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Radonich, Martha y Trpin, Verónica. 2013.

“Mujeres migrantes en la organización de


territorios rurales en el Alto Valle de Río Negro. En Karasik, G. (coord.). Migraciones
internacionales. Reflexiones y estudios sobre la movilidad territorial contemporánea.
Buenos Aires: Ciccus.

Introducción
El Alto Valle de Río Negro, localizado en el norte de la Patagonia 1, se ha
caracterizado desde comienzos del siglo XX por ser una zona productiva destinada a la
fruticultura. Esta actividad se basó históricamente en los pequeños productores que junto a su
familia, absorbieron la puesta en producción y mantenimiento de las diferentes tareas rurales.
Sin embargo, la época de cosecha de peras y manzanas no pudo sostenerse con la mano de
obra familiar y la contratación de trabajadores temporarios fue una tendencia que se consolidó
junto al proceso de expansión y auge de la fruticultura, hacia mediados del siglo XX.
La mano de obra que se empleó en la fruticultura desde sus inicios -primero de modo
temporaria y luego efectiva y estacional- era de origen extra-regional, mayoritariamente de
origen chileno. En la zona estudiada, este flujo migratorio se caracterizó por la presencia de
de hombres que se movilizaban desde Chile solos o con su grupo familiar para la cosecha de
fruta, y por el paulatino asentamiento en áreas rurales del Alto Valle, principalmente desde la
segunda mitad de siglo XX, en vistas de las posibilidades laborales que otorgaba la
fruticultura tanto para los hombres como para las mujeres. Los y las migrantes de origen
chileno, a los que se les sumaron los migrantes provenientes del interior de las provincias de
Neuquén y Río Negro, se establecieron poco a poco en la zona, conformando núcleos de
población aglomerada. El proceso, se refleja en ocupaciones de tierras fiscales, por lo general
próximas a las explotaciones frutícolas, en zonas de ribera o como simples tiras de viviendas a
lo largo de canales de riego, desagües o junto a algún camino vecinal del área rural. Resulta
oportuno señalar que la disposición “lineal” muy frecuente en las localizaciones de la zona
oeste, tiene relación con la escasa presencia de “áreas vacías” en el interior de esa zona
productiva, producto de la temprana y rápida privatización de la tierra (Radonich et al., 2008).
Es en ese contexto que problematizamos la inserción laboral de las mujeres chilenas
en las tareas rurales vinculadas a la actividad frutícola, y su presencia en la organización de
los espacios de residencias de sus familias 2. Las mujeres encuestadas y entrevistadas en el
trabajo de investigación3, dan cuenta de una activa participación en la elaboración de
estrategias de reproducción y en su interrelación con otros sujetos e instituciones en el país
receptor, que les permitieron modelar sus trayectorias migratorias y laborales en el marco de

1
Alto Valle se denomina así al valle superior del Río Negro, es el área tradicional de la fruticultura del norte de
la Patagonia, diferenciándose de las nuevas áreas de expansión de la actividad: Valle Medio en la provincia de
Río Negro y la zona de El Chañar en la provincia de Neuquén.
2
Este artículo se enmarca en el proyecto de investigación “Trabajadores rurales migrantes y territorios frutícolas.
Trayectorias laborales y migratorias en la provincia de Río Negro” (Grupo de Estudios Sociales Agrarios –
GESA-, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional del Comahue) y en el trabajo de campo
realizado para las tesis doctorales de las autoras.
4
Entre los Departamentos General Roca en la provincia de Río Negro y Confluencia en la de Neuquén,
correspondientes al denominado Alto Valle de Río Negro y Neuquén, se registraron en 1912 2.655 españoles,
1208 chilenos y 755 italianos sobre un total de 4.166 argentinos (Kloster et al., 1992).

1
determinadas condiciones de desigualdad en términos de clase, género y origen nacional. Con
el objetivo de comprender el entrecruzamiento de las condiciones de desigualdad que
atraviesan las historias de vidas de algunas mujeres chilenas, son recuperados los aportes
teóricos de los estudios de género y del feminismo decolonial, y así profundizar las marcas de
las violencias inscriptas en los relatos y en los cuerpos de las mujeres y las posibilidades de
agencia femenina en contextos de subalternidad. (Suárez Navaz y Hernández Castillo, 2008;
Bidaseca y Vazquez Laba, 2011).
Para este trabajo, desde lo metodológico se privilegió la recuperación de historias de
vida de mujeres chilenas que residen en asentamientos rurales y que tuvieron experiencia
laboral en chacras del Alto Valle. Esta propuesta pretende darle relevancia a los sujetos “sus
prácticas, sus experiencias, los modos de constitución de distintos espacios, distintas
relaciones, distintas modalidades de conflictividades” (Achilli, 2002: 17). Estas mujeres
desde sus relatos dan cuenta de una activa participación en la elaboración de estrategias de
reproducción y en su interrelación con otros sujetos e instituciones en el país receptor, que les
permitieron modelar sus trayectorias migratorias y laborales en el marco de determinadas
condiciones de desigualdad en términos de clase, género y origen nacional.

Migración, trabajo y territorios en el Alto Valle de Río Negro


En el norte de la Patagonia, la movilidad espacial de la población fue una variable
relevante en la construcción social del Alto Valle como área destinada a la fruticultura de
exportación. Desde sus inicios el Estado y el capital inglés proyectaron la presencia de
pequeños productores de origen español e italiano, transformados en los propietarios
de las tierras destinadas a la actividad frutícola. En el censo de 1912 los españoles
encabezaban la población extranjera relevada seguidos por los chilenos 4. Estos
últimos, visiblemente numerosos, no contaron con la posibilidad de acceso a la tierra
y mantuvieron su vínculo con la fruticultura a través de su empleo en diversas tareas
culturales, principalmente en la cosecha de fruta. Tal como plantea Herrera Lima, la
migración históricamente ha sido originada “en los cambios de la estructura socioeconómica
de las sociedades de origen y de destino, a partir del cual las redes de relaciones sociales
sirven para apoyar e incrementar el flujo” (2006:41). La histórica vinculación económica y
social de la región patagónica con el país trasandino da cuenta de la movilidad de chilenos en
la zona frutícola y de su sostenimiento en el tiempo (Trpin, 2004 y 2009).
Al consolidarse la fruticultura entre 1940 y 1950, algunos de los y las migrantes
chilenos/as -a los y las que se sumaron migrantes del interior rionegrino y neuquino-, pasaron
a residir y trabajar en las chacras, mientras que otros y otras optaron por conformar pequeños
núcleos de población.
Los asentamientos organizados, próximos a las explotaciones productivas, se erigieron
en tierras fiscales, a orillas de los canales de riego, desagües, en áreas inundables como
simples tiras de viviendas en los intersticios del ámbito rural o bien como barrios marginales
de la zona urbana, son denominados y reconocidos como “caseríos”, “aglomerados” o “calles
ciegas” (Vapnarsky y Pantelides, 1987). Constituyen un patrón de organización espacial con
características particulares y con necesidades básicas insatisfechas que expresan una
diferencial apropiación y uso de la tierra. (Radonich, 2010). Estos territorios se consolidaron

4
Entre los Departamentos General Roca en la provincia de Río Negro y Confluencia en la de Neuquén,
correspondientes al denominado Alto Valle de Río Negro y Neuquén, se registraron en 1912 2.655 españoles,
1208 chilenos y 755 italianos sobre un total de 4.166 argentinos (Kloster et al., 1992).

