujeres
norteamericanas y a las europeas, incluso con los guías y los conductores. Pero el
doctor al-Rashad es un caballero. Él no pensaría eso de ti.
—No sé lo que piensa, en realidad. Hoy me he enterado de que Aziza Atef
anunciará muy pronto su compromiso matrimonial con él. Tú la viste colgada de su
brazo esta tarde. Tan pronto como termine el banquete mañana por la noche,
regresaré a casa. Será mejor para mí no volver a verle. Lanzó una risilla temblorosa y
continuó: —Egipto envuelve a la gente en una especie de encantamiento, lo sé. Tal vez
estoy fascinada con Sayed porque se parece a uno de los nobles del Viejo Reino. He
estado enamorada de los egipcios antiguos desde que era niña... pero es hora de
recuperar la sensatez.
Rafica dio a Robyn un rápido y cálido abrazo. —Voy a pedir a Alá que cure
nuestros corazones —murmuró—. ¡Pero... Aziza Atef! ¡Ese maniquí! No puede ser
cierto. Pobre señora al-Rashad... eso la mataría —miró con intensidad a Robyn—. Espe-
ra, amiga mía. No creas nada hasta que el anuncio sea oficial. El doctor al-Rashad que
yo conozco jamás se casaría con una mujer como ésa. ¡Subhan Allah!
—Gracias, Rafica. No te preocupes. No estoy dispuesta a convertirme en una
romántica soñadora. Sa-yed sólo trató de ser bondadoso conmigo. Su vida y sus
amistades están aquí.
Se abrazaron de nuevo sin palabras y Rafica se marchó.
Robyn, para distraerse, empezó a separar sus notas y sus papeles. Quería
tenerlo todo en orden al día siguiente.
Su teléfono no sonó y nadie llamó a su puerta. No tuvo apetito para cenar, ni
siquiera en su cuarto, y se acostó temprano. Sentía que los nubarrones del llanto se
estaban acumulando en su corazón. Apoyó su dolorida cabeza en la almohada y dejó
que la tormenta estallara.
Qué poco sabía de la vida cuando había llorado por John... Sus sentimientos por
él le parecían pueriles en esos momentos. La Biblioteca de Alejandría, el viejo disco de
cerámica, la estatuilla de Ptah... ¿por qué eran tan importantes" para ella? Debió ha-
ber escuchado a su madre, haber aprendido a coser y a cocinar como otras mujeres.
¿A qué mundo pertenecía? Sin Sayed, estaba perdida entre dos culturas, sin
poder vivir en ninguna de las dos.

Capítulo 15
ROBYN despertó con visible esfuerzo a la mañana siguiente. Le ardían los ojos a
causa de las lágrimas de la noche anterior. Se lavó la cara con agua fría y luego se
asomó al balcón que daba a la bahía. Los pájaros, que se habían acostumbrado a llegar
todas las mañanas por las migajas que la joven les daba, clavaron sus ojos brillantes y
esperanzados en ella.
Robyn pidió el desayuno como de costumbre. Disfrutó del pan tostado, del café,
del salado queso egipcio y de la miel, sentada en el balcón. Como siempre, ofreció las
migas a los pajaritos.
Después de tomarse el desayuno se dispuso a trabajar. Tenía muchas cosas que
hacer y quería dar una buena impresión de su trabajo en Egipto.
Algún día se encontraría con Sayed en algún seminario de gente versada en
arqueología. Para entonces, tendría una buena reputación, y ya no le importaría la
opinión que Sayed tuviera de ella.
La mañana pasó volando. Tuvo que escribir muchas hojas a máquina, organizar
papeles y duplicar informes... uno para Sayed y otro para el doctor Wayland. Los había
preparado con mucho esmero y se sentía muy orgullosa de su trabajo.
Faltaba de hacer una cosa, por lo que levantó el teléfono con determinación para
hacer las reservas de su vuelo de regreso a casa. Reservó billetes para partir de El
Cairo al día siguiente por la tarde. Le dolía la espalda de escribir a máquina y se alegró
de poder salir de su cuarto, para estirar las piernas y comer un emparedado en la
cafetería del hotel. Ése era su último día en Egipto y no se había despedido de-
ninguno de los lugares que tanto habían llegado a significar para ella. Sin embargo, eso
tal vez haría más difícil su partida.
Salió a pasear por la orilla del mar y por el parque. Le quedaba lo peor, soportar
el banquete y la rueda de prensa; pero estaba animada. Podría enfrentarse con los
asombrosos ojos de Sayed, sin temblar por dentro.
Cuando volvió a su habitación, encontró una caja grande apoyada contra la puerta
y Robyn supuso que la habían dejado ahí por error. La levantó y se la llevó a su cuarto.
Entonces notó que la caja estaba atada con una cinta, como si fuera un regalo. Había
un pequeño sobre adherido a ella.
Sintió que su corazón latía más aprisa, cuando sacó la tarjeta y vio que estaba
escrita con la letra de Sayed. Póntelo esta noche, decía... nada más.
Un calor intenso la recorrió cuando depositó la caja en su cama y la abrió. En su
interior, doblada dentro de varias capas de papel de China, estaba la túnica dorada.
Era todavía más hermosa de lo que ella recordaba.
Sacó la prenda de su envoltura y corrió hacia el espejo de cuerpo entero que
había en la puerta de su guardarropa. Al apoyar contra su cuerpo la hermosa túnica, la
invadió la extraña sensación de que había sido diseñada para ella y que le pertenecía.
El tono dorado de la prenda acentuaba el brillo de su pelo. Hacía resaltar las
motas ambarinas que brillaban en sus ojos grises y daba a su piel tonalidades doradas.
