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El “rescate” del espacio urbano y la colectividad:

Una aproximación crítica al concepto del derecho a la ciudad

Alejandra Leal Martínez1

Introducción

El derecho a la ciudad aparece hoy como un concepto central, incluso una

bandera de lucha, en movimientos sociales urbanos en ciudades tan distintas como

Nueva York, Rio de Janeiro, Estambul o la Ciudad de México. Es también tema de

discusión en círculos académicos que estudian la ciudad y, más específicamente, las

luchas por la justicia urbana en el contexto neoliberal. Existen diversas interpretaciones

sobre en qué consiste el derecho a la ciudad, así como sobre quiénes pueden ejercer

dicho derecho. Para algunos de sus impulsores, tanto en la academia como en los

movimientos sociales, un aspecto significativo del derecho a la ciudad es que este es

un derecho colectivo. Por ejemplo, en la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a

la Ciudad, elaborada entre el 2007 y el 2010 por diversas organizaciones

pertenecientes al movimiento urbano popular, con el apoyo del gobierno local, se

establece lo siguiente:

En tanto construcción de la comunidad culturalmente diversa que la produce y la


vive por ser un espacio que pertenece a todos sus habitantes, la ciudad es
reconocida en la Carta como un derecho humano colectivo, a diferencia de
instrumentos vigentes en otras ciudades que se limitan a promover el ejercicio y
satisfacción individualizada de los derechos humanos (2010: 6)

1
Becaria del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, Instituto de Investigaciones Sociales,
UNAM. El argumento desarrollado en este artículo fue originalmente presentado en la segunda jornada
por el derecho a la ciudad que se llevó a cabo en CIESAS-México el 31 de enero de 2013, así como en
un artículo de opinión publicado en la Revista DFnsor (Vol. 11, #3). Agradezco a Claudia Zamorano y
Carmen Icazuriaga por sus comentarios y sugerencias.

1
Más adelante se afirma que para llegar a la propuesta del carácter colectivo del

derecho a la ciudad se tomó en cuenta:

…la necesidad de superar la visión y la atención sectorial y desarticulada de los


problemas en la ciudad, para enfrentar situaciones que afectan por igual a todos
sus habitantes y visitantes, como la contaminación, el deterioro ambiental, la
violencia, el tránsito vehicular y la segregación urbana (Ibid: 7).

En estos fragmentos la Carta define el derecho a la ciudad como un derecho

humano colectivo (universal e inalienable), inherente a todos los que habitan la Ciudad

de México, es decir, como un derecho derivado de pertenecer a la urbe, así como de

compartir problemas comunes.2 Sin embargo, un poco más adelante la Carta enumera

sus fundamentos estratégicos de la siguiente manera:

…la función social de la ciudad y de la propiedad, la gestión participativa y la


producción democrática de la ciudad, el manejo sustentable y responsable de
sus bienes y el disfrute mismo de la ciudad, ninguno de ellos limitado a un solo
sector, disciplina o especialidad (Ibid.: 8).

Es claro que diversos actores asignan significados y valores distintos, incluso

incompatibles, a procesos como “la gestión participativa” o “el manejo sustentable y

responsable” de los recursos urbanos, es decir, la definición de estos procesos está en

pugna constante. Es por ello que el todos arriba mencionado, o en otras palabras, la

definición de la colectividad como la totalidad de los habitantes de la urbe, parecería

pasar por alto el carácter disputado no sólo de cómo debe ser la ciudad sino de

quiénes son sus habitantes legítimos.

Sin el afán de reducir la complejidad de la Carta de la Ciudad de México por el

Derecho a la Ciudad, ni de restar importancia a la organización social generada en

2
La Carta hace referencia a los derechos humanos como derechos universales que son “inherentes a la
naturaleza humana” y sin cuyo ejercicio “no es posible vivir con la dignidad que corresponde a toda
persona y comunidad por igual” (2010: 7).

