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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: PD
CUATRIMESTRE Y AÑO: 2° 2020
CÓDIGO Nº: 0226

PROFESORA: SCHWARZBÖCK, SILVIA ALICIA

TEÓRICO 4

Temas:

Unidad II: Estética y crítica cultural en la Teoría crítica

1. Estética y crítica cultural en Benjamin.


1. 1. La pérdida de la experiencia. Del spleen al shock.
1. 2. La revolución estético-política vía las artes de la reproductibilidad técnica. El concepto de aura. Valor
exhibitivo y valor cultual. Públicos regresivos y públicos progresivos. Recepción óptica y recepción táctil.
Estetización de la política y politización del arte.

Bibliografía obligatoria

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, trad.
Tomás J. Bartoletti y Julián Fava, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, pp. 81-128
----------------------, “Sobre algunos temas en Baudelaire” (1939), en: El París de Baudelaire, trad. Mariana
Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 183-241

DESARROLLO DEL TEÓRICO 4

Esta clase, así como las dos que siguen –de acuerdo con el Cronograma de las clases teóricas−
estarán dedicadas a la Unidad II, en la que la relación entre estética y crítica cultural –el tema del Programa−
se abordará, primero, en el materialismo de Benjamin (Teórico 4) y luego, en el materialismo de Adorno
(Teóricos 5 y 6).
La relación entre estética y crítica cultural, en estos dos autores, aparece como una relectura, en
términos materialistas, de otra relación, de la relación entre metafísica y cultura. Esta relación, en el
materialismo de Benjamin, es la relación entre arte y sociedad de masas, entre reproductibilidad técnica y
masividad.
Dado que las obras de arte técnicamente reproductibles (las fotografías y las películas) no tienen
ritual de origen –veremos en esta clase−, el fundamento de su existencia está en la praxis política, no en la
praxis artística. Al no tener esta clase de obras, por ser estructuralmente seriales, un fundamento ontológico
(no hay de ellas un original: todas las obras fotográficas y cinematográficas son copias), su fundamento es
político: la masividad.
Una obra fotográfica o cinematográfica es intrínsecamente (no extrínsecamente) reproductible
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(extrínsecamente reproductibles son las obras de arte plásticas) porque su técnica de producción es al mismo
tiempo su técnica de reproducción. Por eso la obra técnicamente reproductible es, intrínsecamente,
masivizable.
El arte reproductible técnicamente, el arte estructuralmente sin aura, es el arte por antonomasia de la
sociedad de masas, en la medida en que puede satisfacer a un número exponencialmente inmenso (miles,
cientos de miles, millones) de personas al mismo tiempo. Las artes no técnicamente reproductibles, las artes
plásticas, se convierten en artes auráticas, en las artes con un fundamento metafísico, en lugar de político, a
partir del momento en que aparece, a mediados del siglo XIX, la primera de las artes sin aura, la fotografía.
Vamos a analizar, en el desarrollo de la clase, el carácter materialista de este enfoque: las artes sin aura, sin
ritual de origen, sin fundamento metafísico (la fotografía y el cine) convierten, con su sola existencia, a las
artes plásticas, como artes preexistentes, en artes con aura, con ritual de origen, con fundamento metafísico.
El fundamento, entonces, es algo que las artes sin aura permiten suponer, retroactivamente, en las artes
plásticas (el ritual de origen, el aquí y ahora originario, sería el fundamento metafísico).
En el caso de Adorno, veremos en los próximos teóricos (Teóricos 5 y 6), la relación entre metafísica
y cultura está planteada a través de otra oposición de términos: en lugar de la oposición artes sin aura / artes
con aura, la oposición adorniana es: arte post-Auschwitz / arte / pre-Auschwitz. Lo que marca en las artes la
línea de quiebre, porque pone en cuestión la posibilidad misma del arte, es el campo de concentración. El
campo de concentración, en el siglo XX, lleva a la pregunta por la metafísica que lo hace posible: la
metafísica de la identidad, la metafísica que permite que el sujeto identifique, coercitivamente, la cosa con
su concepto y, de ese modo, imponga su primacía sobre la naturaleza y sobre otros seres humanos.
El punto de partida de las estéticas materialistas (y no sólo de las estéticas materialistas de Benjamin
y Adorno) son las obras de arte, y no el sujeto autocentrado (como en las estéticas idealistas), así sea ese
sujeto el receptor o el artista. El sujeto autocentrado de la estética idealista era, prioritariamente, el receptor,
aquel que emite un juicio estético basado en el placer desinteresado (por el libre juego entre sus facultades
de conocimiento) –en Kant-, el crítico-artista, que funda la artisticidad de la obra de arte (por lo cual es, al
mismo tiempo, un artista sin obra –un “alma bella”, en léxico hegeliano- y un filósofo sin sistema) -en
Schlegel-, o el filósofo que hace las veces de pensador-expositor de lo Absoluto, dado que lo Absoluto habla
a través de él.
Sin embargo, el giro de la estética hacia la obra de arte ya se había dado, dentro de la estética
idealista, con Schelling. Es decir, en la estética idealista antes que en las estéticas materialistas. La diferencia
con las estéticas materialistas es que en las estéticas de Schelling y Hegel la obra de arte sólo puede ser bella
(lo cual significa también “verdadera”) por su relación con lo absoluto, con lo cual la obra de arte, para ser
obra de arte (es decir, bella en el sentido de verdadera), tiene que subordinarse al sistema filosófico del
filósofo de lo Absoluto. El giro hacia a la obra de arte, en el marco del idealismo absoluto, sigue
manteniendo la primacía del sujeto, sólo que este sujeto es ahora un sujeto absoluto, capaz de fundar un
sistema filosófico.
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Para que la obra de arte en la sociedad de masas pueda ser el punto de partida de una estética
materialista heterodoxa, como la de los filósofos de la Teoría crítica, hay que pensarla dentro de la relación
arte-política: en lugar de pensar –como piensa el marxismo ortodoxo− en el residuo burgués que queda en la
obra de arte por la mediación del autor (la psicología de clase y el interés de clase del artista-autor, a través
del cual se filtra en la obra, más allá de lo que él quiera expresar en ella –o de lo que él sostenga que quiere
expresar en ella−, la estructura social), hay que pensar lo no burgués de la obra: la reproductibilidad técnica
(para Benjamin) o la negatividad (para Adorno).
En términos materialistas, es Baudelaire el primero en pensar, en su prosa y en su poesía, cuál es la
nueva belleza que impera en la sociedad de masas. Esta nueva belleza (la belleza moderna) revela un
componente de la belleza que en las épocas anteriores estaba oculto: lo circunstancial y contingente, cuya
otra mitad es lo eterno; es decir, lo que revela la belleza moderna es lo que toda belleza tiene de moda. Lo
que se hace evidente hacia mediados del siglo XIX (la época de Las flores del mal y la época de nacimiento
de la fotografía) es la relación de la belleza con la propia época. Esta es una relación que siempre existió,
pero que en el contexto de la modernidad avanzada es imposible no ver. Se ha hecho visible, evidente,
tangible, algo que siempre había existido: la belleza no está relacionada sólo con lo eterno, con un ideal, sino
también con lo contingente.
Para Baudelaire, todos los siglos y todos los pueblos han tenido su belleza. Y aclara, en el ensayo “Del
heroísmo de la vida moderna”: “nosotros tenemos la nuestra”. Hay belleza moderna y hay sublimidad moderna
(“la modernidad no está exenta de motivos sublimes”). La vida antigua tenía su belleza; la vida moderna tiene
su otra belleza. La vida moderna, a pesar de todos estos venenos que se aspiran en la gran ciudad, no es fea, sino
que tiene otra belleza.
No obstante, la belleza moderna muestra una dualidad que es propia de la belleza en todas las épocas.
Todas las bellezas de todas las épocas son duales: tienen un componente invariante y un componente transitorio.
No sólo la belleza moderna tiene un componente invariante y uno transitorio: en realidad, las bellezas de todos
los tiempos tienen esos dos componentes, sólo que recién en la belleza moderna es imposible no advertirlos. Así
describe Baudelaire la belleza de la vida antigua:

¿Qué era esta gran tradición, sino la idealización ordinaria y acostumbrada de la vida antigua?; vida robusta y
guerrera, estado defensivo de cada individuo que le daba el hábito de los movimientos serios, las actitudes
majestuosas o violentas. Agreguen a eso la pompa pública que se reflejaba en la vida privada. La vida
antigua representaba mucho. Estaba hecha sobre todo para el placer de los ojos y este paganismo cotidiano
ha servido maravillosamente a las artes.

Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, trad. Lucía Vogelfang,
Jorge L. Caputo y Marcelo G. Burello, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 23

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Ciertos rasgos contingentes de la vida antigua eran los que favorecían las artes. Esos rasgos contingentes
son los que tenían que ver, por un lado, con la vida guerrera y la seriedad asociada a ella y, por el otro, con la
majestuosidad de la pompa y la permanente representación ante los ojos de los demás. Estos rasgos
contingentes decantan, finalmente, como lo eterno/abstracto de la belleza antigua, porque son los que se aplican
a la producción de las obras. Lo que eterniza esos rasgos contingentes, nacidos en la vida cotidiana, es el hecho
de que son plasmados, modélicamente, en las obras de arte.
Esa plasmación en la obra de arte de los rasgos contingentes de la belleza (austeridad, seriedad,
majestuosidad) no borra, no obstante, el nivel transitorio en esa belleza, el modo particular en que los hombres
antiguos incorporaban a su vida esas formas exteriores, asociadas a la guerra, por un lado, y la representación
ante los demás, por el otro.
Si la vida guerrera era exaltada en los poemas épicos, quizás los hombres evaluaban sus cuerpos (sus
físicos), sus modos de vestirse, sus modos de hablar a partir de esos modelos. Pero, a su vez, esos modelos se
constituían a partir de hábitos que, entre los antiguos, en la vida cotidiana, se copiaban entre sí. No es que en la
antigüedad no existía este componente transitorio de la belleza, que para Baudelaire se hace tan patente en la
modernidad: la moda. Algo que se cultiva en un momento, porque todos lo cultivan (y eso quiere decir que está
vigente) y se deja de cultivar en otro momento (porque se lo considera caduco). En todo caso, el hecho de que
un modo de vida comunitario-guerrero tuviera cierta pasión por la representación y todo sucediera en el modo
de la exterioridad o de la pompa, hacía quizás más fácil establecer una convención y compartirla de lo que
resulta en la modernidad. Pero no se trata de que en el modo en el cual la vida antigua tenía incorporada la
belleza no hubiera algún componente que fuera transitorio.

Todas las bellezas contienen, como todos los fenómenos posibles, algo de eterno y algo de transitorio, algo
de absoluto y algo de particular. La belleza absoluta y eterna no existe o, más bien, no es sino una abstracción
obtenida de la superficie general de las diversas bellezas. El elemento particular de cada belleza proviene de
las pasiones y, como nosotros tenemos nuestras pasiones particulares, tenemos nuestra belleza.

Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., pp. 23-24

Siempre, en todas las épocas, la belleza tuvo algo de transitorio y no hay un concepto de belleza que se
pueda considerar eterno si no es por abstracción. Todas las bellezas particulares, contingentes, tienen un
elemento eterno y otro transitorio. Generalmente, lo que estudiamos de ellas es su elemento eterno, dejando de
lado el transitorio. En la belleza moderna, por el contrario, podemos advertir los dos. No obstante, siempre
hubo los dos componentes.
En la modernidad también se hace visible un nuevo concepto de belleza pública. Ya no se trata de la
belleza pública asociada con la pompa (el concepto vigente en la vida antigua), sino de una belleza pública
asociada con el igualitarismo. En ese sentido, Baudelaire habla del color negro (no sin ironía) como el color
asociado al igualitarismo.
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Observen bien que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la
igualdad universal, sino incluso su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile
de sepultureros: sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos nosotros
celebramos algún entierro.

Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., p. 24

Es decir, el negro es el color post-revolucionario, muy asociado a lo que despectivamente se llamó las
levitas negras. Hay una mención a Blanqui en “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, de Benjamin, en
la que se dice que sus contemporáneos lo consideraban un levita negra, para indicar que tenía el aspecto
exterior de los hombres letrados (mientras que la imagen de los conservadores era la de hombres ligeros,
frecuentadores del teatro de revistas).
La figura del dandi aparece como una figura enteramente moderna, vinculada a la una nueva forma de
urbanidad. En relación a ella, Baudelaire se pregunta cuáles son los temas modernos públicos y oficiales, en el
sentido de los temas por los cuales se les paga a los artistas para que los traten en sus obras.

Para volver a la cuestión principal y esencial, que es la de saber si nosotros poseemos una belleza particular,
inherente a las pasiones nuevas, señalo que la mayor parte de los artistas que han abordado los temas
modernos se han contentado con los temas públicos y oficiales, con nuestras victorias y nuestro heroísmo
político. E, incluso, lo han hecho refunfuñando y porque se los ordenó el gobierno que les paga. Sin embargo,
hay temas privados que son muy heroicos de otro modo.

Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., p. 25

Lo heroico se convierte en tema público. Hay un arte público que inevitablemente tiende a ser épico, en la
medida que construye el heroísmo de la propia época. Pero para Baudelaire hay un heroísmo de lo público y un
heroísmo de lo privado. El heroísmo político (o de lo público) está vinculado, en general, a la gesta común, a las
grandes batallas del respectivo tiempo. Ahora bien, hay otra forma de heroísmo que tiene que ver con temas
privados y también sigue siendo una forma de heroísmo. En ese sentido, dice que por la gran ciudad circulan,
no en lo más exterior sino por debajo de ella, criminales y prostitutas que no hace falta más que abrir los ojos
para reconocerlos como héroes (héroes del día, que es como los reconocen los periódicos, cuando los llevar a
los titulares, para después olvidarlos).
En la gran ciudad se podría identificar otra forma de heroísmo: se trata de un heroísmo que está a la vista,
pero que hay que saber verlo de un modo nuevo. Hay que “sociologizar la mirada”. El de los criminales y las
prostitutas es un heroísmo que está a la vista pero que requiere ser mirado en el modo en que lo muestran los
periódicos. El tema de cómo transmiten la información los periódicos (haciendo del “informar” lo contrario del

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“narrar”) es el tema de la segunda parte de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” y de “Sobre algunos
temas en Baudelaire” (los fragmentos que leímos la clase pasada). Esos héroes de la modernidad que son los
criminales y las prostitutas adquieren su protagonismo, justamente, en los periódicos. El periódico popular es el
que se nutre de la mala suerte de este tipo de personajes. La idea de que la noticia policial, la noticia
catastrófica, el chisme, el rumor, o la noticia negativa es la noticia del periódico aparece junto con el periódico.
No es una tendencia que se construyó lentamente, sino que le periódico siempre se nutrió de la mala noticia y el
chisme.
El heroísmo de la vida moderna está relacionado con esos antihéroes que se convierten en las figuras
heroicas del periódico. Son quienes le dan contenido al periódico durante un par de días y luego pasan a ser
sustituidas por otros: de eso se trata. Esta es, de algún modo, una forma moderna del suicidio: levantar una
figura y hacerla desaparecer tres días después por otra. La prostituta y el criminal son figuras heroicas de la
modernidad, pues son utilidades/transitoriedades en sí mismas: placer momentáneo, una, e interés momentáneo
como noticia, el otro.
Por lo tanto, la belleza y el heroísmo moderno están intrínsecamente unidos para el concepto de
modernidad estética de Baudelaire. En ese sentido hay una belleza nueva y particular que ya no es aquella de
Aquiles ni de Agamenón, dice Baudelaire. Hay un elemento nuevo en esta belleza moderna. Este elemento
nuevo es el que, para él, hay que teorizar. Ese elemento lo teoriza en otro de los ensayos incluidos dentro del
libro Arte y modernidad (una recopilación de ensayos tomados de las obras completas). Este otro ensayo es “El
pintor de la vida moderna”. Del primer punto, que trata sobre qué es lo bello, la moda y la felicidad, me interesa
ver cómo analiza el doble componente de toda belleza. Acá sí, a diferencia de lo que vimos antes, va a analizar
los dos componentes. Recordemos todos los conceptos de belleza por los que pasó Baudelaire en “Del
heroísmo de la vida moderna”: belleza pública, política, privada, antigua y moderna. En “El pintor de la vida
moderna” habla de belleza del pasado y de belleza del presente. Veamos ahora de qué manera introduce la
figura de la moda en relación a la belleza.

