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La muerte de Iñigo Cabacas por el impacto de una bola de goma disparada por la
Policía Autónoma vasca nos ha devuelto a un viejo debate del que sus
conclusiones hace tiempo que conocemos. No hace falta que Rodolfo Ares o los
sindicatos corporativos policiales nos pongan sobre la mesa reflexiones de revistas
del corazón. No hay excepcionalidad en la actuación policial, sino la continuidad de
una actividad prolongadamente malvada.
Recordarán que hace unos años el mundo se escandalizó con los sucesos de Abu
Ghraib, cuando los carceleros estadounidenses torturaron y humillaron a sus
prisioneros iraquíes, sacando fotografías incluso de sus tropelías: simulacros de
ejecución, masturbación y de sodomía. Los internos en Abu Ghraib fueron
torturados y cuando alguno de ellos murió, hubo médicos y funcionarios capaces
de falsear los informes para encontrar argumentos con los que justificar la muerte.
La distancia es enorme, pero no pude menos que recordarlos cuando «Deia» hizo
una entrevista anónima (por supuesto) a un agente de la Ertzaintza que explicaba
de manera vergonzante, y notoriamente contraria a los testigos, lo sucedido en los
instantes previos a la muerte de Iñigo Cabacas.
En Abu Ghraib no se trató de una maldad cometida por un grupo de sádicos, sino
de un procedimiento estudiado para destruir la dignidad humana. No había sádicos
entre los soldados. Todas eran, aunque de extracción humilde y poca formación,
personas equilibradas. En aquella crónica se encontraron implicados desde
médicos, psicólogos y científicos hasta soldados de condición universal: padres de
familia, excelentes maridos, trabajadores, profesores, religiosos... No eran,
supuestamente, manzanas podridas.
Y hoy, unos años más tarde, al leer en «The Guardian» a Lynndie England, la
soldado estadounidense cuyas imágenes torturando a los presos de la cárcel de
Abu Ghraib dieron la vuelta al mundo, nos quedamos con la misma impresión de
siempre: «Ellos eran los malos», dice England. Y ante la maldad del enemigo el fin
justifica los medios. La tortura y la muerte, sobre todo.
Si es que hay una frontera entre unos y otros, que lo dudo, son los «policías
buenos», precisamente, los que mantienen ese sistema, los que nunca hacen
nada por denunciar a los «policías malos». Nadie los denuncia públicamente. En
cuarenta años conozco excepciones en la excepción. Mínimas. Los «buenos» son
los que hacen que el sistema funcione. Es como la buena madre que permite a su
cónyuge maltratar a sus hijos sin oponerse, es el propio sistema.
«Die Welle» (La ola), dirigida en 2008 por Dennis Gansel, nos dio la medida de esa
contaminación. Nuevamente, la cesta de manzanas se pudrió, con una facilidad
que nos dejó aterrados. Un grupo de estudiantes de corte antisistema, alternativos,
fue reconducido, a través de técnicas grupales, hacia posturas filofascistas.
Impresionante y real.
Zimbardo escribió aquella experiencia mucho después en, como he apuntado, «El
efecto Lucifer»: Comprendiendo cómo gente buena se transforma en mala. La
lectura del psicólogo era espeluznante. Y la describía en dos apartados: «la
mayoría silenciosa hace que algo sea aceptable». Si nadie protesta, si la noticia no
existe, los verdugos continúan implacablemente su tarea.
La segunda tenía que ver con algo que cargamos desde hace muchísimo tiempo:
el anonimato de los victimarios. Ese anonimato, precisamente, convierte en bestias
a policías, funcionarios de prisiones y soldados en el frente. Un anonimato que va
desde la X de la cúspide de la pirámide, hasta el último escalafón, cubierto con un
pasamontañas a los que eufemísticamente llaman «verduguillos». ¡Ay del
lenguaje!
Hemos oído una y otra vez decir, en la cercanía y en la lejanía: «yo no soy de esa
clase de personas». Y, sin embargo, esa clase de personas existen en una
cantidad que debiera servir de reflexión. ¿Qué incita a un agente a meter el palo
de una escoba por la vagina de una detenida en la comisaría de la Policía de
Iruñea, tal y como fue denunciado en el Juzgado de Instrucción número 2 de
Iruñea? ¿Por qué un juez no se atrevió a seguir con aquel caso? ¿Por qué no hubo
otros agentes que denunciaron al «poli malo» si ellos teóricamente eran
«buenos»?
Las circunstancias excepcionales son las que, finalmente, ponen a cada uno en su
lugar. Las que al llegar ofrecen la perspectiva de cada uno de nosotros. Y es en
ellas, en esta ocasión con motivo de la muerte de Iñigo, donde no hemos
encontrado más que continuidad. Continuidad de un discurso que sabemos hueco
y que no nos hace sino confirmar que el cesto está podrido. Por el bien común,
Rodolfo Ares, si tuviera dignidad, debería modificar su curriculum vitae.