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La lectura, otra forma de las artes del lenguaje, es el instrumento del saber y el centro
de la actividad educativa. Todo lo sabemos o conocemos a través de la lectura. Por
consiguiente, si deseamos aprender algo, educarnos y ser cada día más cultos, tenemos que
adquirir el hábito lector permanente.
Con la posesión de este hábito superior que debemos esforzarnos por hacerlo propio ,
y ejercicio para toda la vida, conseguimos de manera funcional el dominio de los signos
escritos (ortografía), cada vez más amplios y mejores recursos de expresión (léxico), y la
posesión de las principales estructuras idiomáticas (Gramática).
En la práctica de esta actividad instrumental básica en sus dos formas cardinales: oral y
silenciosa, se aprende a leer fructíferamente y ser lector culto. Desde sus inicios tiene que
ponerse empeño en penetrar en la significación de lo que transmite el texto que se lee; esto
es, en posesionarse del sentido de lo que la palabra en su contexto encarna; es decir de los
conceptos, emociones e imágenes que encierra. De este modo se despierta en nosotros el
deseo de leer que abrirá paso a la habilidad de leer y que se convertirá luego en una
necesidad.
No se lee por leer, se lee por un deseo de saber, por adueñarse del contenido de lo
que se lee, por educarse, por enriquecerse con la luz que las palabras portan. Quien lee por
leer hace lectura mecánica, atropella y deforma lo que lee; esto se pone de manifiesto
claramente en la lectura oral. Al leer, al hablar y al escribir no se puede separar el lenguaje de
las ideas, los sentimientos y las imágenes que con él se expresan. Situado en esta vía, uno se
aparta del aspecto mecánico de la lectura y penetra inteligentemente en lo que dice el texto
que lee y en la forma de cómo lo dice. De esta manera, leer verdaderamente es dialogar; es
decir, recrear en nuestra intimidad, a la luz de nuestro espíritu, lo expresado en las páginas
impresas.