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Breve historia del tiempo

en el arte musical
Arturo García Gómez1

E
n 1964 el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss afirmaba que mito y
música “son máquinas de suprimir el tiempo” (Lévi-Strauss 2015, p. 25). A
primera vista esta afirmación nos parece paradójica, ya que comúnmente se
afirma, al menos desde la Ilustración, que la música es un arte del tiempo, y no una
“máquina” para abolir el tiempo.
En su artículo “Musical Time and Music as an Art of Time” (1980) Philip
Alperson afirma que algo tan obvio como es el hecho de que la música se nos presente
en el tiempo, sea a la vez algo tan significativo. Esto nos conduce a reflexionar sobre
la doble relación que se establece entre el tiempo y la música. Por una parte, lo que
la Ilustración alemana en el siglo ya la había definido como un arte del tiempo,
si no es que la música es “el arte del tiempo”; y por la otra, lo que en la estética del
siglo xx se ha denominado como el “tiempo musical” que se distingue del tiempo
ontológico o del espacio-tiempo de la ciencia.
En efecto, la idea de la música como un “arte del tiempo” surge en la Ilustración
a causa de la antigua división de las artes en “bellas”, cuya razón de ser era deleitar,
y en “mecánicas” cuya razón de ser era su utilidad. A la música se le consideró como
arte sólo hasta el Renacimiento. En la antigüedad la μουσική [mousiké], la ritmo-
entonación de la poesía, era considerada por los griegos de inspiración divina, y por
tanto no era un arte, es decir, una habilidad o destreza, sino un don otorgado por las
Musas (García Gómez 2013a).

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Docente-Investigador, Facultad de Bellas Artes, Universidad Michoacana de San Nicolás de
Hidalgo (México); artuchik@yahoo.com

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El término “ars”, que es el equivalente latino del término griego techné [τέχνη],
significaba destreza, habilidad, pericia en los oficios manuales como la pintura o la
carpintería, es decir, la habilidad requerida para construir un objeto. El arte, tal y
como se entendía en la antigüedad, tenía un ámbito considerablemente más amplio
que el concepto moderno, y comprendía, además de las “bellas artes”, los oficios
manuales y las ciencias.
Es más, se consideraba que el arte no sólo era el producto de la destreza, sino la
destreza misma, esto es, el dominio de las reglas y el conocimiento empírico del
experto en alguna ciencia. Por ello en el período clásico el pintor o el escultor fueron
considerados como artesanos [τεχνίται], mientras que el poeta era una especie
profeta, encargado de trasmitir el designio divino acompañado de su lira
(Tatarkiewicz, 2008:39-40).
En la Edad Media el término “ars” también incluyó no sólo a las artes sino
también a los oficios manuales y parte de las ciencias. Por ello las artes se clasificaron
según el tipo de trabajo, ya fuera mental o físico: las artes liberales (liberadas del
trabajo) y las vulgares respectivamente. En el siglo Flavio Magno Aurelio
Casiodoro, ministro de Teodorico, bosquejó el plan de estudios liberales que debían
seguir los clérigos en el segundo libro de sus Institutiones divinarum et saecularium
litterarum. En este plan Casiodoro distingue las artes en dos grupos, el trívium:
gramática, dialéctica y retórica; y el quadrivium: aritmética, geometría, astronomía
y música (Reale 1995, I. p. 414).
En base a esta división de las artes en bellas y mecánicas, los teóricos de la
Ilustración llevaron a cabo su reclasificación, cuyo fundamento ahora era la belleza.
Las bellas artes ocuparon en la Ilustración un lugar privilegiado, como antes lo
habían ocupado las liberales, y se opondrían a las mecánicas como lo habían hecho
las liberales en la Edad Media.
El concepto ilustrado de las bellas artes, les beaux-arts, se consolida en la obra
de Charles Batteux (1713-1780), titulada Les beaux-arts réduits à un même principe
1746 [Las bellas artes reducidas a un mismo principio]. Como su título lo indica, el
principio que unificaba a las bellas artes, según Batteux, es el de la imitación de la
naturaleza, la mímesis [μίμησις]. Así, el grupo de bellas artes que seleccionó en su
obra fue bajo el principio de la imitación de la naturaleza, del movimiento y de la
gestualidad, L’art du geste, consistente de cinco artes: música, poesía, pintura,
escultura y danza.2

2
En 1719 el Abate Du Bos (1670-1742) ya había mencionado en sus Réflexions critiques sur la
Poésie et sur la Peinture sobre la música como un arte imitativo, mediante el canto, la armonía y el

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La selección de las bellas artes de Batteux se extendió rápidamente a la Ilustración
alemana, influenciada ésta tanto por el racionalismo francés, como por el empirismo
de los ingleses. En 1757 Moses Mendelssohn (1729-1786) publicó Betrachtungen
über die Quellen der schönen Künste und Wissenschaften [Principios esenciales de
las bellas artes y las bellas ciencias]. A diferencia de Batteux, Mendelssohn no cree
que la imitación sea el principio que unifique a las bellas artes, sino la belleza, que
considera como el conocimiento sensible de la perfección. “La esencia de las bellas
artes –dice– reside en una representación artística perfecta desde el punto de vista
sensible o en una perfección sensible representada por el arte.” (Citado en: Bayer
1998, p. 192).
Con esta definición se inicia una nueva época en la que el arte, constituido por la
búsqueda de la belleza, se inserta en la nueva ciencia del conocimiento sensible
llamada: “estética”. El término fue propuesto en 1735 por Alexander Gottlieb
Baumgarten (1714-1762) en sus Meditationes philosophicae de nonnullis ad poema
pertinentibus [Reflexiones filosóficas acerca de la poesía], para definir a la ciencia
del conocimiento sensible en contraposición a la lógica. Estética proviene del
término griego αἲσθησις [aisthesis], que significa sensación. Baumgarten utilizará
este término como título de su Aesthetica (I:1750; II:1758).
Siendo la categoría fundamental de esta nueva ciencia del conocimiento sensible,
la belleza también se consolida en la Ilustración alemana como el principio
fundamental las bellas artes, dejando atrás al antiguo concepto de la mímesis
aristotélica. Así, la mayor parte de las disertaciones estéticas de los filósofos
alemanes de la Ilustración, desde Gottfried Wilhelm Leibniz hasta Immanuel Kant,
giraron en torno a lo bello y lo sublime en la naturaleza y el hombre, transitando de
la metafísica de la Belleza y el Bien platónicos hacia la estética trascendental del
juicio estético.
En Allgemeine Theorie der schönen Künste [Teoría general de las bellas artes]
por ejemplo, publicada en Leipzig en 1771, Johann Georg Sulzer (1720-1779) afirma
que el hombre posee dos facultades independientes: el entendimiento y el sentimiento
moral, que engloba lo bello y el bien. “La tarea principal de las bellas artes consiste
en suscitar un sentimiento vivo de lo verdadero y del bien. Así, la teoría de las bellas
artes debe basarse en la teoría del conocimiento y de las sensaciones indistintas.”
(Citado en: Bayer 1998, p. 187).

ritmo, y añade que la ejecución musical se divide en tres artes: instrumental, canto y gesto (Du Bos
1719, I. p. 635, III. p. 11).

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La primera clasificación ilustrada de las artes en términos del tiempo y el espacio, y
no en cuanto a la belleza o el bien, esto es, basada en la contraposición de la visualidad
y la espacialidad del arte a la oralidad y temporalidad del mismo, se remonta a la
obra del poeta y dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) titulada Laokoon
oder Über die Grenzen der Malerei und Poesie [Laocoonte o sobre los límites de la
pintura y la poesía] de 1766.
Como su título lo indica, la obra reivindica los límites entre la pintura y la poesía
basada en las diferencias intrínsecas de su forma, que Lessing desvela en la
comparación de un mismo objeto de expresión artística entre la escultura y la poesía
romanas, Laocoonte. Se trata del conjunto escultórico Laocoonte y sus hijos de
Agesandro, Atenadoro y Polidoro de Rodas (ca.50 d.C.), actualmente ubicado en el
Museo Vaticano de Roma. La obra representa en términos escultóricos el mito de
Laocoonte relatado en el segundo libro de la Eneida [Aeneidos-Liber II] del poeta
romano Virgilio [Publi Vergili Maronis], una epopeya latina del siglo a.C. escrita
por encargo del emperador Augusto para glorificar el imperio romano, atribuyéndole
un origen mítico.3
En la teoría de las artes pictóricas y poéticas de los siglos y , se afirmaba
que la pintura debía causar la misma sensación que la poesía, en base a la famosa
frase del poeta romano Quinto Horacio Placo, Ut pictura poesis “como la pintura así
es la poesía” de su Epístola a los Pisones (o Ars poetica). Para el poeta romano “la
poesía es pintura que habla y la pintura es poesía muda” ya que ambas tienen en
común la experiencia estética. Horacio se basa en el concepto de la imitación de la

3
La Eneida, dividida en doce libros, es una versión latina de los poemas homéricos de la Ilíada y
la Odisea, que toma como punto de partida la guerra de Troya. Del primero al sexto libro se narran los
viajes de Eneas; del séptimo al doceavo sus conquistas en Italia. En el segundo libro Virgilio relata el
mito de Laocoonte, sacerdote del templo de Apolo Timbreo en Troya. El relato que hace Eneas de la
toma de Troya se abre en el segundo libro con el episodio del caballo. Ulises, junto con otros soldados
griegos, se oculta en un caballo de madera, mientras que el resto de las tropas griegas se oculta en la
isla de Ténedos, frente a Troya. Los troyanos, ignorando el engaño, entienden que los griegos han huido
y hacen entrar el caballo en su ciudad. Piensan que se trata de una ofrenda a los dioses, a pesar de las
advertencias de Laocoonte, quien pronuncia la famosa frase Timeo Danaos et dona ferentes (Desconfío
de los dánaos [griegos] incluso cuando traen regalos), alertando a los troyanos de que podría ser una
trampa, ya que dentro del caballo podía haber tropas aqueas, sugirió quemarlo, pero los troyanos
no le hicieron caso. En su osadía, Laocoonte lanzó palos en llamas para tratar de quemar el caballo de
madera, y en ese momento dos grandes serpientes mandadas por Atenea, Caribea y Porce, emergen
de las aguas y devoran a sus hijos. Angustiado, se lanza a luchar contra las serpientes y también es
devorado (Virgilio 1768).

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naturaleza, de la mímesis [μίμησις] como fin esencial del arte, formulado por


Aristóteles en su ars poetica [Περὶ ποιητικῆς].
En base a este concepto que unifica el principio mimético de la poesía y la pintura,
como Batteux ya lo había expuesto veinte años antes en Les beaux-arts réduits à un
même principe, Lessing traza una nítida diferenciación entre la imitación de la
poesía y las artes figurativas, motivado por su idea de la superioridad de la poesía.
En la pintura, por ejemplo, Lessing afirma que las diversas partes de la representación
sólo coexisten en el espacio, es decir, la representación de objetos estáticos en el
espacio que sólo pueden sugerir una acción o movimiento, mientras que la poesía
versa sobre acciones cuyas partes se suceden en el tiempo. La pintura se caracteriza
por las figuras y los colores en el espacio; la escultura por los gestos y los espacios
mismos. La poesía en cambio se distingue por los sonidos, ritmos y símbolos
expresados sucesivamente en el tiempo.
El dominio de la sucesión y el tiempo es propio del poeta; el de la simultaneidad
y el espacio, en cambio, pertenece al pintor. En el capítulo XV Lessing insinúa la
temporalidad del arte musical en relación al legítimo terreno de la poesía, que titula:
Pinturas que convienen al artista y no convienen al poeta:

Sin embargo, como prueba la experiencia, si el poeta puede elevar a este grado de ilusión
la representación de otros objetos distintos de los objetos visibles, se deduce que el artista
tiene que renunciar a toda clase de objetos que son del exclusivo privilegio del poeta. La
Oda de Dryden* a la fiesta de Santa Cecilia está llena de pinturas musicales que no
podrían ser pintadas. No quiero embrollarme en otros ejemplos que, a fin de cuentas, no
nos enseñan otra cosa, sino que los colores no son sonidos y que el oído no es la vista
(Lessing 1985, p. 146).4

§
Hacia el final de la Ilustración se produce el giro crítico del pensamiento occidental
en la filosofía trascendental de Immanuel Kant (1724-1804), que inicia con su Kritik
der reinen Vernunft [Crítica de la Razón Pura] de 1871. En su estética trascendental
Kant determinó las condiciones estructurales de la sensibilidad, al establecer una
clara diferencia entre el conocimiento sensible de las cosas que nos son dadas, y el

4
* Juan Dryden (1631-1700), poeta y dramaturgo inglés, autor de la oda Alexander´s Feast, or the
power of music, que escribió en conmemoración de la fiesta de Santa Cecilia, y que fue puesta en mú-
sica por Haendel, en 1725. A ella se refiere Lessing. (N. del T.).

