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CARTA A LOS Efesios

Max ·Zerwick

Introducción
EL MISTERIO DE LA IGLESIA

La llamada carta a los Efesios pertenece al grupo de las cartas de la cautividad. El estrecho
parentesco, en el contenido y en la forma, con la carta a los Colosenses permite suponer que
fue escrita muy poco después de ésta, probablemente durante la primera cautividad romana
(61-63). El Apóstol se dirige a unos cristianos que no lo conocen personalmente; por eso
los destinatarios de la carta no pueden ser los fieles de Éfeso, donde Pablo había actuado a
lo largo de tres años, sino algunas comunidades de las proximidades de Éfeso, sobre todo
en el valle del Lico, donde, junto a Colosas, tenemos noticias de iglesias en Hierápolis y
Laodicea.
La ocasión de la carta fueron ciertas corrientes espirituales, de talante judaico y
pregnóstico, que ya apuntan en la carta a los Colosenses. Un culto exagerado de las
«potencias» o ángeles ponía allí en peligro la primacía peculiar de Cristo, tanto en la obra
de la creación como en la obra de la redención, y dio al Apóstol la oportunidad de destacar
con nuevas luces esa primacía incondicionada de Cristo. Esto es igualmente válido para la
carta a los Colosenses, pero este pensamiento fundamental alcanza mayor profundidad en la
carta a los Efesios y se concentra principalmente en este círculo de ideas: Cristo, cabeza de
su Iglesia, la única Iglesia compuesta de judíos y paganos, que Él mismo se construye como
cuerpo suyo, a la que se une como a su esposa, y llena con toda la plenitud de su vida
divina, con la cual y a través de la cual inicia su señorío, no sólo sobre la humanidad, sino
sobre el conjunto de la creación. Con razón a la carta a los Efesios se la ha llamado la carta
de la Iglesia. En ella el pensamiento teológico de san Pablo alcanza su apogeo y su más rico
desarrollo. La carta a los Efesios es una nueva visión panorámica de la realidad de la
revelación cristiana, y así representa, para la época tardía de su redacción, lo que la carta a
los Romanos supuso en los primeros tiempos de la actividad teológica del Apóstol Pero, al
lado de estas ideas madres que sobresalen, la carta a los Efesios nos ofrece la posibilidad de
penetrar en el interior de la vida de fe del Apóstol. Si queremos articular de alguna manera
esta vida de fe, nos encontramos, por parte de Dios, ante la común obra trinitaria del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, y, por parte del hombre, ante la respuesta a esta acción divina
en la fe, la esperanza y el amor. Será útil realizar un breve vuelo de reconocimiento sobre
esta panorámica.
Con esta triple expresión: «Padre, Hijo y Espíritu Santo» empieza ya el primer versículo
del himno introductorio: «Bendito el.. Padre.., que nos ha bendecido con toda bendición
espiritual en los cielos en Cristo»* Todavía más explícita es la expresión de esta acción
trinitaria de Dios en este versículo: «Por medio de Él (Cristo) los unos y los otros tenemos
acceso, en un solo Espíritu, al Padre» (2, 18), y más adelante, refiriéndose a la idea central
de la Iglesia: «En el cual (Cristo) también vosotros sois coedificados hasta formar el
edificio de Dios en el Espíritu» (2, 22). En estos versículos se pone además de manifiesto
cómo san Pablo no trata de la igualdad esencial de las divinas personas desde una
perspectiva teológica, sino desde una visión historico-soteriológica, refiriéndose a su
posición en la obra salvadora de Dios en pro de la humanidad.
En este aspecto el Padre tiene una primacía. Él, desde la eternidad, ha planeado
amorosamente la obra de salvación, y su propia gloria, «la alabanza del señorío de su
gracia», es el objetivo final de esta obra en toda la eternidad (1, 612.14; 2, 7). Pero unido
estrechamente a Él está el centro de toda esta planificación, actuación y realización: Cristo,
el Señor, el mediador. A ambos se hace alusión, por ejemplo, en la gran visión panorámica
del himno introductorio, donde con ocho versículos densos y llenos (1, 3-10) se presenta al
Padre solo como sujeto operante, al cual le corresponde una actuación octodimensional,
mientras que al mismo tiempo se nombra expresamente seis veces al Hijo, por quien y en el
cual acontece todo esto.
Ante el Padre y el Hijo parece que el Espíritu Santo quede en segundo lugar. Sin
embargo, en nuestra carta se habla de Él quizá con más insistencia que en el resto de las
cartas paulinas, de suerte que se puede decir con razón que un soplo de pentecostés
recorre toda la carta. Al final del himno aparece el Espíritu Santo como el sello de Dios en
los creyentes, «prenda de nuestra herencia», el gran don del tiempo mesiánico, como lo
habían proclamado los profetas (1, 13-14). Conforme va avanzando la carta, el Espíritu
Santo se nos muestra como aquél, por quien el Padre envía el don del conocimiento de la
fe y de la revelación (1, 17; 3, 5) Él es el que reúne los miembros de Cristo en un solo
cuerpo (2, 18); Él es el alma en este cuerpo (4, 4); Él, el principio impulsor de la
construcción del templo de Dios (2, 2); Él, la potencia fontal del crecimiento espiritual (3,
16); Él también, como propiedad personal, es el huésped del alma, que hay que procurar no
disgustar (4, 30); de Él deben los creyentes «llenarse», aún más, «embriagarse» (5, 18); Él
es el que de la palabra de Dios hace una espada en la lucha espiritual (6, 17). Así se
realiza la construcción trinitaria de la realidad de la fe, en la que vivimos, y a la que
respondemos en la fe, en la esperanza y en el amor.
Por la fe nos salvamos (2, 8), por la fe habita Cristo en nosotros (3, 17). Esto pertenece
al patrimonio paulino común. Pero lo peculiar de la carta a los Efesios (como en el resto de
las cartas de la cautividad) es la particular insistencia de Pablo en un conocimiento de la fe
cada vez más profundo. Así ya en el himno introductorio (1, 8-9), donde entre las
bendiciones de Dios se nombra en primera línea -juntamente con la elección, la filiación
divina, la redención y la remisión de los pecados- la gracia que se nos da en forma de
sabiduría y comprensión: Dios nos ha ungido con la idea de recapitular todas las cosas en
Cristo como cabeza. Dos veces ora Pablo, en la carta, por sus fieles, y las dos pide para
ellos el conocimiento: un espíritu de sabiduría y de revelación implora para ellos
-«iluminados los ojos de vuestro corazón»-, para que puedan saber en qué consiste nuestra
esperanza (1, 17-19). Lo mismo al principio. Y posteriormente en 3, 16-19, donde los
bienes superiores, como la fuerza del Espíritu, la inhabitación de Cristo, el amor perfecto,
sólo se imploran como presupuestos para un conocimiento perfecto del misterio de Cristo y
de su amor. De este conocimiento espera Pablo que los fieles se llenen de toda la plenitud
de Dios.
Entre los objetos del conocimiento de fe, cuya posesión se implora, ocupa el primer lugar
en la carta a los Efesios -mucho más que en el resto de los escritos paulinos- el bien de la
esperanza, que el Padre ha preparado a sus hijos como «herencia» (1, 18), que ya
poseemos en Cristo, nuestra cabeza glorificada, y cuyo anticipo y garantía lleva ya en sí
cada bautizado en su calidad de templo del Espíritu Santo (1, 14). Es la bienaventuranza en
la presencia de Dios; bienaventuranza cuyo rasgo característico en san Pablo es la
propiedad de ser gustada comunitariamente (1, 18), del mismo modo que nosotros, en una
pregustación común, la vamos conociendo cada vez más aquí en la tierra (3, 18). Cuando
Pablo en nuestra carta habla de la «vocación» del cristiano, siempre aparece en el
trasfondo esta idea fija sobre la «riqueza de la gloria de su herencia» (1, 18; 4, 4). Y así la
esperanza, junto con la Iglesia y la posesión del Espíritu, da a nuestra carta su cuño
característico.
En tercer lugar está el amor. Pablo dejaría de ser el mismo de ICor 13, 4-7, si para él, en
esta carta a los Efesios, el amor no fuera también inevitablemente por la humildad, o sea el
olvido de sí mismo (4, 2); renunciar de buena gana a todas las pequeñas exigencias y
pretensiones del yo. Más o menos característico de nuestra carta es, asimismo, la
insistencia con que se recomienda el amor como la fuerza «que trabaja intensamente por
conservar la unidad del Espíritu» (4, 3) y que sabe sacrificarse por la paz, que es Cristo (4,
3; 2, 14). Éste sería, por así decirlo, el lado negativo: «conservar la unidad del Espíritu» (4,
3). Pero el amor, en su aspecto positivo, va mucho más allá: es el brote vital en el cuerpo
de Cristo, a través del cual Cristo mismo se va construyendo su propio cuerpo y va
haciéndolo crecer (4, 16). El amor aparece también como la consecuencia y exigencia
lógica que resulta de la verdad central de nuestra carta: todos nosotros somos un cuerpo
en Cristo, en unidad recíproca, y con Cristo, y por Cristo unidos con Dios. El amor para
Pablo no es más que ajustarse a esta realidad envolvente, vivir y realizar esta verdad (4,
15). Incluso las recomendaciones particulares contenidas en la segunda parte de la carta
(4, 25-32) hay que mirarlas desde este punto de vista, sobre todo lo que Pablo precisa tan
cuidadosamente sobre el amor familiar (5, 21-6, 9). Comoquiera que el débil y el fuerte
tienen que actuar conjuntamente en la vida común de cada día, es fácil llegar a fricciones
que pongan en peligro la unidad en el cuerpo de Cristo. De aquí las apremiantes
exhortaciones del Apóstol a una amorosa sumisión por una parte, y, por otra, a una
deferencia afectuosa de la mujer y el marido, de los hijos y los padres, de los esclavos y los
amos...
Estas breves indicaciones pueden ayudar, en la lectura reflexiva de la carta, a reconocer
ya desde ahora sus rasgos fundamentales y a dejarse guiar por ellos.

ENCABEZAMIENTO
1,1-2

SALUDO Y BENDICIÓN
(1/01-02).

1 Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, a los santos (en Éfeso) y
fieles en Cristo Jesús: 2 gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y
del Señor Jesucristo.

La carta tiene un remitente y unos destinatarios, pero no vemos la correspondencia que


pudiera haber entre uno y otros.
Remitente es Pablo, el mismo Pablo de Tarso, tal como había crecido y madurado a lo
largo de sesenta o setenta años. Pero él se presenta como Apóstol, como un enviado,
detrás del cual está, como el verdadero autor de la carta, el que envía al Apóstol:
Jesucristo. Y detrás de Jesucristo está el Padre; por eso se llama «Apóstol... por voluntad
de Dios». Por voluntad de Dios se entiende siempre, en nuestra carta, el plan divino de
salvación, y la vocación de Pablo a la función apostólica «por voluntad de Dios» quiere
decir que esta vocación forma parte del plan de salvación. Por tanto, no nos salimos del
sentido literal de la expresión paulina si vemos en ello una clara alusión al origen de este
mensaje: Apóstol-Cristo-Dios. Y así podemos recorrer a la inversa la ruta seguida por la
palabra de Dios para desembocar finalmente, en forma de carta paulina, en el corazón
humano.
Los destinatarios: Pablo se dirige a los santos en Éfeso. Pero esta expresión «en Éfeso»-
falta en los mejores manuscritos, y ello demuestra que no es original, como, por otra parte,
se deduce por consideración interna: a través de toda la carta no hay ninguna alusión
personal a los destinatarios; cosa inconcebible, siendo así que Pablo actuó en Éfeso
durante más de tres años 1. Hay aquí ya desde el principio una laguna; laguna que muy
bien puede ser llenada por cualquiera de nosotros: concretamente se refiere a ti, a
vosotros, a nosotros. La laguna es una casualidad; pero bien pudiéramos ver en su fondo
una profunda verdad.
Santos y «fieles en Cristo Jesús» llama Pablo a los destinatarios. «Santo» tiene aquí su
significado primitivo: «entresacado del mundo y consagrado a Dios». Éste es el efecto del
bautismo que ha hecho de nosotros unos consagrados a Dios, unidos en Cristo, templos
del Espíritu Santo. Meras obras de Dios, que precisamente por eso se llaman «santos»,
como hoy decimos «cristianos». Y la expresión «en Cristo Jesús» es en parte equivalente
de «santo»: Cristo es «nuestra santificación» (cf. lCor 1,30).
Se los llama también fieles o creyentes, porque lo que los hace cristianos es la fe
(juntamente con el bautismo). Para Pablo la fe es «un don de Dios» (2,8), y al mismo
tiempo
un abrirse a la acción de Dios; esto explica la alegría, llena de agradecimiento, con que el
Ap6stol se dirige a los destinatarios como «fieles en Cristo Jesús» (cf. 1,15).
La bendición es como de costumbre: gracia y paz. Es como una mutua fusión, en un
plano superior, del mundo grecooccidental con el mundo semítico oriental. En todas las
cartas griegas aparece en este lugar el verbo khairein, que significa «alegrarse»,
«alegría». Pablo hace derivar este mundano khairein hacia el sonido emparentado de
kharis, «gracia». Ésta es para el cristiano la nueva fuente de una nueva alegría: la
conciencia del favor divino, que se ha mostrado tan extraordinariamente generoso y se
sigue mostrando aún en Cristo Jesús.
El saludo semítico oriental es «paz», pero en esta expresión se contenía mucho más que
lo que se expresa en nuestro concepto de «paz». Comprendía todo lo que hoy significamos
con «salvaci6n». «Salvación» significa salud y felicidad terrestre. En el pueblo judío la
expresión «salvación» fue enriquecida con la proyección hacia la era mesiánica de
salvación con todos sus bienes. En san Pablo finalmente y en el cristianismo primitivo el
deseo de paz se convertía en deseo de participar cada vez más en la plenitud mesiánica
lograda. Y ésta naturalmente sólo puede venir de Dios y de Cristo, y de su total
consecución es garantizador Dios como «Padre nuestro» y Jesucristo como «el Señor».
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1. Parece que la designación del lugar «en Éfeso» corresponde al texto de un ejemplar de la carta, siendo así
que en el texto original había una línea en blanco que después había que rellenar según la comunidad a la
que se enviaba el respectivo ejemplar. Puede pensarse en Hierápolis, Laodicea.
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Parte primera

EL MISTERIO DE CRISTO
También los gentiles han sido llamados
a la plena salvación de Cristo
1,3-3,21

I. BENDECIDOS CON TODA BENDICIÓN ESPlRITUAL (1,3-14).

1. LA BENDICIÓN GRATUITA DE DIOS


(1/03-10).

a) Gracias por la bendición de Dios (1,3).

3 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha


bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo.

Inmediatamente empieza Pablo con un himno al plan divino de salvación. Y esta obligada
alabanza de Dios nos da qué pensar. María entonó su Magnificat, y lo comprendemos;
Zacarías cantó su Benedictus, y sabemos por qué. Pero aquí no hay ningún pretexto visible
para este himno de alabanza con que empieza nuestra carta. Todo lo contrario: Pablo
escribe en calidad de prisionero. Reflexionemos sobre lo que esto significa: prescindiendo
de todas las privaciones exteriores, con el impulso del Redentor en el corazón, con el
encargo divino de llevar el Evangelio a todo el mundo, con la preocupación por todas las
iglesias que de él necesitan, Pablo está allí detenido día tras día y año tras año,
encajonado entre cuatro irritantes paredes que lo circundan. Y en medio de este dolor y
-humanamente hablando- del fondo de la oscuridad se levanta este canto de acción de
gracias a Dios. Ciertamente, le basta el pretexto de una carta a una comunidad lejana y
desconocida, le basta el recuerdo de una fe común, para que su alma se desborde en
acción de gracias y en alegría radiante. Así es el cristiano Pablo, y así se presenta ante sus
cristianos: desbordante de alegría en la fe y de gratitud. Pero esto no es más que el
comienzo de aquella plenitud, de aquella indestructible alegría en la fe, que, descollando de
la más simple monotonía y surgiendo lozana de en medio de las tribulaciones, nos aporta el
testimonio deslumbrante de que nuestro cristianismo es un «mensaje alegre», no sólo en el
nombre, sino en la realidad misma.
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». En sí cabría
justificar aquí la alusión, en la alabanza, a Dios creador. Muy poderosas razones habría
para ello. Pero para Pablo retrocede el Dios creador para dar paso al Dios de la revelación,
«el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». ¡Qué nombre de Dios! En el Antiguo
Testamento, Dios se llamó a sí mismo y quiso ser llamado «el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob». Ya este título era una vibrante confesión de fe. Pascal narra cómo en una
venturosa noche pascual se le reveló por primera vez la profundidad y la alegría que
llevaba consigo este nombre: «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ello quiere decir
que Dios no es el lejano y frío Dios de los filósofos, sino el Dios de la historia, que desde
una infinita lejanía se inclina sobre los hombres y que en un determinado momento de la
historia, en un determinado lugar de nuestra tierra escoge a los hombres como amigos,
hombres cuyos nombres conocemos: Abraham, Isaac y Jacob. Y en consecuencia este
Dios, en una movida historia de casi un milenio y medio, se ha ido siempre compadeciendo
de su pueblo, a pesar de tanta infidelidad, de tanta apostasía y de tanta traición, en
atención a aquellos antepasados, sus amigos. Necesitamos conocer este trasfondo para
valorar lo que para el judío Pablo significa nombrar a Dios, no ya el Dios de Abraham,
Isaac y Jacob, sino «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Es la suma de todo el
cristianismo: Jesucristo es nuestro Señor, nos pertenece. En Él podemos llamar «Padre
nuestro» a Dios, en un sentido nuevo sin precedentes.
«Que nos ha bendecIdo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo». Así resume
Pablo el contenido total del don con que Dios nos ha agraciado. ¡Extraño concepto! ¿A
quién de nosotros, requerido para ello, se le ocurriría usar una fórmula semejante para
describir brevemente el don divino de la salvación? Pero, precisamente, cuando la fórmula
paulina nos sorprende, cuando su mentalidad religiosa difiere de la nuestra, hay que
intentar acomodar la nuestra a la suya. Pablo llama a la bendición de Dios una bendición
«espiritual». Esta palabra lleva siempre consigo, en san Pablo, una actuación del Espíritu
Santo, ligada a su presencia personal en nosotros. Y así tenemos en esta breve fórmula de
nuestra salvación una alusión a las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre nos
bendice con toda bendición, al darnos su Espíritu Santo, por medio de Cristo Jesús.
Pero ¿a qué viene aquí la sorprendente expresión «en los cielos»? 2 Lo que Pablo quiere
aquí decir está claro en 2,6: Dios «nos ha resucitado con Cristo y nos ha hecho sentar en
los cielos en Cristo Jesús». Esta es la formulación conceptual más fuerte del pensamiento
paulino: la resurrección de Cristo es ya nuestra resurrección, y su señorío es nuestro
señorío. Porque es resurrección y señorío de la cabeza que con sus miembros forma un
cuerpo: el Cristo total. Todo esto está incluido en nuestro texto, cuando Pablo habla de
«toda bendición», con la que Dios nos ha bendecido «en los cielos en Cristo»; todo lo que
en la bendición se nos da está en el orden de la donación divina, que no tiene otra finalidad
que introducirnos en la órbita del señorío de Cristo. Tan vitalmente segura es para Pablo su
esperanza cristiana, que habla de ella como si fuera ya la posesión anticipada de lo que
nos aguarda en el señorío del Padre y del Hijo. Igualmente la alegría de la fe en san Pablo,
que aquí encuentra su obligada expresión, es la alegría de una esperanza desbordante,
asegurada por el don del Espíritu Santo (1,14) y por el señorío de Cristo, nuestra cabeza en
el cielo. El contenido detallado de esta bendición se expone en 1,4-14.
En estos versículos se ve un corazón rebosante de expresiones de acción de gracias. No
esperemos un discurso pulcro y ordenado. No, los pensamientos se llaman unos a otros
con la fuerza misma con que unos empujan a otros. Pero esto mismo es para nosotros un
valor positivo, ya que nos muestra el orden de los valores según la escala vital de la fe del
Apóstol y nos describe la auténtica pista de nuestro itinerario de creyentes.
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2. Muchos exegetas intentan superar esta dificultad traduciendo: «con dones celestiales». Esta traducci6n es
estrictamente correcta, pero la expresión aparece cuatro veces en esta breve carta (1,20; 2.6; 3,10; 6,12) y
siempre en el mismo sentido de referencia local.
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b) Elegidos desde la eternidad (1,4-6a).

4 Por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser
santos e inmaculados en su presencia, en amor.
«Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo». ¿Quién
de nosotros piensa en esta «elección desde la eternidad»? Para Pablo es el pensamiento
que más le estimula: desde la eternidad yo, cristiano, fui objeto de un amor divino. Ni
pensar siquiera en algún mérito previo por nuestra parte. Aquí reside la pura liberalidad de
Dios; y para poderme amar a mí, no sólo como criatura, sino como hijo, con amor paterno,
me ha elegido desde la eternidad «en Cristo Jesús». Esto quiere decir: desde siempre mi
vinculación al pensamiento divino pasaba por Cristo Jesús y sólo por esta unión con Cristo
pude ser digno del amor del Padre.
Esta elección tiene un fin próximo y un fin último. El fin próximo es una verdadera vida
cristiana en este mundo. Con tajante brevedad es definido así por Pablo: «para ser santos
e inmaculados en su presencia». «Santo» significa separado de todo lo profano y
consagrado definitivamente al servicio de Dios. Y precisamente por esta definitiva
pertenencia a Dios, esta vida tiene que ser «inmaculada»; e inmaculada «en presencia de
Dios», o sea: no sólo con conciencia de su presencia, sino con la pureza moral, que
solamente es tal a los ojos del Dios tres veces santo.
Pero ¿no quiere esto decir que en la presencia de Dios ni los mismos ángeles son puros?
¿No es acaso una exigencia extrahumana? Sí, extrahumana; es «cristiana». ¿O hemos
olvidado ya aquello de que hemos sido escogidos a tan alta santidad «en él», en Cristo? En
una palabra «inmaculados», no en virtud de nuestras posibilidades naturales, sino como la
«nueva criatura», que está íntimamente ligada con Cristo, que «se ha vestido de Cristo»,
que vive de la vida de Cristo y por eso vive la vida de Cristo. ¿Cómo no iba a ser santa e
inmaculada aun a los ojos de Dios esta vida de Cristo en nosotros y apropiada por
nosotros? Cristo hace nuestra su propia santidad (ICor 1,30). ¿Cómo no iba a mirar el
Padre con infinita complacencia a un ser humano, que se presenta a Él, vestido con la
santidad de su Hijo?
Ciertamente la moralidad de esta vida de Cristo en nosotros queda siempre
desgraciadamente imperfecta. Pero el mismo esfuerzo por la perfección cristiana, por muy
necesario que sea, es de importancia relativamente mínima, comparado con lo que Dios
obra en nosotros: «Cristo en nosotros». Cristo en nosotros: éste es el objeto propio de la
complacencia divina, aun antes que pudiéramos pensar en las consecuencias éticas que de
ahí se derivan.
¿Son muchas estas consecuencias? Sí y no. Según Pablo hay una por todas, el amor:
«santos e inmaculados en amor». En esta breve fórmula de vida cristiana aparece el amor
en toda su imponente y solitaria grandeza. No es una virtud entre tantas. Es la esencia de
todas ellas; es toda la ley 3, y sin él el resto no vale nada (ICor 13,1-3), y con él aun la nada
se torna valiosa a los ojos de Dios; pues es amor derivado de su amor, del amor de aquel
que es el amor 4.
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3. Mt 22,40; Rm 13,10; Ga 5,14; St 2,8.
4. Cf. 1Jn. Muchos relacionan de otra manera este final «en amor», conectándolo con lo siguiente, y lo
entienden del amor de Dios a nosotros. Pero esta fórmula «en amor» aparece cinco veces en nuestra carta y
significa siempre el amor de los cristianos entre si: 3,17; 4,2.15s; 5,2.
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5 El nos predestinó a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo, según el


beneplácito de su voluntad...
Pablo confirma lo que ya ha dicho, repite la verdad fundamental de nuestra elección en
Cristo, pero lo hace desde una nueva perspectiva, y nos da con ello otra vez un concepto
esencial de la existencia cristiana. De una manera más libre repite lo anterior: «Nos
predestinó a ser hijos suyos adoptivos». En esa expresión «suyos» («hijos suyos»)
podemos rastrear algo del origen personal de nuestra nueva filiación: Dios nos quiere
poseer como hijos suyos, como si en ello tuviera alguna ganancia su corazón paternal.
Y de nuevo, lo decisivo: «por Jesucristo». No se trata de una filiación en sentido
traslaticio, como si fuéramos recogidos por compasión entre las inmundicias de la calle y
llamados hijos sin serlo en realidad. No, somos hijos de Dios con toda verdad,
precisamente porque lo somos «por Jesucristo». O sea: no sólo porque Cristo, con su
redención, nos haya hecho dignos de Dios; sino porque él mismo, el Hijo, habita en
nosotros por medio de un vínculo vital misterioso y nos asume a todos nosotros para ser,
juntamente con Él, uno solo (Gál 3, 28), «hijos en el Hijo», según la expresión de los
padres
de la Iglesia.
«...según el beneplácito de su voluntad..,» Como antes la palabra «elegido», así ahora la
expresión «predestinó» quiere decir que de todo esto Dios solo es la fuente. Es éste un
pensamiento que obsesiona a Pablo más que ningún otro. Está constantemente
acentuándolo, hasta hacer expresamente este subrayado: «según el beneplácito de su
voluntad» o «según el benévolo designio de su voluntad» (la expresión griega incluye
ambas cosas: el beneplácito y la consiguiente voluntad y decisión, pero siempre un
beneplácito derivado del puro favor y gracia). Pablo sigue subrayando: la gracia de Dios,
soberanamente libre, es el único fundamento de nuestra elección y de nuestra
predestinación, de nuestra santidad en Cristo y de nuestra filiación en él.

...6a para alabanza de la gloria de su gracia...

Dios no es solamente la fuente primordial de su actuación gratuita, sino también el fin


último de esta actuación. Dos veces más todavía subrayará Pablo en el mismo himno (v. 12
y 14) este pensamiento. En ninguna otra parte del NT se expresa tan claro y en tres lugares
tan cercanos, que Dios actúa para gloria suya. Él da a conocer, a través de la donación, su
propia gloria y, sobre todo a las criaturas espiritualmente dotadas, el esplendor de su
gracia. En esta notificación, en esta comunicación de sus bienes consiste ya la propia
glorificación de Dios. Ahora bien, el hecho de que las criaturas agraciadas y favorecidas
respondan a ello con reconocimiento, con el reconocimiento que corresponde a su ser,
significa, concretamente en el caso del hombre, corresponder con alabanza de gratitud,
salida del corazón, y con una vida que se ajuste a esta gratitud y no la desmienta, sino que
sea profunda, auténtica y verdadera. Esto es lo que se llama la «gloria extrínseca» de Dios,
porque no puede aumentar la gloria intrínseca infinita de Dios. Sin embargo, Dios no puede
renunciar a esta gloria, porque así lo exige la íntima naturaleza de sus criaturas. Esto es lo
que significa: Dios crea y actúa para su gloria.
No obstante, hay aquí algo que choca con nuestra sensibilidad. «Buscar la propia
gloria»; sin poderlo remediar, nos resistimos a aceptar esto, y con razón. Aquí habla nuestra
íntima esencia de seres creados. Ser criatura significa no tener nada por sí mismo, significa
haber recibido y continuar recibiendo todo lo que uno es, posee, puede o hace. Todo.
Siempre que un ser humano busca su gloria, el reconocimiento por lo que él tiene o hace,
como si no lo hubiera recibido, allí hay algo que en el fondo no está bien. Nuestra íntima
sensibilidad es más consciente de lo que creemos. Y aun todo un Dios, que buscara su
gloria, caería bajo el mismo juicio -y esto lo hacemos instintivamente-, si realmente lo
concibiéramos con categorías humanas. Aquí está el defecto, comprensible en un hombre
que piensa dentro de sus dimensiones de criatura de Dios. Ahora bien, Dios es en sentido
verdadero «el completamente otro». Si la criatura es esencialmente un don de Dios, Dios es
esencialmente por sí solo. Nada tiene, pues, de extraño que para Él valga todo lo contrario
de lo que vale para la criatura. Para la criatura, ponerse como fin a sí misma, buscar la
propia gloria, es un desorden esencial. Para el Creador, buscarse a sí mismo
exclusivamente como último fin es la íntima esencia de su santidad. A la inversa, la
santidad
de la criatura consiste en no buscar otra cosa que a Dios solo.
Cuando leemos en nuestro himno que Dios obra «para alabanza de la gloria de su
gracia», tenemos que superar el momentáneo malestar que este pensamiento puede
producirnos en un primer instante, recordando que Dios no es un superhombre, por infinitas
que sean las dimensiones con las que nos lo imaginemos, sino que es el «completamente
otro». Dejémonos embargar por la alegría profunda de esta realidad: este Dios inabarcable
es nuestro Dios, que se inclina paternalmente a nosotros y nos otorga la gracia en «su
Amado».

c) Agraciados en el Amado (1,6b-7).

...(para alabanza de la gloria de su gracia) 6b con la que nos ha agraciado en


el Amado.

Otra vez Cristo está en el centro. Toda la gracia del Padre nos ha venido por su Hijo. No
solamente en el Hijo, porque es el único mediador, el portador de la gracia, sino en un
sentido profundamente más venturoso, porque realmente Cristo mismo es la gracia en
persona. Porque la gracia, de la que aquí se trata, no es otra cosa que «Cristo en
nosotros». Pero aquí aparece como única excepción la expresión en el Amado en lugar de
la corriente «en Cristo». Detrás de esto se esconde un doble pensamiento paulino: con
respecto a Dios y con relación a nosotros.
Con respecto a Dios se subraya el alto precio del favor que -humanamente hablando-
nos ha concedido. Este favor le ha costado nada menos que su propio Hijo, en el sentido
de aquel versículo de san Juan, tan repetido pero tan poco seriamente tomado: «Tanto amó
Dios al mundo, que le entregó a su unigénito Hijo» (Jn 3,16); y lo entregó a manos
humanas, que lo clavaron en la cruz.
Con relación a nosotros esta expresión «agraciados en el Amado» 5 significa
sencillamente lo que ya repetidas veces nos ha dicho: en Él como en el único Amado
somos también nosotros -por nuestra misteriosa vinculación con él- objeto del infinito
beneplácito de Dios, el Padre que ya en nosotros no ve sino los rasgos de su amado Hijo.
¡Cuánta confianza debe alentar en un cristiano que se sabe amado con el amor del Padre a
su propio Hijo!

...7a en él tenemos la redención por medio de su sangre...

¿Y nuestros pecados? ¿Quedan ahogados en este mar de gracia y amor? Sí, pero no
como si no fueran tomados en serio; muy al contrario, son considerados con trágica
seriedad: «En él tenemos la redención por medio de su sangre». ¡Sangre! Estamos
demasiado acostumbrados a hablar y a oir hablar de la sangre de Cristo. La sangre,
cuando realmente fluye, estremece profundamente a todo el hombre. Derramarse la sangre
es como derramarse la vida Tenemos que aprender a tomar totalmente en serio a la sangre
de Cristo. Aquí está toda la realidad de la muerte en cruz de nuestro Señor. Tan cruel debe
parecernos a nosotros como realmente lo fue para aquellas santas personas que estaban
al pie de la cruz y para las que el gotear de esta sangre era como un martilleo estremecedor
en el alma.
El secreto para renovar cosas ya hace tiempo sabidas y, por lo mismo, inoperantes, está
en la fructuosa meditación de los textos sagrados. Hay cosas que, por demasiado
conocidas, no se «explican». Quizá no necesiten «explicación», pero sí una penetración,
cada vez más nueva, a través de palabras y conceptos hasta llegar a la realidad que las
sostiene.
Lo mismo pasa cuando aquí oímos o leemos la palabra «redención». Para Pablo, como
para todo judío piadoso, el concepto de redención estaba estrechamente ligado a la gran
vivencia fundamental de su pueblo: la liberación de la esclavitud de Egipto. El mismo Dios
ha recordado insistentemente en el Antiguo Testamento y le ha hecho recordar a su pueblo
la hazaña salvadora de su omnipotencia, y había una liturgia, sobre todo la fiesta de la
pascua, toda ella dedicada a reproducir vivamente aquella realidad. Esta liberación de
Egipto era solamente una figuración anticipada de la liberación, en cuya plena realidad nos
encontramos ya los cristianos. Ciertamente se impone tomar en serio la esclavitud de la que
nos ha salvado la «redención por medio de su sangre». Pablo nos va a explicar su
pensamiento en este sentido (2,13).
...............
5. La palabra griega traducida por «nos ha agraciado» es un verbo que solamente emplea otra vez en todo el
NT en el pasaje en el que el ángel saluda a María como la «llena de gracia» (Lc 1,28).
...............

...7b (en él tenemos) el perdón de los pecados según la riqueza de su gracia.

«Según la riqueza de su gracia»: Hay aquí como un doble pensamiento. Por una parte,
este perdón de nuestros pecados es algo tan grande, que absorbe toda la riqueza de la
gracia de Dios. Pero, ahondando más en la profundidad teológica de la expresión, resulta
que este perdón de los pecados no es algo meramente negativo, sino que trae consigo
primariamente la plenitud de la gracia, y tan íntimamente nos transforma que nos
convertimos en objeto del beneplácito de Dios. Y esto tanto más, cuanto que a esta riqueza
de su gracia no solamente está vinculado el perdón de los pecados, sino al mismo tiempo
algo completamente nuevo...

d) Ordenados, en el plan divino, a recapitularlo todo en Cristo


(1,8-10).

...(según la riqueza de su gracia) 8, que ha prodigado con nosotros en toda


clase de sabiduría e inteligencia, 9 dándonos a conocer el misterio de su
voluntad, según el benévolo designio que en él se había propuesto, referente a la
economía de la plenitud de los tiempos: recapitular todas las cosas en Cristo, lo
que está en los cielos y lo que está sobre la tierra.
Este es el nuevo favor, añadido a los ya enumerados: Dios nos ha consagrado a
nosotros, sus hijos, en el misterio de su voluntad. Tenemos que saber en qué maravilloso
plan divino de salvación ha de participar nuestra pequeña vida. No podemos entrar en las
particularidades de estos versículos tan densos, siendo así que hay en ellos bastante
oscuridad en todos los aspectos. Pero los puntos capitales son éstos: Pablo vuelve sobre
los tres pensamientos que han dominado hasta ahora en el himno: 1.° el plan de salvación
tiene como punto de partida la sola voluntad gratuita de Dios; 2.° ha sido preparado desde
la eternidad; esta idea se expresa cuando se dice que Dios «predestina» algo, o mejor: se
propone un designio; pero sobre todo 3.° Cristo es también aquí el medio: «en él» ha
planificado Dios, «en él» realizará su plan. Y con esto apunta «la plenitud de los tiempos».
«Plenitud de los tiempos» no es aquí propiamente la venida de Cristo, «cuando se cumplió
el tiempo» (Gál 4,4), sino preferentemente todo el acontecer definitivo desde la primera
venida de Cristo hasta su retorno en gloria. No solamente comienzo, sino realización y
prosecución de los últimos tiempos.
En estos tiempos Dios proseguirá su objetivo de «recapitular todas las cosas en Cristo».
El verbo griego, en sentido estricto, sólo significa «recapitular»6, pero en una carta como la
nuestra, cuyo mensaje específico es Cristo como cabeza de su Iglesia y como cabeza de
toda la creación, es lógico suponer que Pablo escogió esta palabra y le dio un nuevo
sentido, ya que no podría sustraerse a las implicaciones de la palabra «cabeza» incluida en
el mismo verbo «recapitular». Lo que Pablo intenta decir con esto, lo veremos en los v.
22.23 de este mismo capítulo.
Lo que bajo Cristo (cabeza) tiene que reunirse se expresa bíblicamente así:
«todo lo que hay en los cielos y en la tierra», o más brevemente: todo, el todo. En la carta a
los Colosenses destaca más vivamente esta verdad cuando se dice de Cristo: «Todo fue
creado por y para él.... y todo tiene en él su subsistencia» (1,16-17). Este es también el
misterio de la voluntad de Dios, su plan eterno: Cristo tiene que ser la cabeza de todo.
Tiene que darle sentido y existencia, unidad y cohesión.
Dios nos ha comunicado este misterio suyo, y esto es
para Pablo una gracia, que se coloca en primera línea con la predestinación eterna, con la
filiación divina, con la redención y el perdón de los pecados. Con este conocimiento del
sentido del mundo, Dios nos ha dado «toda clase de sabiduría e inteligencia». Sabiduría,
con la que se aclaran todas las cosas en su sentido profundo; e inteligencia, que descubre
el recto camino de la vida. Tenemos que cooperar con la gran obra de Dios. Y del pequeño
mundo de nuestra vida, del pequeño reino de nuestra alma y de todo lo que allí acontece,
hemos de hacer un trasunto de lo que debe ser el gran mundo: dejemos que Cristo sea en
nuestro pequeño mundo la cabeza vitalizadora de todo, que dé sentido a todo, que lo
encauce todo y que sea el vínculo que a todo le dé cohesión.
...............
6. La palabra «recapitular» corresponde etimológicamente al original.
...............................