El pasado es interesante no sólo por la belleza que han sabido extraer de él los artistas para quienes era el
presente, sino también como pasado por su valor histórico. Con el presente pasa lo mismo: el placer que
obtenemos de la representación del presente no obedece exclusivamente a la belleza de la que puede estar
revestido, sino también a su cualidad esencial de presente.

Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., p. 28

El presente es interesante por ser presente, de la misma manera que el pasado puede ser interesante,
justamente, por ser pasado (antes que por ser belleza, por ser pasado). Es como si hubiera un placer específico
en referirse a algo como sido o a algo como en curso por esa condición en sí misma y no por lo que se pueda
extrapolar de ese pasado o de ese presente como belleza. Como cuando alguien se viste de un color porque ese
color está de moda y si le preguntan, aclara que se viste de ese color porque le gusta (eso que se suele llamar
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afán de novedades, un término heideggeriano, en sentido despectivo, tendría aquí un reconocimiento en
términos estéticos). Pero también a alguien podría gustarle algo por demodé, por viejo, por vintage. Tanto lo
actual como lo vintage son conceptos asociados a la moda.
Lo que encontramos en el concepto moderno de belleza es una muy fuerte actitud antirromántica. El
pasado place por pasado y el presente place por presente, más allá de que todos tendemos a extrapolar, tanto del
pasado como del presente, ciertas formas artísticas con las cuales lo identificamos y que, en tanto extrapoladas,
nos parecen que son eternas. Por ejemplo, de la vida antigua extrapolamos la tragedia o la épica y, en ese
sentido, entendemos la antigüedad a partir de esas formas artísticas vinculadas a lo noble como si expresaran la
vida tal como era vivida en su totalidad (podríamos agregar a esas formas la de la comedia, para los caracteres
no nobles). Sin embargo, hay algo del orden de lo que podríamos llamar las costumbres que, para Baudelaire,
es justamente aquello a lo que no le prestamos atención, en la medida en que subordinamos lo que esa belleza
podría tener de transitoria al componente de lo eterno. Lo que pudiera haber de epocal en Homero lo
subordinamos, por ejemplo, a lo que hay en Homero de forma perfecta, lograda, atemporal. Al hacer esa
operación, nos quedamos siempre con uno de los dos componentes de la belleza: el componente eterno contra el
transitorio. Pero siempre hay esos dos componentes en todas las bellezas.

La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en todo su atavío, arruga o endurece su ropa, redondea
o alinea su gesto, hasta penetra sutilmente, a la larga, los rasgos de su rostro. El hombre termina pareciéndose
a lo que querría ser. Se puede traducir esos grabados a lo bello y a lo feo. En lo feo se vuelven caricaturas, en
lo bello, estatuas antiguas.

Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., p. 28

Es difícil, en cualquier época, que los hombres no se representen a sí mismos (en la forma de lo que
querrían ser) a partir de esa belleza que es doble, pero que no puede quedar, por eso mismo, estrictamente
plasmada en el arte. De alguna manera, hay algo de esa dualidad de la belleza que es lo que se plasma también
en los cuerpos de los contemporáneos: si redondean o alinean el gesto, si arrugan o almidonan la ropa, si se atan
o se sueltan el pelo, etc.
Esa relación que lo bello tiene con el cuerpo es lo que hace que, dice Baudelaire, cuando lo vemos como
pasado nos riamos de lo que tiene de transitorio, mientras que, en otro momento, por eso mismo, podemos
traerlo al presente (la moda hace eso: trae al presente lo pasado). Ninguna belleza, entonces, puede ser sólo del
orden de lo eterno. Ésa es la lección de la modernidad, “la lección del presente para el resto de los tiempos” (en
términos de Kluge). Nunca hubo bellezas unívocas, todas las bellezas -o todos los conceptos de belleza- eran
duales, incluso los de la vida antigua. Las personas, además, incorporaban a sus vidas elementos de esa belleza:
la belleza no podía quedar solamente en los libros, solamente en los cuadros, solamente en las estatuas. Y
tampoco la belleza de las obras podía no provenir de la vida cotidiana (de hecho, la corporalidad de los dioses
era una tomada de una corporalidad cuyo modelo de belleza era transitorio).
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Uno de estos días quizá aparecerá un drama en un teatro cualquiera en el que veremos la resurrección de
estos trajes bajos los cuales nuestros padres se veían tan encantadores como nosotros con nuestras pobres
vestimentas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual);
[recuerden que –ya dijo Baudelaire− después de la revolución todos se visten de negro, por el igualitarismo
conseguido] y si los llevan y animan a comediantes, y comediantes inteligentes, nos asombraremos de
habernos reído con tanta ligereza. El pasado, aun conservando lo punzante del fantasma, cobrará la luz y el
movimiento de la vida y se hará presente.

Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad, op. cit., pp. 28-29

Aparece en Baudelaire, ligada a la modernidad estética (y ligada de una manera no crítica, distinta de la
manera crítica en que aparecía en F. Schlegel), la figura de la moda, es decir un relativismo que no es extrínseco
sino intrínseco a la belleza. Pero, por otro lado, este relativismo no aparece en la forma de lo que podríamos
llamar una serie abierta (como quien dice: hay una renovación permanente e incesante de los hábitos, de las
costumbres, de los criterios de belleza), sino de la circularidad. En relación a la belleza (en lo que la belleza
tiene de transitorio), no hay infinitud, sino circularidad. Esta idea de la circularidad, dice Benjamin, aparece en
Baudelaire antes que en Nietzsche. La moda es un fenómeno asociado a la belleza y a la cultura. Es la
circularidad del tiempo cultural, no del tiempo natural.
La temporalidad de la cultura es circular; siempre están volviendo las cosas del pasado como presente; no
hay permanentes invenciones de la belleza, sino permanentes reinvenciones de la belleza trayendo al presente el
pasado (trayendo al presente pasados olvidados). En Baudelaire aparece justamente esta idea de que no hay una
permanente invención de belleza en el universo cultural, sino un reciclado de la belleza y, en este sentido, una
circularidad del tiempo de la cultura. Como si dijéramos que hay un principio casi de rueda de la fortuna en la
historia de la cultura en la medida en que lo que en determinado momento alcanza el éxito porque es reconocido
por su época tiene que pasar al olvido, para que después, terminado el círculo, vuelva a ser rescatado, releído,
reinterpretado, revalorizado.
Lo que hay en la cultura, asociado a la modernidad estética, es una circularidad, no un progreso que tiende
al infinito. El hecho de que una novedad desplace a la otra no significa que haya progreso, sino moda. Y la
moda está asociada a la circularidad, no al progreso. El principio de la novedad es siempre un principio relativo,
y no un principio absoluto. El tema de la circularidad en Baudelaire (así como la comparación con el eterno
retorno de Nietzsche) está en el ensayo de Benjamin “Zentralpark” (incluido dentro del libro: El París de
Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 243-286). Tomemos
tres citas en las que Benjamin, hablando de Baudelaire, se refiere a su concepción de la moda. La primera cita
que seleccioné pertenece al #29:

La moda es el eterno retorno de lo nuevo. ¿Habrá sin embargo, precisamente en la moda, temas de la salvación?
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Benjamin, W., “Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna
Cadencia, 2012, p. 269

La segunda cita pertenece al #35:

El eterno retorno es un intento de unir los dos principios antinómicos de la felicidad: es decir, aquel de la eternidad
y aquel del “otra vez”. La idea del eterno retorno produce por encanto, a partir de la miseria del tiempo, la idea
especulativa (o la fantasmagoría) de la felicidad. El heroísmo de Nietzsche es la contraparte del heroísmo de
Baudelaire, que de la miseria del filisteísmo produce por encanto la fantasmagoría de la modernidad.

Benjamin, W., “Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, op. cit., p. 276

La tercera cita está extraída del # 40:

Es muy importante que lo “nuevo” en Baudelaire no aporte ningún tipo de colaboración con el progreso. Además,
apenas si puede encontrarse en Baudelaire algún intento de lidiar realmente con la representación del progreso. Es
ante todo la “fe en el progreso” lo que él persigue con su odio, como una herejía, una doctrina errada, no como un
error común.

Benjamin, W., “Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, op. cit., 2012, p. 281

Moda, en el sentido baudelairiano que la ata a la belleza, es eterno retorno, es decir, un no aporte a la idea
de progreso. La historia de la belleza no es una historia del progreso de las ideas de la belleza. No hay un relato
lineal.
En el punto I el ensayo “El pintor de la vida moderna”, titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”,
Baudelaire propone establecer una teoría racional e histórica de lo bello, por oposición a lo bello único y
absoluto. Lo bello, entonces, siempre tiene una doble composición (retoma aquí el problema que trató
brevemente en “Del heroísmo de la vida moderna”). Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable,
cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que se plasma
en la época, la moda, la moral y la pasión (y a veces, en todos estos factores a la vez). Sin este segundo
elemento, que es como la envoltura divertida, brillante, de lo bello (“el aperitivo del pastel divino”), el primer
elemento sería indigerible, inapreciable: no resultaría ni adaptado ni apropiado a la naturaleza humana. Es decir,
el aperitivo, que sería lo que tiene de circunstancial la belleza (lo que se plasma no en el arte, sino en la época,
la moda, la moral y la pasión y a veces en todo esto a la vez) no es, como quien dice, la parte abyecta, la parte
menor, la parte desgraciada y pobre de la belleza, sino la parte brillante, reluciente, atractiva, placentera,
lucrativa, etc., de la belleza. Y esto no es un mal, sino un bien para la belleza: lo eterno, en materia de belleza,
no se puede consumir sin la ayuda de lo transitorio. No hay formas artísticas que entren en la lógica de lo eterno
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y no en la de lo transitorio. Podríamos pensar, a partir de esta idea, que la forma que tenemos de relacionarnos
con la cultura a través del consumo, que es criticada por considerársela una forma de manipulación, es también
un modo transitorio de relacionarse con la parte eterna de la belleza. Porque, en realidad, de parte de los
hombres, no hay un modo eterno de relacionarse con lo eterno de la belleza: siempre hay un modo transitorio de
relacionarse con lo eterno de la belleza. Sobre todo cuando lo eterno de esa belleza no es todavía eterno, sino
presente.
Lo que tiene de nuevo la belleza moderna lo tiene en la medida en que es consciente del componente
transitorio de toda belleza, de la propia, de la belleza moderna pero también de todas bellezas de todos los
tiempos posibles.
Y para cerrar el primer punto del ensayo “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire da definición de lo
bello: La dualidad del arte es una consecuencia fatal de la dualidad del hombre [p. 30] Y cita a Stendhal, que
define lo bello como promesa de felicidad, para hacerle una crítica. Esta misma cita de Stendhal la vamos a
encontrar en el primer capítulo de Teoría Estética de Adorno, para referirse, no a la belleza, sino a la obra de
arte como promesa de felicidad: toda obra de arte encierra una promesa de felicidad incumplida (“incumplida”
lo va a agregar Adorno).

Quien más se ha acercado a la verdad para definir a lo bello es Stendhal al decir que lo bello no es sino la
promesa de felicidad, sin duda esta definición excede el fin. Somete demasiado a lo bello al ideal
infinitamente variable de la felicidad. [p. 30]

El hecho de someter lo bello a la felicidad es de algún modo lo que lo convierte en algo que está sometido
a los fines humanos: es algo que, en última instancia, no está puesto bajo el signo de lo eterno, sino que está
puesto bajo el signo de lo transitorio, por el uso que los hombres hacen de él. Pero a la vez, al hacer esta
salvedad, Baudelaire despoja muy prestamente a lo bello de su carácter aristocrático.
El concepto de lo bello, entendido en el sentido moderno a partir de la definición de Stendhal, resulta un
concepto democrático, en la medida en que es promesa de felicidad, y no un concepto aristocrático, que es
como se lo puede entender cuando está bajo el signo de lo eterno (cuando se lo entiende de manera clasicista,
por lo que tiene de eterno y no por lo que tiene de transitorio).