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conocimiento inteligible de las cosas que son pensadas. Para Kant, todo conocimiento
sensible, a diferencia del inteligible, tiene lugar en el espacio y el tiempo, ya que toda
representación sensible está determinada espacial y temporalmente. En la filosofía,
hasta Kant, se había tratado de explicar el proceso del conocer suponiendo que el
sujeto giraba en torno al objeto permaneciendo sin explicación muchas cosas. Kant
invierte el proceso colocando al sujeto en el centro del proceso.
Nuestra intuición sensible no es la que se adapta a la naturaleza de los objetos,
sino al contrario, son los objetos los que han de regularse con la naturaleza de nuestra
facultad intuitiva. De esta manera, sólo percibimos sensiblemente de las cosas,
aquello que nosotros mismos hemos colocado en ellas. A esta forma de conocer
sensiblemente los objetos, es decir, a las estructuras de nuestra sensibilidad, Kant la
llamó trascendental. Trascendental es aquello que el sujeto pone en las cosas en el
acto mismo de conocerlas.
La estética trascendental es pues la doctrina que estudia las estructuras de la
sensibilidad, es decir, el modo en que el hombre recibe las sensaciones y se forma el
conocimiento sensible. Esta estructura o modo de funcionar de la sensibilidad, que
es nuestra facultad de recibir las sensaciones, está condicionada por la intuición, que
es el conocimiento inmediato de los objetos. El objeto de la intuición es el fenómeno,
es decir, las cosas tal como se nos aparecen en el conocimiento sensible, que Kant
distingue entre materia y forma.
Pero la forma, a diferencia de la materia, no proviene de las sensaciones y la
experiencia, sino del sujeto que ordena los múltiples datos sensibles. La forma es el
modo de funcionar de nuestra sensibilidad. Por ello Kant distingue entre “intuición
empírica” en la que están presentes de manera concreta las sensaciones, e “intuición
pura”, que es la forma de la sensibilidad prescindiendo de éstas, es decir, sin la
materia, sólo su forma. Para Kant, las intuiciones puras de nuestra sensibilidad son
sólo dos: el tiempo y el espacio.

El tiempo no subsiste por sí mismo, ni pertenece a las cosas como determinación objetiva
que permanezca en las cosas mismas, una vez abstraídas todas las condiciones subjetivas
de su intuición. (...) El tiempo es la forma del sentido interno, es decir, de la intuición de
nosotros mismos y de nuestro estado interior. El tiempo no puede ser determinación alguna
de los fenómenos externos, no pertenece ni a la figura, situación, etc., sino que determina
la relación de las representaciones en nuestros estados internos (Kant 2004, p. 209).

Espacio y tiempo dejan de ser entonces determinaciones ontológicas, o estructuras de


los objetos, para convertirse en modos y funciones propias del sujeto, formas puras de la
intuición sensible en cuanto principios del conocimiento. El espacio es pues la forma o
modo de funcionar de los sentidos externos que abarca a todas las cosas que aparecen
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exteriormente. En cambio, el tiempo es la forma de funcionar de nuestros sentidos


internos, esto es, de las cosas que aparecen interiormente (Reale 1995, II. pp. 723-740).
En Critik der Urtheilskraft [Crítica del Juicio] de 1790, Kant se propone mediar
entre la esfera de los fenómenos dominados por el intelecto, y la de las cosas en sí o
noúmenos incognoscibles. Su fundamento es una tercera facultad que Kant
caracteriza como algo intermedio entre el intelecto (facultad cognoscitiva) y la razón
(facultad práctica/moral), que denomina facultad del juicio, estrechamente vinculado
al sentimiento puro.
Según Kant, el juicio en general es la facultad de pensar lo particular en lo
universal. Kant lo divide en dos tipos: el juicio determinante y el juicio reflexivo. En
el primero, tanto lo particular como lo universal son dados a la sensibilidad carentes
de forma, e in-formados después por las categorías del intelecto. En el segundo, sólo
se capta lo particular ya determinado por el primer juicio, y lo universal procede de
un principio de reflexión sobre los objetos que el mismo juicio debe hallar. Mediante
este juicio reflexivo captamos las cosas en su armonía recíproca y también en
armonía con nosotros mismos.
No obstante, este universal del juicio reflexivo no es de naturaleza lógica, sino
teleológica, ya que es necesario un principio-guía a priori para hallar la unidad de
los objetos, a la luz de un objetivo y de un fin. El juicio reflexivo proporciona el
concepto intermedio entre el concepto de naturaleza y el de libertad. El fin de la
naturaleza coincide con el moral, posibilitando su acuerdo con la libertad. Así, el
finalismo en la naturaleza se puede hallar de dos maneras: reflexionando sobre la
belleza, o reflexionando sobre el orden de la naturaleza. De aquí surge la distinción
kantiana de dos tipos de juicio reflexivo: el juicio estético, y el juicio teleológico. El
objeto del juicio estético es lo bello, que para Kant no es una propiedad objetiva de
las cosas, lo bello ontológico, sino algo que surge de la relación entre el objeto y el
sujeto. Lo bello nace de la relación entre los objetos contemplados y nuestro
sentimiento de placer que nosotros atribuimos a los objetos mismos. Para Kant, el
fundamento del juicio estético se encuentra en el libre juego y la armonía de nuestras
facultades espirituales que el objeto produce en el sujeto. Es la armonía entre la
representación del objeto o la fantasía y nuestro intelecto (Reale 1995, II. pp. 773-778).
En cuanto De la división de las bellas artes (§ 51), éstas son tres: “las de la
palabra, las de la forma y el arte del juego de las sensaciones”; y sugiere además una
subdivisión entre la expresión de los pensamientos y la expresión de las intuiciones.
Esta última a su vez según su forma y materia. La música pertenece al arte del bello
juego de las sensaciones del oído como juego de sensaciones agradables. Pero en su
Comparación del valor de las bellas artes entre sí (§ 53), al igual que Lessing y sus
antecesores, Kant sigue colocando en primer lugar a la poesía, seguida de la música.

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Después de la poesía, pondría yo, si se trata de encanto y movimiento del espíritu, aquel
arte que sigue de más cerca a los de la palabra y se deja unir con ellos muy naturalmente, a
saber: la música. Pues, aunque habla mediante puras sensaciones, sin conceptos, y, por tanto,
no deja, como la poesía, nada a reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu más directamente,
y, aunque meramente pasajero, más interiormente (Kant 2011, p. 257).

Para Kant el arte musical es más goce que cultura, esto es, el efecto de una mecánica
asociación, que, a juicio de la razón, ocuparía el último lugar entre las bellas artes. Las
artes de la forma (representativas) superan en mucho a la música, ya que tratan al
mismo tiempo un “asunto”, es decir, un contenido, y la música para Kant es sólo un
juego de sensaciones. Por ello Kant la caracteriza como un arte de sensaciones sonoras
que producen ideas indeterminadas, o impresiones transitorias que sólo perduran en el
tiempo. De hecho, los juicios de gusto del propio Kant sobre la música son bastante
lamentables. Sus biógrafos afirman que nunca se alejó de los alrededores de Königsberg,
una ciudad hasta cierto punto aislada de la exuberante cultura musical de las capitales
europeas. Sobre su juicio musical citamos dos ejemplos:

El canto mismo de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece encerrar
más libertad y, por tanto, más alimento para el gusto que el canto humano mismo dirigido
según todas las reglas musicales, porque este último más bien hastía cuando se repite
muchas veces y durante largo tiempo. (…) también la manera como la mesa está arreglada
para el goce, o también, en grandes banquetes, la música que lo acompaña, cosa maravillosa
que, como un ruido agradable, entretiene la disposición de los espíritus en la alegría, y que,
sin que nadie ponga la menor atención a su composición, favorece la libre conversación de
un vecino con el otro (Kant 2011, pp. 160, 232).

En el entramado teórico de la estética trascendental de Kant, podríamos afirmar


que el juicio estético de la música, de su belleza, pertenece a la intuición pura que
ordena los datos sensibles (sonoros) de la experiencia en el tiempo, esto es, a la
forma de funcionar de nuestros sentidos internos a través del oído, en un bello juego
de sensaciones. En cambio, las artes plásticas pertenecen a la intuición que ordena
los datos sensibles (visuales) de la experiencia en el espacio, es decir, a la forma de
funcionar de los sentidos externos a través de la visualidad, que abarca a todas las
cosas que se aparecen exteriormente.
Con el giro crítico de la estética trascendental de Kant, surge por primera vez la
noción del tiempo en el arte musical. Ya no se trata ahora sólo de definir si la música
es un arte del tiempo, o “el arte del tiempo”, sino en determinar lo específico del
tiempo musical. Tiempo y espacio dejan de ser propiedades de las cosas, realidades
ontológicas, o relaciones entre los cuerpos para transformarse en las formas de la

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sensibilidad humana. Espacio y tiempo se configuran ya no como modos de ser de


las cosas, sino como las condiciones estructurales a través de las cuales el sujeto
capta sensiblemente las cosas.
Así, la noción del tiempo en el arte musical pasó de ser un problema ontológico,
a una cuestión gnoseológica, y de esta manera surge la noción del “tiempo musical”.
La música ya no es un objeto sonoro producido en el espacio-tiempo, como fenómeno
acústico producto del racionalismo ilustrado (Rameau 1722), sino una experiencia
sensible interna que se despliega en el tiempo de la intuición pura. La concepción
musical se transforma y trasciende el horizonte de la Ilustración llegando así al
umbral del Idealismo que manifiesta su evidente tendencia hacia lo infinito.

§
El Idealismo centró su atención en el concepto del “yo pienso” kantiano, como
función crítica que determinaba los límites del conocimiento, para construir sobre la
base de este sujeto trascendental toda una metafísica del sujeto. El Idealismo, que
inicia con Johann Gottlieb Fichte (1761-1814), plantea una búsqueda en la esfera del
sujeto, lo que antes se había buscado en la esfera del mundo externo en el objeto. Por
consiguiente, el “yo pienso” kantiano es transformado en un “yo puro” entendido
como una pura intuición que se auto-pone, y al ponerse a sí misma crea toda la
realidad, descubriendo en la libertad la esencia de este “yo”.
Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854) es quien replantea el
problema de la naturaleza ante el “yo puro” de Fichte, suponiendo la existencia de
una unidad entre lo ideal y lo real; entre espíritu y naturaleza. En Ideen zu einer
Philosophie der Natur [Ideas sobre una Filosofía de la naturaleza] de 1797, Schelling
afirma que “el sistema de la naturaleza es al mismo tiempo el sistema de nuestro
espíritu.” Esto implica que había que aplicar a la naturaleza el mismo modelo de
explicación del espíritu de Fichte.
De este modelo Schelling llega a la conclusión de que la naturaleza es producida
por una inteligencia inconsciente que actúa en su interior. “La naturaleza debe ser el
espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible”. La naturaleza es arte creadora,
el alma del mundo, la inteligencia inconsciente que produce y rige a la naturaleza, y el
hombre es el fin último de esa inteligencia inconsciente.
En System des transzendentalen Idealismus [Sistema del idealismo
trascendental] de 1800, que se concibe como un ideal-realismo, Schelling plantea
un camino opuesto a su filosofía de la naturaleza, esto es, que la inteligencia se
transforme en naturaleza delimitando la actividad auto-creadora e infinita del

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inconsciente, que denomina filosofía trascendental. En esta delimitación entre la


“actividad real” inconsciente de la naturaleza productora hasta el infinito, y la
“actividad ideal” que toma conciencia del límite, surge la actividad consciente-
inconsciente que Schelling denomina actividad estética. Así, la intuición estética
capta en su unidad lo real y lo ideal.
Todo es engendrado por esta actividad consciente-inconsciente. El mundo real es
actividad inconsciente, pero el mundo espiritual, el estético, es consciente. El mundo
objetivo no es más que poesía primitiva e inconsciente del espíritu, y su clave se
encuentra en la filosofía del arte. En la creación artística se funde lo consciente e
inconsciente. En ella se manifiesta a través de lo finito la actividad creadora
inconsciente e infinita de la naturaleza. Por ello el arte se asemeja a la naturaleza,
convirtiéndose en la revelación única y eterna.

