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Lágrimas por la libertad

Hermann Tertsch Del Valle Lersundi


Euro diputado por VOX y escritor
Publicado ABC, con fecha 09-11-2019

Hoy hace treinta años ya de aquello. De aquel hecho puntual que


como pocos escenificó un cambio en la historia del mundo. Que
generó tanta felicidad e ilusión que aún hoy las paladeamos.
Busquen en la memoria algún día que, por sí mismo, significara
tanto para tantos como el 9 de noviembre de 1989, día en que
cayó el Muro de Berlín. Solo los muy interesados en historia
citarán aquel 28 de junio de 1914, trágico día de San Vito en
Sarajevo como detonante de la Gran Guerra. También el 1 de
septiembre de 1939, día que Hitler y Stalin acordaron para
comenzar su reparto de Polonia, fecha considerada de comienzo
de la Segunda Guerra Mundial. Quizás el 5 de agosto de 1945,
con la explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima.

Pero ninguna tiene el elemento capital que hace del 9 de


noviembre una fecha única, mágica, un hito de emoción
colectiva: la colosal y arrebatadora explosión de felicidad que,
retransmitida en directo, fue compartida por el mundo entero.
Nunca en la historia había llorado tanta gente junta. Nunca la
alegría se había contagiado tanto. Las imágenes conmovieron al
planeta. Era la alegría aturdida de los esclavos liberados por
sorpresa. Se abría de repente una nueva vida a la elección, esa
desconocida, la libertad. Y, atención, sonaba el himno alemán.
Ondeaban las banderas alemanas, sin el escudo del Estado
Proletario, en imágenes únicas de exaltación de la simbiosis de
emociones íntimas y la conciencia de la trascendencia de la
liberación personal y colectiva.

Porque aquel día se producía, muchos han querido olvidarlo, la


gran escenificación de la victoria de la voluntad humana de
libertad, pero también de la derrota total de la ideología más
criminal de la historia, el comunismo. Era la quiebra moral,
intelectual, económica y política de un sistema que prometió
libertad, igualdad y felicidad a toda la humanidad y que durante
setenta años solo había generado terror, miseria, cien millones
de asesinatos y mares de dolor por todo el mundo. Años
después veríamos que había quebrado, cierto, pero no muerto.
Vuelve a estar omnipresente, como una tenebrosa y siniestra
adicción del ser humano.

La caída del Muro comenzó diez años antes, con la visita del
recién nombrado Papa Juan Pablo II a su patria, Polonia. Aquel
santo coloso le dijo al pueblo polaco sometido que «no se
resignara», que recabara fuerzas de la fe y del amor a la nación
para conquistar la libertad que gozaba la otra mitad del
continente. El Kremlin sabía lo peligroso que era un Papa
polaco. Quiso matarlo y no pudo. Polonia escuchó a Wojtyla y se
lanzó a un pulso heroico por la dignidad y la libertad. En 1989 ya
había ganado, celebrado elecciones y liquidado el régimen. En
Berlín Este, sin embargo, los líderes comunistas se resistían,
algunos hasta jugaban con la idea de aplastar las revueltas con
violencia, como había hecho China en junio en Tiananmen. Los
preparativos, por ejemplo en Leipzig, estuvieron avanzados.
Pudo haber un baño de sangre en vez de aquel mar de alegría
en aquellas fechas en Europa.

El Telón de Acero ya estaba roto. El 27 de junio los ministros de


Hungría y Austria, Gyula Horn y Alois Mock, habían cortado los
alambres de espino en su frontera común. En Berlín tuvo que ser
el 9 de noviembre un bendito malentendido el que rompiera el
tabú. Periodistas extranjeros preguntaron a Günther Schabowski,
uno de los líderes, que cuándo entraba en vigor la liberalización
de permisos de viajar a Occidente. Él no lo sabía -nadie lo sabía-
y quiso salir del paso con un «debo suponer que desde ahora
mismo». Esa respuesta llevó a muchos a acercarse a la frontera.
Avanzaron, la cruzaron y nadie lo impidió. Así se dio aquella
jornada milagrosa. Mijail Gorbachov, consciente de su quiebra
económica, tenía sus planes de Perestroika y Glasnost (reforma
y transparencia), que excluían aplastar heterodoxias en sus
satélites europeos. La URSS no tenía en 1989 ni dinero, ni
fuerzas ni voluntad para casi nada. Los súbditos de la segunda
superpotencia vivían como menesterosos habitantes del Tercer
Mundo. La receta era simple: menos socialismo y más verdad.
Hace hoy treinta años el comunismo se llevó su peor golpe.
Desapareció su hegemonía sobre medio continente, simbolizada
por ese Muro, erigido para que nadie pudiera huir del paraíso
socialista en el que nadie se quiere quedar. El tapiado en 1961
del último hueco en el Telón de Acero de la gigantesca cárcel
con nueve husos horarios entre Berlín y Vladivostok demostraba
que solo podía retener a los humanos encerrados y bajo
amenaza de muerte. Tras lo que llamaban cínicamente el «Muro
de protección antifascista» (Antifaschistischer Schutzwall). Como
si su misión fuera evitar invasiones y no fugas masivas. Yo
recorrí en el verano de 1989 una vez más todo el Telón de
Acero, de norte a sur, por dentro y fuera, y escribí una serie de
artículos bajo el epígrafe «El Muro de Cristal» que era una
crónica del naufragio. Pero aquel verano volé a España a un
debate en TVE y me encontré defensores de la permanencia del
Muro como «bueno para la estabilidad». En pocos países hubo
tanta gente que lamentara su caída como en España. Triste
hecho que explica tantos otros.

Europa olvidó pronto que su mejor momento de unidad y


exaltación de la libertad del ser humano llegó gracias a la
firmeza frente al mal, no por el apaciguamiento ni concesiones al
mismo. Que fue la fuerza de la convicción en los valores
cristianos la que movió a los pueblos a acabar con la
depravación totalitaria del comunismo. El 9 de noviembre fue la
victoria del convento benedictino Montecassino sobre el Muro y
los tanques soviéticos, de la verdad y la fuerza sobre la mentira y
la violencia. Fue gloriosa pero, como todo lo humano, efímera.
Aún se celebraba en Berlín cuando muy lejos de allí ya se
reorganizaban las fuerzas totalitarias en el brasileño Foro de Sao
Paulo para relanzar la subversión para minar y destruir las
sociedades libres. Las lágrimas de felicidad por la verdad
recobrada de entonces han sido otra vez muchas veces
sustituidas por las lágrimas de terror, del hambre, del crimen
totalitario comunista y de la libertad perdida. Hoy todo Occidente
se debate una vez más entre los miedos y las esperanzas de ese
pulso permanente y trascendente entre la verdad y la mentira.

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