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Los adolescentes no necesitan autoayuda, necesitan sufrir

Por Eudald Espulga

«Horripila pensar que nuestra vida es un relato sin fábula ni héroe, hecho de
vaciedad y cristal, del ardiente balbuceo de retrocesos tan sólo, de gripal delirio».

No sé cuantas veces he releído estos versos de Ósip Mandelstam. A mis 17 o 18


años nunca había abierto un libro del poeta ruso, pero sus palabras resumían
perfectamente el fatalismo cósmico que sentía por aquel entonces. Todavía hoy
guardo la cita como parte de un tesoro mucho más extenso, que cuenta con
tantas otras frases inflamadas, tan esnobs como cursis, sobre lo terrible que
resulta vivir en este mundo.

Cuando eres adolescente, la intensidad trágica debería ser el denominador


común de casi todas tus preferencias lectoras. Lo pensé después de ver el
anuncio de El método OT para llegar a ser un gran artista, una suerte de manual
de autoayuda elevado a la máxima potencia. En las cuatro páginas
promocionales que apenas llegamos a ver, se aconsejan cosas como «ser
natural», «empatizar» o «tomar vitamina C» y no se aconseja «no sentir nada»,
«no disfrutar» o «no emocionarse».

La amplitud de las prescripciones hace que sirvan tanto para prevenir el


escorbuto como para trabajar de cirujano. Incluso si aceptamos que los consejos
deben enmarcarse en el contexto de una actuación musical —se aconseja
también «proyectar la voz» o «vocalizar»—, es fácil comprobar que el libro se
ajusta a un contexto más amplio de la cultura de la autoayuda, donde la
felicidad, la autenticidad y la inteligencia emocional se convierten en
imperativos sociales.

El libro de OT es una anécdota, poco más que merchandising mal hecho, pero
el nicho de mercado al que se dirige es sintomático: está pensado para que
compita con una oferta compuesta por libros como Sé un adolescente
feliz, Cartas a un joven emprendedor o Autoestima: un manual para adolescentes.
Todos estos libros, y muchos más, coinciden en un mismo empeño por
normalizar la orografía emocional de los jóvenes.

Pero, ¿es necesario empezar a patologizar la tristeza a los 15 años? ¿Debemos


animar a los adolescentes a corregir su inestabilidad emocional para convertirse
en jóvenes productivos? ¿Por qué no podemos dejar que indaguen en sus
desgracias en vez tratarlos como futuros adultos disfuncionales?

Con 16 años nadie lee Las vírgenes suicidas por las virtudes narrativas de Jeffrey
Eugenides. De Rayuela sobran 154 capítulos: todos los que no dicen eso de
«andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos».
Que La insoportable levedad del ser sea una novela política resulta incluso
molesto. Queremos recrearnos en la metáfora de la física: levedad y gravedad,
sufrimiento y afirmación, sexo y existencialismo.

La campaña «Ya tienes edad para leer esto», que a finales de julio lanzó la
editorial Anagrama, apuntaba en la dirección correcta. Delphine de Vigan,
Nabokov o Cioran no son lecturas demasiado fuertes o prematuras. Al contrario,
funcionan como lubricantes hormonales: estimulan la transgresión, pero
también la encauzan. Nos permiten alfabetizar el deseo y sublimar el fracaso,
poner palabras a una visceralidad recién descubierta.

Los adolescentes no son ratas de laboratorio. No los podemos condicionar para


esbocen una sonrisa cada vez que pronunciemos la palabra «autoestima». Sólo
si los infantilizamos podemos llegar a creer que unas gotitas de autoayuda van a
detener la rueda del sufrimiento en la que están metidos. ¿De verdad necesitan
una lista que diga «no se aconseja no disfrutar» o «no se aconseja no sentir
nada»? Recomendar este bienestar obligatorio parece tan inefectivo como
intentar detener un ataque de nervios diciendo «tranquilo», «tranquilo»,
«tranquilo».

Si estas publicaciones se siguen consumiendo es porque conectan con el espíritu


de los tiempos. Refuerzan la idea de que la felicidad y el éxito son
responsabilidades individuales que depende de cosas como la actitud, la dieta o
los pensamientos positivos. Algo que parece especialmente perverso cuando este
discurso desborda los manuales de management y se dirige a los integrantes de
la Generación Z, incluso en un formato tan ingenuo como el libro de OT, pues
sus inseguridades, quizá más que nunca, tienen raíces políticas.

Está claro que el pesimismo metafísico de Sylvia Plath o Samuel Beckett


tampoco los salvará. Quizá ni les ayudará a sobrellevar su amargura. Pero por lo
menos sabrán que ese «fracasa mejor» de las tazas de Mr. Wonderful no era una
invitación a la superación personal, sino que se refería a la necesidad de
zambullirnos en un fracaso inevitable, inacabable, con el que sólo nos queda
negociar.

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