Todo sistema subsiste entre dos extremos, uno de los cuales ha sido designado por la
intuición intelectual, y el otro por la intuición estética. La intuición intelectual es para el
filósofo lo mismo que la intuición estética para su objeto. (...) El arte es la única cosa a la
cual le ha sido concedida la objetividad absoluta. (...) El arte lleva al hombre en su totalidad,
tal como es, a conocer la suma verdad, y aquí descansa la eterna diversidad y lo portentoso
del arte (Citado en Reale 1995, III. p. 87).

En el invierno de 1802 a 1803 Schelling dictó una serie de conferencias sobre


Philosophie der Kunst [Filosofía del arte] en la Universidad de Jena, publicadas
póstumamente en 1859, siendo la sistematización más completa de la estética
romántico-idealista. En su párrafo 77 sobre La forma de arte en la cual la unidad
real puramente como tal se hace potencia, símbolo, es la música, Schelling escribe:

La música como arte está originariamente subordinada a la primera dimensión [el


tiempo] (sólo tiene una única dimensión). (...) La forma necesaria de la música es la
sucesión, pues el tiempo es la forma general de la configuración de lo infinito en lo finito
intuida en tanto que forma abstraída de lo real. El principio del tiempo en el sujeto es la
autoconciencia que es también la configuración de la unidad de la conciencia en la
multiplicidad en lo ideal (Schelling 1999, p. 183).

El arte crea en lo particular de cada obra un mundo absoluto que se perfecciona


dentro de su finitud, poniendo límites al caos informe de la infinitud. La belleza es
esa síntesis plena de lo particular y lo universal, que resplandece en el límite entre el
caos y la forma. Por eso el arte no puede ser obra sólo de la razón que excluye lo
particular, ni del intelecto, que define y separa al mundo. El arte es sólo producto de
la imaginación y la fantasía.
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El idealismo de Fichte y Schelling, así como el círculo de los románticos del


Sturm und Drang de los hermanos Schlegel hacia el final del siglo , determinaron
el nuevo ámbito cultural europeo. Como superación de la Ilustración, el Romanticismo
fue la manifestación de un deseo que jamás pudo lograr su propia meta, porque no
la conocía y no quería o no podía conocerla. Era la búsqueda del deseo. Era un
desear el desear; un deseo sin sentido como algo inextinguible que halla en sí mismo
su propia y plena satisfacción. El romántico experimentaba en la búsqueda del deseo
una sed de infinito, y lo que en realidad ansiaba era el infinito. En este punto la
filosofía y el arte coincidían, ya que la filosofía debía captar y mostrar el nexo entre
lo infinito y lo finito, mientras que el arte debía llevarlo a cabo. La obra de arte es
pues lo infinito que se manifiesta a través de lo finito, superando así la concepción
mecanicista ilustrada (Reale 1995, III. pp. 29-43).

§
Después de Schelling, la aportación más importante del idealismo a la noción del
tiempo musical fue la estética de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1830). El
idealismo absoluto de Hegel se aparta del pensamiento de Fichte y Schelling, y se
basa en la identidad de lo real y lo ideal: “todo lo real es racional, todo lo racional es
real.” — dice Hegel en su Filosofía del derecho. El arte es una vía de autoconocimiento
del espíritu absoluto a través de la intuición sensible de lo finito, presentando a la
verdad de forma sensible. En sus Vorlesungen über die Aesthetik [Lecciones sobre
Estética] publicadas póstumamente en 1835-38, Hegel realiza la comparación de la
música con otras artes, y afirma que:

...el arte de los sonidos se mueve en una esfera por completo opuesta a la arquitectura.
(...) [La música], en la diferencia cualitativa de la sonoridad y en el fluir continuo del
movimiento temporal aprehende el alma del sonido que se separa libremente de la
materia espacial. (...) el elemento del sonido se muestra más afín a la simple esencialidad
(Wesenheit) interna que el material sensible hasta aquí considerado, porque el sonido en
lugar de fijarse en formas espaciales y adquirir subsistencia como la multiplicidad de lo
separado y lo yuxtapuesto, recae más bien en el dominio ideal del tiempo y por tanto no
llega a la diferencia entre lo interno simple y la figura concreta corpórea y su manifestación
(Hegel 1981, pp. 166, 180).

Para Hegel la expresión musical tiene como contenido a lo interno mismo, al


sentimiento, y el sonido, en su existencia sensible no representa figuras espaciales. Así
la música penetra con sus movimientos inmediatamente en los movimientos del alma.
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[La música] se apodera, pues, de la conciencia, que no está ya frente a ningún objeto y
que en la pérdida de esta libertad es arrebatada por la corriente continua de los sonidos
mismos. (...) la obra de arte musical nos atrae por completo en sí y nos transporta consigo,
aparte del poder que el arte como arte general ejerce sobre nosotros. El dominio peculiar
de la música es una energía elemental (...) Se muestra aquí, a la vez, el nexo de lo interno
subjetivo con el tiempo como tal, que constituye el elemento general de la música (Hegel
1981, pp. 183-184).

En la estética de Hegel por primera vez se vislumbra la distinción entre el tiempo


real y el sentimiento interno subjetivo, la intimidad que se contrapone al espacio y
la exterioridad del tiempo que concentra la continuidad en un punto temporal, en el
ahora que se multiplica.

...a causa de la exterioridad, en cuyo elemento se mueve el tiempo, no llega a la unidad


verdaderamente subjetiva del primer punto temporal con el otro, en el que ahora se
supera, pero el ahora permanece sin embargo lo mismo en su transformación; pues cada
punto temporal es un ahora y tomado como simple punto temporal es por igual indistinto
del otro como el yo abstracto del objeto al que se supera y en el cual, puesto que este
objeto es sólo el yo vacío mismo, coincide consigo. Además, el yo real mismo pertenece
al tiempo, con el cual coincide, si prescindimos del contenido concreto de la conciencia
y de la autoconciencia, en cuanto no es más que este vacío movimiento, de ponerse como
otro y superar el cambio, es decir, mantener a sí mismo en ello, el yo y sólo el yo como
tal. El yo es en el tiempo, y el tiempo es el ser del sujeto mismo. Puesto que el tiempo, y
no la espacialidad como tal, proporciona el elemento esencial en el que el sonido adquiere
existencia respecto a su validez musical y el tiempo del sonido es, a la vez, el del sujeto,
entonces (...) el sonido penetra en el yo mismo, lo toma en su existencia más simple y
coloca el yo a través del transcurso temporal (...) Esto es lo que se puede indicar como
fundamento esencial para el poder elemental de la música (Hegel 1981, p.185).

§
En contraposición al optimismo de Hegel en su idealismo absoluto, Arthur
Schopenhauer (1788-1860) sostiene que la vida es dolor y su liberación es sólo a
través del arte. En Die Welt als Wille und Vorstellung [El mundo como voluntad y
representación] publicada en 1819, Arthur Schopenhauer afirma que todo lo que
existe depende del sujeto y sólo existe para el sujeto. Todo lo que conocemos se halla
en nuestra conciencia. El mundo es una representación. Tal representación tiene dos
partes esenciales, necesarias e inseparables: el objeto y el sujeto. El sujeto es el que

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conoce todo y sostiene al mundo, ya que todo existe en función del sujeto, porque es
la condición universal de todo fenómeno.
Volviendo a Kant, Schopenhauer afirma que el objeto conocido está condicionado
por las formas a priori del espacio y el tiempo. En cambio, el sujeto está fuera del
espacio y el tiempo, y se haya completo e indiviso en cada ser capaz de representación.
Por ello el sujeto y el objeto son inseparables y carecen de sentido y de existencia en
su separación.
El mundo, tal y como se nos aparece, es un conjunto de representaciones
condicionadas por las formas a priori de la conciencia que son: el tiempo, el espacio
y la causalidad. La causalidad (las doce categorías kantianas reducidas a una sola),
ordena las percepciones y sensaciones espacializadas y temporalizadas que relaciona
entre sí como causa y/o efecto. Su principio es la sucesión en el tiempo con respecto
a un espacio dado. Para Schopenhauer son cuatro las formas del principio de
causalidad: física, lógica, matemática y moral. Sólo en esta última el hombre tiene la
posibilidad de reconocerse como libre.
Para Kant, el fenómeno era la única realidad cognoscible; en cambio para
Schopenhauer el fenómeno, la representación del mundo, es una ilusión que vela la
realidad de las cosas en su esencia. Pero la esencia de la realidad, el noúmeno
incognoscible kantiano, es cognoscible para Schopenhauer a través de la voluntad.
La esencia de nuestro ser es la voluntad ciega, libre, irrefrenable e irracional. Nuestra
naturaleza inconsciente es una constante aspiración sin finalidad y sin pausa. Ningún
objeto de la voluntad puede brindar una satisfacción duradera, por ello la voluntad
es conflicto y dolor, y el hombre genial es el que más sufre.
Sólo a través del arte el hombre puede liberarse, ya que en la experiencia estética
se aparta de las cadenas de la voluntad, de sus deseos y necesidades, y se sumerge
en el arte olvidándose de sí mismo y de su dolor. Así, el hombre se transforma en un
puro ojo (oído) del mundo que ya no capta objetos, sino sólo ideas, esencias y modelos
fuera del espacio, el tiempo y la causalidad. El arte expresa y objetiva la esencia de
las cosas, y por eso ayuda a separarnos de la voluntad. En la experiencia estética
dejamos de ser conscientes de nosotros mismos y sólo lo somos de objetos intuidos.
Es una temporal anulación de la voluntad.
El arte objetiva la voluntad, porque el que contempla se halla fuera en cierto
modo. El hombre se percibe o escucha a sí mismo en el arte olvidándose de sí mismo,
al contemplar la naturaleza del mundo. Schopenhauer afirma que, entre las artes, la
música no imita las Ideas, esto es, los grados de objetivación de la voluntad, sino la
voluntad misma. Por ello la música constituye el arte más universal y más profundo,
ya que es capaz de narrar la historia más secreta de la voluntad. Por vez primera la
música ocupa el pináculo de las bellas artes.

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La música constituye, por sí sola, capítulo aparte. (...) tenemos que reconocerle una
importancia mucho más seria y profunda ya que se refiere a la esencia interior del mundo
y de nuestro yo, (...) todas las artes sólo objetivan la voluntad de una manera mediata, a
saber: por medio de las ideas; (...) la música, que trasciende de las Ideas y es por completo
independiente del mundo fenomenal (...) podría subsistir, en cierto modo, aun cuando el
mundo no existiese; lo que no se puede afirmar de las demás artes. Por lo tanto, la música
es una objetivación tan inmediata y una imagen tan acabada de la voluntad como el
mundo mismo, (...) Por consiguiente, la música no es, en modo alguno, la copia de las
Ideas, sino de la voluntad misma, cuya objetividad está constituida por las Ideas; por esto
mismo, el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras
artes, pues estas sólo reproducen sombras (Schopenhauer 2003, pp. 262-264).