2
torno a su producción, en el presente artículo propongo un análisis crítico de la idea de

la colectividad que, desde mi lectura, aparece implícito en la misma. No es mi interés

reflexionar sobre la posibilidad de darle una especificidad jurídica al derecho a la

ciudad, así como a su carácter colectivo. Mi argumento es que tanto la popularidad y

fuerza del concepto del derecho a la ciudad, como la conceptualización del nosotros

urbano que puede ejercer dicho derecho, deben de ser entendidos a la luz de un

contexto discursivo más amplio estructurado en torno al lenguaje liberal de los

derechos y en el cual tienen cabida proyectos políticos y sociales aparentemente

divergentes: desde movilizaciones populares por el acceso a la vivienda hasta

proyectos de gentrificación (Kuymulu, 2013). Dicho de otro modo, si bien el concepto

del derecho a la ciudad (y de la colectividad a quien es inherente) es movilizado por

diversos actores en oposición a las injusticias y exclusiones del neoliberalismo (es

decir, como un concepto externo y opuesto al mismo), el concepto a su vez participa

del sentido común neoliberal que hoy domina la esfera pública (Goldstein, 2007).

En el caso de la Ciudad de México, el lenguaje de derechos, así como las

nociones de democracia y ciudadanía que lo acompañan, son movilizados en diversos

proyectos de desarrollo urbano para delimitar a una colectividad urbana “legítima”,

conformada por “ciudadanos responsables”, que deja fuera a amplios sectores de la

población. La propuesta es entonces insertar el debate del derecho a la ciudad en una

discusión más amplia sobre el neoliberalismo en donde este último es abordado como

un proceso de transformación de las relaciones estado-sociedad, de las formas de

gobernar, de las subjetividades políticas, y de la manera en que se legitiman la

pertenencia y la participación en la ciudad.

3
Para desarrollar este argumento presento un breve esbozo del concepto del

derecho a la ciudad como lo definió originalmente Lefevbre, así como de la manera en

que este concepto ha sido retomado como bandera de lucha en contra de la llamada

ciudad neoliberal. Sugiero que a las discusiones sobre el “urbanismo neoliberal” habría

que añadir una reflexión más amplia que nos permita entender cómo el concepto del

derecho a la ciudad da cabida a visiones de los problemas urbanos y de la ciudad

deseada que podrían ser pensadas como discordantes. Posteriormente ofrezco

algunas reflexiones tomadas de mi trabajo de investigación sobre el proyecto de

“rescate” del centro histórico de la Ciudad de México para analizar la manera en que el

lenguaje de los derechos (y de la ciudadanía responsable) es movilizado en este caso

para definir y delimitar a una colectividad urbana capaz de habitar dignamente el

corazón simbólico de la nación en contraposición a otros que lo denigran. Finalmente

reflexiono sobre las implicaciones de mi argumento para el debate sobre el derecho a

la ciudad.

El derecho a la ciudad y el lenguaje de los derechos

Henri Lefebvre definió el derecho a la ciudad en el contexto de las luchas políticas

y sociales de la Francia de los años 60 como el derecho a transformar de manera

radical el proceso de producción y disfrute del espacio urbano (1978). El derecho a la

ciudad estaba para Lefebvre profundamente vinculado a la lucha en contra de la

producción capitalista del espacio, misma que negaba el derecho a la ciudad a amplios

sectores de la población. Este último no implicaba únicamente el derecho a acceder

libremente al espacio urbano o a participar activamente en procesos y mecanismos ya

4
establecidos de toma de decisiones. Involucraba por el contrario una movilización

política orientada a transformar los procesos sociales que dan forma tanto a la ciudad

como a la gobernanza de la misma (Kuymulu, 2013: 926). De este modo, en la

acepción de Lefebvre, el derecho a la ciudad no aparecía como un derecho humano

inalienable sino como una serie de “derechos” sociales, contingentes y situados, que

más que existir previamente emanaban de las luchas políticas de colectividades

específicas (Ibid.). No era entonces un derecho inherente a todos los habitantes de la

ciudad, ni tampoco presuponía la existencia de una colectividad que podía ejercerlo,

sino un proyecto continuo de transformación política.