2. LOS CREYENTES Y SU CAMINO HACIA LA SALVACIÓN


(1/11-14).

Para Pablo, la naciente cristiandad, como en general la humanidad, se divide en dos


grupos principales: «nosotros», es decir, los creyentes que procedentes del pueblo
escogido han llegado a la fe, y «vosotros», los creyentes venidos de la gentilidad.

a) Los judeocristianos (1,11-12).

11 En él fuimos también agraciados con la herencia, predestinados -según el


previo decreto del que lo hace todo conforme a la decisión de su voluntad- 12 a
ser nosotros alabanza de su gloria, los que antes ya teníamos puesta la
esperanza en Cristo.

Los judíos no están en el mismo nivel que los demás pueblos. Como pueblo escogido por
Dios están -vistos a la luz de la revelación- por encima de todos los demás. Pablo lo sabe y
lo reconoce. Pero precisamente por ello se esfuerza en subrayar, con la mayor urgencia
posible, que este privilegio hay que agradecerlo únicamente a la libre elección realizada por
la gracia de Dios. De aquí la reiteración de las expresiones paulinas: «predestinados»
hubiera sido ya bastante; pero no, añade aún esto: «según previo decreto del que lo hace
todo conforme a la decisión de su voluntad». Aquí se especifica a Dios precisamente por su
incondicionada libertad, por aquello que lo manifiesta esencialmente como Dios.
Así como Dios es la fuente de la elección de su pueblo, así también Él mismo -su gloria-
es su último fin. Aquí tenemos, referido solamente a Israel, el principio fundamental del
Apóstol: todo de Dios solo, y a Dios solo toda la gloria.
Y Cristo de nuevo aparece como el mediador: el versículo empieza con la expresión «en
él» montada al aire, indicando con ello la ligación con la expresión «en Cristo», que da
sentido a todo el conjunto. La elección de Israel era solamente un capítulo de este plan
divino, en cuyo centro está Cristo. En él fue elegido Israel, en él tiene toda la razón de su
existencia, hacia él ha dirigido su esperanza, como el mismo Pablo confiesa: «Nosotros...,
los que antes ya teníamos puesta la esperanza en Cristo». Y así Israel estaba ya en Cristo,
aun en su patria espiritual, incluso antes de que él viniese a este mundo.

b) Los étnicocristianos (1,13-14).

13 En Él también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, la buena


nueva de vuestra salvación; en él, repito, después de haber creído, fuisteis
sellados con el Espíritu Santo de la promesa, 14 el cual es prenda de nuestra
herencia para la redención de aquellos que han llegado a ser la propiedad de
Dios, para alabanza de su gloria.

Pablo abruma con la exuberancia de su expresión. Pero este llamarse los pensamientos
unos a otros, casi pisarse y dar vueltas alrededor de una misma frase, replegada a su vez
sobre sí misma, corresponde a su propia situación de espíritu. Lo que aquí Pablo quiere
decir antes que nada es esto: también vosotros habéis recibido el gran don de Dios, el
Espíritu Santo, cuya efusión fue prometida desde antiguo para los tiempos venideros del
Mesías. Con este pensamiento central se unen estos otros dos: el recuerdo del camino,
que ha llevado a recibir el sello del Espíritu y que ya era una gracia de Cristo: o sea, el
haber oído la palabra de la verdad y el haberla recibido con un corazón fiel; y, en segundo
lugar, la alusión al final venturoso, para el que han sido sellados por el Espíritu. Todo esto
se apretuja en un solo versículo, tanto más cuanto que Pablo no se dispensa de subrayar
cómo todo esto -la proclamación de la palabra, la aceptación de la fe y la sigilación en el
Espíritu- fue un acontecimiento logrado «en él».
El Evangelio se llama aquí: «la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra
salvación». Ambas palabras sonaban muy bien en el mundo de Pablo: «verdad» tenía que
ver con «sabiduría», y «salvación» con «felicidad». Entonces como hoy, más que hoy, en
todas partes se pronunciaban con elogio estas expresiones: «palabras de la verdad» y
«caminos de salvación». Podemos imaginarnos lo que esto significó cuando en medio de
esta confusión irrumpió Pablo -prejuzgado ya en la opinión pública como judío y, como tal,
de poca o ninguna representación- con la pretensión de ser un enviado del verdadero Dios,
y con una audacia y una confianza que no son de este mundo, predica sin más la verdad y
la salvación: con su palabra, con toda su vida, que es «el incienso ofrecido por Cristo a
Dios, tanto para los que se salvan como para los que se pierden: para éstos es un olor
mortal que mata, para aquéllos un olor vital que vivifica» (2Cor 2,15s). De esta poderosa
conciencia de la misión habla Pablo, cuando a su predicación la llama solamente «la
palabra de la verdad» y «la buena nueva de nuestra salvación». Él mismo se reconoce
como Apóstol de aquellos a los que no ha predicado (como aquí), pero que «oyeron» el
mensaje y pertenecen a la órbita de su actividad misionera. En definitiva, lo que aquí nos
enseña Pablo es la conciencia de misión, conciencia cristiana que supera y sobrevive al
mundo.
«Después de haber creído»: esto dice san Pablo, que traducido a nuestro lenguaje es: se
han hecho cristianos por la fe y el bautismo. Y así han sido sellados «con el Espíritu Santo
de la promesa». Lo que aquí choca un poco es la manera como Pablo habla de la tercera
persona de la Santísima Trinidad, que es también Dios juntamente con el Padre y con el
Hijo y que aquí se le nombra como un «sello», lo cual nos sugiere más bien una propiedad
de Dios. Pablo habla del Espíritu Santo, como una cosa, un instrumento de Dios: es sello
por el hecho de habitar personalmente con todo su poder y magnificencia. ¿Se han trocado
los papeles? El templo es para Dios, no Dios para el templo; y aquí el huésped divino es
donado a lo mejor de su templo, para que lo santifique, lo conserve, lo purifique y lo haga
agradable al Padre.
Esto es lo maravilloso del amor divino: el hombre, esencialmente ordenado sólo a Dios
como último fin, se convierte ahora -en el plan de salvación- en el medio, el centro de
atención de las tres divinas personas. Y en este caso el amor aporta realmente cierta
plenitud. Pablo, en su forma de hablar, toma este amor completamente en serio: como Dios
actúa sólo el Padre; el Hijo es hombre y mediador, aún más, el precio con que Dios
adquiere lo que ya era suyo; y el Espíritu Santo es la garantía personal de nuestra
pertenencia a Dios. Por eso Pablo no ora como nosotros: «Gloria al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo», sino que usa la fórmula de la antigua Iglesia (anterior al arrianismo):
«Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo». Las luchas sostenidas en pro de la
verdadera divinidad de Cristo y del Espíritu Santo nos han aportado una preciosa claridad y
seguridad; pero ahora, dotados ya de esta seguridad, debemos volver a Pablo, para
comprender más profundamente la maravilla del amor, que hizo de Cristo un hombre y
mediador, y del Espíritu Santo un sello y garantía de nuestra salvación.
Pero este sello, el Espíritu Santo, en su calidad de sello de nuestra
pertenencia a Dios, no es algo que descansa y termina en sí mismo, sino que es una fuerza
operante. Así fue prometido por los profetas para los tiempos del Mesías, y el mismo Pablo
se refiere a ello, cuando lo llama «el Espíritu Santo de la promesa». Pedro, en su discurso
de pentecostés, citaba al profeta Joel: la efusión del Espíritu es el signo de la irrupción de
la era mesiánica (Act 2,17-21). Pero mucho más significativo es el célebre texto de
Ezequiel
(36,26s): «Os daré un nuevo corazón, y pondré en medio de vosotros un nuevo espíritu, ...y
pondré el espíritu mío en medio de vosotros, y haré que guardéis mis preceptos y observéis
mis leyes». Así pues, lo que el «Espíritu de la promesa» como «sello» de nuestra
pertenencia a Dios obra en nuestros corazones, no es más que un gozoso y espiritual
acceso a la voluntad y al mandato de Dios.
«Prenda de nuestra herencia» es llamado el Espíritu Santo. Su presencia, por muy digna
de altísima estima que sea, no se resalta como un valor en sí, sino con relación al fin, para
el que se nos da. «Prenda» o «señal» es el pago parcial que se entrega como prueba de
que la suma total será satisfecha. Esta se llama «nuestra herencia» y nos recuerda de
nuevo nuestra filiación divina, de la que ya se ha hablado (1,5). «Y si hijos, también
herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8,17). La herencia será el
mismo Dios en su gloria. Y como quiera que la prenda es de la misma naturaleza que la
suma total, resulta que la prenda es ya Dios mismo, aunque todavía encubierto: el Espíritu
Santo. Merece la pena penetrar un poco en la profundidad de este pensamiento: Dios
«adquirió» para sí a Israel y a la Iglesia, y, en consecuencia, nosotros nos podemos sentir
seguros, agarrados a la mano protectora del Padre todopoderoso.
Pero ¿cómo se explica que aquí se hable, con tanta naturalidad, de la redención como de
algo futuro? ¿No se nos ha dicho ya en el himno que «hemos sido agraciados en el Amado,
en él tenemos la redención por medio de su sangre» (v. 6.7)? He aquí la propiedad de la
existencia cristiana tal como la presenta san Pablo: las grandes realidades de nuestra fe
son ya presencia, fundamental y radicalmente, según su esencia; y, sin embargo, vamos
camino de su consumación. Tenemos el cumplimiento de lo prometido, pero no la plena
consumación. Estamos redimidos, tenemos en Cristo la redención, pero sólo en el día del
Señor alcanzará su máxima virtualidad. Como cristianos pertenecemos a dos mundos. Esta
es la dificultad de nuestra existencia cristiana, pero al mismo tiempo es nuestro consuelo.
«Para alabanza de su gloria». Acabamos de ver cómo la sigilación con el Espíritu Santo
tiene por finalidad «nuestra redención». Pero el hombre -como hemos visto- no puede ser al
mismo tiempo el último fin del hombre y último objetivo propio. Por eso al terminar
subraya Pablo por tercera vez la gran verdad: como Dios es la fuente de todo, también es el
fin último de todo. Y así nuestro himno no podía terminar sino con estas palabras: «para
alabanza de su gloria».
............................

II. GRATITUD Y PETICIÓN DEL APÓSTOL


(1,15-23).

1. GRATITUD POR LA FE Y EL AMOR DE LOS DESTINATARIOS


(1/15-16).

15 Por eso, por lo que a mí toca, habiendo oído hablar de la fe que hay entre
vosotros en el Señor Jesús, y del amor a todos los santos, 16 recordándoos en
mis oraciones, no ceso de dar gracias por vosotros.

Aquí empieza propiamente la carta con esa característica acción de gracias que
encabeza casi todos los escritos de san Pablo. El hecho de que esta acción de gracias esté
ligada al himno anterior con la expresión «por eso» aporta una nueva luz a la comprensión
de la carta: mientras más claro brilla en lo precedente la actuación de Dios, más
hondamente deben sentir Pablo y sus lectores cuán grande es aquella fe y aquel amor con
que los destinatarios se entregan al plan de Dios y se muestran dignos de su gracia y
bendición.
Pablo ha oído hablar de su «fe en el Señor Jesús». Esta expresión «en el Señor Jesús»
no es propiamente el objeto directo de la fe: creer en el Señor Jesús, sino que es el
fundamento en que se apoya la vida de fe: «en él».
El amor en segundo lugar, aunque propiamente se trata de lo mismo: «La fe, que actúa a
través del amor» (Gál 5,6). «Amor a todos los santos», o sea algo muy distinto y superior a
la simple amabilidad humana. Es un amor que en cada bautizado ve a un verdadero
hermano en Cristo. Es hermano, porque en el bautismo ha nacido del mismo seno materno
y está unido con los que lo aman por la única y misma vida de Cristo. Y así amar es
realmente lo mismo que creer.
Cierto que no todo era perfecto en aquellas comunidades, pero para Pablo cualquier
demostración de fe y de amor era ya obra de Dios. Esta característica paulina, creada por
el Apóstol como encabezamiento de las cartas, cristalizó en una fórmula habitual: Pablo ve
lo bueno, siempre y primero lo bueno, aun en medio de lo imperfecto; todo esto es un don
de Dios... Por eso la acción de gracias...

2. PETICIÓN DEL ESPÍRITU EN BENEFICIO DE ELLOS


(1/17-23).

a) Que conozcan a Dios (1,17).

17 Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé


espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de él...

Pablo pide para los suyos un conocimiento creciente en la fe. El fundamento de esta
especial confianza, con la que ora, se expresa en la forma como habla de Dios, del cual
espera el cumplimiento de su petición. Para él, Dios es aquí «el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria». Ya el himno introductorio había empezado así: «Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Muchos comentaristas creen que hay
que pulir un poco la frase, quitando el artículo (el Dios) y traduciendo: «Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor...» Pero aquí, en nuestro pasaje, no evitan la presunta dureza, que
para nuestra sensibilidad entraña el que Pablo hable de «el Dios de Jesucristo». Por lo
tanto, no hay que pulir nada, sino aprender cómo Pablo toma completamente en serio -a
pesar de ser un perfecto conocedor de la divinidad de Cristo 7- su calidad de hombre y
mediador. El texto medular es sin duda ITim 2,5, ya que ningún teólogo occidental se
hubiera atrevido a formular así: «Hay un solo Dios, y hay también un solo mediador entre
Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús». Pablo subraya en forma típicamente oriental
la verdad parcial, que en aquel momento le interesa, con una agudeza y decisión que nos
llena de asombro; y deja al lector el campo abierto para acudir a otros textos que exponen
con la misma claridad la otra cara de la verdad.
«El Dios de nuestro Señor Jesucristo» es para Pablo ante todo el Dios al que Jesucristo,
como criatura y hombre, se ha dirigido y ha orado. Pero hay más aún: con esta expresión
se trata de aumentar al máximo la confianza del orante. Por eso ora al Dios, en el que
Jesucristo nos ha enseñado a ver nuestro Padre. Al Dios, que nos ha dado su propio Hijo:
«¿Cómo no nos va a dar, juntamente con Él, todo lo demás?» (Rom 8,32). Sobre todo, al
Dios, ante el cual «nuestro Señor Jesucristo» realmente nos pertenece, y a cuyo lado está
como mediador nuestro, y por eso puede decir: «Cuando pidiereis algo al Padre en mi
nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23; cf. 15,16).
Pablo llama a Dios «el Padre de la gloria». Esta expresión semítica es
equivalente a esta otra: «el Padre en su gloria», o aquí en este caso: «el Padre por causa
de su gloria». Esto quiere decir que Pablo ve aquí una garantía de que Dios está dispuesto
a escuchar. El concepto hebreo bíblico de gloria de Dios, al que Pablo se refiere, dice
mucho más que la simple noción de gloria. La palabra kabod significa primeramente
gravedad, peso, plenitud y, por consiguiente, riqueza. Pablo se dirige aquí al Dios rico, ya
que se reconoce a sí mismo como pobre e indigente. Es el creyente que se dirige a Dios, a
quien considera tan soberanamente rico en su felicidad divina, que la hace desbordar como
un don de amor y de gracia.
Esto significa kabod, pero también quiere decir «gloria» y se refiere con ello a un Dios
que busca su gloria y la encuentra en el don. Cuando el hombre del Antiguo Testamento
pide que Dios «glorifique» o «santifique» su nombre, quiere decir con ello que Dios debe
mostrarse, por medio de su actuación socorredora, dador, salvador, benévolo (cf.
/Ez/39/25-29).
En este sentido ora Jesús: «glorifica tu nombre», y desde el cielo viene la respuesta: «Lo
he glorificado y lo glOrificaré de nuevo» (Jn ]2,27s). En este sentido nos ha enseñado
Jesús a orar: «Santificado sea tu nombre», o sea primero y ante todo Dios mismo. Y
cuando se dirige a Dios como el «Padre de la gloria», quiere con ello referirse a Dios, 1.°
como soberanamente rico, 2.° como aquel que busca y realiza su gloria, «para alabanza de
su gloria» (v. 6.12.14), y juntamente con esto está, 3.° tácitamente incluida la promesa de
que, cuando Dios se glorifica en nosotros, no debemos retener nada en nosotros, sino que
en acción de gracias y alabanza debemos hacer revertir a Él toda la gloria 8.
Sb/Ef/01/17:El objeto de la oración es: «espíritu de sabiduría y de revelación». «Espíritu
de sabiduría», o sea una sabiduría como don y realización del Espíritu. «Sabiduría», en la
antigüedad, significaba un saber vital. Y así Pablo pide que nuestra fe (y naturalmente
Dios) se convierta realmente en una fuerza impulsora de nuestra vida; que domine todo
nuestro pensar y nuestro hacer, nuestros méritos y nuestros deseos. Y así hay una acción
recíproca, pues el obrar produce un conocimiento más profundo. Nada hace a la fe más
viva que el hecho de vivirla (cf. Jn 7,17).
Y «de revelación». Igualmente se trata aquí de un don del Espíritu (kharisma), que el
mismo Apóstol se atribuye (ICar 14,6), lo presupone en los otros (ICor 14,26) y en nuestro
texto lo desea a sus fieles. Se trata aquí no de una revelación y conocimiento de nuevas
verdades, sino de un descubrimiento subjetivo de la verdad conocida ya en la fe, de una
interiorización más profunda y más vital. Partiendo de la misma raíz -«revelar» o
«desvelar»-, es como si se levantara un velo o cayera una cortina o -por decirlo así- como
si amaneciera en nuestro interior. Era ya algo «sabido», y sin embargo es como si
abriéramos los ojos por primera vez.
Ambas cosas -el espíritu de sabiduría y de revelación- deben servir al «conocimiento de
él». Naturalmente sólo puede significarse aquí un conocimiento profundo. La palabra usada
es explicada una vez por el mismo Pablo en el sentido de «toda la riqueza de la plenitud de
la inteligencia» (Col 2,2), lo que viene a significar: toda la riqueza de una inteligencia que
produce una profunda plenitud interior.
CON-D:Ahora bien, en el lenguaje bíblico «conocer a Dios» no quiere decir nunca (como
entre los griegos) conocer la existencia o la esencia de Dios. Se refiere fundamentalmente
a conocer la actuación de Dios, los caminos de Dios, la voluntad de Dios. Y esto no con
una concepción fría y objetiva, sino con un conocimiento que es más propiamente
«reconocimiento» y comprensión amorosa 9. Y así aquí el «conocimiento de Dios» es
solamente una fórmula abreviada de todo lo que a continuación se presenta como objeto
del conocimiento: la actuación de Dios, sobre todo respecto a nosotros.
...............
7. Cf. Flp 2,7.11; Col 1,15; 2,9; Rm 9,5.
8. Compárese cómo el pensamiento en la gloria de Dios empuja ya a Pablo en su momento de orar: 3,16; Col
1,11.
9. Cf. Jr 2,8; 9,5; 22,16.
...............

b) Que conozcan la meta gloriosa de la esperanza cristiana (1,18).

...18 iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáIs cuál es la
esperanza de su llamada, cuál la riqueza de la gloria de su herencia entre los santos.

«Iluminados los ojos de vuestro corazón»: Cuando un semita habla de «corazón», quiere
con ello significar la sede de todas las facultades superiores, muy principalmente del
conocimiento. Pero para él, mucho más que para nosotros, conocer, sentir, querer e incluso
actuar forman un todo indivisible. Y así, a través de este rodeo, es correcta nuestra primera
y espontánea manera de entender la expresión de ojos «del corazón», refiriéndola a la
verdad profunda, que realmente no se da sin una colaboración activa del corazón, es decir,
sin amor.
¿Y qué tienen que conocer? Pablo ha oído hablar de la fe y del amor de los destinatarios
de la carta, y da gracias por ello. Pero ahora pide que se les conceda el pleno conocimiento
de la esperanza. La esperanza cristiana tiene en nuestra carta un papel preponderante. Ya
al principio del himno introductorio, produciéndonos no pequeña sorpresa, ha colocado en
el cielo «toda la bendición espiritual» con la que Dios nos ha bendecido. Y de esto mismo
se trata aquí nuevamente en primer lugar y con más detalles. Pero no se trata de las cosas
que hay que conocer, y que de hecho son archisabidas por el más simple de los creyentes;
no se trata propiamente de un saber, sino de un comprender hondamente, de un juzgar y
valorar en lo profundo del alma, de un dejarse aprehender por lo inefable, que se nos ha
dado y que nos aguarda.
Pablo habría podido decir: «cuál es la esperanza de nuestra llamada, cuál la gloria de
nuestra herencia». Sin embargo, dice: «cuál es la esperanza de su llamada y cuál la riqueza
de la gloria de su herencia». Es una pequeña diferencia, pero tiene su importancia: ¡qué
esperanza no será aquella a la que Dios mismo nos ha llamado, y qué herencia aquella que
es también herencia de Dios! Esto equivale a tomar a Dios mismo como punto de
comparación y de medida. Obsérvese la gradación, claramente perceptible en los dos
miembros de la frase, gradación que en el tercero se desarrolla aún más: así el
pensamiento de Pablo avanza y se robustece.
«...entre los santos». Para Pablo la gloria, hacia la que vamos, es una gloria
esencialmente comunitaria, y en esto precisamente consiste su felicidad. Con esto se
confirma maravillosamente aquello de que una alegría participada es una doble alegría. Así
como en la misma vida terrena de la Iglesia, piensa Pablo menos en los individuos que en el
conjunto, de la misma manera para él la felicidad del cielo es esencialmente un coro de
muchas voces llenas de júbilo.

c) Cristo, garantía de nuestra esperanza (1,19-23).

...19 y cuál la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros los


que creemos, según la medida de la acción de su poderosa fuerza, 20 que
desplegó en Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha
en los cielos, 21 por encima de todo principado, potestad, y virtud, dominación y
todo nombre que se nombre no sólo en este «eón», sino en el venidero.

La tercera cosa, cuyo conocimiento pide el Apóstol, es para él tan grande, que no
encuentra suficiente una insistente acumulación de expresiones para referirse a «la
extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros los que creemos»; grandeza
que se refiere a lo que el poder omnipotente de Dios ha hecho en Jesucristo. Pero ¿cómo
se pueden unir estas cosas? ¿Cómo es posible que la acción de Dios, realizada de una vez
para siempre en su propio Hijo, sea la medida de su «poder con respecto a nosotros los
creyentes»? Aquí recurre de nuevo el pensamiento fundamental de 2,5ss: lo que el Padre
ha hecho a Cristo, lo ha hecho a nosotros los creyentes: pues al ser bautizados en la
muerte y resurrección de Cristo hemos recibido una comunidad de vida y de destino, que
únicamente puede producirse por la unidad vital de la cabeza y los miembros. Sólo desde
esta perspectiva se comprende que Pablo mida con la glorificación de Cristo la fuerza que
Dios ha de demostrar -por no decir que ya ha demostrado- con respecto a los creyentes.
Otra observación: aquí no se nos enseña nada nuevo; sólo se nos recuerda algo ya
supuesto previamente. El lector podrá quizá sorprenderse por la redundancia del lenguaje
usado por Pablo. Pero debemos recordar que para la sensibilidad religiosa del Apóstol la
resurrección del Señor y nuestra propia resurrección -futura, pero ya fundamentalmente
comenzada- era un pilar inamovible en su vida de fe. «Sentarle a su derecha en el cielo» es
una expresión bíblica para indicar con ella que Cristo, por su glorificación, ha sido
introducido en el ámbito del pleno señorío divino.
Algo extraño nos resulta leer aquí que la primacía de Cristo es concebida como una
supremacía sobre todas las potencias angélicas. Por primera vez se nombran en la carta
estas potencias, y volverán a aparecer hasta ser presentadas como potencias hostiles
(6,11s). De estas potencias se habla muy frecuentemente en las dos epístolas gemelas -a
los Colosenses y a los Efesios-, precisamente porque en la región de Éfeso se había
iniciado un falso culto a los ángeles y a las potencias, para menoscabar la validez universal
de Cristo en el plano de la salvación. Pablo habla aquí desde el punto de vista de sus
adversarios, sin tomar quizá posición respecto a la existencia de estas potencias. Mucho
menos piensa en clasificarlas o en exponer una angelología. La multiplicidad de jerarquías
angélicas le viene muy bien para destacar, con una plenitud literariamente expresiva, el
único pensamiento verdaderamente importante, o sea que Jesucristo, el glorificado, en todo
caso domina todo lo que hay y puede haber en la tierra y en la eternidad; lo conocido y lo
desconocido, o sea «todo nombre que se nombre»: cualquiera que fuese el sonido
pomposo que intente cubrir personalidades misteriosas: «principados, potestades, virtudes,
dominaciones» .
No creamos que, por tratarse de algo extraño y propio de aquella
época, podamos dispensarnos de la aplicación de este texto a nuestra condición actual.
¿Es realmente Cristo el único señor en nuestra vida? ¿No hay cosas y personas, que se
interponen entre Cristo y nosotros e impiden que «resulte Él el primero en todo»
(/Col/01/18b), como le corresponde? Ciertamente nosotros no admitimos que estas
potencias sean en nuestra vida más poderosas que Cristo, pero ¿no lo son cada vez más
en realidad?

22 Y lo puso todo debajo de sus pies, y a él lo dio, como cabeza sobre todas
las cosas, a la Iglesia, 23 que es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo
llena todo en todos (o: que lo domina todo en su plenitud).

Se trata de Cristo, elevado sobre todos los cielos y potencias. Para expresar esto,
nuestro pensamiento se va instintivamente a consideraciones y expresiones topográficas.
Esto tiene una consecuencia: mientras más alto y elevado pensemos a Cristo, más lejos se
nos irá. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: precisamente por su elevación hace posible
aquella realidad misteriosa de la unificación corporal -en un sentido «pneumático» (lCor
15,44)- de la cabeza y los miembros. Así se explica que Pablo haga bajar de nuevo a Cristo
desde su altura celestial a nuestro nivel y nos lo muestre -con gran sorpresa nuestra-
presente en una zona definida de su universal dominio; ciertamente, en una zona vital: la
Iglesia, de la que él es la cabeza.
Cristo, cabeza de la Iglesia he aquí un concepto empleado ya
por Pablo en sus cartas a los Corintios y a los Romanos, donde se puede ver el desarrollo
sucesivo de la idea. Pero en las cartas de la cautividad (a los Colosenses y a los Efesios),
escritas más tarde, este pensamiento llega a ser dominante. La imagen de cuerpo se ha ido
formando poco a poco; la Iglesia como cuerpo de Cristo, teniendo a Cristo por cabeza, es la
presentación más perfecta de esta concepción. Así ha enseñado el Apóstol, a lo largo de su
vida, a sentir y a ver a la Iglesia. El texto, que comentamos, es uno de los testimonios más
expresivos al respecto.
La conexión con lo anterior se obtiene a través de la cita bíblica de 1,22: «Y puso todo
debajo de sus pies» (/Sal/008/07). Literalmente el salmo se refiere a la metáfora de un rey
que manifiesta su victoria poniendo el pie sobre el cuello del enemigo vencido. Con esto se
completa lo que en 1,19-21 se dice sobre el poder y la altura del Señor glorificado. Este
señorío se expresa de una manera condensada en la pequeña palabra «todo». Todo, el
conjunto total, en todas las zonas y regiones, sobre todo en el mundo invisible del espíritu,
lo ha sometido Dios a él. Es la misma expresión de la carta a los Hebreos: «Dios lo ha
sometido todo a él y no ha dejado nada que no se lo haya sometido» (2,8). En este pasaje
se amplía y se ilumina de nuevo la soberanía universal de Cristo en conexión con la
Iglesia.
Dios «lo dio como cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia». Esto quiere decir, en primer
lugar, que esta soberanía sobre todas las cosas la ejerce Cristo como cabeza de la Iglesia.
La Iglesia no está al margen del «todo» -de toda la realidad del mundo-, pero tampoco se
reduce a ser una parte de este conjunto cósmico, separada de él o incluida en él; sino que,
por el contrario, Cristo es cabeza de toda la realidad cósmica por ser cabeza de la Iglesia.
Su soberanía sobre todas las cosas la ejerce como cabeza de la Iglesia. Iglesia y mundo, la
superioridad espiritual de Cristo y su «soberanía» cósmica, son una misma cosa.
Pensamiento atrevido y robusto, en cuya profundidad hay que sumergirse para captar toda
su fuerza...
Dios ha hecho a Cristo no solamente Señor del universo, sino que le ha dado esta tarea
en calidad de cabeza de su cuerpo, la Iglesia. Este misterio penetra nuestra carta desde el
principio hasta el fin. En esta imagen se concentra la perspectiva de una verdad que iremos
considerando cuidadosamente en conexión con otros pasajes de la epístola.
Con ello también se dice que cabeza y cuerpo, Cristo e Iglesia forman una unidad
indisoluble. Los miembros de un cuerpo y su parte principal, la cabeza, son una unidad. El
que está en la Iglesia y fue llamado a ella y en ella bautizado, pertenece a Cristo tan
íntimamente como la mano o el corazón a su propio cuerpo. Una separación de la Iglesia,
incluso un interior alejamiento de su fuerza vital y del fuego de la gracia, es siempre
también separación y alejamiento de Cristo...
Aún más: la metáfora significa que la Iglesia está sometida a Cristo como a su cabeza. La
cabeza ejerce la soberanía; los demás miembros obedecen. De la cabeza proceden la
dirección y la guía. Y así como Dios ha dado al Señor el universo como ámbito de su
soberanía, así también lo ha puesto al frente de la Iglesia. El camino hacia esta altísima
gloria y dignidad pasó por la humillación. De la gloria a la humillación y de la humillación
a la gloria: éste es el camino del Redentor. Él es el Señor propio de la Iglesia, y toda la
dirección que en ella se realiza en palabra y obra por parte de los obispos y el papa, no es
más que una realización de la cabeza invisible. A él, Señor y soberano del universo,
ofrecemos nuestro acatamiento y nuestra humilde obediencia...
La metáfora dice todavía más: toda vida y crecimiento de la Iglesia viene de Cristo. La
gracia, la vida, que circula por el cuerpo, son vida y gracia de la cabeza. Allí está la fuente,
el origen, el «sacramento primario». El que entra en el torrente circulatorio de esta vida, o
sea en la Iglesia, será constantemente alimentado, fortalecido, fecundado y vivificado por
esta cabeza, para crecer en todos sentidos en servicio de los otros, para edificación y
plenificación, cada vez mayor, de todo el cuerpo...
En una palabra: la lglesia como cuerpo visible es la manifestación de la cabeza invisible,
o sea «Cristo visible» en este mundo. Y siendo la Iglesia el cuerpo de Cristo, tiene la misma
tarea que hubo de cumplir el cuerpo físico de Cristo en su vida terrena: ser instrumento
visible para introducir en el mundo invisible. En los miembros y en el organismo visible de
la
Iglesia en el mundo se debe ver y experimentar lo que es su misterio íntimo, únicamente
accesible a la fe. Un miembro en la Iglesia, un hombre «en Cristo» y la Iglesia como
totalidad: he aquí la personificación y la presencia visible del Señor invisible. Pero esta
soberanía de Cristo no puede vivirse en un contexto de poder o de juego de fuerzas
políticas, sino como soberanía sobre el mal en sus múltiples formas. ¡Qué tarea y
responsabilidad para cada miembro de la comunidad y para toda la Iglesia!
Al lado de esta definición de la Iglesia hay una segunda, que
no es nada fácil de entender: (la Iglesia), «que es precisamente su cuerpo, la plenitud del
que lo llena todo en todos». ¿Qué significa esto: la Iglesia es la plenitud de Cristo? Se
podría entender así: la Iglesia es su «plenitud», porque es llenada por Cristo, regalada y
gobernada por él. Pero también así: la Iglesia es su «plenitud», porque ella misma le da a él
toda su plenitud, haciendo de Cristo un Cristo perfecto. Ambas interpretaciones dan un
sentido profundo y contienen verdad. Pero la cuestión es saber lo que san Pablo quiso
realmente decir.
La segunda explicación parece estar más cerca del concepto «cuerpo de Cristo»: la
Iglesia es llamada aquí «plenitud» en concepto paralelo con «su cuerpo». La cabeza sin los
restantes miembros no forma un todo completo e incluso necesita de ellos para alcanzar la
plenitud corporal; igualmente la lglesia, como cuerpo, forma juntamente con la cabeza el
Cristo total 10. Así lo han entendido muchos padres en la antigüedad, y muchos
comentadores modernos.
La primera explicación, no obstante, parece más acertada: en Cristo se contiene la
plenitud de la Iglesia, plenitud que se deriva de aquel que lo llena todo en todos (los
miembros). Aquí resalta más la posición supereminente de Cristo. En la carta a los
Colosenses se dice expresamente en dos pasajes que en Cristo habita la plenitud (de
Dios): «...pues en él tuvo a bien recibir toda la plenitud» (1,19), y más adelante: «pues en
éste reside toda la plenitud de la deidad corporalmente» (2,9). Así aparece Cristo como
cabeza de la Iglesia, lleno de toda la riqueza y fuerza vital de Dios, de una manera
incomparable y única. En calidad de tal, es él también la plenitud de la Iglesia, que
participa de esta riqueza y es llenada por él hasta el tope; a esto se refiere Pablo cuando
sigue adelante en el pasaje últimamente citado: «...y vosotros habéis sido llenados en él»
(Col 2,9), en él tenéis la capacidad de participar en esta completa plenitud divina.
¡Qué maravillosa visión de la Iglesia! Tres grandes círculos de ideas se entrecruzan:
Cristo plenitud, Cristo cabeza de la Iglesia, Cristo cabeza del universo: su dignidad de Dios,
su significación para la Iglesia y su posición soberana en el universo están íntimamente
ligadas entre sí. De este modo, nuestra Iglesia corporal en nuestro pequeño mundo viene a
ser como una plataforma, de la que parte Cristo y de la que se sirve para llevar a su
plenitud a toda la creación y realizar de ese modo el «misterio de su voluntad», o sea:
«recapitular todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos y las que están en la
tierra, en Él» (1,10).
Así pues, todo el universo está proyectado hacia Cristo, pero la Iglesia es como el
espacio, en el que se ejerce propiamente la soberanía de Cristo, se reconoce y se
proclama. Nada que signifique progreso -material, social, científico o cultural- puede
permanecer extraño a esta misión consagradora de la Iglesia. Y ningún miembro de la
Iglesia puede sustraerse a tener una parte, por modesta que sea, en esta inmensa tarea.
Un cristiano no puede menos de actuar como tal en el pequeño mundo que está a su
alcance: ahí debe realizar la soberanía de Cristo (Col 1,18). Y así cada pequeño mundo se
convierte en un foco de irradiación, y con la fuerza de irradiación concentrada de todos
estos pequeños mundos se va realizando la penetración de Cristo en todo el universo.
...............
10. «Plenitud», así entendida, impulsa a entender lo siguiente de Cristo, «que en todo
extremo es llenado en
todo» (pasivo) o «que en todo extremo se llena en todo» (medio).
(_MENSAJE/10.Págs. 5-53)

III. POR LA GRACIA, SALVADOS EN LA FE


(2/01-10).

Los diez versículos siguientes podríamos llamarlos con razón «la pequeña carta a los
Romanos». El mensaje fundamental de la carta a los Romanos puede resumirse así: 1.°
Extensi6n del pecado a toda la humanidad, paganos y judíos; 2.° la salvación por la pura
gracia de Dios en Cristo Jesús; 3.° atribuida por medio de la fe; 4.° a la exclusiva gloria de
Dios. Esto es precisamente lo que encontramos aquí condensado en los diez versículos de
los que nos vamos a ocupar inmediatamente.

1. LA SITUACIÓN INICIAL: ESCLAVOS DEL PECADO (2,1-3).

a) Los paganos bajo el dominio de Satán y del mundo (2,1-2) .

...1 Y a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, 2 en los
que a la sazón caminabais según el eón de este mundo, según el príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia...