2
a partir de 1960 al cristalizarse el complejo agroindustrial, el que demandó una creciente
mano de obra estacional que intensificó los procesos migratorios tanto nacionales como
internacionales.
A largo de un estudio que llevamos a cabo en los últimos tres años, en el Alto Valle de
Río Negro, identificamos algo más de sesenta territorios construidos por trabajadores rurales
migrantes y sus familias. Estos espacios son territorios escasamente visibles para las
estadísticas o para la sociedad en general, sin embargo, son reconocidos por los productores y
empresarios por ser ámbitos en los cuales reside la oferta potencial de fuerza de trabajo -ya
sea permanente o estacional- que se requiere a lo largo del ciclo productivo.
Los territorios construidos por los chilenos y sus familias en el ámbito vertebrado por
la fruticultura de exportación, expresan las posibilidades de acción de los sujetos, sus redes
sociales y la construcción de espacios –en algunos casos trasnacionales- en los que se pone
de relieve la vigencia del trabajo y las migraciones como ejes de análisis del “mundo
laboral”. Se puede considerar la conformación de lugares de residencia en los “márgenes” de
las chacras, como parte del “proceso de producción social como un proceso de
territorialización” (Sánchez, 1981:6), concebido como fenómeno social e histórico (Santos,
1996).
Consideramos que los procesos analizados se encuentran sesgados sin incorporar el
protagonismo de las mujeres trabajadoras y migrantes. Así como los estudios regionales han
limitado la investigación sobre el trabajo agrario y las migraciones limítrofes, más escasas
son las miradas que ponen de relieve el accionar de las mujeres en su condición de
desigualdad de clase, género y origen nacional en la historia del Alto Valle. En un avance por
incorporar las perspectivas de género en la historia productiva regional caben mencionar los
trabajos de Bendini y Pescio (1998); Bendini y Bonaccorsi (1998); Bonaccorsi y Miralles
(1998); Miralles y Radonich (2003); y Miralles (2004).
Expresar el desafío que involucra revisar nuestras propias investigaciones implica
reflexionar sobre las tendencias que hegemonizan la presentación del trabajo agrario en
términos masculinos, además de las migraciones laborales como centradas en los hombres u
observando a las mujeres como “acompañantes” familiares sin intervención en la decisión de
“migrar”. En este sentido Gaspard (2000) observa que en Occidente generalmente el rostro
del inmigrante ha sido el hombre/obrero, mientras que Andrés Pedreño Canovas completa
este señalamiento: “durante un tiempo los estudios migratorios invisibilizaron a las mujeres,
hasta que descubrieron la importancia de las relaciones de género en las migraciones” (2010:
12). Por ello este autor retoma a Parella (2000), quien enfatiza la triple discriminación laboral
que padecen las mujeres: por razón de clase social, género y etnia, alentando investigaciones
con una perspectiva multidimensional.
Trabajar sobre mujeres involucra situarnos en discusiones referidas al género,
entendiendo como Joan Scott (1996) que género no es sólo un concepto teórico si no
centralmente una perspectiva epistemológica. El género sostiene que la asignación de roles es
producto de una construcción social histórica que fundamenta esta configuración entre dos
géneros –femenino y masculino- para quebrar el designio de la naturaleza. La introducción de
la dimensión cultural instala “la posibilidad de sustraerse a lo inevitable e imaginar una
historicidad diferente” (Gutiérrez, 2011: 24). Rita Segato señala que “los géneros constituyen
una emanación de posiciones en una estructura abstracta de relaciones fijada por la
experiencia humana acumulada en un tiempo muy largo” (2003: 57); esa estructura impone
una ordenación jerárquica y posiciones de poder diferencial. Por su parte, los feminismos
poscoloniales consideramos que contribuyen a pensar los lugares asignados a hombres y
mujeres denunciando el carácter etnocéntrico y universalizador “del sujeto del feminismo

3
blanco, occidental y heterosexista. Sujeto que al estar definido desde la diferencia sexual de
la mujer respecto al varón, homogeniza a las mujeres” (Pombo, 2011: 248).
El análisis de las trayectorias migratorias y laborales de mujeres implica considerarlas
no desde una homogeneidad de género, sino como sujetas múltiples, productos de relaciones
de clase y de género en permanente contradicción, dirimidas desde experiencias que re-
definieron sus posiciones en las relaciones sociales construidas de un lado y otro de la
cordillera. En palabras de María Gabriela Pombo:
“así, el desafío es leer estas intersecciones no sólo como cruces presentes en la
corporeidad y trayectoria vital de cada migrante, sino como condicionantes estructurales
de las estrategias que ellas despliegan” (2011: 251).
Saskia Sassen (2003) realiza una importante contribución en este sentido, al proponer
entender el marco de la dinámica del capitalismo de las últimas décadas en sus formas
concretas para captar sus efectos de género. Los procesos de acumulación en los cuales se
insertan las mujeres migrantes las ubican en la informalización, que introduce “flexibilidad,
reduce las “cargas” de la regulación y disminuye los costes, especialmente los del trabajo”.
(2003: 75). Sin embargo, para la autora, la degradación económica mediante la
informalización crea oportunidades para las mujeres y
“reconfigura algunas de las jerarquías en las que encuentran de modo central las mujeres,
tanto en el hogar como en el trabajo. Ese proceso se hace particularmente patente para las
mujeres inmigrantes que vienen de países con culturas fuertemente masculina” (ibíd.: 76).
Captar estas tensiones y cómo fueron resueltas por las migrantes entrevistadas
constituye la centralidad de este trabajo.