Al reflexionar sobre el derecho a la ciudad, el geógrafo David Harvey busca

retomar la noción propuesta por Lefebvre, y a su vez llevarla al debate sobre el

llamado “urbanismo neoliberal”. Este último término ha sido acuñado por diversos

autores para señalar una serie de procesos implementados en la ciudad a partir de las

últimas décadas del siglo 20 que incluyen la transformación de un urbanismo basado

en políticas sociales redistributivas a un urbanismo basado en el capital financiero y en

la economía de servicios, así como una creciente participación del capital privado en

los proyectos de urbanización y desarrollo inmobiliario (Brenner &Theodore, 2002,

Harvey, 2001). Al mismo tiempo, el término “urbanismo neoliberal” se utiliza en

referencia al “adelgazamiento” del estado como árbitro social y proveedor de servicios,

así como al aumento de su presencia en el ámbito del control policial, con políticas de

“tolerancia cero” que tienden a criminalizar la pobreza urbana (Smith, 2002, Wacqant,

2001).

Harvey inserta la discusión del concepto del derecho a la ciudad en el contexto

5
analítico delineado arriba y al mismo tiempo lo sitúa en el debate de los derechos

humanos. En un artículo titulado El derecho a la ciudad (2008) sostiene que el

urbanismo neoliberal ha generado cambios importantes en los estilos de vida urbanos

que van de la mano de la mercantilización de la calidad de vida. Mientras que proliferan

los enclaves de lujo que se mantienen bajo vigilancia constante, los asentamientos

ilegales y las zonas marginales de las ciudades no sólo carecen de servicios básicos

sino que viven azotadas por la violencia. Harvey argumenta que en este contexto el

derecho a la ciudad está en manos privadas o cuasi privadas. La consecuencia es la

desposesión de las masas urbanas de este derecho, así como la erosión de formas

colectivas de pertenencia y participación política. Para Harvey el derecho a la ciudad es

entonces un derecho colectivo:

El derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los


recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos
cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya
que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder
colectivo para remodelar los procesos de urbanización (Harvey, 2008: 23).

De este modo, Harvey ubica el derecho a la ciudad dentro del discurso de los

derechos humanos—lo llama “otro tipo de derecho humano”—y al mismo tiempo crítica

a este discurso por no desafiar “las lógicas de mercado liberales y neoliberales o los

modos dominantes de legalidad y de acción estatal” (Ibid.). Al proponerlo como un

derecho colectivo Harvey busca contrarrestar el carácter individualista del lenguaje de

los derechos y proponer, como hacía Lefebvre, que el derecho a la ciudad implica una

transformación radical de las formas de producir el espacio urbano. Sin embargo, más

adelante define el derecho a la ciudad como el ejercicio de un “mayor control

democrático” sobre la producción del espacio (Ibid: 37), lo cual puede ser equiparado a

6
pensar dicho derecho como una forma de participación ciudadana (Kuymulu 2013:

927). El texto de Harvey exhibe entonces una tensión entre una definición del derecho

a la ciudad como un proceso de transformación radical del espacio, por un lado, y como

un proceso de participación ciudadana democrática, por el otro. Esta tensión es

también evidente en la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad. En

esta se movilizan nociones como “desigualdad”, “marginalidad”, “solidaridad”,

“contrapunto de la ciudad mercancía”, que aluden no sólo a la especificidad de clase de

algunas de las demandas enmarcadas en el derecho a la ciudad, sino al carácter

contestado de la misma. Al mismo tiempo se menciona la necesidad de construir una

“ciudadanía activa y responsable”, así como de lograr la gestión democrática de la

ciudad, lo cual desdibuja el lenguaje de clase.

Sin el afán de simplificar el argumento de Harvey (o de la manera en que este

resuena en el discurso de los movimientos sociales), quiero sugerir que su abordaje del

neoliberalismo pasa por alto la manera en que las dinámicas espaciales que discute

van de la mano de una nueva fetichización del lenguaje de los derechos y de los

discursos sobre la democracia y la ciudadanía, mismos que pueden ser, y de hecho

son movilizados tanto por proyectos urbanos neoliberales como por la crítica a los

mismos. Como afirma Mehmet Baris Kuymulu: “parecería que es imposible articular

proyectos políticos sin referencia a cuestiones de derechos humanos y democracia,

aún cuando muchos de los proyectos movilizados en torno a estas nociones tienen

fines contradictorios, incluso incompatibles” (Kuymulu 2013: 924).

