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Han pasado casi 20 años desde que publicamos la primera “Esponja” sin ser un
proyecto sino un ejercicio de amigos buscando aligerar la resaca del momento intenso
que nos tocó compartir. De ese primer número, fotocopiado, profundamente artesanal
(60 copias), sobrevivimos unos cuántos como reflejo de estos tiempos convulsos y
nuestras búsquedas en eco de ellos y las confluencias que nos juntaron, en los primeros
años de universidad, como para tener un espejo en donde deformar las imágenes que
procuramos para tejer algo más amable, más aleatorio, más honesto, quizá. Y digo esto
porque así nació esta revista que, en estos años y la intermitencia que la ha acompañado
ha significado un espacio para la expresión literaria y visual de una generación.
Salud a la Esponja empezó como continúa, sin un derrotero fijo pero con un norte claro:
sostener un espacio independiente de expresión. Por eso, en esta, su 7ma edición,
volvimos con el mismo concepto de no tenerlo; es decir, apostamos por el juego, por la
chamiza y la (des) aparición.
De esa manera y como podrán confirmar nuestros lectores, los nombres y propuestas
que aquí confluyen no obedecen a nada en común, más que la necesidad común de decir
algo…
Poesía, narrativa, ensayo y fotografía que nos permiten decir “aquí estoy y esto tengo
para decir”.
LUIS FELIPE AGUILAR
Cerise es llevada por las gendarmes de García quien actúa como juez. La música es
excitante y arriba del escenario la teatralidad impone que los actores no hablen sino que
dramaticen en sus gestos. El juez ordena la ejecución de Cerise. En seguida las
preferidas de García que fungen de verdugos proceden a cumplir la orden colocando un
lazo alrededor de su cuello y atando sus manos por la espalda. Por un momento juez y
sentenciada se ven. Entonces solo dos luces caen sobre el escenario, una sobre él, la otra
sobre ella, el resto está en la penumbra y todo el teatro inmerso en silencio, es entonces
que se hace presente, por la luz, la inquietante transparencia de la túnica que cubre el
cuerpo de la mujer que provoca que el juez pierda su cabeza y se arrepienta de su
veredicto, pero antes de poder ordenar que se detenga la ejecución las verdugos abaten
el cuerpo desde la altura del patíbulo sobre el que ella está parada. Cerise comienza
inmediatamente a patalear en el vacío, al tiempo que otras asistentes vestidas de
gendarmes elevan varios metros el cuerpo de la sentenciada mediante una polea que
tiene atrapada precisamente a la cuerda que la ahorca. Las patadas que da Cerise dan
testimonio de su sufrimiento. Sin embargo ella no siente ningún dolor, está suspendida
por un arnés que de forma camuflada la sostiene por la espalda y no de la garganta
como el público cree que hace el lazo que han puesto en su cuello. Samuel, que actúa
como arquero, aparece en ese momento y dispara una flecha flamígera que, en un tiro
increíble, contagia a la cuerda con su fuego. Todo es concordante con la historia que ha
contado García como introducción al truco, el triángulo entre el juez vengativo, la
ladrona hermosa y el arquero infalible. Cerise - la ladrona - simula agónicos espasmos
abrumadoramente convincentes. El juez encolerizado por el intento de rescate y la
turbación en la que ha caído al constatar a pocos metros la desnudez de su víctima,
intenta asesinar espada en mano al arquero, pero precisamente un momento antes a que
aseste su primer golpe las luces del escenario se apagan, un segundo después los
reflectores vuelven a encenderse, dejando la imagen de García y Samuel próximos a
lanzarse nuevos golpes. Cuando la oscuridad nuevamente se expande, la tibia luz de la
flama en la cuerda muestra a una Cerise que aunque se mueve parece mucho más
cercana a la muerte y a las llamas. La ilusión continúa, las luces del escenario se
prenden y se apagan intermitentemente y en cada ocasión la visión del público aprecia
una escena más angustiosa, el juez y el arquero pelean con más denuedo causando que
García alcance en cada parpadeo una mayor ventaja mientras Cerise se enfila todavía
más a la muerte. En un momento Samuel contiene la mano de García que amenaza su
cuello con la espada, en otro ha perdido el arco que utilizaba para contener el arma de
su enemigo. El arquero desesperado ansía, mientras se defiende, alcanzar la polea para
bajar a la ladrona que apenas se mueve. No lo logrará, a unos pasos de llegar a su
objetivo, y tras haber alejado al juez lo suficiente, las gendarmes que habían sido
olvidadas por él lanzan dos flechas sobre su espalda. Mientras tanto Cerise, que se
simula casi inconsciente, imagina las acciones a seguir, muy pronto vendrá el momento
en el que deberá accionar un mecanismo para romper a la altura del fuego la cuerda que
la ahorca, caerá entonces horrible e irremisiblemente hacia el escenario, pero justo antes
de tocar el suelo la luz se apagará una vez más, y al encenderse Santomas se levantará
mientras los demás huirán despavoridos del escenario viendo esa supuesta resucitación.
El arquero tomará entre los brazos a la ladrona cuyo cuerpo se escuchó caer secamente
en el suelo del escenario en el momento de oscuridad y la revivirá dándole un beso de
cuento de hadas. Con el final del beso un fogonazo de luz encandilará el escenario, y
tras ello arquero y ladrona desaparecerán. Así lo han ensayado, pero Cerise que espera
el instante adecuado para caer de forma segura dentro de la abertura que está oculta en
el suelo del escenario, siente cómo las correas del arnés resbalan. García, sus preferidas
que actuaron como gendarmes y Samuel, notan que Cerise se desliza unos centímetros,
los suficientes para que el lazo alrededor de su cuello realmente la ahorque. Cerise
patalea, esta vez con auténtico dolor, y de forma tan patente que el público percibe de
inmediato que algo no está bien. García ordena que la bajen pero sus queridas en pánico
se ofuscan provocando el atasco de la polea. Cerise comienza a dar sus últimos gemidos
mientras desesperada, entre las coceaduras de la muerte activa, en extremis, el
mecanismo que rompe la cuerda. Cerise cae aliviada pero no en control de su cuerpo, –
recuerda estar quieta antes de caer–, le había dicho García en los ensayos, pero el dolor
que siente no le permite tomar la posición requerida. En medio del aire se da cuenta que
no traspasará limpiamente la boca de la trampa que se abrió automáticamente en el
suelo del escenario al momento de romperse la cuerda. Es inevitable, se romperá el
cuello. Con su primer aire tras sentir la cuerda cerrarse en su garganta grita aterrorizada
y ese grito es tan fuerte que la saca de la pesadilla y recorre el camerino de García en
donde ella tomaba la siesta, llega hasta el escenario en el que el mago y su pequeño
grupo trabajaban en secreto en la consecución de un nuevo misterio.
Fue inconfundible el tono de terror del grito, apretujado en la garganta en los primeros
sonidos y después apresurado y fuerte en los últimos, pero a pesar de ello, García y sus
preferidas, no se movieron un milímetro por esa causa. A lo mucho García ordenó con
la mirada a Samuel que fuera a ver qué era lo que sucedía.
Había unos cuantos años entre ellos. Se podía decir que Samuel era todavía un chico, de
Cerise no. Y él la besó en el cuello, exactamente en los lugares en donde ella se había
tocado mientras recordaba lo soñado. Cerise se estremeció al sentir el primer beso,
tierno y diminuto, seguido además por un besuqueo dulce mezclado con mordisquitos
que querían demostrar que no era un crío el dueño de esos dientes. Fue un momento de
un erotismo único. El más grande que Samuel había sentido hasta ese momento. Cerise
le dejó seguir hasta que él se atrevió efectuar el movimiento necesario para transportar
el beso a su boca, ahí su mano tocó el pecho de Samuel y lo detuvo.
—Por favor dile a Belisario que estoy bien, debe estar preguntándose por qué grité—.
Fue la oración que utilizó para pedirle que se fuera.
Después se quedó recostada sobre el sofá tocándose el cuello con los mismos gestos que
había hecho antes cuando recordaba la sensación de ahogo, pero esta vez se había
olvidado por completo de la pesadilla. Su corazón latía fuertemente.
Samuel salió del camerino, llegó hasta donde García e informó que Cerise había gritado
por una pesadilla.
—Le gusta llamar la atención cuando estamos trabajando—fue la queja que sus
preferidas hicieron.
En la noche Samuel pensó nuevamente en lo sucedido. Se lamentaba el haber intentado
darle el beso en la boca, habría preferido - ya que las cosas sucedieron de ese modo -
alargar los besos en el cuello un poco más. Al mismo tiempo se felicitaba por haber
tenido la audacia de haberla sorprendido de esa forma. Samuel al final de la noche en su
cama no hizo más que transitar mentalmente por entre los rincones del teatro, en dónde
él dormía, hasta el pequeño departamento de Cerise. Entre sueños creyó verla acostada
con los ojos abiertos y pensando en él.
Samuel no estaba del todo equivocado, Cerise estaba efectivamente despierta, había
pensado en Samuel sí, pero no fue él quien le quitó de todo el sueño, la mayor parte de
sus horas insomnes las dedicó mayormente a los pormenores de su pesadilla, pero no
por miedo, sino a los detalles de su actuación, a la dificultad del tiro de flecha, a los
datos de la historia del arquero y la ladrona, porque le parecía que se trataba de un truco
que valía el esfuerzo montar. Ella ambicionaba producir una gran ilusión, un acto que le
daría puntos con García y quizá la posición en el negocio que por el momento ella tan
solo pretendía, y más que nada los aplausos con los que fantaseaba, quizá así García
aceptaría compartir la taquilla cómo se rumoraba que hacía con sus preferidas, quienes
sin atisbo de vergüenza gastaban, así se lo contaron a manera chisme otros miembros de
la compañía, sin reparo el dinero que a él de seguro le sobraba. Claro para eso debía
hacer un cambio que le disgustaba, el juez no podía ser García, él mago debía ser el
héroe. Será un arquero regordete, pensó contrariada.
Muchos días pasaron en los que Samuel trató de acercarse nuevamente a Cerise. Había
desarrollado la forma de presentirla. Es que a fuerza de un par de coincidencias y pensar
en ella todo el tiempo se convenció de que podía rastrearla. Y algo había de cierto,
podía inconscientemente percibir su olor; pero, incluso así, a pesar de que la asechaba
veladamente, no tuvo la oportunidad de quedarse a solas con ella, principalmente
porque ella, en cambio, mostrando cierto fastidio e intuyendo que podría arruinar su
relación con Belisario, huía. La ventaja de Cerise radicaba además en que los intentos
de Samuel eran desarmados con el simple desdén de sus gestos o lo que era peor con
algún cariño a García.
Aún estaban a meses de abrir la temporada en el teatro pero García estaba cada vez más
irritable y eso contagiaba a todos con una presión que los extenuaba. Las preferidas de
García sabían que dicho ambiente se aligeraría, si todo salía bien, después del primer
ensayo general, pero mientras tanto los ensayos y la creación de nuevos trucos se los
hacía por jornada doble, de tal modo que Samuel tuvo más oportunidades para intentar
estar con Cerise. Una tarde que estuvieron en los hombros del escenario, Cerise y las
otras chicas esperaban el tiempo correcto para entrar a escena. Samuel supo colocarse
de tal manera que sin estorbar la entrada y salida de las asistentes se detuvo a su lado y
desde esa posición estiró su mano hasta rozar con uno de sus dedos el torso delicado de
la mano de Cerise. Ella no rehusó al contacto y estuvieron así, rozando la punta de un
nudillo con el anverso de una mano, por más un minuto. Una leve caricia que sin serlo
del todo bien podía bien confundirse como el casual contacto de dos personas, pero que
no lo era, que no podía serlo, era imposible tal coincidencia en la cabeza de Samuel que
presentía el pulso de Cerise tan perturbado como el suyo. El momento fue efímero, ella
entró al escenario, tomó las cosas que debía llevar y salió de escena pero esta vez tuvo
que colocarse en el lateral opuesto, es decir muy lejos, pero con tal suerte que bien
pudieron verse y lo hicieron. Samuel sintió cómo por preciosos y largos segundos ella
sostuvo su mirada.
