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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO

Facultad de Ciencias Jurídicas


Filosofía del Derecho

Filosofía latinoamericana.

Juan Manuel Salgado

(versión revisada de la clase del 7 de agosto de 2019)

Vamos a comenzar con el segundo punto de la primera unidad, referido a la


filosofía latinoamericana. Como se trata de una unidad introductoria, en esta clase
daremos una visión del panorama general enfocándonos en la filosofía del derecho. A
partir de la unidad cinco vamos a tratar temas específicos, como el impacto de los
derechos humanos, las teorías críticas, el feminismo, la pluriculturalidad y
plurinacionalidad, los pueblos originarios, la problemática del castigo o los derechos de
la naturaleza, temas en los cuales los trabajos de filosofía latinoamericana son muy
relevantes para nuestra materia. La bibliografía es básicamente el primer capítulo del
libro de Carlos Beorlegui “Historia del pensamiento filosófico latinoamericano” y tres
trabajos que he agregado: un reportaje al filósofo argentino Roberto Follari sobre el
estado de la filosofía latinoamericana y dos artículos míos, uno sobre las relaciones
entre el derecho y la historia política en nuestro país y otro sobre los nuevos estados
plurinacionales latinoamericanos.

Hablar de filosofía latinoamericana es ya tomar una posición en la polémica


acerca de la posibilidad de filosofías nacionales o regionales. Muchas corrientes
tradicionales niegan que pueda existir una filosofía latinoamericana y plantean que el
saber filosófico es universal, que tiende a formular y responder preguntas que atañen a
todo el género humano por lo que no es correcto hablar de una filosofía latinoamericana
del mismo modo que sería absurdo referirnos a una “aritmética asiática”, a una
“geometría australiana” o a una “física escandinava”, ya que se trata de conocimientos
universales. Las piedras que se tiran al aire vuelven hacia la tierra con la misma
aceleración acá y en Oceanía, de modo que no podría delimitarse ese conocimiento por
factores geográficos o culturales. Creo que esta es una pretensión equivocada y que
trasunta un punto de vista etnocéntrico puesto que la filosofía trata de problemáticas
humanas generales y no hay razón para pretender que los problemas que son relevantes
en los países dominantes o centrales debieran ser los mismos para el resto del mundo.
Con el término “etnocentrismo” me refiero a esa particular tendencia propia de Europa
o Estados Unidos de creer que sus particularidades, sus puntos de vista y sus
necesidades son las de todo el planeta. En definitiva se trata de un grupo étnico que
ostenta una posición dominante en economía o en política y por eso pretende ser el
modelo del resto de la humanidad, sosteniendo que sus problemas son los problemas de
todos. Es común que quienes tienen una posición hegemónica tienden a creer que su
particularidad es “lo universal”, desconociendo las configuraciones sociales, históricas,
políticas o culturales específicas tanto de ellos como de quienes vivimos en otras
regiones. Como vamos a ver, una de las características de la filosofía latinoamericana es
precisamente tener como origen la ruptura con este tipo de pensamiento etnocéntrico al
que se atribuye, con razón, una función política colonizadora.

Es cierto que las matemáticas y las principales ciencias naturales, como la física
o la biología, tienen un objeto universal. En el primer caso por su propia definición
formal. En las ciencias naturales porque hay regularidades empíricas universales,
aunque en muchas de ellas, como la geología o la meteorología, las particularidades
locales son tan relevantes que bien pueden constituir áreas regionales específicas de
estudios especializados. Con mucha mayor razón ello ocurre en las ciencias sociales,
como la geografía, la sociología, la economía o la historia. Nadie cuestiona que se
pueda hablar con significado de “historia latinoamericana” o “geografía asiática”,
aunque con respecto a la economía, como se trata de una disciplina actualmente muy
vinculada a la organización del poder, existe la tendencia, encarnada por ejemplo en el
Fondo Monetario Internacional, de que los problemas y las soluciones son los mismos
en Grecia, Nigeria o Argentina. Así nos va.

Pero volviendo a la filosofía, que por su propia definición no es una ciencia


puesto que a diferencia de las disciplinas científicas siempre pone en cuestión sus
propios fundamentos, no se ve porqué nos tendríamos que limitar a los supuestos
interrogantes “universales” (que muchas veces suelen ser sólo los interrogantes propios
de Europa o Estados Unidos) y no orientarnos a problematizar nuestra propia realidad.
Si no se pudiera hablar de filosofía latinoamericana creo que tampoco tendría sentido
sostener la importancia del estudio de una “filosofía antigua” o una “filosofía medieval”
o una “filosofía moderna” europeas, puesto que también se trata de sistemas filosóficos
correspondientes a distintos escenarios culturales, con sus particulares interrogantes, a
los que no se investiga con ánimo de anticuario sino por los propios méritos de esos
sistemas.