Propongo que para explicar esta aparente contradicción es necesario incorporar

otras perspectivas al análisis del neoliberalismo en la ciudad. Desde la perspectiva de

7
la sociología política algunos académicos como Nikolas Rose han abordado al

neoliberalismo no únicamente como una serie de políticas públicas sino, de manera

más amplia, como un cambio en las relaciones estado-sociedad caracterizado por una

redistribución de responsabilidades y riesgos del primero hacia la segunda, así como

por la propagación de formas de gobernanza que intervienen al nivel de las

capacidades y las conductas individuales. En este contexto, el ideal de un estado

robusto encargado de garantizar los derechos sociales de sus ciudadanos, así como

las formas de solidaridad social que eran base del estado de bienestar, son vistos

como obsoletos (Rose, 1999). Asimismo, desde la antropología política algunos autores

como Jean y John Comaroff han analizado la manera en que el neoliberalismo

involucra la fetichización del ciudadano como actor central del proceso democrático, así

como la consolidación de nuevos actores colectivos como la sociedad civil, que

subrayan la autonomía de los individuos y su capacidad de organizarse al margen de

los aparatos gubernamentales (Comaroff &Comaroff, 1999). Las subjetividades

políticas contemporáneas aparecen entonces permeadas por una moral neoliberal

caracterizada por un culto al individualismo extremo y a la responsabilidad y el

desarrollo personales.

Vemos entonces como el lenguaje liberal de los derechos y los discursos sobre

la democracia, la ciudadanía y la sociedad civil no son externos sino que participan del

sentido común y de las sensibilidades políticas del neoliberalismo. Si bien se movilizan

en oposición a las injusticias y exclusiones que caracterizan al presente neoliberal, al

mismo tiempo domestican y silencian otras formas de participación y pertenencia

política, como por ejemplo aquellas estructuradas en torno a un lenguaje de clase. En

8
la Ciudad de México las transformaciones espaciales asociadas con formas del

urbanismo neoliberal son también inseparables de transformaciones más amplias en

los discursos y en las subjetividades políticas, mismas que aparecen permeadas por el

lenguaje de los derechos y los discursos de la democracia, la ciudadanía responsable,

la legalidad y el orden. En la siguiente sección presento un esbozo del giro neoliberal

en la ciudad de México, así como de la manera en que se moviliza el lenguaje de los

derechos en este contexto. Me concentro más específicamente en la figura del

“informal”, sobre todo el vendedor ambulante, como una figura que materializa las

tensiones y contradicciones del urbanismo neoliberal y del lenguaje de los derechos.

La ciudad de México en el contexto del urbanismo neoliberal

Como otros muchos países, México comenzó a transitar hacia un modelo

económico, político y social neoliberal a partir de la crisis económica de 1982 que ha

incluido la implementación de los principios del libre mercado, la apertura de la

economía al capital internacional y la redistribución de responsabilidades desde el

estado hacia la sociedad (Aitken, Craske, Jones & Stransfield 1996, Rose 1999). La

ciudad de México ha sido escenario fundamental de estas transformaciones. En el

contexto de crisis y cambios estructurales que caracterizó a la década de los 80, esta

experimentó una disminución significativa de su función industrial. Si bien la ciudad

tuvo un repunte económico a partir de los años 90, este se dio en torno a la economía

de servicios, así como a su creciente participación en la economía global (Panreiter,

2011). En otras palabras, la ciudad entró en un proceso de terciarización gradual, en

9
donde la industria de los servicios se convirtió en la actividad económica central,

especialmente los servicios relacionados con las finanzas y el desarrollo inmobiliario.3

