El conflicto

Sociología del antagonismo

' Georg Simmel

sequitur
 Índice
sequitur lsic: sékwitur):
Tercera persona del presente indicativo del verbo latino seguon
procede, prosigue, resulta, sigue.
Inferencia que se deduce de las premisas:
secuencia conforme, movimiento acorde, dinámica en cauce.

"Der Streit",
publicado en el volumen
Soziologie. Untersuchungen über die
Formen der Vergesellschaftung. Berlín, 1908;
previamente publicado con el tftulo de
"The Sociology of Conflict"
en el Ameican Jounal of Sociology (1904)

Georg Simmel, anticipador de la polemología

Ierónimo Molina Cano
Edición y traducción de Javier Eraso Ceballos

El conflicto, sociología del antagonismo

Georg Simmel t7
@ Ediciones sequitur, Madrid, 2010

www.sequitur.es

ISBN: 97 8-84-95363- 80-0

Depósito legal: M-36600-2010
Impreso en España
 Georg Simmel, anticipador de la polemología

Denn das Leben ist die unaufhóriiche Relativitát der Gegensátze,

die Bestimmung des einen duren das andere und des anderen durch das eine,
die flutende Bewegtheít, in derjedes Sein nur ais ein Bedingtsein bestehen kann.

Así pues, la vida consiste en la inagotable polaridad de ¡os contrarios.

en la recíproca determinación de unos elementos por otros.
en una fluctuosa agitación en la que únicamente
como ser limitado se puede perdurar.

G. Simmel, "Die Alpen", Philosophische Kultur (Leipzig 1911).

In jedem Friedenszustand die Bedingungen fíir den kúnftigen Kampf,

in jedem Kampf die fürden künftigen Frieden [sien] herausbilden.

En una situación de paz cualquiera se encuentran

en germen las condiciones de una lucha futuriza,
como en ¡a guerra existen ya las de una paz futuriza.

G. Simmel, "Der Streit", Soziologie (Berlín 1908).

En "La cocina de Heráclito", artículo de Eugenio Montes publicado en

un folletón de El Sol (19 de julio de 1931), se dice que con Georg
Simmel "la Sociología pasa de ser un Rastro a ser una ciencia". A pesar
de su casticismo, este discutible modo de epitomar raya literariamente a
la altura del sociólogo, filósofo y ensayista nacido en Berlín en 1858 y
muerto en Estrasburgo en 1918, pocos meses antes del final de la Gran
guerra: "Rastro era, colmado de abigarradísimos residuos de objetos
-carcomidos de puro viejos la mayoría-, expulsados a golpe de escoba
de todas aquella disciplinas que, en oposición a las de la naturaleza, han
solido llamarse morales. Problemas emigrantes, se habían posado en