Al reconocer, a diferencia de Kant, que la música expresa un contenido no


mediante la imitación, sino en la narración de la historia más secreta de la voluntad,
es decir, la esencia misma del mundo, Schopenhauer sin proponérselo determina
por primera vez, y de manera muy sutil, la distinción entre la percepción fenoménica
de la música en el tiempo real, y su contenido nouménico fuera del espacio y el
tiempo.

Aún podría añadir aquí muchas cosas sobre la forma en que percibimos la música, a
saber, única y exclusivamente en el tiempo y por el tiempo, con absoluta exclusión del
espacio y sin el influjo del conocimiento de la causalidad, es decir, del entendimiento;
pues los sonidos producen ya su efecto, como impresión estética, sin que pongamos
atención en sus causas, como sucede en la intuición (Schopenhauer 2003, p. 272).

Pero la música para Schopenhauer nunca expresa el fenómeno, sino la esencia


interior, el en sí de todo fenómeno, es decir, la voluntad. Siendo la música el lenguaje
del sentimiento y las pasiones, ésta no expresa ningún sentimiento en concreto, sino
la esencia del sentimiento mismo sin atributo circunstancial, esto es, fuera del
espacio. “Sin embargo, los comprendemos perfectamente en esta quintaesencia tan
sutil. De aquí resulta que nuestra fantasía es excitada por ella y trata de dar forma
a ese mundo espiritual tan vivamente agitado y que invisible nos habla directamente,
(...) la música expresa siempre la quintaesencia de la vida y de sus acontecimientos,
nunca estos mismos.” (Schopenhauer 2003, p. 268).
De aquí se desprende el hecho de que la noción del tiempo en la música depende
de su contenido, ya que su percepción auditiva evidentemente siempre se desenvuelve
en el tiempo real del fenómeno. Schopenhauer lo ejemplifica claramente con el
proceder mismo del compositor en su creación artística.

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...cuando el compositor ha sabido expresar en el lenguaje de la música las agitaciones de la


voluntad (...) debe proceder de su inmediato conocimiento de la esencia del mundo, sin que
la razón tome parte en este conocimiento, y no puede ser una imitación deliberada y
consciente realizada por medio de conceptos; de lo contrario, la música no expresaría la
esencia interior del mundo, o sea la voluntad, sino que imitaría deficientemente sus
fenómenos, como lo hace toda la música propiamente descriptiva (...) Lo infaliblemente
íntimo de toda la música, (...) consiste en que reproduce todas las agitaciones de nuestro ser
más íntimo, pero sin la realidad y lejos de sus tormentos (Schopenhauer 2003, p. 269).

§
Hacia la segunda mitad del siglo aparecen las primeras impugnaciones al
idealismo romántico, e inicia una nueva corriente de pensamiento que dominará
gran parte de la cultura europea, el Positivismo. La estabilidad política, la
industrialización, el avance científico y tecnológico constituyeron las bases del
medio sociocultural que el Positivismo interpreta y exalta. El Positivismo reivindica
la primacía de la ciencia. El único método de conocimiento es el de las ciencias
naturales, que también se aplica al estudio de la sociedad y del arte. El positivismo
se caracterizó por un optimismo generalizado que surge de la certidumbre del
progreso basado en la ciencia, que toma de la tradición ilustrada del empirismo
como la única base del verdadero conocimiento, y por su fe en la racionalidad
científica como única solución a los problemas de la humanidad. Todo esto creó una
confianza a-crítica en la ciencia que llevó a combatir las concepciones idealistas y
espiritualistas de la época (Reale 1995, III. pp. 271-318).
El representante del Positivismo en la estética musical fue Eduard Hanslick
(1825-1904), quien publicó en 1854 su libro: Vom Musikalisch-Schönen [De la
belleza en la música]. Hanslick inicia su obra diciendo: “Para que el estudio de lo
bello no conduzca á un resultado ilusorio, es fuerza que se aproxime al método
científico natural.” (Hanslick 1912, p. 2).
Al igual que en el bello juego de las sensaciones kantiano, Hanslick afirma que
la música carece de contenido, ya que éste se funde con la forma en el sonido, siendo
incapaz de expresar emociones y sentimientos. En su argumentación, siguiendo la
teoría de la mímesis de la naturaleza en la estética ilustrada de Du Bos, Batteux y
Lessing, Hanslick afirma que, a diferencia de las artes figurativas, la música no tiene
modelo u objeto de imitación en la naturaleza. En ella no existe la melodía ni la

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armonía. Lo que el pintor y el poeta hallan en la naturaleza, el compositor debe


elaborarlo dentro de sí mismo:

... la música (...) en ninguna parte encuentra modelo ni materia para sus obras. No hay,
pues, belleza natural para la música. Bajo este aspecto, la diferencia entre la música y las
otras artes (...) es profunda y de inmensas consecuencias. La creación del pintor y del
poeta, son en cierto modo una copia continua, mientras que la naturaleza nada ofrece que
copiar á la música; no posee ni sonata, ni obertura, ni rondó (Hanslick 1912, pp. 148 y 149).

Al concebir el modelo musical como un objeto externo al sujeto, esto es, en la


naturaleza, Hanslick excluye de la música todo contenido social, cultural e histórico.
No es casualidad que en esta obra en ningún momento se mencione al tiempo, como
forma fundamental de la sensibilidad para apreciar la belleza musical. Su concepción
racionalista lo lleva incluso a la visualidad, al sentido externo de la espacialidad,
buscando en la naturaleza lo que podría haber encontrado en el sujeto. Por ello
reiteradamente Hanslick afirma en su obra que la música no tiene contenido, viéndose
forzado a utilizar imágenes visuales que contrapone a la música, con sus célebres
arabescos y caleidóscopo.

¿Que contiene, pues, la música? Nada más que formas sonoras y movibles. La manera
con que puede hacer gala de hermosas formas sin tener por tema un sentimiento
determinado, guarda material analogía con un ramo de la arquitectura de ornamentación:
el arabesco. (...) El juego de formas y colores en el caleidóscopo nos ha divertido á todos
en nuestros primeros años. La música es también un caleidóscopo de altura
incomparablemente más elevada en la escala de los fenómenos. Nos presenta continua y
variada sucesión de hermosas formas y colores que pasan poco á poco ó contrastan entre
sí con violencia, aun quedando simétricas y proporcionadas (Hanslick 1912, pp. 54 y 55).

Hacia el final del siglo se produce una reacción ante el Positivismo, con una serie
de pensadores pertenecientes al llamado Espiritualismo, que propugna la
irreductibilidad del hombre a la naturaleza. Su programa se propone configurar
nuevos caminos en la investigación de los acontecimientos que constituyen el
“mundo del espíritu”, como la libertad de la persona o la interioridad de la
consciencia. Caminos irreductibles a aquellos que son propios de la ciencia de la
naturaleza (Reale 1995, III. p. 611).

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El evolucionismo espiritualista de Henri Bergson (1859-1941), permio Nobel de


literatura (1928), constituye el punto de referencia en el pensamiento francés del
Espiritualismo, con una gran influencia en la estética musical. En 1907 Henri
Bergson publicó L’évolution créatrice [La Evolución Creadora], su obra más
sistemática y de mayor relevancia histórica.
Para Bergson, los sentidos de lo visual y lo palpable son el medio natural
(acostumbrado) a través del cual el hombre entra en contacto con el mundo que le
rodea. La espacialidad y el tiempo especializado son el medio de la conciencia para
dominar la naturaleza: “…nuestra inteligencia – dice Bergson, – en el estricto
sentido de la palabra, está destinada a asegurar la perfecta inserción de nuestro
cuerpo en su medio, a representarse la relación de las cosas exteriores entre sí, en
una palabra: a pensar la materia.” (Bergson 1973, p. 9).
Este “pensar la materia” es la relación de los objetos entre sí, y nuestros conceptos
son formados a su imagen. De esta manera, la evolución humana ha sido la adaptación
de nuestra mente a través de la asimilación de las relaciones espaciales entre los
objetos, necesarios para la supervivencia. La ciencia es el resultado de este mismo
proceso del “pensar la materia”, en un sistema de interrelaciones fuera de la intuición
del tiempo real. La ciencia sólo retiene la repetición de las cosas, en la reproducción
del pasado, y en lo que por hipótesis se sustrae a la acción de la duración. La
repetición es la certeza en la unidad del universo a través de la inevitable réplica de
los fenómenos por donde nuestra inteligencia transita. “La repetición sólo es, pues,
posible en lo abstracto; lo que se repite es tal o cual aspecto que nuestros sentidos,
y sobre todo nuestra inteligencia ha desprendido de la realidad precisamente porque
nuestra acción, hacia la cual va dirigido todo el esfuerzo de nuestra inteligencia, no
se puede mover más que entre repeticiones” (Bergson 1973, p. 52).
Así, entre repeticiones la mente humana reinventa el tiempo y con éste a la
ciencia, que concentrada sólo en lo que se repite, la inteligencia se desvía de la visión
del tiempo. La mente rechaza lo fluyente y solidifica todo lo que toca. Nosotros no
pensamos el tiempo real, pero lo vivimos, porque la vida desborda a la inteligencia.
Por ello Bergson afirma que el tiempo abstracto, el de la ciencia, exigen apartarse del
mundo de las sensaciones, ya que la única realidad para la ciencia es la que se
expresa en las fórmulas de su cosmovisión. Su esencia no son las cosas, sino sus
leyes y sus relaciones “…el tiempo abstracto, t, atribuido por la ciencia a un objeto
material o a un sistema aislado, sólo consiste en un número determinado de
simultaneidades o, de un modo más general, de correspondencias, y que ese número
permanece invariable sea cual sea la naturaleza de los intervalos que separan las
correspondencias entre sí” (Bergson 1973, p. 21).

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Bergson afirma que esta búsqueda de las leyes de formación inició ya desde la
antigüedad. Platón fue el primero en erigir una teoría para conocer lo real, que
consiste en hallarle su Idea, es decir, en hacerlo entrar en un marco preexistente.
Este marco preexistente es el resultado de un finalismo que pretende predeterminar
a la vida misma. “En vano se querrá asignar a la vida un fin […] Hablar de un fin es
hallar un modelo preexistente que no tiene más que realizarse. Por lo tanto, equivale,
en el fondo, a suponer que todo está dado, que el futuro podría leerse en el presente.”
(Bergson 1973, p. 56).
Bergson ejemplifica este modelo preexistente que pretende atrapar al proceso
vivo de la evolución, con la forma que adoptan los líquidos que fluyen como la vida,
vertidos en recipientes de forma predeterminada.

Si vierto en un vaso primeramente agua y después vino o al revés, ambos líquidos


tomaron en él la misma forma y la similitud de forma se deberá a la identidad de
adaptación del contenido al continente. Adaptación significa en este caso inserción
mecánica, pues la forma a la que la materia se adapta estaba ya allí, completamente
hecha, y le ha impuesto a la materia su propia configuración. [Pero para Bergson no
existe un molde que preceda a la existencia humana] ¿dónde está la forma preexistente,
a la espera de su materia? Las condiciones no son un molde en el que la vida se inserte y
del cual reciba la forma (Bergson 1973, p. 62).