Por otra parte, en el ámbito académico es común hablar de “filosofía inglesa”,


“filosofía francesa” o “filosofía norteamericana” sin que nadie ponga el grito en el cielo
ni acuse a sus cultores de estrechez nacionalista. De modo que no veo porqué no
podamos nosotros, latinoamericanos, señalar –sin que esto implique negar a los demás–
que tenemos un pensamiento filosófico propio que merece ser cultivado. Me parece que
los cuestionamientos a la idea de filosofía latinoamericana son más bien una crítica al
“atrevimiento” de querer pensar de modo diferente.

Esto que vale para la filosofía en general tiene mayor aplicación aún en el caso
de una filosofía del derecho latinoamericana. En primer lugar porque el derecho
latinoamericano ha creado instituciones propias de importancia, muchas de ellas
adoptadas después universalmente.

Comencemos con el sufragio universal. Muchos dirían que esa es una institución
europea, pues nació con la Revolución Francesa. Pero eso es apenas cierto. Si bien hubo
un período corto, durante el gobierno jacobino, en donde rigió en Francia el voto
universal (“universal” restringido a lo masculino), después y durante casi todo el siglo
XIX en Europa y en Estados Unidos (que además era esclavista) sólo votaban los
propietarios. En contraste, las revoluciones hispanoamericanas de 1810 tendieron a
extender el voto a “todos”. Uno de los principales conflictos de nuestras guerras civiles
latinoamericanas en la primera mitad del siglo XIX fue precisamente la cuestión de la
extensión del sufragio. En tanto los representantes de las clases acomodadas trataban de
restringir el derecho a voto, los líderes populares proponían su expansión. Este fue, por
ejemplo el caso de Manuel Dorrego, quien en el Congreso Constituyente de 1824
defendió el voto popular frente a quienes pretendían excluir del sufragio a los peones,
dependientes, trabajadores domésticos y personas sin trabajo conocido. Dijo Dorrego en
ese Congreso que a ese paso el gobierno sería elegido por los gerentes del Banco Inglés.
Unos pocos años después Dorrego fue fusilado por haber gobernado en favor de los
sectores populares.
Otra institución originaria latinoamericana, esta vez del derecho internacional, es
el principio de que las deudas de los estados no pueden cobrarse mediante acciones
militares. Se lo llama “doctrina Drago” en homenaje al canciller argentino Luis María
Drago, que a principios del siglo XX se opuso a la intervención naval norteamericana en
Venezuela, sosteniendo que la soberanía de los estados impedía que el cobro de deudas
pudiera hacerse efectivo mediante el uso de la fuerza. Hoy se trata de un principio
aceptado en el derecho internacional.

También podemos mencionar a los actuales estados plurinacionales, como


Bolivia y Ecuador, dentro de las creaciones propias de nuestros derechos
latinoamericanos. Cuando el año pasado se realizó acá en Trelew el Encuentro Nacional
de Mujeres, concluyó con numerosos cánticos y reclamos de que el próximo encuentro
“sea plurinacional”. Quenes que lo plantearon dejaron en claro que en Argentina no hay
una sola “nación” pues preexisten las naciones y pueblos originarios. Ese mismo
reclamo ya fue plasmado a principios de este siglo en las constituciones de Bolivia y
Ecuador, las que deploran la génesis colonizadora del estado sobre los pueblos
indígenas, una situación que se pretende revertir mediante el reconocimiento de la
propia institucionalidad de estos pueblos y naciones originarias. Acá hay que hacer una
aclaración y es que si bien las élites criollas latinoamericanas crearon los estados sobre
el modelo de “estado nación” de Francia, ya en Europa existían muchos estados
plurinacionales, como el Imperio Ruso y el Imperio Austrohúngaro, e incluso hoy,
Bélgica y Suiza por ejemplo, son estados con diferentes nacionalidades interiores. Pero
aún en esos casos las diferencias culturales o idiomáticas y las conformaciones
históricas no tienen comparación con las existentes en América Latina, en donde los
conquistadores europeos se impusieron sobre pueblos originarios diversos que tenían y
tienen sus culturas, idiomas e instituciones propias. Por eso las nuevas constituciones
son propuestas novedosas de construcción de una convivencia social que no esté basada
en la dominación del grupo más poderoso sobre los demás.

Pero además tenemos una razón muy especial para sostener que podamos hablar
de una filosofía del derecho propia y es que precisamente fue en el ámbito de la filosofía
del derecho en donde se expuso por primera vez la necesidad de una filosofía
latinoamericana. Lo hizo Juan Bautista Alberdi en 1937 al publicar su “Fragmento
preliminar al estudio del derecho”. Como ustedes saben el “día del abogado” en nuestro
país está establecido el 29 de agosto en homenaje a Alberdi, que nació en esa fecha en
1810. Sería difícil desentendernos de la pretensión de consolidar una filosofía del
derecho latinoamericana cuando precisamente quien abrió esta perspectiva ha sido una
de las principales figuras históricas de nuestra profesión.