[La definición stendhaliana] posee el enorme mérito de alejarse decididamente del error de los académicos [p. 30]

¿A que tienden los académicos? A eternizar lo que es la belleza buscando una definición de ella. Para eso,
deben ceñirse al componente de lo eterno y deshacerse de todo aquello que liga a ese componente con los
hombres en términos de felicidad. Como quien dice, ¿hasta qué punto el arte no está relacionado justamente con
esa promesa de felicidad que la sociedad ha dejado incumplida y que el arte de alguna manera mantiene en
estado de latencia, con todo lo que esa dualidad tiene de ideología? Que todo lo que pueda existir en el arte sea
lo que no puede existir en la sociedad es, obviamente, lo que lo lleva a funcionar socialmente como ideología.
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Pero más allá de esta condición ideológica que tiene el arte por dejar intacto, en una esfera donde no se realizar,
a aquello no está realizado en la sociedad, uno podría decir que ése es el modo en que el arte se relaciona con
los hombres en el modo de la felicidad. También sucede lo mismo con la belleza: si quieren ustedes, en los
modos felices de la moda, en los modos felices de peinarse, de vestirse, de almidonar o arrugar la ropa -que dice
Baudelaire- hay un contacto humano con lo que la belleza tiene de transitorio (pero no por transitorio deja de ser
auténtico ese aspecto de la belleza). Esa relación que la belleza tiene con el cuerpo también responde a la
sociologización de la mirada que encontramos como rasgo central de la modernidad. Y con esto cerramos la
lectura de los ensayos de Baudelaire.
Los antiguos, según Baudelaire, tenían una belleza que no podía estar sólo conectada con lo eterno
sino también con lo circunstancial. De todas maneras, no es eso lo que se estudia de ellos. Lo que se estudia
de una época, cuando se convierte en clásica, o mejor dicho, en tradición -porque incluso el romanticismo,
del cual Baudelaire es crítico, se ha convertido en algo canónico y, en este sentido, en un clasicismo- es lo
que de la belleza (que siempre fue dual: una parte eterna y otra transitoria) se ha “eternizado”. Cuando un
determinado ismo entra en la tradición, lo que queda sedimentado de él es precisamente todo lo que tiene
relación con lo eterno, con lo invariante, y por lo tanto, se convierte en modelo.
Ahora bien, cuando esa belleza estaba viva, cuando estaba –como diría Schelling- en su momento de
florecimiento, estaba profundamente enraizada en las costumbres, en los hábitos, en pocas palabras, en la
moda: en lo que estaba vigente e iba a dejar de estarlo. No es que la moda sea un fenómeno moderno en
relación al gusto y a la belleza, sino que es un fenómeno que la modernidad revela de las épocas anteriores.
Esta es la audacia de Baudelaire que le interesa a Benjamin para pensar la modernidad: que diga que la
época moderna permite ver lo que las épocas anteriores ocultaban.
Por eso, lo característico de la modernidad estética para Baudelaire es la figura del suicidio: todo está
destinado a desaparecer rápidamente, por lo tanto, todo movimiento artístico se presenta a sí mismo bajo el
signo de la vida breve. Y por eso toda belleza –aquí invirtiendo el argumento- y no sólo la belleza antigua,
está relacionada con lo público. Para Friedrich Schlegel solamente la belleza antigua estaba relacionada con
un gusto público, entendido como un gusto unificado, que hacía que toda la pólis estuviera imbuida de
belleza, desde las instituciones hasta las leyes y los edificios públicos. Ahora, lo que hace Baudelaire, como
teórico de la belleza moderna, es invertir esta lectura romántica o protorromántica de Schlegel, y plantear
que en realidad no puede haber gusto que sea privado en ninguna época: todo gusto siempre está conectado
con lo público (Hice hincapié sólo en las partes del texto que violentan la lectura romántica del gusto; no es
que el texto sea sólo esto: la mía es una lectura sesgada).
La cita de Stendhal (que Baudelaire toma de Del amor): “toda belleza encierra una promesa de
felicidad” es lo que conecta el concepto de belleza con la idea de futuro. Ahora bien, lo que descubre
Baudelaire es que siempre hay una belleza en el presente, aun cuando la belleza no puede no contener algo
relacionado con el futuro: ser una promesa de felicidad. La idea de que hay una promesa de felicidad en la
belleza es lo que augura un futuro a la obra de arte en la cual esa belleza está inscripta. Pero, por otro lado,
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hay una dimensión de caducidad en esa belleza, porque está atada a la moda.
El problema es que la misma belleza que está conectada con el futuro no puede no estar a su vez
conectada con el presente; no puede no tener algo que la inscriba en todo lo que es parte de la moda, es
decir, en lo que inevitablemente va a girar, lo que, por estar de moda, va a dejar de estarlo. En este sentido,
lo que le reconoce Baudelaire a la frase de Stendhal es algo que después se le reconocerá a él: a pesar de que
la obra de arte, en tanto portadora de belleza, está relacionada con el futuro, no puede no estar a su vez
relacionada con el presente. Y es precisamente lo que la obra de arte tiene de conexión con el presente lo que
se pierde, y lo que hace que las obras del pasado siempre estén siendo juzgadas por lo que tenían de futuro,
es decir, por lo que tenían de eterno. Lo que se inscribe dentro de la perspectiva de lo eterno en una obra de
arte bella es precisamente esa conexión con el futuro que, vuelta tradición, se convierte en conexión con lo
eterno o, en términos de los sistemas idealistas, en conexión con lo absoluto: es lo arquetípico de la obra de
arte, en términos de Schelling.
Ahora bien, lo que descubre Baudelaire es que esas obras que son estudiadas por su conexión con lo
arquetípico, con lo eterno, tienen ese componente por haber tenido una promesa de felicidad, una conexión
con el futuro, a la vez que una conexión con el presente. La conexión con el presente que tenía la obra de
arte es la que se pierde. La conexión con el futuro es la que se eterniza. En las obras de arte del respectivo
presente –el siglo XIX- es inocultable la relación que la obra tiene con el presente; prácticamente, parecen
obras hechas para ser siempre puro presente y no tener en sí mismas ninguna promesa de felicidad, ninguna
conexión con el futuro. Son casi obras suicidas: obras para no quedar en el tiempo; obras para producir un
shock y desaparecer: obras intrínsecamente efímeras. La efimericidad se vuelve algo que no es un déficit de
la obra de arte moderna sino una propiedad de ella.
Los sujetos de la modernidad estética son entonces sujetos heroicos como los personajes de La
comedia humana de Balzac; el heroísmo es proviene de que todo artista se tiene que pensar a sí mismo como
alguien destinado a la corta fama, al olvido pronto, al estar de moda y dejar de estar de moda. La
comparación del artista con la prostituta (la idea de que el artista se prostituye, porque vende un placer
pasajero) es al mismo tiempo una caracterización de la modernidad.
El problema del gusto, como problema del juicio, se transforma, en la sociedad de masas, en el
problema de la experiencia. Este problema afecta, a su vez, la concepción del arte y de la política. Por lo
tanto, la relación gusto-arte-política, en el marco de la sociedad de masas, aparece como una relación que ya
no puede plantearse en términos idealistas (ni como problema del juicio, en sentido kantiano y
protorromántico, ni como problema de la relación del arte bello con lo Absoluto, en el sentido de los
sistemas de Schelling y Hegel), sino que debe plantearse en términos materialistas. Incluso para las posturas
no materialistas, como pueden ser las de las así llamadas estéticas ontológicas (como la estética
heideggeriana), el punto de vista idealista, después de Hegel, está agotado. La estética, como disciplina
ilustrada, aparece, frente al presente de la sociedad de masas (me refiero a las décadas del treinta y del
cuarenta del siglo XX), como una disciplina burguesa, atada al idealismo por ese mismo carácter burgués.
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Su metafísica –la metafísica que arrastra y no puede superar- es la metafísica del sujeto, del sujeto devenido
absoluto.
El problema de la experiencia, para ser comprendido de una manera no sólo no idealista, sino
materialista benjaminiana, requiere de establecer la relación entre tres fenómenos propios de la sociedad de
masas:
1) la atrofia de la experiencia (en el sujeto) y el ocaso de la narración (oral); la narración es
desplazada a favor de otras formas de comunicación: la novela (que tenía su pasado en la era burguesa) y la
información, propia de los periódicos (la información, a su vez, afecta también al desarrollo de la novela);
2) el shock o la apertura de ese sujeto, cuya experiencia (junto con su capacidad de narrarla) está
atrofiada, a los estímulos externos. Así como la ironía se relacionaba, para F. Schlegel, con una forma de
urbanidad burguesa (la conversación / la cultura de los salones), el shock va a estar relacionado con la
urbanidad masiva, con la urbanidad propia de la vida en las grandes ciudades: se trabaja en la gran urbe, aun
cuando se viva en el suburbio;
3) la pérdida del aura: con la aparición de las artes no auráticas (la fotografía y el cine) se descubre el
concepto de aura, propio de las artes a las que la reproductibilidad técnica les era extrínseca, no intrínseca.
Para analizar el primero de estos tres fenómenos que dan cuenta del problema de la experiencia, es
necesario comprender la figura del narrador. Ahora bien, para comprender la figura del narrador, lo primero
que hay que tener en cuenta es la distancia que separa de él a la sociedad de masas.
En su ensayo “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov”, Benjamin dice que el
narrador es una figura que está no sólo alejada del presente (el de las primeras décadas del siglo XX), sino
que tiende a alejarse de él cada vez más:

Cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo. Es cada vez más frecuente que se vacile
cuando se pide que se narre algo en voz alta. Es como si una capacidad, que nos parecía inextinguible, la más
segura entre las más seguras, de pronto nos fuera sustraída. A saber, la capacidad de intercambiar experiencias.
Una causa de ese fenómeno es evidente: la experiencia está en trance de desaparecer. (…) Con la guerra
mundial empezó a manifestarse un movimiento que hasta ahora nunca se ha detenido. ¿No se advirtió, durante
la guerra, que la gente volvía muda del campo de batalla? No más rica en experiencias transmisibles, sino más
pobre. Lo que, diez años después, se vertió en el caudal de libros de guerra, era una cosa muy distinta a
experiencia que pasa de boca en boca.

Benjamin, Walter, “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov”, en: Sobre el programa de
la filosofía futura y otros ensayos, trad. R. Vernengo, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, pp. 189-190

La relación entre narración y oralidad es clave para entender su pérdida. Una cosa son los libros de
guerra y otra, la narración oral, el contarle a otros, que no son lectores, lo vivido. La mudez equivale a no
poder contar oralmente. La oralidad es lo contrapuesto a la novelización de los hechos, a su puesta por

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escrito en la forma de libro y de libro donde cobra centralidad la subjetividad del autor. El narrador oral, a
diferencia del narrador de una novela, siempre es un narrador anónimo:

La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en la que han abrevado todos los narradores. Y entre
ellos, los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del lenguaje
de muchos narradores anónimos [Ídem, p. 190]

Hay dos tipos de narradores anónimos, pensados ambos, siempre, dentro de una tipología arcaica: el
agricultor sedentario y el marino mercante. El agricultor sedentario es el equivalente del lugareño, del que
merece ser escuchado porque siempre ha vivido en el mismo lugar y conoce con lujo de detalles a todos sus
habitantes, a los hábitos que los caracterizan y a las historias que ha vivido cada uno. El marino mercante,
en cambio, merece ser escuchado con tanto derecho como el agricultor sedentario por poseer la cualidad
contraria: ha viajado, tiene mundo, conoce personajes, hábitos e historias de lugares lejanos, a los que nadie
que lo escuche ha tenido acceso. La pérdida de estas dos figuras, como las dos mitades de un arte oral de
narrar, Benjamin la relaciona con el avance de la modernidad. Son figuras no modernas (o antimodernas) del
arte de narrar, básicamente, porque son figuras medievales. Así se narraba cuando se vivía bajo un modo de
producción artesanal. La oralidad era el instrumento con el que el maestro, en su taller, le transmitía su saber
al aprendiz.

Si los aldeanos y marinos han sido los antiguos maestros de la narración, el taller medieval fue su escuela
secundaria. Allí se encontraba la noticia lejana, que el peregrino traía a su hogar, con las noticias del pasado,
que conserva con amor el sedentario. [Ídem, p. 191]

Esta ubicación de la práctica de narrar en el contexto del taller medieval es clave, porque es a partir
de ella que se entiende su carácter arcaico, no moderno y hasta antimoderno: la narración tenía una utilidad.
No se narraba por el mero gusto de narrar. La utilidad de la narración era la de transmitirle al oyente un
consejo. Y “ser consejero” –dice Benjamin- es algo “pasado de moda”, porque nadie sabe dar ni recibir
consejos.

El consejo, entretejido en la tela de la vida vivida, es sabiduría. El arte de narrar se acerca a su fin, porque el
lado épico de la verdad, la sabiduría, está en transe de desaparecer. Se trata de algo que proviene de muy lejos.
Y nada sería más tonto que ver en ello un “fenómeno de decadencia”, pasando por alto que se lo pretenda un
“fenómeno moderno”. Más bien es un fenómeno accesorio de fuerzas de producción históricas seculares que
han ido reducido progresivamente la narración al campo de la lengua hablada, haciendo así perceptible, con su
desaparición, una nueva hermosura. [Ídem, p. 192]

Al igual que el aura de las obras plásticas, que se descubre cuando aparecen las obras fotográficas y

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cinematográficas, que son intrínsecamente seriadas y, por lo tanto, no auráticas, la hermosura de la
narración, unida a su didactismo, se descubre con su pérdida, que no debe ser interpretada, por eso, desde el
punto de vista moderno, como decadencia.
Lo contrario de la narración oral, en el contexto de la modernidad estética burguesa, es la novela. La
novela –aclara Benjamin- ni proviene ni se dirige a una tradición oral. Nace del individuo en su soledad.
Escribir una novela (Don Quijote, de Cervantes, o Los años de peregrinación de Wilhelm Meister, de
Goethe, dos ejemplos benjaminianos) equivale a exponer lo inconmensurable en su forma extrema: lo que se
expone no es un camino de orientación para el lector –un sucedáneo del consejo-, sino la profunda
desorientación en la que se encuentran todos los seres humanos entendidos, modernamente, como individuos
aislados. Tampoco la novela de formación (Bildungsroman), como es el caso de Los años de peregrinación
de Wilhelm Meister, de Goethe, transmite al lector algún tipo de sabiduría que se empariente con la de la
narración oral.
La novela también tiene un comienzo en la antigüedad –reconoce Benjamin-, pero recién el ascenso
de la burguesía aporta los elementos materiales para que se convierta en una forma hegemónica de
comunicación. Esa hegemonía de la novela, que era parte de la hegemonía burguesa, la trastoca, en tiempos
del alto capitalismo, la prensa. No obstante, la forma de comunicación que la prensa instaura como
hegemónica, la información, afecta más a la narración que a la novela, porque a la narración la destruye,
mientras que a la novela, podría decirse, le permite darse el lujo de la experimentación.

Si el arte de narrar se ha hecho raro, la extensión de la información ha tenido una participación decisiva en
ese resultado. Cada mañana se nos informa sobe las novedades de toda la tierra. Y sin embargo somos
notablemente pobres en historias extraordinarias. Eso se debe a que ya no se nos distribuye ninguna novedad
sin acompañarla con explicaciones. [Ídem, p. 194].