Con ese atuendo mágico, sólo podía estar muy hermosa.
Con cuidado, depositó la túnica sobre la cama, como si su tacto, suave y
fascinante, fuera a atraerla hacia los brazos de Sayed. Por alguna extraña razón,
percibía la presencia de él en esa prenda. ¿Por qué le había enviado aquel hermoso
regalo? ¿Le estaba pagando con él los servicios prestados? ¿Era un sutil adiós... o
existía otra razón, algo que tenía que ver con la relación entre un hombre y una mujer,
y la pasión que se despertaba entre ellos?
Se quedó contemplando la túnica, librando una lucha terrible dentro de su
corazón. Se pondría esa noche la preciosa prenda. Con ella estaría magnífica y se
sentiría segura de sí misma. Y así quería que la recordara Sayed.
Le demostraría que no era una chica inocente y frágil, a la que un egipcio
experimentado podía impresionar. Aceptaría el regalo con una sonrisa fría y un
«gracias» dicho con cortesía.
Pensando en la fiesta, procedió a arreglarse. Se dio un baño, se cepilló el pelo, y
se hizo un atractivo moño en lo alto de la cabeza. Se aplicó el maquillaje con gran
cuidado y después de ponerse la túnica, se ató al cuello la delicada cadena de oro de la
que colgaba el Ptah de lapislázuli. Afortunadamente, tanto su bolso de fiesta como sus
zapatos de vestir combinaban bien con el atuendo.
Después buscó un sobre limpio y una hoja de papel con membrete de la
universidad. Escribió en el sobre el nombre de Sayed, usando todos sus títulos.
Después, escribió a máquina su último mensaje a Sayed al-Rashad:
Este disco de identificación cayó de un rollo de pergaminos (ver anotación en el
libro de registro, número 331). El manuscrito está escrito en griego, con una anotación
en latín al final. La traducción del latín es: Pérgamo. Regalo de Marco Antonio,
Emperador. Considero que, tanto el pergamino como el disco de identificación,
comprueban sin lugar a dudas que el material procede de la Biblioteca de Alejandría,
que Marco Antonio había sacado de Pérgamo. Lo encontré ayer por la tarde. Si no te lo
entregué en ese momento fue porque estabas muy ocupado con la perforación y con
tus invitados. Además, puesto que yo hice el hallazgo, quería tener el placer de darte
yo misma la prueba que necesitabas.
Como representante de la universidad, te felicito por los maravillosos tesoros
que tu dedicada labor ha sacado a la luz. Estoy segura de que se encontrarán pruebas
aún más contundentes en la cámara de abajo.
El doctor Wayland se pondrá muy contento y yo le daré un informe detallado
cuando lo vea dentro de dos días. Te deseo la mejor de las suertes en la traducción y
preservación de estos maravillosos manuscritos.
Sesha Neheru Douglas
Al doblar el papel hubiera querido agregar una nota personal al margen, pero
logró vencer la tentación.
Metió el disco dentro del sobre y lo guardó en su bolso de mano.
Mientras esperaba el ascensor respiró profunda y lentamente, varias veces, para
calmar los apresurados latidos de su corazón.
Al llegar al vestíbulo, oyó voces prodecentes del salón de banquetes. Robyn entró
con toda la calma de que fue capaz, tratando de no dar la impresión de sentirse
incómoda. La larga mesa principal estaba espléndida. A ambos lados habían colocado
mesas más pequeñas. Observó decenas de rostros que nunca había visto antes...
periodistas, sin duda, y altos dignatarios.
Primero vio a Tom y, más allá, al doctor Gaddabi en el centro de un grupo de
asistentes. Para sorpresa suya, Daphne al-Rashad, con el porte de una reina, se hallaba
sentada en la mesa de honor, con Aziza Atef sonriendo y gesticulando junto a ella. La
señora al-Rashad revelaba una expresión de fría paciencia.
Robyn se volvió y descubrió a Sayed. Su corazón dio varios vuelcos bajo el
exquisito bordado que adornaba el talle de su vestido.
Por fortuna, el doctor Gaddabi advirtió su presencia y acudió a su lado para
ofrecerle el brazo. La llevó de un grupo a otro, presentándola a los invitados. Robyn
agradeció desde el fondo de su corazón sus constantes cumplidos.
No tardó en perder su timidez y se sorprendió, hablando con soltura de la
universidad y del proyecto. Tom le guiñó un ojo y con el dedo índice y pulgar hizo una
señal mostrando su aprobación. A su lado estaba Sandi, con una túnica blanca, bordada
en color de rosa. Llevaba el pelo recogido en un moño y su maquillaje era muy discreto.
Sandi ofreció una sonrisa a Robyn y reclinó la cabeza en el brazo de Tom. Robyn
comprendió el mensaje y se alegró por los dos.
En ese momento, la mano paternal del doctor Gaddabi la condujo hacia la mesa
principal, donde estaba Daphne al-Rashad con Aziza Atef y la mujer inglesa, que
Robyn había visto en la excavación. —Es usted una mujer preciosa, Robyn —dijo el
doctor Gaddabi a su oído—. Envidio a Sayed, que va a sentarse junto a usted esta
noche.
Robyn miró a los ojos tranquilos y francos del anciano arqueólogo y vio una chispa
de diversión en ellos. Le pareció que él sabía algo que ella ignoraba. Cuando se
acercaron a la señora al-Rashad, ésta se levantó con una exclamación de placer y
envolvió a Robyn en un perfumado abrazo.