El finalismo es lo que pretende determinar el futuro. El determinismo estipula el


pasado. Es una causalidad predeterminada por la razón humana. En su tesis doctoral
de la Sorbona de París, Essai sur les données immédiates de la conscience [Ensayo
sobre los datos inmediatos de la conciencia] publicada en 1889, H. Bergson afirma
que el tiempo de la mecánica (del reloj) es un tiempo espacializado, es la medición
del movimiento de los objetos en el espacio que además es reversible, ya que puede
dar marcha atrás y repetirse.
Si la espacialidad es el rasgo característico de las cosas, la duración es lo
característico de la conciencia. La conciencia capta el tiempo en cuanto duración.
Duración quiere decir que el “yo” vive el presente con el recuerdo del pasado y la
anticipación del futuro. Fuera de la conciencia el pasado ya no existe y el futuro
aún no lo es. Pasado y futuro sólo pueden existir en la conciencia que los une al
presente.
La duración vivida de la conciencia no es por tanto el tiempo espacializado de la
mecánica. En la mecánica los instantes se diferencian cuantitativamente, mientras

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que en la conciencia un instante puede ser una eternidad, o ser decisivo para la vida.
En el continuo fluir que es la duración de la conciencia, el instante siguiente siempre
supone la experiencia del anterior y de todo el pasado. Bergson incluso lo ejemplifica
“como ocurre cuando nos acordamos (...) de las notas de una melodía” (Bergson
1999, p. 77).
El tiempo concreto es duración vivida, irreversible y nuevo a cada instante.
Este tiempo de la duración vivida de la conciencia, evidentemente coincide con el
tiempo musical, con el fluir del tiempo irrepetible del “yo” que vive el presente
(que escucha) con el recuerdo del pasado (de lo ya escuchado) y la anticipación del
futuro (de lo que va a escucharse). Es el presente vivo en el que los estados de
conciencia (sentimientos, emociones, etc.) que nos sugiere la música transcurren,
y no el tiempo espacializado de los objetos en la naturaleza. El tiempo musical es
un perene presente en el que transcurre la escucha de lo ya escuchado, y que sólo
adquiere sentido en relación con lo que va a escucharse, manteniendo a la
consciencia de la totalidad de la música.
Al hablar sobre los estados del alma como las alegrías y las tristezas profundas,
las pasiones reflexivas y las emociones estéticas, Bergson afirma que el objetivo del
arte es adormecer las potencias activas de nuestra personalidad y nuestros estados
del alma, y llevarnos así a un estado de docilidad perfecta en que nos representamos
la idea que se nos sugiere, o que simpatizamos con el sentimiento expresado por el
arte. “Así el arte pretende imprimir en nosotros sentimientos, más que expresarlos;
nos los sugiere, y prescinde con gusto de la imitación de la naturaleza cuando topa
con medios más eficaces” (Bergson 1999, p. 24).
Para Bergson el sentimiento de lo bello es sugerido y no causado. La música
imprime en nosotros sentimientos, y más que expresarlos nos los sugiere. Pero el
mérito de la obra de arte no se mide por la potencia con la que el sentimiento sugerido
se apodera de nosotros, sino por la riqueza de ese sentimiento mismo. Los
sentimientos y pensamientos que el artista nos sugiere, expresan y resumen una
parte más o menos considerable de su historia:

…el artista pretende introducirnos en esta emoción tan rica, tan personal, tan nueva, y
hacernos experimentar lo que no podría hacernos comprender. Fijará, pues, entre las
manifestaciones exteriores de su sentimiento, aquellas que nuestro cuerpo imitará
maquinalmente, si bien ligeramente, al percibirlas, de suerte que volvamos a ponernos
de pronto en el indefinible estado psicológico que las provocó. Así caerá la barrera que
el tiempo y el espacio interponía entre su conciencia y la nuestra (Bergson 1999, p. 25).

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§
El evolucionismo espiritualista de Bergson tuvo su impacto en la musicología del
siglo xx, especialmente en Francia. Filósofos, dramaturgos, compositores y
musicólogos retomaron la tesis de Bergson sobre la intuición directa del tiempo, la
“duración concreta” o el “tiempo vivido”, como prototipo del “tiempo musical”, que
el mismo Bergson reconoció como una íntima relación entre el tiempo musical y la
duré pure. Uno de los primeros textos a este respecto pertenece al ensayista británico
Basil de Selincourt (1877-1966), quien publicó en 1920 “Music and Duration”, en el
que afirma:

La música es una de las formas de la duración; suspende el tiempo ordinario y se ofrece


como un sustituto ideal y equivalente. (...) El tiempo de la música es de modo similar un
tiempo ideal (...) La música (...) exige la completa absorción de nuestra conciencia del
tiempo; nuestra propia continuidad debe perderse en la del sonido que escuchamos. (...)
Nuestra vida misma se mide por el ritmo: por nuestra respiración, por los latidos de
nuestro corazón. Todo es superfluo, su significado está en suspenso mientras el tiempo
es música. (...) Si estamos “fuera del tiempo” al escuchar la música, nuestro estado se
explica mejor por la simple consideración de que es tan difícil estar en dos tiempos a la
vez como en dos lugares. La música usa el tiempo como un elemento de expresión;
la duración es su esencia (Selincourt 1920, pp. 286-293).

Posteriormente, el filósofo y dramaturgo francés Gabriel Marcel (1889-1973),


cuya filosofía se define como neo-socratismo cristiano, publicó en La revue musicale
de 1925 su artículo: “Bergsonisme et musique”, en el que escribe:

Para el lector de Bergson, es extremadamente difícil el suponer — en contra de la razón


— que hay una cierta filosofía de la música implícita en la teoría del tiempo concreto.
(…) La duración concreta no es esencialmente musical. Y con todo podría decirse, si
bien mediante un giro (...) que Bergson desaprobaría cordialmente — que la continuidad
melódica proporciona un ejemplo, una ilustración de la continuidad pura, dado al filósofo
para aprehenderlo directamente de una realidad tanto universal como concreta. (...)
Gradualmente, conforme paso de un tono a otro, surge un determinado conjunto, se crea
una forma, que con certeza no puede ser reducida a una sucesión organizada de estados
(...) Es la esencia misma de esta forma el revelarse como duración y, sin embargo,
trasciende, a su manera, el orden puramente temporal en el cual se manifiesta (Marcel
1925, pp. 221-224. Citado en: Langer 1967, pp. 112 y 113).

Un año más tarde en la misma revue musicale, el compositor francés Charles


Koechlin (1867-1950), discípulo de Gabriel Fauré, publicó Le temps et la musique, en
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el que analiza los distintos conceptos del tiempo. La duración pura, como atributo de
nuestra consciencia más profunda e independiente del mundo externo. El tiempo
psicológico, que es la impresión del tiempo que recibimos de acuerdo con los sucesos
de la vida, como los minutos que parecen eternos o las horas que pasan de prisa. El
tiempo medido por las matemáticas. Y por último el tiempo musical. El tiempo
auditivo que más se acerca a la duración pura de Bergson. “El tiempo oído está tan
cerca de la duración pura que podría decirse que es la sensación misma de la
duración.” (Koechlin 1926, p. 47. Citado en: Langer 1967, p. 112).

§
El evolucionismo espiritualista de Bergson también tuvo su impacto en Rusia,
especialmente en la obra del musicólogo Boris Asaf’ev [Борис Асафьев 1884-1949], a
través del filósofo Nikolaj Losskij [Николай Лосский 1870-1965], representante del
espiritualismo en Rusia y precursor del personalismo en Europa (García Gómez 2013b).
Para Asaf’ev la noción del tiempo musical está íntimamente ligado al problema
de la forma musical, es decir, al proceso de su formación en el tiempo. En su teoría
de la entonación, una especie de cosmo-audición que concibe el fenómeno musical
como un todo, Asaf’ev reúne a la creación, la interpretación y la audición en un
proceso único social e histórico.
Al concebir el fenómeno musical como un todo, la composición e interpretación
musicales se comprenden como dos momentos de un solo proceso. Este proceso
único se da a través de la entonación. En ella el oído se enriquece en la importantísima
experiencia de la respiración, esencial para comprender al arte musical como a un
proceso orgánico vivo que fluye en el tiempo psicológico, y no como la creación o
reproducción mecánica y sin sentido de combinaciones sonoras marcadas por el
metrónomo.
El ritmo construye y organiza la música en estrecha relación con la respiración y
las leyes del movimiento. Pero el ritmo ordena, no esquematiza. Para Asaf’ev la
música comienza en la respiración y termina en la imaginación del que la escucha.
La música es el continuo indivisible de un torrente ininterrumpido, cristalizado en
una síntesis de forma y contenido. La forma musical es finalmente para Asaf’ev el
resultado del proceso de formación de los pensamientos sonoros. Su forma es
temporal, ya que mantiene una relación íntima con la temporalidad de la conciencia
(García Gómez 2008).
En 1923, bajo el pseudónimo de Igor’ Glebov [Игорь Глебов], Boris Asaf’ev
publica un primer ensayo de análisis gnoseológico del arte musical, titulado:

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“Ценность музыки” [El valor de la música]. Asaf’ev afirma en este artículo, que en
lo que respecta a las ciencias sobre el arte, éstas se han basado fundamentalmente en
las artes que evolucionaron sobre un material concreto; como el material visual en
las artes plásticas y lo palpable en el espacio de los objetos dados. Su tendencia en
general es material-concreta, basada en las sensaciones del tacto y la vista sobre el
espacio y los volúmenes.
El predominio en la percepción visual y lo táctil de las sensaciones espaciales,
como las más útiles, se reflejan indudablemente en el lenguaje común y en la
terminología simbólica de la ciencia y de los modelos poéticos. Por eso el arte
plástico se hace más accesible dirigiendo la sensación hacia el “objeto”, hacia la
“cosa”. Todo esto es comprensible como el resultado de la adaptación y las costumbres
del hombre por conocer el mundo por medio del tacto, o sus sentidos vecinos de la
vista y el gusto, que son dirigidos hacia la “materia”, hacia las “cosas”.
Asaf’ev cita un esquema realizado por Goethe sobre su principio creador, el
Bildungstrieb, como base para su análisis sobre la forma musical. Para Goethe son
dos las visiones, al parecer contrapuestas, que nos permiten esclarecer el cuadro del
mundo. Por una parte, la visión que nos permite ver el todo, las partes anteriores y
el torrente ininterrumpido del proceso de formación de la vida; y, por otra parte, la
que observa la intermitente colocación alternada y la sucesión de los objetos en el
espacio.
Pero la propiedad más importante de las composiciones musicales es la de existir
sólo en el proceso de formación, en la reproducción, en el tiempo, en una especie de
unidad en un todo. Para que sean percibidas en su concreción, éstas deberán
desplegarse en el proceso de formación, en donde cada momento se capta en su
dependencia funcional. En otras palabras, cada instante sonoro es una relación. De
esta manera, Asaf’ev formula la pregunta retórica que determina el título de su
artículo: “¿Por qué sucede que el valor cognoscitivo de la música queda desapercibido
e inutilizado? Por el predominio de los modelos táctiles y visuales en nuestras
representaciones, y de la evidencia (de lo concreto) de estas representaciones,
“realidad” que es fácil “demostrar” directamente tocando o “viendo” (Глебов
1923, p. 18).
Asaf’ev afirma que sin el desarrollo de la percepción auditiva la humanidad
perdería la posibilidad de una comprensión orgánica más fina y diversa del mundo
que le rodea. Comprensión que es muy distinta a la visual. El conocimiento del
mundo a través del oído, “escuchar el mundo”, libera al universo espiritual del
hombre de los ojos de lo concreto, y lleva a la visión (audición) propia de la sustancia,
al mundo de las relaciones funcionales, en donde la forma es expresión del cúmulo
de cambios regulares en el proceso de formación.

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La música es el mundo de las relaciones, el mundo de las dependencias funcionales


en el cual no existe un lugar para las cosas. Pero al mismo tiempo es un arte
profundamente vivo. En primer lugar, esto se debe a que nuestra psique, siendo algo
abstracto-espiritual y al mismo tiempo algo inasequible a la vista, existe para
nosotros como algo real, indudable. Si la percepción auditiva fuese para el hombre
tan refinada como lo es la visual o la táctil, la imaginación musical ampliaría en
mucho nuestra comprensión del mundo hasta el claro esmero intuitivo, que ahora
exige un largo camino de difíciles reflexiones.