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bandadas promiscuas sobre el alcor recién tendido. Temas mal avenidos
con sus vecinos poblaban en confusión la ciudad abierta, protegida por
todas las franquicias. En una olla podrida se mezclaran todas las cien-
cias históricas, psicológicas, normativas, y se le pusiera a la olla una eti-
queta: Sociología".
Simmel, de genio penetrante e inquieto, discurrió sobre las más varia-
das parcelas de la vida cotidiana: el erotismo y la coquetería, el amor y
la muerte, la moda, la pobreza, el marco, el puente y la puerta, etcétera.
Urgido por la diversidad de la vida y la movilidad del espíritu, su acti-
tud es lo que a veces denominó "metafísica como vida". Su obra tiene,
además de una inagotable riqueza temática, un sello esteticista que le
distingue de los otros padres fundadores de la sociología (Durkheim,
Mead, Weber, Worms). Lo mismo que sus lecciones como Prívatdozent,
que seguramente le hicieron el objeto de envidias y le malmetieron con
el mundo universitario de Berlín, impidiéndole alcanzar la cátedra allí y
forzándole a trasladarse a Estrasburgo, en donde fue nombrado catedrá-
tico de sociología con más de cincuenta años. Acusado de diletante por
la pedantería erudita, la supuesta mundanidad y llaneza de muchos de
sus escritos es en realidad todo lo contrario a la impremeditación. Desde
luego, la sociología y la filosofía de Simmel no son algo que se impro-
vise.
Simmel, por principio, se negó a ver en la Sociología un mero criterio
de investigación según el cual el hombre tiene la naturaleza de un "ser
social", afirmación que desde la fundación de la sociología no ha deja-
do de operar como unapetitio principii. Contrario, por considerarlo arbi-
trario, a lo que después se ha denominado individualismo metodológico,
no admitió tampoco una representación de lo social poblada de concep-
tos colectivos. No obstante, en la escisión individuo-masa está la trage-
dia biográfica de los individuos refinados: "por más cultura o educación
que tenga un individuo, resulta que cuanto mayores sean estas, muchas
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menos posibilidades habrá de que encajen y se armonicen con las de los
demás individuos". Como lo piensa lo escribe Simmel en su obra postu-
ma Cuestiones fundamentales de la Sociología (Grundfragen der
Soziologie, 1918). El individuo ha de encontrar su medida en la coexis-
tencia, pues sólo esta, viene a decir Simmel, es capaz de engendrar en
cada hombre lo que no se podría explicar tan sólo a partir de él mismo.
La dialéctica individual-social le lleva a considerar la Sociología como
un método genético, aplicable a todas las disciplinas, en cuanto que
todos sus objetos científicos están producidos por la vida social.
Sobre estas consideraciones Simmel asentó dos concepciones com-
plementarias de la Sociología como disciplina científica. La primera es
la Sociología general, "principio heurístico que puede aplicarse a una
infinidad de dominios diferentes del saber, sin llegar a constituir, en sí
misma, uno autónomo". La Sociología formista o pura es algo distinto.
Simmel habló de una formal Soziologie, no de una formell Soziologie.
Julien Freund, divulgador e intérprete de Simmel y traductor minucioso,
ha recalcado que mientras formal hace referencia a la forma, formell
califica aquello que es formal, es decir, lo que respeta las formas. Así,
esta es una ciencia de las formas, no una ciencia meramente formal o
formalista. Dejemos a un lado que la traducción del concepto a lenguas
como la española, la italiana o la francesa, que no tienen ese matiz,
puede producir equívocos.
Según Simmel, "dada la característica fundamental de la sociedad,
debería hablarse más bien de socialización (Vergesellschaftung). La
sociedad sólo es el nombre dado a una conjunto de individuos ligados
entre sí por acciones recíprocas, razón por la que se considera como una
unidad". Lo que Simmel denominó formas de socialización, es decir,
"las diversas clases de acción recíproca", es el contenido de lo social, "la
sociedad sensu strictissimo". La sociología formista debe pues consa-
grarse, según Simmel, al estudio de todas las formas de socialización,
sin despreciar ninguna.
La piedra angular de la sociología de Simmel es el dualismo: entre lo
objetivo y lo subjetivo, entre la asociación y la disociación, entre la con-
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tinuidad y la discontinuidad, entre la forma y la materia. Toda esta ten-
sión o antagonismo entre contrarios es analizado bajo la especie de las
formas de socialización, de ahí que el magno proceso de la cultura se vea
culminado cuando la conciencia (subjetiva) de los individuos interioriza
las formas (objetivas). La forma, como principio de diferenciación que
introduce la discontinuidad en el flujo de lo vivido, tiene una existencia
autónoma según su lógica inmanente. Estos productos del espíritu sin
productor particular, lo humano sin el hombre, expresión que utiliza
Ortega y Gasset en El hombre y la gente, son, sin embargo, los medios
por los que la vida se expresa. Precisamente, "la tragedia de la cultura",
título de un conocido ensayo simmeliano, es que la vida individual sub-
jetiva se realiza al quedar petrificada su energía en las formas objetiva-
das del espíritu: así se resuelve la polaridad y "profunda enemistad"
existente entre "el alma subjetiva y el producto espiritual objetivo".
***
La pluralidad temática de la obra de Simmel, su curiosidad intelectual
y la originalidad de su perspectiva han ampliado el campo de visión de
la sociología contemporánea. En sus Estudios sobre ¡as formas de socia-
lización (Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergesell-
sachftung) de 1908 hay varias sociologías particulares in nuce: las de la
moda, el poder, la pobreza, el conflicto. También una sociología del
número en las relaciones sociales, inspirada por la misma razón que aci-
cateó a los sociólogos de las muchedumbres (Tarde, Le Bon): el impac-
to de lo cuantitativo sobre las formas establecidas o tradicionales de la
vida humana colectiva. Simmel lo sugiere al discurrir sobre "El proble-
ma de la sociología": las exigencias formuladas por la ciencia socioló-
gica, viene a decir, son como el reflejo de la posición que, frente al indi-
viduo, ha llegado a ocupar la masa en el siglo XIX. Conviene aclarar que
no se trata, al menos en la conceptualización de Simmel, de una diatri-
ba elitista contra las doctrinas de las democracias masivas, sino, en un
sentido elemental, de una pregnante cuestión de espacio físico, decanta-
12
da en la experiencia visual del lleno, coetánea del desarrollo del sistema
industrial a lo largo del siglo XIX. O el hecho de las aglomeraciones,
dicho con la literalidad de Ortega y Gasset, nuestro discreto y, hasta cier-
to punto, disimulado lector de Simmel.
Mucho debe al filósofo madrileño la divulgación del ensayismo de
Simmel entre los lectores españoles. Sus artículos son traducidos y
publicados en la Revista de Occidente ya desde el primer número. Se
dan así a conocer su "Filosofía de la moda" y "Lo masculino y lo feme-
nino" (1923), "El asa" y "Las ruinas" (1924), "Cultura femenina", "El
problema de la situación religiosa" (1925), "Fidelidad y gratitud"
(1926), "Concepto y tragedia de la cultura", "Rodin" (1933) y "La per-
sonalidad de Dios" (1934). Para entonces habían aparecido los seis
tomos en los que Estudios sobre las formas de socialización quedó
incorporado entre 1926 y 1927 a la colección "Nuevos hechos, nuevas
ideas" de la Biblioteca de la Revista de Occidente, y estaba a punto de
imprimirse Cultura femenina y otros ensayos. Ese mismo verano de
1934, en la Universidad Internacional de Santander hablaron sobre la
formal Soziologie de Simmel el orteguiano Luis Recaséns Siches y José
Gaos en sus cursos sobre "Crisis de método y objeto en la sociología" y
"La filosofía en el siglo XX". La Guerra cancelará la primera etapa de la
recepción hispana de Simmel, inaugurada con la traducción de su
Schopenhauer y Nietzsche, publicado en Madrid en 1915, y las glosas
periodísticas de algunos de sus discursos o "sermones de guerra".
A partir de los años 40 se registra un interés por Simmel más limitado
o relativo, generalmente vinculado a la lectura que de la obra de Hans
Freyer se hace en el círculo del Instituto de Estudios Políticos, centro
desde el que se irradiaron a la sociología española las pautas de su pro-
pia institucionalización. A pesar de que algunas obras de Simmel se ree-
ditaron e incluso se tradujo alguna nueva -así, en 1946, los Problemas
fundamentales de la filosofía-, únicamente desde finales de los años
1970 renace en España el interés por Simmel del primer tercio del siglo
pasado. Casi veinte títulos, eventualmente reeditados, han aparecido
desde 1977, año de la traducción de La filosofía del dinero, hasta 2010,
13
cuando llega al lector una nueva traducción del conocido ensayo sobre
El conflicto.
***
La primitiva traducción española de Der Streit la realizó el krausista
asturiano José Ramón Pérez Bances y constituye, junto con "El secreto
y la sociedad secreta", el tomo III de Sociología: estudios sobre las for-
mas de socialización. Puede sorprender que en 1926 se tradujera Der
Streit como La lucha. Desde luego, aunque la alteración del título origi-
nal es discutible desde un punto de vista filológico, no es menos cierto
que la conversión de Streit (=conflicto) en Kampf (=lucha) pudiera pare-
cerle oportuna al traductor, y tal vez también al mismo Ortega, ante un
texto que arranca así: "Da/3 der Kampf soziologische Bedeutung hat,
indem er lnteressengemeinschaften, Vereinheitlichungen. Organisatio-
nen verursacht oder modifiziert, ist prinzipiell nie bestritten. Dagegen
mu/3 der gewóhnlichen Anschauung die Frage paradox vorkommen, ob
nicht der Kampf selbst schon, ohne Rücksicht auf seine Folge- oder
Begleiterscheinungen, eine Vergesellschaftungsform ist". Por lo demás,
el lector comprobará que Simmel, apegado a su método de fláneur de la
cultura, no se preocupa en estas páginas de establecer con precisión las
lindes del conflicto (der Streit), la concurrencia (die Konkurrenz), la
lucha (der Kampf) y la guerra (der Krieg). En cualquier caso, el título
bajo el que ahora aparece esta obrita es el adecuado. Adecuado y opor-
tuno es también el subtítulo editorial: "sociología del antagonismo",
pues uno de los aspectos más interesantes del ensayo es precisamente la
incoación de una sociología del conflicto a partir del antagonismo o la
hostilidad como un aspecto central no ya de la vida o la existencia huma-
na, sino de la propia experiencia del ser. Ello hace de Simmel, en con-
currencia con Tarde, autor de L'opposition universelle: essai d'une théo-
rie des contraires (1897), el precursor de una "polemología trascenden-
tal", incluso de una "conflictología". Anticipador asimismo de una
sociología general del conflicto (Lewis A. Coser) y de la sociología
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(general) de la guerra o polémologie, término acuñado por Gastón
Bouthoul en 1945 para denominar el estudio científico de las guerras
Una de las imágenes que mejor representan el dualismo del pensa-
miento de Simmel es la contraposición del puente (Brúcke) que une y la
puerta (Tur) que separa. La vida es, para Simmel, una "fluctuosa agita-
ción" de contrarios siempre en precario equilibrio. Semejante polaridad
le parece un dato puramente fáctico, por de pronto irreductible a una
transformación dialéctica de los contrarios en otra cosa. El dualismo
asociación-disociación, que Simmel reproduce en los más variados con-
textos: desde sus consideraciones sobre la crisis de la cultura a las medi-
taciones sobre los Alpes o las ruinas, permite comprender la centralidad
del antagonismo en toda su obra.
Desde un punto de vista trascendental, el conflicto, expresión de la
intimidad del antagonismo y el ser, constituye una forma de socializa-
ción cuya importancia difícilmente se podrá exagerar. Con Simmel el
conflicto ingresa entre las categorías positivas, pues consiste en "una
protección frente al dualismo que separa y en una vía hacia cierta uni-
dad, sea la que sea y aunque suponga la destrucción de una de las par-
tes". La caricia y la agresión, en cierto modo el revés de aquella, son dos
formas de la coexistencia humana, las dos caras de la misma sociabili-
dad. Probablemente los hombres tienen las mismas razones, nimias o
graves, para amarse que para odiarse. ¿Por qué valorar distintamente las
formas de sociabilidad cooperativa y las conflictivas? ¿No son unas y
otras susceptibles de promover, en un agregado humano, las pautas que
permiten hablar de sociedad o comunidad de hombres, y no de una mera
coincidencia espacial (coterraneidad) y temporal (coetaneidad) de los
individuos?
Sobre el fondo de la positividad del conflicto o, como dirá más tarde
el sociólogo norteamericano L. A. Coser, su funcionalidad, Simmel se
ocupa en estas páginas de dos grandes asuntos: la hostilidad y el modo
en que finalizan los conflictos. En un segundo plano destacan también
sus consideraciones sobre el conflicto jurídico, el juego, la concurrencia
económica o el "combate latente" entre mujeres y hombres.
15
 Para Simmel, la hostilidad consiste en una pulsión autónoma que de
forma natural se desarrolla entre los hombres. Tiene mucho de refleio,
sobre todo cuando se manifiesta como un instinto de lucha a priori.
¿Cómo no ver en estas notas, como sugería Freund, a un heraldo de los
estudios etológicos de Konrad Lorenz sobre el "supuesto mal de la agre-
sividad"? ¿O tal vez de los de René Girard sobre la "rivalidad miméti-
ca"? La hostilidad, cuya intensidad es a veces excitada por circunstan-
cias banales, tiene un señalado efecto centrípeto, pues si no sobrepasa
cierto umbral sirve para reforuarla identidad del grupo. Ello no impide,
sin embargo, que las motivaciones más peregrinas, de repente, desacti-
ven un antagonismo que parecia conducir ineluctablemente a la aniqui-
lación de una de las partes. Tiene todo proceso conflictivo algo de epi-
demia mental colectiva que enciende los ánimos o los apaga sin justifi-
cación racional aparente. Así pues, la terminación de un conflicto no es
una conclusión lógica, sino un proceso autónomo merecedor de un apén-
dice especial. Desde el momento en que no se puede establecer la ante-
cedencia de la situación conflictiva (guerra, lucha) o Ia no-conflictiva, el
paso de una a otra únicamente puede contemplarse, con todos sus mati-
ces, en el continuo indiferenciación-diversidad, proceso rítmico en el
que ciertamente puede desempeñar un papel central la polaridad amigo-
enemigo que según Carl Schmitt caracteiza la política, aspecto del que
no se ocupa Simmel salvo pafa recordar que hay guerras y luchas polí-
ticas, y otras que no 1o son. Entre las formas de finalización de un con-
flicto destaca Simmel en su tipología la victoria (y su correlato: la derro-
ta),lareconciliación (puramente subjetiva) y el compromiso, "uno de los
grandes inventos de la humanidad" en cuya nafixaleza objetiva se des-
cubre el rcrtius genus de las formas superiores de cultura, junto al don y
al'robo.
Jerónimo Molina Cano
Universidad de Murcia
t6
El coNpr-rcro
Que el conflicto tiene relevancia sociológica, por cuanto genera o
modifica comunidades de intereses, unidades y organizaciones, no es
algo que se ponga en duda. Sí puede, sin embargo, resultar más paradó-
jico a la opinión común, preguntarse si el conflicto en sí mismo,. con
independencia de sus efectos sucesivos o inmediatos, es una forma de
socialización. De entrada, puede parecer una simple cuestión de pala-
bras. Si toda interacción entre los hombres es socialización, entonces, el
conflicto, que no puede reducirse lógicamente a un sólo elemento, es
una forma de socialización, y de las más intensas. Los elementos que sí
pueden disociarse son las causas del conflicto: el odio y la envidia, la
necesidad y el deseo. Cuando por estas causas estalla, el conflicto se
convierte en una protección frente al dualismo que separa y en una vía
hacia cierta unidad, sea la que sea y aunque suponga la destrucción de
una de las partes -viene a ser algo parecido a los síntomas más violen-
tos de las enfermedades: representan el esfuerzo del organismo por
librarse de sus desajustes y dolores-. Esto no equivale al si vis pacem
para bellum, esta trivialidad no es sino una opción puntual del principio
general. El conflicto en sí mismo ya es una resolución de la tensión entre
los contrarios; el que pretenda la paz, no es sino una expresión particu-
lar, y obvia, del hecho de ser síntesis de elementos, ya sea contra otro o
con otro, bajo un concepto superior. Este concepto se caractenza por
diferenciarse de la simple indiferencia. El rechazo y la disolución de la
t7
relación social también son negaciones; pero el conflicto representa el
elemento positivo por cuanto teje, desde la negatividad, una unidad que
sólo conceptualmente, pero no en los hechos, es disyuntiva.
Es, sin embargo, más correcto decir que toda unidad conocida contie-
ne, además de los factores que la unen, otros que obran contra su uni-
dad. Desde el punto de vista de la positividad sociológica del conflicto,
todas las formas sociales se estudian de modo específico: pareciera que,
cuando se analizan las relaciones entre los hombres, los objetos tradi-
cionales de la sociología no serían sino una subdivisión de Ia ciencia del
hombre, más amplia y efectivamente determinada por tn principio, el de
unidad. Para la ciencia del hombre, sólo existirían dos objetos primarios
o unitarios de estudio: el individuo y la unidad formada por los indivi-
duos, la sociedad, no cabiendo lógicamente ningún otro. De esta forma,
el conflicto no podría analizarce en sí mismo, es decir, con independen-
cia de su efecto sobre esas dos formas unitarias de la sociedad. El con-
flicto es, sin embargo, un hecho sui generis, y subordinarlo al concepto
de unidad resulta tanforuado como vano, todavez que significa la nega-
ción de la unidad.
Conviene, por lo tanto, ampliar el análisis distinguiendo las relaciones
entre los hombres constitutivas de una unidad, es decir, las relaciones
sociales stictu sensu, de las relaciones que actian contra la unidad. Hay
que tener, no obstante, presente que toda relación históricamente verifi-
cada suele participar de ambas categoías. Para que el individuo logre la
unidad de su personalidad, no basta con que los contenidos de la misma
se armonicen confofine a unas noflnas específicas, ya sean religiosas o
éticas; la contradicción y el conflicto también intervienen, no ya sólo
precediendo la unidad sino en cada momento de Ia vida del individuo.
Del mismo modo, los movimientos convergentes de la unidad social
están inseparablemente entrelazados con los divergentes. Un grupo
exclusivamente centrípeto y armónico, una pura y sencilla "reunión", no
sólo no existe en los hechos sino que no encarnaria ningún auténtico
proceso vital: la sociedad de los santos que Dante describe en el Paraíso,
será una "reunión" pero, en cuanto tal, permanece ajena a todo cambio,
18
a toda evolución; la santa asamblea de los Padres de la Iglesia, la repre-
senta Rafael, en la Disputa; si no como un conflicto, sí como una plura-
lidad de temperamentos e ideas en contraposición de la que nace toda la
vivacidad y cohesión orgánica de esa reunión de personas. Al igual que
el cosmos, para tener forma, necesita "amor y odio", fuerzas de atracción
y de repulsión, la sociedad necesita un combinado de armonía y diso-
nancia, de asociación y lucha, de simpatía y antipatía para definir su
forma. Y estos binomios en modo alguno son meros pasivos sociológi-
cos, factores negativos, que la sociedad habría de superar pafa poder
existir; la sociedad es, efectivamente, el resultado de la interacción entre
las dos categorias. Es decit tanto las tendencias unitarias como las dis-
gregadoras son constitutivas de la sociedad y, en este sentido, son posi-
tivas.t
fambigüedad del concepto de unidadl*
Pensar que unas tendencias destruyen 1o construido por otras, quedan-
do como resultado el fruto de la sustracción (cuando, en verdad, sería
más correcto hablar de suma), es un error extendido que se asienta sobre
la ambigüedad del concepto de unidad. Este término sirve para referirse
al acuerdo y cohesión entre elementos sociales, en contraposición a su
separación y disociación; pero la unidad también es la síntesis de las per-
sonas, de las energías y las formas constitutivas del grupo consideradas
en su globalidad final, es decir, incluyendo los factores tanto unitarios
como dualistas. Solemos considerar que la unidad del grupo depende
exclusivamente de sus elementos específicamente unitarios, y así exclui-
mos el otro sentido, más amplio, de la palabra. La misma ambigüedad
se da con la desunión t oposición: puesto que éstas operan de manera
negativa o destructiva entre los disfihtos elemenúos, pensamos que ope-
ran igual sobre la globalidad de la relación, cuando, en verdad, nada de
1o que, entre los individuos, puede ser negativo, dañino, disgregador
tiene necesariamente que tener el mismo efecto en la sociedad en su con-
junto. El ejemplo de la competencia económica es una clarailustración:
la competición entre individuos tiene un efecto positivo sobre la unidad
19
económica de la que participan. Entre los ejemplos más complejos, cabe
mencionar dos de tipo opuesto. Por un lado, las comunidades exterior-
mente estrechas, que incluyen muchas relaciones de vida, como el
matrimonio. No sólo en los matrimonios fracasados sino también en los
que han dado con un modus vivendi soportable -o, cuando menos'
soportado-, el desacuerdo, el distanciamiento y las discusiones están
orgánicamente unidos a todo lo que, en resumidas cuentas, permite sub-
sistir a Ia relación y le confiere unidad en cuanto forma sociológica. Si
es cierto que pasado determinado umbral de conflicto ya no cabría
hablar de matrimonio, no es menos cierto que cierto grado de conflicto
forma ineludiblemente parte de la caracfeización del mismo. Por otro
lado, la función integradora del antagonismo resulta evidente en aque-
llas estructuras caracterizadas por una clara y mantenida división o jerar-
quización sociales. Así, el sistema social indio no descansa sólo en Ia
jerarquía de las castas sino, también, en su mutua repulsión. La animo-
sidad no sólo impide que se desdibujen los límites del grupo (de ahí que
se puedan incluso tecalcar, para preservar la estructura social) sino que
es directamente productiva sociológicamente: a veces, es 1o único que
asigna a las clases y a las personas sus respectivas posiciones -algo que
no habrían encontrado, o habrían encontrado de otro modo, si las causas
objetivas de la animosidad, aún estando presentes y activas, no se com-
plementaran con el sentimiento de animosidad-.
fenergías de la vida colectiva]
No es cierto que la vida colectiva sería más rica y plena si se elimina-
ran las energías repulsivas que, consideradas aisladamente, son también
destructivas: el resultado sería tan distorsionado e ineal\zable como el
que resultaría de pretender eliminar las energías cooperativas, la sim-
pafía,la solidaridad o la convergencia de intereses.
Y esto vale no sólo, en sentido general,patala competencia -que, más
allá de sus resultados concretos, determina la forma del grupo, las res-
pectivas posiciones y la distancia de los elementos entre ellos-, sino,
también, para las unidades que dependen del estado de ánimo de los
20
individuos. Por ejemplo, la oposición entre individuos vinculados por la
socialización no es un factor social exclusivamente negativo, aunque
sólo sea porque a menudo es el único modo de coexistir con individuos
insoportables. Si no tuviéramos la capacidad y el derecho de oponernos
alatitanía, a las personalidades volubles, obstinadas o toscas, no sopor-
taríamos relacionarnos con ellas y nos abocaríamos a soluciones deses-
peradas que pondrían f,rn a la relación, sin entrar siquiera en conflicto. Y
esto no sólo porque, como se sabe, la opresión suele aumentar cuando
se padece con resignación y sin protesta, sino porque la oposición pro-
porciona satisfacción interior, diversión, alivio; oponerse nos pennite no
sentirnos completamente aplastados en la relación, nos permite afirmar
nuestras fuerzas, dando así vida y reciprocidad a unas situaciones de las
que, sin este correctivo, habríamos huido.
Y este efecto de la oposición se produce incluso si no logra resultados
visibles o si no se manifiesta exteriormente y se queda en lo puramente
interior: permite restablecer el equilibrio interior -incluso en los dos
polos de la relación-, aportar un sosiego con el que soportar una rela-
ción que, observada desde fuera, parece insostenible. La oposición
forma entonces parte de la relación, con el mismo derecho que los otros
elementos de la relación: no sólo es un medio para conservar la relación,
es una de las funciones en que ésta se concreta. Cuando las relaciones
son puramente exteriores y sin incidencia práctica, es la forma latente
del conflicto lo que les presta virtualidad: la aversión, la sensación de ser
extraños y enemigos uno de otro -sensación que, en caso de contacto,
mutará inmediatamente en odio efectivo y lucha-. Sin esta aversión, la
vida en las grandes ciudades, que pennanentemente nos pone en con-
tacto con infinidad de individuos, no sería pensable. Toda la organiza-
ción de la vida urbana descansa en una gradación extremadamente varia-
da de simpatías, indiferencias y aversiones, tanto momentáneas como
duraderas. La esfera de la indiferencia es relativamente pequeña; nues-
tra actividad psíquica, en efecto, responde, con sensaciones más o
menos definidas, a casi todas las impresiones que recibe de los demás, y
que entendemos como indiferencia sólo en la medida en que son sensa-
2t
ciones subconscientes, efímeras o cambiantes. En realidad, la indiferen-
cia sería tan poco natural, como insoportable sería la confusión de
impresiones no deseadas. De estos dos peligros típicos de la gran ciu-
dad, nos protege la antipatía, preludio del antagonismo práctico. La anti-
patía produce las distancias y las repulsas sin las que la vida en la ciu-
dad sería imposible. Los grados de la misma, el ritmo de su aparición y
desaparición, las formas en que se manifiesta, constituyen, junto con los
factores unificadores strictu sensu, un todo propio del estilo de vida en
las grandes ciudades. Lo que puede parecer como un elemento de diso-
ciación es, en realidad, una de las formas elementales de socialización
en la ciudad.
[complejidad de la unidad]
Si, por 1o tanto, las relaciones conflictivas no producen por sí solas una
forma social sino que operan siempre en conjunción con energías crea-
doras de unidad, cabe concluir que para constituir una unidad viva se
necesitan ambos tipos de tendencias y, también, que las de tipo antagó-
nico no son muy distintas de aquellas que la sociología acostumbra a
subrayar en el estudio de la complejidad de la existencia real. Ni el amor,
ni la división del trabajo, ni la amistad, ni la pertenencia a un partido, ni
la subordinación, pueden por sí solos generar o mantener una unidad
histórica; y si esto, no obstante, ocurre es porque el proceso así definido
ya contiene una variedad de formas de relación distinguibles. Por su
misma esencia, el alma humana no consiente vincularse a los demás por
tn sóho hilo. Aunque el análisis científico se detiene en las unidades ele-
mentales para estudiar su capacidad de unión, dichas unidades no ope-
ran aisladas. Es más, cabe pensar que el análisis sociológico no sea más
que una actividad subjetiva y que los vínculos entre los distintos ele-
mentos seían en efecto unitarios, aunque propios de un tipo de unidad
que escapa a nuestra comprensión (en las relaciones más ricas, polifacé-
ticas y vivas podemos llegar a tener conciencia de esa unidad mística) y
que debemos representar como la acción conjunta de distintas energías
de unión. Estas energías se limitan y modifican mutuamente hasta for-
mar la imagen de la realidad que la misma realidad ha generado de una
manera más sencilla y unitaria pero que nuestro entendimiento no puede
comprender directamente.
Lo mismo ocurre con los procesos psíquicos: son tan complejos, tan
ricos de variaciones y contradicciones que resulta insuficiente, y en defi-
nitiva inexacto, designarlos con uno sólo de nuestros conceptos psicoló-
gicos. Los momentos de la vida psíquica de cada individuo no están vin-
culados entre sí por un sólo hilo, aunque así tienda a representarlos el
pensamiento analítico para poder aproximarse a la comprensión de la
impenetrable unidad del alma. Seguramente, en lo que estamos aboca-
dos a representar como sentimientos mezclados, como yuxtaposición de
varias pulsiones, como convergencia de impresiones opuestas, habrá
unidad efectiva, pero nuestro entendimiento no alcanza a ver la estruc-
tura de esa unidad y acaba reconstruyéndola como el resultado de ele-
mentos múltiples.
Cuando algunas cosas nos atraen y repelen al mismo tiempo; cuando
la nobleza y la mezquindad parecen mezclarse en una misma acción,
cuando el sentimiento que nos inspira una persona combina respeto y
amistad, o también impulsos paternales o maternales, o eróticos, o valo-
raciones éticas y estéticas: todo esto, propio de la vida psíquica, suelen
ser hechos unitarios, pero, al no ser capaces de definirlos directamente
como tales, recurrimos a todo tipo de analogías, de motivos previos o
consecuencias externas para representarnos el conjunto de los múltiples
elementos psicológicos. Por ejemplo, la distancia que caracteizala rela-
ción entre dos personas vinculadas entre sí puede parecernos fruto de
una inclinación que debiera haber producido mayor intimidad entre
ellas, o de una repulsión que debiera separarlas completamente, pero, al
contrarrestarse mutuamente ambas tendencias, eI resultado es la distan-
cia propia de la relación. Y esta consideración puede, sin embargo, estar
equivocada, por cuanto dicha distancia también podría surgir del interior
mismo de la relación, y no como resultado de compensaciones.
Solemos pensar que el grado de superioridad o sugestión que se esta-
blece entre dos personas se debe al poder de una de ellas, cuando en ver-
dad dicha fuerua es simultáneamente compensada por la debilidad de la
otra persona en otro ámbito; así, puede haber fierza y debilidad pero
esta dualidad no necesariamente se manifiesta en la relación tal y como
existe realmente; una relación definida por la totalidad de sus elementos
que sólo a posteriorl podemos escindir para entender los factores pre-
sentes en Ia unidad. Las relaciones eróticas son un buen ejemplo. A
menudo, las vemos como un entramado de amor y respeto, o desprecio;
o de amor y sentimiento de armonía entre dos seres, al mismo tiempo
que de consciencia de unas contradicciones complementarias; o de amor
y necesidad de dominar al otro, o de apoyarse en el otro. Las dos ten-
dencias convergentes -que el observador e, incluso, el propio sujeto de
la relación distinguen- forman en verdad una sola corriente. En la rela-
ción tal como existe, la personalidad global de uno actia sobre la del
otro, y su realidad es independiente de la consideración de que, si la rela-
ción no existiera, las dos personas se inspirarían, cuando menos, aprecio
o desprecio. Solemos pensar esta combinación como una mezcla de rela-
ciones o sentimientos, porque construimos intelectualmente los efectos
que las cualidades de una de las partes producirían en la otra si actuaran
aisladas, cosa que justamente no hacen; la idea de "mezcla", por otro
lado, por legítima que sea, es siempre problemática pues connota una
espacialidad de la que nada participan las relaciones psicológicas.
Lo mismo cabe decir, en no pocos casos, de la llamada mezcla de
corrientes convergentes y divergentes en el seno de una comunidad. La
relación es o bien de antemano sui generis,, es decir, que su motivación
y forma son en sí mismas completamente unitarias -y sólo para descri-
birlas, distinguimos ex post una corriente monista de otra antagonista-,
o bien ambas corrientes existen de entrada, y, por así decir, antes de que
se establezca la relación, para acabar confundiéndose en una unidad
orgánica en la que dejan de ser componentes con energías específicas
diferenciables. No debemos, sin embargo, obviar las muchas relaciones
en las que interacciones parcialmente antagónicas pueden darse real y
separadamente de modo que siempre pueden distinguirse dentro de la
relación. En su desarrollo histórico, algunas relaciones se entablan desde
24
una inicial unidad indiferenciada en sus tendencias convergentes y
divergentes, tendencias que sólo posteriormente se separan. Hasta el
siglo XIII, en las cortes de Europa central, existían asambleas penna-
nentes de nobles, una especie de Consejo del príncipe, que en represen-
tación de la nobleza podía tanto administrar los intereses del príncipe
como defender los intereses de la nobleza contra el príncipe: dos fun-
ciones diferenciadas y yuxtapuestas que se entremezclaban y se per-
cibían como una unidad, por mucho que ahora nos parezcan funciones
incompatibles. En Inglaterra, el parlamento de los barones era por enton-
ces tan sólo un Consejo del rey, en el que Se combinaban en una unidad
embrionaria la adhesión al rey y la oposición crítica ala política regia.
Mientras se trate de instituciones aún en desarrollo, que aún deben
resolver el problema siempre más complejo del equilibrio interno del
grupo, Ia decisión sobre el mejor modo de defender los intereses del
colectivo, ya sea mediante la oposición, la rivalidad y la crítica, o
mediante la unidad y la armonía inmediatas, permanecerá indefinida.
Habrá, por tanto, un estado primario de indiferenciación, en apariencia
lógicamente contradictorio con la posterior diferenciación, pero que se
explica por el estado inicial de desarrollo de la organización.
En el pasado, las relaciones subjetivas entre personas se desarrollaban,
por el contrario, en un sentido opuesto. En las épocas culturalmente pri-
mitivas, la adhesión y la hostilidad estaban mejor definidas. Son propias
de las épocas maduras o decadentes, y no de las juveniles, las relaciones
personales borrosas e indefinidas, con sentimientos crepusculares que
pueden significar tanto amor como odio o incluso oscilar indeferencia-
das entre ambos sentimientos.
[el antagonismo como factor de socialización]
Aunque el antagonismo por sí sólo no constituye una socialización, no
es menos cierto que (salvo en casos marginales) es un elemento socioló-
gico de los procesos de socialización y que su función puede crecer
hasta el infinito, es decir, hasta excluir todos los factores de unidad. El
abanico de relaciones resultante también debe describirse desde la cate-
25
gorías éticas, aunque se trate de unas categorías que no ofrecen base
sólida desde la que analizar, plena y neutralmente, la dimensión socioló-
gica de los fenómenos. Los juicios de valor que atribuimos a las accio-
nes voluntarias de los individuos dan pie a unas categoizaciones que
sólo accidentalmente guardan relación con sus formas y motivaciones
la ética como una especie de sociología sería pri-
reales. Pretender usar
varla de su contenido más profundo y propio: la actitud del alma en y
hacia sí misma, actitud que no forma parte de sus manifestaciones exte-
riores; sus afanes religiosos, su compromiso con los valores objetivos
del conocimiento, con la belleza, con la dignidad de las cosas, no perte-
necen al ámbito de sus relaciones con los otros seres humanos. La com-
binación de relaciones armónicas y relaciones hostiles, sin embargo,
hace que coincidan la secuencia sociológica y la ética. Una secuencia
que parte de la acción de A en beneficio de B; pasa luego por la acción
de A por su propio provecho y sin perjudicar ni beneficiar a B y acaba
en la acción egoísta en perjuicio de B. Y como B responde a las distin-
tas acciones de A, aunque casi nunca del mismo modo y en la misma
medida, surge una infinidad de mezclas de corrientes convergentes y
divergentes en las relaciones humanas.
Sin duda, algunos conflictos -por ejemplo entre el bandido o el matón
y su víctima- parecen excluir la intervención de otros factores. Cuando
el conflicto busca la muerte del otro, el elemento creador de unidad
queda completamente destruido, pero basta una limitación de la violen-
cia, una mínima consideración del otro, para que se de un momento de
socialización, aunque sólo sea por contención. Kant sostiene que toda
guerra en que las partes no se impongan ciertas reservas en cuanto al uso
de los medios posibles, se convierte, por motivos psicológicos, en una
gueffa de exterminio. Si los hombres no se abstienen, al menos, de ase-
sinar, de traicionar e incitar a la traición, destruyen la conftanza mínima
en el modo de pensar del enemigo, confi.anza sin la que no cabe concer-
tar una paz. Es casi inevitable que un elemento relacional común se
entremezcle con la hostilidad una vez qtue la etapa de violencia descar-
nada da paso a otro tipo de relación, sin que disminuya por ello la hos-
26
tilidad entre las partes. Tras conquistar Italia en el siglo VI, los longo-
bardos impusieron a los vencidos el tributo de un tercio del producto de
la tierra, tributo que debía pagarse personalmente a los vencedores asig-
nados. Quizás el odio del vencido al vencedor era más intenso en esta
situación que durante la misma conquista y qtizás el vencedor respon-
diese con Ia misma intensidad, bien porque el odio al que nos odia es una
medida instintiva de prevención, bien porque acostumbramos odiar al
que hemos causado daño. Y sin embargo, en esta relación había cierfa
comunidad debido a que la hostilidad y la impuesta participación de los
longobardos en las actividades económicas de los autóctonos creaban
intereses paralelos. Y así, la divergencia y la armonía se entremezclaban,
siendo la primera el germen de la futura comunidad. La esclavización
del vencido -en lugar de su muerte- es un ejemplo típico de esta forma.
La esclavitud, sin duda, puede manifestar un caso extremo de enemistad
interior, pero de ella surge una relación sociológica que, a menudo,
acaba atenuando la hostilidad. En este sentido, la hostilidad puede agu-
dizarse, justamente, para disminuirla; y no sólo aumentando la violen-
cia, confiando en que el antagonista acabará renunciando. Algunas
monarquías permitieron que príncipes lideraran la oposición; así lo hizo
Gustavo Wasa, rey de Suecia. Esto, sin duda, fortalece la oposición, que
aúna nuevos apoyos, pero, al mismo tiempo, la mantiene dentro de
determinados límites. Aunque parezcaque el Gobierno fortalece la opo-
sición, en realidad la debilita.
[la lucha por la lucha]
Otro caso extremo parece darse cuando el conflicto se origina exclusi-
vamente por el placer de luchar. El motivo u objeto, el deseo de poseer
o dominar,lacólerao la vengafrza, que espolean el combate, también 1o
someten a una serie de normas, condiciones y contenciones ya sea de
una como de la otra parte. Cuando 1o que está en juego está más allá del
combate mismo, la posibilidad de lograr el fin mediante distintos
medios confi.ere al combate un carácter peculiar. El deseo de poseer o de
dominar, o de destruir al enemigo, puede lograrse con otras estrategias
que no sean la lucha. Cuando el combate es sólo un medio, determina-
do por st terminus ad quem, no hay motivo para no limitarlo o evitarlo,
puesto que otro medio puede lograr el mismo resultado. Pero si está
determinado exclusivamente por su subjetivo terminus a quo, cuando
existen energías interiores que sólo pueden satisfacerse mediante el
combate, entonces nada lo sustituye, es su propio fin y razón de ser y
ninguna otra forma puede condicionarlo. Estas luchas por el placer de
luchar parecen estar determinadas por un impulso formal de hostilidad,
que la observación psicológica puede percibir y diferenciar.
Está, por ejemplo, esa enemistad natural de la que hablan los moralis-
tas escépticos: el homo homini lupus o el "hay algo en la desgracia de
nuestros mejores amigos que no nos desagrada". Pero la filosofía moral
opuesta, la que deduce de los fundamentos trascendentes de nuestro ser
una moral altruista, no está en definitiva muy alejada de ese pesimismo,
pues admite que, en la experiencia conocida de nuestros actos volunta-
rios, no existe tal devoción por el prójimo. La experiencia y la razón
indicarían, por tanto, que el hombre es simplemente egoísta: sólo el deus
ex machina de un ser metafísico que anida en nuestra alma, y no la
misma nattraleza, puede modificar este hecho natural. Existiría por
tanto una hostilidad natural entre los hombres que, junto con la simpatía
entre los hombres, conforna o fundamenta las relaciones humanas. El
sorprendente empeño que el hombre suele poner en interesarse por el
sufrimiento ajeno, por ejemplo, se explicaría por una combinación de
esas dos motivaciones.
También en esa antipatía natural radicaríaun fenómeno común: el del
"espíritu de contradicción" que no sólo manifiestan aquellos que por
principio dicen no a todo, para desesperación de los que les rodean, ya
sea en los círculos de amistades o familiares, como en los comités o en
los teatros. Tampoco es, necesariamente, en el ámbito de la política
donde mejor se manifiestan, si bien no falten ahí ejemplos clásicos,
como el descrito por Macaulay refiriéndose a Robert Ferguson: "Su hos-
tilidad no era contra el Papado o el Protestantismo, contra el gobierno
monárquico, contra los Estuardo o los Nassau, sino contra todo cuanto
en Su época estaba establecido". Todos estos casos de "oposición pura",
en verdad, no lo Son, o no 1o Son necesariamente, pues a menudo se trata
de personas que obran así en defensa de causas objetivamente justas,
como caballerescos defensores de las minorías. Algunos fenómenos
mucho menos llamativos sí manifiestan, a mi entender, más claramente
el afán abstracto de oposición: por ejemplo, la tentación, apenas cons-
ciente y evanescente, de oponer la negación a una afirmación o a una
solicitud, sobre todo si es formulada en modo categórico. Incluso en
relaciones armoniosas y en personalidades dóciles, este instinto de opo-
sición aparece con la necesidad de un movimiento reflejo, que se inte-
gra, aun sin efectos perceptibles, en la situación global. Podríamos con-
siderarlo como un instinto de protección -semejante al de muchos ani-
males que se ponen a la defensiva tan pronto se les toca-, 1o cual demos-
ffaríaelcarácter primario, fundamental de la oposición; pues significaría
que la persona, ante la expresión objetiva de los otros y a.ún sin ser ata-
cada, se relaciona primariamente oponiéndose y que su primer instinto
de afirmación está en la negación del otro.
Parece, por otro lado, a tenor de las cosas nimias, fútiles, que han pro-
vocado grandes combates, que existe un instinto de lucha a priori. Un his-
toriador inglés refiere que, no hace mucho tiempo, dos clanes irlandeses
se pelearon con furia por todo el país por causa de una enemistad que sur-
gió por una disputa sobre el color de una vaca. Y como pueriles y absur-
das son las causas del conflicto así pueden serlo sus resultados. En la
India, musulmanes e hindúes viven en una permanente enemistad laten-
te que manifiestan así: los musulmanes abrochan sus vestidos a la dere-
cha y los hindúes a la izquierda; en las comidas en común, los primeros
se sientan en círculos y los segundos en filas; los musulmanes pobres
usan como plato un lado de cierta hoja y los hindúes el otro. En las riva-
lidades entre hombres suele ocurrir que no haya relación ni proporción
entre la causa y el efecto y que resulte difícil entender si el pretexto del
conflicto es su verdadera causa o sólo la prosecución de una hostilidad
ya existente. Las disputas en torno a las ideas de omousios (consustan-
cial) y omoiusios (semejante), la gueffa de las Dos Rosas, las luchas de
 güelfos y gibelinos, son ejemplos de rivalidades que
no parecen tener una dad psicológica durante la juventud, define su espontaneidad, su deter-
causa mínimanente racional. En general, se desprende que
los hombres minación a partir de su terminus a quo. El instinto de odio, sólo excep-
se pueden odiar, y amar, por las cosas más nimias y
absurdas. cionalmente, alcanza esos grados de intensidad que lo hagan tan subje-
Por último, me parece que la tremenda facilidad con que tivo, espontáneo y consciente.2
se trasmite el
clima de hostilidad también indica que se trata de un sentimiento
pri-
mario' En general, es mucho más difícil hacer que otro tenga
conftanza [la pulsión antagonista]
y simpatía por un tercero que hasta entonces desconocía que Si existe entonces en el hombre una pulsión formal de hostilidad,
a tenga des-
conftanzay antipafía. Lo característico aquí es que la diferencia simétrica a la necesidad de simpatía, me parece, no obstante, que dicha
suele ser
bastante clara cuando los sentimientos son aún incipientes, hostilidad surge históricamente de uno de esos procesos de decantación
en las pri-
meras manifestaciones del prejuicio favorable o desfavorable por los que distintos movimientos subjetivos acaban dejando en el alma
para con
alguien; a medida que el sentimiento se desarrolla, y produce una forma común a todos, como una pulsión autónoma. Es tan corrien-
una pra_
xis, ya no importa tanto esta tendencia inicial, reveladora te que intereses de todo tipo nos obliguen a luchar por determinados bie-
de un instinto
fundamental, como las reflexiones más conscientes. nes, a enfrentarnos a los demás, que es posible que un estado de irrita-
Este mismo instinto se percibe en que el prejuicio contrario
hacia una ción residual puede haber quedado inscrito en la transmisión hereditaria
terceta persona puede transmitirlo cualquiera mientras el prejuicio de nuestra especie. Sabido es que las relaciones entre los grupos primi-
favorable sólo lo transmite la persona por la que tenemos tivos son casi siempre relaciones hostiles. El ejemplo más claro es
respeto o con
la que tenemos afinidad. Esta facilidad en reaccionar antes las quizás el de los indios, donde toda tribu se considera por principio en
suges-
tiones desfavorables explica la verdad a vece s trágica del gueffa con todas aquellas con las que no haya concertado un tratado de
semper ali-
quid haeret (el siempre queda algo). La observación paz.Y no hay que olvidar que, en las civilizaciones más antiguas, la gue-
de las antipatías,
polémicas, intrigas y peleas puede invitarnos a incluir
la hostilidad en ffa era prácticamente la única forma de contacto con otros grupos.
la categorta de las energías primarias del hombre, energías que Mientras el comercio inter-territorial estuvo poco desarrollado, los via-
no se
liberan en virtud de un objeto exterior sino que crean ellas jes individuales no existían y los comunidades espirituales no traspasa-
mismas ese
objeto. En este sentido hay quien sostiene que el hombre ban las fronteras del grupo, no había entre los distintos grupos otra posi-
es religioso no
porque crea en Dios sino que cree en Dios porque
su alma tiene una dis_ ble relación sociológíca que la gueffa. Por entonces, las relaciones den-
posición religiosa. Y del amor, ya se sabe: sobre todo tro del grupo y entre los grupos tenían un carácter bien diferenciado.
en los años
mozos, no es una reacción del ama provocada por un objeto, Dentro del grupo, la hostilidad significaba ruptura de relaciones, aisla-
como el
color provoca una sensación óptica, sino que el alma necesita miento y repliegue sobre sí mismo y, junto con esto, un apasionamiento
amar y
escoge, e incluso adorna, el objeto que satisfaga su necesidad. en la lucha. Entre los grupos, la indiferencia mutua erala norna de con-
Nada
impide pensar que lo mismo puede darse en el desarrollo del vivencia, mientras hubiera paz, !, sólo con la guerra, los grupos se acti-
afecto
opuesto, es decir, que el alma tendría un necesidad de vaban y se prestaban atención. En consecuencia, el afán de expansión y
odiar y combatir,
revistiendo también con las cualidades que suscitan odio afirmación fomentaba dentro del grupo una paz absoluta que favorecía
al objeto esco-
gido. Y si esto no se manifiesta de un modo tan patente
como en el caso la interacción y reciprocidad de intereses mientras promovía tendencias
del amor, es porque el instinto amoroso, debido a su tremenda belicosas en la relación con otros grupos.
intensi-