Según Pablo la humanidad se divide en dos grupos, por muy desiguales que sean en
número y magnitud: judíos y gentiles. No se trata de un nacionalismo de vía estrecha, en el
que hubiera caído el judío Pablo. Es Dios el que ve así a la humanidad, Dios para quien no
cuenta el número y la masa. Por su elección especial y por el misterio de su misión este
pequeño pueblo escogido por Dios sirve de contrapeso al mundo pagano, por innumerables
que sean sus pueblos. Esta división fundamental sirve de base a Pablo para diferenciar a
judíos y gentiles.
Pero, mientras en la carta a los Romanos, Pablo describe minuciosamente el estado de
pecado entre gentiles y judíos, aquí se contenta con destacar en ambos el fundamento y la
fuente de su antigua esclavitud respecto al pecado.
Los étnicocristianos estaban en otro tiempo al servicio de poderes enemigos de Dios.
Eran, por decirlo así, ciudadanos pleno iure en el reino del príncipe de este mundo,
instrumentos arbitrarios de su odio profundo hacia Dios, aspecto éste del pecado que, a
pesar de olvidarse frecuentemente, merecería una reflexión muy seria.
Con un lenguaje, para nosotros desacostumbrado y condicionado por la
época, se dice aquí de Satán que actúa en el eón de este mundo. La palabra «eón» tiene
muchas significaciones: eternidad, época histórica, espacio histórico, espacio aéreo. Aquí
hay que suponer una significación especial, que no podemos explicar con plena seguridad.
Con esta palabra se indica algo que nosotros llamaríamos, de manera muy imperfecta, el
espíritu del tiempo; pues en el concepto «eón» se contenía, para el mundo de los
destinatarios de la carta, algo de eterno, personal e incluso divino. Cuando aquí se trata del
eón del mundo o, más bien, del mundo como eón, no es el mundo como realidad visible, ni
tampoco se insinúa una especial significación o perspectiva del universo. Es un uso,
totalmente particular, de la palabra «mundo», considerado como un ser soberano por sí
mismo, que se basta a sí mismo y que, por ello, prácticamente se enfrenta con Dios. «Eón
de este mundo» quería, por tanto, decir: un poder satánico y antidivino que empuja a
considerar al mundo como Dios y a adoptar ante él la actitud consiguiente.
SAS/AIRE:Por debajo de él está realmente, como fuerza propiamente impulsora, Satán,
«el príncipe de la potestad del aire». El aire (incluso el cielo), concebido como la zona
inferior de la atmósfera, era considerado como la zona residencial de los malos espíritus.
Esta situación «elevada» los coloca en una actitud superior, y, en su calidad de invisibles e
inalcanzables, los hace doblemente peligrosos. Tienen un señor que manda sobre ellos. Es
Satán. Podemos podar esta concepción del follaje mítico de la época, y nos encontramos
ante una gran verdad: Dios tiene en Satán un adversario (aunque en plano inferior), y este
adversario tiene poder en el mundo, y en la guerra entre Dios y Satán se trata precisamente
de los hombres.
Todavía queda una tercera denominación: «del espíritu que actúa ahora entre los hijos
de la desobediencia...» Es el mismo Satán, aunque no deja de ser extraño que, por las
exigencias gramaticales, haya que igualarlo con el aire, de cuyo dominio se venía hablando.
El príncipe de este mundo domina y define el aire, es decir, la atmósfera en que los
hombres viven.
Esta atmósfera es su arma eficaz y peligrosa, y sabe muy bien servirse de ella. Es el aire,
al que los «hijos de la rebelión» se entregan incondicionalmente. Es el aire, en el que la
cristiandad de origen pagano tiene que vivir. Es esa atm_sfera, con la que el «príncipe de
este mundo» presenta al hombre la realidad como eón, como algo soberano que sólo
obedece a su propio mecanismo de leyes y viene finalmente a reemplazar al mismo Dios. El
hombre, que incurre en ello, se pone como fin y meta de su vida a este mundo satánico, así
entendido. Introduce el pecado y el mal en su propio corazón, que llegan a tomar
incremento y a poner un dique al primitivo impulso del hombre hacia el bien. Y así al final
viene éste a convertirse en esclavo del príncipe de las tinieblas y cosecha la muerte («que
estabais muertos por vuestras culpas y pecados»).
Éste es el pasado tenebroso que los étnicocristianos no deberían olvidar; el oscuro
subsuelo, sobre el que puede proyectarse la luz de la salvación con redoblada fuerza,
fuente de una duradera y siempre renovada alegría y de un agradecimiento desbordante.

b) Los judíos bajo el dominio de la concupiscencia (2,3).

3 Entre los cuales (¿los pecados o los hijos de la rebelión?) también nosotros
todos vivíamos entonces según las concupiscencias de nuestra carne;
cumplíamos los deseos de la carne y de los impulsos y éramos, por naturaleza,
hijos de ira exactamente como los otros.

Otra vez vuelve el Apóstol a la raíz del pecado. Pero aquí, como se trata de los que antes
eran judíos, no predomina la perspectiva del engaño seductor del mundo y de los poderes
satánicos que se sirven de aquél. Pues el judío conoce los caminos de Dios, conoce su
voluntad expresada en la ley. Mas bien sucumbe a las fuerzas subsidiarias, que para el
mundo y Satán representan las tendencias íntimas del hombre, y que aquí se llaman «las
concupiscencias de nuestra carne».
CARNE: Pero para Pablo el concepto «carne» tiene mayor extensión de lo que nosotros
a primera vista entendemos, cuando hablamos de los pecados de la carne. Carne es para
san Pablo todo el hombre, en cuanto que -abandonado a sus propias fuerzas-, como hijo y
heredero del primer padre caído, «está inclinado al mal desde su juventud» (Gén 6,5).
¿Dónde está la debilidad radical de este hombre? Sencillamente en que, por su propio
natural, no es consciente de su absoluta e impensable dependencia de Dios. Y así tiene
siempre la tentación de convertir al propio yo en medida, instrumento y meta de todo su
pensar, su querer y su hacer. Por eso podemos definir la «carne» en sentido paulino como
el egoísmo natural del hombre caído. Y siendo esta adhesión al yo la infraestructura de
todo pecado, será bienvenido todo lo que nos pueda ayudar a buscar sólo a Dios y a Cristo
y a servirlos en nuestra vida.
«...por naturaleza, hijos-de-ira» significa aquí claramente la imposibilidad natural de
evitar el pecado y escapar a la ira de Dios con las solas fuerzas de la naturaleza caída. Y
si, siguiendo más adelante, nos preguntamos cómo se ha llegado a este «estado natural»,
tendríamos que recurrir a la doctrina del pecado original. En una palabra, gentiles y judíos,
toda la humanidad, están sin salvación bajo el dominio del pecado.
Pero ¿es correcta esta descripción? Prescindiendo de la Inmaculada, ¿no nos da la
Escritura testimonio de la santa vida de una Isabel, de un Zacarías, de un Juan Bautista? Y
el mismo Pablo ¿no escribe sinceramente que, cuando era fariseo, vivía «irreprensible» en
la observancia de la ley divina (Fil 3,6)? ¿Cómo considera ahora a todos las demás hijos de
ira, que han vivido «según las concupiscencias de la carne»? La respuesta es ésta: aquí,
como más expresamente en la carta a los Romanos, parece como si Pablo, para probar la
universalidad del pecado humano, sacara un argumento de la experiencia y de la historia.
Pero un «argumento» así no es naturalmente posible, y en el fondo Pablo no se demora
mucho en ello. Él parte siempre de la revelación. Por ella sabe que sólo en Cristo Jesús
está la salvación para todos. No hay ningún camino, fuera de Él, que lleve a la salvación.
Por eso concluye lógicamente: luego todos están necesitados de redención, luego «todos
han pecado y están privados de la gloria de Dios» (/Rm/03/23). Esta es la verdad revelada
que Pablo aquí -y mucho más en la carta a los Romanos- amplía retóricamente, al describir
a todos como esclavos del pecado. Aquí, como muchas veces en la Sagrada Escritura, hay
que distinguir entre la verdad que el hagiógrafo quiere expresar, y la manera como lo hace.
Pablo ha señalado el fondo tenebroso. Esto lo hace adrede. Cree
que es muy importante que a sus fieles les quede muy grabada en la conciencia su
situación inicial, una situación humanamente sin perspectiva. Y es muy comprensible: sin
conciencia de pecado no hay necesidad de salvación, sin necesidad de salvación no hay
alegría de redención, sin alegría de redención no hay verdaderamente un alegre mensaje.
Si con nuestra palabra y nuestra vida no traemos a los hombres alegría, paz, felicidad, le
falta entonces a nuestro cristianismo y a nuestro mensaje fuerza de penetración. Esto
explica por qué san Pablo insiste tanto en nuestra situación inicial, humanamente hablando,
desesperada; y esto con razón tanto mayor cuanto que anteriormente ha hablado con
entusiasmo de las vicisitudes del gran don que Dios nos ha hecho en Jesucristo.

2. SALVADOS EN CRISTO POR LA GRACIA DE Dlos (2,4-10).

a) Vivificados con Cristo y colocados en el cielo (2,4-6).

4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por el mucho amor con que nos amó,
5 y muertos como estábamos por nuestros pecados, nos ha vivificado con Cristo
-por gracia habéis sido salvados-, 6 y nos ha resucitado con él, y nos ha hecho
sentar en los cielos, en Cristo Jesús.

La situación inicial de paganos y judíos ha quedado descrita: perdición sin remedio.


Ahora viene el viraje repentino: «Pero Dios...»: sí, sólo Él puede aquí ayudarnos y lo ha
hecho realmente. Pero téngase en cuenta cómo cada palabra del Apóstol subraya el
carácter marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es rico en
misericordia», «por el mucho amor», «muertos como estábamos». No es ésta simplemente
una muerte que consiste en la falta de vida; sino una muerte que consiste en la separación
de Dios, en la enemistad con Él. Es la misma idea expuesta en la carta a los Romanos:
«Dios nos demuestra su amor en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando aún
éramos pecadores... Cuando aún éramos sus enemigos, nos ha reconciliado por la muerte
de su Hijo» (/Rm/05/08s).
A decir verdad, en nosotros no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero
así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la
amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado
por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios.
«Nos ha vivificado con Cristo». Al pronunciar estas palabras, de tal manera se apretujan
en la mente de Pablo las impensables hazañas de Dios (encarnación, crucifixión,
resurrección y el bautismo cristiano como participación de todo esto), que llega como a
perder el hilo de su pensamiento. Tiene que interrumpirse (cosa en él frecuente), pero aquí
con una llamada de atención incidental (cosa en él muy rara): lo que bulle en su interior
pugna por salir fuera, y no puede menos que sacudir la atención de sus lectores, para
empujarlos hacia el objetivo, en que para él descansa todo: «por gracia habéis sido
salvados».
«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una
muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa
«salvado», aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si
queremos que la palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia, hemos de
intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las que los conceptos
descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la
propia salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico nos
ha enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.
Esto por lo que se refiere a la expresión «salvados». Pero el énfasis particular de la
llamada incidental del Apóstol no está ahí, sino en la expresión «por gracia». Esto es lo que
preocupa a Pablo en primer plano. Es el pensamiento fundamental y orientador de su ya
larga lucha por un Evangelio liberado de la ley.
«...y nos ha resucitado con él y nos ha hecho sentar en los cielos, en Cristo Jesús». He
aquí una audaz e inaudita visión de la realidad cristiana, de la que hemos tenido ya ocasión
de hablar. Nuestra cabeza está elevada sobre todos los cielos a la derecha del Padre,
nuestra cabeza, cuyos miembros somos nosotros y que con ella formamos un cuerpo, aún
más un hombre («uno», Gál 3,28). En ella también hemos sido glorificados. Hay algo que
nos separa de esta realidad fundamental, siendo así que nuestra efectiva participación en
la gloria de Dios es todavía una mera esperanza; pero tenemos la garantía del Espíritu
Santo, poseído ya por nosotros, y que es la «prenda de nuestra herencia» (1,14). Esto,
para la fe de san Pablo, quiere decir ser cristiano.

b) Para alabanza de la gloria de su gracia (2,7).

...7 para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia


por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús.

Ya en el himno introductorio -aquella magnífica visión panorámica de la «bendición con


que Dios nos ha bendecido»-, Pablo alude tres veces a esta idea: el último objetivo de la
actuación de Dios no puede reposar en el hombre, sino que es «alabanza de la gloria de su
gracia». Igualmente aquí en toda misericordia, en todo amor, el último objetivo sólo puede
ser la gloria de Dios. Durante toda la eternidad se reconocerá y glorificará, con admiración
siempre nueva, la inconmensurabilidad de su gracia, manifestada en la bondad que nos ha
mostrado «en el Amado» (1,6).

c) Salvados por la gracia a través de la fe, no por las obras (2,8-9).


8 Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no proviene de
vosotros: es don de Dios, 9 no de las obras, para que nadie se gloríe.

Otra vez el pensamiento dominante: «por la gracia». Sin embargo, aquí


Pablo añade «mediante la fe». ¡Finalmente tenemos al menos algo de parte del hombre: la
fe! Es verdad, pero en definitiva ¿qué es creer sino renunciar a sí mismo y dejar que entre
Dios? Creer no significa propiamente «hacer» algo; no es una «obra» del hombre. Creer
quiere decir recibir, aceptar, lo que Dios da; aceptar en cierto sentido con los ojos cerrados.
Porque creer implica renunciar a querer ver con los propios ojos y decir que sí en
consecuencia; creer es ver con los ojos de otro, con los ojos de Dios que revela.
Aún más: si alguno pensara que esta «renuncia», esta disponibilidad, pudiera concebirse
como una «prestación» del hombre, Pablo le sale al encuentro cortando también esta
posibilidad de «gloriarse»: «Y esto no proviene de vosotros; es don de Dios». Pablo se
refiere sin duda a la fe. Y añade -refiriéndose a toda la obra de salvación, o mejor a toda la
adquisición de la salvación- «no de las obras, para que nadie se gloríe». Aquí está Pablo
de cuerpo entero, como aparece en las «grandes» epístolas: el celoso abogado del «a Dios
solo la gloria», el abogado de Dios frente a las pretensiones, que el hombre (el puro
hombre) pudiera o quisiera hacer valer frente a Dios.
¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a toda costa? Es
aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que
recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea, sabe y es. Es el hombre que tiene
tendencia a la propia gloria, desde que los primeros padres quisieron ser «como Dios»,
crear por sí mismos su felicidad y no tener que deberle nada a nadie.
Esto es lo que hace el judío educado en la escuela de los «escribas y fariseos»: se
inclina meticulosamente sobre la ley, la cumple con grandes sacrificios, y así viene a ser él
mismo el que gana la salvación. Ya puede presentarse ante Dios, referirse a su palabra y
hacer valer sus propios derechos. Pablo sabe todo esto muy bien; él mismo lo ha vivido
intensamente. Aquí no hay lugar para la salvación mediante otro. Este es el trasfondo que
explica por qué Pablo arremete con tanta pasión contra ese gloriarse del hombre.
«...no de las obras». Por «obras» entiende Pablo lo que el hombre hace siempre por sí e
independientemente de la gracia de Dios. Y por muy pequeño que fuera el paso que diera
en dirección a Dios y a la salvación, tendría ya de qué «gloriarse» ante Dios; pensamiento
intolerable para Pablo. Sería sencillamente destruir, aunque fuera en pequeña medida, la
gracia de Dios y la cruz del Señor, «que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál
2,20). La mejor sabiduría del Apóstol está inspirada por el amor, y por un amor ardiente. Y
su confesión de fe es ésta: «Iniciativa de Dios es vuestra existencia en Cristo Jesús, el cual
-por iniciativa también de Dios- se ha convertido en nuestra sabiduría, nuestra justicia,
nuestra santificación y nuestra redención; y así, como dice la Escritura, "quien se gloría,
gloríese en el Señor"» (ICor 1,30s; cf. Rom 3,27). Así pues, la fe no es una «obra» en el
sentido paulino de la palabra, sino un don de Dios.

d) Creados de nuevo en Cristo para obras buenas (2,10).

10...en efecto, de Él somos hechura, creados en Cristo Jesús para las buenas
obras que Dios preparó de antemano para que en ellas nos ejercitásemos.

Todavía no hay bastante. Todo hasta ahora ha girado en torno a la idea de que sólo a la
gracia de Dios podemos agradecer nuestra salvación. Hasta aquí se trata solamente de la
«primera» salvación, la llamada a la fe y su realización en el bautismo. Pero ahora se
amplía el horizonte, y el mismo principio «la salvación por la gracia» se aplica a toda la
vida
del bautizado; y por fin se habla de las buenas obras del hombre. Pero la introducción de
este discurso sobre las buenas obras sigue la misma linea: «De Él somos hechura, creados
para las buenas obras, que Dios preparó de antemano». Aun con toda nuestra vida
cristiana somos los nuevamente creados en Cristo Jesús, y nuestras buenas obras son
obras de la gracia. Parece como si Pablo concibiera la vida del cristiano como un caminar a
través de unos raíles previamente preparados. Detrás de esta violenta concepción
podemos rastrear quizá cierta angustia, que domina al Apóstol, cuando habla de las buenas
obras; angustia frente a la posibilidad de que este camino se pudiera todavía convertir en
aquel gloriarse del hombre, que destruye la gracia de Dios.
«...que Dios preparó de antemano». Aquí tenemos una expresión singularmente fuerte,
tras la cual se oculta un insondable misterio: el misterio de la concurrencia de la libre
voluntad del hombre y de la acción de la gracia divina. Las escuelas teológicas, dentro de
la Iglesia, han luchado mutuamente con intención de esclarecer el misterio; pero el
resultado ha sido prácticamente nulo. Hay dos verdades seguras: 1ª. Dios es la causa
universal; 2ª. el hombre es libre y responsable. Dos verdades que, dentro de la Iglesia,
nadie pretende negar. Pero el acento se puede poner más sobre una que sobre otra, como
realmente acontece en las «escuelas» de los dominicos y de los jesuitas. El protestantismo
acentúa la actuación universal de Dios hasta negar la libertad. Nosotros los católicos nos
inclinamos más hacia lo contrario, y llegamos, al menos en la práctica (no en teología), a la
proximidad de una doctrina errónea que ha sido condenada solemnemente por la Iglesia.
Hay muchos, en efecto, que presentan así la colaboración entre la gracia y la libertad: yo
pongo la buena voluntad y Dios añade su gracia; y así se llega a la buena obra.
Exactamente éste es el error común, pues en este caso tendría el hombre la iniciativa. Pero
realmente la iniciativa la tiene siempre y en todas partes Dios. San Pablo escribe
inequívocamente a los filipenses: «Dios es el que obra entre vosotros el querer y el obrar»
(/Flp/02/13). Es lo mismo que se dice en nuestro texto: «Creados para obras buenas a las
que Dios nos preordenó».
Tomar en serio esta verdad sería sin duda una manera de acercarnos a nuestros
hermanos protestantes, precisamente en algo que los afecta muy íntimamente. Su lema
fundamental es éste: la gracia sola, y por ello la fe sola, para que toda la gloria sea para
Dios solo. Nadie niega que con este lema nos encontramos en el núcleo de la revelación
cristiana (eso sí, la expresión «sola» puede ser entendida heréticamente y de hecho lo ha
sido). La teología católica hace plena justicia a esta doctrina de la revelación. Pero quizá
queda demasiado teórica; es como si tuviéramos miedo del misterio de la gracia.
Realmente, no podemos negar tampoco que es muy fácil entender mal esta doctrina y caer
en el quietismo o fatalismo que deja que todo siga, sin hacer uno nada por ello.
Pero lo admirable es que Pablo está muy lejos de pensar así. Todo lo contrario: con
franca audacia, aparentemente paradójica, propone precisamente a los filipenses esta
causalidad universal de Dios como motivo y aguijón para una acción marcadamente
personal: «Trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación, pues Dios es el
que obra en vosotros el querer y el obrar, para que podáis complacerle» (/Flp/02/12b-13).
Para resumir podemos dejar esto por sentado: 1.° Dios obra en nosotros la buena voluntad;
2.° este obrar de Dios en nosotros tiene como finalidad (y resultado) el poderle agradar; 3.°
esta causalidad universal de Dios puede y debe servirnos de motivo para obrar nuestra
salvación «con temor y temblor», o sea con santo ahínco y al mismo tiempo con plena
seguridad de estar obrando nuestra salvación. Es como si el Apóstol quisiera precavernos
de una sola cosa: ¡no frustréis la obra de Dios en vosotros! Este sería, según Pablo, el
caso de los que se descuidaran en el esfuerzo moral. Así pues, ya sabemos lo que significa
haber sido creados «en Cristo Jesús para las buenas obras, que Dios preparó de antemano
para que en ellas nos ejercitásemos.»
.......................................

IV. ANTES «LEJOS» Y AHORA «CERCA».


LOS ETNICOCRISTIANOS FORMAN, JUNTAMENTE CON LOS
JUDEOCRISTIANOS,
EL ÚNICO TEMPLO DE DIOS (2,11-22).

1. Los ÉTNICOCRISTIANOS ESTABAN REALMENTE «LEJOS»


(2/11-12).

11 Por eso, acordaos que entonces vosotros, los gentiles en la carne, los
llamados incircuncisos por la sedicente circuncisión, hecha con la mano en la
carne, 12 estabais a la sazón sin Cristo, privados de la ciudadanía de Israel y
extraños a las alianzas de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo.

En 2,1-10, el Apóstol ha desarrollado una de sus grandes doctrinas: la donación gratuita,


por parte de Dios, de la salvación a un mundo perdido en el pecado. Ahora pretende hacer
conscientes a los étnicocristianos de la doble gratitud de que son deudores a la gracia de
Dios, al poder tener entrada en la Iglesia en igualdad de derechos con los hijos del pueblo
escogido. Así pues, se trata aquí de la situación, fundamentalmente diversa, en la historia
de la salvación, en la que estaban gentiles y judíos cuando fueron llamados a la salvación
(la situación éticomoral -la inmersión en el pecado- era igual para ambos, v. 2-3).
Pablo empieza con una diferenciación meramente extrínseca, que, sin embargo, era
fundamental para un judío cabal: los gentiles son los «incircuncisos»; los judíos se llaman a
sí mismos la «circuncisión». Pero la manera como Pablo habla de esto quiere indicar que
se trata de una cosa caduca, algo que en realidad carece ya de importancia. Por eso habla
despectivamente de lo exterior, lo que se refiere a la carne. No es él quien llama
«incircuncisos» a los gentiles; sino que pone este insulto en boca de los judíos y no olvida
subrayar que la circuncisión, de la que tanto se jactaban los judíos, toca solamente a la
«carne» y es algo hecho por mano de hombre. A continuación Pablo se vuelve al punto
fundamental, a los privilegios gratuitos de su pueblo, principalmente a aquellos de que
carecieron los gentiles.
Este texto merece colocarse junto a Rom 9,4, donde Pablo habla nostálgicamente de sus
hermanos, por cuya conversión a Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio: «Ellos son
israelitas, en posesión de la adopción filial, de la gloria de Dios, de la alianza, de la
legislación, del culto divino, de las promesas; de ellos son los padres...» Verdaderamente,
era una herencia divina la elección y los dones gratuitos; y el mismo Pablo, el cristiano
Pablo, no puede menos que recordarlo con admirado agradecimiento. En esta enumeración
palpita aún algo de la riqueza y profundidad de la vida religiosa de fe de aquel judío y
fariseo llamado Saulo. Bajo esta luz hemos de leer nuestro texto, para comprender qué
movía al Apóstol para llegar aquí.
«...sin Cristo», o sea sin esperanza de Mesías; esperanza que mantenía a Pablo y a su
pueblo en alegre confianza (1,12). Dios mismo era prenda de esta gran esperanza; Dios y
la historia de su pueblo.
«...privados de la ciudadanía de Israel». La palabra politeia incluye aquí el concepto de
la plena ciudadanía: el derecho de ciudadanía en el pueblo escogido y los consiguientes
deberes en el estado teocrático, o sea una vida según la ley divina. De lo que para un judío
significaba esto, puede ser todavía un testimonio elocuente el salmo 118, que no se cansa
de elogiar la felicidad que produce vivir y caminar en la voluntad de Dios, expresada en la
ley.
«...extraños a las alianzas de la promesa». Hubo alianza con Abraham, Isaac y Jacob; y
después con Moisés en el Sinaí. A esto se añadían los destellos luminosos de los profetas,
y en el centro de la promesa la gran esperanza en el día del Señor, temible y glorioso al
mismo tiempo. Por el contrario, los paganos, privados de objetivo y de esperanza, se
encaminaban hacia un futuro desconocido. Su edad de oro se hundía en un pasado
legendario.
«...sin tener esperanza»: ¡qué siniestro y desolador el eco de esta expresión! Pero viene
algo todavía peor: «...y sin Dios en el mundo». Para los israelitas el único Dios lo era todo:
el creador, el Señor del mundo, al que le daba sentido; y además el Dios de la alianza, que
se inclina amorosamente a su pequeño pueblo, eligiéndolo de entre todos los pueblos de la
tierra para ser su instrumento en la salvación de este mundo.
Al volver la mirada hacia esta riqueza religiosa no es que el esplendor de la gracia en
Cristo Jesús, tal como Pablo la ha descrito primero (2,4-10), aparezca inasequible -ni
mucho menos-, una vez que en el fondo ello era tan sólo el cumplimiento de lo que Israel
había ya poseído como promesa divina.
Pero en la gentilidad no había nada, absolutamente nada que la hubiera podido preparar
para el gran «ahora», que ha estallado de pronto para los paganos y que de golpe los ha
colocado en el mismo nivel que el pueblo elegido. Desde una nada religiosa hasta la
participación en la riqueza religiosa de Israel, codo a codo, introduce Dios en su propio
corazón a los gentiles, igualados totalmente con los hijos de su elección. Esto para muchos
corazones judíos era sencillamente incomprensible; era un gran escándalo. Pero para
Pablo era el misterio de Dios, que no se cansa ahora de alabar.
Pero todavía queda una pregunta. Pablo, al referirse a la carencia de todos los valores
religiosos que, en cambio, poseía el judaísmo (v. 13), quiere abrir una brecha en la
conciencia de sus lectores. Pero para esto presupone que aquella ausencia fue
profundamente experimentada por ellos. ¿Era éste el caso? Hay que distinguir: no lo era si
se trataba de ellos cuando aún eran paganos; sí lo era, después de haberse hecho ya
cristianos. A la luz de la realización, de lo ya poseído, pueden comprender la magnitud de
la ausencia pretérita. Ellos ya se consideran como el nuevo Israel, y por la feliz posesión
actual pueden apreciar retrospectivamente lo que Israel en un tiempo poseía y ellos no.
Ciertamente, puede ser que el mismo Pablo haya desteñido un poco la imagen del nuevo
Israel e incluso haya influido en la descripción del viejo Israel; de otra manera no se
comprendería por qué habría puesto tan en primer plano aquel grito desgarrador «sin
Cristo», nacido de lo hondo de la sensibilidad cristiana. Y si Pablo se permite ver y apreciar
como cristiano este pasado judío e incluso presupone lo mismo espontáneamente en sus
lectores, lógicamente nosotros tendremos igual derecho a comprender, a la luz del Nuevo
Testamento, esta descripción de un pasado que muy bien pudiera haber sido el nuestro.
Ello nos autoriza igualmente a hacernos en serio un par de preguntas, sobre todo teniendo
en cuenta que también este texto ha sido escrito para nosotros. Las preguntas serían éstas,
más o menos: ¿Apunta en nuestro pensamiento la simple posibilidad de tener que vivir «sin
Cristo», «sin esperanza», «sin Dios»? La ley, el estilo de vida y la vida comunitaria de
nuestra Iglesia, del nuevo Israel, ¿nos resulta una afortunada posesión, una fuente de
alegría, o... una carga?

2. «CERCA» EN CRISTO, QUE ES NUESTRA PAZ


(2/13-18).

a) Ha abolido con la ley la enemistad (2,13-15a).

13 Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que una vez estabais lejos, os
habéis puesto cerca en la sangre de Cristo. 14 Pues El es nuestra paz, el que de
dos pueblos ha hecho uno solo, puesto que ha destruido el muro de separación,
la enemistad; 15a en su carne ha abolido la ley de los mandamientos formulados
en ordenanzas...

Lejos-cerca. Es curioso observar que Pablo no cita el punto de referencia para esta
lejanía y cercanía, sino que simplemente dice «lejos» y «cerca», refiriéndose sin duda al
texto de Isaías: «Paz a los que están lejos y a los que están cerca, dice el Señor» (Is
57,19). En este pasaje del profeta se hace referencia a los miembros del pueblo escogido,
tanto alejados de Dios como cercanos a él. Para Pablo aquéllos son los gentiles y éstos los
judíos. La lejanía es, pues, aquella triste situación pretérita que Pablo ha descrito, que los
étnicocristianos nunca deberían olvidar (2,12): La lejanía de Dios, de la esperanza, de la
promesa, de la soberanía de Dios como espacio vital, de Cristo, que es el que nos aporta
tantos beneficios. Al tratar ahora de la cercanía y de la lejanía de Dios, podremos
comprender lo que hay de doloroso en la palabra «lejos» y lo que hay de alegremente
hogareño en la palabra «cerca».
Lo primero que salta a la vista son las derivaciones de esta lejanía, sobre todo la lejanía
del pueblo de la elección concebida como separación en una enemistad profundamente
arraigada. Así se comprende que la vuelta de lo lejano a lo cercano se conciba como una
coalición de gentiles y judíos en un nuevo pueblo de hermanos. A esto se ha llegado por la
sangre de Cristo, «en Cristo Jesús». Cristo es en el nuevo orden de cosas algo así como el
espacio de la cercanía de Dios. El congrega a los miembros de su cuerpo, ya que sólo en
calidad de miembros se pertenecen unos a otros y pueden formar un cuerpo vivo.
Este ensamblamiento de gentiles y judíos en Cristo es la abrumadora realidad que ha
tocado hondamente la sensibilidad de Pablo. A partir de aquí, es como si no pudiera nunca
cesar de celebrar este misterio (2,11-22) y de alabar la gracia, a él concedida, de anunciar
y realizar este misterio (3,1-13).
«EI es nuestra paz»: así resume Pablo el tema que va a desarrollar. Sigue una serie
complicada de imágenes, que en parte parecen extrañas al asunto, y de pensamientos, que
se entrecruzan, no haciendo con ello nada fácil la explicación.
No obstante, el pensamiento principal -la paz entre judíos y gentiles- prosigue siempre
limpiamente su camino.
En primer lugar se habla de lo que separa, o sea de lo que el pacificador tiene que quitar
para de los dos separados hacer uno solo. Se habla de un muro de separación, que, en
realidad, es una «enemistad». Se habla finalmente de la ley, con sus múltiples ordenanzas,
y que es considerada como el fundamento de esta enemistad, y que, por lo tanto, tiene que
ser desplazada.
Que esta enemistad era una realidad, lo atestiguan innumerables textos antiguos. El judío
no podía experimentar sino repugnancia frente a los incircuncisos. Sólo Israel había sido
escogido, y sólo él se había mantenido puro, al menos fundamentalmente, frente a las
abominaciones del mundo pagano: idolatría, lujuria y derramamiento de sangre inocente.
Frente a este mundo pagano, corrompido y corruptor, no había más que una defensa: la
separación, la separación exterior e interior; y una parte de esta separación era
precisamente la execración de este mundo. Para llegar aquí estaba sobre todo la expresa
voluntad de Dios, la ley, que con sus innumerables ordenanzas (principalmente sobre lo
puro y lo impuro) absorbía de tal manera la vida del judío observante que hacía imposible
una convivencia con el no judío.
Así se comprende también que este desprecio, esta acentuada actitud de privilegio entre
los pueblos, fuera correspondido con un fuerte odio por parte de los gentiles. En un mundo
que bajo el influjo de la filosofía estoica tendía precisamente a una común convivencia
humana, el judío, en su orgullosa singularidad, fue considerado como el «enemigo del
género humano» (Tácito) y tratado como tal. La ley era el baluarte que separaba. Una vez
caída la ley, la separación y la enemistad se suprimían.
J/LEY: Pero la ley venía de Dios y tiene como finalidad vincular al hombre con Dios por
medio del amor y de la obediencia. ¿Cómo podría suprimirse la ley, sin que en su lugar
reinara la anarquía? Dios encontró el camino. Suprimió la ley, haciendo que su Hijo la
cumpliera a satisfacción una vez por todas, no ya en sus prescripciones menudas, sino en
aquello que era el sentido y la intención de la ley: la obediencia y el amor. Así ocurrió,
hallando su máxima expresión en la crucifixión del Señor. Esto es lo que se quiere decir,
cuando en nuestro texto se escribe: «En su carne ha abolido la ley», o sea la ley formulada
en ordenanzas y prescripciones, no su sentido íntimo y duradero.
Y Cristo ha cumplido esta ley como segundo Adán, o sea para toda la humanidad. De
ahora en adelante ya no hay más que un camino para ir a Dios: entrar (por la fe y los
sacramentos) en el cumplimiento de la ley de Cristo, en su obediencia y su muerte por
amor, consiguientemente, en su resurrección y gloria. Esto, por otra parte, es suprimir la
ley, pero de la manera más digna de Dios y más feliz para la humanidad.

b) Ha hecho de los dos un solo hombre, y los ha reconciliado con Dios


(2,15b-16).

... 15b para crear en sí mismo a los dos en un solo hombre nuevo, hacer la
paz; 16 y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo, mediante la
cruz, matando en sí mismo la enemistad.

Aquí se trata de una nueva creación. Y esta nueva creación se rea}iza en Cristo. Él es el
que reúne en sí los dos bandos, para hacer de ellos «un solo hombre nuevo».
Verdaderamente es ésta una obra unificadora, que sobrepuja infinitamente a todo lo que
suene a paz, reconciliación y amor. De esta manera la paz y el amor quedan anclados en
bases firmes y seguras, como solamente podría hallarlas la sabiduría de Dios, efectuarlas
la omnipotencia de Dios y hacerlas realidad el amor de Cristo. ¡Los hermanos, antes
enemigos, y ahora «un hombre nuevo» en Cristo! ¿Qué de extraño tiene que venga la paz
a dominarlo todo? Por eso añade Pablo, como una especie de resonancia que repite el
tema dominante: «hacer la paz».
El «hombre nuevo» es Cristo resucitado por el Espíritu (Rom 1,4), que ha cambiado su
«cuerpo de carne» en un «cuerpo espiritual» (lCor 15,46), y lo ha capacitado para
permanecer él mismo y poder, no obstante, agregarse la multitud hasta formar un solo
cuerpo.
«...y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo mediante la cruz». Este «un
solo cuerpo» no puede ser más que el cuerpo crucificado de Jesucristo. En Él han muerto
judíos y gentiles, porque el que pendía de la cruz incluía como segundo Adán a toda la
humanidad. En un primer momento los hombres pertenecen a Cristo, segundo Adán, sólo
«de derecho». Para llegar a la unidad con Él, la unidad que salva y que dispensa amor,
basta corresponderle libre y espontáneamente en la fe y en el bautismo. Pero ello es ya
posible, y precisamente para todos. Esta es la buena nueva de paz que hay que proclamar
en el mundo.

c) Ha proclamado la paz, el acceso de todos al Padre (2,17-18).

... 17 y viniendo proclamó paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca; 18
porque, por medio de El, unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre.

Aquí uno se pregunta algo asombrado qué se quiere indicar con este «venir» y hasta qué
punto Cristo ha «proclamado» la paz. Ahora bien, Él, que era el autor de la obra, también la
ha proclamado, si no ya desde el principio, al menos después por su Espíritu. Los Hechos
de los apóstoles narran cómo el mundo pagano empezó a tener entrada en la Iglesia, sin
necesidad de pasar por la ley. Esto por una parte. Pero Cristo era el «mensajero del gran
designio» (Is 9,5) mediante sus enviados: «enviados de Cristo» los llama san Pablo (2Cor
S,20). Es interesante observar que aquí a Cristo se le ve desde lejos en sus enviados -o
mejor dicho a través de ellos- y por este cauce se recibe su mensaje.
Una vez más resume Pablo en qué consiste la paz de la que viene hablando: «porque,
por medio de Él unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre». Esta es la paz
entre judíos y gentiles: el destino común es el único Padre, el nuevo camino común es
Cristo solo, el Señor; la fuerza común es el Espíritu Santo, que, en su calidad de amor de
Dios, derramado en nuestros corazones, nos hace accesible el camino. ¿Y qué significa
esto, sino el acceso a la vida trinitaria amorosa de Dios mismo? Y esto se realiza (a base de
la eterna procedencia del Hijo respecto del Padre) precisamente en esta vuelta del Hijo al
Padre en el Espíritu Santo; vuelta, en la que ahora la humanidad toma parte
misteriosamente. Pero es muy interesante observar que aun este altísimo misterio no se
trae aquí a colación por sí mismo, sino como causa de la paz entre gentiles y judíos. Lo
mismo pasó antes con la reconciliación del mundo con Dios, ese punto capital de todo el
acontecimiento salvador; no se trataba del tema por sí mismo, sino en tanto en cuanto se
llevaba a feliz efecto en un cuerpo, y tenía así una eficacia aglutinadora. Con mucha
frecuencia las expresiones paulinas teológicamente más importantes se deben, no a una
intención doctrinal premeditada, sino quizá a una intención secundaria del autor.
...............................

3. AHORA LOS GENTILES SON CIUDADANOS COMPLETOS EN EL


PUEBLO DE DlOS Y MIEMBROS DEL ÚNICO TEMPLO DE DlOS (2/19-22).
19 Así pues, ya no sois extranjeros ni meros residentes, sino que sois
conciudadanos de los santos y familiares de Dios, 20 edificados sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas, siendo su piedra angular Cristo Jesús,
21 en el cual toda construcción, bien ajustada, crece hasla formar un templo
santo en el Señor, 22 en el cual también vosotros sois coedificados hasta formar
el edificio de Dios en el Espíritu.