De todos modos esta primera pretensión de Alberdi si bien vale como


antecedente histórico, tiene matices que hoy no pueden rescatarse. Sus propuestas poco
tenían que ver con lo que actualmente es la filosofía latinoamericana, ya que aunque
hablaba de un pensamiento propio como resultado de nuestra independencia de España,
sostenía equivocadamente que ese pensamiento lo podíamos hallar adoptando la cultura
francesa, copiando a una Francia monárquica. La misma que un año después de esa
publicación pretendia invadir el Río de la Plata con su ejército.

Estos contrastes y este afán de trasplantar culturas dominantes a esta realidad


son parte integrante de la nuestra historia y, como no puede ser de otro modo,
problemas centrales de la filosofía latinoamericana. Tanto Alberdi (1810-1884) como
Sarmiento (1811-1888), los dos intelectuales mencionados por Beorlegui como
generadores del primer momento de autonomía de la filosofía latinoamericana,
expresaron el pensamiento de las élites criollas que en la segunda mitad del siglo XIX,
concluidas las guerras civiles, conformaron los estados nacionales adoptando las
instituciones y las ideologías europeas así como la vinculación subordinada a los
intereses económicos de Europa. Con esas ideas crearon un sistema interno de exclusión
política y social, bajo la premisa de que la opción era “civilización o barbarie”, en
donde el primer término estaba representado por los intereses y el modelo europeo y el
segundo por la cultura americana y las masas empobrecidas, los gauchos, los indígenas
y los negros. Sarmiento dijo expresamente, al referirse a la Constitución, que ésta en
realidad debe ser una regla sólo para los ricos, lo que llamaba “las clases educadas”, ya
que únicamente ellos estaban en condiciones de gozar de los derechos y garantías de un
sistema republicano. La constitución de las masas populares, en cambio, decía
Sarmiento, “son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican y la policía de
seguridad”. Con total franqueza sostenía esto en sus comentarios a la Constitución.
Alberdi por su parte defendía similares ideas de exclusión social mediante un
vocabulario racista propio de la expansión europea en esa época. “Haced pasar el roto,
el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares por todas las
transformaciones del mejor sistema de educación: en cien años no haréis de él un
obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. Esto lo expuso en
su libro “Bases”, que inspiró la redacción de la Constitución, sin preocuparle al parecer
que las descripciones más sombrías del capitalismo del siglo XIX tomaban como
paradigma de explotación y extrema miseria precisamente la situación en que vivían los
trabajadores ingleses.

Este pensamiento elitista y racista frente a los propios pueblos es una


característica de la forma en que fue constituida socialmente la ideología de los grupos
gobernantes en nuestros países latinoamericanos, antes y después de la independencia.
Con esta génesis no puede extrañar que nuestro continente tenga como una de sus notas
particulares la de ser en la actualidad el de mayores desigualdades sociales en el mundo.
Esta realidad permanente no sólo explica gran parte de las luchas políticas y sociales
latinoamericanas sino también las peculiaridades de nuestro pensamiento filosófico, que
responde a una problemática en muchos aspectos diferente a la de los países centrales.

A partir de esto ustedes ya habrán advertido el tono fuertemente “político” que


tiene la filosofía latinoamericana, en comparación con la de otras culturas. Una
politicidad que no se limita, como ahora podría alegarse, a expresiones más igualitarias
o de izquierda, puesto que también se trata de un rasgo predominante en el pensamiento
filosófico de Sarmiento o Alberdi.

Es importante aclarar el uso que hacemos del término “política”, tanto en


nuestras clases como en general en lenguaje teórico o filosófico. No coincide con lo que
habitualmente se conoce como política en el vocabulario cotidiano o periodístico, que
se reduce exclusivamente a la práctica de los partidos, a las elecciones y a las decisiones
de quienes gobiernan. Más bien se utiliza acá un sentido amplio del término política, tal
como lo encontramos –por ejemplo- en la filosofía de la Grecia antigua, para la cual es
un concepto global que abarca la mayoría de las facetas de la vida social en la polis, o
sea en la ciudad autónoma. En este sentido la política se refiere tanto a la elección de las
autoridades como a la finalidad de la educación, la participación en la defensa social, la
economía común o la vida social cotidiana, temas de obligada preocupación de todos
los ciudadanos. Hoy podemos escuchar afirmaciones como “yo soy apolítico” o “a mí la
política no me interesa, no es lo mío”, frases que en el orden griego clásico podrían
entenderse como carentes de sentido, absurdas, o tal vez lindando con la traición, como
si uno dijera que “mi familia no me interesa, yo hago la mía”, ya que la participación en
la vida política era una parte normal y necesaria de la vida en común. Se puede ilustrar
con un ejemplo. Plutarco cuenta que el legislador Licurgo sostenía que debía haber un
solo delito infamante para un ciudadano de Esparta y era que en la lucha en que se
decidían los destinos de la ciudad no estuviera en ningún bando o estuviera en los dos.
Un delito infamante es el peor de todos y esta es la calificación que se daba entonces a
quien se desentendía de la política.