El lugar que en la narración lo ocupaba el consejo (lo que constituía su utilidad), en la información lo
ocupa la explicación. El suceso, convertido por la prensa en noticia, no es nunca un hecho extraordinario,
sino un hecho ordinario, explicable o, mejor dicho, que requiere ser explicado. Y requiere ser explicado
porque aparece en una total desconexión con el resto de los hechos de los que el periódico da cuenta. La
información que transmite una noticia no tiene ninguna conexión con la que transmite otra. De hecho,
aunque el periódico está dividido en secciones, las noticias de una misma sección rara vez tienen conexión
entre sí.
Ahora bien, el problema de la experiencia, en Benjamin, tiene que entenderse, por un lado, como el
problema de la atrofia de la experiencia y, por otro lado, como el problema de la necesidad de una
reconstrucción de la experiencia. La atrofia de la experiencia, en Sobre algunos temas en Baudelaire, está
relacionada con el efecto de los periódicos o, podríamos decir, con el efecto social de lo periódico, lo diario,
lo instantáneo, lo actual nacido bajo el signo de lo inactual –como en la frase “nada más viejo que el
periódico de ayer”-. Es la idea de la periodicidad como instantaneidad; la idea de instante como permanente
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presente la que Benjamin asocia con la atrofia de la experiencia.
Así, la atrofia de la experiencia está relacionada con formas de comunicación que tienen el signo de
la instantaneidad y de la caducidad explícita. Pero estos rasgos son rasgos propios de la modernidad, por eso
no pueden ser leídos en clave de decadencia. El que primero lo advierte es Baudelaire. Lo que Baudelaire
teoriza en sus ensayos es la presencia explícita, en la belleza moderna, de ese componente que estaba
implícito en toda belleza: la caducidad. La belleza moderna no puede ocultar su componente de presente,
que es lo que la caracteriza socialmente, aun cuando también tenga un componente de futuro; su
característica es nacer para morir; la vida breve, propia del artista héroe, es una vida suicida: todo nace como
obra de arte bajo el signo del suicidio.
Ahora bien, la atrofia de la experiencia, que Benjamin relaciona con una forma de comunicación, la
periódica, tiene como contraparte la necesidad de una reconstrucción de la experiencia bajo la figura del
narrador. Aquí es donde, al aparecer la figura del narrador, aparece, no la figura de Baudelaire sino la de
Proust, porque la figura del narrador está vinculada con la memoria. Proust como el narrador de En busca
del tiempo perdido es también él un narrador, es decir, es el autor de una construcción de un yo narrador en
la novela. Benjamin entiende esta reconstrucción de la figura del narrador como un intento de re-
construcción de la experiencia. También Adorno en el tercer modelo de la tercera parte de Dialéctica
negativa se refiere a la reconstrucción de la experiencia –en su caso, como experiencia de la infancia- en la
figura del narrador.
La figura del narrador proustiana va a contramano de la tendencia a la instantaneidad propia de lo
periódico. El relato es lo contrario de la información, en la medida en que lo que hace el narrador es conectar
lo colectivo con lo individual; conectar lo subjetivo con lo social; convertir todo aquello que en la lógica del
periódico es extraño, lejano y absolutamente desconectado de la propia experiencia –el puro presente como
presente ajeno- con la propia experiencia. Es como si se lograra efectivamente convertir lo que es presente
perpetuo en memoria. En este sentido, se puede convertir en pasado de un sujeto aquello que está destinado
a morir sin que nadie se lo apropie. La información tiene precisamente esa característica: no ser recordada
por nadie, porque es puro dato. La información se publica para ser leída y, una vez leída, olvidada. Por eso
se lee rápido (y debe ser escrita para ser leída de esa manera). Lo que se lee rápido, se olvida rápido.

Donde reina la experiencia en sentido estricto aparecen conjugados en la memoria ciertos contenidos del
pasado individual, junto con aquellos del pasado colectivo. [Benjamin pone ejemplos:] Los cultos con su
ceremonial, sus fiestas -aunque ningún lugar en Proust nos hace pensar en esto- llevaron siempre a cabo,
renovándola, la fusión entre estas dos materias de la memoria.

Benjamin, W., “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en: El París de Baudelaire, traducción de Mariana
Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 190

Estas dos materias de la memoria, a las que se refiere Benjamin en la cita, son el pasado individual y
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el pasado colectivo. La articulación entre ambos es lo que permite reconstruir el concepto de experiencia, en
tanto tiene un narrador. La información, en cambio, está hecha de datos sin narrador. A esos hechos ningún
yo puede hacerlos pasar por su propio pasado. Es como si lo colectivo no formara parte del pasado de
ningún sujeto individual; como si lo colectivo fuera siempre el destino ajeno y nunca el destino propio. La
instantaneidad de la información hace que sea inapropiable por parte de un yo.
Noten ahora cómo aparece, en el comienzo del primer tomo de En busca del tiempo perdido, la
figura del narrador:

Durante mucho tiempo me acosté temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, los ojos se me cerraban
tan pronto que no tenía tiempo de decirme “me estoy durmiendo”, y una media hora después, la idea de que ya
era tiempo de dormir me despertaba. Trataba de dejar el libro que creía tener aún entre mis manos y soplar la
llama. Mientras dormía, no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer, pero estas reflexiones
habían tomado un sesgo un poco peculiar: me parecía que yo mismo era lo que la obra decía: una iglesia, un
cuarteto, la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta creencia sobrevivía algunos segundos a mi despertar. No
chocaba a mi razón, pero pesaba como una membrana sobre mis ojos y les impedía darse cuenta que la vela ya
no estaba encendida.

Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. Tomo 1: Del lado de Swann, trad. Estela Canto, Buenos Aires,
Losada, 2000, p. 11

Interrumpo aquí, aunque falta bastante, en el texto, para el primer punto y aparte. Lo que me interesa
de este comienzo de En busca del tiempo perdido es cómo aparece la figura del narrador como lo contrario
de la tendencia instantaneísta de lo periódico: cuando se le cerraban los ojos mientras leía un libro en la
cama –dice el narrador en primera persona: yo lo parafraseo en tercera-, ya no podía discernir si lo que
sucedía entre Francisco I y Carlos V le había sucedido a él o no. Esto es quizás lo paradigmático de lo que
podríamos entender por experiencia: que aun lo lejano en el tiempo, como la rivalidad entre esos dos
personajes históricos, pueda ser algo subjetivizable, si pasa por el tamiz del narrador. Lo que está leyendo el
narrador-niño (que es narrado en la forma del recuerdo de un narrador maduro) es como si le estuviera
sucediendo a él, y el síntoma de que lo leído se ha incorporado a su subjetividad como recuerdo es que en
esa duermevela no puede discernir si lo leído son recuerdos propios o son recuerdos extraños.
Esta idea de que hay una indiscernibilidad entre algo del orden de lo colectivo y algo del orden de lo
individual, entre las dos materias del recuerdo, es lo que permite reconstruir, por obra del narrador, la
experiencia. La memoria no puede estar hecha sólo de lo individual, sino que necesita apropiarse de lo
colectivo, para que lo que se acumula en ella sea del orden de experiencia. Lo que pertenece a la
temporalidad histórica tiene que haber pasado por la biografía del sujeto para que ese sujeto tenga
“experiencia”. El colmo de la experiencia sería que, como sucede al comienzo del primer tomo de En busca
del tiempo perdido, hasta los sucesos de un libro de historia se puedan convertir en restos diurnos de un

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sujeto que está –no se sabe bien- adormecido porque recién se despierta o desvelado porque no logra
dormirse.
Esta oposición entre experiencia e información se presenta como el contexto de la obra de arte en la
sociedad de masas. La obra de arte tiene que hacer, o bien un esfuerzo por sostenerse a contramano de la
tendencia instantaneísta que impone la información o bien entregarse a ella.
Esto no significa que las obras de arte de la modernidad de masas sean –todas ellas-
reconstrucciones de la figura del narrador en el sentido proustiano, sino que las obras de arte de comienzos
del siglo XX son también y fundamentalmente obras que no pueden ignorar el instantaneísmo de la sociedad
de masas, aun cuando reaccionen negativamente ante este fenómeno. Entre la experiencia reconstruida y la
experiencia atrofiada están las obras de arte. Ambas materias de la experiencia son polos: la experiencia
atrofiada se liga al instantaneísmo de la información, y la experiencia reconstruida, al narrador y a la
temporalidad extendida de En busca del tiempo perdido.
La obra de arte, en la sociedad de masas, tiene, como los extremos entre los cuales sucede, la
experiencia atrofiada (el instantaneísmo de la información: los periódicos) y, en el otro extremo, la
experiencia reconstruida (la construcción de la figura del narrador para que la memoria colectiva y la
memoria individual se puedan volver a articular). Entre estos dos extremos puede haber obras de arte que se
acerquen más a un polo que a otro. No todas las obras de arte son como En busca del tiempo perdido, ni
tampoco todas las obras de arte son emulaciones instantaneístas hechas a propósito de la experiencia
atrofiada, es decir, obras productoras de shock.
Ahora vamos a pasar a analizar el segundo fenómeno relacionado con el problema de la experiencia
(de acuerdo con la enumeración que hice, unas páginas atrás, de los tres rasgos de la sociedad de masas que
se vinculan al fenómeno de la atrofia de la experiencia): el shock. Pero, antes, adelantemos que esta
caducidad propia de la información –ser leída para ser olvidada, no entrar en la memoria- es a la vez la
caducidad de todo lo que existe en las grandes ciudades. Los periódicos transmiten la información
internacional, nacional, provincial o local –con esa lógica de lo más lejano a lo más cercano- pero siempre
en el modo de lo que al día siguiente quizás no tenga ninguna importancia. Por eso los héroes de los
periódicos son los protagonistas de los hechos de sangre, sobre todo.
En El París del Segundo Imperio en Baudelaire, todo en el segundo punto, dedicado al flâneur,
Benjamin hace mucho hincapié en la forma rápida en que se leen los periódicos en los cafés: muy pocas
personas, en el siglo XIX, pagaban por la suscripción a un periódico. El periódico se leía en los bares y cafés
del centro de la ciudad. Las masas obreras viajaban de los suburbios a la ciudad para trabajar y, cuando
salían de la fábrica, volvían a los suburbios. El quedarse en un café, antes de volver a sus casas, les permitía
leer el periódico. Hoy también existe esta lectura rápida del periódico (de varios periódicos, inclusive, a
través de Internet), pero cualquiera sea el periódico, se lo lee para olvidarlo: los periódicos se regalan, en el
subte y en el tren, como para que alguien se informe rápidamente mientras viaja y lo tire cuando baja del
vagón (no para que lo atesore en su memoria y lo coleccione).
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Lo que más se leía del periódico –también lo señala Benjamin en El París del Segundo Imperio en
Baudelaire-, más allá de la fugacidad de las noticias, era el folletín o la novela semanal, es decir, la novela
periódica. Esta lectura por entregas era la que incitaba a la suscripción: el hecho de que alguien relatara un
largo folletín podía justificar que alguien pagara por leer el diario. Eran muy populares los escritores de
folletines. El folletín tenía continuidad; no era información que aparecía y desaparecía instantáneamente. De
todos modos, siempre se trataba de algo que se tenía que leer rápido.El folletín después se independiza del
formato diario y se convierte en la pulp fiction, tal como Quentin Tarantino la rescata, en su estética
específica, en la película homónima. Se trataba de historias de mafiosos o historias de alto impacto emotivo,
y eran textos que se publicaban en el papel más barato de todos, el papel de pulpa con que se hacían los
diarios. La llamada “novela de [papel de] pulpa” era la continuación por otros medios del folletín diario o
semanal. La idea del continuará, que van a tener, también, los primeros seriales cinematográficos (y que hoy
tienen prácticamente todas la películas industriales, no sólo las de los superhéroes). Lo que se publicaba en
papel barato tenía que ser leído rápidamente. No era para leerlo con detenimiento, con frases largas y
complejas, llenas de subordinadas, para ser leídas varias veces, por la extensión y la complejidad, pero
también por el placer que produce la construcción cerrada, como la de las frases de una página de En busca
del tiempo perdido.
La cultura de la instantaneidad establece, dentro de los límites de la estética, la diferencia entre
contemplación y distracción. Estamos ante un nuevo tipo de recepción estética, la que Benjamin llama
recepción táctil; una recepción fundada en la costumbre, en el hábito, que se caracteriza por una relación con
el objeto basada en la distracción, y no en la concentración. La recepción táctil, que tiene su antecedente en
el tipo de recepción que demanda la arquitectura, se va a desarrollar en su plenitud con el cine. No es que
Benjamin desdeñe o desprecie esta cultura del periódico, como sí lo hace Simmel en Filosofía del dinero,
una obra de principios del siglo XX que siempre es estudiada en comparación con Benjamin, por su posible
influencia en cuanto al modo de entender las grandes ciudades en los ensayos sobre Baudelaire (El París del
Segundo Imperio en Baudelaire, en Sobre algunos temas en Baudelaire y en París, capital del siglo XIX) y
por las diferencias de valoración que uno y otro hacen de la Modernidad estética.
En esa obra de Simmel aparece una lectura muy crítica de los periódicos. Simmel relaciona la cultura
de los periódicos con lo que él llama cultura objetiva, la cultura propia del siglo XIX, y la opone a la cultura
subjetiva, que es el concepto de cultura propio de la Ilustración del siglo XVIII. La desconexión entre
cultura subjetiva y cultura objetiva a comienzos del siglo XX –Filosofía del dinero se publica en 1907- es ya
completa. Las masas tienen cultura objetiva, que es la cultura de los periódicos, o cultura de la
instantaneidad, mientras que las elites tienen cultura subjetiva, es decir, cultura libresca, cultura en el modo
de la cultura ilustrada del siglo XVIII. Filosofía del dinero de Simmel pone este problema de la constante y
cada vez más profunda separación entre el siglo XVIII y el siglo XX: entre la cultura subjetiva (la de la
autoilustración) y la cultura objetiva (la cultura pensada para educar a las masas). No se incluye a las masas
–sostiene Simmel- en el mismo nivel letrado de la cultura en el que se había incluido a sí misma la burguesía
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en el siglo XVIII: a las masas se les crea “una cultura especial”, basada en la lectura rápida. De ahí que yo
les dijera, cuando presenté el tema de la unidad I de este programa, que la aspiración a la universalización
del juicio estético, propia de la burguesía en el siglo XVIII, se da en el preciso momento histórico en que
ella no puede aspirar a compartirlo más que con la clase superior, y no con la inferior, porque no hay una
clase sin acceso a la cultura que esté en condiciones de reclamar su inclusión en el juicio estético y, cuando
esa clase esté en posición de reclamarla, se le creará una cultura especialmente para ella. Las clases
populares no accederán a la cultura en el modo de la cultura libresca dieciochesca (la cultura ilustrada de la
autoilustración), sino en el modo de la cultura del papel de pulpa: la pulp fiction, la novela semanal, la
historieta, el cine, es decir, en el modo de la cultura de la instantaneidad.
Al creárseles a las masas una forma de cultura “para ellas”, no sólo no se socializa la alta cultura,
sino que no se aspira, siquiera, a democratizarla, a garantizar las condiciones materiales para todos (varones
y mujeres de todas las clases sociales) tengan acceso a ella. Lo que ve Simmel –desde su pesimismo de
mandarín cultural- es que la separación entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva siempre hará que la
cultura subjetiva sea una cultura de elite, mientras que la cultura que se difunde por medio de los periódicos
no es esa cultura, sino la cultura objetiva, la cultura de masas: las grandes tiradas de los best-sellers no son
las mismas tiradas de En busca del tiempo perdido. Cuando se difunda En busca del tiempo perdido se lo va
a difundir, fuera de la universidad, con el formato de Proust para principiantes. Con lo cual se da a entender,
indirectamente, que el Proust para principiantes no es Proust, que hay un Proust que no es para principiantes.
La difusión de lo que se considera una obra maestra, una gran obra de la literatura universal, supone la
estratificación de los públicos. De algún modo, esta estratificación de los públicos parodia a la de la propia
novela.
En el primer tomo de En busca del tiempo perdido, los aristócratas son los duques de Guermantes, y
no Swann, que es un burgués cultivado, y por eso tiene acceso a lo que el narrador llama “el mundo de los
Guermantes. El de los Guermantes es un mundo aristocrático al que la burguesía accede en tanto burguesía
profesional, es decir, en tanto tiene un saber específico, producto del estudio sistemático, para venderle a la
aristocracia. Swann conoce y escribe sobre arte, ha asesorado en sus compras de obras de arte a muchas
personas adineradas y es por eso se le da acceso al mundo de los Guermantes, de la misma manera que se le
da acceso, por sus respectivos saberes, a un médico, a un notario o a un abogado. Las profesiones liberales
son las que les permiten a los burgueses acceder al mundo de la aristocracia y a la burocracia de Estado,
porque -como muestra bien Proust y como también teoriza Bataille- la aristocracia –en lo que tiene de
nobleza- se caracteriza por no saber hacer nada. El saber profesional es plebeyo. Son los burgueses y los
pequeñoburgueses los que estudian y se forman en las profesiones liberales para ascender socialmente. La
burguesía se esfuerza porque quiere ascender socialmente: de ese modo, terminan siendo los empleados de
la aristocracia, que los contrata porque necesita de sus saberes. Esta concepción de que el noble tiene un
estado de gracia propio del que no hace (ni sabe hacer) nada –del que no se forma técnicamente, porque por
apellido, por familia y por contactos políticos, no lo necesita- es precisamente lo que convierte a la burguesía
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en la clase en ascenso en el siglo XVIII, que reclama primero por su derecho a la distinción y después, por
sus derechos políticos. La burguesía también cree –a diferencia de la aristocracia- que todos, en la escala
social, deben ocupar sus posiciones en base a los méritos. La cultura del mérito es burguesa, no nobiliaria. A
su vez, a lo largo del siglo XX, estos valores meritocráticos son transmitidos cada vez más por el Estado a
todas las clases sociales. Pero quienes mejor aprovechan, en el siglo XX, las políticas públicas igualitaristas
en materia de educación y cultura son siempre las personas que, por su clase de nacimiento, no las necesitan.
Simmel explica de manera anticipada lo que después Pierre Bourdieu va a investigar y teorizar en Los
herederos:

La accesibilidad y posibilidad de reflexión interna de los conocimientos teóricos que, en principio, no se


pueden negar a nadie, como sucede con ciertos sentimientos y voliciones, provoca una consecuencia que
invierte su resultado práctico. Aquella accesibilidad general hace que las circunstancias que trascienden la
cualificación personal decidan sobre su aprovechamiento real, lo que conduce a la preponderancia del estúpido
“educado” sobre el proletario más inteligente. La aparente igualdad con que toda materia de enseñanza se
ofrece a cualquiera que desea aprehenderla es, en realidad, una ironía sangrienta, como todas las otras
libertades del liberalismo que no impiden al individuo beneficiarse de los bienes de todo tipo, pero olvidan
que solamente quien tiene ventaja por alguna circunstancia podrá apropiárselos. Como el contenido de la
educación –a pesar o, quizá, debido a su ofrecimiento universal- únicamente se puede apropiar a través de una
actividad individual, da lugar a la aristocracia más inaccesible porque es la más intocable, esto es, una
distinción entre alto y bajo que, a diferencia de la de carácter económico-social, no se puede remediar
mediante un decreto o revolución y tampoco mediante la buena voluntad de los interesados; […] no hay
ninguna ventaja que parezca tan molesta al que se encuentra en una situación inferior y frente a la cual se
sienta internamente tan disminuido e indefenso como la ventaja de la educación; éste es el motivo por el que
los esfuerzos que buscan la igualdad práctica suelen despreciar de muchas maneras la educación intelectual;

Simmel, Georg, Filosofía del dinero, trad. Ramón García Cotarelo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos,
1977, p. 551

Ahora bien, lo que afecta inevitablemente a la obra de arte, en la sociedad de masas, es el hecho de
que se desarrolla entre esos dos extremos que antes mencioné: la experiencia atrofiada y la experiencia
reconstruida. Pero se trata siempre de una obra que no puede ponerse de espaldas al hecho de que la multitud
está ahí. La multitud, dice Benjamin, es el telón de fondo de la poesía de Baudelaire. No es que Baudelaire
sea un poeta social, sino que la multitud aparece como escenario, como el contexto en el cual no se puede
sino desarrollar la actividad poética como esgrima solitaria.
En este sentido, podríamos poner entre la atrofia de la experiencia –la cultura de la instantaneidad,
propia de los periódicos- y la experiencia reconstruida –la cultura de la narración- lo que es característico de
la cultura de la gran ciudad: el shock (el segundo fenómeno, de acuerdo con nuestra enumeración, que se
relaciona con el problema de la experiencia). La figura del shock aparece sobre todo en Sobre algunos temas
21
en Baudelaire, y en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En el apartado 14 de La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en la Nota 72, dice Benjamin:

Antes de que el cine tuviera importancia, los dadaístas, por medio de sus manifestaciones, buscaban producir
en el público el mismo movimiento que Chaplin provocó de manera más natural en el público.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, trad.
Tomás J. Bartoletti y Julián Fava, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, p.120

Que el dadaísmo buscara a propósito lo que el cine tenía sin proponérselo no es puesto por Benjamin
como una crítica a los esfuerzos del dadaísmo por provocar al público, sino todo lo contrario.

Desde un principio, una de las tareas más importantes del arte fue provocar una demanda para cuya plena
satisfacción aún no ha llegado la hora. [Ídem, p. 120]

Es decir, es característico del arte estar desfasado de la propia época, no estar instalado en ella. Esto,
en la teorización benjaminiana, explica la relación entre dadaísmo y cine. No es que el dadaísmo hace mal lo
que el cine hace bien, sino que es propio del arte provocar una demanda que no puede ser satisfecha en el
mismo momento en que se la realiza.
En el siglo XX, todo arte tiene que ser vanguardista. Es decir, está condenado a la lógica de lo nuevo
de una manera exponencialmente peor que como podía estarlo en el contexto de finales del XVIII que
describe tan bien Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega. Esa situación de inadecuación tiene que
ver con que todo arte, si es arte, tiene que tener una promesa de felicidad, y la promesa de felicidad está
siempre dirigida al futuro. En la promesa, por definición, la satisfacción está diferida respecto del presente.
No hay promesas de felicidad que se cumplan en el mismo instante en que son formuladas. Eso sería magia
o, más frecuentemente, consumo puro y duro: querer algo y que aparezca o querer algo y poder comprarlo.
La promesa es todo lo contrario de un acto de instaurar en la realidad la palabra dicha. Es más bien dar la
palabra y esperar a que se cumpla, como en los contratos. Pero, justamente, hay un diferimiento entre la obra
de arte, que contiene una promesa, y cuándo esa promesa podría llegar a cumplirse. Aquí estamos jugando,
no ya con el primer capítulo de Teoría estética, donde Adorno le atribuye a toda obra de arte la promesa de
felicidad stendhaliana, sino entendiéndola en el sentido baudelaireano: la belleza de la obra de arte (no la
obra de arte) es una promesa de felicidad.
El punto de vista del consumo, en relación a lo que la obra de arte tendría de puro presente, sería el
punto de vista del esnob (del esnob pensado no como una aberración dentro del sistema de costumbres de los
aficionados al arte, sino como un nuevo estándar de esteta).
La actitud de esnob no es sino la observación consecuente, organizada y firme, de la existencia desde el punto
de vista, químicamente puro, del consumidor. […] El consumidor puro es un ave de presa en su pureza.
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Benjamin, Walter, “Sobre Proust”, en: Sobre el programa de la filosofía futura, trad. Roberto Vernengo,
Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, p. 247

Al mismo tiempo que la belleza de toda obra de arte está conectada con algo que es eminentemente
presente y que la somete a lógica la moda (es decir, al olvido, primero, y a volver a estar de moda, en otro
momento: porque la lógica de la moda es circular), hay un tipo de receptor que la capta en el momento
mismo en que “todavía no está de moda”, es decir, antes de que esté de moda. No hay obras inolvidables
para siempre ni olvidables para siempre. El sistema de la moda compete a todas las obras de arte. Las que
hayan dejado de ser actuales van a volver a ser actuales cuando sean releídas, reivindicadas, reconsideradas,
revaluadas, o endiosadas, precisamente porque estuvieron durante un tiempo bajo un cono de sombra.

El dadaísmo intentó, con los medios de la pintura o de la literatura, producir los efectos que el público busca
hoy [1936] en el cine.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit.,
p.120

Sobre el momento del que habla Benjamin –el momento en que los dadaístas tratan de producir
artificialmente, con los medios de las artes auráticas, los efectos que las artes no auráticas logran
naturalemente, voy a leerles cómo lo evoca uno de los artistas Dadá del Cabaret Voltaire, Hans Richter,
quien escribe en los años sesenta una Historia del dadaísmo. Para Richter, Dadá ha tenido distintos
momentos entre las décadas del veinte y del sesenta, en el sentido de que siempre el arte, cuando intenta ser
vanguardia, es, para él, una vuelta al momento fundante de Dadá, el Dadá del Cabaret Voltaire. Pero
independientemente de que esta hipótesis pueda ser discutible por parte de los historiadores del arte del siglo
XX, lo que me interesa, ahora, de su Historia del dadaísmo es una pregunta que él se hace en el capítulo 1
respecto de dónde se establece la diferencia entre la hazaña de Heróstrato, es decir, destruir el templo de
Artemisa en Éfeso para provocar la atención de sus contemporáneos, y lo que hacen los artistas Dadá en el
Cabaret Voltaire. Es decir, ¿por qué, si bien en todas las épocas hubo acciones por las cuales alguien buscó
simplemente llamar la atención de sus contemporáneos con actos escandalosos, aberrantes, perversos o
espectaculares, el modo en el cual Dadá lo hace en el siglo XX tiene rango artístico, a diferencia de
cualquier otro intento? ¿Por qué sería tan distinto lo que hace un artista como Arthur Cravan de lo que hizo
Heróstrato?
La editorial Caja Negra hizo, hace algunos años, una selección de textos de Maintenant, la revista de
Arthur Cravan. También Iñaqui Lacuesta filmó una película, Cravan vs Cravan (que se puede ver vía
Internet), sobre esta figura de culto Dadá: la del artista boxeador. Una de las acciones más famosas de
Cravan es la de retar al campeón mundial de peso pesado a una pelea entre ambos, a sabiendas (y a
23
propósito) de que no puede sino ser noqueado por él en el primer round. Este es un tipo de acción Dadá.
Pongo ese ejemplo de Cravan porque es de las acciones que más gloriosamente se inscribieron en la historia
mítica de Dadá. El propio Richter dice que es Dadá el que construye el mito de Dadá.
Entonces, ¿por qué sería distinto retar a una pelea al campeón mundial de peso pesado (para ser
noqueado por él en el primer round) de la acción de Heróstrato, la de quemar el templo de Artemisa en Éfeso
para llamar la atención de sus contemporáneos?
Richter pone el nacimiento del movimiento Dadá en Zurich, en el Cabaret Voltaire, a principios de
1916 (reconoce, no obstante, que hay extensísimas discusiones acerca de cuándo nace Dadá, porque parece
que todo, una vez que nace Dadá, era ya Dadá). Es importante la fecha y el lugar porque se sabe que en ese
momento Lenin estaba exiliado en Suiza, y que en ese momento, los aledaños de Cabaret Voltaire eran una
zona de ebullición cultural. La del Cabaret Voltaire era la bulliciosa y efervescente Suiza y, al mismo tiempo,
la siempre reaccionaria y tradicional Suiza.
En la Historia del dadaísmo, para explicar qué era lo que hacía Dadá en el Cabaret Voltaire para
romper los límites entre música y poesía (además de los conceptos de música y poesía), Richter describe qué
era para ellos el ruidismo. Se refiere, fundamentalmente, a la acción de la figura cohesionante del momento
suizo de Dadá: Hugo Ball, el poeta.

Repiques de campanas y campanillas, tambores, golpes sobre mesas o cajones vacios, vitalizaban en forma inédita
el violento llamado del nuevo lenguaje poético, excitando así, por medios puramente físicos, a un público que al
principio permanecía totalmente postrado ante sus jarros de cerveza. Pero aquello acabaría por arrancarlo de su
estado de embotamiento, a tal punto que un verdadero frenesí de participación se apoderaba de la gente: eso era el
arte, eso era la vida, y eso era lo que ellos necesitaban.

Richter, Hans, Historia del dadaísmo, trad. E. Molina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1973, p. 21

Lo que le sorprende a Richter es que el público, lejos de salir corriendo y no volver más ante es esa
forma de provocación con la cual Dadá intenta que participe de su acción, vuelve. Lejos de asustarse frente
al lema épater le bourgeois, se fascina. El público entra en un frenesí de participación tal que rompe el límite
entre lo que sería el escenario y las mesas. En una situación de café concert, como la del Cabaret Voltaire,
donde, aunque no haya estrictamente un escenario, el escenario está planteado simbólicamente, el público se
entusiasma con participar. Lo que le sorprende a Richter, como protagonista de esa época es que el público
estaba listo para ser provocado; estaba incluso ansioso de ser provocado; se iba a acostumbrar muy
rápidamente al ruidismo, más rápidamente de lo que Dadá se había imaginado.

En verdad, los futuristas ya habían introducido en el arte y sus manifestaciones el concepto y la técnica de la
batahola. Como arte, lo llamaban ruidismo, y fue elevado más tarde a la categoría musical por Edgar Varese, quien a
su vez siguió a Russolo, que había descubierto la música de ruidos, uno de los aportes fundamentales del futurismo
24
a la música moderna. En 1911, Russolo construyó un órgano ruidista gracias al cual podían evocarse todos los
sonidos indeseables de la vida cotidiana, los mismos que Varese utilizaría más tarde como elementos musicales.