30 3l
 Aunque consideremos que la pulsión antagonista tiene existencia pro-
pia en la psique, esta autonomía no bastapura dar cuenta de todas las
manifestaciones de hostilidad. Una pulsión, por espontánea que sea,
contiene siempre su soberanía, enel sentido de que no se proyecta sobre
cualquier objeto sino sólo sobre los que le convienen: el hambre surge
dentro del sujeto, sin ser reactiva a un objeto, y, sin embargo, no hará que
nos abalancemos sobre las piedras o las ramas, sino que buscará algo
comestible. Así, el amor y el odio, aunque no respondan a una solicita-
ción exterior, necesitarán que sus objetos reúnan determinadas carac-
teísticas para poder proyectar sobre ellos amor u odio. Por otro lado, es
probable que la pulsión antagonista, debido a su carácter formal, sólo
venga a ser un complemento, una palanca, de los conflictos originados
por causas materiales. Y cuando el mero placer formal de luchar -un
placer, por tanto, completamente impersonal, es decir, indiferente a la
causa y al adversario-, está en el origen del conflicto, lo normal es que
éste, con su desarrollo, se vayacargando de odio y rabia contra el adver-
sario, al que personalizará, como también identificará el premio de la
victoria, por cuanto la delimitación de estas pasiones alimentará y
aumentará la energía anímica en la lucha. Conviene odiar al adversario
contra el que, por el motivo que sea, se lucha, al igual que conviene amar
a aquellos con los que se está vinculado y debemos convivir. La verdad
del dicho berlinés: "lo que se hace por amor, se hace doblemente mejor",
también vale para lo que se hace por odio.
[unión en la lucha]
La interacción humana se entiende a menudo tan sólo porque una
capacidad interna de adaptación nos genera los sentimientos adecuados
a la situación, ya sea para usarla o combatirla, para aguantarla o despa-
charla; estos sentimientos nos proporcionan, mediante procesos psíqui-
cos, las fuerzas necesarias para rcalizar la tarea y paru paralizar las pul-
siones contrarias a la acción. Una lucha seria no puede durar mucho sin
el auxilio de un conjunto de impulsos psíquicos, que se va generando
durante la lucha. Esto tiene gran relevancia sociológica: a la pureza de
32
la lucha por la lucha se van mezclando, por un lado, los intereses obje-
tivos, por otro, pulsiones que también podrían satisfacerse por otros
medios, y que en Ia praxis tienden puentes hacia otras formas de inte-
racción. Só1o conozco un caso en el que el placer de la lucha y la victo-
ria son motivo exclusivo y no, como suele ocurrir, un elemento más del
antagonismo: la lucha lúdica o, más exactamente, aquella en la que el
vencedor no saca otra satisfacción que ganar el juego. Aquí el atractivo
puramente sociológico del predominio y de la superioridad sobre el otro
se combina, en los juegos de destreza, coÍr el placer puramente indivi-
dual del movimiento adecuado y certero; y, en los juegos de azar, el
favor de la suerte nos concede la alegríade una relación de armonía mís-
tica con fuerzas que están más allá del acontecer individual y social. En
estos casos, la lucha lúdica no tiene otra motivación sociológica q.ue la
misma lucha. La ficha sin valor, por la que se lucha con la misma pasión
que si de una moneda de oro se tratara, refleja bien el carácter formal de
esta pulsión que, también en la lucha por la moneda de oro, va más allá
del interés material.
Pero lo notable aquí es que este dualismo perfecto requiere para poder
realizarse de unas formas sociológicas strictu sensu, de unos procesos de
unificación: uno se junta para jugar, las partes aceptan, y se someten a,
unas mismas reglas de juego. Como se ha dicho, estos procesos de uni-
ficación son ajenos a la motivación del juego y, sin embargo, sin ellos el
juego no puede formalizarse: son latécnica sin la que el juego, con inde-
pendencia de sus motivaciones, sería imposible. Es más, las reglas de un
juego suelen ser más rigurosas y más escrupulosamente respetadas por
los jugadores -mucho más que en las asociaciones cooperativas-; son
como un código de honor.
Este ejemplo refleja la coexistencia del principio de lucha con el de
unión -combinándose, casi con la ptreza de los conceptos abstractos,
las contradicciones en una unidad-, y demuestra que sendos principios
logran ser relevantes y activos sociológicamente sólo complementándo-
se. Lo mismo ocuffe en la contienda jurídica, aunque los elementos no
sean aquítan puros, tan claramente diferenciables. En los pleitos tam-
33
 bién hay un objeto, pero, a diferencia de la lucha por el placer de la
lucha, si se renuncia al mismo, se puede poner satisfactoriamente fin al
litigio. Thmbién en los procesos judiciales cabe hablar del placer o
pasión de las partes, pero no se trata aquí de las sensaciones del juego,
sino de la defensa del derecho, de la imposibilidad de soportar una afren-
tareal o supuesta alajusticia. La obstinación con que las partes litigan-
tes pueden rechazar todo compromiso y empecinarse en los procesos,
poco tiene de ofensivo y sí, incluso en el demandante, de defensivo: está
en juego la salvaguardia de la persona, de sus bienes y derechos. Es pues
la pulsión individualista, y no la sociológica, la que incide en los proce-
sos: se trata de contrarrestar las afrentas que dañan la propia existencia.
Pero si nos atenemos exclusivamente a la forma del conflicto, al pro-
ceso judicial en sí mismo, éste es, sin duda, absoluto: es decir, las peti-
ciones de las partes se defienden ciñéndose estrictamente al asunto y a
los medios permitidos, sin que interfieran factores personales o externos:
el pleito jurídico es el conflicto por antonomasia, en la medida en que
sólo cabe lo que interesa al conflicto como tal. En cualquier otro com-
bate, incluso el más rabioso, siempre puede caber algo subjetivo, alguna
pericia más o menos fatal o la intervención de un tercero. La exclusión
de todo, salvo de su objeto, del litigio juúdico lleva, sin duda, al forma-
lismo del conflicto, que puede incluso adquirir autonomía con respecto
a su contenido material; es lo que ocurre con las argucias jurídicas, cuan-
do ya no son factores concretos los que se oponen sino conceptos que se
confrontan de manera completamente abstracta. Por otra parte, el litigio
se desplaza a veces hacia terrenos que ya nada tienen que ver con el
objeto a dilucidar. Si, en las civilizaciones desarrolladas, la confronta-
ción jurídica coffe a cargo de abogados profesionales es, sin duda, para
sustraer el conflicto de todas las asociaciones personales que no guardan
relación con el mismo. Pero cuando Otón el Grande dispuso que la con-
troversia jurídica se resolviera mediante un juicio singular, el de Dios, a
través del combate entre luchadores profesionales, ya no quedaba del
conflicto de intereses sino su forma: el que haya confrontación, y uno
gane. Este caso manifiesta, con caricaturesca exageración, la reducción
34
y limitación de la contienda juúdica a su dimensión como lucha. Y pre-
cisamente por esta su estricta objetividad, este tipo despiadado de con-
flicto, porque prescinde de las posiciones subjetivas de compasión y
crueldad, presupone necesariamente una unidad, una comunidad de las
partes, que casi ninguna otra relación puede determinar con semejante
grado y constancia. El común sometimiento a la ley, la aceptación por
las partes de que la decisión se basarátan sólo en el peso objetivo de los
motivos, el respeto a unas formas que las partes consideran absoluta-
mente vinculantes, la consciencia de que todo el proceso se desarrolla
dentro del marco de un poder y orden sociales que le dan sentido y lo
avalan: todo esto hace que el conflicto jurídico descanse sobre una
amplia base de unidad y consenso entre los adversarios. Análogamente,
aunque en menor grado, en las transacciones y contrataciones comer-
ciales, las partes también constituyen una unidad en la medida en que
reconocen y acatan, aunque sus intereses sean opuestos, unas nornas
que les unen y obligan. Los presupuestos comunes, que excluyen del
debate jurídico todo 1o exclusivamente personal, revisten ese compro-
miso con 1o puramente objetivo, y esto concuerda con el carácter des-
piadado, encarnizado, absoluto del combate. El conflicto jurídico, al
igual que el lúdico, manifiesta la interacción recíproca entre dualidad y
unidad de la relación social; y, justamente porque se circunscribe a, y
procede mediante, la rigurosa unidad de las normas y obligaciones
comunes, el combate adquiere ese carácter extremo y absoluto.
Por último, 1o mismo ocurre siempre que las partes se mueven por un
interés objetivo, es decir, cuando el interés del conflicto, es decir, el con-
flicto mismo, queda diferenciado de las personas involucradas. En estos
casos pueden darse dos alternativas: bien el conflicto gira en torno a
cuestiones puramente objetivas, sin interesarse por, ni modificar, las
situaciones personales; bien, por el contrario, puede apelar al lado sub-
jetivo de las personas pero sin alterar los intereses objetivos comunes a
las partes. Esta segunda situación queda ilustrada en la expresión de
Lelbniz: "seguiría a mi enemigo mortal, si de él pudiera aprender". Es
tan evidente que esto puede calmar y atenuar la enemistad, que sólo tra-
35
taremos aquí el resultado inverso. No cabe duda de que la hostilidad que
se expresa en un ámbito objetivo y en comunidad de nofinas adquiere
mayor definición y seguridad; y la consciencia de esta delimitación evita
que la arfiipatíapersonal distorsione un ámbito en el que no debe entrar,
y da una tranquilidad de ánimo que puede, ocasionalmente, intensificar
la hostilidad. Porque, cuando la hostilidad se concentra en sus propios
Iímites, podemos entregarnos a ella con más pasión y eficacia que cuan-
do intervienen animosidades secundarias que sólo entorpecen la princi-
pal. A la inversa, cuando esta delimitación separa el conflicto de los inte-
reses personales, se evitan los enconos y exageraciones inútiles que sue-
len acompañar a la personalización de las disputas; por otra parte, la
conciencia de no ser más que el representante de intereses supra-indivi-
duales, de luchar por la causa y no por uno mismo, puede conferir al
conflicto un carácter radical y despiadado, similar al comportamiento de
las personas muy altruistas e idealistas: al no pensar en ellas mismas,
tampoco piensan en los demás, y se creen en el derecho de negar a los
otros en nombre de la idea por la que ellos se sacrifican. Este tipo de
combate, en el que la persona empeña todas sus fuerzas pero al servicio
de una causa ideal, suele tener un carácter elitista, distinguido: pues el
distinguido es el que, siendo completamente personal, expresa su perso-
nalidad con reserva; de ahí que la objetividad produzcala impresión de
la nobleza. Pero \na yez hecha la separación y objetivado el combate,
éste ya no tiene freno, pues sería pecar contra el interés específico del
conflicto. Más allá de este elemento común a las partes -el que ambas
defiendan tan sólo la causa y renuncien a todo lo personal y egoísta-, el
conflicto procederá con toda crudeza, obedeciendo tan sólo a su lógica
inmanente y sin que intervengan consideraciones personales para agra-
varlo o atenuarlo.
Este contraste entre unidad y antagonismo se manifiesta de modo más
acusado cuando ambas partes persiguen un único y mismo fin;por ejem-
plo, en las controversias científicas. En este caso, toda condescendencia,
toda renuncia por cortesía a humillar al adversario, toda paz ftrmada
antes de la victoria total signiftcaríatraicionar el respeto al objeto en vir-
36
tud del cual quedó excluida toda personalizacíón. Más allá de las
muchas diferencias, así operan las luchas sociales desde Marx: si se con-
sidera que la situación de los obreros está determinada por las condicio-
nes y formas objetivas de producción, con independencia de la voluntad
y las capacidades de los individuos, entonces las luchas por unos princi-
pios se tornan menos personales y menos encarnizadas. El patrono ya no
es un egoísta vampiro condenado al infierno, y el obrero ya no es un per-
verso codicioso: las partes dejan de achacarse mutuamente maldades
personales. Esta objetivación de la lucha de clases se ha conseguido, en
Alemania por el camino de la teoríay, en Inglaterra, con el trabajo de los
sindicatos: el carácter individual y personal del antagonismo se ha supe-
rado, en el primer caso, gracias una abstracción de las luchas históricas
y de clase, en el segundo, gracias a la unidad estrictamente supra-indi-
vidual que rige las acciones de sindicatos y asociaciones patronales. Y la
violencia del conflicto no ha disminuido por ello, antes al contrario: se
ajusta mejor a sus fines, está más concentrada, es más amplia y agresi-
va, porque los individuos son conscientes de que poco o nada luchan por
ellos mismos y sí por una causa grandiosa que está más allá de sus per-
sonas. Un buen ejemplo fue el boicot al que los obreros berlineses some-
tieron a las fábricas cerveceras en 1894: fue una de las luchas locales
más violentas que se recuerdan, en la que las partes empeñaron todas sus
energías pero sin ningún odio personal de unos para con otros. Al excluir
el elemento subjetivo y personal, conteniendo así cuantitativamente el
antagonismo, se instaura un respeto personal que permite el diálogo y el
reconocimiento de la causa del adversario; pero esta base unitaria en
nada disminuye la intensidad y determinación del conflicto, al contrario.
El hecho de que los adversarios tengan algo común también puede
manifestarse en conflictos mucho menos nobles: es lo que ocurre cuan-
do lo que se comparte no es una norna objetiva, un interés supra-indi-
vidual, sino un acuerdo secreto para un fin egoísta común a las partes.
En cierto sentido, así procedieron los dos grandes partidos ingleses del
siglo XVIII: sus convicciones políticas no eran claramente antagónicas,
pues ambos pretendían salvaguardar el régimen aristocrático y, en virtud
3l
de este pacto tácito, no se combatían de modo radical; es más, la comrp-
ción parlamentaria era frecuente: nada había de grave en vender el apoyo
al partido no tan contrario. Así, la lucha política perdía vigor y su senti-
do, objetivamente necesario, perdía puteza.
En otros casos más puros, la síntesis de monismo y antagonismo de las
relaciones puede producir el resultado opuesto, cuando la unidad es el
punto de partiday labase de la relación. Entonces, el conflicto suele ser
más apasionado y radical que cuando lo precede o acompaña algún vín-
culo entre las partes .La antigua ley judaica, aunque permitía la bigamia,
prohibía el matrimonio con dos hermanas (aunque, tras la muerte de una
de ellas, el viudo podía casarse con la otra): ¡porque hubiera fomentado
los celos! Presuponía, por tanto, que los vínculos familiares podían
generar antagonismos más enconados que entre extraños. El odio que se
profesan los pequeños estados vecinos suele ser más apasionado y feroz
que el que se dispensan las grandes naciones alejadas unas de otras en el
espacio y los hechos. Los intereses locales suelen ser semejantes, cuan-
do no idénticos, y esta fue la maldición de la antigua Grecia, de Italia
tras la caída del Imperio o de Inglaterra antes de la invasión normanda:
un odio más enconado, por el hecho mismo de compartir el territorio y
los intereses. Las iglesias son otro ejemplo, por cuanto la menor diver-
gencia, al referirse necesariamente al dogma, adquiere de inmediato tin-
tes feroces. Así ocurrió entre los luteranos y los reformados, especial-
mente en siglo xvII: apenas producida la separación del catolicismo,
estallaron, por las causas más nimias, conflictos confesionales, hasta el
extremo de que algunos decían que era más fácil entenderse con 1os
papistas que con otros reformados. Y aún en 1875, en Berna, el Papa
ordenó que la misa católica se celebrara en una iglesia reformada, antes
que en una iglesia de "viejos católicos".
[unidad e intensificación del conflicto]
Entre los elementos comunes que agtdizanparticularmente el conflic-
to, destacan dos: el compartir unas mismas cualidades y la pertenencia
a un mismo contexto social. El primero se explica sencillamente porque
somos seres de diferenciación: el sentimiento de hostilidad turba la
consciencia más profunda y violentamente si las partes enfrentadas se
asemejan. Cuando imperan la paz o el afecto, la disonancia protege la
asociación, es como una señal de alarma, como el dolor que advierte de
una enfermedad: invita. a eliminar la causa del conflicto para evitar que
acabe afectando a los cimientos de la relación. Pero si el propósito fun-
damental de preservar la armonía llega a faltar.- la consciencia del anta-
gonismo será más aguda, ahí donde impera la semejanza. Entre perso-
nas que tienen mucho en común, las injusticias suelen ser más graves,
más inicuas que pafa con los extraños. En la medida en que el ámbito
que se comparte es grande y habitual, el menor antagonismo adquiere
una importancia relativa muy distinta que entre personas distantes, que
dan por descontadas las diferencias. De ahí esas disputas familiares pro-
vocadas por menudencias que pueden acabar siendo trágicas, al separar
personas que vivían en armonía. Esto no demuestra, necesariamente,
que la armonía yahabía empezado una decadencia, sino que puede ocu-
rrir que, precisamente por la igualdad de cualidades, inclinaciones y
convicciones, el desacuerdo sobre un nimiedad se sienta como absoluta-
mente insoportable, por la violencia del contraste que introduce. Por otro
lado, respecto del extraño, con el que no se comparten ni cualidades ni
intereses, nuestra aproximación es más objetiva y, también, más conte-
nida y reservada, de ahí que la diferencia no comprometa toda nuestra
personalidad; además la relación con el extraño será por asuntos o inte-
reses puntuales y a éstos se circunscribirá el eventual conflicto.
Cuanto más compartimos nuestra persona con otra, tanto más fácil-
mente empeñaremos toda nuestra personalidad en la relación. De ahíla
desproporcionada violencia a la que, a veces, se dejan arrastrar frente a
sus íntimos personas por lo demás moderadas. La felicidad y profundi-
dad en las relaciones con una persona que, por así decir, sentimos como
nuestro igual y el que todos los elementos de la interacción involucren
el alma, es lo que hace que una pequeña desavenencia pueda crecer con
una pasión tan expansiva como fatal. Las personas que han estado muy
unidas tienen la costumbre de proyectar en la disputa todo su ser y toda
39
su sensibilidad, hasta provocar la ruptura. Esto lo evita una mayor madu-
rez espiritual, que sabrá discernir y delimitar la disputa evitando que
afecte a la armonía de la relación. Pero si esa madtrez no se da, la sen-
sibilidad ante la diferencia será más aguday harátanto más apasionados
los afectos y las repulsiones, y tanto más irrevocables las decisiones,
cuanto más contrasten con la experiencia previa de la relación. Entre
hombres y mujeres, a veces, el primer paso hacia la pasión amorosa es
una aversión instintiva, incluso un injustificado sentimiento de odio, una
recíproca repulsión de todo el ser. Cabría pensar que entre seres desti-
nados a una estrecha relación afectiva, estaríamos ante un instinto de efi-
cacia, ante una anticipación paradójica -como dar un paso atrás para
tomar impulso- que permite luego vivir con más pasión e intensidad la
relación. Y lo mismo ocuffe a la inversa: el odio más profundo nace del
amor roto. Aquí no es tanto la sensibilidad ante los contrastes como la
negación del propio pasado lo que azuza el odio: admitir que un amor
profundo -y no sólo sexual- fue un error, nos humilla de tal manera y
atentade tal modo contra la seguridad y unidad de nuestra identidad que,
inevitablemente, cargamos la culpa sobre el objeto de ese sentimiento
insoportable. Oportunamente, escondemos el sentimiento íntimo de
nuestra propia culpa detrás del odio, que nos permite echar la culpa al
otro.
Esta mayor virulencia del conflicto en relaciones cimentadas en la
armonía adquiere otras tonalidades cuando la separación no nace del
conflicto sino, a la inversa, el conflicto de la separación: entonces, el
odio es el odio del renegado o al renegado. El recuerdo del consenso que
se perdió está aún tan presente que el antagonismo es mucho más vio-
lento y cruento, y global: la disidencia teórica o teológica, por ejemplo,
acaba desbordando sus confines originales hasta convertirse en una ana-
tema recíproco que abarca los ámbitos éticos y personales, tanto interio-
res como exteriores -algo que no se da cuando la diferencia es entre
extraños-. Es más probable que una diferencia en torno a convicciones
acabe en odio si antes había una affnonía esencial entre las partes. No
suele haber "respeto por el enemigo" -un fenómeno sociológicamente
relevante-, cuando la hostilidad nace de viejas solidaridades. Y si per-
sisten identidades que pueden generar confusión, se tenderá a subrayar
las diferencias: el mencionado caso de Berna 1o ilustra -el catolicismo
romano no sentía su especificidad amenazada por un contacto exterior
con una iglesia completart'rente heterogénea como la reformada, pero sí
por una que le era, no obstante el conflicto, próxima, como la de los
"viejos católicos"-.
Este ejemplo se adentra ya en el segundo de los tipos atratar y que, en
la prácfica, coincide más o menos con el primero: la hostilidad cuya
virulencia se alimenta de la pertenencia común, de la unidad, aunque no
necesariamente de la igualdad o semejanza. Si merece un análisis pro-
pio es porque antes que la sensibilidad ante las diferencias lo que aquí
se manifiesta es el fenómeno más específ,tco del odio social, es decir, el
odio proyectado contra el miembro de un grupo, no por motivos perso-
nales, sino por representar un peligro parala salvaguarda del grupo. Si
ese peligro nace por una disputa dentro del grupo, se odia al otro no sólo
por la causa material que motiva la disputa sino por una razón socioló-
gica: se odia al enemigo del grupo por el mero hecho de serlo. Y en la
medida en que las partes pertenecen a la misma unidad, al mismo grupo,
el antagonismo será más virulento. Los casos más marcados son aque-
llos en los que no acaba produciéndose una ruptura del grupo, es decir,
cuando se mantiene una tensión activa entre antagonismo y unidad (si
hay ruptura,la diferencia entre las personas se vacía sociológicamente
hablando y la irritabilidad de las mismas será menor). Es terrible estar a
mal con otro con el que se mantiene, no obstante, un vínculo -exterior
o, en los casos más trágicos, interior-, del que uno no puede ni quiere
separase, para no sacrificar el valor que representa la pertenencia a la
unidad. Ejemplos son los enfrentamientos dentro de los partidos políti-
cos, los sindicatos o las familias. También los desgarros del alma guar-
dan cierta analogía: la sensación de un conflicto entre aspiraciones sen-
suales y ascéticas, o egoístas y morales, o prácticas e intelectuales den-
tro de nosotros mismos, no sólo debilita una, o sendas, tendencias sino
que amenazalaunidad, equilibrio y fierzadel alma en su conjunto; y el
41
 conflicto, más allá de su motivo inmediato, tendrá algo de amargo y
creer que el otro le robó la fama. Más allá de la combinación psíquica
desesperado, algo de fatalista, al estar en riesgo la unidad del yo. En el
que los provocó, los celos son un sentimiento de una naturaleza y fuer-
seno de un grupo estrechamente unido, el conflicto puede crecer hasta
zatanespecíficas que se construyen a sí mismos la situación interna que
desbordar tanto la cuestión puntual que lo originó como el interés inme-
los justifique.
diato de las partes, porque se entiende que, por encima de esto, está en
Entre la envidia y los celos, cabe hablar de un tercer sentimiento, que
juego el grupo como tal, que cadaparte pretende defender enfrentándo-
podemos llamar despecho, es decir, el deseo envidioso de un objeto, no
se a la otra no sólo por ser un adversario puntual sino un peligro parala por ser particularmente deseable para el sujeto, sino porque otro 1o
unidad superior.
posee. Este sentimiento se desarrolla hacia dos extremos, que coinciden
en la negación del objeto por el sujeto. Por un lado, está el despecho vio-
[os celos y la envidia] lento, por el que se renuncia al objeto, incluso se destruye, antes de con-
Por último, existe un fenómeno, aparentemente individual, pero de
sentir que lo tenga otro. Por otro, se desprecia o ignora el objeto, pero
gran relevancia socioló gica, por el que quedan vinculados el sentimien-
no el otro. Este rechazo a conceder un bien a otro
se tolera que 1o tenga
to de pertenencia con la violencia del antagonismo: los celos. El len-
está presente, con infinidad de variaciones y grados, en las relaciones
guaje corriente no es muy preciso en la definición de este término y
a humanas por cuanto cubre una parte importante del problemático ámbi-
menudo 1o confunde con el de envidia.Thnto ésta como los celos son de
to de las relaciones entre los hombres y las cosas y de la consiguiente
la mayor importancia en la configuración de las relaciones humanas. En
causa o efecto de esta relación sobre las relaciones humanas. No se trata
ambos casos, se trata de un valor que un tercero, efectiva o simbólica-
tan sólo de desear dinero o poder, amor o posición social, en eI sentido
mente, nos impide conseguir o conservar. Cuando se tratade conseguir,
de una competencia, en el sentido de superar o Vencer a una persona,
hablaremos más bien de envidia, y de celos, si se tratade conservar. pero
como se supera un obstáculo físico. Los sentimientos concomitantes que
más allá de la definición de las palabras, lo importante es distinguir sus
acompañan este tipo exterior y secundario de relación entre personas se
respectivos procesos psíquicos y sociológicos. La diferencia principal
desarrollan, con el despecho, hacia formas sociológicas autónomas,
radica en que el sujeto celoso cree tener un derecho legítimo sobre lo
donde el deseo del objeto es sólo eI contenido; de modo que, como se
que tiene o anhela, mientras que el envidioso no se plantea si tiene dere-
ha dicho, puede llegar a prescindir del objeto en sí, manteniéndolo como
cho sino si lo que no tiene y se le niega es deseable y, de hecho, poco le
material indiferente alrededor del cual cristalizala relación personal.
importa si se le niega porque un tercero lo posee y si lo conseguirá cuan-
Sobre este trasfondo general se perfila la importancia de los celos pffia
do el tercero lo pierda o renuncie a é1. Los celos, por el contrario, están
nuestro problema particular, es decir, cuando su contenido es una perso-
determinados por el hecho de que no poseemos un bien precisamente
na o la relación de un sujeto con ella. Por 1o demás, parece que el len-
porque está en poder de otro y que, de no ser por ese otro, el bien sería
guaje corriente no reconoce la existencia de celos provocados por un
nuestro. La envidia se proyecta sobre el objeto, y los celos, sobre su
objeto puramente impersonal. Lo que aquí interesa es la relación entre
poseedor. Se puede tener envidia de la fama de otro, aunque uno no pre-
el celoso y la persona por la cual surgen sus celos frente a un tercero. La
tenda ser famoso; pero se tendrá celos del famoso, si pensamos que
relación con este tercero tiene otro carácter sociológico, completamente
merecemos tanta o más fama que é1. Lo que amarga y corroe al celoso
distinto, menos peculiar y complicado: pues, si este tercero se convierte
es la idea o ficción -injustificada y absurda, poco importa- que le hace
en objeto de rabia y odio, es precisamente porque se pfesupone la exis-

