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La

escuela del Cuarto Camino fue creada por el maestro Gurdjieff junto a su discípulo dilecto
Ouspensky.
Esta escuela espiritual ha sido la que puso en primer lugar el desarrollo de la consciencia como
elemento fundamental sobre el cual se estructuran todas las otras técnicas y métodos.
En este libro, Kenneth Walker nos introduce desde lo básico a lo más avanzado en los
conceptos teóricos y prácticos del Cuarto Camino.
Dice Walker: «La exposición que se hace de la enseñanza de Gurdjieff en esta obra está muy
lejos de ser completa. No fue mi intención dar un informe completo sobre ella, sino hacer
comentarios sobre aquellas partes de su sistema de conocimiento que hayan provocado en mí
una impresión muy profunda, o que me hayan convencido de que tienen una importancia
especial».
Kenneth Walker

Enseñanza y sistema de Gurdjieff


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juandiego 20.12.15
Título original: A study of Gurdjieff ’s teaching
Kenneth Walker, 1965
Traducción: Zohar Ramón del Campo

Editor digital: juandiego


ePub base r1.2
Prólogo
En la crítica que hace de una de mis obras más recientes, el Sr. Cyril Connolly señala que durante los
últimos diez años, he estado tratando de escribir el mismo libro con éxito diverso.
Tiene razón, pues casi cada palabra que he escrito desde la publicación de Diagnosis of Man
(Diagnóstico del hombre) en 1942, ha reflejado distintos aspectos de la enseñanza de Gurdjieff,
enseñanza que forma un todo completo, sólido e integral. Y ahora, todos estos esfuerzos anteriores
culminan en la tentativa de proporcionar una exposición más completa del sistema psicofilosófico que ha
impartido a mis libros, la similitud en la que se funda la queja del señor Connolly. Considero por lo tanto
a la presente obra como de mucha mayor importancia que cualquiera de las que la precedieron, sea cual
sea el destino que le espere, y por desfavorable que sean las criticas que provoque.
Es sumamente probable que algunos de mis críticos la traten en forma muy dura, pues ninguno de
ellos ha tratado jamás con indiferencia la enseñanza de Gurdjieff. O bien han advertido en ella algo muy
grande, o bien han reaccionado en forma muy violenta, pues, igual que otros maestros de religiones —
considero a Gurdjieff como tal— ha logrado escandalizar a sus oyentes, más que aplacarlos.
La exposición que se hace de la enseñanza de Gurdjieff en esta obra está muy lejos de ser completa.
No fue mi intención dar un informe completo sobre ella, sino hacer comentarios sobre aquellas partes de
su sistema de conocimiento que hayan provocado en mí una impresión muy profunda, o que me hayan
convencido de que tienen una importancia especial.
Tengo que expresar mi agradecimiento a muchas personas, y no hay nadie con quien me sienta más
profundamente obligado que con el principal intérprete de Gurdjieff. P. D. Ouspensky. De no haber sido
por su clara exposición —tanto en sus enseñanzas verbales como en su obra póstuma, In Search of the
Miraculous (En Búsqueda de lo Milagroso)— este pequeño libro sobre la enseñanza de Gurdjieff no
podría haber sido escrito nunca. Quiero también agradecer la ayuda que he recibido de las obras de mi
amigo de toda la vida, el Dr. Maurice Nicoll, Commentaries on the Teaching of Gurdjieff and
Ouspensky (Comentarios sobre la Enseñanza de Gurdjieff y Ouspensky), The New Man (El Hombre
Nuevo) y The Mark[1]. Casi no necesito decir que he obtenido también información valiosa del libro del
que es autor Gurdjieff mismo, All and Everything (Todo y Todas las Cosas). Puede encontrarse la
totalidad de su enseñanza en esta gran obra suya. Siempre que uno actúe con la diligencia, el
conocimiento y a la comprensión necesarios para descubrirla. Si este pequeño libro mío pudiera ser el
medio que sirva para que el lector se provea del conocimiento requerido para esa tarea, habrá cumplido
uno de los propósitos que motivaron su publicación. En la comparación de la enseñanza de Gurdjieff con
otras doctrinas orientales, y más particularmente con las del Vedanta, he recibido una gran ayuda de las
importantes obras de Sri Aurobindo, The Life Divine (La Vida Divina) y The Synthesis of Yoga (La
síntesis del Yoga).
Para terminar, he reservado mi agradecimiento más cálido para los miembros del Grupo Gurdjieff de
París, que tanto han hecho por ayudarme en el estudio de sus métodos, tanto en Inglaterra como en
Norteamérica. Este libro lo dedico a ellos.

K. W.
Capítulo I
Gurdjieff y Ouspensky
Es una cosa fascinante y al mismo tiempo un tanto alarmante, recorrer hacia atrás la línea del pasado
y notar lo delgado que era el hilo que tejieron los Hados, y cuán fácilmente pudo haberse cortado; por
supuesto que, de haberse cortado, entonces la vida de uno hubiera sido completamente distinta. Qué lejos
estaba yo de adivinar que cuando un joven periodista ruso perteneciente al personal nocturno de un diario
de San Petersburgo hizo un viaje a Moscú en la primavera de 1915, estaba iniciando una cadena de
acontecimientos que iban a ser de suma importancia también para mí… ¡Qué tienen que ver! —hubiera
protestado si un gitano clarividente me hubiera llamado la atención sobre ese acontecimiento— los
movimientos de un periodista de San Petersburgo conmigo, cirujano residente del Hospital Británico de
Buenos Aires. No parecía existir la menor conexión entre mi persona y cualquiera de los acontecimientos
que ocurrían en Rusia. y muchas cosas tuvieron que suceder y muchos años que pasar, antes de que la
senda del robusto y joven periodista ruso de pelo al ras y grandes anteojos se cruzara con la del cirujano
de Buenos Aires.
Ouspensky nos cuenta en su libro. In Search of the Miraculous, que durante la mencionada visita
suya a Moscú en la primavera de 1915 dos amigos, un escultor y un músico, le hablaron de un pequeño
grupo de Moscú que estaba ocupado en ciertas investigaciones y experimentos difíciles de describir.
Trabajaban bajo la dirección de un griego caucásico y, un poco en contra de su voluntad, accedió a
que le presentaran a su maestro caucásico. El encuentro tuvo lugar en un pequeño café, y Ouspensky hace
la siguiente descripción de su primer encuentro con Gurdjieff:

«Vi un hombre de aspecto oriental, ya no joven, con bigote negro y ojos penetrantes, que al
principio me asombró porque parecía estar disfrazado y completamente fuera de ambiente en
ese lugar y esa atmósfera. Yo estaba todavía lleno de impresiones de Oriente, y este hombre,
con su cara de rajá indio o de sheik árabe… sentado aquí en este pequeño café… con
sobretodo negro de cuello de terciopelo y una galera negra producía la impresión extraña,
inesperada y más bien alarmante de un hombre mal disfrazado, cuya presencia lo embaraza a
uno porque lo que ve no es lo que él finge ser, y no obstante eso, uno tiene que comportarse y
hablar como si no lo hubiera notado». (P. D. Ouspensky, In Search of the Miraculous).

Se encontraron varias veces más en el mismo café, y Ouspensky empezó a darse cuenta cada vez más
de que el hombre con quien hablaba aquí en Moscú, este hombre que hablaba el ruso incorrectamente con
fuerte acento del Cáucaso, poseía el conocimiento que él, Ouspensky, había estado buscado recientemente
sin el menor éxito, en India y Ceilán. Fue el comienzo de una estrecha vinculación entre los dos hombres
que duró siete años y tuvo enorme importancia para ambos.
Después vino la Guerra y la Revolución, que pusieron fin no solamente al viejo régimen Zarista sino
también a toda clase de pensamiento y cultura en Rusia. En 1917 Gurdjieff y Ouspensky, con varios
miembros del Grupo de Gurdjieff, se refugiaron en Constantinopla, pero estaban tan alejados del interés
del autor del presente libro, como siempre lo habían estado. Fue entonces cuando el delgado hilo de los
acontecimientos comenzó a acercarlos a mí. Había gente influyente en Londres que había leído el libro de
Ouspensky, Tertium Organum, y que al saber que su autor era uno de los numerosos refugiados rusos
dispersos en Constantinopla, lo invitaron a ir a Londres.
El siguiente acontecimiento significativo tuvo lugar justo en los umbrales de mi casa, en el 86 de la
calle Harley. «Nos han concedido una entrevista con el Secretario del Interior dentro de veinte minutos, y
quiero que usted sea miembro de la delegación». Era mi amigo Maurice Nicoll quien me decía esto y, sin
darme tiempo para contestarle, me metió de cabeza en un taxi que esperaba.
—Pero ¿qué es todo esto?, le pregunté, después de haber sido presentado a los otros miembros de la
delegación.
—Se trata de Gurdjieff. Tenemos que conseguir un permiso para que venga a Londres. Ouspensky ya
está aquí, y queremos también a Gurdjieff. Tú vas a representar a la medicina ortodoxa, y dirás lo
importante que es que se permita venir a Gurdjieff.
Media hora más tarde ya estaba yo explicándole a un aburrido secretario del Interior lo esencial que
era para el bienestar de la Medicina Británica que Gurdjieff (que para mí no era más que un simple
nombre) consiguiera permiso para radicarse en Londres. Pero la Secretaría del Interior explicó al día
siguiente que ya había concedido tantos permisos para oficiales Rusos Blancos que no podía conceder
uno más para Gurdjieff.
Fue así que Ouspensky se radicó en Londres y empezó a celebrar reuniones allí, mientras que
Gurdjieff siguió donde estaba en París, y finalmente fundó en un castillo de Fontainebleau lo que durante
tanto tiempo solo había existido en su mente como proyecto: «el Instituto para el Desarrollo Armonioso
del Hombre».
Maurice Nicoll fue quien forjó el último eslabón de la larga cadena de sucesos que habían empezado,
ocho años antes, con la predestinada expedición de Ouspensky a Moscú, y su encuentro con Gurdjieff. Un
día me acorraló en la esquina de las calles Weymouth y Harley, y me dijo que Ouspensky estaba ahora
celebrando reuniones muy interesantes en Kensington, y que él había conseguido permiso para que yo
concurriera. Me explicó que a la gente solo se le permitía entrar mediante una invitación privada, y me
dejó la impresión de que podía considerarme muy afortunado por haber recibido una invitación.
—El miércoles próximo, a las ocho en punto en Warwick Gardens, fue su despedida, y desapareció.
Ya he relatado en una obra anterior la historia de mi encuentro con Ouspensky, de mi estrecha
vinculación con él por más de treinta años y de mis subsiguientes encuentros en París con ese hombre más
notable aun, George Ivanovich Gurdjieff.
Todos estos acontecimientos, que tuvieron para mí enorme importancia y que tienen suficiente interés
como para ser registrados por escrito, han sido narrados en Venture with Ideas, pero poco fue lo que se
dijo en ese libro sobre las ideas que enseñaron esos dos hombres y fue la calidad única de su enseñanza,
más que sus caracteres, lo que me mantuvo vinculado con ellos durante tantos años.
Las ideas no siempre son cosas pasivas, obedientes, que pueden ser dejadas de lado cuando ya no nos
sirven más y esto resulta particularmente cierto en lo que respecta a las que me fueron ofrecidas
directamente por Gurdjieff, o a través de Ouspensky. Había ideas que venían fuertemente cargadas de
energía y que pronto comenzaron a obrar en mi interior como un poderoso fermento. Originalmente, me
sentí atraído hacia ellas debido a que eran enteramente distintas de todo lo que hasta ese momento había
conocido, y gradualmente se fueron apoderando de mí e impulsándome en una dirección en que al
principio yo no deseaba dirigirme. Al revés de Ouspensky, quien había abandonado deliberadamente su
trabajo en 1914 con el fin de buscar en Oriente lo que él llamaba «Escuelas Esotéricas», yo estaba, o
creía estar satisfecho con las cosas tal como se presentaban. En pocas palabras, no sentía la necesidad de
contar con una filosofía de la vida. Sin embargo me estaban sacando a tirones de la usual rutina de mi
vida y de mis acostumbrados canales de pensar y sentir, no tanto por la fuerza del impacto de dos
hombres poderosos —los dos notables— sino por el peso mismo de su enseñanza. Todas estas cosas han
sido explicadas en Venture with Ideas.
Gurdjieff estaba en París y Ouspensky en Londres; por lo tanto fue este último quien me enseñó el
sistema de conocimiento que Gurdjieff había llevado a Rusia luego de sus años de viajes por el Oriente.
Tal vez haya ocurrido también que los Hados responsables de todo lo que me estaba ocurriendo, lo
hubieran dispuesto de ese modo. Gurdjieff empleaba medicinas fuertes, y dudo de que yo hubiera sido
capaz de digerir su drástico tratamiento, si lo hubiera conocido desde un principio. Debo muchísimo a
Ouspensky por todo lo que hizo por mí en esos primeros años, y le estoy profundamente agradecido por
su paciente y clara interpretación de la enseñanza de Gurdjieff. Tenía mejor dominio del inglés que
Gurdjieff, y una mente metódica y prolija, que imponía el orden sobre el método de enseñanza menos
sistematizado de este último. Su paciencia era algo realmente notable. De 1917 en adelante buscaba
expresiones cada vez más claras para las ideas que había recibido de Gurdjieff, con la posible intención
—pues nunca hablaba de ello en forma definida— de publicarlas en forma de libro después de la muerte
de éste. Pero murió antes que su maestro, y entonces recayó en Gurdjieff la responsabilidad de decidir si
habría de enviarse a la imprenta o no los prolijamente revisados escritos de Ouspensky. Gurdjieff tuvo
oportunidad de leerlos en una traducción al ruso, y manifestó que eran una expresión exacta de su propia
enseñanza, por lo que ordenó que se publicaran.

Gurdjieff y Ouspensky ya han muerto, y si alguna vez he de registrar por escrito lo que aprendí de
ellos, tiene que ser ahora. He dudado durante mucho tiempo antes de embarcarme en esta tarea, y eso por
muchísimas razones. Una de ellas, por cierto importante, es que yo estaba plenamente consciente de la
dificultad de trasladar a un libro una enseñanza tan individual como lo es la de Gurdjieff, enseñanza que,
para ser eficaz, no puede ser leída, sino impartida a los individuos en forma oral.
Gurdjieff creía que los hombres y las mujeres son divisibles en un número comparativamente pequeño
de tipos, y que lo aplicable a un tipo, no lo es necesariamente a otro. De tal manera, la instrucción tiene
que ser dada en forma individual, y es obvio que esto no puede hacerse en un libro. También preví la
dificultad de presentar ideas, primero en la forma cruda en que las recibí de Ouspensky, para mostrar
después la gradual profundización de mi comprensión de ellas con el correr de los años.
Este lento progreso en la comprensión, solo podía ser sugerido en un libro, observando el tiempo con
un telescopio, y el resultado podía resultar confuso, por dejar al lector a menudo lleno de dudas sobre si
las ideas que yo exponía habían sido recibidas así de Ouspensky, o si yo las había entendido en esa forma
mucho tiempo después. Ese método de presentación, también podría llevarme a poner en boca de
Ouspensky palabras que él nunca hubiera pronunciado, aun cuando ellas pudieran estar completamente de
acuerdo con su enseñanza. Todo esto me hizo advertir claramente que habría de enfrentarme con muchas
dificultades al escribir sobre las ideas de Gurdjieff.
Gurdjieff dijo una vez:

«Tengo cuero muy bueno para venderle a quienes quieran hacerse zapatos con él».

Y cuando estas palabras llegaron a mi mente, inmediatamente me proporcionaron el plan correcto


para mi obra. No hay mejor descripción que ésta del rol desempeñado por Gurdjieff como maestro. Era
un hombre que tenía ideas de una calidad extraordinaria para venderle a quienes necesitaran ideas de esa
clase. Además había utilizado deliberadamente la palabra «vender», porque siempre sostuvo que los
hombres no eran capaces de apreciar ninguna cosa que no se vieran obligados a pagar para conseguirla;
el pago no tiene que ser forzosamente con dinero; pero algo tienen que sacrificar para poder apreciar
debidamente el cuero que adquieren. Otro punto importante sobre el que hizo hincapié en esta breve frase
suya, fue que el cuero era para aquellos que fueran a utilizarlo en forma práctica, y no para diletantes o
exhibicionistas que lo quisieran solamente para lucirse. El comprador tenía que elaborar algo con el
cuero que había comprado, y nada podía resultar más útil que un par de zapatos fuertes para el difícil
viaje que es la vida. Advertí que el propósito que yo tenía que tener en vista mientras escribiera el
proyectado libro, debía ser el de mostrar al lector lo excelente que era el cuero de Gurdjieff; y exhibir
luego los zapatos que había fabricado con él. La mano de obra y el diseño de mis nuevos zapatos podrían,
naturalmente, haber sido mucho mejores pero algo hay que decir en su favor, y es que son mi propia obra
y están hechos a mano.
Como se verá más adelante después de haber hecho una reseña de las ideas de Gurdjieff, las comparo
frecuentemente con otras afines provenientes de fuentes científicas, filosóficas y religiosas. He realizado
estas comparaciones, porque desde hace muchísimo tiempo ha despertado en mí gran interés, comparar
personalmente y contraponer las ideas de Gurdjieff a las que se me han presentado a través de variadas
lecturas en el curso de los últimos treinta años. He descubierto muchas analogías llamativas en esta
forma, pero lo que quiero acentuar aquí, es que no pueden encontrarse en ninguna otra parte tantas ideas
de esta naturaleza reunidas en un todo sustancial en sí mismo y coherente. Quizá sea mejor emplear un
símil totalmente distinto, asimilando el sistema de enseñanza de Gurdjieff a un organismo viviente, dentro
del cual ya cada una de las partes se relaciona con todas las demás, y depende de ellas.
Como la enseñanza de Gurdjieff posee las cualidades de coherencia, integración y desarrollo, que son
características de la vida, es por ello que estoy tratando de llevarla a conocimiento de otra gente, en la
medida en que es posible hacerlo en forma de libro. Esta última frase condicional es necesaria, pues la
formulación y la impresión, exprimen de la palabra hablada casi toda su vitalidad, del mismo modo que
cuando se aprieta a una flor, se la priva de casi toda su belleza. Todas las grandes religiones se han visto
expuestas a este proceso desvitalizante. Cuando las enseñaron sus fundadores eran cosas hermosas,
vivas, pero cuando los escribas, los fariseos y los abogados las asentaron en libros y rollos, quedaron tan
desamparadas y resecas como los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia Anglicana.
Desgraciadamente no hay forma de evitar el efecto desvitalizante que tienen los libros sobre la
enseñanza oral, y todo lo que puede hacerse a esta altura es advertir al lector que eso puede ocurrir.
Tiene que ser puesto en guardia sobre otra cuestión, es decir, sobre el empleo de la palabra «sistema» en
relación con la enseñanza de Gurdjieff. Es una palabra que debiera de haberse evitado, pero
lamentablemente ha sido confirmada por un largo uso. La razón de que sea objetable es que la palabra
«sistema» está íntimamente relacionada en nuestras mentes con adjetivos calificativos tales como
correcto e incorrecto, ortodoxo y heterodoxo, y éstas son palabras a las que Gurdjieff se hubiera opuesto
con todas sus fuerzas.
También se opone a ellas, otro maestro moderno de las verdades espirituales: Krishnamurti, quien
deplora nuestra tendencia a organizar y sistematizar la sabiduría, y lo ilustra con una parábola:

Narra que un día el diablo y un amigo salieron a dar un paseo por la tierra, y en eso vieron
a un hombre que se agachaba de golpe y levantaba algo del suelo. Dijo el amigo del diablo:
«Será mejor que te pongas en guardia, pues ese hombre que está allí ha recogido una partícula
de la verdad». El diablo sonrió sin perturbarse en lo más mínimo. «No hay ningún peligro —
contestó— van a organizarla y sistematizarla, No hay motivo para preocuparse».

El Maestro Zen del Budismo, compara toda enseñanza a un dedo que apunta hacia la luna, y reprende
muy severamente al discípulo, si éste pone el énfasis sobre el dedo en lugar del objeto al que el dedo
apunta. Del mismo modo debe considerarse a la enseñanza de Gurdjieff como un dedo que dirige la
atención sobre ciertos principios y métodos que, empleados acertadamente, conducen a determinados
resultados. Todo lo que este libro puede hacer es dar al lector una idea sobre algunos de los métodos y
principios que empleaba Gurdjieff. Imaginar que con cualquier libro puede lograrse algo más que eso, es
obviamente absurdo. Gurdjieff no trazó diagramas sobre un pizarrón para enseñar con ellos. Su método
de instrucción era mucho menos cómodo para su clase. Extraía de nosotros, trozos vivientes de
experiencia y con ellos enseñaba. Uno descubría que sus propias vanidades y tonterías diminutas eran
utilizados como ejemplos con los cuales Gurdjieff podía demostrar a la clase, la naturaleza mecánica de
la vida humana. Un libro no es más que un sustituto muy pobre de una enseñanza tan vital y directa como
ésta.
Capítulo II
Las varias mentes del hombre
Mantener el interés del grupo por un organismo de ideas, aportar temas de discusión todas las
semanas, guiar a la gente en medio de sus confusiones privadas, sus estupideces y sus dificultades durante
más de un cuarto de siglo, no era cosa baladí, y esto fue lo que hizo Ouspensky por sus seguidores. Y
nosotros, por nuestra parte, le ofrecimos nuestro decidido apoyo.
Constituíamos una muchedumbre heterogénea, que se mantenía unida debido, casi totalmente, a la
enseñanza. También había gente que venía y se iba —constituían la población flotante del trabajo—;
había una cantidad de aves de paso que vagaban por sobre el borde de las cosas, eligiendo trivialidades
al azar pero sin realizar verdaderos esfuerzos; se acercaba algún extraño que aparecía en una sola
reunión y después, al no conseguir la respuesta de Ouspensky, no volvía más; y también veíamos
visitantes que ya cargaban un pesado equipaje mental y emocional constituido por convicciones
inconmovibles, teorías y creencias firmes, en forma tal que les resultaba completamente imposible hallar
espacio para algo nuevo. Estaban todos estos, y además muchos otros tipos de gente que acudían a unas
cuantas reuniones de Ouspensky, mostraban señales de desaprobación y desaparecían para siempre. Pero
existía un constante y sólido grupo de seguidores que en muy contadas ocasiones faltaban a una reunión.
Ouspensky celebraba sus reuniones, en la época en que me uní a su grupo, en una casa ubicada en
Warwick Gardens. En la amplia planta baja en que nos reuníamos, había un pizarrón, unas cuarenta sillas
de madera de respaldo recto y asiento duro, y una pequeña mesa en la que se había colocado una jarra de
agua, un baldecito, un cenicero de bronce, un borrador y una caja de tizas de colores. En la mesa se
sentaba Ouspensky, hombre de complexión robusta, pelo gris cortado al rape; un hombre que, a juzgar por
las apariencias yo hubiera tomado por un científico, abogado o maestro de escuela, pero ciertamente no
por el expositor de lo que yo entendía que debía ser una forma mística de filosofía. Al principio me
resultó muy difícil de comprender, principalmente porque hablaba con un acento ruso tan fuerte que me
producía la impresión de estar escuchando una lengua extraña. Pero pronto me acostumbré a su dicción
eslava, y descubrí, para sorpresa mía, que poseía un vocabulario inglés muy extenso. Cuando nos
hablaba, no hacía muchos gestos ni tampoco empleaba esa clase de recursos que utilizan los
conferenciantes experimentados, y esta ausencia de arte oratorio daba más peso a sus argumentos. Uno
sentía que él no tenía deseo de convencer —lo que así era— y que lo que decía era sincero, digno de
confianza y muy posiblemente cierto.
La habitación desnuda, el pizarrón, borrador y tizas, las sillas duras, la apariencia de Ouspensky, la
forma en que echaba ojeadas a sus notas, algunas veces a través de sus lentes y otras mirando por sobre
ellos, sus afirmaciones dogmáticas, el modo como conducía las reuniones, como negándose a aceptar
insensateces, y la forma brusca en que rechazaba preguntas demasiado largas o inútiles; todo ello parecía
transportarme directamente de nuevo al aula escolar. Volví a sentirme un muchachito que escucha a un
maestro amable pero un tanto severo que se dirige a un personaje inferior. Aunque he estado vinculado a
Ouspensky por casi un cuarto de siglo, nuestra relación continuó tal como había empezado, o sea la de un
discípulo —quizá un prefecto en años posteriores— y su superior. Nunca me sentí completamente
cómodo a su lado, y jamás me encontré o conversé con él del modo que un ser humano debiera de
encontrarse o conversar con otro, abiertamente y sin temor. No obstante eso, soy plenamente consciente
de la obligación que tengo para con él, y siento que le debo casi tanto como a Gurdjieff, pues sin la ayuda
de Ouspensky, dudo de que jamás hubiera podido comprender a Gurdjieff. No quiero afirmar con esto,
que aun ahora haya podido comprender del todo a ese hombre verdaderamente asombroso.
El punto de partida de Ouspensky para el estudio del sistema de G. —siempre se refería al maestro
en esta forma— era el mismo que G. había elegido como punto de partida en Moscú: v. g. el estudio de la
naturaleza del hombre. Usaba como texto las palabras comúnmente atribuidas a Sócrates, pero que son en
realidad mucho más antiguas que la época de Sócrates: la afirmación de que el conocimiento de sí mismo
es el principio de toda sabiduría. Luego seguía diciendo que teníamos una inmensidad de cosas por
conocer en relación con nosotros mismos, ya que ese era un tema sobre el cual todos éramos
abismalmente ignorantes. Somos, en realidad, muy distintos de lo que imaginamos ser, y nos atribuimos a
nosotros mismos toda clase de cualidades, tales como unidad interior, control y voluntad, que, en
realidad no poseemos. Nuestro trabajo debe comenzar, por lo tanto, con el abandono de la idea de que
nos conocemos a nosotros mismos, y con el descubrimiento de lo que realmente somos.
Éste es un paso preliminar, necesario para transformarnos en alguna cosa si, después de conocernos
un poco mejor, nos sentimos disgustados por algunas de las cosas que hemos visto, y queremos
cambiarlas.
Después, sin ninguna observación preparatoria más, ni cláusulas condicionales, ni mención alguna de
agobiadoras circunstancias, Ouspensky se sumergía bruscamente en el sistema de pensamiento de G.

«El hombre —decía— es una máquina que reacciona ciegamente a las circunstancias
externas, y, siendo así, no tiene voluntad, y muy poco control de sí mismo, si es que tiene
alguno. Lo que tenemos que estudiar, por lo tanto no es psicología —pues eso se aplica
solamente al hombre desarrollado— sino mecánica».

Ouspensky decía que hay que comenzar, el estudio del hombre máquina con una investigación de su
mente. Sobre este tema la enseñanza de G. difería de todas las otras enseñanzas occidentales. Proclamaba
que el hombre posee no solo una mente sino siete clases distintas de mentes, cada una de las cuales
aporta su contribución a la suma total de su conocimiento.

1. La primera de estas mentes del hombre es su mente intelectual, instrumento que se ocupa de la
construcción de teorías, y la comparación de una cosa con otra.
2. La segunda mente del hombre es su mente emocional, que se ocupa de los sentimientos en vez de las
ideas.
3. Su tercera mente es la mente que controla sus movimientos.
4. Y a la cuarta mente G. le había dado el nombre de «mente instintiva». Esta cuarta mente supervisa
todas las funciones fisiológicas de su cuerpo tales como los procesos de digestión y respiración.
5. La mente de la vida sexual del hombre. Y, además de estas mentes ordinarias, hay dos variedades
superiores:
6. La Emocional Superior.
7. Y la Intelectual Superior.

Estas mentes Superiores no funcionan en la gente común como nosotros, sino que se encuentran
activas solamente en los hombres plenamente desarrollados. No obstante eso, existen en la gente común y,
algunas veces y por causa de algún accidente, se activan en ellos por unos instantes (ver fig. 1).
Fig. 1 – Muestra siete centros en el hombre: intelectual, emocional, sexual, instintivo, sexual
superior, emocional superior, intelectual superior. Los dos centros superiores que no funcionan en el
hombre ordinario, son los que aparecen sombreados.

Los que componían el público de Ouspensky, que habían crecido dentro de la idea cartesiana de que
la mente es una especie de presencia fantasmal, que hace uso del sistema nervioso central en forma
parecida a como un dueño de casa usa un teléfono, es decir como un instrumento que recibe mensajes del
mundo externo y emite órdenes al cuerpo, encontraban que esta idea de que el cuerpo poseía tantas
mentes era un poco confusa. Yo, por mi parte, no era un convencido de la idea cartesiana, y estaba
particularmente interesado en la idea de que existe una mente especial para coordinar los variados
procesos fisiológicos que se producen en el cuerpo. Pues ¿cómo —a menos que se atribuyera al cuerpo
una inteligencia congénita propia— era posible explicar el maravilloso trabajo que realiza el cuerpo, los
complicados procesos químicos que se efectúan en forma tan rápida en sus laboratorios, la asombrosa
inteligencia que despliega en la regulación de su crecimiento, la maravillosa forma en que cumple su
propio trabajo de reparación, y la prontitud con que moviliza sus defensas contra el ataque de
microorganismos hostiles?
Estas maravillas fisiológicas siempre me habían causado asombro, y sugerían con gran fuerza que la
inteligencia reside no solo en el cerebro, sino en todos los tejidos vivos del cuerpo. Filosóficamente
hablando, yo había llegado ya a la conclusión de que la mente y el cuerpo tenían que ser considerados
como coexistentes e interdependientes, siendo cada uno de ellos condición de la existencia del otro; y,
como veremos más tarde, esta filosofía está en armonía con la enseñanza de G. sobre el tema.
Acepté con muy buena disposición, por lo tanto, este informe preliminar de que existen varias
especies de mente en el hombre y que el cuerpo deriva de aquélla su propia variedad fisiológica.
Ouspensky hacía libre uso de diagramas cuando nos enseñaba, y uno que con frecuencia se dibujaba
sobre el pizarrón era el que mostraba las varias mentes del hombre (como en la fig. 1).
Decía que este diagrama era considerado como un ser de tres pisos, en cuyo piso más alto reside la
mente intelectual, o, como Ouspensky prefería llamarla ahora, el Centro Intelectual. En el piso del medio
está la mente o centro emocional del hombre, y en el piso inferior su centro motor y sus mentes o centros
instintivos.
Cuando se le preguntaba dónde estaban situados, anatómicamente hablando estas mentes o centros
coordinadores del hombre, contestaba que estaban desparramados por todo el cuerpo, pero que la
máxima concentración del centro intelectual, o lo que podía llamarse su centro de gravedad, está ubicado
en la cabeza. El centro de gravedad del centro emocional está en el plexo solar, el del centro motor en la
médula espinal y el del centro instintivo dentro del abdomen. Ouspensky nos aconsejaba a los que
encontrábamos difícil de visualizar esta amplia difusión de los distintos centros, que pensáramos en la
mente del hombre en términos de funciones o actividades, antes que en términos de centros y estructuras
anatómicas. En lugar de hablar de los cuatro centros inferiores podría decirse que hay en el hombre
cuatro funciones distintas: las de pensar, sentirse y moverse, y la de regular las variadas necesidades
fisiológicas de su cuerpo. Además de éstas están las funciones sexuales y las funciones del pensamiento y
del sentimiento superiores, que existen en nosotros solamente en forma latente y que son incapaces de
manifestarse.
Según G., todas las criaturas vivientes que pueblan la tierra podrían ser clasificadas de acuerdo con
el número de mentes o centros que poseen y el hombre es la única criatura sobre el planeta que está
equipado con un centro intelectual. Los animales superiores poseen centro emocional, motor, instintivo y
sexual, pero los inferiores como por ejemplo los gusanos están desprovistos hasta del centro emocional,
y se las arreglan con los centros motor e instintivo solamente.
La actividad relativa de los tres centros principales en el hombre (intelectual, emocional e instintivo
motor) es distinta en los diferentes individuos y esto nos proporciona el medio de clasificar a los
hombres bajo tres o cuatro rubros.

Existen hombres que lo hacen todo mediante la imitación de la forma de comportamiento de los que
los rodean y que piensan, se mueven y reaccionan en forma muy parecida a como todos los demás
piensan, sienten, se mueven y reaccionan. Tales personas están casi enteramente controladas por sus
centros motores, que poseen un don especial de imitación y un hombre de ese tipo será conocido de
aquí en adelante como hombre número uno.
Existen otras personas en las que las emociones asumen la dirección de sus vidas, personas que son
guiadas por lo que sienten y por lo que les gusta y les disgusta, antes que por lo que piensan. Esas
personas se pasan la vida buscando lo que les resulta agradable y evitando lo que les desagrada,
pero a veces reaccionan patológicamente en forma inversa, derivando un placer perverso del temor,
y convirtiendo de afligente en una forma horrible de voluptuosidad. Una persona de este tipo que
está controlada por las emociones, será denominada en adelante hombre número dos.
Tenemos finalmente al hombre número tres, o sea el hombre dominado por las teorías y por lo que él
llama su razón, cuyo conocimiento está basado en el pensamiento lógico, y que todo lo entiende en
el sentido literal. Un hombre de este tercer tipo será llamado hombre número tres.

Ouspensky nos aclaró que ninguno de estos tres tipos de hombres era superior a ningún otro, y que los
tres estaban al mismo nivel, igualmente a merced de su maquinaria psicológica, y sin ninguna voluntad.
Todo lo que se quiere mostrarnos con esta clasificación es que el comportamiento individual y las
decisiones de un tipo de hombre puede ser explicado por el predominio que tiene en él una determinada
función, y el comportamiento y las decisiones de otro tipo de hombre, por el predominio de otra clase de
función. Este método de clasificación de la gente es posible porque el desarrollo humano es generalmente
desparejo, pero nos sirve mucho menos cuando el desarrollo de un hombre se ha producido en forma más
equilibrada.
Un hombre debidamente equilibrado, trabajando como tendría que trabajar, se asemeja a una orquesta
bien preparada, en la cual un instrumento asume la dirección en un momento de su actuación y otro
instrumento en otro momento, dando cada uno su contribución a la ejecución de la sinfonía.
Desgraciadamente ocurre muy raras veces que nuestros centros trabajen en forma armoniosa, pues no
solo puede ocurrir que un centro interfiera en el trabajo de otro centro sino que con frecuencia trata de
hacer el trabajo de otro centro. Hay ocasiones, por ejemplo, en que nuestras acciones tendrían que
basarse en el sentimiento antes que en el pensamiento, y otras en que los sentimientos tendrían que ceder
la primacía al pensamiento. Pero los argumentos reemplazan con frecuencia al sentimiento en primer
lugar, y las emociones son proclives a interferir con el pensamiento en segundo lugar. Como resultado de
este desacuerdo entre los centros, y de la ausencia del director de la orquesta, muy frecuentemente se
producen disonancias, nuestros sentimientos se contradicen con nuestros pensamientos, y nuestras
acciones se traban en lucha con nuestros pensamientos y sentimientos. Nos asemejamos por lo tanto a
orquestas a las que no solo les falta un director, sino que además están compuestas por músicos que se
pelean entre sí. Los ejecutantes de instrumentos de cuerdas ya no están en buenos términos con los
ejecutantes de instrumentos de viento, ya nadie le importa en lo más mínimo lo que hace el resto de la
orquesta. Abreviando: cada miembro de la orquesta hace lo que le parece bien a sus propios ojos, sin
importarle nada de nadie más.
Ouspensky decía que conocerse a sí mismo requiere muchos años de estudio de sí mismo, y que
debemos primeramente entender cuál es la forma correcta de hacerlo. Comentaba que había comenzado
por hacernos conocer la explicación dada por G. sobre los distintos centros, pues habría de resultarnos
útil para el trabajo que estábamos a punto de emprender, el de la observación de nosotros mismos.
Lo que se requería ahora de nosotros era que empezáramos a observar el trabajo de los distintos
centros en nosotros mismos, la forma en que estaban funcionando, y asignáramos al centro
correspondiente cada actividad, según la viéramos.
Obteniendo nuestros propios ejemplos del trabajo de estos centros dentro de nosotros mismos, nos
iríamos familiarizando cada vez más con el funcionamiento de nuestra maquinaria. Como lo dijera G.
mucho tiempo antes, el estudio del hombre comienza con el estudio de la mecánica y no de la psicología,
pues la psicología es aplicable solo a gente que está más plenamente desarrollada.
Conocernos a nosotros mismos en la forma en que nos era necesario conocernos eventualmente,
constituía una aspiración muy ambiciosa, que solo podía realizarse después de años de pacientes y
dolorosos estudios de nosotros mismos.
Nos advertía que nos cuidáramos de confundir la autoobservación, en la forma en que debe
realizarse, con esa ocupación sumamente inservible que se conoce con el nombre de introspección. La
introspección es muy distinta de la observación de sí mismo. Lo que se requería de nosotros era que
registráramos, o tomáramos nota, de nuestros pensamientos, emociones y sensaciones en el momento en
que ocurrían, y la introspección por lo general significa pensar y soñar en nosotros mismos. La
introspección comprende también el análisis y la especulación sobre los motivos que impulsan nuestro
comportamiento, pero como el cuadro que tenemos de nosotros mismos es en gran medida un cuadro
imaginario, toda esta especulación y sondeo en la oscuridad es de muy poco provecho para nadie, en lo
que respecta al verdadero conocimiento de uno mismo.
Al observarnos a nosotros mismos, debemos mirarnos con desapego, y como si estuviéramos mirando
a otra persona sobre la cual sabemos muy poco. Al principio podremos encontrar difícil atribuir nuestras
actividades a los centros correspondientes, pero con la experiencia esto se irá haciendo gradualmente
más fácil. Por ejemplo, al principio algunos de nosotros podremos confundir el pensar con el sentir, el
sentir con el percibir, y entonces podrá sernos de utilidad recordar que el centro intelectual trabaja
comparando una cosa con otra cosa, y haciendo afirmaciones subsiguientes sobre la base de esta
comparación, mientras que el centro emocional trabaja registrando sus gustos y aversiones congénitos, y
actuando directamente sobre esa base.
El centro instintivo está ocupado del mismo modo, decidiendo sobre si las sensaciones que recibe
son de naturaleza agradable o desagradable. Debiéramos tener presente el hecho de que ni el centro
emocional ni el instintivo discuten o razonan jamás sobre ninguna cosa, pero como todo lo perciben
directamente, le dan a la percepción una respuesta igualmente directa. Debiéramos considerar a estas
funciones psíquicas nuestras como si fueran distintas clases de instrumentos, cada variedad de los cuales
aporta su contribución a la suma total de nuestro conocimiento.
Existen diferentes formas de conocer una cosa, y conocerla completamente significa conocerla
simultáneamente con nuestras mentes pensante, emocional, y hasta con la motriz y la instintiva. Ouspensky
nos advertía que, mientras nos estudiábamos a nosotros mismos de este modo, habríamos de descubrir
muchas cosas en nosotros mismos que nos disgustarían, así como muchas cosas que merecerían nuestra
aprobación. Pero por el momento debíamos contentarnos solo con tomar nota de nuestros gustos y
aversiones, sin tratar de provocar cambio alguno en nosotros mismos. Sería una equivocación muy grave
—decía— y afortunadamente una equivocación muy difícil de cometer, alterar algo en nosotros mismos
en esta etapa tan temprana de nuestro trabajo.
Cambiar algo en uno mismo sin correr el riesgo de perder alguna otra cosa de valor, requiere un
conocimiento del todo, que estamos muy lejos de poseer. En nuestro actual estado de ignorancia del todo,
debiéramos de luchar para despojarnos de alguna cualidad personal que, debidamente manejada, podría
en un futuro convertirse para nosotros en un caudal positivo, o también fortalecer algún otro rasgo nuestro
que hubiera causado nuestra admiración, pero que constituiría un impedimento para nuestro desarrollo
futuro. Además, si un hombre pudiera destruir alguna característica suya que le causara disgusto, alteraría
al mismo tiempo todo el equilibrio de su maquinaria, y de ese modo provocaría una cantidad de
inesperados cambios en otras partes de sí mismo. Es una suerte para nosotros, por lo tanto, que esté más
allá de nuestro poder entrometernos con nosotros mismos, aun cuando nos es posible solamente vernos en
forma un poco más clara que hasta entonces.
Ouspensky nos aconsejaba dejar de lado toda clase de actividades que tuvieran un carácter dudoso,
hasta tanto hubiéramos adquirido mayor habilidad en la tarea de ordenarlas. Por el momento debíamos
concentrar nuestra atención en la clasificación de las actividades que tuvieran una naturaleza definida.
Luego, después de haber adquirido destreza en la observación del trabajo de nuestros variados centros,
podríamos emprender la tarea más difícil de buscar ejemplos del trabajo equivocado de los centros,
debido ya sea a que un centro tratara de realizar el trabajo que corresponde a otro, o a que un centro se
entrometiera en el funcionamiento de otro centro. Nos dio, como ejemplo de un centro que desempeña el
trabajo de otro, la pretensión del centro intelectual de que «siente» mientras que es completamente
incapaz de sentir nada, o del centro emocional que adopta una decisión que no está dentro de sus
atribuciones adoptar.
Describía al centro motor como un típico bufón, y decía que con frecuencia imitaba el trabajo de
otros centros, haciendo aparecer exteriormente como que se estaba llevando a cabo una verdadera tarea
de pensar o sentir, mientras que en la realidad no estaba sucediendo nada que pudiera tener una
naturaleza genuina. Por ejemplo, una persona podía estar leyendo un libro en voz alta o hablando con
alguien en forma impresionante, y sin embargo bien podía ocurrir que estuviera solo emitiendo palabras,
que no tuvieran para ella más significado que el que las palabras que pronuncia un loro tienen para éste.
La lectura, la conversación y el llamado pensar en este muy bajo nivel, ocurren con frecuencia, y no son
más que imitaciones de otras actividades urdidas por el centro motor.
Ouspensky señalaba que la capacidad de un centro para trabajar en lugar de otro podía con frecuencia
ser muy útil, en el sentido de que permitía la continuidad de la acción; pero nos advertía de que si eso
ocurría con demasiada frecuencia, podía convertirse en un hábito, y ser de ese modo una cosa dañina.
Por ejemplo, hay ocasiones en que tiene una importancia vital pensar claramente y si en un instante
determinado en que el pensamiento es más claro, interviene el centro emocional por medio de la fuerza
pura del hábito y se arroga la facultad de emitir juicio sobre una situación para la cual es necesario el
ejercicio del razonamiento, el resultado de esta inoportuna interferencia habrá de ser extremadamente
insatisfactorio. El hombre —decía— es un mecanismo sumamente complicado y que está delicadamente
ajustado: si se trastorna el equilibrio que existe entre sus distintas partes, la totalidad de la maquinaria
empieza a funcionar en muy mala forma. Estas cosas ocurren frecuentemente en los casos de individuos
psicopáticos y neuróticos, en los que cada centro está continuamente mezclándose en la actividad de otro
centro, o si no, trata de hacer el trabajo que a aquél le corresponde sin poder cumplirlo como es debido.
Como resultado de toda esta interferencia y mal funcionamiento, todas las partes de la maquinaria de
la persona neurótica andan cada una por su lado.
Pero el mal funcionamiento de la maquinaria, no está limitado solamente a las personas que
calificamos de neuróticas. Ouspensky decía siempre que aun cuando los psicólogos occidentales han
reconocido que un trabajo interior erróneo y la interferencia de una función psíquica en el trabajo de otra
función psíquica, son los responsables de muchas enfermedades nerviosas, no se han dado cuenta aún de
la enorme cantidad de trabajo defectuoso que siguen realizando personas comunes y supuestamente
saludables. Ese trabajo defectuoso es la causa de la torpeza de las impresiones sensorias que se reciben
del mundo exterior, de nuestra apatía y falta de comprensión, de nuestra incapacidad para ver las cosas
en forma vívida y directa, como las ve un niño, y lo sombrías que son por lo general nuestras vidas. «El
hombre —continuaba diciendo Ouspensky— no solo es una máquina, sino además una máquina que
trabaja muy por debajo del nivel que debiera mantener si estuviera funcionando debidamente. Es
necesario que nosotros por lo tanto, nos observemos muy de cerca, no solo para obtener el conocimiento
de nuestro mecanismo, sino también con el fin de poder darnos cuenta de cuánto mejor podríamos hacer
trabajar nuestra maquinaria. Hay muchos defectos que nos son comunes a todos como seres humanos y
también existen formas de mal funcionamiento que son peculiares de cada uno de nosotros. En la etapa
preliminar del estudio de nosotros mismos, es necesario que nos familiaricemos a fondo con nuestras
propias fallas particulares».
Como lo he dicho antes en este mismo capítulo, la idea de que el hombre tiene otras mentes, además
de la mente única que los fisiólogos han relacionado con su cerebro y su sistema nervioso, me llamó
fuertemente la atención. Además de eso, todo lo que Ouspensky decía sobre la habilidad que tiene un
centro para asumir el trabajo de otro centro, estaba plenamente de acuerdo con mi experiencia personal.
Pude recordar que mucho tiempo antes, al aprender a andar en bicicleta, mi centro motor, en cierto
momento, se había hecho cargo del trabajo que hasta entonces había sido ejecutado por mi centro
intelectual. Al comienzo de las lecciones, había tenido que dirigir una inmensa cantidad de pensamiento
hacia la forma en que tenía que distribuir el peso del cuerpo, y si dejaba vagar mi atención siquiera por
un instante apartándola de la tarea de equilibrarme y apuntar los manubrios en la dirección debida, no
tardaba nada en dar contra el suelo. Pero después, en forma completamente repentina, todo este pensar y
disponer se hizo completamente innecesario y me vi a mí mismo haciendo andar la bicicleta y
manteniendo el equilibrio como si la capacidad de hacerlo hubiera nacido conmigo. Algo dentro de mí
había asumido de repente la responsabilidad total del manejo de la bicicleta, y el «algo» que había
aliviado a la cabeza de su trabajo anterior era, claramente, mi centro motor. Pude recordar, también el
brusco cambio que se produjo en mi forma de hablar castellano, cuando vivía en Buenos Aires. Hasta
cierto momento, dramático por cierto, había necesitado pensar mucho para hablar en castellano, y lo que
realmente estuve haciendo todo el tiempo no era más que traducir penosamente del inglés al español; de
repente, en no más de una semana, ocurrió un cambio impresionante, y me vi a mí mismo pensando y
soñando en castellano. Se había esfumado la necesidad de traducir, y mi centro motor estaba imitando a
todos los que me rodeaban, y realizando el trabajo que antes había llevado a cabo mi centro intelectual.
Al igual que mucha otra gente, me encontré con dificultades al principio para distinguir entre los
movimientos instintivos o los que realiza el centro motor, pero Ouspensky nos había ayudado en gran
forma al decirnos que los movimientos instintivos son congénitos, mientras que los del centro motor
tienen que ser aprendidos. Por ejemplo, el niño recién nacido sabe cómo respirar desde el principio y
rápidamente aprende a chupar y comer, pero el arte de caminar tiene que ser adquirido trabajosamente en
una fecha posterior. Ouspensky decía también que cada centro posee su propia forma de memoria, y yo
recordé la sorpresa que había sentido al descubrir que, aun cuando no había andado en bicicleta por más
de veinte años, todavía era capaz de saltar sobre una máquina y pedalear sin pensarlo y sin encontrar
ninguna dificultad. Mi centro motor había recordado la técnica de andar en bicicleta todo ese tiempo. El
ciclismo sirve también para ilustrar lo que Ouspensky había dicho sobre la interferencia de un centro con
otro. Si después que el centro motor carga con la responsabilidad de andar en bicicleta, uno empieza a
pensar sobre el asunto y a maquinar intelectualmente sobre la forma de distribuir el peso y la dirección
en que deben apuntar los manubrios, es más que probable que dé contra el suelo, y esto es un claro
ejemplo de cómo el centro intelectual interfiere con el centro motor.
Existe una interesante relación también entre la idea de G. sobre la memoria del centro instintivo, y la
opinión de Samuel Butler de que el instinto en los animales, y aun la herencia como un todo, son el
resultado de recuerdos heredados. Samuel Butler protestaba contra la actitud de «cortar el hilo de la
vida, y por lo tanto del recuerdo, entre una generación y su sucesora». Según él, nuestros cuerpos heredan
los recuerdos de una larga línea de antepasados, recuerdos que pasan sobre la grieta que existe entre las
sucesivas generaciones, por medio del ovario y el espermatozoide. Daba, como ejemplo de recuerdo
heredado, el hecho de que en cierta etapa de su desarrollo dentro del huevo, el pollito «recuerda» que
tiene que golpear con su pico la capa interior de la cáscara de huevo, para poder proyectarse en el
mundo. El pollito no solo recuerda cómo hay que hacerlo, sino que además, en una etapa aun anterior de
su desarrollo, su centro instintivo ha recordado con tiempo la necesidad de reforzar células muy fuertes
de la punta de su pico, a fin de poder romper la cáscara, y una vez que lo ha recordado, rápidamente
procede a realizar lo que es necesario. La herencia, para Samuel Butler, era por lo tanto una
manifestación de la memoria racial; teoría suya que siempre me había resultado fascinante, y he aquí a G.
apoyando a Samuel Butler, al hablar de un recuerdo en el centro instintivo que regula todos los procesos
lógicos y de crecimiento. Es cierto que desde los tiempos de Weismann los hombres de ciencia han
sostenido la opinión de que las características adquiridas por los padres no son nunca transferidas a los
hijos, pero siempre he recibido con escepticismo los argumentos de Weismann. Dentro de mi corazón
siempre he seguido siendo un hereje, un lamarckiano y un admirador de Butler.
Me sentí sorprendido ante la riqueza de la colección de observaciones, que hice en las semanas que
siguieron, observándome a mí mismo en la forma en que Ouspensky nos había aconsejado, es decir,
considerándome como otra persona con la cual tuviera una relación apenas superficial. Quizá el primero
y más inquietante de los descubrimientos realizados en esta forma, haya sido el de que nunca era yo la
misma persona por más de unos minutos, y sin embargo tenía el descaro de prologar muchas de mis
observaciones con la enunciación de frases tan equívocas como: «Siempre pienso que…»; o «Estoy
convencido de que…», o «Pienso decididamente que…». ¡Qué insensatez! Me di cuenta en ese momento
de que con frecuencia yo había sentido y pensado en forma totalmente distinta de la que estaba pensando
y sintiendo en ese determinado momento, ¿y quién era el que estaba haciendo esta dogmática afirmación
acerca de sus propios sentimientos y pensamientos? ¿Quién, en resumen, era «Yo»? He aquí un problema
de primera magnitud para resolver.
La observación de uno mismo da origen a toda una serie de nuevas preguntas.
Hace más de dos mil años, Heráclito proclamó que «todo fluye», y hasta ese instante yo había
imaginado que al pronunciar estas palabras tan bien conocidas, él se refería solamente al mundo que está
fuera de nosotros. Ahora, como resultado de solo tres minutos de autoobservación, me di cuenta de que lo
que era indudablemente cierto del mundo que está fuera de mí, es igualmente cierto del mundo que está en
mi interior. Todo «fluye» dentro de mí como fluye afuera; un estado interior sigue rápidamente a otro, una
sensación de placer es rápidamente reemplazada por una de desagrado, de modo que, al mirar hacia el
interior me parecía que mis variadas emociones estaban haciendo un juego en el que todas cambiaban de
lugar entre sí, un estudio de estos dos flujos —el interior y el exterior— pronto me convenció de que el
interior tenía mucha mayor importancia para mí que el exterior, en lo concerniente a la cuestión de vivir.
Sin embargo, yo siempre culpaba a la inestabilidad del mundo exterior, cada vez que algo me salía
mal en la vida, y nunca a la inestabilidad interior mía.
Lo mismo ocurría con otras personas. Siempre luchaban por alterar las cosas que están fuera de ellas
sin darse cuenta nunca de la necesidad, mucho más urgente, de cambiar su mundo interior. Todo andaría
bien solo con que A, B y C se comportaran en forma distinta, si se cambiara la ley, si la gente no fuera tan
insensata, si se hicieran ciertas cosas que es necesario hacer; pero jamás se detienen ni por un momento
para mirar la parte interna de la gran corriente de la vida, en parte consciente, pero en mayor parte
inconsciente, que los está arrastrando como si una marea que avanza lanzara sobre su superficie restos de
naufragio y de algas marinas.
De acuerdo con Freud, como estamos nosotros, lo que sentimos y lo que pensamos, no son otra cosa
que los subproductos de esas oscuras y dinámicas regiones de la mente en las que residen todos nuestros
primitivos instintos animales. Freud nos hace una exposición bastante buena de la mente subconsciente
que es la causante de todas estas actividades que tienen lugar dentro de nosotros. Pero las mejores
descripciones de este gran río subterráneo de deseos, pensamientos y sentimientos, se encuentran en las
obras, muy anteriores, de los neoplatónicos de Cambridge, escritas hace más o menos un siglo. En 1866
E. S. Dallas hizo la siguiente descripción dramática del surgimiento de la vida en las cavernas
pobremente iluminadas de la mente:
«En los oscuros recovecos de la memoria, en sugestiones no espontáneas, en ristras de
pensamientos seguidos desaprensivamente, en oleadas y corrientes múltiples que
relampaguean y se precipitan al mismo tiempo en sueños inestables… en la fuerza del
instinto… tenemos vislumbres de una gran marea de la vida que avanza y se retira, se encrespa
y se oculta donde no podemos verla» (citado por Michael Roberts en The Modern Mind).