Pablo se demora, con la mejor alegría de su corazón, en la descripción de la nueva


situación de sus hermanos procedentes del paganismo. Es el perfecto reverso del
abandono religioso, de donde habían partido (2,11s). Ahora sucede todo lo contrario.
«Ya no sois extranjeros». En la antigüedad el extranjero no tenía derechos ni protección,
e incluso había algo de sabor a enemigo, cuando se hablaba de extranjero. «Ni meros
residentes», o sea los que de hecho vivían en el país, pero solamente tolerados y sin tomar
parte efectiva en Ia vida pública.
«Ahora sois conciudadanos de los santos». He aquí una doble expresión. Por una parte
son «ciudadanos completos». Hoy no podemos hacernos una idea del orgullo con que el
hombre antiguo se sentía «ciudadano» en su pequeña ciudad. Esto significaba libertad,
protección legal, derecho de decidir en los asuntos públicos importantes, responsabilidad
frente a una gran herencia sagrada. Esto es lo que para el antiguo ciudadano hacía la vida
rica y digna de vivirse.
Por otra parte, no son solamente ciudadanos a secas, sino «conciudadanos de los
santos». Aquí Pablo no está pensando sencillamente en los cristianos, sino ante todo en los
que procedían del pueblo escogido. Según él, la Iglesia de Cristo comprende también el
cielo con sus ángeles y sus santos, llegados ya a la meta. El autor de la carta a los
Hebreos nos presenta así la Iglesia, en la que entran los nuevos convertidos (en oposición
al Sinaí, con su ley de terror):«Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios
viviente, a la Jerusalén celestial; a miríadas de ángeles, reunión festiva, a la asamblea de
los primogénitos, inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los justos
llegados a la meta, y a Jesús, mediador de la nueva alianza, cuya sangre derramada habla
más elocuentemente que la de Abel» (Hebr 12,22-24). Esto es la Iglesia, que al mismo
tiempo está en la tierra y se asoma al cielo, y que por eso se llama ya la «Jerusalén
celestial». Es la ciudad y la ciudadanía, en la que han entrado los paganos como
«conciudadanos de los santos» (cf. Fil 3,20).
«. . .y familiares de Dios». Aunque el concepto de «ciudadanos» se refiere más bien a
una estructura estatal, aquí este aspecto comunitario se presenta como casa de Dios en el
sentido de una verdadera y propia familia. La palabra griega significa simplemente
«perteneciente a la casa». Aquí se trata de la casa, de la familia de Dios, en la que Dios
mismo es el Padre y Jesucristo el Hijo. En Él han sido llamados otros -muchos, todos- a
entrar en esta filiación divina (1,5), y a convertirse en hijos en la casa de Dios.
Pero hay todavía más: una casa es un hogar, con todo lo que esta palabra encierra de
cálido y de íntimo; un hogar a ninguna otra cosa comparable, y que se estima doblemente
cuando se le descubre y recibe por primera vez, como es el caso del niño expósito. Y esto
eran precisamente los paganos, que ahora en la casa de Dios se han convertido en hijos:
«Y seré para vosotros como Padre, y vosotros seréis para mí como hijos e hijas, dice el
Señor todopoderoso» (2Cor 6,18).
«...edificados sobre los fundamentos de los apóstoles y profetas». De la «casa» pasa
Pablo a la imagen de la construcción de la casa, para resaltar una nueva dimensión de la
situación de los étnicocristianos. Éstos no solamente están en la casa de Dios, sino que
ellos mismos constituyen la casa, en calidad de piedras destinadas a la formación
progresiva de los diversos bloques. Naturalmente, la posibilidad primaria de la construcción
la da un cimiento firme, sobre el que se puede construir sólidamente. El cimiento significa
solidez y arraigo, lo contrario de ese ser sacudidos por cualquier viento de doctrina, del que
habla 4,14.
Pero el cimiento, sobre el que nos sostenemos, es digno de toda confianza: «los
apóstoles y los profetas» Ambas palabras se suponen mutuamente. «Apóstoles» son los
enviados, tras los cuales está el que los envía, Jesucristo, que a su vez es un enviado del
Padre. Son los «doce», que Jesús ha enviado a todo el mundo con la promesa de estar con
ellos hasta el fin de los tiempos, los doce y todos los que han asumido para continuar su
misión. «Profetas» se llaman los del segundo grupo, que constituyen el cimiento de la
Iglesia. Aquí sólo se refiere a los profetas del Nuevo Testamento; también en 3,5 y 4,31 son
nombrados junto a los apóstoles. «Profeta» es el que habla en nombre de Dios, o sea que
Dios utiliza como instrumento para hablar por medio de él. En un sentido más estricto y
técnico es profeta el que posee el carisma de hablar de Dios, el «carismático», a través del
cual el Espíritu Santo se hace palabra de alguna manera; ese Espíritu Santo de la
formación de la Iglesia desplegó sorprendentemente sus extraordinarios dones o carismas.
«Apóstoles y profetas» son el fundamento de la Iglesia, pero sólo como instrumentos
visibles del que los ha enviado y los ha llenado con su Espíritu. Por eso son cimiento en
cuanto que son portadores del mensaje, que no es otra cosa que Cristo. Por eso no hay
ninguna contradicción con ese otro texto paulino de lCor 3,10: «Nadie puede poner otro
cimiento, sino el que ya está puesto, Jesucristo.» Aquí se trata de que Pablo con su
mensaje ha puesto precisamente este cimiento: Jesucristo. A base de este mensaje el
Apóstol se convierte necesariamente en cimiento para aquellos que creen en su palabra.
«...siendo su piedra angular Cristo Jesús». La palabra griega significa propiamente «lo
que constituye el vértice de un ángulo», lo cual, referido a «piedra», da realmente el sentido
de «piedra angular». Algunos ilustres comentaristas modernos pretenden traducir la palabra
por «clave de bóveda». Otros entienden por «piedra angular», que mantiene unidos los dos
muros, la función de Cristo, en quien se encuentran las dos fracciones de la humanidad:
judíos y gentiles. Pero quizá será mejor no tomar la expresión en un sentido arquitectónico
demasiado técnico. Pablo está citando prácticamente Is 28,16: «Así ha hablado el Señor:
tened en cuenta que soy yo el que pongo en Sión una piedra fundamental, una piedra
aquilatada, una piedra angular de alto valor, muy bien cimentada. El que cree, no será
confundido». A esto se refiere Pablo, y lo que le atribuye a Cristo como piedra angular es
algo decisivo para la construcción, decisivo para su posición y decisivo para su íntima
cohesión. Y aquí, donde se trata de que los paganos pueden entrar en la casa de Dios
contribuyendo ellos mismos a la construcción, lo más importante es esto precisamente:
Cristo está con todo su ser presente en esta obra constructiva, dando la dirección de una
manera decisiva. El influjo de esta piedra angular penetra todo el ,conjunto.
«.. .en el cual toda construcción bien ajustada crece hasta formar un templo santo en el
Señor». Este es el objetivo: llegar a ser un templo santo. La Iglesia, sobre todo la Iglesia
local, como templo de Dios es un pensamiento frecuente y prácticamente importante para
Pablo. En este sentido se entiende su amenaza a los corintios: «¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El que destruya el templo de
Dios (por la división y la desunión), Dios lo destruirá a él; pues el templo de Dios es
sagrado, y ese templo sois vosotros» (lCor 3,16s). La exhortación imperiosa a mantener la
santidad del templo, por el que Dios vigila celosamente, se refiere en nuestro texto al
objetivo feliz de la vocación; objetivo que da un nuevo contenido a la vida de los
étnicocristianos: existir para Dios, para su culto, para su gloria.
Merece la pena observar que aquí el pensamiento de la salvación de los individuos pasa
totalmente a segundo plano. El cristiano encuentra la dignidad y la grandeza de su
existencia en la obra de conjunto, a la que tiene que servir, o sea que surja el templo de
Dios y que sea digno de Dios. A esta obra sirve el cristiano no sólo con todo lo que hace,
sino con todo su ser, en su calidad de parte constituyente del templo de Dios, de una
manera única e insustituible. Y para subrayar que la santidad del templo y de todos los
miembros que lo construyen, sólo en Cristo tiene su fuente, añade precisamente la
expresión «en el Señor». Es como si Pablo, por un momento, hubiera perdido de vista a los
étnicocristianos, completamente atraído por el contenido de lo que todo esto significa para
él mismo. Así ahora repite el mismo pensamiento otra vez, refiriéndolo expresamente a los
étnicocristianos: «...en el cual, también vosotros sois coedificados hasta formar el edificio
de Dios en el Espíritu». De nuevo el eco trinitario que corona toda la exposición anterior:
por Cristo, hacia Dios, en el Espíritu Santo.
Volviendo hacia atrás los ojos: Pablo tiene que haber sentido todo esto muy íntimamente,
cuando, desbordante de alegría, les da la bienvenida a los neófitos en la casa de Dios con
esta descripción de su nueva situación, y llamándoles felices por ello mismo.
(Págs. 53-81)

V. EL APÓSTOL ELEGIDO PARA REALIZAR EL MISTERIO DE CRISTO


(3/01-13).

1. INTRODUCIDO, POR REVELACIÓN, EN EL MISTERIO DE CRISTO (3,1-6).

1 Por este motivo, yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los
gentiles... 2 Si es que habéis oído hablar de la economía de la gracia de Dios, a
mí concedida con respecto a vosotros: 3 cómo por una revelación se me ha dado
a conocer el misterio secreto (como os lo expuse antes en pocas palabras), 4 con
respecto a lo cual, mientras vais leyendo, podéis percataros de mi penetración en
el misterio de Cristo: 5 misterio que en otras generaciones no fue dado a conocer
a los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas
según el Espíritu: 6 que los gentiles son coherederos, miembros de un mismo
cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús...

Al llegar Pablo a estas alturas de su magnífica descripción de la obra salvífica de Dios,


desemboca en una oración por sus fieles pidiendo que puedan profundizar en el
conocimiento de la grandeza de lo que Dios les ha dado a través de Cristo. Es el mismo
tema de 1,18ss. Empieza con una fórmula, no muy corriente, pero cada vez más solemne,
que significa algo así como «por lo cual». Este comienzo es importante, pues su reaparición
en 3,14 demuestra que allí se inicia la oración que se proponía en nuestro pasaje (3,1) y
que se interrumpe súbitamente con un pensamiento interpuesto al que Pablo se aplica y
desarrolla a lo largo de doce versículos.
Para recalcar su proyectada oración ante sus lectores, subraya Pablo quién es el que
aquí ora: «Yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles.» Sí, él es
prisionero de Cristo Jesús. Aunque los guardias sean soldados romanos y unas cadenas de
hierro aprisionen su libertad, él sabe muy bien -y ello le consuela profundamente- que el
que en realidad lo ha aprisionado y al que él le ha entregado toda su libertad, es Cristo. Y si
Cristo ahora quiere que esté atado y preso exteriormente, también sabe que esto sirve para
la salvación de los gentiles, tarea que Cristo le ha encomendado.
Esto es lo que Pablo quería añadir. Se estaba hablando de la vocación de los gentiles,
pero en esta organización de la gracia de Dios, Pablo ocupa un lugar como ningún otro. El
es el instrumento elegido, por el que Dios llama a los gentiles. Los destinatarios de la carta
no conocían personalmente a Pablo, pero habrían oído hablar de aquel por medio del cual
les había llegado el feliz mensaje y la salvación.
Don de la gracia es para Pablo su vocación. Por eso no se cansa de agradecer una y
otra vez lo que él subraya fuertemente como una «gracia» (3,7s). Gracia, o sea algo
inmerecido, que procede de la libre elección de Dios y de su profunda misericordia.
Fundamento de todo su apostolado entre los gentiles es la revelación del misterio, que le
ha sido hecha. El «misterio» ya lo hemos encontrado en 1,9. Allí se trataba del «misterio de
la voluntad de Dios», consistente en recapitular el universo en Cristo: Todo «lo que está en
los cielos y lo que está sobre la tierra», y aquí en la tierra precisamente el mundo de los
gentiles. Esto para Pablo es equivalente a la búsqueda de la salvación no por la ley de los
judíos, sino por la fe.
Que a Pablo le haya sido dada por la revelación una comprensión del plan salvador de
Dios, lo pueden averiguar los lectores por lo que hasta ahora ha venido diciendo en elogio
de este mismo plan de salvación 13.
El descubrimiento del misterio es la gran gracia de la actualidad. El misterio era
desconocido por las generaciones precedentes, al menos con la claridad «como ahora ha
sido revelado a sus santos apóstoles y profetas». Naturalmente Pablo pertenece también al
grupo de estos «santos apóstoles» 14. Aquí «santo» posee el sentido primitivo de la
palabra: entresacado, escogido para una obra especial en el servicio de Dios.
Más consideración merece el hecho de que aquí Pablo asigna, con toda naturalidad, a la
pluralidad de apóstoles y profetas lo que pretendía tener como un privilegio único: o sea, el
ser los receptores inmediatos de esta revelación divina. Ahora hay muchos, y el misterio se
les ha «revelado», y precisamente «en el Espíritu». Pero un poco después aparece como si
fuera él el único enviado para los paganos.
Esta conciencia de su misión que tiene el Apóstol puede parecer tanto más extraña,
cuanto que se piensa en tantos otros que juntamente con él trabajaban en la misión de los
gentiles. Igualmente la revelación del misterio no puede considerarse como una cosa
especial y decisivamente única, ya que de hecho ha sido hecha «a los santos apóstoles y
profetas». Lo que a Pablo le da la conciencia de ser el apóstol de los gentiles, es lo singular
de su vocación y el consiguiente éxito, único en su especie, con el cual Dios lo ha
confirmado en esta vocación a través de los años, día tras día. Como tal apóstol de los
gentiles, en la forma en que se ha ido haciendo sucesivamente, habla Pablo: no como el
único, sino como el que ha recibido para ello más gracia que los demás. Pero hay más: a
partir de su segundo viaje misionero se quedó totalmente solo, recorriendo el vasto
itinerario bajo la dirección del Espíritu. Trabajaba solamente donde ninguno antes que él
había predicado. Nuevas tierras para Cristo iba buscando con su celo incansable, con la
plena conciencia de ser realmente el enviado de Dios, el instrumento de su gracia. Aunque
tras él hubieran venido muchos maestros y «pedagogos», aquellos cristianos sólo tenían un
padre, Pablo, que por primera vez les había transmitido la verdadera vida (ICor 4,15). Para
ellos sabía Pablo que era el «apóstol de los gentiles». En nuestro caso se extiende esta
conciencia aun a aquellos que por primera vez fueron ganados para el evangelio mediante
alguno de sus discípulos, como mano larga del Apóstol (Col 2,1).
Finalmente se dice clara y llanamente en lo que consiste el misterio, que a Pablo y a «los
santos apóstoles y profetas» se les ha revelado en el Espíritu: «Los gentiles son
coherederos, miembros de un mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús».
De esto se ha venido tratando previamente. Y tan notable es la cosa, que el Apóstol se
siente empujado a exponer la misma verdad en un aspecto siempre nuevo: ha quedado
suprimida toda diferencia y separación. Los antiguos judíos y los antiguos paganos, al
entrar en el único cuerpo de Cristo que los comprende a ambos -la Iglesia-, han sido
colocados en absoluta igualdad de derechos; idea que subraya, repitiendo, en el texto
griego original, tres veces el prefijo syn (= con).
«Coherederos» son los gentiles en su calidad de hijos del único Padre y hermanos de
Jesucristo. Igualmente participan en la promesa que fue dada al pueblo escogido (hasta tal
punto, que ello constituía su propia razón de existir como tal pueblo). Y todo esto, porque
ahora los gentiles son «miembros de un mismo cuerpo», como los israelitas. Pablo lo
expresa con el término griego synsoma. Tuvo que crear esta palabra: la cosa totalmente
nueva que quería decir, necesitaba un nombre nuevo.
...............
13. Claramente se alude a 1,3-14; y después, en sentido estricto, al capitulo 2.
14. En la designación «santo» no hay que intentar escuchar la voz «insidiosa» de una segunda generación que
mira hacia atras. Poco despues el mismo Pablo se llama a si mismo el menor de todos los «santos».
...............

2. ELEGIDO PARA PROCLAMAR EL MISTERIO DE CRISTO (3,7-13)

...(los gentiles son coherederos...) 7 por medio del evangelio, del cual yo he sido
constituido ministro según el don de la gracia de Dios, a mí concedida según la acción de
su poder: 8 a mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los
gentiles la insondable riqueza de Cristo, 9 y hacer patente cuál es la dispensación del
misterio escondido, desde la eternidad, en Dios, que creó todas las cosas; 10 para que se
dé ahora a conocer a los principados y potestades en los cielos, por medio de la Iglesia, la
multiforme sabiduría de Dios 11 según el designio eterno que ha realizado en Cristo Jesús,
Señor nuestro, 12 en quien, mediante la fe en él, tenemos la seguridad y el acceso en
confianza. 13 Así que os ruego no decaigáis de ánimo en mis tribulaciones por vosotros, ya
que ésta es vuestra gloria.

«Ministro (del evangelio) según el don de la gracia de Dios, a mí concedida según la


acción de su poder». Pablo intenta expresar con una rara acumulación de detalles lo que a
primera vista nos parece a nosotros sencillo. Pero la manera como Pablo se expresa,
demuestra que esta vocación suya a la proclamación del evangelio entre los gentiles
significa para él algo imponderable, algo grande que apenas se puede explicar. Ve en ello
primeramente un don gratuito de Dios, y al intentar valorar este don lo hace con la misma
expresión prolija que en 3,2: «Don de la gracia de Dios, a mí concedida.» A través de estas
palabras podemos rastrear, la honda sensibilidad que las ha inspirado.
«...concedida según la acción de su poder». Siempre que en san Pablo aparece esta
palabra «poder» (dynamis), es que está cerca la idea de la resurrección. Así ocurrió en
1,l9s: debemos reconocer «cuál es la extraordinaria grandeza de su poder... según la
medida de la acción de su poderosa fuerza que desplegó en Cristo resucitándolo de entre
los muertos». Y este poder de Dios, que resucita a Cristo de entre los muertos, se llama
sencillamente en aquel texto «la extraordinaria grandeza de su poder con respecto de
nosotros, los que creemos». La fuerza, que ha resucitado a Cristo de entre los muertos,
sigue actuando al crear una vida de resurrección en los que por la fe y el bautismo en la
muerte y resurrección de Cristo han entrado en el ámbito de esa muerte y resurrección. Y
como esto se realiza por la fe -por el evangelio-, puede muy bien Pablo decir de este
evangelio que es «el poder (dynamis) de Dios para salvación de todo el que cree,
empezando por el judío y acabando por el gentil» (Rom 1,16). Así se comprende lo que
Pablo quiere decir, cuando de una manera sorprendente afirma que el servicio del
evangelio como gracia de Dios se le ha comunicado «según la acción de su poder». El
Apóstol se ve a sí mismo, por su vocación a la proclamación del evangelio, comprometido
en aquel gran movimiento de la acción poderosa de Dios, que resucitó a Cristo de entre los
muertos, que hizo de este mensaje una fuerza de Dios, para la salvación de todo el que
cree, y que finalmente lleva adelante esta salvación en la gloria. Esto significa el Apóstol
cuando escribe que se le ha confiado la proclamación como una participación en la fuerza
poderosa de Dios, que produce la vida de resurrección. Ante la magnitud de esta vocación,
Pablo se siente pequeño.
«A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Frase desligada, que es más bien un grito de admiración
que una simple expresión. «A mí, el menor de todos». De nuevo a Pablo se le queda
pequeño el diccionario: forma con un superlativo otro grado superior, como si dijera: «a mí,
el más pequeño de entre los más pequeños de los santos». Recordemos cómo en otros
pasajes Pablo, ante la extraordinaria grandeza de la gracia de Dios, experimenta su nada,
su real indignidad tan profundamente, que llega a compararse con un aborto: «Por último,
como a un aborto, se apareció a mí también» (I Cor 15,8). Su anterior condición de
perseguidor de la Iglesia pesa sobre el recuerdo de Pablo aun en pleno altamar de su
actuación apostólica. Por eso continúa: «pues yo soy el menor de los apóstoles, y no soy
digno de llamarme apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios.» Pero mientras más
bajamente piensa de sí mismo, mayor es la consideración que tiene de lo que la gracia de
Dios opera en él: «...pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha
frustrado en mí; antes al contrario, he trabajado más que todos ellos, no precisamente yo,
sino la gracia de Dios conmigo» (ICor 15,10). Así ahora también se siente pequeño ante la
magna gracia de su vocación, que al anciano Pablo le parece todavía como recién
estrenada.
Cuando además Pablo subraya con un pronombre demostrativo la gracia (esta gracia),
quiere con ello subrayar su admiración por la gracia de «anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Dos grandes amores encuentran aquí su expresión: el amor
a los gentiles y el amor a Cristo.
«A los gentiles», expresión subrayada que se convierte en el punto culminante de todo el
párrafo. «Anunciar» se refiere plenamente a la proclamación de la buena nueva, y esta
buena nueva no sólo tiene a Cristo como objeto, sino que es portadora de Cristo mismo, y
produce la unión con Él. Ahora bien, Cristo es rico y hace rico con lo que tiene y mucho
más con lo que es, consigo mismo. Pablo sabe algo de esta riqueza, que es Cristo. La ha
vivido y la continúa viviendo, no como Ios demás, sino en una singular profundidad de
experiencia espiritual; por eso puede salir confiadamente al paso a los corintios, que se
consideraban extraordinariamente ricos en los dones del Espíritu: «Gracias a Dios, yo hablo
en lenguas más que todos vosotros» (ICor 14,18). Pero él se sabe en posesión de los otros
dones del Espíritu: «Supongamos, hermanos, que yo me presente entre vosotros hablando
lenguas: ¿qué provecho os aportaría yo, si mi palabra no contuviera un descubrimiento, un
conocimiento, una predicación o una enseñanza?» (lCor 14,6). Todo esto son los dones
que afirman o presuponen un conocimiento profundo e inspirado por el Espíritu,
especialmente el don de la «revelación», que es como una dotación de san Pablo para la
obra de su evangelización; podemos lógicamente calcular lo que significa para él una
riqueza de Cristo «insondable»: algo que, por mucho que se comprenda, queda aún sin
comprender, sustrayéndose a la experiencia. Pero dejemos estas consideraciones: lo
interesante sigue siendo el hecho de que el Apóstol debe llevar esta buena nueva a los
gentiles.
«...y hacer patente cuál es la dispensación del misterio escondido, desde la eternidad, en
Dios, que creó todas las cosas». No se trata de una segunda tarea, a la que Pablo hubiera
sido llamado. La conjunción copulativa «y» corresponde a una expresión de equivalencia:
«o sea». Precisamente se manifiesta a todos este plan salvífico, porque el Apóstol proclama
a Cristo ante los gentiles, no de cualquier forma, sino con aquella fuerza de la gracia que
produce la fe, la unión con Cristo y la salvación. Así es como se realiza el plan salvífico de
Dios en el mundo pagano.
Todavía se añade intencionadamente que este plan salvífico ha llevado una existencia
oculta desde la eternidad, o sea «en Dios, que creó todas las cosas». Pablo tiene una viva
sensibilidad para esta preexistencia en el pensamiento eterno de Dios. Así lo hizo al
principio al presentar la bendición de Dios, diciendo que Dios nos había escogido «antes de
la creación del mundo» (1,4). Y de la misma manera que coloca el plan de Dios en los
fundamentos de la eternidad, igualmente lo ve realizarse en los «siglos venideros: Dios ha
llevado a cabo la obra, «para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su
gracia» (2,7). Y así ve el Apóstol la obra de salvación situada entre dos eternidades, que le
confieren la plena validez de su posición central.
«...en Dios, que creó todas las cosas». Se ha querido ver aquí con razón un ángulo
polémico contra corrientes de tipo gnóstico. Aquellos movimientos espirituales dividían el
mundo en dos partes: el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas; el espíritu y la
materia. Y así llegaron a despreciar al Dios creador como Dios creador de la materia,
oponiéndole el Dios bueno, el Padre de Jesucristo. Contra estos conatos de desvincular
entre sí la obra de la creación y la obra de la salvación viene esta parte adicional de la
frase: el misterio de nuestra redención estaba escondido «en Dios, que creó todas las
cosas». También para nosotros es esto una advertencia, para que no separemos tanto
cuerpo y alma, naturaleza y sobrenaturaleza, creación y redención, sino que, al contrario,
los envolvamos en la misma mirada, tomando ante ellos la justa postura.
Si esta manera de entender este pasaje es correcta, debemos en todo caso contar con
que Pablo, más de lo que pudiéramos comprobar, habla en un determinado ambiente
espiritual que no podemos reconstruir para nuestro uso, a no ser parcial e hipotéticamente.
Y, sin embargo, no podemos prescindir de conocer este ambiente espiritual, porque es
precisamente el que determina el lenguaje del Apóstol, y en él sus palabras encuentran
pleno eco, produciendo la impresión adecuada. Así, por ejemplo, es posible que, cuando
Pablo habla de eones, los primeros destinatarios de la carta hayan entendido otra cosa
distinta y más profunda de lo que nosotros decimos con el simple concepto de «eternidad»,
o cuando lo traducimos «épocas históricas».
«.. . para que se dé ahora a conocer a los principados y potestades en los cielos, por
medio de la lglesia, la multiforme sabiduría de Dios, según el designio secular que ha
realizado en Cristo Jesús, nuestro Señor». Los «principados y potestades» hicieron ya su
aparición en 1,21: Cristo ha sido puesto encima de ellos, los cuales, con todo su poder, han
sido sometidos a Él. Otra vez en 6,12 se habla de ellos como de potencias enemigas:
«Nuestra lucha no va contra carne y sangre, sino contra los principados, las potestades....
contra los espíritus malos que están en los espacios celestes». Pablo, utilizando la lengua y
el estilo de su tiempo, describe lo que no está condicionado por el tiempo: existen Satán y
su mundo de espíritus, que con un odio irreconciliable luchan contra Dios y su ungido,
Cristo, que los ha vencido en la cruz, despojándolos de su poder. Así ve Pablo a estos
«principados y potestades».
Pero entre los destinatarios de la carta en la provincia de Éfeso dominan otros puntos de
vista. Hay «principados y potestades» buenos o malos, pero al fin y al cabo son lo que su
nombre dice, «principados y potestades», con los que hay que estar bien. De aquí el culto a
los ángeles y a las potestades, que toma cuerpo y deja a Cristo en la sombra, cuando no lo
pone en duda. En la carta a los Colosenses, Pablo ha tomado posición a este respecto, y
debemos agradecer a aquella doctrina desviacionista acerca de Cristo, los mejores pasajes
de san Pablo sobre la absoluta soberanía de Cristo en la creación.
En la carta a los Efesios sólo se habla de estos principados y potestad es de una manera
accidental, como es el caso del pasaje que comentamos. Aquí reaparecen los principados y
potestades, de los que los cristianos desviacionistas esperaban sabiduría y gnosis,
penetración en los misterios del mundo celestial y en los caminos que llevan a la salvación
(Col 2,3s.8); pues bien, helos aquí desprovistos del más leve barrunto sobre el verdadero
plan de salvación: el misterio de Dios. Ahora tienen que oír la predicación apostólica y
aprender de la Iglesia, formada por la unión en Cristo de gentiles y judíos como «cuerpo»
suyo y «plenitud» en este mundo, y en la que siempre será proclamado el mensaje de
salvación del evangelio. Allí es donde tienen que mirar para saber, aunque sea a
regañadientes, lo que se llama «sabiduría de Dios», rica y «multiforme».
«Multiforme» se refiere a una sabiduría que, al no llegar a su objetivo por un camino,
emprende otro, todavía mejor, para así conseguir su meta con más brillantez. Y así fue
realmente: «Puesto que el mundo no reconoció a Dios en la sabiduría de Dios (manifestada
en la creación), quiso él salvar a los creyentes mediante la predicación de la locura (de la
cruz)» (lCor 1,21). Al esplendor de la creación sucede la cruz, a la sabiduría humana la fe.
Pero esta fe une con Cristo y nos hace ser en Cristo «poder de Dios y sabiduría de Dios»
(lCor 1,24). Ciertamente aquí piensa Pablo preferentemente en Cristo que es «nuestra
paz». Paz de los hombres entre sí, judíos y gentiles hechos un cuerpo en Cristo, y en este
cuerpo de Cristo la plenitud de la vida divina: así ven los principados y potestades -que
como potencias espirituales carecen de toda vinculación exterior- a la Iglesia de Cristo y en
ella la «multiforme sabiduría de Dios».
«En Cristo Jesús, Señor nuestro». ¿Cómo sería posible que Pablo pudiera nombrar a
Cristo sin añadir algo de lo que es para nosotros? Por eso continúa: «En quien, mediante la
fe en él, tenemos la confianza y el libre acceso.» La Iglesia es, en su calidad de cuerpo de
Cristo, el ámbito de la cercanía de Dios. Esto significa «tener acceso». Y como esto
acontece «en Cristo», conectando con su santidad y confiando en él solo, la actitud lógica
de los cristianos es una confianza sin límites ante Dios y, por tanto, ante este mundo y esta
vida, donde «a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien» (Rm 2,28) y donde los
sufrimientos sólo son el camino de la gloria (2Cor 1,7; Act 14,22).
Ahora Pablo se dirige a sus lectores, haciendo hincapié en su condición de prisionero:
«Así que os ruego no decaigáis de ánimo en mis tribulaciones por vosotros, ya que ésta es
vuestra gloria» Sólo le faltaba añadir lo que había dicho en su carta a los Colosenses:
«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros...» (Col 1,24).
Demos ahora una mirada retrospectiva a este último pasaje: Pablo, a partir de 2,1, ha
celebrado el «misterio de Cristo», que en definitiva es el mismo Cristo. Es como si
sorprendiéramos la alegría de su corazón por la grandeza de este misterio y por ser él su
proclamador; nada tiene esto de extraño, ya que se trata de la riqueza insondable de Cristo.
«Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria», así ha compendiado este misterio en Col
1,27. Pero si queremos ser justos con Pablo, no debemos pasar por alto que a él el misterio
se le presenta desde una perspectiva concreta y determinada, o sea: Cristo redentor
también de los gentiles. Esta perspectiva de la obra de redención es algo que agobia
completamente a Pablo, algo que apenas puede comprender y que lo llena de asombro y
de alegría sin límites. Siente necesidad de explicar esta alegría por una cosa que a
nosotros, los que nacimos después, nos parece obvia y natural: la completa igualación de
los gentiles con el pueblo escogido. Lo que el mismo Pablo, en el mejor de los casos, sintió
en un tiempo, lo podemos colegir quizá por un texto del rabí Aquibá, una de las más
ilustres figuras del primitivo rabinismo (murió mártir en el año 135 con el mandamiento del
amor de Dios de Dt 6 en los labios). En una interpretación del pasaje del Cantar de los
Cantares donde se habla de «mi amado», dice: «Cuando los pueblos de la tierra oigan esto,
dirán a los israelitas: Queremos ir con vosotros, queremos ir con vosotros en su busca. Pero
los israelitas le responderán: No tenéis ninguna parte con nosotros. Mi amado es para mí y
yo para él.»
Estos mismos sentimientos debió de haber tenido Pablo en su calidad de judío. ¡Qué
camino el recorrido hasta llegar al momento en que la igualdad de los gentiles con los
judíos constituía la alegría de su corazón! De milagro podríamos calificar este cambio. Sin
duda, Dios infundió en su instrumento escogido, juntamente con la vocación al apostolado
con los gentiles, una desbordante alegría en su corazón. La alegría agradecida, que a
nosotros nos puede parecer tan inconcebible, es la medida de este amor. Es como una
encarnación del amor de Dios mismo a los paganos, o mejor: sólo puede ser el mismo
Jesucristo, que en Pablo, su instrumento, ama a estos gentiles. Pablo había escrito una
vez: «Dios me es testigo de cuantos deseos tengo de estar con vosotros en las entrañas de
Cristo Jesús» (Fil 1,8). Esto, correctamente traducido, equivaldría a «en el corazón de
Jesús», o sin metáfora: «en el amor de Cristo Jesús». Así se explica que este texto de la
carta a los Efesios se utilice en la fiesta litúrgica del corazón de Jesús. Concretamente para
nosotros significa que se trata de una gracia, por la que debemos esforzarnos y que, una
vez que apunta tímidamente, la debemos cultivar: el amor al mundo pagano, que todavía no
sabe nada de la riqueza de Cristo. ¡Y ojalá este amor procediera también de un intimo
agradecimiento por estar ya nosotros en posesión de él!
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VI. ORACIÓN DEL APÓSTOL POR LOS CREYENTES,


PARA QUE ALCANCEN LA PLENITUD DEL CONOCIMIENTO (3/14-19).
Con un solemne «por este motivo» reanuda Pablo la fórmula de transición de 3,1. Ya allí
había querido hablar de su oración por el conocimiento de los creyentes. Pero se interpuso
la larga interrupción sobre su participación en el «misterio de Cristo» con vistas al mundo
pagano. Por muy grande que sea lo que Pablo ha realizado hasta ahora, no basta con una
simple exposición; aquí se requiere mucho más que la mera inteligencia. Para salir al
encuentro de este misterio de Dios no hay más remedio que recurrir al Espíritu y a la gracia
de Dios. Por eso el Apóstol ora, sin acudir a la intercesión, de suerte que se tiene la
impresión de que, al lado de su predicación, ve también en esta intercesión orante una
tarea que también le es propia.

14 Por este motivo, hinco mis rodillas ante el Padre del cual 15 toda paternidad
en los cielos y en la tierra toma su nombre, 16 para que os conceda, según la
riqueza de su gloria, que se robustezca poderosamente en vosotros el hombre
interior, por la acción de su Espíritu; 17 que Cristo habite, mediante la fe, en
vuestros corazones, y estéis arraigados y cimentados en el amor, 18 para que
podáis corresponder con todos los santos, cuál sea la anchura y longitud, la
altura y la profundidad, 19 y conocer el amor de Cristo, que excede todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.

El comienzo es solemne: «Por este motivo, hinco mis rodillas... » Esto para Pablo y para
cualquier judío era inusitado, puesto que el israelita oraba de pie a su Dios. Debe haber
aquí una intención más profunda que el simple orar, para que Pablo adopte espiritualmente
esta postura de postración.

1. EL PADRE DE TODOS (3,14-15).

Pablo se dirige al «Padre del cual toda paternidad en los cielos y en la tierra toma su
nombre». En último término, es completamente seguro que aquí se menciona a Dios como
origen de toda otra «paternidad», como Padre por antonomasia. Pero la palabra griega
utilizada en el Nuevo Testamento no significa paternidad en abstracto, como equivalente a
la cualidad de padre, sino en concreto, como referido a una pluralidad de seres
procedentes de un padre común. Por tanto, «paternidad» significa aquí familia, tribu,
pueblo, o sea cualquier comunidad natural de hombres. Una acepción parecida hay que
darle en el mundo de los espíritus con sus múltiples jerarquías. Estas «paternidades o
familias» de espíritus «en los cielos» se nombran aquí primero, como réplica al falso culto
de los ángeles, que amenazaba a la pureza de la fe de los lectores. Dios es el Padre a
quien debe referirse también el origen de toda familia celestial.
Pero también las familias de la tierra, pueblos y naciones, todos tienen en Dios el único
Padre, no sólo el pueblo escogido. Y Dios se ha mostrado como Padre de los pueblos
precisamente porque ha llamado a estos pueblos (en lenguaje judío, los gentiles) a la
salvación en Jesucristo. Esta idea aflora también cuando Pablo se dirige en su oración al
Padre, del que toda familia en el cielo y en la tierra «toma su nombre», o sea -atendiendo a
la expresión semítica- su existencia concreta.
Finalmente se habla aquí otra vez del Dios Creador, como en 3,9. No hay por qué
recriminar nada al Creador del mundo y a la obra de la creación: es el mismo Dios el que ha
creado al mundo y lo ha redimido en Jesucristo.
2. PRESUPUESTOS DEL CONOCIMIENTO PERFECTO (3,16-17).