—Querida mía, estaba impaciente por verte. ¡Qué radiante estás! Siéntate aquí,
junto a mí. Más tarde Sayed se sentará entre nosotras dos.
Se volvió entonces hacia Aziza y su amiga. —Por supuesto que ya conocen a la
señorita Robyn Douglas.
Dos fingidas sonrisas se dirigieron hacia ella y los ojos de Aziza le lanzaron una
mirada de odio. Robyn se alegró de llevar la túnica dorada como escudo protector.
La señora al-Rashad se sentó y volvió la espalda a las dos mujeres, con gesto
decidido, en tiraba de Robyn para que se sentara junto a ella.
Las otras dos mujeres se levantaron y se marcharon, pero no antes de que Aziza
se inclinara para depositar un beso en la mejilla de la señora al-Rashad. —¡Bah!
—protestó ella, con gesto de disgusto—. ¡Vaya perfume tan empalagoso! —se volvió
hacia Robyn de nuevo—. ¡Qué guapa estás! Es lógico... ésta es tu noche.
—Es la noche de Sayed —murmuró Robyn, obligándose a sonreír—. Y me alegro
mucho por él. —Sí, es la culminación de muchos años de sueños...
Los penetrantes ojos de la señora al-Rashad parecieron captar la desventura que
había en la mirada de Robyn y dijo en tono consolador.
—No te pongas nerviosa. Tú no tendrás que pronunciar ningún discurso.
La gente empezó a ocupar sus asientos. —Será mejor que deje este lugar —dijo
Robyn. —Espera, querida. Sayed te dirá dónde debes sentarte, cuando llegue.
El doctor Gaddabi ocupó un asiento frente a Daphne al-Rashad y los dos se
pusieron a conversar animadamente, mientras Robyn esperaba, embargada de tensión.
Vio a Tom y a Sandi ocupar sus respectivos lugares en una mesa cercana y, en
ese momento, Sayed se acercó a ella con un elegante caballero de edad, al que
presentó como el rector de la Universidad de Alejandría.
Se saludaron cortésmente, y Sayed la sentó entre él y el rector. Su cercanía
empezaba a derretir el muro de hielo que Robyn había construido en torno suyo con
tanto cuidado.
El rector de la universidad, sentado a su izquierda, inició la conversación. Ella al
fin logró controlarse, a pesar de la inquietante sensación que le producía la proximidad
de Sayed. Era como un fuego que amenazaba envolverla en cualquier momento.
Cuando los camareros se disponían a cerrar la puerta, dos personas entraron en
el salón. Tom levantó una mano, saludando a los recién llegados. Rafica, muy hermosa,
entraba del brazo de un hombre alto... ¡Karim! Robyn casi no podía dar crédito a sus
ojos.
¿Qué había sucedido? La curiosidad de Robyn la hizo olvidar por un momento sus
propias desventuras. Miró a la madre de Sayed y descubrió en sus ojos una expresión
de triunfo. Robyn estaba segura de que Daphne al-Rashad había tenido mucho que ver
con el feliz desenlace de la historia de Rafica.
Cuando empezaron a servir la cena y la conversación se hizo general, Sayed le
dijo:
—Gracias por ponerte la túnica. Te sienta a la perfección y me honras al usarla
—sonrió y sostuvo su mirada durante un largo momento hasta que ella se ruborizó y
miró hacia otro lado.
—No debí haberla aceptado —contestó ella con testarudez.
Él gruñó y sus ojos se empequeñecieron.
—Es mi regalo de gratitud —murmuró él.
—Entonces, gracias. Nunca había tenido un atuendo tan elegante.
—Hum —murmuró él con voz ronca y expresión sombría.
El peso de su bolso la llenó de pronto de un profundo sentimiento de culpabilidad.
Tomó una rápida decisión, lo abrió y sacó el sobre. Con mano temblorosa extendió el
rectángulo blanco de papel hacia él.
—¿Qué es esto? —la miró con ojos interrogantes.
—Quiero que lo leas... antes de pronunciar tu discurso.
Las cejas de él se arquearon en un gesto de sorpresa. Robyn observó las manos
delgadas y fuertes abrir el sobre. Sacó el papel doblado y el pequeño disco de
cerámica que lo acompañaba.
Ella dejó escapar su tensión contenida en un largo suspiro. Ya no había modo de
volverse atrás. Sayed leyó la nota con rapidez y entonces examinó con cuidado el disco
de identificación que tenía en la mano.
—¡Subhan Allah!
Sus ojos se encendieron de excitación, pero después se volvió hacia ella,
visiblemente enfadado. —¿Cómo es posible que vayas a ver al doctor Wayland dentro
de dos días? No tienes mi autorización para salir de Egipto.
—Tengo reserva de avión para mañana —repuso Robyn con voz temblorosa.
—Puedes cancelarla. No discutas conmigo ahora, Robyn.
La nota autoritaria en su voz, en lugar de enfadarla, le infundió ánimos. El rostro
de Sayed se suavizó con una insinuación de sonrisa.
—¿Así que tú querías darme la noticia? ¿Te das cuenta que lo que has hecho es
ilegal... sacar un hallazgo de su lugar y ocultarlo? —lanzó una leve carcajada al ver la
expresión de ella—. Será mejor que me expliques las circunstancias en que
encontraste esta identificación... en detalle y rápidamente.
Ella le contó con precisión lo que había sucedido.
—¿Estás segura de la anotación en latín que aparece al pie del pergamino?
—Muy segura.
Su mano, con renovada vitalidad, encontró la de ella y la sostuvo por un momento.
—Pajarita, tú siempre me traes el mejor de los regalos.