Richter, Hans, Historia del dadaísmo, op. cit., pp. 21-22

El programa de que la obra poética se convirtiera en ruido era no sólo que el público escuchara algo
que no era –de acuerdo con sus conceptos- ni música ni poesía, sino que revisara esos conceptos. En las
primeras décadas del siglo XX, aquellos ruidos a los cuales los oyentes no estaban acostumbrados no eran
todavía un material artístico (aunque con los dadaístas empiezan a serlo). Piensen que la forma en la cual se
podría conectar con el ruidismo un aficionado al arte de comienzos del siglo XXI no es la misma en que se
podía conectar un oyente de comienzos del siglo XX: posiblemente, alguien que iba al Cabaret Voltaire ya
estaba avisado de que se lo iba a molestar y si volvía era porque le gustaba, pero por otro lado, el tipo de
ruidos a los que los dadaístas apelaban no eran audibles aún como parte del arte. Es decir, aparecían todavía
como un material artistizable y no como un material artístico.
Del ruidismo a la música contemporánea del siglo XXI han pasado varias generaciones de oyentes,
no sólo de compositores. En este sentido, a nadie le llamaría la atención, hoy, que se utilizaran golpes sobre
la mesa como partes de una obra de arte (más bien lo contrario: le parecía algo “ya escuchado”). De todos
modos, recordemos la clase pasada, como para ubicarnos en las razones del rápido acostumbramiento que
los receptores muestran frente al “ruidismo”: la poesía era cada vez menos lírica. La poesía de Baudelaire ya
no era lírica. No obstante, aun cuando el público estuviera avisado de que ya la poesía no era consonante
sino disonante, que ya no era poética sino prosaica (poema en prosa), que ya no tenía por tema lo parnásico
sino la mugre de la ciudad, el hastío, el Ennui, aun estando el público bien predispuesto para ser molestado
…, aun así, no obstante, a los propios dadaístas les asombra con qué velocidad el público incorpora todo
aquello que ellos le ofrecen en el modo de la metafísica de la provocación.
La metafísica de la provocación es una figura que introduce Benjamin en El París del Segundo
Imperio en Baudelaire para referirse a aquello que tiene todavía de romántico pero al mismo tiempo de
moderno y de antirromántico Baudelaire. Es decir, Baudelaire también busca provocar, pero el único acervo
en el cual encuentra elementos para esa provocación es el demonismo, y ese es, precisamente, el
componente arcaico de la poesía baudelaireana, no el componente moderno. Decir “me acuesto con el
diablo” era eminentemente romántico. Los poetas románticos eran los que estaban constantemente apelando
a las formas del mal, lo diabólico, lo sobrenatural. En lo modernísimo y antirromántico de Baudelaire hay
todavía un lastre romántico, como si buscara todavía en un vocabulario viejo lo nuevo. Hablar de la
almohada de Satán, en el siglo XIX, era un tópico romántico. Pensemos, por ejemplo, en el William Blake
de Las bodas del cielo y el infierno. La idea de que el poeta, como vate, es un iniciado en el conocimiento
del mal, de lo demoníaco, era parte de la tradición (romántica). Los experimentos para traer a los muertos a
la vida, la brujería, el ocultismo, los autómatas, eran tópicos románticos, al igual que lo eran la podredumbre
del cuerpo, la prostituta tuberculosa, la carne reblandecida, la carne enferma, la carne podrida, carcomida
25
por la enfermedad: nada de esto es lo verdaderamente moderno de la forma de provocar de Baudelaire.
La metafísica de la herejía es lo no moderno dentro de lo moderno baudalairiano. Lo moderno es
todo lo que se conecta con la caducidad más prosaica, la caducidad urbana, la que es propia de la vida en las
grandes urbes, sin necesidad de describirlo en términos de la poesía costumbrista ni de denunciarlo en
términos de la poesía social. La recurrencia a tópicos oscuros, nocturnos, que eran patrimonio del
romanticismo, no desmerece en absoluto a Baudelaire. Es su parte menos moderna en el sentido del siglo
XX (es moderna en el sentido del siglo XIX). Pero la lectura que hace Benjamin, para relacionar a
Baudelaire con la gran ciudad capitalista, es la de todo lo que tiene de eminentemente moderno, no lo que
tiene de eminentemente romántico.
Entonces, en la metafísica de la provocación baudelaireana hay todavía, para Benjamin, algo de la
época, es decir, de conexión con el respectivo presente; quizás, lo que Baudelaire tenía de presente, y no de
futuro. En cambio, en todo lo que estaría vinculado a la gran ciudad como escenario de la cultura de masas
está lo avanzado, lo progresivo. Todas las referencias al satanismo son las que ponen a la obra de Baudelaire
en el respectivo presente. Son los elementos que hacen que se lo inscriba en el simbolismo, como a Verlaine
o Rimbaud. Lo que le interesa a Benjamin no es todo eso, sino cómo hay una belleza que es consciente de la
caducidad de lo urbano, una caducidad que inscribe lo urbano en la lógica circular de la moda (el eterno
retorno, el reciclaje), y no en la lógica del progreso (la novedad como superación de lo ya existente).
La figura del ruidismo, en principio, busca que el público se movilice, en tanto tiende a ser apático.
Dadá advierte que el suyo es un público muy instalado en la cultura del shock, y en ese sentido, difícil de
conmocionar. El ruidismo consiste en hacerle escuchar lo que permanentemente escucha: golpes, bocinazos,
ruidos molestos, murmullo –en el sentido de algo inentendible-; esto es lo que Richter dice que inventaron
los futuristas, y que consiste en una especie de culto de la batahola, del ruido como confusión.
Retomo ahora, para aproximarnos al fenómeno del shock, la relación entre Dadá y cine.
Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad mercantil de sus obras que a su inutilidad como objetos
de ensimismamiento contemplativo. Intentaron alcanzar esta inutilidad por medio de una degradación de sus
materiales. Sus poemas son sopas de letras, contienen giros obscenos y todo el desecho imaginable del
lenguaje; sus cuadros no son otra cosa que botones o boletos de tren amontonados sobre la tela. Lo que
consiguen con tales medios es una destrucción despiadada del aura de su producción, y con tales medios de
producción imprimen en ellos la marca de una reproducción. Ante un cuadro de Arp o un poema de August
Stramm, es imposible tomarse un tiempo para la concentración y formarse una opinión, tal como lo haríamos
ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke. El ensimismamiento, que en la degeneración de la burguesía se
convirtió en una escuela de comportamiento asocial, se enfrenta a la distracción como una variante de
comportamiento social.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit.
p.121

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Cuando los dadaístas ponen como material de sus cuadros los boletos de tren o los botones, o cuando
utilizan el principio de la sopa de letras para hacer un poema, producen con su operación artística una
degradación del material tradicional de la pintura. De hecho, la referencia de los dadaístas a sus materiales
es en términos de basura. Las obras dadaístas se hacen de basura, su material artístico es la basura, el
desecho de la sociedad. El boleto de tren se tira, los botones que han quedado sueltos es porque se le han
caído a alguna camisa (si se los guardara, sería sólo porque podría servir para otra camisa, pero básicamente
los botones sueltos son material de desecho). De lo que se trata es de degradar el material: de convertir el
material artístico en un material no artístico, que es un modo de convertir materiales no artísticos en
materiales artísticos. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el romanticismo con la artistización de algo que
no era artístico, por ejemplo, lo feo, lo enfermo, lo horripilante, etc., de lo que se trata, en el caso de los
dadaístas, es de usar un material no artístico para que se vea como un material no artístico, de manera que
quien está frente a la obra no puede decir “esto es bello”. La visión de la basura pegada en el cuadro no
necesita de una concentración, de un ensimismamiento, para poder emitir un juicio sobre ella. La obra de
arte, en este sentido, no tiene secreto. Es pura superficie. En esto consiste, para Dadá, la destrucción del
aura. Después vamos a desarrollar el concepto de aura, pero en principio podemos decir que esa obra no
tiene nada por lo cual podamos considerar su aquí y ahora como producto de un ritual de origen en el cual
un artista puso en práctica una técnica artística excelsa. Es como si en la obra dadaísta no hubiera técnica:
cualquiera podría hacerla sin haber estudiado arte o sin ser artista.
Para la época de Dadá, quien ve una obra donde se pegan boletos, botones, etc., dice rápidamente que
se trata de una superposición de objetos de la vida cotidiana (nosotros ya sabemos de antemano que es una
obra de arte). Si es un collage, es lo que hacen los niños en la escuela; es algo que puede hacerlo cualquiera.
De hecho, la operación Copy&Paste que las máquinas hoy convierten en sinónimo de “montaje” de textos,
hecho de manera automática y sin siquiera el esfuerzo del copismo –y en ese sentido tampoco sería una
copia propiamente dicha, sino un ensamblaje de materiales- tiene, en esta operación, su antecedente remoto.
Este montaje de materiales sin ninguna cualidad artística degrada los materiales con los cuales la obra está
hecha, es decir, desauratiza la obra de arte.
Ahora bien, fíjense cuánto esfuerzo tiene que hacer un artista Dadá para desauratizar lo que es
aurático: es un esfuerzo de intervención artística sobre el material. El material hay que ponerlo de manera
descalificatoria en la obra de arte: pegarlo sin hacer nada más que eso. En el acto de ponerle un adhesivo a
los boletos y a los botones hay, de todos modos, un trabajo artístico. El cine, en cambio, rompe el aura de la
obra de arte sin necesidad de la intervención de un sujeto artístico de la misma manera central en que
interviene en la obra de arte dadaísta.
Los conceptos de obra de arte y de lo artístico, no obstante, siguen funcionando, dentro del dadaísmo,
con su sesgo original; no es que se relativizan y todo puede ser artístico. Los conceptos sobre los que operan
los dadaístas (y con los que operan) son los conceptos estéticos tal como se transmiten desde la tradición
romántica (la tradición a la que se oponen Baudelaire y, más radicalmente, los dadaístas). Lo que hacen los
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dadaístas es, precisamente, una obra de arte, es decir, un cuadro, o una obra ruidista como obra poético-
musical. Pero se trata siempre de una operación por la cual lo que se instituye, con un ritual de origen
heterodoxo, es una obra de arte, ahora compuesta de materiales degradados, pero obra de arte al fin. El
concepto de obra de arte todavía está indemne. De hecho, el ensayo de Benjamin se llama La obra de arte
en la época de su reproductibilidad técnica. No hay todavía un desasimiento completo del concepto de obra
de arte; no es que todo puede ser obra de arte, y que cada uno es un artista. Esto es algo que verán en la
Unidad 3, con el profesor Fernández Vega, a partir de Duchamp, Warhol y Beuys. En el arte contemporáneo,
la figura del artista y de la obra de arte se descualifican. El ready-made, la obra seriada y el principio “todo
hombre es un artista” son tres momentos de una escalada del arte contemporáneo. En cambio aquí, con lo
que estamos viendo, todavía estamos dentro de las coordenadas del arte moderno. En este sentido, las
vanguardias son también momentos del arte moderno. Está muy bien tu observación, porque el arte moderno
todavía no ha hecho ese corrimiento que hará el arte contemporáneo.
Si bien la basura, como material, entra a la obra de arte y destroza el aura –en tanto los botones y los
boletos son materiales no auráticos-, si bien hay un esfuerzo sobrehumano y sobreartístico por presentar la
obra como no aurática, sin embargo, esa basura entra a un ritual de origen que la auratiza. Este es el
problema de los dadaístas. Benjamin no está diciendo que los dadaístas no produjeron la revolución artística
a la aspiraban porque tuvieran algún déficit. No es eso: hay un desfasaje estructural entre lo que el dadaísmo
quería hacer con el aura y lo que se podía hacer. El cine, en cambio, no va a tener ese problema. Va a
destrozar el aura porque no puede tener aura.
El esfuerzo dadaísta por destruir el aura es el esfuerzo de un grupo de artistas que hacen obras de arte
auráticas. Los dadaístas hacen obras antiauráticas, contraauráticas, no auráticas, pero siempre están en el
canon de lo aurático. En cambio el cine no puede hacer obras auráticas: las películas son intrínsecamente
obras no auráticas.
Desde el punto de vista en que consideramos nosotros, desde el siglo XXI, las obras de Dadá, tras la
escalada del arte contemporáneo, las operaciones de destrucción del aura, realizadas por el dadaísmo, nos
parecen auratizaciones de materiales no auráticos (en lugar de desauratizaciones de materiales auráticos). El
modo en el cual la futuridad de ese arte efímero se inscribe en la historia de las vanguardias históricas y en
la historia del arte del siglo XX es ese: lo que hacen es redimir, en realidad, materiales artísticos degradados.
Pero el problema es que ése no era el programa Dadá: no era la voluntad de los dadaístas auratizar
materiales no artísticos sino desauratizar el arte (la institución arte). La vanguardia queda presa de la lógica
del sistema del arte, que valoriza, como parte de la historia del arte (del arte entendido como pasado), los
esfuerzos que van en contra del concepto de arte.
Las vanguardias enfrentan lo que hoy llamaríamos el concepto de institución: la institución arte y la
institución obra de arte. Y lo que hace fracasar tan rápidamente esta pretensión de destituir la institución arte
es que las vanguardias aparecen como el momento más avanzado, más progresivo, del arte. Terminan
redimiendo, a su pesar, los materiales no artísticos que incorporan a la obra de arte. Hay así una paradoja en
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el arte de vanguardia; por eso es tan breve la vanguardia (los artistas mismos lo saben). La vanguardia
descubre que no puede evitar la rápida captura por parte del sistema y se autodisuelve.
En los Siete manifiestos Dadá, de Tristan Tzara, aparece muy claro el deseo del artista Dadá de no
ser considerado un artista y de que Dadá, como movimiento, sea verdaderamente antiarte, para no entrar en
el sistema del arte. Dentro de los Siete manifiestos, hay uno que se llama “Manifiesto Dada (1918)”, en el
que se explica en qué consiste el Asco dadaísta:

Todo producto del asco susceptible de convertirse en una negación de la familia, es dada -vean que no es sólo
pegar boletos: es negación de la familia-; protesta con todas las fuerzas del ser en acción destructiva: DADA;
conocimiento de todos los medios hasta ahora rechazados por el sexo púdico del compromiso cómodo y la
cortesía: DADA; abolición de la lógica, danza de los impotentes de la creación: DADA; de toda jerarquía y
ecuación social instalada para los valores por nuestros lacayos: DADA; cada objeto, todos los objetos, los
sentimientos y las oscuridades, las apariciones y el choque preciso de las líneas paralelas, son medios para el
combate: DADA; abolición de la memoria: DADA; abolición de la arqueología: DADA; abolición de los
profetas: DADA; abolición del futuro: DADA; creencia absoluta indiscutible en cada dios producto inmediato
de la espontaneidad: DADA; salto elegante y sin perjuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una
palabra lanzada como un disco sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura del momento:
seria, temerosa, tímida, ardiente, vigorosa, decidida, entusiasta; pelar su iglesia de todo accesorio inútil y
pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento chocante o amoroso, o mimarlo -con la viva
satisfacción de que da igual -con la misma intensidad en el zarzal, puro de insectos para la sangre bien nacida,
y dorada de cuerpos de arcángeles, de su alma. Libertad: DADA DADA DADA, aullido de los dolores
crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de los grotescos, de las
inconsecuencias: LA VIDA.