¿Qué es la música después de todo esto? Creo que no un arte o, en todo caso algo más
que un arte: si es un arte en el sentido musical deberá ser tomado no como una actividad
sólo contemplativa, estética, sino conocedora e incluso reveladora. La música exige una
enorme tensión de fuerzas activas. El conocimiento de su lenguaje y medios de expresión
dan la posibilidad de desenvolverse en otras esferas de la actividad espiritual del ser
humano, pero no al contrario: como lo demuestra las observaciones a los artistas de otras
ramas del arte, que les es muy difícil comprender la música. La música es una actividad
creativa y al mismo tiempo siempre es dada en la percepción. El pensamiento nos ayuda
a distinguir y valorar, en el sentido de conocer la percepción dada, es decir, que se
adhieren a nuestro conocimiento sobre el mundo (Глебов 1923, p.19).

El objeto de la música no es visual ni asible, sino la personificación o reproducción


de los procesos sonoros. Partiendo de la percepción, la música es la entrega al estado
de la audición de los complejos sonoros en sus interrelaciones, ya que la música en
ningún lugar tiene que ver con la suma de las partes, sino con las correlaciones o
unión de los elementos.
La obra musical es una especie de complejo cerrado de sonoridades, el cual, en
su totalidad, desde el primer tono al último, se presenta como un sistema de
relaciones. Desde la primera entonación entramos a un mundo de peculiares
dimensiones espacio-temporales, en donde nada es casual. Cada elemento unido al
sonido siguiente y al anterior es condicionado y condiciona consigo al torrente
sonoro subsiguiente. En este singular mundo todo fluye, todo está dado en el
movimiento e incluso en los instantes de silencio, en las cesuras o pausas, que nos
sustraen del mundo exterior al estado hipnótico.
Pero la tensión nos obliga a esperar el surgimiento de nuevos sonidos, ya que
estos momentos de silencio están unidos a otros elementos del sistema, en un modo
estructurado de relaciones funcionales dependientes. Mientras no se cumpla esta
estructura preestablecida del torrente sonoro y no suene el último tono que dé la
sensación de terminación del movimiento, no se puede salir de la cadena sonora de
formación establecida. Permanecer bajo el dominio del proceso de formación
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musical nos da la sensación de estar en una esfera completamente distinta al mundo


acostumbrado de lo visual y lo táctil. Y lo más importante, provoca la sensación de
otro tiempo y espacio, es decir, de aquel sistema en donde las relaciones sonoras son
unidas en base únicamente a otras dimensiones de tiempo y espacio.
Lo que se percibe en las dimensiones cotidianas acostumbradas como: largo;
prolongado; lento; rápido; corto; movido; alargado; etc., aquí toman otro aspecto que
no corresponde a la impresión real. Una pieza musical puede parecer larga, ocupando
un espacio de tiempo relativamente corto en comparación con otra, la cual no
provoque la impresión de larga, pero ocupe un mayor tiempo de ejecución.
B. Asaf’ev afirma que así, la dimensión musical no corresponde a las dimensiones
dadas directamente a la conciencia. Uno u otro cambio que no sea condicionado por
las uniones sonoras en la medida inicial provoca una sensación desagradable, no
convincente e innecesaria a todo el proceso sonoro. Un tempo (o movimiento) mucho
más rápido de lo que debería ser en las relaciones dadas, hace una pieza más corta e
inadecuada, y un tempo significativamente más lento, la extiende como si no
estuvieran las sonoridades unidas unas con otras, gracias a lo cual desaparece toda
proporción lógica de unión de los elementos. Desaparece la masa compacta y las
notas quedan separadas una de la otra.
Todo esto nos indica que, en nuestra percepción, en determinados límites del
proceso de formación musical, surge un sistema poco común de relación de elementos
sonoros en cuya vivencia nos da la sensación de pasar a un mundo de nuevas
dimensiones que corresponden no a las sensaciones visuales, sino a las auditivas. En
este sistema, desde el momento en que comienza a sonar, hasta el re-establecimiento
del silencio, tenemos ante nosotros un torrente ininterrumpido de sonidos unidos
uno a otro. Movimiento y continuidad son las condiciones del proceso de formación
e impermeabilidad de este sistema. Cada corte en el tejido sonoro nos regresa al
mundo de las dimensiones comunes.
Este mundo dinámico de uniones, el de la música, no puede ser un sistema
contable. Por eso es necesario evitar buscar sustancias con propiedades concretas,
cuando la esencia que determina el espacio y el tiempo musical se encuentra
precisamente en el proceso mismo del “movimiento entre cambios”. La música es
entendida como percepción de un sistema de relación funcional de uniones sonoras
en su proceso mismo de formación, y no como esquema formal, tieso y acabado, o
la simple distribución de un material ya cristalizado.
En el arte del sonido, gracias a sus características de material constructivo, las
correlaciones espacio-temporales son dadas como funciones y no como sustancias.
Por eso ante la valoración cognoscitiva de la música es necesario partir no de los
sistemas preconcebidos, sino desde el movimiento propio del sistema sonoro, del

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cual tratamos de comprender su forma. Esto es especialmente difícil en los


desarrollos temáticos de complicadas formaciones sinfónicas de gran diversidad
espacio-temporal.
En la música no existen representaciones de lo inmóvil, de los objetos, tampoco
diferencias de dirección como: alto, bajo, cerca, lejos, pasado, futuro, aquí, allá,
ahora, etc. Todos los conceptos básicos que son expresados a través de la música
sufren un cambio característico, el cambio del medio concreto estático de donde son
tomados, para ser llevados al campo de lo funcional y las puras correlaciones. Pero
la música también tiene la capacidad de representar idealmente las formas espacio-
temporales de la existencia: de la vivencia directa y del conocimiento. La vivencia
directa en su formación ininterrumpida, comprendida como una unidad indivisible
y orgánica, en donde el todo antecede a las partes; y el conocimiento mediato, que
es un análisis visual en un cúmulo de puntos temporales ilimitados.
La primera forma representa para Asaf’ev una manera psicológica más directa de
acercarse a la esencia del proceso de formación musical. No obstante, la forma de
conocimiento mediato es el análisis metódico de lo que aún no se ha realizado. Pero
es inevitable la interrelación de estas dos visiones en la música. La segunda, al ser
privada del influjo productivo y fuera de los estímulos que surgen de la primera, en
un acto de descomposición y abstracción de la continuidad musical, pierde el sentido
de la comprensión viva de la música como percepción del sistema de relaciones
funcionales en la unión de los elementos sonoros. Entonces desaparece la música
como proceso, y aparece la osamenta tiesa y visual en una articulación esquemática
de líneas y planos insonoros de la partitura en el espacio.

§
Dieciséis años después, en septiembre de 1939, tras el inicio de la Segunda
Guerra Mundial en Europa, el compositor ruso Igor Stravinsky (1882-1971) se
embarca rumbo a Nueva York, invitado a la cátedra de poética de la Universidad
de Harvard para impartir una serie de seis conferencias en francés, bajo el título:
Poétique musicale, en las que el compositor expone sus ideas sobre la creación
musical.
Al inicio de su primera conferencia, titulada: Toma de contacto, Stravinsky
afirma que el término poética “en el sentido exacto de la palabra, quiere decir el
estudio de la obra que va a realizarse. El verbo ποιειν, del cual proviene, no significa
otra cosa sino ‘hacer’” (Stravinsky 1977, p. 10). En la base de este hacer, que es la
creación musical misma, hay “una búsqueda previa, una voluntad que se sitúa de

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antemano en un plano abstracto, con objeto de dar forma a una materia concreta.
Los elementos que necesariamente atañen a esta especulación son los elementos de
sonido y tiempo.” (Stravinsky 1977, pp. 31 y 32).
Siguiendo la tradición de la clasificación ilustrada alemana de las bellas
artes (Lessing, Kant, Schelling, etc.), Stravinsky afirma que las artes plásticas
se nos ofrecen en el espacio. La música, en cambio, se nos ofrece en el tiempo.
“La música se establece en la sucesión del tiempo y requiere, por consiguiente, el
concurso de una memoria vigilante. Por tanto, la música es un arte chronique,
como la pintura es un arte espacial. Supone, ante todo, cierta organización del
tiempo, una crononomía, si se me permite el uso de este neologismo”.
(Stravinsky 1977, p. 32).
Pero Stravinsky no sólo se limitó a decir que la música es un arte del tiempo, un
arte chronique, sino que plantea también el problema específico del “cronos musical”,
en base a las ideas del musicólogo Pierre Souvtchinsky [Пётр Петрович
Сувчинский, 1892-1985]. De hecho, se afirma que Souvtchinsky es el autor de la
Poétique musicale de Stravinsky (Dufour 2003), su Ghostwriter como afirma
Richard Taruskin (1997, p. 519).
Precisamente en 1939 Souvtchinsky había publicado “La Notion du Temps et la
Musique” en La revue musicale. Su actividad como publicista y crítico musical
la inició en 1915 con la revista Музыкальный современник [El contemporáneo
musical], fundada por Andrei Rimsky-Korsakov en St. Petersburgo. En 1917-18
Souvtchinsky publica en colaboración con Boris Asaf’ev dos volúmenes de Мелось.
Книги о Музыке [Melos. Libros sobre música], en la que participan Nikolaj Losskij,
Leonid Sabaneev, Boris Asaf’ev, y el mismo Souvtchinsky (García Gómez 2008, p.
101). En base a la tesis de Souvtchinsky sobre la noción del tiempo musical,
Stravinsky continúa su conferencia diciendo que:

La creación musical es juzgada por el señor Souvtchinsky como un complejo innato de


intuiciones y practicabilidades, fundado ante todo en una experiencia musical del tiempo
– el cronos — cuya incorporación musical no nos aporta sino la realización funcional.
Todos sabemos que el tiempo se desliza variablemente, según las disposiciones íntimas del
sujeto y los acontecimientos que vengan a afectar su conciencia. La espera, el fastidio, la
angustia, el placer y el dolor, la contemplación, aparecen así en forma de categorías
diferentes — en medio de las cuales transcurre nuestra vida —, que suponen, cada uno, un
proceso psicológico especial, un tempo particular. Estas variaciones del tiempo psicológico
no son perceptibles más que con relación a la sensación primaria, consciente o no, del
tiempo real, del tiempo ontológico. (…) Lo que determina el carácter específico de la
noción del tiempo es que esta noción nace y se desenvuelve independientemente de las
categorías del tiempo psicológico, o simultáneamente con ellas. (Stravinsky 1977, p. 34).

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La teoría de Souvtchinsky, expuesta aquí por Stravinsky, sugiere la distinción


entre el tempo particular, que es el tiempo psicológico de la experiencia musical y el
tiempo real, ontológico. Distinción en clave musical que tiene su fundamento en las
ideas ya expuestas por Asaf’ev en El valor de la música (1923); Marcel en
Bergsonisme et musique (1925); y Koechlin en Le temps et la musique (1926). “Toda
música, – prosigue Stravinsky– en tanto se vincula al curso normal del tiempo, o en
tanto se desvincula de él, establece una relación particular, una especie de
contrapunto entre el transcurrir del tiempo, su duración propia y los medios
materiales y técnicos con la ayuda de los cuales tal música se manifiesta.”
(Stravinsky 1977, p. 35).
Con esta distinción del tiempo, como afirma Stravinsky, Souvtchinsky concibe
dos especies de música. Una que evoluciona paralelamente al proceso del tiempo
ontológico y se identifica con él, produciendo un sentimiento de euforia o de “calma
dinámica” en el público. Y la otra que excede o contraría este proceso, no ajustándose
al instante sonoro. Entonces la música se aparta de los centros de atracción y
gravedad y se hace inestable, propiciando con esto transmitir los impulsos
emocionales de su autor. Este es el tipo de música en la que domina la voluntad de
una expresión.
Este problema del tiempo en el arte musical es de una primordial importancia. (…)
La música ligada al tiempo ontológico está generalmente dominada por el principio de
similitud. La que se vincula al tiempo psicológico procede espontáneamente por contraste.
A estos dos principios que dominan el proceso creador corresponden las nociones
esenciales de variedad y de uniformidad. (Stravinsky 1977, p. 35).