Esta es una consecuencia clara del concepto de que el ser humano es “un animal
político”, una idea que Aristóteles encontraba en la naturaleza de las cosas y que
posteriormente se modificó de modo completo cuando el pensamiento moderno,
partiendo del principio de que el ser humano es naturalmente individualista, edificó una
distinción tajante entre lo concerniente a la actividad del estado, que es lo público, y la
vida particular, individual, que es lo privado. A partir de esa idea la política podía ser
una actividad profesional especializada de un grupo de personas y uno podía dedicarse a
su vida privada sin ningún tipo de participación política. La reducción de lo político
exclusivamente a la actividad de los partidos es una consecuencia de esta concepción
estrecha de la vida social, que no sólo creo que está equivocada teóricamente sino que
además es contraria a una sociedad plenamente democrática. Por eso actualmente la
Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que “Toda persona tiene deberes
respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente
su personalidad”. Es decir que para los nuevos conceptos originados en los
instrumentos internacionales de derechos humanos, la libertad no puede entenderse sin
una correlativa participación en la vida comunitaria.

Por eso creo que el concepto más antiguo, amplio y en cierto modo tradicional,
de entender la política como dimensión necesaria de las actividades humanas permite
una mejor comprensión de los distintos aspectos de la vida social entre los que
obviamente se incluye el derecho. Ha sido un importante aporte de la teoría feminista
rescatar esta idea abarcativa mediante la expresión sintética de que “lo personal es
político”, para comprender de qué modo las relaciones humanas que muchas veces nos
parecen naturales, entre ellas la división hogareña del trabajo, se originan en asimetrías
de poder y pueden ser modificadas mediante la acción política colectiva.
Es en ese sentido amplio del concepto que la filosofía latinoamericana siempre
ha tenido un sesgo fuertemente político. Si bien se trata de una característica que ahora
también posee la mayor parte del pensamiento filosófico contemporáneo en todo el
mundo, la especificidad de América Latina consistente en ser el continente de mayores
desigualdades entre ricos y pobres, marca una importante diferencia en cuanto a los
problemas y preocupaciones de la filosofía latinoamericana y en particular, en lo que
nos atañe, de una filosofía del derecho propia.

Otra diferencia notable con la filosofía europea, vinculada estrechamente al


origen de nuestras desigualdades sociales, se encuentra en las distintas historias política
y social en ambos continentes. Mientras en Europa, a partir de alrededor el año 1000
tenemos por una parte, entre los grupos poderosos o dominantes, una aristocracia
feudal, unas clases urbanas que se fueron formando como burguesía y una
intelectualidad educada en las universidades desde el siglo XII, y por otro lado una clase
pobre sometida del campesinado a la que en los siglos XVIII y XIX se agregaron los
trabajadores urbanos como clase obrera, la historia social de América Latina es
completamente diferente. Antes de la llegada de los europeos aquí había alrededor de 60
millones de personas que vivían conformando muchas naciones y pueblos originarios
distintos, sin organización estatal de la autoridad y viviendo en su gran mayoría en
comunidades rurales de agricultores, crianceros, pescadores o recolectores, hasta que a
partir del siglo XVI comenzaron a llegar contingentes de hombres (varones) europeos
militarizados que en menos de un siglo redujeron la población original a un sexto de lo
que era, dominando a gran parte de ella y explotándola mediante formas de trabajo
servil o esclavo. Los colonizadores fueron creando instituciones estatales gobernadas
exclusivamente por ellos y de este modo las sociedades latinoamericanas se formaron
desde su inicio con una minoría étnica orgullosa de su origen europeo, que detentaba la
propiedad territorial, el poder político y el comercio, y enfrente una mayoría explotada y
excluida de indígenas, mestizos, y negros traídos de Africa a la fuerza. Aun cuando el
crecimiento económico y la inmigración europea posteriores en el siglo XX hayan
provocado el surgimiento de una clase media, numerosa en algunos países como el
nuestro, los rasgos tradicionales de una mentalidad y prácticas racistas y elitistas en las
clases altas así como una correlativa rebeldía e insubordinación populares, se mantienen
hasta nuestros días y le dan características únicas a nuestra cultura, instituciones,
derecho, ideologías y, por supuesto, tanto a nuestra filosofía general como a nuestra
filosofía jurídica.

En la literatura, que muchas veces muestra la realidad con una soltura que no se
permite a otras expresiones culturales, encontramos expuestas estas cuestiones. Por
ejemplo, en relación a la ley se dice en el “Martín Fierro”:

Es la ley como la lluvia


Nunca puede ser pareja
El que la aguanta se queja
Pero el asunto es sencillo
La ley es como el cuchillo
No ofende a quien la maneja.

La ley es tela de araña


En mi ignorancia lo explico
No la tema el hombre rico
Nunca la tema el que mande
Pues la rompe el bicho grande
Y sólo enreda a los chicos.