42
43
tencia de una pertenencia o derecho, interno o externo, real o supuesto
al amor, a la amistad, al respeto o a la cercaníacon la persona por la cual
surgen los celos. El antagonismo, ya sea bilateral o unilateral, resulta
tanto más fuerte y amplio cuanto más incondicional es la unidad sobre
Ia cual ha surgido y más ansiosamente se desea superar. El que la cons-
ciencia de1 celoso parezca a menudo oscilar entre el amor y el odio, es
porque estos dos sentimientos se solapan y alternan.
La condición antes mencionada es importante: creer que se tiene derc-
cho a la posesión espiritual o física, al amor o a la veneración de Ia per-
sona que constituye el objeto de los celos. Un hombre puede envidiar a
otro la posesión de una mujer; pero sólo el que crea tener algún derecho
a poseerla será celoso. Esta pretensión puede, por otro lado, confundir-
se con lafieruadel deseo, por cuanto es un rasgo humano universal deri-
var del deseo un derecho: el niño justifica una infracción diciendo "pero
tenía tantas ganas"; el amante no desafiaría en duelo al marido ofendido
sino no creyera que su amor por la mujer le da un derecho más legítimo
que el derecho simplemente legal del marido. Al igual que el hecho de
poseer se suele considerar como un derecho a poseer, el paso previo, es
decir, el deseo de poseer también acaba convirtiéndose en derecho. El
doble sentido de la palabra "demanda", "pretensión" o "reivindicación"
-que sirve para expresar tanto un deseo simple como un deseo basado
en derecho- indica que la voluntad, además de disponer del derecho de
su fuerza, se da a sí mismalafuerza del derecho. Y es justamente cuan-
do invocan ese derecho cuando los celos despliegan sus espectáculos
más lamentables: reivindicar unos derechos sobre unos sentimientos, es
proceder con medios totalmente inadecuados. Derechos y sentimientos
nada tienen en común: pretender enttelazarlos en nombre del derecho es
tan absurdo como conminar al pájaro que escapó volando a que regrese
a su jaula. Es la vana reivindicación del derecho al amor lo que acaba
dando lugar a ese fenómeno propio de los celos: aferrarse a las mani-
festaciones externas del sentimiento, que también pueden provocarse,
contentándose miserablemente con ellas, engaflátndose a uno mismo de
que el continente denota contenido.
A menudo, este derecho que acompaflaalos celos es reconocido por el
otro y, como todo derecho entre dos personas, representa o produce una
unidad, demuestra la existencia ideal o legal de un vínculo, de una rela-
ción o, cuando menos, dp una anticipación subjetiva de la misma. La
existencia y desa:rollo de esta unidad generará también su propia nega-
ción, propiciando justamente así los celos. En este caso, a diferencia de
otros en que se conjugan, combinándose o enfrentándose, unidad y anta-
gonismo en el ánimo de las partes, una de las partes niega la existencia
de una unidad que aún pervive de algún modo, interior o externo, parala
otra parte. Los celos extienden entre los seres humanos una amargura sin-
gular, cegadora, irreparable, precisamente porque lo que les separa se ha
apoderado de lo que les unía y que la consiguiente tensión entre las dos
partes endurece y subraya el momento negativo de la separación. Esta
relación formal sociológica domina toda la situación interior, 1o que
explica la notable variedad, realmente infinita, de los motivos que ali-
mentan los celos, y el absurdo de su contenido. Cuando la estructura de
la relación se presta de entrada a esta síntesis de síntesis y antítesis, o
cuando el alma del individuo presenta esa estructura en sus propias dis-
posiciones, las consecuencias se desarrollan con la primera oportunidad,
y con mayor facilidad cuantas más veces esas disposiciones ya hayan
operado con anterioridad. Toda palabra o acción humana es susceptible
de varias interpretaciones sobre su intención y tenor, 1o cual permite a los
celos, que sólo quieren yer una sola interpretación, un instrumento muy
cómodo. En la medida en que los celos permiten odiar apasionadamente
sin dejar de amar apasionadamente, mantener el vínculo más íntimo entre
las dos partes -pues el celoso destruye tanto la relación como al otro- es
quizáel fenómeno sociológico en el que la construcción del antagonismo
desde la unidad adquiere su forma más subjetivamente radical.
[a competencia]
Los distintos fenómenos que caben bajo el concepto de competencia
son tipos particulares de esta síntesis. Lo que determina ante todo la
nattxaleza sociológica de la competencia es que se trata de una lucha
indirecta. Cuando se perjudica directamente, o se aparta del camino, al
adversario, se deja ipso facto de competir con é1. El lenguaje corriente
suele usar la palabra para referirse a esfuerzos paralelos de las partes por
conseguir uno mismo objetivo. Lo que distingue esta forma de lucha es,
más o menos, lo siguiente: la forma pura de la competencia no es, de
entrada, ofensiva ni defensiva, toda vez que el objetivo del combate no
está en posesión de ninguna de las partes. El que lucha con otro para
anebatarle su dinero, su mujer o su gloria, procede con una técnica muy
distinta de la empleada por el que compite con otro por hacerse con el
dinero del público, los favores de una mujer o el reconocimiento social.
Como en otras luchas, la victoria sobre el adversario, aunque sea un
logro, no trae necesariamente consigo el premio: aunque vencer al com-
petidor sea un primer paso, el premio se dará posteriormente y más allá
de la lucha. Por ejemplo, el comerciante que logra hacer correr lavoz de
que su competidor es insolvente, no tiene por ello garantízado que
aumentará sus propias ventas; el pretendiente que ridictliza o elimina a
su rival, no tiene por ello ganado el favor de la dama deseada; el prose-
litista podrá convencer de las flaquezas de otras religiones pero no por
ello habrá ganado nuevos fieles par:a la suya. Lo característico de este
tipo de lucha es que la conclusión de la misma no basta para logra.r su
finalidad -a diferencia, por ejemplo, de la cólera o la venganza, q.ue
logran su fin al concluir, al lograr el castigo de, o la victoria sobre, el
adversario-.
El segundo tipo de competencia se diferencia también de las otras
luchas: aquí el competidor persigue el objetivo sin usar lafiruzacontra
el adversario. El corredor que cuenta con su propia velocidad, el comer-
ciante que confía en la competitividad de sus precios o el propagandista
en la fiieruapersuasiva de su doctrina, son ejemplos de este sorprenden-
te tipo de combate, que, visto desde fuera, parece que no tiene adversa-
rios sino tan sólo objetivos y que, sin embargo, puede ser tan violento y
apasionado como otros combates, precisamente por la consciencia de la
interacción con el adversario. Al obcecarse en su objetivo, este tipo de
competencia puede abarcar contenidos en los que el antagonismo
adquiere un carácter exclusivamente formal que va más allá del objetivo
común de los adversarios y que, paradójicamente, incluso puede hacer
de la victoria del adversario una ventaj apafa el vencido. Durante el ase-
dio de Malta por los turcos, en 1565, el Gran Maestre repartió los fuer-
tes según las distintas nacionalidades de los caballeros, de modo que la
competencia por determinar quién resistía mejor beneficiaba la defensa
de todos: un caso de genuina competencia, en la cual, sin embargo,
queda excluido perjudicar al adversario, impedirle hacer uso de todas
sus fuerzas en el conflicto. Se trata de un ejemplo muy puro, porque si
bien el honor de vencer la competencia es el acicate que desencadena el
uso de las fuerzas, la victoria también beneficia al vencido.
Análogamente, la competencia por ambición en al ámbito científico se
manifiesta en una lucha que no va contra el adversario, sino hacia un fin
común, sabiendo, de entrada, que los descubrimientos que logre el ven-
cedor serán un bien del que participará el vencido. En las competencias
artísticas esta sublimación suele faltar porque prima, en la consciencia
de los artistas, elcarácter individual de lacreación artística sobre el valor
total objetivo de la producción artística. Aún menos presente está en la
consciencia de los competidores comerciales, aunque el principio tam-
bién opere: mejorar la eficaciay laiqtezagenerales. Se entremezcla así
la subjetividad del objetivo de las partes con Ia objetividad del resultado
final: una unidad supra-individual, ya sea específica o sociológica, abar-
ca a las partes y sus rivalidades; se lucha contra el adversario pero sin
enfrentarse directamente a é1, y el impulso subjetivo del antagonismo
persigue valores objetivos: la victoria, en definitiva, no acaba en el com-
bate sino en los valores que genera.
En esto radica el enorme valor de la competencia para el círculo social,
cuando los competidores peflnanecen dentro del círculo. A diferencia de
los combates en los que el premio de la victoria está en manos del adver-
sario o los motivados por la hostilidad subjetiva y no por el logro del pre-
mio, donde los competidores agotan mutuamente sus valores y fuerzas,
no quedando para el entorno social más que la retirada del más débil en
favor del más fuerte, en este tipo de lucha la competencia suele tener por
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efecto aumentar el valor mediante un combinación notable: a través de
medios subjetivos, produce valores sociales objetivos,pafa el grupo, y
produce valores objetivos para lograr satisfacciones subjetivas, para la
parte en lucha.
Pero esta potenciación del valor del contenido en virtud de esta singu-
lar combinación puede tener también una relevancia más directamente
sociológica, un efecto de socialización. En la medida en que el objetivo
de la competencia entre las partes sea ganarse el favor de una o muchas
personas, obliga a las partes a acefcatse a esos terceros. Más allá de los
posibles efectos comrptores, destructores o devastadores de la compe-
tencia, siempre está ese inmenso efecto de socialización: obliga a cada
competidor a estrechar lazos con terceros, a seducirlos, a conocer sus
fuerzas y flaquezas, a unir su propio trabajo con el de los demás. Bien
es cierto que este acercamiento a terceros puede hacerse en menoscabo
de la dignidad personal y del valor real de la producción, especialmente
cuando se trata de una competencia entre los que trabajan en el nivel
intelectualmente más alto para guiar a las masas: acaban sometiéndose
a ellas. Para ejercer con eficacia sus funciones de maestros o de jefes de
partido, de artistas o periodistas, deben obedecer a los instintos y capri-
chos de la masa, en la medida en que ésta pueda elegir entre varios com-
petidores. El contenido resultante es una inversión de las jerarquías y de
los valores sociales vitales, aunque no por ello disminuye la importancia
formal de la competencia para la síntesis de la sociedad. La competen-
cia logra reiteradamente aquellos que sólo el amor puede conseguir: adi-
vinar los deseos más íntimos de las personas, antes incluso de que éstas
sean conscientes de ellos. La tensión antagÓnica contra el competidor
aftna la sensibilidad del comerciante para intuir las inclinaciones del
público y anticipar las oscilaciones del gusto, de las modas. Lo mismo
ocuffe con los periodistas, los artistas, los editores o los parlamentarios.
Pues la competencia moderna, que suele caracteiza.rse como una lucha
de todos contra todos, es, también, una lucha de todos por todos. Nadie
puede negar que hay algo de trágico en que los elementos de la sociedad
trabajen unos contra otros y no juntos; que innumerables energías se
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malgasten luchando contra competidores mientras podrían destinarse a
un trabajo positivo o, también, que incluso un trabajo positivo y valioso
no redunde en nada, no sea usado ni recompensado, tan pronto un com-
petidor más válido, o quizá sólo más atractivo, entre a competir.
Pero en el balance social, todos los aspectos negativos de la compe-
tencia son secundarios respecto a la inmensa fi:erlza de síntesis que
representa el hecho de que, para la sociedad, la competencia sigue sien-
do una lucha por el hombre, una lucha por gustar y prestar servicio, por
lograr concesiones y sacrificios de todo tipo, una lucha de unos pocos
para muchos y de muchos para unos pocos. En definitiva, al concentrar
la consciencia en la voluntad, el sentimiento y el pensamiento de los
demás, al adaptarse los que ofrecen a los que piden, al multiplicar con
ingenio las posibilidades de gustar a los demás y de vincularse con ellos,
la competencia teje una red de miles de hilos sociológicos. Desde que la
solidaridad estrecha e ingenua de las organizaciones primitivas cedió el
paso a la descentralización, fruto del crecimiento cuantitativo de los gru-
pos, parece que los esfuerzos de los hombres por los otros, la adaptación
de unos a otros, sólo son posibles gracias a la competencia, es decir,
luchando por eliminar a un rival y seducir a un tercero -que bien puede,
en otra relación, convertirse en rival para ganarse el favor del primero-.
Considerando el tamaño y la individtalización de la sociedad, parece
que no pocos intereses, que, en definitiva, mantienen la cohesión social,
permanecen vivos sólo si la lucha competitiva es lo suficientemente
desesperada y violenta para imponerse sobre el sujeto. La fierza socia-
lizadora de la competencia no sólo se da en los casos más evidentes y,
por así decir, oficializados: la vida familiar como la vida amorosa, la
conversación mundana como los debates proselitistas, la amistad como
la satisfacción de la vanidades, son otras tantas combinaciones en las
que compiten dos personas por una terceta, a veces incluso apenas esbo-
zada, a veces tomada como excusa pronto abandona, como un fenóme-
no secundario y parcial de un proceso global. Pero ahí donde aparece la
competencia, al antagonismo de las partes sigue un ofrecimiento, una
seducción, una promesa, una alianza q.ue pone a las partes en relación
con un tercero. Para el vencedor, sobre todo, esa relación adquiere una
siempre más importancia, multiplicando y aumentando así las interac-
intensidad que sólo puede proporcionar la particular y continuada con-
ciones que, ya sea como medio o como fin en sí mismas, reúnen a los
frontación de su propio trabajo con el de su rival.
hombres.
Cuanto más ha ido penetrando el liberalismo, no sóIo las relaciones
económicas y políticas, sino también las familiares y mundanas, las reli-
fios círculos sociales y la comptencia]
giosas y amistosas, las relaciones jerrárquicas como el trato general entre
Esto indica cómo el carácter sociológico de los círculos sociales se
personas, tanto menos estas relaciones están predeterminadas y marca-
distingue según la cantidad y naturaleza de las competencias que permi-
das por noflnas universales de tipo histórico y tanto más quedan a mer-
ten en su seno: existe una relación entre la estructura de cada círculo
ced de un equilibrio inestable, que se establece a cada momento, según
social y la cantidad admisible de conflictos entre sus elementos. En los
se vayan desplazando las fuerzas: en definitiva, más dependerá su forma
conjuntos políticos, el código penal f,rja el límite más allá del cual el con-
de continuas competencias. Y el resultado de estas constantes compe-
flicto y la venganza,la violencia y el fraude, son incompatibles con la
tencias dependerá, a su yez, en la mayoría de los casos, de los distintos
existencia del conjunto. Pero el mínimo ético que marca la ley penal no
grados de interés, amor, esperanza, que los competidores sabrán suscitar
bastaría, pues las disputas, agresiones y perjuicios no prohibidos por la
en el tercero o terceros, como centros convergentes de los movimientos
misma bien podrían acabar disolviendo el Estado. Todos los códigos
enfrentados.
penales se basan en el hecho de que la gran mayoría de las energías des-
Tanto directa como indirectamente, el objeto más valioso para el hom-
tructoras se verán obstaculizadas por determinados frenos que nada tie-
bre es el hombre: en él radican las energías de la naturalezainfra-huma-
nen que ver con la ley. El comportamiento ético y pacífico mínimo, sin
na, como en el animal que comemos o que hacemos trabajar están acu-
el que la sociedad y el Estado dejarían de existir, va más allá de las cate-
muladas las del reino vegetal, y en éste las del sol y latiena,las del aire
gorías garuntizadas por la ley penal; simplemente, se parte del supuesto
y el agua. El hombre es el ser más condensado y el más susceptible de
empírico de que las perturbaciones no castigadas no llegarán a rebasar
aprovechamiento y, al desaparecer la esclavitud, es decir, el apodera-
unos límites socialmente soportables.
miento mecánico del otro, aumenta la necesidad de adueñarse de él psí-
Cuanto más estrechamente unido esté un grupo, más significaciones
quicamente.Lalucha contra el otro era antes una lucha para conquistar-
opuestas podrá tener la hostilidad entre sus elementos: por un lado, jus-
lo y esclavizatlo, ahora es ese fenómeno complejo de la competencia, en
tamente por su cohesión, el grupo podrá soportar sin disolverse antago-
la que un hombre lucha contra otro, pero para conquistar a un tercero. y
nismos internos, al ser sus fuerzas sintéticas suficientes para contrarres-
la conquista de este tercero, conquista que puede lograrse con medios
tar las antitéticas. Por otro, cuando el principio vital del grupo radica en
sociológicos, como persuadir o convencer, aumentar o reducir una ofer-
su fuerte unidad y solidaridad, cualquier disensión interna representa
ta, sugerir o amenazar, es decir, por medio de un contacto psíquico, a
para él una amenaza seia. Es decir, el carácter centrípeto del grupo lo
menudo no hace más que eso, también en caso de éxito: ctear un víncu-
hace más o menos resistente a las disputas entre sus miembros.
lo, desde el momentáneo de una compra-venta hasta el vínculo del Una unión tan estrecha como el matrimonio, muestra esos dos extre-
matrimonio. Como en nuestra cultura los contenidos de la vida son cada
mos: no hay otra unión que pueda soportar, sin estallar también exte-
vez más intensos y están cadavez más condensados, necesariamente, la
riormente, odios tan enconados, antipatías tan radicales, choques y ofen-
lucha por el más condensado de los bienes, el alma humana, adquiere
sas tan continuos. Pero, el matrimonio es también una de las pocas for-