Se volvió hacia su madre, habló con rapidez durante un momento y depositó el
disco en su mano. —¡Dios mío... ya tienes la prueba! —la oyó exclamar Robyn. Daphne
al-Rashad se inclinó por encima de Sayed, con lágrimas en los ojos—. ¡Bendita seas, mi
querida niña!
Los camareros empezaron a retirar los platos de la cena y Robyn se dio cuenta
de que casi no había comido nada. Ni siquiera recordó lo que le habían servido. Vio que
le habían puesto un postre cremoso enfrente, acompañado por una pequeña tacita hu-
meante de espeso café egipcio. Robyn se quedó mirando el postre, sin probarlo.
Sayed pasó el disco al doctor Gaddabi y empezó a hablar animadamente con él.
Era indudable que estaba encantado con la prueba... pero, ¿y ella? Él le había vuelto la
espalda como si no existiera.
Probó un poco del postre que le sirvieron y bebió un sorbo del café, amargo y
caliente. El rector de la Universidad de Alejandría le sonrió con aire complacido.
—Ya no tendremos que esperar mucho tiempo para escuchar el anuncio —dijo—.
Veo que los periodistas están esperando ya, con las cámaras listas y el cuaderno de
notas abierto. Éste puede ser uno de los más grandes descubrimientos recientes, ¿no
cree usted?
—Creo que rivalizará con el de la tumba del rey Tutankamen.
Al ver la mirada sorprendida del hombre levantó la cabeza en un gesto
inconsciente de orgullo y continuó:
—Los manuscritos deben contener algunas de las obras perdidas del mundo
antiguo. Son unos documentos indispensables para el estudio de la historia humana. El
trabajo del doctor al-Rashad representará una importante contribución a la
arqueología egipcia y a la literatura de la dinastía de los Tolomeos.
—Espero que tenga usted razón —contestó el anciano y la observó con mayor
seriedad.
Sayed dejó de hablar con el doctor Gaddabi y se puso de pie, olvidando el postre
y el café, que quedaron intactos sobre la mesa. Golpeó levemente su copa de agua para
llamar la atención, hasta que el tono de las conversaciones fue bajando y todos los
rostros se volvieron hacia él, esperando con atención a que hablara.
Sayed sonrió y empezó a decir: —No pospondré por más tiempo el anuncio que
ustedes estaban esperando —había una apenas controlada excitación en el tono de su
voz—. Pero, ante todo, permítanme decirles que si no fuera por las muchas personas,
cuyo amor por el pasado las impulsa a excavar la tierra, no podría yo hacerles hoy este
anuncio —se detuvo—. Hemos descubierto una cámara que contiene manuscritos
antiguos. Es el descubrimiento más importante de material escrito que se ha hecho
hasta la fecha.
Procedió a describir lo que se había encontrado en la puerta superior y después
procedió a hablar sobre los rollos, maravillosamente bien preservados, que habían
descubierto en la cámara inferior. Su relato fue breve, pero lleno del entusiasmo que
sentía por su trabajo.
No trató de adjudicarse todo el crédito del hallazgo. Alabó a la universidad
norteamericana por su ayuda e incluso mencionó brevemente a Huntley Saunders.
Habló del apoyo que el doctor Gaddabi le había dado y agradeció a cada miembro de su
equipo su valiosa cooperación.
Robyn vio que los periodistas tomaban notas rápidas, mientras las cámaras
despedían frecuentes fogonazos. ¿No iba a hablar de la prueba, que ella había
encontrado?, se preguntó Robyn con desesperación. De nuevo sintió que se sumergía
en un oscuro lugar lleno de desventura y soledad, escuchando apenas la voz profunda
de Sayed.
Casi no se dio cuenta de lo que Sayed estaba diciendo en esos momentos:
—Quiero presentarles a una persona cuya contribución ha sido determinante
para el éxito de este trabajo. Se trata de la representante acreditada de la
universidad norteamericana patrocinadora del proyecto —bajó la mirada sonriente
hacia Robyn y procedió a describir cómo ella había protegido los manuscritos del
khamsin.
Robyn hubiera preferido que él no mencionara aquello. La curiosidad de muchos
ojos vueltos hacia ella pusieron en tensión sus nervios ya alterados. Trató de aparecer
tranquila y profesional, como correspondía a la mujer que Sayed estaba describiendo.
Tom le guiñó un ojo; Sandi y Rafica le sonrieron. Sayed continuó alabándola por
haber decidido seguir los pasos de su padre.
—Pero ahora —dijo—, esta preciosa muchacha norteamericana nos ha
proporcionado la prueba que tanto habíamos buscado.
Su voz tenía una nota de emoción al mostrar el pequeño disco de cerámica.
—Este pequeño objeto cayó de un rollo de pergaminos que nuestra joven y
experta arqueóloga estaba ordenando con todo cuidado. Se desprendió de un papiro
suelto, cuya escritura era legible —repitió al embelesado auditorio la inscripción en
latín que ella había traducido—. Creo que ese pergamino, que procede de la biblioteca
de Pérgamo, la ciudad que él conquistara hace dos mil años, era parte del regalo que
Marco Antonio hizo a la reina Cleopatra como expresión de su amor.
Bajó la voz, todavía sosteniendo el disco para que todos lo vieran.
—Ésta es la identificación que yo había soñado encontrar. Dice en griego:
¡Museion Alexandria!
Una exclamación ahogada escapó de los oyentes cuando comprendieron lo que
aquello significaba. —Esto quiere decir que ahora tenemos los primeros manuscritos
originales de nuestra antigua biblioteca, la cual era un verdadero tesoro de sabiduría.