No es posible encontrar una descripción más acertada de la fuerza que nos arrastra con ella, una
fuerza de la vida, de cuya existencia yo me estaba dando cuenta recién en forma muy confusa.
Capítulo III
El hombre está dormido
Poco tiempo después Ouspensky habló del importantísimo factor de la conciencia, y, como era
característico en él, se zambulló directamente en el tema sin ninguna clase de preámbulos.

«El hombre —nos dijo— está dormido. Dormido nace, dormido vive y dormido muere. La
vida es para él solo un sueño, sueño del que nunca despierta».

Se me hace difícil recordar, después de todos los años que han pasado, cómo tomé este dramático
anuncio, pero si mi memoria no me traiciona, no me ocasionó gran sorpresa. Mucha gente había estado
haciendo comentarios sobre la calidad de sueño que tiene la vida, y recordé la historia narrada por aquel
inimitable sabio chino de la antigüedad, Chuang Tzu, contemporáneo de Lao Tsé. Cuenta cómo, después
de haberse quedado dormido en su jardín, despertó y se vio en figurillas para saber cuál era el sueño y
cuál era la verdadera vida.
Su narración es la siguiente:

«Ocurrió una vez que yo, Chuang Tzu, soñé que era una mariposa que volaba de aquí para
allá; una mariposa para todo fin y propósito. Solo estaba consciente de seguir mi fantasía
como mariposa que era, e inconsciente de mi individualidad como hombre. De repente desperté
y me vi tendido ahí; había vuelto a ser yo mismo. Bien: no sé si entonces era un hombre que
soñaba que era mariposa, o si ahora soy una mariposa que sueña que es hombre».

Pronto me di cuenta de que Ouspensky no estaba hablando en forma poética o figurativa sobre el
hecho de que el hombre está dormido. Quería que tomáramos sus palabras literalmente, es decir, que
todos nosotros estamos viviendo en un mundo de seres que caminan dormidos, mundo que está habitado
por gente que se mueve dentro de un crepúsculo de conciencia, y sin embargo imaginan que están
despiertos. Era una idea bien extraña, y sin embargo no del todo increíble. Un mundo dormido; gente que
camina por las calles, se sienta en oficinas gubernamentales dirigiendo asuntos de Estado, se precipita a
los lugares en donde tiene que depositar sus votos, imparte justicia desde los estrados tribunalicios, da
órdenes, escribe libros, hace un sinfín de cosas; y todo eso en estado de sueño. Esto es lo que él quería
decir.
Ouspensky dirigió enseguida nuestra atención al hecho de que en Occidente la palabra «conciencia»
se usa en forma muy equivocada, no solo en la conversación popular, sino también por parte de los
psicólogos, que debieran saber algo más. La conciencia —dijo— no es una función, como afirman
muchas obras occidentales sobre psicología, sino que es el conocimiento de una función. Por ejemplo,
hay gente que emplea la palabra conciencia como si fuera sinónimo de pensar, si bien el pensamiento
funciona sin el menor conocimiento de su existencia por parte del que piensa, y la conciencia puede
existir sin que esté presente ningún pensamiento. La conciencia es una cosa variable que ejerce una
influencia sobre la función, la presencia de un grado mayor de conciencia tiene el efecto de mejorar la
calidad de nuestras distintas actividades. Mientras más conscientes estuviéramos de estar haciendo algo,
mejor lo haríamos. Ouspensky ilustraba lo que quería decir apelando a una analogía.
Asimilaba los varios centros que habíamos estado estudiando en sesiones anteriores a otras tantas
máquinas que se encuentran alojadas en una fábrica, máquinas que pueden muy bien trabajar en la
oscuridad, pero que funcionan mucho mejor si se encienden velas en el lugar de la fábrica en que han
sido instaladas.
Cuando la luz eléctrica sustituye a las velas, el desempeño de las máquinas mejora aún más, y cuando
las persianas cerradas de las ventanas de las fábricas se abren de par en par y se deja entrar libremente
la luz, las máquinas trabajan al máximo de su eficacia. La luz representa aquí a la conciencia. Él nos
decía que la experiencia habría de mostrarnos que el grado de nuestra conciencia varía a cada momento
durante el día, siendo a veces un poco mayor y otras un poco menor. Si continuábamos observándonos a
nosotros mismos con cuidado, veríamos que los momentos de «volver en sí» y darnos cuenta de nuestra
existencia, son muy cortos y están separados entre sí por largos lapsos de olvido de nosotros mismos, en
los cuales pensamos, sentimos, nos movemos y actuamos sin estar conscientes en lo más mínimo de
nuestra existencia. Es una insensatez decir, como lo dice mucha gente, que somos conscientes de nosotros
mismos, y si fuéramos sinceros tendríamos que confesar que nos pasamos el día caminando dormidos, en
un estado que se encuentra ubicado en algún punto entre el sueño que tiene lugar en la cama, y la vigilia o
verdadero conocimiento de uno mismo. Hablamos, cumplimos con nuestros deberes, comemos y
bebemos, escribimos cartas, hacemos la paz y declaramos la guerra, tomamos decisiones que creemos
importantes, escribimos libros, todo ello en un estado de conciencia tan bajo que por lo general está más
cerca de la condición de sueño, que de la de conocimiento de uno mismo. Solo por un instante o dos nos
tomamos ocasionalmente conscientes de nuestra existencia, y después, igual que una persona que se da
vuelta en la cama y abre a medias los ojos, los volvemos a cerrar y volvemos otra vez a nuestros sueños.
Ouspensky señalaba que mientras más bajo fuera el nivel de nuestra conciencia, más ciegas y
mecánicas habrán de ser nuestras acciones, y más subjetivos seremos en nuestras apreciaciones. Cuando
una persona duerme en su cama durante la noche, interpreta los apagados mensajes que le llegan del
mundo exterior en forma completamente subjetiva, incorporándolos a la estructura de sus sueños. Por
ejemplo, la presión que hacen las ropas de la cama sobre sus pies, se convierte en un sueño en el que se
imagina a sí mismo atrapado por el barro de un pantano, justo en el momento en que estaba escapando de
algún enemigo.
O una picazón a lo largo del nervio de los dedos, será interpretada por la persona que sueña como un
ataque lanzado contra él por abejas irritadas. En otras palabras, las opiniones de un hombre sobre lo que
le está sucediendo mientras duerme en su cama por la noche, son enteramente subjetivas, y tienen muy
poco que ver con la realidad. Cuando se levanta por la mañana es capaz de ver las cosas en forma un
poco menos subjetiva, pero aun entonces es incapaz de verlas tal como realmente son.
Solo en un estado superior de conciencia le es posible a un hombre verse a sí mismo y a las cosas
que lo rodean como realmente son, y no simplemente como él imaginaba que eran.
Ouspensky seguía diciendo que hay para el hombre cuatro estados posibles de conciencia, y que
nosotros solo conocemos dos de ellos, o sea, el sueño en la cama por la noche, y el estado de conciencia
en que pasamos el día, estado que él proponía que llamemos «caminar en sueños». Por encima de estos
dos estados que nos son habituales existen otros dos niveles superiores de conciencia, el primero de los
cuales es el estado a que antes nos hemos referido como de «recordación de sí mismo» o verdadera
autoconciencia. Ouspensky decía que éste está asociado con un nítido sentido de nuestra propia
existencia, como asimismo con todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Es un estado de conciencia que
alguno de nosotros puede haber experimentado accidentalmente, especialmente en la infancia. El cuarto, y
más elevado estado de conciencia, es la Conciencia Objetiva, denominada a veces en la literatura como
Conciencia Cósmica. Pueden también presentarse relámpagos de este estado de conciencia, que es el
máximo, en hombres y mujeres completamente comunes, y aparentemente por casualidad, pero si uno se
sumerge con más cuidado en la historia de los que lo han experimentado, encuentra con suma frecuencia
que se habían sometido anteriormente a ciertas disciplinas interiores, y habían sido profundamente
conmovidos en el plano emocional.
Las mejores narraciones sobre el estado superior de conciencia pueden hallarse en la literatura
religiosa bajo el título de iluminación.
Ouspensky afirmaba que en un estado de verdadera autoconciencia, un hombre es capaz de verse a sí
mismo objetivamente, tal como realmente es y que en el estado más elevado de todos puede ver todas las
cosas objetivamente. Es por esta razón que a este estado máximo de conciencia se le ha dado el nombre
de Conciencia Cósmica u Objetiva. El camino que lleva a estos estados superiores de conciencia pasa a
través del estado que está inmediatamente por debajo de él. De este modo la Conciencia Objetiva se
alcanza por vía del estado intermedio de verdadera conciencia de sí mismo, de modo que el hombre que
ha alcanzado este nivel, puede ocasionalmente experimentar relámpagos del nivel que está por encima de
aquél, del mismo modo que la gente común que vive en un estado de andar despierta, puede
ocasionalmente experimentar relámpagos accidentales de verdadera autoconciencia. Cualquier persona
puede alcanzar por su sola voluntad estos estados superiores, pero no en forma simplemente casual sino
sometiéndose a un prolongado trabajo sobre sí misma y a una severa lucha interior.
No obstante eso, el hombre tiene el derecho natural de poseer el tercer estado de conciencia es decir;
el estado de conocimiento de sí mismo, que había perdido por causa de una educación equivocada,
erróneos métodos de vida y el descuido constante de las partes más elevadas de su naturaleza. Ouspensky
decía que el sueño en que ha caído no era tanto un sueño natural, como un estado de trance que ha
inducido en él los errores que hemos citado, y, siendo así, le es posible despertar de él y reclamar el
derecho que tiene de un verdadero conocimiento de sí mismo.
Pero para que esto ocurra, tres cosas son esenciales:

1. Que el hombre se dé cuenta de que está realmente dormido.


2. Que reciba ayuda de alguien que se las haya arreglado para despertar, y que sepa por consiguiente
cómo hay que hacerlo.
3. Que esté dispuesto a trabarse en una lucha larga y muy difícil.

Al llegar a este punto Ouspensky nos recordó que, aunque la idea de que el hombre está dormido es
nueva para algunos de nosotros, no hay en ella absolutamente nada de novedoso. Se la puede encontrar en
los Evangelios, donde palabras tales como «despertar», «vigilar» y «dormir» eran repetidamente
utilizadas por Cristo. Por ejemplo, se narra en el Evangelio que los discípulos de Cristo fueron
negligentes y se quedaron dormidos en un momento crítico de la vida de su Maestro, cuando Él se había
separado por un momento de ellos en el Jardín de Getsemaní para poder aislarse y orar solo. Pero —dijo
Ouspensky— la gente no se da cuenta del sentido en que las palabras «dormir», «despertar» y «vigilar»,
son usadas en el Evangelio, sino que las interpreta equivocadamente o con un vago sentido poético y aun
cuando a esas personas se les hablara de este tercer estado de conciencia, de que es:
Un estado de conocimiento de sí mismo.
Una sensación de estar presente, de estar allí.
De pensar, percibir, sentir y moverse con un cierto grado de control y no simplemente en forma
automática.

Dirán con frecuencia que éste es su estado usual, y que no ven razón alguna para considerarlo en
alguna forma desacostumbrado. En otras palabras, se aferran a sus reconfortantes ilusiones de que son
seres conscientes, capitanes de sus almas y dueños de su propio destino. Así las cosas, es de esperarse
que gente como esa diera la explicación acostumbrada a las palabras «Velad y Orad», que pronunció
Cristo.
Ouspensky nos aconsejó examinar por nosotros mismos esta idea de que el hombre está dormido, y
ver si es verdadera o no. Sería un error —decía— aceptarla ciegamente o desecharla sin haberla
examinado, como lo hace mucha gente, más particularmente porque es posible para nosotros despertar,
aun cuando sea por un minuto o dos, en momentos críticos de nuestras vidas, en que una clara visión y una
acción correcta son especialmente necesarias. Nos recordaba el hecho de que un aumento, por leve que
fuera, de la conciencia, es suficiente para cambiar para mejor el funcionamiento de nuestras máquinas.
Pero —Ouspensky hablaba en ese momento con fuerte énfasis—.

«El primer paso que deben dar es descubrir por sí mismos si es cierto o no, que no están
presentes cuando están haciendo cosas, que tienen poca o ninguna responsabilidad por lo que
está ocurriendo. Obsérvense a sí mismos con mucho cuidado, y verán que no son ustedes, sino
ello, quien habla dentro de ustedes, se mueve, siente, ríe y llora en ustedes, tal como ello
llueve, aclara y vuelve a llover fuera de ustedes. Todas las cosas suceden en ustedes, y su
primer tarea es observar y vigilar cómo sucede».

Ouspensky sugería que hiciéramos solos un experimento muy simple, que él mismo había hecho
cuando escuchó por vez primera esta idea del sueño y comenzó a trabajar sobre sí mismo.
Nos recomendaba sentarnos solos en una habitación en la cual no corriéramos el peligro de ser
molestados, mirando las agujas de un reloj colocado sobre una mesa cerca de nosotros, y ver durante
cuánto tiempo podíamos mantener la siguiente idea y sensación:

«Yo estoy sentado aquí mirando las agujas de un reloj, y tratando de


recordarme a mí mismo».

Esto no le parecía a la mayoría de los oyentes de Ouspensky una empresa muy formidable, pero dos o
tres experimentos sobre «autorecordación» fueron suficientes para mostrarnos lo difícil que es en
realidad. Pensamientos errantes no dejaban de invadir el círculo de nuestro autoconocimiento y
arrojarnos fuera de él, de modo que repetidamente perdíamos la sensación de «Yo», para despertar uno o
dos minutos después, al hecho de que nos habíamos perdido completamente en nuestra imaginación, y que
estábamos ahora ante una mesa, mirando sin ver las agujas de un reloj.
La sensación de «Yo» era evidentemente tan débil en nosotros —que no había nada que fuera tan
insignificante como para no poder disiparla—. Nos resultaba humillante descubrir con cuanta frecuencia
desaparecíamos dentro de un terreno de nebulosa durante el experimento, para regresar solo mucho
después a lo que se suponía que debiéramos de estar haciendo.
Pero Ouspensky nos urgía a que continuáramos repitiendo estos esfuerzos a pesar de todos nuestros
fracasos, diciendo que el primer paso para poder «recordarnos a nosotros mismos» era que nos diéramos
cuenta a fondo de nuestra incapacidad para hacerlo. También decía que mientras más notáramos nuestro
actual estado psicológico de sueño, tanto más apreciaríamos la urgente necesidad de cambiarlo.
Para mí la idea de que el hombre está dormido no presentaba dificultades particulares, y la acepté
con mejor disposición que la anterior afirmación de Ouspensky:

De que somos máquinas.


Que todo sucede en nosotros.
Y que no poseemos voluntad.

La razón de la diferencia en mis actitudes hacia estas dos teorías complementarias puede explicarse
fácilmente, yo no había sentido todavía en mí mismo toda la fuerza de mi mecanicidad, mientras que
había experimentado en mi infancia esas agitaciones en el sueño que Ouspensky había descrito como
momentos de autorecordación casuales. Podía recordar cómo mientras corría en una cierta pradera en
Folklor me había detenido de repente mirando con sorpresa a mi alrededor, experimentando al mismo
tiempo una sensación muy elevada de mi propia existencia. Esta aguda sensación de «ser» fue tan
abrumadora que llegó en un momento a asustarme, y cada vez que se repetían esos instantes generalmente
me quedaba parado en silencio hasta que hubieran pasado. Entonces la fuerte corriente de la vida se
apoderaba de mí y me llevaba con ella, de modo que volvía a sumergirme en lo que había estado
haciendo anteriormente.
Después que hube crecido leí muchas ilustres obras psicológicas de autores occidentales, pero no
pude encontrar en ninguna parte referencia alguna a los extraños cambios de conciencia que había
experimentado. Ahora, por primera vez, estaba escuchando algo que echaba sobre ellos una luz nueva.
Es por cierto asombroso, que ningún psicólogo occidental haya mostrado el menor interés en estas
fluctuaciones de la conciencia.
Es particularmente sorprendente que Freud, el hombre que tanto hizo por explorar las regiones del
subconsciente y del inconsciente de la mente, jamás haya postulado la existencia de estados que están por
sobre el nivel acostumbrado de conciencia. Si existen estados que están por debajo de este nivel,
entonces seguramente es probable que existan también estados que están por encima de él. Sin embargo,
Freud les dio deliberadamente la espalda a fenómenos de la superconsciencia, a la que se conoce en la
literatura religiosa como «iluminación». Su desdén por este tema probablemente pueda explicarse por el
hecho de que era médico, y como tal se interesaba más profundamente por la psicopatología que por la
psicología misma. Además sentía profundos prejuicios contra toda forma de sentimientos religiosos, y los
desechaba por ilusorios.
Solo después de terminar mi examen de Freud, me volqué a William James, un genio psicológico con
una visión mucho más amplia que la visión de Freud, cuando pude encontrar algo aplicable al tema en el
que estaba tan profundamente interesado.
Resulta evidente del pasaje que transcribo a continuación, que William James había experimentado
por sí mismo los asombrosos cambios de conciencia a los que estoy haciendo referencia, y posiblemente
estados más elevados que estos:

«Mi mente se vio obligada a admitir la siguiente conclusión —escribe— sobre cuya verdad
mi impresión ha permanecido desde entonces inconmovible: nuestra conciencia normal de
vigilia, que llamamos conciencia racional no es sino un solo tipo de conciencia, mientras que
en todo su alrededor, separada por la pantalla más delgada, habitan formas potenciales de
conciencia enteramente distintas».

William James tiene razón, pero lo que no llegó a agregar es que por el uso de ciertos métodos es a
veces posible irrumpir a través de esas delgadas pantallas que separan un estado de conciencia de otro y
vivir por unos instantes en un mundo de horizontes más amplios y mucha mayor intensidad que nuestro
mundo habitual; en otras palabras, «ser» en el más pleno sentido de esta palabra antes que existir y nada
más.
Descubrí más tarde que William James no era en modo alguno el único escritor occidental que
señalara la variabilidad de la conciencia del hombre. Primero me encontré con ciertas referencias muy
interesantes sobre ella en las obras del Dr. Hughlings Jackson, fundador de la Escuela Británica de
Neurología. Dijo el Dr. Jackson:

«No hay entidad tal como la conciencia… cuando estamos gozando de salud somos de un
momento a otro distintamente conscientes».

Otra referencia a los cambios de conciencia puede encontrarse en los escritos de ese genio tan
incomprendido que fue Nietzsche:

«¡La conciencia —dijo— es considerada como una determinada magnitud fija! Se niegan
su crecimiento e intermitencias. Se la acepta como la unidad del organismo. Esta ridícula
sobreestimación y esta errónea concepción de la conciencia, tiene, como resultado la gran
utilidad de que se ha impedido una maduración demasiado rápida de ella. Como los hombres
están creídos de que ya poseen una conciencia, se toman muy pocas molestias para
adquirirla». (Joyful Wisdom).

Es sorprendente ver lo mucho que se ha acercado Nietzsche a lo que Ouspensky dijo después, sobre
que el principal obstáculo con que se encuentra el hombre para adquirir más conciencia, es su errónea
creencia de que ya es poseedor de una conciencia plena, y yo me preguntaba a mí mismo si Nietzsche no
habría establecido contacto en algún momento con la enseñanza oriental sobre el tema. Es bastante
posible, pues se sabe bien que fue gran admirador de Schopenhauer, y éste estaba muy fuertemente
influido por el pensamiento de Oriente.
La autoobservación me confirmó pronto la verdad de la afirmación de Ouspensky de que hacíamos
todas las cosas sin estar conscientes de nosotros mismos mientras estábamos haciéndolas, estando nuestra
atención enteramente absorbida por la actividad, de modo que no quedaba nada para la conciencia
simultánea de nosotros mismos. Solo dividiendo deliberadamente la atención, y dirigiendo una porción
de ella de vuelta sobre nosotros mismos, podemos mantener nuestra autoconciencia. Pronto me di cuenta
de que esta división artificial de la atención es la clave de la autorecordación como así también de la
autoobservación.
Cuando hicimos esta división la parte de la visión retroactiva de nuestra atención tomó nota de
nuestros pensamientos, sentimientos y movimientos, y se transformó en lo que dimos en llamar el «Yo
observador», y lo que el filósofo hindú llama «el Testigo».
Cuando nos hacemos más prácticos en la autoobservación, gran parte de nuestro trabajo consiste en
contraponer un estado psíquico a otro estado psíquico; por ejemplo: comparar, la oscuridad de la vigilia
en sueños en la que nos pasamos prácticamente el día entero, con ese «rayito de luz» que aparece cada
vez que el «Yo observador» despierta en nosotros por uno o dos instantes, Naturalmente, toda
autoobservación llega a su fin cuando nos identificamos con alguna cosa, toda vez que no queda nadie
que actúe como observador, pero ocasionalmente nos arreglamos para sorprendernos a nosotros mismos
en un estado de transición, ya sea emergiendo del sueño, o a punto de deslizarnos nuevamente en él. Si
nos sorprendemos en este acto de desaparecer, es posible a veces, con un esfuerzo de una clase especial,
luchar para regresar al estado de vigilia. Con el correr del tiempo nos vamos familiarizando cada vez
más con la diferencia entre estos dos movimientos contradictorios, el movimiento exterior de dispersión
en sueños, y el movimiento inverso de traernos de vuelta hacia nosotros mismos, de modo que ya no
estamos tratando más con ideas; sino con experiencias reales. La afirmación de G. de que el hombre está
dormido, salió para nosotros del reino de la teoría al reino de los hechos vivientes.
Ouspensky nos contaba cómo pudo llegar a saber profundamente que el hombre está dormido, poco
después de haber oído hablar a G. de la idea del sueño, en el año 1915. Dijo que había ido a despedir a
G. en el tren que lo llevaba a Moscú, después de una de sus periódicas visitas a San Petersburgo, y que
mientras caminaba hacia su casa por la calle Trotsky, se dio cuenta de repente de que el hombre que se
acercaba a él por el pavimento estaba profundamente dormido. Ouspensky ha descrito desde entonces
este episodio en su libro, publicado muchos años después, In Search of the Miraculous (En Busca de lo
Milagroso):

«Aun cuando sus ojos estaban abiertos, caminaba evidentemente sumergido en sueños que
corrían como nubes a través de su rostro. Se me ocurrió que si yo pudiera mirarlo durante
bastante tiempo vería sus sueños. Pero él siguió de largo. Vino después otro hombre, también
dormido. Un izbostchik dormido pasó de largo con dos pasajeros dormidos, De repente me vi a
mí mismo en la situación del príncipe de “La Princesa Durmiente”. Todos los que me rodeaban
estaban dormidos. Estas sensaciones duraron varios minutos».

Esta experiencia de despertar unos instantes dentro de un mundo que duerme, y la sensación de
extrañeza que la acompaña, no son por lo común acontecimientos casuales, sino el resultado de esfuerzos
previos por recordarse a uno mismo. Tengo recuerdos similares de «volver en mí» de este modo. Uno de
ellos ocurrió en una hora pico en un subterráneo de Londres. Ahí estaba yo, espectador confundido de un
mundo extraño, observando montones de gente transportada a los intestinos de la tierra en escaleras
mecánicas, y también escaleras excesivamente cargadas que se me acercaban, y todos estaban dormidos,
como yo lo había estado uno o dos minutos antes; algunos fruncían el entrecejo, otros sonreían, y algunos
de ellos estaban totalmente desprovistos de expresión, pero con ojos que miraban y no veían nada,
¿adónde nos dirigíamos, en éxtasis, y cuál era la fuerza que nos arrastraba en nuestro sueño? Algunos de
nosotros estábamos evidentemente más obsedidos que otros, por la necesidad de apurarse, pues los que
estaban inquietos se contorsionaban y se abrían camino a través de la muchedumbre, como a veces vemos
a un pez saltar y caer en un banco de arena. ¿Hacia dónde íbamos todos nosotros, gente dormida y
apresurada, y qué haríamos cuando llegáramos? ¿Eran responsables nuestras voluntades personales de
toda esta conmoción, o éramos barridos por alguna gran fuerza de carácter tan implacable y tan
impersonal, como la atracción de la luna sobre los mares? En una de las reuniones, había dicho
Ouspensky que las masas de la humanidad están bajo la influencia de la luna, pero durante mucho tiempo,
encontré esta idea demasiado lejana como para aceptarla.
Ouspensky volvía repetidamente al tema del recuerdo de uno mismo. Podía considerárselo —decía—
como la idea central de todo el sistema de pensamiento de G., y era la respuesta a muchas de las
preguntas que formulábamos en las reuniones. «¿Qué debo hacer en una situación como esa?», solía
preguntar alguno, y la respuesta venía prontamente: «Trate de recordarse a sí mismo». Pero si la
autorecordación ya era cosa difícil cuando uno se encontraba solo y en circunstancias favorables, era del
todo imposible hallándose en compañía y expuesto a todas las distracciones de la vida diaria. Ouspensky
lo sabía bien, pero quería que nosotros nos diéramos cuenta más profundamente de lo que nos dábamos,
de que estábamos dormidos; como él ya lo había dicho el primer paso hacia la realización de la
autorecordación es la percepción de que no nos recordamos a nosotros mismos. De ese modo, poco a
poco, la idea de que el hombre está dormido, pero que haciendo un cierto tipo de esfuerzo puede
arrancarse a sí mismo de este sueño tan profundo y «volver en sí» parcialmente, se nos hizo más real,
pasando del reino de la teoría al de la práctica. Pero sabíamos todo el tiempo que nuestra
autorecordación, aun en las más favorables de las circunstancias, era muy incompleta, y que más allá de
lo muy poco que habíamos conseguido yacían trechos muy grandes de conocimiento más profundo.
Mirando hacia atrás como lo hago ahora desde el atalaya del presente, me doy cuenta de que
Ouspensky hizo muy poco hincapié en ese momento sobre la preparación para la autorecordación, y fue
solo después de haber conocido a G. muchos años más tarde en París, que comprendimos lo necesario
que era. El primer paso hacia la autorecordación es volvernos de las vaguedades de nuestra mente hacia
nuestro cuerpo, y hacernos sensibles a ese cuerpo. Sabemos todos, naturalmente, que poseemos
miembros, una cabeza y un tronco, pero en nuestro estado ordinario de «despiertos dormidos» recibimos
muy pocas impresiones sensoriales —tal vez ninguna— de aquéllos, a menos que estemos doloridos. En
otras palabras no estamos realmente conscientes de nuestro cuerpo. G. nos enseñó ejercicios especiales
para aflojar nuestros músculos en la mayor medida posible, y después para «sentir» las distintas regiones
de nuestros cuerpos, a tales ejercicios haremos referencia más tarde en este libro.
Estos ejercicios fueron de inmenso valor para nosotros, y particularmente útiles como preparación
para la autorecordación.
Investigaciones posteriores me han demostrado que muchos escritores han experimentado fugaces
momentos de autorecordaciones casuales, y han dejado de ellos excelentes narraciones.
Una de las mejores descripciones que se hayan hecho de un grado más intenso de autorecordación, es
la de Tennyson, quien tuvo aparentemente varias experiencias de esta clase, inducidas por el concepto de
«Yo», que es una forma de meditación que puede conducir fácilmente a la autorecordación. Más de una
vez, cuando yo me sentaba completamente solo, hurgando dentro de mí mismo se soltaba esa palabra que
es el límite del «yo», y entraba en lo Innombrable como una nube se funde con el Cielo. Me palpaba los
miembros, los miembros eran extraños, no eran míos, no obstante sin sombra de duda, sino con claridad,
mediante la pérdida del «yo», el adquirir una vida tan grande, si se la compara con la nuestra, era como
es el Sol para una chispa, inocultable en palabras, que no son más que sombras de una sombra.
Tennyson tenía el temperamento emocional de un poeta, y penetraba más hondo en el estado de
autorecordación que lo que puede hacerlo la mayoría de la gente, a menos que lo hayan practicado
durante años. También llega a conservar de esa experiencia nítidos recuerdos y una de las cosas que
recordaba era que la autorecordación trae consigo cambios tanto cualitativos como cuantitativos en la
conciencia. Quiero decir con esto que un nivel de conciencia más alto es la puerta de entrada a elementos
de experiencia enteramente nuevos, de modo que parece como si uno hubiera penetrado bruscamente a
través de una entrada, en un mundo y una forma de vida que son completamente distintos. El pequeño
«yo» que nos limita todos los días, el «yo» que insiste en sus derechos personales y en su separatividad,
ya no está más allí para aislarnos de todo lo demás; y en su ausencia se nos admite en un orden de
existencia mucho más amplio, que es común a todo ser que respira. Ha desaparecido la separatividad, y
el clamor del pensamiento interior muere en el silencio interior, tomando su lugar una irresistible
sensación de «ser». No solo ha cesado la charla producida por la cabeza, sino que las mismas palabras
que anteriormente usábamos han perdido toda importancia. Conceptos limitadores, como los de «tuyo» o
«mío», «de él» o «de ella», no tienen sentido dentro del ilimitado reino en el cual se nos ha permitido
ingresar, y hasta aquellas viejas divisiones del tiempo en «antes» y «después» se han ahogado en
insondables profundidades de un «ahora» omnipresente. Así ha desaparecido también esa distinción tan
cara al corazón del filósofo occidental: la división entre sujeto y objeto, conocedor y cosa que se conoce.
Todos los viejos tabiques están en ese momento caídos, y uno se torna consciente de una unidad, una
intensidad de existencia, una bienaventuranza de «ser» jamás experimentada hasta entonces. El hindú
describe este estado estático por medio de las palabras sánscritas sa (ser), chit (conciencia) y anand
(bienaventuranza) y hace una exposición muy adecuada de ese estado.
La condición que se exige, por sobre todas las demás, de aquellos que entran en este reino del
espíritu para descubrir la unidad con él, es que deben despojarse por el momento de la tiranía del
espacio y el tiempo, esa tiranía que Jalal’uddin ha llamado «el oscuro déspota». Todos los que han
experimentado este otro estado concuerdan sobre este punto. «Ninguna criatura —escribió Santo Tomás
de Aquino— puede alcanzar un grado más elevado de naturaleza sin cesar de existir» y lo que hay que
sacrificar es la existencia del «yo» de todos los días. Sin embargo, aun cuando nos regocijemos con la
desacostumbrada liviandad y libertad, seguimos estando conscientes de que ahí cerca nos esta esperando
para plantearnos sus exigencias, el mismo «yo» limitador e inferior de la vida de todos los días. En
contados instantes la ruidosa maquinaria del pensamiento, el sentimiento y el movimiento se echan a
andar de nuevo, y se quiebra el silencio interior. Esta sensación de que el atareado ser de la vida diaria
está allí esperándolo a uno, tiene una explicación muy sencilla. Cuando se alcanza un nivel de conciencia
más elevado, éste no desaloja al estado al que suplanta, sino que se sobre impone sobre él y, siendo así,
nos damos cuenta de la estrecha proximidad de los pensamientos y sentimientos de nuestro estado
ordinario. Tan cerca de nosotros están estas actividades inferiores, que corremos constante peligro de
que atraviesen el delgado tabique que las separa de nosotros, y que la autorecordación finalice en forma
brusca. Precisamente de tal modo, termina generalmente la autorecordación. La atención vaga, el tráfico
dentro de la cabeza comienza de nuevo su alboroto, se desplaza el silencio interior y todo queda como
estaba antes.
Repetimos que William James es el único filósofo occidental que demuestra comprensión de estos
estados superiores de conciencia. Dice que las dos características notables de estos estados superiores
son el optimismo y el monismo:
«Pasamos de la conciencia ordinaria a los estados místicos como de lo menor a lo mayor,
de una pequeñez a una vastedad, y al mismo tiempo de la agitación al descanso. Los sentimos
como estados reconciliadores, unificadores. Atraen más la función de “sí” que la función de
“no” en nosotros. En ellos lo ilimitado absorbe a lo limitado, y cancela pacíficamente la
cuenta».

William James debió de haber agregado otras dos características de estados superiores de
conciencia, y más particularmente de aquel que es más elevado de todos: la Conciencia Cósmica.
La primera de estas cualidades, es la intensa convicción de la verdad que llevan consigo. Por difícil
que pueda ser para el individuo expresar lo que ha aprendido, no abriga ninguna duda sobre su verdad.
Es un conocimiento que se ha adquirido por una ruta distinta de aquélla por la que se adquiere el
conocimiento corriente, o sea, por intermedio de los sentidos especiales y la razón. Es conocimiento
directo e inmediato, lo cual es contrario al conocimiento indirecto y mediato.
Richard Gregg expresa en forma muy clara la diferencia existente entre estas dos formas de conocer.
Dice que podemos aprender muchísimo sobre un objeto cualquiera en el mundo exterior, observándolo
desde una cantidad de ángulos distintos, y haciendo luego una descripción general de él. Pero con esta
forma de conocimiento, somos conscientes de la separación que existe entre nosotros y la cosa que
estamos observando, de modo que es más bien «conocer acerca» de ella, que «conocerla». Cuando
conocemos algo directamente, esta sensación, de separación desaparece. «Hay una mezcla de sujeto y
objeto, una absorción mutua, un olvido de todo lo demás; a menudo se siente un goce, una exaltación, un
entusiasmo, un enajenamiento, una alegría profunda… No es conocer de afuera; es conocer de adentro».
No es conocer «acerca de», es un conocimiento unificador. El conocimiento unificador es mucho más
completo y profundo que el conocer «acerca de». (Richard Gregg. Self Transcendence, Víctor Gollancz,
1956).
Las distintas personas adoptan actitudes distintas frente a estas dos formas de conocer; Los
intelectuales y los eruditos desconfían del proceso mental intuitivo y no lógico que hemos descrito,
mientras que artistas, poetas, místicos y, por extraño que parezca decirlo, ciertos hombres de negocios,
con enorme experiencia práctica de la vida, están más inclinados a dudar de la eficacia de los procesos
lógicos. Cada parte puede encontrar justificaciones para desconfiar de la otra clase de conocimiento, ya
que a menudo pueden cometerse equivocaciones con ambos métodos. Lo cierto es que cada forma de
conocer tiene su valor, y se está utilizando constantemente. Hasta el mismo hombre de ciencia, que es
especialmente experto en darle vueltas a un objeto y enfocarlo desde todos los ángulos, ha comenzado
probablemente sus peregrinaciones, aceptando como cierta alguna idea que le ha llegado en forma
intuitiva y directa.
La segunda característica de los estados superiores de conciencia, y particularmente del más elevado
de todos, es el pronunciado cambio que se produce en el sentido del tiempo. El Dr. Bucke, psiquiatra
canadiense que realizó un estudio especial de la Conciencia Cósmica a fines del siglo pasado, escribe
que:

«La persona que experimenta la Conciencia Cósmica, aprenderá en los pocos minutos o
instantes que ésta dure, más que en meses, más que en años de estudio ordinario, y aprenderá
muchas cosas que ningún estudio ha enseñado jamás a un hombre, ni podrá nunca enseñarle.
Obtiene especialmente una concepción del todo, o por lo menos, de un todo tan inmenso que
empequeñece toda concepción, una idea de ese todo que hace que todas las tentativas
realizadas antes para aferrar el Universo y su significado, le parezcan diminutas y ridículas».

El Dr. Bucke narra su propia experiencia de la conciencia cósmica en tercera persona, y se notará que
hace hincapié en la impresión de luz que asocia con ella:

«Él estaba en un estado de goce tranquilo, casi pasivo. De repente, sin ninguna clase de
aviso, se vio a sí mismo envuelto, por así decirlo, en una nube de color de llama. Por un
instante pensó que se habría producido un incendio, alguna catástrofe repentina en la gran
ciudad; lo que advirtió enseguida, fue que la luz estaba dentro de él mismo. Directamente
después fue invadido por una sensación de euforia, de inmensa alegría acompañada o seguida
de inmediato por una iluminación intelectual completamente imposible de describir. Atravesó
su cerebro un relámpago momentáneo del Esplendor Bráhmico que desde entonces ha
iluminado su vida: cayó sobre su corazón una gota de la Bienaventuranza Bráhmica, que dejó
de ahí en adelante, y para siempre, un regusto del Paraíso». (R. M. Bucke, Cosmic
Consciousness).

La experiencia del hombre que ha saboreado esto, que es el nivel más elevado de todos los estados
de conciencia, siempre es de esta naturaleza, ya que lo hace sentirse abrumado por la magnitud y el
esplendor de la visión que se le ha concedido, y queda tan convencido de su verdad que no hay nada que
pueda conmover la fe que ha puesto en ella; queda asombrado ante lo mucho que ha ocurrido en un lapso
tan corto; finalmente, el recuerdo de ese momento de Esplendor Bráhmico jamás se debilita, y se lo
atesora, como algo que ha conferido un significado a la vida.
La descripción que damos se aplica solo al estado más alto de conciencia, o Conciencia Cósmica,
nivel que solo muy pocas personas han alcanzado. En este capítulo nos ocupamos principalmente del
estado que yace por debajo de aquél, llamado por G. «autorecordación», estado en el que el hombre
puede verse a sí mismo, pero no al universo, objetivamente. Maurice Nicoll ha descrito ese estado menos
sublime en estas serenas palabras:

«La Autorecordación baja desde arriba, y la Autorecordación plena es un estado de


conciencia en el cual la Personalidad y todas sus ficciones casi dejan de existir, y uno por así
decirlo, no es nadie, y sin embargo la plenitud de este estado, que es en realidad
bienaventuranza, lo transforma a uno, por primera vez, en alguien».
Capítulo IV
Conocimiento y ser
En los capítulos anteriores hemos discutido la naturaleza mecánica del hombre y el bajo nivel de
conciencia en que vive.
En este capítulo habremos de enunciar un principio que es muy importante dentro del sistema de
conocimiento de G., v. g.: el principio de que el desarrollo del hombre tiene que producirse
simultáneamente a lo largo de las dos líneas paralelas de conocimiento y ser.
Ouspensky comenzó su disertación sobre el tema diciendo que todo el mundo reconoce la importancia
que tiene un aumento del conocimiento, pero muy pocos se detienen a considerar la necesidad, igualmente
apremiante, de un aumento, del ser. Ni siquiera comprenden qué se quiere expresar con la palabra «ser»,
por la que debemos decir primero algo sobre este tema. Para la mayor parte de la gente la palabra «ser»
significa solo existencia, pero es posible existir en muchas formas distintas, y en niveles muy diferentes.
Hay, por ejemplo, mucha diferencia entre el «ser» de una piedra y el de una planta, lo mismo también que
entre el «ser» de una planta y el de un hombre.
Lo que no se comprende es el hecho de que pueda existir una diferencia igualmente grande entre el
«ser» de un hombre y el de otro hombre.
Menos gente aún comprende que el conocimiento de un hombre depende de su ser. Aquí en Occidente
se da por aceptado que siempre que un hombre tenga un buen cerebro y sea suficientemente laborioso,
puede adquirir cualquier conocimiento que se le antoje, y también comprenderá todo lo que estudie. Su
ser —es decir, todo aquello que el sostiene— no importa en absoluto, en lo que concierne al
conocimiento que puede adquirir y toda su comprensión del mismo. Puede transformarse en un gran
filósofo o en un hombre de ciencia, hacer importantes descubrimientos y seguir siendo al mismo tiempo
lo que ya era, un pequeño egoísta perverso, vano pretencioso, más profundamente dormido aun que sus
semejantes. Ésta es la forma en que Occidente encara el tema del ser y el conocimiento, pero la cultura
oriental está mucho más adelantada. En Oriente un hombre se somete al entrenamiento para la recepción
de la verdad, exactamente en la misma forma en que un atleta se adiestra para una carrera; en el óctuple
Sendero del Buda, se establece que un recto modo de vivir es uno de los requisitos para adquirir el
conocimiento correcto. Un filósofo oriental sabe que si el conocimiento de un hombre se adelanta a su
ser, habrá de emplearlo mal, se hará cada vez más teórico y menos aplicable a su vida. En lugar de ser
una ayuda para él, puede al final complicar su existencia aún más. Una de las características distintivas
de conocimiento no práctico de esta clase, es que siempre es conocimiento de la parte y nunca
conocimiento del todo.
Para el debido desarrollo de un hombre, el progreso tiene que producirse simultáneamente a lo largo
de las dos líneas: la del ser y la del conocimiento. Para progresar a lo largo de la línea del ser tenemos
que luchar contra nuestras debilidades —y más que todo contra la debilidad del sueño— y adquirir al
mismo tiempo todo lo que podamos en materia de conocimiento. Si permitimos que nuestro conocimiento
le gane a nuestro ser, el resultado será que podremos saber en teoría lo que debiéramos de hacer, pero no
podremos hacerlo; mientras que si fuera el ser el que se adelanta al conocimiento, entonces estaremos en
la situación de esas personas que han adquirido nuevos poderes, pero no tienen la menor idea de qué han
de hacer con ellos.
Ouspensky decía que existe otra causa común de la confusión sobre el tema del conocimiento. Esa
causa es que la gente confunde conocimiento con comprensión, pero el conocimiento es una cosa y la
comprensión otra, y a menudo hay una ancha grieta entre los dos. El conocimiento no otorga por sí mismo
la comprensión a una persona, ni tampoco llega necesariamente la comprensión con una mayor accesión
de conocimiento. La comprensión es el producto de cierta relación entre el conocimiento y el ser, y por lo
tanto podríamos considerarla como la resultante de los dos. Otra cosa importante que hay que decir sobre
la comprensión, es que siempre lleva consigo el darse cuenta de la relación existente entre un objeto
estudiado y algo mayor que él; entre la célula y el cuerpo; entre el hombre individual y la humanidad;
entre la humanidad y la vida orgánica; entre la vida orgánica y la tierra; entre la tierra y el sol, y entre el
sistema solar y el universo entero.
Ouspensky señaló entonces que, aun cuando el conocimiento crece en el mundo occidental, la
comprensión de ese conocimiento está muy atrasada. Ésta es una era de especialización, y la
especialización es causa de que se sepa cada vez menos sobre la relación que existe entre la parte y el
todo. Este método fragmentario de estudiar las cosas es en gran parte responsable de la poca
comprensión que existe en el momento actual. Otra causa de confusión es que escaso número de personas
llegan a darse cuenta de cuán subjetivo es el lenguaje que están utilizando, y en qué medida están
sometidos a su poder. Imaginan que están empleando palabras con un mismo sentido, mientras que a
menudo las emplean en sentido completamente diferente. Es verdad que la información de naturaleza
práctica puede ser intercambiada de ese modo, pero cuando se sale de lo práctico y se usan términos
abstractos, empieza de inmediato la incomprensión. No hay más que ponerse a escuchar una discusión
entre dos personas educadas, para darse cuenta enseguida de que con frecuencia están de acuerdo, y solo
parecen hallarse en posiciones opuestas por usar las palabras en forma distinta, o al revés, que en
realidad están en desacuerdo aunque imaginan haber llegado a idénticas conclusiones.
Cuando se la observa desde el punto de vista de los centros, comprensión significa realmente
comprender en más de un centro.
Por ejemplo al oír hablar por primera vez de la idea de mecanicidad, un hombre la acepta, si es que
realmente lo hace, solo en el Centro Intelectual, como lo aceptaban los sostenedores conductistas de la
mecanicidad. Parecía ser una teoría razonable para hombres de esa clase, y adherían a ella como tal.
Pero si continuaban trabajando sobre sí mismos y observándose tan imparcialmente como les fuera
posible, llegaría eventualmente el día en que habrían de sentir la plena fuerza de su mecanicidad
arrastrándolos con ella. Sabrían que es algo así como ser barridos por la fuerza de la vida, como una
corriente fuerte que arrastra hacia el mar al nadador, y entonces comprenderían también la mecanicidad
en el Centro Emocional. La idea habría salido de la esfera de la teoría para entrar en la de la práctica, y
comprenderían la idea de la mecanicidad en forma totalmente distinta. Poco más tarde sentirían la
mecanicidad en todos sus centros, y en ese momento una idea que hasta entonces solo había estado
alojada en su mente, pasaría automáticamente al reino doméstico de la comprensión.

«Existen dos líneas por lo tanto, a lo largo de las cuales tenemos que trabajar —continuó
Ouspensky—: la línea del conocimiento y la línea del ser; y como ya les he dicho, el primer
obstáculo que se opone al progreso a lo largo de la última es el del sueño. Nuestros principales
esfuerzos tienen que estar dirigidos entonces a la lucha contra el sueño».