Estos procesos han ido acompañados de nuevas formas de gobernanza

caracterizadas tanto por políticas fiscales como por un entorno jurídico favorables a los

desarrolladores y a los inversionistas, así como por la flexibilización de los procesos de

desarrollo urbano (Becker &Muller, 2013: 80). Por otro lado, algunos autores han

argumentado que la reestructuración de la economía ha generado una creciente

informalización del empleo, como es evidente en la proliferación de actividades

llamadas “informales” en las calles de la ciudad, entre las que destacan los vendedores

ambulantes, los “franeleros” o “viene viene”, los lavacoches y los limpiaparabrisas

(Ibid.). Paralelamente al incremento de la llamada “informalidad” ha habido un proceso

de criminalización de estas actividades con la implementación de políticas de

“tolerancia cero” basadas en modelos policiales internacionales (Meneses Reyes,

2011).

Si bien los cambios que ha experimentado la Ciudad de México en las últimas

décadas están insertos en procesos globales de transformación del espacio urbano,

presentan también especificidades locales que es importante tomar en cuenta4.

3
La ciudad concentraba en 2004 el 76% del total del valor agregado nacional en el rubro de los servicios
(las tres delegaciones centrales de la ciudad, Miguel Hidalgo, Cuauhtémoc y Benito Juárez,
concentraban el 55% de dicho valor agregado nacional), así como la mayoría de las sedes corporativas
de las empresas nacionales e internacionales que operaban en el país (93% de las quinientas empresas
más importantes tenían sus sedes en el Distrito Federa en 2003) (Panreiter, 2011: 2)
4
Neil Brenner y Nik Theodore (2002) han propuesto estudiar las geografías del “neoliberalismo
realmente existente”, es decir, han argumentado que el urbanismo neoliberal debe ser entendido no
como un proceso político o económico unificado, sino como una serie de fenómenos dispares insertos
en contextos y configuraciones políticas locales que impactan al espacio y a sus habitantes de maneras
particulares.

10
Recordemos en primer lugar que el neoliberalismo vino a sustituir, gradualmente, a la

ideología del estado posrevolucionario mexicano, misma que se inscribía en el

horizonte político de la ciudadanía social del siglo 20. En ese contexto el estado se

erigía como árbitro social y enarbolaba la promesa de justicia social y bienestar para

todos. Si bien es indudable que hubo amplios sectores urbanos que quedaron fuera de

los beneficios de la modernización de una ciudad profundamente desigual, también es

cierto que hubo mecanismos de inclusión del los sectores populares a las estructuras

corporativas del régimen (Davis, 1994). En otras palabras los sectores populares

tuvieron acceso a lo que Claudio Lomnitz ha llamado una ciudadanía social masificada

(Lomnitz, 2001).

En el discurso neoliberal que se ha implantado en las últimas décadas, hasta

convertirse en una especie de sentido común, el lenguaje de los derechos, la

ciudadanía responsable y la legalidad ha venido a sustituir a un lenguaje de clase en la

discusión de los problemas urbanos. La informalidad es vista en este contexto no como

una consecuencia de la reestructuración de la economía bajo el signo del

neoliberalismo, sino como la causa del desorden urbano. En efecto, tanto en el

discurso público como en el habla cotidiana los sujetos que diariamente laboran en las

calles de la ciudad, especialmente los vendedores ambulantes, aparecen como la

materialización de todos los problemas urbanos—desde el caos, hasta la corrupción y

la criminalidad. Son también vistas como legados del corporativismo posrevolucionario,

es decir, clientelas que son la antítesis de la ciudadanía. Las alusiones a la precariedad

de las condiciones laborales de estos sujetos, incluso al derecho al trabajo como un

derecho fundamental, son prácticamente inexistentes en el discurso público

11
contemporáneo. El punto clave es que el “informal” es en parte producto del “urbanismo

neoliberal” y al mismo tiempo representado como un residuo del pasado, esto último

mediante el lenguaje de los derechos y la ciudadanía.