Con esto hemos demostrado que son verídicas las leyendas de que buena parte de la
biblioteca fue escondida durante las guerras que asolaron a nuestra ciudad.
La audiencia estalló en aplausos. Sayed levantó una mano pidiendo silencio.
—Ahora, tengo el honor de presentarles a la persona que identificó el origen de
los manuscritos y me entregó pruebas irrefutables —sonrió—. Su padre, con gran
sabiduría, le dio un nombre tomado del antiguo idioma egipcio que él tanto amaba:
Sesha Ne-heru Douglas. «Parajito entre las flores». Cariñosamente la llamamos Robyn,
pero para mí siempre será mi dulce pajarita... la mujer con la que voy a casarme.
Los aplausos y las felicitaciones no se hicieron esperar. Robyn se quedó atónita,
hasta que sintió que la mano de Sayed la impulsaba a ponerse de pie. Se levantó,
temblando violentamente en el círculo de su brazo, mientras las cámaras les sacaban
fotos desde todos los ángulos imaginables.
De entre las numerosas voces, Robyn distinguió la de Sandi que exclamaba:
—¡Ver para creer!
Tom se acercó corriendo y estrechó la mano de Sayed, con entusiasmo. Después
se inclinó por encima de la mesa y dio a Robyn un rápido beso en la mejilla. Volvió a la
mesa y Robyn le oyó decir a Sandi riendo:
—¡Espera, amor mío, que no has visto todo todavía!
En medio de su confusión, Robyn sintió que le estrechaban la mano varios de los
asistentes. El doctor Gaddabi lo hizo con especial cordialidad, al mismo tiempo que
decía:
—Yo siempre supe que así sería. Creo que es bueno para ambos.
La señora al-Rashad la rodeó con los brazos, la oprimió contra su pecho y
murmuró:
—Estoy tan contenta, querida... El tuyo es el segundo matrimonio que debemos
empezar a partir de esta noche.
Indicó con la cabeza en dirección a Rafica. Robyn, asombrada, repitió esas
maravillosas palabras: «la mujer con la que voy a casarme». Un delicioso calor empezó
a inundar su corazón. No era un sueño... esta vez no. Sayed estaba allí, a su lado. La
gente la besaba en la mejilla... tenía que ser real. A Sayed le rodearon los periodistas.
George, entre tanto, estaba repartiendo boletines de prensa, pero eso no era
suficiente para los informadores de la prensa. Querían más detalles, más emociones.
Después de varios minutos de preguntas, declaraciones y fotografías, Daphne
al-Rashad logró rescatar a Sayed el tiempo suficiente para decirle:
—Rafica y Karim me llevarán a casa. Rafica no volverá a trabajar hasta pasado
mañana, cuando Karim se reincorpore a su unidad.
Sayed se limitó a asentir con la cabeza. Rafica murmuró, dirigiéndose a Robyn:
—Todo ha salido bien, hermana mía... gracias a ti, al doctor y a la señora al-Rashad.
Soy muy feliz y yo sé que tú también lo eres —miró los ojos todavía llenos de asombro
de Robyn y empezó a reír—. Di al doctor al-Rashad que te explique lo que
sucedió.
Por fin Sayed despidió cortésmente a los periodistas y, tomando a Robyn del
brazo, se alejó de la multitud. Salieron del hotel y empezaron a caminar por un
sendero, bordeado de árboles, del parque.
Avanzaron en silencio durante unos minutos; entonces el orgullo de Robyn surgió
con la fresca brisa pero después comenzó a besarla con tal pasión que provocó una
inmediata respuesta por parte de ella.
Robyn se aferró a él con desesperación, sin reserva alguna. Las manos de Sayed
se deslizaron sensualmente por su cuerpo y, asiéndola de las caderas, la atrajo hacia
sí. Ella se regocijaba con la vitalidad que parecía fluir de su cuerpo.
Cuando por fin pudo hablar, Robyn murmuró:
—Tú nunca me dijiste... y estaba la señora Atef... además, sospechaste que yo
había robado los manuscritos —sus palabras salían jadeantes e incoherentes de sus
labios—. En las pirámides... ¡Oh, Sayed, no sabía qué pensar!
Las manos de él acariciaron el rostro de ella.
—Calla, querida mía, y escucha. Yo me enamoré de una mujer callada y hermosa,
que capturó mi corazón una mañana al amanecer.
—Te amo, mi aflorada Robyn. Esa es la verdad.
—Tengo miedo de creerte.
—Nunca más te haré sufrir, amor mío... no temas —lágrimas de arrepentimiento
brillaron por un momento en los ojos de Sayed—. No volveré a decir todas las cosas
tontas que dije cuando sólo quería hablarte de mi amor.
Con un leve grito de placer, ella le echó los brazos al cuello y le oprimió contra sí
con fuerza.
—¿No comprendes —murmuró él en su oído—, que tenía mucho miedo de que me
dejaras, por haber sido tan tonto contigo? Tuve que hacer algo desesperado... No
sabía de qué otro modo podía pedirte que fueras mi esposa, más que diciéndolo pú-
blicamente. Pensé que de esa forma te sería muy embarazoso rechazarme.
La besó con pasión y ella le sintió temblar al hacerlo.
¿Cómo podía estar tan seguro de que ella le aceptaría? ¿Y si no hubiera querido
casarse con él? ¡Qué humillante hubiera resultado! Sin embargo, a él no se le había
ocurrido que ella pudiera rechazarle.
Robyn se detuvo y se volvió hacia él. Al ver la expresión ofendida de la joven,
Sayed se echó a reír. —No lo digas, mi adorada pajarita. No ha sido una declaración
muy romántica, pero tenía que asegurarme de que no ibas a huir de mí otra vez. ¿Cómo
crees que me sentí, cuando leí en tu carta que pensabas abandonar Egipto
inmediatamente?