Aquí nos recordaba lo que había dicho antes sobre la naturaleza de este sueño, que era que se parece
al coma producido por narcóticos o por la sugestión hipnótica, antes que a un sueño natural. En
consecuencia sería útil que nosotros comenzáramos el trabajo sobre la línea del ser con un estudio muy
cuidadoso de las distintas causas que nos mantienen dormidos. Si procedemos así, podremos descubrir
que una causa sumamente importante es el trabajo equivocado de los centros. Éste puede adoptar muchas
formas distintas, pero el más común de nuestros errores es nuestra tendencia a «identificarnos» con todo
lo que nos rodea. Con las palabras «identificar» e «identificación» queremos decir que un hombre pierde
el sentido de sí mismo y de su existencia en un solo pensamiento, sentimiento o movimiento, olvidando
todos los otros pensamientos, sentimientos o movimientos. Se mete, por así decirlo, en todo en lo que
haya capturado su atención en ese determinado momento, de modo que ha dejado de estar consciente de sí
mismo, y de existir como persona. El nivel de conciencia se sumerge en niveles aun más bajos que los
usuales en momentos como esos, y su campo de conciencia se empequeñece en tal forma, que solo deja
lugar para una sola idea, percepción o emoción.
Ouspensky grabó en nosotros el hecho de que la identificación es un enemigo formidable y
extremadamente sutil. Impregna nuestras vidas en forma tal que podemos decir que pasamos de una
identificación a otra, y muy pocas veces nos liberamos de ellas. Lo que hace que la lucha contra ellas sea
más difícil, es que la identificación siempre asume disfraces honorables y nos lleva por caminos errados,
a creer que es nuestra amiga, algo de lo que no podemos prescindir. Por ejemplo, la mayor parte de la
gente cree que es correcto y apropiado que un artista se pierda completamente en su tela, y se olvide de
todo lo demás.
Del mismo modo respetaban a Isaac Newton por el estado de identificación en que cayó cuando,
mientras estudiaba las leyes del movimiento, colocó su reloj, en vez del huevo que su mujer le había
traído, en una sartén, y lo hirvió para su almuerzo.
¡Qué magnífico —dijeron— es este total enfoque de su atención sobre el problema que lo tenía
ocupado, qué completo el desalojo de su mente de todo lo demás! Pero —dijo Ouspensky— esto es una
tergiversación completa de lo que realmente sucedió.
En vez de dirigir Newton su atención, por un acto de voluntad, sobre el problema que estaba
estudiando, su atención fue capturada y aprisionada por él en forma tal que todo lo demás, incluyendo
todo sentido de su propia existencia, desapareció completamente. En otras palabras, al identificarse
completamente con su problema matemático, Newton cayó en un sueño más profundo de lo que se había
propuesto. «Sí, pero le valió a Newton que fuera así —protestarían los críticos— pues en ese estado de
identificación llegó a descubrir las leyes del movimiento».
Newton era un genio, y aunque era capaz de trabajar con las leyes del movimiento mientras estaba
dormido profundamente, probablemente las hubiera descubierto un poco antes si hubiera estado un poco
menos identificado.
La principal diferencia entre la identificación, o enredo mecánico de la atención con algún problema,
y una atención deliberadamente dirigida a él, es que la identificación tiene el efecto de estrechar el
campo de la conciencia, mientras que la atención dirigida generalmente lo amplía en forma tal, que entran
más cosas en él. Este efecto reductor de la identificación explica el dicho popular de que los árboles
impiden ver el bosque. Lo que sucede es que su atención ha sido aprisionada por uno o dos árboles, de
modo tal que nada más puede ponerse al alcance de su vista. Del mismo modo, al identificarnos con una
ansiedad, desengaño o alguna causa de irritación, nos ponemos completamente bajo su poder, de tal modo
que resulta imposible pensar o sentir sobre cualquier otra cosa. Ouspensky nos señalaba que la
identificación es el principal obstáculo en el camino de la autorecordación, pues aprisiona al hombre en
alguna parte pequeña de sí mismo, y es por lo tanto la antítesis misma de esa ampliación y elevación del
nivel de conciencia producido por la autorecordación. Abreviando: la identificación conduce a la
pérdida de todo sentido de existencia, a un sueño más profundo, a una mayor subjetividad de miras y
ausencia de toda capacidad de ejercicio del más mínimo alcance de elección.
Ouspensky nos repetía que durante todo el día pasamos de una forma de identificación a otra, y que
nada es tan superficial como para que no podamos identificarnos con ello. Un hombre puede llegar a
identificarse hasta con un cenicero, y si un cenicero puede influir de ese modo, es fácil ver cómo las
posesiones de un hombre, sus éxitos y sus alegrías, le dan oportunidades aun más amplias de
identificación. Lo que es más difícil de comprender, es cómo un hombre puede sumergirse igualmente en
sus desgracias e infortunios; y sin embargo ese es el caso.
Nos decía Ouspensky que G. había comentado con frecuencia la parcialidad del hombre hacia sus
propias aflicciones y las ajenas, y señaló que la última cosa que un hombre está dispuesto a abandonar, es
su sufrimiento. Estará de acuerdo, en ocasiones, con renunciar a sus placeres, pero está constituido en
forma tal, que se aferra con la mayor posesividad y tenacidad a sus sufrimientos. Es obvio que
quienquiera que tenga el deseo de desarrollarse, tendrá que sacrificar sus aflicciones y sus sufrimientos,
pues la identificación con las emociones negativas lleva consigo un enorme desperdicio de energía
nerviosa, desperdicio que es imperativo que evitemos. Ouspensky decía que la identificación con las
emociones negativas, provoca tales estragos en nuestras vidas, que sería conveniente hacer una lista de
las emociones particularmente negativas hacia las que somos especialmente parciales. Todo el mundo —
decía— tiene sus propios favoritos en cuanto a emociones negativas, y tenemos que conocerlas mejor.
Seguimos su consejo, y al hacerlo aprendimos lo poderosa que es la influencia que ejercen las
emociones negativas sobre nuestras vidas. Vimos cómo ennoblecíamos estos sentimientos desagradables
cuando surgían dentro de nosotros, y hasta qué punto nos convencíamos a nosotros mismos de que era
correcto y adecuado que así ocurriera, justificando nuestro enojo o nuestra irritación con frases como
«justa indignación». Descubrimos que gozábamos con nuestros sufrimientos especialmente cuando
podíamos echarle la culpa a otros, como casi siempre nos arreglábamos para hacerlo. También
advertimos cómo aceptábamos el cuadro de violencia, desesperación, frustración, melancolía y
compasión de nosotros mismos en el escenario y la literatura, como las formas más superiores del arte, y
con qué inteligencia disfrazábamos el hecho de que derivábamos un inmenso goce de nuestra desgracia y
sufrimiento.
Cuando informamos en una sesión posterior sobre nuestros descubrimientos sobre el tema de las
emociones negativas, y dijimos que nos sentíamos apabullados por el papel enorme que jugaban en
nuestras vidas, Ouspensky repitió el que ya había dicho anteriormente: que por el momento no debíamos
de tratar de alterar las cosas dentro de nosotros mismos, nada más que porque eran desagradables. Pero
esta vez le hizo un ligero agregado a la tarea que nos había confiado, de observar nuestras emociones
negativas. Fue que debíamos hacer lo posible, para no expresarlas inmediatamente después de sentirlas,
como siempre lo habíamos hecho en el pasado. Al hablar de expresarlas, no quería decir solamente
darles libre curso en palabras, sino también revelarlas en nuestras acciones y comportamiento general, y
nos explicó que la razón por la que debíamos evitar proceder de ese modo, era que ahora se había hecho
tan automático en nosotros dar de inmediato libre curso a todos nuestros sentimientos desagradables, que
lo hacíamos sin estar con frecuencia conscientes de lo que estábamos haciendo y diciendo. Pero si nos
estaba prohibida la expresión de las emociones desagradables, entonces esta norma se nos presentaría en
ocasiones en la mente, justamente en el momento en que estábamos a punto de manifestarlas, y dándonos
una sacudida total nos permitiría advertir emociones que de otro modo podrían haber pasado
inadvertidas.
Nuestra observación de todas las formas de emociones negativas rindió una cosecha verdaderamente
asombrosa. Hasta miembros del grupo que se enorgullecían de poseer un temperamento alegre y estable,
descubrieron que continuamente estaban asaltados por la irritación, los celos, la envidia, el enojo y la
desaprobación hacia los demás. Al ir adquiriendo habilidad para observarnos a nosotros mismos, nos
fuimos familiarizando cada vez más con las muy desagradables sensaciones físicas que acompañaban a
nuestras variadas emociones negativas, y pudimos percibir la rapidez con que los venenos que
engendraban, impregnaban nuestros cuerpos. También aprendimos por amarga experiencia cuán
desprovistos quedábamos de toda energía después de dar paso a una emoción negativa, de modo que no
hubo ya más necesidad de que Ouspensky nos dijera, que habíamos perdido muchísima energía muy
valiosa por causa de ellas.
Sentíamos algunas veces cómo la energía escapaba de nosotros, y aprendimos a costillas nuestras que
una vez que nos habíamos rendido a ellas —como casi siempre lo hacíamos— no había posibilidad de
librarse de ellas. Teníamos que quedar sometidos a su poder, hasta que se hubieran quemado del todo. La
esperanza más firme de aprender el modo de evitar la caída en las emociones negativas, parecía ser la de
sensibilizarnos cada vez más a las señales de su aparición. Al advertir su estrecha proximidad,
podríamos apartarnos a tiempo. Si esperábamos demasiado para hacerlo, caeríamos completamente en su
poder.
Todos los maestros tienen pasajes favoritos de las lecciones que imparten, y si había una afirmación
particular de G. que le agradaba a Ouspensky más que cualquiera otra, era su observación de que las
emociones negativas nos eran completamente innecesarias, y que la Naturaleza no nos había provisto ni
siquiera del órgano debido para registrarlas. Ouspensky señalaba que mientras los centros intelectual y
motor instintivo poseen sus lados negativos, el centro emocional no cuenta con ninguno.
Esto es una garantía —decía—, si es que se necesita alguna, de que las emociones negativas son
productos artificiales, enteramente innecesarios para vivir.
Alguien quiso averiguar sobre el temor, y le preguntó si debía ser incluido entre las emociones
negativas. A esto respondió Ouspensky que eso depende de la naturaleza del temor, pues hay muchas
clases distintas del mismo. Hay, por ejemplo, el temor que registra el cuerpo cuando siente que se está
deslizando hacia el borde de una colina, o cuando se da cuenta de que está a punto de ser atropellado por
un coche que se aproxima rápidamente, y tales temores nos son útiles, porque movilizan nuestros
esfuerzos por escapar del peligro, con una velocidad que excede en mucho a la rapidez del pensamiento.
Pero además de estas advertencias de la presencia del peligro físico, están también los numerosos
temores que caen bajo la denominación general de ansiedad, muchos de los cuales se originan en la
imaginación y no tienen existencia real. Tenemos miedo de muchas cosas que quizá puedan ocurrirnos,
pero que no es probable que ocurran, y que al final jamás ocurren. Ouspensky decía que mucha gente pasa
el tiempo inventando tales temores y, habiéndolos inventado, en justificarlos. «Uno tiene que mostrar
previsión y estar preparado para las dificultades cuando se presentan», dicen, y después proceden a
inventar nuevos temores. Los temores imaginarios de esta especie tienen que ser incluidos entre las
emociones negativas, y si alguna vez queremos vernos libres de ellas, lo primero que hay que hacer es
enfocarlas con mucha más claridad, y lo segundo, dejar de justificarlas.
Esto, naturalmente, es de aplicación a todas nuestras emociones negativas: tenemos que darnos cuenta
de que somos nosotros los responsables de ellas, y que no debemos de inmediato cargar las culpas sobre
los demás. Otra persona puede haber actuado como la causa que excita una emoción negativa, pero la
manifestación desagradable en sí misma es nuestra, no suya. Si, por lo tanto, queremos alguna vez
librarnos de las emociones negativas, debemos aceptar de inmediato la plena responsabilidad por ellas, y
nunca, en ninguna ocasión, encontrar excusas. En otras palabras no podemos gozar simultáneamente de
dos placeres enteramente incompatibles, o sea el de echar la culpa a alguien de nuestras emociones
negativas, y eventualmente el placer de escapar por completo a ellas. Tenemos que elegir una de estas
dos alternativas, y abandonar la otra.
Ouspensky decía que hay una forma de identificación común, que juega un papel muy grande en
mantenernos dormidos, y que se conoce como consideración interior. La consideración interior significa
la identificación consigo mismo, o con lo que uno toma como uno mismo, pues todo el mundo tiene un
cuadro de sí mismo, en parte auténtico y en parte ficticio. Habiendo dibujado este autorretrato, el
individuo lo presenta siempre al mundo, con la esperanza de que el mundo acepte su llamativa semejanza.
Este trabajo de presentarse a uno mismo al mundo, en el sentido teatral de la palabra, le lleva al
hombre mucho de su tiempo, de modo que con frecuencia tiene que preocuparse, cuando habla con otra
gente, de la impresión que le produce. Toma nota cuidadosamente de sus reacciones ante lo que él dice,
vigila sus expresiones faciales, presta atención al tono de sus voces cuando le contestan, a lo que dicen y
no dicen, pesa el respeto con que lo reciben, el interés que muestran ante su conversación, y manifiesta de
muchas otras maneras lo ocupado que está por el efecto que produce en ellos. Esta intensa preocupación
por la impresión que se hace sobre otra gente, y la sensación de inadaptación que a menudo la acompaña,
se llama generalmente timidez o conciencia de uno mismo, pero es la verdadera antítesis de la conciencia
de sí mismo, y manifestación de un sueño más profundo.
La identificación con el «yo» de la vida diaria, o la que los psicólogos occidentales llaman el «ego»,
puede adoptar formas muy diferentes. Freud dice que el ego es en primer lugar, y, principalmente, un ego
corporal, y lo verdaderamente cierto es que la consideración interior es en gran medida provocada por
las ideas que una persona tiene acerca de su cuerpo, y sus verdaderas o supuestas peculiaridades, fuerzas
y flaquezas. Muchos ejemplos de hipersensibilidad de parte de una persona —sumamente inteligente y
sensata en otros sentidos— sobre sus rarezas físicas, pueden ser halladas en autobiografías. Tolstói
afirma en sus Memorias de Infancia que era particularmente sensible en cuanto a su aspecto cuando
joven, y opinaba que «…ningún ser humano con una nariz tan larga… labios tan gruesos, y ojos grises tan
pequeños (como los suyos) podría tener jamás la esperanza de alcanzar la felicidad sobre la tierra».
Aun cuando alguien haga bromas sobre sus peculiaridades personales y no parezca interesarse en
ellas en lo más mínimo, su despreocupación y sus risas pueden ser una pantalla, detrás de la cual oculta
sentimientos agriamente heridos. El difunto H. G. Wells fue un ejemplo de esto, pues escribió en su
Autobiografía:

«En los rincones secretos de mi corazón yo quería tener un hermoso cuerpo, y todo el
menosprecio y el humor con que trataba mi aspecto personal en mis charlas con mis amigos y
en mis cartas, la caricatura que hacía de mi escualidez, y mi descuidada superficialidad no
afectaban la profundidad de esa inconfesada mortificación».

Pero la identificación con el ego puede proyectarse mucho más allá de los confines del cuerpo físico,
de modo tal que un hombre puede ser hipersensible por un centenar de deficiencias o debilidades reales
o supuestas, tanto de su carácter como de su historia personal. Puede estar disgustado por su crianza, su
ascendencia, su falta de educación, su posición social, su fracaso en conseguir adelantar. Todas estas
supuestas deficiencias tienen que ser ocultadas por él al mundo, y sus puntos fuertes deben ser colocados
al frente cuando habla con otras personas. El hombre que se considere interiormente, se parece
muchísimo a un viajante de comercio que lleva mercaderías de cierta marca para vender. Se necesita gran
habilidad para hacerlo, y probablemente le sea necesario presentar sus mercaderías en forma muy
discreta, de modo que no parezca que está queriendo imponerlas.
La modestia excesiva y el burlarse de uno mismo (como en el ejemplo de Wells), son con frecuencia
buenos movimientos tácticos en la estrategia mayor de la consideración interior. «Por supuesto, yo sé
muy poco sobre este tema», puede ser el gambito de apertura de una brillante pieza oratoria, que gana no
solo la admiración del público, sino también un premio especial a la modestia.
Al igual que otras actividades nuestras altamente mecanizadas, la consideración interior es
sumamente contagiosa. Cuando la persona con quien hablamos empieza a considerar lo interior, nace la
tensión emocional, y como resultado de ello nos sentimos incómodos, y empezamos nosotros también a
considerar lo interior. Sentimos que se ha perdido algo, tanto de la conversación como de la relación con
la otra persona, y que nos corresponde enderezar las cosas. Tal vez nos faltó un poco de tacto para
conducirnos con la otra persona un poco antes, y como resultado de ello, ahora está ofendida con
nosotros. Decidimos que debemos pisar con más cuidado, y las consecuencias de nuestros esfuerzos por
deshacer el daño pueden muy bien empeorar la consideración interior. La consideración interior es señal
de debilidad interior, y se debe a menudo en su mayor parte a nuestro temor hacia otra gente. Es
asombroso ver lo que nos atemorizan a nosotros, seres humanos, nuestros semejantes.
Controlados y cegados como lo estamos por estas compulsiones interiores, sería absurdo, por lo
tanto, que nos imagináramos que en nuestro nivel común de ser, somos capaces de comprender a otras
personas, y ni hablar de proporcionarles ayuda alguna.
No podemos ni siquiera ver a la otra persona tal como es, sino solo como aparece a través de los
vidrios deformantes de nuestros variados gustos y rechazos, prejuicios y aversiones. Nadie es capaz de
penetrar en otra persona, ni comprenderla, a menos que haya penetrado antes en sí mismo y se haya
comprendido a sí mismo; y aun cuando posea este conocimiento de sí, un hombre puede frecuentemente
cometer errores. Todavía me siento apabullado ante lo poco que soy capaz de ver de la persona con
quien estoy hablando, y de mi incapacidad para sentirla. Conversamos juntos y hasta de cosas íntimas,
pero como completos extraños entre nosotros.
La consideración exterior es precisamente lo opuesto a la consideración interior, y sería el justo
antídoto para esta última, solo con que pudiéramos ingeniarnos para producirla cuando es necesaria. Pero
la consideración exterior es una faena extremadamente difícil, tan difícil de producir en nosotros mismos
como lo es la autorecordación. Exige una actitud y una relación enteramente distinta hacia la gente, es
decir, una preocupación por su bienestar, en lugar del nuestro. El hombre que considera lo exterior hace
lo posible por comprender a la otra persona y ver cuáles son sus necesidades, y solamente puede
proceder de ese modo cuando deja completamente de lado sus propias necesidades. La consideración
exterior, exige del hombre que la practica, mucho conocimiento y otro tanto de control de sí mismo, y esto
significa que nunca puede ocurrir automáticamente en estado de sueño, sino que es necesario un estado
que se aproxime a la autorecordación. Ninguna persona que considera lo exterior puede jamás hablar a
otra persona «por su bien», o para «ponerlo bien», o para «explicarle su propio punto de vista», pues la
consideración exterior no formula demandas, ni tiene requisitos que no sean los de la persona a quien uno
se dirige. No permite ningún pensamiento de superioridad por parte de la persona que está considerando
en lo exterior, pues lo que ésta trata de hacer es colocarse en el lugar del otro hombre, con el fin de poder
descubrir sus necesidades. Esto hace necesario el abandono de hasta el último vestigio de
autoidentificación y, a fin de que la otra persona pueda ser vista tal como verdaderamente es, los
deformantes anteojos de la personalidad, con todos sus gustos y rechazos subjetivos, tienen que ser
dejados de lado a fin de poder enfocarla en forma tan objetiva como sea posible.
Ouspensky continuaba sus afirmaciones diciendo que todas las actividades altamente mecanizadas
nos ayudan a mantenernos como somos, en un estado de sueño y, siendo esto así, debemos cuidarnos de
ellas:

La identificación con el así llamado «yo».


La consideración interior, son solamente dos de ellas, y otras tres actividades, que andan por sí
mismas sin necesidad de ningún cuidado, son igualmente soporíferas:
La mentira.
La conversación innecesaria.
La imaginación.

La palabra «mentir» es empleada por G. en un sentido más bien especial. En la conversación


corriente significa apartarse de la verdad pero dado que muy raramente sabemos qué es la verdad no se
nos puede reprochar que nos apartemos de ella. Pero sí se nos podrá culpar por hablar sobre ciertas
cosas como si supiéramos todo acerca de ellas, cuando en realidad sabemos muy poco o nada; y esto,
decía Ouspensky, es una de las actividades más comunes del hombre. La gente habla con la mayor
tranquilidad sobre cosas de las que no comprende absolutamente nada y esto es lo que G. llama mentir.
Lo que podamos creer o no creer depende en gran medida de nuestras personalidades, y éstas a su vez
dependen de la casualidad.
Cuando se analiza la mentira se descubre que está compuesta de otras dos funciones altamente
mecanizadas, contra las cuales nos había prevenido Ouspensky en una sesión anterior: la conversación
innecesaria y la imaginación. La primera será tratada en primer lugar junto con la parte del centro
intelectual que es responsable de ella: «centro formatorio», o parte inferior. En algunas personas el
«centro formatorio» no está nunca inactivo. Esa gente charla sin cesar, en subterráneos y autobuses («Le
dediqué un poco de atención, le dije…»); charlan por la mañana cuando están descansados, y hablan más
aun por la noche cuando están cansados; charlan lo mismo aunque la gente los escuche o no. Charlan
cuando están bien y continúan charlando cuando se sienten enfermos, y si la enfermedad es grave y se
hace necesaria una operación, siguen hablando aunque les hayan afirmado bien la mascarilla sobre la
cara y esté pasando el gas, y su charla es sobre nada, y, sobre todo, sobre la nada que son ellos mismos.
Es una mortificación terrible este torrente de palabras imparables a alta presión, tanto para el que habla
como para quien lo escucha, y consume una inmensa cantidad de valiosa energía nerviosa.
Tampoco está necesariamente libre de eso la persona taciturna, pues puede estar produciéndose
dentro de ella una conversación inaudible de baja graduación. Si escrutamos cuidadosamente los rostros
de gente a cuyo lado pasamos por la calle, a menudo vemos que mueven los labios, y al mismo tiempo
sus caras cambian de expresión. Sonríen o fruncen el entrecejo al pasar, y tanto sus sonrisas como sus
entrecejos nada tienen que ver con nosotros. Ni siquiera han notado nuestra presencia sobre la vereda,
pues están a cientos de kilómetros de nosotros en sus sueños, y viviendo quizá en un instante del tiempo
totalmente distinto. No están presentes aquí y ahora, sino que están reproduciendo en su imaginación una
entrevista difícil que están por celebrar o recuerdan con placer las cosas ingeniosas que dijeron un mes o
dos atrás. Dentro de media hora no más, esta misma gente estará hablando con sus amigos, pero mientras
tanto son llevados en alas de su fantasía y conversan silenciosamente consigo mismos.
Cada vez que Ouspensky nos aconsejaba, lo que hacía con frecuencia, que mantuviéramos tirantes las
riendas de nuestra imaginación, los artistas del grupo se enfurecían, pues creían que él les estaba
censurando la fuente de su inspiración artística.
¿No era acaso responsable la imaginación de todas las cosas que hacían, ya fuera la ejecución de un
cuadro, la composición de un poema o de música? Ouspensky se veía constantemente obligado a
explicarles que la imaginación creadora del artista, la facultad por la cual visualiza y mantiene en su
mente la cosa que está a punto de crear, es una actividad muy distinta de dejar vagar la mente. La
visualización requiere un esfuerzo de sostenida atención por parte del artista, mientras que soñar
despierto es algo que funciona por sí mismo. La actividad que se produce por sí misma tiene sobre
nosotros el efecto de un narcótico. La imaginación, en el sentido con que Ouspensky empleaba esa
palabra, significa cualquier cosa que funciona por sí misma y sin que se le preste la menor atención y
dado que esto puede ocurrir en cualquier centro, la imaginación no queda confinada en forma alguna a la
elaboración de imágenes en los centros intelectual y emocional.
Si alguien nos hubiera preguntado durante esos muchos años de concurrencia a las reuniones de
Ouspensky, en qué estábamos ocupados, y se nos hubiera permitido contestar esa pregunta en forma veraz
y condigna, no podríamos haber dado un mejor resumen de nuestros esfuerzos, que afirmar que estábamos
ocupados en el adiestramiento de nuestros poderes de atención. La capacidad de dirigir la atención, era
obviamente de primordial importancia para nuestro trabajo, y entraba en casi todo lo que estábamos
tratando de hacer. Fue por falta de atención que nuestros esfuerzos por recordarnos a nosotros mismos
fracasaron con tanta frecuencia, y fue por la misma razón que nuestras tentativas de realizar los
movimientos extremadamente complicados traídos por G, de sus viajes, continuamente nos salían mal. Se
habían tomado disposiciones para que se nos enseñaran estos ejercicios especiales, que a mí me
resultaron particularmente valiosos. Anteriormente me había enorgullecido siempre de mis poderes de
atención, pero al incorporarme a estas clases sobre movimientos en Virginia Water, pronto descubrí lo
limitados que eran aquéllos en realidad. Los movimientos actuaban como un aparato muy sensible que
registraba mis faltas de atención, en la misma forma en que los cilindros ahumados que se utilizan en un
laboratorio de fisiología registran actividades tales como los latidos del corazón, los movimientos
respiratorios y la elevación y caída de la presión sanguínea. Uno o dos movimientos de la mente errante,
y todos los movimientos coordinados fracasaban de modo que quedaba expuesta ante cualquiera que
quisiera verle, la naturaleza limitada de mis poderes de atención.
Era una experiencia humillante, pero al mismo tiempo muy provechosa.
Pero los movimientos y danzas sagradas traídos por G. de Oriente tenían una función mucho más
amplia que la de revelar la falta de atención del ejecutante. En una demostración pública de estas danzas
en los Estados Unidos, G. le explicó al público que las danzas sagradas y la gimnasia habían
desempeñado durante muchos siglos un papel muy importante en las ceremonias religiosas de los templos
en Turkestán, Tíbet, Afganistán, Kafiristán y Chitral. Se contaban entre las materias más importantes que
se enseñaban en las Escuelas esotéricas Orientales, y se utilizaban principalmente con dos fines. El
primero era expresar por medio de ellas cierta forma de conocimiento, y el segundo, inducir en los
ejecutantes un estado de ánimo armonioso. Gurdjieff concluyó su disertación diciendo que en tiempos
antiguos un hombre que se hubiera dedicado a algún estudio especial, podía expresar con danzas lo que
había aprendido, como un investigador de la actualidad, publica sus resultados en un tratado. «De este
modo, la antigua danza sagrada no es solo el medio de una experiencia estética, sino también un libro que
contiene un trozo de conocimiento definido».
En una reunión posterior Ouspensky volvió a dibujar el diagrama de los centros en el pizarrón, esta
vez con el fin de mostrarnos el importante rol que juega la atención en nuestro trabajo.
Dijo que cada uno de los centros puede ser subdividido en varias partes. La primera división consiste
en aspectos positivos y negativos, y la segunda en la posterior subdivisión de las mitades positiva y
negativa en segmentos: motor, emocional e intelectual.
Dijo que el análisis del Centro Intelectual ilustra del mejor modo la división de los centros. Primero
viene la división del Centro Intelectual, en dos mitades: positiva y negativa. Tanto la afirmación como la
negación son necesarias para pensar, pero en algunas personas uno de estos dos lados es demasiado
activo.
Hay gente que tiene tendencia a decir «no» a todo, y hay otros que se inclinan más a decir «sí».
También existen extrañas mezclas de afirmación y negación en nuestra conducta. En ciertos casos el
pensamiento negativo se asocia con el sentimiento negativo. Un ejemplo excelente de estas mezclas de
afirmación y negación puede encontrarse en la parábola de Cristo sobre los dos hijos:

«Un hombre tenía dos hijos; y se acercó al primero, y le dijo: Hijo, ve a trabajar hoy en mi
viña, Él contestó diciendo: No, no quiero; pero luego se arrepintió y fue, y él se acercó al
segundo y le dijo lo mismo y éste le contestó: iré señor; y no fue. ¿Cuál de ellos dos cumplió la
voluntad de su padre?». (Mateo, XXI, 28-31).

Ouspensky explicaba que la segunda subdivisión de las dos mitades de centros en motor, emocional e
intelectual, es la que está estrechamente vinculada con el tema de la atención. La diferencia entre estas
tres partes del Centro Intelectual está, en que en el lugar más bajo de la parte motriz de ella, el
pensamiento transcurre sin la menor atención; en la segunda, o parte emocional, la atención es atraída por
el interés intrínseco del tema; y en la tercera parte, la más elevada e intelectual del Centro Intelectual, la
atención tiene que ser dirigida al tema por medio de un esfuerzo, como cuando una persona está
estudiando un nuevo idioma o leyendo un libro difícil. La misma cosa es cierta en lo referente a las partes
motriz, emocional e intelectual.
«La parte más baja o motriz del intelectual ha recibido un nombre especial —continuaba diciendo
Ouspensky— se llama “centro formatorio”, y se asemeja a una gran oficina del piso bajo, en la que hay
una cantidad de empleados jóvenes, dactilógrafos y telefonistas trabajando. Su deber es recibir y
distinguir mensajes que les llegan del mundo exterior, y pasar los más importantes de estos a los distintos
gerentes que están en pisos superiores. Pero en lugar de hacer eso, los subalternos del piso bajo
frecuentemente tratan esos asuntos por sí mismos, con consecuencias desastrosas para todos. El centro
formatorio solo está capacitado para llevar a cabo un tipo de pensamiento asociatorio de baja
graduación, y con frecuencia se comporta precisamente en la forma en que lo hacen esos cadetes,
dactilógrafos y telefonistas. Toma resoluciones que por derecho corresponde que las tome solamente la
parte intelectual del Centro Intelectual, y con resultados particularmente desafortunados».
En una fecha muy posterior nos fue enseñada de nuevo la gran importancia que la facultad de la
atención tenía para nuestro trabajo. Esto fue después de la muerte de Ouspensky, cuando algunos de
nosotros nos fuimos a París para estudiar con G. mismo. Éste nos enseñó de inmediato una cantidad de
ejercicios de aflojamiento muscular y de lo que llamó «sentir con el cuerpo», ejercicios que fueron, y son
todavía, de gran valor para nosotros. Se nos indicó que dirigiéramos nuestra atención en un orden
predeterminado sobre ciertos grupos de músculos; por ejemplo, los del brazo derecho, el brazo
izquierdo, la pierna derecha, la pierna izquierda y así sucesivamente, aflojándolos cada vez más mientras
volvemos sobre ellos; hasta que hayamos logrado sentir la mayor relajación posible. Mientras estábamos
haciendo eso, teníamos que «sentir» al mismo tiempo esa región particular del cuerpo; en otras palabras,
tornarnos conscientes de ella. Todos sabemos, naturalmente, que poseemos miembros, una cabeza y un
cuerpo, pero en circunstancias ordinarias no las sentimos. Pero con la práctica, la atención puede ser
enfocada sobre cualquier parte del cuerpo que uno desee, relajar los músculos de esa zona determinada, y
producir la sensación de esa región. A la voz del mandato interior se «siente» el oído derecho, luego el
izquierdo, la nariz, la parte superior de la cabeza, el brazo derecho, la mano derecha y así sucesivamente,
hasta completar una recorrida de «sensación» por todo el cuerpo. El ejercicio puede, si fuera necesario,
hacerse aun en forma más difícil contando hacia atrás, repitiendo ristras de palabras o evocando ideas, al
mismo tiempo que se lleva a cabo la relajación y la sensación.
Puede muy bien preguntarse: «¿Qué beneficio puede resultar de aprender todas esas tretas yoguis con
el cuerpo?». No es difícil contestar. Hay tres razones para hacer esos ejercicios que son las siguientes:

1. Que se trata de un excelente adiestramiento para la atención.


2. Que enseña a la persona cómo aflojarse.
3. Produce un cambio psíquico interno muy definido.

Este cambio puede ser resumido en la afirmación de que el ejercicio junta partes de nuestro
mecanismo que anteriormente habían estado trabajando desconectadas entre sí. Pero las descripciones
exteriores de estos valiosos ejercicios y de los resultados que de ellos se obtienen, son completamente
inútiles. Solo entonces pueden comprenderse a través de la experiencia personal que de ellos hemos
obtenido, hecho que acentúa una vez más la imposibilidad de impartir conocimientos de esta especie por
medio de un libro. Todos los ejercicios especiales de esta clase tienen que ser enseñados en forma oral,
y, hasta donde yo sé, jamás han sido confiados a la escritura. Es por esta razón que deliberadamente he
dejado mi exposición incompleta.
Capítulo V
La búsqueda del «yo»
Al principio me sentía confundido por lo que para mí era carencia de un plan en el método que
empleaba Ouspensky para exponer el sistema de G. En vez de completar un tema y pasar luego a otra
cosa volvía repetidamente sobre lo que ya había tratado antes, agregando algunos detalles que antes había
omitido. Pero más tarde me di cuenta de que no era posible sujetarse a ningún plan. En primer lugar,
porque no estaba pronunciando una serie de conferencias formales sino que contestaba preguntas según se
las iban formulando en las reuniones, y, en segundo lugar, porque todas las cosas dentro del sistema de G.
están tan íntimamente vinculadas entre sí, que es completamente imposible tratar ninguna de ellas en
forma aislada. Por ese motivo nos veíamos continuamente obligados a adelantarnos y volver luego sobre
lo ya tratado, pues la discusión de un tema nuevo revelaba con frecuencia algún aspecto de uno anterior
que no había sido tratado, y esto hacía necesario un reexamen de lo que se había dicho anteriormente.
Después de haber llamado nuestra atención sobre las actividades extremadamente mecánicas que
mantienen al hombre sumido en el sueño. Ouspensky volvió sobre las ilusiones que el hombre tiene
respecto de sí mismo:

«Una de las ilusiones más preciadas y más ridículas —dijo— es la de que se es dueño de un
“ego” o “Yo” dominante, que imparte uniformidad a su vida y controla sus variadas funciones.
Pero tal vez, como resultado de la autoobservación durante estos últimos meses, hayan podido
librarse de esta absurda idea sobre ustedes mismos. A esta altura pueden haber descubierto
que no hay dentro de ustedes nada que sea parecido a un “Yo” permanente».

Ouspensky se acercó entonces al pizarrón y dibujó un círculo que procedió a subdividir por medio de
líneas verticales y transversales en un gran número de compartimientos pequeños, de modo que al final
resultó ser el dibujo de un ojo de abeja visto con enorme aumento. En cada una de las numerosas
divisiones del ojo escribió la palabra Yo con mayúscula y cuando terminó el dibujo regresó a su silla.
«Eso —anunció con la satisfacción de un artista que ha hecho un retrato satisfactorio— es el dibujo de un
hombre. No tiene un “Yo”, sino innumerables “Yoes”. Continuamente se están reemplazando entre sí, y en
un momento está presente un “Yo” que es reemplazado de inmediato por otro. Todos los pensamientos y
todos los sentimientos exigen ser considerados como “Yo” hasta que lo arrojan al fondo, y su lugar es
ocupado por otro “Yo” que es rival suyo».
Alguien preguntó cómo es que abrigaremos la fuerte convicción de poseer, en realidad tanto unidad
como permanencia, y Ouspensky le contestó que hay dos cosas que alientan esta idea. La primera es que
poseemos un solo cuerpo, y la segunda que pasamos por la vida con un solo nombre que es permanente.

«Es cierto —agregó— que nuestros cuerpos cambian con el correr de los años pero cambian con
tanta lentitud que no nos damos cuenta; y nuestros nombres permanecen con nosotros a través de toda
nuestra vida. Estas dos cosas estables contribuyen a producir en nosotros una ilusión de permanencia
y unidad, cualidades éstas que, si nos observamos a nosotros mismos con un poco más de cuidado,
descubriremos que no existen en modo alguno. No solo todo pensamiento, todo sentimiento, toda
sensación dentro de nosotros reclama el derecho a decir “Yo”, sino que —lo que es más peligroso aún
— toma decisiones por las que el resto de nosotros habrá de responsabilizarse. Por ejemplo, algún
“yo” temerario puede prometerle a alguien hacer algo con lo cual, probablemente, ninguno de los
otros “yoes” habrá de estar de acuerdo cuando llegue el momento de cumplir con la promesa».
«También puede ser que un grupo de “yoes” dentro de nosotros se sienta interesado en las ideas
que estamos estudiando aquí, y decida que es muy necesario cambiar, mientras que otros no sienten el
más mínimo interés, y no tienen intención de cambiar absolutamente nada. Esas son algunas de las
dificultades con que probablemente se hayan encontrado en su trabajo: que raras veces se dedican
resueltamente a cualquier cosa que estén haciendo, y la razón de que les falte resolución, es que
ustedes son una pluralidad y no una unidad. El nombre del hombre es “legión”».

El primer descubrimiento que me proporcionó la observación de mí mismo, fue la rapidez con que
ocurrían dentro de mí los cambios, pues un estado de ánimo daba su lugar a otro, y éste a su vez cedía su
lugar a otro y no eran solo los sentimientos los que cambiaban con rapidez. También había podido ver
cómo una idea a la que yo adhería plenamente antes, se transformaba en otra que poco después me
resultaba completamente inaceptable. Yo había tenido ya anteriormente vislumbres de estos cambios y
groseras contradicciones que se producían en mí, pero hasta que me incorporé al trabajo había
interpretado que significaban la existencia en mi interior de algún centro que estaba sujeto a ciertas
alteraciones de ánimo y opinión; pero aquí tenía a Ouspensky negando que hubiera en mí nada en absoluto
que fuera central y permanente. De acuerdo con él, la única cosa de naturaleza durable eran un nombre y
un cuerpo, pero yo me preguntaba: ¿Es esa una forma razonable de ver las cosas? Después de reflexionar
a fondo sobre la cuestión, llegué a la conclusión de que no importaba demasiado cuál de las dos formas
de considerarme a mí mismo era la que yo aceptaba, aunque posteriormente llegué a la conclusión de que
la forma en que lo hacía G. encajaba mejor con los hechos según los veía yo, pues a la vez que no tenía
pruebas en absoluto de la existencia dentro de mí de ninguna cosa permanente que experimentara
cambios, poseía abundantes pruebas de la existencia en mí del cambio mismo.
Más tarde me di cuenta de que la idea de que el hombre no posee ningún «yo» permanente, sino que
está formado por los cambios, ha sido siempre y sigue siendo una idea muy ampliamente aceptada, y que
una de las exposiciones más claras de esta filosofía puede encontrarse en los escritos de aquel filósofo
escocés tan enormemente perspicaz que fue David Hume. Repasé aquel pasaje en que da cuenta de su
incapacidad para encontrar un «yo» permanente (Libro I, Parte IV, Sección IV), y descubrí que lo había
usado como argumento para rebatir la afirmación que hizo Berkeley, de que el hombre posee un
conocimiento intuitivo de su propia alma o «yo»:

«Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo “yo” mismo, siempre
tropiezo con alguna percepción de frío o calor, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer.
Nunca me sorprendo a mí mismo libre de percepciones. Puede ser que exista algún filósofo
(concluye con ironía) que pueda percibir sus “Yoes”, pero apartando a algunos metafísicos de
esta especie, puedo atreverme a afirmar, que en cuanto al resto de la humanidad, no es otra
cosa que un manojo o colección de diferentes percepciones, que se suceden las unas a las otras
con inconcebible rapidez, y están en perpetuo flujo y movimiento».

David Hume era un observador de visión clara e inteligencia inusual, y cualquiera que repita su
experimento con igual sinceridad, es probable que llegue a la misma conclusión a que llegó él.
Examinada más de cerca la cosa que hemos considerado antes como un «yo», siempre resulta ser nada
más que una secuencia de percepciones, y con seguridad esta procesión psíquica dentro de nosotros, que
nunca permanece estacionaria ni por un instante, sino que está siempre en movimiento, es completamente
indigna de que se la acepte como un «Yo» o alma permanente. Esto no excluye, naturalmente, la
posibilidad de que haya algo más duradero, que exista debajo de toda la capa superficial de basura
psíquica a la que llamamos «nosotros mismos».
Pero ¿qué tienen nuestros filósofos que decir sobre la cuestión de la negación de Hume de la
existencia de todo «Yo»? En su History of Western Philosophy, Bertrand Russell la comenta en la forma
cautelosa y ambigua que sigue:

«No quiere decir que no haya un “Yo” solo: significa que no sabemos si lo hay o no, y que
el “Yo” no puede penetrar en ninguna parte de nuestro conocimiento, salvo que lo haga como
un “manojo” de percepciones. Esta conclusión es importante en metafísica, lo mismo que
librarse del último uso sobreviviente de “sustancia”. Es importante en teología, en cuanto
pueda abolir todo supuesto conocimiento del “alma”; lo es también en el análisis del
conocimiento, desde que muestra que la categoría de sujeto y objeto no es fundamental».
(Bertrand Russell, A History of Western Philosophy).

Debe tenerse presente que Bertrand Russell es uno de los filósofos (y cito sus palabras), que:

«Confiesa francamente que el intelecto humano es incapaz de hallar respuestas


concluyentes a muchas preguntas de profunda importancia para la humanidad, pero se niega a
creer en alguna forma “superior” de conocimiento, por la cual podamos descubrir verdades
que permanecen ocultas a la ciencia y al intelecto».

En otras palabras, Bertrand Russell nos manda contentarnos con la ciencia como guía para nosotros, y
nos advierte que no formulemos preguntas imposibles de contestar, entre ellas la de si el hombre posee un
«Yo» o alma.
Desde que el hombre fue capaz de pensar, ha estado tratando de conocer lo que Bertrand Russell
proclama como incognoscible, y continuará buscando conocimiento que está mas allá de su alcance,
mucho después de que la estrecha escuela de filosofía a la que pertenece Russell haya caído en el olvido,
y esperamos que nunca se contente, con vivir como Russell quisiera que viviera, sobre la delgada capa
de conocimiento científico solamente, pues ha sido inyectada en él un hambre de verdades que son
mayores que las de la ciencia. Finalmente, nótese que todo lo expuesto en este libro se opone a la
afirmación de Russell, de que no hay otras formas de conocer las cosas, que las que adoptan los
científicos.
Una investigación de los libros sagrados de Oriente nos muestra que la idea de la inexistencia de
cualquier «Yo» ha sido sostenida por los budistas durante miles de años. Para los budistas, las
observaciones de David Hume sobre la ausencia en el hombre de algo que éste pueda llamar «Yo» no
presenta la menor dificultad, por el contrario, la afirmación de Hume está plenamente de acuerdo con su
propia enseñanza. Se dice que Gautama Buda expresó:
«Están los pétalos, el polen, la corola y el tallo, pero no hay flor de loto. Hay esta o esa
otra idea pasajera, esta o aquella otra emoción pasajera, esta imagen o esa otra, pero no hay
detrás de ellas ningún todo organizado que pueda ser llamado el ego, el “Yo”».

El budista usa las dos palabras, «ego» y «Yo», simplemente como términos convenientes para
describir una cambiante combinación de los fenómenos físicos y psíquicos. Se da cuenta de que todo lo
que hay dentro de sí mismo depende de otras cosas, y que no hay nada en parte alguna que exista por
derecho propio, independiente, producido por sí mismo, desconectado de todo lo demás; un verdadero
«Yo». Esta creencia está ilustrada en una parábola tibetana que expone de manera muy clara la opinión
que tiene el budista sobre la persona. Madame David-Néel narra esta parábola en su obra tan conocida
sobre Budismo:

«Una persona —dice— es una asamblea compuesta de una cantidad de miembros. En esta
asamblea nunca cesa la discusión. Una y otra vez se levanta un miembro, hace un discurso y
sugiere una acción; sus colegas aprueban y se resuelve ejecutar lo que aquél ha propuesto.
Con frecuencia se levantan al mismo tiempo varios miembros de la asamblea y proponen
distintas cosas, y cada uno de ellos por razones privadas, apoya su propia moción. Puede
ocurrir que estas diferencias de opinión, y la pasión que cada uno de los oradores pone en el
debate, provoque en la asamblea una pelea, y hasta una pelea violenta. Los miembros pueden
llegar hasta los golpes. Puede suceder también que algunos miembros abandonen la asamblea
por cuenta propia; que a otros los expulsen: y también que haya otros a quienes sus colegas
expulsen por la fuerza. Durante todo ese tiempo están introduciéndose en la asamblea otros
que recién llegan, ya sea en forma suave o forzando las puertas».

Así es el hombre.
La parábola nos ofrece una muestra muy completa de nuestro estado interior. Sigue describiendo
cuántas de las voces que se escuchan en la reunión van debilitándose con el transcurso del tiempo,
mientras que otras se van haciendo más fuertes y audaces, acallando a gritos toda oposición, y
estableciendo finalmente su predominio sobre todos sus rivales.

«Estos —comenta Madame David-Néel— son nuestros instintos, nuestras tendencias,


nuestras creencias, nuestros deseos, etc. Pero las causas que las engendraron son cada una de
ellas, descendiente y heredera de muchas líneas de causas, de muchas series de fenómenos que
se remontan muy lejos en el pasado, y cuyos rastros se pierden en las sombrías profundidades
de la eternidad». (Alexandre David-Néel, Buddhism).

Buda enseñó que el hombre es arrastrado por la vida del mismo modo que un tronco es llevado en el
río por la corriente; y que está particularmente a merced de las corrientes triples de raga (pasión), dosa
(ira) y moha (ilusión). El término nirvana, que constantemente es mal comprendido por nosotros los
occidentales, significa realmente la libertad interior que un hombre puede eventualmente alcanzar si,
después de prolongada lucha, se ingenia para desembarazarse de todas las compulsiones y deseos que
anteriormente lo controlaban. En otras palabras, nirvana representa la promesa que hace muchísimo
tiempo hizo el Buda a sus discípulos, promesa contenida en las siguientes palabras:

«Cuando hayas comprendido la disolución de todas las ficciones,


comprenderás aquello que no es ficción».

La analogía entre la doctrina de Buda y las ideas que nos enseñaba Ouspensky, era evidentemente muy
clara. Se nos había dicho que las impresiones de afuera actúan sobre nosotros como la polea sobre el
torno, y que si esta fuerza impulsora cesara de repente, y al mismo tiempo se desvanecieran los recuerdos
de impresiones similares del pasado nos inmovilizaríamos y moriríamos rápidamente. Esto quería decir
que ninguna de nuestras actividades proviene de nosotros mismos, sino que son siempre el resultado de
fuerzas originadas en el exterior, de modo que son reacciones más bien que acciones.
¿«Pero qué es —preguntó alguien— lo que hay dentro de nosotros, que ejecuta la pantomima de
decidir qué es lo que debemos de hacer; eso dentro de nosotros que antes llamábamos nuestra voluntad»?
Ouspensky respondió que esto que llamamos «voluntad» nuestra, no es más que la resultante de nuestros
variados deseos, y que lo que hace aun más confusa la situación es el hecho de que, cada vez que
hacemos algo, siempre podemos afirmar después, y con razón, que hemos actuado de acuerdo con lo que
queríamos hacer. Esto es cierto, pero solo aleja un poquito más la fuerza motivadora que nos hace
reaccionar. Actuamos bajo el dictado de nuestros deseos, pero poco o nada podemos hacer para adquirir
estos deseos: y esto está en plena concordancia con la enseñanza realista de Buda, de que el hombre es
esclavo de sus deseos.
Pero afirmar que el hombre es movido por las fuerzas exteriores, como mueven al torno las poleas
del taller; no excluye forzosamente para él toda posibilidad de elección. De acuerdo con la enseñanza de
G., el hombre mecánico posee, en realidad, una pequeña medida de elección, de modo que puede elegir
en qué forma ha de reaccionar; pero llamar a algo que es tan restringido y transitorio como, «libre
voluntad», es evidentemente absurdo. De este modo, cuando la cuestión de la voluntad del hombre es
enfocada desde un punto de vista más amplio, sería absurdo imaginar que el animalito «horcado» de
Voltaire, que vive en un universo enteramente gobernado por la ley, pueda tener la libertad de
comportarse en todo como le venga en gana.
El hombre, como el universo lo rodea, está regido por las leyes, y siempre estará gobernado por
ellas. No obstante está capacitado para elegir en una medida limitada y siempre creciente, las influencias
bajo las cuales prefiera vivir.
Hasta ese momento Ouspensky nos había hablado muy poco sobre el universo, pero en una reunión
anterior mencionó que el hombre vive bajo una cantidad de influencias distintas que le llegan de diversas
fuentes, tales como el sol, la luna y los planetas. Dijo que G. enseñaba que todas estas influencias actúan
sobre el hombre simultáneamente, predominando una sobre otra en determinado momento. El hombre
puede seguir reaccionando ciegamente, como ha venido reaccionando hasta el momento, a los variados
impulsos y deseos fisiológicos de su cuerpo, o si ve la necesidad de hacerlo, puede comenzar a luchar
contra esos impulsos ciegos y tratar de desarrollar las partes superiores de su naturaleza. El hombre es un
organismo muy complicado y constituido en forma tal, que hay en él muchas cosas distintas que
pertenecen a diferentes niveles del ser.
Esta afirmación sobre el hombre provocó en una reunión subsiguiente esta pregunta: «¿Cómo, si el
hombre es una máquina, puede tener elección en el asunto?». Ouspensky la contestó diciendo que aun
cuando el hombre es una máquina, hay ciertos puntos débiles en esta máquina en los que es posible un
libre juego entre los varios componentes del mecanismo, y que es en estos lugares débiles donde puede
comenzar una lucha para ganar el control de sí mismo, con algunas perspectivas de éxito.
Nunca he hallado muy satisfactoria la metáfora de Ouspensky sobre los lugares débiles de la
maquinaria en donde el trabajo puede comenzar, y prefiero otra tomada, según creo, de Spinoza y
adaptada para servir a mis propios fines. Me veo a mí mismo sentado en una frágil canoa que es
arrastrada por un gran río, en compañía de muchas canoas parecidas. Estoy tomando nota cuidadosamente
de las numerosas crecidas y corrientes del río, y llegando a una especie de resolución en cuanto a la
dirección en que quiero viajar. Entonces, después de tomar la decisión, me imagino que estoy luchando
con ayuda de una pequeña paleta, para enfilar mi canoa hacia una corriente que creo que es más favorable
para este propósito. Estoy plenamente consciente de que inevitablemente seré llevado por el río hacia el
mar, pero espero que, aprovechándome de ciertas corrientes, viajaré más ya que me gusta viajar; pero no
excluyo del todo la posibilidad de que mi decisión pueda hacer que mi destino final sea muy diferente.
La idea de que el hombre está compuesto de muchos principios distintos, y de que su verdadera
función en la vida es descubrir el principio divino en su naturaleza y vivir de conformidad con sus leyes
se encuentra en todas las grandes religiones. La diferencia principal entre las distintas religiones es en
cuánto a la naturaleza de este principio superior en el hombre. Como se ha dicho ya, el budista niega la
existencia en el hombre de cualquier «yo» separado y arguye que el único principio que él,
personalmente, podría aceptar como real, sería un «yo» homogéneo y engendrado por sí mismo
totalmente independiente de cualquier causa externa. Continuando con esta línea de argumentación,
agrega el budista que, para ser satisfactorio, un «yo» tiene que ser eterno, pues de otro modo, su llegada a
la existencia en determinado momento del tiempo, tiene que haberse originado en alguna causa, y por
consiguiente no puede aceptarse que se haya engendrado por sí mismo.
Pero existen otras opiniones sobre este importante tema: Shankara, el gran comentador hindú de la
Vedanta, evita todos los extremos y comienza por hacer la audaz afirmación de que el «Yo» es conocido y
desconocido a un mismo tiempo. «Sabemos —dice— que el “Yo” existe, pero no sabemos qué es.
Tampoco podemos esperar nunca conocer el “Yo” por medio del pensamiento: toda vez que el
pensamiento forma parte del flujo de estados psíquicos pertenecientes a la región del no-yo». Luego
aconseja a aquellos que sienten la necesidad de alguna clase de idea del «Yo», que se lo figuren en forma
de una conciencia pura, indiferenciada; una conciencia que permanece inafectada, aun cuando el cuerpo
sea reducido a cenizas y la mente haya desaparecido completamente.
Según lo veo yo la opinión de G. se acerca mucho, si es que no coincide, con esta visión vedantina de
la vida. De todos modos, la descripción del «yo» en términos de conciencia indiferenciada es la única
que puedo aceptar personalmente en el momento actual. Cada vez que enfoco mi atención dentro de mí y
empiezo a buscar un «Yo», veo lo que ve el budista, es decir, una procesión de percepciones, ideas y
emociones que vienen y se van y que nunca permanecen allí mucho tiempo. Al igual que David Hume,
nunca puedo atrapar nada a lo que pueda llamar mi «yo». Puedo, naturalmente, confeccionar una lista de
todas las cosas que he visto como resultado de mi autoobservación; y puedo decidir que todos los
pensamientos y emociones que apruebo pertenecen a mi «yo» real, mientras que todas las cosas perversas
y superficiales que he notado pertenecen a mi «Yo» imaginario o falsa personalidad, pero esto es
evidentemente una estafa. No tengo el derecho de apropiarme de todas las cosas nobles que hay en mí y
descartar todas las perversas, pues ambas son igualmente partes de la criatura sumamente compleja
conocida para el mundo como Kenneth Walker.
«Hay épocas meditativas, dulces, aunque también horas terribles, cuando maravilloso y asombrado
usted se hace a sí mismo esa pregunta que no tiene contestación: ¿Quién soy yo: la cosa a la que puedo
llamar “yo”? El mundo con sus estentóreas transacciones, se retira a la distancia; y a través de las
colgaduras de papel y paredes de piedra y los tejidos espesamente entrelazados del Comercio y la
Política, e integumentos vivos y muertos (de la Sociedad y de un Cuerpo), dentro de los cuales se
encuentra rodeada su Sociedad —la vista llega a la Profundidad vacía, y usted está a solas con el
Universo y comulga silenciosamente con él, como una Presencia misteriosa con otra—».
Así escribió Carlyle, y es obvio según la narración que hace de su meditación, que llegó a penetrar
solo una de las varias capas que lo separaban del «Yo» más grande. Se las arregló por unos instantes
para alejarse de la ruidosa capa de sus propias transacciones y las del mundo, y llegar a una parte más
tranquila de su ser, pero al final fue solo su propia voz fastidiosa lo que oyó que hablaba, pues continúa
así su ensueño:

«¿Quién soy Yo: quién es este “yo”? ¿Una Voz, un Movimiento, una Apariencia; alguna
Idea corporizada, visualizada en la Mente Eterna? Cogito, ergo sum. Vaya, pobre Meditador,
esto nos sirve de poco. Es cierto que «yo» soy, y antes no era; pero ¿De dónde? ¿Cómo?
¿Adónde?».

De todos modos Carlyle estaba acertado en su conclusión de que el pensador que hay dentro de
nosotros no nos lleva muy lejos. Lo que no llegó a entender fue que era este mismo pensador y hablador
inquieto el que ponía fin a su autorecordación, y evitaba que pudiera aprender nada más. Existe una
diferencia llamativa y sumamente significativa entre las narraciones de Carlyle, la del pensador, y la de
Tennyson, la del poeta, sobre la autorecordación. En el momento en que Carlyle empieza a teorizar sobre
la naturaleza del «yo», Tennyson está haciendo el antiquísimo descubrimiento de que para que aparezca
la verdad, tiene que disolverse el «yo» de la vida diaria, en algo que es inconmensurablemente más
grande que él mismo.
«…y no obstante sin sombra de duda, sino con claridad mediante la pérdida del “yo”, el adquirir una
vida tan grande si se la compara con la nuestra, como es el Sol para una chispa inocultable en palabras,
que no son más que sombras de una sombra».
En ese instante de una vida más grande, una experiencia pura, inexpresada desplazó en Tennyson al
pensamiento, y solo después pudo encontrar las palabras adecuadas para describir lo que había ocurrido.
Si el atareado «pensador» hubiera intervenido en un instante muy prematuro, como lo hizo el de Carlyle,
todo se hubiera perdido.
Todos los grandes místicos llaman la atención sobre el hecho de que la continua agitación del
pensamiento en la cabeza, es uno de los mayores obstáculos para la vida contemplativa. Las instrucciones
de Jacob Boehme a los discípulos están encubiertas por el lenguaje de la religión, pero, podrían
igualmente ser dadas a una persona que esté tratando de recordarse a sí misma. Dice que la principal
dificultad proviene del pensamiento asociativo, el de los deseos y las experiencias del «yo» de la vida
diaria, o de lo que él denominaba «lo que quiere el yo»:

«Cuando aquietas el pensamiento del “yo” y lo que quiere el “yo”; cuando tanto el
intelecto como la voluntad se prestan calmados y pasivos a las impresiones del Mundo Eterno
y el Espíritu; y cuando el alma se eleva en alas y por sobre lo que es temporal, los sentidos
externos y la imaginación están encerradas en la abstracción santa, entonces el oír, el ver y el
hablar eternos te serán revelados… dado que no es nada más que tu propio escuchar y querer,
los que te ponen obstáculos, de modo tal que no ves ni oyes a Dios». (La Señal de Todas las
Cosas).