Las mujeres como protagonistas


Tal como se expresó oportunamente, el primer acercamiento a los barrios rurales fue a
través de la aplicación de encuestas, en un segundo momento y con el interés puesto en las
mujeres migrantes se seleccionaron aquellas con mayor antigüedad en el barrio y con
trayectoria como asalariadas rurales a las que se les realizó entrevistas en profundidad.
Según las encuestas realizadas en tres barrios rurales: Chacramonte en la localidad de
General Roca y Costa Norte y Puente 83 Sur pertenecientes a la ciudad de Cipolletti, las
mujeres chilenas de más de 15 años representan el 16,4, 33,3 y el 30,1 por ciento
respectivamente del total de mujeres. Con respecto al año de llegada es notable destacar que
en los tres barrios considerados un porcentaje relevante de ellas llegan en la década del `80
(40,9 % a Chacramonte, 69,8% a Costa Norte y un 39,5% a Puente 83 Sur) para disminuir el
flujo a partir de los `90 5. Las razones que llevaron a estas mujeres a residir en estos espacios
en más de un 80 por ciento se relacionan con el trabajo y la conformación de familia o bien el
reagrupamiento de las mismas. Según Sara Lara (2012) estos serían “motivos sociales” por
estar relacionados a la búsqueda de posibilidades que les permitan mejorar sus condiciones de
vida. Es importante destacar que estas mujeres y sus familias optaron por un cambio de
residencia y de actividad que las ubica según la tipología de Guy Standing en aquellos grupos
de “migrantes de largo plazo o definitivos” que constituyen uno de los tipos de migraciones
que efectivamente inciden en la transformación de la estructura demográfica y en la
organización socio-territorial del lugar en que se insertan (en Bertoncello, 1995).

5
Esta tendencia es observable en la Encuesta Complementaria de Migraciones Internacionales del INDEC, 2003.

4
La incorporación al mundo laboral de estas mujeres fue el trabajo temporal en chacras
y la complementación con el trabajo doméstico durante gran parte del año. Sin embargo, las
opciones de este tipo se acrecientan en la última década en los barrios rurales que se
encuentran en cercanía de centros urbanos demandantes de trabajo informal a cargo de
mujeres como el empleo doméstico; ejemplo de ello es el caso del barrio Costa Norte que
tiene la influencia no solo de la ciudad de Cipolletti sino también de la ciudad de Neuquén,
capital de la provincia homónima.
A los efectos de enriquecer el análisis, se consideran relatos no sólo de mujeres de los
tres barrios mencionados sino que se incorporan testimonios de vecinas de otros barrios para
dar sustento a este artículo, los cuales permitieron sumergirnos en experiencias de un lado y
otro de la cordillera. Asimismo, este procedimiento permitió describir y analizar las diversas
maneras en que estas sujetas resolvieron su incorporación laboral y productiva, en un espacio
dominado por la fruticultura y por la figura hegemónica del chacarero.
A partir del procesamiento de las encuestas y de vínculos con informantes calificadas -
fruto del prolongado trabajo de campo-, se realizaron contactos con las mujeres que se
seleccionaron según año de llegada al barrio, origen, edad e inserción como trabajadoras
rurales. Los testimonios de esas mujeres dan sustento a este artículo, los cuales permitieron
sumergirnos en experiencias de un lado y otro de la cordillera.
En las entrevistas realizadas enfatizamos la indagación sobre cómo fue vivido el cruce
de la frontera y el empleo en un lugar que desconocían; cuáles fueron los cambios que
atravesaron sus vidas en tanto mujeres, migrantes y trabajadoras en su permanencia en la
Argentina; y qué representaciones, miedos y proyecciones personales y familiares debieron
reelaborar en su trayectoria migratoria y laboral. Estas fueron algunas preguntas que guiaron
la reconstrucción de las trayectorias de cinco mujeres chilenas que residen desde hace más de
veinticinco años en la Argentina y en barrios rurales de la zona.
Leonor del Barrio Perón de Cinco Saltos, Mirtha y Digna de Puente 83 de Cipolletti,
Elena y Carmen del barrio Labraña de la misma localidad y Matilde de una calle ciega de
Guerrico6 son las protagonistas de estos procesos reconstruidos. Si bien es un universo
acotado de las miles de mujeres que han migrado durante más de tres décadas hacia la región,
consideramos que reflejan algunos de los problemas que movilizaron analizar las migraciones
transfronterizas como parte de las construcciones de territorios y como elaboraciones de
mujeres trabajadoras.
Leonor tiene sesenta y tres años, nació en el campo cerca de Villarrica, zona en la que
“todo agricultura, que tenía que cruzar un río por una soga colgando de manos y pies, era muy
peligroso, ya no se podía y unos conocidos tenían al hermano en el Valle, llegamos desde
Zapala en tren a Cipolletti” (2006). Leonor llegó junto a su esposo en la década de 1970,
primero trabajaron en un horno de ladrillos y luego en las chacras, donde vivieron hasta 1986,
año en que ocuparon las tierras en las que construyeron su casa. “Cansada de vivir adentro de
las chacras”, Leonor jugó un papel importante alentando la ocupación de la tierra y asignando
lotes a las familias que paulatinamente iban llegando, mayoritariamente provenientes de
chacras en donde se desempeñaban como peones. En su casa se desarrollaba el trueque, las
reuniones de vecinos y agentes municipales. Una vez que el barrio contó con Salón
Comunitario, ella guardaba las llaves en su casa y llevaba el listado de las actividades a
realizarse en el mismo durante cada mes.