50
51
mas de relación en las que una pequeña fisura imperceptible desde fuera
o una simple palabra hostil pueden deshacer toda la belleza de la rela-
ción, sin que ni la más apasionada voluntad de sus partes pueda resta-
blecerla. En los grupos más grandes, dos estructuras, aparentemente
opuestas, permiten tolerar una cantidad considerable de antagonismos
internos. En primer lugar, aquellas en la que se establecen con facilidad
vínculos de solidaridad entre sus elementos: aquí los daños ocasional-
mente causados por los enfrentamientos hostiles se reparan con relativa
facilidad, por cuanto los elementos del grupo confieren a éste un valor o
una fuerza que permite y compensa acciones aisladas y antagónicas de
sus miembros, y suple eventuales separaciones de los mismos con nue-
vas incorporaciones. De ahí que colectivos bien organizados puedan
soportar más rupturas y fricciones que las agrupaciones más mecánicas,
que carecen de cohesión interna. La unidad grande, que aúna a grandes
masas con mecanismos de organización más flexibles, puede equilibrar
con mayor facilidad los activos y pasivos de su vida global y destinar
parte de sus fuerzas ahí donde desacuerdos u otras pérdidas hayan pro-
ducido alguna debilidad. En segundo lugar, la estructura exactamente
inversa, también tiene este efecto: es como la bodega de un barco, divi-
dida en compartimentos estancos, de modo que si el casco se daña el
agua no penetra en toda la estructura. El principio social que rige aquí
es el del aislamiento relativo de las partes, de modo que los eventuales
conflictos quedan circunscritos a las mismas sin dañar al todo. Elegir
pertinentemente entre estos dos métodos, y sus combinaciones -la soli-
daridad orgánica en la que el todo restaña los daños causados por los
conflictos parciales, o el aislamiento de las partes de modo que el todo
no tenga que intervenir-, es una cuestión vital para toda asociación,
desde la familia hasta el Estado, desde la agrupación económica hasta la
estrictamente espiritual. En los extremos tenemos, por ejemplo, de un
lado, el Estado moderno, que no sólo soporta las luchas entre los parti-
dos políticos, no obstante el desperdicio de energías que pueden supo-
ner, sino que las usa para asegurar su propio equilibrio y su desarrollo y,
del otro, las Ciudades-estado de la Antigüedad y la Edad Media que se
52
debilitaban, y podían desaparecer, por las luchas intestinas. En general,
cuanto más grande sea un grupo más podrá combinar los dos métodos:
haciendo que las partes resuelvan entre ellas los daños primarios causa-
dos por el conflicto mientras que los efectos secundarios, que afectan a
la vida del conjunto, podrán ser paliados con las reservas de que dispo-
ne el todo -combinación, ciertamente, improbable en los pequeños gru-
pos, donde los elementos están muy próximos entre sí-.
[la exclusión de la competencia]
Retomando Ia cuestión de la relación particular entre la competencia
y la estructura del círculo en que se produce, conviene hacer una distin-
ción básica relativa a los intereses que constituyen el contenido del
grupo: puede ocurrir que esos intereses prohíban o limiten la competen-
cia o que la permitan y que, entonces, sólo la impidan circunstancias
históricas particulares o principios universales superiores. En el primer
supuesto, deben reunirse también dos condiciones. Si la competencia es
por un bien escaso o restringido que sólo puede poseer el vencedor del
conflicto, entonces dicha competencia quedará excluida cuando los ele-
mentos del grupo no aspiren a poseer ese bien o cuando se trate de un
bien que a todos agrada y al que todos acceden. Cada vez que la socia-
lizaciínno parte de un terminus ad quem común, sino de tn terminus a
quo, de una sola raí2, suele verificarse la primera hipótesis. Es 1o que
ocurre, sobre todo, con la familia, en cuanto a st principio se refiere y
más allá de eventuales conflictos debidos ala personalidad de los invo-
lucrados (conflictos entre hermanos por el amor o patrimonio de los
padres, por ejemplo). Es el principio de la vida orgánica propia de un
organismo que es fin en sí mismo, y no medio para un fin externo por el
que podrían competir los miembros de la familia. La enemistad estricta-
mente personal, por antipatías entre familiares, contradice el principio
de paz sin el que una familia no puede pervivir; y, sin embargo, los vín-
culos estrechos de la vida en común, la solidaridad social y económica,
la presunción de unidad, es decir, todas estas, en cierto modo, coaccio-
nes que se imponen a sus miembros propician las fricciones, las tensio-
53
 nes, las oposiciones; cabe incluso decir que el conflicto familiar es una
forma sui generis de conflicto. Sus causas, su intensidad, su capacidad
de involucrar a los no directamente enfrentados, las modalidades de sus
disputas y reconciliaciones son todas específicas e incomparables por-
que se dan dentro de una unidad orgánica creada con miles de lazos
internos y externos que, de por sí, no genera antagonismos: el conflicto
nace entre los familiares, no de la familia como principio.
La comunidad religiosa es un ejemplo del otro tipo sociológico que
excluye la competencia. Hay aquí aspiraciones comunes a todos y cen-
tradas en un objetivo común a todos, pero no por ello hay competencia
porque el que uno logre el objetivo no impide que los demás puedan
lograrlo. Al menos en la concepción cristiana,hay sitio para todos en la
casa de Dios; y la gracia divina, que priva a uno de ese sitio y se lo con-
cede a otro, confirma la perfecta inutilidad de toda competencia. Se trata
más bien de una forma o proceder ligado a aspiraciones paralelas, que
puede calificarse como una competencia pasiva; de los que la lotería o
los juegos de azar son ejemplos puros. Hay concuffencia por obtener el
premio, pero falta lo esencial de la competencia: la diferenciación entre
energías individuales que determina que se gane o se pierda. Sin duda,
el resultado va vinculado a una actividad previa pero los diferentes resul-
tados no dependen de las diferencias en los esfuerzos previos. Esto gene-
ra entre los individuos que comparten este azat una relación muy parti-
cular, con una mezcla específica de igualdad y desigualdad,. Cada vez
que unas mismas personas hacen una misma apuesta con las mismas
posibilidades de ganar, pero sabiendo que la victoria depende de una
potencia sobre la que no tienen ningún poder, por un lado, habráentre
esas personas indiferencia, al revés que en la competencia donde el pre-
mio se ganacomparando los esfuerzos de cada uno; pero, por otro lado,
el hecho de saber que se gana según el esfuerzo empeñado tiene un efec-
to apaciguador, que objetiva el sentimiento que tenemos hacia el otro,
mientras que en los juegos de azar ocurre lo contrario: suelen imperar la
amargura y la envidia. El elegido por la graciadivina o el ganador de la
rifa no será para el perdedor objeto de odio, sino de envidia; como los
esfuerzos realizados son independientes unos de otros, los competidores
están más alejados entre sí, son más indiferentes a priori que en las com-
petencias económicas o deportivas, donde precisamente, al ser merecido
el fracaso, será más fácil que surja ese odio caracteístico que consiste
en proyectar sobre el ganador el sentimiento de la propia insuficiencia.
Al tratarse de una graciaelectiva ejercida por instancias divinas o fata-
les, el vínculo -siempre laxo- que une al círculo está entretejido de indi-
ferencia y de envidia latente que eclosiona en la distribución del premio.
Aunque estos sentimientos se diferencian mucho de los de Ia competen-
cia interactiva, no es menos cierto que puede haber también en este últi-
mo tipo -el genuino- de competencia, una porción variable de esa rela-
ción basada en el interés compartido por el azar,, una especie de apela-
ción a un poder superior a las partes que decide por sí mismo y no en
vinud de los esfuerzos de las partes. Al ser esta porción de fatalismo
muy variable, también variará el modo en que afecta a las distintas rela-
ciones de competencia, siendo uno de los extremos el de la gracia elec-
tiva, que elimina completamente el momento activo de diferenciación
propio de la competencia.
Otra forma aparente de competencia en los grupos religiosos es la de
la pasión celosa por superar a los demás en la conquista de los bienes
supremos, pasión que puede suscitar obras meritorias, obediencia a los
preceptos, devociones, ascetismos, oraciones, limosnas. Pero aquí falta
la otra característica de la competencia, es decir, que la ganancia no
pueda compartirse. Se trata de una diferencia importante sociológica-
mente, que distingue la competencia de la emulación. En toda competi-
ción, aunque se trate de obtener bienes ideales como el honor o el amor,
el valor del esfueruo realizado se define respecto alrealizado por el com-
petidor; el esfuerzo del ganador, siendo el mismo, habría tenido otro
resultado si el del perdedor hubiera sido mayor. Es decir, el éxito abso-
luto depende del éxito relativo -dicho en otras palabras: el éxito en la
contienda depende del éxito de la persona)-, algo muy presente en la
competencia pero no así en la emulación religiosa. Aquí, la actividad
aislada del individuo produce inmediatamente sus frutos; sería impropio
55
de la justicia absoluta dispensada por la instancia suprema recompensar
la actividad individual en función de los méritos relativos de los distin-
tos individuos: antes al contrario, cada cual es recompensado por sus
ptopias obras, medidas según nornas transcendentales. La competencia,
en cambio, recompensa en función de las obras del otro, comparándo-
las. En la medida en que la posibilidad religiosa es ilimitada e indepen-
diente de la relación entre los miembros del círculo religioso y que cada
miembro puede alcanzar el objetivo religioso, no habrá ninguna compe-
tencia. Y lo mismo ocurre con todas aquellas asociaciones que tan sólo
desempeñan una función de acogida y que no conceden ninguna impor-
tancia a las actividades individuales en cuanto ejercicios de diferencia-
ción: ateneos literarios y científicos que se limitan a organizar conferen-
cias, grupos turísticos, sociedades con fines estrictamente epicúreos.
[el socialismo]
Si en todos estos casos los fines particulares del grupo dan origen a
formas sociológicas que excluyen la competencia, puede ocurrir tam-
bién que determinadas razones impongan la renuncia, bien a la compe-
tencia misma, bien a algunos de sus medios. El primer supuesto se da
ahí donde impera el principio socialista de organización unitaria del tra-
bajo y el principio más o menos comunista de igualdad en los productos
del trabajo. La competencia, desde un punto de vista formal, depende
del principio del individualismo, pero, en la medida en que se produce
dentro de un grupo, depende también de un principio social: la subordi-
nación de lo individual al interés unitario de la colectividad. El compe-
tidor, individualmente considerado, es, sin duda, un fin para sí mismo,
empeña sus energías para servir a sus propios intereses, pero, en la
medida en que la lucha competitiva se manifiesta a través de realizacio-
nes objetivas y que sus resultados pueden interesar a terceros, el interés
estrictamente social -es decir, eI resultado como producto final y no
como, para los competidores, epifenómeno de la lucha- puede no sólo
aceptar la competencia sino alentarla directamente. Por consiguiente, a
diferencia de 1o que comúnmente se piensa, la competencia no está
exclusivamente ligada al principio individualista, según el cual el indi-
viduo aislado, su dicha, su trabajo, su satisfacción, constituyen el senti-
do y la finalidad absolutos de toda vida histórica. Considerado desde el
punto de vista del resultado de la competencia, el principio individualis-
ta no es más que una técnica. En este sentido, 1o contrario a, o la nega-
ción de, la competencia, no es el principio de hegemonía del interés
social (sobre el individual) sino sencillamente otra técnica que eI interés
social se da a sí mismo, y que se designa con el nombre de socialismo,
en el sentido estricto de la palabra.
En general,laprevalencia del todo sobre la suerte del individuo, la ten-
dencia de las instituciones o de las ideas a favorecer lo común, al servi-
cio del cual estarían todos los elementos individuales no es más que un
modo de organización del trabajo de todos los individuos: es decir, que
se intenta determinar ese trabajo individual desde un proyecto unitario,
racional, que excluye las fricciones entre los elementos, el desperdicio
de energías en la competencia y eI azar de la iniciativa personal. El éxito
para el todo vendrá entonces, no de antagonismos que empeñan espontá-
neamente energías, sino de una dirección centralizada que organizalas
energías para que se combinen y complementen, tal y como ocuffe con
los funcionarios del Estado o los obreros de una fábica. Esta forma
socialista de producción no es más que una técnica con la que se logran
fines materiales como la felicidad y la civilización,lajusticia o la reali-
zación personal -de ahí que deba ceder el paso a la libre competencia
allí donde ésta resulte ser más apropiada como técnica-. Y la elección
de técnica no es tan sólo una cuestión partidista: se trata de confiar la
satisfacción de una necesidad, la creación de un valor, bien a la compe-
tencia entre fuerzas individuales, bien a una organización racional, bien
al enfrentamiento bien a la cooperución; cuestión que puede suscitar
miles de respuestas, parciales o tajantes, ya se trate de nacionalizaciones
o de cárteles, de la determinación de los precios o de los juegos infanti-
les, de la relación entre ciencia y religión (si han de complementarse
armoniosamente o competir radicalizándose) o de las decisiones de un
director de escena (que el todo sea suma de la libre intetpretación de
57
cada actoro se imponga sobre las actuaciones del elenco). El mismo
problema se plantea en el interior del individuo, cuando sentimos un
conflicto entre impulsos éticos y estéticos, entre decisiones intelectuales
e instintivas o cuando sometemos esas fuerzas contradictorias a un sis-
tema unitario de vida dirigido por una sola tendencia.
Difícilmente podrá comprenderse el socialismo, en cuanto propuesta
político-económica, si no se entiende que se trata de elaborar autóno-
mamente una técnica de vida q.ue, al igual que su contrario, pretende
resolver, de manera más o menos completa, más o menos evidente, el
problema de la articulación de lo plural. Siendo tan sólo eso, una reso-
lución de carácter técnico, la organizacíón socialista no puede pretender
ser un fin que se justificada por sí misma o por un valor superior, sino
que debe contrastarse con la competencia individualista, en la medida en
que ésta también es un medio para lograr fines supra-individuales. No
cabe duda, sin embargo, de que este cotejo, debido a nuestras limitacio-
nes intelectuales, no suele hacerse por cáIculo sino por instinto. Pero
desde un punto de vista estrictamente abstracto, sólo los fines últimos
parecen imponerse por sí mismos, mientras que los medios deben -pue-
den y debeían- determinarse en función de una reflexión objetivamen-
te teórica. Sabemos que, en los hechos de la práctica, no sólo la refle-
xión objetiva es tan imperfecta que cede ante las pulsiones subjetivas
sino que suele ser tan impotente que no puede contrarrestar la fuetza
persuasiva de esas pulsiones. De ahí que, más allá de toda justificación
racional, el principio socialista de organización no se impondrá como
principio sublimado sino desde la seducción inmediata que pueda ejer-
cer sobre el grupo, ofreciéndole un modo unitario y equilibrado de orga-
nización que resulte más ventajoso que la improvisaci6n,, el desperdicio,
eI carácter proteiforme y aleatorio de la forma competitiva de produc-
ción; en Ia medida en que los individuos se sientan atraídos por esta
atmósfera socialista, excluiránla competencia en aquellos iámbitos que
1o permitan.
58
fios gremios]
Algo parecido cabe decir , no ya de la unidad orgánica del todo, sino
de la igualdad mecánica de las partes. Aquí el tipo puro es el de las cor-
poraciones o gremios, en cuanto se basan en el principio de que cada
artesano ha de "tener el mismo sustento". La esencia de la competencia
implica que la igualdad entre los elementos se modifica continuamente
a mejor o a peor: en la competencia, los productores prefeirán asumir
el riesgo de diferenciarse en lugar de repartir los beneficios de una ofer-
ta idéntica; al ofrecer otro producto se arriesgan a atraer menos, o más,
consumidores que los que ya tenían ofreciendo el mismo producto que
los demás. El principio del riesgo, propio de la competencia, es tan con-
trario al de igualdad que los gremios hicieron todo lo posible para atajar
la competencia, prohibiendo a los artesanos tener más de una tienda y
más de determinado número de oficiales, vender productos que no
hubieran fabricado ellos mismos u ofrecer cantidades, calidades y pre-
cios distintos a los fijados por el gremio. Estas limitaciones fueron, sin
embargo, pronto transgredidas, demostrando que no se compaginaban
con las exigencias de las condiciones concretas. En efecto, el principio,
al mismo tiempo abstracto y personal, de la igualdad de beneficios no es
compatible con la forma de la competencia en la producción. La alter-
nativa -combatir por poseer o compartir amigablemente-, que se plan-
tea en incontables ámbitos y conductas se da también dentro de la forma
específica de la competencia: como las partes no luchan directamente
entre ellas sino por el éxito respectivo de sus esfuerzos ante terceros, el
reparto del valor se hace mediante una igualdad previa y libremente
aceptada en los esfuerzos realizados. Esta decisión no depende de un
cálculo de probabilidades que demuestre cuando conviene optar por la
competencia del todo o nada y cuando por la seguridad, más austera, de
la igualdad de esfuerzos sino que suele depender, por el contrario y más
allá de cualquier cálculo racional, de la disposición de ánimo en las dis-
tintas sociedades y de los temperamentos de los individuos: una decisión
de carácter sentimental y general que puede optar por excluir la compe-
tencia también en aquellos ámbitos que no lo reclamaban.
59
 [limitación de los medios] los medios puede prolongarse indefinidamente, hasta descargar a la
Otras modificaciones de la acción social recíproca nacen
de eliminar, competencia de todo aquello que no es verdadera competencia: de todo
no la competencia en sí, sino algunos de sus medios.
Se trata de un esta- aquello que, por neutralizarse recíprocamente, no produce efectos. Pero
do de evolución en el que la competencia absoluta
de la lucha animal por como los medios de la competencia consisten principalmente en ofrecer
la vida se transfoflna en una competencia relativa, es
decir, que se van ventajas a un tercero, será en detrimento de este último que se acordará
excluyendo de la lucha todas aquellas fricciones y parálisis
innecesarias. renunciar a esos medios; en el ámbito económico, por un lado, el con-
Ni el resultado ni la intensidad de la competencia se ven por
ello altera- sumidor sale perdiendo y, por otro, se extiende la cartelización. Es decir
dos: se ttatatan sólo de que la intensidad se ciña
todo lo posible al resul- que, una vez que se entiende la conveniencia de evitar los inconvenien-
tado y no se extravíe por derroteros que debilitan
las fuerzas de ambas tes de algunas prácticas competitivas, se puede lograr una competencia
partes y, por tanto, la utilidad tanto objetiva como
subjetiva de las fuer- más intensa y pura pero también lo contrario: acabar eliminando toda
zas enfrentadas.
competencia, organizando a las empresas no ya para conquistar por
se pueden dar dos formas de limitación de los medios
de la compe_ separado el mercado sino para controlarlo conforme a un plan compar-
tencia: la inter-individual y la supra-individuar. La primera
surge cuan- tido. Esta renuncia a la competencia tiene una significación sociológica
do un número de competidores acuerdan voluntariamente
renunciar a completamente distinta de 1o que hemos señalado a propósito de los gre-
ciertas prácticas gracias a las cuares unos podrían
aventajar a otros; la mios: en la medida en que los agremiados eran autónomos, era necesa-
renuncia sólo es válida en tanto que todos la mantienen.
un ejemplo es rio, para respetar la igualdad, que el más capaz de ellos bajara al nivel
el de los libreros, que acuerdan no dar descuentos mayores
al l0 o 15 al que el menos eapaz pudiera también competir; así es como elementos
por ciento sobre el precio de catálogo, o el de los
tenderos que convie_ autónomos pueden lograr una igualdad mecánica. En el cartel, el punto
nen cerrar sus establecimientos a la misma hora.
Es evidente que estas de partida no es la situación de los sujetos, sino la eficacia objetiva de la
decisiones se fundamentan en la utilidad egoísta: uno
renuncia a ciertos empresa: se eliminan los medios que no sirven a los fines de la compe-
medios de atraer la clientela, porque sabe que, si los
aplicara, otro le imi_ tencia y se acaba eliminado a los competidores, en la medida en que al
taría en seguida, y que la facturación añadida que
se repartirían no com_
pensaría los gastos añadidos que ambos tendrían
dominar completamente el mercado, la competencia acaba siendo
que hacer. En este sen_ superflua.
tido, no es estrictamente a la competencia
-que exige siempre desigual_ Los medios de la competencia también pueden limitarse sin impedir
dad- a lo que renuncian sino a aqueros aspectos imitables
por ros que que la misma continúe mediante instancias situadas más allá de los com-
la competencia deja de ser posible, porque de inmediato
se igualan las petidores y de sus intereses: el derecho y la moral. En general, el dere-
condiciones de todos los competidores.
cho no prohíbe a la competencia sino aquellos actos que también pres-
Este tipo, aunque no se da con toda pure za, es de
la mayor importan_ cribe en las demás relaciones humanas: la violencia contra las personas
cia: demuestra que los competidores pueden asociarse
en el ámbito y las cosas, el fraude y ta difamación, la amenaza y el falso. por lo
mismo de la competencia, sin por ello reducirla en
modo alguno; la exis_ demás, la competencia es el tipo de antagonismo cuyas formas y conse-
tencia de una convergencia de intereses permite
encauzat con mayor cuencias se encuentran relativamente menos limitadas por prohibiciones
intensidad el antagonismo hacia aquellos puntos
en los que la compe_ jurídicas. Si se destruye la existencia económica, social, familiar, inclu-
tencia se despliega con más libertad;y esta limitación
inter-individual de so física de alguien, en el grado en que ello acontece en la competencia,