En sus fantasías, sobre todo las nocturnas, Samuel reviviría el contacto varias veces y
por muchas ocasiones durante los ensayos siguientes trató de replicar ese instante pero
Cerise regresó a su comportamiento de evasión y menosprecio. Samuel sentía que los
días pasaban entre inútiles intentos y se convencía, irrazonablemente, de que ella le
había permitido más oportunidades para estar cerca o tener una conversación a solas
pero que él no había aprovechado la oportunidad, porque simplemente había reconocido
la ocasión hasta muy tarde. Al mismo tiempo, aquella pequeña forma en que la tocó
abría sus esperanzas y lo enloquecía al momento de estar a solas en su pequeño
camerino en el que por fin dejaba de fingir que nada le pasaba. Fueron días y noches de
zozobra para Samuel hasta que se atrevió a contar su pena a las preferidas de García.
—Historia vieja, juega a que no te quiere—, dijo una de ellas sonriendo.
— ¡Ten cuidado! Si crees adivinar su presencia, sentir que viene o que va, no te estas
enamorando de ella sino de su fantasma—dijo una, poniendo una mirada grave mientras
acariciaba la mejilla de Samuel—. Y los fantasmas existen mi amor cuando las personas
no se pueden tocar—, acometió la otra, mientras lo miraban con esos ojazos verdes que
las volvían tan similares.
Él se enojó con semejante comentario, pero se contuvo pues pensó que contar los
pormenores de su pena, los besos en el cuello, el rozar de sus manos, la mirada a través
del escenario, le otorgarían el favor de las mujeres que, según él, por bondadosas le
darían consejo, y a lo mejor hasta harían algo por lograr la separación de García y
Cerise, porque después de todo ellas – pensaba Samuel - eran las verdaderas novias del
mago. Antes de cualquier confesión, sin embargo, bien pudieron ellas haber adivinado
todo. El loco enamoramiento de Samuel era notorio. El coqueteo secreto y enloquecedor
que Cerise aplicaba también pudo haber sido descubierto, pero ellas, más astutas que el
joven Samuel, se preocuparon de algo muy distinto, avizoraban los posibles peligros de
la relación entre él y Cerise. En el momento en que García se enterase de las
aspiraciones del muchacho, el primero en lamentarlo sería Samuel. Sencillamente el
mago no aguantaría que nadie corteje a su muchacha y menos su aprendiz. El fin
previsible era además el despido de Cerise, algo que no buscaban todavía, pues sin ella
García se refugiaría en los brazos de una ellas o de ambas, algo de lo que estaban
asqueadas hace mucho. En cualquier caso debían evitar la aparición de un García
todavía más iracundo, caprichoso y desconfiado, o lo que era peor hasta atento al
manejo del dinero que ellas a sus espaldas esquilmaban.
En ese mismo momento, con tan solo un cruce de sus miradas, un tanto por cálculo y
por lujuria, decidieron tomar a Samuel para ellas. Samuel era guapo, joven y en todo
caso, razonaron, García no tenía por qué saberlo, ellas sí sabían guardar un secreto, y si
se enterase podrían protegerlo y admitir que fueron ellas las que lo sedujeron, es decir,
asumirían la culpa, poniendo como excusa y como último recurso, los celos paridos con
la infidelidad de García.
Lo llevaron a través del pasillo hasta el camerino que ellas compartían. No era la
primera vez que él estaba a solas con ellas en ese lugar, pero en esa ocasión sintió en los
pasos que dio al entrar el desasosiego de estar a las puertas de un descubrimiento.
Primero le pidieron que acomodara los muebles, lo que significó desdoblar un sofá-
cama y colocar una sábana para el lecho, así como una pañoleta roja sobre una lámpara
que cambió el color del aire en la habitación. Enseguida, tras quitarse la blusa y la falda
que llevaban, cada una le pidió ayuda para liberarse del corsé, desenrollar de sus piernas
las medias nylon y retirar, con él de rodillas, sus interiores, dejándole así ver muy cerca
de su cara el vello oscuro del pubis enraizado en la piel blanca y, con la cara hacia
arriba, los senos redondos que enmarcaban los rostros que desde esa distancia miraban a
un Samuel postrado entre ellas que ya percibía el olor sedicioso de sus vaginas. Tras
ese instante, en que ellas gozaron hasta donde pudieron, en medio de sus apetitos, esa
primera vez en los ojos de Samuel, las dos le quitaron su camisa, pantalón y continuaron
desvistiéndolo con una parsimonia tal que hasta Samuel, en el revoltijo que era su
cabeza en ese momento, se percató del temple que parecían tener, sobre todo al
compararlo con el tiritar surgido en su cuerpo en medio de la súbita excitación que
parecía explotar con cada botón abierto y el rasposo rozar de las uñas rojas en su carne.
— Si le dices algo de esto a García di adiós a tu carrera de mago—susurró la una.
— Con esto te olvidarás de ella mi amor—acotó la otra, guiando las manos de
Samuel para que la acariciase desde sus caderas hasta sus nalgas.
Pero Samuel no supo bien quién dijo qué, tenía los ojos cerrados mientras una lo
besaba en la boca y la otra — desde atrás— el cuello.
SEBASTIÁN LAZO
Mujer madrugada
y el sueño
Mujer combustible
y la chispa
Mujer mermelada
mango y guayaba
Mujer dorada
canela y vegetal
Apunta bombardea
apuñala
dispara y endulza
este satélite de paz
verde corazón
Dieciséis ciudades
¿Lo que ves está siempre a tus espaldas? -o mejor-:
¿Tu viaje se desarrolla sólo en el pasado?
Ciudades invisibles
Ítalo Calvino
1
Mientras avanzamos por estas vías tórridas, las ciudades se presentan de cuerpo
entero; existen ciudades de colores y formas diversas. Comentas que estuviste en ellas
hace poco tiempo, y no lo dudo, tu respiración acelerada te transfigura frente a estas
piedras. Me cuentas que en la mitad de la urbe trémula existe una plaza llena de sal y
hojas muertas; alrededor de la plaza central mil mujeres agonizantes repiten a coro una
frase confusa; a lo lejos declina el sol dibujando manecillas invisibles.
2
Entramos de la mano a una ciudad, o a lo que queda de ella; en la piel se impregna
una música lúgubre que nos invade desde las ruinas ubicadas al este de las murallas;
esta urbe es triste, son tristes las puertas desencajadas que en su vaivén golpean los
recuerdos; la oscuridad de la ciudad nos condena a las lágrimas; la melodía se repite en
ecos y llega al centro de la plaza en donde los adoquines pierden sus filas; te miro y
tiemblo, mientras una lágrima recorre los surcos de tu rostro; desaparecemos detrás de
una llamarada que aún continúa en las columnas a la salida del oeste; el polvo y los
rayos del sol guían nuestras pisadas; te balanceas...desapareces.
3
Se avecina la tormenta sobre esta ciudad; la tarde súbitamente se cubre de colores
ásperos y el cielo se triza con una luz instantánea; te invento caminando en paralelo
debajo de estos rascacielos llenos de ventanas con vidrios rotos y paredes con letras
plomizas, en donde se lee con mucho esfuerzo: prohibido colgar carteles. La ciudad, en
donde un día los autos se aglomeraban, hoy luce desierta, olvidada, confinada al llanto.
4
Fuimos expulsados por no caminar como el resto de personas, por invadir las vías
marcadas, prohibidas desde la fundación de la ciudad. Exiliados por no creer en el
tiempo, ni en lo cíclico de las horas; sentados de espaldas observamos cómo un anciano
se inclinó lentamente y escribió en una hoja nuestros nombres en una larga lista de
desaparecidos; sobre nuestros cuerpos, cuando una libélula escapaba de tus ojos, caían
las primeras gotas de lluvia nocturna; nos refugiamos en un beso breve y decidimos
emprender la despedida. Esta ciudad nos aguardaba desde hace siglos y hoy nos exilia
sin pronunciar ninguna frase; la puerta de salida está ubicada en el punto preciso en el
que la oscuridad se funde con un rayo de luz.
5
Antes que amanezca recogemos nuestras cosas, las que quedan, y partimos cuando
todos duermen; observamos por última vez este puente que nos sirvió de refugio durante
tanto tiempo; me miras mientras tomo tus manos y te acerco a mi cuerpo, entonces
desplegamos las alas y partimos. Atrás se quedan las pisadas, los gemidos, la sal, las
equivocaciones. La ciudad pierde su forma debajo de nuestras alas.
6
La ciudad nos recibió de fiesta a pesar de la lluvia, el vendaval y el granizo; la gente
pintaba su cuerpo y danzaba en media calle; los colores que se diluían de nuestros torsos
desnudos se mezclaban sicodélicamente entre los adoquines; nos unimos a la danza
frenética, danzamos, giramos, gritamos; no sentimos las horas que esquivaban el
espacio, fuimos parte de los que llegaban; los forasteros se unían en círculos
concéntricos innumerables. Cuando la tarde acababa y la lluvia descendió por las
alcantarillas, todos tomamos nuestras pertenencias y empezamos a salir de la ciudad;
nadie permaneció en la urbe, todos marchábamos vestidos en sepia por la autopista del
sur.
7
Las calles olvidadas tienen mucho que contarnos; hoy, solo, he decidido visitarla,
conocerla, recordarla. Las calles llenas de algas, de líquenes resbalan ante los visitantes.
A cincuenta pasos a la izquierda de la calle empedrada, la escalinata de piedra se
mantiene intacta. Esta escalera de cemento tiene 600 escalones simétricos, construidos
en forma de espiral que te trasladan a una superficie plana, intacta. Luego de abandonar
el ascensor de concreto y constatar que el terreno escapa de la mirada, descanso; cierro
los ojos y dejo que los habitantes invisibles me trasladen hacia la salida; la superficie
acuática se convierte en olas que se concentran en torno a mi cuerpo. Es hora de
regresar, de pisar la arena, de retomar la vía que conduce a la avenida principal.
8
La ciudad contemplada desde lo alto tiene una forma circular. Sin embargo, las
avenidas no llegan a tocarse. Esta ciudad es un inmenso laberinto. El centro es una plaza
pública, tiene la forma extraña de una tela araña, de la cual penden espadas y
cornamentas antiguas. A la salida izquierda de la ciudad un barco de velas negras se
bambolea sobre las olas que esperan angustiosas; dicen los adolescentes que la visitan,
que por las noches se escuchan voces tramando un plan para deshacerse de entregas, y
engaños.
9
Esta ciudad tiene plantados dos árboles al este de un jardín pequeño. Las callejas
sinuosas nos impulsan a caminar con menos prisa, pues inevitablemente llegaremos
hasta el pie de los árboles en donde constataremos que el frío nos golpea los pies, pero
no enfría nuestro pudor; desnudos caminaremos de la mano, mientras nuestras
carcajadas nos inviten a buscar la salida, ubicada al oeste.