6
Estas localidades pertenecen al departamento General Roca de la provincia de Río Negro.

5
Mirtha con setenta y siete años, vive sola en una casa delante de la de su hija. Nació en
Los Ángeles y allí se dedicaba a la costura. Llegó en 1978 a la Argentina, con cuarenta y dos
años, junto a una hija y a un hijo. El contacto en la zona era una amiga que la entusiasmó para
que viniera a realizar la cosecha. Desde entonces trabajó en la producción de uva primero y
luego de manzanas en diferentes localidades del Alto Valle. Como su hija se casó con un
muchacho que tenía un terreno en el barrio Puente 83 pudo hacerse su casa en el mismo sitio,
“primero eran casas de cantonera, feas” (2011), y ella fue construyendo la suya de ladrillos
con lo que ganaba en las chacras. Participa en las actividades de la Iglesia Católica y del
Centro Comunitario, especialmente en las actividades de programadas para los/as
jubilados/as.
Digna actualmente tiene setenta y ocho años y nació en Temuco. En Chile se dedicaba
junto a su familia a la agricultura y a la ganadería en la “hijuela” que tenían. Luego del Golpe
de Estado encabezado por Pinochet se vino con su familia a la Argentina “porque no teníamos
ni qué comer y vendimos los pocos animales que teníamos para venirnos”. En Bahía Blanca
tenían una sobrina y desde esta referencia un cuñado del esposo se vino primero “a probar” y
luego les comentó sobre el trabajo que había en las chacras. Hasta hace dos años continuó
trabajando en fruticultura en chacras cercanas a su casa.
Elena vino sola al valle, a la edad de quince años, hoy tiene setenta. Llegó
directamente al barrio Labraña en 1955 cuando sólo había seis familias, la mayoría eran
chilenas, no tenía noticias ni referencia de la región. La trayectoria laboral de Elena se
combina como la de tantas mujeres que sostiene el trabajo doméstico y el trabajo productivo.
En su trayectoria también aparece la incorporación al empaque, como embaladora de primera.
Elena se incorporó luego como empleada del Municipio con la apertura en el barrio del Jardín
de Infantes y del Centro Comunitario, -a mediados de la década del ochenta-, si bien según lo
expresa, no era un trabajo que la satisfacía totalmente en cuanto a la tarea concreta que debía
desempeñar, si le aseguraba estabilidad, beneficios sociales que mejorarían su condición de
asalariada y su futura jubilación.
Carmen, nació en Temuco, cuenta con cincuenta y nueve años. Después de diez años
de matrimonio, se constituyó en jefa de un hogar conformado por cuatro hijos cuyas edades
oscilaban entre ocho y un año. La inserción laboral como asalariada fluctuó entre las chacras,
el servicio doméstico, el galpón de empaque y en el sector de servicios público, cuando se
abre el jardín de infantes de Labraña, al cual ingresa como cocinera. Carmen se dedicó a la
venta de pan casero, empanadas, productos de su propia huerta, hasta la recolección de leña o
nueces, en chacras vecinas, productos que eran luego intercambiados en algún almacén del
centro de Cipolletti a manera de trueque por frutas, huevos, carnes o algún otro alimento
necesario para completar la dieta cotidiana.
Matilde llegó de Chile a mediados de 1980, con la expectativa de mejorar sus
condiciones de vida. Primero migró su esposo junto a sus dos hijos mayores, de diecinueve y
veinte años, y cuando consiguió trabajo en una chacra de General Roca llamó a su esposa, a
sus otros dos hijos varones y a su única hija. Esta familia es originaria de Lota, zona minera
del centro de Chile. Recuerdan que las condiciones de trabajo empeoraron y que la vida bajo
el gobierno de Pinochet “no era para los pobres; eso ya no era vida para nadie, había mucho
abuso”. Los comentarios de compañeros de trabajo de su marido sobre “las diferencias que
hacían acá” (en el Valle) los convencieron de migrar. En 1985 ocuparon las tierras en las que
construyeron sus casas, una despensa y los corrales para animales domésticos. Matilde ha sido
la encargada durante estos años de negociar en el municipio la obtención y las mejoras en los
servicios públicos que poseen.

6
La descripción de las mujeres entrevistadas nos sumerge en diferentes tópicos que
hemos distinguido, de manera de dar cuenta de las complejas trayectorias que han construido
en tanto mujeres trabajadores rurales de origen chileno.

Condiciones de trabajo y vulnerabilidad


Tal como se ha señalado, la fruticultura desde su origen se caracterizó por ser
demandante de mano de obra, especialmente para las tareas de cosecha de fruta durante el
verano, de poda de los frutales durante el invierno y de raleo o primera selección de peras y
manzanas en la primavera. Estos son trabajos realizados manualmente y para los que se
contratan trabajadores temporarios año tras año. El caso del Alto Valle no es ajeno a la
característica de diferentes áreas de agricultura intensiva de América Latina, de generar flujos
migratorios, no sólo relacionados con una actividad agraria principal, sino también por la
construcción de obras de infraestructura de servicios. Estos espacios se convierten, al decir de
Sara Lara (2012), en “enclaves agroindustriales” que concentran capital, tecnología, mano de
obra y recursos productivos. Según la autora, una característica de estas migraciones es la
indocumentación, situación que se replica en nuestro caso pero que según los relatos de las
mujeres entrevistadas, no afectó el acceso al trabajo o a servicios de salud y educación; no
obstante el hecho de no haber sido consideradas como asalariadas formalizadas, en la
actualidad impide el acceso a una jubilación que acrecienta su condición de vulnerabilidad.
Desde mediados de la década de 1960, en plena expansión productiva, fue la
recolección de frutas –dada su estacionalidad-, la tarea que ofreció a las mujeres la
oportunidad de incorporar un “salario” extra a los ingresos familiares o constituirse en la
posibilidad de emprender una actividad en forma autónoma, especialmente en los casos en
que llegaron al Valle solas o acompañadas por amigas y/o familia. La participación de
mujeres como asalariadas en la actividad frutícola ha sido históricamente relevante tanto en la
chacra como en la agroindustria, al decir de Bendini y Pescio “acompañaron el proceso de
consolidación y expansión de la actividad primaria y en la etapa de acondicionamiento”
(1997: 20). Esta tendencia se ve reflejada década más tarde, en un estudio realizado en base a
una encuesta aplicada en la provincia de Río Negro como parte del Proyecto de Desarrollo de
Pequeños Productores Agropecuarios (Baudrón y Gerardi, 2003). Aunque los datos surgen en
un contexto de reestructuración productiva de la fruticultura de principios del presente siglo,
muestran que la participación femenina en tareas rurales representaba más de un quinto de los
asalariados agropecuarios. Esa participación de mujeres predominaba netamente entre los
asalariados estacionales (38 por ciento) y era casi nula entre los permanentes (5 por ciento).
Las tareas encomendadas a las mujeres difieren de las de los hombres: las asalariadas
estacionales predominaban en las ‘tareas agrícolas varias’, en las de procesamiento de la
producción y en la cosecha.
Justamente las entrevistadas recuerdan la cosecha como el momento decisivo que
permitió conocer el Alto Valle e insertarse en un mercado de trabajo en el que las
posibilidades de sostener diferentes tareas durante el año garantizaba la reproducción
familiar. Las historias de los espacios habitados se recuerdan como parte de las historias de
hombres y mujeres trabajando, en este sentido Carmen relata que “cuando me vine al barrio
trabajábamos en las chacra hombres, mujeres y los chicos” (2000); Elena comparte esa
relación entre lugar de residencia y familias trabajadoras rurales al observar que “todos estos
barrios, Costa Sur, Labraña, Costa Norte, eran reconocidos como barrios de trabajadores
rurales, cuando terminaba la cosecha venían a buscar a familias enteras para la vendimia,
otras se las llevaban para la cosecha de lúpulo”(Elena, 2009). Por su parte, Digna recuerda
que

7
“en las chacras podando, cosechando, todo trabajo de chacras hacía él, ahora no porque
está enfermo. Los mismos patrones nos daban para levantar fruta a nosotras, él cosechaba
(…). Así vivíamos, por la chacras vivíamos, levantar cosecha del piso, cosechaba con las
bolsas y la echaba en los bines, aguantábamos pero siempre en negro” (2011).