Tzara, Tristan, Siete manifiestos Dada, trad. H. Haltter, Barcelona, Tusquets, 1972

Este manifiesto está muy lejos del principio “todo hombre es un artista”, o “cualquier objeto que el
artista dice que es una obra de arte es una obra de arte”, porque aquí hay un canto al asco, a la revulsión.
Este elemento es el que conecta a las primeras vanguardias, sobre todo a Dadá, con un concepto de la vida
verdadera. LA VIDA es eso, es decir, el arte no tiene que ser el arte artificial de los románticos: algo que no
está en la sociedad y se le agrega, esto es, belleza artificial, extravagancia, algo que sorprende porque no
tiene nada que ver con nada, sino justamente algo que es la vida, en su forma no procesada por las
instituciones. Pero no sólo por la institución artística sino por la familia, el sexo púbico, las formas de la
contención o control social. Aquí hay una idea de que lo que se grita, ese ruido del que está hecha la obra –lo
mismo que el pegote del collage- es una transformación de la vida en arte y del arte en vida. Esto es lo que
tiene de extremo este programa, pero incluso extremo en su creencia en la verdad.
Las vanguardias van a tener todavía un apego a la promesa de felicidad entendida como “belleza del
futuro”. No es que Dadá es arte efímero como el del happening en los años sesenta. Este texto de Tzara
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sobre el “Asco Dadaísta” apuesta no sólo a una transformación del arte, sino a una transformación de la
sociedad. No es una provocación sólo contra la institución artística: esto es lo que lo pone tan lejos del
presente. Dadá apuesta a estar fuera de la institución artística. Pero finalmente termina dignificado el
material asqueroso, la basura, y termina donde está: en el museo. Al fin y al cabo, los de Dadá eran poemas
y se podían publicar. Tenían distintos tamaños de letra, en todo caso, y molestaban un poco
tipográficamente, pero no eran nada que no pudiera hoy estar en cualquier biblioteca; los cuadros con
botones y boletos, al fin y al cabo, eran cuadros, y pueden verse en los museos que tienen arte de las
vanguardias de la década del diez y del veinte. Los cuadros eran guardables. En cambio lo efímero
contemporáneo tiene un componente verdaderamente más desestabilizador de lo institucional del arte, y si
hay un programa, como podría ser el caso de un Víctor Grippo, será casi como instrucciones o como recetas.
No obstante, todas las formas de lo efímero entran en la lógica del registro. Toda acción directa en el arte
contemporáneo va a quedar en ese modo del registro. Podríamos decir: está destinada a la televisión, en
lugar del museo, pero en todo caso, es un registro fílmico de una experiencia efímera, por ejemplo, una
performance.
E insisto, la diferencia entre un programa a modo de receta y un programa a modo de manifiesto
como el de Dadá es que aparece una relación del arte con la idea de futuro entendida en términos de verdad.
Es decir, cuando después de todas las definiciones que les copié de Dadá la última, más larga, dice que lo
que se define no es Dadá sino La VIDA, uno podría decir que ya entre Dadá y la vida, en ese momento, no
hay diferencia. Ahí no se trata de desafiar a la institución artística, que es lo se hace en el arte
contemporáneo y se lo conoce directamente como crítica institucional, sino de una vida nueva. Dadá es
vanguardia estético-política.
De acuerdo con los manifiestos, se podrían hacer múltiples obras de arte Dadá; pero después de leer
los manifiestos radicales de Tzara, uno ve los cuadros de Hans Arp y se da cuenta de que son casi
perfectamente museizables. Sigue vigente en Dadá el concepto de arte y el concepto de obra de arte. No se
ha derribado a la institución, y la institución devora a aquello que quiere derribarla y no la derriba.
De todos modos, ¿qué sería un artista que se sale de los límites del arte? Podríamos pensar que los
dadaístas son menos irónicos que los artistas postbeuysianos. Pero, en todo caso, son menos irónicos en la
medida en que creen en la posibilidad de transformar la sociedad, en volver verdadera a la vida. Cuando
hablé, en el teórico 3, del gusto público en Sobre el estudio de la poesía griega, de Schlegel, les dije que esta
idea iba a volver con las vanguardias.
Vuelvo al texto de Benjamin donde lo había dejado:

El ensimismamiento, que en la degeneración de la burguesía se convirtió en una escuela de comportamiento


asocial, se enfrenta a la distracción como una variante del comportamiento social.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit.
p.121
30
En el momento histórico en el que surge Dadá, hay dos comportamientos básicos en relación al arte:
el ensimismamiento y la distracción; es decir, la contemplación tal como la vimos en las estéticas idealistas,
aparece leída por Benjamin como una forma de ensimismamiento; la conducta frente al arte no es dialógica,
en términos de compartir el juicio, sino de concentración frente a la obra de arte. Las obras de los dadaístas,
en cambio, no requieren de esta concentración. Se proponen lograr lo que el cine logra sin proponérselo y
sin vanguardismo: triturar el aura.
Entonces, por degradados que sean los materiales que la obra de arte, sin intentar redimirlos, redima,
se trata siempre de una obra de arte. Es aurática. La obra dadaísta es una obra aurática que busca no ser
aurática; una obra aurática que busca triturar su propia aura, pero, en ese esfuerzo, entra en el canon
modernista del arte y de la obra de arte.
Hay dos tipos de comportamiento social frente a las obras de arte (el ensimismamiento o la
distracción) porque hay, en realidad, dos tipos de obras de arte: con aura y sin aura. Este modo de la
distracción es el que caracteriza a la obra que nace sin aura, y no a la obra que busca triturar su aura, como
lo es la obra dadaísta.

De hecho, las declaraciones dadaístas en la medida en que hacían de la obra de arte el centro de un escándalo,
proporcionaban una muy vehemente distracción. Sobre todo, tenían que satisfacer una exigencia: provocar
irritación pública.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit.
pp.121-122

En el programa dadaísta, el escándalo era aquello por lo que se concitaba la recepción en la


distracción. Es decir, para que la obra se pudiera receptar en un modo que no fuera el de la concentración
sino el de la distracción, la obra tenía que presentarse bajo el modo de lo escandaloso. Es ahí donde la obra
queda subordinada al principio de tener que provocar irritación pública. Hay una paradoja en la obra que
busca el escándalo; para nosotros, receptores del siglo XXI, el escándalo es lo propio de los medios de
comunicación masivos. Estamos en una época en la cual lo que buscaba hacer Dadá nos resulta
completamente naïf, serio, solemne y aburrido respecto de lo que entendemos por provocar escándalo en el
siglo XXI. Pasado ya un siglo, provocar escándalo es lo más difícil del universo, porque, justamente, es lo
que se busca provocar a cada instante. Los medios de comunicación masivos industrializan la lógica del
escándalo. Querer hacer escándalo es algo que, prácticamente, forma ya parte de la burocracia del arte. Por
eso también, cuando se vuelve una obligación de trabajo para los artistas, pierde su efecto.
Aquella voluntad dadaísta de provocar escándalo subiéndose a la mesa y haciendo ruido con las
manos puede llegar a producir, hoy, un ataque de ternura. Pero lo que a Benjamin le interesa de esa actitud
es que buscaba satisfacer una exigencia del público. El público exigía del arte algo que estuviera más acorde
31
al shock propio de la ciudad y a la novedad permanente en los periódicos. El problema, para los dadaístas, es
que venían a escandalizar a un público que estaba rogando ser escandalizado. Ni bien los artistas provocaran
escándalo, iba a venir un empresario a contratarlos. Esto es lo que cuenta Richter de su época del Cabaret
Voltaire: lejos de terminar presos, los dadaístas terminaron disolviéndose como grupo para evitar volverse
millonarios. Terminaron huyendo del propio éxito, igual que los surrealistas.
Este es parte del problema de las vanguardias en general, un problema que, para Benjamin, se
anticipa en Baudelaire, sin que lo afecte de la misma manera que a ellas (porque el éxito de Baudelaire es
póstumo: en vida sufre censura, igual que Flaubert). Pero, pasados cincuenta años, el público ya había
aprendido. El público se educa mucho más rápidamente, en materia de escándalo, que lo que piensan los
artistas. Así, cada vez resulta más difícil que un artista, cuando logra provocar escándalo, no termine
contratado (y con un contrato que lo ata a producir escándalo de manera cuasi industrial, ya fuera con una
novela, una obra pictórica o una composición musical). Los dadaístas descubren que causando escándalo
pueden ser demasiado exitosos. Es decir, que rápidamente pueden volverse aburridos.
Dadá se atiene a una lógica que es la lógica de la gran ciudad. Los receptores están permanentemente
estimulados, permanentemente en estado de ansiedad por la búsqueda de lo nuevo. Hay una categoría, la de
shock, que Benjamin la desarrolló no en este ensayo que estamos leyendo (La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica), sino en Sobre algunos temas en Baudelaire. El shock es la ruptura de la
protección que un organismo viviente tiene ante los estímulos. La protección ante los estímulos es, para un
organismo viviente, una tarea más importante -y que le demanda más energía- que la recepción de estímulos.
Este concepto de shock, que acabo de presentarles, Benjamin lo toma del psicoanalista Theodor Reik, un
discípulo de Freud (Benjamin aclara que, si bien esta idea está en Más allá del principio del placer, de
Freud, el que la desarrolla es Theodor Reik). Si los organismos vivientes, en tanto dotados de energía, tienen
que hacer un esfuerzo más importante para protegerse de los estímulos que para recibirlos, eso significa que
construir memoria -construir pasado- es mucho más difícil que olvidar –vivir el presente-, es decir, abrirse a
los estímulos, dejar pasar cualquier estímulo.
De todas maneras, aunque esta concepción del shock sea muy biologicista (como sucede con buena
parte de los conceptos psicoanalíticos de comienzos del siglo XX), es la concepción que a Benjamin le
interesa para pensar la memoria: la memoria es conservadora. Precisamente, construir pasado, construir
experiencia, es para el sujeto de las grandes ciudades un trabajo más sisífico, más titánico, que dejarse llevar
de shock en shock, ser permeable a los estímulos. El sujeto de la modernidad avanzada está
permanentemente sometido a los estímulos. Así, devenir narrador, ensamblar la memoria individual con la
colectiva, es un esfuerzo cuyo tamaño y desmesura es equivalente a En busca del tiempo perdido, en
contraste con la facilidad del pegar boletos o botones o hacer ruido. Requiere concentración, y no
distracción.
Por eso les decía que Proust, en el esfuerzo por remediar la atrofia de la experiencia y construir
experiencia a través de la figura del narrador, está yendo a contramano de la tendencia estética de comienzos
32
del siglo XX, en la que se inscribe Dadá. Y quizás también a eso se debe su lugar en la historia de la
literatura, en tanto Proust no estaba haciendo lo que podía esperar el lector de periódicos, lo que podía
esperar el ciudadano agitado, cansado, necesitado de una estimulación rápida, de las grandes ciudades.
Ahora bien, también se trata de una obra inusual, eminentemente moderna en su desmesura. Pensemos que
el primer tomo de En busca del tiempo perdido –el que casi nadie puede dejar de leer si estudia literatura del
siglo XX-, Por el camino de Swann, es una edición de autor. No es que las editoriales se peleaban por su
manuscrito para publicarlo.
En una gran ciudad, el sujeto sabe todo lo que sucede en cualquier parte del planeta a través de la
lectura cotidiana de los periódicos. Este sujeto es un receptor que está esperando que suceda algo inaudito,
más inaudito que lo de ayer. Esa clase de receptor es un receptor que tiene bajas sus defensas ante los
estímulos que provienen, precisamente, de la información instantaneizada. El dadaísmo, en este punto,
compite con el instantaneísmo de los periódicos; la obra dadaísta es un tipo de obra de arte que puede ser
receptada en el modo de la distracción y sin embargo, quede todavía atada al concepto de obra de arte. Ésa
es su paradoja: lo que busca Dadá (tanto cuando busca triturar el aura de la obra de arte como cuando busca
que sea receptada en la distracción y no en la concentración) es lo que el cine logra sin esfuerzo y sin
paradoja.

La obra de arte se convirtió, para los dadaístas, en un proyectil…

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit.,
p.122

Esta palabra la habrán escuchado cientos de veces referida a la cámara: la cámara es un arma, es un
proyectil, la cámara fotográfica dispara (shoot), siempre se habla del disparo de la cámara. Ahora vean que
ya los dadaístas pensaban la obra de arte como un proyectil. Podemos decir que lo que buscaban de la obra
de arte lo hará con creces la cámara: la cámara fotográfica y la cinematográfica. Recuerden la famosa frase
de Glauber Rocha, refiriendo a todo lo que se necesita para hacer cine: “una idea en la cabeza, una cámara
en la mano”. Sigo con la cita:

…[la obra de arte] impactaba al espectador; ganaba una cualidad táctil. [Ídem, p. 122]

Aquí aparece un concepto central del texto: lo táctil. La recepción táctil es lo opuesto de la recepción
óptica. Si en esta última primaba el ensimismamiento propio de la contemplación, lo que prima en la
recepción táctil es la distracción (a continuación vamos a ver en qué consiste esta nueva forma de
relacionarse con las obras de arte que el dadaísmo descubre, y el cine explota –no sólo en el sentido de
aprovechar comercialmente, sino también en el sentido revolucionario de hacer explotar-).

33
De esta manera, favoreció la demanda por el cine, cuyo elemento de distracción igualmente es, en primer
lugar, táctil, es decir, consiste en el cambio de escenarios y de posiciones que penetran a golpes en el
espectador. [Ídem, p. 122]

La forma de experiencia –que podríamos considerar una forma de no experiencia- en la que consiste
la experiencia estética de ver una película es la de la distracción (recién el cine moderno rompe con esta
expectativa). Pero ¿por qué el cine puede hacer con una facilidad propia de lo automático lo que los
dadaístas hacían con el esfuerzo del trabajo artístico?: precisamente porque la cámara no puede no triturar el
aura que no tiene (ni puede crear aura, si lo quisiera).

Compárese el lienzo sobre el que se desarrolla una película con el lienzo en el que se encuentra una pintura.
[Ídem, p. 122]

A esto quería llegar, a la idea del proyector y el lienzo, para poder pasar a la exposición del tercer
fenómeno relacionado con el problema de la atrofia de la experiencia en la sociedad de masas: la pérdida del
aura. La película no existe mientras no es proyectada. La película –noten que el objeto película se llama
igual que el material del que está hecha- existe en la medida en que se lo pro-yecta.
Piensen que este texto de Benjamin es de 1936: la reproductibilidad técnica piensa el objeto-película
como un rollo de película o, mejor dicho, como una película enrollada. De todos modos, la cámara digital
haría películas aun menos auráticas que la cámara fílmica. Pero, haciendo esta salvedad, lo que tiene de no
aurático el cine lo tiene en la medida en que no hay aquí y ahora, en términos de ritual de origen, como sí lo
hay en la obra de arte. La película no está ahí, como sí está el cuadro, que permanece, una vez realizado,
como un objeto de este mundo, y si fuera destruido desaparecería totalmente. El aquí y ahora de la película
no existe.
La ausencia de aura por parte de la obra de arte fotográfica y cinematográfica, que tienen a la
reproductibilidad técnica como una cualidad intrínseca –en lugar de extrínseca, como en el caso de las artes
plásticas- revoluciona retroactivamente el concepto de arte. Es decir, a partir de la fotografía y el cine, cuyas
obras no tienen aura, las obras plásticas (del respectivo presente y del pasado) pasan a tenerla. El aura no existía
antes de que la fotografía y el cine nacieran como artes sin aura. La fotografía y el cine crean el concepto de
aura al nacer sin ella. La pérdida del aura, en el caso de la fotografía y el cine, es la pérdida de lo que nunca se
ha tenido (frase convertida, ya, en un clisé). Al contrario de la obra dadaísta, que busca perder el aura, la obra
fotográfica y la obra cinematográfica nunca la tuvieron. De este modo, con las artes sin aura cambia para
siempre el concepto de arte: había artes auráticas porque hay artes no auráticas. La diferencia entre artes
auráticas y no auráticas la introducen las artes que son de suyo técnicamente reproductibles, es decir, para las
cuales no puede establecerse la diferencia entre copia y original, porque no existe la figura del “original”
asociada al ritual de origen.

34
Esto lo aclara Benjamin en una nota al pie del # IV de “La obra de arte en la época en la época de su
reproductibilidad técnica”.