En la siguiente y última sección abordo el caso del más reciente proyecto de

“rescate” del centro histórico de la Ciudad de México para analizar cómo en nombre de

la ciudadanía y los derechos se construye una colectividad urbana que no únicamente

deja fuera a amplios sectores de la población, en específico a los “informales”, sino que

deslegitima otras formas de pertenencia y de apropiación del espacio. Es importante

aclarar que el derecho a la ciudad no ha sido un tema explícito en dicho proyecto. Sin

embargo resulta un caso pertinente para reflexionar sobre la centralidad del lenguaje

de los derechos y de la ciudadanía en proyectos urbanos que participan de formas

neoliberales de producción del espacio, a las cuales se opone el movimiento por el

derecho a la ciudad.

El “rescate” del centro histórico y la colectividad urbana

Desde mediados del año 2001, el centro histórico de la Ciudad de México ha

sido objeto de un proyecto de “rescate” (según el término utilizado por diversos actores

locales). Impulsado originalmente por el entonces Jefe de Gobierno del Distrito Federal

Andrés Manuel López Obrador y por el empresario Carlos Slim, este proyecto ha

buscado no sólo renovar edificios y plazas públicas monumentales, sino reactivar la

economía de la zona, convertirlo en un espacio atractivo y seguro para diversos

sectores sociales, especialmente las clases medias y altas que lo habían abandonado,

y así devolverle su carácter habitacional. Para ello se ha introducido un programa de

12
seguridad pública basado, entre otros modelos, en el enfoque de la “tolerancia cero”

iniciado en Nueva York por el exalcalde Rudolph Giuliani. También se han creado

incentivos fiscales para la inversión privada, sobre todo en el rubro de la vivienda, y se

ha retirado a los comerciantes ambulantes de la mayoría de las calles de la zona5.

Como han argumentado varios autores, el rescate del centro histórico está

inserto en formas globales del urbanismo neoliberal, que incluyen la mercantilización de

áreas urbanas previamente marginalizadas, transformadas en espacios atractivos para

las clases medias educadas, y la criminalización y expulsión de las poblaciones más

vulnerables (Becker & Muller 2013). Al mismo tiempo este proyecto participa de la

propagación de los discursos de la democracia y la ciudadanía responsables, así como

del lenguaje de los derechos, que he venido discutiendo a lo largo del artículo. Como

veremos a continuación, los promotores y beneficiarios de este proyecto de renovación

urbana han movilizado el lenguaje de la ciudadanía y de los derechos (específicamente

el derecho al libre tránsito, a la seguridad y al disfrute de un espacio común) para

delimitar una colectividad urbana—un nosotros—conformado por ciudadanos

responsables capaces de habitar el espacio patrimonial más importante de la nación,

frente a “otros” que lo denigran.

5
El proyecto de “rescate” ha tenido varias etapas. La primera se llevó a cabo entre el 2002 y el 2006
durante la administración de Andrés Manuel López Obrador. El Fidecomiso Centro Histórico, el
organismo público encargado de implementar el proyecto, durante esta etapa con la Fundación del
Centro Histórico, organismo no lucrativo creado por Carlos Slim en los trabajos de remodelación. Estos
incluyeron el remozamiento de 34 manzanas entre el Zócalo y la Alameda Central, así como de algunas
calles aledañas al Palacio Nacional. Al sustituir a Andrés Manuel López Obrador como jefe de Gobierno
a principios de 2007 Marcelo Ebrard creó la Autoridad del Centro Histórico (ACH), órgano que se ha
encargado de ampliar y extender los alcances del proyecto de rescate del centro histórico, mismos que
continúan en la actualidad. Para mayor información sobre el proyecto de “rescate” en sus diferentes
etapas, ver: (Becker &Muller, 2013, Crossa, 2009, Leal Martínez, 2007, Leal Martínez, 2011, Meneses
Reyes, 2011, Silva Londoño)