También lo dice Mario Vargas Llosa, en una novela de sus épocas críticas
como La ciudad y los perros, que transcurre en el ámbito de un internado militar. Allí
un oficial que termina siendo castigado por pretender cumplir con su deber de investigar
una muerte pese a la negativa de la dirección, acaba comprendiendo el “principio
jurídico básico” de que los reglamentos son para aplicar a los subordinados, nunca a
los superiores. Podríamos encontrar muchos más ejemplos literarios de esta forma de
ser, de esta cultura jurídica informal del derecho latinoamericano, que aún hoy tiene una
sólida vigencia.

Pero también los podríamos encontrar en la realidad, a la que basta con mirar
críticamente. Por ejemplo, la Constitución Nacional, dice textualmente en su artículo 18
que las cárceles “serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos
detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a
mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la
autorice” y basta ver el estado de nuestra realidad carcelaria, provincial o nacional, para
advertir que se trata de una norma que no se cumple. Como tampoco se cumple la
prohibición legal y constitucional de separar a los detenidos procesados de los
condenados. Y todo ello ocurre con normalidad y naturalidad, aquí y hoy, mostrando
cómo las leyes son rígidas e inflexibles cuando se aplican a las clases subordinadas y en
cambio resultan elásticas y de poca efectividad cuando están destinadas a los sectores
del poder.

Lo mismo sucede con la aplicación de tratados internacionales cuando sus


normas afectan intereses poderosos. Por ejemplo, el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo establece que los pueblos y comunidades indígenas tienen
derecho a la participación colectiva y a ser consultados por medio de sus instituciones
representativas cada vez que se prevean medidas de gobierno que los afecten
directamente, en forma especial en lo que se refiere a la utilización de sus recursos
naturales. Sin embargo, pese a que los pactos internacionales tienen jerarquía superior a
las leyes y a todas las normas provinciales, esa obligación del estado nunca se aplica ni
por los gobiernos ni por los jueces, lo que origina innumerables conflictos que casi
siempre son respondidos mediante la criminalización de las protestas indígenas.

Aunque no es esto lo que van a aprender en la facultad tengo la triste misión de


decirle cómo son las cosas en el mundo jurídico real, acá y en casi todo el resto de
América Latina. Por eso la filosofía no puede limitarse, como querrían algunos que
pretenden que nada cambie, al análisis de los conceptos de sustancia, esencias, formas,
materiasy causas, o a las abstracciones como norma, orden jurídico, sanción, etc.
Aunque vamos a estudiar todo ello, además tenemos que conocer cómo funcionan estos
y otros conceptos en el mundo real. Esta también es una tarea filosófica. Bastaría con
leer los trabajos de Aristóteles y Platón o los de la mayoría de los filósofos posteriores o
los contemporáneos, para darnos cuenta de que ocuparse de pensar lo que ocurre en la
sociedad en que se vive ha sido siempre un cometido de la filosofía. Un importantísimo
filósofo austríaco que ha tenido enorme influencia desde la segunda mitad del siglo XX,
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) sintetizaba lo que a su criterio era el papel de la
filosofía: “ayudar a la mosca a salir de la botella”. O para decirlo de otra manera:
“ayudar a abrir los ojos para que nos engañen lo menos posible”. De manera que si
queremos pensar y conocer el derecho para que no siga ocurriendo esa forma asimétrica
de aplicarlo o no según los intereses de los poderosos, es necesario que la filosofía no se
desentienda de este, que es uno de los principales problemas del derecho
latinoamericano. Nosotros en Argentina, desde la recuperación del sistema democrático
tenemos muchas normas, leyes, convenciones internacionales y constituciones,
orientadas hacia la efectiva igualdad social, de modo que tenemos que ver porqué en la
realidad demasiadas veces no funcionan así, y esta es una tarea de la filosofía del
derecho. Podemos decir que en general entre el universo jurídico de normas y la vida
social real siempre hay una cierta distancia. Esto es lo que un jurista alemán del siglo
XIX, Rudolf von Ihering (1818-1892), decía que estimulaba la lucha por el derecho en
el conjunto de la sociedad. Sin embargo hay una diferencia importante entre países en
donde esa distancia es pequeña, de modo de permitir la utopía de que siempre puede
cerrarse, de lo que ocurre en América Latina en donde suele haber un abismo entre los
derechos establecidos jurídicamente y la negativa a hacerlos efectivos por parte de
quienes dirigen el estado.

Es por eso que una de las conflictivas características actuales de la política y el


derecho latinoamericanos consiste en la relevancia de las luchas por la vigencia de los
derechos humanos. Como veremos en otras clases, el derecho de los derechos humanos
nació internacionalmente como consecuencia de los crímenes de Alemania en la
segunda guerra mundial con el fin de obligar internacionalmente a los estados a respetar
unos derechos básicos de todos sus habitantes. Lo notable es que pese a haberse
originado en otras culturas, arraigó con gran fuerza en muchos países de América
Latina, incluido el nuestro, ya que se trata de una visión del derecho opuesta a las
técnicas jurídicas de dominación, formales o informales, que caracterizaron a nuestras
instituciones tanto en la época de la colonia como en la posterior vida independiente. En
la unidad cinco vamos a estudiar el impacto filosófico de los derechos humanos, ahora
sólo quiero destacar que este impacto ha sido mayor en América Latina, porque en gran
medida implica una orientación y unos mecanismos legales contrarios al paradigma
jurídico establecido tradicionalmente.