Los relatos más exactos de la búsqueda del «Yo» son, sin embargo, los que hacen los escritores
orientales, que asimilan la mente humana a las aguas de un lago, y al buscador del «yo» superior con un
hombre que ausculta las profundidades del lago.
De acuerdo con el filósofo vedantino, la mente no tiene inteligencia ni conciencia propias, sino que
las pide prestadas al Atman o principio divino dentro del hombre que está cercano, en la misma forma en
que un cristal puede pedir prestado el color a un objeto color rosa que está cerca de él. Cada vez que
dentro de nosotros los sentidos especiales registran un acontecimiento o un objeto del mundo exterior, se
dice que una vritti, u onda de pensamiento, surge en nuestras mentes y nuestro pequeño sentido del ego
(Ahankara en sánscrito), se identifica de inmediato con éste. Nos sentimos «felices» si la onda de
pensamiento que el acontecimiento exterior ha provocado dentro de nosotros, llega a ser de naturaleza
agradable, y desdichados si ocurre que es desagradable. Pero el verdadero «Yo» o Atman permanece
muy por arriba de estas perturbaciones de la mente, toda vez que el Atman, es por propia naturaleza
iluminado y libre.
En consecuencia, nunca podremos llegar a conocer a nuestros propios «Yoes», en tanto nos
identifiquemos con el sentido de ego y con las oleadas de pensamientos que ordinariamente nos
gobiernan. Solo cuando nos ingeniemos para liberarnos de estas perturbaciones y cuando la agitada
superficie del agua se calme lo suficiente, podemos descubrir qué es lo que hay allí abajo, en las claras
profundidades del lago.
El conocimiento de este «Yo» mayor es conocimiento directo, opuesto al conocimiento indirecto
adquirido por medio de la razón y los sentidos especiales. Siendo experiencia pura, está más allá del
alcance de cualquier disputa, aun cuando puedan subsiguientemente provocarse discusiones, cuando
luchemos para explicar lo que ha ocurrido.
Algunas veces, y aparentemente por casualidad, las condiciones son más favorables que lo común
para autorecordarse, y cuando esto ocurre y yo me acerco a la quietud del centro, me convenzo cada vez
más de que algo más permanente me aguarda, justamente un poco más allá de mi alcance. Sin embargo, al
acercarme un poco más a lo que estoy buscando, me encuentro con una sorpresa, pues en vez de
descubrir, como había esperado, un «Yo» inconfundible ubicado allí, en las imperturbables
profundidades, me veo a mí mismo desapareciendo lentamente en una Entidad Innombrable,
inconmensurablemente más grande que yo mismo. Afirmar que este reino superior de conciencia pura,
bienaventuranza y ser en que estoy perdido, es yo mismo, sería ridículo; y no obstante, es mío y yo soy de
él. Es a este infinito reino de luz, conciencia y bienaventuranza, a lo que el vedantino se refiere cuando
utiliza la palabra Sachidananda.
¿Quién soy yo: esa cosa la que puedo llamar «Yo»?. Seguramente es ésta la pregunta más grande que
cualquier hombre puede hacerse a sí mismo.
¿Qué harán mis amigos los expertos en psicología, de esta descripción de otro estado de ser, del que
la psicología occidental no tiene absolutamente nada que decir? ¿La explicarán mis colegas junguianos
como una brusca emanación del Inconsciente dentro de mi propia conciencia separada? ¿Me ofrecerán
mis amigos freudianos una interpretación todavía menos atractiva de lo que yo he experimentado? No
estoy en exceso preocupado por la forma como mis palabras sean interpretadas, pero si necesitara hallar
cierta clase de apoyo científico para ellas, no me sentiría desconcertado. Remitiría a mis críticos a un
físico de fama internacional. Dice Schrodinger:

«La Conciencia nunca se expresa en plural, solo en singular…». ¿Cómo surge la idea de
pluralidad (tan enfáticamente combatida por los escritores del Upanishad) en absoluto? La
conciencia se encuentra íntimamente vinculada con, y dependiente de, el estado físico de una región
limitada de la materia, el cuerpo… Ahora bien: hay una gran pluralidad de cuerpos similares. De ahí
que la pluralización de la conciencia de las mentes parezca una hipótesis muy sugestiva.
Probablemente toda la gente sencilla, ingenua, así como la gran mayoría de los filósofos
occidentales, la hayan aceptado… La única alternativa posible es simplemente conservar la
experiencia inmediata de que la conciencia es un singular, cuyo plural es desconocido; que solamente
hay una cosa, y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos distintos de
esta cosa única producida por una ilusión (el Maya hindú); la misma ilusión se produce en una
galería de espejos y del mismo modo Gaurisankar y el Everest resultan ser la misma cima vista desde
distintos «valles». (E. Schrodinger, ¿What is Life?).

El Bhagavad Gita resume todo esto en las palabras siguientes: «Indivisible pero como si estuviera
dividido en distintos seres».
La aproximación al conocimiento por el camino de la razón y los sentimientos interiores ha producido
resultados inapreciables en nuestro examen del mundo que está fuera de nosotros, pero es inútil en
nuestro estudio del mundo interior de la conciencia y del «yo». Aurobindo presta su poderoso apoyo a
esta opinión, pues dice:

«En tanto que nos limitemos a las pruebas de los sentidos y la conciencia física, no
podemos concebir ni saber nada, con excepción del mundo material y sus fenómenos. Pero
ciertas facultades que están en nosotros permiten a nuestra mentalidad llegar a concepciones,
que podemos ciertamente deducir por el raciocinio, o por la variación imaginativa de los
hechos de los mundos físicos tal como los vemos, pero que no están justificados por ninguna
clase de datos puramente físicos, ni por ninguna experiencia física».

Es una suerte que existan en nosotros estas otras facultades capaces de corregir los errores cometidos
por la mente sensual, y de abrir nuevas vistas de la verdad. Era a ellos a quienes probablemente se
refería el autor del Katha Upanishad cuando declaraba:

«Este “yo” secreto que está en todos los seres no es aparente, sino que se ve por medio de
la razón suprema, lo sutil por aquellos que tienen la visión sutil».
Capítulo VI
Esencia y personalidad
Ouspensky atrajo nuestra atención hacia otra división de G. que no puede hallarse en ningún sistema
occidental de psicología. Tal división consistía en separar al hombre en dos partes: Esencia y
Personalidad. La Esencia comprende todas las cosas con que nace un hombre y que pueden ser
consideradas como de su propiedad mientras que la Personalidad es lo que adquiere por la crianza y la
educación. La Esencia incluye la constitución física y psicológica de un hombre y todo lo que ha
heredado de sus padres en forma de potencialidades y tendencias.
La Personalidad está constituida por todo lo que posteriormente aprende y abarca sus gustos y
aversiones. Hasta sus gustos y aversiones instintivos, que están basados en lo que es bueno y lo que es
malo para él, quedan teñidos con el tiempo, por los caprichos de su personalidad. Sucede así porque la
personalidad crece muy rápidamente, y domina a la Esencia a una edad tan temprana, que esta última cesa
de desarrollarse, con la consecuencia de que un hombre de edad mediana puede poseer solo la Esencia
de un niño de siete años.
Un niño no tiene en absoluto Personalidad, y todo lo que hay en él es verdadero y suyo, pero tan
pronto como comienza la educación su Personalidad empieza a crecer. Aprende a imitar a los adultos que
lo rodean, adoptando muchos de sus gustos y aversiones y copiando sus métodos de exhibir sus
emociones negativas. Algunas de las características de la personalidad del niño que está creciendo
podrían nacer no tanto de la imitación de los adultos que lo tienen a su cargo, como sí de su resistencia a
los métodos que emplean para prepararlo, y de sus tentativas de ocultarles cosas de su propia Esencia
que son para él más genuinas. En los últimos años de la infancia, después que ha aprendido a leer, se abre
ante él todo un mundo nuevo de gente que puede servirle para modelarse, y su Personalidad aprende a ser
aun más elaborada y complicada y ésta es otra diferencia más entre la Personalidad y la Esencia: que
mientras la Esencia es siempre sencilla, cruda y recta en su comportamiento, la Personalidad es tan
compleja que llega a engañarse hasta a sí misma. Por ejemplo, un hombre puede legítimamente engañarse
a sí mismo creyendo que es un gran filántropo que está dispuesto a sacrificarse completamente por sus
semejantes, y no tener sin embargo ninguna idea verdadera en favor de la humanidad, sino solamente el
deseo de dominar a los demás.
La relación que existe entre la Personalidad y la Esencia es a veces difícil de descubrir. Por ejemplo,
una mujer puede parecer una criatura muy complicada, sofisticada, que está siempre esforzándose por
llamar la atención, y sin embargo puede ser en su Esencia una persona muy sencilla. Algunas veces la
Personalidad y la Esencia se oponen entre sí, de modo que la vida del individuo se hace difícil y
desgraciada. Sin embargo, sería un error tomar todo esto en forma muy simple y considerar a la Esencia
como el héroe maltratado, dominado por el villano del drama humano, la Personalidad; pues hay mucho
en la esencia de un hombre que es primitivo, rudo y hasta salvaje, y muchísimas cosas en su personalidad
que son dignas de elogio y deseables:

«La Personalidad —decía Ouspensky— es una parte muy necesaria de un hombre, sin la
cual sería imposible vivir una vida satisfactoria. Lo que se necesita para el desarrollo del
hombre no es que se elimine su personalidad, sino que se la haga mucho menos activa de lo
que ahora es. Se permitirá entonces a la esencia crecer y, como la esencia es la parte más
genuina del hombre, éste es entonces un paso preliminar muy necesario para su desarrollo».

Ouspensky nos dijo que G. había descrito una vez las distintas formas en que la Personalidad y la
Esencia podían ser separadas artificialmente. Dijo que las drogas, el hipnotismo y ciertos ejercicios
especiales se empleaban en escuelas esotéricas con ese fin. Por ejemplo, hay ciertos narcóticos que
poseen la propiedad de hacer dormir a la Personalidad durante cierto tiempo, sin afectar en absoluto la
Esencia, de modo que solamente ésta se pone de manifiesto. El resultado de un experimento de este tipo
podría ser que un hombre que por lo común está lleno de ideas, simpatías, antipatías y fuertes
convicciones, resulte que en su Esencia es totalmente indiferente a todas esas cosas. Ideas por las cuales
hubiera estado dispuesto a morir anteriormente, le parecen ahora completamente ridículas y totalmente
indignas de su atención. Todo lo que muestra después de tomar el narcótico son ciertas inclinaciones
instintivas, como por ejemplo el deseo de calor, un infantil deleite por los dulces y una fuerte falta de
inclinación hacia cualquier forma de esfuerzo físico. El narcótico revela hasta qué punto es inmadura la
parte más real de él.
La personalidad está por lo general más altamente desarrollada en los habitantes de las ciudades y en
gente extremadamente intelectual, que en los que trabajan la tierra para vivir.

«E instintivamente uno siente que la gente de campo es más genuina —agregaba Ouspensky
— como que en verdad lo es. Son personas en quienes la Personalidad no se les ha ido tanto de
la mano y en quienes la Esencia es más activa, de modo que hablan y actúan con más
frecuencia desde sí mismos. Es muy importante advertir dos cosas: que la Personalidad de un
hombre ha sido totalmente conformada por el mundo exterior, y que es puesta en movimiento
por la acción de la polea de los acontecimientos externos. Un hombre se imagina que es libre,
pero está muy lejos de serlo. Cualquier cosa que haga es el resultado de sucesos externos, que
actúan sobre la especie de personalidad que pueda haber adquirido por medios análogos.
Puede haber adquirido una personalidad muy noble, pero si súbitamente se le despojara de las
influencias modeladoras, e instintivas, de modo que ya no le importe más lo que la gente pueda
decir o pensar de él, entonces puede revelarse como alguien que está muy lejos de ser noble…
Esto significa que no solo su nobleza ha sido producto de circunstancias externas, sino que
está conservada por los mismos medios».

En otra reunión Ouspensky volvió a poner énfasis sobre el hecho de que la Personalidad es una parte
muy necesaria de nosotros:

«Tenemos que prepararnos para alguna profesión o negocio en la vida —dijo— y lo que
adquirimos con esta preparación es parte de nuestra personalidad. A una persona que no se
haya equipado adecuadamente en esa forma, no le será muy fácil llegar a ser un buen jefe de
familia, y por consiguiente no es adecuado para este trabajo».

Ouspensky nos recordó entonces, también, lo que había dicho en otra reunión, muy anterior, que la
humanidad puede ser dividida en tres categorías: el buen jefe de familia, el vago y el demente.
Un buen jefe de familia es una máquina, pero es una máquina capaz de asumir ciertas
responsabilidades, y una máquina en la cual otra gente puede confiar.
Un vago es un hombre que es incapaz de completar ninguna cosa que emprenda en la vida, y que
siempre abandona lo que ha empezado.
Un demente no hace ninguna discriminación; se embarca primero en esta empresa, después en
aquella otra, y nunca alcanza ninguna meta.

Solo los buenos jefes de familia son capaces de sacar algún provecho del trabajo en que ahora
estamos ocupados.
En otra reunión Ouspensky dijo que la Esencia es la parte más real en nosotros, y que es solamente de
la Esencia donde puede surgir cualquier cosa real y nueva, tal como un «Yo» que controla y es
permanente. Pero para que esto suceda la Personalidad tiene que hacerse más pasiva y la Esencia tiene
que crecer. A fin de que la Esencia crezca, tiene que ser alimentada, y su alimento adopta la forma de una
nueva clase de conocimiento, tal como el que ahora estamos recibiendo. La situación se complica más
por el hecho de que su conocimiento solo puede llegar a la Esencia por medio de la Personalidad. De
este modo, la secuencia de acontecimientos para un hombre que está en proceso de desarrollo, es la
siguiente:

1. Su Personalidad tiene que crecer a expensas de la Esencia.


2. Luego su Personalidad tiene que hacerse más pasiva.
3. Y finalmente la Esencia tiene que aprender de la Personalidad cómo hay que hacer para crecer. El
crecimiento de la Esencia es siempre el resultado de la comprensión, y ésta tiene que empezar en la
Personalidad, pues estamos incapacitados para alcanzar directamente la Esencia.

Ouspensky destacaba que por muchísimo tiempo la división del hombre en Esencia y Personalidad,
sería solo de valor teórico para nosotros, toda vez que no estaríamos en condiciones de distinguir entre
lo que pertenece a una y lo que pertenece a la otra. Nos aconsejó que por el momento atribuyéramos todo
lo que viéramos en nosotros a la Personalidad, y aceptáramos la realidad de que muy poco de lo que hay
en nosotros viene de la Esencia.
Hay otra división del hombre que podría ser de una importancia práctica mucho mayor para nosotros,
V. gr., la división entre el «Yo» observador y la cosa que el «Yo» observador está viendo, por ejemplo,
Ouspensky, Walker, Robinson; o cualquier persona que sea. Dijo que todos aquellos de nosotros, que
trabajamos seriamente, estamos constituidos por dos caracteres enteramente distintos: la persona que
todavía anda por el mundo llamándose «Yo» y creyéndose a sí misma una unidad, y la parte pequeña,
pero mucho más real de nosotros, que mira y ve a través de las máscaras de la otra parte. La brecha que
existe entre el «Yo», al que los vedantinos conocen como «el testigo», y Ouspensky, Robinson y Walker,
se siente, y es una brecha muy grande. «Sin embargo —dijo Ouspensky— un daño muy sutil acecha aun en
estos momentos vitales de separación».
Aun cuando un verdadero «Yo» observador ha estado ahí desde el comienzo, el proceso puede ser
continuado por algo que es muy distinto y en vez de existir una verdadera autoobservación, puede
solamente haber Ouspensky, Robinson y Walker soñando que trabajan. Tenemos que mantener una
vigilancia muy aguda contra esta hábil sustitución de lo genuino por lo falso.
La experiencia de lo que Ouspensky llamaba «separación» —es decir: la realización emocional de la
brecha que existe entre el «Yo» observador y todas las cosas incluidas bajo el título de Kenneth Walker
— fue adquiriendo cada vez mayor importancia para mí con el correr del tiempo. Al principio, la
autoobservación significaba poca cosa más que uno o dos «Yoes» dentro de mí que estaban interesados
por el trabajo, y que echaban el ojo sobre otros «Yoes» dentro de mí, a quienes no les interesaba en lo
más mínimo; pero gradualmente fue cambiando la naturaleza del observador, de modo que parecía como
si estuviera parado sobre un nivel ligeramente distinto del resto de mí, y esto era como tenía que ser, pues
la «autoobservación» está en el camino que lleva a la autorecordación, y recordarse a uno mismo
significa estar menos dormido de lo que es habitual. En una etapa posterior, el carácter del «Yo»
observador pareció alterarse otra vez, y todo esto estaba de acuerdo con una parábola que Ouspensky nos
había contado en una de nuestras primeras reuniones.
Era la historia de una casa en la que no vivía ningún amo ni supervisor, sino solo un gentío de
sirvientes, cada uno de los cuales afirmaba ser el dueño de casa. Todos los sirvientes ocupaban lugares
que no les correspondían: el cocinero en el jardín, el jardinero en la cocina, el mayordomo en el establo
y así sucesivamente. El resultado no era otro que el más completo desorden en la casa, y éste fue
haciéndose tan grande, que unos pocos de los sirvientes más sensatos decidieron que había que hacer
algo al respecto. Acordaron por lo tanto elegir y obedecer primero a un mayordomo interino y luego a
uno verdadero, con el fin de mantener la casa preparada para el eventual regreso del amo. Lo que me
interesó grandemente en esta parábola, fue que los que la concibieron, hubieran creído necesario lograr
un número de símbolos de diferentes etapas de la organización de la casa:

1. Primero estaba la comprensión por parte de unos pocos de los sirvientes más sensatos de que era
imposible continuar viviendo como vivían.
2. Luego el acuerdo entre ellos para elegir un mayordomo delegado.
3. Y luego la elección de un organizador superior, llamado mayordomo verdadero.

El carácter detallista de la parábola indica claramente que sus autores habían experimentado por sí
mismos, una cantidad de etapas distintas que requerían ilustración, y fue confortante para mí saber que el
sendero que estábamos tratando de recorrer, había sido tan cuidadosamente delineado por aquellos que lo
habían transitado mucho tiempo antes.
Ouspensky dijo que G. había dado mediante la casa en desorden, una parábola alternativa. Existía una
alegoría aun más antigua, que asimilaba el hombre a un equipo compuesto de caballo, carruaje, conductor
y dueño. El carruaje representa al cuerpo del hombre y el conductor a su mente. El carruaje está ligado
con el caballo por las varas y el conductor con el caballo por las riendas y de acuerdo con G., el trabajo
sobre uno mismo tiene que empezar siempre, por el trabajo sobre el conductor; es decir, el trabajo sobre
la mente. Lo que se hace inmediatamente necesario es que el conductor despierte, escuche la voz de su
amo y sea capaz de seguir sus instrucciones. Tiene que aprender entonces lo que antes había descuidado:
la forma correcta de guiar un caballo, cómo alimentarlo y cómo uncirlo adecuadamente al carruaje. Es
también importante que mantenga en perfecto orden todo lo que tiene que ver con el caballo y el carruaje.
El caballo representa a las emociones, y hasta el momento ha tirado todo el aparato, hacia donde le venía
en gana, pero ahora el conductor tiene que controlar sus movimientos por medio de las riendas, y de
acuerdo con las instrucciones de su amo. Solo entonces el carruaje comienza a moverse en línea recta sin
andar haciendo rodeos. Pero que esto suceda o no, depende, primero de que el caballo haya sido
debidamente arnesado; y por sobre todo de que el conductor posea riendas con las cuales pueda controlar
los movimientos del caballo.
Ouspensky decía que el simbolismo de las riendas en esta parábola tiene una particular importancia,
toda vez que las riendas representan los medios por los cuales la mente puede controlar las emociones.

«Pero ¿cómo puede el Centro Intelectual arreglárselas para controlar el Centro


Emocional? —Nos preguntó—, el caballo no entiende el idioma del conductor, porque éste
emplea palabras y el centro emocional se expresa a sí mismo no en palabras, sino en símbolos.
Sabemos demasiado bien que es inútil para nosotros decirnos a nosotros mismos antes de una
entrevista difícil: me rehúso a que este individuo me irrite, diga de mí lo que diga, porque la
irritación no va a servirme para mis propósitos. Razonar con nosotros mismos de este modo no
tiene el menor efecto, pues nuestras emociones se comportan a menudo en forma
completamente irracional. Reaccionamos ante los disgustos en la misma forma en que siempre
lo hemos hecho, pese a todo lo que nos hayamos dicho a nosotros mismos anteriormente. No, la
conversación no tiene ningún efecto sobre el caballo, y en nuestro habitual estado de vigilia,
no existe ninguna clase de riendas entre el conductor y el caballo. Solo en el estado superior
de autorecordación podemos ejercer alguna clase de control sobre nuestras reacciones
mecánicas y nuestras emociones. En nuestro acostumbrado estado de sueño somos conductores
que no poseemos ninguna rienda con la que se pueda controlar el caballo».

Ouspensky nos decía que ya que nuestras personalidades determinan nuestros pensamientos, nuestros
sentimientos y nuestras acciones, es muy necesario que hagamos un estudio intensivo de ellas, ¡y qué
cosas fantásticas son estas personalidades cuando logramos verlas! Madame Ouspensky, que
desempeñara un papel cada vez más importante, en el trabajo de su esposo a partir del año 1924, poseía
un don especial para ver por debajo de la superficie, y revelarnos lo que había descubierto allí. Algunas
veces comparaba nuestras personalidades con grandes pasteles inflados calientes que lleváramos muy
cuidadosamente con la esperanza de que los demás los admiren. Su alegoría era particularmente
adecuada, pues la costra de un pastel caliente es tan delgada, que el golpe más débil que se le dé la
quiebra, y de ese modo revela al mundo su vaciedad interior. Conscientes de éste peligro:

Estamos siempre en guardia protegiendo nuestras personalidades de todo trato rudo.


Insistiendo siempre en que estamos en lo justo y que los demás están equivocados.
Y justificando cada una de nuestras acciones, pensamientos y sentimientos.

Tener que ser siempre correcto y —lo que es aun más agobiante— tener que probarse a uno mismo
que siempre se actúa correctamente frente al mundo, es un trabajo fatigoso y que insume todo el tiempo;
darse cuenta de que estas dos obligaciones son completamente innecesarias, trae de inmediato una
sensación de alivio. No es que nuestras personalidades cesen de molestarnos después de haber revelado
su falta de importancia. No; continúan dominándonos como lo hacían antes, pero estamos capacitados
para gozar de momentos de desacostumbrada paz y tranquilidad, momentos en que el «observador»
interior nuestro, está allí, y en que los ruidosos actores de nuestros teatros interiores se ven obligados a
retirarse del centro del escenario y deslizarse avergonzados por los laterales. Y en momentos como esos
de «separación» interior, captamos un vislumbre de lo que sería sentirnos verdaderos dueños de nosotros
mismos, y ejercer el control de los enloquecidos actores que se mueven dentro de nosotros.
En una de esas muchas disertaciones sobre el tema de la Personalidad, Ouspensky atrajo nuestra
atención sobre el hecho de que el hombre posee una cantidad de roles distintos, que son asumidos
automáticamente para cada ocasión social, y frente a distintas clases de gente.
Por ejemplo, hay un rol que aparece cuando estamos en casa, por la noche, dentro del círculo
familiar; otro que lo reemplaza cuando llegamos a la oficina o a otro escenario de nuestro trabajo diario,
y aun otro más que se desliza en su lugar, cuando estamos cenando con nuestros amigos y también
diferentes roles para ser representados cuando estamos con inferiores o superiores nuestros. No obstante,
como el repertorio de roles que posee un hombre es limitado, está expuesto a encontrarse desprovisto de
un rol apropiado en circunstancias excepcionales, y su carencia lo hace sentirse siempre muy incómodo.
También se siente muy desgraciado cuando dos roles distintos chocan entre sí, como sucede cuando un
amigo soltero con quien uno acostumbra a cenar en su club, se introduce por casualidad en el círculo
familiar. También es muy fastidioso para un hombre verse obligado a desempeñar dos roles
contradictorios, estando en la misma compañía y tener que cambiar rápidamente de uno a otro.
Fue William James el único que se dio cuenta de la importancia de los roles que se apoderan de
nosotros en diferentes circunstancias y con gente distinta. Dice:

«No nos mostramos ante nuestros hijos como ante nuestros compañeros de club, ante
nuestros clientes y ante nuestros empleados, así como ante nuestros amigos íntimos».

Decía también que muchos de estos roles son incompatibles entre sí, y que a menudo son solo
productos de nuestra imaginación.

«No es que yo no quisiera —continúa diciendo— si pudiera ser hermoso y gordo, estar bien
vestido, convertirme en un gran atleta, y ganar millones por año, ser ingeniero, bon vivant y
matador con las mujeres, tanto como filósofo, filántropo, estadista, guerrero y explorador
africano, como también poeta “de tono” y un santo. Pero la cosa es sencillamente imposible.
El trabajo del millonario tendría que ir en contra del santo; el bon vivant y el filántropo se
arrancarían los pelos… De modo que el buscador de este “yo” más veraz, más sincero y más
profundo tiene que revisar cuidadosamente la lista, y elegir aquél con el que vaya a jugarse su
salvación».

Pero William James se equívoca cuando sugiere que es posible elegir y cultivar un «yo» deseable en
la multitud que nos compone, y dejar fuera todos los otros. Las muchedumbres son notoriamente difíciles
de controlar y la que llevamos dentro de nosotros no es excepción a la regla. No poseemos ningún «Yo»
central y permanente al que los otros quieran obedecer, por lo que ¿quién es capaz de hacer esta
selección y dar orden de que se despida a todos los tipos indeseables? William James postula algo que
no existe en nosotros: un conductor. La muchedumbre interior no obedece a nadie, sino que se conduce
por sí misma en la forma tortuosa en que se comportan las muchedumbres sin dirigentes, gritando en un
momento, una cosa, y haciendo exactamente lo opuesto, un momento después. Esto explica las muchas
inconformidades y contradicciones en nuestra conducta. «¿Por qué demonios prometí hacer eso? —me
pregunto a mí mismo cuando me despierto por la mañana, y recuerdo la conversación de la noche anterior
—. No puedo saber qué es lo que me indujo a comprometerme a hacer algo tan tonto. Voy a telefonear de
inmediato para decir que todo el asunto queda anulado».
Ouspensky decía que el estudio de los roles era una parte muy importante de nuestro trabajo de
autoobservación, y nos recomendaba a veces que nos colocáramos en circunstancias desacostumbradas,
para las que no dispusiéramos de ningún rol conveniente. Aun cuando ésta bien podía ser una experiencia
incómoda nos proporcionaría una oportunidad excelente para ver cosas de muchísima importancia.
Ouspensky nos habló también de otra parte de la intrincada maquinaria de la Personalidad, a la que
daba el nombre de «paragolpes». Los «paragolpes» son unos artefactos ingeniosos por los cuales el
choque resultante del golpe de un tren contra otro, queda aminorado, y dijo que pueden existir
mecanismos exactamente similares entre distintas partes de la personalidad de un hombre. La vida se
haría insoportable para un hombre, si tuviera que estar continuamente consciente de las muchas
incongruencias y contradicciones que hay dentro de él, y, a fin de disminuir ese riesgo, ha creado dentro
de sí una cantidad de puntos ciegos que evitan que perciba los conflictos que tienen lugar entre sus
multitudinarios «Yoes». Estos puntos ciegos o «paragolpes» lo ayudan a continuar durmiendo
cómodamente, soñando que todo le va bien, y que puede estar más que satisfecho de sí mismo. «Los
“paragolpes” —concluía Ouspensky— son herramientas por medio de las cuales podemos pensar que
siempre tenemos razón».

«¿Son justificaciones?», le preguntó alguien.

«Puede ser, pero un hombre que posea «paragolpes» verdaderamente fuertes no ve ninguna
necesidad de justificarse, pues está completamente ajeno a las incongruencias que hay dentro de
él, y se acepta a sí mismo creyéndose enteramente satisfactorio tal como es. Un hombre así tiene
una completa confianza en sí mismo y en todo lo que cree».

«¿Cuál es la mejor forma de ver los “paragolpes”?», preguntó otra persona.

«Llega un momento —contestó Ouspensky— en que el trabajo sobre nosotros mismos


comienza a revelar algunas de nuestras incongruencias. Sabemos que hay un “paragolpe” entre
ellas, y con la práctica de la autoobservación vamos advirtiendo lentamente lo que haya a ambos
lados del “paragolpes”. De modo que hay que estar al acecho de las contradicciones interiores, y
éstas habrán de conducirnos al descubrimiento de los “paragolpes”. Presten particular atención a
cualquier asunto que a ustedes les resulte particularmente irritante. Tal vez se hayan atribuido a sí
mismos alguna buena cualidad, y esa es una idea que reposa a un costado del “paragolpes”, pero
ustedes no han visto hasta ahora la contradicción que hay del otro lado de él. No obstante se
sienten un tanto incómodos acerca de esta buena cualidad, y eso puede significar que están
cercanos a un “paragolpes”».

En otra reunión Ouspensky habló acerca del Rasgo Principal.


Dijo que existía un rasgo central alrededor del cual gira todo lo que hay en un hombre. Es realmente
su debilidad principal, y explica muchísimo de lo que hay en su personalidad. Un hombre habla
demasiado cuando debiera de permanecer en silencio, y otro se queda callado cuando debiera de hablar;
esto muestra cómo la enseñanza, en este trabajo, no puede ser más que individual. Dijo que el
descubrimiento de la principal debilidad de uno y la lucha contra ella es parte importante del trabajo,
pero que el Rasgo Principal está tan celosamente protegido por «paragolpes» que raras veces un hombre
es capaz de descubrirlo por sí mismo. Tiene que ser advertido sobre su Debilidad Principal pero no debe
decírsele demasiado pronto, pues se negaría a creer lo que se le dice. Negaría la acusación, y mientras
con más resolución la niegue, más probable ha de ser que el diagnóstico sea acertado.

«¿Hay alguna forma por la cual podamos descubrir la dirección a que apunta nuestro Rasgo
Principal?», preguntó alguien.

«Si usted observa el diseño de su vida entera —contestó Ouspensky— podrá ver la misma
clase de problema repitiéndose constantemente, y terminando en la misma forma de impasse. Si
usted logra hacerlo, es probable que se acerque bastante a su Rasgo Principal. Comprenda que su
Rasgo Principal es un eje en usted mismo, alrededor del cual están girando muchas otras cosas, y
eso explica por qué los frutos de su principal debilidad se repiten continuamente. Pero muy poca
gente descubre por sí misma su rasgo principal».

Alguien preguntó si la Personalidad tenía algún defecto que fuera un obstáculo mayor que otro para el
desenvolvimiento interior.
Ouspensky respondió sin vacilar que la vanidad es un flotable impedimento. Dijo que G. había hecho
siempre un hincapié muy especial en la importancia de la vanidad, y se había referido a ella en los
siguientes términos:

«La causa fundamental de casi todas las incomprensiones que se producen en el mundo
interno… se debe principalmente al factor psíquico que se halla en el ser del hombre a una
edad temprana, producido por una educación equivocada, cuyo estímulo da nacimiento en él al
impulso de la vanidad… Yo afirmo solamente que la felicidad y la conciencia de sí —es decir,
recordarse a sí mismo— que debieran existir en un hombre real, dependen, en la mayoría de
los casos, casi exclusivamente de la ausencia de sentimientos de vanidad, y me he trazado el
propósito de trabajar con mi gente, para tratar sin misericordia, todas las manifestaciones de
este factor, que atrasa el desarrollo e impide cualquier legítima relación con nuestra vida
interior, de cuyo ajuste armonioso depende toda verdadera felicidad».

Ouspensky nos aconsejó, por lo tanto, estar al acecho de nuestras formas especiales de vanidad, pues
todos nosotros tenemos nuestras propias pequeñas vanidades.

Un recién llegado preguntó cómo podrían ser descubiertas nuestras vanidades especiales.

«Por la observación de sí mismo —respondió— seguir haciendo lo que debiera estar haciendo en
este momento, tomando muchas instantáneas de usted mismo. Esto habrá de revelarle con el tiempo todas
sus actitudes fijas, todos los hábitos de pensamiento y sentimiento que lo forman a usted, y cuando usted
despliegue todas esas fotografías para inspeccionarlas, podrá descubrir que muchas de ellas se
corresponden entre sí, en forma completamente natural, en grupos, de modo tal que usted empezará a ver
los retratos de una cantidad de subpersonalidades que hay en usted mismo»:

Una estrella naciente del cine.


Quizá una persona demasiado incomprendida.
Un mártir.
Un rebelde.
Un snob.

«Cuando usted haya visto todos esos tipos menores en usted mismo, es bueno darles nombres y
familiarizarse cada vez más con ellos: Solo entonces podrá controlarlos».

Acepté el consejo de Ouspensky, y cinco años más tarde, las tres personalidades que yo había
descubierto en mí mismo —el Halcón Negro, el Caballero Patón y el Personaje— fueron utilizados como
material para la redacción de una nueva forma de autobiografía. Fue publicada, bajo el título de I Talk of
Dreams. El Halcón Negro, el Caballero Patón y el Personaje, están aún dentro de mí, pero ahora me
molestan cada vez menos.
Capítulo VII
Las dos grandes leyes cósmicas
Alguien preguntó:

1. Por qué nos resulta tan difícil cambiar cualquier cosa en nosotros mismos.
2. Por qué, con tanta frecuencia, no llegamos a apartarnos de las emociones negativas.
3. Y qué razón hay para que sea también tan difícil recordarse a uno mismo.

«Porque —respondió Ouspensky— va contra la Naturaleza; están completamente


apartadas de lo que es natural. Hacer esfuerzos de ese tipo significa ir contra la corriente
principal de las cosas que acontecen en nuestro mundo. Además, ustedes tienen que recordar
que nosotros vivimos en una sección muy desfavorable del Universo. Las cosas que pueden
hacerse con toda facilidad en algunas partes del Universo, resultan sumamente difíciles aquí.
Ha llegado el momento de que estudiemos estas cosas. Hasta ahora hemos estado investigando
al hombre, pero el hombre no puede ser comprendido como se debe, a menos que estudiemos al
mismo tiempo el mundo en que el hombre vive, pues el hombre es un modelo en pequeño del
Universo, un microcosmos dentro del macrocosmos. Está construido con los mismos
materiales, y gobernado por las mismas leyes. Cuando estudiamos las leyes fundamentales que
gobiernan todas las cosas, nos resulta a veces más fácil encontrar ejemplos de la forma como
funciona tanto en nosotros mismos, como algunas veces en el Universo. El estudio del hombre y
el del Universo debe por lo tanto realizarse simultáneamente, y ya se han hecho preguntas que
no pueden ser adecuadamente contestadas sin saber más sobre el mundo en que vivimos.
Debemos volver ahora nuestra atención sobre el Universo. Comenzaremos —continuó diciendo
— por examinar dos grandes leyes cósmicas que se conocen como la Ley de Tres y la Ley de
Siete. La primera de estas leyes puede enunciarse así: Todos los fenómenos en todas las
escalas, de la subatómica a la cósmica son el resultado y la interacción de tres principios o
fuerzas. Los científicos reconocen la presencia de dos fuerzas opuestas en muchos fenómenos,
tales como la existencia de electricidad positiva y negativa en la física y de las células
masculinas y femeninas en la biología; pero no advierten que la presencia de estas dos fuerzas
constituye una ley general. Están todavía muy lejos de darse cuenta de que la existencia de una
tercera fuerza es necesaria para que ocurran los fenómenos, pues, de acuerdo con la
enseñanza de G., nada puede ocurrir sin la intervención de un tercer principio o fuerza. Si solo
se juntan dos fuerzas no pasa nada».
Fig. 2 – El Rayo de creación a que pertenece la Tierra

Ouspensky nos decía que esta idea de que son necesarias tres fuerzas para que suceda cualquier cosa
nueva, podía encontrarse en muchas enseñanzas antiguas. Fue la fuente original de la que derivó la
doctrina cristiana de la Trinidad coexistente e indivisible, y apareció bajo una forma distinta en la
enseñanza hindú relacionada con la creación del Universo. De Brahman el Absoluto surgió Ishwara el
Creador, y por la acción conjunta de Brahma, Vishnú y Shiva (los tres diferentes aspectos de Ishwara) se
produjo todo lo que existe. Una exposición más clara aun de la doctrina de la ley de tres, se encuentra en
la doctrina Sankya de las tres gunas: raja, tamas y sattva. De acuerdo con la filosofía Sankya, las
diferentes combinaciones de estos tres principios y de las cualidades características de cada uno de
ellos, son las responsables de todas las cosas que existen en nuestro mundo fenoménico…
Ouspensky nos decía que G. llamaba a estas tres fuerzas activa, pasiva y neutralizante
respectivamente, pero agregaba que estos son solamente nombres que se emplean para indicar una
relación existente entre ellas en un determinado momento, pues las tres fuerzas pueden encontrarse en
actividad en forma conjunta en ciertas circunstancias. Es comparativamente fácil advertir la existencia de
las dos primeras fuerzas, la activa y la pasiva, pero la tercera fuerza está mucho menos al alcance de la
observación. Esto es así porque en el nivel de conciencia en que vivimos, no vemos al Universo ni a
nosotros mismos como realmente somos, sino como nos parece que son en nuestro estado de vigilia. En
otras palabras, como ciegos a la tercera fuerza. Sin embargo, si nos estudiáramos a nosotros mismos
cuidadosamente, podríamos encontrar ejemplos de la acción que tienen sobre nosotros las tres fuerzas; y
nos dio como ejemplo de ello nuestro deseo de cambiar. Se puede considerar a este deseo como una
fuerza activa en nosotros, pero de inmediato se ve enfrentado con la resistencia de las viejas costumbres
y con nuestra aversión innata hacia el esfuerzo que es la segunda, o fuerza pasiva.
Sin la presencia de una tercera fuerza, estas dos fuerzas opuestas se contrabalancean entre sí o giran
una alrededor de la otra, de modo tal que nada sucede. Después tal vez aparezca una tercera fuerza, o
neutralizante, en forma de un conocimiento nuevo o el estudio de una nueva técnica para producir un
cambio, y con la ayuda de esta tercera fuerza, quizás pueda empezar a suceder algo.
Ouspensky se levantó de su silla, se acercó al pizarrón y dibujó en él un nuevo diagrama, que nos dijo
que representaba un acontecimiento no menos importante que la creación del Universo. Llamó a este
diagrama el Rayo de Creación, y dijo que el trabajo de creación comenzó en el Absoluto, y que las tres
fuerzas que estaban dentro del Absoluto poseen cualidades únicas. Al revés de todas las demás fuerzas
cualesquiera que fueran, ellas poseen voluntad, conciencia y comprensión, y esto les permite primero
separarse y luego reunirse en un punto predeterminado, y ahí dar origen a la primera serie de mundos en
el Rayo de Creación. La primera serie de mundos podría ser llamada: Todos los Mundos Posibles (ver
fig. 2). En cada uno de estos mundos recién creados existen también tres fuerzas que repiten el proceso de
interacción de uno sobre otro, pero como solo constituyen una parte del Absoluto, y no el total no poseen
la voluntad, la conciencia y la comprensión necesarias que poseían los que los habían precedido. Siendo
así, el punto en que se reúnen es accidental y no predeterminado. Esto significa que mientras que la
voluntad del Absoluto crea y controla la primera serie de mundos, no gobierna las subsiguientes etapas
de la obra creativa, y mientras más se aparta del Absoluto el Rayo de Creación, más casuales y
mecánicas van resultando la creación y el control de lo creado.
Ouspensky nos explicó que el Rayo de Creación que estaba dibujando en el pizarrón es uno solo,
dentro de un amplio número de Rayos de Creación que se dirigen hacia afuera en todas direcciones a
partir del impulso inicial creador que hay en el Absoluto. Estudiábamos este Rayo, por el hecho de que
era el Rayo en que estábamos especialmente interesados, siendo nuestra tierra la sexta de la serie de
mundos inscriptos en él. Si las enumeramos hacia afuera partiendo del impulso creador original, la serie
es la siguiente:

1. Primero está el Absoluto.


2. Y de inmediato Todos los Mundos posibles. Dentro de esta denominación de Todos los Mundos
Posibles se incluyen las grandes galaxias estelares y las nebulosas que están fuera de la Vía Láctea,
tanto como la Vía Láctea misma.
3. El mundo siguiente en el Rayo está constituido por todos los soles de la Vía Láctea.
4. Seguido a su debido tiempo primero por el mundo de nuestro Sol.
5. Luego por el mundo de los planetas que giran alrededor de nuestro Sol.
6. Después por el mundo del planeta particular en que vivimos —o sea la Tierra—.
7. Y finalmente por el mundo de la Luna.

Ouspensky dirigió nuestra atención hacia el hecho de que el Rayo de Creación contradice ciertas
ideas científicas modernas acerca del Universo, en primer lugar porque considera al Universo como una
cosa viviente, y luego porque, además de ser una cosa viviente, todavía sigue creciendo. La Ciencia, o en
todo caso la ciencia vigente en ese momento, consideraba al Universo como algo que ha comenzado hace
muchísimo tiempo, y que ahora está en el proceso de ir disminuyendo y llegar a su fin.
De acuerdo con esta opinión, la Luna ya está muerta, y la Tierra está perdiendo también lentamente su
calor, de modo que con el tiempo tiene que llegar a parecerse a la Luna. Pero el sistema que estudiamos
adopta la opinión opuesta, considerando que la Luna está en proceso de calentarse cada vez más, y
prepararse para el momento en que llegará a parecerse a la Tierra, y la Tierra al Sol.
Ouspensky también hizo gran hincapié en el hecho de que los distintos mundos señalados en el Rayo
no se mueven cada uno independientemente de los demás, dentro de una enormidad de espacio vacío,
sino que todas las cosas que se hallan en el Universo están mucho más íntimamente ligadas entre sí que lo
que podamos imaginar. Además, los intervalos de espacios entre los distintos mundos están muy lejos de
hallarse vacíos. La energía fluye del Rayo en todas partes, y va siendo absorbida por los distintos
mundos que encuentra en su trayecto, para ser liberada de nuevo más tarde en alguna forma distinta. En
otras palabras: se produce en todas partes un gran intercambio de energías, recibiendo los planetas
energía del Sol, la Tierra de los Planetas, y la Luna de la Tierra. La energía pasa también, dirigiéndose
hacia arriba, de la Tierra a los otros Planetas, y de ahí en adelante hacia el Sol y la Vía Láctea.
La forma última de considerar el Universo es figurárselo como un enorme espacio, en el que se
mueve un número comparativamente pequeño de cuerpos sólidos.
El espacio debe ser concebido como una vasta red de vibraciones que irradian en todas direcciones,
una red en la que una condensación de energía en materia se está produciendo en distintos puntos. Pero
fueron las radiaciones las entidades primarias del Universo, y la serie de mundos en que se condensaron
fueron las segundas concreciones.
Habiéndonos proporcionado este enorme ejemplo en escala de la forma como opera la Ley de Tres,
Ouspensky pasó a hacer una descripción de la segunda de las dos grandes leyes cósmicas, la Ley de
Siete. Dijo que la inmensa red de vibraciones que constituyen el Universo, puede servir también para
ilustrar la acción de la Ley de Siete, ley que ha sido conocida muy frecuentemente como la ley de
octavas. Las vibraciones tienen lugar en todo tipo de frecuencias y en todas las densidades de la materia,
de la más delicada a la más grosera. Estas vibraciones pueden ser visualizadas viajando en todas
direcciones, cruzándose entre sí, chocando las unas con las otras, reforzándose unas y otras, desviándose
y oponiéndose. El pensamiento de Occidente difiere radicalmente del pensamiento del sistema en cuanto
a la forma en que se desenvuelven estas radiaciones. De acuerdo con el pensamiento de Occidente,
funcionan sin rupturas ni interrupciones, continuando su curso en cierta dirección siempre que el impulso
original que les diera origen, fuera lo bastante fuerte como para superar la resistencia del medio en el
cual viajan. El principio de la continuidad de las vibraciones está por lo tanto firmemente establecido en
Occidente, pero esto es contrario a la enseñanza de G., quien proclama el principio contrario de la
discontinuidad de las vibraciones. De acuerdo con esta idea, ninguna vibración, ya sea que pertenezca a
una octava ascendente o descendente, se desenvuelve uniformemente, sino siempre con aceleraciones o
retardos en ciertos puntos. Otra forma de expresar este principio cósmico, sería decir que la fuerza de un
impulso original no actúa uniformemente a través de todo el proceso al que ha dado origen, sino que
disminuye en ciertas etapas, de modo que las vibraciones ascendentes empiezan a ascender en forma más
lenta y las octavas a descender más lentamente en estos puntos. Después de estas fases temporarias de
retardo del proceso de desarrollo, las vibraciones recuperan su anterior velocidad de aceleración o
retardo, según sea el caso, hasta que se encuentran con la contención siguiente, cuando el mismo
fenómeno de aceleración disminuida o retardo vuelve a ocurrir de nuevo.
Como primer paso del trabajo de ubicar la posición exacta en donde suceden estos retardos
temporarios, las líneas de desarrollo de las vibraciones debieran ser divididas en períodos que se
correspondan con la duplicación o la reducción a la mitad, de su frecuencia. Ouspensky dio como
ejemplo de esta duplicación o reducción, un aumento en la tasa de vibración que iba de mil a dos mil por
segundo. Cuando examinamos con mayor cuidado el desarrollo de las vibraciones en este período,
encontramos dos lugares en los que ocurrió un retardo de la tasa de aceleración; uno cerca del principio
del proceso, y el otro casi al final de él, De acuerdo con G., las leyes que gobiernan los retardos
periódicos de la disminución o aumento de la tasa de vibraciones, eran ya conocidas por los científicos
de épocas muy antiguas, y decidieron registrar su descubrimiento en forma de escala de siete tonos. El
período de duplicación o disminución de la tasa de vibración representa ahora, por lo tanto, la octava
musical, y si empleamos la escala solfa tónica, podremos decir que la primera interrupción en una escala
ascendente tiene lugar entre las notas mi y fa, y la segunda entre si y la nota do de la escala que sigue. G.
llamaba a estos dos lugares en la octava, en los que se produce un desaceleramiento de la tasa tanto de
aceleración como de disminución, los «intervalos» de la octava.
Decía que podía considerárselos como puntos débiles de la octava, en donde tanto podían ser
detenidos como proyectados en una dirección completamente distinta. Estos dos accidentes pueden
evitarse si se provee de nueva energía a los intervalos por medio de otra octava que la golpee allí. Si la
octava que se está debilitando tiene la suerte de recibir este golpe y este nuevo aporte de energía donde
los necesita —o sea, en los intervalos— continuará desarrollándose, y podrá conservar su dirección
original.
Ouspensky demostró después el trabajo de la Ley de Siete, sobre el diagrama del Rayo de Creación.
El Rayo de Creación —decía—, es una octava descendente que comenzó arriba con el sonar de la nota
do del Todo o Absoluto; pasó a si: Todos los Mundos posibles (mundo 3); a la: Todos los Soles, o la Vía
Láctea (mundo 6); a sol: nuestro Sol (mundo 12); a fa: Todos los Planetas (mundo 24); a mi: la Tierra
(mundo 48); a re: la Luna (mundo 96); y finalmente a do: de nuevo el Absoluto.
El Rayo comienza por lo tanto en el Absoluto, termina en la Luna, y como más allá de la Luna no hay
nada, vuelve a ser el Absoluto. El primer intervalo ocurre entre do y si, es decir, entre el Absoluto y
Todos los Mundos, y el segundo entre fa y mi: en otras palabras, entre Todos los Planetas y la Tierra. Es
entre estos dos puntos donde la octava necesita ayuda, y Ouspensky nos decía que el primero de estos dos
intervalos entre do y si está ocupado por el Absoluto, que posee voluntad y plena conciencia. Pero la
Voluntad del Absoluto no alcanza hasta el segundo intervalo, de modo que tiene que intervenir alguna otra
cosa, a fin de que la octava pueda continuar. A menos que se le dé un sacudón en esta situación, no puede
producirse un pasaje de fuerza satisfactorio. A fin de poder superar el intervalo entre los planetas y la
Tierra, se ha colocado allí un aparato mecánico especial, y este aparato transmisor, es la Vida Orgánica
en la Tierra. Toda la vida orgánica de la Tierra puede considerarse como que forma una especie de
película sensible que cubre la corteza de la Tierra, película que primero absorbe y luego libera energías
que provienen de la parte superior del Rayo.

«La vida orgánica —continuó diciendo Ouspensky— tiene que ser considerada tanto
órgano de percepción de la Tierra, como su órgano de radiación. Con la ayuda de la Vida
Orgánica, cada porción de la superficie de la Tierra recibe radiaciones que vienen desde
arriba. También ocurre lo mismo en la Vida Orgánica, que irradia ciertas energías en dirección
a la Luna. Ésta es afectada a su turno por influencias que vienen de los distintos órdenes de
mundos del Rayo. Por ejemplo, una pequeña tensión casual en las esferas planetarias, puede
manifestarse en la Vida Orgánica, en forma de una prolongada perturbación en la conducta
humana».

Algo que ha sido completamente accidental y muy transitorio ocurre en el espacio planetario, y
comienza a operar sobre las masas humanas, de modo tal que la gente se odia entre sí y empiezan a
matarse unos a otros, y a justificar lo que hacen invocando alguna teoría sobre la hermandad, la igualdad
del hombre o la justicia.

«Pero —concluía diciendo Ouspensky— cualquier cosa que ocurra en la delgada película
de la vida orgánica, siempre sirve a los intereses de la tierra, el sol, los planetas y la luna».

Yo me sentía particularmente interesado en esta extraordinaria explicación de la función de la vida


sobre la tierra; si no por otra razón, porque era la primera vez que me veía enfrentado con un intento de
resolver el problema de la vida sobre este planeta. Alguna explicación de su presencia sobre la
superficie de la tierra era, para mí, necesaria, pues yo nunca he podido aceptar el punto de vista
científico corriente de que la aparición de las cosas vivientes aquí es puramente accidental. Tenían que
producirse en la tierra tantas circunstancias favorables antes de que pudieran sobrevivir aquí, que me
veía casi obligado a creer en la existencia de un gran plan cósmico, y en que se estaban tomando
disposiciones especiales para la llegada de la vida. Además tenía otras razones para creer que la vida
ocupa un lugar muy especial en el gran plan de la creación del mundo, y aquí lo teníamos, a G.
fortaleciendo aquellos anteriores prejuicios míos, confirmando primero que había algo así como un plan,
y diciendo después que la vida sobre la tierra sirve a un fin muy especial.
Es imposible para mí decir si su explicación es verídica o no, pero no tenía más remedio que admirar
el audaz impulso imaginativo del diagrama de G. sobre el Rayo de Creación.
En la siguiente reunión Ouspensky resumió su descripción del Universo y nos dio una explicación
sobre la materia de la cual están hechas todas las cosas. Yo esperaba que cuando llegara a tratar eso, lo
que seguramente tenía que ocurrir, expondría alguna variedad de filosofía idealista, pero no; en lugar de
ofrecernos eso, expuso una filosofía materialista. De acuerdo con la enseñanza de G., todo en el Universo
es material y potencialmente capaz por lo tanto, de ser pesado.
«Pero —continuó diciendo Ouspensky— el concepto de “materialidad” es tan relativo
como el concepto “hombre”, y las materialidades de los varios mundos que integran el Rayo
de Creación son muy distintas. La ciencia considera que la materia es en todas partes muy
semejante, variando solamente en algunas de sus propiedades, tales como la densidad, ya que
la idea de diferentes “órdenes” de materialidad le es completamente extraña. La materia es
convertible en energía y, siendo esto así, podemos enfocar el Universo en tres formas distintas:
como un vasto campo de vibraciones, como materia, y como materia en estado de vibración. Si
consideramos al universo como materia en estado de vibración, el grado en que vibra está
siempre en razón inversa a su densidad; en otras palabras: mientras más densa sea la materia,
más lento será su grado de vibración».