60
61
el código penal interviene de inmediato. ¿Por qué, sin embargo, la ley
no protege los bienes expuestos a la ruina por la competencia? Parece
claro: en primer lugar, porque los competidores no obran con dolo.
Ninguno de ellos pretende otra cosa que conseguir el premio gracias a
sus propios esfuerzos, y el que esto pueda traer la ruina del otro no es
más que una consecuencia secundaria, que nada interesa al vencedor
(como mucho, podrá lamentarlo). En segundo lugar, la competencia no
es propiamente violenta; la victoria y la derrota son tan sólo el reflejo
exacto y equitativo de las fuerzas que compiten: el vencedor ha asumi-
do los mismos riesgos que el perdedor y éste debe su derrota a su pro-
pia insuficiencia. También es cierto que muchos delitos perseguidos
penalmente no implican dolo -en realidad sólo los cometidos por ven-
ganza, maldad o crueldad-. El comerciante en quiebra, que se guarda
parte de su patrimonio, tan sólo pretende salvar alguno de sus bienes, y
el que esto perjudique a sus acreedores le representa una lamentable
conditio sine qua non.El borracho que de noche alborota será castigado
por alterar el descanso público, aunque sólo pretendiera manifestar su
exuberanciay en modo alguno impedir el sueño de la gente. El hombre
que presenta su candidatura a un puesto, amrinando con ello la vida de
otro, ¿debeía acaso ser acusado de negligencia culpable? La similitud
de las condiciones, el carácter voluntario de la acción, el que la victoria
premie de manera equitativa las energías empeñadas, son argumentos
que bien podrían invocarse para justificar todas las formas de duelo. Si
dos partes se enzarzan voluntariamente y en condiciones parejas en una
pelea, y una de ellas acaba gravemente herida, y el que inflige Ia herida
es castigado, ¿no debería operar esta misma lógica en el caso de un
comerciante que provocó la ruina de otro con medios leales? Si en este
caso no hay castigo se debe, en parte, a tecnicismos juídicos, pero,
sobre todo, a una razón de utilidad social: la sociedad no puede renun-
ciar a determinadas ventajas que deriva de la competencia entre indivi-
duos, ventajas que son muy superiores a las pérdidas que le puede repre-
sentar la eventual destrucción de individuos inmersos en la lucha com-
petitiva.
62
Este es, en definitiva, el principio latente sobre el que se basa el códi-
go civil francés para delimitar jurídicamente la competencia desleal:
"todo hecho cualquiera del hombre que causa a otro un daño, obliga a
repararlo a aquel por cuyo error ha ocurrido". La sociedad no aceptaría
que un individuo perjudique a otro directamente y sólo para su propio
provecho; y, sin embargo, 1o tolera cuando ese daño es un efecto secun-
dario de una realización objetiva que tiene valor para un número inde-
terminado de individuos -al igual que el Estado no toleraría el duelo
entre oficiales, si se tratase simplemente del interés personal de un indi-
viduo que reclama la destrucción de otro y si ese concepto de honor no
sirviera para reforzar la cohesión interna del cuerpo de oficiales: una
ventaja para el Estado, que compensa el sacrifico de un individuo-.
Las legislaciones de Francia y Alemania, desde hace algún tiempo,
han optado por limitar los medios de la competencia, en beneficio de los
propios competidores. La intención fundamental es proteger al comer-
ciante aislado de las ventajas que su competidor pueda lograr por medios
moralmente inaceptables. Así, por ejemplo, se prohíbe toda publicidad
engañosa que pueda inducir al comprador a la creencia errónea de que
tal comerciante ofrece condiciones más ventajosas que todos los otros,
y esto aunque no haya engaño real alpúblico; se prohíbe hacer creer que
se está ofreciendo mayor cantidad por el mismo precio, aunque el pre-
cio se coffesponda efectivamente con la cantidad; o se prohíbe usar el
nombre comercial de un competidor para ofrecer un mismo producto, y
poco importa si la mercancía es mejor o peor.
Lo relevante de estas medidas es el punto de vista, completamente
nuevo en apariencia, desde el que se dictan: se trata de proteger al com-
petidor de buena fe frente al que usa medios desleales para atraer clien-
tela. Las demás limitaciones de las prácticas comerciales tratan de impe-
dir que el público salga excesivamente benef,rciado. Pero analizadas de
cerca, estas prohibiciones no dejan de ser extrapolaciones de la nofina-
tiva contra la estafa; esta extrapolación resulta interesante no sólo ju.í-
dica sino también formal y sociológicamente. El Código penal alemán
considera estafa el hecho de que alguien, para obtener una ventaja en su
63
patrimonio, "perjudique el patrimonio de otro, induciendo a error por
medio de información engañosa". Se entiende que la persona inducida a
error y la persona dañada materialmente son 1a misma; y, sin embargo,
la letra de la ley nada dice acerca de esta identidad, por Io que la norma
también permitiría perseguir a quien engañe aA pero perjudique el patri-
monio de B, es decir, la competencia desleal: el público es inducido a
error, sin que sufra su patrimonio, pero en perjuicio material del compe-
tidor, al que no se ha dado información engañosa. El comerciante que,
aduciendo motivos falsos, liquida sus mercancías estará incluso benefi-
ciando los intereses materiales del comprador, pero reducirá la clientela
de su competidor, cosa que no habría logrado sin mentfu. La ley, por
tanto, no limita los medios de competencia como tales, no protege los
competidores unos de otros. Lo que determina la actitud de la sociedad
ante la competencia no es que decida ahora limitar esos medios, sino el
que no lo haya hecho hasta ahora, cuando, además, bastaba aplicar la ley
penal vigente. A esto cabe añadir lo siguiente: si la motivación de estas
leyes indica, en todo momento, que no pretenden limitar la competencia
leal, sino sólo la desleal y de mala fe, entonces, dicho en palabras más
ajustadas a nuestro propósito, estas medidas eliminan de la competencia
aquello que no es competencia en un sentido social. Recordemos que la
competencia es un combate que se manifiesta a través de realizaciones
objetivas que benef,cian a terceros. Esta proyección objetiva desaparece
en los reclamos, ganchos y maniobras fraudulentas que no generan nada
concreto y que representan una especie de combate más inmediato,
puramente egoísta y que en nada beneficia a la sociedad. Lo que la juris-
prudencia designa con el calificativo de competencia "leal", se corres-
ponde siempre, en definitiva, con el concepto puro de competencia. Un
addenda de la ley alemana excluye expresamente el siguiente supuesto:
que un gran establecimiento abra al lado de una pequeña tienda y venda
a precios mínimos, anunciados con reclamos llamativos, hasta aniquilar
al pequeño comerciante. Es un ejemplo de violencia brutal y, considera-
das las partes, la relación entre ambos competidores es parecida a la del
despiadado ladrón ante su indefensa víctima. Pero desde un punto de
64
vista social, es un ejemplo de competencia leal, es decir, encatzada a
través del hecho objetivo de la mercancíay para beneficio de un terce-
ro, el público. Y los reclamos pueden considerarse informativos, es
decir, prestan un servicio al consumidor. Ahora bien, si esos reclamos
trasmitieran información engañosa, aunque la falsa información no
cause perjuicios al público, sí se considerará como algo que no benefi-
cia al público, que no le es útil, y precisamente sólo a partir de esto se
protegerá al competidor de la violencia: para que las fuerzas competi-
doras se ciñan a la forma pura de la competencia, es decir, a la forma
socialmente útil. Por tanto, las limitaciones específicas que la ley impo-
ne sobre los medios de la competencia acaban revelándose como limita-
ciones de las limitaciones que la competencia sufre como consecuencia
de prácticas subjetivas e individualistas.
Cabe pensar que aquí, como en tantos otros supuestos, el derecho es
completado por la moral, en la medida en que ésta no está vinculada a
la utilidad social, sino que regula la conducta de los hombres según nor-
mas que a menudo están más allá de los intereses de la sociedad: por
ejemplo, las conductas que responden a pulsiones de un sentimiento
inmediato que sólo pretende quedar en paz consigo mismo y que, a
menudo, encuentra esa paz precisamente oponiéndose a las exigencias
sociales (siguiendo, por ejemplo ideas metafísicas y religiosas rechaza-
das por la sociedad). Del derecho y la moral brotan entre los hombres
imperativos que rigen sus conductas recíprocas; imperativos, que no son
sociales en el sentido tradicional -aunque sí en el sociológico-, gracias
a los cuales la naturaleza humana acomoda en la forma ideal el deber
moral. No es necesario señalar que las morales ascéticas, altruistas o
fatalistas reducen todo lo posible la competencia y sus medios. La moral
típica europea, sin embargo, es más tolerante con la competencia que
con muchas otras clases de antagonismo. Esto se debe a una combina-
ción particular de los rasgos caracteriales propios de la competencia. Por
un lado, como seres morales, tendremos tanto menos reparo en emplear
nuestra firctza contra un adversario cuanto mayor sea la distancia entre
nuestra personalidad subjetiva y la tarca que hemos realizado y por la
65
que nos empeñamos en la lucha. En cambio, en las luchas directas entre
fuerzas personales inmediatas somos más propensos a contenernos, a
acordar; nos resulta más difícil obviar una petición de compasión; inclu-
so, una especie de pudor nos impide, en el antagonismo inmediato, des-
plegar todas nuestras energías, descubrir todo nuestro juego, empeñar
toda nuestra personalidad. En las contiendas que se desarrollan median-
te rcaLizaciones objetivas, por el contrario, desaparecen estas contencio-
nes ético-estéticas; de ahí que podamos competir con personas con las
cuales evitaríamos toda controversia personal.
Al proyectarse sobre el objeto, la competencia tiene esa crueldad pro-
pia de lo objetivo, de todas las formas de objetividad: no es que se dis-
frute del dolor ajeno, sino que quedan eliminados todos los factores sub-
jetivos. Esta indiferencia ante lo subjetivo, que caracteiza también la
lógica, el derecho o las frnanzas, hace que personas en nada crueles
cometan, no obstante, todas las brutalidades de la competencia, y aírn
con la conciencia tranquila, sabedoras de que no pretenden hacer ningún
mal: escondiéndose detrás de la objetividad de la práctica, tranqullizan
sus conciencias. Este mismo efecto se consigue con otro elemento de la
competencia, exactamente opuesto al mencionado: la exacta proporción
entre el éxito de la competencia y las energías empleadas por los suje-
tos; el resultado de la competencia es el indicador infalible de las capa-
cidades personales, objetivadas en latarearcalizada. Las ventajas sobre
otros que debemos a favores personales, a Ia coyuntura, al azar. al desti-
no intuido como predestinación, no las aprovechamos con la misma con-
ciencia que las ventajas que sacamos exclusivamente de nuestra propia
actividad. Pues junto a la moral de la renuncia, está la de la afirmación
del propio yo; y ambas tienen como enemigo común el hecho de que
nuestra relación con los otros dependa de fierzas exteriores, indepen-
dientes del yo. Cuando en último término, como ocuffe en la competen-
cia pura, el yo determina el resultado, un sentimiento de satisfacciór, y
justicia viene a compensar nuestro instinto moral respecto de las cruel-
dades de la competencia -y no sólo en caso de victoria, a veces también
en la derrota-.3
66
lcentr alización del empeñol
Hasta aquí nuestro análisis ha revelado distintos modos de unificación
entre las partes implicadas en un conflicto: distintas mezclas de antítesis
y síntesis, que se construyen unas sobre otras, con limitaciones y poten-
ciaciones mutuas. Pero además de esto hay que tener en cuenta otra sig-
nificación sociológica del conflicto: la que deriva, no ya de la relación
recíproca entre las partes, sino de la estructura interna de cada una de
ellas. La experiencia cotidiana enseña que el conflicto puede modificar
al individuo, no ya sólo en su relación con el otro, sino en sí mismo, en
la medida en que se producen condiciones previas, modificaciones y
adaptaciones para la mejor prosecución del conflicto. La lengua alema-
na ofrece una fórmula ciertamente llamativa para designar ese proceso
de modificación: sich zusammennehmen, hacer acopio de las propias
fuerzas, concentrar las energías, por así decir, en un punto, a fin de poder
usarlas en todo momento en la dirección pertinente. En períodos de paz
uno puede "dejarse ir", esto es, dejar que las energías e intereses varia-
dos de su yo se desarrollen cada uno en su propia dirección. Pero en
períodos de agresión y defensa, sería una pérdida de tiempo y energías
reunir y organizar en cada momento las disposiciones, de modo que la
concentración se convierte en un requisito de la posición interior de
combate y de la posibilidad de vencer.
Y esto vale también, en el plano formal, para el grupo: se impone la
la concentración de todos los elementos, como única
cen1.ralización,
gnantía de que, en cada momento y sin pérdida de energías ni tiempo,
pueda usarse esos elementos debidamente. Esto puede ser así incluso en
tiempos de paz y en sociedades democráticas, como demuestran nume-
rosos ejemplos históricos: los indios norteamericanos, según se hallen
elapaz o en gueffa, o los oficiales de sastrería londinenses que, a princi-
pios del siglo xlx, se organizaban distintamente según estuvieran o no en
conflicto con su patronos. En períodos de paz, estos oficiales se organi-
zaban en unas treinta pequeñas asambleas autónomas; en tiempos de
conflicto, se formaba un comité con un representante de cada asamblea
que, a su vez, elegíaun comité más restringido al que debían obediencia
67
incondicional. Por entonces, las asociaciones obreras solían profesar el
principio de que el interés de todos debía ser decidido por todos, pero en
situaciones de urgencia, se imponía un órgano, rigurosamenfe efrcaz y
autocrático, cuya autoridad reconocían los obreros.
La conocida interacción entre constitución despótica y tendencias gue-
reras se basa en la siguiente raz6n formal: la guerra exige refotzat Ia
forma del grupo mediante la centralizacíón, y el despotismo es quien
mejor puede garantizarla. Inversamente, una vez implantado el despo-
tismo y reforzado el grupo, las energías acumuladas tienden natural-
mente a descarg¿Lrse en una guerra exterior. Sirva el caso de los esqui-
males de Groenlandia como ejemplo a contrario: se trata de una de las
etnias más anárquicas, sin jefaturas. En la pesca, siguen las indicaciones
del más experimentado, pero éste carece de autoridad y de capacidad
para sancionar al que se aparte de la faena común. Al parecer, estas gen-
tes recurren como único método para resolver sus disputas a un comba-
te singular, al combate cantado: el que se cree perjudicado por otro,
inventa versos denostándole que recita ante una asamblea popular, con-
vocada al efecto, tras 1o cual, el adversario responde de la misma mane-
ra. A la falta absoluta de instinto guerrero conesponde una absoluta falta
de centralización. No en vano, entre las distintas organizaciones socia-
les, el ejército suele ser siempre la más centralizada: una organización
que, en vinud de la autoridad absoluta del mando central, excluye todo
movimiento autónomo de sus elementos e impone un movimiento coor-
dinado sin pérdida de fuerzas. Por otro lado, lo que caracteriza a las
alianzas entre Estados, es su unidad como potencia beligerante; en todo
lo demás, cada Estado mantiene su autonomía.
Considerando la incontestable utilidad bélica de la organización unita-
rj:a, cabríapensar que toda parte debeía tener el mayor interés en que su
parte contraria ctnezca de esa unidad (el divide et impera). Y, sin embar-
go, hay casos de lo contrario: por el impulso centralizador, una parte
puede llegar a desear que su adversario también se centralice. Es lo que
ha ocurrido en las últimas décadas en los conflictos entre obreros y
patronos. En 1894, la Real Comisión de Trabajadores de Inglaterra
68
decretó que la estricta organización de los obreros beneficiaba a los
patronos y viceversa. Es cierto que, con otganizaciones centtalizadas, las
huelgas pueden ser más generalizadas y duraderas, pero siempre será
más ventajoso y menos costoso para las partes que la multiplicación de
negociaciones y mezquinos enconos locales y sectoriales. Lo mismo vale
parala gueffa entre los Estados modernos: por destructora y costosa que
resulte, es más conveniente que la suma de incontables e interminables
rencillas y disputas de cuando los gobiernos estaban menos centraliza-
dos. También en Alemania, los obreros reconocieron las ventajas de con-
tar con una organización estrecha y eftcaz de los patronos como contra-
parte en el arreglo de los conflictos de intereses, pues sólo una otganiza-
ción de este género puede nombrar representantes con quienes tratar con
la seguridad de que 1o acordado será respetado, incluso por los patronos
no adscritos. La posible desventaja de que el adversario disponga de una
orgarización unitaria se ve compensada de sobra por el hecho de que,
siendo ambas partes unitarias, el conflicto estará más concentrado, será
más fácil de controla. y podrá con más probabilidad aseguraÍ una paz
efectiva y general. Frente a una masa confusa de enemigos, por el con-
trario, es más fácil ganar batallas puntuales, pero difícilmente se logran
acciones decisivas que fijen la verdadera relación de fuerzas. La eficacia
de la forma unitaria, en definitiva, supera las ventajas inmediatas que
cada parte puede sacar de la no-centralización de su adversario: la fuer-
za centrípeta permite lograr los objetivos concretos del combate por la
vía más segura y corta; esta teleología, que en cierto modo está por enci-
ma de las partes, hace que cada parte saque en definitiva ventaja median-
te una aparente paradoja: sacar ventaja de la ventaja del adversario.
[momento, elasticidad y grado de la unidad]
El sentido sociológico de la formación cambiará según sea el todo el
que entable una relación antagonista con una fuerza exterior -teforzatá
sus vínculos y su unidad unitaria tanto de acción como de consciencia-
o si se trata de elementos separados que coinciden frente a un mismo
enemigo, motivo por el cual, ex post, acuerdan organizarse. En el pri-
mer supuesto, podemos añadir que el conflicto no sólo facilitañ que el
Para orgatizaciones de este tipo, cierta elasticidad en la forma resulta
todo supere divergencias internas y distanciamientos entres sus miem-
de suma importancia, y no para poder transigir y reconciliarse con las
bros, sino que sus relaciones internas ganarán en claridad y ftrrneza.
fuerzas antagonistas, sino para enfrentarse a ellas con mayor violencia,
Esto se observa en las agrupaciones que aún no acceden al grado de
sin prescindir de ningún elemento aprovechable. La elasticidad no con-
objetivación del Estado moderno o en los partidos políticos con distin-
siste en la capacidad de rebasar los propios límites; los cuerpos elásticos
tas corrientes internas que se ven compelidos a asumir una posición
tienen límites no menos claros que los rígidos. Esa elasticidad caracten-
determinada y unilateral en favor de la guerra, momento en que se
za, por ejemplo, a las órdenes monásticos, y les permite dar cauce a los
podrán producir secesiones, como paso previo a Ia relegación de los
impulsos místicos o fanáticos que surgen en todas las religiones y que,
antagonismos internos o a la exclusión de las voces discordantes. En una
siguiendo sometidos, no podrán en peligro a Ia Iglesia. La intolerancia
familia con individualidades en fuerte discrepancia, aún latente, un peli-
dogmática que caracteizó al Protestantismo en determinadas épocas
gro o una agresión la obligará a unirse todo lo posible, y será justamen-
acabó convirtiendo las disidencias en rupturas.
te entonces cuando se tenga la medida de su pervivencia o destrucción,
Lo mismo podúa decirse de algunos comportamientos específicamen-
la medida de la posibilidad de una cooperación entre sus miembros. En
te femeninos. Entre los muy variados elementos que conforman la rela-
definitiva, el estado depaz del grupo permite a los elementos antagonis-
ción total entre hombres y mujeres, se da una hostilidad típica que brota
tas en su seno convivir en una situación de indeterminaciófl,ydque cada
de dos fuentes: las mujeres, por un lado, al ser físicamente más débiles,
uno puede seguir su propio camino y evitar los roces; el estado de con-
están siempre más expuestas al riesgo de ser explotadas económica y
flicto, por el contrario, reúne de tal manera los elementos y les somete a
personalmente y privadas derechoso y, por otro, al ser objeto del deseo
una pulsión tan unitaria que bien deben soportarse, bien deben separat-
sensual del hombre, deben mantenerse a la defensiva. Es muy raro que
se definitivamente. De ahí que para los Estados con fuertes disensiones
esta lucha, que recoffe la historia interna y personal del género humano,
internas, una gueffa exterior puede ser un medio para superarlas, pero
incite a una coalición inmediata de las mujeres contra los hombres; pero
también la causa de su demrmbe.
hay una forma supra-personal que las protege de esos dos peligros, e
Esto explica también por qué los grupos que, de un modo u otro, se
interesa, por así decir, al sexo femenino in corpore: la moralidad. Una
encuentran en estado de guerra apenas pueden tolerar desmarques indi-
personalidad fuerte sabe protegerse por sí misma de las agresiones o le
viduales respecto a la unidad del principio de cohesión. Eso no les impi-
puede bastar la protección de la ley; pero una personalidad más débil
de practicar de la tolerancia aparente: como técnica para eliminar con
estaría perdida, a pesar de la ley, si los individuos más fuertes no se
mayor contundencia aquellos elementos que no quieren integrarse defi-
prohibieran a sí mismos, de un modo u otro, hacer uso de su superiori-
nitivamente.La Iglesia Católica siempre ha estado de hecho doblemen-
dad. Esta prohibición es en parte posible por la moralidad: ésta no pro-
te en estado de guerra: contra las varias opiniones doctrinales que cons-
porciona Ia precisión y seguridad de la ley, pero está garantizada por un
tituyen Laherejía y contra los demás intereses y poderes de la vida, que
temor instintivo y por las consecuencias desagradables que pueden deri-
pretenden tener una esfera de acción independiente de la suya. y man-
varse de su incumplimiento. La moralidad es, así, la verdadera protec-
tiene su forma unitaria cerrada mientras pueda tolerar a los disidentes; a
ción del débil, que no podría resistir fuerzas desatadas. De ahí que su
los que seguirá tratando como miembros; pero tan pronto entienda que
característica sea esencialmente la de prohibir, limitar: establece una
no puede seguir tolerándolo, los expulsa con una energía sin igual.
cierta igualdad entre los fuertes y los débiles, inhibiendo relaciones