10
Desembarcamos en un puerto pequeño, las paredes de cristal separaban las primeras
calles de esta ciudad; nos habían dicho que es una urbe maravillosa; sin embargo, no
tenía nada de espectacular, o al menos a simple vista no, pues era como una más de las
ciudades en las que estuvimos hace mucho tiempo. Caminamos siguiendo un sendero
que se habría hacia la izquierda en donde un gran farallón construido con rocas y piedra
caliza dividía la ciudad en la moderna y en la antigua. En la ciudad antigua el tiempo
permanecía impávido; refugiados en nuestros cuerpos dejamos que la lluvia nos
empape, mientras la playa abrupta recogía una a una cada ola que se rompía justo a dos
metros de nuestros pies. Me invitaste a saltar a buscar la sal de la urbe, te tomé de la
cintura y juntos observamos las piedras y la madera que se levantaban y formaban la
ciudad a nuestras espaldas; una calle llena de gemidos se proyecta hasta perderse en el
centro mismo de la ciudad. Fue la hora de regresar, sin embargo, nos fundimos en un
segundo y el salto llegó, la sal, la inmortalidad.
11
Nos dedicamos a olvidarnos; decidimos que nos iría mejor si caminásemos en
sentido contrario, sabíamos que si lo hacíamos nos encontraríamos una vez más. Con
miedo separamos las pisadas, las palabras, las frases. La voz junto con las lámparas de
la calle principal se despidió y las luciérnagas a lo lejos en la montaña dejaron de frotar
las alas; esta ciudad tiene tanto de ti, por más intentos de dejarla siento que va conmigo
a todas partes; reconozco tu cuerpo en las estatuas, en las estaciones de bus, en las vías a
solas; reconozco tu mirada, cuando desnuda desde la puerta de la habitación me
preguntabas ¿qué sería de nosotros si volvemos a coincidir en otro semáforo?
12
Esta ciudad conoció el inicio del tiempo, sin embargo, sus paredes permanecen
intactas; los colores rosáceos de sus paredes talladas en piedra contrastan con el azul del
cielo en medio de la arena. En el frontis del edificio central alguien inscribió una frase
en sánscrito antiguo “deja que mi piel se convierta en la tuya”. Recorremos la ciudad.
Los diseños arquitectónicos bellamente decorados me recuerdan las proporciones
exactas de tu cintura. Inicio un nuevo recorrido esta vez descubro tu cuerpo que
contrasta con el calor de mis caricias. Tu piel es parte de mis manos, por un instante
imagino la mano tallando la frase en sánscrito antiguo.
13
Después de incendiar las naves nos internamos en la ciudad que se extendía a lo
largo de una playa llena de arena plomiza que reflejaba el cielo. La urbe como un libro
abierto permitía leer historias escritas en las paredes; los perros que deambulaban por
los senderos movían alegres sus colas y nos llevaban hacia una casa ubicada en un
declive de la playa, correteaban y nos lamían los talones, los pies; las cicatrices del
tiempo impregnadas en nuestros rostros nos recordaban que ya no somos los mismos. A
medida que llegamos al declive, la casa se dejaba ver pintada de azul, de celeste, de
turquesa, era una prolongación del mar, sus puertas estaban abiertas. Entramos
calladamente, al fondo en una hamaca se balanceaba la misma mujer que nos había
despedido hace veinte lunas. Nos tomó de la mano y empezó a recitar cada una de las
ciudades que habíamos visitado; en orden, sin perder un solo detalle reinventamos las
urbes recién visitadas; la mujer no dejó de hablar hasta que describió un declive, arena
plomiza, puertas abiertas, una hamaca, el viento, la sal.
14
Las paredes de la ciudad son gigantescas rocas que se juntan una a una. La puerta de
acceso a esta ciudad presenta un gran travesaño tallado en un monolito con la cara
frontal pulida, de tal forma que los visitantes pueden levantar la vista y desde un ángulo
preciso contemplar el cielo. En ciertas épocas la mirada se alinea construyendo un
ángulo que deja ver la bandada de las aves volando al sur; en otras épocas se observan
eclipses. La ciudad se advierte monumental, sin embargo, los que la visitan solo la
imaginan, pues absortos en la contemplación de la puerta principal solo atinan a
descubrir la gran urbe celeste, plomiza y blanca que se presenta ante sus ojos.
15
Para arribar a la ciudad, de la que los amantes hablan, es necesario emprender un
viaje a la media noche, pues el alba o los rayos del sol dibujan la silueta de sus cúpulas
a contraluz. Mientras navegamos por el río que atraviesa la ciudad, a derecha e
izquierda se levantan árboles: acacias, cerezos, robles con sus inmensos dedos que nos
acarician, en su follaje se detiene el tiempo. Me apoyo en tu mano, siento tu
estremecimiento; cerramos los ojos y somos parte de la silueta; a contraluz un solo
cuerpo inundado de sombras. Las cúpulas de tu pecho coinciden con la silueta de mis
labios. La ciudad eterna de la luz opuesta sobre nuestros cuerpos fundió el deseo, el
cuerpo, el aliento.
16
Vista de cerca la última ciudad que visitamos era una serie de semicircunferencias
ubicadas en forma descendente. Al fondo de la ciudad se elevaba una pared enorme que
sirve para que las palabras reboten y formen olas. Nos ubicamos en la primera
semicircunferencia y empezamos a gritar nuestros nombres, a describir nuestros
cuerpos; al igual que las palabras se convertían en una, aprendimos a mezclarnos, a
petrificarnos.
CARLOS VÁSCONEZ
Jazz
Jimmy Dorsey y Gene Krupa se reunieron en el Hotel Ambassador el 8 de mayo del 77.
La sala que los acogió era magnífica, de alfombra tejida en Persia, jarrones malteses y
un exquisito retrato de la fundadora del hotel, mujer a la que le habían incrementado sus
gracias a cambio de cinco dólares.
Nadie los reconoció. A ellos poco les importaba, estaban ahí para acordar una
apuesta, ultimar los detalles, verse las caras y simular no saber del temor. El uno llevaba
una bufanda de seda atigrada y fumaba con pitillera. Gene Krupa era menos ostentoso,
salvo por su anillo que era de mujer pero que había jurado llevarlo en el meñique hasta
que la destinataria se lo aceptara. Krupa siempre se lució por su temple lleno de
elegancia. Mancuernas de oro, la pajarita impecable, mentón seguro. Los dos anhelaban
con fruición a la misma rubia camarera, a menudo objeto de sus encontronazos bajo las
luminarias. Tras llevar un momento inmóviles, saludo de por medio, de pie a unos pasos
de distancia, acordaron al día siguiente, en el salón del hotel, demostrar sus artes.
Al clarinetista le tocaba escoger la canción. Jimmy lo pensó un segundo, dos. Se
decantó por Knock Me a Kiss. Era una trampa. Nadie la llevaba a sus propios límites
como Gene Krupa & His Orchestra. Obligarlos a tocar su mayor logro en un duelo y
errar podía deslegitimarlos. Krupa no opuso resistencia mientras masticaba su habano
con alguna furia incorporada al humo y Jimmy le restó importancia con un encogerse de
hombros del todo falso. Al unísono, como si lo hubieran ensayado, pensaron que el
fingimiento es cosa de artistas.
Al día siguiente, ya que consideraban, como todo jazzista, que la paciencia está
sobrevalorada, la rubia, que previsiblemente se hacía llamar Jazz, todo un primor,
piernas larguísimas, dos dedos de frente, boquita de quinceañera muda y que debía ser
jueza y trofeo, se emperifollaba tras bambalinas: retoques de polvos del tono del
desierto, el carmín adecuado, colocándose el sujetador y enrulándose el copete que por
herencia materna chispeaba ráfagas naranjas. Ella fue quien resolvió que no sería esa la
melodía que lo decidiría todo. La cambió por capricho, porque no recordaba esa
melodía. No lo hizo por ningún sentimiento de justicia. Simplemente estaba consumida
por los nervios. Optó, más salomónica, por Leap Here de Nat King Cole que, aunque
carente de letra, demandaba mayor esmero en la flauta y el saxo –palabra que hacía reír
a Jazz por lo bajo y cubrirse la boquita con el arco que hacía la palma de su mano.
Diremos en definitiva que cambió la canción porque a la otra no la conocía y ella más
que nade tenía el deber de seguir el ritmo con sus pies. Acaso bailarla. Acaso renegar,
enfurecerse, indignarse de una nota fallida.
A su pesar, Krupa le parecía guapo, pero le causaba una especie de repulsión; sin
embargo, los mantenía en vilo para sentirse ambicionada y deseo en estado puro. Le
encantaba cómo los reflectores herían el rostro de Krupa cuando se colaban por entre las
cortinas.
Aspiró fuerte. Ajustó las zapatillas de tacón alto con un del todo tierno
movimiento de tobillos que incitaba a sus rodillas a juntarse. Apareció bamboleándose.
Trasero delineado en la falda, dos pechos breves, hombros desnudos. Los silbidos la
engalanaban. Se veía más hermosa que de costumbre, y eso era de por sí una
exageración del buen gusto. La pretendían todos, caballos desbocados; la había poseído
un grupo selecto de rufianes y politicastros del cual nadie conocía a ninguno de sus
integrantes. Burdo Carlmichael, el bartender, juraba por Louis Armstrong que Jazz era
virgen. Ella se valorizaba incentivando el rumor de su pureza.
De Burdo Carlmichael bastará mencionar su carácter místico. Releía a intervalos
un libro sobre el tarot en el que se aprendía a matar a las cartas negativas, como la del
Loco y la de la Muerte Colgante de Cabeza, del mismísimo tarot, y le temblaban las
piernas de solo pensar en que alguien le practicara vudú. Tenía el mentón cuadrangular,
digno de un boxeador. Su Martini seco era legendario: había que ver cómo buceaba la
piel de cimbra del limón en lo que al día siguiente sería resaca.
Para que se exhibiera mayor rigor en la determinación final, Shorty Rogers sería
el consejero de la bella Jazz. También quien más le tocaría el trasero en toda la noche.
Shorty era una leyenda menor, se suponía que no se bañaba nunca el día en que le
correspondía subir al escenario, y todos los días tocaba. ¡Y cómo tocaba! Olía, le
parecía a Jazz, a lo que huelen los santos o su padre, que para el caso era lo mismo. Por
eso le permitía posar sus manos en sus tersas nalgas y sentirlas rodearla por la cintura.
En la esquina del fondo un sujeto fumaba y bebía sin tregua. Su cabellera era un
recuerdo remoto de sí misma, un día copiosa y emblemática cual bandera de un país
emergente. De manera tétrica guardaba un cigarrillo detrás de la oreja derecha que no lo
encendía, como si estuviera preparándolo para alguien que debería acompañarlo. En la
otra, un bolígrafo cargado de tinta como si de purulencias se tratara, al que no usaba, era
objeto de malabares que iban y volvían enredándose en esa confusión de dedos. Más
bien tenía la manía nada agradable de simular que escribía con el dedo sobre la tabla de
la mesa, arabescos indescifrables. Al acercarse cualquiera, dejaba el bolígrafo,
tamborileaba y le ofrendaba una sonrisa patética de quien invita a sentarse y sabe de
antemano que su propuesta será rechazada con una sonrisa hosca y auténtica. Se trataba
de un sujeto alto, corpulento, le sentaba usar camisas de bolos. No bebía por pena ni
había dejado de fumar porque adivinaba al cáncer poseyéndolo como un perro cachondo
a un hidrante. No era como si el mundo estuviera yéndosele a acabar. No. En todo caso
daba la sensación de inaugurarlo, de festejar el nacimiento del primogénito de su mejor
amigo tras cada copa. Burdo Carlmichael le decía una y otra vez a Lucy, una mesera
desorbitada que equivocaba pedidos, que ese escocés sin hielo era de Ellroy.
