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La caída del Muro comenzó diez años antes, con la visita del
recién nombrado Papa Juan Pablo II a su patria, Polonia. Aquel
santo coloso le dijo al pueblo polaco sometido que «no se
resignara», que recabara fuerzas de la fe y del amor a la nación
para conquistar la libertad que gozaba la otra mitad del
continente. El Kremlin sabía lo peligroso que era un Papa
polaco. Quiso matarlo y no pudo. Polonia escuchó a Wojtyla y se
lanzó a un pulso heroico por la dignidad y la libertad. En 1989 ya
había ganado, celebrado elecciones y liquidado el régimen. En
Berlín Este, sin embargo, los líderes comunistas se resistían,
algunos hasta jugaban con la idea de aplastar las revueltas con
violencia, como había hecho China en junio en Tiananmen. Los
preparativos, por ejemplo en Leipzig, estuvieron avanzados.
Pudo haber un baño de sangre en vez de aquel mar de alegría
en aquellas fechas en Europa.