Ella respiró hondo y se dispuso a contestar, pero antes de que lo hiciera él la
había tomado en sus brazos fuertes y poderosos. Robyn ya no pudo pensar. Sus besos
eran suaves y dulces al principio, pero después comenzó a besarla con tal pasión que
provocó una inmediata respuesta por parte de ella.
Robyn se aferró a él con desesperación, sin reserva alguna. Las manos de Sayed
se deslizaron sensualmente por su cuerpo y, asiéndola de las caderas, la atrajo hacia
sí. Ella se regocijaba con la vitalidad que parecía fluir de su cuerpo.
Cuando por fin pudo hablar, Robyn murmuró:
—Tú nunca me dijiste... y estaba la señora Atef... además, sospechaste que yo
había robado los manuscritos —sus palabras salían jadeantes e incoherentes de sus
labios—. En las pirámides... ¡Oh, Sayed, no sabía qué pensar!
Las manos de él acariciaron el rostro de ella.
—Calla, querida mía, y escucha. Yo me enamoré de una mujer callada y hermosa,
que capturó mi corazón una mañana al amanecer.
Acarició su pelo con los labios y entonces le beso los párpados, la punta de la
nariz y una vez mas boca, hasta que ella sintió que iba a desmayarse. —¿No te das
cuenta de cuánto me enseñaste? —continuó—. ¿De cómo tuve que aprender a confiar?
Sin querer, me obligaste a que olvidara lo que creía saber de las mujeres y a aprender
de nuevo todo sobre ellas.
Sus labios apresaron ansiosos los de Robyn, hasta que al fin levantó la cabeza y
sonrió, con los ojos muy brillantes.
—Creo que voy a tener que pasarme la vida enderezando todo lo que torcí con mi
estúpido comportamiento.
—Sayed... yo no sé...
—Te amo, mi adorada Robyn. Ésa es la verdad. —Tengo miedo de creerte.
—Nunca más te haré sufrir, amor mío... no temas —lágrimas de arrepentimiento
brillaron por un momento en los ojos de Sayed—. No volveré a decir todas las cosas
tontas que dije cuando sólo quería hablarte de mi amor.
Con un leve grito de placer, ella le echó los brazos al cuello y le oprimió contra sí
con fuerza. —¿No comprendes —murmuró él en su oído—, que tenía mucho miedo de
que me dejaras, por haber sido tan tonto contigo? Tuve que hacer algo desesperado...
No sabía de qué otro modo podía pedirte que fueras mi esposa, más que diciéndolo pú-
blicamente. Pensé que de esa forma te sería muy embarazoso rechazarme.
La besó con pasión y ella le sintió temblar al
—Si te hubiera perdido... ¡No quiero ni pensarlo! Le dije a mi madre que por fin
había encontrado a la mujer que amaría durante el resto de mi vida, de quien nunca me
cansaría y que nunca se cansaría de mí. Me advirtió que debía actuar con rapidez si no
quería perderte... así que eso fue lo que hice.
La retiró un poco para mirarla a los ojos.
—¿De veras pensabas dejarme, pajarita mía?
Ella asintió con la cabeza, mordiéndose el labio.
—Estaba tan triste... ¡Oh, Sayed! Pensé que yo no te importaba... y yo sí te
amaba. ¡Te quiero tanto!
Él la estrechó con fuerza y sus besos despertaron el deseo de ella. Después de
un largo intervalo, él suspiró:
—No podemos quedarnos aquí. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? ¿Qué te parece
si vamos a esperar el amanecer junto al canal? Hay algo que quiero decirte,
precisamente en ese lugar.
La expresión feliz de Robyn le dio la respuesta. Tomados de la mano corrieron de
regreso al hotel. Cuando llegó a su habitación, Robyn se quitó a toda prisa las sandalias
de tacón alto y se puso un par de zapatos de tacón bajo, cogió un suéter y volvió a
bajar.
Sayed esperaba impaciente en el vestíbulo y Robyn deseó, en el fondo de su
alma, que siempre tuviera tantos deseos de verla como en ese momento. Subieron al
Fiat y se lanzaron a través de la ciudad dormida, más allá del lago, para internarse en
el desierto.
Conversaron sobre temas intrascendentes durante el viaje.
—¿Recuerdas al jefe de la oficina de antigüedades en El Cairo? —preguntó él
riendo—. Me dijo que te admiraba mucho, y en seguida sugirió que ya era hora de que
pensara en casarme.
Por fin se internaron por el tortuoso sendero que conducía a la excavación. Los
guardias los detuvieron, pero después de identificarlos, volvieron a su juego de cartas
a la luz de una linterna.
Durante todo el trayecto, a pesar de su trivial conversación, Robyn había sentido
una extraña emoción. Los latidos agitados de su corazón, le impedían respirar con
libertad, y el abrumador éxtasis que la presencia de Sayed provocaba en ella era como
una melodía pasional.
Él detuvo el automóvil cerca de la excavación. Se dirigieron hacia el canal
tomados de la mano. De pronto, surgió de la oscuridad un movimiento repentino de
faldas multicolores y una figura apareció ante ellos. Bahiya les sonreía con expresión
feliz.
—Yo esperaba a príncipe y su tesoro —dijo en su defectuoso inglés. Les entregó
dos pequeños bolsos de tela con algo plano cosido en su interior—. Higab ... para que
ustedes ser felices. No perder... traer buena suerte. Hechos por jeque bendito —dio a
Robyn un ligero abrazo—. ¿Ves pajarita? Bahiya ver claro... no decir mentiras.