Yo únicamente tengo ojos para ti, cantaba en su inglés Dinah Shore. Nadie la
invitó; ni falta que hubiera hecho. Fue de curiosa, fue porque siempre estaba ahí, o por
ahí, se ofreció juguetona a hacer de telonera (giraba su cadena con un dedo, así giran los
silbatos los guardias de esquina).
Gene y Jimmy, a quien lo ahogaba un nudo Windsor, esperaban en silencio en
mesas contiguas. El uno calentaba la mano contra la madera de su mesa; el otro, Jimmy,
tenía los labios en forma de embudo, como si esperara permanentemente un beso
inaugural. El salón estaba abarrotado desde las siete menos quince, que es cuando Jazz
vio el reloj por última vez. Una suerte de jolgorio contenido energizaba al ambiente; se
anunciaba la posible llegada de Buddy Richie. El ambiente era festivo, cualquiera diría
que había fallecido un senador y los deudos esperaban ansiosos el arribo y las
condolencias del presidente. Salvo la mesa de Ellroy, en todas las demás la charla era
ruidosa, atada a un péndulo invisible que colgaba sobre sus cabezas, a expensas de la
canción de fondo y de la entonación celestial de Dinah.
Scarlatina de baja melanina, enfermedad transmitida por rubias parpadeantes, algo
irreales, atosigaba a los dos líderes de las principales big band de Nueva Orleans. Los
dos habían ganado sus premios; a los dos les importaban un accidente ferroviario en los
Alpes suizos. Los dos eran alcohólicos y los dos estaban al límite de la genialidad, de no
ser por ese sórdido virus que los tentaba a componer la misma canción y a ejecutar sus
artes con la misma imagen recorriéndoles las manos.
Ardían las luces. Alguna parpadeaba, murciélago extraviado.
Jazz se levantó, toda impulsiva, lo que era otra de las subcategorías de la
tentación, sacudió las manos como si prendieran de fuego, recorrió el salón a pasitos de
miniatura, arqueó los brazos, invitó a uno de los contendientes a que le enganchara su
izquierda y al otro que lo que más quería era estar a la izquierda; los desfiló por el bar
en sentido contrario y los sentó ahora en la misma mesa. Sirvió a cada uno esa novedosa
bebida a la que los mexicanos y otros hombres de bijote llamaban “cubata”. Chasqueaba
los dedos. Parecía que quería pedir algo a un mozo que de súbito había huido presa de la
ansiedad. Tal vez a un fantasma. Siempre quería las cosas a sus órdenes, inmediatas y
sin pucheros. Soñó en apurar al tiempo, que apremie a las manijas del reloj, la hora
pactada era las once.
A las once menos diez aleteó una moneda de un dólar que había salido del bolsillo
de Ellroy que decidió que el primero en subir al escenario sería Gene Krupa. Segundos
antes, Jazz besaba apasionadamente esa moneda, ojos bien cerrados, labios en u.
Se incrementaron las apuestas. Burdo Carlmichael apostó cinco dólares a ambos,
su propina. Ellroy –de nombre James– quería pero no pudo cuando le respondieron que
era imposible apostar a que ninguno merecería el premio. Diría: “Es que Jazz es mucho
para cualquiera de ellos. Es mucho para cualquiera que tenga que apostar para
conseguirla”.
Tenían algo muy particular, que los reconocía aún más que tener el mismo rostro
o nacer de una misma mujer, algo que hacía que sin importar quién los identificase, los
vieran con claridad en su imaginación: su manera de expresarse. En el escenario, por
más que uno se dedicase a la percusión y el otro al viento, eran uno solo y sin
proponérselo conseguían que su audiencia entrecerrara los ojos y los sintieran; era una
sensación prima en primer grado del amor.
Gene Krupa se lució. Había ordenado que bajaran las luces a lo mínimo. Su
batería desató truenos empotrados. Tendió en las almas de sus escuchas un abrigo de
emociones. Tocó como pocas veces antes. Sudó poco. Jazz se mordía las uñas, luego
sus labios, con dicha y placidez. Torcía la boquita repintada. Se empoderó de ella la
fijación oral. Quería absorber esencias, dilatar hombres. Al finalizar, a Jazz no le quedó
otra reacción salvo la de incorporarse de la silla y aplaudir henchida de emoción. Ellroy
se sintió extraño, adhirió su mirada a fijeza a Jimmy Dorsey quien se rompía las palmas
de tanto aplaudir. Supo que a Jimmy ya no le interesa subir al escenario luego de Gene
pero que una apuesta es una apuesta y que debe saldarla o la deshonra le caería encima
como a un animado un piano de cola. Además estaba de por medio Jazz, la intocada.
Luego sucede lo impensado. Jimmy hace un gesto y aspira profundo. El clarinete
nunca será tan espectacular como la batería, piensa para no sentirse derrotado antes de
acabar. Está en otro lado, en la cama de su habtación esa misma noche pensando en
cómo retozan Gene y Jazz, queriendo embriagarse y a sabiendas que no lo hará para no
verse percudido por el amanecer. Y no obstante, toca espléndido, y no alcanza la
exquisitez rabiosa de Gene. Él lo sabe. Ellroy lo presiente. No ha habido el menor
equívoco, solo que él no estaba ahí. Baja de la tarima cadenciosamente y, digno, luego
de quitarse la bufanda de seda y ajustarse los pantalones, estrecha la mano de su
adversario sin proferir palabra, le guiña, insolente, el ojo a Jazz y le desea, lugar común
incluido, sarnoso, suerte con ese hombre a quien no deja de estrecharle la mano, ya que
la necesitará, y mucha, recalca.
A Jazz lo embarga una sensación rara. Se aferra al vientre y frunce la cara. Toda
la cara. Se levanta porque se le tensan las piernas, calambres consecutivos;
sobreactuación, quiere pensar una mujer coqueta que no es el foco de atención. Recorre
dos pasos ante toda esa gente que la ve trasladar el trasero con pesadez, como si le fuera
nuevo, una especie de implante que la desequilibra. Se le desprende una zapatilla. Hay
un serio problema porque le resta importancia. Da un paso más. Cae de bruces,
fulminada. La moneda rueda por el piso acristalado. La detiene el pie de Ellroy, James
Ellroy. “Así huye el dinero, o rueda o vuela”, masculla en tanto lo coge con sus dedos
agarrotados por el whisky y el frenesí de la escena.
La leyenda asegura que fue ese guiño. Un guiño letal. Un guiño que traía de
ultratumba el maleficio de toda una estirpe. La leyenda ha sido alentada por Gene Krupa
quien la ha regado por la ribera del Mississippi, en sus tours, durante sus vacaciones, de
incógnito. Se ha desplazado por los valles como hojas empujadas por el viento. “Es un
brujo rastrero. Un invocador demoníaco. No soportó la idea de verme con la mujer que
no soñaba con él. Recuerdo aquella noche. En la inmensidad del cielo apareció la luna
girando en toda su magnificencia. La cercanía de Jazz, me lo confesó Jimmy, le
fascinaba y oprimía. Desde entonces no escucho su música, incluso impongo que la
apaguen si suena en algún lugar donde me encuentre, porque estoy seguro de que se
trata de una serie de conjuros cargados de maledicencias”, lo propagaba con cinismo,
desacreditándolo. Ellroy refiere la escena en La Dalia Negra. Pero Ellroy sabe callar lo
adecuado.
Atesora la moneda en un bolsillo falso de la única chaqueta que usa. Es su
moneda de la suerte y la enseña sin permitir que nadie la toque.
Algo de alprazolam
Eduarda durmió mal, sobresaltada por sueños en los que predominaban los de caza.
Solo la despertaba muy de vez en cuando su perro Esopo, que dormía con ella. Ni
siquiera el oleaje la lograba mecer hasta alcanzar la plenitud del sueño. No se
acostumbraba a la forma en que el barco la acunaba. Tampoco lo conseguía su abuela
Sonia, que en el otro camarote permanecía en vigilia toda la noche, pensando en una
infinidad de desgracias, con la firme convicción de que pensarlas hacía que no
sucedieran.
–Tienes que viajar, ma linda –le había dicho Eduarda.
Ya era hora de embarcarse. ¿Había soñado Sonia con una travesía por el Pacífico
hasta el Atlántico y de ahí al norte? ¿Alguna vez aspiró realmente conocer Estados
Unidos?
Desde que murió Milton, su esposo, Sonia se adiestró en el añejo arte de
dominar a sus demonios, al dolor. El divorcio de Eduarda fue como si de pronto
anduviera de nuevo sobre cristales rotos. La angustia al pensar qué haría su pobre nieta
con tanto tiempo disponible y una prematura pensión por viudez en Nueva York la
perseguía de un lugar a otro. La imaginaba con un par de bragas desenvolviéndose en
las noches opacas de esa inmensa ciudad, buscando pasión.
En las maletas llevaba toda su vida. Empacó con una inteligencia sutil: si
naufragamos, me hundiré con todo lo que soy, pensaba a su habitual manera, un tanto
catastrófica, pesimista. Dos fotografías enmarcadas de ella con Milton, una en la iglesia
de San Francisco de Quito, la otra en Salinas, veraneando, cuando aún podían presumir
ambos de vientres lisos, a pesar de su primogénito. Todos los días vestía los mismos
pantalones de lino. Atesoraba un pequeño cofre de madera en el que llevaba los anillos,
el de compromiso y la alianza, que nunca extravió y que ya no le encajaban en el anular.
No conocía a nadie de su edad que tuviera los dos anillos intactos, lo que la
enorgullecía.
Sonia era la primera en estar en cubierta cada mañana durante las tres semanas
que duró el viaje. Veía el mar, la línea del horizonte, y pensaba que algo se alejaba de
ella, aunque no sabía qué era. La perseguía la sensación de que su casa se venía abajo;
divisaba a las malas hierbas apoderándose del patio. Por eso se esforzaba por mantener
sus recuerdos muy vivos. No habría podido soportar lo que le ocurrió a su madre Ana
María, quien le confesó, espantada en el lecho de muerte, que no recordaba desde hacía
años a su esposo y que temía que como castigo ultraterreno no pudiera ubicarlo entre
tanta alma luego de fallecer. Por eso callaba tanto, porque conversaba largamente con
sus muertos.
Y por eso es que también le resultaba ridículo ese viaje.
–Si vamos a Nueva York, te aseguro que tu salud se renueva.
No podía decirle a su nieta, ya que el mismo temor que había sellado los labios
de su madre era el que ahora la amordazaba, que para ella era mejor morir de una buena
vez y así gozar un poco más de la eternidad, de las promesas de la vida en el Más Allá.
Y por no decir la verdad, asintió humilde y sumisamente en tanto revolvía el azúcar que
necia no se disolvía en el té. Además, ¿quién le decía que aquellos medicamentos y sus
tratamientos no le agudizarían la mente?, porque ¿quién le aseguraba que lo que
recordaba no era fruto exclusivo de su invención y que el rostro de su adorado Milton
había sido trastocado con los años, y que sus memorias se vieron infestadas por
fotografías o vídeos ajenos?
En silencio, descontaba un rosario a las seis de la mañana, a las once, a las
dieciocho y a veces a medianoche.