El relato de Digna marca dos tareas que implican esfuerzo físico: la poda y la cosecha,
con un énfasis en el “aguantar”, así como Elena resalta el problema del manejo de las altas
escaleras7. A la sobre exigencia física se sumaba “estar en negro”, situación que las destinaba
a una condición de vulnerabilidad sin tiempo. “En negro/lo negro” como negatividad, exalta
esa representación de explotación sin derechos en la que se asumió el empleo en los espacios
rurales por ser mujeres y migrantes.
Si bien en el recuerdo de Digna “aguantar” la pesadez del trabajo garantiza
permanecer en el puesto, en la producción frutícola se considera que las mujeres han realizado
históricamente tareas consideradas “más livianas” o de menor calificación y valoración. El
trabajo señalado como “más liviano” consiste en la recolección de fruta del suelo, involucra
moverse entre los frutales con bolsas de nylon y agachadas, mientras los hombres transportan
las altas escaleras y cargan las mochilas recolectoras sobre los hombros y delante del pecho
para cosechar la fruta de los árboles. Las posiciones de los cuerpos de hombres y mujeres
circulan por las chacras con diferente postura: mientras ellas con sus espaldas curvas
zigzaguean entre planta y planta buscando en silencio las manzanas y peras caídas -
generalmente estropeadas, marcadas por los insectos y podridas-, ellos, en una postura
elevada sobre las altas escaleras recogen la fruta de tamaño, color y calidad suficientes para
ser transportada luego para los galpones de empaque. Desde ese lugar en altura observan la
tarea no reconocida e invisible de sus compañeras de trabajo que recuperan la fruta de menor
valor, aquella cuyo destino no será la exportación en fresco sino la industria. Tareas
desiguales para destinos de diferente valoración. Aún como parte de esta división del trabajo
en las chacras, en la que las mujeres realizan tareas consideradas livianas, ellas recuerdan el
desgaste y el cansancio, las horas interminables de trabajo “pesado”. El cuerpo de estas
mujeres se transformó en una superficie en la cual se plasmaron los registros del trabajo. En
palabras de Gutiérrez, podemos señalar que “el cuerpo es un proceso, resultado provisorio de
las convergencias entre técnicas y sociedad, sentimientos y objetos, pertenece más a la
historia que a la naturaleza, por ello es casi imposible encontrar “un cuerpo” que no haya sido
permeado por la cultura (2011: 22); desde los relatos recopilados, podemos agregar:
permeado también por las relaciones de clase. El trabajo tiene efectos diferentes sobre los
cuerpos de hombres y mujeres, las huellas de padecimientos y sufrimientos poseen para estas
mujeres una marca de género.
En todos los casos, las entrevistadas han expresado cómo a lo largo de sus trabajos no
fueron formalizadas en su vínculo laboral, llegando a acumular más de veinte años de trabajo
“en negro”. Estas características de las condiciones del trabajo de las mujeres migrantes
fueron advertidas por Sassen al sostener que esa informalización constituye un mecanismo a
través del cual se sustenta el bajo costo laboral en contextos de alta demanda; para la autora,
“la vía informal permite producir y distribuir bienes y servicios a menores costes y con una
mayor flexibilidad. Este proceso desvaloriza aún más este conjunto de actividades” (2003:
74). Para las entrevistadas, en ciertas ocasiones la falta de documentación por su condición
migrante alentó la continuidad de la condición informal, lo cual repercutió directamente en el

7
Las escaleras poseen entre 16 y 18 peldaños, siendo recurrentes los accidentes en su descenso o ascenso o
traslado.

8
acceso a derechos laborales y en posteriores posibilidades de obtener una jubilación. Esta
temprana inserción laboral de las mujeres en las chacras pasó desapercibida en el contexto del
circuito productivo como sujeta que aporta valor, solo fue reconocida como trabajadora
familiar no remunerada en el mismo nivel de las tareas realizadas por los niños (Bendini y
Pescio, 1997).
A pesar de esta condición de informalidad y sobre exigencia física, Matilde, Digna y
Mirtha -con trayectorias laborales previas en Chile-, resaltaron las diferencias entre las
patronales de uno y otro lado de la cordillera. Los patrones de Chile son calificados como
“más estrictos, que te tienen de empleada, ´dentra` una a las 8 y a veces hasta las 10 de la
noche, acá no…”, mientras que en la zona valoran el haber tenido jornadas de 8 horas,
negociaciones “cara a cara” con los propietarios de chacras o resguardo en la continuidad del
empleo a lo largo del año.
En Chile, según Matilde, “si por ejemplo la persona no tenía estudio no podía trabajar,
entonces eso era como ya, apartar la pobreza se podría decir, porque todos tenemos derechos
iguales, seas pobre o rico tenés derechos iguales, pero él a la pobre gente la seguía
discriminando” (2004).
Según Digna, “allá es más complicado el trabajo de las mujeres, también para los
hombres, hasta los días domingo te hacen trabajar, acá hasta el sábado, no más”. Por el
contrario, en la fruticultura, con los pequeños productores lograban arreglos informales que
les garantizaban el trabajo y la reproducción doméstica:

“´Arreglábamos` con el patrón, además del sueldo, la leña para la casa, la juntada de las
nueces, íbamos mitad y mitad. Mitad de la bolsa para mí y la otra para el patrón, yo la
vendía en una verdulería de Cipolletti y allí a cambio me daban la verdura. Nunca gasté
plata para la comida, teníamos nuestros arreglos” (Carmen 2007).

Cierta autonomía y el fortalecimiento de variadas estrategias construidas por las


mujeres se reflejan en el relato, mientras el vínculo laboral definía la persistencia de acuerdos
con la patronal a sabiendas que podían ser discriminadas y mantenidas a informalidad por el
origen:
“Donde hemos trabajado nunca nos han tratado mal, nos han buscado sí para trabajar,
pero de decir “no, ustedes son chilenos”, no, nunca. Hemos trabajo bien acá, todos nos
han tratado bien y nos han tratado como persona porque otros, hay otros que discriminan
por ser chileno y dicen “no, a los chilenos no hay que darles trabajo”, acá nos han tratado
bien, en ese sentido no hemos tenido ningún problema, pero siempre por tanto, sin
recibo” (Matilde, 2003).
Su histórico no acceso a derechos laborales –plasmado en el “sin recibo”- no se
traslada en el acceso a otros derechos como la atención de la salud, la educación de sus hijos e
hijas o la ocupación de tierra donde vivir. Mirtha recuerda que “primero no conocía a nadie,
perdí los documentos, pero igual iba y me atendía en el hospital, nunca nadie me dijo nada”
(2011). Las posibilidades de acceder a políticas públicas desde una estructura del estado
extendida en la Argentina a los diferentes sectores sociales, redundó en un mejoramiento de la
calidad de vida de estas mujeres y de su prole. La educación y salud gratuita sin dudas
marcaron sus proyecciones de movilidad social ante un estado que generaba políticas.
Por ello, a pesar de mantener en el Alto Valle condiciones de precariedad en las
relaciones laborales, la percepción de ciertas mejoras en las condiciones de trabajo, la
experiencia de negociación con las patronales y de acceso público a la salud y a la educación
de los hijos e hijas sostuvieron la opción de permanecer y asentarse definitivamente en la
zona. Su condición de migrante se diluía con las condiciones de vida y trabajo de muchas