Ouspensky nos explicó enseguida, que el término «átomo» se utiliza en el sistema de G., y que puede
definirse el átomo como la partícula más pequeña en que puede dividirse la materia, sin sacrificar
ninguna de sus cualidades. Pero es importante tener en cuenta que G. atribuía a la materia cualidades que
le habían sido negadas por la ciencia occidental, cualidades de naturaleza psíquica y cósmica, al mismo
tiempo que física. Debemos también ponernos en claro sobre algo que ya se había mencionado: que la
materia es muy distinta en diferentes niveles del Rayo de Creación; tan distinta, por cierto, que lo que es
materia en un grado más alto de ella, no puede considerarse que es materia en un grado más bajo. Por
ejemplo: el conocimiento es realmente materia; pero desde el punto de vista de alguien que viva en la
Tierra esta idea parece extraña, y hasta diríamos ridícula. No obstante eso, debe notarse que el
conocimiento posee una de las características de la materia, v. gr.: que la cantidad de éste que existe en
cierto lugar y en determinado momento del tiempo, siempre es limitada.
Ouspensky volvió luego a dibujar el Rayo de Creación en forma abreviada, lo que llamó las tres
octavas de radiación, y nos señaló que las siete palabras que ahí aparecen representan también siete
variedades u órdenes de materialidad, que van desde la materialidad más delicada posible del Absoluto,
hasta la más densa de todas las materias en la Luna. Pero nos dijo que aun cuando en el diagrama estos
diferentes órdenes de materia aparecen sin mezclarse, puros y existentes en diferentes niveles de mundos,
no están realmente aislados entre sí en esa forma. En todas partes la materia perteneciente a un nivel,
penetra la materia de otro nivel, como el agua penetra en los intersticios de una esponja, y a su vez puede
ser impregnada con azúcar, oxígeno u otra sustancia mantenida en estado de solución. Por lo tanto, como
los materiales de distintos órdenes cósmicos se encuentran entremezclados de ese modo, no hay
necesidad de que nadie vaya al sol con el fin de examinar su materialidad. El «material» solar puede ser
examinado mucho más prontamente, así como existe en nosotros, pues el hombre, como se ha acentuado
ya, es un universo en miniatura, hecho de los mismos constituyentes y sujeto a las mismas leyes que él.
«Pero —tuvo buen cuidado de agregar Ouspensky— esta idea de que el hombre es un microcosmos
en un macrocosmos, es cierta solamente, en cuanto al “hombre” en el pleno sentido de esa palabra, es
decir, un hombre en el cual todos los poderes latentes han alcanzado su pleno desarrollo».
Ouspensky decía que las leyes cósmicas eran iguales en todos los planos del Universo, pero cuando
se manifiestan en los diferentes órdenes de mundos, producen fenómenos muy distintos.
Otra cosa que debíamos recordar es que nosotros, que vivimos en la Tierra y estamos sujetos a sus
numerosas leyes, estamos muy alejados del Absoluto. Por eso había dicho en una ocasión anterior, que
estábamos en una posición muy desfavorable para el desarrollo. La vida en la Tierra es muy dura, y las
cosas que pueden conseguirse en alguna otra parte en forma comparativamente fácil, pueden ser logradas
aquí, en la Tierra, como resultado de un trabajo muy fuerte.
Ouspensky señaló que las cifras con las que se designan los varios mundos en el Rayo de Creación —
los números 1-96— representan también el número de fuerzas u órdenes de ley que gobiernan al mundo
en cuestión. En el Absoluto existe solamente una ley y una fuerza, V. gr. la Voluntad del Absoluto. En el
mundo del sol hay doce fuerzas u órdenes de ley, y en el mundo de nuestra Tierra llegan a cuarenta y
ocho. Solo en la Luna existe un número mayor de leyes u órdenes.
Alguien preguntó qué eran las cuarenta y ocho leyes que teníamos que obedecer en la Tierra, y
Ouspensky lo corrigió y dijo que había que considerarlas como categorías de ley, más bien que como
simples leyes. Hay, por ejemplo, una cantidad de leyes biológicas que regulan el trabajo de nuestros
cuerpos y a las que se debe obedecer, pero lo que debe revestir mayor interés para nosotros son las
variadas compulsiones psicológicas que determinan nuestro comportamiento. Estas compulsiones
interiores son importantes porque muchas de ellas son completamente innecesarias, y lo que ahora
tratábamos de hacer era huir de algunas de ellas y vivir bajo menos leyes.
Como a algunos de sus oyentes no les resultaba claro qué era lo que quería decir con «huir de las
leyes innecesarias», Ouspensky nos dio el ejemplo de un hombre que ha sido llamado para cumplir con el
servicio militar. Dijo que anteriormente ese hombre tenía que obedecer una cantidad de leyes de su
ambiente como civil, pero que ahora, como soldado, tenía que obedecer también los reglamentos
militares. Si no lo hacía así, se hacía merecedor a un arresto y se lo encerraba en el calabozo, donde
quedaría sometido a una cantidad aun mayor de leyes. Su libertad, por lo tanto, quedaría muy restringida,
y para poder liberarse tendría primero que adaptarse a los reglamentos militares, y volver después a la
vida civil. Si se pusiera entonces a trabajar sobre sí mismo y a luchar contra sus varias identificaciones,
gradualmente se iría liberando de algunas de las compulsiones más evidentes del hombre dormido, pues
éstas están incluidas también en las cuarenta y ocho categorías de leyes de la tierra.
¡Y qué inmenso poder ejercen sobre nosotros estas compulsiones interiores! Nos llevan a tirones por
la vida sobre los hilos de nuestros gustos y aversiones, nuestros impulsos ciegos y compulsiones
irracionales, igual que otros tantos títeres. Qué alivio sería entonces, quedar libres de algunos de estos
hilos, a fin de no amilanarnos cuando sucede algo que no está de acuerdo con nuestro gusto, y revivir de
nuevo cuando las cosas nos salen bien. Qué descansado sería no tener que estar siempre en lo cierto y no
tener la obligación de tener que estar convenciendo a otra gente que son ellos, y no nosotros, quienes
cometieron el error.
Es completamente ocioso buscar ejemplos de vidas sometidas a leyes innecesarias, entre los jóvenes
convocados para el servicio militar, ya que tenemos abundantes ejemplos de ello en nuestras propias
vidas y al reflexionar sobre la esclavitud que le imponen a uno todas estas compulsiones interiores, me di
cuenta por vez primera del significado de las palabras que tan a menudo escuchara en la Iglesia: «Cuyo
Servicio es Perfecta Libertad». Si un hombre se ingenia para alcanzar un nivel de vida más elevado, y al
proceder así cambia un orden de leyes inferiores por otro más alto, sentirá que en comparación con su
anterior esclavitud su servidumbre a estas nuevas leyes es una libertad perfecta.
En la reunión siguiente Ouspensky dibujó en el pizarrón un diagrama simplificado del Rayo de
Creación. Dijo que mientras que el diagrama original del Rayo de Creación nos había mostrado cómo
habían sido creados los varios mundos, éste abreviado representaba los cambios que tuvieron lugar en el
Universo después de su creación. En realidad, la creación nunca se detuvo en el Universo, pero su
crecimiento se estaba efectuando ahora en forma demasiado lenta como para ser perceptible a gente de
vida tan corta como nosotros. La edición resumida del Rayo de Creación sobre el pizarrón, representaba
eso que Ouspensky llamaba las tres octavas de radiación, que hay en él; siendo la primera de aquéllas la
octava que existe entre el Absoluto y el Sol, la segunda entre el Sol y la Tierra, y la tercera, la que está
entre la Tierra y la Luna. De este diagrama, y con la ayuda de dos Leyes Cósmicas, la Ley de Tres y la
Ley de Siete, Ouspensky procedió a extraer un gran número de materias de densidades ampliamente
variables. La diferencia en sus densidades era tan marcada, verdaderamente, que iban de 6 en la primera
serie de mundos creados a 12,288 en el extremo opuesto del Rayo, es decir, la Luna. El método mediante
el cual se obtuvo la «tabla de hidrógeno», como se llamó, de las tres octavas de radiación, está descrito
en la obra de Ouspensky, In Search of the Miraculous.
A todas las materias derivadas en esta forma de las tres octavas de radiación, Ouspensky les dio el
nombre de Hidrógeno, explicándonos, mientras anotaba sus densidades, que el término Hidrógeno se
emplea en el sistema, para designar una sustancia cuando se la está considerando sin referencia alguna a
ninguna fuerza que actúe a través de ella. Si, no obstante, la materia en cuestión está sirviendo como
conductora de la primera de las tres clases de fuerza, es decir, la fuerza activa, entonces toma el nombre
de Carbón, y, al igual que el carbón que se usa en química, se la designa con la letra C. Cuando la materia
sirve como conductora de la segunda fuerza, o sea la pasiva, se la llama Oxígeno, y se la designa con la
letra O, y cuando funciona como conductora de la tercera fuerza, o fuerza neutralizante, se le da el
nombre de Nitrógeno y se la conoce con la letra N.
Cuando pregunté por qué los creadores de este sistema, le habían hurtado esos términos a la química,
y qué relación tienen el carbón, el oxígeno y el nitrógeno del sistema con los mismos elementos de la
ciencia, Ouspensky contestó que después que yo hubiera estudiado más a fondo mi segunda pregunta,
podría ser capaz de hallar por mí mismo la relación existente entre el hidrógeno, el carbón y el oxígeno
del sistema, y los mismos elementos de la química común. Pero —agregó— el empleo de estos términos
por los creadores del sistema, fue de gran interés para nosotros, pues la Química Orgánica, de la que han
sido tomados, es una rama de la ciencia comparativamente nueva: tiene poco menos de un siglo de
antigüedad.
Esto sugiere —dijo— que al antiguo sistema de conocimiento que estamos estudiando, no puede
habérsele dado su forma actual mucho antes de un siglo atrás. Las ideas en sí mismas son, naturalmente,
más antiguas que eso. Lo único de que él hablaba era del método que podría emplearse para presentarlas
a la mentalidad occidental. Agregó que puede inferirse otro hecho del uso de estos términos, es decir, que
los creadores del sistema en su forma actual deben de haber sido versados tanto en el saber oriental
como en la ciencia occidental. Cuando se lo apuraba para que dijera algo más sobre el origen del
sistema, Ouspensky contestaba que poco o nada podía agregar a lo que ya había dicho. G., no había
divulgado nunca la fuente de su conocimiento, pero siempre había sido deliberadamente vago cuando
hablaba sobre él. Todo lo que llegó a decir cuando se le preguntó sobre el tema, fue que las diferentes
escuelas esotéricas en Asia, se especializaban en diversas materias. Al insistirle para que dijera cómo, si
fuera el caso, se había ingeniado para poder estudiar tan gran variedad de materias, respondió:

«Yo no estaba solo. Había varias clases de especialistas entre los que tomábamos parte en
la búsqueda de la verdad, y cada uno de nosotros estudiaba su propia materia. Después nos
reuníamos y juntábamos todo lo que habíamos aprendido».

Uno de los miembros del grupo le pidió a Ouspensky que nos diera ejemplos del trabajo de las dos
grandes Leyes Cósmicas, además de los que ya nos había proporcionado. A esto respondió que íbamos a
encontrarnos con muchos ejemplos en el curso posterior de nuestros estudios, pero que mientras tanto
podíamos considerar la acción de un agente catalítico en química, como excelente ilustración de la forma
en que opera la ley de Tres.
Si se juntan el hidrógeno y el oxígeno en proporciones correctas, no se combinan para formar agua a
menos que haya ahí platino esponjoso, o que una chispa eléctrica pase a través de la mezcla de gases.
Aquí el platino y la electricidad actúan en función de tercera fuerza. Pero nos corresponde a nosotros
encontrar nuestros propios ejemplos de las dos leyes, y nos aconsejó que los buscáramos en el mundo
que está dentro de nosotros, tanto como en el que está afuera. Podríamos encontrar un ejemplo excelente
de la Ley de Siete en lo que sucede cuando emprendemos una actividad nueva, como este trabajo, por
ejemplo. Por lo general nos lanzamos sobre un nuevo proyecto con gran entusiasmo, haciendo sonar una
nota do, que es suficientemente fuerte como para permitirnos alcanzar la nota fa, y hasta mi. Pero al llegar
a ese punto generalmente nos agotamos o abandonamos, a menos que algún nuevo sacudimiento,
proveniente de una octava que viaja en igual dirección, llegue en el intervalo para reactivar nuestro
agonizante entusiasmo. Podríamos también encontrar muchos ejemplos de octavas que cambian su
dirección en los intervalos por falta de apoyo, si estudiáramos formas distintas de la actividad humana.

«Piensen —dijo, haciendo una pausa y mirando a su alrededor— cuantas vueltas deben
haberse producido en la línea de desarrollo del Cristianismo, para haber producido de una
religión que empezó con la idea del amor universal, a algo tan antitético a ella como la
Inquisición y la quemazón de herejes. No obstante, la Iglesia pareciera no haber percibido
ninguna desviación de la dirección en que transitaba, y, al mismo tiempo que se entregaba a
sus persecuciones, seguía proclamando que enseñaba el Evangelio de Cristo. La historia
humana está llena de octavas quebradas y desviadas de esa misma especie. No existe nada que
dure mucho en un mismo nivel, pues el ascenso y el descenso son sucesos a los que están
sujetas toda clase de actividades. La Ley de Octavas no solo explica mucho de nuestras
acciones humanas, sino que también nos ayuda a darnos cuenta de lo incompleto que es
nuestro conocimiento en todos los terrenos de estudio. Comenzamos yendo en una dirección, y
luego proseguimos en una dirección nueva, sin haber reconocido ni por asomo lo que ha
sucedido».

Ouspensky concluyó sus disertaciones sobre las Octavas agregando a su exposición original de la Ley
de Siete, dos nuevas ideas. Nos dijo que solo las escalas ascendentes y descendentes de una naturaleza
cósmica llegan a desarrollarse en forma ordenada, conservando su dirección original, pero que con
nosotros, la terminación ordenada de una octava ocurre solo como resultado de alguna afortunada
casualidad. Puede suceder que alguna otra octava que viaja en igual dirección tropiece con la primera, y
al llenar sus intervalos haga que resulte posible completarse a sí misma. Con más frecuencia de lo que
creemos nuestras actividades externas llegan a un final brusco, y cuando podemos mirar para atrás y
vemos nuestras vidas en la forma que las hemos vivido, debiéramos ver en nuestro pasado, un surco de
octavas quebradas de do, que han sonado débilmente, de do que han llegado a re y luego se han
desvanecido, y de muchas octavas detenidas en los primeros intervalos. La segunda idea que Ouspensky
añadió a las que nos había dado en sus dos primeras disertaciones sobre octavas, fue particularmente
importante: La idea de las vibraciones dentro de vibraciones, o de octavas interiores.
«Cada nota de una octava —dijo— puede considerarse que contiene una octava total en
otro plano. Hemos visto que los materiales más finos en el universo impregnan a los más
densos, y a su vez son impregnados por materiales aun más finos; y es en estos hidrógenos más
finos donde viajan las octavas interiores. Por ejemplo: la sustancia del mundo 48 está
saturada de la sustancia del mundo 24, y cada nota de las vibraciones en la sustancia más
grosera, hace que emerja una octava total de las vibraciones que viajan en esta sustancia más
fina. Puede decirse, por lo tanto, que cada nota de la Tierra, contiene una octava completa de
las vibraciones del mundo planetario; cada nota del mundo planetario, una escala completa de
las vibraciones del mundo del Sol, y así sucesivamente, Pero hay un límite definido para el
desarrollo de estas octavas interiores; así como el radio de acción de los hidrógenos es
limitado, también lo es el de las octavas interiores».

Ouspensky nos aconsejó que buscáramos ejemplos de octavas interiores, particularmente en nuestro
trabajo interior; y en lo que a mí respecta, personalmente los encontré con más frecuencia al ir
descubriendo de vez en cuando nuevas capas de comprensión, de las ideas de «trabajo». Uno comprende
al principio el significado evidentemente obvio de su superficie, y después muchas veces en forma
completamente inesperada, se revela en ellas una nueva capa más profunda, una experiencia que yo
atribuyo a la recepción repentina de una octava interior. No tuve oportunidad de someter estas
observaciones a Ouspensky, pero sea como sea, están de acuerdo con lo que él escribe sobre las octavas
interiores, en su libro In Search of the Miraculous. Se refiere allí a lo que afirma G., que la música
objetiva está basada, toda ella, en octavas interiores. Había hablado antes G. sobre arte, y había afirmado
que todo el arte ordinario es subjetivo. Con esto quería decir que el artista está completamente sometido
al poder de las ideas y estados de ánimo con que está trabajando, y que «eso», y no «él», crea todo lo que
resulta de su trabajo. Pero en el arte objetivo los resultados están calculados de modo que el artista sea
capaz de producir precisamente lo que quiera producir.
El arte matemático es objetivo por lo tanto, y no casual. Da origen a los resultados a que se quiere
que dé origen y la leyenda de la destrucción de los muros de Jericó por medio de la música, es una
leyenda sobre la música objetiva. También lo eran las leyendas órficas relacionadas con el arte objetivo.
En escala mucho menor, y en forma más primitiva, se ha visto funcionar la música objetiva en el arte del
encantador de serpientes. Ouspensky se refiere a eso en las siguientes palabras:

«Es (la música del encantador de serpientes) simplemente una nota que se prolonga,
elevándose y descendiendo muy poco; pero en esta sola nota están funcionando sin cesar
“octavas interiores” y melodías de octavas interiores, que no llegan al oído pero que son
sentidas por el centro emocional, y la víbora oye esta música, o hablando en forma más
estricta, la siente y la obedece. Si se ejecutara la misma música, solo que un poco más
complicada, los hombres la obedecerían».

Anteriormente habíamos tenido disertaciones sobre arte objetivo, y generalmente los artistas que
formaban parte de nuestro grupo se sentían inquietos y en ocasiones fastidiados. Les resultaba difícil
aceptar la idea de que todo el arte que ellos conocían era arte subjetivo, algo que G. rechazaba de plano
diciendo que no era arte en absoluto.
«Definir el arte objetivo es difícil —le había dicho G. a su propio grupo— porque primero
usted le adjudica al arte subjetivo todas las características del arte objetivo, y segundo,
porque si se da el caso de que usted tropieza con el arte objetivo, no advierte que está en un
nivel distinto del nivel del arte común. Yo mido el mérito de un arte, por la conciencia que
tiene, pero ustedes por su inconsciencia. Una obra de arte objetivo es un libro que transmite
las ideas del artista, no directamente apelando a palabras o signos o jeroglíficos, sino por
medio de sentimientos que provoca en el observador en forma consciente, y con pleno
conocimiento de lo que está haciendo y por qué lo está haciendo».

A Ouspensky le preguntaban reiteradamente los miembros de su grupo si existían todavía algunas


obras de arte objetivo, y él habló de tres cosas: de la Esfinge en Egipto; de la leyenda de una estatua de
Zeus en Olimpia que provocaba en todos los espectadores los mismos sentimientos; y de la figura de un
dios o un demonio que G. y sus compañeros exploradores habían encontrado en un desierto al pie de las
montañas Kush hindúes. Era una figura que producía en todos ellos un efecto notable, de modo tal que
parecía como si hubieran podido asir el significado que su creador había querido trasmitir muchos siglos
antes y no solo el significado, sino «todos los sentimientos y las emociones vinculados igualmente con
aquél».
Ouspensky también nos recordó que la literatura tiene sus obras de arte objetivo. Dijo que los
Evangelios han sido desvirtuados y se les han hecho agregados en el proceso de copia y traducción, pero
que originalmente habían sido escritos por hombres que ocupaban un nivel más elevado que el de la
humanidad mecánica, es decir, por hombres que sabían qué era lo que estaban haciendo, y cómo había
que hacerlo. Había muchos otros ejemplos de arte consciente u objetivo en la literatura sagrada del
mundo.
El lado filosófico del sistema de G. y lo que él cuenta sobre el Universo, no puede ser sometido a una
prueba práctica en la forma en que puede hacerse con el conocimiento de naturaleza psicológica. Lo más
que yo podía hacer, era examinar la narración de G. sobre el Rayo de Creación cuidadosamente, ver si
coincidía con otras ideas que se nos habían dado, y resolver sobre si configuraba un relato razonable
sobre el Universo y su creación. Fuera como fuera había algo que decir en su favor: que, aparte de la
descripción poética de la creación que da el Libro del Génesis, esa es la única narración aceptable de la
creación que jamás se me haya ofrecido.
Capítulo VIII
Pensamientos sobre el rayo de creación
¿Quién conoce el secreto? ¿Quién puede desnudarlo?
¿De dónde surgió verdaderamente este Todo Múltiple?
Los Individuos Divinos fueron posteriores a su nacimiento.
¿Quién puede, entonces, decir de dónde surgió esta Gran Creación?
Si hay más allá de ella una Voluntad o si no hay ninguna
Solo Él, que es la Conciencia de todo lo que Existe,
¡Solo Él sabe —y puede ser que ni aún Él lo sepa—!

Eso recitaba el autor del Rig Veda, o Himno de la Creación, unos 1500 años antes de la venida de
Cristo, pues los Vedas fueron pasando de unos a otros por medios orales, mucho antes de haber sido
confiados al papel, y habiendo expresado sus dudas sobre si aun «El que es la Conciencia de todo lo que
Existe», conoce a fondo la historia de la Creación, el Rig Veda nos dice que antes de la manifestación del
Universo fenomenal… «no había ni no entidad ni entidad, ni atmósfera, ni cielo más atrás. No había
muerte, ni por lo tanto inmortalidad; ni día ni noche, Solo el Uno, sin aliento por su esencia. No había
nada que fuera distinto de él, ni que estuviera más allá. De este germen manaron poderosos poderes
productivos, la naturaleza abajo y la energía arriba».
El Universo siempre ha sido y siempre será un misterio para el hombre, No hay nada con lo que se lo
pueda comparar, pues lo es todo y no deja lugar para ninguna otra cosa. En algunas personas ha muerto el
asombro, pero aquellos que aún ponderan los misterios de su propia existencia y de su relación con el
Universo, se asemejan a niños que, habiendo tropezado con algo que es sorprendentemente extraño,
buscan de aminorar el misterio de todo el asunto, contándose a sí mismos historias sobre él, que les
infunden coraje. Tenemos muchos relatos distintos, de entre los cuales podemos elegir. Está la inteligente
narración que hacen los científicos, pero es una historia exasperante que se derrumba antes de haber
empezado. Heráclito, el Padre de la Ciencia, empezaba y terminaba cada una de sus narraciones con una
sola exclamación: «No hay otra cosa que átomos y espacio».
Y esta misma historia truncada, ocasionalmente con ligeros agregados, sigue siendo narrada aún por
algunos de nuestros actuales hombres de ciencia, «No existe nada —murmuran— salvo partículas
danzantes o electricidad positiva y negativa. Es completamente inútil ponerse a especular sobre la
naturaleza de tales cosas».
Pero en el Rayo de Creación de G., se me había proporcionado nuevo material para poder pensar, de
incalculable interés.
Era la historia de la Creación del Universo narrada por un vidente en estado superior de conciencia,
y lo primero que me impresionó de él, fue su parecido, con la historia contada por los rishis autores de
los Vedas Hindúes, historia que ha sido simplificada en la medida de lo posible para adaptarla al diario.
Al ir haciéndome más viejo voy confiando cada vez menos en la capacidad de mi mente, o de cualquier
otra mente humana, para ver las cosas tal como verdaderamente son. En la juventud me veía a mí mismo
escalando temerariamente grandes pináculos de pensamiento, trepando cada vez más alto, y más aún,
hacia el Empíreo, en busca de la verdad, y tendiendo finalmente la mano para capturarla, Con la edad,
este cuadro mío ha perdido todo su heroísmo y su grandeza. Ya no veo más a un intrépido trepador, sino a
un niño de corta edad en su lugar, sentado en una especie de jardín de infantes y garabateando palabras
sencillas en una pizarra. Las cosas tienen que sernos presentadas en forma muy fácil para mí y mis
compañeros, pues por más que finjamos, nuestras mentes son capaces de entender muy poco acerca de
todas las cosas que son de verdadera importancia para nosotros. No podemos esperar verlas nunca tal
como realmente son, y tenemos que contentarnos solamente con aproximaciones a la verdad. De ese
modo, durante todas las interesantes disertaciones de Ouspensky sobre el Rayo de Creación, y
particularmente cuando se anunciaba algo de naturaleza muy desconcertante, yo me oía a mí mismo
murmurando: «No exactamente eso, sino algo muy semejante. Naturalmente, todas estas cosas tienen que
sernos presentadas en forma muy fácil, y esa era la forma más simple de expresar lo que los creadores
del sistema pudieron proyectar».
Tenemos, por ejemplo, esa afirmación un tanto asombrosa y desconcertante de G., de que todo,
incluyendo el conocimiento es material. Al principio mi mente se retraía ante esa declaración, pero
indudablemente se podía sacar muchas ventajas aceptando esa idea, si de un examen más detenido
resultaba que pudiera ser posible. La relación entre mente y materia, y la forma en que estas entidades,
que son radicalmente diferentes, se las arreglan para encontrarse y actuar la una sobre la otra, como por
cierto lo hacen, ha sido un enigma antiquísimo para los filósofos, y aquí se nos presentaba una forma
excelente de salir del problema. Nadie puede dudar en lo más mínimo de que la mente afecta al cuerpo; y
la mejor forma de resolver el enigma de cómo se las arregla para hacerlo, es sustituir una filosofía
monística por una dualística. Se obtienen grandes ventajas considerando al Universo como compuesto de
una sola materia, se tome ese material como mente o como materia. Al principio yo sentía que hubiera
preferido un monismo idealista antes que materialista, pero el materialismo propuesto por el sistema de
G. era tan totalmente distinto del materialismo científico ordinario, que yo no tenía ahora la menor
voluntad de aceptar a este último.
Obviamente quedan ahora dos métodos posibles de cerrar la grieta entre mente y materia, siendo la
primera aquella que utilizan los hombres de ciencia materialistas: el método de rebajar la mente al nivel
de la materia: y el segundo, el de elevar la materia hasta el nivel de la mente. Éste era el método que los
autores del sistema de G., habían elegido y llevado a cabo con mucho éxito. Uno de los beneficios
inmediatos derivados de esta maniobra suya, fue que restituyeron al Universo lo que tanto los
materialistas como los dualistas le habían quitado: la vida, el propósito, la inteligencia. El sistema
considera el Universo, y todo lo que en él hay, como algo vivo, y vivir significa tener un intercambio
incesante entre el organismo y su ambiente, un comercio de energías tan notable que es difícil decidir
dónde termina el organismo, y dónde empieza su ambiente. El sistema implica también que todo lo que
hay en el Universo está mucho más íntimamente ligado con todo lo demás, que lo que se supone, de modo
que, como había dicho Ouspensky, un cambio que se produjera aquí en la Tierra ha de tener algún efecto
inesperado en un mundo muy distante. Al hablar del Rayo de Creación también describió el espacio
existente entre los variados mundos del Rayo de Creación, diciendo que está cargado de fuerzas que
pasan en distintas direcciones, y estas energías son algo así como un volcamiento de energías de las
cosas vivientes en su medio ambiente.
Lo que me interesa en este preciso momento en que estoy sentado en mi escritorio tratando de
recordar las ideas que aprendí de Ouspensky en la habitación de Warwick Gardens durante veinte años,
es que al paso que esas ideas carecían entonces completamente de ortodoxia, algunas de ellas gozan
ahora de apoyo científico. Por ejemplo, fue de Ouspensky y no de ningún libro científico, que aprendí por
primera vez que la materia y la energía son realmente una y la misma cosa, y que el Universo está en
proceso de crearse a sí mismo. Sé muy bien que esta última idea no ha sido todavía aceptada
generalmente por los astrónomos, pero hay muchos que ahora están de su parte, y consideran al espacio
interestelar como la matriz de donde proviene el material que requiere el Universo para crear más. De
acuerdo con Hoyle, la cantidad de hidrógeno existente en el espacio excede con creces la cantidad que
puede encontrarse en las galaxias estelares del Universo, y los nuevos mundos se están elaborando con
este hidrógeno sobrante. En otras palabras: el espacio interestelar está tan abundantemente cargado de
energía, que algunos astrofísicos lo consideran la matriz de la que nace toda nueva energía, Adoptando
esta idea en sus Conferencias de Gifford, Macneile Dixon declara que las energías creadoras de la
Naturaleza residen en esta gran red de radiaciones existentes en el espacio, y no en la condensación de
materia en las estrellas y nebulosas. «Las cosas visibles y tangibles no son más que los polos o
terminaciones de estos campos de energía no percibida. La Materia, si es que existe en cualquier sentido,
es un socio durmiente en la firma de la Naturaleza». (Macneile Dixon, The Human Situation).
La teoría de la creación continua, defendida por científicos de la talla de Bondi, Golde y Hoyle,
postula que la materia interestelar del Universo se mantiene a un nivel constante, por la aparición de un
nuevo átomo de hidrógeno, en el curso de un año, en un volumen de espacio igual al que ocupa la
Catedral de San Pablo. A primera vista, esta cantidad de material nuevo podría parecer muy escasa para
hacer frente a las necesidades de la construcción del Universo, pero cuando se recuerda la inmensidad
del espacio y se tiene presente que constantemente se está elaborando material nuevo en toda su
extensión, da vértigos pensar cuánta puede ser la cantidad total creada. Además de eso, muchos
astrofísicos creen que la creación de este nuevo material proporciona la fuerza ampliatoria que determina
la expansión del Universo. Al mismo tiempo que mundos enteros son echados hacia los límites más
lejano del espacio y se pierden para siempre, se forman otros nuevos que ocupan sus lugares.
La insistencia de G. sobre la vinculación que existe entre todas las cosas y su afirmación de que la
humanidad es susceptible de influencias que le llegan desde los planetas, dio origen a las preguntas que
se le hicieron a Ouspensky en la reunión siguiente, sobre el tema de la astrología. «¿Hay algo de verdad
en eso?», preguntó alguien, a lo que Ouspensky contestó que existió, alguna vez una ciencia verdadera de
la astrología, pero que este antiguo conocimiento se había deformado. También le recordó al que le
interrogara, el hecho de que la única parte de la psiquis del hombre sobre la que influyen los planetas es
su esencia, y que en el hombre occidental moderno, es muy raro encontrar alguien en quien la esencia se
haya desarrollado adecuadamente. Era por eso que G. hablaba de masas de humanidad, más que de
hombres y mujeres afectados individualmente por influencias planetarias. Ouspensky nos contó una
historia con el propósito de mostrarnos más claramente, cómo había contestado una pregunta similar
sobre astrología que le hicieron en el grupo de Moscú. Nos dijo que G. y algunos de los integrantes del
grupo salieron a dar un paseo por el parque, y que G. estaba un poco adelantado mientras ellos
caminaban detrás suyo, profundamente abstraídos en una conversación sobre el tema de la astrología. G.
dejó caer de repente su bastón y uno de ellos, agachándose, lo levantó y se lo entregó. G. siguió andando
delante de ellos por uno o dos minutos como lo había hecho antes, y entonces se volvió y dijo: «Eso era
astrología». La astrología tiene que ver solamente con la esencia, y es también su esencia la que
determina el tipo de un hombre. Explicó que todos ellos lo habían visto dejar caer su bastón, y sin
embargo solamente uno se había agachado para levantarlo y devolvérselo. Entonces les pidió que, cada
uno de ellos le describiera por turno qué había sentido y cómo había reaccionado interiormente al ver
caer el bastón. El primero dijo que como estaba mirando en ese momento en otra dirección, no había
notado siquiera que G. había dejado caer su bastón. El segundo dijo que en ese momento estaba mirando
muy fijamente a G., y que había llegado a la conclusión de que la caída del bastón no era casual, sino que
G. lo había arrojado muy deliberadamente. Por esa razón se había quedado esperando para ver qué
sucedía. El tercero dijo que había estado tan absorto en sus pensamientos sobre el tema de la astrología,
que jamás se le había ocurrido detenerse a pensar en levantar el bastón del suelo. La reacción del cuarto
había sido tan lenta, que antes de que tuviera tiempo de decidirse a actuar, algún otro había hecho lo que
con tanta seguridad hubiera hecho él mismo, si hubiera dispuesto de tiempo suficiente y describiendo en
esta forma sus variadas reacciones, los seguidores de G. le mostraron a éste también sus tipos, tema en el
que G. estaba particularmente interesado. Ouspensky nos dijo que alguna vez existió una ciencia antigua
de los tipos, pero, como él personalmente sabía muy poco del asunto, no se proponía extenderse sobre
ese tema.
Un aspecto del relato de G. sobre la creación que me atrajo muy fuertemente, fue la idea sobre la
función de la vida, en este planeta. Describió la vida orgánica como una película que abarca la tierra y
que posee ciertas propiedades importantes. Absorbe algunas de las energías que le llegan del espacio,
las transforma y luego las proyecta hacia la Tierra. De acuerdo con G., la vida sobre la tierra no es
producto de la casualidad, sino algo que es muy necesario para el bienestar de la Tierra.
Ésta, vez me pregunté a mí mismo si habría algo que apoyara esta teoría. Cuando uno toma en
consideración el bullente mundo de microorganismos que pululan en la tierra, y la vida del plancton de
los océanos, igualmente abundante, no era irracional comparar la Vida Orgánica a una película que cubre
la Tierra, ¿pero existe algo que confirme la ingeniosa idea de que esta película es un transformador de
energías?
He dedicado muchos pensamientos a esta idea desde que oí hablar de ella hace unos treinta años, y el
ejemplo más evidente de que la vida sobre la Tierra actúa como un transformador de energía, está dado
por las plantas. Una gran parte de la luz ultravioleta que nos llega del Sol, es absorbida por la
estratósfera, en la cual ocasiona ciertos cambios en el sentido de ionización, y también da origen a dos
fenómenos: La Aurora Boreal y la Luz Zodiacal, Pero es el destino de la luz que penetra la estratósfera lo
que más interesa, pues esta luz es la causante de los fenómenos de fotosíntesis en las plantas, que es una
industria química de la que depende enteramente la vida animal. En las hojas de las plantas, la luz
suministra la energía para la transformación de las moléculas más pequeñas de agua y dióxido de carbón
en moléculas más grandes de almidón, azúcar y celulosa. En otras palabras, las plantas reciben energía
de la luz, la transforman en energía química, y los productos de esta incesante industria eventualmente
regresan al suelo. Puede muy bien ocurrir que muchas otras transformaciones estén realizándose por
medio de la Vida Orgánica, y de las cuales nosotros hasta ahora no sepamos nada.
De una cosa, sea como sea, podemos estar seguros, y es que la Vida Orgánica ha jugado, y sigue
jugando todavía, un rol muy importante en el desenvolvimiento de la Tierra. Estoy en deuda con el muy
interesante libro de Vernadsky, Le Biosphère, por lo que voy a relatar a continuación sobre el rol que
juega la vida en la evolución de la Tierra. Al emplear el término biosphère, Vernadsky se refiere a la
película de vida que se extiende sobre la superficie de la Tierra, y que penetra las capas más
superficiales de su corteza. Considera a esta película como un agente muy activo, o, para emplear sus
propias palabras, como «una… continua, permanente y poderosa perturbadora de la inercia sobre la faz
de nuestro planeta…», descripción de la Vida Orgánica que es muy parecida a la que diera G.; Vernadsky
opina que la vida tiene un efecto tan profundo sobre los procesos químicos que se desarrollan sobre la
corteza terrestre, que si toda vida muriera súbitamente, muchos de esos procesos químicos se detendrían.
Los minerales de las capas más altas de la corteza, el alumbre libre, todos los ácidos silicáceos y los
hidratos de hierro y aluminio no se formarían más en ellos, porque los elementos de los que surgen estos
compuestos, se hubieran combinado para formar otros compuestos químicos. Un estado de equilibrio
químico sería impuesto por lo tanto sobre la Tierra, una calma química que solamente sería trastornada
por alguna proyección hacia arriba de material proveniente de las capas más profundas de la corteza, por
ciertas emanaciones gaseosas y por escasas erupciones volcánicas. Tan lentos serían todos los cambios
químicos en la corteza de la Tierra, que solo serían notados después del transcurso de largos períodos de
tiempo geológico. También serían considerablemente reducidos en la atmósfera el oxígeno libre y el
ácido carbónico, y, a causa de esta pobreza de oxígeno, los procesos de oxidación sobre la superficie de
la Tierra, cesarían, a todo fin y propósito.
Debe tenerse presente que gran parte del trabajo de la biosfera es tan discreto que pasa inadvertido.
Si no fuera por las investigaciones de los bacteriólogos y los químicos, las diversas actividades de los
microorganismos del suelo serían completamente desconocidos. El trabajo que hacen otras formas
pequeñas de vida es mucho más espectacular, porque se realiza en escala verdaderamente colosal. Tan
inmensas son las labores que realizan las Foraminiferas y las Radiolarias, que producen cambios en el
paisaje, tales como la formación de colinas y depresiones.
En vista de todo lo que, ha sucedido, y está aun sucediendo, con la corteza de la Tierra desde que la
vida apareció por primera vez en el planeta, es difícil seguir ya poniéndose de parte de la opinión
científica, que dice que la vida tropezó con la Tierra solo por casualidad. Estoy convencido de que G.
está en lo cierto, cuando declara que todo depende de todo lo demás, en escala mucho mayor que lo que
creen los hombres de ciencia.
Así, creo también que el Universo es manejado por el principio de alimentación recíproca, de
automanutención, y que la vida depende de la Tierra, tanto como la Tierra depende de la vida.
Había muchas cosas en la descripción que G. hacía del Universo, que debieran de haber provocado
una fuerte resistencia en una persona criada, como lo había sido yo, en base a una dieta estrictamente
científica; una de ellas, sus ideas sobre las respectivas «inteligencias» de la Tierra y del Sol. Pero en
realidad yo no reaccionaba a estas extrañas ideas, en la forma que hubiera esperado reaccionar, pues
jamás he aceptado entusiastamente la idea de los científicos de que «el Universo es una máquina». Me ha
parecido sencillamente natural que en la edad de las grandes máquinas, los hombres consideren que el
Universo es una gran maquinaria, así como en una época primitiva lo habían considerado el hogar de
dioses y demonios. Pero la alegoría de una maquinaria que va gastándose, apoyada por científicos del
siglo diecinueve, y la alegoría de la danza de partículas que ha tomado ahora su lugar, proporcionan una
vista muy unilateral del Universo. Personalmente, prefiero la descripción de Whitehead, de un organismo
vasto, vivo e inteligente.
La cuestión de los virus, y de si son organismos vivos o solamente fermentos, preocupaba a los
bacteriólogos en los tiempos que estudiaba el Rayo de Creación; yo estaba convencido de que no existía
una verdadera división entre lo que llamamos animado y lo que llamamos inanimado. Todo lo que los
diferencia es que lo animado es más dinámico, con un equilibrio más precario, más sensible y en
consecuencia más rápido que lo inanimado para responder a los cambios ambientales. Hasta las piedras
mismas gozan de una especie de vida rudimentaria, y están en constante intercambio con lo que las rodea;
cosa de que los hombres de ciencia se han percatado al estudiar las cosas en términos de campos de
fuerza. No, no hay nada en el Rayo de Creación que ofenda a la razón y hay muchísimo en él que está en
armonía con la Philosophy of Organism, de Whitehead.
Las entidades de que se ocupan los hombres de ciencia no son las únicas realidades, ni siquiera las
realidades más genuinas, pues existen muchas cosas en el Universo que son incapaces de ver, y ni hablar
de medir. Para conveniencia del estudio han hecho ciertas abstracciones del total, pero, como lo ha
señalado Whitehead, estas abstracciones «…no son más que omisiones de parte de la Verdad». Sin
embargo mucha gente se extravía por las abstracciones de los científicos, y creen que ellas son los
ladrillos y la argamasa con que se ha construido el Universo. Habiendo aceptado mucho de la Philosophy
of Organism de Whitehead, estaba interesado y contento a la vez de descubrir que G., tenía la misma
perspectiva del Universo que Whitehead, y sentía, como él, que no seríamos capaces de encontrarle
ningún sentido hasta tanto le hubiéramos devuelto la inteligencia y la vida de que la ciencia lo había
privado.
Mientras más pensaba sobre el Rayo de Creación de G., más riqueza adquiría para mí su significado.
Era el símbolo de muchas ideas distintas. Mostraba, que todo el Universo está estrechamente entrelazado
con todo lo demás y entre las otras relaciones descritas, se encuentra la que existe entre las diferentes
densidades de la materia. En el Rayo puede encontrarse toda clase de materia, desde el material más fino
en el Absoluto, hasta la más densa de todas las materias posibles en la Luna, y dado que la materia posee
propiedades psíquicas, así como también físicas, el Rayo representa una escala de Ser, así como una
escala de materia, escala en la cual todo nivel de conciencia es posible y la inteligencia está marcada.
Todas las cosas pueden ser halladas allí; desde la Inteligencia Suprema, la Conciencia y la Voluntad del
Absoluto, hasta las tinieblas y el tosco mecanismo de la Luna.
En una de las reuniones dedicada al Rayo de Creación, Ouspensky le hizo un agregado
extremadamente interesante.
Dijo que todas las notas de cualquier octava, y en este caso particular todas las notas de la gran
octava Cósmica, podrían actuar como el do de alguna nueva escala lateral que emanara de ella. Como
ejemplo de ello, colocó al lado del sol (el Sol) en la octava Cósmica una nueva nota do; al lado de fa (la
esfera de los planetas) colocó una nueva nota si; y después insertó tres notas —la, sol, fa— entre el fa de
la Octava Cósmica y el mi de ella (la Tierra). (Ver figura 3).
Dijo que estas tres notas insertadas entre los planetas y la tierra constituían la Vida Orgánica sobre la
Tierra. Señaló después que el mi de esta nueva escala lateral, se unía con el re de la Luna, Agregó que
podía aprenderse muchísimo de esta escala lateral más pequeña, y que quizá la lección más importante de
todas las que pudieran derivar de ella es que la octava de vida empezó no en la Tierra sino en el Sol.
Aquí habló otra vez G., como en muchas ocasiones anteriores, de cosas que nos llegan desde arriba,
mientras que todo el pensamiento moderno tiende a derivar lo más alto de lo más bajo, en vez de lo más
bajo desde lo más alto.
Fig. 3 – El Rayo de Creación muestra la octava lateral de vida que comienza en el Sol. Las tres
notas de esta octava de vida menor, la, sol, fa, representan la vida orgánica, y llenan el intervalo
entre mi y fa en la escala más grande del Rayo de Creación.

¿Qué podía significar esta idea de que la vida comenzó a nivel del Sol? G., había hablado
anteriormente de que el Sol es divino en comparación con la Tierra, y trataba de conciliar estas dos
afirmaciones en lo referente a la llegada de la vida a la Tierra. Me figuraba a la gran Artista Naturaleza
trabajando, construyendo pacientemente las moléculas de carbón, nitrógeno, oxígeno, potasio, fósforo,
calcio, junto con pequeños trozos de otros elementos, elaborando moléculas más grandes, que crecían no
solo en tamaño, sino también en complejidad. El carbón era evidentemente el más útil de estos elementos
rústicos de los cuales manaba la vida, por su habilidad para mantener aferrados otros seis átomos. En
esta forma sería posible tejer esas largas cadenas químicas de carbohidratos, de los que la vida depende
tanto. Pero a esta altura de elaboración de la vida se requerirían nuevos accesos de energía que juntaran
en algún modelo vital estas moléculas en tan rápido crecimiento, que también dieran al nuevo modelo la
capacidad de dividirse, y reproducirse de ese modo. Tal vez nunca sepa la ciencia cómo fue cumplido
este paso final, pero algunos de los libros que he consultado, y que son autoridades en la materia,
sugieren que con toda seguridad «…aquellos gránulos de energía más vivaces…» que vienen del Sol (los
fotones) pueden haber hecho una contribución sumamente importante a la elaboración de la vida en esta
etapa. En otras palabras, el Sol completó su obra final y se convirtió en padre de la vida sobre este
planeta, así como la Tierra había sido su madre. Pero fue realmente el Sol el que inició todo el proceso
de creación de la Vida Orgánica en este planeta.
La reunión de mi de la octava lateral de vida de G., con el mi de la Octava Cósmica, no puede
explicarse con facilidad, pues cuando las criaturas vivas conectadas con la idea de que la Vida Orgánica
actúa como alimento para la Luna, liberan alguna energía con su muerte, y, según G., esta energía va a la
Luna. Esta idea estaba, por supuesto, vinculada con la idea de que las series de mundos que componen el
Rayo de Creación forman una rama creciente, y que la Luna, si está debidamente alimentada, se
asemejará con el transcurso del tiempo a la Tierra, y la Tierra al Sol.
Repasando, como lo hago ahora, estos viejos recuerdos de los tiempos de las reuniones de
Ouspensky, me viene a la memoria que cuando Ouspensky dibujó por vez primera el Rayo de Creación en
el pizarrón, lo miré con considerable interés, pero pensé que los acontecimientos en una escala tan
enorme, tenían para mí, personalmente, tan poca importancia que no interesaba mucho qué sistema de
cosmología pudiera aceptar. Pero gradualmente fui dándome cuenta de que los distintos sistemas
cosmológicos tienen implicancias filosóficas distintas, y que sería una equivocación, por lo tanto,
considerarlos a todos con indiferencia. Por ejemplo, está la gran cuestión de quién nadó primero, si la
materia o la mente. Platón dividía al hombre en dos grupos: los que eran de opinión de que la materia
había dado origen a la mente, y los que opinaban completamente al revés, es decir, creían que la mente
había dado origen a la materia. Aun desde entonces los filósofos se han ubicado bajo esos dos rubros,
buscando algunos de ellos derivar lo superior de lo inferior, y explicando los otros, lo inferior en
términos de lo superior. Hablando en términos amplios, Occidente se ha inclinado por la primera
opinión, de que lo de abajo da origen a lo de arriba, y el Oriente por la última opinión, o sea que es lo
superior lo que da origen a lo inferior.
Hasta la época del Renacimiento, las ideas orientales y las occidentales sobre esta materia eran muy
parecidas, pues la Iglesia Cristiana enseñaba que todas las cosas vienen de Dios, que está allá arriba.
Pensar en forma distinta de ésta era una herejía, y por consiguiente hubo que poner en línea todos los
conocimientos científicos con las normas de la Iglesia sobre el particular. Pero durante el Renacimiento,
tuvo lugar una gran reacción entre esta dominación eclesiástica sobre las mentes de los hombres, y
muchas creencias respaldadas por la Iglesia, tales como la de que todo baja desde arriba, fueron
arrojadas al canasto. En esta época de investigación y revaluación, los filósofos naturales, como los
llamaban entonces a los científicos, estaban empezando a descubrir las leyes que rigen al Universo, y
esto quería decir que la gran era de la ciencia no estaba muy distante. Los intelectuales de este período se
inclinaban, por lo tanto, a revocar las normas anteriores y colocar en su lugar la que estaba más de moda,
de que lo alto había derivado de lo de abajo. En su entusiasmo por este patrón materialista de
pensamiento, la mente fue expulsada del Universo, y la materia entró a gobernar en su lugar.
Pero aquí, en el Rayo de Creación de G., habría de llegarse a una reconciliación de los modos de
pensamiento occidental y oriental. Al restablecer la vieja norma de que todo viene originalmente de la
Inteligencia Suprema del Absoluto, el principio de la mente fue admitido nuevamente en un reino en el
que se lo necesitaba en forma apremiante, y al mismo tiempo se encontró un lugar en el grandioso
esquema de las cosas para la manifestación de las leyes mecánicas de la ciencia. Me di cuenta con el
correr del tiempo de cuánto más hay en el Rayo de Creación de lo que yo había pensado originalmente.
Mientras me ocupaba en el estudio del Rayo de Creación, me encontré con el siguiente pasaje de la
obra de Aurobindo, Life Divine:

«Hablamos de la evolución de la Vida en la Materia, la evolución de la Mente en la


Materia; pero evolución es una palabra que no hace más que exponer el fenómeno sin
explicarlo. Parece no haber razón alguna para que la Vida tenga que emanar de elementos
materiales, o la Muerte de formas vivientes, a menos que aceptemos la solución de la Vedanta,
de que la Vida está ya involucrada en la Materia y la Mente en la Vida, porque en esencial, la
materia es una forma de Vida velada, y la Vida una forma de Conciencia velada y luego, parece
haber poca oposición a un paso más en la serie, y la admisión de que la conciencia mental
puede ser, ella misma, solo una forma y un velo de estados superiores, que están más allá de la
Mente».