El mar se mantuvo en calma durante casi todo el viaje. Esopo ladraba y se
enfurecía; su ladrido se perdía en el mar. Sonia le daba tajadas de pan y, ante el menor
descuido de su nieta, escondía un trozo de carne seca entre la masa, que calmaba al
perro. Guayaquil, el puerto, era una ciudad que nunca le agradó; sabía muy bien que
igual le resultaría cualquier otro sitio. Por eso gente como ella se dedica tanto a sus
casas, a sus hogares, porque en el exterior no hay algo que las satisfaga. Son creadores
espectaculares de universos tan remotos como el que habita debajo de la loza de una
efigie religiosa que nos vemos imposibilitados a derribar. El cielo compartía su dulzura
y el canto del viento se convertía en un arrullo. Apenas una tarde garuó, si aquellas
esquirlas de nubes pueden ser llamadas garúa. Sonia disfrutó esas gotitas que le
salpicaban en las mejillas y cerraba los ojos, se imaginó a sí misma como una muchacha
pelirroja y pecosa, descendiente de vikingos.
A Eduarda no la complacían los cortejos del capitán de la nave, un
puertorriqueño de mostacho descomunal que acicalaba mecánica y vulgarmente y que
halagaba con reverencia a Esopo. En cierto sentido a Eduarda no le agradaba casi nada,
era más bien reacia a las florituras de cualquier género y no concebía que existieran
hombres diferentes, superiores, que pudieran fundar mundos mejores a este, con
excepción de los médicos, o, para ser precisos, de la mayoría de ellos. Su oficio de
periodista le había mostrado la otra cara de los seres humanos, y era una cara con un
marcado gesto de desprecio por los demás, o, como le habría dicho a su ex, “un rostro
dibujado por un artista ebrio”. Algo de esa desidia era pura herencia.
Para sorpresa de las dos, nieta y abuela, Sonia se sintió deslumbrada ante la
Estatua de la Libertad. Eduarda se conmovió al ver a su abuela cual niña contando
tantas historias que había oído de aquel monumento, historias que en su mayoría eran
falsas.
Sintió que el aire era otro. Ella se sintió otra. Los recuerdos empezaron a huir de
su cabeza, ocupando su lugar una retahíla de novedades, un cúmulo de novísimas
experiencias acaso sensoriales. El pasado era desplazado a puntapiés por el presente.
A Eduarda le costó trabajo desembarcar a Esopo, al que tuvo que amenazar para
que se moviera, para que caminara sobre la rampa y el puente. Algún día previo había
imaginado que esa tarea le tocaría desempeñar con su abuela, quien estaba absorta por
los matices de la ciudad que, cual ciego al que le obró el milagro, veía sin parar.
Clemencia Vera parece mucho más vieja de lo que es, pensó Sonia. Tenían la
misma edad, aunque es consabido que vivir en una ciudad como Nueva York no es lo
mismo que vivir en Ambato, el ambiente repercute, el vértigo, la ausencia de suspiros.
Las atendió invirtiendo en ellas todas sus ganas, como si fueran parientas cercanas, su
hermana y su sobrina nieta, deferencias a los que ellas no podían hacer caso omiso. Al
día siguiente de su arribo, al día siguiente de una noche en que casi no durmieron
satisfaciendo la curiosidad de Clemencia, quien no volvió a pisar el Ecuador desde que
tuvo veintiún años y convenció a un novio enfermo de amor que su destino estaba en el
norte, al día siguiente de que Sonia vio cómo los sueños ajenos empotrados en la llama
de la Estatua de la Libertad explotaban en colores vivos y tras distinguir que aquellos
pueden tener mejor talante que los propios, fueron al médico, un tal doctor Krauze,
hermoso como un roble y que de roble tenía el viento enredado entre sus extremidades y
el cabello, quien le aseguró que sus males no surgían de una incrementada hipocondría,
propia de lugares en los que no hay mucho que ver, sino que eran el resultado de subir y
descender escaleras improvisadas por un arquitecto novato, su hijo. Preguntó si no
recordaba haber padecido un ataque de hipo. Sonia negó con la cabeza. Él aseguró que
estaba afectada en las caderas y eso habría provocado que su circulación también se
viera diezmada, por no decir entorpecida –tales fueron sus palabras literales– y
ocasionara que su lucidez terminara por convertirse en alucinación.
–Por eso aparecen fantasmas en lugares como del que provienes –sentenció el
doctor Krauze, y un orgullo sobrehumano infló su pecho y movió sus manos que, luego
de acomodar su estetoscopio alrededor de su garganta, garrapatearon (todo había fluido
en un español impecable, carente de acento, refinadísimo) una receta que las dejaría
boquiabiertas; a Sonia le habría desagradado el tuteo, pero no tuvo tiempo de sopesarlo.
La letra era infame, casi una raya carente de siluetas.
CRISTIAN AVECILLAS
DE LA REALIDAD A LA MÚSICA
a Victoria Maga, oráculo
1
Nos decimos:
“Obedezco, ya es momento de imitar al corazón”;
Y en el latido de la raza
Asestamos nuestro golpe de pronósticos y máscaras;
Y ya es la percusión.
2
Así como la tierra sopla adentro del bambú
Cuando la brisa se aproxima,
Así juntamos nuestros labios al bambú
Y ya es la melodía.
3
Así como el océano se entrega a las arenas con los credos de un adentro,
Así nos entregamos al silencio;
Y ya es el resonar.
4
Y al fin la música:
5
Tendremos tótem en las piernas cuando nazca la canción del pubis.
Tendremos tótem en la inteligencia cuando nazca la canción de la cabeza.
Tendremos tótem en la piedra cuando nazca la canción del tiempo.
Tendremos tótem en la hoguera cuando nazca la canción del sol.
6
Así es el mundo:
Adentro hay una danza de mujer llenándose de mundo,
Afuera hay una danza de hombre duplicándonos el mundo;
7
Entonces comenzamos a cantar:
Juntamos nuestro instinto de silencio con los fuegos del silencio
Y un anuncio de estructura nos florece en la frondosidad quemada.
8
Cuando el canto sustituye al infinito es el punto de alcanzar el infinito,
Cuando el canto sustituye a lo cantado es el punto de empezar otra canción.
9
Cantamos al rumor de un hombre:
“La búsqueda de un héroe nos impide la victoria del desgaste”.
10
Y entendemos la victoria:
“Somos tres los despiertos ahora:
El héroe que no duerme, y nosotros, sus efímeros cantores”.
Entendemos el amor:
“La boca ya no sirve para hablar, sirve para convidar,
La sombra ya no sirve para oscurecer, sirve para estimular”.
11
Y por fin nos liberamos del paisaje al convertimos en paisaje:
12
Por fin nos agregamos al ritual del universo
Al sentir el universo en el ritual del propio cuerpo:
13
Y si en el centro de la música se descompone toda pertenencia
¡Eso es lo sagrado!
14
Porque la música es el verso que comienza
Donde trébol y árbol son igual de poderosos,
¡Y eso es lo sagrado!
Porque el deleite de una orilla es la otra orilla,
¡Y eso es lo sagrado!
JUAN CARLOS ASTUDILLO S
El sillón
junto el río
y escucho un suspiro chiquito
soñando
la otra esquina del sillón,
decir
precisar,
desnudo
67
¿viste que te encuentro al fondo de un trigal verde, rectangular, espacioso; de pie sobre
el tapial de madera que sostiene el balcón casi a ras de piso, también de madera, desde
donde respiras la huerta, el rio y la montaña, reclinadas las rodillas sonriendo cada paso
del sueño despeinado que se acerca a ti mientras, a la distancia, observo y sostengo la
bolsa con las compras para la cena y el corazón hinchado de tu nombre sobre el mío
mojando la tierra, a cuatro manos, asistiendo el rumor de toda Verdad?
La quietud
no suponer. no mendigar.
un fondo
que se abre al vientre, al infinito…
una sorpresa,
su pregunta y el espacio para asirla…
la certeza,
la magnitud de la cruz;
través
de
mi.
puertas
ninguna figura
la sombra que justifica un huequito tímido en la luz,
su hipo.
PAULA MARTÍNEZ
San Telmo
Fito
Un hormiguero
en mi cabeza
caótica,
bipolares obreras
se aplastan,
empujan,
cambian de vía,
de ritmo,
hasta enredar
nerviosos canales,
amotinar
los estímulos,
la sangre,
dolor, muerte, dolor,
ojos desgastados que chorrean
sin llegar a abrirse.
Te amo, te amo
(reconozco la voz,
las manos).
Abismo,
todo negro,
nada negra,
abismo,
las piernas
del feto que fui
se encogen sobre el pecho,
tanta belleza inútil,
veneno en los labios,
ceguera
¡apiádate ya de mi!
el mundo danza ajeno.
Y hay sombras,
humedece el paño rojo
de tu ausencia
sobre mis sienes,
sobre mi ombligo,
sobre mi sexo,
tratá y deja de mentir
Sofocada,
Desnuda,
la hierba me corrompe
para siempre,
¡Tuve cinco minutos
en tu red!
pienso marchita,
agonizo la libertad,
me extingo,
lejos de la noche de tu cuerpo
del encierro de tus brazos,
desierto y espejismo.
Pero no me escribes,
y lejos del roce de tus dedos,
tu voz trae un desagradable olor
a
elefante
mojado.
Sólo tu corazón caliente
Lorca
RAFAEL…
Tu sonrisa de desliza
en los recovecos
de mi perverso laberinto,
y asientes con la ternura infinita
de los ángeles
en las estampas,
me estremeces el polvo y el gris
en una estrepitosa
tormenta de colores.
Te conocía de siempre
el oro de tu pelo
todavía refleja algo puro
en mi alma.
Ya no hay mundo
lejos de tu orilla.
Yo no inventé tus monstruos
pero sé que van a devorarme,
en este otro y vacío sitio
se deprimen los versos
demasiado paganos
para exorcizarte…
Húmeda de llanto,
valiente,
decido
librarte de este acto de fe
y me detengo
frente a ti
desnuda,
transparente,
sola,
a temblar este amor…
Esperas en el piso,
decrépito,
tu lengua seca
busca algún espacio de cuerpo
para sobrevivirme,
martirizas
la última de las esperanzas
con tu mano
extendida...
lejos
mis alas,
se abren
sin drama
me voy,
te olvidé dos días antes
de quererte…
FREDDY AYALA PLAZARTE
línea sacra
madero de moria1
antes de la tierra
ecuación incorpórea
línea primitiva
paso genealógico
1
También conocido como ‘monte calvario’ en el mundo judeo-cristiano, sitio de la vileza y crucifixión de
Cristo.
paso matemático
paso meridiano
paso siglo
paso ausente
paso geodésico
2
Instrumento óptico monocular.
MAPA LÍNEA
1.
Aguanoche
cuánto ayuno disimulaba en sus entrañas
ajena a la ceremonia
de una elástica imagen
Aguasiglo
arquitecta sílaba de una escritura arcaica
y en su espalda
se descuartizaba la nuez
incansablemente buscaba el Sur entre sus talones
2.
ESQUEMA DE UN PENSAMIENTO
JORGE AGUILAR
Ya una vez
el más hambriento me ofreció su pan
sin ninguna ley improductiva,
sin razón supuesta.
Sería ridículo intentarlo literalmente,
porque ya alguna vez alguien puso el pecho
por la patria, por la fe y hasta por el horror
ante ese disparo de pistola tragicómica,
donde las balas eran serpentinas atrapadas entre los cables de luz.
Porque ya alguna vez
los anhelos de animal profeta
se tradujeron en lenguaje de señas
de diversas tesituras.