«Para que os conceda según la riqueza de su gloria...» Otra vez aquí, como antes en
1,17, aparece esa llamada, llena de confianza, a la gloria de Dios. Es, como vimos ya, la
llamada a la riqueza de Dios, que, por su abundancia, tiende a comunicarse. Y, en
consecuencia, una llamada al Dios, que «santifica su nombre» precisamente porque, con
su ayuda y donación, se inclina a su pueblo, que, por su parte, lo glorifica por ello
agradecido.
«...que se robustezca poderosamente en vosotros el hombre interior, por la
acción de su Espíritu». ¿Qué es el «hombre interior»? En 2Cor 4,16 se opone
expresamente a «hombre exterior»: «Aun cuando nuestro hombre exterior (en el servicio
del evangelio) llegue a arruinarse, sin embargo, nuestro hombre interior se va renovando
progresivamente». Es el hombre nuevamente creado en el bautismo, el «hombre en
Cristo», que en lPe 3,4 se designa como «el hombre oculto en el fondo del corazón». Es la
obra del Espíritu, y así se comprende que el solicitado robustecimiento «del hombre
interior» sólo puede obtenerse «por la acción de su Espíritu».
Pero hay más: Pablo habla del «hombre interior», no como una realidad lograda, sino
como una meta hacia la que se va. El «hombre interior» es, en este caso, como un fruto de
madurez, la «edad plena de Cristo» (4,13), en cuanto que se va realizando en los
individuos. Este es el objetivo del «hombre nuevo», tal como ha sido querido por Dios: no
es precisamente el hombre fundamentalmente nuevo creado en el bautismo, sino el
«hombre nuevo», revestido «de la verdadera justicia y santidad» 16.
«...que Cristo habite, mediante la fe, en vuestros corazones». Los antiguos sabían muy
bien qué significa «habitar»; y los contemporáneos lo han vuelto a aprender. No es lo
mismo que «tener una casa», o sea pasar la vida en cualquier ambiente que lo resguarde a
uno. Habitar sólo se puede en un ambiente que sea adecuado al propio ser. Y tanto más
podrá uno habitar realmente -o sea, sentirse a gusto en casa-, cuanto mayor sea la
posibilidad de realizar los más pequeños detalles, si no como obra propia, al menos
pasados por una opción personal. Ahora bien, cuando Cristo va a ocupar una morada, lleva
consigo todo lo esencial y hace al hombre interior «cristiforme». Pero esta cristificación,
fundamental y esencial, tiene que llevarse a buen término, por parte del hombre, aunque
naturalmente con la acción del Espíritu y la fuerza del divino huésped. Esta reflexión pone
de manifiesto que el «habitar» puede tener grados, hasta alcanzar la meta de perfección, a
la que aquí se alude 17.
«...arraigados y cimentados en el amor». La doble expresión y la forma verbal del
perfecto (lo ya logrado) hacen pensar de nuevo en un estado de perfección, objeto de la
oración de Pablo: el estado perfecto en el amor, en el amor a toda costa y en toda la línea,
en el amor que es ese cimiento y tierra abonada, donde se puede uno mantener y desde
donde se puede crecer. Ambas imágenes, una de la construcción y otra de la agricultura,
no se corresponden mutuamente, pero Pablo tiene necesidad de ambas: de la tierra
abonada y fértil y del cimiento inconmovible.
...............
16. 4,24; cf. Col 3,9s. Esta significación se confirma por la inesperada forma temporal griega de «robustecer»
(aoristo), que no se refiere a un acontecimiento durable, sino a una acción singular, como es sencillamente la
consecución de un objetivo.
17. Otra vez aquí sorprende la forma verbal griega de un acontecimiento más bien instantáneo. Nos
hubiéramos visto tentados de traducir: «que Cristo tome residencia en vuestros corazones». Sin embargo, esto
ya les había acontecido a los destinatarios de la carta hace tiempo, desde el día de su bautismo. Pero la alusión
a una residencia permanente no está literalmente en la forma verbal. Así pues, lo único que nos queda es
pensar en una meta final de esta inhabitación y, por tanto, en una consumación de la fe, que produce esta
inhabitación.
...............

3. EL CONOCIMIENTO PERFECTO (3,18-l9).

Tres cosas, entre sí íntimamente conectadas, ha nombrado el Apóstol: robustecimiento


en el Espíritu, inhabitación de Cristo, perfección del amor. Pero ellas no son en sí mismas
el objeto de la oración, sino sólo el presupuesto de lo que directamente pretende el Apóstol:
«para que podáis comprender con todos los santos...» Así pues, el objetivo propio es el
conocimiento.
¿Pero no es esto una concesión a los lectores, en cuyos círculos el conocimiento, la
gnosis, lo es todo? Puede ser ciertamente una concesión, pero así son los caminos que
recorre la revelación y por los que lleva a sus mensajeros. Nuevas preguntas, dificultades
que surgen, aun doctrinas erróneas llevan a una nueva reflexión sobre el patrimonio
revelado, a una nueva comprensión, de suerte que se pueda hacer frente a justas
necesidades e incluso se aumente el mismo patrimonio, mientras dura el tiempo de la
revelación.
«...con todos los santos...» Es un conocimiento que por su misma naturaleza tiene que
ser compartido con otros, con todos los llamados los «santos». No se trata, pues, de una
doctrina secreta celosamente custodiada, que es tanto más preciosa cuanto más reducido
sea el círculo de los iniciados. Se trata de un conocimiento que fundamentalmente no se
prohíbe a nadie, y que es accesible al último de los cristianos (Col 1,28)..., destinado en
definitiva a transformarse en un coro jubiloso de todos los redimidos, en una alegría que, al
compartirse, se multiplica.

a) Objeto del conocimiento (3,18b-19a).

El objeto de este conocimiento es doble: primero -de forma para nosotros enigmática- «la
anchura y longitud, altura y profundidad», sin que se diga a qué o a quién pertenecen estas
dimensiones. Y después, en estrecha conexión con esta comprensión de las mencionadas
dimensiones, se añade: «y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento».
«La anchura y la longitud, la altura y la profundidad». ¿Qué es esto que hay que
«comprender» y con lo que está en estrecha relación -en un plano superior- el
conocimiento del amor de Cristo? Algunos han puesto en pie de igualdad ambos objetos de
conocimiento, refiriendo las dimensiones al amor de Cristo. Pero esto hace violencia al
texto, que claramente los distingue. Otros han pensado en el universo, pero el conocimiento
del universo puede tener una significación soteriológica para los gnósticos, pero no para los
cristianos. ¿Será quizá como la comprensión total del plan de salvación? De ser así, ¿por
qué no se dice expresamente? ¿Quizá porque se considera una cosa obvia? No obstante,
lo que aparece es como si esta expresión fuera perfectamente conocida por el que escribe
y por los lectores, igual que la expresión contigua «el amor de Cristo».
Hemos de distinguir entre lo que Pablo quiere decir y la expresión metafórica con la que
lo dice. Según todo lo anterior, lo que Pablo quiere decir no puede ser otra cosa que el
«misterio de Cristo», y precisamente bajo aquella perspectiva que domina toda la perícopa
(2,1ss): no simplemente Cristo, sino Cristo para los gentiles.
Aunque la cuestión del origen de esa fórmula quede oscura, lo importante es que Pablo
debió de significar con ella lo que había escrito sobre la reconciliación de gentiles y judíos
en el único cuerpo de Cristo 18. Sería la comprensión total de esta obra de redención, la
que hallara su expresión en dicha fórmula. Realmente, ¿no tiene esta reconciliación con el
mundo pagano una «anchura», ya que abarca a todo el conjunto de las naciones? ¿No
tiene una «longitud», que se hunde en la eternidad, en la que estaba escondido en Dios
este plan (3,9)? ¿No tiene una «profundidad» sin fondo en la lejanía y abandono de Dios,
desde la que se salva la humanidad (2,1.2.11.12)? ¿No tiene una «altura», para la que
prepara a este conjunto de pueblos? «Por encima de todo principado y potestad», donde se
asienta Cristo, Señor del mundo, cabeza de la Iglesia (1,20-22).
Finalmente, si aquí se hace alusión a la obra unificadora de Cristo, tal como el Señor la
ha realizado en la cruz, se comprende fácilmente que el Apóstol, en estrecha conexión con
ello, hable del amor de Cristo. Precisamente en nuestra carta este «amor de Cristo»
aparece como el amor de la entrega de sí mismo por nosotros y por la Iglesia (5,2.25).
Así pues, comprender el «misterio de Cristo» en toda su grandeza es tanto como conocer
el amor de Cristo. El verbo «comprender» (3,18) se emplea en el sentido de poseer
íntimamente una cosa. Aquí se hace equivalente de «conocer». Pero esta palabra
«conocer», como vimos, dice a los semitas mucho más que a nosotros. Conocer, para ellos,
no se refiere sólo a aquella zona superior de nuestro ser que llamamos inteligencia.
Conocer es en el lenguaje de la Sagrada Escritura algo que compromete a todo el hombre y
lo penetra totalmente.
Finalmente, aquí se dice que este amor de Cristo «excede todo conocimiento»,
y no obstante el Apóstol ora para que tengamos de él conocimiento. Es lo mismo que si
dijera: el amor de Cristo sólo lo conoce el que, en la tentación de comprenderlo, se da
cuenta de que es incomprensible e insondable. Un objeto de creciente asombro, que nunca
se agotará a lo largo de una eternidad.
...............
18. Solamente podemos exponer algunas hipótesis para explicar cómo Pablo ha llegado a presentar
sencillamente este misterio como la «anchura y longitud, altura y profundidad». San Agustín explicó esta
fórmula
aplicándola a la cruz de Cristo. H. Schlier sospecha que hay que buscar las raíces de esta expresión por otro
camino. Así en las actas de san Andrés se habla de la «cruz que abarca todas las dimensiones y que une entre
sí al cielo y a la tierra como instrumento salvador del Altísimo». De aquí hay un paso a la presentación de
Cristo como el «hombre» que abarca al mundo entero en la cruz omnicomprensiva. La idea en sí es muy
aceptable, pero presenta el inconveniente de que en nuestra perícopa 2, 14-16 el pensamiento central propio se
refiere al cuerpo crucificado de Cristo que reúne en «un solo hombre nuevo» al mundo pagano y al mundo
judío y, además, que Cristo ha reconciliado en un solo cuerpo, por la cruz, con Dios a ambas partes de la
humanidad.
Pero, por muy antiguos que sean los testimonios aducidos para explicar nuestro texto, tienen que ser más
antiguos que el mismo Pablo, y la idea subyacente tendría que ser suficientemente conocida en aquellas
regiones de Asia Menor, cuando Pablo utilizaba una fórmula que podría ser comprendida sin más.
...............

b) Realización de este conocimiento (3,19b).

Este conocimiento del amor de Cristo tiene una finalidad: «que seáis llenos para toda la
plenitud de Dios». Así termina nuestro pasaje con un pensamiento de desconcertante
magnitud. La «plenitud de Dios», que reside en Cristo, tiene que penetrar en nosotros y
llenarnos 19, y esto precisamente porque el amor de Cristo nos penetra. ¿A qué viene todo
esto? Para hacernos de alguna manera comprensibles estas palabras, algunos han querido
ver en la «plenitud de Dios» la «plenitud de la edad de Cristo» (4,13), en cuanto se le ha
señalado por parte de Dios una medida determinada. ¿Pero es concebible que Pablo llame
a esto «toda la plenitud de Dios»? El pensamiento de la plena edad de Cristo puede
representar aquí cierto papel, pero propiamente aquél es un estado final, en el que toda la
plenitud de Dios, que habita en Cristo, se abre totalmente camino como plenitud de su
Iglesia (1,23). ¿Qué puede significar esto para los individuos?
Lo que aquí quiere decir es esto más o menos: cuando realmente nos percatamos de la
dimensión de la obra salvífica de Cristo, que abarca el mundo y la eternidad, y de Ia íntima
fuerza que la mueve -el amor de Cristo-, entonces comienza para nosotros la plenitud de
Dios.
El pensamiento ¿no se nos va, sin querer, a san Juan? «El que me ve a mí, ve al Padre»
(Jn 14,9). El logos encarnado es la revelación del Padre, y este Padre se revela en Cristo
como amor. Percatarse de este amor personal y divino, presente en nosotros por la
inhabitación de Cristo, es lo que se quiere decir con la expresión: «para que seáis llenos de
toda la plenitud de Dios». Y al precisarse más concretamente: «para toda la plenitud de
Dios», se quiere indicar el movimiento hacia un estado final perfecto. Pero ¿qué significa
este crecer y madurar, si ya en el portador de la plenitud de Dios -en Cristo-, y por él en
nosotros, habita sustancialmente esta plenitud?
Lo que se subraya es que esta plenitud penetre cada vez más viva y profundamente en
nuestra conciencia y se manifieste en una vida llena de Dios.
De todas formas, en esta perícopa quedan todavía muchas cosas oscuras. En estos
últimos versículos Pablo, planea a una altura que nos deja muy atrás, nos desconcierta y
nos causa asombro, pero al mismo tiempo nos llena de una profunda alegría al hacernos
creer confiadamente lo que no entendemos. No olvidemos que aquí habla el hombre de los
carismas extraordinarios, que le fueron comunicados abundantemente para la proclamación
del mensaje de salvación. Los carismas son como la anticipación del final de los tiempos.
¿Qué de particular tiene que Pablo parezca hablar de la actualidad y, sin embargo,
describa el estado perfecto, a cuyo encuentro camina esta actualidad? Él habla de lo que
posee; si no, se encerraría en su oración. Quiere a los suyos allí donde él está llevado por
el Espíritu.
...............
19. Cf. 1,19; 2,9.
...............

4. GLORIA A DlOS
(3/20-21).

20 A aquel que, por encima de todo, puede hacer mucho más de lo que
pedimos y concebimos, según el poder con que actúa en nosotros, 21 a él la
gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones de los siglos de
los siglos. Amén.

Con un himno de alabanza y de acción de gracias había empezado esta tercera parte de
nuestra carta, y con una solemne alabanza de Dios se termina. En doble gradación se hace
resaltar la fuerza de escuchar y atender que tiene Dios, infinita, superior a lo que
pudiéramos pedir o pensar. En parte porque el mismo Pablo queda anonadado por lo que
espera para sus fieles; y en parte quizá porque el Apóstol tiene conciencia de haber rezado
anteriormente de una forma casi paradójica, para obtener un conocimiento que no hay ni
puede haber: conocer lo «que excede todo conocimiento», un conocimiento que agota para
nosotros, por así decirlo, «toda la plenitud de Dios». Así se comprende que la capacidad
que atribuye a Dios de escucharnos y atender nuestra oración la describa no menos
infinita.
«...según el poder con que actúa en nosotros». Es como si dijera: «Por encima de todo lo
que podemos imaginar apoyados en la fuerza, que experimentamos actuando en nosotros».
Pero ¿no es demasiado atrevido este pensamiento? ¿No es quizá otra vez el carismático
Pablo el que aquí habla, usando el plural «nosotros» para referirse a sí mismo y a sus
propias experiencias? Sin embargo, lo más probable es que la expresión «según el poder»
se refiera a Dios, que «por encima de todo puede actuar» con aquella fuerza, que ya está
operando en nosotros.
De este poder (dynamis) se habló ya (3,16), y con ese motivo recordábamos que
dynamis en san Pablo debe entenderse de ordinario en el sentido de la vida de
resurrección bajo la acción del Espíritu. En 1,19 era el poder de Dios, que ha resucitado a
Cristo y que allí Pablo llamaba «su poder respecto a nosotros los que creemos». Y así
como en 2,7 se decía que Dios nos ha resucitado juntamente con Cristo, «para mostrar en
los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros»,
así ahora también aquí la actuación de su «poder» se presenta como motivo para la gloria
eterna de Dios: «A él la gloria... por todas las generaciones de los siglos de los siglos.
Amén».
Esta gloria a Dios se le da «en la Iglesia» y «en Cristo Jesús»; o sea, en la Iglesia, que
está «en Cristo Jesús» y a él le debe su «ser en Cristo». Ella debe ser para todas las
generaciones venideras la gloria de Dios -irradiada a este mundo, la bandera desplegada
para todos los pueblos a través de todos los siglos de la historia. ¡Qué comprensión de la
Iglesia y qué responsabilidad para todos sus miembros! Así se da un paso hacia la segunda
parte de nuestra carta, parte dedicada a exhortaciones prácticas derivadas de aquella
perspectiva.
(_MENSAJE/10.Págs. 81-106)

Parte segunda

VIVIR LA VERDAD
4,1-6,22

Según la costumbre paulina, a la parte doctrinal de sus cartas sigue una parte exhortativa.
Pablo llega a tratar todos los temas posibles, para exhortar o para precaver: la mentira, la
impureza, la avaricia, todas las «obras de las tinieblas». Esto vale para todos. Después se
dirige a cada uno de los estados de vida, y tiene una palabra de exhortación para el marido
y la mujer, para padres e hijos, para esclavos y amos. La exhortación del Apóstol es
variada,
como lo pueden ser los diversos modos de vida cristiana, aunque relativamente corta con
relación a cada uno de ellos.
I. CONSERVAR LA UNIDAD DEL ESPÍRITU
(4/01-06).

Es extraordinariamente revelador el hecho de que Pablo seleccione por anticipado una


parte de esta moral cristiana, para desarrollarla preferente e intensamente. Debe de ser
algo primordial para él en el campo moral. Es la unidad de los miembros en el cuerpo de
Cristo, la unidad de la Iglesia en el amor y la paz. Podemos, pues, suponer que a aquellas
Iglesias orientales amenazaba un peligro especial, que hacía tan urgente e importante su
petición, aun en medio de un desarrollo tan universal de la ética cristiana. Sin embargo, no
es necesario pensar así, si consideramos que para el Pablo de las cartas de la cautividad
esta petición formaba parte integrante de todo su pensamiento religioso y de su
preocupación pastoral; esto sólo, pues, justifica la prioridad de la apremiante petición. Por
conssiguiente, no queda más que penetrar en la urgencia del Apóstol y hacer nuestra su
petición.

1. Los PRESUPUESTOS: HUMILDAD Y MANSEDUMBRE (4,1-3).

...1 Así pues, yo, prisionero en el Señor, os exhorto a portaros de una manera
digna de la vocación a que habéis sido llamados, 2 con toda humildad y
mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros en amor 3
esforzándoos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.

«Así pues... » es también una expresión importante, porque representa la vinculación


entre dogma y vida, entre creer y obrar. No quiere decir otra cosa sino que la vida cristiana,
como Pablo la va a describir a continuación, no es más que una consecuencia que resulta
naturalmente de lo que en la primera parte se desarrolló sobre la bendición gratuita de
Dios, el misterio de Cristo, y el ser íntimo y divinizado del cristiano. La existencia cristiana
es una vida divinizada, y la vida tiende a «vivirse». La realidad cristiana es una fuerza, y
esta fuerza tiene que desarrollarse. La realidad cristiana es una llamada de Dios, y esta
llamada exige una respuesta que sea digna de tal llamada.
«Os exhorto». Lástima que en castellano no tengamos una palabra que pueda abarcar
todo el significado de la expresión paulina parakaleo. El verbo significa «exhortar», pero
también pedir, instar, conjurar e incluso consolar. Detrás de esta palabra (en boca del
Apóstol) se oculta, como una fuerza impulsiva, un sentido de elevada autoridad, pero
también de preocupación, de amor, de comprensión, en una palabra, todo el corazón de
san Pablo.
Y a corazones creyentes sigue hablando el Apóstol. De aquí la expresión: «yo, el
prisionero en el Señor». Estas ataduras del Apóstol, que soporta por Cristo la impotencia
del preso, la angustia del encarcelamiento, desde donde escribe, todo esto debe abrir los
corazones y despertar la disponibilidad, incluso para el sacrificio. Que sepan bien que
Pablo lleva estas cadenas por su predicación a los paganos, por ellos concretamente.
«...portaros de una manera digna de la vocación a que habéis sido llamados». Esta
llamada obtiene su grandeza comprometedora de parte del que llama, y del objetivo al que
llama. Para Pablo, sobre todo en nuestra carta, llamada y esperanza van siempre juntas (cf.
1,18; 4,4). Así pues, Pablo pide que se camine de una manera digna de la esperanza, que
debe ser el punto de partida y la meta de un cristiano; la gran esperanza que se basa en la
elección por el Padre (1,4), en la redención por el Hijo (1,7), y que el Espíritu Santo
garantiza en nuestros corazones (1,14).
¿En qué consiste para Pablo una vida «digna de la vocación»? En todo lo que viene a
continuación, pero en primer lugar en la humildad, la mansedumbre, la paciencia, el perdón
y la tolerancia recíproca con vistas al logro de un alto objetivo: conservar en paz «la unidad
del Espíritu». Después de todo lo dicho sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, significa
esto conservar la unidad operada por el Espíritu Santo en el único cuerpo de Cristo. Se
trata de «conservar», porque existe ya previamente como obra del Espíritu. El cristiano
tropieza con ella y comprende que su tarea es no estropear esta continua actuación divina,
sino conservar celosamente la obra de Dios.
El camino para ello lo describe san Pablo como una vida, propiamente «acompañada» de
«toda humildad y mansedumbre». «Toda» quiere decir que no es una humildad ocasional,
dependiente del gusto o de la circunstancia, sino una humildad en toda la linea, en todas
sus formas, en todas sus manifestaciones, una humildad procedente de una íntima actitud
espiritual y de una vivencia profunda.
¿Qué significa humildad? Es la actitud del hombre, que se inclina a lo bajo,
insignificantemente pequeño, a lo que los demás sin razón desprecian y evitan, pero sobre
todo al servicio. La humildad es también la renuncia consciente a todo cuanto de ser
grande e importante a los ojos de los hombres, al honor, a las apariencias, a la importancia,
al poder; humildad es asimismo el esfuerzo hacia lo contrario, el buscar la ocultación y la
vida despreciada. Es la muerte del yo natural, que desde nuestros primeros padres quiere
vivir cada vez más a su antojo. Queda todavía en nuestra sangre de hijos de Adán aquel
seductor «seréis como Dios». Lo que significa la humildad, cuyo prototipo son los
«sentimientos de Jesucristo», se puede ver en la carta a los Filipenses, 2,5-8: Cristo no
consideró que debía retener como presa el ser igual a Dios, sino se humilló y despojó hasta
tomar forma de esclavo y llegar a una muerte de cruz. Esto, por otra parte, era una
auténtica búsqueda de lo profundo.
Íntimamente ligada con la humildad está la mansedumbre. Esa suavidad de ánimo que
renuncia conscientemente a la utilización de la violencia y de la dureza, que a los golpes
recibidos no responde con otros golpes, que sabe ceder en todas las pequeñas naderías
de la vida común, porque sabe que hay algo más grande que el amor propio. La
mansedumbre, sobre la que recayó una bienaventuranza del Señor (Mt 5,5) y juntamente
con la humildad forma una de sus más propias características (Mt 11,29).
«...la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz». Aunque la palabra «paz» en nuestro
contexto social suena algo así como el final de una lucha o discordia, sin embargo aquí san
Pablo se refiere a un concepto más pleno: la paz de Dios, que es «el Dios de la paz» (Rom
15,33), en Cristo, que es «nuestra paz» (Ef 2,14-17), por el Espíritu Santo, entre cuyos
«frutos» enumera la «paz» (Gál 5,22). Así pues, para Pablo la «paz» es un don de Dios que
nos recuerda al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Y en esta exhortación a la paz tenemos
de nuevo la reciprocidad, típicamente paulina, entre la actuación de Dios y el obrar
humano.

2. EL FUNDAMENTO (4,4-6).

4 Un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también fuisteis llamados a una
sola esperanza, la de vuestra vocación. 5 Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo. 6 Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa a través
de todos y habita en todos.

Su interés por la unidad del Espíritu lo amplía aquí Pablo con una grandiosa y
ascendente plenitud retórica de pensamientos muy movidos. En tres escalas tripartitas
coloca Pablo su idea sobre la unidad del cuerpo en el Espíritu, pasando por la unidad del
Kyrios, hasta llegar a la unidad de Dios.
Ya sabemos que este cuerpo de Cristo es la Iglesia 20, que se nombra aquí en primer
lugar, aun antes que el Espíritu, sencillamente porque se trata de su conservación. Quizá
también porque la alusión a un organismo vivo pone al descubierto el contrasentido de todo
aquello que puede actuar en este cuerpo para herirlo, desgarrarlo o matarlo.

«...un Espíritu», que es como el alma de este cuerpo, lo crea propiamente como esencia
viva y lo mantiene en cohesión como fuente de vida, principio constructivo de la residencia
de Dios (2,22). Es un espíritu personal, al que no se puede contristar (4,30). Es el Espíritu,
que es la garantía de nuestra esperanza «prenda de nuestra herencia» (1,14). Esta es
quizá la causa por la que Pablo no sigue inmediatamente así: «una esperanza», sino que
vincula esta esperanza al Espíritu Santo: «fuisteis llamados a una sola esperanza, la de
vuestra vocación». No guardar la unidad del Espíritu es lo mismo que pecar contra la
realidad en que el cristiano debe vivir, contra el único cuerpo, contra el único Espíritu y
contra la gran esperanza.
«Jesucristo es el Señor». Esta era para los primeros creyentes la jubilosa confesión que
los convertía en cristianos.
A ello se refiere lo que san Pablo escribe a los filipenses: «Por lo cual Dios... le concedió
un nombre que está sobre todo nombre, para que... toda lengua confiese que... Jesucristo
es el Señor» (2,9-11). Él es nuestro Señor, la cabeza, cuyos miembros hemos llegado a ser
nosotros por «una sola fe»; «es don de Dios» (2,8) y por «un solo bautismo», en el que
hemos recibido el sello divino del Espíritu Santo (1,13)... y hemos sido incorporados a la
muerte y resurrección de Cristo (2,5.6)..., adheridos conjuntamente a un solo cuerpo (lCor
12,13) y hechos «uno» (Gál 3,28) en Cristo Jesús, todos nosotros. ¿Cómo, pues, un
desprecio de esta unidad no iba a ser un pecado contra ella, de la misma categoría que no
creer en «un solo Señor» y en «un solo bautismo»?
Lo último en la escala ascendente y lo primero en la jerarquía de origen es el Padre. No
se le nombra aquí, en comunidad trinitaria, con el «único Señor» y con el «único Espíritu».
Está solo, en su imponente altura y majestad. Por el contrario, el eco trinitario, que tampoco
falta aquí, divide solamente las formas de su actuación. Literalmente dice: «Un Dios y
Padre de todos, el sobre todos y por todos y en todos». En el texto original no se puede
distinguir si es «todos» o «todo»; pero, tratándose de la unidad de los creyentes, habría
que pensar preferentemente en «todos».
«Un solo Dios» no se refiere aquí primariamente a Dios en contraposición a los otros
dioses, sino más bien a la fuerza unificadora que realiza esta unidad de Dios. Pero ahora
entra aquí el nombre de Padre, que pone en la unidad de Dios como vínculo unificador la
nota cálida de lo personal, de la relación vital de un Padre con sus muchos hijos. Y se trata
de este Padre que ama a todos, cuando completamos el texto original así: reina «sobre
todos», dominando, vigilando, cuidando. Actúa «a través de todos»: ninguno de sus hijos
vive para sí, todos están de alguna manera al servicio de su amor paternal, en calidad de
instrumentos suyos. Y finalmente: habita «en todos». Nuestro amor al prójimo recae en él,
se vuelve a encontrar en él, de la misma manera que partió de él, «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5).
Aquí encuentra su última causa el interés por conservar la unidad del Espíritu; causa que
igualmente comprende, como último motivo, todo lo anterior; pues la inhabitación de Dios
«en todos» se realiza felizmente ahora en Cristo, el único Señor, y por el único Espíritu
Santo.
...............
20. 1.t3; cf. 4,12ss; 5,23.30.
......................................

II. CRISTO EN LA CONSTRUCCIÓN DE SU CUERPO (4,7-16)


Ahora el pensamiento conduce a una tarea, que va más allá de la mera conservación de
la unidad del Espíritu (v. 3). Se trata de la contribución activa que cada miembro está
llamado a prestar para la construcción del cuerpo de Cristo, según los diversos dones con
que cada cual ha sido dotado por Cristo.

1. CRISTO, DADOR DE TODOS LOS DONES DE LA GRACIA (4,7-12).

a) Para esto ha recibido el señorío


(4/07-10).

7 Y a cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de


Cristo. 8 Por eso dice: «Subiendo a la altura, llevó consigo cautivos, y dio dones
a los hombres». 9 Lo de que «subió», ¿qué es sino que bajó primero a las
regiones inferiores de la tierra? 10 El que bajó es el mismo que subió por encima
de todos los cielos, para llenarlo todo.

Aparentemente, san Pablo desarrolla aquí un argumento sacado de la Sagrada Escritura,


para demostrar que Cristo es el dador de los dones celestiales. Aparentemente sólo,
porque en realidad ni es el texto correcto de la Sagrada Escritura, el que cita, ni es tampoco
un argumento lógicamente válido el que utiliza para ello. Quizá sería bueno tomar también
este pasaje por una «encarnación de la palabra de Dios». No podemos atribuir a Pablo el
módulo de nuestros actuales «argumentos bíblicos». Pablo pertenecía a la escuela de los
rabinos. ¿Qué de extraño iba a tener que esta manera de utilizar la Escritura ejerciera un
influjo en el pensamiento bíblico del Apóstol? En el texto original del citado pasaje de los
salmos falta precisamente aquello en lo que Pablo se apoya. No se dice: «dio dones a los
hombres», sino al contrario: «ha recibido dones entre los hombres (o quizá: a los hombres
como dones)». Pablo no parece aquí atenerse al propio texto de la Escritura, sino a una
interpretación rabínica, que entendía estas palabras del salmo como aplicadas a Moisés,
que subió al Sinaí, recibió la ley y la llevó como un don a los hijos de los hombres. Aquí
tenemos también una interpretación, válida para nosotros, según la cual el que subió a la
altura ha dado dones a los hombres.
A continuación Pablo intenta mostrar que el «bajado» del cielo sólo puede ser el que ha
bajado del cielo a esta tierra, Jesucristo. Pero un «subir» presupone un «bajar» solamente
cuando se entiende previamente del Redentor ascendido a los cielos. Si esto no se
presupone, ¿qué se habrá demostrado? Pero no olvidemos que no podemos usar como
módulo nuestra mentalidad, cuando se trata de una especulación rabínica con un texto de
la Escritura. Es muy dudoso hasta qué punto estas reflexiones pudieran «probar»
realmente, en nuestro sentido de la palabra. Un condiscípulo de Pablo no hubiera tenido
que oponer ni el más pequeño reparo a esta manera de pensar y de utilizar la Escritura. A
pesar de todo, Pablo, aun como instrumento de la inspiración divina, sigue siendo un
escritor de su tiempo, no en lo que tiene que enseñar, sino en la manera como lo expone.
La subida se describe como realizada «por encima de todos los cielos, para llenarlo
todo». En nuestra carta (junto con la dirigida a los Colosenses) se insiste en la primacía
decisiva de Cristo no solamente en la Iglesia y en el plan de salvación, sino en el ámbito de
toda la creación. Por eso Pablo subraya también aquí este «por encima de todos los
cielos», como si fuera un anticipo gráfico de la idea de que Cristo puede realmente
«llenarlo
todo». Acordémonos de 1,10 y en este contexto más aún de 1,21s, donde Pablo había
descrito la elevación de Cristo con colores tan vivos y había escrito a continuación: «y lo
puso todo debajo de sus pies», para terminar al final con este pensamiento: «y a él lo dio
como cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia».
Estos dos pensamientos, aparentemente tan diferentes -la soberanía de Cristo sobre
toda la creación y su actuación salvadora como cabeza de su Iglesia-, estos dos círculos de
pensamiento están para Pablo tan cerca uno de otro, que se exigen mutuamente y se
compenetran. La explicación de esta mutua interdependencia es la siguiente: para Pablo la
soberanía de Cristo sobre todas las cosas se llevará a cabo solamente por el hecho de que
el mismo Cristo llena a su Iglesia. La elevación de Cristo es, en primer lugar, como una
mera exigencia soberana. Esta exigencia se realiza empezando por el pequeño espacio de
la Iglesia, que es la «plenitud» de Cristo (1,23); pero en esta Iglesia y a través de ella la
plenitud de Cristo tiene que extenderse al conjunto de la creación. Este es el fin, la plenitud
de su reinado ilimitado, jubilosamente reconocido. Este es el reino, del que se dice: «Y
cuando se le hayan sometido todas las cosas, entonces el mismo Hijo también se someterá
al que se lo sometió todo; y así Dios lo será todo en todo» (ICor 15,28). Este es el reino, por
cuya llegada rezamos en el padrenuestro.
Maravillosa perspectiva la de una Iglesia cósmica que abarca todo el universo. Pero este
universo ¿no es solamente, según la visión cósmica de la Biblia, el «mundo» de esta
humanidad? Puede serlo, sin duda. Pero en la era en que el hombre penetra en las
profundidades del átomo y alcanza la ciencia de las lejanías, que se cuentan a millones de
años luz; en la era en que el hombre realiza la empresa gigantesca no sólo de conocer, sino
de alcanzar corporalmente el ámbito planetario, literalmente el mundo de las estrellas; en
esta era, en cuyo amanecer estamos, creo que por lo menos podemos sospechar qué
puede suponer esto para una humanidad, que debe convertirse en «Iglesia». Esta
humanidad, en efecto, podrá de una vez llevárselo todo consigo -átomo y mundo estelar-
para uncirlo a la soberanía de Dios, donde Dios lo es todo en todo.
Quién sabe si Pablo, sin sospecharlo, nos ha hablado a nosotros los hombres de la era
del átomo y de la navegación espacial, al presentarnos tan íntimamente conectados estos
dos pensamientos: «Cristo, soberano del universo» y «Cristo, cabeza y plenitud de su
Iglesia».

b) Para la construcción de su cuerpo envía ministros y portadores de dones


(4/11-13).

Después del paréntesis 4,8-10 se reanuda la idea fundamental de 4,7, detallándose la


plenitud de los dones:
11 Y él dio, por una parte, los apóstoles: por otra, los profetas; por otra, los
evangelistas; por otra, los pastores y 12 para la organización de los santos en
orden a la obra del ministerio, la edificación del cuerpo de Cristo; 13 hasta que
todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la
madurez de hombre perfecto, la mayoría de edad de la plenitud de Cristo.

Aquí hay dos cosas que chocan un poco. Primeramente el hecho de que como dones no
aparecen aquí, como se hubiera podido esperar según 4,7, las diversas gracias, que a
cada uno se le distribuyen, sino los portadores de dones: apóstoles, oradores inspirados (=
«profetas»), misioneros (= «evangelistas»), pastores y doctores, como si todo el hombre
fuera un puro servicio y, por lo tanto, un puro don. En segundo lugar, según aquella
expresión «a cada uno de nosotros» (v. 7) se hubiera esperado que se trataba de todos los
miembros del cuerpo de Cristo. Pero ahora aquí aparecen solamente los que en la Iglesia
se llaman autoridades. Ellos son en primer lugar los «dones» del Cristo resucitado. En
primer lugar, pues en seguida reaparecen todos, ya que estos servicios fundamentales han
sido donados para «la organización de los santos en orden a la obra del ministerio, la
edificación del cuerpo de Cristo» 21.
Y así tenemos ambas cosas: la clara división entre los que tienen cargo y dignidad en la
Iglesia -ya sea por encargo ordinario o por donación extraordinaria-, y aquellos para los
cuales existen esos dones del ministerio: la Iglesia «discente», la gran masa de los
«santos». Pero no es el individuo en sí el que es objeto de este «cuidado pastoral», sino
que este mismo individuo por su parte debe también contribuir a la construcción del cuerpo
de Cristo: habilitarlo para que en la Iglesia haya ministerios y servicios. Ellos preparan al
miembro pleno de Cristo «para la obra del ministerio», para una actuación, y esta actuación
es una continua construcción. Todo crecimiento en la gracia, en llevar la cruz, en el trabajo
y en la oración, es construir; todo esfuerzo por la perfección es construir, y así debe ser
considerado desde una perspectiva total. Toda formación del ambiente es construir. ¡Qué
diferente, no obstante, entre sí cada una de estas posibilidades de la vida humana!
«Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios».
Aquí surgen dos preguntas: 1ª. ¿Qué se entiende por «todos»? Si se refiere a todos
nosotros los creyentes, entonces no se podría pensar en un crecimiento hacia fuera. ¿O
«todos» comprende a los creyentes y a los que han de serlo? 2ª. ¿Qué se quiere decir con
«la unidad de la fe» y «el conocimiento del Hijo de Dios» como un estado final que hay que
alcanzar («hasta que..»)?
Con la «unidad de la fe» hay que lograr el estado de «hombre perfecto», «la mayoría de
edad de la plenitud de Cristo». Y esto, según se detalla en 1,14, tendrá como consecuencia
la firmeza en medio de un mundo lleno de tentaciones; pero, por otra parte, no tiene nada
que ver con el crecimiento exterior de la Iglesia. La firmeza sólo puede ser la consecuencia
de una profunda vida de fe. A esto se refiere también la «unidad en la fe», que constituye al
«hombre perfecto» y encamina a «la mayoría de edad de la plenitud de Cristo».
Pero ¿por qué Pablo llama a esta profundización en la fe «la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios»? Recordemos la «unidad del Espíritu», cuya conservación
con tanta insistencia recomendaba el Apóstol al principio de este capítulo (4,3). En este
caso la «unidad de la fe» no se referiría directamente a la igualdad en la fe, sino a la
comunidad, cada día más numerosa, de los creyentes; comunidad que, cuanto más íntima
es, más profunda es la fe y más vivo el conocimiento. Y precisamente se trata del
conocimiento del Hijo de Dios: conocer verdaderamente al Hijo de Dios es conocerse a sí
mismos como hijos en el Hijo, ser conscientes de nuestra común filiación divina y de la
consiguiente fraternidad que nos une a todos en Cristo Jesús: todos nosotros, por muchos
que seamos, somos «uno solo en Cristo Jesús» (Gál 3,28).
Esto ya lo somos por el bautismo, pero no en estado de «hombre perfecto», ni de la
«mayoría de edad de Cristo», que el mismo Cristo desarrollará en nosotros. Así se
corresponden mutuamente la «unidad de la fe», «ser uno» en una fe profunda, y el
«hombre perfecto», no la perfección del individuo, sino de la totalidad. Finalmente, «la
mayoría de edad de la plenitud de Cristo» es la Iglesia, que Cristo rige por completo.
...............
21. Este texto, atendiendo a la relación de las diversas proposiciones entre sí, puede entenderse de manera
que la tarea de construcción del cuerpo de Cristo esté asignada solamente a los poseedores de un
ministerio o de un don determinado. En este caso habría que leer: «dio apóstoles... para la organización de
los santos, (esto es) para la obra del ministerio servicio, (o sea) para la construcción del cuerpo de Cristo».
Pero si ya se trata de «organización», lo más obvio es entender el «para» siguiente como determinación de
este acoplamiento.
...............