71

puramente naturales, y llega incluso a favorecer al débil, como en el caso
del espíritu caballeresco. En la medida en que en el conflicto latente
entre los hombres y las mujeres, aquéllos son los más fuertes y los agne-
sores, las mujeres se ven obligadas a buscar el amparo de la moralidad,
y convertirse en guardianas de ésta. Naturalmente, esto les compromete
a cumplir con el conjunto de prescripciones de Ia moralidad, incluso
cuando no se trate de impedir transgresiones masculinas: todas las nor-
mas de la moralidad están solidariamente relacionadas, transgredir una
debilita el principio y, por tanto, todas las demás. De ahí que las muje-
res suelan ser unánimes en esto: una unidad concreta se conesponde así
con esa unidad ideal en la que los hombres las reúnen cuando hablan de
"las mujeres" en general, en una contraposición similar a la oposición de
partido; es esa solidaridad que les atribuyen los hombres, y que se
expresa en el viejo dicho alemán: "el hombre lleva sólo su vergüenza,
pero si una mujer cae a todas se censura". Esta solidaridad se basa en el
interés que sienten las mujeres por la moralidad, que es su medio común
de lucha.
Y de ahí que se verifique la forma sociológica en cuestión: frente a
otra mujer, las mujeres optan entre incluirla completamente en el ámbi-
to de la moralidad o excluirla totalmente. Y cuando trasgreden, tienden
a esconderlo, en la medida de lo posible, a no confesarlo, salvo que el
amor al escándalo u otros motivos personales lo impidan, y entonces la
sentencia será inapelable y severa: son excluidas de la "buena sociedad".
Si hay ofensa a las buenas costumbres, entonces la culpable es radical-
mente eliminada de esa unidad cuya cohesión salvaguarda el interés
común en la moralidad. Así vemos que las mujeres condenan del mismo
modo a Margarita que a la Dama de las Camelias, a Stella que a
Mesalina, sin establecer matices intermedios entre las que están dentro
y las que están fuera de la moralidad. La posición defensiva de las muje-
res no permite rebajar en lo más mínimo el muro de la moralidad; por
principio, el partido de las mujeres no acepta ningún término medio, o
incluye resueltamente en la comunidad ideal de las "mujeres decentes"
o excluye con idéntica resolución de la misma. Una alternativa radical
12
que justifica, no tanto por razones morales, sino por la conveniencia
Se
de que el partido que se enfrenta a otro exija a sus elementos una unidad
indestructible.
De ahí que, para los partidos políticos, pueda ser ventajoso reducir el
número de sus miembros, en la medida en que con ello se deshacen de
elementos proclives a las mediaciones y compromisos; algo que puede
ocurrir si coinciden dos condiciones: un estado de conflicto abierto y
que el grupo combatiente sea relativamente reducido, es decir, el parti-
do minoritario, especialmente cuando no es meramente defensivo, este
sería el tipo. La historia parlamentaria inglesa lo ha demostrado varias
veces. Así, por ejemplo, en 1793, el partido whig, que se hallaba ya muy
mermado, salió fortalecido justamente por la salida de los elementos
tibios partidarios de negociar. Las pocas personas que quedaron en el
partido, entusiastas y resueltas, pudieron entonces practicar una política
unitaria y radical. Los grupos mayoritarios no necesitan ser tan tajantes:
los elementos vacilantes no le suponen un gran peligro, por cuanto pue-
den tolerarlos en sus márgenes sin que afecten al centro. Pero cuando el
grupo es poco extenso y, por tanto, sus márgenes están muy próximos al
centro, la inseguridad de cualquier elemento amenazaer. seguida al cen-
tro mismo, poniendo con ello en peligro la cohesión del conjunto. Por la
escasa distancia entre sus elementos, el grupo carece de la condición
previa parala tolerancia, pata la elasticidad.
Por eso, algunos grupos, especialmente las minorías aguerridas y per-
seguidas, suelen rechazat la condescendencia y tolerancia de sus adver-
sarios, porque hacerlo podría debilitar el radicalismo de su oposición,
sin el cual no podrían seguir luchando. Esto ha ocurrido en más de una
ocasión, por ejemplo, en las disputas confesionales en Inglaterra. Tanto
en el reinado de Jacobo II, como en los de Guillermo y María, los
gobiernos mostraron hacia los no-conformistas e independientes, bap-
tistas y cuáqueros, una benevolencia que éstos techazaton, por cuanto
daba opción a los elementos menos decididos y más conciliadores a
constituir formaciones intermedias o, cuando menos, suavizar su oposi-
ción. Toda concesión por parte del enemigo, concesión siempre parcial,
--
l)
 amenaza la igualdad de oposición de los miembros, es decir, la unidad
muchas veces basta que unos elementos se reúnan sin tener intención
en la cohesión que ha de tener una minoría combativa. De ahí que alguna de agredir o luchar para que otros los perciban como hostiles. El
muchos grupos pierdan su unidad: porque dejan de tener adversario. El
despotismo del Estado moderno se oponía, sobre todo, al principio
protestantismo es buena prueba de ello: siendo su esencia la "protesta",
medieval de la agremiación, hasta el extremo que acabó considerando
si su adversario desaparece de su mira, pierde su energía y su unidad cualquier unión (de ciudades, clases sociales, caballeros u otros) como
interior, hasta el punto de perpetuar el conflicto trasladándolo a su inte-
una rebelión, como una forma latente de oposición al Estado.
rior, escindiéndose en un partido ortodoxo y otro liberal. Algo semejan-
Carlomagno prohibió a las guildas en cuanto asociaciones juramenta-
te se ha dado en los Estados Unidos: cuando uno de los dos grandes par-
das y sólo permitió expresamente las asociaciones para fines caritativos
tidos se desdibujaba, el otro se descomponía de inmediato en sub-gru- y que no prestaran juramento. Aunque se autorizaran los fines, se
pos enfrentados entre sí.
prohibía el juramento por 1o que de intención hostil para con el Estado
Y si la existencia de herejías perjudica la unidad del protestantismo, pudiera implicar. La constitución morava de t628 estipula que: "consti-
no puede decirse 1o mismo de la Iglesia cat1lica, cuya unidad salió for-
tuir pactos o alianzas, cualquiera que sea su fin y contra quienquiera que
talecida por la existencia de, y la lucha contra, la herejía. La hostilidad
vayan dirigidos, coffesponde exclusivamente al rey". Que el poder
contra la herejía ha sido para los elementos de la Iglesia un elemento de
dominante pueda fomentar o crear directamente asociaciones, en nada
unión por encima de sus intereses divergentes. De ahí que la victoria
contradice 1o dicho, antes por el contrario, lo confirna, y no sólo en el
total sobre el enemigo no siempre sea una buena noticia desde el punto
caso evidente de asociaciones que operen contra un partido de oposi-
de vista sociológico: rebaja la energía que preserva la cohesión y ganan
ción, sino en el más interesante de encauzat la pulsión asociativa por
terreno las fuerzas disolventes, nunca ociosas. La rupturadelaLigalati-
caminos inofensivos. Cuando los romanos hubieron disuelto todas las
na en el siglo v antes de Cristo, se ha explicado como una consecuencia
ligas griegas, Adriano fundó una asociación pan-heléntca (koinón suné-
de la derrota de los enemigos comunes. Cabe, por tanto, pensar que para
drion t)n'Ellénon) con fines ideales: celebrar juegos y ceremonias con-
algunos grupos les convenga disponer siempre de enemigos para asegu-
memorativas para alimentar un panhelenismo virtual y completamente
rar su unidad consciente y activa, es decir, su pervivencia.
apolítico.
Este último ejemplo subraya esa intensificación de la función de uni-
Los casos históricos son tan numerosos y evidentes que sólo queda
ficación que suscita el conflicto: no sólo permite que una unidad se con-
constatar el grado de unificación al que se puede llegar por el conflicto.
centre más decididamente sobre sí misma, eliminado los elementos que
Sin duda, en lo más alto figura la creación del Estado unitario. Francia
pueden desdibujar los límites que la separan del enemigo, sino que per-
debe su conciencia nacional, sobre todo, a su gueffa contra los ingleses.
mite reunir personas y grupos que, de no ser por el conflicto, no se
Só1o con la Reconquista, las provincias españo1as se unieron en un solo
unirían. La conexión entre la situación de lucha y la unificación se da
pueblo. El siguiente grado está representado por los Estados federales o
pues en los dos sentidos. En general, lafircrza de las asociaciones psi-
uniones de Estados, con distinta gradación según sea la coherencia y
cológicas también es retroactiva: por ejemplo, cuando presentamos autoridad del poder central. Los Estados Unidos necesitaron su guerra
como héroe a una persona y acabamos asociando el concepto de héroe
de independencia; Suiza, la guerra con Austria; los Países Bajos, el alza-
con esa persona, entonces el vínculo entre las dos ideas adquiere plena
miento contra España; IaLigaAquea, la guerra contra Macedonia, y lo
vigencia. Así, la asociación entre unión y combate es tan frecuente que
mismo cabe decir de la fundación del nuevo Imperio alemán. La forma-

l4 t5
ción de las clases sociales unitarias también pertenece a este grado: el
momento de conflicto,las contradicciones latentes o notorias, tienen una
importancia tan evidente que me limitaré a dar un ejemplo a contrario.
La ausencia de una aristocracia constituida como clase parece que debie-
ra haber favorecido un amplio y fácil desarrollo de la burguesía. El caso
ruso demuestra exactamente lo contrario. De haber tenido Rusia una
aristocracia poderosa, ésta se habría opuesto ocasionalmente al za1 el
cual, a su vez, habría buscado aliados en la burguesía urbana, favore-
ciendo así su desarrollo. Y los elementos burgueses nunca encontraron
motivos de conflicto, es decir, razones para unirse y constituirse en
clase, porque, al no haber conflicto entre nobleza y poder central, no
podían aliarse con una u otro y sacar partido del conflicto.
[persistencia de la unidad]
Lo característico, en todos los casos positivos de este tipo, es que la
unidad, aunque se constituyó gracias aI conflicto y a los fines de éste,
persiste más allá del conflicto, aunando otros intereses y otras energías
relacionales que ya nada tienen que ver con el conflicto inicial. En este
sentido, el conflicto activa una relación latente, propicia la unidad: es la
causa antes que el fin de los procesos de unificación interna. Y dentro
del interés por la unión que suscita el conflicto también hay gradación:
según se trate de una lucha agresiva y defensiva o sólo defensiva. Este
último caso queda reflejado en las coaliciones de grupos ya existentes,
especialmente si son numerosos y heterogéneos. El objetivo defensivo
representa tn minimun de comunidad, es la manifestación más básica
del instinto de supervivencia, tanto del individuo como del grupo.
Cuanto más numerosos y heterogéneos sean los grupos coaligados,
menor será el número de intereses compartidos que, en el caso extremo,
se limitarán al instinto más primitivo: la pervivencia. Frente a la prolon-
gación de los efectos unificantes del conflicto más allá del fin y momen-
to inmediatos (1o que puede también ocurrir con el mencionad o mini-
mum), está la continua erosión de esos efectos, que queda bien refleja-
da en el caso de las asociaciones ad hoc.
76
Cabe distinguir aquí dos tipos. Primero, la alianza para una acción
puntual pero que exige todas las energías de sus elementos, caso de las
gueras strictu sensu: se produce una unidad absoluta, pero tras lograr su
objetivo específico, los elementos vuelven a su anterior existencia sepa-
rada; es el caso de los griegos tras eliminar el peligro persa. En el segun-
do tipo, la unidad es menos completa pero, también, menos efímera: el
objetivo del conflicto que suscita la coalición se caracteiza menos por
su momento que por su contenido y no implica conjunción de todas las
energías. Un ejemplo, es la Federation of Associated Employers Labour,
fundada en 1873 en Inglaterra para contrarrestar la influencia de las
Trade [-Inions. En los Estados Unidos, algunos años después, se consti-
tuyó una federación de patronos, que sin tener en cuenta las distintas
ramas industriales, se defiende colectivamente frente las huelgas de los
trabajadores.
El carácter de estos dos tipos de unión ad hoc será tanto más marcado
cuanto más indiferencia, o incluso hostilidad, pueda haber en otros
momentos o ¡ámbitos entre los miembros; el poder unificador del com-
bate aparece tanto más cuando perfila una asociación temporal o especí-
fica en el contexto de unas relaciones de competencia o animosidad. En
determinadas circunstancias la contradicción entre el antagonismo habi-
tual y la solidaridad momentánea en el combate, puede llegar al punto
de ser justamente la enemistad absoluta entre las partes la causa de su
coalición. En el parlamento inglés, más de \na Yez,la oposición se ha
constituido entre los radicales del partido de gobierno, insatisfechos con
la acción del Gobierno, y los adversarios declarados del partido gober-
nante, en común animosidad contra el gobierno. Así fue como los whigs
extremistas liderados por Pulteney acabaron aliándose con los tories,
contra Walpole. El radicalismo de la oposición contra los tories, que
amalgamaba a los whigs, es 1o que permitió aliarse con los tories para
provocar la caída de un gobierno que estimaban demasiado poco whig.
Es decir, el adversario común unió a bandos enemigos; los odios más
persistentes no impiden alianzas contra un adversario común, especial-
mente si éste representa un obstáculo para sendas partes en la consecu-
77
ción de sus objetivos. En Francia, desde los hugonotes hasta Richelieu,
bastaba que un partido se declarara hostil a Espafla, a Inglaterra, a
Saboya o a Holanda, para que el otro se aliara inmediatamente con la
coffespondiente potencia extranjera, sin importarle contradecir sus ten-
dencias positivas. Pero estos partidos franceses tenían objetivos perfec-
tamente asequibles que podían alcanzar con sólo quitarse de en medio a
los adversarios; de ahí que se aliaran con cualquier adversario de su
adversario. Cuanto más puramente negativo o destructivo es el catácter
de una hostilidad, más fác1l será llegar a una alianza entre elementos
que, sin ese motivo, en modo alguno formarían una comunidad.
Por último, el grado inferior de esta escala, la forma menos marcada,
está representada por las asociaciones basadas tan sólo en un sentimien-
to común. Se comparte una misma aversión por un tercero o un mismo
interés, pero esto no lleva necesariamente a una lucha conjunta. También
aquí hay que distinguir dos tipos. La granindustria, que opone masas de
trabajadores frente a unos pocos patronos, no sólo ha producido distin-
tas asociaciones eficaces de obreros, sino que ha fomentado también ese
sentimiento general de que todos los asalariados estiín de algún modo
unidos, porque todos luchan contra los patronos. Este sentimiento cris-
taliza a veces en formaciones de partidos o en luchas salariales, pero, por
1o general, no logra por su misma esencia convertirse en una realidad
práctica; es un sentimiento de solidaridad abstracta, basado en la hosti-
lidad común frente a un enemigo abstracto. Si en este primer tipo el sen-
timiento de unidad es abstracto pero duradero, en el segundo, es con-
creto pero efímero. Es lo que ocuffe, por ejemplo, cuando personas que
no se conocen pero pertenecen a las capas altas de la sociedad coinciden
en un lugar junto a otras personas de maneras ordinarias y vulgares. Sin
necesidad de intercambiar palabra o mirada, aquéllas sentirán que for-
man un grupo, unido por la común aversión contra la agresión, al menos
en sentido abstracto, de la vulgaridad de los otros. Este sutil y delicado,
pero claro sentimiento común representa elúltimo grado en que un anta-
gonismo común lleva a elementos extraños entre sí a unirse.
18
[la distancia]
Cuando Iafierza sintética de la hostilidad compartida no depende del
número de intereses coincidentes, sino de la duración e intensidad de la
asociación, la amenaza constante de un enemigo, antes que el combate
real, le resultará particularmente favorable. En la primera época de la
Liga aquea, hacia el año 270 antes de Cristo, la Acaya se encontraba
rodeada de enemigos, aunque ninguno afacaba, y esta amenazareal pero
diferida propició que se reforzara el sentimiento de unidad entre los
aqueos aunque no 1o pusieran en práctica. Cierta distancia entre los ele-
mentos que van a unirse y, también, respecto al interés que les une, per-
mite establecer vínculos, especialmente si se trata de círculos extensos.
Algo parecido ocurre en el ámbito religioso: frente a las divinidades clá-
nicas o nacionales, el Dios universal del cristianismo está infinitamente
alejado de los fieles, nada le emparenta con la naturaleza específica de
los pueblos e individuos y, sin embargo, esta mismalejaníapermite a los
más heterogéneos elementos unirse en una comunidad religiosa sin
igual. También en el ámbito de Ia moda: el vestido señala siempre la per-
tenencia a determinada capa social, y al parecer lo señala tanto mejor si
viene de fuera. Vestirse en París, significa pertenecer a una capa social
reducida y exclusiva en el país de origen; el profeta Sofonías ya habla-
ba de los ricos y poderosos que visten galas extranjeras.
Los muy variados significados que encierra el símbolo de la "distan-
cia" tienen distintas af,rnidades psicológicas. Así, por ejemplo, el objeto
que Se representa como "distante" parece provocar reacciones más
impersonales; el individuo reacciona de manera menos intensa, menos
inmediatamente subjetiva y, por tanto, de manera parecida a otros indi-
viduos. Y cuanto más abstracto es un concepto general más elementos
abarcará, y, al mismo tiempo, generaráentte elementos muy heterogé-
neos un punto social común con más facilidad cuanto más distante esté,
ya sea en sentido espacial o figurado, de los elementos que une. Las uni-
ficaciones propiciadas por un peligro más crónico que grave, por un
combate latente pero no efectivo, serán tanto más eficaces para unir
duraderamente elementos con tendencia a disociarse. Lo refleja el men-
79
cionado ejemplo de la Liga aquea y así 1o señala Montesquieu cuando
sostiene que si la gloria y seguridad de la monarquía dependen delapaz
y la confiarrza, una república necesita temer a alguien. Esto se explica
por la constelación antes referida: como tal,la monarquía mantiene por
sí misma la cohesión de los elementos eventualmente antagónicos; pero
si éstos no tienen por encima una autoridad que les imponga la unidad,
sino que cuentan con una soberanía relativa, tenderán a disociarse, salvo
que un peligro compartido por todos les mantenga unidos; peligro que
preservará esa unión en la medida en que no sea una amenaza puntual
sino constante.
Aunque, en la relación entre colectividad y sentimiento de hostilidad,
hemos analizado la cuestión del grado, el estudio no sería completo sin
lo que sigue. Las empresas combativas propenden mucho más que las
pacíficas a asegurar, ya desde su nacimiento, la cooperación del mayor
número posible de elementos normalmente separados. En las acciones
pacíficas, la tendencia es a contar con los elementos más cercanos; pero
para tener "aliados"-concepto en sí mismo neutro pero al que el uso
corriente da una connotación belicosa- se suele contar con elementos
con los que poco se tiene en común, ni se quiere tener. Esto se debe, en
primer lug-, a que la guerra, y no sólo la lucha política, suele ser presa
de una urgencia que no permite ser exigente a la hora de buscar refuer-
zos; en segundo lugar, el objetivo de la acción está fuera de los ámbitos
o esferas de interés inmediatos de los aliados, de modo que éstos, una
vez terminada la lucha, pueden recuperar sus distancias; en tercer lrg*,
el premio de la victoria, más allá de los riesgos que implica, es rápido e
intenso y ejerce, por tanto, una atracción formal que las acciones pacíft-
cas sólo ejercen merced a sus contenidos particulares; en cuarto lugar, la
lucha relega a un segundo término lo propiamente personal de cada
combatiente, permitiendo así la unión de elementos heterogéneos. Por
último, las actitudes hostiles se alimentan entre sí: al estallar un conflic-
to, todos los odios latentes o medio-olvidados resurgen, ya sea en el seno
del grupo, como en un tercer grupo ante la guerra iniciada por otros: vie-
jas malquerencias y resentimientos son espoleados de nuevo gracias al
camino abierto por el conflicto propio o de terceros. Esto explica el que,
especialmente en épocas remotas, las circunstancias que ligaban a
poblaciones enteras siempre estaban relacionadas con la guerra, mien-
tras que otros motivos, como el comercio, la hospitalidad o eI connu-
bium, eran más propios de las relaciones individuales, que las alianzas
entre unidades étnicas podían favorecer aunque no incitar directamente.
[secuencia y fin]
Cuando una evolución histórica consiste en una alternancia rítmica de
dos peíodos, ambos con idéntica importancia y que adquieren su propio
sentido por su relación u oposición al otro, la imagen unitaria que de este
proceso nos formamos raras veces reproduce el equilibrio objetivo y el
nivel constante en que se suceden los períodos. Casi inevitablemente
vemos en esa alternancia un movimiento teleológico, de modo que el
primer período sería paso previo del segundo y el retorno al primero, una
regresión. Es decir, que nuestra necesidad de comprender nos lleva a
deducir la diversidad de la unidad, a considerar el estado indiferenciado
como el estado primero; y, sin embargo, qrtizá sería más correcto consi-
derar que se l'r:ata de un ritmo infinito, de una alternancia eterna donde
las etapas no deben considerarse a priori por sí mismas sino en su rela-
ción con la precedente.
Lo mismo cabe decir de los principios de quietud y movimiento: aun-
que se alternan sin f,rn, tenemos, no obstante,laimpresión de que el prin-
cipio de quietud es el original, o, también, el definitivo; es decir, que no
precisa ser deducido de otro principio. Cuando consideramos dos perío-
dos secuenciados, siempre uno nos parece más esclarecedor y otro
menos relevante y, por otro lado, sólo clasif,rcándolos así creemos poder
comprender el sentido de su alternancia: no nos conformamos con
observar simplemente el fenómeno de la sucesión, sin que ningún ele-
mento sea primo o derivado. El ser humano opera con categorías inte-
lectuales, con juicios de valor que favorecen las distinciones, de modo
que connota esas alternancias interpretándolas conforme a una lógica de
descontrol/control, preparaciín|realización, transitorio/definitivo. Lo
81
mismo con la paz y la guerra: dos hechos sucesivos y simultáneos de la
El primer motivo de terminación del conflicto es el deseo de paz, algo
vida social, tan imbricados que las condiciones del próximo combate se
mucho más complejo que le mero cansancio del combate: es ese ritmo
gestan en la paz, y viceversa. Dos estados que se refieren siempre uno a
que nos hace desear la paz como un estado concreto, que no significa
otro, de modo que ninguno sería principio o degeneración del otro. y, sin
sólo cesación de la lucha. Pero este ritmo no ha de entenderse de un
embargo, intuitivamente, distinguimos entre los elementos de la secuen-
modo simplemente mecánico. Se dice que las relaciones íntimas, como
cia y creemos que el combate es provisorio y que la paz es tanto el fin
el amor o Ia amistad, necesitan disputas ocasionales bien para adquirir
como el contenido del conflicto. Pero lo cierto es que, objetivamente, el
consciencia de la felicidad que proporcionan, bien para ampliar una rela-
ritmo de estos dos elementos se desarrolla sobre el mismo nivel, aunque
ción que puede resultar demasiado estrecha y opresora. Las relaciones
nuestro sentimiento o valoraciones convierta la guerra en thesis y lapaz
más profundas no necesitan de estos artificios; son las relaciones más
en arsis. Así, en la antigua Roma, el rey teníaque solicitar el consenti-
toscas las que necesitan contrastes groseros que, desde la inmediatez,
miento de los ciudadanos para iniciar una guelra, pero no así para con-
van de un extremo al otro, según eI dicho popular del "golpes hoy, cari-
cluir lapaz: el consentimiento se daba por descontado. Paradójicamente,
cias mañana", y que buscan la discordiapara mantener la relación. Una
esto indica que el paso de la guerra ala paz plantea un problema más
la relación profunda podrá prescindir de esos episodios antagónicos y
esencial que el paso inverso. De hecho, el inicio de una guerra no exige
saber de la paz qtJe procura simplemente contrastándose con el mundo
mayores análisis, pues, en un estado depaz,las situaciones que generan
circundante y con las disonancias y hostilidades de la vida.
luchas abiertas ya son una gueffa, aunque en forma difusa, encubierta y
Pero el deseo de paz tiene otros motivos indirectos que conviene dis-
latente. Así, antes de la gueffa de secesión, la prosperidad económica de
tinguir de los mencionados: por un lado, el agotamiento de las fuerzas
los Estados del Sur, que, gracias a la esclavitud, sup eraba a la de los
que puede marcar una necesidad de paz sinnegar el deseo de luchar; por
Estados del Norte, ya eta causa de la guerra, pero mientras permanecie-
otro, que el interés del conflicto se vea superado por un interés superior
ra latente, sin desencadenar antagonismos definidos no entraba en la
dirigido a otro objeto. Este último caso da paso a toda una serie de hipo-
lógica de la paz y la guerra. Pero tan pronto surgió el estado de ánimo
cresías y auto-engaños: se cree, o se aparenta creer, que se entierra el
gueffero, los antagonismos ya estaban perfilados: odios, polémicas en la
hacha de guerra por idealismo, por la paz, c\ando en verdad ocuffe que
prensa, roces entre personas y en las fronteras, sospechas morales. El
el objeto de la lucha dejó de interesar y se quiere reunir las fuerzas para
estado de paz no parece, por tanto, estar definido por una determinada
otros f,rnes.
situación sociológica, puesto que desde determinadas circunstancias de
En las relaciones más profundamente motivadas, el conflicto acaba
paz se van desarrollando antagonismos, aunque no sean abiertos. y lo
cuando su pulsión sale a la superficie y apacigua las pulsiones contrarias
mismo cabe decir de la secuencia inversa: lapaz no surge directamente
que lo suscitan. En cambio, cuando el antagonismo acaba en virtud de
del conflicto; la terminación del conflicto es una categoríapropia que no
la desaparición del objeto del conflicto, los matices son distintos. Todo
pertenece ni a la guerra ni a la paz,lo mismo que un puente no tiene la
conflicto que no sea absolutamente impersonal, moviliza las fuerzas
misma naturaleza que las dos orillas que une. De ahí que la sociología
individuales disponibles, obra como un punto de cristalización en torno
del combate precise, cuando menos como apéndice, de un análisis de las
al cual las fuerzas se ordenan de mayor o menor distancia, y confirien-
formas en que acaba el conflicto, formas que revisten características
do a la personalidad que entra en conflicto una estructura singular.
muy específicas.
Terminado el conflicto -en victoria o derrota, reconciliación o compro-