13
Esta no es la primera ocasión en que este vasto y heterogéneo espacio, tal vez

uno de los lugares más emblemáticos de toda la ciudad, ha sido intervenido con base

en el diagnóstico de diversos expertos, quienes han argumentado que es necesario

“recuperar” el corazón simbólico de la nación de problemas como el deterioro, el

abandono, o la contaminación. Uno de estos diagnósticos, producido por un grupo de

reconocidos urbanistas en el año 2000 y que sirvió de base para el actual proyecto de

rescate, asevera que a partir de la década de los 70 del siglo pasado “la dinámica

socio-espacial” del centro histórico estuvo marcada por “el despoblamiento, el deterioro

físico y la pérdida de varias de sus funciones centrales” (2000: 6). Entre los principales

problemas señalados por el estudio aparece la inseguridad y el aumento de la

economía informal, que incluye no sólo al comercio en la vía pública (que es

responsabilizado de crear conflictos constantes por el uso de la calle, entorpecer la

circulación, y producir suciedad) sino también:

[A] la mendicidad disfrazada en “servicios”: “lavacoches”, “cuidadores” de


automóviles, “limpia parabrisas”, prostitución y algunas prácticas vinculadas
directa o indirectamente con el crimen organizado (Ibid.: 12-13).

El diagnóstico construye entonces a los “informales” como uno de los problemas

más graves del espacio urbano. Enfatizando el carácter patrimonial del centro histórico

afirma que ante los vastos problemas que lo aquejan el reto es:

…lograr que el gran peso que este espacio representa para la identidad nacional
sirva como uno de los motores para la (re)construcción o refundación de la
metrópoli del nuevo milenio, y no esté destinada a ser el museo de la historia de
una ciudad sin proyecto colectivo (Ibid.: 8).

Este documento forma parte de lo que en mi investigación he llamado el

discurso del rescate del centro histórico—un conjunto de reportes de expertos,

declaraciones públicas, artículos en la prensa, proyectos culturales, etc.—que lo han

14
construido a la vez como un espacio patrimonial y como un espacio problema. El

“corazón simbólico de la nación” aparece así como un lugar “”vacío” (que ha perdido a

sus habitantes) y como un lugar “tomado” (algunos dicen “secuestrado”) por la basura,

la contaminación, el desorden, la ilegalidad y, de manera muy importante, la

informalidad. Es por ello que debe ser rescatado para todos los mexicanos.

Durante una estancia de campo etnográfica en el centro histórico entre enero de

2006 y mayo de 2007, me encontré con que el discurso del rescate era (re)producido

por los más diversos actores, desde funcionarios públicos e inversionistas, hasta

jóvenes profesionistas y artistas que llegaron a vivir a edificios remodelados. Estos

hablaban del centro histórico como “una muestra muy importante de lo que es México”

que sin embargo “se estaba despoblando, se estaba abandonando, se estaba

convirtiendo en una zona abandonada,” según las palabras de un joven que trabajaba

en la promoción del proyecto desde la iniciativa privada.

Al igual que el diagnóstico mencionado arriba, los promotores y beneficiarios del

rescate representaban a los vendedores ambulantes como los principales culpables del

deterioro del centro histórico. Hablaban de ellos como una “plaga” en reproducción

constante, o como un “cáncer”, o como “ratas”, “violentos”, “corruptos”, “sucios”, una

“bomba a punto de explotar”, o como “las invasiones bárbaras”. Además los

responsabilizan de la inseguridad de la zona y de privatizar (tomar, secuestrar) un

espacio público patrimonial, es decir, un espacio perteneciente a todos y con ello

atentar contra el derecho al libre tránsito, a la seguridad y al disfrute de un espacio

común.

15
En contraposición a la figura del “informal”, en el discurso del rescate aparecía

un nuevo protagonista, la sociedad civil. Veamos como ejemplo un artículo de la

periodista y escritora Guadalupe Loaeza publicado en periódico Reforma en agosto de

2001:

[El proyecto de rescate] es un llamado que, si la sociedad civil le presta la debida


atención, contribuirá a mejorar la calidad de vida de los que habitan en el centro.
Ayudará a regresarle la dignidad que desafortunadamente ha perdido.
Colaborará a recuperar la seguridad y la belleza de sus palacios. No, no hay
tiempo que perder. Ya lo hemos perdido demasiado. (…) Pero, sobre todo, como
ciudadanos cada vez más adultos y democráticos, démonos la oportunidad de
comprometernos con este proyecto. Creamos en él. No lo veamos con
escepticismo, ni mucho menos con indiferencia. ¡Hagámoslo nuestro! Nos
conviene. Partamos de la base de que el proyecto está en muy buenas manos.
Es el único Centro Histórico que tenemos. Si no lo atendemos, se nos puede
morir definitivamente.

