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PACO IBÁÑEZ, LA VOZ CARGADA DE TINIEBLAS

Cuando Paco Ibáñez salía al escenario, parecía que acababa de levantarse de la cama. Tenía el
pelo revuelto, los ojos hinchados y los gestos sonámbulos de quien se mueve en ese territorio
indeciso que separa el sueño de la vigilia. Caminaba con pasos lentos e inseguros, como quien
siente sobre sus hombros el peso, no ya de una responsabilidad, sino de una transcendencia. Cogía
la guitarra como quien coge una enfermedad; encendía un cigarrillo con aire ensimismado y, poco a
poco, iba tejiendo una nube de niebla que lo separara del público. Entonces, se sentaba con la
guitarra entre las manos, esbozaba unos cuantos acordes, y al instante le subía a la cara un gesto
entre tierno y bronco de una belleza suburbial y magullada.
Empezaba a cantar, y la voz se le llenaba de tinieblas. Era una voz áspera y, sin embargo, tierna,
llena de arrugas pero acariciadora, con un registro cercano al ronroneo. Cantaba al Arcipreste de
Hita y a Rafael Alberti, a Machado y Miguel Hernández, a Góngora y Quevedo. Y en su boca, los
versos resucitaban con una fuerza nueva, con un nervio distinto. Con Alberti nos íbamos a galopar,
a galopar hasta enterrarlos en el mar. Con Celaya cantábamos a España en sus aceros. Nos
entristecíamos con las nanas de Miguel Hernández, y nos sublevábamos con los altivos aceituneros
de Jaén. Hasta Quevedo, el más reaccionario de los escritores del Siglo de Oro, parecía un rebelde
en la voz de Paco Ibáñez. Y ahí estaba el secreto: en su voz, en aquella ronquera soñadora que ponía
en sus versos, en la música lastimada que temblaba en sus canciones. Sabía combinar como nadie la
desolación y la esperanza, el tono lánguido de la queja y el grito airado de la denuncia. Bajo el
imperio de su voz se sentía uno guerrero y amante, envilecido y exaltado, capaz de hazañas y frágil
hasta el delirio. Lírica a ratos; épica cuando resultaba necesario, y siempre, siempre dramática, la
voz de Paco Ibáñez fue el hilo musical de nuestros sueños. Con él, la vida parecía más fácil; el
amor, más sencillo; la revolución, más próxima. Cantábamos a voz en grito a Paco Ibáñez y todo,
amor, vida, revolución, parecía al alcance de la mano. Era la voz sobresaltada de la emancipación,
el áspero terciopelo de la libertad.
Cuando se apagaban las luces y Paco Ibáñez empezaba a cantar, todos entrábamos en una
existencia más íntima y enigmática, más cercana a nosotros mismos. Nos recogíamos en nuestros
dieciséis años con el candor y la inocencia que solo a esa edad es posible. Nos hacía mejores. Y es
que en su voz los poemas ascendían a oración y creaban un espacio que solo se me ocurre calificar
de sagrado. Escuchar a Paco Ibáñez era entrar en la verdadera poesía, en la casa misma del temblor.
Gracias a él, al embeleso de su voz, supimos que la poesía era algo muy nuestro, una honda verdad
que tiritaba en nuestros nervios y daba alivio a nuestros pesares. Sin él, sin sus canciones, sin la
ternura salvaje de su voz, nuestra vida no hubiera sido la misma.
Él fue sin duda el trovador de nuestros sueños con la voz cargada de tinieblas.
Fernando Villamía

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