§
Todas estas ideas sobre la doble noción del tiempo en la creación musical, expuestas
por Asaf’ev (1923); Marcel (1925); Koechlin (1926); y Souvtchinsky (1939), son
retomadas por la musicóloga francesa Gisèle Brelet, quien publicó en 1947 Esthétique
et création musicale. Su autora realiza un análisis de la creación musical
contemporánea en base a la noción del tiempo, y afirma que la esencia de la música
es su forma temporal que mantiene una íntima relación con la temporalidad de la
conciencia, que equipara al concepto bergsoniano de la duración pura (durée pure).
En la primera parte de esta obra, titulado: Estética y psicología de la creación,
Gisèle Brelet afirma: “Hablando en general, podrían los compositores clasificarse
en dos tipos: los que crean bajo el imperio de consideraciones formales y los que
obedecen a su necesidad de expresarse; la creación estaría, pues, psicológica o
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formalmente determinada. (...) la expresión posee su forma como la forma su


expresión”. (Brelet 1957, p. 16).
Para Brelet la creación musical es fruto de una elección que se concreta en dos
actitudes creadoras fundamentales, el empirismo y el formalismo. En el primer
caso, el músico parte de la experiencia directa que le brinda el material sonoro,
que busca nuevas sonoridades y nuevas técnicas. En el segundo caso, es la forma
la que dirige a priori, y no trata de descubrir el material sonoro, sino de producirlo
y formarlo.
En la segunda parte de esta obra, Brelet trata sobre la estética de la forma
temporal, que divide en cuatro capítulos. En el primero, titulado: La forma vivida: el
tiempo musical, Brelet afirma que lo sensible sonoro tiene una doble forma: la forma
armónica relacionada con lo apolíneo, de contemplación pura; y la forma temporal
de esencia dionisíaca: “... con ella y mediante ella se introducen en la música la
afectividad y todas las potencias oscuras del ser, pues el tiempo, aun en sus formas
más depuradas, sólo puede ser vivido. Escuchar la sonoridad es acompañar su
desenvolvimiento temporal con el impulso vivo de nuestra duración interior”.
(Brelet 1957, p. 71).
La música es expresión de la duración vivida de la conciencia. Pero en la tonalidad,
añade Brelet, la forma armónica también se halla ligada a la forma temporal, debido
a los polos de atracción que generan movimiento y reposo, “que es la definición
misma del tiempo; y esta ley del tiempo que la tonalidad cumple es también la ley
misma de toda composición musical.” (Brelet 1957, p. 72).
No obstante, el atonalismo, según Brelet, carece de estos polos de atracción que
impide nacer al devenir, y la duración pura se destruye a sí misma. Al atonalismo le
falta la dialéctica temporal de la tonalidad. Pero aún dentro de la tonalidad, si la
plenitud y la riqueza de las armonías no bastan para crear un devenir musical pleno,
la forma temporal es capaz, cuando es viviente, de crear una musicalidad profunda
que haga inútiles todas las riquezas sensibles de la armonía.
Así pues, existen para Brelet dos clases de obras: la de nuevos horizontes armónicos
pero inmóviles y extraños a la duración; y la de un pensamiento armónico trivial que
poseen una cualidad viva de su forma temporal. Pero toda verdadera obra musical
reúne estas dos cualidades. La forma musical debe llegar a ser la forma misma de la
conciencia, ya que el tiempo vivido es inmanente al acto creador de la forma sonora.
En el centro de la creación musical hay una experiencia temporal que se realiza a
través de la sonoridad y no de la reflexión. Es una intuición del tiempo vivido.
“El tiempo musical está en el punto de confluencia de la duración psicológica y del
tiempo objetivo de la materia sonora. (...) a menudo la duración sonora se construye

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en el vacío, independiente-mente de esta experiencia psicológica del tiempo en la


que debe buscarse el impulso. Es necesario que el tiempo vivido y el tiempo musical
se unan” (Brelet 1957, p. 78).
Gisèle Brelet señala que hay dos tipos de desenvolvimiento musical: uno en el
que la forma sonora determina a la forma temporal, y otro en el que la forma
temporal determina a la sonora. La forma impresionista pertenece al primer tipo,
al abandonar el desarrollo de contraste temático; mientras el desarrollo de la forma
clásica, que es un desplegarse en el tiempo y expresa las etapas por las cuales
la conciencia organiza su vida temporal íntima, pertenece al segundo tipo:

Así, descubriendo el tiempo en lo interior de la materia sonora, el impresionismo puede


hacer caso omiso de la forma temporal abstracta que le aporta un orden no específico y
exterior. (...) sin embargo (...) el tiempo de la música impresionista, dado que es el tiempo
objetivo de la materia sonora, tiende a desvincularse de la duración vivida para disolverse
en relaciones armónicas estáticas en que todo devenir se pierde (Brelet 1957, pp. 79 y 80).

Tanto desde el punto de vista de la creación, como de la contemplación, la forma


musical es vivida por una conciencia que se expresa. En la obra musical el tiempo es
vivido a través de la forma, pero hay formas vivientes y formas vacías. La idea
musical lleva en sí un desarrollo de expansión temporal que deberá tener la
espontaneidad de la duración interior de la conciencia. Brelet clasifica a la unión de
la forma musical con el devenir vivido de la conciencia en dos tipos: el empirismo
puro por el cual la conciencia se une a la forma musical pura; y la duración patológica,
en la que el “yo” psicológico se une a la forma sonora:

Hemos distinguido al comienzo dos tipos de creadores: el tipo psicológico y el tipo formal.
(...) esta diferenciación de los dos tipos de creadores se refleja en la existencia de dos
tipos de duración musical: una duración empírica y psicológica, nacida de la experiencia
del devenir de los estados psíquicos, y una duración formal y pura, nacida del acto
mismo por el cual la conciencia construye su devenir interior”. (Brelet 1957, p. 86).

El tiempo musical se balancea entre el aspecto dionisíaco vivido y el apolíneo


formal. Brelet afirma que el clasicismo se inclinó hacia la forma y los esquemas
abstractos fuera de la experiencia temporal; a la construcción temática fundada en
la simetría que aprisiona y rompe el impulso de la duración vivida, atándola a un
estatismo espacial impuesto por la razón. El clasicismo tiende a negar el devenir, ya
que busca la forma permanente, la idea inmutable. El romanticismo en cambio es el
devenir mismo, es la experiencia psicológica del tiempo vivido.

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La forma musical vive de nuestras esperas, que no cesa de suscitar y de satisfacer. Pero
si en la obra clásica el equilibrio está perpetuamente restablecido entre la forma objetiva
y la duración subjetiva — puesto que la espera no era suscitada más que para ser
satisfecha –, constituye la esencia misma de la forma romántica suscitar la espera por sí
misma, y dilatar indefinidamente su satisfacción a fin de dar lugar a que nazca, lejos de
la disciplina del tiempo, el impulso fantasista [sic] e indómito de la duración subjetiva.
(Brelet 1957, p. 103).

Pero Brelet distingue entre dos tipos de espera: la activa que precede al porvenir;
y la pasiva en la que esperamos se haga presente. La espera activa armoniza,
distinguiendo entre la duración del “yo” y el tiempo del mundo, sintetizando en la
unidad del tiempo musical la dualidad del tiempo objetivo y subjetivo de la obra. La
música de la espera es de duración patológica dotada de vida intensa, es la duración
sufrida que va contra la forma y la esencia activa del tiempo musical. La música de
la expectación está privada de la “sabiduría musical” que rige la forma clásica y
define el tiempo musical.

La música del tiempo patológico es música de la pasividad: dándose por misión


expresar la vida subjetiva del yo, lo inmoviliza en el vacío de sus estados interiores y
lo desvía de esta actividad fecunda de la que nace una duración activa y creadora. El
tiempo activo y verdadero, que es el tiempo de la forma libremente construida y no
sometida a lo extrínseco, no podría ser alcanzado más que allende la duración subjetiva
y los contenidos pasivos que la pueblan. La música expresiva, reedición de una
duración humana ya dada, se construye fuera de los poderes creadores de ese tiempo
real que es consubstancial a nuestro acto: en ella está ausente la esencia misma del
tiempo musical. (Brelet 1957, p. 105).

Para Brelet hay pues dos músicas del devenir: del devenir patológico en el que el
alma se abandona a la pasividad de sus estados; y una música del devenir formal, en
el que el alma halla los poderes creadores del tiempo y la armonía de la forma musical.
Pero en el esquematismo del tiempo se halla implicado un poder constructor, que es
mediador entre la duración subjetiva y la forma musical objetiva, el formalismo
puro, que Brelet asocia al “yo pienso” kantiano. Este formalismo puro, que contrapone
al formalismo abstracto clásico nacido de combinaciones intelectuales, es la forma
vivida nacida de los actos profundos del “yo” aislado del exterior.

El tiempo, forma de la sonoridad y de la vida interior, está en la confluencia de la duración


subjetiva y de la forma objetiva de los sonidos; y es (...) en la forma temporal en la que
vienen a expresarse los contenidos psicológicos. Pero la ausencia de tales contenidos, la

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pureza y la autonomía del tiempo real, suponen, no la negación de la duración psicológica,


sino la ascesis de la vida interior hacia la pureza de sus formas fundamentales, hacia el
despojamiento que, privándola de todos sus contenidos particulares, deja subsistir en ella
su esencia profunda, el puro impulso de la actividad. (...) La música, arte de la interioridad,
es necesariamente construcción de sí. La duración psicológica del creador se vuelve en
la creación lo que el tiempo musical le hace ser. Y es por ello que los sentimientos
particulares deben ser superados en un esquematismo, forma activa que reconstruya la
estructura temporal. La música, en su esencia, es la expresión de la vida temporal. (Brelet
1957, pp. 128 y 129).

§
En 1953 la norteamericana Susanne Katherina Langer (1895-1985), seguidora de
la filosofía de las formas simbólicas de Ernst Cassirer, publicó Feeling and Form, una
teoría del arte desarrollada a partir de su Philosophy in a New Key (1941), que es un
estudio del simbolismo en la razón, el rito y el arte. En esta obra, Langer aborda la noción
del tiempo musical en su séptimo capítulo La imagen del tiempo, que inicia diciendo:

De las artes plásticas, que hacen visible el espacio en los diversos modos en que lo
concebimos y manejamos instintivamente, pasamos ahora hacia otro gran género del
arte, a saber, la música. De súbito, nos encontramos en un reino diferente. El espejo del
mundo, el horizonte del dominio humano y todas las realidades tangibles se han
esfumado. Los objetos se tornan nebulosos y toda visión es superflua. Empero, el reino
de la experiencia, tan radicalmente cambiado, se encuentra pleno. Hay en él formas
grandes y pequeñas, formas en movimiento que, a veces, convergen para dar una
impresión de cabal perfección y reposo por sus movimientos mismos; hay una agitación
inmensa se sonido puro, un mundo audible, una belleza sonora que se adueña por
completo de nuestra conciencia. (Langer 1967, p. 101).

Langer afirma que desde la antigüedad se ha tratado de comprender a la música


con leyes naturales, intentando explicarla por medio de la física y proporciones
matemáticas. Las proporciones tonales en la doctrina pitagórica sirvieron de modelo
del cosmos en De natura de Filolao de Crotona, que Platón retoma como modelo del
alma del mundo en su Timeo. Es la música de las esferas de los siete planetas que
coinciden con las siete notas de la octava [diapasón διὰ πασᾶν] (Boeckh, 1819, p. 66).
Por ello desde la antigüedad la música fue considerada como scientia, e incluso en
la actualidad aún tratan de explicar la experiencia musical en términos de vibraciones
físicas del sonido.