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83
miso-, esa estructura psíquica se transforma en una estructura de paz; el
punto central comunica a las energías movilizadas el paso de la excita-
ción a la calma. Pero a veces, en lugar de este proceso de terminación
interna y progresiva del conflicto, vemos aparecer un proceso turbulen-
to e irracional, cuando el objeto del conflicto desaparece repentinamen-
te: todo el movimiento parece entonces balancearse en el vacío y esto se
debe a que nuestra sensibilidad es más conservadora que nuestra racio-
nalidad y que, por tanto, la excitación no se calma tan pronto 1o dicte la
razón. Se produce confusión y daño cada vez que movimientos psíqui-
cos suscitados por determinado contenido se ven privados del mismo, de
modo que ya no pueden desarrollarse y desplegarse naturalmente y aca-
ban bien devorándose entre ellos de manera aniirquica, bien adoptando
otro objeto, absurdo, que sirva de sustituto. Así, si el azar o una fiierza
superior desvían el conflicto de su objeto mientras se está desarrollando
-una rivalidad amorosa en que la persona cortejada elige a un tercero,
una contienda por un premio del que acaba apoderándose otro o una
controversia teórica de pronto disuelta por una inteligencia superior que
demuestra el error de las teorías enfrentadas-, suele ocurrir que la dis-
puta perdure en vano, que se crucen acusaciones estériles, que teaparez-
can viejas y olvidadas rencillas: es el último asalto de los movimientos
conflictuales que deben agotar sus fuerzas, también de manera absurda
y desordenada, antes de calmarse. Los casos más llamativos son quizá
aquellos en que los contendientes advierten que el objeto del conflicto
es ilusorio, que no merece la pena luchar por el. Entonces, la vergüenza
del error puede llevar a proseguir el comb ate, a seguir injustific ada y
penosamente gastando energías contra un adversario que nos obliga a
este quijotismo.
[a victoria y el compromiso]
El modo más sencillo y radical de pasar de la gueffa alapazes la yic-
toria: fenómeno ciertamente singular de la vida, que se presenta en
incontables formas y medid&s, y que no tiene semejanza alguna con los
demás fenómenos de la vida humana. De todas las clases de victoria, que
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connotan lapaz subsiguiente, tan sólo me referiré a aquella que no resul-
ta exclusivamente del predominio de una de las partes, sino de la resig-
nación, al menos parcial, de la otra. Esta resignación, este declararse
vencido, este inclinarse ante la victoria del otro, sin haber agotado todas
las fuerzas y posibilidades de resistencia, no es un fenómeno simple.
Qlizá opere cierta tendencia ascética: el placer de la propia humillación
y de la renuncia; una tendencia, no tan fuerte como para rendirse antes
de luchar, que aparece tan pronto el ánimo de la derrota se apodera del
alma. La sensación de que es más noble rendirse antes que aferrarse a un
improbable cambio en las circunstancias, inspira la misma decisión:
obviar la suerte y aceptar la derrota como un hecho innegable; hay algo
grande y noble en esto, es el estilo de los hombres que conocen tanto sus
fuerzas como sus debilidades y que no necesitan demostrárselas.
Además, en este declararse libremente vencido, el sujeto da una última
muestra de su poder: es un acto positivo que muestra, ante el vencedor,
1o que a:ún era capaz de hacer. De ahí que, a veces, en los conflictos per-
sonales, cuando un adversario cede antes de que el otro haya podido
imponerse, este último se siente como ofendido, como si él fuera el débil
al que se le concede la victoria sin motivo ni necesidad alguna.'
Entre los medios para poner fin a un conflicto está, lo contrario de la
victoria, el compromiso. Una manera de clasificar los conflictos es en
función de la posibilidad de que, por su naturaleza, ptedan o no resol-
verse mediante un compromiso. Saber si el objeto del combate es indi-
visible o puede repartirse no es el único elemento a considerar Para
determinados objetos, el compromiso no se plantea: entre rivales, que se
disputan los favores de una mujer, entre los que pretenden comprar un
objeto único e indivisible, o en las luchas originadas por el odio o la ven-
ganza. Sin embargo, algunas luchas por objetos indivisibles sí pueden
avenirse a compromiso: cuando la pérdida del objeto puede ser com-
pensada por otro distinto, para el supuesto de bienes fungibles que evi-
dentemente no tendrán el mismo valor pero que, en virtud de una com-
pensación, pueden poner fin al antagonismo. Esta posibilidad se mueve
entre dos casos extremos: desde el simple capricho, por el que se recha-
85
zatoda compensación a(tnrazonable y generosa simplemente por venir
del adversario, hasta la aceptación de una compensación que tan poco
tiene que ver con el objeto del conflicto que deja al adversario perplejo.
En general, el compromiso, especialmente el fungible, es uno de los
mayores inventos de la humanidad, además de ser una técnicarecurren-
te en nuestra vida cotidiana. El hombre primitivo, como el niño, sigue
sus impulsos y coge todo aquello que le gusta sin preguntarse si perte-
nece a otro. Además del regalo, el robo es la forma más natural en que
cambia la propiedad de las cosas, de ahí que, en las sociedades primiti-
vas, rara vez el cambio se de sin lucha. Comprender que la lucha puede
evitarse ofreciendo al propietario del objeto deseado otro objeto del que
uno es propietario, de modo que el gasto final es menor que el que supo-
ne empezar o proseguir un conflicto, es, en definitiva, el principio de la
economía civilizada, de la circulación reglada de las mercancías. Todo
intercambio es un compromiso, de ahí que las cosas sean más pobres
que todo 1o psíquico: el intercambio siempre supone privación, renuncia,
mientras que puede intercambiarse amor o saberes sin tener que pagar
ese enriquecimiento con un empobrecimiento. Cuando se oye decir que
en determinadas condiciones sociales, robar y luchar por robar es algo
digno, mientras que comprar e intercambiar son actos viles, es por el
compromiso que acompaña todo intercambio, por la concesión, la
renuncia, que lo sitúan en radical oposición a la lucha y la victoria. Todo
intercambio implica que los valores y los intereses se han objetivado. Ya
no importa la simple apetencia, subjetiva y apasionada, que llama al
combate, sino que los interesados reconocen el valor de un objeto, un
valor que, sin apenas cambiar, puede expresarse con otros objetos. La
renuncia al objeto apreciado, a cambio de otro de similar valor, es un
medio verdaderamente prodigioso de expresar intereses opuestos sin
necesidad de luchar. Esto es el resultado de una larga evolución históri-
ca que ha permitido realizarlaoperación psicológica de desligar de cada
objeto específico su valor universal, de ir más allá de la fascinación de
la apetencia inmediata. El compromiso por sustitución, representado en
el trueque, manifiesta la posibilidad, aunque se realice sólo en parte, de
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evitar el combate o de ponerle fin antes de que 1o hagan las fuerzas de
los sujetos.
[a reconciliación]
La reconciliación, un modo puramente subjetivo, contrasta que el
carácter objetivo del compromiso. No me refiero aquí a la reconciliación
que se produce como consecuencia del compromiso o de cualquier otra
terminación del conflicto, sino a la reconciliación que es causa de ésta
última. El espíritu de conciliación es un sentimiento primario que, más
allá, de toda raz6n objetiva, busca poner fin al conflicto, con el mismo
empeño y careciendo también de motivos concretos con que el espíritu
belicoso quiere prolongarlo. En los incontables casos en que el conflic-
to termina no como consecuencia de la despiadada relación de fuerzas
entre los contendientes, lo que suele intervenir es esa tendencia elemen-
tal e irracional a la reconciliación, que nada tiene que ver con la debili-
dad, la bondad, la moral social o el amor al prójimo. Ni siquiera coinci-
de con el espíritu depaz, pues éste evita de antemano el conflicto y, si el
combate se le impone, conserva siempre el deseo de paz. El espíritu de
reconciliación suele surgir en toda su específica expresión sólo después
de haberse empeñado plenamente en el conflicto. El carácter psico-
sociológico que más se le avecina es el del perdón, que tampoco presu-
pone laxitud de la reacción o falta de ímpetu antagónico, sino que brilla
con toda su pureza sólo después de soportar injusticias y de luchar apa-
sionadamente. Por eso hay en la reconciliación, como en el perdón, algo
irracional, como un desmentido de 1o que poco antes se era. Este miste-
rioso ritmo del alma, según el cual las actitudes contrapuestas determi-
nan la particularidad del proceder, tiene en eI perdón su expresión más
fuerte: pues es sin duda la única actitud afectiva que suponemos plena-
mente sometida a la voluntad -de 1o contrario, no tendría sentido pedir
perdón-. Una petición no puede sino estar dictada por la voluntad. El no
rematar al enemigo vencido, el renunciat a la venganza, son cosas que
pueden depender de una petición, a la que se atiende haciendo un ejer-
cicio de voluntad. Ahora bien, el perdonar, esto es, que el sentimiento de
81
antagonismo, de odio, de escisión, sea sustituido por otro sentimiento,
una relación íntima, se debe a que conservamos parte de la emoción pro-
no parece poder depender sólo de la voluntad, por cuanto los sentimien-
vocada por la catástrofe. Emoción que despertó todas nuestras energías;
tos no se someterian fácilmente al dictado de la voluntad. Pero, en rea-
energías que nos siguen impulsando y sosteniendo durante un tiempo.
lidad, ocuffe lo contrario: pocos son los casos en que no podamos per-
La muerte del ser querido, por ejemplo, no desvela de inmediato toda su
donar, aún con la mejor voluntad. Analizando a fondo este sentimiento,
crudeza: el tiempo sigue su curso, recreando las situaciones en las que
se constata que hay en el perdón algo que se escapa a la comprensión
el otro estaba presente, situaciones que hemos de vivir, amputados pero
racional, y que también encontramos en cierta medida en la reconcilia-
perplejos. Lo mismo ocurre con el fin de una relación preciosa: ésta no
ción; de ahí que estos dos procesos sociológicos estén tan presentes en
acabade inmediato, pues las razones de su fin ocupan las primeras fases
la mística religiosa: porque, siendo fenómenos sociológicos, contienen
de la separación; sólo con el transcurrir del tiempo, nuestra sensibilidad,
elementos místicos y religiosos.
que parecía inicialmente soportar con cierta indiferencia la ausencia,
Por otro lado, la relación "reconciliada" plantea un problema específi-
acaba reaccionando. De ahí que, cuanto más prolongada haya sido la
co, comparada con la relación que no ha conocido ruptura. No nos refe-
ruptura, más profunda y apasionada sea la relación surgida de la recon-
rimos aquí a las relaciones antes mencionadas, cuyo ritmo interior osci-
ciliación. Y de ahí también la importancia del tiempo de la reconcilia-
la entre la disputa y la reconciliación, sino a las que han sufrido una ver-
ción, de la rapidez con que se "perdona y olvida", para el desarrollo
dadera ruptura y han vuelto a restablecerse sobre una base nueva. Un
estructural de la nueva relación. Las energías que se movilizatofl con el
rasgo que caracteiza las relaciones es el de su intensidad; en este senti-
conflicto necesitan agotarse de alguna manera, y sólo después, con
do cabe preguntarse, tras la reconciliación, ¿la relación es más o menos
mayor apertura o al menos mayor consciencia, podrán posibilitar la
intensa?. Esta pregunta se la plantean las personas de natural eza más
reconciliación. Al igual que no conviene aprender demasiado deprisa si
profunda y sensible. Si una relación que ha sufrido una ruptura radical
se quiere asimilar 1o aprendido, no conviene olvidar demasiado deprisa
se restablece como si nada hubiera pasado, cabe presumir que los impli-
si queremos que el olvido adquiera toda su importancia sociológica.
cados tienen sensibilidades frívolas o groseras. La pérdida de intensidad
Por el contrario, el que la relación reconciliada supere en intensidad a
no parece necesitar de mayores explicaciones: se entiende que no pueda
la que no ha conocido ruptura, tiene su explicación. La principal es que,
olvidarse completamente el hecho de que hubo ruptura, aunque el con-
gracias a la reconciliación, se crea un fondo que permite destacar con
flicto que la generó haya sido completamente superado. por otro lado, la
mayor consciencia todos los valores de la unión y todos los elementos
experiencia de la ruptura pasada añade otro elemento: se pudo compro-
que contribuyen a mantenerla. Además, la discreción con la que se suele
bar que se podía seguir viviendo sin el otro, aunque fuera con tristeza.Y
evitar mencionar el pasado, añade a la relación una nueva ternura, una
esto no sólo disminuye el valor de la relación recobrada sino que el indi-
nueva connivencia implícita. Pues evitar mencionar hechos delicados
viduo se lo echará a sí mismo en cara como una especie de traición o
puede reforzar la intimidad y la mutua comprensión. Por último, si el
infidelidad, que ya no puede remediarse y que añade a la relación reno-
deseo de preservat la relación renacida es tan intenso no es sólo por
vada una desazón y desconftanza de los individuos para con sus propios
haber sufrido una ruptura, sino por tener consciencia de que una segun-
sentimientos.
da ruptura sería aún más difícil de reparar, pues, para las mentes sensi-
También es cierto que, en esto, tendemos aengañarnos a nosotros mis-
bles, la relación acabaía convertida en caricatura. Hasta la relación más
mos. La sorprendente facilidad con la que a veces soportamos el final de
arcaigadapuede sufrir una rupturatrágica y una reconciliación, pero se

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trata de un proceso que sólo puede producirse una vez, pues de lo con-
trario pierde su dignidad y su relevancia. A una primera repetición,
puede seguir una segunda y tercera, que banalizanla conmoción del pro-
ceso hasta fnvalizarlo. La sensación de que una segunda ruptura seía
def,rnitiva es quizá el vínculo más fuerte, el que más contribuye a dis-
tinguir la relación reconciliada de la que no conoció ruptura.
Del mismo modo que la medida de la reconciliación tras el conflicto,
tras los sufrimientos padecidos por una o ambas partes, tiene gran
importanciapara el desarrollo de las relaciones entre las personas, tam-
bién la tiene para su contrario, la no-conciliación. Como la reconcilia-
ción, la irreconciliación puede ser una disposición psíquica formal, que
no necesita de una situación exterior para manifestarse, sino que surge
espontánea y autónoma de otras emociones. Ambas tendencias forman
esos elementos bipolares, cuyas mezclas determinan las relaciones
humanas. Se suele decir que sin olvido no hay perdón, es decir, plena
reconciliación. Pero a lo que esta opinión apunta en verdad es a lo con-
trario, a la más terrible no-conciliación: pues signif,ca que no habría
reconciliación sin perder consciencia de su contrario, pero entonces,
como todo proceso basado en el olvido, esa supuesta reconciliación
siempre podía ponerse en discusión. Si esa opinión tiene algún sentido
es justamente el inverso: en la medida en que la reconciliación es el
hecho primario, la ruptura y el dolor padecidos podrán quedar relegados
en la consciencia, podrán olvidarse. Por lo tanto, la verdadera no-conci-
liación no radica en la imposibilidad de superar viejos conflictos, sino
que esta imposibilidad es fruto de aquella. La no-conciliación significa
que el alma ha sufrido en el conflicto una modificación irreversible de
su ser, comparable no a una herida cicatizada, sino a la amputación de
un miembro. En esto consiste la no-conciliación más trágica: no es
amargura, reproche o acallado rencor lo que erige una barrera infran-
queable ante el otro, sino la muerte de algo durante el conflicto, algo que
no renacerá aún con todo el esfuerzo. En este punto, la impotencia de la
voluntad ante el ser efectivo aparece claramente, en perfecta oposición,
en el nivel psicológico, al perdón. Esta es la forma de no-conciliación
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propia de los temperamentos muy unitarios y rígidos; en los espíritus
más diferenciados interiormente se da otra forma: el conflicto, sus moti-
vos y SuS consecuencias perduran en la consciencia y no Se olvidan, al
mismo tiempo que el amor y la ternura perviven: los recuerdos, la resig-
nación no cercenan el sentimiento para con el otro, sino que se integran
en la imagen que tenemos del otro, como el pasivo en el balance global
de la relación con é1 (al igual que amamos a otro con todos sus defectos:
podemos desear que no los tenga al mismo tiempo que no podemos ima-
ginarlo sin ellos). El conflicto enconado, aquello en que el otro nos
decepcionó, instauran en la relación una renuncia permanente o una irri-
tación constante, que la reconciliación no puede borrar definitivamente
pero que queda como un elemento, circunscrito, de una relación que
podrá ser más intensa.
Entre estos dos casos específicos de no-conciliación, claramente dis-
tintos de 1o que comúnmente se entiende como irreconciliación, está
toda la gama de los otros casos: en el primero, la consecuencia del con-
flicto, separada de todos sus motivos y contenidos, se asienta en el
corazóndel alma, modificando en su misma base la personalidad. En el
segundo, por el contrario, el legado psicológico del conflicto queda, por
así decir, aislado, como un elemento parcial que se añade a la imagen del
otro y forma parfe de la relación global con é1. Entre el primer caso, eI
más grave, y el segundo, el más leve, estián todos los distintos grados de
no-conciliación, que proyectan, con distinta intensidad, sobre la paz La
sombra del conflicto.
91
Notas tenece a sí misma, por encima de los prejuicios sociales u otros. La forma de la com-
petencia parece estar hecha para esta consciencia tan diferenciada del yo y de las
*. Epígrafes del traductor cosas. Es la pura objetividad de la práctica, que debe su eficacia a la cosa misma y a
sus consecuencias legales, y que es indiferente respecto a la persona que está detrás.
l. Este es un caso sociológico de contradicción en la manera de concebir la vida en gene-
Pero al mismo tiempo se da la plena responsabilidad de la persona, el éxito depende
ral. Para la opinión común, la vida es siempre una oposición entre dos partes, una de
de las fuerzas individuales, precisamente porque son instancias impersonales las que
contenido positivo, verdadero, incluso la esencia misma de la vida, y el otro, por prin-
miden y comparan las capacidades de las personas. Las tendencias más profundas de
cipio, lo negativo, 1o que debe ser eliminado para que los elementos positivos puedan
la vida moderna, la concreta y la personal, tienen en la competencia uno de sus pun-
construir la verdadera vida: así, por ejemplo, la felicidad y el dolor, la virtud y el vicio,
tos de convergencia, de modo que sus contradicciones se complementan constituyen-
lafierza y la debilidad, el éxito y el fracaso, los contenidos efectivos y las pausas en
do una unidad.
el curso de la vida. Pero, a mi entender, la mejor manera de entender estas oposicio-
4. Hablo acquí de esta relación tal y como se ha dado en la historia, sin entrar a analizar
nes, es concibiendo estas diferencias diametrales como unidad de la vida, incluyendo
si dicha relación está cambiando o cambiará en el futuro en virtud del desarrollo de
eso, que según cierto ideal, es puramente negativo y entender que el sentido global de
nuestra existencia nace de esas partes, de modo que, en el conjunto de la vida, latu
los derechos y capacidades de las mujeres.
5. Esto pertenece al rámbito formal de las relaciones donde todo gesto hacia otro puede
sensu, también el elemento que se antoja molesto o destructivo, es positivo, aporta,
ser percibido como hostil. Hay cortesías que ofenden, regalos que humillan, compa-
complementa, ejerce su función. Que la oposición en las categorías o en los sistemas
de valores, como un más y un menos, como contradicción o incompatibilidad, puede,
siones que enojan o aumentan los sufrimientos de la víctima, favores que imponen
pesadas gratitudes. Si semejantes constelaciones sociológicas son posibles, es porque
no obstante, entenderse como unidad homogénea de la vida quizá no sea fácil.
suele darse una profunda discrepancia enffe el contenido objetivamente comunicable
Solemos pensar y sentir que nuestro ser esencial, lo que en verdad somos en última
instancia es idéntico a una de las paftes, ya seamos optimistas o pesimistas, siendo la
y su realización individual, entre la manifestación de un estado o comportamiento y
su percepción como simple elemento de una vida global compleja: por ejemplo, según
otra parte algo superficial, casual, como algo a eliminar o alejar para poder lograr la
se trate la enfermedad o al enfermo, se castigue el delito o al delincuente, si la misión
plena unidad de la verdadera vida. Este dualismo está siempre presente, ya sea en las
más estrechas como en las más amplias regiones de nuestra vida, tanto personal como
del maestro es transmitir conocimientos o educar al alumno. Así muchas cosas son
social: somos o tenemos una totalidad, una unidad, que se divide en dos pafes opues- beneficiosas si se consideran objetivamente, por su contenido conceptual, pero pue-
den ser todo 1o contrario en cuanto realidades vividas individualmente.
tas lógica y concretamente, e identificamos esa totalidad con una de las partes, mien-
tras tenemos a la otra por extraña, ajena a nosotros y que niega nuestro ser esencial y
global. La vida evoluciona constantemente entre esta tendencia y la otra, la otra que
permite al conjunto ser una verdadera totalidad, que da vida a la unidad, una unidad
que, en resumidas cuentas, engloba esos contrarios. Y, ante el caráctet aparentemente
destructivo que en lo social puede tener el fenómeno sociológico del conflicto, con-
viene no olvidar que la unidad engloba los contrarios.
2. Todas las actitudes del hombre con los demás se caracterizan en st raíz más profun-
da en función de la respuesta a la siguiente pregunta (que también permite múltiples
matices entre el sí y el no): el fundamento de esas actitudes, ¿es una pulsión del suje-
to que se desarrollo por sí misma sin impulsos externos o es una reacción ante el ser
o la acción de otro?
3. Este es, sin duda, uno de los puntos en que se manifiesta la relación de la competen-
cia con los rasgos decisivos de la vida moderna. Antes de los tiempos modernos, el
hombre y su función en la vida, su individualidad y el contenido práctico de su acción,
parecían más solidarios, más entrelazados, por así decir, más libremente asociados
entre ellos. En las últimas décadas, hemos visto, por un lado, desarrollarse la civiliza-
ción material con una fuerza y autonomía inéditas y, por otro lado, se ha desarrollado
igualmente la subjetividad del yo, el sentimiento de que el alma individual sólo se per-

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