Aurobindo sigue diciendo después que ésta es la explicación de la inconquistable lucha del hombre
hacia algo siempre superior, hacia Dios. la Luz, la Bienaventuranza, la Libertad, y hasta la Inmortalidad,
y no hay la menor duda de que el incansable impulso del hombre hacia algo que está en un nivel superior
a él mismo, requiere una explicación. Freud lo rechazaba todo diciendo que es la gran ilusión del
hombre, la neurosis obsesiva de la cual nace el sufrimiento de la humanidad, pero no es posible
deshacerse de ella en esta forma incontrolada. El hombre posee una facultad, un órgano especial para
manejarse con valores espirituales, y la Naturaleza jamás desarrolla órganos inútiles en sus criaturas. No
hubiera dotado de ojos a los animales, a menos que ya hubiera existido la luz a la cual habrían de hacerse
sensibles esos ojos. Ni hubiera puesto en el hombre un apetito por algo más elevado que él mismo, si no
hubiera existido nada con lo que ese apetito hubiera podido aplacarse.
Pese a la advertencia de los intelectualistas de que es inútil formular preguntas que no pueden ser
contestadas; los hombres continúan con su búsqueda de verdades espirituales, y como resultado de su
insistencia surgen religiones nuevas que reemplazan a las antiguas, destruidas por el escepticismo. Según
G., el hombre cumple con las necesidades del cosmos siendo tal como es, de modo que no tiene
necesidad de adelantar más, pero el hecho de que tantos hombres estén obsesionados por este vehemente
impulso de indagación y esta inapagable intuición de la existencia de algo más elevado que ellos mismos,
es seguramente una señal de que se han tomado disposiciones en el Gran Plan para la posibilidad de la
evolución espiritual del hombre[2].
Está implícita también en los escritos de Aurobindo, pues finaliza su capítulo sobre las aspiraciones
humanas con estas palabras:
«Y si existe alguna luz de intuición iluminada o de verdad autoreveladora que esté ahora
obstruida en el hombre, o sea inoperable, o trabaje con miradas intermitentes como a través de
un velo… entonces no debemos tener temor de alentar aspiraciones, pues es probable que sea
ese el próximo estado superior de conciencia del que la Mente es solo forma y velo; a través
del esplendor de esa luz puede hallarse el sendero de nuestro autocrecimiento progresivo, a
cualquier estado superior que sea el lugar final de descanso de la humanidad».
Capítulo IX
La fábrica de tres pisos
Había pensado interrogar más a Ouspensky sobre los dos movimientos contrarios que tienen lugar en
el Rayo de Creación: es decir, sobre la octava descendente por la cual se van formando materias cada
vez más densas, y sobre otro movimiento ascendente que podría con el tiempo hacer que la Luna se
asemejara a la Tierra, y la Tierra más al Sol. Pero no pude hacer mi pregunta, pues al comenzar la
reunión siguiente, Ouspensky anunció que, habiendo dado ejemplos de la acción de las dos grandes leyes
cósmicas operando en una escala inmensa, se proponía ahora mostrar cómo operan en la escala mucho
menor del hombre. El hombre —nos recordó— es un modelo del Universo, un microcosmos en el
macrocosmos, y muchas afirmaciones que son de aplicación al Universo, también sirven para él.
Además, una larga escala de las materias o hidrógenos halladas en el Rayo de Creación, se
encuentran también en el hombre. Su ser contiene materias que vienen del nivel del Sol y hasta de un
nivel más alto aun, y su posesión de hidrógenos tan altos, es uno de los factores que posibilitan su
evolución. Ouspensky dijo que hasta ahora habíamos estado estudiando la creación y la conservación del
Universo, pero que había llegado el momento de que hiciéramos un estudio parecido de la conservación
del hombre.
El hombre —comenzó diciendo Ouspensky— gasta una gran cantidad de energía todos los días para
vivir, y esta energía deriva de su alimentación. De acuerdo con el sistema, ingiere no una, sino tres clases
de alimentos:

1. La comida común que se pone en la boca.


2. El aire que introduce en los pulmones.
3. Y las impresiones que recibe por medio de sus órganos sensorios especiales.

Es sumamente fácil aceptar la idea de que el aire es un alimento del cual depende, en mayor
proporción, que la comida que mastica y come, pero la idea de que nuestras impresiones sensorias son
también alimento, nos resulta extraña. No obstante, las impresiones que nos llegan del mundo externo son
todas ellas porciones de energía, ya sea que nos lleguen en forma de ondas de luz que atraviesan nuestra
retina, como de ondas sonoras que nos alcanzan a través de los oídos, o como rayos de calor que nos
golpean la piel. Además como ya nos lo había señalado, son estas impresiones del mundo exterior las que
nos activan y nos ponen en movimiento, en la misma forma que la polea pone en movimiento el torno en
un taller mecánico. Si todas las impresiones del mundo exterior llegaran a cesar —y hay otras además de
la luz, el calor y las ondas sonoras— nos sumergiríamos directamente en un estado de coma, y
moriríamos rápidamente. De las tres variedades de alimento, las impresiones son en gran medida las más
importantes para nosotros, y solo podemos sobrevivir a su pérdida por un lapso muy breve.
Ouspensky dibujó después en el pizarrón un nuevo diagrama, que dijo que representaba al hombre
como una fábrica química de tres pisos. El trabajo de esta fábrica es convertir las materias más groseras
en otras más finas, constituyendo las materias más groseras, la materia prima que ingerimos como
comida, y las materias más finas los variados materiales que necesitamos para la conservación de nuestra
maquinaria y para el combustible que se consume para hacerla funcionar. Ouspensky dijo que una de las
razones de que seamos incapaces de recordarnos a nosotros mismos, y que los Centros Superiores en
nosotros no funcionen, es que los combustibles más finos que poseemos son insuficientes.
El hidrógeno 12 es necesario tanto para el Centro Emocional, como para el Emocional Superior, e
invariablemente nos falta este espíritu de alta octava, de modo que el Centro Emocional en nosotros tiene
generalmente que trabajar con Hidrógeno 24.
Hay dos formas de aliviar esta falta:

1. Dejando de gastar Hidrógeno con fines inútiles.


2. Produciendo mayor cantidad.

La elaboración de hidrógenos más finos era el tema sobre el que ahora quería hablar.
Ouspensky empezó su descripción del trabajo de la fábrica, diciendo que el proceso alquímico por el
cual los materiales más densos se transforman en otros más finos está gobernado, al igual que todos los
demás procesos, por la ley de octavas. Explicó que empleaba el término «alquímicos» en vez del término
más común, «químico», porque lo que estaba a punto de describir estaba más estrechamente vinculado
con la antigua ciencia de la alquimia, que con la ciencia moderna de la química.
Las palabras «Aprendan a separar lo fino de lo grosero» están inscritas en las Tablas de Esmeralda
de Hermes Trismegisto, y ya veremos que esas palabras se adecuan al funcionamiento de la fábrica de
tres pisos. El piso superior de la fábrica corresponde aproximadamente a la cabeza, el piso del medio al
pecho y el más bajo al estómago, la espalda y la parte inferior del cuerpo. La comida física común que
ingerimos por la boca es H 768 en la escala cósmica de hidrógenos que nos había dado antes, y, después
de comerla, este material grosero entra en el piso más bajo del abdomen como do 768. Como está
actuando aquí en tarea de conductor de la fuerza pasiva de una tríada, no debiera ser llamado Hidrógeno
768, sino Oxígeno 768. Después de entrar en el cuerpo se encuentra con el Carbón 192 (la saliva y los
fermentos que contiene) y se transforma rápidamente en Nitrógeno 384 (ver fig. 4).
Ouspensky nos señaló entonces que las tres sustancias, Oxígeno 768, Carbón 192 y Nitrógeno 384 que
muestra el diagrama, forman una tríada, y que siguiendo el progreso de los tres alimentos a través de la
fábrica de tres pisos, tenemos excelentes ejemplos de la forma en que trabajan al unísono las dos leyes
cósmicas fundamentales, la Ley de Tres y la Ley de Siete.

Fig. 4 – Las primeras dos tríadas en la octava de la digestión de comida (H 768). El carbón, portador
de la fuerza activa en estas tríadas, está representado por los círculos sombreados.
El diagrama que Ouspensky dibujó en el pizarrón, y que mostraba el funcionamiento de las dos leyes
fundamentales dentro del cuerpo humano, era extremadamente complicado, y no nos proponemos
reproducirlo aquí. A fin de que las cosas sean más simples, solo se han expuesto en la fig. 4 las primeras
tríadas de las series de tríadas. En las figs. 5 y 6, la transformación de los hidrógenos más groseros en
otros más finos se muestra solo como una octava ascendente, no estando marcadas las tríadas.
Volviendo a la octava del alimento que se ingiere por la boca, el do 768 se convierte, con ayuda de
ciertos jugos digestivos, primero en re 384 y después en mi 192 (ver fig. 5) Aquí el proceso de refinación
llegaría a su fin si no fuera por el hecho de que la octava de la comida recibe la ayuda de otra octava
para llenar el intervalo mi-fa. La octava que proporciona esta ayuda tan necesaria es la segunda, u octava
de aire. Ésta penetra en la fábrica de tres pisos por el segundo piso, se encuentra allí con la octava de
comida, y le concede un poco de su energía superflua, de modo que mi 192 pasa a fa 96, sol 48, la 24 y si
12. Aquí llega a su fin frente al intervalo si-do. Seguimos ahora el avance de la segunda octava, o de aire,
y ahí nos encontramos con que do 192 se convierte en re 96 y en mi 48. Como no recibe ayuda externa en
el intervalo entre mi y fa, su avance queda detenido ahí. La tercera octava, o de impresión, se detiene aún
más pronto. Suena la nota do 48 en el piso más alto o principal, pero tan débilmente que no llega más
lejos.
Habiendo completado el dibujo de la fábrica de tres pisos, Ouspensky destacó que la octava de la
primera clase de alimento era solo una para producir algo del tan necesario H 12, y que las otras dos
octavas solo alcanzaban a llegar hasta mi 48 y do 48. Si, por lo tanto, queremos fabricar más H 12,
tendríamos que hacer que las octavas de aire e impresiones fueran más lejos.
Afortunadamente es posible producir un desarrollo más completo de esas octavas creando una
sacudida artificial o consciente en el lugar adecuado, es decir, en el punto en que se está haciendo sonar
la nota do 768. Este punto coincide en el tiempo con el momento en que las impresiones están a punto de
penetrar en nuestra conciencia y si el nivel de nuestra consciencia, se elevara en ese momento por la
recordación de sí mismo, las impresiones habrían de golpearnos con fuerza adicional. Como resultado de
ello, do 48 sonaría mucho más fuerte en el piso superior, pasaría primero a re 24 y luego a mi, en donde
se detendría en el intervalo. (ver fig. 6).
Fig. 5 – Las tres clases de comidas, H-768, H-192 y H-48. La transformación de H-768 en
hidrógenos más elevados es ayudada por la sacudida mecánica importada por la entrada de la
octava de aire, do 192. Esta sacudida mecánica está representada por la línea ondulada.

En razón del sonido más claro de do 48, éste posee energía suficiente para establecer contacto con mi
48 de la octava de aire, e impartirle la fuerza adicional necesaria para que pueda pasar a fa 24, sol 12 y
hasta la 6, que es el mejor hidrógeno que la fábrica humana es capaz de elaborar.
Ouspensky dio fin a su descripción de la fábrica de tres pisos diciendo que la producción de
hidrógenos superiores podría ser aumentada aun más por la producción de otra sacudida consciente en el
organismo humano. Como la naturaleza precisa de esta segunda sacudida artificial, es más difícil de
describir, que la primera sacudida consciente de la recordación de sí mismo, propuso que en ese
momento no lo discutiéramos.
La lección más importante que puede extraerse del estudio del diagrama de la alimentación, fue que
nosotros somos empresas químicas muy mal dirigidas, fábricas que llegan a producir, solamente los
productos terminados necesarios en forma de materiales más finos, con el solo fin de mantener la
maquinaria en movimiento… Sería por cierto más correcto admitir que no hemos alcanzado ni siquiera
este standard de producción, pues mientras que el Centro Emocional debiera de ser provisto de H 12
como combustible, se ve sin embargo obligado a funcionar con H 24, que es el mismo combustible que
utiliza el centro motor, y la explicación de este pésimo estado de cosas, es que se perdieron por algo así
como agujeros, cantidades muy grandes de productos más finos, o fueron quemados en actividades
inútiles, tales como:

Identificaciones.
Charlas insustanciales.
Tensión muscular.
Emociones negativas.

Fig. 6 – Transformación más completa en hidrógenos superiores, producida por la intervención de


una segunda sacudida consciente, en el momento en que entran en la conciencia las impresiones
sensorias. Esto está representado por la segunda línea ondulada.

Unos pocos minutos perdidos en enojos o desesperación, son suficientes para destruir lo que le ha
costado a la fábrica muchas horas hacer, de modo que nos sentimos completamente desprovistos de
energía. Sería sumamente inconveniente para nosotros, aumentar la producción de productos más finos de
la fábrica, antes de haber dado los pasos necesarios para reducir tan enorme cantidad de desperdicios.
Ouspensky nos aconsejó que comenzáramos este proceso de ahorro, descubriendo cuáles son nuestros
métodos favoritos de malgastar energías, pues aun cuando todos nos parecemos a los demás por ser
empresas altamente antieconómicas, diferimos en los métodos que empleamos para disipar energías; una
persona utiliza un gran caudal de energía en:
Charlas insustanciales.
En soñar despierto.
En consideraciones interiores.
En emociones negativas.

Nuestras observaciones en la materia durante los pocos meses siguientes, rindieron resultados muy
interesantes, y con el tiempo descubrimos no solo muchas de nuestras filtraciones, sino que hasta
experimentamos la sensación, de que volcábamos energía fuera de nosotros, en el momento en que se
estaba produciendo el desperdicio. La idea del inútil derroche de energía pasó de ese modo del ámbito
de la teoría al de la práctica, de modo que ya no fue posible dudar más de su verdad.
Ouspensky nos dijo, que la energía que elaborábamos hoy era para utilizarla mañana, y nos aconsejó
que cuando ese «mañana» llegara, lleváramos una especie de cuenta sencilla de la forma en que la
gastábamos. Si procedíamos así, podríamos descubrir hasta dónde somos imprudentes en nuestro gasto de
este material tan valioso. Nos asemejamos a esas personas que cuentan con un poco de dinero del cual
dependen para vivir, y lo gastan por completo durante las primeras horas de la mañana, en cosas
completamente innecesarias, de modo tal que no les queda nada para vivir el resto del día. Los
hidrógenos superiores son la cosa más valiosa que poseemos, necesaria no solo para la vida corriente,
sino también para el crecimiento y el desarrollo interiores. Ouspensky nos recordó entonces, lo que nos
había dicho anteriormente, sobre la formación de los cuerpos más finos, en los hombres más
evolucionados, V. gr. que estos cuerpos están formados por las reservas acumuladas de hidrógenos
superiores.
No existe —dijo— posibilidad alguna de que se realice en nosotros ningún cambio verdadero, a
menos que ahorremos y elaboremos mucho más de esas valiosas sustancias.
Ouspensky estaba particularmente interesado en los escritos de los viejos alquimistas, de los que se
creía popularmente que solo se ocupaban del estudio de métodos de transformación, de los metales más
bajos, en oro. Pero este trabajo nominal suyo era frecuentemente una pantalla que ocultaba sus
actividades secretas. En la Edad Media era extremadamente peligroso que alguien mostrara interés en
sistemas de filosofía y psicología que no estuvieran aprobados por la todopoderosa, y a veces tiránica,
Iglesia. Cualquier sospecha de que un hombre estaba entrometiéndose en esas prácticas paganas,
proporcionaba excusa suficiente para arrestarlo de inmediato y ser sometido a juicio por herejía, por lo
que la ocupación de transformar metales ordinarios, en metales más finos, proveía a los pensadores de
una fachada conveniente, detrás de la cual trabajaban tranquilos. El interés del mejor tipo de alquimista,
no residía tanto en el cambio de plomo en oro, sino en la transformación del hombre en una especie nueva
de hombre. Ouspensky nos decía que era probable que algunos de los alquimistas fueran estudiantes de
ideas muy parecidas a las que ahora nos interesaban a nosotros.
Mientras me dirigía a casa después de la reunión, iba pensando si toda esa conversación sobre la
transformación de sustancias más groseras en materias más finas, y sobre la conversión de do 48 en la
octava de impresiones, en re 12 por medio de una sacudida consciente, tendría para mí algún valor
práctico.
En lo que a mí respecta, el principal interés del diagrama del hombre, como una fábrica de tres pisos,
reside en el hecho de que une y muestra la relación que hay entre dos partes del hombre, que jamás
habían sido combinadas antes en un solo diagrama; V. gr. la comida física que ingiere por su boca y las
impresiones psicológicas que recibe por los órganos de los sentidos. Por vez primera en mi experiencia
dos pedazos muy incompatibles del hombre, se ajustaban: su fisiología y su psicología. Esto es,
naturalmente, el resultado de lo que se ha hecho anteriormente: V. gr., la sustitución de una filosofía
monista por una dualista.
¿Es justificable —pensaba yo—, considerar las impresiones como alimento? La idea no carece de
razón si por comida nos referimos, a materia prima que tiene que ser ingerida para conservar la vida y el
crecimiento. Lo que Ouspensky dijera acerca de la necesidad vital de tener impresiones era
probablemente cierto, y recordé una referencia hecha en Phisiology, de Michael Foster, sobre un
muchacho que padecía cierta enfermedad nerviosa que había destruido todas sus sensaciones táctiles, el
oído y la vista de un ojo, y que de inmediato caía dormido, cuando el otro ojo, el sano, se cerraba. Si lo
que el sistema dice es cierto —en cuanto a mí, ahora me parece cierto—, que los mensajes del mundo
exterior actúan sobre nosotros como una polea actúa sobre un torno, entonces es completamente lógico
considerar a las impresiones como alimento.
Así también es razonable suponer que mientras más profundamente estemos dormidos en el sentido
que el sistema da a la palabra, nuestras impresiones habrán de ser menores. Aquí, de todos modos, había
algo que podía ser sometido a una prueba práctica, y yo lo hice así, tratando de recordarme a mí mismo
mientras recorría la larga extensión de la calle Harley. Después de varias pruebas de esta clase quedé
convencido de que las impresiones que recibía en instantes de recordación de mí mismo, eran a la vez
numerosas y más nítidas que las que recibía en otros momentos. Existían muchos mensajes del mundo
exterior que jamás alcanzaban mi conciencia anteriormente, pese a mis esfuerzos por autorecordarme, y
esto ocurría así particularmente cuando se trataba de ruidos. Cuando empecé a recordarme a mí mismo,
todo un mundo nuevo de sonido nació a mi alrededor, un mundo que anteriormente yo había ignorado casi
por completo. De inmediato advertí el murmullo del tránsito, el sonido que hacían mis propios pasos; la
charla de la gente que pasaba a mi lado, el cerrar de puertas y el distante barullo de los vehículos.
También es cierto que vi cosas que antes no había advertido, pero el cambio de no ver a ver fue menos
impresionante que el de no oír a oír. Estos experimentos me convencieron de que lo que Ouspensky había
dicho era cierto, y que un esfuerzo consciente realizado en el momento de recibir impresiones, aumenta
enormemente su nitidez. No quedaba la menor duda sobre eso.
Yo estaba ahora dispuesto a aceptar que las impresiones fueran alimento, entonces, tal como ahora
hay cosas como carne buena y carne mala, también tiene que haber impresiones que sean adecuadas para
el consumo humano e impresiones que no lo sean, y hay que ver de qué miserables impresiones tiene que
subsistir alguna gente, y particularmente las que viven en las grandes ciudades; impresiones que les
llegan de sombríos callejones y de monótonas calles en la que se alinean casas tristes, todas ellas
hundiéndose lentamente en la decadencia; de estrechos bloques de oficina que ocultan el cielo, y de
chimeneas de fábricas que arrojan humo. No hay en ninguna parte nada fresco salido de la mano de ese
sublime artista, la Naturaleza; nada que no sean las obras chillonas y faltas de inspiración del hombre
dormido.
Sin embargo, por grises que pudieran ser las impresiones recibidas de estas abominaciones
industriales, no son forzosamente venenosas para aquellos que las absorben, como algunas impresiones
indudablemente lo son. Pensé en las Cámaras de los Horrores en lo de Madame Tussaud, en las delicias
enlatadas de Hollywood y de la televisión, en los avisos que se enfrentan con uno en los subterráneos y
en los titulares trágicos de los diarios de la noche… ¡Qué material corrompido para alimentar las almas!
Y entonces el verdadero significado de aquellas palabras que muchas veces debo haberles dicho a mis
pacientes, se me presentó claramente: «Lo que usted necesita es un cambio de aire». No un cambio de
aire, sino un cambio de impresiones, era lo que necesitaban esos pobres pacientes empobrecidos. Si se
sacaran muestras del aire de Shoreditch, del cual viven, y se lo analizara y se comparara con el aire de
Sandgate, adonde iban a dirigirse, se encontraría poca a ninguna diferencia entre ellas, excepto, quizá,
una pequeña preponderancia de polvo en el aire de Shoreditch. Sin embargo una quincena en Sandgate le
reporta al paciente inmensos beneficios. Cuando nos quedamos demasiado tiempo en un mismo ambiente
las impresiones que recibimos en él se debilitan y dejan de nutrirnos, pero si somos transportados a otra
parte súbitamente; digamos de Shoreditch a Sandgate, entonces vemos todo como nuevo y
resplandeciente. Bebemos en el mar, las rocas y el cielo, oímos las ásperas protestas de las gaviotas
mientras se precipitan sobre el muelle en busca de los despojos de animales, olfateamos alquitrán y algas
marinas en el aire y después, inundados con todas estas impresiones nuevas y nítidas, nos sentimos
revivir.
Es verdaderamente cierto, como me lo señaló solemnemente un miembro mayor del grupo, que si
estuviéramos menos dormidos, podríamos extraer toda la nutrición que necesitamos en forma de
impresiones, observando una mancha de tinta en un papel secante, pero el hecho es que no estamos
despiertos, y por consiguiente se nos hace necesario ir periódicamente a lugares tales como Sandgate. Es
necesario tomarnos la medida y darnos cuenta de lo poco que somos capaces de hacer, y de que es
sumamente inservible tener una opinión exagerada de nuestras capacidades.
Aunque nadie engulle a sabiendas comida mala, sino que la aparta a un lado, pocos de nosotros
consideramos necesario rechazar las impresiones malas. Sin embargo, es tan importante protegernos a
nosotros mismos de las películas, juegos, libros y cuadros venenosos, como lo es protegernos de comer
alimento podrido. A veces no podemos evitar entrar en contacto con impresiones malas, pero es posible,
con un poco de práctica, negarnos a identificarnos con ellas y, por así decirlo, hacernos a un lado.
Del mismo modo también puede hacerse algo para absorber en forma más plena las impresiones que
recibimos. Como ya se ha dicho, la intensidad de las impresiones es aumentada por la autorecordación, y
así también, pueden ser fortalecidas recibiéndolas como las recibe un niño, con la esencia. En este
momento estoy mirando la biblioteca que está frente a mí y recibo impresiones vívidas de colores
brillantes que vienen de las tapas y particularmente de una de color azul oscuro. Pero inmediatamente el
pensamiento asociativo comienza a funcionar en mi mente en relación con este libro en particular —el
nombre del editor, ciertos recuerdos de uno de los directores de la firma— una docena de otros
pensamientos fútiles han capturado mi atención, y ¡zas!, los colores brillantes de la biblioteca se han
desvanecido, y desaparecen después del lodo. Veo todo ahora no como lo vería un niñito, sino como está
condenado a verlo un adulto maltrecho, «achacado con el pálido tinte del pensamiento». Es como si la
niebla de Londres hubiera invadido mi habitación, despojando a todas las cosas de su frescura.
El niño pequeño y lo mismo el visionario, ven el mundo en colores puros, desnudos, no manchados
por los beiges y grises sombríos del centro formatorio; «Ojos de tigre ardiendo brillantes, en la tiniebla
de la noche»; sí, no solo amarillo puro y negro, sino amarillo iluminado desde adentro. Aldous Huxley ha
señalado que «la luz sobrenatural y el color son comunes a toda experiencia visionaria» e ilustra esta
tesis con un extracto de Candle of Vision, de George Russell. El poeta irlandés dice de su propia
experiencia:

«Estaba sentado a la orilla del mar, escuchando a medias a un amigo que discutía
violentamente sobre algo que me aburría. En forma inconsciente miraba una película de arena
que había levantado con la mano, cuando repentinamente vi la exquisita belleza de cada uno
de sus granos; en lugar de ser opaca, vi que cada partícula estaba construida según un
perfecto modelo geométrico con ángulos agudos que reflejaban, cada uno de ellos, un brillante
rayo de luz, mientras que cada uno de los diminutos cristales brillaba como un arco iris…
Luego, repentinamente, mi conciencia fue alumbrada desde adentro, y vi en forma nítida a todo
el universo compuesto de partículas de material que, por opacas y muertas que pudieran
parecer, estaban no obstante repletas de intensa y vital belleza. Por uno o dos segundos el
mundo entero apareció como un destello de gloria».

Funcionaba en ambos sentidos, Atravesado súbitamente por un destello de belleza, el hombre puede
desconcertarse momentáneamente, saliendo de su sueño; o al revés, por medio de la recordación de sí
mismo el mundo exterior adquiere luz y color.
Es en tonalidades nítidas y frescas como ve a menudo un objeto común el artista inspirado, y yo ya no
protesto mas contra las extravagancias de nuestras modernas escuelas de pintura. Sus cuadros son a
menudo infantiles y rústicos, pero es que luchan por retratar lo que verdaderamente han visto, cuando se
liberan de los anteojos oscuros del pensamiento asociativo.
Las impresiones del mundo exterior nos llegan atenuadas y distorsionadas por los obstáculos que han
encontrado al fin de su viaje. Algo se yergue entre ellas y nosotros, y ese algo es una capa de fantasías e
imágenes en nuestras mentes, una capa que tiene que ser rasgada antes de que las impresiones puedan ser
registradas por nosotros. Nos engañamos a nosotros mismos si nos imaginamos que nuestras mentes están
tan abiertas a las impresiones como la mente de un niño, pues siempre está ahí esta capa enredadora de
ruidos y distracciones. Solo en el sueño sin ensueños se detiene esta secuencia de desordenadas palabras
y murmullos en esta región de la mente, de modo que las murmurantes galerías de la mente están
completamente silenciosas. Esto significa que en nuestro estado ordinario nunca podemos recibir
impresiones en toda su pureza, sino que vemos las cosas como la gente las ve al amanecer, antes de que
el sol haya tenido tiempo de dispersar las neblinas de la mañana. «Si se limpiaran las puertas de la
percepción» veríamos las cosas en forma mucho más nítida y como realmente son, o como supone Aldous
Huxley que la vio Adán cuando en la mañana de su creación miró «este milagro, momento a momento, de
la existencia desnuda».
Y si las cosas se vieran puras e incontaminadas de pensamientos asociativos, una resonante impresión
de do 48 golpearía las cámaras interiores de nuestras mentes, nota que pasaría sin la menor dificultad a
mi 12.
Una de las razones por las que este resonante do 48 suena tan raras veces en Occidente, es nuestra
verdadera fiebre de acción, de modo que nunca estamos dispuestos a entregarnos enteramente a «ser»,
sino que en lugar de eso tratamos de hacer varias cosas al mismo tiempo. Charlamos con nosotros
mismos o con alguna otra persona mientras contemplamos un cuadro y, cuando comemos, acomodamos un
libro sobre la mesa para poder leer. Por causa de este deseo de «hacer», nuestras impresiones raras
veces nos llegan puras e incontaminadas, sino que generalmente están revueltas y borroneadas. Lo que
tenemos que aprender es no tanto cómo «hacer», sino cómo «no hacer», y los libros del Budismo Zen
están llenos de consejos sobre la necesidad que hay de «ser» antes que de «hacer». En The Supreme
Doctrine, Hubert Benoit transcribe la siguiente conversación entre un monje budista Zen y su maestro:

MONJE: Para poder trabajar en el Sendero, ¿hay una forma especial?


MAESTRO: Sí, hay una.
MONJE: ¿Cuál es?
MAESTRO: Cuando uno tiene hambre, come; cuando está cansado, duerme.
MONJE: Eso es lo que todos hacen: ¿es el sistema de ellos igual al suyo?
MAESTRO: No es lo mismo.
MONJE: ¿Por qué no?
MAESTRO: Cuando comen, no solamente comen, sino que tejen toda clase de fantasías. Cuando
duermen dan rienda suelta a miles de pensamientos inútiles. Es por eso que su sistema no es el mío.

Ouspensky y Gurdjieff enseñaban una lección similar, y la mayor parte de nuestra tarea en las
primeras etapas del trabajo estaba dedicada más a tratar de no hacer algo que generalmente hacíamos,
que a tratar de hacer algo nuevo. Que Gurdjieff tenía métodos en común con los del maestro budista Zen
está confirmado; también por la historia siguiente, que me contó Maurice Nicoll hace mucho tiempo. Una
vez, muy tarde, en una noche iluminada por las estrellas, se acercaron para disfrutar de una comida que
necesitaban mucho, a un espacio de hierba al costado del camino, y Gurdjieff esparció el contenido de su
canasta de picnic sobre la tabla del coche e invitó a Nicoll a que se sentara y comiera con él. Así lo hizo,
pero mientras comía empezó a recitar sobre la cúpula estrellada que se cernía sobre sus cabezas.
Gurdjieff lo llamó seriamente al orden. Estaban ocupados —le dijo— comiendo, y no en la fabricación
de malos versos. Hay un tiempo para cada cosa, y éste era el momento de entregarse a los placeres y las
impresiones derivadas de la comida.
Capítulo X
La posibilidad de evolución en el hombre
En la reunión siguiente Ouspensky nos recordó lo que nos había dicho anteriormente: que el hombre
tal como es cumple con sus deberes como transmisor de ciertas energías que tiene, y que no hay
necesidad alguna de cambiar. Pero un hombre puede desear el cambio por razones personales. Por cierto,
de muy poco podría valernos este intensivo estudio de nosotros mismos que estamos realizando, si al
final de todo no existiera ninguna posibilidad de convertirnos en algo superior a lo que somos.

«Todo el tiempo he venido señalándoles —continuó diciendo Ouspensky— que una de las
características que distingue a la psicología de G., de todos los sistemas occidentales de
psicología, es que proclama esta posibilidad de efectuar un cambio radical en el hombre. Por
medio de prolongados esfuerzos y luchas interiores, un hombre puede convertirse en algo
distinto de lo que es por nacimiento».

Ouspensky nos dijo que una vez G. había descrito a los hombres como seres que viven en el sótano de
una casa, sin la menor idea del hecho de que hay habitaciones mucho mejores arriba, y que les es posible
entrar allí. Pero para que eso suceda, los moradores del sótano tienen que llenar varias condiciones:

1. Darse cuenta de cómo y dónde están viviendo, y de que existe arriba cuartos mucho mejores.
2. Segundo, conseguirse la ayuda de alguien que conozca el camino que lleva a esos recintos.
3. Y tercero, tienen que estar dispuestos a hacer el esfuerzo correcto durante un largo período de
tiempo.

Con tal que se satisfagan estos requisitos, el cambio es posible.


Desde los tiempos más remotos se ha proclamado que existen tres caminos clásicos para poder
producir este cambio:

El del faquir.
El del yogui.
Y el del monje, respectivamente.

Cada uno de estos tres senderos hacia la perfección está adaptado a las necesidades de un
determinado tipo de hombre:

El del faquir es adecuado para el hombre en quien predomina el centro motor.


El del yogui llena las necesidades del hombre de intelecto.
Y el del monje atrae el tipo de hombre emocional.

El faquir lucha con su cuerpo, y después de aguantar intensas dificultades a menudo llega a obtener
la voluntad, pero sin haber desarrollado ni la mente ni las emociones. Como consecuencia de ello es
capaz de hacer cosas, pero no sabe qué hacer.
El camino del yogui es el camino del conocimiento, y aquí la atención está dirigida principalmente
al desarrollo de la mente y la conciencia. En el sendero del religioso las emociones juegan un papel
predominante.
El monje pasa muchos años difíciles luchando con sus deseos mundanos, y a veces logra el dominio
sobre ellos gracias a su fe, sacrificio y devoción.

Ouspensky destacaba que todos los senderos clásicos que llevan al desarrollo exigen de los que
transitan por ellos dos cosas: total obediencia a la autoridad y retiro del mundo.
Se prueban medidas a medias en los senderos del monje y del yogui, pero raramente dan un resultado
verdadero. Para que ocurra cualquier cambio verdadero el devoto tiene que estar dispuesto a abandonar
a su familia, sus amigos y su hogar, renunciar a todas sus posesiones e ingresar en una escuela yogui o en
un monasterio. Ouspensky nos contó que, después que G. hubo discutido los tres métodos clásicos de
desarrollo con los miembros de su grupo de Moscú, les dijo que existe aún un cuarto camino, conocido a
veces por el nombre de camino del hombre astuto. Se le dio ese nombre porque aquellos que lo siguen
entran en posesión de cierto conocimiento que no conoce el faquir, el yogui ni el sacerdote, y que le rinde
enorme provecho. Este cuarto camino tiene ciertas ventajas sobre los métodos tradicionales de
desarrollo:

1. No exige un retiro total del mundo.


2. Sustituye la comprensión por la obediencia a la autoridad.
3. Ventaja que se agrega a este método, y es que opera simultáneamente sobre los tres centros, de modo
que es fácil que el progreso sea más rápido que en los caminos más conocidos del yogui y del
monje.
4. Además, el maestro de este cuarto método de desarrollo siempre toma cuidadosas notas de las
características personales de sus discípulos, y eso lleva a que se les preste mucha más atención
individual.

Ouspensky comenzó a hablarnos en las reuniones siguientes de este cuarto camino, y una de las cosas
que dijo sobre él, fue que se trata de un camino difícil de encontrar. Las escuelas del cuarto camino
aparecieron de repente. Llevaron a cabo su trabajo durante cierto tiempo y después desaparecieron, de
modo que cualquier hombre que hubiera podido descubrir una de esas escuelas beneficiándose con su
existencia, podía considerarse verdaderamente muy afortunado. Aun cuando Ouspensky jamás lo dijo
directamente, muchos de sus seguidores sospecharon que las reuniones que estábamos celebrando eran
los pasos preliminares para la apertura de una escuela de esa clase en Londres.
No importa saber si tenían razón o no al llegar a esa conclusión. Lo que sí tenía importancia para
nosotros era que estábamos trabajando con métodos propios de escuelas.

En primer lugar, estábamos reemplazando ideas reprimidas y erróneas en nuestro centro intelectual,
por otras que creíamos que estaban mucho más cercanas a la verdad, y al hacerlo así, íbamos
adoptando muchísimas actitudes y puntos de vista nuevos.
Luchábamos también contra nuestras identificaciones y emociones negativas.
Y, finalmente, aprendimos los complicados movimientos y las danzas orientales que enseñaba G. en
el Castillo de Fontainebleau.

Debemos tener presente que G. trajo, al regreso de sus extensos viajes, dos cosas además del sistema
de ideas que estábamos estudiando; una cantidad de complicados ejercicios y danzas religiosas, y música
que había adquirido en numerosas y diversas fuentes. Consideraba que estas tres importaciones de
Oriente tenían mucha importancia y eran dignas de estudio. Lo cierto es que en la mayoría de los círculos
europeos, se consideraba a Gurdjieff no tanto un filósofo sino uno de los más grandes expertos vivos en
materia de danzas clásicas de Oriente. Hay algo que puede ser de mucho interés para una gran cantidad
de lectores, y es que Madame Blavatsky en una carta dirigida a uno de los primeros miembros de la
Sociedad Teosófica, predice que el próximo gran maestro de las ideas orientales en Europa, será un
instructor de danzas orientales.
Hace mucho tiempo Ouspensky nos habló del Cuarto Camino, y nos señaló que cuando la gente habla
de la mayor evolución del hombre, lo hacen sin detenerse a definir qué es lo que realmente quieren decir
con eso. No tienen idea de qué es lo que podría parecer un superhombre, pero proyectan sobre él lo que
cada uno admira más: brillo intelectual, genio creador, gran sensibilidad, valor o espiritualidad. En otras
palabras: son completamente incapaces de decir qué línea tomaría la evolución en el hombre. Del mismo
modo la gente es incapaz de expresar qué significa el término «gran hombre».
El sistema de G. da un conocimiento exacto de ambos temas. Empieza por declarar que existen, en
total, siete categorías de hombres, las tres primeras de ellas incluyen hombres que están en un nivel
humano común, quedando las últimas cuatro reservadas para hombres que han alcanzado un nivel más
alto que el común. En otras palabras: los números uno, dos y tres, son todos hombres en los cuales no se
ha producido absolutamente ninguna clase de evolución; y para poder diferenciarlos, hay que saber cuál
es el centro más activo en ellos; el hombre número uno es aquel en quien predomina el centro motor; el
número dos aquel que está gobernado por el centro emocional, y el tres es el hombre en el cual tiende a
predominar el centro intelectual. Todos los hombres nacen como hombre uno, dos y tres, pero en algunos
individuos la preponderancia de uno de los centros sobre los otros es tan leve, que es difícil ubicarlos en
sus debidos grupos. Las personas de esa clase son bien equilibradas, pero es importante recordar que
todos ellos están en un mismo nivel en cuanto a su ser.
Los hombres cuatro cinco y seis, son completamente distintos de los hombres uno, dos y tres, jamás
aparecen en forma natural, sino que son siempre el producto de un conocimiento especial, trabajo interior
y lucha. Al hombre número cuatro lo describiré más tarde, pero el cinco es un hombre que ha alcanzado
la unidad, que está en posesión de un «Yo» permanente, y que como consecuencia de esto no cambia a
cada hora, ni aun minuto a minuto, como nos ocurre a las personas comunes. Según dice G., el hombre
número cinco es aquel en el cual se ha producido la «cristalización» alrededor de un solo motivo, y como
es un hombre que tiene una sola aspiración permanente, su conocimiento también participa del mismo
carácter uniforme. El hombre número cinco posee, además de esto, verdadera conciencia de sí mismo y
la capacidad para hacer uso de uno de los dos centros superiores, V. gr. su Centro Emocional Superior.
El hombre número seis tiene todas las cualidades del hombre número cinco, y ha alcanzado un nivel
de conciencia aun más elevado, de modo que trabaja en él no solo el Centro Emocional Superior, sino
también el Centro Intelectual Superior, como consecuencia de ello, está capacitado no solo para
observarse a sí mismo, sino también al Universo en forma objetiva. Sin embargo, hasta un hombre tan
altamente desarrollado como él puede perder todo lo que ha logrado, y solamente es en el hombre número
siete —el nivel más elevado de ser que un hombre puede alcanzar— donde el conocimiento y el ser son
permanentes, nunca pueden perderse. El hombre número siete ha sido también definido por G. como
«inmortal dentro de los límites del sistema solar».
El hombre número cuatro podría ser considerado como un hombre en estado de transición, entre el
nivel de la tierra del hombre número uno, dos y tres, al nivel del hombre número cinco. En él no hay nada
que sea permanente más allá de su aspiración. Él, igual que las categorías superiores de hombres, nunca
aparece en forma natural, sino que es producto de un conocimiento especial, esfuerzo consciente y lucha
interior. Ouspensky nos decía que puede decirse del hombre número cuatro que está empezando a
conocerse a sí mismo, y que sus centros están más equilibrados y funcionan mejor que los de los hombres
números uno, dos y tres. Otra ventaja a favor del hombre número cuatro es que ha desarrollado dentro de
sí un punto fijo al que Ouspensky llama «centro de gravedad permanente», al cual está referido todo lo
que hay en él. Se asemeja, por lo tanto, a un hombre dueño de un compás y una brújula confiables, y esto
es sumamente beneficioso para él, pues aun cuando no llegue a realizar lo que se ha propuesto y
emprendido, conoce de cualquier modo la dirección en que tiene que luchar.
Ouspensky agregó otro detalle interesante a la descripción anterior sobre las siete categorías de
hombres. Nos dijo que G., había declarado que a veces sucede que un hombre se salte la etapa transitoria
de hombre número cuatro, y se cristalice directamente como hombre número cinco. Ese hombre ha
alcanzado la unidad, pero puede ser una unidad que se apoye sobre una base completamente
insatisfactoria, y G. daba como ejemplo de esta equivocada forma de cristalización los bandidos
caucásicos que había visto con frecuencia en su juventud, en las montañas. Estos hombres podían estar
pacientemente parados detrás de una roca, sosteniendo listos sus rifles, torturados por las moscas y el
calor del sol, más de ocho horas de un solo tirón, sin quejarse. Podían tolerar toda clase de
incomodidades y torturas, y habían adquirido una gran unidad interior y fuerza, pero teniendo como único
fin el bandidaje, una cristalización errónea como esa tiene consecuencias muy trágicas.
Después de haber discutido con nosotros las distintas categorías de hombres. Ouspensky repetía la
afirmación que tantas veces había hecho antes, que el conocimiento de un hombre depende de su nivel de
ser. Por consiguiente el conocimiento, el arte, la ciencia, la filosofía y la religión, pertenecientes a cada
una de estas distintas categorías de hombres, son conocimiento, arte, ciencia, filosofía y religión de muy
distintos niveles también.
Existen la religión y el arte del hombre número uno, dos y tres, y la religión y el arte de los hombres
números cinco, seis y siete; y al hablar, por lo tanto, de temas tales como arte, cultura, conocimiento y
religión, siempre es necesario establecer primero el nivel de la religión o el del arte al cual nos estamos
refiriendo. Esto es de aplicación no solo a cualquier discusión sobre las diferentes religiones que existen
en el mundo, sino también a una discusión sobre una sola religión, tal como el Cristianismo, pues hay
muchos diferentes niveles de Cristianismo, así como hay diferentes niveles de hombres. A nivel de tierra
está el Cristianismo puramente imitativo del hombre número uno, el hombre dominado por su centro
motor; el Cristianismo altamente emotivo y con frecuencia fanático del hombre número dos; y el
Cristianismo intelectual del hombre número tres, esa especie de Cristianismo basado en argumentos,
dialéctica y abstrusas teorías teológicas. También está el Cristianismo del santo, es decir, del hombre que
ha alcanzado la unidad y logrado un nivel superior de ser. Un hombre de la clase de este último, es capaz
de saber hacer las cosas, que están muy lejos del poder que tienen para saber y para hacer los hombres
comunes. Solo el santo tiene la capacidad para vivir de acuerdo con los sublimes principios que Cristo
estableció para guía de su pequeño grupo de discípulos, y es absurdo, por lo tanto, hablar de
Cristianismo como si existiera solamente una forma de Cristianismo o de Cristianos, como si todos ellos
fueran igualmente Cristianos.
Ouspensky atrajo nuestra atención al hecho, de que Cristo hablaba a sus discípulos en forma
completamente distinta a la que Él empleaba cuando se dirigía a las muchedumbres. También esperaba de
ellos un nivel muy superior de comprensión y conducta, que el que pudiera exigir de las muchedumbres
que lo seguían solo con el fin de ver milagros o ser curados de sus enfermedades. Cuando en una ocasión
los discípulos se acercaron a Cristo después que la multitud lo había dejado solo, y le preguntaron por
qué hablaba a la gente solo con parábolas. Él les contestó y les dijo:

«Porque os es dado a vosotros conocer los misterios del Cielo, pero a ellos no les es dado».
(Mateo XIII 11).

Y también:

«A vosotros os es dado conocer los misterios del Reino de Dios; pero a otros en parábolas;
que viendo, no pueden ver, y oyendo no pueden entender». (Lucas VIII 10).

Ouspensky decía que hay otra diferencia más entre los hombres comunes y los más altamente
evolucionados, o como los llamaba frecuentemente G., los hombres «en el verdadero sentido de la
palabra». A fin de comprender esta diferencia, sería necesario referirnos a la antigua doctrina de los
cuatro cuerpos del hombre. La idea de que el hombre posee cuatro cuerpos, es antigua y común a muchas
religiones, y en un tiempo constituyó una doctrina importante, tanto en el Cristianismo como en el
Hinduísmo.
El primero de los cuatro cuerpos es el cuerpo físico común, conocido entre los Cristianos primitivos
como cuerpo carnal. Los otros tres cuerpos están compuestos de materia que va siendo cada vez más
delicada, impregnando cada una de ellas a las otras, en la forma en que él anteriormente describió, como
los hidrógenos más finos impregnan a los más groseros. Nos recordaba el hecho importante de que, según
el sistema de G., la materia posee atributos cósmicos y psíquicos, y, siendo esto así, estos cuerpos más
finos poseen propiedades cósmicas y psíquicas particulares. La conciencia de cada uno de los sucesivos
cuerpos, es capaz de controlar no solo a sí mismo, sino también al cuerpo más grosero en el cual se ha
formado.
En la terminología cristiana los nombres de estos cuerpos más finos son: el natural, el espiritual y, el
más fino y más elevado de todos, el cuerpo divino. Los Teósofos, que se han apoderado de la idea de los
cuatro cuerpos, tomándola de una enseñanza Hindú más antigua, los llamaron cuerpo físico, astral y
causal.

«Pero —continuaba diciendo Ouspensky— existe una diferencia importante entre la


enseñanza de los Teósofos y las de G., sobre este tema de los cuatro cuerpos. Los Teósofos
presumen que el hombre posee ya estos cuerpos más finos, mientras que G. afirmaba
claramente, que existen solo en los hombres más plenamente desarrollados, y los cuatro en
total solamente en el hombre número siete. Estos cuerpos finos son completamente
innecesarios para la vida corriente, y dado que podemos cumplir con nuestras funciones
cósmicas sin ellos, no hay necesidad de que nadie los adquiera. Un hombre puede parecer
hasta espiritualmente desarrollado sin ellos, pues los materiales finos de que están hechos los
cuerpos superiores, existen ya en él, aun cuando no se hallan organizados como cuerpos. Por
fuera, el hombre común y el más desarrollado, pueden parecer iguales, advirtiéndose la
diferencia que existe entre ellos, en el hecho de que mientras las actividades del hombre que
está en posesión de los cuatro cuerpos son determinadas por sus cuerpos superiores, las del
hombre común están determinadas por su cuerpo físico».

Ouspensky explicó después cómo se forman en el hombre los cuerpos superiores. Comenzó diciendo
que en el estado de vigilia —que es el estado en que vivimos— gastamos tal cantidad de los hidrógenos
más finos que producimos, en actividades erróneas, tales como nuestras variadas identificaciones, que lo
que nos queda es insuficiente para el propósito de vivir una vida correcta, y ni hablar de trabajos tan
poco esenciales como la formación de cuerpos superiores. Pero, si un hombre trabaja sobre sí mismo por
un período de tiempo muy largo, puede eventualmente acumular materiales más finos de esta clase, en
cantidades suficientes, primero para permitirle despertarse a sí mismo del sueño, y después para
establecer dentro de sus tejidos ordinarios, el primero de estos cuerpos más finos. Si continúa trabajando
en esa forma, puede ser que se repita el mismo proceso. Ahorrando y produciendo cada vez más dentro
de sí los hidrógenos y energías más finos, puede almacenar una cantidad suficiente de ellos, que le
permita la formación del tercer cuerpo dentro del segundo, y eventualmente la formación del cuarto
cuerpo dentro del tercero. Ouspensky nos dijo que en ciertas otras enseñanzas orientales, el primer
cuerpo es el «carruaje» (el cuerpo), el segundo es el «caballo» (las emociones y los deseos), el tercero
el «conductor» (la mente), y el cuarto el «amo» (la conciencia, el «Yo» permanente y la voluntad) (ver
fig. 7).

«Pero —concluía— lo importante es recordar que estos cuerpos más finos, nunca aparecen
en forma natural, sino que son siempre resultado del desarrollo espiritual. Ellos, junto con los
cambios psicológicos internos que les están vinculados, son la marca distintiva del hombre
más altamente evolucionado, el hombre en el pleno sentido de la palabra».

Ouspensky dibujó entonces dos diagramas en el pizarrón, con el fin de ilustrar la diferencia que existe
entre las obras de un hombre mecánico común y las de un hombre desarrollado, en posesión de los cuatro
cuerpos. El hombre mecánico común se pone en acción por el impacto de las influencias externas sobre
su cuerpo físico, lo que evoca en él variadas emociones —«me gusta», «me disgusta», «quiero», «no
quiero»—. Esas variadas emociones producen sus pensamientos, en tanto la «voluntad» —está
completamente ausente de él—. Todo lo que posee en lugar de voluntad es una cantidad de deseos de
mayor o menor duración. Si sus deseos son de un carácter más duradero, se le considera como un hombre
de voluntad fuerte, y si son fugaces, se lo considera como un hombre de voluntad débil. La fuerza
controladora de un hombre que está en posesión de los tres cuerpos más finos se mueve precisamente en
la dirección opuesta. Está originada en su cuarto cuerpo que posee un «Yo» permanente, conciencia plena
y voluntad. Sus pensamientos obedecen las órdenes de su cuarto cuerpo, y sus deseos son sencillos y
están en armonía con sus pensamientos. Finalmente, su cuerpo físico es el instrumento obediente a sus
pensamientos y sus emociones.
Ouspensky nos dijo que G. había hecho uso de dos parábolas con el propósito de mostrar la forma
como actúan las funciones de los cuerpos más finos, en un hombre totalmente desarrollado. La primera de
estas dos parábolas es la tan antigua del carruaje, el caballo, el conductor y el amo. El cuerpo físico
ordinario está representado por el carruaje, el segundo cuerpo es el caballo (los deseos y las emociones),
el tercer cuerpo el conductor (la mente) y el cuarto cuerpo el amo (plena conciencia y voluntad).

Fig.7 A: Esto representa el funcionamiento del hombre mecánico común que posee solamente
cuerpo físico. Todas sus funciones dependen de las influencias externas, que actúan sobre su cuerpo
físico. B: Representa el funcionamiento de un hombre desarrollado, que posee cuatro cuerpos. En
este caso las funciones comienzan desde la conciencia y la voluntad. C: La misma idea del
funcionamiento del hombre desarrollado expresada en la parábola oriental del amo, el caballo y el
carruaje.

El maestro le da instrucciones al conductor, el conductor escucha estas órdenes y maneja al caballo, y


el caballo tira del carruaje en la dirección que se le indica.
La parábola alternativa de ésta es la historia del hombre que vive en la casa de cuatro habitaciones.
Al principio habitaba en la más pobre de ellas y no sabía, hasta que se lo dijeron, que había tres
habitaciones más en la casa que estaban llenas de tesoros, con la ayuda de un maestro, eventualmente
encontró las llaves de estas otras habitaciones, pero solo cuando pudo entrar en la cuarta que era la más
importante de ellas, se convirtió en el dueño verdadero de la casa. Ouspensky nos dijo que todas las
religiones y otras formas de perfección, apuntan a conseguir la entrada a la cuarta habitación.
G. agregó que existen ciertas formas artificiales de obtener la admisión temporaria a la cuarta
habitación. Existen también métodos completamente ilegítimos de lograrlo, los que pueden llevar a malos
resultados. Lo que encuentra el hombre que se ingenia para penetrar en la cuarta habitación apelando a
esos métodos, varía con los distintos casos, pero puede suceder que se encuentre con que la habitación
está totalmente vacía de tesoros.
Poco tiempo después las reuniones en Warwick Gardens fueron suspendidas por una semana o dos, y
esto me dio la oportunidad de reflexionar sobre la cuestión de la evolución del hombre.
¿Qué tenían que decir los científicos sobre este importante tema?
Hasta donde yo pude saberlo, la mayoría de los biólogos y antropólogos creen que la evolución
mecánica, como la describe Darwin, ha llegado a su fin en el hombre, y que él ya ha logrado por este
medio todo lo que puede esperar alcanzar. Cuando uno mira el proceso evolucionario como un todo,
advierte que trabaja inyectando vida en lo que puede ser llamado espacios evolucionados vacíos; es
decir, en esas regiones en las cuales las variadas posibilidades de los diferentes tejidos de un animal
pueden ser efectivizadas.
Pero, como lo ha destacado Julián Huxley, todas las tendencias evolucionarias eventualmente
alcanzan sus límites y se estabilizan. Por consiguiente, cuando se examinan los grupos mayores de
animales, se ve que se separan en un número de tipos diferentes pero estrechamente aliados, que están
todos en un mismo nivel de evolución. Es muy raro que algún grupo llegue a realizar lo que ha realizado
el hombre, V. gr., atravesar el techo y alcanzar de ese modo un nivel de evolución superior.
Una irrupción de esa clase en un plano más elevado, ocurrió cuando el hombre conquistó la
capacidad de hablar, pues esto le permitió transmitir a su descendencia ideas heredadas, abriéndole de
ese modo una forma enteramente nueva de evolución. También es posible que otra irrupción en un plano
superior haya tenido lugar cuando el hombre de Cromagnon ascendió a un mundo completamente extraño
de valores religiosos y estéticos, hace unos quince mil años, pues fue por ese tiempo cuando el hombre
comenzó a embarcarse en actividades que no poseían en absoluto un valor de supervivencia, tales como
el adorno de sus armas, la decoración de su cueva y la práctica de los ritos.
¿Es posible que la humanidad esté en vísperas aún de otra irrupción en un nivel más elevado,
producido esta vez por sus esfuerzos interiores y no por las circunstancias externas? Ésta es una pregunta
fundamental, que Lowes Dickinson quizá tuvo in mente cuando escribió lo siguiente:

«El hombre está en formación, pero de aquí en adelante tiene que formarse a sí mismo.
Hasta ese punto lo ha llevado la Naturaleza del barro primitivo. Le ha dado miembros, le ha
dado un cerebro, le ha dado los rudimentos de un alma. Ahora le corresponde a él formar o
deshacer ese espléndido torso. Que no vuelva a llamarla en su ayuda; pues es la voluntad de la
naturaleza crear a quien tenga el poder de crearse a sí mismo». (Lowes Dickinson, A Modern
Symposium).