En las obras cinematográficas, la reproductibilidad técnica no es, como en las obras de literatura o de la pintura,
una condición extrínseca a su difusión masiva. La reproductibilidad técnica se funda directamente en la técnica de
su reproducción. Ésta no sólo posibilita de manera directa la difusión masiva de la obra de arte, sino, más bien, la
fuerza

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y
política, op. cit., # IV (nota 52), p. 95

Las notas al pie de este ensayo suelen ser los lugares en los que Benjamin escribe las definiciones y hace
las aclaraciones terminológicas. En esta nota en particular, aclara que la reproductibilidad técnica, en el caso de
la obra cinematográfica, es tan intrínseca a la técnica misma de la producción de la obra que fuerza su
masividad. Para entender este concepto –el del carácter intrínseco de la reproductibilidad técnica en el caso de la
obra cinematográfica- hay que tener en cuenta que Benjamin está hablando de la obra de arte cinematográfica
en términos de objeto material. Como objeto material, una obra cinematográfica es una película (un rollo de
película), del mismo modo que una obra literaria, como objeto material, es un libro y una obra plástica, un
cuadro o una escultura (para la década de 1930, las obras plásticas, aún las de vanguardia, eran básicamente
cuadros o esculturas). Benjamin no se refiere al que podría considerarse el momento aurático de una película: el
rodaje (para el cine moderno, sobre todo para la nouvelle vague, el rodaje va a ser más importante que el guión:
es más, el guión va a poder llegar a ser tan abierto hasta el punto de poder no existir o poder modificarse
totalmente en el momento del rodaje).
Si como objeto material, como objeto “de este mundo”, la obra cinematográfica, en el siglo XX (ya no
en siglo XXI, en el que domina la tecnología digital), es un rollo de película, la cantidad de rollos que “se tiren”
de cada obra –como solía decirse en la jerga del ambiente cinematográfico- estará relacionada con la
expectativa de masividad que se tenga de ella (es decir, de en cuántas salas de un país, de un continente, o del
planeta, se planifica estrenar esa obra). La reproductibilidad técnica fuerza, prácticamente, la masividad.
La obra de arte intrínsecamente reproductible es intrínsecamente masificable. Si de una pintura se hace
una reproducción idéntica (una falsificación), la falsificación es una copia del original, por más que sea idéntica.
El original se hizo en un momento, y la copia, en otro. El original es el objeto que inicia la serie de copias
idénticas y a las copias idénticas al original, falsificaciones (por más que sean indiscernibles de él y hasta pueda
llegar a no saberse ya –supongamos- cuál es el original o incluso el original puede destruirse, directamente).
Con el caso de la fotografía sucede lo mismo. La obra fotográfica, como obra de arte, es también serial. Por eso,

[si] de la placa fotográfica es posible realizar numerosas copias, la pregunta por la autenticidad de la copia no
tiene ningún sentido. Pero en el momento en que falla el modelo de autenticidad en la producción artística se ha
35
revolucionado toda la función social del arte. Su fundamento no aparece en el ritual, sino en una praxis diferente:
a saber, su fundamento aparece en la política.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y
política, op. cit., # IV, p. 96

Que la fotografía y el cine hayan revolucionado también la función social del arte implica que por ser
ellas artes “sin ritual de origen”, las artes que las preceden pasan a tener “ritual de origen”. Ahora bien, la falta
de ritual de origen, por parte de la fotografía y el cine, hace que su fundamento se halle en una praxis distinta de
la praxis artística: la política.
Este problema, que aparece justo al final del # IV de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica”, se conecta directamente con el epílogo del ensayo. El cine -aún más que la fotografía- es el arte por
antonomasia para que la humanidad se contemple a sí misma en el espectáculo de la guerra. Y el fascismo
estetiza la política en esa dirección. El esteticismo político fascista culmina en la guerra.
El “Epílogo” se cierra con esta referencia a la guerra, y a su consecuencia:

La humanidad, que antiguamente, en Homero, era un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha
convertido ahora en objeto de contemplación de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado tal grado que le
permite vivenciar su propia aniquilación como goce estético de primer orden. Así es la estetización de la política
que el fascismo practica. El comunismo le responde con la politización del arte.

Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y
política, op. cit., “Epílogo”, p. 128

En una de las 120 historias del cine, de Alexander Kluge, el autor revisa la conclusión de este Epílogo.
La “historia del cine” –de las 120- a la que me refiero se titula “Una observación de Walter Benjamin” (pp. 129-
131). En esa historia, Kluge imagina a una doctoranda de la New School for Social Research de Nueva York,
que está investigando las diferencias entre las tres versiones de “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”, y quiere encontrar, en el archivo Benjamin, una cuarta versión –que finalmente no
encuentra- en la que la última frase diga lo que debería decir en lugar de lo que dice. En lugar de con la frase:

El comunismo le responde [al fascismo] con la politización del arte.

La doctoranda quiere que el Epílogo se cierre con la frase:

El comunismo le responde [al fascismo] con la politización de las condiciones reales, politización que el arte debe
ser capaz de lograr.

36
Kluge, Alexander, “Una observación de Walter Benjamin”, en: 120 historias del cine, ed. Carla Imbrogno, trad.
Nicolás Gelormini, Buenos Aires, Caja negra, 2010, p. 131

De algún modo, la doctoranda neoyorkina de izquierda querría “un final de izquierda”. O acorde a lo
que habría necesitado la historia del siglo XX para ser de otro modo (un modo que no podemos imaginar).
Benjamin –señala muy bien Kluge, dentro de esta (im)posible “historia del cine”, contada a partir de cambiarle
el final a “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”- quería que el cine fuera

[…] inútil para los fascistas, útil exclusivamente para los comunistas [Ídem, p. 130]

Que el cine fuera “inútil para los fascistas, útil exclusivamente para los comunistas” –como dice Kluge
que querría Benjamin- era materialmente imposible: la reproductibilidad técnica, por lo mismo que relaciona al
cine intrínsecamente con la masividad, imposibilita, que sea solamente un instrumento de emancipación de las
masas. Que el fundamento de la obra de arte cinematográfica esté en la praxis política –no en la praxis artística-
la convierte en un “arma de doble filo”, apta para el comunismo tanto como para el fascismo. Y con la
posibilidad de que el fascismo –por su estetización de la política- pueda implementarla mejor que el comunismo
–con su politización del arte-.
Veamos mejor el concepto metafísico de aura benjaminiano: Benjamin no está hablando de
Napoleón, de Abel Gance, por nombrar una película que él también menciona en el ensayo, sino que está
hablando de los rollos de película en los que consiste el Napoleón de Abel Gance. Cuando dice que el objeto
es no aurático está diciendo, en última instancia, el objeto es masivo, es decir, sólo hay copias de una
película. Una película consiste en ser copia sin original. En esto consiste tener una existencia no aurática: en
no tener original. El nitrato de plata guarda lo que ha sucedido frente a una cámara, y en ese sentido, lo
registra. Ahora bien, el nitrato de plata museifica lo sucedido frente a la cámara, la representación, pero de
todas maneras, si de una película existiera un solo rollo (porque todos los demás se han destruido o perdido)
no por eso sería un original. La película necesita proyectarse para ser una obra: existe en la pantalla. Por eso
(porque está destina a ser vista a la vez por cientos, miles o millones de personas) es que no se hace la
película para que sea única y por eso la copia de una película es exactamente igual a otra, sin que exista un
original. No habría entonces un privilegio de la primera cinta respecto de la cinta 223, por ejemplo. Para que
la película exista hay que exhibirla en un lienzo que va a estar colgado en una sala donde hay personas. La
masividad del cine está implícita en el hecho de que no haya original de una película.
En el caso de la literatura, en algún momento el escritor escribe la novela, y se la da a un editor que
la manda a la imprenta después de haber hecho su trabajo de editor. Los ejemplares son todos iguales, pero
hay ritual de origen. La novela no es un objeto intrínsecamente seriado. De hecho, podría no publicarse y
existir de ella sólo el manuscrito. El manuscrito sería, pensado benjaminianamente, un original del que
pueden hacerse copias. Lo mismo pasaría con la composición musical y sus posteriores ejecuciones: el ritual
de origen sería el trabajo de composición, que sucedería en un momento distinto del de las ejecuciones. De
37
una película no habría original. Aunque se hiciera una sola copia, sería una copia, no un original. Esto sólo
se entiende si se piensa en la película como un objeto seriable, instrínsecamente seriable. Los otros objetos
artísticos, los de las artes que no son el cine y la fotografía, serían extrínsecamente seriables, no
intrínsecamente seriables.
La concepción del cine como arte no aurática, desde ya, es insostenible, salvo que se la interprete en
términos ontológicos: él está hablando del objeto-película como un objeto intrínsecamente seriado, aun
cuando no hubiera serie. Toda película es una copia. Ninguna película es un original. Y esto es así porque
Benjamin está hablando de la película como un rollo (o varios) de película. Es cierto que en el cine también
hay ritual de origen: es el rodaje. Pero esto lo va señalar recién el cine moderno, con Godard y los
integrantes de la Nouvelle Vague. No lo va a decir Benjamin, ni ningún cineasta de las décadas del veinte o
del treinta, porque es el momento de masividad del cine -aun cuando existe un cine de vanguardia en el
veinte, y además, todas las vanguardias incursionan en el cine. Pero cuando uno ve las películas de
Duchamp, ve que son experimentos vanguardistas que se hacen con la cámara como soporte, no son,
propiamente, obras cinematográficas para ser vistas, en una sala de cine, como obras cinematográficas.
Igualmente los experimentos radicales que se hacen con la cámara, en la década del veinte, por parte de las
vanguardias, no son estrictamente películas para ser exhibidas ante un público masivo. No obstante, podrían
serlo si se tirara la cantidad de copias que se tiran de una película con dimensión industrial. Lo que hace
revolucionario al procedimiento de producción de una película es que es al mismo tiempo un procedimiento
de reproducción: una cinta es igual a la otra. No tendría sentido viajar a otro país para ver una obra
cinematográfica, cuando se manda en barco una copia que es idéntica a otra. La posibilidad de tirar “N”
cantidad de copias de acuerdo con la expectativa de masividad que se tenga respecto de una película es lo
que hace del cine un arte que no tienen precedentes, ni siquiera en su antecesor más directo: la fotografía,
que también es un arte de la reproductibilidad técnica.
Benjamin contempla esta última posibilidad respecto de las fotografías antiguas: en la medida en que
se pierde el rollo y queda sólo la copia, esta copia deviene aurática. Si uno tiene una foto de principios de
siglo de un antepasado, no tiene manera de reproducirla, por lo tanto, deviene aurática. Ahora bien, uno
puede decir que es circunstancial que eso suceda, porque con las técnicas de escaneo eso ya no sucede más.
La lógica de la técnica hace que prácticamente no haya posibilidad de que quede residuo alguno de lo
aurático en todo lo que sea reproductible técnicamente. Esto se verá en el curso de los siglos XX y XXI, y
seguiremos viéndolo. No existe ya siquiera el revelado en la fotografía digital, la cotidiana e instantaneizada,
aunque sí siga haciéndose fotografía en celuloide.
Ahora bien, el hecho de que el procedimiento de la reproducción sea al mismo tiempo el de
producción hace que el destino de una película no pueda no ser la masividad. Cuando alguien hace una
película y considera que la cantidad de espectadores que puede tener es baja, tira una cantidad baja de
copias, porque hacer copias también implica una inversión. Pero en el caso contemporáneo, lo aurático
estaría aun más triturado porque uno podría perfectamente con una cámara HD filmar una película, subirla a
38
Internet y hacer una campaña de promoción para que todo el mundo la vea. De hecho, muchos cineastas
actuales hacen esto. Entonces, no hay posibilidad de que, si algo puede masivizarse, no tenga una relación
intrínseca con la política.
El vínculo del cine con la política es intrínseco por el hecho de que no hay razón para hacer más de
una copia de una película que no sea la expectativa de que esa película sea vista por muchas personas, es
decir, que sea masiva. La técnica reproductiva del cine es a la vez su técnica productiva. Y si la técnica de
producción es a la vez una técnica de reproducción, la obra cinematográfica va a tender a ser reproducida, y
no a ser retaceada, es decir, los atentados contra la reproductibilidad técnica de Straub y Huillet, por
ejemplo, no van a ser lo normal dentro de la historia del cine. Justamente, cuando artistas de extrema
modernidad, como Straub y Huillet, hacían cuatro películas distintas entre sí con el mismo material de
rodaje (es decir, cuatro montajes de la misma obra), la institución a la cual desafiaban era la institución cine.
No querían que las películas se proyectaran en las salas de cine sino que se dieran por televisión y en el
prime time (es decir, que alguien viera, por ejemplo, la Antígona de Hölderlin realizada según las
indicaciones de Brecht en el horario central de la televisión) porque –decían- los obreros ven televisión, no
van al cine. Ellos les dedican una obra a los obreros de la Renault que están en huelga y aspiran a que la
pasen por televisión, no a que tengan que pagar una entrada para verla en el cine, y que la dé la televisión
pública en el horario central, y no a la madrugada.
Para entender la relación entre artes sin aura y política como una relación propia de la sociedad de
masas (e intransferible a otro tipo de sociedad anterior), hay que tener en cuenta que esa relación está dada,
fundamentalmente, por el hecho de que la obra de arte técnicamente reproductible no tiene ritual de origen;
por lo tanto, el fundamento de su existencia está en la praxis política, no en la praxis artística. Al no tener un
fundamento ontológico, el fundamento de la obra de arte técnicamente reproductible es político: la
masividad. Si una obra es intrínsecamente reproductible, porque su técnica de producción es una técnica de
reproducción (e incluso podemos decirlo al revés: la técnica de reproducción es la técnica de su producción),
resulta, al mismo tiempo, intrínsecamente masivizable. El arte técnicamente reproductible –y mucho más si
tiene esa cualidad como intrínseca- es el arte por antonomasia de la sociedad de masas, en la medida en que
puede satisfacer a un número gigantesco de personas al mismo tiempo.
Este es el concepto de reproductibilidad técnica en la era de la reproductibilidad técnica. Para quienes
les interese el problema en la era digital, hay un libro de una filósofa alemana, Mercedes Bunz, publicado
por Editorial Interzona: La utopía de la copia. El pop como irritación. Es una selección y traducción que
realizó Cecilia Pavón, en base a una serie de ensayos de Bunz originalmente publicados en su blog. De lo
que se trata, en la era digital, no es ya de pensar las posibilidades emancipatorias de una copia sin original
sino del transporte de datos. Con lo cual se radicalizan las posibilidades de pensar la masivización de los
contenidos culturales a partir de que se convierten sólo en datos transportables. Es una actualización del
pensamiento benjaminiano al contexto de las últimas décadas. También hay otro libro -que se puede bajar
directamente de Internet- de Lawrence Lessig, Cultura libre. Es un abogado que ha pensado el problema de
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los derechos de autor en la era digital. Él defiende el copyleft y las licencias como Creative Commons desde
un punto de vista legal. Analiza cómo ciertos problemas que tienen que ver con la cultura digital se dirimen
en términos jurídicos, y cómo es el conflicto entre las corporaciones y la democratización de los contenidos
culturales en la era de Internet. Estos son planteos sobre el después de la reproductibilidad técnica, que
revisan algunos conceptos de Benjamin, en tanto son conceptos de la era industrial fabril.

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