9
familias asalariadas rurales nativas, incluso en su forma de hablar o de vestirse, lo cual
garantizaba que “nunca nadie” le dijera nada. En términos de clase estas mujeres compusieron
la mano de obra más desvalorizada, informal y vulnerable de todo el circuito productivo.
“Para Morokvásic (…), la situación de migrante constituye en realidad otra condición más de
opresión de las mujeres en el mercado de trabajo” (Ariza, 2000: 42), pero aún así, sin
modificarse su condición de clase, su migración transformó la estructura de oportunidades
que veían sesgada en el país de origen tanto para ellas como para sus hijos e hijas. Para
Sassen, esas oportunidades construidas y negociadas en el país de destino se relacionan a que
las mujeres migrantes suelen ser
“más activas en la construcción y en el activismo comunitarios, y se posicionan de forma
diferente a los hombres en relación a la economía, en su sentido más amplio, y al Estado.
Son ellas quiénes probablemente tienen que lidiar con la vulnerabilidad legal de sus
familias, con la difícil búsqueda de servicios públicos y sociales” (2003: 77).
En el siguiente apartado describiremos la construcción de esas estrategias por parte de
nuestras informantes.

Ser mujeres entre las chacras, la casa y el barrio


Las trayectorias laborales de Elena y Carmen reflejan la importancia del trabajo de la
mujer en la fruticultura, como así también las formas en que fueron modelando los
aprendizajes laborales fuera del espacio doméstico y de re-definición permanente de las
fronteras entre el mundo público y el privado.
Tal como describiremos, la distancia que existe entre el trabajo doméstico y trabajo
productivo es ambigua o poco clara en las zonas rurales. Según estudios recientes, las
jornadas de trabajo de las mujeres rurales, considerando las actividades productivas,
reproductivas y domésticas, suman entre 16 y 18 horas por día. A esto se suma condiciones
laborales que en su mayoría son precarias y temporales y, en consecuencia, no se realizan
aportes a la seguridad social por lo que probablemente este tipo de trabajador/a dependerá de
la ayuda de sus familiares durante la vejez. Además, en el empleo, suele pagarse menos a las
mujeres que a los varones por la misma tarea. Otro problema asociado a la salud es la falta de
seguridad social, tanto la destinada a la cobertura médica como las jubilaciones y pensiones
(Biaggi,Canevari y Tasso,2007).
Estas condiciones se reflejan en las vidas de nuestras informantes. El trabajo extra-
doméstico les provocó un desgaste y exposición permanente del cuerpo, durante las
entrevistas observamos sus manos y sus rostros curtidos, y compartimos con ellas relatos de
las enfermedades actuales y padecimientos productos de años de trabajo a la intemperie.
Mirtha fue categórica al expresar sus dolencias: “y una tenía 40 años y una cree que nunca va
a llegar a vieja y ahora son los huesos los que sufren, porque era mucho trabajo, la columna…
el médico me dijo `cómo no la traen a la rastra si no tiene un solo hueso en su lugar” (2011).
En su condición de mujeres el cuerpo delata el trabajo expuesto a esfuerzos físicos,
escasos controles médicos y reducidas posibilidades de descanso, más aún cuando estaban a
cargo de la familia. Mirtha recuerda lo poco que dormía, ya que llegaba junto a sus hijos
pequeños de trabajar por la noche, acomodaba “el rancho”, luego preparaba la vianda para el
día siguiente porque el patrón los pasaba a buscar a las 6 de la mañana para dirigirse a la
chacra.
A pesar de estas condiciones en las cuales permanecían en la Argentina, algunas
informantes expresaron que sentían que era más difícil ser mujer en su país de origen. La
condición de opresión y violencia que algunas compartieron desde los relatos, sostuvo no sólo

10
la decisión de migrar sino incluso no regresar. Elena recuerda que “tenía quince años cuando
crucé a pata la cordillera, mi propósito no era venir a trabajar, como en el caso de otra gente,
me vine escapando de Chile, me habían casado, esas cosas que se hacían antes vio y yo no
acepté a esa persona como mi marido” (2000), mientras que Mirtha con tristeza cuenta que:

“el padre de mis hijos, cada vez que llegaba a casa me maltrataba, una amiga chilena me
dijo “vamos, vamos tonta que ya sufriste mucho acá, vamos a recoger manzanas”, y le
dije “pero a mis chicos no nos dejo” (…) me vine con los chicos chicos (…) y ya no
volví” (2011).

La experiencia migratoria fue significada por Mirtha y Elena como una posibilidad de
cambiar su vida como mujeres, dejar atrás esa dominación y opresión, la violencia sentida en
el maltrato físico y en la imposición de un destino. Estas situaciones relatadas dan cuenta de
la complejidad de las estructuras de la violencia que sustentan el poder patriarcal, y de cómo
algunas mujeres sintieron la necesidad de “escapar de Chile” y con ello escapar de la
violencia que las sometía. Rita Segato sostiene que el efecto violento hacia las mujeres
“resulta del mandato moral y moralizador de reducir y aprisionar a la mujer en su
posición subordinada, por todos los medios posibles, recurriendo a la violencia sexual,
psicológica y física, o manteniendo la violencia estructural del orden social y económico
en lo que hoy los especialistas están describiendo como “feminización de la pobreza””
(2003: 145).
Esta autora señala además que la mujer se rehace a pesar de esas tramas, se rehace
“como sujeto social y psíquico diferenciado, capaz de autonomía, (…) una parte de ella se
adapte a la posición que le es atribuida, mientras permanece un resto que no cabe
enteramente (…) un deseo otro que no es el de la sumisión” (Ibíd.: 145). Ese deseo otro les
posibilitó sostener una alternativa en las que fueran gestoras de sus trayectorias, el hecho
migratorio, sin cuestionar los mandatos de género, consolidó una posibilidad otra para sus
vidas y las de sus hijos e hijas.
Como una prolongación natural de las mujeres también se presentan los/las hijos/as: la
atención a su cuidado, salud, educación y seguridad se replica en la decisión de migrar o
durante las jornadas de trabajo en la Argentina. Esto se refleja, por ejemplo, en los dichos de
Digna, quien señaló que “un cuñado, hermano de él se vino primero, nos decía que acá
aunque se tuviera chicos se ganaba” (2011); por su parte, Mirtha también comparte su
vínculo con los/as hijos/as al resaltar que “con los chicos chicos y sin conocer a nadie me
quedé, ellos siempre andaban conmigo, nunca los deje solos, ellos podían levantar una rama,
qué se yo…” (2011). Carmen en este sentido comentó que:

“me llevaba a todos los chicos al más chiquito -de un año-, lo acomodaba en un cajón
cosechero con un colchoncito que yo le hice y bien tapadito porque a la mañana temprano
estaba fresco en la chacra, lo ponía debajo de un árbol y también lo tapaba para que no lo
picaran los mosquitos” (2006).