Las palabras de Lowes Dickinson nos recuerdan las que usó Ouspensky cuando insistía en que la
Naturaleza no exige del hombre ninguna evolución, y hasta se opone a ella. Siendo así, cualquier
evolución posterior tendría que ser una evolución consciente, y la conciencia nunca puede evolucionar
mecánica e inconscientemente. El progreso a lo largo de esta línea comprende también la evolución de la
voluntad del hombre, y la voluntad no puede nunca evolucionar involuntariamente. Como siempre lo
hacía después de estudiar las ideas del sistema, busqué entre mis libros hindúes y en el Yajur Veda hallé
la siguiente referencia a la evolución del hombre: «He surgido de la tierra al mundo medio; he llegado
del mundo medio al cielo; del nivel del firmamento del cielo, he ido al mundo del sol, la luz».
Sri Aurobindo comenta este pronunciamiento concerniente a las varias etapas de la progresión del
hombre, y afirma que la tierra representa el mundo de la «materia», el bajo nivel del cual comenzó el
cuerpo del hombre, y que el mundo medio representa el logro del nivel de la «vida». Con las palabras
«firmamento del cielo», quiere decirse el plano de la «mente pura», y por nivel del sol, el logro de la
«Supermente o Conciencia Superior». Y mientras pensaba en estos misterios, me vinieron a la mente las
palabras utilizadas por G. muchos años antes, al responder una pregunta formulada por un miembro de su
grupo de Moscú: «En comparación con la inteligencia de la Tierra, la inteligencia del Sol es divina».
También recuerdo cómo se enojó Plotino con los gnósticos, por negar estos la divinidad del sol y las
estrellas, las que él creía muy superiores, en la escala del ser, a los seres humanos.
Capítulo XI
El diagrama escalonado y el eneagrama
Ouspensky volvió muchas veces al tema del Rayo de Creación para reconsiderarlo desde algunos
puntos de vista diferentes. En una ocasión dijo que nos proporciona una escala de conciencia y de
inteligencia en la cual están marcados cada uno de los grados de esas cualidades, desde la inteligencia
latente de los metales, hasta la suprema inteligencia del Absoluto. Nos recordó que, según el sistema de
pensamiento de G., todas las formas de la materia poseen propiedades psíquicas y cósmicas, como
asimismo físicas. La tabla de hidrógenos que nos había dado anteriormente registraba por lo tanto, no
solo las densidades y escala de vibraciones de las distintas variedades de la materia, sino también su
conciencia y su inteligencia. Mientras menos densa sea la materia y mayor la cantidad de sus vibraciones,
más inteligente es. La materia muerta y carente de inteligencia tiene principio solo cuando cesan las
vibraciones, y como no estamos familiarizados con esta clase de materia que no vibra, no tenemos
necesidad de hablar de ella. Luego se dedicó a una consideración de esas mezclas sumamente complejas
de hidrógenos conocidos como criaturas vivientes, y dijo que determinando el centro de gravedad o el
promedio de hidrógeno en cada uno de ellos, podíamos también evaluar su inteligencia.
Al llegar a este punto, alguien le pidió que diera una definición de la inteligencia, y Ouspensky
contestó la pregunta definiendo la inteligencia en términos de adaptabilidad. Dijo que la mesa de madera
al lado de la cual estaba sentado tenía su propio grado de inteligencia, en el sentido de que se adaptaba a
un peso colocado sobre ella, doblándose levemente. Pero si se aumentaba el peso hasta más allá de
cierto punto, la mesa se rompería mostrando de ese modo cuales eran los límites de su adaptabilidad. Era
completamente incapaz de ajustarse de ningún modo, en caso de que se encendiera fuego debajo de ella,
pero un gato, dueño de una inteligencia mucho mayor que la de la mesa, inmediatamente se alejaría de la
proximidad del fuego. Un hombre es aun más adaptable, porque no solo se retira, sino que adopta además
medidas para extinguir el fuego, y salva así de la destrucción la habitación y la casa.
Si limitamos nuestra atención a los animales, podemos hacer una evaluación de su inteligencia,
fijándonos en el número de pisos que poseen. Ouspensky dijo que hasta ahora no hemos hecho más que
estudiar la estructura de la maquinaria de un hombre, y el hombre es único entre todas las cosas vivas de
la Tierra, en el sentido de que posee tres cerebros o pisos, mientras que otros animales tienen solamente
uno o dos. Al llegar a este punto, Ouspensky dibujó en el pizarrón, un ser de tres pisos, uno de dos pisos
y uno de un piso, y los calificó «hombre», «oveja» y «gusano», respectivamente. Dijo que cuando se los
toma juntos, los pisos medio e inferior del hombre representan aproximadamente el estado de la oveja, y
que este piso más bajo de todos se corresponde hasta cierto punto con el estado del gusano.

«Eso quiere decir —continuó— que en todos nosotros existen una oveja y un gusano; y que en
alguna gente, la oveja es lo más importante de los dos, y en otra el gusano. De este modo, es el gusano
el que desempeña el rol determinante principal en el hombre número uno (instintivo-motor), y la oveja
lo que predomina en el hombre número dos (centro emocional). En el hombre número tres, en quien el
centro intelectual toma el mando, puede decirse que predomina el “hombre” mismo, pues solo él posee
un centro intelectual».
«Pero —agregó Ouspensky— eso solo es de aplicación a hombres y mujeres en forma individual,
pues el comportamiento de la humanidad como un todo se asemeja al de la oveja, siendo gobernado
principalmente por el piso del medio. El centro de gravedad, o promedio de densidad del piso medio
del hombre es 96, así que éste puede considerarse como índice de su inteligencia. Si un hombre posee,
por añadidura, un cuerpo astral, su centro de gravedad y su inteligencia serán 48; si posee también un
tercero y cuarto cuerpos, su inteligencia será 24 y 12, respectivamente».

Ouspensky decía que hay otra forma de clasificar a las criaturas vivientes desde el punto de vista
cósmico. Los científicos clasifican a los animales de acuerdo con características tales como la estructura
de su esqueleto, sus dientes, y su formación general, pero existe un método mucho más exacto para
clasificar todas las cosas, y determinar con precisión su relación con el resto del Universo. El criterio
que se aplica a este método cósmico de clasificación es triple, y depende primero de la comida que
ingiere el animal, segundo de la clase de aire que respira y tercero del medio en que vive.
Para ilustrar este método de clasificación, Ouspensky eligió al hombre y empezó por discutir las tres
clases de alimento que usa:

Comida común (H 768).


Aire (H 192).
Impresiones (H 48).

Es completamente imposible —dijo— que un hombre produzca hidrógenos mucho más elevados, y
levante de ese modo el nivel de su ser, haciendo trampas con su dieta, pues si procediera de ese modo
hasta cierto punto podría morir. La comida que entra por su boca y el aire que respira están fijados por
sus necesidades fisiológicas, pero puede cambiar la calidad de sus impresiones, y fue la capacidad del
hombre para proceder de ese modo, lo que le posibilitó la evolución. Si por ejemplo, se las ingenia para
cambiar la opaca impresión H 48 por las impresiones mucho más finas, H 24, H 12 y H 6, tendría lugar
una producción mayor de hidrógeno fino, que es necesario para su evolución.
Podría hacerse con toda impunidad un cambio más grande en la dieta de un animal. Por ejemplo, un
perro puede vivir tanto de la comida con que se alimenta el hombre (H 768), como también de los
hidrógenos de la región de 1536, dieta con la que un hombre sería incapaz de sobrevivir. La abeja vive
de un «hidrógeno» que es considerablemente más elevado que el que usa el hombre, pero vive también en
una atmósfera dentro de la colmena en la que un hombre sería incapaz de respirar.
El gusano harinero se las ingenia para vivir de harina podrida (H 1536), y también respira en una
atmósfera que es completamente inadecuada para las necesidades del hombre.
En la reunión siguiente Ouspensky nos dio otro método de clasificación, el cual, según dijo, está
basado en el hecho de que el Universo está manejado por lo que G. llama el principio de la manutención
recíproca. Ninguna energía se ha perdido jamás en el Universo, sino que cuando aquélla ha llenado sus
fines en una esfera, se la utiliza en alguna otra parte. Este principio cósmico de manutención recíproca
estaba resumido en la expresión de G., de que todo lo que existe en el Universo come, y a su debido
tiempo es comido a su vez, por todos los demás. Explicó que en el diagrama que estaba a punto de
dibujar en el pizarrón llamado «diagrama escalonado» y también «diagrama de todas las cosas vivas», la
posición de cada entidad en ella, está determinada por lo que come y por lo que la come a ella. El
principio general subyacente de estas «comidas», es que una criatura siempre se alimenta con algo que es
más bajo que ella, y sirve de comida a algo que existe en un nivel superior al suyo, Ouspensky dibujó
entonces en el pizarrón la figura Nro. 8.
«Cada uno de estos cuadrados —dijo— muestra un diferente nivel de ser. El número del
medio de los tres muestra el promedio de hidrógeno de la criatura, el número de abajo de qué
se alimenta, y el número de más arriba a quien le sirve de alimento».

El hombre ubicado en el séptimo cuadrado, partiendo de la base del diagrama, puede ser empleado
como ilustración. De acuerdo con el diagrama, el promedio del hidrógeno del hombre es 24, se mantiene
con el hidrógeno 96, y le sirve de comida a algo, con un hidrógeno de promedio 6. El cuadrado que está
directamente debajo del cuadrado del hombre está ocupado por los vertebrados que tienen un promedio
48 de hidrógeno, y el de abajo de éste, contiene a los invertebrados con un hidrógeno de promedio 96.
Por consiguiente, de acuerdo con este diagrama escalonado, el hombre vive de los invertebrados, los
vertebrados viven de las plantas, y los invertebrados de los minerales. Por debajo de los minerales están
los metales, que constituyen un grupo cósmico separado entre los minerales. El cuadrado más abajo de
todos no tiene nombre, porque nunca nos encontramos con «materia muerta» de esta clase sobre la
superficie de la Tierra. En el fondo de este cuadrado, el más bajo de todos, está colocado el símbolo de
un triángulo invertido que significa «nada».
Al lado del hombre hay un cuadrado que contiene hidrógenos 3, 12 y 48, y al costado de éste otro
cuadrado con hidrógenos 1, 6 y 24. Estos cuadrados representan entidades más elevadas que nosotros, de
las cuales no tenemos la menor noticia, y podemos llamarlas ángeles o arcángeles si queremos. El
cuadrado que está sobre el de los arcángeles contiene dos círculos concéntricos, y se denomina «El
Eterno Inalterable».
El más alto de todos es el Absoluto, marcado con el símbolo usual de un círculo dentro de un
triángulo.

«El diagrama va a parecerles muy extraño al principio —continuó diciendo Ouspensky— y


pueden hasta pensar que se contradice con lo que han aprendido antes. Puede parecerles que
sus cifras difieren de las que se utilizaron en la fábrica de tres pisos, pero no se preocupen por
ahora por las cifras. Conténtense con comprender los principios generales ilustrados por estos
diferentes diagramas, y más tarde volveremos a estudiar las cifras».

En realidad Ouspensky nunca nos proporcionó ninguna información más sobre el diagrama
escalonado, aun cuando varias veces volvió sobre él, y parecía estar él mismo profundamente interesado.
Todo lo que agregó a su narración original fue que él y algunos otros miembros del grupo de San
Petersburgo habían convenido en igualar a los «Ángeles» con los «Planetas» y a los «Arcángeles» con
los «Soles», basados en que los planetas y el sol son los mundos que en el Rayo de Creación están justo
encima del nivel de la Tierra.
Pero ¿resulta de algún modo más fácil —me preguntaba yo—, visualizar las esferas invisibles de los
planetas y el sol, que representan sus niveles más elevados de ser, que visualizarse ángeles o arcángeles?
Lo dudo muchísimo. No son los planetas que espiamos por un telescopio y las llameantes órbitas que
observamos en el cielo, los que viven en un nivel tanto más alto que nuestra Tierra, sino los reinos
invisibles del espíritu, del que son símbolos. ¿Por qué motivo, entonces, no pueden los ángeles y los
arcángeles quedarse en el diagrama?
Éste es un tema al que posteriormente le dediqué algún pensamiento, y a cuyo respecto he llegado a
ciertas conclusiones.

Fig. 8 – El diagrama escalonado o clasificación de todas las cosas de acuerdo a sus niveles de ser.

La conciencia y la vida son para mí las llaves de la comprensión del gran drama cósmico que se está
representando allí, en ese gigantesco teatro del espacio y el tiempo, pues sin conciencia y sin vida, el
drama carecería totalmente de significado. Sir Robert Kolze ha observado en su libro The Scheme of
Things, que «la majestuosa cabalgata de la vida que atraviesa las edades geológicas por miles de
millones de años, presenta una característica de suprema importancia». Esta característica es el hecho de
que la conciencia ha ido ascendiendo a niveles cada vez más altos, pari passu con la evolución del
cuerpo físico que habita. Los materialistas consideran a este ascenso de la conciencia como el resultado
de la evolución de formas físicas más altamente organizadas, pero es por lo menos, tan probable que
estas formas físicas sean el resultado, así como son la causa de este ascenso, y en lo que a mí respecta,
ésta es una explicación mucho más acertada de lo que ha estado sucediendo, pues, como ya se ha
señalado, parecería como si existiera un impulso hacia este nivel superior, que no es sino otra forma de
decir lo que G. ya había dicho antes, que existe un movimiento en el Rayo de Creación, que es a la vez
evolucionario e involucionario. Concuerdo, por lo tanto, entusiastamente con Sir Robert Kolze, en que el
drama cósmico se está representando allí, en el espacio, y el tiempo es el drama de la evolución de la
conciencia y la mente, y que la evolución paralela de formas físicas más elevadas que las ha acompañado
es un medio para llegar al gran fin.
Habiendo aceptado que la conciencia y la mente son las fuerzas primarias creadoras del universo, no
veo la razón de que no hayan podido producir conciencia y seres inteligentes que están por encima del
nivel del hombre, como éste está por encima del nivel de la ameba. Para mí, sería completamente
ridículo imaginar que la pequeña criatura bípeda que vive en este planeta, en alguna parte del imponente
universo ilimitado, determine el cenit de los logros de la Conciencia, por ello no tengo ninguna dificultad
en aceptar los dos cuadros marcados como «ángeles» y «arcángeles» en el diagrama escalonado de G.
Tampoco siento el menor deseo de sustituir por otros términos estas palabras arcaicas, nimbadas por el
uso respetuoso y el tiempo.
Pero ¿qué significado tiene la expresión «ser comido por algo de un nivel superior»? Cuando la
comida ha sido digerida y absorbida se transforma en parte de otro ser, y por lo tanto participa de la
naturaleza de ese ser. Tanto Ouspensky como Gurdjieff nos dijeron que la humanidad como un todo,
provee de alimento a la Luna, pero nos dijeron también que los hombres y mujeres, en forma individual,
tienen la oportunidad de convertirse en parte de algo que existe en un nivel muy superior al suyo. Me
baso en tales afirmaciones para interpretar esa extraña idea de ser comido por seres superiores.
G. utilizaba liberalmente las parábolas y símbolos en sus enseñanzas, en su libro All and Everything
(Todo y todas las cosas); una vez Ouspensky nos habló acerca de la utilidad de los símbolos en la
transmisión del conocimiento esotérico. Comenzó diciendo que todo nuestro conocimiento ordinario está
basado en la observación, seguida por la inferencia, en el nivel de vigilia de la conciencia. Ese
conocimiento es de naturaleza objetiva, y considera que el mundo está partido en miles y miles de
diferentes fenómenos. Pero en un plano más elevado de conciencia, el observador se impresiona no tanto
por la diversidad de los fenómenos, como por la unidad de todas las cosas en el universo, y es
excesivamente difícil trasladar esta idea de la unidad a gente que no la ha experimentado por sí misma.
La idea de que existe una unidad detrás de la diversidad puede, por supuesto, lanzarse como una idea
abstracta, pero teniendo en cuenta que todo el lenguaje ha sido construido con el fin de expresar lo que se
ve en estado ordinario de conciencia, es muy difícil hacer uso de él, con el propósito completamente
distinto de expresar ideas de un estado superior de conciencia. Apercibiéndose de ello, aquellos que
poseen conocimiento objetivo a menudo buscan trasladarlo a otros por medio de mitos y símbolos[3]. Los
mitos forman parte del idioma del Centro Emocional Superior, y los símbolos son utilizados por el
Centro Intelectual Superior.
Pero los intentos de transmitir ideas en esta forma, comportan serios riesgos. En manos de una
persona incompetente que solo vea forma externa, un símbolo se habrá de convertir en «instrumento de
engaño», pues está completamente incapacitada para darse cuenta de que un símbolo posee muchos
aspectos distintos que tienen que ser enfocados simultáneamente. Lo mismo ocurre con esa gente cuya
mente tiene inclinaciones literarias, capaces de ver solo la forma externa de los mitos, de tal modo que
pierden completamente lo que tanta importancia tiene: sus verdades internas. La idea de fondo en todo
escrito sagrado es trasladar a la persona no iniciada un significado más alto, por medio de mitos y
parábolas, un significado más elevado que tiene más bien que ser visto y sentido, que pensado. La
comprensión literaria es una cosa, y la comprensión interior y psicológica otra y existe muy poca
comprensión verdadera de las palabras y los mitos de la literatura sagrada en el momento actual. Esto es
así porque la educación moderna impulsa a la gente a buscar definiciones lógicas y argumentos en
relación con todas las cosas que ven y oyen, y al dirigir la atención exclusivamente hacia la forma
externa, es posible perder el significado interior.
Después de discutir distintos símbolos con nosotros, Ouspensky dibujó en el pizarrón un diagrama
importante, llamado el Eneagrama, que afirmó era peculiar del sistema de pensamiento de G. Cuando G.
entregó el Eneagrama por primera vez a su grupo, dijo que muchas de las ideas que anteriormente les
había expuesto podían ser encontradas en otros sistemas antiguos de conocimiento, aun cuando con
frecuencia estaban deficientemente dispuestas, de modo que resultaba difícil descubrir la relación
existente entre las distintas partes de la enseñanza. Pero trasladando al Eneagrama las distintas partes de
su propia enseñanza, podrían ser vistas siempre juntas como un solo todo viviente. El Eneagrama era por
lo tanto una parte importante de su enseñanza.
Ouspensky dibujó en el pizarrón un gran círculo y dentro de éste un triángulo. Dividió la
circunferencia del círculo en nueve partes iguales, representando cada una de ellas una nota en una
octava, junto con los dos intervalos. Ouspensky numeró los puntos marcados sobre la circunferencia del
círculo de 1 a 9, y ubicó el triángulo interno de modo tal que tocara la circunferencia en los puntos 9, 3 y
6. Al lado de los números en la circunferencia del círculo, escribió las notas de la escala solfa tónica, la
nota do coincidente con 9.
De acuerdo con Ouspensky, todo en el sistema puede ser representado en forma diagramática en el
Eneagrama, de modo que puede leerse con tanta claridad como si hubiera sido escrito en un libro. Pero
debemos saber cómo leerlo —agregó— y estaríamos en lo cierto si dijéramos que solo cuando podemos
insertar una idea en el Eneagrama podemos asegurar que la comprendemos. Nos dijo que G. había
declarado una vez que un hombre que tenga la llave de la lectura del Eneagrama, puede decir que es
dueño de toda una biblioteca, aun cuando esté solo en un desierto. Todo lo que tiene que hacer es dibujar
el símbolo en la arena, y leer en él el funcionamiento de las grandes leyes eternas del Universo. Cada vez
que vuelva a emprender un estudio más amplio del diagrama que dibujara, habrá de encontrar en él algo
nuevo. Debe considerarse al Eneagrama como el jeroglífico fundamental de un idioma universal.
Pero el Eneagrama no estará completo hasta que se agreguen al círculo y al triángulo que contiene, las
líneas que unen los puntos numerados 1, 4, 2, 8, 5, 7, 1 (ver fig. 9). Ouspensky nos explicó el origen de
esta complicada figura interior manifestando que las leyes de la unidad están reflejadas en todos los
fenómenos, y que el sistema decimal ha sido elaborado sobre la base de esta ley.

«Tomando una unidad —escribe— como una nota que contiene dentro de sí misma una octava
completa, debemos dividir esta unidad en siete partes desiguales, para poder llegar a las siete notas
de la octava. Pero en la representación gráfica no se toma en cuenta la desigualdad de las partes, y
para la construcción del diagrama se toma una séptima parte, después dos séptimas, luego tres
séptimas, cuatro séptimas, cinco séptimas, seis séptimas y siete séptimas». Calculando estas partes en
decimales obtenemos:
1/7 0.142857.
2/7 0.285714.
3/7 0.428571.
4/7 0.571428.
5/7 0.714285.
6/7 0.857142.
7/7 0.9.
«Examinando las series de decimales periódicos obtenidos de este modo, vemos que en todos ellos
con excepción del último los períodos están compuestos exactamente por los mismos seis dígitos, los
cuales corren en una secuencia determinada, de modo que, conociendo el primer dígito del período, es
posible reconstruir todo el período en forma total». (P. D. Ouspensky, In Search of the Miraculous).

Si conectamos los puntos que están en el círculo en la secuencia dada de 1, 4, 2, 8. 5, 7, nos da la


figura 9. que representa el Eneagrama completo. Los números 3, 6 y 9 no están incluidos en la secuencia,
pues forman el triángulo y tríada del símbolo.
Como dije antes, el Eneagrama puede ser utilizado para representar todas las ideas del sistema, y
Ouspensky lo usó en más de una ocasión para representar las tres octavas del diagrama de las comidas
que nos había dado antes. Comenzó por tomar el punto 3 como representante del intervalo mi-fa en la
primera octava de comida que se ingiere por la boca, el lugar en donde entra do 192 de la segunda
octava, la del aire, y ayuda a mi 192 a pasar de esta primera octava a fa 96. Pero ahora se presenta una
dificultad en la lectura del Eneagrama. Es obvio que el punto 6 debiera de representar la sacudida
requerida en el segundo intervalo en la octava de comida, pero es igualmente obvio que está en el lugar
que no le corresponde. En lugar de estar situado correctamente, entre si 12 y el do de la octava siguiente,
lo está entre sol 48 y la 24, en donde no existe ningún intervalo.
Ouspensky explicó que la solución de esta dificultad está en que el punto 3 marque el lugar en donde
empieza la segunda octava de aire, y si ponemos esta nueva octava en el diagrama y la examinamos,
descubriremos que su primer intervalo (entre mi 48 y fa 24) cae en el 6, precisamente en donde se
requiere una sacudida adicional. Esa sacudida está proporcionada por el comienzo de la tercera octava
de impresiones, o sea do 48, Cuando las octavas de las tres clases de alimentos del hombre —el alimento
común, el aire y las impresiones— se registran en el Eneagrama, da origen a la figura 10, y un examen de
ésta, muestra que cualquier idea anterior, que pudiéramos haber tenido de que las tres sacudidas
impartidas por el triángulo que representa la ley de tres, estaban fuera de sus lugares, es completamente
equivocada. Las sacudidas están todas en los lugares que les corresponden: el punto 3, es el punto por
donde entra la sacudida requerida por la primera octava, o sea la del alimento común; el punto 6
representa la segunda octava, la del aire, y le es impartida por la tercera octava, la de las impresiones.
Cuando se proporciona esta sacudida de impresiones, las tres octavas avanzan hasta H 12 en forma
de si 12, sol 12 y mi 12, respectivamente. La primera sacudida que entra en el 3 es proporcionada por la
octava de aire, y es enteramente automática.
Como esta sacudida es esencial para la vida, y como todo lo que hay en el Universo «respira»,
incluyendo hasta la tierra misma, siempre se imparte de ese modo.
Como ya se expusiera en el Capítulo IX, hay otras dos sacudidas que son posibles en el hombre, pero
nunca aparecen mecánicamente, y tienen que ser creadas en forma especial. G. dijo que sería posible
dividir a la humanidad en tres categorías de individuos, de acuerdo con el número de sacudidas que les
ocurren; un hombre que experimenta solo la primera sacudida mecánica (en el 3), es una clase de hombre;
un hombre en quien funcionan dos shocks (3 y 6) es otra clase de hombre; un hombre en quien están
funcionando los tres shocks (3, 6 y 7) es un hombre en el sentido más completo de la palabra: es decir, el
hombre N.º 7.
Fig. 10. El Eneagrama usado para representar la digestión del alimento en el diagrama anterior de
la fábrica de tres pisos. La octava de aire (192) penetra en 3 y la octava de impresión (48) en 6.

Ouspensky nos ayudó a lograr una comprensión mejor del Eneagrama, diciendo que nunca debía ser
considerado como algo estático, sino que está siempre en estado de movimiento. El diagrama es una cosa
viviente, no muerto, emblema de ese movimiento perpetuo que el hombre nunca ha sido capaz de imitar
en las muchas máquinas que ha construido. Ouspensky dijo también que a fin de ayudar a sus seguidores a
obtener un sentido interior del movimiento del Eneagrama —y solo en esa forma podrían comprenderlo
plenamente—. G. había marcado un Eneagrama grande en el piso del salón del Instituto del Desarrollo
Armónico del Hombre. Los discípulos que tomaban parte en las complicadas danzas y movimientos,
realizados por las noches, se paraban en los puntos marcados del 1 al 9 en el círculo, y se les ordenaba
que se movieran de acuerdo con la secuencia 1, 4, 2, 8, 5 y 7, girando unos alrededor de los otros en los
puntos en que se encuentran, es decir, donde las líneas interiores del Eneagrama se cruzan entre sí.
Tomando parte en esos movimientos, los danzarines aprendían a experimentar el Eneagrama tal como
realmente era, un diagrama que representa los movimientos de la vida.
¿Pero cuál —podría preguntarse uno— es el significado del movimiento interior del Eneagrama a lo
largo de las líneas 1, 4, 2, 8, 5 y 7? La respuesta es que en el diagrama del alimento, representa el
proceso interior por el que las materias más densas se transforman en más finas, y también el modo como
se produce la interacción de las tres octavas de alimentos. Muestra cómo la fuerza interior, o materia más
densa, es elevada a un nivel superior, que no es tan alto como el de la fuerza o materia que actúa sobre
ella. Esto está en concordancia con la ley de tres, ley que enuncia que, cuando una fuerza activa actúa
sobre una pasiva, el resultado es la aparición de una tercera fuerza, que es intermedia entre las dos.
Tomemos como ejemplo de lo dicho, al lado derecho del Eneagrama, marcado con los números 384, 192
y 96. Se verá que en el proceso digestivo, el movimiento interior va de 384 a 96, y luego vuelve a 192.
Algunas veces va hacia delante, y luego se traslada en un movimiento inverso. En otras palabras, detrás
de la pantalla externa de las apariencias sobre la periferia del círculo, está operando un movimiento
interior que realiza los cambios requeridos.
Ouspensky estaba profundamente interesado en el Eneagrama, y cargó sobre la circunferencia del
círculo muchas cosas, tales como los sistemas respiratorios, vascular y digestivo del hombre y hasta los
diferentes días de la semana.
Me invitó a que tratara de descubrir, con la ayuda del Eneagrama, el movimiento interior que está
detrás de estos variados procesos fisiológicos, y me dijo que prestara muy especial atención a la
circulación de la sangre. G. había dicho en una ocasión que existen siete variedades distintas de sangre
en el cuerpo humano, de modo que era posible que estas diferentes clases de sangre suministraran la
clave para la comprensión de este movimiento interior. Pero la división de actividades en el cuerpo
realizada por los fisiólogos no siempre concordaba con la división realizada por G. y aun cuando yo
podía demostrar sobre el Eneagrama lo que llamaba la «circulación de energías», no era capaz de
encontrar en él «la circulación de la sangre». Ouspensky me aconsejó, por lo tanto, que no me contentara
con nada de lo actual, que no fuera lo que G. dijera que podía ser representado en el Eneagrama: la
circulación de diferentes clases de sangre.
Yo estaba dispuesto a creer que a veces nos esforzábamos para que los fenómenos se ajustaran al
Eneagrama, más bien que para lograr una comprensión más profunda de estos fenómenos con la ayuda del
Eneagrama. No obstante eso, yo consideraba al Eneagrama un símbolo enormemente superior de los
procesos fisiológicos, que el que con tanta frecuencia usan los científicos la máquina. Observarlo por
unos pocos instantes bastaba para producir la sensación de que uno estaba vivo y en constante
movimiento avanzando unas veces, retrocediendo otras, pero siempre en estado de flujo, y el flujo es la
esencia misma de la vida.
Muchas lecciones pueden extraerse del Eneagrama, y Maurice Nicoll ha extraído la siguiente, que
figura en Commentaries:

«El Eneagrama describe una serie de transformaciones de lo inferior en superior, de lo


más denso en lo más fino. Bien, para que lo más bajo pueda transformarse en lo más elevado,
tiene que ser pasivo. Es decir, tiene que permitir que actúe sobre él una influencia superior.
¿De qué otro modo podría la comida que ingerimos convertirse y reconvertirse en sustancias
cada vez más elevadas, a menos que se someta a las seis etapas de la digestión? La digestión
es transformación. El trabajo es transformación y si queremos que las influencias superiores
del trabajo actúen sobre el hombre, él tiene, en cierto sentido, que volverse pasivo a ellas y
permitirles que actúen sobre él. Puede darse cuenta de que no puede hacer, pero tiene que
advertir también que la Mente Mayor existe, pues de otro modo caerá en un estado de
confusión. Si no admite que exista nada que sea superior a él, no se puede actuar sobre él y
entonces no puede evolucionar. Pero tiene que ser pasivo —es decir, capaz de escuchar y luego
de captar—, no tiene que esperar a llegar más allá de su propia etapa, para empezar. No puede
igualar al trabajo… No puede igualar a las fuerzas que lo están transformando. Si uno
reflexiona, verá que tiene que haber siempre algo que sea superior a cualquier hombre,
cualquiera sea su etapa, si es que la evolución es posible, y entonces tiene que haber algo
supremo que sea inalcanzable».
Capítulo XII
La idea del esoterismo
Durante largo tiempo la gente que asistía a las reuniones de Ouspensky en Warwick Gardens seguía
siendo más o menos la misma. Una cara nueva aparecía ocasionalmente durante unas pocas reuniones, y
luego no se la veía más. No era sorprendente que hubiera tan pocos asistentes nuevos, pues se nos había
prohibido hablar con nadie de lo que llamábamos «el trabajo». Hasta se nos había pedido que le
ocultáramos a nuestros amigos que estábamos concurriendo a las reuniones de Ouspensky. Pero una
noche, y en forma completamente inesperada, anunció Ouspensky que estaba ahora en situación de
aceptar una cantidad limitada de personas nuevas y que contábamos con su permiso para hablar con
aquellos de nuestros amigos a quienes pudiéramos considerar convenientes.
De inmediato surgió la pregunta: «¿Cómo podemos decidir cuál es conveniente, y cuál no?».
Ouspensky estuvo de acuerdo con nosotros en que se trataba de una cuestión que era sumamente difícil de
juzgar. Dijo que los grupos de San Petersburgo y Moscú habían expresado con frecuencia sorpresa ante la
falta de interés y comprensión mostradas por sus amigos, cuando G. les dio permiso para hablar a otras
personas de las ideas del sistema. Algunas personas a quienes se habían acercado dijeron que no había
en las ideas absolutamente nada de nuevo; otras contestaron que no estaban particularmente interesados
en lo que se les había dicho, y hubo otras que hasta llegaron a expresar su convencimiento de que no era
cosa buena ir a buscar a nadie en procura de una filosofía de la vida ya confeccionada, pues eso tiene que
descubrirlo y elaborarlo cada uno por sí mismo, y habiendo expresado esa opinión desalojaban el tema
de su mente para siempre, para seguir viviendo como lo habían venido haciendo hasta el momento, a
ciegas y sin pensar. Pero a veces, y a menudo en forma completamente inesperada, amigos que en un
principio habían sido descartados como inconvenientes, mostraron un interés muy real en las ideas de G,.
y un agudo deseo de escuchar más sobre ellas. Es por lo general más fácil —decía Ouspensky—
determinar quien es inconveniente, que decidir quien es conveniente. Nos advirtió que de ningún modo
consideráramos los métodos psicológicos que estábamos empleando, apropiados para la gente necesitada
de ayuda psiquiátrica.

«El Cuarto Camino —nos decía— empieza por encima del nivel ordinario de la vida. Es
difícil de seguir y sumamente impropio para las necesidades del enfermo. Los métodos que
nosotros empleamos pueden llegar hasta a empeorar los casos psiquiátricos, y es de suma
importancia que ustedes se den cuenta de que no somos una clínica para el tratamiento de los
mentalmente inestables».

Se mencionaron los nombres de varios hombres bien conocidos, como posibles reclutas convenientes
y sumamente deseables, pero Ouspensky sonrió:

«Tienen demasiado equipaje personal —dijo—. La gente que tiene mucho éxito
generalmente piensa que ya lo sabe todo, y no tiene ganas de considerar la posibilidad de que
alguna de sus ideas pueda ser errónea y que tengan que abandonarla. Cada vez que una
persona de esa clase oye hablar de la idea del crecimiento interior o evolución, visualizan este
crecimiento como algo que empieza desde donde él ya está, lo que, naturalmente, significaría
que su personalidad y todas sus debilidades inherentes aumentarían también con este
crecimiento. Gente de ese tipo no siente la necesidad de destruir algo en ellos mismos, como
medida preliminar para lograr algo nuevo. No, la gente muy triunfadora generalmente está
demasiado satisfecha de sí misma como para sernos de utilidad. Quizá la única cualidad que
pueda decirse que hace a una persona conveniente para el trabajo, sea la de que ya tiene que
estar un poco desilusionado de la vida diaria y, lo que es aun más importante, estar un poco
desilusionado de sí mismo y naturalmente, es esencial que posea un Centro Magnético».

Al preguntársele qué significaba ese término Centro Magnético, contestó Ouspensky que no teniendo
voluntad y siendo gobernado por su personalidad antes que por la esencia, puede decirse que un
occidental moderno vive casi enteramente sometido a la ley de accidente. Reacciona automáticamente a
cualquier influencia a que pueda quedar expuesto, y como no tienen voz en cuanto a lo que sean estas
influencias, es la casualidad la que controla su vida.
Si las variadas influencias a las que responde un hombre fueran examinadas con más cuidado, se
vería que son de dos o tres clases. Ouspensky dibujó luego la figura 11 sobre el pizarrón, y dijo que las
primeras influencias, que son por supuesto las más comunes que encuentra el hombre, son creadas
interiormente por la vida misma, a éstas las llamaría influencias A. Las influencias A incluyen
acontecimientos tan casuales como:

El país en que ocurrió nuestro nacimiento.


La familia de la que formamos parte.
Nuestra educación.
Nuestra posición social.
Las ideas y costumbres temporarias a las que constantemente nos vemos sujetos.
Y finalmente los grandes sucesos políticos y nacionales en que nos vemos entreverados, incluyendo
los grandes accidentes de la guerra y la paz.

Pero ocasionalmente nos encontramos con influencias B, que están mezcladas con las A, pero
originadas fuera del círculo de la vida ordinaria. El rasgo distintivo de las influencias B, es que
provienen de un nivel más elevado, y fueron conscientes en su origen. En realidad han sido creadas en
forma deliberada por hombres más altamente evolucionados, y arrojadas en el remolino de la vida con el
fin de que guíen a la poca gente capaz de reconocer su elevado origen, y de comprenderlas y utilizarlas.
Las influencias B de esta segunda clase se encuentran incorporadas:

A las enseñanzas religiosas y filosóficas.


Y también se hallan ocasionalmente en obras de arte y literatura objetivas.

Arrojadas de ese modo en el remolino de la vida diaria, las influencias B, igual que todas las demás
cosas dentro de ese remolino, quedan sujetas a la ley de la casualidad, de modo que es completamente
casual que las encontremos o no, y que reconozcamos o no su verdadera naturaleza, que las
aprovechemos o las descuidemos.
«Los hombres difieren —continuaba Ouspensky— en lo tocante a su capacidad para
discriminar entre estas dos clases de influencias, A y B. Un individuo no percibe ninguna
diferencia de calidad entre ellas, mientras que otro siente un cierto peso en B, que no existe en
las influencias A. Un hombre que sea sensible a esta diferencia de calidad entre las influencias
A y B, es también un hombre que ha llegado a la conclusión de que es imposible comprender al
Universo en términos del Universo mismo; que un gran misterio yace no solo tras el Universo,
sino también detrás de su propia existencia sobre esta Tierra».

Fig. 11 – Representa las variadas influencias a las que puede estar sujeto un hombre en forma
individual: A, B y C. La medialuna oscura representa el Centro Magnético.

V = Vida
A = Influencias creadas por la vida
B = Influencias creadas fuera de la vida, pero que son arrojadas al medio de las influencias de la
vida.
C = Influencias conscientes que se originan en los círculos esotéricos.
H1 y H2 = Hombres conectados indirectamente con influencias conscientes.

Puede no ser un hombre religioso en el sentido más estricto en que se emplea esa palabra, pero
experimenta momentos de asombro y de una creencia intuitiva en la existencia de algo infinitamente más
grande que él mismo. Las influencias B tienen un efecto muy definido sobre un hombre de esa clase, quien
las pone a un lado y las asimila a ideas de naturaleza semejante que ha hallado antes. Con el correr del
tiempo adquiere un pequeño tesoro de influencias B, las que estimulan en su interior el crecimiento de
una nueva facultad, a la que G., ha dado el nombre de «Centro Magnético» (ver fig. 11). Si esta nueva
función dentro de él, sigue siendo alimentada y se libra del olvido debido, y la feroz competencia que se
entabla en la existencia mecánica ordinaria; impartirá una cierta orientación a sus pensamientos y
emociones, de modo que habrá de estar siempre al acecho de conocimientos de esa clase. Puede tener
eventualmente la buena suerte de encontrarse con una persona que está en condiciones de darle ayuda,
como, por ejemplo, ponerlo en contacto con alguien que esté conectado directa o indirectamente con
influencias conscientes designadas como C en el diagrama. También la conexión que haga con influencias
conscientes puede ser menos directa que esa, por vía de varios intermediarios. Cualquiera sea el caso, el
hombre en cuestión al llegar a este punto, en lo que concierne a su búsqueda de conocimiento, sale fuera
de la esfera de la casualidad y se pone al alcance de las influencias conscientes. Siendo así, ya no
depende más para su dirección, de su «Centro Magnético», pues éste ya ha cumplido con todo lo que se
necesita de él. De ahí en adelante dependerá de fuerzas de una naturaleza más consciente para que lo
guíen.
«Según G., el “Centro Magnético” empieza a formarse —si es que se forma— en los primeros años
de la vida, y que alguien desarrolle o no un “Centro Magnético”, depende en gran medida de cómo ha
sido criado cuando era chico».
A causa de la decadencia de la religión y la vida familiar en Occidente, el niño que crece, está
expuesto a encontrar cada vez menos influencias B en su hogar; y esto significa que sus facultades
emocionales y las partes superiores de su naturaleza recibirán muy poca nutrición. Ésta no es la única
forma en que se descuida al niño en sus primeros años, que son los formativos. Un niño de corta edad es
mucho más sensible a la atmósfera del hogar que lo que mucha gente cree, y en lugar de recibir enseñanza
positiva de los adultos que lo rodean, recibe con frecuencia de ellos solo ideas negativas, tales como:

Nada en el Universo tiene significado real.


El hombre es un viajero solitario en el mismo espacio.
Aquellos que piensan en forma diferente son solamente soñadores e idealistas alejados de la
práctica.

La marca de humanismo por la que abogan muchos de nuestros intelectuales, proporciona un alimento
emocional muy pobre al niño que está creciendo.
Ouspensky nos previno que un «Centro Magnético» no es forzosamente una guía infalible hacia la
verdad, y que a veces confunde una influencia A con una B. También que un hombre guiado en una u otra
dirección por un «Centro Magnético» en el que no se puede confiar, quedaría al final tan descorazonado
por sus muchas equivocaciones y por no poder llegar a encontrar nada que valiera la pena, que adoptaría
el único remedio de que dispone la persona en bancarrota espiritual: convertirse en un cínico.
En otra persona, el «Centro Magnético» puede faltarle persistencia, y, aun poseyendo la capacidad
suficiente para discriminar entre influencias A y B, puede ser que abandone la búsqueda de la verdad.
Finalmente es necesario recordar que, aun cuando el «Centro Magnético» esté capacitado para poner a un
hombre en contacto con las influencias conscientes, nunca podría asegurarle que él vaya a hacer buen uso
de sus oportunidades.
Después que el hombre ha establecido un contacto directo con el conocimiento proveniente de un
nivel superior, depende para su guía posterior de dos cosas: su maestro, y su comprensión de lo que su
maestro le enseñe. Pero está ahora en una posición mucho más fuerte que antes, y numerosas ideas y
pensamientos que antes habían sido vagos e inciertos, quedan ahora para él mucho más claramente
definidos. Tiene también la inmensa ventaja de saber qué esfuerzos le resultan provechosos, y qué
esfuerzos son inútiles. Puede también estar seguro de que si hace los esfuerzos adecuados, a su debido
tiempo recibirá la seguridad interior de que está encaminado en la dirección correcta. En otras palabras:
tendrá la prueba pragmática de que su trabajo está rindiendo resultados positivos, por pequeños que
puedan ser estos resultados.
En una reunión posterior, Ouspensky amplió una afirmación suya anterior: que el Cuarto Camino
empieza en un nivel más alto que el de la vida ordinaria. Dijo que el momento en que el «Centro
Magnético» pone a un hombre en contacto con alguien que en realidad conoce el camino, se llama el
primer umbral, o primer paso, en el camino. De este umbral parte una escalera que lleva hacia arriba, a
un nivel ligeramente superior y solo cuando asciende por esta escalera puede el viajero entrar en el
camino propiamente dicho. Pero para ascender por la escalera necesita la ayuda de otras personas.
Ouspensky agregaba que, mientras asciende por la escalera, el hombre no puede estar seguro de nada, y a
veces lo consumen las dudas sobre si puede confiar en quien lo guía, la exactitud del conocimiento que
está recibiendo, y finalmente de su propia capacidad para sacar algún provecho del mismo. Pero después
que ha cruzado el segundo umbral, al tope de la escalera, y se encuentra frente al camino mismo, sus
dudas se disipan. Sabe que ahora está orientado en la dirección correcta y que con el tiempo hasta podrá
prescindir de su guía, sabiendo hacia donde va y qué tiene que hacer para llegar allí. También está un
poco menos expuesto a perder todo lo que ha ganado, y le resultará más difícil volver a sus formas
anteriores de vivir y de pensar, si es que decidiera abandonar todos sus esfuerzos.
Ouspensky expresó más de una vez, la opinión de que la gente nueva que se iba incorporando al
trabajo, estaba menos bien dispuesta hacia él, que lo que habían estado los que la precedieran. También
declaró que los hombres y las mujeres que se habían unido a G. en Moscú y San Petersburgo durante la
Primera Guerra Mundial eran mejor material que nosotros, y hasta estaba inclinado a creer que sus
últimos reclutas de Londres eran de una calidad aun inferior a la nuestra. Esto significaba que había que
efectuar más trabajo preliminar sobre ellos, y que dependían más de la ayuda ajena, para ascender por la
escalera que lleva al camino.
Estas declaraciones de Ouspensky provocaron una discusión entre nosotros sobre por qué, en el
momento en que tan rápidos adelantos tienen lugar en todos los campos del conocimiento, el hombre
posee tan poca discriminación y comprensión. Por cada invención susceptible de beneficiar a la
humanidad, tales como, los numerosos grandes descubrimientos en el campo de la medicina, aparece una
invención de naturaleza diabólica, tal como la bomba atómica. ¿Por qué toda esta confusión y falta de
comprensión entre los hombres? Es porque el conocimiento y la comprensión, son dos cosas
completamente distintas.
Para poder comprender algo, es necesario percibir la relación que existe entre la parte y el todo, y la
primera característica de la investigación moderna es que el todo se fracciona en partes tan pequeñas,
que se pierde su relación con el todo. Los especialistas pierden su vida con los ojos puestos sobre
partículas de información, a través de vidrios de aumento, sin poder tener la menor esperanza de
relacionar lo que ven con el mundo en que viven. No es sorprendente que existan inmensas cantidades de
información, pero muy poca comprensión.
Se formuló en la reunión siguiente una pregunta sobre la fuente de las influencias B. Se nos había
dicho que las influencias B, son conscientes en su origen, y que son lanzadas a la vida con cierto
propósito. ¿Quiénes son los responsables de eso? Advertimos que, evidentemente, la pregunta le había
gustado a Ouspensky, «Esto nos lleva a la cuestión tan importante y tantas veces rebatida del esoterismo
—comenzó diciendo—, y luego siguió explicándonos que la humanidad a que pertenecemos, y la
humanidad sobre la que los historiadores han escrito, constituían el más externo de varios círculos de
humanidad, que con frecuencia es conocido como el Círculo de la Confusión de Lenguas». El undécimo
capítulo del Génesis comienza con estas palabras: «Y toda la Tierra tenía una lengua y una sola forma de
hablar».
Esta declaración coincidía con la opinión de G., de que hubo un tiempo en la historia del mundo en
que la gente estaba en contacto directo con el conocimiento superior, y vivía bajo su influencia. El
capítulo continúa como sigue: «Y sucedió que viniendo del Este, encontraron una llanura en la tierra de
Shinar; y habitaron allí, y entonces se dijeron unos a otros, vayamos, hagamos ladrillos y cocinémoslos y
tuvieron ladrillo por piedra, y fango por argamasa». Este relato de un viaje fue interpretado
simbólicamente por algunas autoridades en la materia; según ellos, viajar desde el Este a un valle quiere
decir que la gente que había vivido antes de acuerdo con los principios esotéricos los había abandonado
ahora y confiaban en su propio nivel de comprensión, que es muy inferior. La afirmación de que hicieron
ladrillos en lugar de piedra, y fango en lugar de argamasa significa, en otras palabras que inventaron sus
propias «verdades» y se imaginaron que podían «hacer». El resultado final de toda esta total dependencia
de sí mismos y de sus propias ideas, fue la construcción y la confusión de la Torre de Babel.
Fig. 12 – Los tres círculos esotéricos de la humanidad más altamente desarrollada. Fuera de estos
círculos se encuentra la región de la confusión de lenguas.

«Sin embargo —continuaba diciendo Ouspensky— el conocimiento esotérico se las arregló aun así
para sobrevivir». Dentro del gran círculo de la Confusión de Lenguas, siguieron existiendo todavía tres
círculos concéntricos de hombres altamente evolucionados.
El círculo Esotérico o más interno de todos, está compuesto por gente que ha llegado al máximo de
desarrollo que es posible para el hombre, plena conciencia, unidad y voluntad (ver fig. 12). Los hombres
de este elevado nivel de desarrollo son absolutamente incapaces de realizar acciones que sean contrarias
a su comprensión, o poseer una comprensión que no pueda también ser expresada por la acción. Tampoco
es posible que haya entre los que pertenecen a éste círculo la menor incomprensión, y eso quiere decir
que todas sus acciones están coordinadas hacia una aspiración común.
El círculo que sigue a éste es el Mesotérico o Círculo Medio, en el que se encuentran las mismas
cualidades psicológicas existentes en el más interno, siendo la única diferencia entre los dos, que el
conocimiento del Círculo Mesotérico es de naturaleza más teórica que el del Círculo Esotérico.
El tercer círculo es el Círculo Exotérico. Los que pertenecen a él poseen la mayoría de las cualidades
de los dos círculos interiores, pero su conocimiento es de una naturaleza más teórica aún, de modo que
con frecuencia es solo filosófica.
Esta diferencia en la calidad del conocimiento puede expresarse diciendo que, mientras un miembro
del Círculo Mesotérico calcula, un miembro del Círculo Exotérico contempla. Siendo así, la
comprensión de aquellos que pertenecen al Círculo Exotérico no puede siempre encontrar expresión en la
acción, como sucede con la comprensión de los círculos interiores. Pero es imposible que exista
incomprensión entre los distintos individuos dentro de este Circulo Exotérico; lo que uno comprende,
todos los demás lo comprenden en la misma forma. Más allá de estos círculos concéntricos, se extiende
la región exterior de la Confusión de Lenguas, la gran región en donde mora todo el resto de la
humanidad.
No podría existir y jamás ha existido, ninguna verdadera comprensión entre individuos que habitan en
esta región exterior.
Es posible que exista alguna poca gente, que se ponga de acuerdo sobre cosas de muy poca
importancia en general para la humanidad, pero aun así, ese acuerdo dura muy poco tiempo. En este
círculo externo todo el mundo entiende las cosas que son de importancia para la humanidad en forma
enteramente subjetiva, y la única esperanza que les queda a aquellos que habitan en esta tierra de la
Confusión de Lenguas, es:

1. Que eventualmente se den cuenta del verdadero estado de las cosas allí.
2. Que traten de procurarse la ayuda del Círculo Exotérico.

Solamente en esta forma les será posible llegar a la comprensión. Al llegar a este punto, Ouspensky
se levantó de su silla, y se dirigió al pizarrón, en el que dibujó los tres círculos internos, trazando cuatro
grietas en el Círculo exterior, las que dijo que representaban las entradas hacia las cuatro diferentes vías
de desarrollo: la del faquir, la del yogui, la del monje y el Cuarto Camino.
Me resulta muy difícil imaginarme en términos de geografía, historia y la vida de todos los días, a
este núcleo de una humanidad más altamente evolucionada, que se supone ha ejercido una influencia tan
fuerte sobre la pasada historia de la cultura.
¿Cómo se ingenió para sobrevivir esta gente, en medio del cataclismo de incontables guerras y
revoluciones? ¿Llevaban los hombres y mujeres que formaban este núcleo más consciente, alguna forma
de vida comunitaria, o vivían ellos y sus discípulos en pequeños grupos, en las partes más remotas del
Asia? Los teósofos creen en la existencia de ciertos maestros o Rishis, que viven en las remotas alturas
del Himalaya, pero nunca he podido tomar en serio esta idea de los Rishis. Pero quizá, después de todo,
su creencia en la existencia de estos grandes conductores esté justificada.
Cuando un miembro del grupo interrogó a Ouspensky, sobre si los hombres altamente evolucionados
de que él había hablado, todavía sobrevivían, él le contestó que no había razones para suponer que
hubieran desaparecido del todo. Apremiado a darnos alguna idea del número de hombres evolucionados
que existe actualmente, respondió que esa pregunta no puede ser contestada.