Robyn besó la arrugada mejilla. —Gracias, Bahiya. Queremos que siempre seas
nuestra amiga.
La anciana se volvió hacia Sayed. —Honorable hijo de Khalid, el pasado recuerda
tu sangre. Tú construir nuevo Egipto, sabio como el viejo... como círculos de estrellas
que vuelven. No preocuparse ahora... yo ver que ustedes querer estar solos aquí...
Con una leve sonrisa maliciosa, se alejó, murmurando algo en su propio idioma,
hasta que se perdió en la oscuridad.
—Es una mujer notable —murmuró Sayed en voz baja—. Ven. Pronto amanecerá.
El canal brillaba a la luz de las estrellas, a través de la pantalla que formaban los
árboles.
—Éste es el lugar —dijo por fin Sayed, con gentileza.
Robyn se dio cuenta, por primera vez, de que él llevaba una manta ligera doblada
bajo el brazo. La extendió sobre un pequeño espacio cubierto de hierba amarillenta y
se sentó en ella con un ágil movimiento.
—Ven —le dijo, como lo habría hecho un príncipe.
Robyn obedeció. Un delicioso temblor empezaba a sacudir su cuerpo. Se dejó
caer en la manta, junto a él, que la atrajo contra sí hasta que su cabeza quedó apoyada
en su hombro.
—Mi amor —murmuró—, he pedido y me han concedido la autorización para
traducir el manuscrito del dios de los ojos azules. Pero lo haremos juntos. Es algo que
no puedo explicar, pero siento que nos pertenece, que es parte de un lejano pasado
que apenas si alcanzo a recordar.
Ella hubiera querido asentir, pero temía romper el encantamiento que parecía
envolverles.
—Leeremos juntos ese manuscrito, mi dulce Robyn —continuó diciendo él—, pero
te confieso que cuando pensé que estaba a punto de perderte, leí el manuscrito para
saber el final... y abrigar así alguna esperanza —sonrió al ver los ojos amorosos de
ella—. Cuando salga el sol, te contaré cómo acaba.
La miró con intensidad y ella advirtió que su rostro estaba radiante, iluminado
con la luz que ella sólo había visto una vez. Entonces Sayed se incorporó, riendo, y su
risa profunda la estremeció de placer. Se puso de pie y procedió a despojarse de su
ropa, con la mayor naturalidad.
Por un momento quedó desnudo ante ella, alto y hermoso. En ese instante
semejaba un espléndido dios antiguo, poseedor de la energía de la noche que empezaba
a ceder el paso a la aurora. Extendió las manos para ayudar a Robyn a levantarse.
Robyn no sabía si vivían en el presente o en el pasado. Se sentía suspendida en
una especie de encantamiento. Sintió como los dedos fuertes de él empujaban hacia
arriba, por encima de su cabeza, la dorada túnica, en un movimiento suave y rápido a la
vez. La dejó caer en la hierba y procedió a despojarla de sus prendas interiores.
Cuando estuvo completamente desnuda, él la contempló con tanto amor, que
Robyn no se sintió turbada. Al contrario, se sentía envuelta por su amor y por el aire
tibio y suave de la noche.
—Este tesoro es mío... es regalo de Alá —murmuró él con una nota de placer en la
voz—. Es una estrella enviada del cielo para brillar en mi corazón y en mi hogar.
Al decir aquello oprimió el cuerpo de ella contra el suyo mientras el calor del
deseo enviaba oleadas de intenso placer en sus cuerpos. La recostó en la suave manta
y se tendió junto a ella. Empezó a besarla, encendiendo en Robyn la llama de la pasión.
Y entonces se entregó a Sayed, en cuerpo y alma, sin reserva alguna.
Él fue gentil y a la vez intensamente apasionado. Su cuerpo se unió al de ella y los
aromas del canal y de la vieja tierra se convirtieron en parte de su dicha. Cada
contacto de los labios, cada caricia que Sayed le prodigaba, producían en Robyn una
vibración que parecía alcanzar la eternidad misma. Ni en sus más locos sueños había
imaginado las dulces sensaciones que su cuerpo experimentaba.
Los labios candentes de él sobre sus senos provocaron en ella un inefable
deleite. Deseaba retener la cabeza amada junto a su pecho, pero al mismo tiempo, la
invadía una intensa necesidad de ser poseída, de ser dominada por su fuerza.
Cuando Robyn se arqueó bajo el duro y potente cuerpo de Sayed, él levantó la
cabeza para mirarla a los ojos, y entonces, con un gemido que expresaba la pasión y el
amor que sentía por ella, la poseyó. El penetrante y agudo dolor que Robyn sintió, dio
paso a un éxtasis indescriptible y lanzó un leve grito de placer. Le sintió moverse
dentro de sus entrañas y el placer que ello le dio, la hizo derramar lágrimas de
felicidad.
Una vez satisfecho su deseo, se quedaron quietos, disfrutando de la proximidad
de sus sudorosos cuerpos. Con una sensación agradable de paz, Robyn abrió los ojos y
vio surgir el brillo rosado y anaranjado del amanecer en el horizonte. Los pájaros, al
despertar, anunciaban con sus trinos la llegada del nuevo día.
Sayed se movió, levantó la cabeza y besó el hombro de Robyn.
—Está amaneciendo. Ahora es el momento, mi amor —dijo él, besando con
gentileza sus párpados y después sus labios.
Se levantó y luego la ayudó a levantarse. Sonrió cuando vio que se tambaleaba.