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Esta ambiciosa esperanza, se apoya, por supuesto, en la creencia muy popular de que
la función propia de la música es producir una especie de refi nado placer sensible que,
a su vez, evoca una bien marcada y abigarrada sucesión de sentimientos. (...) si la
música es un arte y no un placer epicúreo, el estudio de los patrones de vibraciones en
las bandas de sonido y encefalogramas puede decirnos cosas asombrosas sobre la
audición, pero no sobre la música, que es la ilusión engendrada por los sentidos.
(Langer 1967, p. 104).

Langer afirma que los elementos que constituyen la música son algo virtual,
artístico, creado únicamente para la percepción, y que de acuerdo con la teoría de
Eduard Hanslick (1854), los llama “formas sonoras en movimiento”.

Tal movimiento es la esencia de la música; un movimiento de formas que no son visibles,


sino que se dan al oído y no a los ojos. Empero ¿qué son estas formas? No son objetos del
mundo real (...) porque tanto los movimientos como las formas sólo están aparentemente
ahí; son elementos de una ilusión puramente auditiva. Pues en todos los movimientos
progresivos que oímos — movimientos rápidos o lentos, pausas, ataques, melodías en
crescendo o las armonías que se amplían o se cierra, acordes agrupados y figuras que
fluyen — no hay, realmente, nada que se mueva. (...) El movimiento musical, en suma, es
algo completamente diferente al desplazamiento físico. Es una apariencia nada más.
(Langer 1967, pp. 104 y 105).

Los movimientos de la música son en sí forma dinámicas del sonido, pero en este
movimiento nada se mueve en realidad. El mundo en que se mueve la música es el
de la pura duración bergsoniana, y como tal, ésta no es un fenómeno real, algo
radicalmente diferente del tiempo en el que transcurre nuestra vida cotidiana.

La duración musical es una imagen que pudiera ser denominada tiempo “vivido” o
“experimentado” — el pasaje de la vida que sentimos cuando la espera se vuelve “ahora”
y el “ahora” se convierte en un hecho inalterable. Tal pasaje sólo es mensurable en términos
de sensibilidades, tensiones y emociones; y tiene no meramente una medida diferente, sino
una estructura del todo diferente del tiempo práctico o científico. La apariencia de este
tiempo vital, vivencial, es la ilusión primaria de la música. (Langer 1967, p. 106).

La música crea un orden del tiempo virtual en el cual se mueven las formas
sonoras únicamente en relación de unas con otras, pues nada existe ahí. Este tiempo
virtual está aislado de los sucesos reales y sólo es perceptible por medio del oído.

...la música despliega el tiempo para nuestra aprehensión completa y directa y deja que
nuestro oído lo monopolice — lo organice, lo llene y le dé forma por sí solo. Crea una

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imagen del tiempo medido por el movimiento de formas que parecen darle sustancia,
aunque es una sustancia que consiste por entero de sonido, de tal modo que es la
transitoriedad misma. La música hace audible el tiempo y sensibles su forma y
continuidad. (Langer 1967, p. 106).

Susanne Langer señala sobre la divergencia radical entre el tiempo virtual y el


tiempo real, que consiste en su estructura misma. El tiempo de la abstracción
espacial es el tiempo del “reloj” como secuencia pura de eventos indiferentes en sí
mismos y ordenados en una serie infinita de sucesión. Es un continuum
unidimensional. Pero el tiempo científico moderno, que es una coordenada de una
estructura multidimensional, es un refinamiento sistemático del “tiempo del reloj”,
cuyo principio es el cambio. El concepto de tiempo que surge de tal medición es algo
muy alejado del tiempo que experimentamos, que esencialmente es “paso” o sentido
de transición. Pero esta experiencia del tiempo es más compleja y contiene lo que
Langer llama, volumen:

Es esta voluminosidad de la experiencia directa del paso lo que lo hace indivisible


(...) Los fenómenos que llenan el tiempo son tensiones — físicas, emocionales o
intelectuales. El tiempo existe para nosotros porque soportamos “tensiones” y sus
soluciones. (...) toda clase de tensión es transformada en tensión musical, todo
contenido cualitativo es transformado en cualidad musical (...) La ilusión primeria
de la música es la imagen sonora del “paso”, abstraída de la realidad para ser libre.
(Langer 1967, pp. 109 y 110).

Langer afirma que lo que llamamos “tiempo subjetivo” es el “tiempo real” o


“duración” de la que habla Bergson, y su cercanía a los problemas del arte han hecho
de él el filósofo de los artistas, especialmente de la música. Pero añade que la filosofía
debe renunciar a la concepción lógica y tratar de captar intuitivamente el sentido
interno de la duración.

Lo que Bergson exige de la fi losofía — expresar las formas dinámicas de la


experiencia subjetiva — sólo puede cumplirlo el arte. Quizá esto explica por qué es
él el fi lósofo de los artistas por excelencia. (...) Nada podría parecer más razonable a
un poeta o a un músico que la fi nalidad metafísica de Bergson; sin preguntarse si es
factible en fi losofía, el artista acepta esta meta y se suscribe a una filosofía que
aspira a ella. Tan pronto como se reconoce el símbolo expresivo, la imagen del
tiempo, se puede fi losofar sobre sus revelaciones (...) El arte puede construir su
ilusión en el espacio o en el tiempo; metafísicamente podemos entender o mal
entender tanto un reino como el otro; y es difícil encontrar las características... de la
duración (Langer 1967, p. 111).

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Pero su deseo de excluir toda estructura espacial condujo a Bergson a negar que
su “duración concreta” tuviera cualquier tipo de estructura, y por ello no acierta,
según Langer, en lo más importante: “el hecho de que el tiempo no es una sucesión
pura, sino que tiene más de una dimensión. (...) el tiempo musical posee forma,
organización, volumen y partes distinguibles.” (Langer 1967, p. 112). Por eso Langer
afirma que la percepción del espacio en la forma musical se aprehende como algo
dinámico, afirmación que nos recuerda lo ya ampliamente expuesto por Asaf’ev en
1923. La dimensión espacial del tiempo musical no es del todo perceptible, como lo
es el tejido del tiempo virtual, y, de hecho, afirma Langer:

...es un atributo del tiempo musical, una apariencia que sirve para desarrollar el
reino temporal en más de una dimensión. El espacio, en la música, es una ilusión
secundaria. (...) Así como el espacio puede aparecer repentinamente en la música, el
tiempo puede estar implicado en las obras visuales. (...) Tan pronto como consideramos
la música como símbolo completo, como imagen del tiempo subjetivo, el atractivo de
las ideas de Bergson para la mente artística llega a ser muy comprensible. (Langer
1967, pp. 113 y 114).

Finalmente, para Susanne Langer, la esencia del tiempo musical está en la


formación de su imagen, de su símbolo, cuya naturaleza es la ilusión musical a través
del proceso creador implicado en formarla y desarrollarla.

§
Para concluir con esta breve historia del tiempo en el arte musical volvemos al inicio,
como el uróboros [ουροβόρος] que se muerde la cola en una especie de reprise,
retomando la tesis de Claude Lévi-Strauss sobre el carácter común entre mito y
música: “máquinas simbólicas de abolir el tiempo”. En efecto, para Lévi-Strauss,
cuyo estudio antropológico se centra en las estructuras inconscientes y generales
que se hallan en toda sociedad, mito y música son productos de un común e innato
patrimonio psíquico de la humanidad.
En Mito y música, última de una serie de conferencias dictada en la Universidad
de Toronto en 1977, Lévi-Strauss afirma que la relación entre mito y música es de
similitud, ya que el mito hay que aprehenderlo como una totalidad, y descubrir que
su significado básico no está ligado a la secuencia de acontecimientos, sino en su
relación con el todo al igual que en la música. La música se desarrolla a través del
tiempo, y lo ya escuchado sólo adquiere sentido en relación con lo que va a escucharse,
manteniendo a la consciencia de la totalidad de la música. Hay pues una especie de
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reconstrucción continua que se desarrolla en la mente del oyente, al igual que en


una historia mitológica. Así pues, la estructura musical corresponde con la estructura
del mito.
El constructivismo mítico encontró en el símbolo la piedra angular de la que
surge el mito. Lévi-Strauss afirma que tanto el mito como la música son productores
de segundos sentidos, o sentidos indirectos profundamente simbólicos. Lo simbólico
es un lenguaje de sentido indirecto sin posibilidad de una interpretación única y fija,
porque ahí, donde hay un código preciso de interpretación como en la ciencia, se
elimina lo simbólico y lo artístico. En el arte, como en el mito, el sentido ambiguo
no desaparece nunca, ya que ésta es su cualidad que estimula la capacidad de
infinitas interpretaciones.
Tanto la música como el mito tienen su origen en el lenguaje. Sus formas se
desarrollaron separadamente tomando distintas direcciones. La música destaca las
entonaciones presentes en el lenguaje, de los sonidos que tiene significado. Por su
parte la mitología subraya el aspecto del sentido, el del significado mismo del
lenguaje. Mito y música, por tanto, son expresiones humanas similares que hunden
sus raíces en el pasado remoto de la cultura, y comparten un desarrollo común,
siendo ambos arquetipos de la primitiva conciencia colectiva (Lévi-Strauss 2009,
pp. 77-89).
Como ya hemos visto a lo largo de este artículo, las teorías musicológicas de
Asaf’ev, Stravisnky-Souvtchinsky, Brelet y Langer, coinciden en afirmar que la
intuición del tiempo musical se da a través de su forma, esto es, al proceso de su
formación y percepción en el fluir de la conciencia, en la duración vivida. Como
arquetipo de la conciencia colectiva, el mito fue precisamente el fundamento de las
primigenias formas musicales de la antigüedad griega.
La aulética y la citarística, arte instrumental que a pesar de haberse escindido de
la palabra en su servil papel de acompañar la ritmo-entonación de la poesía, mantuvo
su capacidad de representar la realidad y la fantasía del mito. Su origen está
relacionado con los certámenes (Agón [ἀγών]) musicales de los juegos Píticos de
Delfos del siglo a.C., cuyas primeras formas musicales se cristalizados en el
nomos Píticos [νόμος Πυθικός] del 574 a.C., y el nomos Policéfalo [Πολικέφαλος]
del 490 a.C. (García Gómez 2018).
Pero independientemente de su forma, la música es una de las expresiones
primigenias del ser humano. Su presencia quizá se anuncia por primera vez en la
instintiva y emocional elevación entonativa de la voz del chaman, pronunciada en
ritos y ceremonias prehistóricas. La entonación de estas plegarias tenía un poder de
comunicación muy superior a las palabras, ya que iba más allá de lo que éstas mismas
podrían expresar. Esta gravitación entonativa de la voz jugó un papel importantísimo

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en el surgimiento del canto primigenio, producto de un largo proceso de fijación de


tonos aislados.
El poder mágico de este proto-canto, que sin duda reflejó la extraordinaria fuerza
hipnótica de la música, le sirvió al hombre primitivo para congraciarse con la
divinidad en el rito, otorgándole al canto un lugar preponderante en el sistema de
creencias, plasmadas básicamente a través del mito. El canto se consolida pues como
el lenguaje privilegiado de comunicación con los dioses. El conducto directo al otro
mundo. Al mundo de las Ideas en la dimensión suprasensible del hiperuranio
platónico, o al noúmeno kantiano fuera la intuición pura del tiempo.
Por ello la música es la única vía que nos permite huir del mundo exterior, del
sufrimiento y del dolor como afirma Schopenhauer, para adentrarnos, aunque sea
por unos minutos, por unas cuantas unidades del tiempo que sirve para medir el
espacio, a nuestro mundo interior y dialogar con nosotros mismos. La música es,
después de todo, la “máquina simbólica de abolir el tiempo”.

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