Juntó apenas toda la eternidad en esa esquina donde esperábamos las estaciones,
arduamente cultivaba en el aire mientras los siglos le insistían la totalidad de la cosecha.
Yo le había cumplido con el número exacto de años que especificaba mi contrato.
A ella no parecía importarle ese lejano origen que abandonaba, sólo con la excusa de
desgarrar su blusa de viento. Abrió unos cuantos botones sin prólogo ni charlatanería,
sin mirar al destinatario, intentó vaciar su cuerpo dando al César lo que nunca pudo
tener y dando a Dios lo que no inventaría.
Ya una vez me pasó que no sabía lo que era lo que acababa de escribir, entonces decidí
enmarcar todos esos sonetos sin sentido en marcos que posteriormente fueron
exhibidos. Así decidí verlos, como cuadros que cuando pasaba por la casa, en una sola
lectura me sugerían el paisaje o las formas enardecidas de una silueta. Había una estrofa
en particular, de una bicicleta naranja un tanto vieja que nunca se había movido, aquella
postal evidenciaba la inutilidad de ciertas invenciones, que daba al mundo la ausencia
del hombre. Había otra estrofa que se leía por sí sola, una que fue colocada
estratégicamente para aprovechar los rayos del sol y reflejar sobre una hoja en blanco el
rostro de quien la mire. El logro del autor había sido muy absurdo en realidad, porque
no había nada ante nuestra mirada, ni demencia, ni llanto. Sólo un papel en blanco
encerrado entre vidrio y madera reprimiendo todas sus ganas de zamparse en la cara de
los curiosos —que muy osados— piensan parecerse a todo ese universo posible.
Infancia
Peso 0
Espejos II
Etéreo
Y se calla.
Se calla,
porque el sentimiento existe
y si se cuenta,
se triza.
Huida imperceptible
Borro tu mano,
desaparezco uno a uno tus dedos.
Elimino tus labios de mi memoria,
no los hago míos...
Nunca fueron.
Porque no estabas,
no te creía si no era de noche.
No pudiste pronunciar nada en la madrugada,
estuve sola.
Y quería encontrarte
en medio del naufragio obligado,
pero zarpaste solo como siempre,
como has estado desde el principio del alba,
desde el parque y el cuarto vacío,
sin tus pies y palabras que se escaparon...
a la nada.
No fuiste parte...
porque sin noche no te creo
y sin lluvia no existes.
FALCO
Lunes, subirte al taxi, sentarte atrás, pedirle que te lleve a una dirección tal. Colocarte
los audífonos, poner una vez más Pictures Of You de The Cure, apegar la cabeza al
vidrio, mirar al mundo pasar por la ventana, saber que estás y no estás ahí, sentir que la
muerte va sentada a tu lado mirando la otra orilla en silencio, apegando también su
rostro al vidrio. No necesitas voltear para saber que ahí está, y mientras el taxi
desciende la quebrada y el taxista inútilmente quiere conversar contigo, sientes de
pronto que la muerte comparte tu melancolía de saber que Liz cada vez se aleja más.
Por eso tampoco te mira, te habla, te sonríe. El auto serpentea, tu cuerpo gravita la nada
que evapora toda posible palabra. Toma treinta y seis minutos llegar al trabajo. Pagas y
sólo ahí, antes de bajar, volteas a tu izquierda. Pero la niña blanca ya no está. No
aguantó tanta tristeza compartida contigo en un estrecho asiento para tres. Se bajó antes,
en el puente de los suicidas. Ahí está, columpiándose en hilos de sangre mientras ríe
acompañada del canto de un río que busca olvidar al mar.
TANIA RODRÍGUEZ
Sofi Mac-Donald
Harry
Minutos después de la celebración de la boda, ella lo vio caminando entre los
invitados y se dejó conmover por su primera mirada. Le pareció que, ciertamente,
aquel hombre no podía ser un ser humano común, porque poseía excelencia y altivez en
su andar y un algo de humildad y de ternura en los ojos. Luego de unas horas le fue
necesario recordar que hace poco había prometido fidelidad a otro hombre y buscó en
su razón la idea que la tranquilizara: “al final de la fiesta no volveré a verlo”.
Pero ello lejos de dotarle de la calma que buscaba, la intranquilizó aún más. Toda su
felicidad de novia que se atavía para su esposo de hace algunas horas se transformaba
en una desazón que la confinaba a la más cruel inseguridad. ¿No se había
comprometido hace tanto tiempo? y ¿no había esperado por el hombre que ahora era
esposo como si fuera este el único hombre existente en el universo?
Volvió el rostro y descubrió que aquel hombre de piel trigueña y enmarcadas cejas
la miraba también, sintió con horror que su atracción era mutua, tuvo miedo de que
alguien más lo notara, buscó entre los invitados alguna mueca de sospecha, empezó a
reír cínicamente tierna para despistar a los demás invitados de su infausta
preocupación. Pero, conforme pasaba el tiempo y se cambiaban las piezas musicales,
fue cayendo en la desesperanza, porque él -el extranjero amigo de su esposo- tendría
que abandonar la sala para regresar a su país, y ella perdería para siempre la magia de
aquel momento que la atormentaba.
Deseaba con fervor que él se acercara para saludarla, pero el hombre se mantenía en
un rincón de la sala. Algunos minutos después, otro de sus amigos invitó a Harry -así se
llamaba el extraño- a bailar con una guapa moza y él aceptó. Esa fue la única pieza que
bailó y mientras lo hacía, ella sentía cómo algo parecido a un monstruo le
congestionaba el habla, sobre todo, cuando él dirigía su rostro hacia ella como para
disculparse por su infidelidad con la mirada.
De vez en vez, se preocupaba por despertar de esta pesadilla y volcaba su vida para
otro lado con todas las fuerzas de su alma. Sin embargo, no fue fácil ignorar a aquel
hombre que le proporcionaba el momento más placentero desde hace doce años, los
que llevaba comprometida. Tenía una magia singular que no poseía ninguno de los
hombres que había conocido ni que conocería durante toda su vida. Porque Harry era,
para ella, la creatura por la que los dotes artísticos del Divino Hacedor llegaban a su
más alta perfección; y estos, los minutos más singulares y felices de toda su existencia.
La fiesta continuaba, los novios tenían que despedirse, estaba obligada a mirar a
hacia otro lado, pero sentía que el hombre -quien al igual que ella le había dado la
espalda en un momento clímax de su turbación debido a su lucha personal en contra de
esa atracción tan repentina- ahora tenía sus ojos sobre ella, esperando la mirada última
que ella tuvo la atormentadora valentía de negarle.
AMBER CHICA APOLO
Danza gastada
No hay caminos
ni rutas inmoladas.
-se ha perdido-
No hay dogmas.
No hay fe.
No hay artificios
que la puedan sostener.
Ya su dios se convirtió
en estertor soñoliento.
Ya su ingenio se suicidó
Y su orgullo quedó huérfano.
-se ha perdido-
Génesis 19:15-17
La esposa de Lot se convierte en sal
mientras la última pareja prohibida
gime entre las llamas
SOLEDAD
CORRAL
VIII
Sabíamos cómo cambiarlo todo de un solo golpe. Cómo cualquier atisbo de goce podía
convertirse en el parte mortuorio de nuestros sentimientos. Con Alisa aprendí a
reconocer el sabor de ese riesgo.
Fue un día de agosto, tono sepia. Desde un tiempo atrás sentía que mi relación con Alisa
era siempre cuestión de jugar a las vencidas. Ese día conspiró para que todo en mí
amaneciera agostado… Llegué temprano para evitar ver cómo la gente se acumulaba a
su alrededor para adularla con su palabrería insensata –único objetivo de la
muchedumbre egoísta que la rodea, que huye de los modelos oficiales, sin darle un
valor sincero a su escape alternativo-. Para el momento en que Alisa subió al escenario,
yo esperaba estar ya, de alguna manera, amortiguado.
Primer acorde: todas las personas se volvieron extrañas, viviendo y muriendo en ese
segundo. A mí me gustaba su voz, me parecía una disculpa con la que eludía mi
presencia. Yo, parado frente a ella como un dibujo abriéndose intentado penetrar en sus
ojos turbadores, pero esquivos.
Los pocos minutos entre canción y canción me servían para buscar la justificación de
verme allí, perdido en medio de esas criaturas fanáticas, silbidos y gritos que no
soportaba, pero, su canto volvía a erigir razones. En cada coro, para ella, me volvía un
prófugo entre su público menos importante que yo, pero quizá más duradero. Sin
embargo, me hallaba absorto en el sonido de su guitarra, quería que me acaricie con sus
manos de mujer, no que me desgarre ese ser petulante en el que, poco a poco, se
convertía.
De pronto todo se me nubló, ese momento pensé que fue porque manosearon mucho su
brillo. A penas conseguí distinguir que, a pesar del ensimismamiento, no estaba tan solo
y que mi plan para mantenerme distante de Alisa y de todo ser de alrededor de 100
libras metido en un traje alternativo, no había funcionado como esperaba.
Me desperté el domingo que traía una seca y pesada melancolía en sus bolsillos.
Encontré sospechosas marcas de besos rojos en mi camisa y una distancia inexplicable
entre lo que no recordaba y mi inmenso amor. Supe que había cambiado de dirección
bajo los efectos de aún no sé qué estupefacientes. Después del concierto me había
convertido en un humano involucionado que con tanto malestar me tocaba aceptar. Me
daba nausea el olor de mi cuerpo que se había apegado al de una mujer cualquiera, un
olor que no era el de las carnes que arden cuando se entregan con pasión. Logré coger
mi celular. Un mensaje recibido, era de Alisa: Emiliano, quédate donde estás, en ese
trozo de cielo, en ese desequilibrio entre el sol y la luna, en la nada de tu sueño infeliz.
Ahora me doy cuenta que entre Alisa y yo hay solo una soledad compartida, punto en el
que nos unimos: miedo que mata toda vida y toda resurrección.
SEBASTIÁN
ÁVILA
Yo que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de mi cadáver el último
poema.
Yo no soy aquel
Cumpleaños feliz
¿Cuántos tiros hacen falta para matar al ruiseñor? Harper Lee demostró que los valores
son necesarios, ¿en esta época donde no importa más que el placer propio? Sí, esos que
te enseñan en la casa o en la calle. Pero, no entiendo, To Kill a Mockingbird ganó el
Pullitzer en 1961, a qué viene tu anacrónica reflexión. No lo sé, vi la película dirigida
por Mulligan hace poco y hoy me acordé. Bueno, es tu cumpleaños, estás melancólico.
Tal vez, pero es un gran libro y ahora las películas en blanco y negro me llaman más la
atención, es como si mi vida no tuviera matices, como si toda decisión que tome me
llevara al abismo o en el mejor de los casos, a un peñasco, pero no encuentro ese
camino a la tranquilidad o felicidad, ¿es que acaso existe? Uno de los principios
fundamentales de la vida es la felicidad o la búsqueda de ella, la alquimia de convertir la
competencia por la supervivencia en ese producto ideal de la publicidad que se llama
felicidad, a vos te aqueja, te pesa, te disgusta, que empieces a pensar en ella como un
ideal, temes que tus sueños de rebeldía se detengan por ese ideal tan franco y necesario
que es la tranquilidad. ¿Pero cómo luchar contra ese mundo? ¿cómo no sentir miedo al
fracaso? No estamos solos, y te digo, ahora, en estos últimos años he regresado al calor
familiar. No te reprochó los deseos. ¿Te burlas? Tampoco, pero debes comprender que
el tedio no es una molestia, no debes reprochar tus pensamientos, ni ocultarlos, tal vez
escribirlo, alguna vez te dijeron eras bueno escribiendo. Y hablando huevadas también.
