Está en la página 1de 3

Semiótica antropológica:

Un asalto a mano armada


Ramiro Mac Donald
Lunita, nuestra perrita westie de cuatro años, ha sido el pretexto para
salir a caminar con mi esposa. Recientemente, cerca del parque
Kaminaljuyú, nos asaltaron. Fue un chico flaco, armado con una
escuadra plateada. Se abalanzó contra mí gritando violentamente:
«Dame todo lo de valor que tengás o te morís, hijo de p… O te morís o
te morís».
Interpreto, desde la semiótica antropológica, que el joven, de unos 25
años, estaba viviendo un rito de paso. Respiraba muy nervioso. Es
seguro que estaba en medio de una ceremonia para ser admitido por un
grupo criminal. Transitaba un momento liminar de su vida: esa tarde
debía transformarse. Y para alcanzar ese estadio debíamos recorrer
juntos un trecho. Él me seleccionó como objetivo y en ese instante,
conscientemente o no, agrietó mágicamente un portal que nos permitió
el acceso a otra dimensión. E hicimos juntos su transición, cumpliendo
los protocolos.
El asaltante debía morir simbólicamente y así traspasaría aquel
momentáneo umbral con el propósito de desprenderse de su antigua
identidad y adquirir una nueva. Esos dramáticos segundos los
compartimos conectados a un mismo destino de manera por demás
misteriosa, en un espacio-tiempo al que yo nunca habría querido
pertenecer. Pero las circunstancias me pusieron en medio de aquel
proyecto personal tan ajeno a mi vida.
El joven buscaba graduarse de delincuente, por lo que había planificado
un asalto a mano armada, el cual sería la prueba de fuego para ganar la
aceptación. Después exhibiría sus renovadas credenciales tras presentar
el botín y una completa narrativa. Para lograrlo debía morir conforme lo
establecido y resucitar metafóricamente. Si alcanzaba salir bien parado,
se convertiría en un ser confiable y esa sería su primera batalla ganada
como examen primario de habilidades. En adelante afrontará una vida
llena de acciones cada vez más arriesgadas y comprometedoras en una
escabrosa ruta sin salida, salvo la de la muerte.
El asaltante vestía ropas finas y una mascarilla celeste muy estirada, con
la cual escondía su rostro. Preferí no verlo a los ojos. Bajé mi mirada en
señal de total sumisión y levanté mis manos para que percibiera que
aceptaba todas sus normas. Con esa estrategia corporal envié un claro
mensaje de sumisión. Mi esposa observaba el atraco a unos cinco metros
con una inquieta Lunita.
El joven buscaba «graduarse» de delincuente, por lo que había
planificado un asalto a mano armada, el cual sería su prueba de fuego
para ganar la aceptación.
En las cercanías, un auto permaneció vigilante, listo para huir, y no vi
sus placas. En ningún momento el asaltante apuntó el arma contra mí.
Estuvo blandiéndola hacia abajo y de lado, pero jugaba con su índice en
el gatillo, que cascabeleaba haciendo clic, clic, clic, tal vez porque
estaba muy exaltado, tal vez para evitar que se le fuera un tiro, aunque
permanecía intimidatoriamente encima de mí. Y quizá no demostré
nerviosismo porque no vi el cañón de la pistola apuntándome
directamente.
Además, había entrenado ese posible escenario cientos de veces
pensando siempre: «Si me llega a pasar, entregaré todo lo que tenga,
porque todo lo material se puede reponer. Solo la vida es
irreemplazable». Y, según lo planeado, me subyugué totalmente. Tal vez
ese constante ejercicio mental me salvó la vida de tal modo que ahora
puedo contar el cuento, y hasta motivado a encontrarle un sentido
semiológico al inescrutable suceso.
Este asalto a mano armada conforma una estructura simbólica como
cualquier hecho transgresor: utiliza la violencia como recurso primario
(la pistola, los gritos y la intimidación). Los ladrones representan signos
evidentes de nuestra perversa realidad social: existen delincuentes
juveniles que así se ganan la vida aunque puedan dañar a otros. Pero
existen. En este caso solo alcanzaron a llevarse un celular viejito y 70
quetzales: un magro botín que no ameritaba tremenda arma de fuego.
Espero que lo recaudado haya servido para comprar medicinas o leche
infantil, ojalá para alimentar a una familia, y no para drogarse o
emborracharse.
Me consternó profundamente la acción delictiva perpetrada por este
joven. Como maestro, me dio pesadumbre verlo con arma, y no con un
libro en mano. Afortunadamente, salimos bien, sin un solo rasguño,
contrario a lo que les sucede a otras víctimas. Hace un par de noches
desperté de madrugada escuchando como cascabeleaba insistentemente
el gatillo de aquella pistola plateada. Y volví a sentir aquella extraña
secreción de adrenalina salpicando mi cuerpo, lo cual significaba estar
vivo.
Publicado en PLAZA PÚBLICA. Guatemala,
12 de agosto 2020

También podría gustarte