Es entonces razonable que el pensamiento filosófico latinoamericano pueda


elaborarse desde estas raíces históricas y sociales propias, que son diferentes a las que
dieron origen a la filosofía de los países llamados centrales. Más bien lo que debería
llamar la atención es que esto no siempre se haya reconocido, y que incluso hoy todavía
genere cierta resistencia en algunos ámbitos académicos la idea de rescatar y promover
una filosofía latinoamericana.

Lo paradójico es que esta negativa, que en un tiempo fue generalizada en los


espacios intelectuales, también resulta de un rasgo característico propio de Argentina y
América Latina, que podemos denominar colonización cultural. Se trata de la idea que
ya vimos en Alberdi y en Sarmiento, y que constituyó la ideología central de nuestros
sistemas culturales y educativos hasta hace pocas décadas, consistente en que lo único
que podíamos hacer era imitar lo que se hace en Europa y Estados Unidos, que para esta
concepción son “el mundo”. Durante el siglo XX muchos pensadores se dedicaron a
criticar y desarmar los presupuestos teóricos de este pensamiento colonial mostrando
que cumplía una función de dominación tendiente a impedir que los pueblos
latinoamericanos pensáramos por nosotros mismos y para nosotros mismos. La crítica
mostró que con ese pensamiento imitativo se facilitaba la dependencia política y
económica porque la mejor forma de mantener un sistema de dominación es promover
con éxito el consentimiento voluntario de los sectores sometidos. Los intelectuales que
criticaron esta situación, que al principio eran una extrema minoría, demostraron de
modo contundente que la historia que se enseñaba en nuestras escuelas y universidades
era una versión plagada de falsedades, construida por los vencedores de las guerras
civiles, las clases terratenientes y comerciales ligadas a la expansión del capitalismo
europeo o norteamericano. Lo mismo sucedía en el pensamiento económico, político y
jurídico. Toda esta polémica no se desarrolló mediante un moderado debate académico
sino que fue una riesgosa lucha de ideas, a veces violenta y generalmente enfrentada a la
censura del sistema tradicional de comunicación. No puedo dejar de señalar acá como
ejemplo, que el principal filósofo del derecho argentino en el siglo XX, el Dr. Carlos
Cossio, quien creó una escuela de pensamiento en toda América Latina, estuvo
prohibido y desterrado de nuestras universidades por casi veinte años porque su
filosofía podía ser fundamento teórico de un derecho popular. En otros continentes
hubiera sido un orgullo de la comunidad académica contar entre sus filas a un filósofo
de calidad y renombre como Cossio, pero acá fue censurado. Esto muestra cuales son
las condiciones reales en que se elabora el pensamiento latinoamericano. Lo cuento
porque estas cosas no se dicen habitualmente. Muchos pretenden que el ámbito
académico esconda los esfuerzos y sacrificios que se han tenido que realizar para tener
un pensamiento latinoamericano independiente, enfrentándose a un sistema de ideas
coloniales que habitualmente recurrió y recurre a diversas formas de censura y represión
política para subsistir.

Es debido a que los sistemas de poder que se asentaron en América Latina a


partir de la segunda mitad del siglo XIX contaron entre sus medios con el despliegue de
un aparato ideológico y cultural imitador de Europa, que se demoró tanto la gestación
de una filosofía propia. Mas allá de algunos precursores como José Martí (1859-1895),
el héroe nacional cubano, o el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930), que
introdujo la necesidad de adaptar el marxismo a la realidad indoamericana, la necesidad
de una filosofía propia comenzó a emerger con fuerza a partir de la crisis del
pensamiento central que tuvo lugar luego de esas dos catástrofes llamadas guerras
mundiales. Así ya a partir del fin de la segunda guerra tenemos pensadores como el
peruano Francisco Miró Quesada (1918-2019), recientemente fallecido, el emigrado
español en México Francisco Sánchez Vázquez (1915-2011), el mexicano Leopoldo
Zea (1912-2004) y el peruano Augusto Salazar Bondy (1925-1974), entre otros, que
desde distintas perspectivas sostuvieron la necesidad de desembarazarse de cánones de
pensamiento supuestamente válidos universalmente, para adoptar una visión crítica de
la realidad latinoamericana como punto de partida del pensamiento filosófico.

El desarrollo de las ideas de estos filósofos, tanto en lo que tienen de similar


como en lo que difieren, puede estudiarse con provecho en la obre de Beorlegui. Yo
solamente los menciono porque quiero recalcar uno de los principales frutos que
tuvieron sus esfuerzos y que, creo, fue la generación de la “Filosofía de la liberación”,
ya como una elaboración colectiva a partir de finales de la década de 1960.