Es parte del proceso. No te detengas hasta que te sientas absuelto por vos. ¿Resulta
ahora que también puedo ser cura o alguna especie de mercader de ilusión? No, claro,
vos eres más hijueputa. Pero empiezo por algo, tengo 24 y miles de dudas. Tengo celos,
rabia, deseos, ansiedad. Llego a menospreciar y luego a idolatrar, siento que no he
conseguido ni la mitad que me he prepuesto, que cada día estoy más lejos de lo que
deseo. Ya veo a dónde va esto, quieres que te digan que eres perfecto y que puedes, que
la vida no es justa y que mereces lo que otros tienen, pero no seas tan huevón, no
tendrás eso de mí, si quieres vivir una mentira lee alguna huevada de librería
higienizada, tienes a Coehlo, Risso, y cientos de charlatanes, deja de gastar en libros
extraños de autores que pocos conocen y que vos también poco conoces; has leído algo,
tampoco mucho, pero en tus estantes tienes autores interesantes, aunque, eso sí te digo,
lees como un cerdo, eres desordenado en tus lecturas. Qué le voy a hacer, nunca he sido
un prodigio del orden, ni en mi vida, mis lecturas son un reflejo de ella, pero yo también
te sentencio algo, ahora leo más, pierdo la nación del tiempo cuando me enfrento a
buenas lecturas. Hace poco leí a Marguerite Duras, qué vida tan jodida de esa vieja,
murió por su adicción a la bebida, tenía derecho, escribía bien, cuando tienes ese don
puedes morir como quieras, aunque ella tal vez no lo haya querido así, bueno vos me
entiendes. También a leí a Laura Restrepo y Joyce Carol Oetes, he desarrollado una
fascinación por las escritoras, ¿te has dado cuenta que son pocas o que tal vez la
industria editorial no las muestra? La verdad es que si un libro es bueno, el género de
una persona me importa poco, creo que la literatura debe noquearte, dejarte en el piso,
romperte el mate, desarmarte por completo, o para qué carajos lees si vas a quedarte
igual. ¿Te ha pasado que empiezas a encontrar parecidos a personajes ficticios con
personas? ¿No debería ser al revés? Es que tal vez esa sea la realidad, digo, los libros.
No, bueno, no lo sé, las obras distópicas me encantan, te confieso algo más, ahora me
derrito con la fantasía, series, cuentos y demás, soy un puto friki leyendo conspiraciones
y leyendas de Game of Thrones, ¿te imaginas? Yo, un disque intelectual joven metido
en blogs de nerds gordos como yo, los prejuicios. No son prejuicios, de verdad estás
gordo. Bueno, sí, pero no tiene relevancia. Dile eso a tus arterias. No me jodas y
escucha. Ya no escuches nada, ya me cansé, igual no existes o yo no existo, o eres el
sonido del teclado. O estás drogado. No, de verdad no lo estoy, muy lleno, sí, y eso
también afecta al desempeño de mi cerebro, pero bueno, nos vemos, feliz cumpleaños.
Feliz cumpleaños, colega. ¿Colega? Sí, colega. Ya te digo que no te conozco, que no sé
si existes, no soy tu colega. Ya no empieces de nuevo, lárgate a hacer algo, no sé, agarra
el maldito libro que recién vas en la 200 y son como 1000. Pueden ser 10000, eso no me
interesa ahora. ¿Entonces qué quieres? Has pasado quejándote, chucha grábate y
presenta un monólogo o hazte youtuber, dicen que esa nota es la del futuro, aunque no
sé, solo veo a puro pendejo gritar, reforzar estereotipos y denigrar el lenguaje, pero si
sigues con la cantaleta, puta, serás una estrella. No ayudas. Tampoco quiero ayudarte.
¿Entonces por qué estás aquí? No me puedo ir pues, porqué más estaría aquí. Quiero
que te vayas, leave me alone, ya, fuera. Tendrías que matarte, vamos, es fácil, cuélgate,
ahórcate, mezcla pastillas, compra un raticida, córtate las venas, no sé, morir es fácil, no
entiendo porque la gente se compromete tanto con la vida, si la muerte es la libertad del
ser, el principio de la existencia sin exigencias, ¿me entiendes? Lo que quiero decir, es
que de alguna forma, la muerte es una vida menospreciada. Ahora vos tienes dudas
sobre la existencia, ¿también es tu cumpleaños? No, pero, siempre es un buen momento
para ponerse melancólico. ¿Recuerdas la generación Beat? Esos manes estaban locos,
angustiados, extasiados de tantas drogas consumidas, pero escribían, a pesar de todo
escribían, y siempre bien, y siempre crueles, y siempre con un objetivo: crear algo
nuevo, destruir los mitos y las entelequias, sobreponerse a la desidia de una sociedad
ocupada en escupir miedos, ¿te das cuenta? Somos dos cobardes que intentamos darnos
fuerzas, ¿para qué? Hace un rato mencionaste la muerte como un inicio, bueno, creo que
tienes razón, ¿lo intentamos? No lo sé, ahora creo en la teoría de la cobardía, pensarás
que soy un farsante, sí, tal vez, siempre lo fui, más ahora, nunca debiste hacerme caso.
Nunca lo he hecho, sin embargo, siempre te he llevado, siempre vas conmigo, maldito,
no sé cómo deshacerme de vos. Y te recuerdo que cada año soy peor. Odio más, me
fastidio más, todo aumenta, somos lobos esteparios atrapados en los juegos de espejos,
buscamos juventud, emociones fuertes y no sé qué otras cosas. Sexo, dirás. Bueno,
puede ser, el sexo es sexo, lo necesitamos, hoy y siempre. Creo que hemos perdido el
hilo de esto, no sé si llamarlo conversación, no sé ni cómo llamarlo, cada encuentro con
vos es extraño. ¿Resulta que yo soy el extraño? Yo, un ser sin forma corpórea, que vive
en algún rincón podrido de tu cerebro, alguien que aparece recurrentemente cada mes,
como un anuncio de fertilidad, para recordarte que no puedes estar cuerdo, para que ni
siquiera lo intentes, osas en llamarme extraño, eres un ser débil y gracioso, sí, gracioso,
solo los imbéciles son graciosos, los crueles son inteligentes, te falta maldad. ¿De
cuándo acá me das consejos? ¿Quién eres? ¡No existes! ¡No estás dentro de mí! ¡No sé,
lo que te digo! ¿Por qué cada vez tienes que terminar con gritos? Mira, dejemos todo
esto así, la fiesta está por terminar, estás encerrado en el baño de la sala, tu familia te
espera para cenar y vos sigues creyendo que tus pensamientos son más importantes que
el cumplimiento de un ciclo de la vida: la derrota. Ya está, la vida es de los perdedores,
de aquellos que no se atrevieron, pero que tienen la superioridad moral para criticar
cualquier empeño, es de ellos el reino de los cielos, de los infiernos, de los borrachos,
de los blasfemos, entiende de una vez que perteneces a ellos, deja de atormentarte cada
vez que cobres un cheque, por más que te sientas lejos, siempre serás uno de ellos,
insisto, lárgate, sal del baño, límpiate los mocos, no ha pasado tanto tiempo, no creerán
que te masturbabas, saben que estás algo enfermo, pero en su mente no se atravesaría la
imagen de vos con tu miembro en la mano, eso es enfermo, pero ya, ahí tienes papel, y
también tienes 24, cumpliste un año más, ahora, no vuelvas a joderme en toda la noche,
piensa que no existo, que vos no existes, que nada existe más allá del terruño, ahora soy
vos, vos eres yo, un cuerpo sólido y mofletudo, un reflejo de lo que pudo ser, pero no
lo fue. Gracias.
La escena se repite cada año, en su cumpleaños, cada vez es más fuerte, a veces
terminan a golpes, pero al final siempre se reconcilian y se vuelven a putear, no pueden
vivir separados. ¿Quién narra esto? ¿Quién me lo contó? No lo sé, tal vez soy parte de
ese cuadro psicótico, pero eso es otro cuento.
NATALIA
GARCÍA
Ojos verdes feos, pero feos
1.
Caminaba detrás de ella. Traje holgado, cabello tieso por el fijador, piernas regordetas.
Se dio la vuelta y me miró con sus ojos verdes. Verdes pero feos. Me dijo que me
apurara, que no teníamos todo el día para ir a almorzar.
Al fin llegamos a la fonda que queda cerca de casa. Lo hacemos todo cerca de casa
porque a ella no le gusta ir nunca más allá. Le dan fatiga los autobuses. Si le digo que
caminemos hasta el centro, dice que ese lugar es un sin dios. De un tiempo acá todo es
un sin dios. Leticia es de las que escuchan una cosa de un extranjero y se le pega como
chicle, y lo dice sin saber usarlo hasta desgastar todo el sentido. Lo del sin dios lo
escuchó de una vecina española y ahora lo usa para todo. Los tatuajes, un sin dios; el
vecino de lado con su música bailable, un sin dios; las pizzas congeladas, un sin dios; la
gente que trota con licras pegadas, ay diosito un sin dios.
Pero Leticia es así. Sabemos que no es así desde que nació. De golpe un día Leticia fue
todo lo que es. El cómo y el por qué resulta muy confuso. Nadie podría imaginar a
Leticia, de niña, abanicándose y lanzando quejas al aire cada dos por tres. Pero, si lo
pienso bien, nadie podría imaginar a Leticia de niña. Parece que nació así de grande y
rotunda. Que no tuvo un antes. Una personalidad así no se construye, cae del cielo como
un meteorito y aplasta lo que tenga que aplastar.
Leticia y yo vivimos en una casa grande. La casa donde nacimos todos, pero donde
moriremos solo ella y yo. Papá murió primero y mamá después. Nuestros cuatro
hermanos se casaron y se fueron. Cuando salió el testamento, ni siquiera reprocharon o
se interesaron en la casa. Nos la cedieron. ¿Cómo? Con tal de no vernos más. Nos
dejaron su parte. Todos habían hecho su vida y no querían hacerse cargo de las
hermanas. Se turnaban las invitaciones en festivos, eso sí. Cada año nos tocaba en
alguna casa, pero solo en semana santa. En navidad, fin de año, aniversarios,
graduaciones y cumpleaños, jamás. Sus mujeres presumían de ser buenas con nosotras,
de invitarnos a cenar, de preocuparse por las dos hermanas, pobres, sin suerte en la vida,
condenadas; al menos se tienen la una a la otra, murmuraban seguramente con otras
mujeres como ellas.
Pero la condenada era yo. Leticia vivía más que contenta. No se debía confundir su
actitud quejumbrosa con infelicidad. Dormía como un ángel y todo el día se la pasaba
escogiendo telas para mandar a hacer trajes, trajes holgados, distinguidos, propios para
una señora de su edad. De cachemira. Sabía mezclar muy mal los colores y llegaba a
casa a mostrarme sus adquisiciones beige, vino y verde podrido, que le combinaban con
los ojos verdes feos.
Luego se la pasaba orquestando cómo debía hacerse todo en casa. Caminaba por los
pasillos ordenando. Carmela y yo la seguíamos, cumpliendo todo mandato. Carmela fue
la empleada de mi madre, nos crio a todos. Nosotras la heredamos, como heredamos la
casa. Nunca pudo irse, y creo que nunca quiso. Yo, la condenada, me fui quedando
también. Me quedé atrapada por Leticia que tejía telarañas a mí alrededor y yo no lo
sabía. Hasta que un día fue muy tarde. Ya no pude salir.