2. FINALIDAD DE LOS DONES


(4/14-15)

a) Firmeza en medio de todas las tormentas (4,14).

... 14 para que ya no seamos niños, fluctuantes y llevados al retortero por


cualquier viento de doctrina, en las trampas de los hombres, en la astucia
ordenada de artificio del error.

Al ser nosotros miembros de una Iglesia, unidos por la fe y el conocimiento amoroso,


realmente penetrados por la plenitud de Cristo (con un saber verdaderamente
enriquecedor), hemos, sin duda, encontrado el lugar seguro, donde poder afianzarnos
inamovibles en medio de un mundo constantemente zarandeado hacia el error. Somos
hombres firmes, y no niños inestables, alocados y desatinados, a cualquier nueva corriente
del espíritu.
Pablo amontona aquí las imágenes para describir el lamentable estado de abandono de
una cristiandad todavía inmadura y no firmemente anclada en la vida comunitaria.
Cualquier soplo doctrinal pone en peligro la fe insegura. Aquí se alude en primer lugar a lo
que Pablo en la carta a los Colosenses indicaba como «filosofía, vano trampantojo según la
tradición de los hombres, según los elementos del mundo y no según Cristo» (Col 2,8). Son
las corrientes espirituales que se presentan bajo múltiples formas y cambian de apariencia;
que irrumpen en la Iglesia, embisten y embaucan a sus miembros, y en todo caso quieren
hacer «presa» en ellos (Col 2,8).
Para defenderse de estos ataques mediante una operación de calar hondo y anclar, hace
falta estar «arraigados y sobreedificados en el (Cristo) y asidos a la fe... prodigando la
acción de gracias», como dice Pablo a los colosenses cuando los previene contra los
peligros de esta sabiduría mundana y doctrina humana (2,7).
Pero todavía más negro pinta Pablo el ambiente espiritual en el que el cristiano tiene que
vivir. Se habla de «trampas de los hombres». Propiamente se trata del «juego de dados», o,
en general, de cualquier juego de azar, en el que con ligereza se hacen ofertas de gran
valor. Pero aquí se piensa más bien en una trampa, ya que se trata de la astucia y del error.
Ambas cosas tienen que ser consideradas: «juego» y «engaño». Aquella concepción de la
vida es como un juego, y el que la practica vive al menos al borde del fraude.
Pero tras de esto viene la «astucia». Etimológicamente esta palabra pudiera significar la
falta de escrúpulos, que predispone para todo. Pero el uso del término se reduce más
estrictamente al significado de «astucia». Esta astucia tiende a explotar el puro amor
humano a la verdad, abusando de formas emboscadas y disfrazadas.
Lúgubre es esta descripción. Nos recuerda al «padre de la mentira». En un peligro tan
universal, la Iglesia tiene que estar madura, firmemente constituida en sí misma, y cada uno
de sus miembros debe llenarse de la plenitud de Cristo. No en vano vuelve Pablo a hablar
de esta «plenitud». Sólo el hombre (aquí considerado como individuo) que logra esta
«plenitud» es el «hombre perfecto», el hombre «redondo» (la redondez era para los
antiguos la forma de la plenitud) en el que las corrientes y tempestades no hallan ningún
punto de apoyo.

b) Viviendo la verdad, llegar a ser cristiformes (4,15).

...15 sino que, viviendo según la verdad, en amor crezcamos, en todo aspecto,
con vistas a aquel que es la cabeza, Cristo.

La palabra aquí decisiva significa propiamente «ser verdadero» o «veraz», en el sentido


de «decir la verdad». Pero la verdad se puede decir no sólo con palabras, sino que se la
puede manifestar mucho más expresivamente y se la puede proclamar cuando se vive y se
realiza, poniéndola así al descubierto corporal y visiblemente (cf. Jn 3,21). Esto es lo que
aquí se significa al añadirse «en amor». Decir la verdad con los hechos, vivir el mensaje de
Cristo se dice con una sola palabra: «amar» (Jn 17-22s).
Pero quizá con esta alusión a la proclamación del evangelio (por amor vivido) nos
alejamos de lo que Pablo quiere aquí decir en primer lugar. Se trata, en efecto, de nuestro
crecer con vistas a Cristo. Y este crecer tiene que realizarse «en todo aspecto»; o sea, un
crecer que no deje atrás ningún rasgo de la semejanza con Cristo, y al mismo tiempo un
crecer, al cual todo puede y debe contribuir. El plural «crezcamos» se refiere primariamente
a la totalidad, al individuo sólo en cuanto es miembro de esta totalidad y en cuanto que
creciendo cumple su tarea especial e irrepetible. Quizá podemos decir: como individuo se
crece interiormente en Cristo, y como totalidad hacia la plenitud de Cristo;

3. CRISTO REALIZA EL CRECIMIENTO DE SU CUERPO


(4/16).

...16 del cual todo el cuerpo recibe unidad y cohesión a través de toda clase de
junturas de sostenimiento, según la fuerza y en la medida de cada miembro. Así,
Cristo realiza el crecimiento del cuerpo, para su propia edificación en amor.

Ahora Pablo, al final, subraya otra vez la idea de que Cristo, como cabeza, es la fuente
de todo crecimiento en la Iglesia. Cristo es aquel «del cual todo el cuerpo recibe unidad y
cohesión», pero no inmediatamente, sino a través de toda clase de junturas, articulaciones
y ligamentos. Lo que aquí se designa figuradamente como «junturas» o ligamentos
encuentra su aclaración en el genitivo que se añade: «junturas de sostenimiento» (esta
última palabra, originariamente significaba el dinero reunido para pagar los gastos del coro
en el teatro griego). Este sostenimiento recíproco de miembro a miembro es el modo con
que Cristo mantiene a su cuerpo en cohesión; Cristo realmente, aunque cada uno presta su
ayuda. Pero el individuo lo hace «según la fuerza y en la medida» de la gracia, que Cristo le
suministra para ello.
La adición «según la fuerza y en la medida de cada miembro» recuerda claramente 4,7 y
reanuda la idea allí desarrollada: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la
medida del don de Cristo». En ambos pasajes se habla de la diferente «medida» con que
cada una tiene que contribuir a la obra total.
Por esta alusión, para Pablo indudablemente importante, a 4,7, la perícopa se ha
alargado más de la cuenta, de suerte que involuntariamente cambia el sujeto: al principio el
sujeto era «todo el cuerpo», pero ahora es Cristo: Cristo «realiza el crecimiento del cuerpo
para su propia edificación en amor». Otra vez aparece aquí el amor en su singular postura,
solitaria y, a pesar de ello, abarcadora. Y lo que aquí queda claro es que en el fondo es el
amor de Cristo lo que opera en el amor recíproco de los miembros. Incluso vuelve a hacer
resaltar el Apóstol que precisamente el amor es la fuerza constructiva decisiva en el cuerpo
de Cristo; para ello vuelve de nuevo a la idea de 4,15: «viviendo en amor según la verdad,
crezcamos, en todo aspecto, con vistas a aquel que es la cabeza, Cristo.»
.............................

lII. VIDA CRISTIANA FRENTE A VIDA PAGANA


(4/17-24).

La parte parenética empezó con un apremiante ruego a guardar la unidad del Espíritu, y,
para fundamentar este ruego, se ha extendido hacia el trabajo de edificación en este único
cuerpo de Cristo. La longitud de este trozo -dieciséis versículos- demuestra que se trata de
una exigencia fundamental del Apóstol. Ahora, antes que Pablo pase a las exhortaciones
particulares, sigue una sección, que trata esencialmente de la situación y tarea del
cristiano, contraponiendo el actual estado cristiano al pasado pagano.

1. VIDA PAGANA (4,17-19).

17 Esto, pues, os digo, invocando el testimonio del Señor: que no os portéis ya


como se portan los paganos en la vacuidad de su pensamiento, 18 ya que están
entenebrecidos en su inteligencia y se han hecho ajenos a la vida de Dios, a
causa de la ignorancia que hay en ellos, a causa del endurecimiento de su
corazón; 19 los cuales, llegados ya a la insensibilidad, se entregaron al
libertinaje, hasta realizar con frenesí toda clase de impureza.

Por la partícula de conexión «pues», lo siguiente se pone también bajo la fuerza motriz de
las reflexiones anteriores: en tamaña tarea en la Iglesia y en el mundo -en la Iglesia para el
mundo-, tarea tan personalmente ligada a Cristo y a su obra, ¿cómo no habría elevadas
exigencias para la vida moral del que ha sido llamado a empresa tan grande? Ha sido, en
efecto, llamado, pero de un mundo y un modo de vida que, quizá durante decenas de años,
lo ha moldeado y, aun después del bautismo, sigue exigiendo, ofreciendo y tratando de
retener. Un pasado, que sigue seduciendo y atrayendo a la «nueva criatura», tanto más
cuando este pasado es todavía un presente vivo en todo el mundo que lo rodea. Nada tiene
de extraño que Pablo, usando fórmulas solemnes («invocando el testimonio del Señor»,
que es el que propiamente habla a través del Apóstol), exhorte a no vivir ya como viven los
paganos. ¡Exhortación indiscutiblemente necesaria! A continuación Pablo describe, corto y
claro, la vida pagana en sus lineas fundamentales y en sus principales realizaciones.
«En la vacuidad de su pensamiento». Esto en primer lugar. Siempre que se insiste en el
amor, el problema de la verdad sigue siendo decisivo. La capacidad de pensar se menciona
como un sentido que se ha dado a los hombres para que comprendan la verdad, la
realidad, de modo que, en su camino, esta realidad conocida les sirva de luz que dé norma
y dirección a su vida. ¿Qué es, pues, la «vanidad» del pensamiento? El hecho inevitable de
que toda esta capacidad de comprender caiga en el vacío, porque lo que intenta captar es
pura nada: un engaño, un espejismo. En este «mundo suyo» Dios no es ya principio, medio
ni fin, sino un puro ídolo, el propio yo.
Pero dejemos que el mismo Pablo complete estos rasgos generales. En la carta a los
Romanos aparece esta impresionante interpretación: «Retienen la verdad, cautiva en la
injusticia» (Rm 1,18). Por tanto, la raíz es su mala fe. Ellos podrían haber tenido una
ciencia
más perfecta, pero no han querido; por eso retienen a la verdad cautiva. «No tienen
excusa, puesto que, habiendo conocido a Dios, no le dieron la gloria ni el reconocimiento
que como a Dios le correspondían; sino que se entregaron a sus vanos razonamientos, y se
entenebreció su corazón (Rom 1,20-21).
Aquí tenemos, explicado claramente por el mismo Pablo, lo que en nuestro texto resume
brevemente. La última causa del desvío de la salvación es la mala voluntad que retiene la
verdad y se impone a la inteligencia prescribiéndole lo que tiene que pensar. Es una
operación a contrapelo, pues la inteligencia reconoce al Creador, sabe que le es deudora y
que, por tanto, le debe obediencia y acatamiento. Pero esto es lo que el hombre, que quiere
ser autosuficiente, no puede soportar. Y así resulta ese lamentable estado sin Dios y sin
verdad, en aquella vanidad del pensamiento.
Pero lo peor es que todo esto se convierte en costumbre. Cada vez se hace más fácil
tomar el engaño por verdad. La luz que hubo una vez, se ha apagado. Por eso sigue así la
descripción: «entenebrecidos en su inteligencia», y, como expresión equivalente: «ajenos a
la vida de Dios». La «vida de Dios» es aquí la existencia humana tal como ha sido planeada
y querida por el Creador: donada por Dios, llenada por Dios, dirigida a Dios. Esto es la
verdad. Sobre esto hemos sido construidos. Solamente así estamos «en casa».
Pero ahora se dice de los paganos que se «han hecho ajenos» a este hogar espiritual, lo
cual es mucho más, mucho peor que si sólo estuvieran lejos, separados. En la misma
lejanía se puede tener nostalgia del hogar, y esta nostalgia puede preparar el camino para
una vuelta. Pero estar «ajenos» de la «vida de Dios» como del propio hogar, esto es lo
terrible. Pablo añade todavía esto: «a causa de la ignorancia que hay en ellos». Ahora
realmente es ignorancia, y no es que no quieran saber nada de la verdad. Ignorancia, es
sencillamente tiniebla, pero el «endurecimiento de corazón» es como la muerte.
«...a causa del endurecimiento de su corazón» «Corazón» es todo el hombre en su
pensar, en su sentir, en su esforzarse. Ser sensible para toda llamada de lo bueno, lo
verdadero, lo bello, lo divino, lo hogareño, esto es tener un corazón «blando», como Dios
manda. Pero ahora ha perdido la sintonía con aquello precisamente para lo que
propiamente existe. Está vacío y, por tanto, hambriento, sediento, deseoso de llenarse,
pero no con lo que puede llenar a este corazón.
«...los cuales, llegados ya a insensibilidad, se entregaron al libertinaje, hasta realizar con
frenesí toda clase de impureza». De nuevo nos encontramos frente a la descripción
paralela de la carta a los Romanos. Allí es indudablemente Dios el que ha entregado a los
paganos a la «impureza» (1,24), a los vicios de su corazón. Pero más allá de la «impureza»
en sentido estricto sigue allí todo un catálogo de otros vicios (1,29ss). Todo esto detalla lo
que en nuestro pasaje se llama brevemente «realizar con frenesí toda clase de impureza»:
el correr desalado intentando llenar el vacío, sin poderlo conseguir.

2. VIDA CRISTIANA (4,20-24).

20 Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo; 21 Si es


que le habéis oído a él, y en él habéis sido adoctrinados, tal como es la verdad
en Jesús, 22 a saber: que, por lo que se refiere a vuestro anterior género de
vida, tenéis que despojaros del hombre viejo, que se va corrompiendo el ritmo de
las concupiscencias de la seducción, 23 para renovaros en el espíritu de vuestra
mente, 24 y revestiros del hombre nuevo, que ha sido creado a imagen de Dios
en justicia y santidad de la verdad.

a) Aprender a Cristo (4,20-21).

APRENDER-A-X: «Vosotros no es así como habéis aprendido a Cristo». Es una lástima


que a veces se intente suavizar la dureza de la frase, traduciendo más o menos así: «No es
eso lo que vosotros habéis aprendido de Cristo». En el texto original suena la frase no
menos sorprendentemente. ¿Y cómo se podría calificar el oír el mensaje, recibir la
instrucción catequística, con una expresión más pura y auténtica que esta de «aprender a
Cristo»? Esto presupone sin duda que lo que se predica es Cristo y nada más; que Cristo
en la instrucción catequística es la figura atrayente, en la que todo converge, y que a todo
lo demás consagra y da calor personal. Sólo una presentación así de la predicación y de la
catequesis podría encerrarse en la fórmula «aprender a Cristo».
Pero todavía hay un segundo nivel de profundidad en esta sorprendente formulación
paulina. «Aprender a Cristo» significa para Pablo aprender una conducta vital. Pero con
esto no quiere indicarse lo que ordinariamente se entiende por «imitación de Cristo», o sea
mirar a la figura de Cristo en los evangelios como un modelo que imitar. No, «aprender a
Cristo» para llegar a una conducta vital significa para Pablo, ante todo, comprender la obra
de Cristo, lo que Dios ha hecho por él en nosotros, el plan de Dios -tal como al principio de
la carta nos lo presentó y nos prepara para una eternidad «en él» y «por él». Este motivo
-Cristo- Pablo lo ha repetido quince veces en los once versículos del himno introductorio.
Esto es lo que quiere decir Pablo, cuando habla de «aprender a Cristo».
Ya hemos oído qué pide para sus fieles: «espíritu de sabiduría y de revelación» (1,17ss),
«ojos iluminados para que sepáis...» (1,18). Y ahora se habla otra vez de la grandeza de
nuestra esperanza, de la inconcebible virtualidad de la resurrección de Cristo y su
capacidad de obrar en nosotros los creyentes, de la soberanía y primacía de Cristo, que
como cabeza de la Iglesia, su cuerpo, la llena con toda su plenitud de la vida divina. Esto se
quiere decir con la expresión «aprender a Cristo». Y que de aquí se siguen consecuencias
para la conducta vital, queda claro ya por la estructura de la carta: primero la doctrina,
después la parenesis. Así pues, la expresión «aprender a Cristo» reproduce, con magnífica
brevedad, todo el cristocentrismo del mensaje paulino.
«Oír a Cristo». ¿Cristo como materia u objeto que se oye, porque de él se habla, o Cristo
como persona que se oye, de labios de quien se oye? Quizá aquí se intenten ambas cosas:
Cristo como objeto o materia de lo que se habla, y Cristo como sujeto que en la
proclamación es el que en definitiva habla a nuestra alma. Los protestantes han construido,
a este respecto, toda una «teología de la palabra», y la echan de menos entre nosotros. La
palabra de Dios es para ellos como algo sacramental. Así como es Cristo el que en el
bautismo bautiza y en la cena se hace presente, así también es él el que, a través de la
proclamación de la palabra -en la palabra del predicador, por ella y a través de ella- se
dirige a los hombres. Sin necesidad de hacer de ello una teología, hemos de reconocer que
el pensamiento es profundo y digno, capaz de llenarnos de temor y de sentido de
responsabilidad en la tarea de la predicación, trátese del que habla o del que escucha.
«En él habéis sido adoctrinados». En castellano decimos «ser adoctrinados en una
materia», pero no «en una persona». De nuevo nos encontramos ante una fórmula tan
sorprendente como la de «aprender a Cristo». Ser adoctrinados en Él equivale a moverse
familiarmente en todo lo que Cristo es y en todo lo que tiene que ver con Cristo, dominar
todo este espacio humanodivino y aprender a vivir de él.
En el texto original la expresión «en él» («adoctrinados en él») sólo se puede entender en
el sentido corriente de la expresión paulina «en Cristo»: por la virtud y la fuerza de Cristo,
aún más: por la conexión con él. Pero la oración es condicional: «si es que... en él
adoctrinados», o sea: si vuestro maestro habla «en Cristo», y vosotros habéis recibido la
palabra en vuestra calidad de hombres «en Cristo». Ambas cosas son necesarias para que
la verdad de la fe haya sido eficazmente recibida. Hace falta este parentesco espiritual
entre el que habla y el que escucha. Se requiere el órgano sobrenatural, para poder oir
«espiritualmente» (cf. lCor 2,13s).
Pero, en este asunto de la instrucción cristiana, ¿depende todo de la comprensión
subjetiva del que habla y del que escucha? Sigamos adelante. El «ser adoctrinados en él»
en su seguridad objetiva solo se garantiza si hacemos una ecuación entre «en Cristo» y
«en su Iglesia».
«...tal como es la verdad en Jesús». El fuerte subrayado sobre «él», «en él» suena como
si los destinatarios de la carta hubieran podido oír hablar de otro Cristo. Esta impresión se
confirma con esta expresión: «tal como es la verdad en Jesús». Contra toda la costumbre
se habla aquí de Jesús, y no de Jesucristo. Realmente parece una alusión a la perspectiva
gnóstica de los adversarios, para los que «Cristo» no se identifica sencillamente con Jesús
de Nazaret.
En la primera carta de san Juan tenemos explícitas las huellas de tales corrientes
gnósticas primitivas. Precisamente por ser escasos los conocimientos que poseemos de
esta gnosis, tenemos que recurrir a ciertas concepciones fundamentales de la gnosis
posterior, que podríamos resumir así: 1º. mientras más acusada es la enemiga hacia todo lo
material, más difícil es la iniciación en una sabiduría de la encarnación de Dios; 2º.
mientras
más se reduce la redención al conocimiento (gnosis), más difícil es de comprender la obra
redentora de Cristo a través de la muerte y de la resurrección; 3º. mientras más
inmediatamente se espera de Dios esta gnosis salvadora como iluminación personal,
menos se comprende la revelación del Hijo de Dios, acontecida en la carne histórica y en
un momento determinado. Y a medida que estas corrientes espirituales van dominando, se
comprende perfectamente que de la figura, rigurosamente histórica de Jesús de Nazaret
como redentor con su muerte expiatoria y su resurrección por la salud del mundo, surja
«una idea más o menos mitológica».
Este peligro lo reconoció san Juan y lo atacó muy agudamente. «¿Quién es el mentiroso,
sino el que niega que Jesús es el Cristo?» (IJn 2,22), o: «todo espíritu que confiesa a
Jesucristo como venido en carne, es de Dios...» (4,2). Con esto queda claro que ya el
cristianismo primitivo conocía ciertas direcciones, para las que el pensamiento en una
encarnación del Redentor («Cristo»), en el Jesús de Nazaret histórico, resultaba
desagradable y penoso.

b) Despojarse del hombre viejo (4,22).

«...que, por lo que se refiere a vuestro anterior género de vida, tenéis que
despojaros del hombre viejo». Es tan fundamentalmente nueva la vida cristiana, que Pablo
puede hablar, no ya de «despojarse» de este o aquel vicio, sino de todo el hombre viejo, y,
a su vez, de «ponerse» el «hombre nuevo».
Pero ¿no ha acontecido esto ya en el bautismo, según Pablo? «Todos los que por el
bautismo habéis sido incorporados a Cristo, os habéis revestido de Cristo» (/Ga/03/27).
Aquí tenemos una común expresión paulina, según la cual se presenta una cosa que tiene
que acontecer como si ya hubiera acontecido. En la carta a los Colosenses se encuentran
unidos ambos conceptos: «Dejad a un lado, también vosotros, la cólera, la animosidad...,
despojándoos del hombre viejo con sus acciones... y revistiéndoos del nuevo, que se
renueva... según la imagen del que lo creó». Y más adelante igualmente: «revestíos,
pues..., de entrañas de misericordia», lo cual se refiere a la conducta moral, que
corresponde al ser según la gracia (Col 3,8-12). Lo mismo en nuestro pasaje: lo que Dios
graciosamente ha grabado en nosotros de la vida divina -la imagen de su Hijo-, eso mismo
tiene que expresarse en la vida cristiana en forma de semejanza con «la imagen del Hijo de
Dios» (Rom 8,29). El ser tiende a la participación, la fuerza a realizarse, la vida a ser
vivida.
Este ser, esta fuerza, esta vida tienden a ir desarrollando la virtualidad de revestirse
realmente de aquel «hombre nuevo», del que ya inicialmente el cristiano se había
revestido.
El despojarse del hombre viejo -dice Pablo- no debería costar demasiado, ya que éste
lleva a la muerte y a la corrupción: el «hombre viejo, que se va corrompiendo al ritmo de
las concupiscencias de la seducción». Las concupiscencias son seductoras, porque parecen
prometer la plenitud de vida, pero realmente su promesa es un puro espejismo, ya que al
final desembocan en la muerte.

c) Revestirse del hombre nuevo (4,23-24).

«...para renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del hombre nuevo». Aquí
también como preámbulo para el revestirse del hombre nuevo se exige una renovación «en
el espíritu de vuestra mente» (= la facultad de pensar). Aquí hay mucha oscuridad. ¿Se
trata del Espíritu Santo? En este caso, ¿en qué sentido es el Espíritu de la mente? ¿Hay
que entender este genitivo como puramente explicativo? Entonces se trataría del mismo
pensar -de la mente-, pero en el lenguaje paulino el «espíritu» -el pneuma- siempre está
sometido al influjo del Espíritu Santo, y, por lo tanto, se trata de un pensar «cristiano», de
la mentalidad del creyente. Esta es la que tiene que renovarse constantemente, abriéndose al
influjo del Espíritu y dejándose captar por él.
Aquí no tenemos más que el reverso de lo que Pablo ha calificado de vida pagana: en
primer lugar la «vacuidad de su pensamiento». Esto es lo que constituye la vida pagana
como tal. Así pues, al sustituir esta vida por otra cristiana, debe verificarse una auténtica
inversión de mentalidad. En el lugar de la «vacuidad de su pensamiento» tiene que entrar
una mentalidad que contenga una realidad. Y como quiera que esta realidad es la misma
realidad de la fe, esta renovación de la mente sólo puede realizarse en el Espíritu.
Es alentador observar cómo Pablo es plenamente consciente de que
en la vida cristiana no se trata sólo de un impulso inicial, de una conversión de una vez
para siempre, sino que debemos perseverar en la decisión, en la constante vuelta hacia
Dios, y que, sobre todo, nuestra mentalidad de creyentes (como fuente de nuestro obrar)
necesita de una constante renovación. Esta es la raíz bíblica de la necesidad de la
meditación, de la familiaridad con la palabra de Dios, de la vida consciente en una
atmósfera espiritual. Aquí es donde se monta la guardia para mantener el derrotero de la
nave (que por sí solo no se mantiene), y tanto más firme tiene que estar la mano sobre el
timón, cuanto más fuertes son los vientos y más frecuentes las corrientes que combaten la
dirección emprendida (cf. 4,14).
Cuando ya está asegurado este fundamento de la mentalidad de la fe, se llega
propiamente a «revestirse del hombre nuevo». Todo esto requiere una nueva actitud; por
eso resulta raro que aquí no se emplee una forma verbal de duración y repetición (como
«renovarse»), sino una forma que expresa un acontecimiento único. Esto puede tener
conexión con la significación de la metáfora «vestirse», o sea una actividad transitoria,
cuya finalidad es el hombre «vestido»; lo que emerge es precisamente el resultado final.
H-NUEVO: El «hombre nuevo» es, en el lenguaje paulino, el hombre «en Cristo»,
«nuevamente creado en Cristo para las buenas obras» (2,10), «el hombre interior» (3,16),
cuya fuerza es el Espíritu de Dios, el hombre, en quien Cristo habita por la fe (3,17). Aquí
se describe como creado según Dios, o sea, con frase de la carta a los Colosenses:
«según la imagen de su Creador» (3,10). Pero quizá deberíamos entender el verbo «crear»
literalmente como «fundar», «fundamentar». De esta manera se perfila en nosotros la
semejanza de Dios en Cristo, para poderla realizar «en verdadera justicia y santidad», o
sea en aquella justicia y santidad que corresponde a la verdad, a una existencia derivada
de Dios.
................................

IV. LA NUEVA VIDA EN EL AMOR (4,25-5,2).


Ahora ya, después de haber dedicado dieciséis versículos a la unidad y construcción de
la Iglesia y ocho versículos a la diferencia fundamental entre el hombre pagano y el
cristiano, por primera vez se detiene Pablo en exhortaciones menudas, todas ellas dirigidas
más o menos al servicio del amor y contra todo lo que no fomenta el amor y la amistosa
convivencia.

1. Lo QUE NO HACE EL AMOR


(4/25-31).

Propiamente este título no es adecuado, ya que Pablo cada vez añade lo que
específicamente diferencia al amor.

a) El amor no miente (4,25).


25 Por lo cual, deshaciéndoos de la mentira, hablad verdad cada uno con su
prójimo, porque somos miembros unos de otros.

¿Por qué se le da a la veracidad el lugar preeminente? Se pudiera


creer que esto se debía a la última frase anterior: «en justicia y santidad de la verdad».
Pero que hay una motivación más profunda lo demuestra la exhortación paralela en la carta
a los Colosenses (3,8s). La expresión «no os mintáis mutuamente» está en su propio lugar.
No está simplemente en la línea de «cólera», «animosidad» y otras cosas; sino que la
exhortación a dejar la mentira se presenta como algo completamente nuevo y está
conectada con el despojarse del hombre viejo y el revestirse del hombre nuevo: No os
mintáis mutuamente: ¡os habéis revestido del hombre nuevo!
La mentira en los usos y costumbres debió estar muy extendida en el ambiente oriental
de la primitiva Iglesia. Pero el engaño, el fraude y la falsedad serán en todas partes el signo
de un tiempo y de una sociedad en que se ha perdido el sentido de la interdependencia de
los hombres, la conciencia de vivir y de existir los unos para los otros. Precisamente lo que
el cristianismo introducía como una motivación, insospechadamente profunda, en un
mundo individualista, era esto: no sólo sois iguales, no sólo sois hermanos: sois miembros
de un mismo cuerpo, el sagrado cuerpo de Cristo, que os aúna y os hace llegar a ser «uno».
Pero la mentira separa, introduce murallas, y con ello ofende no sólo al hermano, sino a
todo el conjunto y a Cristo, su cabeza.

b) El amor no se enoja (4,26-27).

26 Enojaos, pero no pequéis: el sol no se ponga sobre vuestra ira; 27 ni déis


lugar al diablo.

El mal humor persistente es peligroso. Se corroe a sí mismo y corroe todo lo que lo


rodea: todo le sirve de nueva nutrición. Así es como da lugar al diablo. Es como una
invitación hecha al diablo para que se valga de los cegados por la enemistad o incluso de
los perjudicados en su tranquila sensibilidad, para hacerlos servir a sus propósitos, que
siempre desembocan en la división y en la aniquilación. Este «no dar lugar al diablo»
encuentra su anverso y su posibilidad salvadora en aquella otra recomendación: «dad lugar
a la ira», o sea a Dios juez, y no os toméis la venganza por vuestras manos. «Mía es la
venganza, yo daré lo merecido, dice el Señor» (Rom 12,19). La justicia es patrimonio único
del Dios omnisciente. Si quieres ser justo, sé misericordioso.

c) El amor no roba (4,28).

28 El que roba, que ya no robe más; sino, por el contrario, que trabaje
haciendo el bien con sus propias manos, para que tenga algo que compartir con
el necesitado.

Uno se admira quizá de que con tanta naturalidad se acepten como miembros de la
comunidad ladrones, acostumbrados ya desde antes a vivir sin trabajar, y que, al hacerse
cristianos, acepten también considerar esto como inmoral. Esto es ciertamente
sorprendente, pero mucho más lo es la natural confianza con que Pablo le hace al ladrón
de antaño esta propuesta: no sólo no debe servir a nadie de carga (ITes 4,12), sino que
tiene que ganarse el sustento con sus propias manos (esto aquí no se dice expresamente),
tiene que producir «algo» -en el orden de la posesión e incluso de la prosperidad-; y esto,
no solo para que él lo pase bien, sino para poderlo compartir con los que están
necesitados. ¡Qué optimismo! ¿Cuántos hay entre nosotros -que nunca fueron ladrones-
que trabajen para esto?

d) El amor evita las palabras malas (4,29).

29 Todo lo que sea palabra mala no salga de vuestra boca, sino la buena, para
que pueda edificar la indigencia, y procure gracia a los que oyen.

Esto es una palabra buena la que construye, la que, aun de esa manera tan oculta como
se detalla en 4,16, constituye un «servicio», del que Cristo se vale para construir y hacer
crecer a su cuerpo. Cuando Pablo habla de la palabra «buena» y constructiva, como de
una gracia para los oyentes, debemos descubrir en ello estos dos pensamientos: una
gracia de miembro a miembro, pero que fluye del amor de Cristo. He aquí cómo una
palabra buena en el solo plano humano toma proporciones más amplias, con perspectiva
cristiana, en el espacio de lo sagrado y de lo divinamente grande.

e) El amor no contrista al Espíritu Santo (4,30).

30 Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, en el cual fuisteis sellados para el


día de la redención.

Este versículo irrumpe como un grito, que al mismo tiempo se


vincula con lo antecedente y con lo siguiente. El pensamiento es sorprendente: Pablo no
acude ya a la gran esperanza (1,14) -tema que tanto domina en nuestra carta-, ni siquiera a
la exhortación a «guardar la unidad del Espíritu en el vinculo de la paz» (4,3); sino que este
Espíritu de Dios -el sello de nuestra esperanza- se presenta aquí por primera vez y se
experimenta de una forma tan personal, que Pablo se atreve a rogar que no lo contristen,
que no le hagan daño. Esto es tan nuevo y tan sorprendente, si se recuerda la forma tan
instrumental como se había hablado de él hasta ahora. Es cierto que en estricta teología no
es correcto decir que el Espíritu de Dios recibe de nosotros gozo o dolor; pero Pablo no
piensa en esto. Él piensa y habla a la manera humana, el único lenguaje que a nosotros,
sobre todo a los simples cristianos, es asequible y comprensible. «Proporcionar alegría» o
«dar disgusto» a una persona que está cerca de nosotros, y a la que inevitablemente
tenemos que agradecerle mucho, es una de las más nobles motivaciones que pueden
imperar nuestra conducta.

f) El amor no da lugar a la maldad (4,31).

31 Apartad de vosotros toda acritud, animosidad, cólera, griterío e insulto,


juntamente con toda clase de maldad.

Lo que al Espíritu Santo aflige es precisamente lo que rompe la paz y daña a la alegría.
Todo esto pertenece al hombre viejo; que todavía no ha muerto del todo; al hombre que se
encastilla y se hunde en su propio yo. Se enumeran los sentimientos interiores: acritud,
animosidad, ira, y sus expresiones exteriores: griterío, insulto. Todo esto tiene una raíz, que
está en la maldad. De ahí la exhortación: «Apartad de vosotros... juntamente con toda clase
de maldad».

2. Lo QUE HACE EL AMOR (4,32-5,2).

En estas exhortaciones se ha tratado de lo que es contrario al amor. Ahora, por el


contrario, se habla sólo del amor y se desarrolla su misma esencia.

a) El amor es misericordioso y comprensivo


(4/32).

32 Sed, por el contrario, unos con otros, bondadosos, comprensivos,


perdonándoos mutuamente, como Dios os perdonó en Cristo.