«Pero —continuó— existe una antigua tradición que dice que el hombre que se ha
ingeniado para evolucionar, tiene la obligación de ser el maestro de otras cien personas. De
modo que, aun cuando empezáramos solamente con siete hombres número siete y cada uno de
ellos impartiera instrucción a cien discípulos sobre cómo alcanzar el nivel del hombre número
seis, y cada uno de ellos a su vez llevara a otros cien hasta el nivel del hombre número cinco,
el resultado en cuanto a hombres altamente evolucionados sería aún muy considerable».
Los diagramas solo pueden representar un cierto número de ideas, y no puede esperarse demasiado
de ellos. La figura que muestra los varios círculos de la humanidad, es un buen ejemplo de las
limitaciones de los diagramas. Muestra una cierta relación entre los varios niveles de la humanidad, pero
tomado muy literalmente puede llevarnos en dirección equivocada con suma facilidad. La cultura no se
difunde por medio de movimientos de masas, sino por la acción de individuos, y de pequeños grupos de
individuos. La humanidad no avanzó en un amplio frente a través de las edades paleolítica, neolítica, del
bronce y del hierro, pues ejemplos de estas épocas existieron simultáneamente en distintos puntos de
Europa. De modo que también es factible que hombres elevadamente desarrollados, hayan vivido
solamente en comunidades muy pequeñas y muy distantes unas de otras, que mantienen entre sí muy poco
contacto. Esto no es más que la impresión que he recibido leyendo el libro de Gurdjieff «Remarkable
Men I have Met».
Ouspensky estaba particularmente interesado en esto del esoterismo y en el tema afín de las Escuelas
Esotéricas. En «A New Model of the Universe», dice que estas escuelas permanecen ocultas a los ojos de
la humanidad común, pero que su influencia persiste ininterrumpidamente a través de la historia. Su
propósito hasta donde nosotros podemos comprenderlo, es doble: ayudar a las razas que han
retrogradado al barbarismo, y producir maestros. De acuerdo con la tradición, los siguientes personajes
históricos salieron de escuelas esotéricas: Moisés, Gautama el Buda, Juan el Bautista, Jesucristo,
Pitágoras, Sócrates y Platón, lo mismo que los más místicos: Orfeo, Hermes Trismegisto, Krishna y
Rama. Ouspensky incluye también en su lista de productos de las escuelas a los constructores de las
Pirámides y la Esfinge, algunos de los viejos alquimistas, los sacerdotes de los misterios griegos y
egipcios, los arquitectos de las catedrales góticas construidas en la Edad Media, y los fundadores de
ciertas Órdenes Sufíes y derviches.
Para mí, la idea de que las escuelas esotéricas y sus maestros habían sobrevivido la violencia y la
persecución de la humanidad, y habían podido transmitir su conocimiento en forma oral, durante un
período de varios millares de años, me resultaba difícil de aceptar o rechazar. Una cosa que podía
decirse en su favor era que explicaba lo que de otro modo hubiera sido extremadamente enigmático: la
repentina aparición en distintas épocas de la historia de maestros en la escena, quienes impartieron a un
pequeño séquito, doctrinas de naturaleza esotérica y luego murieron o se fueron a alguna otra parte;
hombres como Pitágoras, Apolonio de Tiana, Amonio Sacas (el maestro de Plotino) y Saint Martín «le
philosophe inconnu».
A esta lista de maestros podría agregarse muchísimos nombres más, incluyendo el del hombre cuyas
ideas estudiamos en este libro. Gurdjieff no era un hombre común, y era imposible estar mucho en su
presencia sin advertir eso. ¿Pero cómo y dónde había adquirido su conocimiento y su ser? En
«Remarkable Men I have Met» describe monasterios en los que vivió muchos meses, situados en partes
remotas e inaccesibles de Asia Central, y escribe también sobre antiguas Hermandades religiosas, y otras
viejas Órdenes religiosas; habiendo conocido a G., y leído además su libro, soy quizá menos escéptico
que lo que era antes en cuanto a la existencia de un pequeño centro esotérico compuesto de hombres más
altamente evolucionados.
Durante los últimos años de su enseñanza, Ouspensky volvió repetidamente sobre la cuestión que
tanto le interesaba, la existencia en alguna parte de genuinas escuelas esotéricas. Señalaba, lo que
indudablemente es cierto, que un hombre puede hacer muy poco por sí mismo, ya que en la vida todo está
dispuesto en forma de hacerle olvidar su aspiración. Pero en una escuela se encuentra a sí mismo
viviendo con gente a la que él no ha elegido, gente con quien a él le resultaría muy difícil vivir y trabajar.
Se crea por ese medio la tensión entre él y esas otras personas, de modo que constantemente se le
recuerda la necesidad que tiene de luchar contra sus identificaciones y sus emociones negativas. Además,
en una escuela tiene la inmensa ventaja de estar constantemente bajo la supervisión de un maestro que lo
ve más claramente que lo que él se ve a sí mismo.
Ouspensky decía que el trabajo en una escuela adopta tres formas:

1. Trabajo sobre uno mismo.


2. Trabajo con otra gente.
3. Trabajo para el propósito más grande de la escuela.

La Ley de Siete hace que sea necesario, que estas tres líneas de trabajo procedan en forma
simultánea, de modo que cada vez que una forma de trabajo se hace más lenta en un intervalo, recibe una
sacudida, de la actividad de las otras dos líneas de trabajo. Por ejemplo, cuando el trabajo sobre uno
mismo alcanza el intervalo mi-fa, puede impartírsele una sacudida adicional por parte de una o las dos
otras líneas de trabajo que se activen más. Al preguntársele qué se quería decir con la tercera línea de
trabajo, o «propósito más grande», Ouspensky contestó que esto iría haciéndose gradualmente visible a
los miembros mayores de la escuela, pero que era provechoso que todos pensaran en él desde el
comienzo. El maestro tiene una aspiración muy definida al hacerse cargo de todo el trabajo que realiza, y
les corresponde a todos los que se benefician con su trabajo, estudiar este propósito y ayudarlo en la
mejor forma que puedan. Como ya se ha dicho antes, Ouspensky nunca afirmó haber fundado una escuela.
Todo lo que siempre dijo sobre el punto fue, que sería muy útil para nosotros vivir tanto como nos fuera
posible bajo las condiciones de una escuela, y hacer estudios especiales de los métodos de las escuelas.
Al principio nos resultaba completamente imposible reproducir las condiciones necesarias en Londres,
pero en 1936 compramos una finca grande en Virginia Water, donde vivían muchos miembros del grupo,
en tanto otros llegaban durante los fines de semana. Esto nos permitió observarnos, viviendo en
ambientes desacostumbrados, donde teníamos que ocuparnos de tareas que no conocíamos y que, a
menudo, eran incompatibles con nosotros; de ese modo adquirimos un gran conocimiento de nosotros
mismos. Descubrimos, por ejemplo, hasta qué extremo éramos esclavos de nuestros propios cuerpos, y lo
esencial que era para nosotros estar menos sometidos a sus exigencias. Es cierto que las condiciones de
vida en Virginia Water eran mucho menos rigurosas que las que imperaban en el «Instituto para el
Desarrollo Armónico del Hombre» de G., pero eran lo bastante difíciles como para permitirnos vernos
en una cantidad de circunstancias capaces de ponernos a prueba, y en diferentes estados de fatiga, hambre
e irritación.
Ouspensky se refería en ocasiones a una escuela en la que estaba muy interesado, escuela que había
sido anteriormente establecida en Coblenz durante el verano, y que se mudó a Italia para los meses de
invierno. Parecía ser solo una escuela para pintores, pero él nos dijo que eso no era otra cosa, que la
fachada detrás de la cual se llevaban a cabo actividades mucho más importantes: V. gr., el estudio de
ideas de naturaleza esotérica.
También nos dijo que había razones para creer que, Ibsen y Alexis Tolstoi (primo de León, el
escritor) eran miembros de esta escuela, pero que Ibsen se había retirado posteriormente de ella. En su
obra «El Constructor», dio las razones que tuvo para hacerlo. Se recordará que el constructor le explica a
Elsa que ya no quiere más construir grandes catedrales y trepar a alturas de vértigo, sino que piensa
dedicarse en lugar de eso, a la construcción de casas modestas para hombres y mujeres comunes, y el
motivo por el que el maestro abandonara sus anteriores ideales, fue que sintió que tenía el deber de
cuidar de su enferma y desilusionada esposa.
Soy de opinión que Ouspensky, siempre esperó establecer contacto con alguna escuela, quizá con
alguna que funcionara en el Medio Oriente, pero tan grande fue la destrucción que en Europa hizo la
Guerra y la Revolución Rusa, que era muy improbable que ninguna escuela hubiera podido sobrevivir
allí.
Ouspensky quedó profundamente impresionado por los derviches Mevlevi cuando visitó sus
establecimientos en Constantinopla en el año 1908, y esperaba volver algún día para renovar sus
conversaciones con su sheik; pero poco tiempo después de su visita, Turquía empezó a occidentalizarse,
y en ese proceso los derviches Mevlevi fueron expulsados de Constantinopla. La idea de las escuelas
estaba constantemente presente en la mente de Ouspensky durante los últimos diez años de su trabajo en
Londres, y esa idea suya me fue claramente sugerida por una observación que me hizo, poco antes de la
publicación de su libro «A New Model of the Universe»:

«Sería muy interesante —dijo, con una estudiada calma que tenía un tinte de emoción—
que a través de este libro mío estableciéramos una vinculación con otras escuelas».

Su esperanza nunca se vio realizada.


Capítulo XIII
La religión
La actitud de Ouspensky hacia la enseñanza de G., era primordialmente la del científico y el filósofo,
y exigía de nosotros que evitáramos mezclar términos religiosos con lo que llamaba «el lenguaje del
sistema». Por ejemplo, cuando se hablaba del «Rayo de Creación», no debíamos sustituir el término
religioso «Dios» por la palabra filosófica «Absoluto», por muy tentados que nos sintiéramos de hacerlo.
Y Ouspensky estaba muy acertado al mantener la pureza del lenguaje del sistema, pues era un instrumento
excelente para la expresión de nuestros pensamientos. Adulterarlo con términos derivados de otros
sistemas de conocimiento, hubiera terminado en una falta de precisión, y en la confusión del pensamiento.
Pero la relación de la enseñanza de G. con otras de naturaleza francamente religiosa, era tan íntima
que aun cuando utilizábamos el lenguaje del sistema, nuestros pensamientos corrían con frecuencia en el
sentido religioso. Lo quisiéramos o no, las ideas psicológicas del sistema, habían revivido en nuestras
mentes recuerdos de los dichos de Cristo y Buda, y Madame Ouspensky reforzó esta tendencia de
nuestros pensamientos a desviarse en sentido religioso, al organizar lecturas los fines de semana de los
distintos libros sagrados de todas partes del mundo. Por un mes o dos estuvimos escuchando en la casa
de campo del «trabajo» en Lyne una traducción que ella había hecho de la Philokalia, la colección rusa
de los escritos de los primitivos padres cristianos, y nos quedábamos asombrados ante la visión
psicológica demostrada, por esos primeros cristianos, en las distintas etapas de la profundización de la
«identificación». Después, como un alivio de las austeridades de los monjes del desierto, disfrutábamos
de los sermones tan verdaderamente amables e infinitamente compasivos de Gautama Buda, y
descubríamos lo llamativas que eran las analogías entre sus palabras y las ideas que estudiábamos
durante el resto de la semana.
Venían después las lecturas de la fascinante colección de relatos, que se hallan en aquella obra del
genio Sufí, el Mathnawi de Jalal’uddin Rumi, historias que nos hacían reír de nuestras propias flaquezas,
y que eran casi idénticas a las que exhibían los absurdos tipos descritos en el libro. También se incluían
lecturas de Lao Tsé y el Tao en este simposio de lecturas dominicales, y cada vez penetraba más
fuertemente en nosotros la unidad subyacente de todas las grandes fes del Mundo.
Fue de las lecturas de Gautama Buda de donde surgió en mí ese interés que ha ido siempre en
aumento desde entonces: mi interés en la antigua literatura tradicional de la India. Los Vedas, los
Upanishads, y ese sublime comentario de los Upanishads: el Bhagavad Gita, se han convertido para mí
en las más grandes de las expresiones literarias del mundo, a la misma altura de los Evangelios
Cristianos. Y de ahí ha surgido a su vez la convicción de que dondequiera que miremos, todos estamos
dedicados a la búsqueda de la misma Verdad Eterna, esa Verdad a cuya luz, todas las otras formas de
conocimiento se ubicarán donde les corresponde y nos revelarán sus secretos.
Pero lo que usualmente no llegamos a ver es que aunque la verdad que estamos buscando es Eterna e
Inmutable, tiene que encontrar su expresión en el Tiempo, por medio de la mente del hombre y esto
significa a su vez que debe expresarse en muchas formas distintas. Por consiguiente puede considerarse
que las escrituras sagradas del mundo, están constituidas por dos elementos: uno Eterno e Inmutable, y el
otro transitorio, perecedero y dependiente del período y el lugar, en el que el elemento Eterno halle su
expresión. Lo que varía es solamente el vehículo en que se presenta la verdad: la Esencia eterna de las
grandes religiones es siempre la misma.
No es solamente la relación entre las distintas religiones, lo que la enseñanza de G. me ha aclarado
más, sino también la relación existente entre su enseñanza y la que se adquiere por la vía del monje. G.
jamás le reveló a ninguno de nosotros la fuente de su conocimiento, sino que solo hablaba en forma más
bien vaga de ciertas hermandades y monasterios en el corazón de Asia, que él había visitado en compañía
de otras personas.
También se refería con frecuencia a una banda de «buscadores de la verdad», que volvían a reunirse
después de sus andanzas, con el expreso propósito de juntar sus descubrimientos en forma tal, que
resultara conveniente para el consumo occidental. Y eso ¿podría estar mejor adaptado a las actuales
necesidades del hombre occidental, viviendo, como vive ahora, en una época científica, que el sistema de
conocimiento con que G. regresó después de sus reuniones a Rusia, y que enseñó a sus grupos de Moscú y
San Petersburgo? Se trata de un sistema perfectamente bien adecuado a las necesidades de hoy. Todas las
endurecidas doctrinas teológicas habían sido segregadas de él, y llevaba en su lugar todas las
reconfortantes galas del materialismo, pero de un materialismo que, examinado de más cerca, demostraba
ser completamente distinto del de la ciencia. Otra ventaja del sistema, es que difería tanto de la religión
institucional, que ni siquiera el más rabioso de los reaccionarios de la religión ortodoxa podría sentirse
ofendido por él, y sin embargo subían desde sus profundidades resplandores de las mismas Verdades
Eternas que brillan a través de las galas externas de la religión. No podría haberse elegido mejor
vehículo para su presentación a un mundo occidental intimidado por la religión, que el que fuera
diseñado por G. y sus compañeros buscadores.
Nunca había reaccionado yo contra el cristianismo ortodoxo, como muchos de mis compañeros, pero
los términos que emplea la religión, se habían vuelto tan desagradables y tan sucios, que yo vacilaba
antes de usarlos. Pronunciaba la palabra Dios en esas ocasiones tan raras, o cuando no había otro
remedio, en forma torpe y siempre como disculpándome, pues conjuraba en mi mente viejos cuadros de
escuela dominical de un viejo sheik judío enojado, con una larga barba igual a la que llevaban sus
esbirros, Moisés y su hermano Aarón. Menos aun ha servido la palabra, para esa emoción que es la
verdadera savia de vida de todas las religiones, la palabra amor. «Pregonada desde millones de púlpitos,
lujuriosamente canturreada desde millones de altoparlantes, se ha convertido en una injuria al buen gusto
y los sentimientos decentes». Comparto los sentimientos de Huxley respecto de esta desfigurada palabra
amor; y durante muchos años he evitado usarla. Pero dentro del sistema de Gurdjieff era un medio de
expresar ideas, que yo sabía que eran verdaderas sin tener que hacer uso de esa maltratada palabra, y
para mí, por lo tanto, G. ha actuado no solo como fuente de sabiduría, sino como el medio para hacerme
volver, luego de larga ausencia, a la religión.
La conclusión a la que hacía mucho tiempo había llegado, de que G. era de una naturaleza mucho más
religiosa que la de Ouspensky, quedó confirmada muchos años después, cuando conocí al primero en
París. Es cierto que en algunas ocasiones G. había formulado observaciones desdeñosas refiriéndose a
los sacerdotes, pero cuando lo hacía, los criticaba por sus defectos, y no por su vocación. Siempre
hablaba con respeto de los grandes conductores religiosos, llamándolos los Divinos Mensajeros de Dios.
También procedía de ese modo cuando hacía uso más libre de los conceptos, prácticas y símbolos de la
religión.

«Existen dos grandes errores —decía— en el enfoque popular de la religión».

«El primer error está en el fracaso de los hombres para comprender que la religión consiste en
“hacer” y no en “pensar”. Un hombre debe vivir su religión tan plenamente como esté dentro de
su poder hacerlo, pues de otro modo su religión no es más que una fantasía o una filosofía. Lo
queramos o no, ponemos en evidencia nuestra religión por nuestras acciones, y ese es el único
medio por el que somos capaces de revelarla».
«El segundo error reside en que el hombre no alcanza a comprender que su religión habrá de
depender del nivel de su ser, y que la forma de religión que más le conviene, no es forzosamente
la forma que más se adapta a las necesidades de otra persona».

De ahí el completo fracaso de la humanidad para ponerse de acuerdo en cuanto a las galas externas
de la religión.
Dos ejemplos habrán de ser suficientes para mostrar cómo la enseñanza de G. explicaba muchas
cosas de los evangelios que anteriormente poco o nada me importaban, siendo la primera de ellas la de la
muerte y el renacimiento. La creencia en la necesidad del renacimiento es común a todas las grandes
doctrinas del mundo, y es el origen del término hindú «el nacido dos veces».
En los Evangelios, Cristo le dijo a Nicodemo: «A menos que un hombre nazca otra vez no podrá ver
el Reino de Dios», y Nicodemo, que era un hombre número tres, que todo lo tomaba literalmente, quedó
apabullado ante esa declaración. No fue Nicodemo la única persona que encontró difícil este dicho, pues
para comprender qué es lo que se quiere expresar con la idea del renacimiento, hay que ligarla con otras
dos ideas: la del «despertar» y la de «morir para uno mismo». El Dr. Maurice Nicoll dice de estas tres
ideas, tan estrechamente vinculadas entre sí, lo siguiente:

«Cuando un hombre despierta, puede morir; cuando muere, puede nacer… “despertar”,
“morir”, “nacer”: son tres etapas sucesivas. Si se estudian con atención los Evangelios, se
verá que con frecuencia se hace referencia a la posibilidad de “nacer”; se hacen distintas
referencias a la necesidad de “morir”; y hay muchas más a la necesidad de “despertar”».
(Maurice Nicoll, «Psychological Commentaries on the Teaching of Gurdjieff and Ouspensky»,
Vol. I).

1. Despertar para uno mismo y ver los millares de diminutas identificaciones que lo esclavizan a uno
es el primer requisito.
2. Morir a esta multitud de identificaciones y también a los muchos falsos «yoes» creados por la
imaginación es el segundo requisito.
3. Nacer de nuevo es el tercero, y en el léxico del sistema de G., nacer de nuevo acarrea consigo el
crecimiento de la esencia y la formación de un «yo» permanente y real.

Esta doctrina de la muerte y el renacimiento en una nueva forma, era parte de una enseñanza que
existía muchísimo tiempo antes de la venida de Cristo. Existen buenas razones para creer que los
iniciados en las ceremonias de los misterios que se celebraban tanto en Eleusis como en la Isla de Filas
en el río Nilo, simbolizaban las ideas de la muerte y el renacimiento, llevando en las manos granos de
trigo. Estas semillas debían ser arrojadas a la tierra, donde, a todo fin y propósito, morían como semillas
antes de que les fuera posible renacer en un nuevo mundo en su nueva forma de brotes verdes y
vigorosos.
El segundo tema religioso sobre el que la enseñanza de G. arrojó nueva luz para mí fue el de la
oración. Antes de conocer el trabajo, me parecía que la oración era apenas un poco más que pedirle al
Todopoderoso favores a los que de ningún modo tenía derecho. Fue por lo tanto con particular interés que
esperé la respuesta de Ouspensky a la pregunta: «¿Son contestadas alguna vez las oraciones?». En lugar
de recurrir, como yo esperaba, a un terminante «sí» o «no», contestó:

«Depende de la oración. G. nos enseñó que tenemos que aprender a orar exactamente como
tenemos que aprender a hacer todas las cosas, La mayor parte de las oraciones no son otra
cosa que pedidos para que dos y dos sumen cinco, en lugar de sumar, como de costumbre,
cuatro; en otras palabras: que las acciones de un hombre no produzcan el resultado
acostumbrado. Pero —agregó Ouspensky— cualquiera que sepa cómo hay que orar y mantenga
su atención fija en su oración, ese hombre habrá de obtener lo que haya pedido».

Maurice Nicoll nos ayudó a comprender la naturaleza y la función de la oración desde el punto de
vista de la enseñanza de G., en «The New Man» dice que los Evangelios nos enseñan que en el mundo
espiritual e invisible, existen niveles más altos y más bajos, que son distintos entre sí, y están dispuestos
en un orden de «arriba» y «abajo». «El de abajo no está en contacto directo con el de arriba, del mismo
modo que el piso más bajo de la casa no está en contacto con el superior. Y así, para alcanzar lo que está
arriba, se presentan muchas dificultades en el camino, que lo hace aparecer como si hubiera mala
disposición de parte del nivel superior para responder al inferior. No es una cuestión de mala gana… El
hombre tiene que persistir en su oración, en su propósito, en su pedido; tiene que seguir, a pesar de que
no se le conteste… Como dice Cristo:

«“tiene que orar continuamente y no desfallecer”. Para orar —para entrar en contacto con
un nivel superior— un hombre tiene que saber y sentir que no es nada en comparación con lo
que está por sobre él».

Nicoll hace también un comentario interesante sobre las muy exactas instrucciones que les dio Cristo
a sus discípulos sobre la forma de orar:

«Pero tú, cuando oras, entra en tu cámara íntima, y cerrando la puerta ora a tu Padre que
está en secreto, y tu Padre que ve en secreto te habrá de recompensar». (Mateo VI, 5,6).

Según Nicoll, «entrar en tu cámara íntima y cerrando la puerta…», es penetrar en el recinto más
íntimo de nuestro ser, y habiéndole cerrado la puerta a todas las distracciones, orar desde ese lugar
pequeño, íntimo, de nosotros mismos, que es la única parte de uno capaz de comunicarse con algo que
está en un nivel superior, o de recibir algo de éste. El lado externo, mundano, de un hombre, la parte que
finge, la que generalmente está presente en él, es totalmente incapaz de orar.
Pero una dificultad teórica se interpone en el camino que nos lleva a recibir ayuda del nivel más alto,
Al describir el Rayo de Creación, Ouspensky señaló que es imposible para el Absoluto interferir en los
acontecimientos que ocurren en un nivel inferior sin destruir toda la maquinaria interviniente entre Él
Mismo y ese nivel inferior. ¿Cómo puede haber, por lo tanto, una respuesta directa desde arriba, a una
oración que viene desde tan abajo como la Tierra? Esta dificultad ya no me perturba más, pues no espero
establecer contacto, cuando rezo, con una Inteligencia tan sublime como la del Ser Supremo. Tampoco
siento que esto sea necesario para mí. Me basta con saber que en este Universo existe una jerarquía de
seres superiores, con quienes me resulta posible comunicarme en ciertas ocasiones, y cuando este
sublime acontecimiento tiene lugar, cuando he podido llegar a acercarme más a una inteligencia que está
en un nivel superior al mío, entonces mi oración ya ha sido contestada.
G. decía que uno tiene que saber orar, y Jacob Boehme nos dice en «The Signature of all Things»,
cómo hay que encarar la oración. Sus instrucciones están dadas en forma de conversación entre un
discípulo y su Maestro:

«Señor, ¿cómo puedo llegar a la vida suprasensual, de modo que pueda ver a Dios; y pueda oír
hablar a Dios?», pregunta el discípulo.
Contestó el Maestro diciendo: «Hijo, cuando puedas arrojarte dentro de aquello donde no mora
criatura alguna aunque sea por un solo instante entonces escucharás lo que Dios habla».
Discípulo: ¿Eso donde no mora criatura alguna está al alcance de la mano; o está muy lejos?
Maestro: Está dentro de ti, y si tú puedes, hijo mío, dejar por un rato de pensar y querer, entonces
oirás las inexpresables palabras de Dios.
Discípulo: ¿Cómo puedo oírlo hablar a Él, cuando dejo de pensar y de querer?
Maestro: Cuando te quedes quieto sin pensar en el yo, y tener voluntad personal; cuando tanto tu
intelecto como tu voluntad estén quietas y pasivas a la impresión de la Palabra y el Espíritu
Eternos; y cuando tu alma cobre alas que te lleven por encima de lo que es temporal, los sentidos
externos, y la imaginación quede encerrada por la abstracción sagrada, entonces el oír, el hablar
y el ver eternos te serán revelados.

Si queda alguna duda en cuanto a la necesidad de detener el «pensamiento y la voluntad personales»,


cuando se trata de orar, la confirmación de Meister Eckhart ayuda a disiparla:

«La oración más poderosa, trabajo casi omnipotente y digno entre todos, es el resultado de
una mente serena. Mientras más tranquila esté, más poderosa, más merecedora, más profunda,
más elocuente y más perfecta será la oración. Todas las cosas le son posibles a la mente
tranquila. ¿Qué es una mente serena? Una mente serena es aquella a la que nada le pesa ni le
preocupa, la que libre de toda atadura y toda búsqueda de si misma, está totalmente mezclada
con la Voluntad de Dios, y muerta a la propia». (The Works of Meister Eckhart, en la
traducción de C. de B. Evans).

G. adelanta una idea novedosa e interesante en su libro «All and Everything», que puede llamarse la
teoría de la Conciencia Sepultada. Dice que en un tiempo el hombre estaba en comunicación directa con
niveles más altos de pensamiento y sentimiento, gracias a que poseía, en esos tiempos, una Conciencia
Real y Objetiva, pero que ahora ha perdido contacto con todo lo que está sobre él. Su pérdida de
contacto con niveles superiores, se debe en gran parte al hecho de que su Conciencia Objetiva se ha
sumergido en las regiones subconscientes de su mente, de modo que no ejerce ya más ninguna influencia
en su vida diaria. Como sustituto de esta Conciencia Sepultada, ha desarrollado una conciencia artificial
y subjetiva, la que ha prescripto distintos códigos de conducta en diferentes periodos de la historia y en
distintas partes del mundo. Pero si el hombre quiere desarrollarse, tiene que ingeniarse para despertar la
Conciencia Real que duerme dentro de él, y este despertar es muy difícil y tiene que realizarse por
etapas. Todo trabajo, incluyendo este Despertar de la Conciencia, comienza en el Centro Intelectual, con
la adquisición de nuevas actitudes y formas de pensar, pero la parte emocional del Centro Intelectual es
demasiado débil para contrarrestar al díscolo Centro Emocional, y es dudoso que esta tarea de despertar
a la Conciencia pueda realizarse, de no ser por el hecho de que la Conciencia Real está cerca del Centro
Emocional Superior que comienza a prestar ahora su ayuda más poderosa.
Hablando a sus grupos rusos originales, G. les dijo una vez que toda verdadera religión está
constituida por dos partes:

1. Una de esas partes enseña qué hay que hacer. Esta parte se transforma en conocimiento común, y con
el transcurso del tiempo se deforma y aparta de su forma original.
2. La otra parte enseña cómo hay que hacer lo que ha sido determinado por la primera parte.

Esta parte era mantenida en secreto en escuelas especiales, y con su ayuda siempre fue posible
rectificar lo que se había deformado en la primera parte, y restituir lo que se había olvidado. Esta parte
existía tanto en el cristianismo como en otras religiones, y nos enseñaba cómo realizar los preceptos de
Cristo, y cuál era su verdadero significado.
De lo que antecede, podemos darnos cuenta de cuál fue la verdadera actitud de G. hacia el
cristianismo, y si alguna duda queda todavía sobre este punto, habrá de disiparse con la respuesta que él
le dio a alguien que le formuló la siguiente pregunta:
«¿Cuál es la relación entre la enseñanza que usted expone, y el cristianismo tal como lo
conocemos?», a lo que G. respondió:

«Yo no se qué sabe usted sobre el cristianismo. Sería necesario hablar muchísimo y durante
largo tiempo para poder aclarar qué es lo que usted entiende con ese término. Pero para
beneficio de los que ya saben, les diré que, si quieren, éste es cristianismo esotérico».

Algunos lectores deben disgustarse ante la idea misma de que exista una cosa tal como el cristianismo
esotérico. Se ha dicho con frecuencia que el cristianismo no posee secretos de ninguna clase, y que la
humanidad puede aceptar o rechazar su mensaje. Siempre he oído decir que los Evangelios son libros
sencillos, y que resultan comprensibles para todo el mundo. A todos los que piensan de ese modo, la idea
de que existió alguna vez una cosa tal como los misterios cristianos, les resultará repelente, y sin
embargo el término «Los misterios de Jesús» era muy familiar a los cristianos que vivieron en los
primeros dos siglos. Muchas de las ceremonias y formas de culto utilizados en esos tiempos por la
Iglesia Cristiana, eran ceremonias y rituales que habían sido tomados de lo que ahora llamaríamos
paganismo. La primitiva iglesia cristiana fue una gran pedigüeña, y el antiguo Egipto contribuyó en gran
medida a sus servicios. La religión en Egipto siempre estuvo vinculada con los «misterios», y la idea de
que el Cristianismo es una religión sencilla, comprensible hasta para el nivel de inteligencia más inferior,
es una idea comparativamente moderna, una idea que fue promovida por los protestantes en tiempos de la
Reforma. Pero los primeros Padres cristianos tenían una opinión completamente distinta del
Cristianismo. San Clemente de Alejandría no albergaba dudas de que existía un lado oculto del
Cristianismo, como también otro lado que quedaba abierto al público, y hablaba con considerable
acaloramiento sobre este tema. Después de referirse a los misterios cristianos dijo:

«Aun ahora temo, como se dice, “arrojar perlas a los cerdos”, por miedo de que las pisen
con sus patas, y se vuelvan y nos hagan pedazos. Pues es difícil exhibir las palabras realmente
puras y transparentes respecto de la luz verdadera, a oyentes cochinos y mal dispuestos».

Durante el año 1949 hubo lecturas en el departamento de París, del manuscrito de G., «All and
Everything», y se nos dijo a algunos de nosotros que G, atribuía especial importancia a los capítulos en
donde se describe la misión del Divino Mensajero Ashyata Sheyimash al planeta Tierra. Se dijo, y creo
que con verdad, que G. reconocía una estrecha relación entre los métodos que él empleaba, y los que
utilizaba Ashyata Sheyimash. En «All and Everything», G. describe cómo antes de dar comienzo a su
misión ante la humanidad, Ashyata Sheyimash meditó durante cuarenta días sobre la forma que debía dar
a su mensaje. Por fin decidió que los habitantes de la Tierra entendían tan mal la naturaleza verdadera de
la Fe, el Amor y la Esperanza —los tres grandes principios que habían sido utilizados por todos los
maestros religiosos anteriores— que sería completamente inútil que él volviera a emplearlos una vez
más. Pero afortunadamente sobrevive todavía en el inconsciente del hombre algo verdadero y sin mancha,
es decir, el «sagrado ser impulso de la Conciencia», que permanece intacto, gracias al hecho de que está
muy profundamente enterrado en el inconsciente del hombre, protegido de los malos pensamientos y los
malos sentimientos. Por lo tanto Ashyata Sheyimash apeló a la Conciencia Sepultada del hombre, con el
resultado de que en muchos de sus oyentes se despertó este impulso del sagrado ser, y comenzó a
participar de… esa conciencia por medio de la cual fluye su existencia despierta. (G. Gurdjieff, «All and
Everything»).
La humanidad está ahora en una situación crítica en lo que se refiere a la religión. Todas las
religiones se basan en la creencia de que el individuo es lo más importante, pero dos gigantescos Poderes
Mundiales desafían ahora a estas doctrinas y tales poderes afirman que lo cierto es lo opuesto de esto, y
que el individuo existe solamente en beneficio de la comunidad, como la hormiga existe solamente en
beneficio del hormiguero, y la abeja de la colmena. He allí una doctrina que es incompatible con todas
las creencias religiosas que difieren de las de esa seudoreligión del comunismo que la proclama
doctrina, que se está extendiendo en el momento en que un gran historiador nos asegura que las
perspectivas de los poderes occidentales son muy pobres, a menos que se produzca una reactivación
espiritual. De acuerdo con Arnold Toynbee, solo esto será capaz de resolver nuestras dificultades y de
unir a las naciones del mundo. Ahora bien; si estamos de acuerdo con el veredicto de este historiador,
tenemos también que aceptar con él que es sumamente improbable que el mundo sea alguna vez
conquistado y unido por alguna de las creencias religiosas, sean éstas la Cristiana, la Islámica, el
Hinduismo o el Budismo. Esta esperanza, que fue alguna vez resueltamente sostenida por cristianos y
mahometanos, tiene que ser ahora abandonada.
Pero esto no excluye la posibilidad de un resurgimiento religioso de otra especie, pues las religiones,
en el sentido más amplio en que Toynbee emplea la palabra, pueden adoptar muchas formas, y sería
erróneo que la expansión de una de las antiguas creencias del mundo, pudiera ser el único remedio para
nuestras actuales enfermedades. G. señalaba que existen varios caminos para la evolución humana.
Existen hombres a quienes el camino del monje podría parecerles un sendero inconveniente hacia la
perfección, posibilidad ésta que ha sido más ampliamente reconocida en Oriente que en Occidente. Por
tal razón se proporcionan distintas especies de yoga para diferentes tipos de hombres; para los religiosos
el Bhakti Yoga; el Jnana Yoga, o Yoga del conocimiento para el hombre de tipo filosófico; el Karma
Yoga para el activo, y el Raja Yoga para el contemplativo. Todos estos son reconocidos como caminos
hacia la perfección, y en el Bhagavad Gita, Krishna promete que cualquiera sea el camino elegido,
siempre que se lo siga con devoción y sinceridad, al final llevará a la misma meta:

«Si ustedes no pueden absorberse en mí, entonces conságrense a obras que me satisfagan.
Pues trabajando solamente por mí podrán ustedes lograr la perfección. Si no pueden hacer ni
siquiera esto, entonces sométanse a mí totalmente. Controlen las lujurias de su corazón y
renuncien a los frutos de todas las acciones».(En esta forma aconseja Krishna a Arjuna).

Se habrá notado que hay elementos de todas estas clases de Yoga en el método de desarrollo descrito
en esta obra, y el acento, colocado sobre cada uno de estos elementos, variará de acuerdo con el tipo de
persona de que se trate. Ningún lector se acerca a éste, ni a ningún otro libro, con mente amplia, sino con
una mente que ha estado previamente sujeta a muchos años de condicionamientos. Su reacción frente a la
enseñanza de Gurdjieff dependerá, por ello, no de las impresiones del momento, sino de una cantidad de
factores de su pasado condicionamiento. Dependerá, entre otras cosas, de su nacionalidad, de si es
occidental u oriental, de su educación, de su crianza, y de mil y una influencias a las que ha estado
expuesto anteriormente ¿Cómo puede una mente que ha estado soportando tanto condicionamiento previo,
considerar cualquier cosa con criterio fresco y sin prejuicios? Evidentemente es imposible para
cualquiera de nosotros opinar sobre lo que leemos de otra forma que no sea a través de creencias, ideales
y experiencias pasadas.
Tampoco puede una aceptación intelectual de ciertos nuevos ideales, por nobles que sean, tener un
efecto radical o duradero sobre una persona. Los ideales existen solo en la mente, y agregar algunos a los
que se han recogido, no es otra cosa que continuar la línea de nuestro pensar, desde el pasado hasta el
futuro.
Todo lo que está sucediendo en realidad, es que está vistiéndose con un traje nuevo a un individuo
que sigue llevando el mismo viejo cuerpo y la misma cara vieja. Para producir en nosotros un cambio
radical y duradero, se requiere algo mucho más revolucionario que estos agregados superficiales.
Estamos aprisionados dentro de nuestras propias mentes, y por mucho que las extendamos, y por mucho
que las adornemos, seguiremos permaneciendo dentro de sus muros. Si es que alguna vez podemos
escapar de nuestras prisiones, el primer paso que demos será percibir cuál es nuestra verdadera
situación, viéndonos al mismo tiempo a nosotros mismos como realmente somos, y no como imaginamos
que somos. Esto puede hacerse, manteniéndonos en un estado de conocimiento pasivo, un estado en el que
la limitación de la mente y del yo aprisionado, se ven y se sienten al máximo. Pero al llegar a este punto
tenemos que ponernos en guardia. Cuando, probablemente por primera vez en nuestra vida, nos
percatamos de nuestra propia pequeñez, nuestra vanidad, nuestro egoísmo, nuestra indiferencia hacia los
demás y nuestra codicia, nos lanzamos a explicar, a juzgar, a condenar, o a excusar las cosas que han sido
expuestas, y de ese modo nos identificamos de inmediato con ellas. Reacciones mecánicas como éstas
tienen que ser dejadas de lado en forma tranquila, pero firme; pero solo cuando hemos dejado de
condenar o de justificar, y somos capaces de aceptarnos a nosotros mismos tal como somos, solo
entonces puede aparecer algo proveniente de un nivel superior. Si podemos ingeniarnos para
reconocernos en nuestra totalidad sin hacer ningún comentario y sin mencionar siquiera lo que hemos
visto, entonces una desacostumbrada quietud puede descender sobre nosotros, en la cual queda
trascendido el estrecho yo de nuestra vida diaria, y desaparecen los muros de nuestra prisión. Es en ese
momento de quietud interior, de libertad recién revelada, de realzado ser, cuando hace sentir su presencia
algo que tiene una naturaleza mucho más real. Tal vez hemos estado buscando la verdad toda nuestra
vida, o pidiendo que nos dirigiera algún maestro de quien creemos que sabe mucho más que nosotros,
pero no hemos podido encontrar lo que buscábamos y ahora, en este momento tranquilo, como ya estamos
preparados para la verdad y hemos trascendido lo que hasta ahora se erguía entre la verdad y nosotros, la
verdad se acerca a nosotros sin que la invitemos, confiriéndonos también felicidad con su mágico toque.
Una cosa es meditar solo, en el corazón del bosque o a solas en nuestra habitación, pero la
experiencia nos demuestra que otra cosa muy distinta es mantener este estado de tranquila vigilancia en
compañía de nuestros semejantes; y esto es lo que los maestros del Cuarto Camino exigen a los que los
siguen. Aquellos que persiguen este sendero no son monjes o anacoretas que le han dado la espalda al
mundo, sino hombres y mujeres completamente comunes, que usan en forma especial la materia prima de
la vida. No es debajo del árbol Bodhi sino en el espejo de nuestras relaciones con la gente, los animales,
la propiedad y las ideas, donde nosotros, la gente común, estamos mejor capacitados para echar una
mirada sobre nosotros mismos con mayor claridad. Es un trabajo difícil el que ocupa a los que siguen la
enseñanza de Gurdjieff, pero es esencial para el logro del conocimiento de sí mismo, y si es que hay más
sabiduría en un dicho que en otro, ésta se encuentra seguramente en aquella vieja orden: Conócete a ti
mismo. Este estudio de la enseñanza de Gurdjieff empezó con esas palabras, y es con ellas que termina.
Capítulo XIV
Las máximas de Gurdjieff
Gurdjieff tenía la capacidad de expresar tanto en algún dicho categórico, que el eco de sus palabras
seguía resonando durante mucho tiempo en los oídos de los que lo escuchaban. Sus máximas no
adoptaban usualmente la forma de aforismos pulidos, pues, aun cuando estaba familiarizado «con muchos
idiomas extranjeros, no dominaba ninguno de ellos», y estaba siempre preparado para divertirse a costa
de lo que calificaba de «lenguaje literario de bon ton». Es cierto que algunas de sus frases se hicieron
memorables, principalmente por el lenguaje familiar que empleaba, como aquel dicho suyo que
Ouspensky cita con frecuencia: «Para conocer todas las cosas es necesario conocer solamente un poquito,
pero para conocer ese poquito es necesario conocer muchísimo».
Muchísima de la fuerza que tenían las máximas de Gurdjieff, les era impartida por el hombre que las
pronunciaba, y esta fuerza está ausente de la palabra escrita.
Sin embargo pese al debilitamiento que sus dichos habrán de soportar al imprimirlos, he creído que
vale la pena asentar algunos de ellos en este capítulo final.
Si me fuera posible presentarlos con una corta y elocuente descripción del hombre que las pronunció,
y cuya presencia hacía tan fuerte impacto —no precisamente favorable— sobre todos los que se ponían
en contacto con él, lo haría, pero nunca he leído una descripción de él que pueda considerarse ajustada.
No intentaré, por lo tanto, trazar un cuadro exacto de un hombre tan difícil de retratar como George
Ivanovich Gurdjieff.
Sus máximas se bastan a sí mismas.

Aforismos de la Casa de Estudios del Chateau du Prieuré en Fontainebleau, en el que


Gurdjieff fundó su «Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre».

1. Es preferible ser transitoriamente egoísta, que no ser nunca justo.


2. Solo el sufrimiento consciente tiene valor.
3. Al hombre se le da una cantidad limitada de experiencias: si es económico con ellas, se le alargará
la vida.
4. Entérate de que esta casa es de valor solo para aquellos que han reconocido que no son nada, y
creen que es posible cambiar.
5. Aquí solo podemos guiar y crear condiciones pero no ayudar.
6. Recuerda que aquí el trabajo no se hace por el trabajo mismo, sino como un medio.
7. Que te guste lo que no gusta.
8. El amor consciente provoca lo mismo en respuesta.
9. El amor emocional provoca lo opuesto.
10. El amor físico depende del tipo y la polaridad.
11. La fe de la conciencia es libertad.
12. La fe del sentimiento es esclavitud.
13. La fe del cuerpo es estupidez.
14. La esperanza de la conciencia es fuerza.
15. La esperanza del sentimiento es cobardía.
16. La esperanza del cuerpo es enfermedad.
17. Solo puede ser imparcial aquel que es capaz de colocarse en la posición de otros.
18. Solo podemos luchar para ser capaces de ser cristianos.
19. Amo a quien ama el trabajo.
20. Juzga a otros de acuerdo a ti mismo, y rara vez te equivocarás.
21. Considero lo que otros piensan de ti, no lo que dicen.
22. Si no eres crítico por naturaleza, es inútil para ti que permanezcas aquí.
23. Quien se haya librado de la enfermedad de «mañana», tiene la posibilidad de alcanzar lo que vino a
buscar aquí.
24. Si ya sabes qué es erróneo y lo haces, cometes un pecado que es difícil de redimir.
25. El medio principal para alcanzar la felicidad en esta vida, es la habilidad para considerar
exteriormente, jamás interiormente.
26. Uno de los motivos más fuertes del deseo de trabajar en sí mismo, es darse cuenta de que uno puede
morir en cualquier momento: solo que primero hay que tomar conciencia de esto.
27. El hombre queda renovado no por la cantidad, sino por la calidad del sueño. Duerme poco sin
lamentarlo.
28. Lo más elevado que puede alcanzar un hombre es poder hacer.
29. Aquí no hay ni ingleses, ni rusos, ni judíos, ni cristianos, sino solo aquellos que persiguen un
propósito: ser capaces de ser.
30. Toma la comprensión de Oriente y el conocimiento de Occidente, y luego busca.
31. Solo aquel que cuida la propiedad de los demás, puede tener la propia.
32. Recuérdate a ti mismo siempre y en todas partes.
33. Un hombre bueno ama a su padre y a su madre.
34. Ayuda solamente a aquel que lucha por no estar ocioso.
35. No ames al arte con tus sentimientos.
36. Respeta a todas las religiones.
37. No juzgues a nadie de acuerdo con lo que de él te cuentan.
38. Bendito es aquel que tiene un alma.
39. Bendito es aquel que no tiene ninguna.
40. Llanto y pena para aquel que la tiene en embrión.
41. A peores condiciones de vida, mayor posibilidad de trabajo productivo, siempre que trabaje usted
conscientemente.
42. La energía que se gasta en un trabajo interior activo, es transformada inmediatamente en nueva
energía; la que se gasta en trabajo pasivo, se pierde para siempre.
43. Practique primero el amor sobre los animales; ellos reaccionan mejor y más sensiblemente que los
hombres.

Agrego aquí unas máximas de Gurdjieff, la mayor parte de las cuales han sido extractadas
de relatos en las reuniones celebradas por él en Londres y Norteamérica entre los años 1921
a 1924.

Hay una sola clase de magia y es «hacer».


Toda energía que se gasta en trabajo consciente es una inversión; la que se gasta mecánicamente se
pierde para siempre.
Debemos destruir nuestros «paragolpes». Los niños no tienen; de modo que debemos transformarnos
en niños pequeños.
Atraemos fuerzas de acuerdo con nuestro ser.
La humanidad es la punta de los nervios de la tierra, a través de los cuales se reciben las
vibraciones planetarias para su transmisión.
Todo lo que hay en el universo tiene su lugar en una escala.
Ninguna energía se pierde jamás en el esquema cósmico.
Una vigésima parte de nuestra energía va a los centros emocional e instintivo.
La autorecordación es una lámpara que debe ser mantenida encendida por la energía de esos dos
centros. Nuestro centro pensante no es realmente un centro, sino un aparato para juntar impresiones.
El aparato formatorio se parece a una dactilógrafa a sueldo, que trabaja para una firma y dispone de
una cantidad de respuestas estereotipadas para las expresiones externas. Envía respuestas impresas
a otros centros que son los directores de la firma, y que se sienten extraños entre sí. Con frecuencia
se envían respuestas equivocadas, pues la dactilógrafa está dormida o es haragana.
En el sueño profundo todas las comunicaciones entre los centros están cerradas.
Nuestro sueño es malo, porque no anulamos líneas de comunicación.
Tenemos ángeles buenos y malos. Los ángeles buenos trabajan por la vía de nuestra naturaleza
activa, voluntaria; y los malos por nuestra naturaleza pasiva.
El señor Amor Propio y la señora Vanidad son los dos agentes principales del diablo.
No se sienta afectado por las cosas externas. Por sí mismas son inofensivas; somos nosotros los que
les permitimos que nos hagan daño.
Nunca llegamos al límite de nuestra fuerza.
Si hacemos lo que nos gusta hacer, somos recompensados de inmediato por el placer de hacerlo. Si
hacemos lo que no nos gusta hacer, la recompensa habrá de venir más tarde. Es una ley matemática,
y toda vida es matemática.
El hombre es un símbolo de las leyes de la creación; hay en él evolución, involución, lucha,
progreso y retrogresión, lucha entre positivo y negativo, activo y pasivo, sí y no, bien y mal.
Los hombres tienen más altamente desarrolladas sus mentes, y las mujeres sus sentimientos. Cada
uno de por sí no puede ser nada. Piense lo que siente y sienta lo que piensa. La fusión entre los dos
produce otra fuerza.
Para algunas personas la religión es útil, pero para otras, solamente un policía.
Somos ovejas a las que se nos mantiene para que proveamos de lana a nuestros amos, quienes nos
alimentan y nos mantienen esclavos de la ilusión. Pero tenemos oportunidad de escapar y nuestros
amos están ansiosos de ayudarnos, pero nos gusta ser ovejas. Es cómodo.
Aquel que puede amar puede ser, quien puede ser, puede hacer, quien puede hacer, es.
La sinceridad es la clave del conocimiento de sí mismo, y ser sincero con uno mismo acarrea gran
sufrimiento.
El sueño es muy cómodo, pero despertar es muy amargo.
La voluntad libre es la función del Maestro dentro de nosotros. Nuestra «voluntad» es la supremacía
de un deseo sobre otro.
El arte oriental tiene una base matemática. Es una escritura que tiene un contenido interno y otro
externo. En Persia hay una habitación en un monasterio que lo hace llorar a uno, debido a las
combinaciones matemáticas de diferentes partes de su arquitectura. El arte verdadero es
conocimiento y no talento.
Un hombre ordinario no tiene «Maestro». Está gobernado, ora por la mente, ora por los
sentimientos, y luego por el cuerpo. A menudo el orden proviene del aparato automático, y con más
frecuencia aun recibe órdenes del centro sexual. La verdadera voluntad puede solamente aparecer
cuando un «Yo» gobierna, cuando hay un dueño en la casa.
La moralidad es un palo con dos extremos; puede ser vuelto de un lado o del otro.
Desde los tiempos en que el hombre empezó a vivir sobre la tierra, desde la época de Adán en
adelante, empezó a formarse dentro de él, con la ayuda de Dios, de la Naturaleza, y de todo lo que
lo rodea, un órgano cuya función es la conciencia. Todos los hombres tienen este órgano, y
quienquiera que sea guiado por él, vive automáticamente de acuerdo con los mandatos de Dios.
Si nuestras conciencias estuvieran limpias y no enterradas, no habría necesidad de hablar de
moralidad, pues consciente o inconscientemente, todos se comportarían de acuerdo con los
mandamientos de Dios. Desgraciadamente, la conciencia está cubierta por una especie de corteza,
que solo puede ser atravesada por un sufrimiento intenso; después habla la conciencia. Pero luego
de un tiempo el hombre se aplaca, y una vez más el órgano queda cubierto y enterrado.
Mejor que se olvide de la moralidad. Las conversaciones sobre moralidad son simplemente charla
vacía. Su aspiración es la moralidad interior.
La moralidad exterior es diferente en todas partes.
Uno debiera comprender, y establecer como regla firme, que no hay que prestar atención a las
opiniones de los demás. Uno tiene que estar libre de la gente que lo rodea, y cuando sea libre por
dentro, estará libre de ellos.
Estar justo en el momento de la acción, es cien veces más valioso que estar justamente después.
Para obtener algo verdadero, es necesaria una larga práctica. Trate de realizar primero cosas chicas.
Hay dos clases de «hacer» —la automática—, y hacer lo que uno «quiere». Tome una cosa chica
que usted «quiera» hacer y no pueda, y haga de ella, su Dios. No deje que nada interfiera. Si usted
«quiere», puede. Sin desear, nunca «podrá». El «deseo» es la cosa más poderosa del mundo.
Aguantar las manifestaciones de otros es una gran cosa. La última cosa para un hombre.
En el río de la vida el sufrimiento no es intencional. En la vida consciente el sufrimiento es
intencional, y tiene gran valor.
Para poder amar, uno tiene que olvidar primero, todo lo que sabe sobre el amor. Haga de eso su
aspiración, y busque quién lo dirija. Tal como somos, no podemos de ninguna manera amar.
Hasta que un hombre no se despoje de sus coberturas, no podrá ver.
KENNETH MACFARLANE WALKER (1882-1966) fue un autor británico y urólogo. Entre muchos otros
libros que escribió:

El Registro del Arca con Geoffrey Boumphrey en 1923.


Viaje Largo de la Vida.
Un estudio de las Enseñanzas de Gurdjieff.

Walker también escribió el libro «Significado y Propósito», un análisis de las principales teorías
científicas de los últimos cien años y su impacto sobre el pensamiento religioso y la creencia, en 1944,
dirigida a cuestionar la integridad de la teoría de la selección natural y evolución de «Charles Darwin»,
así como la evaluación de los descubrimientos científicos más relevantes en el momento de su
publicación y su efecto en la población general.
Estudió las ideas y métodos de G.I. Gurdjieff con P.D. Ouspensky y cuando éste murió en 1947 visitó al
mismo Gurdjieff en París. Contribuyó con piezas elaboradas para Picture Post, una publicación muy
popular, y fue referido por un amigo como «El Sabio de Picture Post». Llevó a cabo grupos de estudio en
la Sociedad de Gurdjieff en Londres. Entre sus libros están «Un estudio de las enseñanzas de Gurdjieff»,
y «Venture with ideas». Su estilo de escritura es simple y directa.
Walker fue educado en la Escuela Leys y Caius College de Cambridge.
Notas
[1] Traducido al castellano con el título: «La Flecha en el Blanco». <<
[2] En la filosofía de Plotino encontramos la idea de dos movimientos contrarios: un impulso creador

hacia abajo del Absoluto y una ascensión hacia la fuente de todas las cosas. <<
[3] Platón sostenía que la religión tiene que ser mitológica en sus primeras etapas, y que la educación

tiene que empezar con símbolos inadecuados. <<

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