Sayed la miró a los ojos y habló con voz profunda; sus palabras vibraron en su
pecho, contra el cual Robyn tenía apoyadas las manos.
—«Al amanecer me besó por fin, madre Isis... mientras las estrellas parpadeaban
en el cielo. El dios de los ojos azules rae concedió la misma dicha que siente la Tierra
cuando el agua del gran río la fertiliza. Me enseñó que el amor es el círculo de la eter-
nidad y va de la oscuridad a la aurora, del mediodía al crepúsculo y de él nuevamente a
la aurora... por siempre. Sin duda alguna me encuentro en el horizonte del amor sin
importar hacia dónde me muevo, y pertenezco al dios de los ojos azules para siempre.»
Ella vio el fuego que ardía en las profundidades de los ojos azules de Sayed y su
corazón se llenó con el amor sin límites que una mujer siente por un hombre. Le amaría
y estaría siempre a su lado, honrándole y respetándole.
Acababan de llegar al final de la historia contada en el manuscrito. Ella sabía que
la antigua y romántica historia se había repetido.
—Y yo pertenezco al dios de los ojos azules para siempre —murmuró con
suavidad al hombre amado que la contemplaba con embeleso.
Su voz era una caricia al contestarle:
—¿Me perdonas por todas mis tontas dudas, mujercita mía?
Ella se echó a reír y levantó el rostro para besar los sensuales labios de su
hombre.
—Yo creo que te he amado siempre —murmuró.
—¡Alabado sea Alá! —miró al cielo—. Está amaneciendo ya. La vieja Bahiya nos ha
protegido bien. No permitió que nadie se acercara por aquí. Tengo que hacerle un buen
regalo.
Soltó a Robyn y los dos comenzaron a vestirse: ella procuró arreglarse para
disimular los efectos de su noche de amor, en tanto Sayed se transformaba de nuevo
en un hombre del siglo XX.
Robyn le ayudó a doblar la manta. Después se abrazaron y permanecieron largo
rato disfrutando de la cálida proximidad de sus cuerpos.
—¿Quién podría ser más feliz que yo en este momento? —preguntó ella.
—¿Quién? —la voz de él tenía una insinuación de risa—. Sospecho que Rafica y
Karim se están haciendo la misma pregunta.
Robyn levantó los ojos hacia él.
—¿Cómo arreglaste las cosas? A mí me parecía un problema sin solución.
¿Intervino tu madre?
—Ella es una diplomática muy hábil... y siempre se las ingenia para salirse con la
suya. Sin duda alguna, reprendió a Rafica por no enterarse de quién era el amor
secreto de su hermana Aisha.
Robyn contuvo el aliento.
—¿Mustafá?
—Exactamente. Aisha y Mustafá tenían miedo de confesar su secreto, para no
alterar a las dos familias. Mi madre es muy astuta para resolver ese tipo de problemas
y me dio instrucciones respecto a lo que yo debía hacer. No fue nada difícil hablar con
los padres de Rafica y Mustafá, y proponerles una alianza más feliz.
—Usaste tu posición de sheik, después de todo —bromeó ella.
—En cierto modo, pajarita, pero yo seguí el consejo de mi madre y les hice
pensar que ellos habían llegado a esa afortunada solución del problema, sir mi ayuda.
Así es como lo hubiera hecho mi padre Salvamos el sentido del honor de todos.
—Eso hace completa mi felicidad—murmuró ella. —Tranquilicé al padre de Rafica
—continuó diciendo él—, al asegurarle que su hija no tendría que vivir con sólo la paga
de un maestro de escuela. Rafica continuará trabajando en mi equipo —se inclinó para
besarla antes de comunicarle con una sonrisa—: Le he advertido a mi madre que tiene
dos semanas para arreglar nuestra boda. No quiero esperar más tiempo.
—¿Y qué ha dicho? —le preguntó Robyn, sonriendo.
—Que está de acuerdo, por supuesto —de nuevo la besó—. Creo que debemos
hacer algo para que tu madre y tu tía asistan a la boda. Y el doctor Wayland también,
si es posible. Mi madre se hará cargo de todo. Tienes que comprarte el vestido de
novia. Mi madre se alegrará mucho si le pides consejo. Como comprenderás, había
perdido la esperanza de que yo me casara, y estaba segura de que si lo hacía, ella no
aprobaría mi elección...
Robyn le miró con los ojos muy abiertos. —Mi madre no es como la tuya, Sayed.
Tal vez se niegue a hacer un viaje tan largo. Le dan miedo los lugares extraños y los
viajes en avión...
—Pero... ¡ella tiene que venir! Yo la llamaré.
—Entonces, es posible que venga, después de todo —contestó Robyn y estalló en
una carcajada.
—Creo que será mejor que nos vayamos —sugirió—. No tardarán en llegar los
pastores con sus cabras y ovejas, y no sabrían qué pensar de dos enamorados que ríen
y se besan al amanecer junto al canal.
Robyn estuvo de acuerdo y se volvió por última vez para contemplar el glorioso
amanecer.
De pronto le pareció oír de nuevo el murmullo de la joven voz de siglos atrás:
Madre Isis, toma mi mano. Sintió en sus propios labios la misteriosa sonrisa eterna de
la diosa.
Los tibios rayos del sol tocaron su cabeza como una bendición de los antiguos
dioses. Sayed se volvió a mirarla.
—Tu sonrisa es muy especial, mi amor. ¿Puedo adivinar por qué?
—Es porque acabo de comprender lo mucho que te amo.
Y sus labios se fundieron en un beso apasionado.

Catherine Kay - Aurora de pasión (Harlequín by Mariquiña)

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