Beorlegui señala dos “momentos claves” en la historia del pensamiento


latinoamericano, como hitos que arrojaron una influencia posterior decisiva. El primero
es de mediados del siglo XIX con Sarmiento y Alberdi. El segundo el de la filosofía de
la liberación. Podemos decir que esta última se gestó en una época de grandes cambios
políticos y sociales en todo el planeta, comenzando por el enorme proceso de
descolonización de los pueblos del tercer mundo. Para que tengan una idea, cuando se
crearon las Naciones Unidas en 1945 había aproximadamente sólo cincuenta estados
independientes. Veinticinco años después eran doscientos, es decir cuatro veces más,
advirtiéndose que la mayoría del mundo había carecido de voz al iniciarse el sistema
internacional contemporáneo. Es por eso que ya en 1966, cuando se aprueban los dos
principales tratados internacionales de derechos humanos, el Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, ambos tienen un artículo primero común que establece que “Todos
los pueblos tienen el derecho de libre determinación”, un derecho que no figuraba en la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Esta descolonización de las dos
terceras partes del mundo, que había sido obtenida la mayoría de las veces mediante
masivas y sangrientas luchas independentistas (Indonesia en 1945, India en 1948, Viet
Nam en 1954 y Argelia en 1963, entre muchas otras), así como la revolución cubana
(1959) que tuvo el impacto de enfrentar a Estados Unidos por parte de un pequeño país
que hasta entonces había sido considerado como su “prostíbulo”, convulsionó a las
sociedades de todo el mundo, incluso a las de los países centrales que enfrentaron sus
propias rebeliones juveniles y de minorías oprimidas. En este contexto un conjunto de
filósofos latinoamericanos, muchos de ellos influidos por las nuevas posturas de la
Iglesia católica, sostuvieron que la filosofía sólo puede realizar su función crítica y
emancipadora si se sitúa dentro de la práctica social y política de los movimientos de
liberación. Como expone Beorlegui, se plantea entonces “la necesidad de filosofar no
desde los parámetros tradicionales de Europa, sino desde el propio ser y circunstancias
de Latinoamérica”.

Entre estos filósofos se encontraban Enrique Dussel (n. 1934), que sigue siendo
uno de los más importantes pensadores latinoamericanos, Horacio Cerrutti Guldberg (n.
1950) y Arturo Roig (1922-2012), entre otros. Reconozco que soy injusto al omitir
muchos nombres que integran la extensa lista de pensadores que abrieron una fructífera
perspectiva diferente, apta para orientarse a la visión de nuestros problemas. Pero no
puede dejar de mencionarse a Ignacio Ellacuría (n.1930), no sólo por sus valiosos
aportes intelectuales, sino además por su compromiso personal que lo llevó a ser
asesinado por los militares de El Salvador en 1989.

Visto desde hoy, la perspectiva de la filosofía de la liberación de aquellos años


aparece vinculada a una visión algo simplista de la realidad latinoamericana, que no
tenía en cuenta que “los pueblos” son entidades muy complejas, muchas veces diversas
en historias y culturas, y que las estructuras políticas represivas podían autonomizarse
hasta transformarse en regímenes de terror como los vividos en nuestras dictaduras
cívico-militares. Posteriores escenarios políticos en Latinoamérica, como la
revaloración de la institucionalidad democrática, la vigencia de los tratados de derechos
humanos y el surgimiento de una cultura social protectora de esos derechos, la
emergencia de los pueblos y naciones indígenas, las nuevas formas de organización de
trabajadores formales e informales y los movimientos de liberación femenina, así como
el fracaso en el mundo de los llamados “socialismos reales” y el avance de políticas
regresivas como el neoliberalismo y el racismo, arrojan un panorama de complejidad
que obliga a repensar los problemas latinoamericanos mucho más allá de los términos
iniciales de la filosofía de la liberación.

Por eso se han abierto nuevas perspectivas, como el pensamiento decolonial,


entre los que podemos mencionar a Walter Mignolo (n.1941) y a Aníbal Quijano (1928-
2018), cuyos enfoques en lo cultural e identitario han permitido diseccionar “la
colonialidad del saber”, es decir las formas de imposición cultural en las propias
estructuras de transmisión del conocimiento, así como la revisión de la historia para
mostrar cómo el concepto de “Europa” es una visión moderna que luego ha reconstruido
el relato de su pasado como si desde el inicio hubiera estado predestinada a tener una
posición dominante en el mundo.

También han tenido impacto en América Latina en las últimas décadas,


pensadores europeos como Michel Foucault (1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-
2002), así como la revalorización de los filósofos de la Escuela de Franckfurt y Antonio
Gramsci (1891-1937), por su énfasis en el espacio de la lucha política como constitutivo
de la organización social. Los menciono aunque ninguno de ellos pueda ser incluido
como parte de la filosofía latinoamericana, porque una adaptación y aplicación local de
muchas de sus ideas han contribuido a renovar la forma de mirar a nuestras propias
sociedades. Aquí debe mencionarse especialmente al argentino Ernesto Laclau (1935-
2014) quien se exilió en Inglaterra a fines de la década de 1960, y desde allí ha
elaborado una filosofía política “pos marxista” notoriamente influenciada por la realidad
latinoamericana, incluyendo su revalorización del populismo.