Compartir en las entrevistas la descripción del cuidado extremo que se tenía con
los/las pequeños/as tiende a demostrar un reforzamiento de los mandatos sociales depositados
sobre las mujeres, más aún en su condición de trabajadoras. Las entrevistadas no deseaban
dejar dudas acerca del esfuerzo que realizaban por cumplir con su papel de madres-cuidadoras
y de trabajadoras. Nuestras informantes, conscientes de esos mandatos nos enfatizaron el
sobreesfuerzo por llevar a cabo las tareas de crianza, el mantenimiento de la casa y las labores
en las chacras. La decisión de dejar las chacras como espacio de residencia y asentarse en
barrios también reflejó su preocupación por las condiciones de vida de sus hijos e hijas: la

11
vivienda propia, aunque precaria, era una oportunidad por construir cierta autonomía para sus
familias y que la crianza no fuera en el espacio de trabajo.
En los casos en que como “familia” -en un sentido amplio-, abandonaron las chacras
y ocuparon terrenos para construir sus casas en cercanía con el trabajo, el papel de las mujeres
fue decisivo para asentarse. Digna relata que “andábamos de chacra en chacra, se heló la
fruta, no había más trabajo, yo dije, vamos a comprar, porque de un viaje en viaje se perdían
cosas. Mi hijo tenía un amigo acá que era conocido y le compré este sitio, vendí un chancho y
compre este sitio”8 (2011).
Leonor por su parte sostiene que:
“Yo me siento orgullosa de ser chilena, de habérseme prendido la lamparita como se dice,
y haber empezado a hacer un barrio, acompañada con gente argentina, seguimos
trabajando y lo que menos pensamos era llegar a dónde estamos, y yo sí vine de las
chacras cercanas, porque no era de nosotros el lugar dónde vivíamos, teníamos que
salirnos porque el patrón venía, nos llevaba el patrón a otro lugar, a mí no me gustó, aquí
tampoco no me gustaba mucho pero no me veo arrepentida de haber venido” (2005).
Renunciar a la “condición migrante” en tanto experiencia de desposesión (Pedreño
Cánovas, 2011) implicó dejar de circular por espacios que no les pertenecían, afianzar una
familia, no perder lo poco que se tenía en un país extranjero: el desafío involucró
territorializarse. Las oportunidades de elección de tierras para asentarse eran escasas para las
familias migrantes chilenas, por lo que los márgenes de las chacras, las riberas de los ríos o
los costados de las acequias garantizaron una porción de tierra, cercanía al trabajo y la
proyección de actividades por fuera del empleo rural.
Las mujeres, al tiempo que trabajaron en las chacras, fueron las encargadas de
emprender y sostener en los espacios ocupados prácticas como el cuidado de la huerta y de las
gallinas y cerdos para consumo familiar y para la venta entre conocidos. Estas tareas
garantizaban la reproducción de la fuerza de trabajo de cada uno de los integrantes de la
familia por fuera del empleo en las chacras: “antes todas las familias teníamos huertas y
gallinas que consumíamos frescos, ahora eso ya no está y se extraña” (Carmen, 2000).
Estas estrategias están íntimamente relacionadas con el plano doméstico, es decir
tienden a resolver cuestiones inherentes a cada hogar por lo que son percibidas como
privadas. Según Cariola, las prácticas domésticas en el corto plazo “ponen su centro en las
necesidades de urgencia, como las de comer, en tanto valorizan y mantienen expectativas en
torno a necesidades que esperan satisfacer en el largo plazo, como son la educación y la
vivienda” (1994:147).
Esto lleva a plantear cómo la visión tradicional sostenida por los modelos
macroeconómicos se centraron en la producción y en el intercambio mercantil y relegaron el
trabajo familiar-doméstico al “no económico”, perspectiva que sesgó el análisis de la
relevancia de las prácticas económicas sostenidas por las mujeres de determinados sectores
sociales. Esa lógica hegemónica es coherente con el modelo de familia “hombre proveedor de
ingresos/mujer ama de casa” que agudiza las desigualdades (Carrasco y Mayordomo, 2000).
Por ello consideramos que es necesaria una perspectiva que revele los conflictos tanto de
género y de clase que se dirimen en el sistema capitalista, como entre la producción de
mercancías y la reproducción social de los sectores subalternos (Picchio, 1999).

8
La entrevistada hace referencia a la “compra” de un terreno en el Barrio Puente 83 en la localidad de Cipolletti.
La adquisición del predio por compra es una transacción que no deriva en la obtención de su título de propiedad,
ya que se ubican en ocupaciones no reconocidas legalmente por los municipios.

12
Es importante tener presente en los relatos la vigencia de la división, a veces forzada,
entre el hombre que mantenía su vínculo laboral en las chacras y la figura de la mujer que
participaba temporalmente en el mercado laboral, al tiempo que generaba productos de huerta
y granja para la reproducción, trabajos recordados como poco valorizados y reconocidos.
Considerar en el análisis la noción de trabajo en términos amplios (De la Garza Toledo,
2005), contribuye a calificar a todas la actividades realizadas por las mujeres como parte de
un sistema de producción/reproducción complejo que trasciende la condición de asalariada, de
allí resaltar el “trabajo” desde una perspectiva global que considere la interrelación entre los
sistemas familiar, mercantil y público para superar la concepción centrada en el mercado
(Carrasco y Mayordomo, 2000).
En algunos relatos, las mujeres destacan las “diferencias” monetarias que lograban
hacer al mantener su condición de trabajadoras, “diferencias” que permitieron la construcción
de una vivienda considerada “digna”, el acceso a una dieta variada y suficiente, y la
adquisición de los materiales necesarios para la asistencia escolar de los/as hijos/as. Fuera de
la temporada de cosecha era común que las mujeres también trabajaran en el servicio
doméstico ya sea por hora o mensual, tal como se constata en los relatos de las trayectorias de
Elena y Carmen (Radonich, 2010). “Las diferencias” resolvían necesidades domésticas
consideradas “extras”, en tanto los ingresos masculinos, representados como provenientes del
trabajo formal y por ello valorizados, garantizaban gastos de la vida cotidiana en los que no se
contemplaban mejoras de la calidad de vida familiar. Esta sería una preocupación
exclusivamente femenina junto a su rol de organizadoras de la cotidianeidad doméstica.
De los relatos de las migrantes y asalariadas rurales entrevistadas se desprende la
continua reflexión sobre los procesos migratorios como un complejo fenómeno social integral
y sobre las migrantes como agentes sociales activas que construyeron posibilidades de generar
alternativas en los contextos de destino. Esas alternativas se replicaron a nivel individual y
social, al gestar y defender desde lo colectivo una territorialidad que las situó como
protagonistas.
En los barrios estudiados, el accionar de vecinos y vecinas que compartieron carencias
comunes tuvo como referentes a varias de las mujeres entrevistadas, las cuales motorizaron
demandas, tal como relataba una funcionaria municipal “la mujer y en particular las chilenas
fueron muy importante para conseguir los servicios básicos, agua y luz” (Asistente Social de
Acción Social, Municipalidad de Cipolletti, 2003).
Una entrevistada comentó que:
“Para conseguir la luz y el agua nos organizamos y trabajamos mucho vendiendo
empanadas, pan, tortas, para juntar dinero y comprar materiales. En ese momento
trabajaban los vecinos de los tres barrios, Labraña, Costa Norte y Costa Sur. Así
comienzan a hacer gestiones en la Municipalidad9 y en Agua y Energía, era la época de
los militares y ambas instituciones estaban intervenidas. Después de muchas notas y que
no me dieran bolilla fui a Agua y Energía a ver al interventor, este señor se sorprendió
que hubiera gente viviendo en ese lugar, esta calle era un caminito, no entraban autos.
Cuando vio esto, recién se dio cuenta que no eran mentiras. Así conseguimos la luz, fue
en 1978” (Carmen, 1998).