La sociedad civil aparecía como un actor colectivo capaz de valorar el espacio

patrimonial, trabajar para rescatarlo y habitarlo con dignidad. La conformaban

ciudadanos maduros y comprometidos capaces de asumir la responsabilidad de la

recuperación. Aparecía también como un actor dotado de una autoridad moral que

garantizaría la viabilidad del proyecto. De este modo, la sociedad civil se delineaba en

contraste con otros actores colectivos de los que el centro tendría que ser recuperado,

especialmente aquellos que participaban de la economía informal y de las prácticas

clientelares y corporativas que la caracterizan. Era entonces en términos de una

colectividad imaginada como incluyente que se proponía el “rescate” del espacio

patrimonial para todos. Sin embargo, la figura de la sociedad civil dejaba fuera a los

culpables del deterioro.6

6
Una lógica similar permea el más reciente debate sobre la instalación de parquímetros en algunas
colonias de la ciudad central. En estas discusiones los franeleros aparecen como responsables de la
falta de espacios de estacionamiento y del caos vial en la ciudad. Al igual de que a los comerciantes
ambulantes, se acusa a los franeleros de privatizar y lucrar con un bien público, la calle.

16
En las discusiones sobre el comercio ambulante en las calles del centro histórico

nunca se mencionaba el derecho al trabajo o las condiciones económicas, políticas y

sociales que han producido la explosión de la informalidad. Vemos entonces como el

lenguaje de los derechos (en este caso el derecho al libre tránsito, el derecho a la

seguridad) es utilizado para representar ciertas formas de habitar la ciudad como

ilegítimas y por tanto sin lugar en el nosotros, es decir, en la colectividad de ciudadanos

responsables.

Conclusión

En el presente artículo he buscado situar la discusión sobre el derecho a la

ciudad, y más específicamente la noción de la colectividad implícita en este derecho en

un debate más amplio sobre el neoliberalismo en la ciudad. Mi objetivo ha sido ofrecer

una reflexión crítica sobre la manera en que visiones de la ciudad y de los problemas

urbanos que podrían ser pensadas como discordantes se pueden articular en torno al

concepto del derecho a la ciudad. Si bien este es enarbolado como bandera de lucha

por movimientos sociales a lo largo del mundo que buscan combatir los procesos

urbanos que convierten a la ciudad en una mercancía sólo accesible para algunos,

también es movilizado por instituciones y organizaciones internacionales como ONU-

Hábitat que la insertan claramente dentro del lenguaje liberal de los derechos. Este

lenguaje borra del discurso público las referencias al carácter de clase del urbanismo

neoliberal y de la exclusión que conlleva. En este contexto, otras demandas, así como

otras formas de apropiarse y habitar el espacio aparecen como ilegítimas.

17
Propuse que para abordar esta aparente contradicción es necesario

complementar la discusión sobre el urbanismo neoliberal generada en los estudios

urbanos con otras aproximaciones al neoliberalismo como una serie de valores y

sensibilidades políticas caracterizadas por la celebración de la autonomía y la

responsabilidad individual. Con base en el caso del “rescate” del centro histórico de la

ciudad de México he argumentado que el lenguaje de los derechos—y los discursos de

la democracia y la ciudadanía que lo acompañan—ha sido movilizado para delimitar los

usos apropiados del espacio, así como a sus habitantes legítimos. Ese “nosotros”

aparentemente incluyente deja fuera a los trabajadores informales que son

representados como la antítesis de la ciudadanía. Es en este sentido que quiero sugerir

que la misma definición de la colectividad urbana, es decir, de quien conforma el

nosotros de la ciudad, así como de cuáles son sus características y sus derechos, lejos

de ser algo dado, es un terreno de lucha política.

18
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