Y es que Leticia tiene una forma de enredarte que ni te das cuenta. Parece que te dice
una cosa y en verdad te dice otra. Se te mete adentro como el frío y luego vives para
siempre con los pies helados, sin poder dormir.
Hoy es mi cumpleaños y por eso vinimos al restaurante. Leticia dijo: «vístete Isabel te
voy a llevar a comer algo». Me regaló unos pendientes de perlas y me acarició la cara.
Me llevaba a comer con dinero que era mío también, pero lo decía como si me estuviera
manteniendo. Yo no era su hermana, era su recogidita. Me cuidaba para que le hiciera
los recados.
En el restaurante chasqueó los dedos para llamar al camarero, ella tan rotunda con su
traje gris de cachemira, traje holgado y distinguido, chasqueó los dedos en una fonda de
barrio, tan acostumbrada a su papel de jefe de orquesta. Pidió una pasta frutti di mare,
aunque sabía que aquí no la hacen, hizo que el cocinero se la preparara. «Isabel,
querida, no seas ordinaria pide otra cosa que no sea pollo frito», me dijo. Y el querida
me sonaba como la rasgadura de las uñas en la pared. Rechinante. Al fin nos trajeron los
platos y al comer, se calló.
No sé qué pasó, si fue un camarón, una concha, pero hace unos minutos que no deja de
toser. Traga aire como puede y sigue tosiendo. Empezó un poco torturada. Tosiendo a
trompicones, a destiempo, sin ritmo. Ahora empieza a toser como ella misma, como
dirigiendo una orquesta, la imagino con la batuta y hasta la expresión del rostro le
cambia. Parece que sonriera, que detrás de cada brusco carraspeo se asentara un deleite.
Algo parecido a lo que sucede con el estornudo, detrás del cual siempre hay un poco de
delicia. Ahora la tos parece que se le ha metido en el cuerpo y tiene espasmos.
2.
Ayer llegó la señora Isabel a casa. Llegó sola, sin doña Leticia. Todo sucedió muy
rápido. Dijo que hubo un atragantamiento, se atoró. Eso pasa. En este pueblo le pasó a
Don Elías Pontón, un viejo millonario de esos que no se cortan las uñas y cuando te dan
la mano te tocan como si estuvieran muertos, con los dedos fríos. Él se atragantó
mientras comía. Decían que comía atún pero como era millonario luego dijeron que era
salmón. Pum. Se fue de golpe. Mamá decía que, si te toca, ni aunque te quites y si no, ni
aunque te pongas. La señora Isabel lo hizo todo muy eficientemente, como si hubiera
estado esperándolo. Llamó a los hermanos, a la funeraria, al cura. Para la noche ya hubo
velación. Hoy a la mañana hubo entierro.
Yo lloré, lloré sobre todo por las canciones de la iglesia y un poco por doña Leticia. Una
se acostumbra, hasta a vivir con doña Leticia, una se acostumbra. Mamá decía que lo
que se aprende en la cuna, siempre dura. Una vida entera con doña Leticia no es poco.
Salimos del entierro y los hermanos se hicieron humo. Quedamos la señora Isabel y yo.
Un poco me alivié. La señora Isabel y yo nos entendemos. Cuando regresábamos a casa
el calor del medio día nos puso coloradas. Llegamos y fui a quitarme la ropa negra y
ponerme algo más cómodo.
Cuando salí de mi cuarto la señora Isabel estaba en el cuarto de la señora Leticia.
Miraba los trajes en el armario y empezaba a posar frente al espejo, probándoselos por
encima de la ropa. Beige, vino, verde podrido. Uno por uno. Palabra de Dios. Yo
pensaba que estaba medio tocada por lo de la señora Leticia. Mamá decía que cuando
murió el abuelo, la abuela se chifló.
Estaba rara la señora Isabel y hasta chasqueó los dedos y me pidió un jugo. «Carmela,
querida, tráeme un jugo». Nunca me había dicho querida, pero entonces la vi. La vi
transformarse. Empezaba a crecer, se puso grande de pronto, el rostro se le puso más
redondo y los ojos se le iban poniendo hasta verdes, como los de doña Leticia, verdes y
feos. Agarró el abanico y empezó a moverse por toda la casa. Como una loca vació su
dormitorio y lo cerró con llave. «Este cuarto ya no existe más», me dijo.
Bajó a la cocina, que había quedado desordenada con todo lo del velorio y el entierro, y
me miró. Me miró con esos ojos de comandante que ya yo conocía de toda la vida, con
ojos que aplastan, y dijo: «Carmela, ¡esto es un sin dios!»
ENSAYOS
Chamarasca de Hugo Mayo: palabra de un diabolus misticista
Desde un fondo amarillo sobresale la figura de un diablo, con sus dos cuernos
extendidos, mientras uno de sus ojos está vendado y el otro –mínimamente– asoma
enrojecido. Da la sensación que este diablo arde, quema, porque su deformada figura
aparece flagelada. Más abajo, en un fondo azul, dice: Chamarasca, Hugo Mayo. Esta
Cultura Ecuatoriana Núcleo del Guayas. Quizás su autor estuvo de acuerdo con tal
mayianos, y si acaso algún lector se pregunta: ¿Por qué he decidido hacer una relectura
discusión (ya algunos estudiosos lo han abordado), sobre todo, cuando se contextualiza
pero, en esta ocasión, trataré de acercarme al misticismo que encierra esta obra, pues ahí
defendía el hecho de que, a menudo, en nosotros se manifiesta una regresión del tiempo
sentido, es uno de estos canales de trasmisión, puesto que la palabra adquiere una
El lirismo más puro es siempre arcaico. Señala una sola: nuestra pertenencia. A
la casa de lo humano, a la casa de la materia, por supuesto, y al pequeño pago
de la lengua. Gloria y fragilidad de su sentido puesto en duda, afirmado, puesto
en duda…, en medio del gran coro, por la idiota de la familia, es decir, la voz de
la poesía (Bellessi, 2011:11).
Así, en Chamarasca el lenguaje dicta una pertenencia a lo arcaico, que, por sus
abandonada: Lavo la cruz y su dolor/ grito de la tierra amanecido (p. 9). Vinaza en do
re mi/ Curva que fue expulsada/ y el maléfico clavo confundido (p. 10). En lo ignorado
el lenguaje, que a momentos se cubre de una ráfaga luminosa: la luz, ese afluente que en
salvación del alma. Y mientras tanto, en las mitologías medievales sobre lo demoníaco,
simbolizaba el conocimiento, llama que se erigía sobre la cabeza del macho cabrío,
cristo se quema, y un funeral sucede, y una angustia sensitiva se cruza con la imagen del
diablo; la atracción por lo apocalíptico es una denuncia al pecado. Uno de los misterios
que encierra la poesía es la posibilidad de reescribir sobre las escrituras arcaicas del
en el satánico mantel (p. 19). Ya el traje de los siglos/ vistiendo los misterios/ Siempre
el sacrificio de los mástiles que han caído/ Lejanía y funeral de Cristo en las llamas (p.
Blasfema el río en desuso […] Ojos que abren en pecado/ después que el cielo duerme
(p. 21). Vida con pies intrusos/ y el dibujo del diablo/ en la cena quimera/ Borro las
Como un alfilerazo en la hierba, o como si una espada atravesara, una y otra vez,
Hugo Mayo aviva imágenes blasfemas y bíblicas, donde la figura de la muerte está solo
un paso después de la luz, y en aquel momento hay que apagar los ojos, abandonar la
creación, y danzar místicamente en algún escondite del misterio: La farándula del
Tiniebla del jinete llegando a horcajadas (p.28). […] y un trozo de la vida en los
maldición de los peces (p.30). Aquel simulacro de apagar los ojos/ ¡Poner los pies en el
infierno! (p. 33). I es secreto en pleno plagio/ el agua que regresa sin domingo […]
Que a Dios en su escondite lo tropieza la luz extraordinaria (p. 41). I eso que me
golpea atrás/ y huele a sábado sin Dios/ se hospitaliza/ Los pastores madrugan/ las
cabras se embriagan de rocío (p.53). I no sé pero pregunto/ ¿por qué hay amor en el
pecado? […] Dios con una danza de sonajas/ es lacónico en la lágrima (p.55).
cósmica del lenguaje así lo demuestra. Aunque, para muchos, podría tratarse de un
hermetismo poco digerible, lo cierto es que este hermetismo es solo una metaescritura
más de lo que han sido, históricamente, los relatos de la religiosidad. Las invocaciones e
imaginativas del poeta, en Chamarasca, han optado por primitivizar escenas antiguas, y
Hernán Rodríguez Castelo (1984), la poesía de Mayo; “Tenía un certero instinto para
dar a cada poema su forma y tratamiento verbal exactos. Y en el antiguo oficio mágico
de la analogía, para apresar lo cósmico […]” (p.60). En tanto que Jorge Velasco
contraponer la sabiduría a la presencia física del propio poeta, para sorprender al lector
que espera, después de tantos años de vida, una poesía cansada, vieja como su creador”.
Uno de los poemas finales se denomina “Las tres curvas del pecado”: I me asusta el
seis más uno/ si llega mi cumpleaños […] Sé que mi absoluto yo/ no tiene plenilunios/ y
espero el tumbo ya vesánico (p. 57), ese reconocimiento del paso del tiempo le permitió
Bibliografía.
Bellessi, Diana. 2011. La pequeña voz del mundo. Buenos Aires: Taurus.
Mayo, Hugo. 1984. Chamarasca. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas.
Referencias Bibliográficas
Aristotle: The man is a political animal (Zoon politikon) (2015) Recuperado de:
http://en.antiquitatem.com/politiical-animal-zoon-politikon-polis
Carrillo, J. (2013) ¿Por qué es tan fácil imaginar el fin del mundo? ¿Por qué no
podemos dejar las fantasías apocalípticas? Recuperado de:
http://pijamasurf.com/2013/02/por-que-es-tan-facil-imaginar-el-fin-del-mundo-por-
que-no-podemos-dejar-las-fantasias-apocalipticas/
…….
Fotografía
FRANCISCO JARRÍN
GABRIELA PARRA
ESTEBAN UGALDE
TUGA
ASTUDILLO
GABRIEL
ART
SILVIA
PESÁNTEZ
Créditos
SALUD
A
LA
ESPONJA
No
8
DIA-‐CRONÍA
Poesía
y
cuento
1. Luis
Felipe
Aguilar
2. Sebastián
Lazo
3. Juan
Fernando
Auquilla
4. Carlos
Vásconez
5. Cristian
Avecillas
6. Juan
Carlos
Astudillo
7. Paula
Martínez
8. Fredy
Ayala
Plazarte
9. Jorge
Aguilar
10. Agustín
Molina
11. Camila
Peña
12. Verónica
Neira
13. Falco
14. Tania
Rodríguez
15. Ámber
Chica
Apolo
16. Soledad
Corral
17. Sebastián
Ávila
18. David
Jiménez
19. Natalia
García
Ensayo
1. Fredy
Ayala
Plazarte
2. Sebastián
Endara
Fotografía
1. Esteban
Ugalde
2. Gabriel
Art
3. Juan
Carlos
Astudillo
4. Francisco
Jarrín
5. Gabriela
Parra
6. Silvia
Pesántez
Portada
1. Cristina
Merchán
(MITI
MITI)
Consejo
editorial
Luis
Felipe
Aguilar
Carlos
Vásconez
Juan
Carlos
Astudillo
S.
Dirección
Juan
Carlos
Astudillo
S.
Coordinación
Sebastián
Lazo