Las estrategias de reproducción elaboradas superaban el ámbito familiar para


establecer relaciones con los y las funcionarios/as del municipio y con las instituciones que

9
1976-1981Capitán de navío Aldo De Rosso a cargo de la Municipalidad de Cipolletti. (Diario Río Negro 3 de
octubre de 2003).

13
ellas consideraban relevantes. Los contactos con funcionarios incluso sostuvieron la
posibilidad de visibilizar el barrio ya que, como señalara Carmen, un hombre del municipio
“se sorprendió que hubiera gente viviendo”. Por lo tanto, la participación comunitaria y el
conjunto de actividades que realizaban las mujeres construyeron

"un espacio que no es el privado y doméstico, sino el espacio público. No se trata del
'gran espacio público' donde se deciden los destinos nacionales, sino de un espacio
público concreto, cercano a la vida cotidiana de las familias, el espacio local. (...) En su
acción por la satisfacción de las necesidades familiares la mujer se convierte en sujeto
político. (...). Una acción específica, concreta, con demandas cotidianas, con base
territorial" (Serrano, 1990: 103).

Es precisamente ese accionar político que les otorgó un rol diferente en la


organización de un espacio en el que compartieron problemáticas afines: asentarse, mejorar
las viviendas, sostener el acceso a beneficios sociales, aún siendo chilenas y por fuera de
estructuras dominadas por los hombres como los sindicatos o los partidos políticos. Ser
chilenas y mujeres las excluía formal y simbólicamente de esos espacios contenedores y
derivadores de demandas, por lo que las organizaciones barriales fueron el marco de acción
política construido.

Mujeres chilenas y las marcas de la migración y el trabajo


A lo largo del trabajo, la vida de las mujeres chilenas se observa como parte de un
tejido social de redes de relaciones que se inician en el ámbito privado –conseguir trabajo,
solucionar la residencia en Argentina- continuó en el barrio y se profundizó en diferentes
ámbitos públicos como proyección de necesidades compartidas con otras familias. Lo público
se revela con la participación de las mujeres en instituciones tales como la escuela, las
oficinas municipales o los hospitales, junto a la circulación por el mundo laboral, lo cual
refleja el entramado de relaciones sociales y económicas (Guitian, 1996) en el que se
desenvolvieron.
En las trayectorias reconstruidas las mujeres chilenas, forjadoras de los barrios
estudiados, han establecidos en sus alianzas:

“posibilidades de cohesión, y de consolidación de ese derecho y/o de su desdoblamiento


en otros derechos (ya dado o nuevos). Desde ese punto de vista, el asentamiento
representa una ruptura con una situación anterior y aparece, él mismo, como resultado de
relaciones de poder” (Madeiros y Leite, 1998:160).

Migrar, trabajar en las chacras, asentarse, construir sus espacios de residencia, cuidar a
los/as hijas/as, fueron acciones individuales que reflejan entramados de relaciones de
desigualdad que involucraron a nuestras entrevistadas en tanto sujetos sociales. Ellas
generaron quiebres en destinos que significaban como impuestos por otros-masculinos en
Chile: los patrones, maridos violentos, padres que arreglaban matrimonios. Desde el hecho
migratorio experimentaron el trabajo rural, la radicación en otro país, la ocupación de
terrenos, la negociación con las patronales y con los agentes del estado, situaciones que las
forjó como mujeres trabajadoras de manera diferente que en Chile.
En las últimas décadas son relevantes los estudios que ponen de relieve las
particularidades de una feminización de las migraciones internacionales (Genta Rossi, 2009 y
Pedone, 2010). Si bien la movilidad territorial a través de la frontera argentino-chilena
mantuvo un dinamismo más allá de las delimitaciones políticas, las representaciones acerca

14
de las diferencias entre “ser mujer” y ser “trabajadora” en un lado y otro de la cordillera,
marcan el reforzamiento de la opción de mujeres chilenas de permanecer en la Argentina.
Son extensos los debates que se centran en los interrogantes acerca de los cambios que
el “hecho migratorio” produce en los sujetos, especialmente en las mujeres que migran por
trabajo, en tanto “la variedad de experiencias laborales encierra una diversa capacidad de
repercusión sobre la situación de la mujer migrante” (Ariza, 2000: 43). Sin embargo, resulta
pertinente estar atentas en no significar el hecho migratorio como un necesario paso para el
“empoderamiento” de las mujeres, calificando su pasado como opresivo y tradicional en
oposición a las relaciones “más modernas” en la Argentina. Como investigadoras -mujeres,
blancas, académicas- por el contrario, sostenemos el propósito de “recuperar las voces de las
mujeres y sus experiencias para elaborar un análisis que desoculte” en tensión con el
universalismo etnocéntrico “(…) la complejidad constitutiva que caracteriza la vida de estas
mujeres” (Bidaseca y Vázquez Laba, 2010: 4).
Consideramos entonces necesario recuperar los debates que contribuyen a observar y a
escuchar a las mujeres como protagonistas sociales que toman determinaciones que implican
cambios no solo en su trayectoria migratoria y laboral, sino también de género. Ante
relaciones de poder que se dan aún al interior de la familia -ejercida en la mayoría de los
casos en la figura masculina y en particular del jefe- y que imponen decisiones al conjunto de
la unidad doméstica las mujeres se visibilizan como constructoras de oportunidades.

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