De nuevo aparece el amor que soporta en primer plano, no


sólo porque en nuestro contexto representa el reverso de toda forma de enojo, sino porque
ésta es su misma esencia. El amor, según Pablo, tiene estos efectos: en 4,2s se ponen en
primer lugar la humildad, la mansedumbre, la paciencia y la mutua tolerancia. En el gran
himno del amor (lCor 13, 4-7), de las quince propiedades del amor que se enumeran, hay
ocho que expresamente se refieren a lo que el amor no hace («no tiene envidia, no
presume...»), y seis al amor que soporta («perdona sin límites, cree sin límites...»). Sed,
pues, solidarios en los bienes de la comprensión...
Antes que nada el perdón. ¡Cuánto cuesta al hombre este silencio, este perdón, este
olvido! Pablo pone como fundamento el perdón, que, por otra parte, cada cristiano lo ha
experimentado al recibirlo de Dios, un perdón que para él significa nada menos que
resurrección de entre los muertos (2,5). Un perdón, al que le debemos, juntamente con el
verdadero amor, la gran esperanza. Finalmente, un perdón, que, hablando humanamente,
no le ha costado poco a Dios, ya que nos ha enviado su gracia «en el Amado; en él
tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados» (1,6s). Por eso se
dice en nuestro versículo: «como Dios os perdonó en Cristo». Este pensamiento lo tenemos
muy cerca, porque el perdón de Dios lo experimentamos día tras día, y sabemos cuánta
necesidad de él tenemos, e incluso, instruidos por el mismo Jesús, lo pedimos en la oración
dominical. En el evangelio, el mismo Señor insistió, con harta frecuencia, en esta exigencia
primordial del perdón mutuo 23.
...............
23.Mt. 6,14s; 18,21-35.
(_MENSAJE/10.Págs. 107-141)

b) Perdonando, imitáis el amor de Dios y de Cristo


(5/01-02),

1 Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados: 2 y andad en amor, como
Cristo os amó y se entregó él mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios
en olor de suavidad.
Con nuestro perdón podemos imitar a aquel que nos ha perdonado: Dios. Y esto lo hemos
de hacer como hijos queridos. Efectivamente, mirar al padre para imitarlo es lo que
demuestra la buena calidad de hijo. Sin querer, nos acordamos del punto culminante del
sermón de la montaña: «Sed perfectos, como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48),
y, según Lucas, todavía más cerca de nuestro contexto: «Sed misericordiosos, como es
misericordioso vuestro padre» (Lc 6,36). Pero sobre todo esta concepción se expresa en el
mandamiento: amad a vuestros enemigos «para que os mostréis verdaderos hijos de
vuestro Padre del cielo» (Mt 5,44s).
Esta vida con la mirada puesta en el Padre es también la imitación de Cristo, en un
sentido que, por otra parte, practicaba también Jesús como Hijo en una forma singular:
«Nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no vea al Padre hacerlo; porque lo que éste
hace, eso igualmente hace también el Hijo» (Jn 5,19). Así el hombre Jesús vivía lo más
profundo de la «imitación de Dios», aunque en la Sagrada Escritura apenas se habla de
«imitación», sino más bien de «obediencia» y de cumplimiento de la voluntad paterna.
De la imitación del Dios perdonador se extiende la consideración a toda la anchura de la
vida cristiana, que de nuevo se designa con la palabra «amor» y se fundamenta en el
modelo de la entrega amorosa de Cristo. Que la expresión «en amor» realmente comprende
toda la anchura de la vida cristiana, se desprende del hecho patente de que esta fórmula es
frecuentísima a lo largo de la carta a los Efesios. No solamente se habla de «soportarse en
amor» (4,2), sino que se dice que la vida se vive «en amor» (5,15); ciertamente, el último
fundamento es Cristo mismo, que edifica su cuerpo «en amor» (4,16), en nuestro amor, en
cuanto que realmente actúa en amor recíproco de los creyentes y por éste. Siempre nos
tropezamos con el amor fraterno. Así hemos entendido al principio en el mismo sentido la
primera actitud y hemos visto que el fin próximo de nuestra elección es precisamente «que
seamos santos e inmaculados en amor» (1,4).
Prototipo de este amor es el amor del crucificado. Esto quiere decir que el amor es
sacrificio, servicio, entrega de sí mismo hasta la inmolación: en este sentido es modelo y
medida el sacrificio amoroso de Cristo: «Amaos unos a otros, como yo os he amado» (Jn
15,12). De aquí la consecuencia sencillamente contundente y de inmediata eficacia, que los
discípulos sacaron del amor: «Él ha dado su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar
nuestra vida por los hermanos» (IJn 3,16). No al azar usa Pablo para significar la muerte de
Cristo en la cruz expresiones tomadas de la terminología sacrificial del Antiguo
Testamento,
como «entrega», «sacrificio», «a Dios en olor de suavidad». Y así la marcha del
pensamiento en estos dos últimos versos se reduce a esto: la imitación de Dios es una
consecuencia natural de la imitaci6n de Cristo, y ésta para Pablo consiste no en esta o en
aquella virtud, sino en llevar hasta el fondo la perfecta repetición del sacrificio vital de
Cristo, y de ese otro sacrificio que día tras día se renueva en las manos del sacerdote y
que debe continuar en la vida de todos los que juntamente ofrecen y juntamente son
ofrecidos.
....................................

V. LA NUEVA VIDA EN PUREZA Y EN LUZ (5,3-14)

Pablo toma ahora un nuevo rumbo. Esta vez pone en el centro el vicio capital del
paganismo, la lujuria, y sigue con el tema en los próximos cinco versículos.
1. LAS OBRAS DE LAS TINIEBLAS Y SUS CONSECUENCIAS
(5/03-08).

a) Los vicios capitales (5,3-4).

3 Fornicación o cualquier clase de impureza o codicia ni siquiera se nombren


entre vosotros, como corresponde a santos; 4 lo mismo las groserías,
estupideces y bufonadas, cosas poco convenientes; sino más bien acción de
gracias.

Por «fornicación o cualquier clase de impureza» se entiende todo un sector humano que
puede afectar a la vida cristiana: desde el pecado de obra hasta la conversación frívola y la
concupiscencia interior, como se deduce del texto paralelo de la carta a los Colosenses:
«fornicación, impureza, pasión, deseo malo» (3,5). De nuevo aparece aquí la codicia al lado
de la impureza, como ordinariamente ocurre en san Pablo. En el citado texto de Colosenses
se continúa así: «y la sed de lucro, que es una idolatría». Esta condenación de la codicia
como culto idolátrico falta en nuestro texto, pero aparece inmediatamente (5,5), cuando
junto al «lujurioso» y al «impuro» está el «codicioso», «que es un idólatra». Debido a esta
estrecha vinculación conceptual entre fornicación y codicia, algunos han intentado ver, en
la palabra griega, algún vicio que tenga que ver con la vida sexual, uniendo ambos
conceptos en uno, como puede verse en 4,19; donde el término original que aquí
traducimos por «codicia», se tradujo por «frenesí». En ambos casos el Apóstol aplica el
término a expresar el deseo desmedido, ya de poseer riquezas, ya de gozar. Sin embargo,
para ser justos con el lenguaje propio del Apóstol, hay que dejar a cada vicio en lo que es:
la fornicación y la codicia; pero teniendo en cuenta que para Pablo lo decisivo entre ambos
es la codicia: codicia en el gozar o codicia en el tener. Ésta es la que esclaviza al hombre
de igual manera. El objeto de su codicia será su «dios» (Fil 3,19). Y si solamente es la
codicia la que se llama idolatría y no la fornicación, esto se debe a que el codicioso es más
dueño de sí mismo y realiza sus actos con más consciente reflexión e incluso con frialdad
de cálculo.
Estas tres cosas -fornicación, impureza, codicia- «ni siquiera se nombren entre vosotros».
El «ni siquiera» muestra claramente que el Apóstol tiene conciencia de lo exagerado de la
expresión. Por ello son lícitas las traducciones con un toque de exageración: «ni por
asomo...», «ni una sola vez deben ser oídas» o «...conocidas por su nombre». Deberá
entenderse que tales cosas no deben ocurrir nunca entre vosotros.
Como fundamento de esta exhortación añade simplemente: «como corresponde a
santos». Entre los cristianos surge una honda y viva conciencia de que el bautizado en
Cristo y sellado, como una propiedad sagrada, por el Espíritu Santo, pertenece tan
íntimamente a Dios en la esfera de lo sagrado, que todo lo que de profano y antidivino
introduzca en esta esfera equivale a un robo divino y a una profanación del templo. En la
primera carta a los Corintios se hace también referencia a los pecados de la carne y a la
profanación del cuerpo humano, utilizando para ello un lenguaje bastante fuerte (lCor
6,12-20).
Otra nueva trilogía añade Pablo, y parece corresponder literalmente a la anterior.
Después de haber dicho: «fornicación, impureza o codicia», añade ahora: «groserías,
estupideces y bufonadas». No está claro qué se entiende por «grosería»: si una conducta
desarreglada o una conversación sucia; algo análogo ocurre con las expresiones
siguientes. En todo caso, esta segunda trilogía debe pertenecer al ámbito de la primera,
que se reanuda otra vez en el versículo siguiente (5,5): «fornicario, impuro, codicioso».
De las conversaciones sucias ha hablado ya Pablo en 4,29: «Todo lo que sea palabra
mala no salga de vuestra boca». Pero allí predomina la atención al prójimo, y así lo
contrario de la mala conversación es la buena conversación, que aporta utilidad a los que
escuchan. Aquí, por el contrario, a la conversación sucia se opone la acción de gracias: se
trata, pues, de la conducta moral del individuo.
Pablo parece sentir muy hondamente el abuso de los dones divinos, como son las
valiosas capacidades humanas. Esto puede valer sobre todo con respecto a la lujuria y a la
codicia, y se pone aquí de relieve, al tratarse de una cosa tan grave como es el abuso del
lenguaje humano, que nos capacita para la pública alabanza divina, pudiendo realizar con
ello su más noble y alta tarea. Verdaderamente, ¿quién hubiera imaginado poner la
alabanza y la acción de gracias como reverso de las conversaciones sucias?
ACCION-DE-GRACIAS: Es sorprendente que aquí surja de pronto la acción de gracias.
Ésta es para Pablo la postura fundamental del cristiano. Compárese el texto
correspondiente de la carta a los Colosenses en que habla de esta acción de gracias: los
cristianos deben estar «arraigados y sobreedificados en él (= Cristo) y asidos a la fe...
prodigando la acción de gracias» (Col 2, 7). Tomemos también Col 3,15 con la exhortación
ex abrupto: «y poneos a dar gracias», y tantos otros pasajes 24, y con todo esto podemos
realmente decir: la acción de gracias a Dios es una actitud esencial, tan importante para el
Apóstol, que, encaje o no, la urge constantemente.
...............
24. Cf. sobre todo 1Ts 5,18.
...............

b) Consecuencias de estos vicios (5,5-7).

...5 Pues tened esto bien entendido: ningún fornicario, impuro o codicioso, que
es un idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. 6 Nadie os engañe
con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de
la desobediencia. 7 No tengáis, pues, nada común con ellos.

Aquí surge una consideración -no muy frecuente en san Pablo, como motivación moral-
sobre las consecuencias, no tomadas en serio suficientemente, de una vida inmoral: la
exclusión del reino y de la herencia de Dios 25.
Del «reino de Dios» se había hablado ya en la carta a los Colosenses, cuando se decía:
Dios «nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor»
(1,13). Aquí también aparece el «reino de Dios» como el ámbito de la soberanía «de su
Hijo
muy amado» (cf. 1,6). Pero Dios es el que nos ha «redimido» y nos ha trasladado a este
reino de su Hijo, como es también Dios el que «lo puso todo debajo de sus pies» (Ef 1,22).
En este sentido hay que entender el «reino de Cristo y de Dios». En este ámbito de la
soberanía de Cristo, tenemos parte en el reino de Dios, ahora ya de manera inicial y
fundamental, aunque todavía oculta (Col 3,3s). Pero lo que ahora está oculto y más tarde
se descubrirá en gloria, no es otra cosa en definitiva sino la vida de Cristo en nosotros. De
ambos anuncia Pablo que serán excluidos los pecadores. No heredarán el reino de Dios,
porque ya ahora no tienen tampoco ninguna participación en él. Así es como Pablo expresa
la realidad de lo que en el lenguaje de la teología (con mucha menos fuerza) se llama el
«estado» o la «pérdida de la gracia santificante».
«Nadie os engañe con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre
los hijos de la desobediencia». Hay, pues, otras voces, que proclaman que la lujuria y la
codicia no tienen importancia. No la tiene en sí, pues se trataría simplemente de la forma
como la naturaleza del hombre se desarrolla; y tampoco la tienen por las eventuales
consecuencias: «Comamos y bebamos, pues mañana moriremos» (ICor 15,32). El mismo
Pablo les da la razón a estas voces del mundo, «si realmente los muertos no resucitan».
Las «palabras vanas» son palabras detrás de las cuales no hay ninguna realidad, sino un
pensamiento que se pierde en el vacío 26. Este es el pensamiento que «el príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la rebelión» (2,2), exige con
todos los medios a su alcance; el espíritu, que presenta el mundo como un ser autónomo,
como si fuera un fin para sí mismo, igualmente que el hombre. «Nadie os engañe», advierte
el Apóstol, pues son voces de sirena, tanto más peligrosas cuanto más propenso es el
hombre a aceptarlas.
«...estas cosas», que el mundo toma tan a la ligera, son aquellas por las cuales «viene la
ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía». El que endereza su vida en esta direcci6n, se
desvía automáticamente del reino de la luz, en cuyo ámbito salvador había entrado, para
caer de nuevo en el poder de las tinieblas y sufrir consiguientemente la condena que sobre
estas cosas recaerá. «No tengáis, pues, nada común con ellos»: tan grande es el peligro
que los amenaza.
Al mismo tiempo, esta ira de Dios no es solamente futura, sino que ya está actuando
desde ahora. Pablo describe esta situación en la carta a los Romanos: «por eso Dios los ha
entregado», a saber, en su propio ser y en sus concupiscencias, hasta desembocar en una
esclavitud peor y más vergonzosa (cf. Rom 1,21-32).
El Apóstol se está refiriendo claramente a la concepción libertaria en asuntos morales,
sobre todo en lo concerniente al sexo. Se trata del libertinaje moral 27. Éste puede dar
origen a una postura tanto moral como inmoral, según como se tome. Una interpretación
gnóstica de lo espiritual puede llevar a considerar a la materia como algo que marcha solo e
independiente: ella puede seguir el camino que quiera; lo que cuenta es el espíritu.
A un resultado parecido puede llevar una falsa comprensión de la postura del Apóstol
frente a la ley y a las «buenas obras». La justificación por la fe sola podría ser mal
entendida así: mientras menos obras, mayor es la fe (antinomismo). Lutero experimentó las
consecuencias de su paulinismo unilateral en la vida moral del pueblo creyente, y sufrió
bastante por ello. ¿Qué reacción produce en nosotros la insistencia incansable con que la
Iglesia, a contrapelo de la incomprensión del mundo, nos predica que la lujuria, la
impureza,
la codicia son cosas por las que aviene la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía»? ¿No
tenemos la tentaci6n de echar en cara a la moral católica (moral del sexo, del matrimonio)
que nos propone concepciones ya anticuadas? Habrá que recomendar a veces un
desplazamiento del acento, pero lo que esta moral dice, debe permanecer intocable. La ira
de Dios viene, y viene por estas cosas: «No tengáis, pues, nada común con ellos.»
...............
25. Cf. para esto también 1Co 6,9; 15,50; Ga 5,21.
26. Además de 4,17.
27. Habría que comparar los vivos coloquios con esta gente en la primera a los Corintios
(6,12-14: 10,23).
...............

2. VIVID COMO HIJOS DE LA LUZ (5,8-20).

a) Producid frutos de luz


(5/08-10).

8 Pues antaño erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor; andad, pues,
como hijos de la luz, 9 pues el fruto de la luz consiste en toda suerte de bondad y
de justicia y de verdad. 10 Discernid lo que es agradable al Señor...

LUZ/HIJOS: Pocas veces amenaza Pablo con el castigo de Dios, como en el pasaje
precedente; lo normal en él es que haga derivar la vida moral del cristiano del mismo ser
cristiano. Así también aquí. Empieza subrayando, por medio de un tiempo pasado («erais»),
que ya no son lo que eran. No solamente se ha verificado un cambio de ambiente, sino que
ellos mismos, que eran tinieblas, se han convertido en luz. Ha surgido una nueva creación:
«Andad, pues, como hijos de la luz...» «Hijos de la luz» se llaman los cristianos ya en la
primera de las cartas paulinas: «Todos sois hijos de la luz e hijos del día» (lTes 5,5). Este
empleo de «hijos» es una expresión semítica para indicar la íntima pertenencia, y será muy
útil recordar su origen: el hijo se parece al padre. Con la vida y la existencia recibe también
una mentalidad y un estilo de vida. Su procedencia es visible. Lo mismo ocurre aquí.
Proceder de la luz, ser luz uno mismo: esto impone una responsabilidad. La luz debe
alumbrar, y esta iluminación consiste en todo lo que pueda llamarse «bondad» y «justicia»
y
«verdad».
Se trata de las tres expresiones más comunes para indicar la perfección moral. Cada una
de ellas bastaría ya para abarcar el conjunto. La verdad es la vida que corresponde a la
realidad 28. Cuando esta realidad íntima, este ser del cristiano que lo impulsa a su propia
afirmación se comprende y se realiza como voluntad de Dios, como ley, entonces lo que
antes se llamaba «verdad», ahora se llama «justicia». Finalmente, la expresión «bondad»
se refiere de nuevo a la rectitud, con un subrayado al amor y a la misma bondad. Y así
estas tres cosas son realmente, no «frutos», sino, como expresamente se dice en nuestro
texto, «el fruto» de la luz.
«Discernid lo que es agradable al Señor». Se trataba del «fruto» de la luz. Pero este
«fruto» tiene una peculiaridad: no crece por sí mismo en la bondad del árbol, que lo
sostiene; sino, al contrario, tiene que intentar la forma de mantenerse, tiene que optar, tiene
que discernir lo que es «acepto al Señor». Así pues, la medida de esta opción no es
agradarse a sí mismo o a los otros, sino sólo al Señor.
...............
28. Además de 4,15.
...............

b) Llevad a la luz los que están en las tinieblas


(5/11-14).
...11 y no comulguéis con las obras infructuosas de las tinieblas; antes bien,
ponedlas en evidencia; 12 pues las cosas que ellos realizan en oculto, resulta
vergonzoso aun el decirlas; 13 pero, una vez puestas en evidencia todas ellas,
por la luz quedan al descubierto: pues todo lo que queda al descubierto es luz. 14
Por eso dice: «Despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y
Cristo brillará sobre ti.»

«...las obras infructuosas de las tinieblas». Aquí no se habla de los «frutos» de las
tinieblas, como antes se ha hablado de los «frutos» de la luz, ya que sería demasiado honor
el uso de esta metáfora. El Apóstol habla sólo de «obras» de las tinieblas y añade que son
«obras infructuosas». Desde una perspectiva humana, pueden ser grandes realizaciones y
proezas, pero, dado que proceden de las tinieblas, sólo tinieblas propagan, y todo supuesto
logro es apariencia engañosa. Que aquí se hable de obras «infructuosas» demuestra que,
al hablarse antes del «fruto» de la luz, no se pensaba solamente en su procedencia de la
luz, sino en su calidad de «fruto» beneficioso para los demás. Procediendo de la luz, él
mismo difunde luz.
«...una vez puestas en evidencia todas ellas, por la luz quedan al descubierto: pues todo
lo que queda al descubierto es luz». Partimos del presupuesto de que esta traducción no es
muy clara y mucho menos el texto original; lo único posible, pues, es intentar sacar el
sentido general partiendo de lo que es seguro, o sea: se nos exige «poner en evidencia»
(5,11b), y al final (5,13b) se indica expresamente la finalidad que se intentaba: «pues todo
lo que se pone en evidencia es luz». Y este objeto es luz precisamente porque al poner en
evidencia queda al descubierto por la luz. Si esta manera de entenderlo tiene sentido,
lógicamente con la expresión quedar al descubierto por la luz o llevar a la luz no se quiere
decir simplemente que la conversación «convincente» del cristiano abre la oculta vergüenza
a la luz del día, poniendo así al descubierto todo su alcance. Efectivamente, ¿quién se
atrevería a decir que la vergüenza, por el hecho de haber sido interpelada, se convierta
precisamente en luz? Por tanto, parece que la expresión, excesivamente abreviada, se
refiere a un poner en evidencia de cuyo resultado la luz -Cristo- aparezca victorioso,
conduciendo a la conversión. En esta perspectiva se presenta a Cristo como luz (5,14b).
Ciertamente, todavía nos resulta oscuro por qué Pablo pudo formular todo el pasaje en el
sentido de que «todo lo que es puesto en evidencia, por la luz queda al descubierto». En
todo caso, este sentido es exigido por la explicación que a continuación se añade: «pues
todo lo que queda al descubierto es luz». Que Pablo realmente piensa en la conversión de
los pecadores, queda definitivamente claro por la cita final:
«Por eso dice: "despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo
brillará sobre ti".» Se sospecha que esta estrofa pertenece a un himno cantado en la liturgia
bautismal y en el que se apostrofaba al neófito. Éste sabía que, con el bautismo, entraba en
una vida nueva, que se diferenciaba de la existencia anterior como el claro despertar del
sueño sepulcral, como la vida resucitada de la muerte, y que todo esto se vivía en un nuevo
mundo, a la luz de un nuevo sol, Cristo.

c) Buscad en la sabiduría la voluntad de Dios


(5/15-17).

15 Mirad, pues, con cuidado cómo andáis, no como necios, sino como sabios,
16 aprovechando el tiempo, porque los días son malos. 17 Por eso no os volváis
insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor.

La conjunción «pues» puede muy bien referirse a la experiencia de iluminación que trae
consigo el bautismo, y de la que se acaba de hablar. Una vida nueva en una nueva luz, es
verdad; pero hay que realizarla con conciencia y responsabilidad. Ya anteriormente se
proponía la tarea de decidirse conscientemente a «lo que es acepto al Señor». También
aquí ahora el primer pensamiento apunta a una recta comprensión de lo que concretamente
es la voluntad del Señor. De aquí la apremiante exhortación: «mirad con cuidado». La cosa
no es tan simple. Hay fuerzas de dentro (2,3) y fuerzas de fuera, que están operando para
oscurecer la luz, turbar la mirada e impedir o dificultar la recta opción.
Y ya no deben vivir como «necios», puesto que han dejado de serlo al recibir en sí
abundantemente la riqueza de la gracia de Dios como suma de toda sabiduría e inteligencia
a través de la revelación del misterio de la voluntad de Dios (1,8s). Por el contrario, deben
vivir como «sabios». Hay que estar atentos a esta vida, ya que en ella está la verdadera
sabiduría. Esta no consiste en una descuidada e irreflexiva improvisación al día, sino en un
consciente «aprovechar el tiempo». La palabra griega kairos dice más que «tiempo»: se
refiere al contenido de este tiempo, a la situación que este tiempo trae consigo, a las
posibilidades que ofrece. Y «aprovechar el tiempo» quiere decir sacar ventaja de estas
posibilidades con vistas al fin último, entresacando de cada situación lo mejor.
Esto es sabiduría, y sabiduría urgente, «... pues los días son malos». En la tradición judía
y después en el Evangelio, domina la idea de que los últimos tiempos, en su calidad de
dolores de parto de un nuevo mundo, traen consigo dolores, necesidades y angustias de
toda clase. El maligno es el que con la última proclama de su ya decadente soberanía hace
que estos días sean «malos». Este mal, que tan amargas consecuencias puede traer,
significa para el hombre impugnación, tentación y peligro. Ver a todo trance la cruz en este
mal, ver en esto, que lleva a la aniquilación, el camino para la vida, no puede realizarse sin
la ayuda de la sabiduría. El Apóstol exhorta instantemente. De aquí la repetición: «no os
volváis insensatos». ¡Sólo la voluntad de Dios! Conocerla es lo contrario de la insensatez.
La voluntad de Dios es decisiva para todo lo que hay que hacer, permitir o padecer. ¿A
dónde irá el cristiano por este conocimiento de la voluntad de Dios y por la disponibilidad
para cumplirla, y cómo podrá afianzarse en ella?

d) Dejaos llenar por el Espíritu


(5/18-20).

18 Y no os embriaguéis con vino, pues en él está la perdición, antes bien


dejaos llenar por el Espíritu, 19 hablándoos mutuamente con salmos e himnos y
cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones;
20 dando constantemente gracias de todo, en nombre de nuestro Señor
Jesucristo, a Dios Padre.

La exhortación a no embriagarse con vino no deja de ser sorprendente. Al continuarse


aquí la lista, comenzada anteriormente (4,25), de exhortaciones individuales, cabría esperar
que a la embriaguez se le opusiera la templanza; pero lo que se considera como su anverso
es la «embriaguez en el Espíritu», y en los versículos siguientes se trata de comunicaciones
que difícilmente encajarían sino en la comunidad reunida para celebrar el culto.
Pero realmente ¿es posible que una exhortación a dejar la embriaguez del vino pueda
llevar a la idea de la «inspiración» de la comunidad reunida? Posiblemente sí. Y
precisamente al tratarse de una embriaguez que iba ligada a las comidas comunitarias de
los primeros cristianos. En este mismo sentido ya había apuntado Pablo a ciertos
inconvenientes en la Iglesia de Corinto: «Mientras uno tiene hambre, otro se embriaga»
(lCor 11,21). Así se explica la vinculación entre una embriaguez corporal y una embriaguez
espiritual. Así se confirma la sospecha de que aquí Pablo realmente está pensando en la
vida comunitaria litúrgica, y precisamente -como se desprende del contexto- en su calidad
de espacio en el que el individuo partiendo de la fe de la comunidad, debe renovarse en el
Espíritu de su mente (4,23), y en el que igualmente alcanza aquella inteligencia de la
voluntad de Dios, que lo capacita para interpretar «los días malos» de una manera sabia, o
sea realmente cristiana.
De la embriaguez se dice que en ella hay asotia, que puede significar ausencia de
salvación o de salud, pero también libertinaje, prodigalidad. Habría que pensar en la
primera significación, teniendo en cuenta la tentación del hombre a buscar en la embriaguez
refugio y salvación en sus necesidades y angustias. Realmente, desaparecen así por un
momento las preocupaciones de cada día, proyectándolas a la vida «en otro mundo». Esto
es lo que ocurre verdaderamente en el mundo, del que el Espíritu nos arrebata en diversas
maneras y grados, como primicias de la vida en Dios, a cuyo encuentro vamos.
Aquí, en la reunión cultual, el Espíritu llena los corazones, pero éstos tienen que abrirse a
él («dejaos llenar por el Espíritu»), y el mismo Espíritu desata las lenguas en salmos,
himnos y cánticos, a través de textos conocidos o quizá en un libre intercambio de
aclamaciones y réplicas, en santa rivalidad por una alabanza divina cada vez más alta. Esta
manera de cantar se llama «espiritual» en el pleno sentido de su proveniencia del Espíritu,
del cual está lleno y cuyo objeto propio constituye.
Pero Pablo no se olvida de añadir: lo que a esta alabanza divina proporciona su
verdadero valor no es ni la voz ni la recitación, ni la perfección de la forma. Es el «cantar
con el corazón», que presupone la expresión exterior y la acompaña, el cantar interior, que
apunta sólo al Señor: «Cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones». Y como
si se tratara de comenzar el himno y el cántico, el mismo Pablo da el tono y el tema:
«Dando constantemente gracias de todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a Dios
Padre».
¿Tiene que ver el verbo eukharistein (dar gracias) aquí con la gran oración eucarística
(el prefacio de nuestra misa) y, por consiguiente, con la celebración de la cena? Es muy
posible, sobre todo tratándose, como se trata, de una reunión comunitaria y de la
celebración del culto. Sin embargo, parece que el pensamiento del Apóstol vuelve aquí a la
vida diaria de los cristianos y al talante fundamental de la existencia cristiana, que tan
profundamente le preocupa: la postura de acción de gracias y alabanza siempre y en todas
partes, y por todo.
El «constantemente» parece referirse a que el recuerdo de la celebración eucarística
domina y condiciona esta actitud de acción de gracias. Recuérdese lo que se dice en lTes
5,16-18: «Estad siempre alegres. No dejéis nunca de orar, dad gracias en toda ocasión.»
También es dudoso si en nuestro pasaje hay que traducir «por todo» o «por todos». Ambas
traducciones encierran un profundo significado. Dar gracias «por todos» sería la manera de
expresar la conciencia de mutua pertenencia entre los cristianos: la alegre posesión de la
salvación inclina a dar gracias por la misma salvación, que se realiza también en el
hermano. Pero también la otra traducción «dar gracias por todo» sería la expresión de algo
profundamente cristiano: la fe en que detrás de todo está el Padre (nuestra acción de
gracias va hacia «Dios Padre»), y en que «para aquellos que aman a Dios, todo redunda
en lo mejor» (Rm 8,28).
...................................

VI. LA CASA CRISTIANA (5,21-6,9).

De la reunión cultual pasa Pablo a hablar de la familia cristiana. «Familia», según la


manera de concebir de la antigüedad, comprendía la comunidad doméstica de marido y
mujer, hijos y esclavos. Para todos ellos vale una ley fundamental, que Pablo pone como
título de su exhortación:

5/21
21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.

Esta exhortación es tan sorprendente como significativa: este epígrafe constituye


literalmente el último miembro de la sección anterior. Allí predomina esta idea en forma
imperativa: «dejaos llenar por el Espíritu». Esto se especifica más: «hablándoos
mutuamente... cantando... dando constantemente gracias...» Y ahora, en la misma línea de
pensamiento, se añade: «someteos los unos a los otros». Sin darse cuenta, se pasa del
culto a la vida diaria de la familia. No podía Pablo mostrar más claramente cómo casi sin
darse cuenta presupone que la vida cristiana es solamente una; que no hay dos esferas
diferentes: Iglesia y casa, domingo y días laborables, liturgia y vida. Del culto parte
siempre
nueva la comprensión de la voluntad de Dios y la fuerza para llevarla a cabo. Y viceversa,
la vida vivida -alegría y dolor, éxitos y fracasos, esperanza y preocupación- es lo que el
cristiano lleva consigo, cuando juntamente con sus hermanos celebra la liturgia en la
presencia de Dios.
En la carta a los Colosenses tenemos un pasaje muy semejante, de suerte que ambos
textos se complementan y explican mutuamente: allí la mención de un sentimiento de
acción
de gracias lleva igualmente a la reunión comunitaria, en la que esta actitud cristiana se
exterioriza de forma especial: «enseñándoos mutuamente en toda sabiduría y
amonestándoos con salmos, himnos y cánticos inspirados, en la gracia, cantando en
vuestros corazones a Dios». Y termina con una alusión, más explícita aún, a toda la
anchura y longitud de la vida diaria: «Y todo lo que hagáis en palabra u obra, todo en el
nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (3,16s).
Para Pablo la familia cristiana se construye sobre la recta sumisión de sus miembros.
Esto vale también para toda otra familia bien ordenada. Lo específicamente cristiano es que
esta sumisión natural o, mejor, exigida por la naturaleza, debe prestarse «en el temor de
Cristo», o sea en el santo y respetuoso temor ante la presencia de Cristo el Señor. Este
hecho da a toda la vida una nueva consagración y hace que la sumisión, que antes les
resultaba tan pesada a los hombres, parezca más ligera. Reconcilia, además, la sumisión
con la dignidad de la persona, y da a la recta ordenación un fundamento básico, sobre todo
allí donde la cortedad de la parte poseedora del mando pondría en peligro esta
ordenación.

1. MUJER Y MARIDO (5,22-33).


a) Las mujeres sométanse a los maridos
(5/22-24).

(21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.) 22 Las mujeres
sométanse a los propios maridos, como al Señor. 23 Porque el marido es cabeza
de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, su cuerpo, del cual es
también salvador. 24 Ahora bien, como la Iglesia se somete a Cristo, así también
las mujeres a sus maridos en todo.

Las mujeres deben estar sometidas a sus maridos, como al Señor. Esta conjunción
«como» -según el uso del griego- tiene un empleo de analogía de proporción, que aquí está
condicionada por la frase «en el temor del Señor»: la mujer se somete al marido
precisamente porque, actuando así, se somete al Señor.
«Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, su
cuerpo, del cual es también salvador.» El matrimonio debe imitar la relación de Cristo con
su Iglesia. Así como Cristo es la cabeza de su Iglesia, así también el marido lo debe ser de
su mujer. Con la palabra «cabeza» se quiere indicar ante todo la postura de señor y amor.
Cristo es ciertamente, en su calidad de cabeza de la Iglesia, mucho más que eso 29: es
fuente de su vida, fundamento y fin de su crecimiento, cosa que no lo es el marido con
respecto a su mujer.
Ciertamente Pablo quiere limar esta actitud dominadora del marido, excluyendo toda
clase de egoísmo y de abuso de suficiencia. Por eso añade esta sorprendente perícopa:
«Cristo, salvador de su cuerpo». La autoridad del marido debe estar toda ella dirigida a la
«salvación» de la mujer, en la misma medida en que Cristo adopta esta actitud con
respecto a su Iglesia 30.
Así ve Pablo esta relación por parte del marido. Ahora intenta colarse en la perspectiva
de la mujer. «Ahora bien, como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus
maridos en todo». Indudablemente, al formularse la proposición fundamental por partida
doble, se quita la posibilidad de todo equívoco. Al marido atribuye el Apóstol el papel
moderador y directivo del matrimonio, mientras que a la mujer la considera como
subordinada. Y esta relación vale «en todo», o sea en todas las circunstancias de la
convivencia del matrimonio.
Lo nuevo que hay aquí es la perspectiva religiosa. A ambas partes se exhorta a vivir esa
ordenación a partir de la fe. El marido debe entender su papel directivo como un camino
para la salvación, según el modelo de Cristo; y la mujer debe prestar su obediencia como si
fuera un servicio de sumisión hecho directamente a Cristo.
Una verdad religiosa valedera y permanente debemos verla en el hecho de que la vida
común en el matrimonio se considera como realización de la fe y de la vida de la gracia.
Pero la comparación que Pablo toma de la relación de los sexos y de los cónyuges,
debemos entenderla en su condicionamiento histórico y temporal. Corresponde
generalmente a la precaria posición de la mujer en el mundo antiguo, y especialmente a la
educación rabínica del propio Pablo. Ciertamente en aquel tiempo se abría ya paso una
más alta e igualitaria estima de la mujer. En el mismo Jesús aparecen, como podemos
fácilmente reconocer, ciertas cosas francamente claras: el hombre y la mujer son, por su
propia creación, del mismo valor esencial a los ojos de Dios. Esto, sin embargo, no había
sido llevado completamente a la vida práctica en la época apostólica. Pero los versículos
siguientes demuestran que Pablo estaba ya en esa dirección.
...............
29. Para 1,22 y 4,16.
30. Así puede entenderse esta expresión («salvador del cuerpo»). Pero es discutible si con ello queda suficien-
temente explicada esta fórmula sorprendente. Pues, aunque para nosotros es tan frecuente tratar a Cristo
como «Salvador» (soter), en el NT es muy raramente designado con este título; en san Pablo, aparte de las
tardías cartas pastorales, solamente aparece en Flp 3,20. Allí es el salvador de los fieles (como Lc 2,11) o el
«salvador del mundo» (como Jn 4,42), resultando completamente única la determinación «salvador de su
cuerpo».
...............

b) Maridos, amad a vuestras esposas


(5/25-32).

25 Los maridos amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a su


Iglesia y se entregó por ella, 26 para santificarla, purificándola con el baño de
agua en la palabra, 27 para presentársela a sí mismo toda gloriosa, sin mancha,
sin arruga o cosa parecida, sino, por el contrario, santa e inmaculada.

Así como para las mujeres Pablo solo tenía una exhortación: «Estad sumisas», así para
los maridos no tiene más que una también, fundamental y que lo abarca todo: «Amad a
vuestras esposas». Y otra vez Cristo es el modelo: «como Cristo amó a su Iglesia y se
entregó por ella». Pero aquí también tiene que haber algo más que una simple
comparación. La actuación de Cristo por su Iglesia tiene que constituir la base del amor del
marido por su mujer: porque Cristo se ha entregado por su Iglesia en amor, y el matrimonio
es como la reprodución de la relación de Cristo con su Iglesia, por esto precisamente deben
los maridos amar a sus mujeres, y por su parte comunicar este amor en una entrega
dispuesta al sacrificio.
El fin, al que debe apuntar la entrega de Cristo en la cruz, es precisamente la liberación
del poder de las tinieblas, y del juicio de la ira de Dios, o sea, en una palabra, el perdón de
los pecados (Gal 1,4). Aquí se subraya fuertemente el lado positivo de esta obra redentora:
la santificación 31; y no tanto la santificación de los individuos, cuanto la santificación de
la Iglesia en su conjunto. Esta santificación se logra por el bautismo constante de sus
miembros siempre nuevos. Es al mismo tiempo purificación y santificación.
La expresión «baño de agua en la palabra» es equivalente a lo que la teología llama
«sacramento»: una «materia», el baño de agua, a la que sobreviene la palabra -la fórmula
bautismal- como «forma» que da sentido. «En la palabra» significa según la manera de
hablar semítica «juntamente con», «acompañado de».
Ahora se describen los detalles de la santificación. Cristo se ha entregado en la cruz de
la Iglesia, «para presentársela a sí mismo toda gloriosa». La palabra «presentar» puede
considerarse como expresión técnica del acto de «llevar» a la novia. Así lo emplea también
san Pablo cuando se describe como padrino, que «lleva a Cristo la Iglesia de Corinto como
una virgen pura» (2Cor 11,2). Ahora bien, este «padrinazgo» lleva consigo una tarea de
formar, perfilar, perfeccionar y embellecer, como se pone de manifiesto en la manera como
Pablo, en la carta a los Colosenses, habla de su trabajo apostólico como un «presentar a
todo hombre perfecto en Cristo» (1,28).
En nuestro pasaje se pone de relieve que Cristo es su propio padrino, o sea que él
mismo lleva a la Iglesia como novia gloriosamente. Él mismo es el que prepara a la novia,
el que hace que esté «sin mancha, sin arruga o cosa parecida, sino, por el contrario, santa e
inmaculada».
Pero ¿en qué sentido es realmente la Iglesia tan gloriosa, tan pura, tan inmaculada y
virginal? ¿Se quiere indicar con ello a la Iglesia de los últimos tiempos, completamente
purificada por las bodas eternas del cordero? Ni mucho menos; por el contrario, siendo ya
obra maestra de su esposo, la Iglesia es ya ahora gloriosa e inmaculada. Y lo que después
quedará manifiesto, no será más que la belleza, que ya ahora posee escondida.
Aún más: Pablo piensa en la Iglesia, tal como surge del bautismo: siempre nueva,
radiante y pura. Lo que ella hace por sí misma, no lo dice el Apóstol aquí, ya que está
tratando de la comprensión de la entrega sacrificial y del amor de Cristo.
...............
31. Purificación y santificación juntamente: Tit 2,14.
...............

28 Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios
cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. 29 Pues nadie odió jamás a
su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también Cristo con la
Iglesia, 30 porque somos miembros de su cuerpo.

«Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos.» El
pensamiento no es completamente nuevo, ya que se reduce a destacar una dimensión de
la actuación ideal de Cristo, de la que se dijo algo antes al presentar a Cristo como
salvador de su cuerpo, que es la Iglesia. Aquí emerge claramente la consideración del amor
de la cabeza por su propio cuerpo. Esto es lo que debe también valer para los maridos: «el
que ama a su mujer, a sí mismo se ama.» Esta consideración le sirve al Apóstol de
motivaci6n esclarecedora, que a pesar de la brevedad de su expresión invita a ser llevada a
sus más pormenorizadas consecuencias.
«Nadie odió jamás a su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también
Cris?o con la Iglesia.» «Odiar» no hay que tomarlo en el sentido fuerte que tiene la palabra
en castellano: para los semitas «odiar» era lo mismo que «amar menos a uno que a
otro»32. Y así uno «odia» en la medida en que no ama, o que descuida a alguno a quien
debiera amar, tratándolo fría e indiferentemente. Ahora es cuando vendría bien, como un
grado superior, lo que nosotros entendemos propiamente por «odiar»: aversión
propiamente dicha, que desea el mal para los otros. Verdaderamente lo único que hace
falta es que el marido cultive a su mujer, como cada uno se preocupa por su propio
bienestar y su propia salud, evitando el dolor, curando las heridas y eliminando toda
incomodidad.
Otra vez Cristo se presenta como ideal de este cultivo y cuidado de su cuerpo (que es la
Iglesia). Por tercera vez se emplea la expresi6n fundamental y apremiante: «como también
Cristo». Qué quiere Pablo con ese alimentar y calentar, podemos deducirlo de lo que se
dice en 4,16: «...del cual todo el cuerpo recibe unidad y cohesión...» En esa obra de
unificación y de ajustamiento está él presente actuando y procurando únicamente que el
cuerpo crezca y llegue a su madurez en el amor.
Y al tratarse aquí de «alimentar», es posible que se haga alusión al hecho de que Cristo
alimenta a este cuerpo consigo mismo, con su carne y sangre eucarísticas, expresión
visible y tangible de una vida en Cristo, que nos vitaliza y nos mantiene a todos, «pues
somos miembros de su cuerpo».
...............
32. Cf. Lc 14,26 con eI paralelo Mt 10,37.
...............

31 «Por lo cual dejará el hombre al padre y a la madre, y se unirá a su mujer, y


resultarán los dos una sola carne.» 32 Este misterio es grande; me refiero a que
se aplica a Cristo y a la Iglesia. 33 En todo caso, también vosotros, que cada uno
ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer respete a su marido.

Sin una fórmula de introducción, como es corriente cuando aduce una cita de la
Escritura, Pablo pone por delante el texto del Génesis: «Por lo cual dejará el hombre al
padre y a la madre...» (Gén 2,24). Ordinariamente se entiende este texto del matrimonio
natural. No así Pablo. Él ve ahí expresado un profundo misterio («este misterio es grande»)
y añade la razón por qué lo considera tan grande: «...se aplica a Cristo y a la Iglesia.» O
sea: yo entiendo esta obra de Dios como realizada en Cristo y en la Iglesia. Directamente
se trata de la primera pareja humana. Pero para Pablo Adán es figura de Cristo, el segundo
Adán. Lo que vale para el primer Adán, encuentra en el segundo su sublimación y
cumplimiento. Así entiende Pablo el texto del Génesis: Cristo y su matrimonio con la
Iglesia, y por eso lo presenta verdaderamente como un misterio «grande».
El texto trata también, ciertamente, del matrimonio humano, aunque como dependiente de
aquel fundamental matrimonio de Cristo con su Iglesia, al que se refiere esencialmente
como trasunto suyo. Siendo esto así, el matrimonio humano es algo más que una mera
figura, cuando se realiza entre miembros de Cristo: debe realizar la unión amorosa de
Cristo con su Iglesia. Así pues, el matrimonio no es solamente figurativo, sino que es una
participación real en lo que Pablo llama el gran misterio: Cristo esposo, un solo cuerpo con
su esposa la Iglesia. Esto es lo que hace que el matrimonio sea entendido como un misterio
de participación, un instrumento de la gracia y, por lo tanto, un sacramento. Y el que sea un
trasunto de la unión de Cristo, el esposo, y de su esposa la Iglesia, esto es lo que diferencia
este sacramento de los otros y constituye su cualidad específica.
Desde esta profunda visión del misterio del matrimonio cristiano -ya que se sitúa
solamente en una perspectiva- vuelve Pablo finalmente a su exhortación inicial dirigida a
los
casados. Lo natural sería que después de todo lo dicho la exhortación final empezara con
un «por eso» o «por tanto», en calidad de resultado o de consecuencia. Sin embargo, el
Apóstol comienza con un sorprendente «en todo caso», con que se prescinde de lo que
antecede, como si Pablo quisiera decir: lo hayáis entendido o no, lo decisivo es que obréis
rectamente: «En todo caso, también cada uno de vosotros, que ame a su mujer como a sí
mismo, y la mujer respete a su marido».
(_MENSAJE/10.Págs. 141-166)

2. HIJOS Y PADRES
(6/01-04).

a) Hijos, obedeced a vuestros padres (6,1-3).


1 Los hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, pues esto es lo justo. 2
«Honra a tu padre y a tu madre» (éste es un primer mandamiento vinculado a una
promesa), 3 «para que todo te vaya bien y vivas largos años sobre la tierra».

HIJOS/PADRES: La adición «en el Señor» no es críticamente segura. Y precisamente


cuanto más espontánea le sale al Apóstol, más extraña es la adición en una exhortación
dirigida a los hijos. En el lugar paralelo de la carta a los Colosenses se da una motivación
análoga, pero quizá más acomodada a la inteligencia infantil: «Pues esto es a Dios acepto
en el Señor» (Col 3,20), que pudiera equivaler a «pues con esto causáis alegría al Señor».
El texto de nuestra carta a los Efesios tiene una mentalidad más legal: «pues esto es lo
justo».
«Honra a tu padre y a tu madre.» Este cuarto mandamiento no se presenta ahora
simplemente en su conocida forma ni se incluye en la correspondiente formulación
mecánica. Pablo se interrumpe a sí mismo, y añade: «éste es el primer mandamiento
vinculado a una promesa». Esto no podría entenderse en el sentido de primer mandamiento
del decálogo, al que se le añade una promesa. En este sentido sería mejor el único de los
diez mandamientos. Tampoco se puede entender como el primero de la llamada «segunda
tabla»33. Es un «primer mandamiento» en el sentido de su rango y categoría. Ya entre los
rabinos el cuarto mandamiento era considerado como uno de los «difíciles», o sea de los
importantes, aún más, como «el más difícil entre los difíciles».
En su calidad de «primero», este cuarto mandamiento está señalado por la promesa
añadida. En un texto legal, en una enumeración de mandamientos, se puede indagar qué
significa cuando el legislador, por así decirlo, se sale de su papel, como aquí, para añadir
una promesa: «para que te vaya bien y seas longevo sobre la tierra». A Pablo aquí no le
interesa directamente la promesa como motivación, sino que su intención es subrayar cómo
por medio de esa promesa Dios mismo le ha dado al cuarto mandamiento un vigor singular.
Por eso está fuera de lugar preguntarse aquí cómo entiende Pablo aquella promesa
veterotestamentaria referente a la felicidad y a la longevidad. En todo caso el Apóstol
estaba lleno de una esperanza completamente distinta y en pocos otros textos lo ha
subrayado tanto como en nuestra carta (cf. 1,12.18).
...............
33. En ambos casos habría que esperar el artículo, que falta en el texto original (como
también en Mc 12,28s).
...............

b) Padres, educad cristianamente a vuestros hijos (6,4).

4 Y vosotros, padres, no provoquéis a vuestros hijos, sino, por el contrario,


formadlos en la educación y en la admonición del Señor.

PADRES/HIJOS: En la carta a los Colosenses hay una exhortación paralela: «los


padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se encojan de ánimo» (3,21). No hay
más que leer los textos relativos a la educación, que se encuentran en el Eclesiástico y que
son tremendamente unilaterales, para poder medir los progresos que la pedagogía de
Pablo supone en cuanto a la consideración respetuosa del niño. Allí «educación» era
equivalente a castigo corporal, y la motivación fundamental de una buena -o sea, dura-
educación no era el bien del niño, sino procurar al padre una vejez tranquila y venerable 35.
Desde aquello a la exhortación paulina hay gran trecho: «Los padres, no provoquéis a
vuestros hijos». En el campo de la educación esto suponía como la primavera de una edad
nueva.
El niño no tiene por qué ser el objeto de la excentricidad paterna. Esto es lo que irrita,
provoca y amarga: un carácter no dominado y egoísta, tras el cual no hay más que un yo
mezquino y ningún amor grande. En el niño, por el contrario, hay una fina sensibilidad para
captar lo que es justo y lo que procede de un auténtico amor, aunque tenga apariencias
duras.
Pablo pone también en guardia contra el comportamiento que pudiera causar en los
niños un hastío del padre, predisponiéndolo contra él y contra todo lo que huela a padre. La
pérdida es más catastrófica de lo que pudiera aparecer a primera vista. El «padre» debe
ser para el niño no un concepto, sino un mundo, un mundo de bondad, de calor, de fuerza,
de seguridad en esta fuerza. Lo que para el niño es el propio padre, lo será también el
Padre del cielo, cuando aprenda a rezar «Padre nuestro...». ¿De dónde sabría lo que
significa «padre», si no es de la propia experiencia profunda en el tiempo de la mayor
sensibilidad?
«...por el contrario, formadlos en la educación y en la admonición del Señor.» Ambas
expresiones tienen en el lenguaje de la Sagrada Escritura un acento particularmente fuerte.
Se podría traducir «en la educación y en la reprensión», se podría pensar en «educación
con mano dura y con palabras de reproche». Pero lo decisivamente nuevo está en la
adición «del Señor». Esto quiere decir: educad a vuestros hijos con pedagogía cristiana,
con una pedagogía, en la que Cristo, su obra, su persona sean motivo predominante, ideal
decisivo y finalidad absoluta.
Algunos echarán de menos que aquí no se habla de la madre. ¿Cómo imaginar una
educación de los hijos sin que a la mujer, precisamente como madre, no le toque una gran
parte?
MUJER/PABLO: Efectivamente la posición de la mujer no era para Pablo, procedente del
judaísmo, la misma que ha resultado después en el curso de muchos siglos de cultura
cristiana. Esta posposición de la mujer, que, por otra parte, extraña en san Pablo, está
condicionada por las circunstancias de la época.
Sin embargo, hay que reconocer que en nuestro texto no falta la madre, ni mucho menos.
Al principio (v. 1) aparece bajo la denominación común «padres»: «Hijos, obedeced a
vuestros padres». Y cuando después (v. 4) la palabra del texto original correspondiente a
«padres» no incluye la madre, seguramente se hace así porque para la madre es mucho
menos urgente la recomendación de no provocar a sus hijos. Cuando al final se recomienda
a estos padres un estilo cristiano de educación, se debe sin duda al hecho de que la
educación paterna está más dominada por la rigidez y la dureza. Por el contrario, la mujer,
que en su aceptación de la voluntad del marido se hace una cosa con él, no dejará de
colaborar con su talante maternal, que es para ella un puro don. Y ¡cuánto realmente se ha
ganado con ese servicio, lleno de cristiana generosidad y silenciosamente sacrificado, que
la madre rinde al hijo! De esta manera la mujer garantiza la paz de la familia y es la primera
en crear para los hijos un verdadero hogar.
...............
35. Eclo 30,1-13.
...............
3. ESCLAVOS Y AMOS
(6/05-09).

a) Esclavos, obedeced a Cristo en vuestro amo (6,5-8)

5 Los esclavos, obedeced a vuestros amos según la carne con temor y temblor,
en la sencillez de vuestro corazón, como a Cristo, 6 no con un servicio
meramente para ser vistos, como quienes agradan a hombres, sino como
servidores de Cristo que hacen la voluntad de Dios con toda el alma, 7 sirviendo
con buena voluntad como al Señor y no como a hombres, 8 sabiendo que cada
cual, conforme al bien que hiciere, recibirá del Señor, sea esclavo, sea libre.

Queda todavía una palabra para los esclavos y los amos, y así con esto se completa el
cuadro doméstico, o sea la instrucción familiar (en el sentido de los antiguos). De los
esclavos sólo exige Pablo una comprensión de su «vocación» desde una altura y
profundidad equivalente al nivel desde el cual los fundadores de órdenes religiosas
exigieron más tarde a sus subordinados voluntarios con respecto a sus superiores puestos
por Dios. Sin embargo, en esta situación hay que hacer serios esfuerzos para admirar la
naturalidad con que Pablo presupone un espíritu de fe en aquellos cristianos, sencillos y
muy poca maduros todavía. Así como la mujer debe ver a Cristo en su marido y sólo así
someterse a él, así también el esclavo debe obedecer a Cristo en su amo, no solamente en
lo bueno. sino en las contrariedades (cf. lPe 2,18). El apóstol pide un santo respeto. Esto
es lo que quiere decir en el lenguaje bíblico la expresión «con temor y temblor», y la
adición
«en la sencillez de vuestro corazón» 36.
Esta «sencillez» hay que tomarla en el sentido estricto de la palabra. Es la postura del
hombre interior, que solamente conoce un único objetivo, al que sirve sin segundas
intenciones con toda su fuerza y con plena entrega. Así también debe el esclavo ver en su
señor sólo a Cristo, al que entrega todo su esfuerzo y actuación. Deben tenerse por
esclavos de Cristo y hacer la voluntad de su señor tan «de corazón» como únicamente se
puede hacer la voluntad de Dios de lo más profundo del alma. Lo contrario de esto sería
servir «para ser visto», es decir, para agradar a los hombres, servir mientras está encima el
ojo vigilante del amo. Estos son los hombres dobles (lo contrario de un corazón sencillo),
divididos entre el servicio ficticio y los deseos del propio corazón. No así el esclavo de
Cristo.
Pablo repite la idea fundamental y reconoce con ello que no es tan simple lo que él exige:
«con buena voluntad» deben servir, porque sirven al Señor y no simplemente a los
hombres. Y aquí vuelve otra vez la idea de la recompensa: en el fondo trabajan para sí
mismos, por mucho que parezcan ser instrumentos de una voluntad extraña. Para ellos vale
igual que para los otros el mismo principio: «Cada cual, conforme al bien que hiciere,
recibirá... »
...............
36. Cf. 2Cor 7,15; Fil 2,12.
...............

b) Amos, pensad en el único amo-verdadero (6,9).


9 Y vosotros, los amos, haced lo mismo con ellos. Dejad de lado las
amenazas, sabiendo que en los cielos está el Señor tanto de ellos como de
vosotros, y en él no hay acepción de personas.

«...haced lo mismo con ellos.» Aquí es patente la incongruencia e insuficiencia de la


expresión. Los esclavos deben rendir a sus amos servicio y obediencia. ¿Tendrán que
hacer lo mismo los amos con respecto a los esclavos? De ninguna manera: Pablo no
piensa en la actuación diferencial de esclavos y amos; está obsesionado por la idea que a
unos y a otros es común: o sea, que su obrar y actuar tiene validez ante el Señor y no ante
los hombres. Tan profundamente domina esta idea a san Pablo, que involuntariamente
exige de ambos «hacer lo mismo». Y así no debe haber entre ellos ni riñas, ni amenazas, ni
gritos, puesto que deben ser conscientes de que en realidad sólo uno es el Señor, al cual
pertenecen esclavos y amos, y de que ante su tribunal sólo cuenta el bien y el mal que
cada uno haya hecho, «sea esclavo, sea libre».
Pablo se ha dirigido a la mujer y al marido, a los hijos y a los padres, a los esclavos y a
los amos. A primera vista, parece inconsecuente la ordenación de la serie, y nos resulta
difícil hablar de «mujer y marido» en vez de «marido y mujer». Lo mismo vale para las
otras
dos parejas. Y es que la ordenación de la serie no se ha hecho según la dignidad y el
rango, sino según la mayor urgencia de la exhortación que Pablo ha dirigido a toda la
familia y que pudiera resumirse en este principio: «estad sumisos».
De las tres parejas, siempre se dirige el Apóstol a la parte subordinada. Esto conecta con
su predicación de la nueva libertad, de la supresión de toda diferencia en Cristo, donde no
hay ya «circunciso ni incircunciso, bárbaro, escita, esclavo, ni libre, sino solamente Cristo
todo en todos» (Col 3, 11). O más todavía en consonancia con nuestro texto, en la carta a
los Gálatas: «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni
hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3,28).
................................

VII. REVESTfOS DE LA ARMADURA DE DIOS


(6/10-22).

1. HACE FALTA LA ARMADURA DE DlOS (6,10-13).

10 En definitiva, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. 11


Revestíos de la armadura de Dios, para que podáis resistir contra las maniobras
del diablo; 12 porque no va nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominadores de estas tinieblas,
contra los espíritus de maldad, que están en los cielos. 13 Por lo cual, tomad la
armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, tras haberlo
cumplido todo, quedar dueños del campo.

FE/LUCHA LUCHA/BATALLA: Pablo empieza esta sección con una fórmula que nos
sugiere el final («en definitiva»). Por eso su lenguaje toma vuelo: hay que despedirse y
sabe Dios hasta cuándo. «Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.» Con toda la
fuerza de Dios quiere el Apóstol que se armen sus fieles. No tienen por delante tranquilidad
y seguridad, sino lucha, y para ella hay que estar armados. Pero la armadura tiene que
venir de Dios, para que todo tenga un final feliz. Si se tratara de una lucha de hombre a
hombre, cabría esperar algo de las fuerzas humanas. Pero es una lucha con adversarios
completamente distintos.
Aquí aparecen otra vez las «potestades», los «principados» y las «dominaciones», de las
que ya se hablaba al principio de nuestra carta, cuando Pablo celebraba la elevación de
Cristo, el resucitado, sobre todas las potencias angélicas (1,21). Pero allí todavía quedaba
en duda de qué clase eran aquellas potencias angélicas. Aquí, por el contrario, se
presentan claramente como potencias enemigas de Dios, que están al servicio de Satán y
por eso se llaman expresamente «espíritus de maldad» 37. Irrumpen contra los adeptos de
aquel que en la cruz las derrotó radicalmente. Y tanto más salvaje es su desesperado
bramido, cuando más corto saben que es el tiempo que les queda y mientras más vano es
su esfuerzo, ya que arremeten contra aquel que los ha dominado de una vez para siempre.
Y en último término, Cristo mismo es la «armadura» de Dios, como puede verse por la
enumeración detallada de sus elementos componentes: coraza, escudo, casco o espada.
La armadura de Dios está preparada, pero hay que ponérsela, y esto es cosa de cada
uno. Por eso se exhorta otra vez: «tomad la armadura de Dios para que podáis resistir en el
día malo -o sea los últimos tiempos, en los que hay que contar con un recrudecimiento de
los enemigos de Dios derrotados 38- y, tras haberlo cumplido todo, quedar dueños del
campo». Quiere decir: después que hayáis vencido a todos los enemigos. O también:
después que hayáis realizado todo lo que estaba en vuestro poder. La victoria es, en
definitiva, de Dios, pero él vencerá una vez más por medio de Jesús y con vosotros.
...............
37. Se trata de la misma potencia angélica, que en un lenguaje metafórico de la época se
llama en 2,2 «el eón
de este mundo», «el príncipe de la potestad del aire». A esta «potestad del aire» se hace
referencia, cuando en
nuestro texto, como también en 3,10, se hace mención del «cielo» como la residencia de
estas potestades
angélicas, que desde ahí irrumpen sobre sus victimas.
38. Para 5,16
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2. EN QUÉ CONSISTE LA ARMADURA DE DlOS (6,14-17).

14 Manteneos firmes, ceñidos con la verdad, revestidos con la coraza de la


justicia, 15 calzados con la prontitud del evangelio de la paz, 16 embrazando, en
todo momento, el escudo de la fe, con el que podréis apagar los dardos
inflamados del maligno. 17 Tomad también el casco de salvación y la espada del
Espíritu, que es la palabra de Dios.

Por tercera vez insiste Pablo en la misma exhortación. Por ello se puede rastrear cuán
grande piensa él que es el peligro y cómo teme que se le eche poca cuenta. Son potencias
invisibles que actúan realmente; son maniobra del diablo, que hay que deshacer. Su
manera de luchar se distingue por la astucia y por la insidia. Estas potencias espirituales
son dominadoras «de las tinieblas», que actúan en lo invisible, en lo impalpable, y no hay
nada que más les guste que pasar inadvertidos, y quedar ocultos bajo máscaras de todo
género.
No es correcto preguntarse por qué, en los siguientes versículos, se compara la verdad
con el ceñidor, la justicia con la coraza, la paz con el calzado, la fe con el escudo, la
salvación con el casco y la palabra de Dios con la espada. Pablo sólo piensa en la metáfora
global de la armadura de Dios. En todo caso se trata de dones de Dios al presentar la
verdad, la justicia, la paz y la fe como partes constituyentes de la armadura de Dios.
«...ceñidos con la verdad», se refiere a aquella verdad, de la que se trata en 1,13: «En él,
también vosotros, tras haber oído la palabra de verdad, la buena nueva de vuestra
salvación», aquella verdad, que el cristiano tiene que vivir en el amor como tarea especifica
(4,15).
«...revestidos con la coraza de la justicia». La misma metáfora de la justicia como coraza
aparece también en el Antiguo Testamento 39, pero allí es Dios mismo el que se arma con
su justicia para la lucha. En nuestro texto la referencia bíblica es patente, pero la justicia
significada es completamente distinta.
Aquí se trata de la justicia que Dios proporciona y que es la única que para él cuenta, no
la justicia que se apoya en la propia fidelidad a la ley. Pablo hace esta distinción en la carta
a los Filipenses: «No reteniendo una justicia mía, que proviene de la ley, sino la justicia por
la fe en Cristo, la justicia que proviene de Dios y se apoya en la fe» (Fil 3,9). Y si en la
primera carta a los Tesalonicenses aparece como coraza no la justicia, sino la fe y el amor
(5,8), esto demuestra la libertad con que Pablo utiliza las imágenes y lo poco que hay que
tomarlas al detalle.
«...calzados con la prontitud del evangelio de la paz». Pablo se está refiriendo claramente
a un texto de Isaías: «Bienvenidos sean sobre los mentes los pies del mensajero de paz
que anuncian la paz, que traen la buena nueva, que anuncian la salvación» (Is 52,7). Esta
clara alusión al texto del profeta obliga a entender por prontitud del evangelio no la
disposición a comprender lo que ofrece el evangelio, sino la disposición a proclamar el
evangelio de la paz por medio de la predicación de aquel que es «nuestra paz», porque ha
unido en un nuevo hombre a dos hermanos enemistados y los ha reconciliado con el Padre
(2,14-17). Y tanto más clara es la alusión de Pablo a esta básica institución de la paz,
cuanto más patente está en las palabras de Isaías: «Y él ha proclamado paz a los que
están lejos y a los que están cerca» (Is 57,19).
Esta prontitud para la proclamación del evangelio es en toda la armadura la única pieza
que denota espíritu de ataque y deseo de conquista; todas las demás se refieren más bien
a la defensa. Ello quiere decir que esta paz se considera como un recurso bélico contra las
potencias de las tinieblas. Su tendencia se dirige a la enemistad y a la desavenencia; cada
pieza de paz y de unidad en el mundo humano es para ellos una derrota.
«...embrazando en todo momento el escudo de la fe». La palabra usada para «escudo»
no indica el pequeño escudo redondo, sino el escudo grande que cubre completamente al
guerrero. Con la expresión «en todo momento» se piensa en la significación universal y
básica de la fe. Ello recuerda a 2,8: «Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe, y
esto no proviene de vosotros: es don de Dios».
Ahora viene una alusión a la eficacia de las armas: con el escudo de la fe «con el que
podréis apagar los dardos inflamados del maligno». Uno esperaría que el escudo hiciera
rebotar los dardos. Sin embargo, al decir «apagar», Pablo, descuidando la fidelidad a la
metáfora, quiere indicar dónde está el peligro: los dardos pueden estar encendidos, y hay
que apagar el fuego.
La salvación, figurada en el casco de salvación, se refiere al mismo contenido de la
salvación: la esperanza de la salvación completa, a la cual hemos sido llamados. Esto es lo
que a Pablo le preocupa especialmente en esta carta. Recuérdese cómo pedía para las
suyos «iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su
llamada» (1,18), es decir: la esperanza a que Dios mismo nos ha llamado. Y el mismo
hecho de que toda la exhortación a llevar una vida cristiana está imperada por este pasaje:
«Os exhorto a portaros de una manera digna de la vocación a que habéis sido llamados»
(4,1), demuestra que para Pablo esto significa conducirse como hombres cuya vida entera
está proyectada hacia un encuentro vital con la gloria. Y así realmente la esperanza, la
alegría agradecida del corazón, es una defensa contra la tentación y el ataque, que muy
bien puede compararse con un casco duro y firme.
La espada es la «palabra de Dios», y es el Espíritu el que la convierte en un arma eficaz.
Él ha sido el que nos ha dado la palabra de Dios, él solo puede hacer que se convierta en
una fuerza para nuestra vida. La palabra de Dios es comparada frecuentemente, tanto en el
Antiguo Testamento como en el Nuevo, con una espada 40. San Juan contempla a Cristo
en una grandiosa visión: «...de su boca salía una aguda espada de dos filos» (Ap 1,16), y
en la carta a los Hebreos está el célebre texto: «La palabra de Dios es viva y operante, y
más aguda que una espada de dos filos; penetra hasta el mismo límite del alma y del
espíritu, de las articulaciones y de las junturas, y discierne las intenciones y cavilaciones
del corazón» (4,12).
Para nosotros es «palabra de Dios», ante todo, la Sagrada Escritura. Y si es una espada,
hay que manejarla con la mano; por tanto, se necesita mucha resistencia y un incansable
entrenamiento. La palabra de la Escritura tiene que estar a nuestro alcance, o sea tenemos
que conocerla; tiene que convertirse en una íntima y vital posesión. Con ella conoceremos
las artimañas de Satán, y la correspondiente receta para superar cada una de ellas. El
mismo Señor nos ha dado ejemplo de ello en aquel duelo con Satán del que hablan
nuestros Evangelios (Mt 4,1-11).
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39. Is 59,17; Sb 5,18.
40. Cf. Is 49,2; Sb 18,15s
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3. EXHORTACIÓN A ORAR CON PERSEVERANCIA (6,18-22).

a) La oración es necesaria para todos


(6/18-20).

18 Con toda clase de oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu y


vetad unánimemente en toda reunión y súplica por todos los santos; 19 y también
por mí para que Dios ponga su palabra sobre mis labios y me conceda anunciar
con valentía el misterio del evangelio, 20 Cuyo embajador soy aun entre
cadenas, para que pueda confiadamente hablar de él como conviene.

ORA/NECESIDAD: En íntima conexión con lo precedente (no empieza una nueva


perícopa) llega Pablo a pedir a sus fieles ayuda de oraciones. Esta original conclusión hace
suponer que para Pablo en la armadura de Dios también la oración desempeña un
importante papel. Por otra parte, si deja por ahora la metáfora militar, hay que tener en
cuenta que en la exhortación a «velar» queda todavía un eco de ella. Pablo es exigente: el
luchador cristiano debe mantenerse en la lucha como quien se entrena «con toda clase de
oración»: acción de gracias, alabanza, súplica; como quien «en toda ocasión», en toda
situación, siempre está orando; como quien no tiene bastante con el día entero y emplea la
noche para orar con perseverancia. Quizás el mismo Pablo no sepa el alcance de su
exhortación: sencillamente urge, con la expresión «toda» tres veces repetida, a que el
cristiano quede totalmente comprometido: todo su tiempo, toda su fuerza, toda su
capacidad.
Pablo subraya frecuentemente en sus cartas la necesidad de esta oración insistente. Él
mismo la practica: «...orando insistentemente día y noche» (lTes 3,10). Velar por la noche
lo une al esforzarse y al ayunar (2Cor 6,5). Insistentemente se acuerda de Timoteo «día y
noche en sus oraciones» (2Tim 1,3). Y no es ciertamente una fórmula vacía cuando tan
frecuentemente encabeza así sus cartas: «No ceso de dar gracias por vosotros haciendo
mención en mis oraciones» (1,16). Esto mismo desea él del cristiano: «Estad siempre
alegres, no dejéis nunca de orar. En toda circunstancia celebrad la acción de gracias: esto
es lo que de vosotros quiere Dios en Jesucristo» (ITes 5,16-18). Así ocurre también en
nuestro texto.
ORA/COMO: ¿Cómo hay que orar? «En el Espíritu», dice Pablo, y en la carta a los
Romanos se explica en qué consiste esto: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra
incapacidad: pues nosotros no sabemos qué hay que hacer para orar como Dios manda;
sino que es el Espíritu mismo el que aboga por nosotros con clamores inexpresables; y el
que sondea los corazones sabe muy bien cuál es la tendencia del Espíritu, ya que aboga
por los santos según las exigencias de Dios» (8,26-27). Se trata de una oración, que no
procede de la propia iniciativa, una oración que penetra en las mismas intenciones de Dios,
una oración que escucha hacia dentro, que sigue todas las exigencias del Espíritu y que,
por tanto, pone su confianza en esta divina oración que se realiza en nosotros, pero que no
renuncia a nuestra propia oración.
El objeto de esta oración debe ser «todos los santos» y el mismo Apóstol. «Por todos los
santos», o sea por el pueblo de Dios, por la Iglesia, el cuerpo de Cristo, para que crezca
hacia fuera y hacia dentro hasta llegar a su madurez. Este crecimiento, como hemos visto
(4,16), procede de la cabeza, de Cristo; pero él construye su cuerpo a través de la
aportación de cada miembro en beneficio de los otros y del conjunto. Pablo está
convencido de que esta aportación consiste, en gran parte, en la oración intercesora.
Él mismo sabe que necesita de ella. Podría parecer extraño que a pesar de la gracia
apostólica, que se le ha concedido, tenga que acudir a la oración de los fieles; pero es así,
sin duda: aquí como en otras partes se dirige a los fieles, como si se sintiera indefenso sin
sus oraciones, como si de sus oraciones dependiera que a él se le conceda la palabra justa
en la proclamación del evangelio y -lo que aún es más sorprendente- que se le abra la boca
para hablar como Dios y su misión le exigen (Col 4,2-4). Este temor angustioso de que le
faltará ánimo ¿tendrá que ver con su situación de prisionero? No lo sabemos. En todo caso,
hace mención de esta situación suya, pero insistiendo con orgullo en que «aun entre
cadenas» es «embajador» del misterio, que es el mismo Cristo.
Pero esta perícopa nos demuestra ante todo lo que para Pablo significa realmente vivir
con y en la Iglesia, tal como él se imagina a sus cristianos: en constante comercio de
oración con Dios, comprometidos en su pensamiento, en sus deseos, en sus
preocupaciones, unificados con el gozo y el dolor de la Iglesia, con plena conciencia de ser
sus miembros. Pablo presupone aquí una profunda conciencia de mutua pertenencia, una
comunicación, realmente viva, de cada uno con todo lo que en el conjunto está por encima
de él, un pensamiento comunitario que debiera avergonzarnos a los actuales miembros de
la gran Iglesia. Lo que en ella contaba era: cada uno para todos y todos para cada uno; y
no había quien pensara sólo en sus pequeños intereses personales. Si tan grandes son las
exigencias, ¿cómo no habría que llegar en ellas hasta el final? Todo esto hace grande e
importante esta pequeña vida individual: importan para este tiempo y para la eternidad que
debe venir, importante para nosotros y para los otros, que son nuestros hermanos,
importante -y esto es lo más sublime- para aquel al que nosotros lo debemos todo y al que
por eso pertenece todo nuestro amor.

b) Tíquico les llevará noticias de él


(6/21-22).

21 Y para que también vosotros sepáis lo referente a mí, cómo me encuentro,


de todo ello os informará Tíquico, el querido hermano y fiel ministro en el Señor,
22 a quien he enviado a vosotros para eso mismo, para que sepáis cómo vamos
por aquí, y conforte vuestros corazones.

Pablo envía a Tíquico 41 no como su querido hermano, sino como «el querido hermano»,
pues debe serlo también para los destinatarios. Y ser «un fiel ministro en el Señor», uno de
aquellos en los que Pablo puede confiar que lo arriesgarán todo por la causa del evangelio.
Llevará noticias del Apóstol y con ellas aliento a sus corazones, aliento del que el corazón
cristiano necesita cada vez más; aliento que consuela y exhorta, estimula y anima. El
Apóstol ha hecho en este sentido lo mejor que ha podido en la carta que está para terminar.
Él mismo no puede ir, pero uno de sus colaboradores íntimos, que estaba allí cuando Pablo
estaba elaborando la carta y que quizá la ha escrito al dictado del maestro, como es el caso
de Tercio con la carta a los Romanos, éste añadirá ahora a la palabra escrita algo de viva
voz, en la que vibrará el latido del Apóstol.
...............
41. Casi con las mismas palabras anuncia también Pablo a los colosenses a este mismo
Tíquico (Col 4,7s).
La casi literal coincidencia de esta presentación de Tíquico es tan grande, que este hecho,
juntamente con las
numerosas semejanzas entre Ef y Col, hacen pensar en una casi simultaneidad de la
redacción de ambas
cartas.
...............

CONCLUSIÓN DE LA CARTA

BENDICIÓN
(6/23-24).

23 Paz a los hermanos, y amor con fe de parte de Dios Padre y del Señor
Jesucristo. 24 La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo
en la vida incorruptible.

La carta, como todas las otras, termina con una bendición, pero aquí hay una
particularidad. Ordinariamente hay saludos personales, gestos mutuos de antiguos
conocidos. Aquí falta este conocimiento personal y el deseo de bendición es más bien serio
y contenido, pero realmente esencial y profundo.
A la comunidad le desea paz. Como hemos visto, ésta es la fórmula oriental de saludo.
Este concepto de paz fue madurando en el judaísmo a través de la esperanza en los
tiempos del Mesías, y en el lenguaje de la Iglesia primitiva esta paz de Cristo se densificó
como la salvación cumplida. De esta paz de Cristo -de Cristo, que es «nuestra paz» (2,14)-
ha hablado nuestra carta expresa e insistentemente. Ahora bien, esta paz tiene que actuar
en los hermanos con toda su secuela de bendiciones.
Para eso desea el Apóstol amor con fe. El amor es el que debe «conservar la unidad del
espíritu en el vínculo de la paz» (4,3). Un amor que debe proporcionar la fuerza para
soportar y perdonar (4,2). Un amor que es, en rigor, la fuerza creadora en la construcción y
remate del cuerpo de Cristo 84,16). Pero esto sólo lo puede un amor que crece desde la fe
y en ella encuentra siempre su apoyo; un amor que en el fondo no es otra cosa que la fe
transformada en vida (4,15). Esta fe es un don de Dios (2,8) y no menos el amor, en el que
solamente se realiza el amor mismo de Cristo (4,16). Por eso se dice con razón: «amor con
fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo».
Finalmente Pablo, para abarcar de una vez todo lo que puede desear, acude a la gracia,
en la que hemos sido salvados (2,8), que nos conduce en el Espíritu Santo a la redención
definitiva, y que se manifestará finalmente como gloria para honra de Dios (2,7).
Esto es lo que el Apóstol desea para aquellos «que aman a nuestro Señor Jesucristo».
Esto es como un rodeo para decir «cristiano». Este pensamiento final sobre el amor de los
fieles a Cristo tiene un valor especial, ya que es muy raro en san Pablo. Del amor de Cristo
a nosotros están llenas sus cartas. Del amor del Apóstol a Cristo numerosos pasajes de sus
cartas dan testimonio, pero sin que el verbo «amar» se refiera expresamente a Cristo como
objeto del amor (cf. Fil 1,23). Del amor de los fieles a Cristo hay en san Pablo, a más de
este pasaje, solamente el final de la primera carta a los Corintios: «El que no ama al Señor
sea anatema» (16,22). De toda la literatura epistolar del Nuevo Testamento habría que citar
solamente la primera carta de san Pedro. Es el pasaje más cercano al nuestro: «Sin
haberlo visto lo amáis» (1,8).
Ahora queda aquí todavía una palabra final. Lástima que nos resulte oscura: «en la vida
incorruptible». La expresión equivale a vida eterna. En un primer momento, se puede
aplicar a los que aman a Cristo, que según nuestra carta tienen ya parte en la vida eterna y
«...nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús», como Pablo se atreve a decir (2,6).
Pero también se puede aplicar a Cristo, a quien los creyentes aman en su gloria. En ambos
casos tendríamos -muy propio para el final de la carta- un reanudamiento del comienzo,
donde había alabado a Dios porque «nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los
cielos en Cristo» (1,3), a nosotros, sí, pero -no lo olvidemos- «para alabanza de la gloria de
su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado» (1,6).
(_MENSAJE/10.Págs. 166-186)

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