En este panorama que casi es una mera crónica informativa, es importante


nombrar a Boaventura de Sousa Santos (n. 1940), que pese a ser portugués ha elaborado
su pensamiento, especialmente su filosofía y su sociología del derecho, en base a la
realidad latinoamericana, poniendo especial acento en la construcción de espacios
comunes de culturas diferentes (pueblos indígenas, clase trabajadora, clase media,
grupos étnicos afroamericanos) mediante los aportes del nuevo constitucionalismo y los
derechos humanos.

Es imposible exponer algo más que un simple pantallazo sobre la filosofía


latinoamericana en una sola clase. De todas maneras muchos de los temas que apenas he
señalado hoy los vamos a ver reiterados sobre todo en la segunda parte del cursado,
cuando consideremos el impacto filosófico de los derechos humanos, las teorías críticas
del derecho, el pluralismo jurídico y los pueblos indígenas, así como el feminismo y las
perspectivas de género, entre otras cuestiones que son centrales a la problemática del
derecho latinoamericano.

Como conclusión de todo este recorrido quiero señalar lo que entiendo que son
las principales características de la filosofía latinoamericana como las hemos señalado
en esta clase.

Lo primero que salta a la vista es que se trata de un pensamiento filosófico que


parte de las exigencias de una realidad conflictiva, atravesada por las asimetrías
políticas y las desigualdades sociales. La filosofía latinoamericana busca comprender el
sentido y los rumbos que originan esta problemática, señalando con insistencia la
relatividad de las categorías y conceptos elaborados en otras partes del mundo para esta
tarea.

En segundo término, claramente la filosofía latinoamericana pone en crisis las


concepciones teóricas coloniales, generalmente adoptadas como “naturales” por las
clases hegemónicas de América Latina, tratando de mostrar cómo el pensamiento
importado por estos sectores funciona como un obstáculo para la posibilidad de
comprender nuestros problemas y promover sociedades igualitarias en el continente. La
filosofía latinoamericana ha tenido especial interés en exhibir los mecanismos mediante
los cuales las categorías filosóficas europeas o norteamericanas han sido traídas por las
clases dominantes en América Latina, permitiendo su ingreso sólo a aquellas que
resultan funcionales a su poder y excluyendo las que podrían adaptarse a nuestra
realidad como herramientas de emancipación teórica. Un especial énfasis ha puesto en
exhibir que para aprehender nuestra realidad debemos poner siempre en tela de juicio
los llamados “conocimientos universales” que en muchas ocasiones sólo son una
expansión etnocéntrica de la particularidad de los países dominantes.
Aquí quiero hacer un desvío para contar un episodio de nuestra historia
argentina que se ha utilizado, con acierto, para señalar la importancia del conocimiento
de nuestra realidad local. Ustedes saben que en el año 1806 vino al Río de la Plata una
flota de la armada inglesa que invadió y comenzó a gobernar en la ciudad de Buenos
Aires. Santiago de Liniers era un francés funcionario de la corona española, que conocía
muy bien la navegación en el Río de la Plata, y que se puso como objetivo liberar a
Buenos Aires. Por eso fue a Montevideo, que no había sido invadida, a reclutar
soldados. Una vez que tuvo un contingente importante para llevar a la otra orilla se
encontró con el problema de que la escuadra naval inglesa impedía el cruce del río. Con
esa vigilancia no iba a ser fácil pasar a Buenos Aires. Sin embargo Liniers advirtió que
se estaba por producir una tormenta muy especial y característica del Río de la Plata que
se llama “sudestada”, que prácticamente hace imposible la maniobra de grandes buques.
Así que esperó hasta que la sudestada estuviera en su punto máximo y pasó su pequeño
ejército con botes entre los buques ingleses que ni los vieron ni podían moverse. Los
ingleses eran los mejores marinos del mundo pero Liniers tenía mayor experiencia en el
río en que se movía y por eso pudo burlarlos.

Este suceso histórico ha sido mostrado a modo de anécdota como un ejemplo de


la superioridad del conocimiento local por encima de una supuesta “epistemología
universal”. Muchos intelectuales conocedores de nuestra historia han propugnado que
un pensamiento propio debe dar importancia a nuestras “sudestadas” aunque ellas sean
ignoradas por el elaborado conocimiento importado.

La tercera característica de la filosofía latinoamericana que quiero señalar, y que


resulta un corolario obvio de las anteriores, es su estrecha vinculación con la política,
entendida ésta en los amplios términos a que ya hice referencia, no sólo como
administración o gestión del estado sino más bien comprensiva de todas las relaciones
humanas puesto que constituye un aspecto ineludible de los vínculos sociales. En este
sentido la filosofía del derecho, como hemos visto, tiene mucho que aportar a la
filosofía general latinoamerican puesto que puede dar una mayor comprensión de ese
entramado de prácticas sociales, de normas, costumbres, principios y valores, que con
contornos imprecisos denominamos “derecho”.

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